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Los laboratorios ciudadanos y el anarchivo de los comunes Antonio Lafuente Documentar los eventos se ha convertido en una seña de identidad en los nuevos centros sociales y culturales. La retórica que justifica tales prácticas evoca las virtudes de lo abierto, lo participativo, lo horizontal y lo colaborativo. Y así, frente al despilfarro que practican las (viejas) instituciones que sólo hacen accesibles sus recursos para quienes pueden financiarse y permitirse la asistencia al evento, las nuevas operan desde el paradigma de la abundancia que permiten las TIC. Trabajan en la convicción de que todo cuanto se ha producido con fondos públicos debe ser accesible, gratuito y estar on-‐line. Las nuevas instituciones entonces ensanchan su ámbito de intervención más allá de la figura del alumno o del cliente y se proyectan entre las muchas formas de activismo, voluntariado, amateurismo que proliferan en nuestro mundo (Y. Benkler). Documentar es importante, pero no es suficiente. Subir a un repositorio la filmación de un evento, retransmitirlo vía streaming, y acompañarlo con las fotos que acreditan presencias más los documentos que lo argumentaron, son tareas de mucho valor público que no queremos minimizar, pero que no colman las expectativas de una cultura común. Y es que los repositorios no siempre son estructuras tan neutrales respecto a los contenidos que difunden, pues para empezar separan los resultados del trabajo de la comunidad que los produjo. Convierten el conocimiento en información y al colectivo que lo produjo en una contingencia (K. Polanyi). La lógica del archivo y del archivero (o buscador) es implacable: sólo trabajan con lo que ha sido semantizado (J. Derrida). Pero en los nuevos Laboratorios ciudadanos, como también en todas la formas de organización social que anteponen lo comunitario a lo funcional y lo afectivo a lo objetivo (o monitorizable), no todo es reductible a información. Lo que pasa y lo que (nos) pasa no son fenómenos intercambiables. Más aún, el nuevo énfasis en los cuidados, en las formas o en los procesos no tiene tanto que ver con la funcionalidad de los colectivos como con la hospitalidad de las asociaciones. La hospitalidad dejó de ser un valor subsidiario para alcanzar una posición constitucional. Estamos seguros de que la nueva cultura organizacional reclama también otras formas de archivo. El archivo no es el lugar donde arrojamos todo cuanto queremos sepultar bajo la línea del presente (G. Kennedy). Necesitamos un archivo pero no a cualquier precio. Para ser clave en la configuración de lo colectivo tendrá que hacerse sensible a las dimensiones de lo común sin abandonar su origen como repositorio de lo público. Y aquí haremos una primera bifurcación pues, mientras lo público nació para ser expresión de lo que se diseña o propone para todos, lo común en cambio sólo puede existir en la medida en que se coproduce entre todos. Lo público necesita que el todos al que se dirige sea una abstracción biopolítica como la que evocamos al usar la noción de ciudadanía, tan proliferativa como ciega, tan omnipresente como ajena a las cuestiones de género, clase, raza, cultura o edad, entre otras muchas. Pero lo común
no puede permitirse esas simplificaciones, lo que le condena a la condición de difícilmente homologable. Mientras que lo publico está habitado por normas, abstracciones y estándares, lo común sobrevive entre minorías, resistencias y excepciones. Los colectivos ciudadanos, los grupos de interés, los movimientos sociales y las comunidades de afectados son la expresión más viva de los cambios profundos que necesita nuestro mundo. Más que como organizaciones residuales, utópicas o extremistas, los nuevos movimientos sociales parecen responder a los imaginarios de lo vanguardista, lo inclusivo y lo radical. Más que una amenaza para nuestro mundo son el pulmón por donde respiran sus heridas y se regeneran sus tejidos. Los movimientos son la vanguardia y la esperanza del mundo por venir. El solucionismo tecnológico (E. Morozov) que caracterizó las últimas décadas del siglo XX está siendo compensado en nuestros días por la nueva retórica de la innovación social. Así, los movimientos sociales operarían como laboratorios ciudadanos que tratan de explorar, asamblear y prefigurar las posibilidades reales de una vida en común. Llevar al centro de sus preocupaciones las matters of concerns frente a las matters of facts (B. Latour) es un gesto que implica un doble movimiento: el primero reclama una problematización de la noción de hecho y una apertura hacia otras culturas epistémicas más cercanas a la experiencia de lo local, lo contextual o lo corporal. Y, el segundo, obliga a no sobrevalorar los aspectos más técnicos, canónicos o discursivos de la comunicación pues el motivo del (des)encuentro es cosmopolítico (I. Stengers) o, en otras palabras, comprometido