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CUENTOS DE TERROR - DUNWICH. REVISTA DE CREACIÓN
LITERARIA
Aquí recogemos los cuentos que nos mandais. Esperamos impacientes vuestras colaboraciones.
---oOo---
Í N D I C E
• La obscena dentellada de la noche. José Manuel Gallardo
• Deir El-Bahari. Miguel Velasco
• Una fábula porteña. González Fabián
• La trama macabra. Raimondo Gustavo
• Una mancha en la pared. Vicente Marti
• Liss. Yips
• La bañera. Miguel Velasco González
• La sombra del lago. Vicente Marti
• Relexiones de un condenado. Antonio Jara de las Heras
• El ritual. Yips
• Arturo. Yips
• Delirio en un ascensor. Yips
• Las monjas. Nuria
. Dunwich
Revista de creación literaria http://fresno.pntic.mec.es/~pgarci33/dunwich.htm
. Cuentos de terror
http://fresno.pntic.mec.es/~pgarci33/cuentos.htm
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DOS MINIATURAS
Despierto después del tremendo choque entre los restos retorcidos de mi cohe. Sobre mí se
inclina Frank, mi amigo de la infancia, tratando de reanimarme.
---Pero Frank ---murmuro débilmente---, si tú estás
muerto...
Frank me responde con amable embarazo:
---Y tú también.
M.R. James
Me arrellano en mi sillón junto a la chimenea donde crepita el fuego, con la copa de
coñac en la mano derecha y la izquierda caída
descuidadamente, acariciando la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.
Arthur Conan Doyle
---oOo---
LA OBSCENA DENTELLADA DE LA NOCHE
Por
JOSÉ MANUEL GALLARDO
El hombre es como el diablo;
que viene, pero no se sabe cuándo.
Refranero popular extremeño
Vi aquellos signos en la pared y supe que estaban preparando mi
muerte.
Desde que llegué a esta pequeña aldea rodeaba de verdes
bosques sospeché que algo me iba a pasar; no fue sólo la impresión que le daba la noche al pueblo y hacía que se desdibujasen los contornos
entre la niebla; ni siquiera las palabras entreoídas al pasar cerca de alguna puerta entornada al volver de mis largos paseos por los
alrededores; fue sobre todo el encuentro con restos de hogueras recientes que yo jamás había visto en la noche pese a acostarme tarde,
las extrañas formas circulares que quemaban el suelo, los restos de huesos de pequeños animales los que me pusieron en alerta y me
hicieron poco a poco ir prescindiendo de mis largas caminatas antes tan
reconfortantes.
Se bien que no podía prescindir de la plaza como maestro rural sin
crear sospechas, tampoco podía regresar a mi amado pueblo extremeño de Oliva de la Frontera con las manos vacías y un fracaso como
resultado del primer trabajo decente que me había surgido en años; por eso me decidí a esperar, a sospechar de cada uno de mis alumnos, a
aprender a ver más allá de aquellas ancianas que paseaban por las calles, siempre enlutadas, con una aparente docilidad fingida y una
expresión de un profundo dolor, que se refleja en sus rostros y en sus andares tan lentos como flexibles pese a la edad que parecen arrastrar.
Me decidí a esperar, velando cada noche, encerrado en esta
húmeda y vieja casona, apenas sin dormir y vigilando siempre el nocturno cielo nublado por ver si conseguía distinguir una luz en el
bosque, las huellas de alguna hoguera, algo que me sacara por fin de mis dudas aunque sólo fuera para caer en algo aún más terrorífico que
esta espera sin sentido.
Por eso, cuando vi aquellos signos en la pared, supe que estaban
preparando mi muerte. Fue así de sencillo, una revelación que me liberaba de la angustia anterior; pero que me dejaba aún más confuso y
asustado. Estaba claro, no sabía porqué, pero estaba claro. Aquellas señales circulares en una esquina lateral de la casona marcaban un
punto de inflexión, el momento esperado por las gentes de la aldea para cumplir uno de los ritos más macabros, el que se produciría aquella
noche con mi sangre corriendo.
