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COMENTARIO AL CREDO(Basado en el libro “DECIR LA FE” de D. Fernando Colomer Ferrándiz)
1-Año de la fe2-Creer y esperar3-“Creo” – “creemos”4-Creo en Dios5-El carácter personal de Dios6-Un solo Dios7-Trinidad y unidad8-Dios uno y trino9-Dios Padre10-Dios creador11-Creador del cielo y de la tierra12-Creo en Jesucristo13-Creo en un solo Señor, Jesucristo14-Jesucristo: “Jesús” el “cristo17.- Hijo único de Dios18.- Concebido por obra y gracia del Espíritu santo19.- Nació de santa María Virgen20.- Crucificado, muerto y sepultado21.- Descendió a los infiernos22.- Resucitó23.- Subió a los cielos24.- Está sentado a la derecha del Padre25.- De nuevo vendrá con gloria26.- Para juzgar a vivos y muertos27.- El juicio final28.- La gran esperanza29.- Creo en el Espíritu Santo
30.- El Espíritu creador31.- El Espíritu de Jesús32.- El Espíritu de la verdad33.- El Espíritu Santo y la libertad34.- El Espíritu del amor35.- Creo en la Iglesia36.- Pueblo de Dios37.- Cuerpo de Cristo38.- Templo del Espíritu Santo39.- La Iglesia una40.- La Iglesia santa41.- La Iglesia católica42.- La Iglesia apostólica43.- La comunión de los santos44.- El perdón de los pecados45.- Un solo bautismo46.- La resurrección de la carne47.- La vida eterna
1-Año de la fe
«La fe es la facultad de percibir, por encima de nuestra “verdad”
propia, personal y humana, inmersa en este mundo, la verdad absoluta
de Dios, que se revela y se ofrece a nosotros; y dejar que se afirme
como más grande que la nuestra y como decisiva en aquello que nos
concierne» (H. U. Balthasar). Creer comporta dejar que sea Dios quien
conduzca nuestra vida y la conduzca por donde él quiera y como él
quiera, en una disponibilidad verdaderamente total, y en la confianza
inquebrantable de que la fe nunca es defraudada, porque Dios es fiel
(1Co 1, 9). La Virgen María es quien mejor ha realizado esta
disponibilidad y obediencia absoluta de la fe: “Aquí está la esclava del
Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38).
2-Creer y esperar
Creer consiste en dar confianza a lo que Dios me dice, a sus
proyectos sobre mi persona. Lo cual me lleva a obrar “como si viera al
Invisible” (Hb 11, 27), ya que la fe me hace actuar, muchas veces, al
margen del mundo, es decir, prescindiendo de los éxitos sociales,
históricos y culturales vigentes en él. De este modo la fe me conduce a
“esperar contra toda esperanza” (Rm 4, 18), pues ella es “garantía de lo
que se espera y prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1).
Todo lo cual hace, sin duda, difícil el camino de la fe, que es puesto a
prueba por la evidencia y el peso de un mundo que se piensa y organiza
a sí mismo como si Dios no existiera.
3-“Creo” – “creemos”
El credo puede ser recitado diciendo “creo” (símbolo de los
apóstoles) o “creemos” (símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original
griego). Las dos maneras son posibles y legítimas. “Creo” significa: la fe
es una opción libre, responsable e intransferible de cada hombre. Nadie
puede ser obligado a creer en contra de su voluntad y en contra de su
conciencia. “Creemos” expresa que aunque la fe sea un acto personal e
intransferible, no es un acto caprichoso y aislado, en el que cada cual
construiría el contenido de su fe según su capricho. “Nadie se ha dado
la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente
ha recibido la fe de otro” (Catecismo 166). “Creo” significa, en realidad,
“adhiero a lo que nosotros –la Iglesia- creemos”.
4-Creo en Dios
Cuando el hombre dice “Dios” no emplea una palabra como las
demás palabras que designan los distintos objetos de su experiencia.
Pues con esta misteriosa palabra denomina un ser todavía más
misterioso y enigmático, un ser que, propiamente hablando, no es “un”
ser, sino el fundamento último de todo ser, de toda realidad, que no
necesita a su vez de ningún otro fundamento, puesto que es él mismo
quien todo lo sustenta y rige. “Dios” designa, pues, la realidad que todo
lo abarca y que lo sostiene todo, la realidad englobante de todos los
seres y de todos los acontecimientos de la historia humana, pues “en él
vivimos, nos movemos y existimos”, como proclamó san Pablo en el
Aerópago de Atenas (Hch 17, 28).