con la idea de que la convivialidad debe prevalecer sobre la veracidad de los asuntos en cuestión (I. Illich). La cultura del prototipo es la mejor narrativa que hemos encontrado para describir los nuevos modos de proceder. Usamos la noción de prototipo para evocar nuestra capacidad de anticipar, modelar o prefigurar soluciones todavía incompletas, tentativas o provisionales a los problemas. La cultura del prototipo entonces es heredera de las prácticas experimentales del laboratorio y artesanales del taller. También resuena con lo mucho que se ha escrito sobre las prácticas en beta (C. Kelty), el pensamiento salvaje (Levi-‐Strauss) o las soluciones del bricoleur (L. Suchman). Pero un buen prototipo no sólo predica su provisionalidad, sino también su condición de abierto. Un prototipo debe ser abierto para que sea hospitalario y, en consecuencia, capaz de recibir aportaciones procedentes de culturas distintas y puede que antagonistas. Es abierto para ser inclusivo, pero también para evitar que una codificación previa a su cerramiento sea precursora de su privatización. Pues todo objeto codificado escinde el mundo entre los que comprenden o no el código, entre expertos y profanos (B. Stiegler). Los prototipos entonces nunca llegan a ser una cosa, siempre se mantienen en la expectativa de todas sus posibilidades, de ser algo distinto a aquello para lo que fueron diseñados (A. Corsin). Los prototipos no habitan los imaginarios del diseño participativo, sino las propuestas de la cultura hacker (M. Wark). La cultura del prototipo es la manera de hacer transitable el desideratum cosmopolítico. No es imprescindible que frente a las cuestiones de opinión
necesitemos tomar partido o elegir la más veraz. Nadie nos obliga a tratar estos asuntos de forma abstracta, lo que es tanto como afirmar que siempre pueden ser lo afectados quienes logren expresar la viabilidad de un mundo que no puede seguir construyéndose sobre la noción de víctimas colaterales o inevitables. Siempre podemos darnos otra oportunidad, ganar tiempo de calidad, ensayar otras miradas laterales, curar las narrativas de la diferencia, desmovilizar nociones incuestionables, proponer diferentes preguntas, evitar conclusiones precipitadas, escuchar vibraciones desdeñadas, dejarnos afectar por signos inauditos y, en fin, abrirnos a la posibilidad de aprender a vivir juntos. Los movimientos sociales son comunidades de aprendizaje y son la vanguardia de lo por venir. Operan como sensores de temprana (F. Chateauraynaud) y anticipan los problemas de todos. Más que tratarlos como una minoría dispuesta a aguarnos la fiesta, habría que tratarlos como auténticos social brockers, (J. Bach & D. Stark), como actores que nos enseñan el camino que habremos de andar entre todos. Ellos representan la posibilidad de convertir su experiencia en un laboratorio de innovación social que tiene que combinar armoniosamente las promesas emancipatorias de la ciencia moderna (ilustrada) con los compromisos igualitaristas de las políticas publicas (liberales). Y además deben hacerlo, como decíamos, huyendo de fáciles consensos que enmascaren e invisibilicen la existencia de las minorías. La diferencia es el motor del cambio y por ello es la hora de las minorías. ¿Dónde están las minorías? ¿Cómo conectar con ellas, cómo aprender de su experiencia, cómo incorporar sus prácticas? Por su propia naturaleza, las minorías son habitantes de la cola, viven en los márgenes, sobreviven en un gesto resistencialista y ni siquiera hablan el mismo lenguaje. A veces, no tienen un lenguaje propio y, cuando lo tienen, en lucha con el expert apartheid (E. Said), no es comprensible. Las minorías, los movimientos sociales, los laboratorios ciudadanos necesitan del archivo, deberían vivir en un archivo. Necesitamos prototipar el archivo de los underdocumented people (B. Keough). Lo que queremos no es congelar su memoria, esquematizar sus propuestas, patrimonializar sus hallazgos, categorizar sus estructuras o visualizar sus cartografías. Es un proyecto estético porque queremos mostrar lo que no se ve. También es un archivo porque tiene a su cargo el cuidado de un tesoro vivo. Y sobre todo es una infraestructura que garantiza el acceso, la cercanía, la participación, la descentralización, las versiones, la crítica, la diversidad y la vibración. Hablamos de un archivo que no reclama archiveros, categorías, horarios o estándares y que sólo se justifica en la medida en la que una comunidad lo habite, lo cure, lo abra y lo encarne. No es el archivo de una comunidad, sino el archivo entre una comunidad. No es un archivo para todos, sino entre todos. No es que la comunidad tenga un archivo, sino que es un archivo, que es inseparable de sus memoria y, en consecuencia, el archivo no es un repositorio sino un laboratorio. El archivo de los comunes es un anarchivo (M. Matienzo): sin archiveros, sin comisarios, sin usuarios. No hay categorías de referencia, no hay gestores privilegiados del sentido, ni tampoco actores externos o distantes. El anarchivo discute las tradicionales funciones normalizadoras, objetivistas e institucionales del archivo. El anarchivo abraza la crítica postcolonial y postmoderna: desautoriza a los