Más tarde supe que estaban preparándome para aquella fecha; que yo era tan sólo el eslabón de una larga cadena, que esa presencia
hostil desde mi llegada a la aldea estaba prevista, que mis sospechas y mi miedo era conocido por todos y que estaban esperando una señal,
una fecha concreta para venir en mi busca; y yo, sin saberlo, se la
proporcioné con facilidad.
Aún con un leve dolor de cabeza y un malestar en la boca del estómago sigo sintiendo esta angustia, este pavor que me produce
escalofríos y distingo claramente de la humedad y el frío de la noche. Una pastosidad en la boca y un hormigueo constante me hacen tomar
consciencia de lo que ha pasado, tengo una terrible sed. Me levanto despacio y apoyo los pies descalzos en el suelo, donde noto una
profunda y lejana respiración, como si la tierra conociese mi presencia y me quisiese acompañar, o como si me marcasen un ritmo desde lo más
profundo de la tierra que hubiese que seguir prescindiendo de la
voluntad. Apoyo los pies descalzos en el suelo y con la certeza de que todo está ya preparado vuelvo a oler el vaso que se encuentra a mi
izquierda en la mesilla... aconitina, sin duda. Cómo llegó a la botella de
ribeiro casero es algo fácil de entender. Qué pretendían con ello... me llena de una angustia azulada y espesa. Retumba bajo mis pies el suelo
como si de un lejano tam-tam se tratara mientras contengo mi sed y logro convencerme de que es mejor seguir aquí en pie, de que si me
bebo otro vaso de vino podré acabar con todo de una vez y liberarme así de este terror a lo desconocido, de este temblor terrestre que no se
bien si es real o si es una secuela más de esta intoxicación provocada.
Guiado por una extraña fuerza interior avanzo por la habitación, tambaleándome como un enfermo recién levantado, con la mente
ocupada en descifrar la secreta clave de aquel sonido lejano mientras mis manos se aferran al marco de una puerta, y luego al de otra, y
consigo salir a la fría noche lloviznosa que me despeja y me hace sentir la fatalidad de mi destino, pero me hace a la vez comprender que aún
tengo tiempo de escapar, que no volverán a por mí hasta que acabe la
fiesta nocturna y comience la ceremonia como un rito de carne y sangre, de purificación y pecado. Me tambaleo por las callejas de la
aldea y busco una salida hacia el bosque que no me conduzca a las hogueras encendidas que, ahora sí, resplandecen en las oscuridad. Entre
tropiezos, con arcadas y una terrible sed logro contener mi miedo y avanzo, me caigo, me incorporo y sigo el oscuro sedero que me marcan
la noche y el azar. Camino con la desesperación del moribundo y con la certeza del condenado, mientras un color rojizo se va apoderando del
cielo y noto como el suelo tiembla cada vez más cercano bajo mis pies descalzos, ya sangrantes por las piedras y las ramas.
El estruendo subterráneo es cada vez mayor; siento como todo
me da vueltas, cómo la llamada terrestre se hace cada vez más cercana y sin saber como ni porqué me siento arrastrado por este temblor; como
en un baile horrendo y tenebroso al que nos sentimos invitados aunque
sepamos que seguirlo significaría nuestra destrucción. Me siento arrastrado e intento escabullirme tras unos matorrales, me arrastro en
el barro producido por esta leve llovizna, me acerco a un claro del bosque y mi sangre se detiene al contemplar la visión que muestran mis
fatigados ojos entre las hogueras y el humo de olores crueles y sugerentes.