5-El carácter personal de Dios
El carácter personal de Dios se manifiesta, en la Biblia, en el
hecho de que Dios habla en primera persona, dice de sí mismo “yo” “Yo
soy el que soy” (Ex 3, 14)- y afirma su libertad soberana frente a todas
las leyes ancestrales de la humanidad, de modo que no es la carne ni la
sangre, ni las costumbres familiares o sociales, lo que rige el actuar de
Dios, sino su libre voluntad. De tal manera que las leyes fundamentales
que rigen el mundo y la historia no son las leyes cosmológicas o
sociales, sino las del diálogo, siempre misterioso, entre la libertad divina
y la libertad humana, diálogo en el que la palabra del hombre es tomada
con toda seriedad por Dios: “Yo te invoco porque tú me respondes, Dios
mío” (Sal 16, 6).
6-Un solo Dios
La fe cristiana es fe en un solo y único Dios: “Un solo Señor, una
sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre
todos, actúa por medio de todos y está en todos2 (Ef 4, 5-6). Los ídolos
se oponen a la unicidad de Dios, pretendiendo rivalizar con él. Pero los
ídolos son obra del hombre: nacen cuando éste se deja seducir por las
obras de sus manos, hasta el punto de considerar que lo que él ha
construido –familia, prestigio profesional, partidos políticos, relaciones
humanas, etc.- puede saciar por completo el deseo que hay en su
corazón, cuando en realidad, sólo Dios puede hacerlo “Nos hiciste para
ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”
(San Agustín).
7-Trinidad y unidad
Partícipes de la vida divina por el bautismo, los cristianos hemos
de hacer visible la comunión trinitaria en la historia humana, generando
una nueva forma de unidad, que no se basa en la homogeneización
cultural sino en la asunción de la diferencia: “Como tú, padre, en mí y yo
en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea
que tú me has enviado2 (Jn 17, 21). Surge así la Iglesia como el lugar
histórico donde la Trinidad se comunica a los hombres y les hace
capaces de construir la unidad diferenciada del género humano en la
que cada cual proclama las maravillas de Dios “en su propia lengua”
(Hch 2, 11).
8-Dios uno y trino
Los cristianos somos bautizados “en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu santo”. Como observa el Catecismo (nº 233) somos
bautizados “en el nombre” y no “en los nombres”, porque no hay más
que un solo Dios: el Padre todopoderoso, su único Hijo y el Espíritu
santo. La revelación del Dios uno y trino constituye el núcleo
fundamental de nuestra fe: el misterio de la santísima Trinidad. Gracias
a él conocemos el ser íntimo de Dios: que Él es “único pero solidario”
(Catecismo nº 254), que Dios es un misterio de comunión y que
nosotros, injertados en Cristo por el bautismo, estamos llamados a
participar de esa misma comunión trinitaria.
9-Dios Padre
Que Dios es Padre significa que es un misterio de eterna
juventud, de generosidad incansable y gozosa: su amor hacia nosotros
no depende de nuestra actitud hacia él, que “hace salir el sol sobre
buenos y malos y caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).
Significa también que él quiere el bien del hombre y por eso exige a la
libertad humana que trabaje por ese bien, “porque a todo el que tiene,
se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que no tiene se le
quitará” (Mt 25, 29). Significa finalmente que su obrar hacia nosotros no
está regido por la estricta justicia sino por ese amor más grande que se
llama misericordia, amor con el que llama “hijo mío” (Lc 15, 24) al hijo
que huyó de él y malgastó toda su herencia.
10-Dios creador
Antes de que existiera el universo creado existía Dios y sólo Dios,
sin ninguna otra cosa. Por eso la Iglesia enseña que Dios creó el mundo
2de la nada”, es decir, sin ninguna materia previa: “Te ruego, hijo, que
mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a
partir de la nada lo hizo” (2Mac 7, 28). Por eso todo, absolutamente todo
lo que existe, procede de Dios, quien lo creó sin ningún esfuerzo y con
plena soberanía: “Todo lo creaste con tu palabra” (Sb 9, 1; Jn 1, 3). Dios
no crea “impulsado” por ninguna “necesidad”, porque Dios no “necesita”
nada ni, propiamente hablando, tiene “impulsos”. Dios crea libremente:
“Porque tú has creado el universo, por tu voluntad no existía y fue
creado” (Ap 4, 11).