legitimadores de las nociones de sentido común, cultura de elite, buen gusto, superioridad moral o discurso objetivo. El anarchivo sólo puede ser un prototipo y por tanto es extitucioal, mundano y provisional (N. Southern). Tenemos algunos ejemplos a los que remitir nuestras palabras. Los archivos de lesbianas que ha descubierto Ann Cvetkovich, los archivos de la danza que exploró Diana Taylor y los archivos de semillas zapatistas que analizó Marisa Brandt. Lo que Cvetkovich ha encontrado es que el trauma que la memoria del trauma que representa ser lesbiana no puede ser encomendada a las activistas más famosas o más brillantes, como tampoco es recomendable separar los testimonios de lesbianas anónimas de la comunidad que conforman y contribuyen a conformar. El archivo entonces se hace de emociones que no esperan un experto que las interprete, sino de otras mujeres que lo enriquezcan, lo remezclen y lo confundan. El archivo entonces no es un lugar para descansar del pasado sino para trabajar juntas y de ahí las resistencias a entregar los documentos a instituciones consolidadas o reconocidas. Taylor no ha dejado de preguntarse por lo que la cámara no ve y sin embargo es crucial en toda performance. Y son muchos los efectos atmosféricos, ecosistémicos o relacionales y, en definitiva, ambientales que se producen mientras se despliega la dimensión más atlética o contorsionista del espectáculo. Renunciar a todo lo invisible, a todo lo que el ojo no ve, sería tan absurdo como querer reducir la danza a información. Los zapatistas descubrieron que salvar su mundo demandaba preservar sus semillas criollas y protegerlas de la dura competición con las transgénicas. Los zapatistas crearon un laboratorio de genética que pudiera distinguir entre las semillas contaminadas con genes manipulados en laboratorios industriales y las producidas por los campesinos tras siglos de experimentación local, pero lo que estaban conservando no era un patrimonio genético amenazado, sino una noción de diversidad cultural imbricada en la diversidad biológica. Loa anarchivos son promovidos por comunidades de afectados que, en nuestro caso, quieren impedir que se simplifique la condición de lesbiana, bailarina o maya. Luchan para impedir que se cierre el prototipo, trabajan para que ningún actor o factor quede relegado. Y con frecuencia los intentos de intelectualizar, historiar o categorizar la experiencia, como sucede en muchas formas de acercamiento al Holocausto, son calificados de oscenos (E. Fredman). En los tres casos mencionados el archivo se hace con lo que sobraba, con la parte desdeñada de la cultura, la que no tenía dignidad suficiente para ser apartada y luego preservada. G. Bataille la nombró la llamó parte maldita. El archivo de los comunes se hace con las sobras. El archivo de los comunes se construye con los desdeñado y se forma en la convicción de que somos lo que tiramos (E. Spelman). Mas aún, como se dice en la garbatology, (W. Rathje), no es que nuestra basura proclame lo que queremos ser, sino que además no miente pues está constituida no de palabras, sino de restos materiales que muestran lo que hacemos más allá de lo que decimos. En el anarchivo las lógicas del testigo, el reportero o el auditor son sustituidas por los imaginarios del artista, el activista y el amateur. Más que poner los objetos al servicio de la pureza, objetividad o completitud de los argumentos con los que construimos el mundo que habitamos, la función del anarchivo es explorar los mundos posibles,
habilitar un teatro de la diversidad, dar cobijo a la incertidumbre, las emociones, los traumas, lo ordinario, lo balbuciente o lo disfuncional. En el anarchivo queremos dar cuenta de lo que hemos experimentado pero no sabemos decir. Explicar lo que hemos vivido y no tenemos palabras para contarlo reclama una investigación que haga visible lo que sabemos. Equivale a poner en valor lo experiencial y, en definitiva, a dar dignidad cognitiva a lo que sentimos, encarnamos o afectamos y que, con frecuencia, sabemos que las instituciones desdeñan por caprichoso, insignificante o circunstancial. El archivo sueña con estabilizar el mundo, el anarchivo nos promete desorganizarlo. En las entrañas del archivo viven los historiadores, los jueces y los auditores, en las del anarchivo proliferan los poetas, los rebeldes y los cómicos. La inteligencia que promueven los archivos es procedimental, mientras que los anarchivos cultivan la emocional. Sin los archivos la vida pública sería imposible, sin los anarchivos la vida común será improbable.
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