Cabriolas en el aire, bocas deformadas en terribles y escalofriantes
gritos de gozo y dolor, cuerpos retorcidos que se revuelven y se juntan, se separan, se vuelven a unir en una desesperada y agonizante orgía
carnal, labios que muerden y besan, que muerden y escupen, labios
carnosos que incitan al sexo y a la más cruel violencia, pechos descubiertos, saltos entre las hogueras, ojos desorbitados, alaridos
infernales de pavor y de orgasmo, penes de enormes dimensiones
desgarrando profundas y húmedas vaginas, olor a carne podrida y flores de invierno, a hojas caídas y tumefactas y sudor de mujer entre las
sábanas, largos cabellos azotados por el viento, lluvia que cae sobre las espaldas arqueadas y las purifica antes de una nueva perdición, sabor
dulce de pecado, sabor amargo de fluidos corporales, luz ambarina, roja, negra, luz titilante de hogueras, cuerpos muertos, cuerpos vivos y
muertos, cuerpos que viven y mueren, que caen y se levantan, que se yerguen y sucumben entre golpes, azotes y mordiscos, besos y caricias,
abrazos desesperados y una confusión caótica de belleza y pasión, griterío incontenible en torno a la figura extática y sublime que se
yergue entre todas, rodeada de un fulgor rojo cobalto que hace destacar su imponente cuerpo de diosa entre las deformes presencias a su
alrededor, figura que se eleva sobre el suelo y flota dentro de un círculo abrasador trazado en el suelo, que mira y no ve, que se superpone a
todo y rige todo, que provoca y excita, que aterra y seduce, que
pronuncia oscuras palabras en una voz susurrante y lejana que apenas se logra distinguir entre los alaridos y el tremendo sonido de la tierra en
movimiento, del suelo que acompaña esta danza macabra y rodea en vibraciones a la esbelta figura central de esta danza ---o meu corpo de
terra i o meu cansado esprito, expectro dunha paixón morta--- que susurra en la lejanía las palabras que llegan hasta mi oído y hacen que
se haga de pronto un silencio en torno a mi. Ya sólo escucho las sugerentes palabras para mi pronunciadas y el sordo y profundo latido
de la tierra ---e o sangue corre--- que me rodean y me hacen avanzar en cortos pero decididos pasos entre las figuras que se retuercen, que
me hacen avanzar sobre las hogueras y las brasas, sintiendo una dulce quemazón en las desnudas plantas de los pies ---matar por no morrer---
fijos los ojos en el cuerpo desnudo que flota dentro del círculo y ahora me tiende los brazos. Me aproximo a ese cuerpo moreno y sudoroso,
ese cuerpo femenino que me llama entre susurros, que me tiende sus
curvas, sus bien formadas caderas, sus pechos duros y esbeltos ---ser a mellor muller---, que por fin alcanzo y se entrega a mí, dentro de este
círculo dibujado con fuego en la tierra que nos acompaña con sus cada vez más intensos latidos.
El temblor de la tierra me acompaña mientras la poseo. Noto
como se retuerce debajo de mí, como ---los ojos cerrados--- gime de placer bajo mi cuerpo. Me clava sus largas uñas en la espalda y el dolor
es grato. Se acerca a mí y me muerde el hombro y mientras mana la sangre, el daño es exquisito. Miro nuestras entrepiernas unidas que se
mueven al compás del latido del mundo, miro la sangre en su pubis de
la virginidad perdida, y siento un terrible dolor, insoportable e indescriptible, y estallo en un gemido de terror al mirar sus ojos ---por
fin abiertos--- y ver como me observan esas frías pupilas de fuego, esos
ojos encendidos que se burlan de mi terrible sufrimiento. Me aparto de su cuerpo y descubro que las manchas de sangre que provienen de su
vagina son mías. Descubro en su vulva, entre el semen y la sangre, unos agudos dientes, unos dientes tan amenazantes como su mirada,
unos dientes que ya han logrado su objetivo; y pierdo el conocimiento mientras contemplo aterrado, mientras me desangro, su cuerpo perfecto
y su estremecedora mirada coralina que me busca e indaga entre mis sufrimientos, eligiendo a su antojo, de entre mis recuerdos más ocultos,
aquel que se apropiará como alimento.