11-Creador del cielo y de la tierra
El credo afirma que Dios es el creador del “cielo y de la tierra, de
todo lo visible y lo invisible”. “El cielo y la tierra” es una expresión para
decir “todo”, “la totalidad”. De esta totalidad se afirma que tiene dos
caras o dimensiones, una visible y otra invisible: la creación es más
grande que nosotros con nuestros ojos corporales, incluso ayudados por
potentísimos instrumentos (microscopios, telescopios), podemos
contemplar. Lo invisible incluye la existencia de otros seres espirituales,
distintos del hombre y dotados también como él de inteligencia y
libertad: son los ángeles, que fueros creados antes que el hombre y que
son criaturas personales, puramente espirituales, y no simples fuerzas
anónimas e impersonales. Ellos habitan la ciudad del Dios vivo,
constituyendo “la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo” (Hb
12, 23).
12-Creo en Jesucristo
El hombre es un ser religioso por naturaleza y sabe descubrir en
el universo multitud de manifestaciones de la divinidad. Los poetas, los
artistas, los filósofos y la mayoría de los hombres saben encontrar en la
naturaleza y en las personas signos, “revelaciones”, de esa realidad
fundante y plenaria que llamamos “Dios”, ya que, en verdad, “el cielo
canta la gloria de Dios y el firmamento proclama la obra de sus manos”
(Sal 18, 2). Sin embargo, de ninguna de esas revelaciones cabe afirmar
que es “Dios mismo en persona”. El cristianismo, en cambio, afirma y
confiesa que hay una manifestación de Dios de la que hay que decir que
es “Dios mismo en persona”. Esta manifestación es un hombre
concreto, de carne y hueso: Jesús de Nazaret. Esto es lo que diferencia
al cristiano del hombre religioso en general
13-Creo en un solo Señor, Jesucristo
El credo matiza todas las afirmaciones sobre Jesucristo
iniciándolas con la proclamación de su único señorío: “Creo en un solo
Señor, Jesucristo”. La confesión de Jesucristo como el único Kyrios
(Señor) está reglada con la sangre de los primeros mártires cristianos,
que lo fueron precisamente por negarse a reconocer otro Kyrios distinto
de Jesús. Pues la palabra “Señor” (Kyrios) ha de ser entendida en el
sentido más fuerte, es decir, como proclamación de la divinidad de
Jesucristo y, por lo tanto, como atribución a él del señorío que sólo a
Dios compete, un señorío verdaderamente absoluto: “Dios es el más
grande, no los emperadores” como gritó uno de nuestros primeros
mártires.
14-Jesucristo: “Jesús” el “cristo”
“Jesucristo” es un nombre compuesto de dos: Jesús y Cristo.
“Jesús” es un nombre propio judío que significa “Yahveh (el Dios de
Israel) ayuda!”. “Cristo”, en cambio, es un nombre griego que significa
“ungido” y que es la traducción griega del término hebreo “Mesías”, con
el que se designa al enviado de Dios en los últimos tiempos, para llevar
a plenitud su obra salvadora, dando cumplimiento a la esperanza de
Israel. Los primeros cristianos unieron un nombre hebreo con un
nombre griego para significar que Jesús había venido para los judíos y
para los griegos, es decir, para todos los hombres. Y que aunque él
procedía de Israel y era un judío –pues “la salvación viene de los judíos”
(Jn 4, 22) el significado y el alcance de su persona y de su obra era
verdaderamente universal, válido para todos los hombres.
17.- Hijo único de Dios
“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para
que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,
16). Jesús es hijo de Dios de una manera muy distinta a como lo somos
nosotros. Por eso le dijo a maría magdalena: “Vete donde mis hermanos
y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”
(Jn 20, 17). En efecto, Jesús no es “un” hijo de Dios, sino “el” Hijo de
Dios. El carácter excepcional de esta filiación se expresa en la
afirmación contundente de Jesús: “Yo y el Padre somos uno2 (Jn 10,
30). Por eso el credo proclama “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre”.
18.- Concebido por obra y gracia del Espíritu
santo
La concepción virginal de Cristo significa que la voluntad y la
voluntad y la iniciativa humanas no han desempeñado en ella ningún
papel. De este modo Dios deja sentado que su salvación, que es
Jesucristo, no es fruto de ninguna iniciativa humana, sino que es un
puro don de su gracia, de su amor. En ella el papel del hombre se
reduce a aceptar humildemente el plan de Dios y a consentir libremente
en él. Es lo que hace san José aceptando de corazón a María como
esposa y asumiendo como propio su hijo que no es suyo (Mt 1, 18-25).
