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PARÍS- 2015
Líneas PreviasCARPA LITERARIA 2015
“AEROLIBROS”
2
CARPA LITERARIA 2015
La función de la palabra tiene efectos y consecuencias
múltiples. Si se nombra cielo se asocia: eternidad,
mirada, retazo de tela u océano. Si se dice luz, aparte
de astros y �ilamentos, surge la idea de espacio, de
candil, de horizonte -con o sin forma-. La palabra
cuando es acción creadora deviene en vehículo
incondicional; nave de un auto secuestro liberador
donde la aventura o viaje que se emprende por los
renglones y entre líneas es una desvinculación con
el tiempo, una ruptura con la banalidad cotidiana
para luego entender lo tan necesario que es hacer
trizas a la dictadura del reloj, a la velocidad impuesta
por todos los medios e irnos de letras, mudarnos de
universo, en tanto que la rutina insalvable de los días
queda al margen, cede en sus opresiones, se es menos
cautivo una vez inmerso en un texto. Irnos de libros,
irnos de letras, volver a las páginas, es lo que viene a
proponer una vez más la tercera edición de la Carpa
Literaria, que en esta oportunidad ha logrado reunir
un póquer de autores nuestros que viven en Europa
-siempre a un paso de París- y también escritores que
habitan Francia. Su gran talento va a deleitarnos, va a
producir un gran encuentro en estas fechas en que se
evoca la patria.
El Editor
“AEROLIBROS”
Líneas Previas
LÍNEAS PREVIASEdiciones digitales
Líneas Previas
eprevias@gmail.com @Lineas_Previas
Líneas Previas
Diseño y edición por Líneas Previas bajo Licencia CreativeCommons CC-BY
(Barcelona-2015)
15
Pepe se lleva la mano a la boca, se levanta de su
butaca y desde lo alto mira como un hilo de sangre brota
del oído izquierdo del Negro y ! ñe la lona y la atmósfera
de una pesadumbre roja. El cuerpo del Negro no se
moverá más, hay un agitación violenta e involuntaria en
el público, un ruido como murmullo de río caudaloso.
Sin embargo, Pepe oye los comentarios que suben desde
el cuadrilátero como olas de mar embravecido: “No
! ene pulso”.
“La velocidad gana a la fuerza –se dice Pepe a
sí mismo–. Mientras más grande el ! po, más carne
para moler”. Sabe claramente que su estrategia es no
dejarse agarrar, sabe también que está condenado a
ganar. “El coraje y las rivalidades se heredan”, piensa.
Necesita ganar el dinero con premura para pagar la
terapia de su madre y el funeral de su hermano. Cuando
entra al cuadrilátero grita con una furia extraordinaria
y Apocalipsis observa en sus ojos a Hades, con unos
monstruos alados, llameantes y salvajes, tenebrosos y
tétricos, que le van indicando la senda hacia la morada
de los muertos.
(Cuento inédito).
GUNTER SILVA (Lima-Perú). Autor
de la colección de cuentos “Crónicas
de Londres” (Lima, 2012) y
“Homesick” (Miami, 2013). Estudió
en la facultad de Derecho y Ciencias
Polí! cas de la Universidad Santa María
La Católica. Además, obtuvo un BA en
Artes y Humanidades. Actualmente,
cursa un MA en Literatura y
Crea! vidad Literaria en la University
of Westminster. Ha colaborado en
diversas revistas literarias y culturales. Sus cuentos han
aparecido en diferentes antologías e idiomas. Reside en
Londres.
14
La campana repica, y en el acto Apocalipsis lo toma
del brazo derecho y lo lanza contra las cuerdas y antes de
que el Negro pueda reaccionar le hace un candado que
lo tumba a la lona. El árbitro los separa y la mul! tud grita
el nombre de Apocalipsis. El Negro retorna al centro del
cuadrilátero y su brazo traza un circulo en el aire, se
adelanta y le hace una abrazadera, pero Apocalipsis se
zafa rápidamente y le hace una llave al cuello, después
le golpea la cabeza contra la lona. El Negro sufre y
se retuerce hasta que se escabulle de las manos de
Apocalipsis, intenta una media nelson, pero Apocalipsis
le golpea en el hombro y lo vuelve a echar hacia la lona.
