ANTIGUAS ESTAMPAS DE LA CIUDAD

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1989/11/19

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DÍA del domingo

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EN su obra «Santa Cruz vis-to por los grandes escrito-res», don Leoncio Rodrí-

guez —el inolvidable e inolvida-do periodista que fundó «LaPrensa», periódico antecesor deEL DÍA— bien escribió que lasimpresiones, magníficamente re-cogidas y engarzadas en aquellaspáginas, constituían todo un es-pléndido homenaje a la bellezade nuestra tierra, y con motivode grata recordación para los in-signes panegiristas, cuyos nom-bres, en la posteridad, quedaránespiritualmente ligados a la his-toria de Tenerife, como lo estánen nuestra gratitud y nuestroafecto.

Así era la ciudad que tenía ymantenía bondad activa e infati-gable. Era ciudad que, en lasafueras, tenía tierra sonora, en-vuelta en sombra y aroma. Conla imagen volvemos a la más an-tigua edad de nuestra vida, acuando Santa Cruz —ciudadquieta, casi adormecida en elcerco de las montañas deAnaga— estaba poblada de cria-turas llanas y a la buena de Dios,de criaturas contentas, amablesy cordiales, que todas se cono-cían y querían.

Años y años han pasado des-de entonces y, con la evocaciónde la sencilla y magistral prosade don Leoncio, retornamos a laciudad que fue, que es y siem-pre será, a la vista de la antiguay buena estampa que, realmen-te, es casi todo un pasado re-ciente.

En la imagen, las lecheras que,en el primer tranvía, casi al rom-per el día llegaban desde el inte-rior de la Isla, pero en especialdesde La Esperanza trabajadora,siempre envuelta en actividadconstante y ejemplar. Por la an-tigua carretera de San Andrésllegaban al viejo y siempre nue-vo Toscal las lecheras del vallede Tahcdio. Estas lo hacían enmansos y rebuznantes burrosque, hasta la Marina, unos su-bían la empinada cuesta arriba,desde la confluencia de las callesde la Marina y San Francisco,realizar la venta de la leche y ha-cer sus compras diarias. Otras,desde el antiguo fielato subían laCuesta de Los Melones —tam-bién llamada de los Camellos—para, a la entrada de El Blanco,establecer su sencillo y buen co-mercio. Por allí, la antigua pa-nadería y las ventas de don Paco,don Lázaro y doña Peregrina y,más abajo, en la esquina de la ca-lle del Saludo con Santiago, la dedon Juan y doña Clara.

Por entonces, la calle de SanFrancisco estaba empedrada concallaos de playa —todos con co-lor y calor del océano— y, el fi-nal de la de la Marina, por la«placita» y hasta el fuerte de Al-meida, aún era de tierra. Ambaslucían hierba alta y verde, todoun frescor extendido que, por lacalle del Saludo —y por la deSan Isidro— seguían hasta las dela Rosa y Santiago.

¿Qué nos queda de aquellosaños? De la confluencia de lascalles de la Marina y del Saludohace mucho que desapareció elcañón —muy viejo cañón decampaña— que, justo a las 12 dela mañana, señalaba a todos elmediodía. Con él se fueron lasdos piezas artilleras —que luego

Las lecheras que, al romper el día, recorrían las calles de Santa Cruz. Con ellas llegaban las pescadoras desde las playas queya no son en el litoral

Antiguas estampas de la ciudadpasaron al interior de Almeida—que hacían y contestaban las tra-dicionales salvas de ordenanzasa los buques de guerra extranje-ros que por Santa Cruz recala-ban.

Las lecheras de la imagen senos fueron para siempre y, conellas, los viejos tranvías que, conlas «jardineras» y furgones decarga pintados de gris, iban y ve-nían desde Tacoronte y La Lagu-na. En ellos, las casi olvidadasgangocheras, personas que consu trabajo humilde y ejemplar—al igual que las lecheras y pes-cadoras— daban vida al antiguomercado que se alzaba casi a lasombra del Teatro Guimerá.

La antigua estampa nos llevaa la prosa de José María Salave-rría cuando escribió que «al re-gresar a Santa Cruz de Tenerife,la carretera está transitada poresas mujeres hermosas, fuertes,erguidas y ágiles que forman unode los buenos atractivos del ar-chipiélago canario. Con su típi-co sombrerito y su gallardo ca-minar, llevando cargas increíblessobre la cabeza, ellas animan elpaisaje con su exuberante femi-nidad y parece que lo contempla-sen y lo hicieran más dulce y ala vez más firme».

