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EL COMUNISMO ES POSIBLE
CARLOS PÉREZ SOTO
Ediciones ClinamenEdiciones ClinamenEdiciones ClinamenEdiciones Clinamen
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Carlos Pérez Soto es profesor de Estado en Física. Ejerce como docente
en distintas universidades chilenas como la Universidad ARCIS y la Universidad de Chile. Su trabajo se centra en lo que él mismo denomina
un marxismo-hegeliano, el cual sería fundamento para crear un marxismo de nuevo tipo.
Ha publicado diversas obras, en las que trata no sólo de política sino también de epistemología, de filosofía y de historia de la danza.
La presente obra es un artículo publicado en un cuaderno de investigación de la Universidad Arcis.
Como el mismo autor señala, su contenido es de carácter CopyLeft, lo cual facilitaría su acceso a toda persona interesada en conocer sus
planteamientos.
Ediciones Clinamen 2009
Primera Edición de Clinamen, Abril 2009
Obra editada en Santiago de Chile
Ilustración de John Avon
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La izquierda ha dejado de hablar del comunismo. Los tiempos
son difíciles, ya se sabe. Pero yo tengo la impresión de que
esto es un indicio más de como y hasta que punto hemos
perdido el horizonte de nuestras luchas.
Por un lado, desde la bolchevización de los partidos marxistas,
bajo la Tercera Internacional, la palabra comunista empezó a
designar más un bloque de partidos y movimientos actuando en
la política contingente que un modelo de sociedad posible. De
esta manera discutir sobre comunismo llegó a ser una cuestión
de política inmediata, hasta el punto de que dentro de la misma
izquierda muchos prefirieron evitar ser llamados comunistas.
Por otro lado la propaganda anti comunista se centró, como
era lógico, en las acciones de los partidos y gobiernos que se
auto designaron como tales, asimilándolos a todas las posturas
dentro del campo marxista. Ambas tendencias, por este y por
el otro bando, contribuyeron a ligar el término “comunismo” al
destino de las iniciativas marxistas y, en particular, a las
características y destino de los países cuyos gobiernos decían
buscarlo.
No tengo que explicar que todos esos gobiernos se fueron
catastróficamente al hoyo, en menos de cinco años, dando
lugar a un conjunto de países bananeros que tratan de
sobrevivir a la marea del saqueo neoliberal y el bandidaje. Los
pocos que aún podrían considerarse herederos del bloque
socialista o se están acomodando a grandes trancos a la lógica
del mundo capitalista, o están arruinándose lentamente bajo la
presión del bloqueo económico y la falta de respaldo de los
países que los sostenían. Para muchos, con alegría y alivio en
la derecha, con resignación forzada o alivio oportunista en la
izquierda, estas catástrofes han significado “el fin del
comunismo”.
Pero, ¿cómo podría entenderse el fin de una sociedad posible?.
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¿En qué sentido algo que aún no ocurría puede haberse
acabado?. Quizás lo que quieren decir, de manera trivial, es
que sin “los comunistas” ya no se puede esperar que se llegue
al comunismo. Quizás lo que quieren decir, de manera más
profunda, es que el fracaso de los países socialistas mostró
que una sociedad comunista es simplemente imposible.
Dos cuestiones previas, una de tipo político y otra de tipo
filosófico, son necesarias para volver a pensar la posibilidad
del comunismo. Una es ser capaz de romper radicalmente con
esas dictaduras infames que se llamaron a sí mismas
socialistas que, consideradas de manera marxista, no fueron
sino las dictaduras de unas clases burocráticas que
usufructuaron del producto social a través de relaciones de
explotación sobre sus propios pueblos. Otra es considerar la
idea de “posibilidad” de manera post ilustrada, no como
sinónimo triunfalista de “necesidad” sino en el sentido propio y
fuerte de “posible”.
El desastre del socialismo real puede ser descrito y explicado
de manera marxista. Para hacerlo es necesario asumir algunos
puntos que son duros, pero que no contradicen lo que es
esencial en el marxismo. Uno es entender al dominio
burocrático como un dominio de clase. Esto significa que la
propiedad social perfectamente podría ser un sistema de
legitimación de una forma de explotación, y el centralismo
democrático, elevado a forma de organización del Estado, una
forma de ordenar el dominio totalitario sobre el conjunto del
pueblo. Esto significa asumir que en nuestra política futura
debemos estar prevenidos respecto de la posibilidad de que
también el gobierno, por sí mismo, la clase política, por sí
misma, puedan ser partes, con intereses propios, del bloque de
clases dominante. Pero, otro punto, cuando hacemos la
evaluación histórica de la relación entre lo que los
bolcheviques quisieron hacer y lo que efectivamente ocurrió,
es asumir la posibilidad de que la propia voluntad
revolucionaria sea una voluntad enajenada. Es decir, que no
podemos demostrar la transparencia entre la voluntad y sus
resultados, no podemos garantizar los efectos que surgen de
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nuestros actos ... y, aún así, asumir que es preferible correr el
riesgo. O mejor, asumir que estamos ya en pleno riesgo de
nuestras vidas, y que queremos vivirlos intentando sostener
nuestra voluntad ante la determinación histórica.