Cuando el Negro intenta levantarse una patada voladora,
lo vuelve a dejar tendido por unos instantes. El árbitro se
interpone entre ambos luchadores y el público vocifera,
se mezclan insultos y silbidos. El Negro ! rado en el suelo
se ve impotente, pero se levanta lenta y mecánicamente.
“¡Apocalipsis!... ¡Apocalipsis!... ¡Apocalipsis!”, grita
la tribuna y alienta y festeja.
El Negro intenta agarrarlo de la garganta, pero
Apocalipsis lo jala violentamente hacia él, su cuerpo
parece dispersarse en el entorno como pequeñas
piezas de rompecabezas. La mul! tud grita efervescente
desde alguna esquina, pero al Negro no le importa o ha
dejado de adver! rlo. Cuando Apocalipsis lo ve doblado,
aprovecha para agarrarlo de la cintura, lo levanta en el
aire y lo deja descender desde lo alto. El Negro cae de
cabeza y el cuello se quiebra, los espectadores callan y
por unos segundos no se oye ni el ruido de una mosca.
“¡Negro Cobarde! ¡Negro maricón!”, grita un hombre
desde la platea con voz de cuervo.
3
LA ESCUELA
Mi escuela funcionaba en una casa vieja y tenía un pa! o
pequeño. Por todo si! o las paredes se desmoronaban
que a veces imaginaba que un día ¡pandangán! la casa
se venía patas arriba. Tenía dos pisos y las escaleras de
madera estaban pintadas de marrón. Cuando subíamos
al segundo piso las escaleras se sacudían, crujían como si
fueran a romperse. Por las barandas a veces bajaban las
arañas que habían tendido sus telarañas en las esquinas
bajo el techo.
Mi escuela no era una escuela reconocida ni por
el gobierno ni por el ministerio de educación. Era una
escuela, digamos, ilegalmente legal, o sea, el pueblo la
reconocía como su escuela. Se fundó por inicia! va de
un grupo de padres de familia y dos jóvenes maestras
recién egresadas de la Escuela Normal de Cajamarca.
En ese ! empo el gobierno no se fi jaba si en los pueblos
alejados de la capital habían muchachos con ganas de
estudiar. Al poco ! empo se hizo una fi esta para reunir
dinero para la delegación que viajaría a Cajamarca, y
si fuera necesario hasta Lima, así diciendo se decía, a
solicitar el reconocimiento de nuestra escuela.
Es sabido que quienes gobiernan piensan que una
caja de balas es más barata que una de ! zas. Entonces,
como el ministerio no daba nada de nada, cada alumno
tenía que llevar su propia carpeta. Mi $ o Absalón,
conocido como El Bulecas, me hizo una linda carpeta
con un cajoncito bajo el asiento para guardar los ú! les
escolares. Pero yo sólo tenía un cuaderno y un lápiz que
los llevaba en una alforjita que la tejió mamá. En esta
escuela sólo aprendíamos el abecedario y a mul! plicar
y por eso no teníamos una biblioteca. Entonces uno de
mis $ os diciendo decía que “pa’ trabajar en el campo no
se necesita ser letrado”. A mí no me gustaba trabajar en
la chacra, yo quería ser poeta y por eso me apuraba en
aprender a leer y escribir.
Mi escuela no tenía servicios higiénicos y había que
aguantarnos de hacer pipí hasta llegar a casa. Esa era
la razón por lo que mamá todas las mañanas antes de
salir de casa diciendo decía: “Harás pis antes de ir a la
escuela”. Una vez una chica se hizo pis en su carpeta
y cuando sonó la campana anunciando el recreo, ella
no quería moverse de su asiento. Al ver el pocito que
la orina había formado entre sus pies, supe por qué
no quería salir a jugar, entonces diciendo le dije: “No
importa, Rosita, yo tampoco tengo ganas de salir al pa! o,
hace frío”. Y jugamos a los sueños. Soñamos que íbamos
a la capital sentados en la parte alta de un camión del
Champa Mario, el sol hiriendo nuestros ojos y el viento
chicoteando los cabellos de Rosita.