Desperté con una blanquecina sensación de angustia y una dolorosa impresión de haber sido apaleado. Mis huesos crujieron
durante más de dos semanas y las cicatrices producidas en aquella noche me duraron varios meses. A partir de ese momento me he dejado
llevar por la vida, sin responder a ningún otro estímulo externo. No me
extrañó levantarme en la cama de la vieja casona y que me atendiesen casi todas las ancianas de la aldea con un cariño antes desconocido,
tampoco me sorprendió demasiado seguir recibiendo el sueldo mientras la escuela no funcionaba y yo me dedicaba a vagar por el bosque; el
porqué sigo con vida y respiro cada mañana la brisa que viene desde el monte hasta mi habitación no podré saberlo nunca, pero cuando
contemplo las pequeñas cicatrices que rodean mi pene me siento vivo y presiento que jamás podré ser tan feliz como lo fui aquella noche que
guardo entre mis mas horrendas pesadillas. Ahora sólo vivo con el temor y la esperanza de volver a encontrarme con aquel demonio-
hembra de piel suave y morena, ojos indescriptibles y entrañas húmedas y expectantes; aunque esta vez su vaginal mordisco me vacíe
por completo y me absorba con ella hasta lo más profundo de su satánica presencia.
---oOo---
DEIR EL-BAHARI
Por
MIGUEL VELASCO
Egipto. 13 de Marzo de 1897.
A quien por desdicha del azar me encuentre:
Huye de aquí, viajero. Huye de este lugar maldito que jamás debiste visitar. Ese reseco montón de huesos que ves a tus pies es la
advertencia, la señal de que has llegado demasiado lejos, de que has cruzado la puerta que conduce a la locura. Quizá aún estés a tiempo:
huye. Ricketts lo intentó, y, aunque no puedo asegurarlo pues su figura se desvaneció en la tormenta de arena apenas abandonó la cueva, mi
corazón me dice que logró cruzar el desfiladero y llegar a la llanura de El-Arhel. No te adentres en la cueva. No te dejes engañar por los
extraños bajorrelieves, no prestes atención a su historia, a su canción de muerte que lleva esperando siglos...
El resto de la expedición arqueológica de la que Ricketts y yo
formábamos parte, encabezada por Sir Benjamin Morell, el famoso
arqueólogo de Boston, y compuesta de otros tres hombres, llegó a esta la más desolada e inexplorada parte de Egipto con la intención de
contrastar las teorías de Sir Morell. Nuestro líder sostenía que en esta árida franja de desierto entre las montañas de Deir el-Bahari se
encontraban las tumbas, aún no descubiertas y con mucha probabilidad todavía no profanadas, de una dinastía de faraones antiquísima y cruel,
cuyas infamias y despropósitos para con sus súbditos habían hecho que su historia se perdiese en las tinieblas de leyendas susurradas al oído de
generación en generación. Sir Morell había bosquejado la existencia de las tumbas a través de decenas de viajes por la región, recopilando
historias balbuceadas en oscuros patios por personajes considerados
como locos y visionarios. Si logró reunir el capital necesario para tan disparatada expedición no fue sino gracias a mi apoyo ante el consejo
de la universidad de Arkham, de cuyo cuerpo docente había sido yo
parte durante años.
La expedición partió de Boston el 12 de Enero, en un enmohecido velero de nombre "Shelley", cuyos continuos vaivenes a la menor racha
fuerte de viento ponía nervioso a la mayor parte del grupo. El viaje fue realmente tedioso. Por fin llegamos a El Cairo a principios de Febrero.