Este segundo punto está relacionado con la idea de
“posibilidad”. El marxismo clásico frecuentemente planteó la
perspectiva comunista como necesaria, es decir, tarde o
temprano, de una u otra forma, las ruedas de la historia
terminarían aplastando a los que quisieran oponerse a ellas, a
su sentido progresivo, a su tendencia hacia el advenimiento de
una sociedad sin clases. Por cierto esta necesidad nunca fue
planteada como una necesidad “mecánica”. Siempre se enfatizó
que sólo podía realizarse de manera efectiva a través del
ejercicio de la consciencia y la voluntad de transformación. El
comunismo sería resultado de ciertas leyes históricas que
operaban a través de la acción consciente de los trabajadores.
Sin embargo, como no había duda alguna en torno a la
posibilidad de formar esa consciencia de cambios, esta
participación de la consciencia no era sino un detalle en el plan
general: las leyes de la historia actuarán de manera objetiva,
las consciencias que se requieren para hacerlas operar son
plenamente posibles. El resultado es que una sostenida acción
revolucionaria podría garantizar que a la larga se alcanzaría el
comunismo sin duda alguna. Para muchos esta confianza, este
optimismo en buenas cuentas ilustrado, era una fuente de la
fuerza con que se integraba e impulsaba la lucha, hasta el
grado de alcanzar una consciencia cuasi mesiánica : hoy
sufrimos, pero tiene pleno sentido, nuestros nietos serán
felices.
No tengo que explicar a estas alturas que los aplastados por
“las ruedas de la historia” una y otra vez hemos sido nosotros.
La verdad es que, considerando el estado real del mundo, y
poniéndonos una mano en el corazón, no le estamos ganando
mucho a nadie. Ya no estamos en posición de mantener el
optimismo triunfalista que las vanguardias marxistas del siglo
XX sostuvieron como parte de su fuerza y su propaganda. Y es
sano asumirlo y operar en consecuencia. El marxismo, y con él
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el modelo comunista de sociedad, ha perdido radicalmente su
verosimilitud, sobre todo ante quienes más importa para una
perspectiva revolucionaria : para los trabajadores mismos.
Tratar de tapar este hecho de enorme magnitud política
acudiendo a los muchos ejemplos aislados de luchas
reivindicativas que se mantienen de manera heroica en
diversos lugares del mundo es simplemente dar la espalda a la
realidad flagrante y desastrosa. Es necesario volver a tomar
contacto con la realidad de una perspectiva revolucionaria,
más que con la permanente sucesión de ejemplos heroicos,
que nunca dejará de consolarnos, pero que no logrará hacer
más que eso.
Una condición mínima para esta vuelta a la cordura
revolucionaria es abandonar el mesianismo explícito o
implícito, la perspectiva triunfalista, el optimismo irreflexivo.
Hay razones para ser optimista, lo que estas razones muestran
es que el comunismo es posible, lo que no muestran ni pueden
mostrar es que ocurrirá de manera necesaria. Es necesario
asumir que es perfectamente posible que la humanidad
persista de la explotación a la explotación, y de la estupidez a
la estupidez eternamente, sin ir nunca más allá de la lucha de
clases. Hoy es perfectamente incluso que los seres humanos
sean simplemente exterminados por la irresponsabilidad
suicida de las grandes potencias en una guerra nuclear, o en
un desastre biológico, intencional o incluso accidental. El siglo
XXI no será muy agradable para las perspectivas de la historia
humana. El desastre ecológico, la miseria absoluta de cientos
de millones de seres humanos, la violencia extrema en las
grandes ciudades, los poderes nucleares, las armas químicas y
bacteriológicas ... la lista es larga. Estos ya no son tiempos
para optimismos ilustrados de ningún tipo.
Sin embargo yo creo que se puede defender racionalmente la
idea de que el comunismo es posible. Y voy a ofrecer en lo
que sigue lo que podría ser al menos la estructura del
argumento que permite esta confianza que la razón le puede
ofrecer a la voluntad para que pueda hablar, así como la
voluntad puede ofrecer sus confianzas a la razón para que
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pueda pensar.