Para el 28 de julio, las fi estas patrias, se organizaban
ac! vidades culturales para resaltar el heroísmo de
quienes se sacrifi caron para dejarnos una patria sin amos
ni esclavos. Nos dieron la tarea de aprender poemas a la
4
libertad y a los héroes de la independencia, hacer teatro,
cantar o bailar. No sé de dónde diablos saqué la poesía
que me puse a recitar: América, / no puedo escribir tu
nombre sin morirme. / Aunque aprendí de niño, / no me
salen derechos los renglones; / a cada sílaba tropiezo con
cadáveres, / detrás de cada letra encuentro un hombre
ardiendo, / y no puedo ni cerrar la a / porque alguien
grita como si se quedara dentro.
Ante los primeros versos se produjo un silencio entre
los “notables” que estaban sentados en primera fi la. Mi
maestra me miró inquieta, pero yo, orgulloso, levanté la
voz y seguí: ¡Amargas " erras, / patrias de ceniza, / no
me entra el corazón en traje de paloma! / ¡Cuando veo
la cara de este pueblo / hasta la vida me queda grande!
Mi voz, conver" da en ventarrón, en trueno estallando
en el pa" o frío de la escuela, reventó huracanes y
tempestades: ¡Pobre América! / En vano los poetas
/ deshojan ruiseñores. / No verán tu rostro mientras
no se atrevan / a llamarte por tu nombre, / ¡América
mendiga, / América de los encarcelados, / América de
los perseguidos, / América de los parientes pobres! /
¡Nadie te verá si no deshacen /este nudo que tengo en
la garganta!
De un salto el jefe de la policía me cogió de un brazo y
me bajó del estrado, zarandeándome, casi por los aires,
me llevó al aula donde, asustada, esperaba mi maestra.
—¡Tenga cuidado con lo que le enseña a sus alumnos,
señorita, espero que no se vuelva a repe" r!
La maestra sin decir nada me acarició el cabello.
Así aprendí que era muy peligroso ser poeta y decidí
conver" rme en chofer como El gordo Yeckle.
(Tomado del libro “La mansión del Shapi y otros
cuentos”, 2013)
WALTER LINGÁN. San Miguel de
Pallaques, Cajamarca-Perú. Univ
Nacional Mayor de San Marcos,
Univ de Colonia. Libros: “Por un
puñadito de sal”, “Un pez en el ojo
de la noche”, “El espanto enmudeció
los sueños”, “Koko Shijam”, “El libro
andante del Marañón”, “Los tocadores
de la pocaelipsis”, “La danza de la
viuda negra”, “La ingeniosa muerte
de Malena”; “La mansión del shapi
y otros cuentos” y el reciente $ tulo: “Un Cuy entre
Alemanes”, entre otros. Coordina la realización mensual
de la Tertulia Literaria La Ambulante (TeLiLA) en Colonia.
Reside en Alemania desde 1982.
13
Cuando Electroshock llegó, las luces del sol zumbaban
a través de los cristales. Bajó la cabeza al pasar por la
puerta y una vez adentro se quitó la gorra de béisbol.
Era seis dedos más alto que Pepe, sin embargo, parecía
un sobreviviente. Había bebido durante dos años y
ahora estaba limpio cinco meses. Pidió una soda y la
tomó del pico, sus nudillos eran bruscos y su voz bronca.
Eructó y luego sonrió. Pepe pudo fi jarse en la herradura
maltratada que le cubría los dientes de la fi la inferior.
Dijo que estaba arrojando trozos de madera en la sierra,
cerca de Tarma, venía a Lima dos veces por semana a
vender los tablones de pino y eucalipto. Llevaba la
ropa llena de aserrín y un par de as" llas colgaban de su
cabello. Cuando Pepe preguntó por el Apocalipsis, hubo
un breve silencio.
—No recuerdo nada —dijo impaciente.
Después, levantó la mano izquierda y se la mostró,
parecía sostener un trofeo imaginario. Pepe se limitó a
observar su mano deformada por la ausencia de dedos.
—No tengo ni idea de cuántos dedos perdí en esa
pelea. Sólo recuerdo el dolor, era como una en" dad
independiente que corría por mis venas.
—¿ Aprendiste algo de esa experiencia? —Preguntó
Pepe.
Electroshock no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa
triste.