Es lo que hace María a exclamar “Aquí está la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
19.- Nació de santa María Virgen
Que un hombre sea concebido en el seno de una mujer sin que
intervenga ningún varón, es un hecho extraordinario, es
verdaderamente un milagro. La virginidad de María antes del parto es el
prodigio que indica que su hijo es un puro regalo del Padre a la
humanidad. Nos recuerda además que Dios es el Padre todopoderoso y
que, como creador del cielo y de la tierra, tiene pleno poder sobre la
materia y sobre la vida. Si Dios no pudiera alterar lo más mínimo el
devenir del cosmos, el mundo sería un sistema cerrado en sí mismo, sin
posibilidad alguna de esperanza. Entonces la muerte tendría la última
palabra sobre la vida. Pero nosotros “esperamos, según nos lo tiene
prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia”
(2Pe 3, 13).
20.- Crucificado, muerto y sepultado
Jesús “por nosotros” se situó “en nuestro lugar”, en el lugar que
nos corresponde por nuestro pecado, por nuestro “no” a Dios. Ese lugar
es un lugar de desgracia, de muerte, y maldición, de apartamiento y
lejanía de Dios. La soledad y el abandono de Cristo en su pasión –“Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34)- fue el
camino por el que el Cordero de Dios quitó el pecado del mundo (Jn 1,
29): lo quitó asumiéndolo, sumergiéndose en la tenebrosidad propia del
pecado, consintiendo en “ser hecho pecado por nosotros” (2Co 5, 21),
compartiendo no la negación de Dios propia del pecado, sino el
alejamiento de Dios que el pecado comporta. De este modo tomó
nuestro destino para darnos a cambio el suyo.
21.- Descendió a los infiernos
Este artículo del credo subraya la universalidad de la salvación
obtenida por la muerte redentora de Cristo, que se aplica también a las
generaciones humanas anteriores a él. En el gran silencio del sábado
santo, mientras el cuerpo sin vida de Cristo yace en el sepulcro (Jn 19,
41-42), y su espíritu está en las manos del Padre (Lc 23, 46), su alma
desciende al lugar de los muertos-el sheol- y les anuncia la oferta de
salvación que él acaba de obtener por su muerte en la cruz. Es la
predicación de Cristo a los muertos de la que habla san Pedro: “Por eso
hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que
condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios”
(1Pe 4,6).
22.- Resucitó
Al resucitar, Jesús no vuelve a su vida de antes -como el hijo de
la viuda de Naím o como lázaro sino que entra en una vida nueva, en un
tipo de existencia cualitativamente distinto de la existencia temporal. En
los testimonios de todos aquellos a los que el Señor resucitado se
apareció, se percibe una doble convicción: que Jesús resucitado no es
un fantasma, sino un cuerpo real que come y bebe, y que ese cuerpo es
el mismo cuerpo que tenía antes de morir. Y por otro lado que cristo
resucitado ya no pertenece a este mundo, que ya está revestido de la
gloria de Dios, que su cuerpo está totalmente espiritualizado, que es
una realidad inefable. Por eso san Pablo habla, a propósito de Cristo, de
un “cuerpo espiritual” que sustituye al “cuerpo natural” (1Co 15, 45-47).
Por eso en todos los relatos de las apariciones encontramos al mismo
tiempo una especie de presencia y de ausencia, de cercanía y de
trascendencia, de familiaridad y de alejamiento.
23.- Subió a los cielos
“Fue arrebatado a la vista de ellos y una nube lo sustrajo a sus
ojos” (Hch 1, 9). La nube es, en la Biblia, un símbolo de la presencia
poderosa de Dios. La ascensión de Jesús a los cielos no debe
entenderse como una subida espacial, pues tampoco “cielos” significa
en la Biblia un lugar físico, sino un “lugar” espiritual: la presencia de
Dios, su morada. Jesús entra, pues, en el mundo de Dios, en la gloria
de Dios que está más allá del espacio y del tiempo. La ascensión
significa, pues, la exaltación de Cristo como Pantocrátor, es decir, como
Señor de todo, a quien están sometidas todas las cosas, las del cielo y
las de la tierra, incluyendo los Principados y Potestades contrarios (1
Pe3, 22; Ef 1, 21-22).
24.- Está sentado a la derecha del Padre
Con este misterio confesamos simultáneamente dos cosas: que
Cristo es Dios, “consustancial al Padre” y que, en si glorificación, no ha
abandonado su humanidad. La “derecha del Padre” significa, en efecto,
la gloria y el honor de la divinidad, así como la felicidad suprema y la
plenitud del poder de Dios, como afirma un salmo: “La diestra del Señor
es poderosa” (Sal 118, 16). Esta glorificación de Cristo no es una
recompensa por su pasión y muerte en la cruz, sino que le corresponde
a él desde toda la eternidad como Dios que es. Pero lo nuevo, como
precisa san Atanasio, es que ahora está a la derecha del Padre en su
condición corporal: la carne que tomó de María Virgen, ha quedado
introducida para siempre en el seno de la Trinidad santa y bendita.