Muchos quisieran una sociedad mejor que esta. Los liberales
son progresistas, los socialdemócratas pueden ser incluso
radicalmente progresistas (cuando no se dejan arrastrar por el
carro neo liberal). ¿Por qué entonces el comunismo?. ¿No se
podría pensar simplemente un largo camino de reformas que
vayan mejorando progresivamente las condiciones de vida?. El
primer argumento que hay que esgrimir es que es justamente
una revolución comunista la que hace falta, no una perspectiva
reformista de largo aliento. Y la razón central es esta : los
reformistas llegarán atrasados al exterminio de la tercera
parte de la humanidad.
Los neo liberales tienen una política de desarrollo, una que
favorece al capital financiero, que se basa en la depredación
de los recursos, en la explotación extrema, en la inestabilidad
endémica. Su camino hacia el “progreso” no está pensado para
los trabajadores, menos aún para los pobres. Los burócratas
tienen una política de desarrollo, que favorece al capital
productivo, que eventualmente podría favorecer a los
trabajadores integrados a la producción altamente tecnológica.
Pero ni la burguesía, ni el poder burocrático, ni los neo
keynesianos, ni los socialdemócratas, tienen un camino de
desarrollo que pueda evitar que los marginados absolutos, los
que no son ejército de reserva de nada, los que no cumplen
ninguna función en el sistema económico mundial, ¡que son
casi la tercera parte de la población mundial!, sean
simplemente exterminados de hecho, por el SIDA, por la
malaria, el ébola, las múltiples enfermedades de la pobreza
absoluta, y las que los que consumen generan en sus
organismos, debido al uso abusivo de los antibióticos para
luego contagiarlas a los que no consumen y no tienen las
defensas inmunológicas que podrían hacerlos resistir.
El siglo XXI será un siglo siniestro de peste, hambre, violencia
urbana y marginación. El resultado será, ni más ni menos que
el exterminio. Hay una solución capitalista y burocrática para
la pobreza absoluta : los extremamente pobres simplemente
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morirán. Los que creemos que estas muertes, sean producidas
directa o indirectamente, son simplemente un crimen contra la
humanidad creemos que sólo un radical salto en los objetivos y
modalidades del desarrollo podrá evitarlo. Ni el interés
burgués, ni el interés burocrático harán nada por lograr este
salto. Unos están atrapados en una lógica que conduce a la
destrucción del planeta, los otros en una lógica en que
administrar a los que consumen es suficiente para justificar su
poder de clases. Sólo la perspectiva comunista es
auténticamente amplia como para integrar a toda la familia
humana.
Sin embargo, por mucho que esta perspectiva sea necesaria,
por mucho que se justifique moralmente, perfectamente podría
ocurrir que sea imposible. Que no existan ni las técnicas, ni las
formas de organización social que puedan lograrla.
En este punto, curiosamente, el furibundo optimismo
tecnológico, rayano en la adoración, de los intelectuales al
servicio del capital y de la administración, suele ser
contradictorio. Todo parece ser posible para la técnica, llegar
a Marte, clonar seres humanos, construir computadores
inteligentes, vigilar paso a paso a cada ciudadano, producir
armas eficaces que puedan asesinar sin que el bando atacante
sufra ninguna baja. Lo único que pareciera imposible es usar
estas técnicas para construir una vida digna y de abundancia
para todos los seres humanos.
No. Tenemos derecho a invocar su mismo optimismo y creer
que es perfectamente posible una economía de abundancia sin
depredación y sin explotación. Todas las técnicas que hacen
falta para esto ya existen. En particular las que permitirían
procesar la información necesaria para una economía global
descentralizada, en manos de los productores directos.
Desde un punto de vista estrictamente técnico el comunismo
es una sociedad en que el trabajo social se ha repartido entre
todos de tal manera que, gracias al uso intensivo de la
tecnología, sea posible reducir radicalmente la jornada laboral.
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En un mundo en que todos tienen que cumplir con una cuota de
trabajo socialmente necesario del orden de 6 o 8 horas a la
semana, la división social del trabajo no determinaría
esencialmente nuestras vidas. La mayor parte del tiempo sería
de trabajo libre. Ni la propiedad, ni la administración global
serían necesarias. Esto, la superación del poder que desde la
división social del trabajo domina nuestras vidas, es lo que
Marx llamó comunismo.
Es importante notar que una sociedad de estas características
no requeriría de Estado, ni de Mercado. Por supuesto habría
gobierno, el ejercicio democrático del poder en cada
comunidad local, pero el gobierno no estaría cosificado como
instituciones por sobre la ciudadanía. Un gobierno que no sea
una Estado. Por supuesto habría intercambio de bienes y
servicios, a nivel local, a nivel global. Pero el intercambio no
estaría cosificado bajo la forma dinero, ni estaría sujeto a
otras leyes que las que sus autores quieran darle. Un
intercambio que no sea mercantil. Desde luego seguiría
habiendo división del trabajo, y trabajo socialmente obligatorio,
pero su existencia no se levantaría ante nosotros
dominándonos, y sus leyes y condiciones de ejecución no
serían sino las que los productores directos quieran darles.