El día de la bronca, Lima parece una puñetera piñata
a punto de pulverizarse. En el camerino el Negro está
sentado en una banca de madera, reza en silencio, ha
prendido una vela misionera y el fuego quema con fuerza
la cera, la luz vacilante de la vela agranda los poros en
ruina de las paredes, resaltan los pedazos de pintura que
se desprenden quebradas como hojas de otoño.
Pepe lo mira desde la puerta, se queda así un buen
rato, luego entra y le pone la mano derecha sobre la
espalda desnuda, siente su cuerpo formado de músculos
tensos, su piel está fría y húmeda.
—Si vuelves hacer algo así de nuevo, te mato —le
dice el Negro mientras se sacude el hombro. La mano
de Pepe cae al vacío, le susurra unas palabras de aliento
y se re" ra. Al rato, el Negro se siente mal, nunca le ha
hablado así a su hermano menor. Se arrepiente, quiere
disculparse, quiere abrazarlo, pero ya la puerta está
cerrada y rígida como sus puños.
La arena huele bastante desagradable, a vaho, a
orines. Por el altavoz alguien dice que las entradas
están liquidadas con voz eufórica y metálica. La mul" tud
agita el aire con silbidos de manifestación. Apocalipsis
ya se encuentra en la esquina opuesta del ring, tuerce
su torso de lado a lado, se ve imponente, parece más
grande que en sus fotos. Pepe piensa que la máscara que
lleva lo hace ver misterioso y malvado. El Negro sube y
espera parado en la otra esquina, no usa máscara, pero
se ha cortado el cabello al ras y se ve exageradamente
achiquillado, con cara de bebé. “Si al menos se hubiese
dejado crecer los bigotes”, piensa Pepe, mientras se seca
el sudor de las manos en su vaquero envejecido y sucio.
12
esa revista artesanal, casi clandes! na. Sus pechos son
dos piedras voluminosas esculpidas como petroglífi cos
incas. El Negro no comenta, se queda callado, se miran
el uno al otro tratando de adivinar sus pensamientos.
—Yo me enfrentaré —dice fi nalmente el Negro.
—¿Seguro?
—Sí, con un poco de entrenamiento estoy. A ! te
tomaría seis meses conseguir su peso.
—Habrán varios retadores.
—Claro, pero muy pocos con la oportunidad de ganar
—dice el Negro mordiéndose las uñas y luego añade —:
¿Se paga alguna inscripción?
—Son diez lucas.
—En dos semanas entonces —concluye y le alcanza
un billete viejo y arrugado.
Quedan cinco días para el torneo. La vida del Negro
solo consiste en la lucha libre, el ejercicio y la meditación.
Ha dejado de alquilar el coche, un Chevrolet corsa
destartalado con el que hacía taxi. El único combus! ble
en su vida es su comida, nada más. Se despierta a las
cuatro de la mañana y corre dos horas, en las tardes va al
gimnasio que su municipalidad ha instalado al aire libre,
muy cerca del mar, donde hace una can! dad colosal de
barras, planchas, fl exiones y salta en línea recta y aterriza
sobre una sola pierna con la rodilla arqueada mientras la
gente camina por la arena o se tumba a tomar el sol.
Después de sudar se mete al mar y nada cruzando varios
tumbos hasta que desaparece de la vista de los bañistas.
Por las noches pelea en total secreto y en total silencio
con su hermano. En su habitación solo les alumbra una
lamparilla con luz azafranada, cuando el espacio se llena
de sudor abren las ventanas y se quedan ! rados en el
piso de cemento.
En el bolsillo lleva dos inscripciones de cartulina
naranja. Pepe no sabe bien por qué se inscribió también
en el torneo. Ahora que ya lo hizo, le da vergüenza
contarle al Negro. Si se lo dijera, sería como decirle que
no ! ene confi anza en su destreza de luchador, en su
$ sico, en su coraje. Por la mañana le estuvo leyendo un
ar% culo que apareció en El Bocón, un periódico chicha,
sobre Apocalipsis. “Deja de leer, la mitad de lo que
escriben no ! ene sen! do, la otra mitad es una tontería”,
le contestó el Negro. No parecía nervioso, pero frotaba
su tazón de avena constantemente con las yemas de sus
dedos. Pepe se quedó ojeando los anuncios de putas
baratas, chulos charlatanes y chamanes selvá! cos,
que conquistaban desafi antes, atrevidos, la sección de
deportes.