Allí nos esperaba un equipo de guías nativos que ya habían colaborado con Sir Morell en anteriores expediciones. Esto no evitó, empero, que
casi la tercera parte de los mismos desaparecieran en cuanto se les dio a conocer nuestro destino. El resto aceptó a conducirnos hasta Deir el-
Bahari, si bien por una cantidad bastante superior a la previamente fijada. La travesía por el desierto se vio constantemente retrasada por
desafortunados incidentes que no lograron, sin embargo, desanimarnos. Tres de los nueve guías egipcios desaparecieron durante el viaje, como
tragados por la fría noche del desierto. Ninguno de ellos robó nada, ni
siquiera provisiones o agua. Perdimos a otro guía más, así como al egiptólogo escocés Augustus Lloyd, durante una pavorosa tormenta de
arena que se levantó el décimo día y que duró tres días y tres noches. De no haber sido por la habilidad de los guías para construir un
improvisado refugio al pie de unas lomas de piedra caliza, abríamos sucumbido todos con total seguridad. Tardamos un día entero en
recoger nuestras pertenencias, y tratando en vano de encontrar los cuerpos de los dos desaparecidos. Después de la tormenta planteamos a
Sir Morell la posibilidad de desistir, pero el ímpetu en forma de brillo enfermizo que sus ojos despedían nos dio fuerzas para seguir. Tras
otras dos semanas de duro tránsito por dunas traicioneras avistamos por fin el desfiladero de Deir el-Bahari, que se abría ante nosotros como
una herida fatal en las montañas. El viento soplaba por él canciones siniestras cuyo significado tan sólo los guías egipcios parecieron
entender, pues se negaron en redondo a seguir. Para entonces
estabamos demasiado excitados con la idea de haber llegado como para preocuparnos de la irracional actitud de los guías, así que acordamos
dejarles parte de las provisiones para que montaran un pequeño campamento a la entrada del desfiladero, donde debían esperar a
nuestro regreso. No fue sino tras dos días más de lento caminar bajo la refrescante pero amenazadora sombra de los riscos del desfiladero que
hallamos los primeros vestigios de ruinas, que confirmaban la existencia de algún tipo de construcción. Las ruinas eran poco más que piedras
normales a la vista, debido a la brutal erosión del viento y la arena, y habrían pasado desapercibidas ante ojos menos expertos y ansiosos que
los nuestros. Poco se podía decir de la forma o función de la estructura
en cuestión, pero por nuestras mentes pasaron sombras de enhiestos templos incrustados en la roca, fachadas de construcciones
seguramente continuadas en grutas excavadas en la roca. Fue durante
una más minuciosa comprobación del terreno que Rickett encontró la entrada de la cueva, en la pared Este del desfiladero, semi oculta por lo
que parecídan ser los restos de una enorme columna. No tardamos en pertrecharnos con un improvisado equipo espeleológico y adentrarnos
en la caverna. Si bien los treinta primeros metros resultaron ser bastante angostos, teniendo incluso que arrastrarnos en determinados
puntos del recorrido, el techo de la gruta se elevó bruscamente al llegar a una especie de bóveda natural. Allí fue donde hicimos nuestro primer
gran descubrimiento: una serie de bajorrelieves de extraña factura y espantosa antigüedad, que no encajaban en absoluto con lo hasta ahora
documentado sobre arte egipcio. En vez de la rigidez y sencillez habitual de la época Tinita, fecha en la cual datamos al principio los
bajorrelieves, éstos mostraban figuras semihumanas en posturas indescriptibles, seres extraños retorciéndose en un oscuro rito que no
alcanzábamos a comprender. Todo aquello no sirvió sino para
intrigarnos más y alimentar nuestras expectativas de realizar un asombroso descubrimiento. Los bajorrelieves parecían narrar la historia
del pueblo que antaño habitó Deir el-Bahari, pues los frisos, si bien incomprensibles, insinuaban una continuidad casi lineal, un argumento
evolucionante que, si bien nosotros no entendíamos, nuestro cerebro parecía empezar a asimilar. Nuestras lámparas de aceite alcanzaban
apenas a iluminar un radio de tres escasos metros, pero parecía claro que los bajorrelieves se extendían largamente por la pared de la cueva.
Fue así siguiendo los hechos probablemente de carácter mitológico tallados en la roca como os fuimos adentrando sin darnos cuenta en las
profundidades de la gruta, cuya longitud parecía no tener fin. Creo que fue Rickett el único que se dio cuenta de que el techo se elevaba cada
vez más, hasta alturas imposibles, y de que nuestras lámparas apenas ya alumbraban, no por falta de combustible sino por la extraña
voracidad con la que la oscuridad la devoraba. Quizá por eso se fue
rezagando del grupo cada vez más quizás por eso su mirada se enturbió con un pánico indescriptible, y quizás por eso logró escapar de aquí con
vida. Cuando el resto llegamos al final de la cueva hacía ya tiempo que el charco de luz de la lámpara de Rickett se había perdido tras nosotros.