El comunismo es técnicamente posible. Todas las técnicas que
son necesarias para llevarlo a cabo ya existen. Podría ocurrir,
sin embargo, que aún así no sea viable. Es decir, aunque sea
deseable y técnicamente factible, podría ocurrir que los seres
humanos simplemente no quieran construirlo, y prefieran sus
actuales condiciones de vida, aliviadas y mejoradas, antes que
una revolución global.
Hay dos objeciones clásicas que apoyan esta idea. Una es que
los seres humanos son por naturaleza egoístas, o que sus
impulsos naturales los llevan a desear el poder, la ventaja, el
agrado a costa del menor esfuerzo. Otra es que el capitalismo
altamente tecnológico, apoyado en su poderoso sistema de
comunicación social y en el uso a gran escala del
endeudamiento, es capaz de mantener indefinidamente a los
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ciudadanos atrapados en las expectativas de consumo. O por
egoísmo natural, o por consumismo adoctrinado, los
trabajadores preferirían no poner en peligro, en lo sustancial,
el sistema injusto en que viven. Y si lo hicieran, tarde o
temprano resurgirían el afán de poder, o la avaricia natural.
Más que si hace falta o no, y más que si es posible o no, ésta
es la verdadera discusión en torno a la posibilidad del
comunismo. Sobre las estadísticas en torno a la marginación
absoluta, o en torno a los desastres ecológicos o
armamentistas, se puede obtener un relativo consenso. Al
menos entre los sectores progresistas, entre los que no están
cegados por la propaganda integrista y el fanatismo
fascistoide. Sobre las posibilidades de un uso verdaderamente
humano y solidario de la tecnología no parecen haber tampoco
muchas dudas. Nuestras dudas más profundas tienen que ver
más bien con lo que los seres humanos serían capaces de
hacer. Lo que para la izquierda clásica era evidente, es decir,
que todo hombre consciente, ilustrado, de buena voluntad, al
que se le explicaran los antecedentes, terminaría por asumir
una postura moral a favor de toda la humanidad, ya no lo es.
Por supuesto nunca es el argumentador mismo el que no es
capaz de asumir esta postura moral, sino que se trata de “los
hombres”, “los seres humanos” (“los otros”). Se nos dice que
nuestros “ideales” son muy bonitos, que son altamente
deseables, pero que “los hombres” no son capaces de llevarlos
a cabo. Y esta expresión genérica, en que el hablante sólo se
asume de manera indirecta, implícita, permite ponerle un límite
a la discusión.
Ya nada es obvio. Ninguna de las confianzas de la izquierda
clásica puede ser sostenida sin más. Es necesario argumentar
no sólo sobre la información disponible, sobre la consciencia
posible, sino incluso sobre los niveles previos a la consciencia
misma. Es necesario dar una batalla más allá de la consciencia,
en el sentido convencional del término. De hecho, la
colonización de las consciencias por el sistema de dominación
no está organizada en torno a la consciencia, o a la falta de
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información (estos eran los temas clásicos : a la gente le
faltaría información y, por ello, le faltaría consciencia). La
dominación altamente tecnológica se dirige más bien a las
bases desde las cuales la consciencia se construye. Invadiendo
el ámbito de la socialización primaria, totalizando el tiempo de
descanso en torno a la industria del espectáculo, manteniendo
el monopolio de los medios de comunicación más masivos y
intensos, la dominación actual no necesita ilustrar, o educar,
una consciencia conformista o resignada, es capaz de arraigar
el conformismo y la resignación en las estructuras psíquicas
más profundas.
Ante esto es necesario primero construir un argumento
verosímil, una teoría que no conceda como obvia ninguna de
las confianzas que teníamos, y que sea consistente a la hora
de argumentar. En seguida es necesario pensar, desde ella,
cómo dar esta batalla, ya no por la consciencia directamente,
sino por la subjetividad como tal, desde sus estructuras más
profundas.