Al día siguiente, Pepe se contactó con Electroshock
gracias a un conocido, la gente decía que era el luchador
que más cerca había estado de derrotar al Apocalipsis.
Vivía por Barrios Altos, le tomó casi una hora en llegar
montado en la línea de bus 41. En el restaurante en que
se citaron, Pepe comió un sándwich de chancho con
cebolla picada y ají mientras esperaba. La carne estaba
rígida como un saludo nazi y el café le sirvieron casi frío
en un vaso de plás! co desechable.
5
QUÉ SERÁ
Qué será de los versos que olvido,
si reposa mi pluma ya cansada,
y el silencio me lleva a la nada,
y son nada las cosas que les digo.
Agotado el ! empo, no persigo,
una fl or que recuerde la mirada
de mis noches de insomnio y alborada
y de versos, que tarde, hoy les rimo.
Hojas secas del árbol, que convocan
los otoños que fueron primaveras,
desprendidas llegando a la meta.
Desgastados recuerdos que provocan
las nostalgias, an! guas y certeras,
de vivir las locuras de un poeta.
SONETO CLÁSICO II
Son catorce los versos, he contado,
que requiere un clásico soneto,
atendiendo a las reglas, que prometo
acatar, para hacerlo bien logrado.
El segundo cuarteto comenzado
ya lo tengo así, casi sujeto,
acabarlo supone un gran reto
del que espero salir muy bien librado.
Del terceto, los versos del primero,
canas verdes me cuestan resolverlos,
pero puedo zafarme los aprietos.
Ya estoy en el úl! mo, y espero,
escribir con certeza para verlos.
todos juntos, rimados y completos.
CARLOS OYAGUE PÁSARA. (Lima-
Perú). Universidad Nacional Mayor de
San Marcos. Poeta extraordinario de
trazo y es! lo melódico, su fe, férrea
en la expresión clásica nos permite
leer sus sonetos de una manera casi
pentagrámica. La precisión matemá! ca
en la arquitectura de sus versos nos
hablan de un creador hipersensible a
las notas o acordes de las palabras. Sus
dos libros “Horizontes” y “Momentos”
nos invitan a ingresar a ese universo poé! co de vivencias
miles, donde una de las cuerdas fundamentales es el
amor al Perú, sus paisajes internos y en esencia su gente.
Reside desde hace más de veinte años en Barcelona.
6
EL DUEÑO
Onel quedó callado, mirándose los pies desnudos
llenos de polvo de tanto haber andado. Quizá no
pensaba en nada, pero miró los pies del hombre que
le franqueaba la puerta. Es posible que todo fuera un
sueño o un error para el hombre de la puerta, no para
Onel; él, simplemente, regresaba a su casa, aquella
donde había plantado en su infancia un pino, como un
juego y no como de un desa! o.
—A mí me la alquilaron —dijo el hombre—; sólo
después pude comprarla. Tuve que vender todas las
cosas que tenía y también las de mi mujer.
Onel sólo miraba los rincones de la casa casi desierta.
Imposible saber lo que pensaba ni lo que le hacía
recordar cada sombra, cada trozo de pared, ni la puerta,
ni las ventanas que en ese momento estaban abiertas.
—A mí me la alquilaron —volvió a decir el hombre.
Onel se quedó mirando la puerta de madera con
una ternura indescifrable, parecía que se le iban a caer
los ojos. No lloraba. No había rencor en su mirada,
sólo miraba quizá recordando una imagen o un gesto
de su madre. Tal vez le hubiese gustado ver a su padre
entrando por la puerta, pero nada. Sólo escuchaba la voz
de un desconocido que le estaba repi" endo la misma
cosa desde que entró.
—Tuve que vender mis cosas —dijo el hombre.
Nada de lo que había le hacía recordar algo a Onel;
sólo los muros, las ventanas y la puerta, que no habían
cambiado mucho. El rincón donde su padre se sentaba a
leer el periódico, estaba allí; sin embargo, él miraba un
vacío inmenso, y en ese rincón parecía concentrarse la
infi nitud, el principio y el fi n de todo.
—No me regalaron nada —dijo el hombre.