25.- De nuevo vendrá con gloria
El tiempo de la Iglesia y de su misión, que se inicia con la
ascensión del Señor, terminará con su venida gloriosa o parusía:
“Galileos, ¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido
llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como lo habéis visto subir al
cielo” (Hch 1, 11). Esta venida de Jesús no acontecerá en la humildad
de la carne, como en su encarnación, ni tampoco bajo los velos del
sacramento, de la palabra y del prójimo, como en el tiempo de la Iglesia,
sino de manera gloriosa: “Verán al Hijo del hombre venir sobre las
nubes del cielo con gran poder y gloria” (Mt 24, 30). En su parusía el
Señor consumará la obra de la salvación iniciada con su encarnación,
muerte y resurrección, llevándola a su plenitud total.
26.- Para juzgar a vivos y muertos
El evangelio percibe la historia humana como esencialmente
ambigua, como una mezcla de bien y mal, de trigo y cizaña (Mt 13, 24-
30). La fe en el juicio de Dios significa que la ambigüedad del bien y del
mal no tendrá la última palabra en la historia; que Dios intervendrá con
poder y “separará” definitivamente el bien del mal, asegurando la
victoria del bien y la derrota definitiva del mal. No todo se reconciliará en
una armonía definitiva: habrá realidades que serán explícitamente
rechazadas, todas las que se han fundado en el orgullo y la soberbia, en
la violencia y el egoísmo, es decir todas las realidades que han servido
al mal. El juicio comportará también la derrota definitiva y total de satán
(Ap 20, 10), así como el final de la muerte: “La muerte y el hades fueron
arrojados al lago de fuego; este lago de fuego es la muerte segunda”
(Ap 20, 14).
27.- El juicio final
La certeza del juicio final es, para el cristiano, un motivo de
seriedad y responsabilidad en la vida presente, pues sabe que todas
sus obras serán tomadas en consideración y que con ellas va definiendo
su actitud hacia Jesucristo. Pero también es un motivo de esperanza y
consuelo, pues ello significa que se terminará el anonimato en que
tantas personas viven, sufren y mueren, sin recibir el reconocimiento
que merecen, sin que se desvele y se conozca públicamente el valor de
sus vidas y de su propio ser personal: “Y el mar devolvió los muertos
que guardaba, la muerte y el hades devolvieron los muertos que
guardaban, y cada uno fue juzgado según sus obras” (Ap 20, 13).
28.- La gran esperanza
El día del juicio todo será probado por el fuego, es decir, por el
Espíritu Santo, por el amor de Dios: “Y la calidad de la obra de cada
cual, la probará el fuego. Aquel cuya obra, construida sobre el cimiento,
resista, recibirá la recompensa. Más aquel cuya obra quede abrasada,
sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa
a través del fuego” (1 Co 3, 13-15). Este texto tan consolador nos
permite comprender que es posible que la propia “obra”, es decir, la vida
de un hombre, sea declarada completamente inconsistente y que su ser
personal, sin embargo, sea acogido en la Jerusalén celestial. Tal es la
esperanza de la Iglesia para todos los hombres. Pues el Dios que
“encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de
misericordia” (Rm 11, 32), “quiere que todos los hombres se salven” (1
Tm 2, 4).
29.- Creo en el Espíritu Santo
No se es cristiano por asumir un determinado código moral, por perseguir la realización de unos determinados valores. No se trata en primer lugar de eso. Se es cristiano por la recepción del Espíritu Santo, el cual opera en nosotros un nuevo nacimiento "de agua y de Espíritu" (Jn 3, 5). Este nuevo nacimiento hace que de las entrañas del creyente mane el Espíritu Santo como un "río de agua viva" (Jn 7, 38-39), tan viva que nos otorga la victoria sobre la muerte: "Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, dará también vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11).
30.- El Espíritu creador
“Espíritu” traduce la palabra hebrea “ruah” que significa
respiración, aliento, hálito de vida. Decir, por lo tanto, “el Espíritu de
Dios” es como decir la vida misma de Dios, el aliento de Dios, la
presencia, el ritmo, el estilo de Dios. Esa presencia, ese hálito, ese ritmo
son los que hacen posible la maravilla de la creación frente al caos y la
confusión: “La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del
abismo y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gn 1,
2), dando cohesión a toda la creación y recogiendo todas las
aspiraciones de la historia: “Porque el Espíritu del Señor llena la tierra y
él, que todo lo mantiene unido, tiene conocimiento de toda palabra” (Sb
1, 7).