Hay dos ámbitos distintos en torno a los que argumentar. Uno
es el de la “naturaleza humana” que eventualmente impediría
la solidaridad humana. Otro es el de la posibilidad de una
manipulación indefinida de la subjetividad por la dominación
imperante. A partir de esto hay dos ámbitos correspondientes
en torno a los cuales construir políticas, formas de acción
concretas y eficaces. Uno es qué decirle a una persona común
cuando nos dice que “los hombres son egoístas”. Cómo
abordar esta opinión, sin descalificarla, sin contraponer
simplemente otra opinión, voluntarista y autoafirmativa, que,
desde luego, sólo será escuchada, en el mejor de los casos, de
manera cariñosa y evasiva, como cuando no nos atrevemos a
decirle a los niños que el Viejo Pascuero no existe. El otro
ámbito es cómo dar una batalla social, ya no persona por
persona, sino en nuestras acciones políticas globales, que nos
permita ponernos en el mismo plano de llegada sobre la
subjetividad en su conjunto, en el cual se ha radicado la
principal eficacia de la ideología dominante. Perdonen que,
como buen intelectual, ponga el plano de los argumentos
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primero, y sólo después el de las urgencias políticas.
Si se afirma, en principio, sean cuales sean las evidencias que
se presenten, que los seres humanos están dominados por una
“naturaleza” que les impide ser efectiva y globalmente
solidarios la discusión simplemente se termina. Este es un
orden de afirmaciones que no puede ser demostrada o
refutada de manera contundente por ninguna serie de
evidencias. Peor aún, si se afirma, también como principio, que
los seres humanos poseen una naturaleza sociable y propensa
a la colaboración, tampoco avanzamos mucho, si lo que nos
interesa es el comunismo. La cuestión de fondo es la idea de
“naturaleza humana” misma que, por supuesto, está en el
fundamento filosófico de las ideologías burguesa y burocrática.
El comunismo sólo es pensable de manera cabal si afirmamos
que los seres humanos son libres, son completamente dueños
y constructores de sus circunstancias, aunque lo hagan de
manera enajenada, aunque individualmente no lo sepan.
Desde luego la afirmación de la libertad humana como esencial
y fundante es tan indemostrable como la de naturaleza
humana. Lo que me importa es su afirmación, no su
demostración. Y me importa indicar que esta afirmación es
esencial para que el comunismo sea un producto humano, no
un destino, o algo que llevamos en los genes y sólo ha sido
aplazado por la confabulación de las clases dominantes. Cada
vez que se ponen principios que se pretenden “naturales”
como motores de la conducta humana en el fondo lo que se
está poniendo es una visión funcional a los intereses de alguna
forma de dominación. Para los burgueses la naturaleza humana
era egoísta y competitiva, y el mercado burgués podía
presentarse como un efecto natural y sus leyes como leyes
naturales.
Pero, cuidado, perfectamente podría ocurrir que los burócratas
nieguen esta imagen salvaje y afirmen que está en nuestra
naturaleza la necesidad de ser aprobados, de convivir en
grupos homogéneos, de criarnos en formas familiares con
roles naturales (la mujer como madre, el hombre como
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proveedor). Tampoco una imagen de la naturaleza “favorable”
a nuestra idea del comunismo nos ayuda. Toda idea de
naturaleza humana debe ser criticada, es necesario afirmar
que somos libres, como género humano, de toda determinación
natural sobre nuestras conductas, y que todo límite exterior a
la humanidad (como la ley de gravitación, o la muerte) pueden
ser vividos como nuestros, y dominados en nuestro beneficio.
Lo que se juega en esto es nuestra radical opción por la
diversidad sexual, por la diversidad de formas de la estructura
familiar, por la libertad para dominar el mercado, o el estado, o
cualquier forma cosificada de las relaciones sociales que
quiera presentarse como natural.
Hecha esta afirmación, somos en esencia libres, como punto
de partida, como fundamento, la segunda objeción resulta más
contingente y más grave. Perfectamente podría ocurrir que el
mercado altamente tecnológico logre usurpar el ejercicio de
muestra libertad eternamente. Desde luego los más pobres, los
marginados y discriminados, tienen abundantes razones para
oponerse al sistema que los oprime. Para ellos la tentación del
consumo, mantenida de manera fantasiosa, o la industria del
espectáculo, impuesta de manera compulsiva, sólo será una
parte de la contención. La otra, siempre presente y alerta, será
la represión. No ya la guerra directa, militar, sino la
militarización de la vigilancia policial, la represión repartida en
una infinidad de medidas anti “delictuales”, legitimadas ante la
consciencia de los sectores que consumen como una
necesidad permanente, presentadas como el resultado de su
propia violencia en políticas de sistemático atemorizamiento de
la población. Por un lado el espectáculo y la promesa nunca
cumplida, por otro lado la guerra sostenida, difusa, soterrada,
pero permanente, contra los pobres por el sólo hecho de ser
pobres. La fórmula burguesa para los marginados coincide con
la fórmula burocrática : lo que no es administrable puede ser
eliminado.