Onel quería levantarse y también echarle una mirada
a la cocina, a la huerta, allí donde pasó gran parte de su
infancia; subir al techo para ver si aún se veía todo lo que
él veía antes, pero nwada. Quedó con la vista pegada en
una fi sura de una de las paredes, fi sura que llegaba hasta
el techo ennegrecido por el excremento que habían
dejado las moscas.
—Ésta es mi casa —dijo el hombre.
La ranura se había ensanchado un poco. Del techo
tal vez goteaba aún, como cuando llovía antes. Luego,
Onel cerró los ojos para intentar olvidar lo inolvidable.
66666666666666 11
EL ADVERSARIO DEL APOCALIPSIS
A Juan Manuel Gonzales Polar, alias Muela
Apocalipsis los ha derrotado a todos, lleva una máscara
negra con el dibujo de una pantera pintada en plata,
nadie ha visto su rostro, solo brotan sus ojos negros,
la comisura de sus labios y sus fosas nasales llenas de
hirsutas cerdas descoloridas. Camina despacio como si
en vez de pesados músculos estaría cargando elefantes.
Sin embargo, en el cuadrilátero se mueve veloz como
una bes" a carnívora al acecho de su presa.
“Campeonato Crucero”, dice el afi che amarillento
que Pepe lee en la pared. En letras mayúsculas está
escrito: lugar, fecha, hora, además de talla y peso de
Apocalipsis. Pepe no se de" ene en estos úl" mos datos,
le basta ver la foto del luchador, tatuado y con un par de
chuzos en el abdomen. La leyenda dice que fue cortado
en una refriega en sus años de interno en Maranguita,
donde estuvo encerrado por violación. Ofrecen quince
mil soles a quien se enfrente y lo venza.
–La lucha libre en Lima –Pepe le explica a su hermano
mayor– se ha conver" do en un gran negocio ilegal,
gracias a las apuestas que hacen los narcos. Circula
bastante billete.
El negro lo escucha distante, respira por la boca como
un burro cansado. Es grande y fuerte, solían hacer pesas
juntos después del trabajo. El verano limeño le dibuja
gotas de sudor en la frente, " ene el cabello afro, como
resortes que se disparan a todos lados.
—¿Cómo te has enterado?—le pregunta.
—Lo leí en un afi che pegado en un poste de luz.
—¿Estás seguro de que son quince mil?
—Sí.
―¿Cocos?
―No, lucas.
―¿Estará arreglado?
―No creo, la lucha no es un concurso literario.
Pepe es pequeño y alegre, en cambio el Negro es
majestuoso y grave. No conocen a sus padres, pero los
une la misma madre, una mujer que se envejece cada
día, cada minuto, cada segundo. Le han detectado cáncer
de mama. El doctor le dijo que si hubiese acudido al
hospital la primera vez que sin" ó un bulto extraño en sus
senos, otro sería el panorama ahora. Ella piensa que las
células que la atacan son como las manchas negras que
le salen a los plátanos maduros. Una vez que aparecen,
la fruta está des" nada a ennegrecer, a podrirse.
“No”, contesta el Negro, cuando su hermano le
cuenta que quiere inscribirse para retar a Apocalipsis.
Lleva consigo una revista, Deporte y Lucha, que se la
ex" ende al Negro y en cuya portada se lee: “Apocalipsis
el Grande e Invencible, tres años campeón consecu" vo”.
En la fotogra! a posa tensando sus músculos, como si
hubiese sido alentado a atemorizar a los lectores de
10
HAMBRE DE FIN DE MES
A las doce clavadas
¡La perversa claridad!
Deambulo por la intenciónDe las calles empedradas
Doce francos magnífi cos¡Dos cervezas en el Bar!
Huele a carne –churrascosA la parrilla con sal gruesaY yerbas de Provenza
Huele a pollo –gordos pollosDorados ensartados en varillasDe hierro crepitandoA fuego fuerteEn la rue Chabrier
Huele a pescado –rojas rodajasDe atún caballas azulesAnguilas negras puros pecesDe colores brillantes
¡Huele a carne!¡Huele a pollo!¡Huele a pescado!
Extraído de “Golondrinas geranios y otros poemas”,
1997 (inédito).
MIGUEL RODRIGUEZ LIÑÁN, Trujillo-
Perú. Traductor, cronista, poeta.
Univ Central de Venezuela, Caracas,
Univ Aix en Provenza, Marsella.