31.- El Espíritu de Jesús
Jesús se manifiesta en su vida como alguien que se deja
conducir por el Espíritu Santo (Lc 4, 1. 14) y que actúa con la fuerza y el
poder propios del Espíritu de Dios. Jesús, en efecto, explica sus
prodigios como obra del Espíritu de Dios que expulsa los demonios e
instaura, así, el reino de Dios (Mt 12, 28), y su misión fue presentada
por Juan el Bautista como un “bautizar con el Espíritu Santo” (Jn 1, 33-
34). Cristo no teme proclamar ante Nicodemo que él da el Espíritu sin
medida (Jn 3, 34), puesto que lo posee como algo propio, de lo cual
puede libremente disponer. Y así lo hizo, una vez resucitado, cuando se
apareció a los discípulos y <<sopló sobre ellos diciéndoles: “recibid el
Espíritu Santo”>> (Jn 20, 22).
32.- El Espíritu de la verdad
Jesús se identificó con la verdad (Jn 14, 6) y definió su propia
misión, delante de Poncio Pilato como un “dar testimonio de la verdad”
(Jn 18, 37). Cuando Jesús anuncia el don del Espíritu Santo como “el
Espíritu de la verdad” (Jn 14,17), lo sitúa en relación a su propia
persona y a su propia misión. Y así el Espíritu Santo es dado para que
los discípulos mantengan íntegra la verdad revelada por Jesús (Jn 14,
26) y alcancen una comprensión cada vez más completa de la misma
(Jn 16, 3), asegurando una correcta intelección del misterio de Cristo, de
lo que Jesús hizo y enseñó, y de modo particular del sentido de la cruz.
Pues “nadie puede decir –Jesús es el Señor- sino en el Espíritu Santo”
(1 Co 12, 3).
33.- El Espíritu Santo y la libertad
Jesús nos habló del Espíritu Santo diciendo que es “libre como el
viento que sopla sin que sepas de dónde viene ni adónde va” y nos
anunció que así sería todo el que nace del Espíritu (cf. Jn 3, 8). El
Espíritu Santo nos hace libres liberándonos, ante todo, de las falsas
imágenes de Dios y revelándonos su verdadero rostro, el rostro paterno
de Dios: “Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba
Padre! El Espíritu mismo se nos une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 15-16). “Vosotros,
hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Ga 5, 13). Y “donde está
a el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co 3, 17).
34.- El Espíritu del amor
La “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21) que el
Espíritu Santo nos da, no se ordena a la justificación de nuestros
caprichos personales, sino a la construcción, el cuidado y el crecimiento
del “Cuerpo de Cristo”, que es la obra por excelencia del Espíritu Santo.
Pues, fue él, en efecto, quien cubrió con su sombra el seno virginal de
María (Lc 1, 35) y engendró en él el cuerpo del Hijo de Dios hecho
hombre. Y es para el cuidado y el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que
es la Iglesia (Col 1, 18), para lo que él nos comunica sus dones. Y así a
cada cual “se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho
común” (1Co 12, 7), para “edificación del cuerpo de Cristo (…) en el
amor” (Ef 4, 12.16).
35.- Creo en la Iglesia
La Iglesia es un misterio de fe de peculiar complejidad, porque es
una realidad divina y humana a la vez. En cuanto realidad divina la
Iglesia nace de la Trinidad, es santa y santificadora, es seno maternal y
redil donde las ovejas son acogidas, curadas, restauradas y
santificadas. En cuanto realidad humana la Iglesia nace la agrupación
de unos hombres que no son santos sino pecadores que van siendo
santificados: es una fraternidad, un pueblo, un rebaño. Atendiendo al
primer aspecto la Iglesia viene sólo de Dios, es santa, pura e
inmaculada, “sin mancha ni arruga” (Ef 5, 27). Atendiendo al segundo
aspecto la Iglesia es la oveja perdida que el buen Pastor carga sobre su
espalda, la esposa siempre frágil que él no cesa de arrancar de su
prostitución espiritual y de purificar. Casta meretrix decían los Padres.