Con las lecheras, las ya desa-perecidas pescadoras —si bienTrino Garriga captó reciente-mente la imagen entrañable deuna por la calle del Pilar— que,por la marquesina o las antiguasplayas, recogían para su venta lascapturas que llegaban con todoel latir y vivir de sus entrañas alas playas —Ruiz, La Peñita, SanAntonio, Los Melones, PasoAlto, Valleseco, Bufadero, etc.—que han pasado a la historia deSanta Cruz.

Con el cantar metálico de lascántaras de la leche, el humanode las pescadoras que anuncia-ban la frescura de los chicharros,sardinas y caballas, que acaba-

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Santa Cruz de Tenerife

ban de llegar a las playas con la-tir de olas sobre los callaos. Conellos, las viejas, cabrillas y sar-gos, toda la buena pesca de loshombres ejemplares del litoralsantacrucero, todos los pescado-res de la mar profunda.

CANTO Y ENCANTO

Para Santiago Rusiñol, SantaCruz de Tenerife era «un mon-tón de casas que parece que ba-jan de la montaña y se paran alpie del mar. Es una villa comple-tamente rosada; las casas, con to-nos de pergamino; las azoteas,de encuademación; los muros deáncora oxidada. Por entre las ca-sas se ven platanares, y entre losplantonares, las ventanas, todaspintadas de tonos de sol: verde,azul claro, azul marino, rosa depiel de grana, pero si como es-tos colores hubieran estado pol-voreados con oro. Un pueblo conaquellos tintes que sólo los tie-nen las Islas».

Así era la ciudad —nuestra an-tigua y buena ciudad— que teníacasas con patios amplios que,con verde extenso e intenso, eranverdaderos corazones del sol. Enlas azoteas, los gallos inventabanamaneceres de campo para, lue-go, dar paso al sonar y resonarde las ruedas aceradas de los ca-rros de muías sobre los grises ca-llaos.

Así era la ciudad con casas an-tiguas y cargadas de recuerdos.Todas tenían su historia y su pe-queña anécdota y eran nobles ca-serones con fachadas adornadascon la gracia insuperable —ver-daderamente insuperada— delbalcón canario, historiado aleroy ancha y guarnecida portalada.Eran casas que, en lo alto, teníangárgolas como gatos petrifica-dos, rojez de tejas canarias y,desde luego, toda una sensaciónde vida plácida, de paz antigua,serena y dormida.

Por los barrios que crecían,casas terreras entre las que, decuando en cuando, se alzaba unaque, con sus dos pisos, trataba demirar a la mar alta y libre, a lasaguas remansadas que —pintadasde vapores y veleros— se encon-traban al redoso del Muelle Surque crecía y crecía merced a lavieja «Titán», la grúa de vaporque murió en el Muelle Norte y,allá por los años 30, fue sustitui-da por la que recientemente fuedesguazada en Los Llanos.

En la imagen, evocación de ca-lle tranquila, de calle hecha parael paso moroso y sensitivo de pa-seante y, en toda ella —con laimagen de las lecheras que ya noson— todo un espíritu pleno desonrisas y piedades.

Sobre los muros llenos de si-glos y de soles, todo el cielo azulque daba a las plazas y jardinessu gracia y elegancia. Y, en todala ciudad tranquila, campana dela Concepción y San Franciscoque repicaban alborozadas degloria. Entonces —eran años deniñez y pequenez— la mirada ibahacia los montes y los surcos,hacia los amaneceres de siem-bras y plataneras, hacia las no-ches de bosques altos, allá pordonde nace el barranco de Taho-dio.

Hoy, a la vista de las imáge-nes que ilustran estas líneas, biencomprendemos que no se puedevivir sino muriendo, que no sepuede ser sino dejando de ser.Ahora evocamos aquellos paisa-jes temblorosos de prados y atar-jeas, el agua cantora y clara, elmar verde de las plataneras porVentoso y, arriba —muy arriba—caseríos pegados a la cordillera,acurrucados en los azules flan-cos, alejados del aliento salino dela mar; abajo —después de losmuros morados de buganvillasque domaban Las Mimosas—, laciudad tendida como un vueloblanco de gaviotas a la vera delAtlántico en siesta.