Libros: “Leyenda al Padre” (novela),
“Cadastro” (prosas) “Eva y las
Nibelungas” (novela), “Calcinación”
(poemas). Reside en Aix en Provenza,
Francia.
7
Quizá era preferible irse y no reclamar nada, tampoco
volver a ver esos muros, ni la ranura que esta vez lo
estaba viendo a él como si quisiese devorarlo. La única
resistencia de Onel era desviar la vista hacia otro punto,
hacia un vacío absoluto de donde no rebotase nada.
—Éstas son mis cosas —dijo el hombre—; todo lo
he comprado con el sudor de mi frente. He tenido que
trabajar como una mula para tener todo esto.
Esa voz no llegaba a la conciencia de Onel. Tal vez ni
siquiera se daba cuenta de la presencia de ese hombre
que trataba de explicar su existencia. Se oía una voz, otra
más lejana y más profunda, una voz que pesadamente
arrastraba el viento. A ratos, Onel miraba sus manos
como se mira las piedras, como se mira el polvo que
nadie ha tenido el cuidado de limpiarlo, de # empo en
# empo, de los muebles de una casa abandonada.
Estaba cayendo la tarde y todo se iba inundando
de sombras apagadas, envejecidas, trashumantes. La
mirada de Onel, sus ojos y sus manos parecían envejecer
con la tarde. Sólo el hombre quedaba pegado a su
silla como si ya fuera un objeto más en ese ambiente
irrefutable. A veces llegaba por la ventana abierta un
ruido extraño de afuera.
—Yo la he comprado —dijo el hombre con una voz
de vidrio.
Y Onel, nada. Su mundo estaba allí, pero también
en otra parte, en un lugar indefi nido. Tal vez sólo era
su mirada lo que realmente exis$ a de él. Ni siquiera
esa sombra pesada le parecía pertenecer. Todo estaba
allí, quieto y tumultuoso como un delirio inexplicable.
No era el # empo ni la sombra, tampoco el hombre que
luchaba solitariamente; eran los muros, era la casa y
también la memoria que lo mantenía como encerrado
en un laberinto.
—A mí no me dijeron nada —dijo el hombre—; sólo
me alquilaron la casa, y la compré cuando reuní el dinero
que me pedían por ella.
Alguien hizo un ruido detrás de la puerta. Ni Onel
ni el hombre se movieron. A ninguno de los dos les
sorprendió el ruido, era como si los dos estuvieran
acostumbrados a oírlo. Onel tenía las manos sucias y
quemadas por el sol al igual que sus pómulos, que le
brillaban con el refl ejo de la luz. El hombre tenía el rostro
marcado por el cansancio, ese que sólo labra la vida en
un hombre desgraciado.
El silencio de Onel y la voz del hombre parecían
fundirse en una extraña masa de aire que perforaba las
paredes. Onel no dejaba de observar los rincones de la
777777
8
casa, donde tal vez aún quedaba algo de polvo del ! empo
que le recordaban esas paredes. Nada era confuso en su
memoria. Desde su si! o parecía vigilarlo todo.
—A mí me la alquilaron —volvió a decir el hombre.
Ninguno de los dos bebió el agua que puso el
hombre sobre la mesa cuando entró Onel. Lo único que
realmente se movió en la casa hasta ese instante, fueron
las sombras, las sombras que giraban y se agrandaban
con len! tud.
—Tengo el contrato, se lo voy a mostrar —dijo el
hombre sin levantarse.
Esta vez Onel le miró a la cara como quien busca
una duda o una men! ra en un rostro, pero no encontró
nada, sólo vio el rostro de un hombre envejecido.
—No le estoy min! endo —dijo el hombre.
El ! empo de la tarde se consumía irremediablemente
por la ventana abierta. A veces el viento soplaba fuerte
y hacía balancear el foco que estaba colgado del techo.