36.- Pueblo de Dios
La Iglesia es el pueblo de Dios, es decir, el pueblo que Dios crea,
mediante su libre elección, llamando a hombres de todos los pueblos de
la tierra. Lo determinante en este pueblo no es la raza, ni la lengua, ni la
cultura, ni la historia humana común, sino la respuesta a la elección de
Dios. Por eso no se pertenece a la Iglesia en virtud del nacimiento o de
la nacionalidad o de la cultura, sino de la libre acogida del don de Dios:
es la fe y el bautismo quienes nos hacen miembros de ese pueblo. Y la
razón de ser de este pueblo no es la afirmación de sí mismo como un
pueblo más en el concierto de los pueblos de la tierra, sino el anuncio
de la salvación que se nos ha dado en Cristo (Mc 16, 15).
37.- Cuerpo de Cristo
Que la Iglesia es el cuerpo de Cristo significa que entre Cristo y la
Iglesia existe una vinculación orgánica, es decir, que la Iglesia no es la
mera agrupación de los seguidores extrínsecos de un Maestro, sino que
entre cada uno de los creyentes y Cristo existe una unión íntima,
espiritual, ontológica, y no simplemente jurídica o moral. Esta unidad
está operada por el Espíritu Santo en el bautismo (1 Co 12, 13) y
alimentada en la eucaristía (1Co 10, 16-17), y es una unión que
traspasa los límites del espacio y del tiempo y comprende también a los
difuntos: “Algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya
difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando
claramente al mismo Dios uno y trino” (Lumen gentium 49).
38.- Templo del Espíritu Santo
“Templo” significa el lugar de la presencia activa de Dios en el
mundo. Describir la Iglesia como “templo de Dios” significa, pues,
definirla como el lugar donde Dios actúa en la historia, donde Dios se
hace presente en medio de nosotros: “Porque donde os o tres están
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). La
Iglesia es así “morada de Dios” (Ef 2, 22), lugar donde Dios se hace
accesible en el espacio y el tiempo a los hombres, donde Jesucristo
alcanza de manera concreta la existencia de cada hombre que viene a
este mundo. “Maestro, ¿Dónde vives?” (Jn 1, 38). La Iglesia es la
respuesta a esta pregunta, porque es el lugar donde se puede encontrar
a Jesucristo como alguien que está vivo y actúa en medio de nosotros.
39.- La Iglesia una
La Iglesia es “una” en un doble sentido: en el de la unicidad,
porque sólo hay una única Iglesia del Señor, una única Esposa, según
la palabra del Cantar de los cantares: “Sesenta son las reinas, ochenta
las concubinas (e innumerables las doncellas). Única es mi paloma, mi
perfecta” (6, 8-9); y en el de la unidad, porque lo que constituye el ser de
la Iglesia es un misterio de unidad, según las palabras de Cristo en su
oración al Padre: “Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú
me has enviado” (Jn 17, 21). La unidad de la Iglesia es un don de Dios,
un milagro del cielo, una obra del Espíritu Santo.
40.- La Iglesia santa
La Iglesia, en cuanto “pueblo de Dios” es santa, porque Dios, que
es el único santo, crea, con su elección, un pueblo santo (Ex 19, 6; Lev
18 y 19; 1Pe 2, 9); en cuanto “cuerpo de Cristo” es el lugar donde se
hace presente Jesucristo, “el Santo de Dios” (Mc 1, 24); en cuanto
“templo del Espíritu Santo” es la morada donde habita la gloria del
Señor, que es también santa (1Co 3, 17). Al confesar en el credo la
santidad de la Iglesia no declaramos la bondad de los cristianos –“¿Por
qué me llamas bueno? Nadie es bueno excepto Dios” (Lc 18, 19)- sino
el hecho objetivo de que Dios, por medio de la Iglesia, ofrece a los
hombres una participación en su santidad.
41.- La Iglesia católica
“Católico” significa “integral”, es decir, algo a cuyo ser no le falta
nada, que posee la plenitud de su ser, que posee su propia perfección.
“Iglesia católica” significa, pues, que en la Iglesia reside la perfección de
Jesucristo en su integralidad, sin que le falte nada, que ella nos entrega
al Señor en todas sus dimensiones y aspectos. Por eso San Pablo
define a la Iglesia como “la plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1,
23). La catolicidad de la Iglesia se produce como articulación, según “la
multiforme sabiduría de Dios” (Ef 3, 10), de las diferentes “lenguas”
(culturales) de los muchos miembros del Cuerpo de Cristo, en la unidad
de la alabanza divina, tal como sucedió el día de Pentecostés (Hch 2, 5-
12).