La posibilidad de que la guerra contra los pobres sea un freno
permanente de las aspiraciones revolucionarias es hoy
particularmente grave por dos razones dramáticas : la primera,
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al poder no le interesa la vida de esos pobres, de los que
puede prescindir sin que el aparato productivo sea afectado y,
la segunda, esa guerra puede llegar a contar con un amplio
apoyo de ese tercio de la población que es efectivamente
beneficiado con el crecimiento económico y que está
compuesto esencialmente de los trabajadores. Este es el
hecho brutal al que debemos enfrentarnos : los trabajadores,
los que efectivamente pueden hacer las revoluciones, no son
los más pobres de la sociedad, y pueden ser perfectamente
cooptados por el poder en contra de los más pobres. Esto es
algo que vemos cada día, y debemos considerarlo como un
dato esencial de la política.
La cuestión entonces no es preguntarse si el comunismo es
una perspectiva aceptable o atractiva para los más pobres. La
verdad es que mucho menos que el comunismo sería suficiente
para vencer las esperanzas posibles de los que no tienen
esperanzas : la integración progresiva, por muy lenta que sea,
al consumo de masas, y el exterminio.
La cuestión crucial es preguntarse si el comunismo puede ser
una perspectiva aceptable para los trabajadores, es decir,
justamente para los que podrían ser el sujeto de la revolución.
Y para abordar esta cuestión lo que hay que preguntarse no es
si los que algo consumen, por que al menos tienen trabajo,
consumen menos de lo que necesitan, o si están dispuestos a
luchar para consumir más. Es necesario pensar la situación
real, el cálculo real que las personas comunes hacen sobre sus
vidas, más allá de sus quejas cotidianas, y examinar si en ese
cálculo hay, o puede haber, un espacio para imaginar un mundo
radicalmente distinto.
Para mantener las expectativas que hacen que los ciudadanos
acepten endeudarse, sobre explotarse, vivir con estrés, vivir
en la incertidumbre y en el temor permanente a quedar sin
trabajo, se debe prometer mucho. Se debe mantener una
perspectiva en que el cumplimiento de las cuotas de sobre
explotación, y el sacrificio que conlleva el esfuerzo cotidiano,
sean recompensados suficientemente. Nadie niega que su
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trabajo es agobiante, o que lo explotan, o que vive en
permanente tensión. Lo que se alega, en cambio, es que esos
esfuerzos tienen sentido. Las vacaciones, los objetos de
consumo cotidiano, la casa propia, la educación de los hijos, la
posibilidad de pequeños escapes y desahogos, como ver la
televisión en familia, como salir en auto los fines de semana,
son mostrados por muchas personas aparentemente
razonables como resultados razonablemente compensadores
de sus esfuerzos. Para saber si la perspectiva comunista será
viable alguna vez entre los trabajadores es esta situación
cotidiana la que hay que examinar.
Desde luego, la peor manera de enfrentar esta razonabilidad
cotidiana es verla como un error, o como conformismo
alienado, o como producto de la estupidez, o de ignorancias de
algún tipo. La verdad es que, a la hora de los argumentos,
somos nosotros los que estamos diciendo cosas sospechosas,
no las personas comunes. Somos nosotros los que queremos
defender una idea a todas luces poco razonable, que quizás sea
producto simplemente de nuestras frustraciones y enojos
puntuales, más que de una alternativa racional al modo de vida
común. Razonar como si las personas comunes y corrientes
fuesen una tropa de enajenados, ignorantes y conformistas,
debería ser sospechoso para alguien que se supone está
tratando justamente de buscar un mundo mejor con la
participación de esas mismas personas. Cada vez que damos la
espalda al sentido común, que sabemos conformista y
enajenado, sin tratar de entender su lógica propia, su
razonabilidad profunda, lo que hacemos es elevarnos como
vanguardia ilustrada e iluminada, por sobre la ignorancia y la
inercia de las masas ... y reproducir la lógica del estalinismo.
No. Los ciudadanos comunes han hecho un cálculo
perfectamente racional, y lo que ocurre más bien es que no
tenemos, ni en nuestros argumentos, ni en nuestras iniciativas
políticas, nada que pueda conmoverlos de manera profunda, o
al menos de una manera equivalente a lo que logra hacerlo el
mercado. Y yo creo que esto no se debe a que el mercado
tiene más y mejores medios de comunicación, o más y mejores
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propagandistas. Nuevamente por esa vía lo único que estamos
haciendo es evadir la responsabilidad por lo que nos falta,
como de costumbre echándole la culpa al enemigo por
nuestras propias carencias. No. Yo creo que tenemos que
asumir que somos nosotros los que no logramos estar a la
altura de la complejidad de un enemigo de nuevo tipo. Cuya
sustancial superioridad cultural respecto de cualquier otra
clase dominante en el pasado simplemente nos descoloca,
hasta el grado de introducir en nuestras propias filas las bases
de su argumentación : o la apelación a la naturaleza o la
apelación a la fuerza.