Así era la ciudad que don An-tonio Marti reflejó en su obra «70años de la vida de un hombre yde un pueblo». El bueno de donAntonio mucho y bien escribióde la ciudad que fue, es y será;en su prosa plasmó recuerdosinolvidables y citó personajes—Manuel «Pajarito», Luis «Elfrancés», etc.— que llenaron consu sencillez toda una época de laciudad. Con ellos y otros mu-

chos, el inolvidable «Samburgo».De él, don Antonio escribió:«Nunca se supo en Santa Cruznada concreto ni preciso de Do-mingo «Samburgo». Ni cómo ha-bía venido ni de dónde. Un díaapareció en las calles de SantaCruz. Era un domingo. Se le pre-guntó de dónde venía y contestóalgo que sonaba a «Samburgo».Y Domingo «Samburgo» se que-dó. Sin embargo, no procedía deHamburgo. No era alemán. Ha-blaba muy poco, pero las pala-bras que pronunciaba parecíanitalianas». Y, añadía don Anto-nio, que «Samburgo» nunca pe-día dinero. Si le daban algo loaceptaba y muchas veces lo com-partía con otros pobres. Teníauna mirada mansa y buena, erasilencioso y no molestaba a na-die. Como un gran perrazo va-gabundo andaba por las calles deSanta Cruz y, por lo que a mírespecta, lo recuerdo con su tra-dicional tranquilidad por la an-tigua carretera de San Andrés—a la altura de los varaderos deHamilton y casi a la sombra deAlmeida— en horas de la maña-na. Un joven se le acercó y le pi-dió limosna y, con su voz sere-na, «Samburgo» le contestó quevolviese más tarde, pues aún nole habían dado nada.

«Como un gran perrazo vaga-bundo —escribió don AntonioMarti— andaba por las calles dela ciudad. Y como un perro va-gabundo murió en ellas, desapa-reciendo como mismo había lle-gado, un día cualquiera».

En la citada obra de don Leon-cio Rodríguez, bien se recoge yrefleja una crónica de Eduardo

Zamacois relacionada con «Sam-burgo»: «Una tarde, a la hora en-volvente del anochecer, la ocio-sidad y el dilecto placer de an-dar solo, me habían llevado a lacarretera que conduce a Taga-nana.

El sol, moribundo, se desha-cía en sangre magníficamente;sobre la superficie, teñida de vio-leta, del mar, oscilaban numero-sos buques anclados: cruceros deguerra, vapores mercantes, vele-ros de ambiciosa arboladura, fa-lúas de lujo y regateo, gabarrascarboneras... Cerca de mí, sen-tado entre peñascos, comía unmendigo. Era viejo, y su cola-ción, adquirida quizás a la puertadel vecino Cuartel de Ingenieros,probablemente estaba fría.

Yo contemplaba el paisaje; yemocionado tal vez ante la belle-za con que moría la tarde, dijealgo en alta voz... Lo cierto esque el pordiosero no me quitabaojo. Estábamos solos, absoluta-mente solos, como dos especta-dores, del augusto teatro de laNaturaleza, y el sol, semejantea un divino comediante al finaldel drama de su vida diaria, pa-recía morir para nosotros solosy ofrendarnos la maravilla de suagonía.

De pronto, el mendigo, olvida-do de su miseria, exclamó:

—Es hermosa la tarde, ¿ver-dad?

—Muy hermosa —le respondí.Hubo un breve silencio; las

olas iban y venían, como me-ciendo a la tierra.

—¿Es usted forastero? —pro-siguió el desheredado.

—Forastero soy —contesté— yde muchas y lejanas tierrasvengo...

Y a estas palabras, que acasofueran dichas con acento triste,con voz de desengaño, el «sinpan» replicó compasivo, mos-trándome su plato de comida:

—¿Quiere usted acompa-ñarme?. ..

Su ofrecimiento me llegó alalma; y de pena, de agradeci-miento, se mojaron mis ojos.Aquel hombre que me ofrecía loque de caridad recogió en los ca-minos, era el símbolo, el verbodel pueblo en que yo estaba; ysu gesto, dictado por veinte si-glos de Evangelio, tenía la gran-deza y la serenidad de la tarde.

¡Santa Cruz de Tenerife! Túdejas en el corazón de los erran-tes la dulce melancolía de mirarhacia atrás y de volver a ti...».

Donde el Eterno puso playas,olas ardientes de blancura, mon-tes altos y lejanía, nació y cre-ció —crece y más lo hará— laciudad de Santa Cruz de Teneri-fe. Es ciudad que siempre ha de-jado hambre de recuerdos en elcorazón de los hombres y, así,estas antiguas estampas nos to-can el alma con toda su luz pro-funda, con toda su dolorosa dul-zura.

Juan A. PadrónAlbornoz

En años idos, por la Marina y Almeida todo el barrio del Toscal se asomaba a la mar a travésde las ventanas que —pintadas de tonos de sol— describió Santiago Rusiñol