Otra vez el ruido entraba como a perturbar el silencio
que reinaba entre los dos y sus sombras respec! vas. Esta
vez Onel miró hacia la ventana abierta, tal vez no por el
ruido, sino por el viento frío que comenzaba a entrar a
la casa. El hombre no miraba a la ventana, sino a Onel,
que se rascaba la barba crecida. Sólo en ese instante, el
hombre se dio cuenta de que a Onel no le interesaba
nada de lo que le estaba diciendo. Era como si no
estuviera allí, sentado, mirando de vez en cuando ciertas
partes de la casa. En realidad, lo único que hacía Onel
era mirar, y tal vez recordar otro mundo, aquel mundo
enterrado por el ! empo, que es el pasado. Cuando Onel
dejó de mirar la ventana, sorprendió al hombre que lo
miraba, éste quedó impresionado, como si lo hubiesen
cogido en fl agrante delito. No se dijeron nada, apenas se
cruzaron las miradas y con! nuó cayendo la tarde.
—Ésta es nuestra casa —dijo el hombre—, no
estamos usurpando nada.
Para Onel había cambiado algo, pero no sabía qué.
Lo sen# a cada vez que miraba por la ventana. No era el
olor de la casa, porque desde que entró, entró también
un extraño aroma que lo estaba esperando afuera
desde siempre. Aunque para el hombre, Onel era un
extranjero, no lo era para la casa. Quizá Onel era el
único sobreviviente a quien esperaba la casa antes de
derrumbarse.
Otra vez el ruido extrañamente parecía entrar y salir
de la casa. Súbitamente, el hombre se puso a toser como
si algo tratase de ahogarlo. Onel, sin decirle nada, miraba
cómo se deba# a el hombre con la tos. Sólo cuando el
hombre se puso de pie, Onel es! ró su brazo sobre el
hombro del hombre, tal vez para que no cayera al suelo.
Cuando dejó de toser el hombre, ninguno de los dos
volvió a sentarse, quizá presin! endo una desgracia. El
hombre se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un golpe.
Luego, dejó el vaso en el fi lo de la mesa sin darse cuenta
de que, al menor movimiento, podría caerse. Onel se
quedó parado con las manos en los bolsillos mirando la
puerta por donde entraba el ruido.
—No es posible —dijo el hombre.
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Para entonces, las sombras eran ya inconmensurables,
se habían integrado a la incipiente oscuridad. Onel
permaneció con la mirada siempre perdida en algún
rincón impreciso de la casa. Ya no eran las sombras ni los
ruidos, eran los pasos de Onel los que se desplazaban
hacia la puerta de la cocina. Parecía que ya no interesaba
el ambiente está! co de la sala, quería ver o recordar
otras cosas, los otros muros, los otros muros que
ocultaban los muros de la sala.
—No es posible —volvió a decir el hombre.
Onel regresó de la cocina con la frente fruncida
como si hubiese visto la muerte. Lo que vio fueron las
cosas desordenadas de una cocina medio abandonada.
Nada de lo que había en ella le recordaba el pasado o
algo que él estaba buscando, algo que él, Onel, deseaba
encontrar con urgencia, algo que podía estar confundido
entre todo lo ajeno que llenaba la cocina o la casa.
—Esta es mi casa —decía el hombre mientras Onel
escrutaba todo.
Cuando terminó de visitar la casa, Onel pareció
encontrar lo que buscaba. Miró fi jamente la puerta
bajo la cual estaba incrustada la herradura. No hacía
falta decir o inventar otra cosa. Todo estaba claro en su
mente.
—Yo no puedo irme —dijo el hombre retrocediendo
un poco.
Onel avanzó hacia el hombre, y éste, temeroso, siguió
retrocediendo poco a poco hasta chocar con la pared
cubierta de polvo negro. No le dijo nada, sólo alargó su
mano huesuda para coger un fi erro que estaba colgado
al lado de la puerta y con él extrajo la herradura, y con
ella se alejó precipitadamente de la casa sin decirle nada
al hombre, que, espantado, lo vio par! r hacia el centro
de la noche.
(Cuento inédito)
PORFIRIO MAMANI MACEDO.
Arequipa, Perú. Univ Católica de
Santa María, Univ de San Agus# n,
Arequipa. Dr en letras por la Sorbona.
Libros: “Ecos de la Memoria”
(Poesía); “Haravi”; “Les Vigies”
(cuentos en francés); “Voz a orillas
del río” (Poesía bilingüe), “Le jardin el
l’oubli” (novela)..entre otros # tulos. El
autor reside en París, imparte clases
en la univ Jules Verne, de la picardie.
Coordina el blog h% p://letrasdeporfi rio.blogspot.com.
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