Para poder pensar con una perspectiva revolucionaria esta
situación hay que pensar radicalmente y, como siempre, la raíz
es el hombre mismo, sus expectativas más profundas, sus
anhelos de más largo alcance. Lo que hay que preguntarse,
radicalmente, es si los que consumen son felices, y bajo qué
condiciones estarían dispuestos a luchar por un mundo en que
se pueda ser feliz. Hoy, más que nunca, sólo la perspectiva de
la felicidad humana permite argumentar a favor de un
horizonte social revolucionariamente distinto. En una sociedad
altamente tecnológica, que ha hecho posible, por primera vez
en la historia humana, el consumo masivo, la felicidad es un
asunto de política contingente.
Esto mismo se puede plantear de otra manera. ¿Hay
contradicciones propias, internas, en el sistema del consumo
masivo?. ¿Pueden esas contradicciones llevar a un punto en
que se conviertan en consciencia política?. La primera de
estas preguntas tiene que ver con la felicidad, no con el
mayor, menor, mejor o peor nivel de consumo. La segunda
tiene que ver con las tareas posibles de una iniciativa
revolucionaria dirigida hacia los trabajadores, hacia los
sectores sociales que participan del sistema productivo y sus
cargas y beneficios de manera efectiva.
Sostengo que efectivamente hay contradicciones internas al
sistema de consumo masivo. Internas en el sentido de que no
tienen que ver con las posibilidades de acceso al consumo, o
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con la proporción en que se practica, sino con el consumo
como tal, con el que se da en la sociedad de mercado.
Sostengo que la contradicción central, de la que derivan todas
las otras, es la diferencia creciente entre lo que el sistema
promete y lo que es capaz de dar. Por un lado se consume y
se busca en el consumo un mundo de reconocimiento y
humanidad posible, por otro lo que se obtiene es un mundo
dividido, violento, en guerra, donde impera la incertidumbre y
la frustración. El agrado local y temporal que ofrece el
consumo se inscribe en un contexto de frustración creciente.
Es un agrado frustrante, que nunca llega a estar a la altura del
placer, propiamente humano, que promete. El carácter
frustrante es el reverso interno del agrado de consumir. Y yo
creo que este sentimiento de frustración es creciente, y
aumentará constantemente a lo largo del siglo XXI.
Otra manera de plantear esto mismo es observar la
contradicción que hay entre el mejoramiento local, a nivel de
las familias, de los estándares de vida, y el empeoramiento
global de la calidad de vida, a nivel de la ciudad, de cada país,
del entorno natural en el planeta. Para los trabajadores que
están efectivamente integrados al sistema de la producción
altamente tecnológica cada día se puede vivir mejor en un
mundo en que a la vez cada día vale menos la pena vivir. Y
este empeoramiento de la calidad de vida infiltra y
descompone el agrado que pueda significar el consumo
cotidiano. Las calles llenas de autos, el encarecimiento de los
servicios educacionales y de salud, paralelo a la compulsión
por la salud y la educación, los alimentos poco confiables, las
ciudades contaminadas, la inseguridad ante la amenaza
constante de los más pobres, que buscan sobrevivir y a la vez
desahogar sus iras acumuladas.
El poder burocrático puede limitar progresivamente el libre
arbitrio sobre la propiedad burguesa, y por esa vía tender a
aliviar los problemas que implica la contaminación y la
especulación financiera. Dura tarea pero, en rigor, una tarea
que no es contradictoria con la lucha interna entre las
fracciones del bloque de clases dominantes. El poder
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burocrático puede revertir la precarización de los empleos
ligados a la alta tecnología, o a los servicios que da la
administración, es decir, crear áreas de pleno empleo parcial
(que no integran a toda la sociedad) y estable. Pero ¿cuánto
puede resistir un mundo de empleos estupidizados, sin sentido,
redundantes?, ¿cuánto puede resistir una cultura a la que sus
miembros van quitándole progresivamente el sentido, y la
obediencia que requiere la mantención de la explotación?,
¿cuánto pueden durar las ciudades gigantescas, la intensidad
tecnológica de la vida cotidiana sin control, la complejidad de
un sistema global que falla de manera recurrente y que sólo se
justifica porque la dominación debe mantenerse?.
Sostengo que sí hay contradicciones profundas, de nuevo tipo,
para una época de la historia humana en que ya es real la
abundancia para grandes sectores sociales. Y esas
contradicciones tienen que ver precisamente con la
abundancia. Es allí donde hay que buscar el futuro posible.