42.- La Iglesia apostólica
Cuando proclamamos que la Iglesia es “apostólica” afirmamos
que todo lo que en ella hay de esencial se remonta a Cristo a través de
los apóstoles, de tal manera que la Iglesia de hoy profesa la misma fe
que profesaron los doce apóstoles, fe que nos ha sido transmitida de
generación en generación con fidelidad. La Iglesia sólo puede ser
Iglesia de Jesucristo si es “apostólica”, es decir, si conserva, a través de
los tiempos, el “depósito” de creencias que tuvieron Andrés y Pedro,
Santiago y Juan y los demás apóstoles. Por eso san Pablo exhorta a
Timoteo: “Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que
habita en nosotros” (2Tm 1, 14).
43.- La comunión de los santos
El Espíritu Santo al entregarnos el cuerpo eucarístico de Cristo,
nos santifica en la santidad de Jesús, que es la caridad misma de Dios.
Pero la caridad sólo existe como activamente comunicada; ella es el don
recibido y dado al mismo tiempo, y sólo la posee aquel que la comparte,
que la da: tal es su propia condición y su propia ley. Ello significa que la
Eucaristía va haciendo que nuestro ser sea un “ser-para-los-otros”, que
vayamos olvidándonos de nuestra propia realización, para entregar
nuestra vida de manera cada vez más incondicionada al conjunto del
cuerpo de Cristo. La belleza de esta entrega incondicional de nuestra
vida a Dios, para que Él disponga de ella en bien de todos, es lo que
llamamos “comunión de los santos”.
44.- El perdón de los pecados
Jesús no se cansó de señalar al pecado como el verdadero mal
del hombre, como la causa última de todos los males que el hombre
comete. Pues el hombre bajo el imperio del pecado vive una existencia
de esclavo, sometido al diablo (Jn 8, 38). Anunciar, pues, el perdón de
los pecados es tanto como anunciar la derrota del diablo y la apertura
de una nueva posibilidad para la vida humana: la de realizarse según la
voluntad de Dios. Las palabras de Jesús: “El reino de Dios ha llegado”
(Mc 1, 14) anuncian esta nueva posibilidad, que constituye la “buena
noticia” en la que hay que creer (Mc 1, 15). Y los milagros de Jesús son
los signos que la avalan, ya que “si por el dedo de Dios expulso yo los
demonios es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Lc 11, 20).
45.- Un solo bautismo
El bautismo es la manera concreta como Jesucristo sale al
encuentro del hombre, a lo largo de la historia humana, para ofrecerle el
perdón de los pecados y el inicio de una vida nueva. “Convertíos y que
cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y así recibiréis el don del Espíritu Santo”
(Hch 2, 38). Así se realidad en nosotros el misterio pascual quedando
“destruida nuestra personalidad de pecadores” (Rm 6, 6) y empezamos
a vivir una vida nueva que está “oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 3) y
que es la vida misma del Resucitado que él nos comunica al
entregarnos su Espíritu Santo.
46.- La resurrección de la carne
La resurrección de la carne no significa la pervivencia de un
elemento espiritual del hombre en alguna extraña región del universo
(eso sería la inmortalidad del alma), sino más bien la integridad de la
salvación que Dios nos da en Cristo. Dios nos ha creado en la totalidad
de nuestro ser, alma y cuerpo, y su salvación concierne no sólo al alma
sino también al cuerpo: “Sería indigno de Dios llevar a medio hombre a
la salvación” (Tertuliano). La resurrección de Jesucristo es el paradigma
en base al cual esperamos nuestra propia resurrección; en ella se
manifestará, como se ha manifestado en Cristo, la identidad entre
nuestro cuerpo resucitado y nuestro cuerpo actual, y, al mismo tiempo,
la transformación gloriosa de nuestro cuerpo que será, como el de
cristo, un “cuerpo glorioso” (Flp 3, 21).
47- La vida eterna
“Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás” (Jn 10, 28). La
“vida eterna” de la que habla Jesús es la vida misma de Dios. La
participación en la vida divina que Cristo nos ofrece es tan real que los
Padres de la Iglesia no han dudado en hablar de “divinización” del
hombre: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda llegar a
ser Dios”, afirma san Atanasio. Esta divinización nunca será fruto del
esfuerzo y de la voluntad humana –lo que sería una idolatría- sino que
se trata de un don gratuitamente recibido de Dios. Lo que Cristo es por
naturaleza –Hijo de Dios- nosotros lo vamos siendo “por gracia”,
mediante la participación en los sacramentos donde el Padre nos hace
“hijos (por la gracia de la adopción) en el único Hijo (por naturaleza)”.
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