Sin embargo, nada asegura que estas contradicciones se
conviertan en consciencia y en actitudes políticas de oposición
al sistema. La consciencia revolucionaria no es un producto
espontáneo de las “condiciones objetivas” ni, en este caso, de
la objetividad de las “condiciones subjetivas”. Pero, para dar
una batalla en torno a la transformación de esas
contradicciones en política real es necesario entender cual es
el campo de batalla adecuado. Y este no es sino las
condiciones de vida en general, no uno de sus aspectos, ni
menos aún el ámbito del saber o del pensamiento. Antes del
saber, antes de la reflexión, la subjetividad actual está
colonizada al nivel de sus deseos y voluntades. Se trata de una
batalla por la voluntad revolucionaria, que pueda arraigarse en
el deseo de una sociedad mejor. Sostengo que esa tarea sólo
puede emprenderse poniendo la felicidad y la belleza al centro
de nuestras reivindicaciones. Un mundo más bello, en que ser
feliz sea posible. Nada más ni nada menos. Un mundo donde la
realización de mis deseos no requiera una revolución, ni sea
negado constantemente por un orden dominante que los
administra o los niega sin realizarlos nunca de manera cabal.
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Un mundo donde el intercambio de bienes no esté cosificado
en relaciones mercantiles, es decir, donde podamos
intercambiar nuestros productos sin estar obligados a
considerarlos como equivalente. Sólo el intercambio
libremente no equivalente es un intercambio auténticamente
humano. Sólo cuando intercambiamos nuestros productos por
el contenido de humanidad inconmensurable que tienen
estamos auténticamente entre seres humanos libres.
Un mundo en que el gobierno no esté cosificado bajo la forma
de un Estado. En que dirigir y coordinar la producción y las
vidas no requiera de instituciones solidificadas, estables, con
leyes permanentes. En que la ley opere de manera interna,
como eticidad común, sin la compulsión del disciplinamiento o
la fuerza. Donde el espíritu común que anima a cada espacio
social se realice a través de la autonomía de los ciudadanos
particulares, de su libertad efectiva. Un mundo en que espíritu
común no signifique homogeneidad sino reconocimiento de la
diversidad esencial que constituye a la creatividad humana.
El comunismo no es una sociedad en que todos serán felices, o
en que todos lo sabrán todo, no es una sociedad de
transparencia total, ni de reconocimiento asegurado. Es una
sociedad en que habrá sufrimiento y extrañamiento, en que
habrá misterio y falta de transparencia, pero en que dejar de
sufrir, o alcanzar la transparencia, no requerirá cambiar toda la
sociedad, ni estará impedido por estructuras que nos
trasciendan. Una sociedad en que la locura será posible debido
a la diversidad interna de la razón misma, y no significará
marginación o impedimento. En que lo universal y lo
homogéneo dejarán de ser sinónimos.
Un mundo en que la subjetividad se formará en pequeños
colectivos sociales, en familias, que no requerirán la forma del
patriarcado, o de la heterosexualidad forzada culturalmente.
Que no tendrán roles paternos o maternos cosificados como
naturales. En que la infancia, la juventud o la vejez no estarán
estupidizadas por roles sociales enajenantes y fijos.
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El comunismo es una sociedad en que la belleza será la forma
de realización de lo verdadero y de lo bueno. En que la belleza
no estará cosificada como agrado. En que el placer será
posible, más allá de la administración y las inseguridades
típicas de los que no han podido asumir su humanidad
libremente.
Grandes cosas, importantes, nobles, de gran aliento. Eso es lo
que debe estar en el centro de nuestro discurso y nuestra
lucha. Que la pequeñez y la inmediatez quede para los
burócratas, que creen que administrar un problema es
suficiente para resolverlo. Las personas comunes y corrientes
pueden entender perfectamente cuando se les habla de la
felicidad. Los trabajadores, los más pobres, los ancianos, los
niños. Hay que hablar al corazón y los anhelos más profundos.
Hay que ir más allá de la inercia de la resignación y el
escepticismo. Hay que darle el vuelo de un gran horizonte a
una política que está cada vez más alejada de las inquietudes
profundas. Que la política basada en las pequeñas
transacciones quede para los que viven de usufructuar de la
política.
Hay contradicciones objetivas y subjetivas que permiten
convertir este horizonte en política concreta. La cuestión es
con qué profundidad asumimos nosotros mismos esas
condiciones, y las expresamos en nuestras políticas. Si
asumimos de manera radical la posibilidades del estado de
desarrollo en que ya se encuentran las fuerzas productivas no
tenemos porqué no defender también radicalmente la exigencia
de relaciones sociales que expresen auténticamente sus
potencialidades. Sólo una perspectiva comunista puede mover
los deseos y aunar las voluntades. Nada más ni nada menos. El
comunismo es posible. Y es bueno que los que creen en esta
posibilidad se llamen a sí mismos, orgullosamente, comunistas.
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