Nos encontramos entonces con una pétrea puerta, cuyo marco no había sido concebido para permitir la entrada de cuerpos humanos, pues
ángulos imposibles lanzados desde los casi irreconocible vértices del marco hacían pensar más bien en las retorcidas figuras de los relieves.
No recuerdo con claridad quién fue el que empujó la puerta, tan sólo que ésta se deslizó sin resistencia hacia el interior, mostrando un
estrecho corredor cuyo suelo estaba decorado con símbolos mareantes y
sin sentido, y cuyas curvas y esquinas nos hicieron agradecer que no hubiera bifurcaciones en el camino, pues jamás habríamos sido capaces
de encontrar el camino de vuelta. No sé durante cuánto tiempo vagamos
por aquel corredor, con Sir Morell a la cabeza, la lámpara en alto, tratando de adivinar por fin el final de aquel corredor.
De pronto las paredes volvieron a distanciarse, e irrumpimos en lo
que creo que era la cámara funeraria de los faraones que las leyendas recogidas por Sir Morell insinuaban. Solo que no se trataba de faraones.
Y tampoco estaban muertos... No relataré, viajero, lo que allí vimos. No me atrevería a repetir las espantosas imágenes que fueron la muerte de
los demás expedicionarios, ni a narrar mi desesperada huida a ciegas a través de la oscuridad. La expresión de mi desencajado rostro bastó
para que Rickett, que esperaba al principio de la bóveda de los bajorrelieves, se desmayara. Cuando recobró el sentido intentamos
ganar la salida, pero allí nos esperaba una tormenta de arena cuya violencia e intensidad superaba con mucho la que anteriormente
habíamos sufrido en el desierto. No soportaba la idea de seguir en la
cueva, pero la primera tentativa de salir al exterior acabó con nuestro presto regreso al amparo de la gruta, nuestros rostros sangrando debido
a la terrible fuerza con que el viento arrastraba la arena hacia nosotros. Esperamos en vano a que amainase durante horas, y fue entonces
cuando entre los aullidos locos del viento pudimos escuchar un sordo sonido que venía de las profundidades de la gruta. Rickett me miró con
angustia, y en mi rostro encontró la confirmación a sus terrores. Rickett se adentró de un salto en la tormenta. Espero que haya conseguido
escapar. Por mi parte, hice lo que la conciencia me dictaba, ya que fui uno de los impulsores de la expedición, y por tanto responsable de lo
ocurrido. Con una pequeña carga de dinamita, que llevábamos por si era necesario despejar alguna galería obturada por los desprendimientos,
clausuró la entrada de la cueva, quedándome yo dentro...
Que Dios me perdone, pero yo no acabaré como los demás.
Espero que mi pistola aún funcione...
---oOo---
UNA FÁBULA PORTEÑA
Por
GONZÁLEZ FABIÁN
No es fácil encontrar el residuo de lo gótico en Buenos Aires. Es una ciudad de eterna vigilia, en donde lo mundanal ha ahogado lo
fantástico y los relatos no tienen oyentes. Tal vez es cierto que ningún fantasma ha caminado por sus calles, que ninguna maldición se ha
posado sobre sus casonas antiguas. Pero me basta caminar por la madrugada, en ese único momento en que la gran ciudad duerme para
saber que sigue existiendo magia en sus veredas. Es una sensación, tal vez un sonido, un murmullo. Es un instante en que la muchedumbre
durmiente no puede silenciar a los espectros. Esos fantasmas emiten su discurso pronunciado en antigua y desconocida lengua. Tratan de contar
lo que les pasó a los transeúntes despreocupados, sumidos en el dolor de las almas que no estén en el cielo pero tampoco en el infierno. Y es
entonces cuando yo, un romántico, un poeta, me pongo a escuchar sus relatos. Aunque no puedo entenderlos me gusta mecerme en sus
palabras que dicen ---yo lo sé--- algo importante. Me gusta sentir que
soy uno de los pocos que sabe sus secretos. Pero cuando la gente comienza a despertar, ellos callan y yo vuelvo a ser Raél Wilde, un loco,
un fracaso. Aquel día había visto a un niño hurgando en la basura, a un par de borrachos cantando al unísono una vieja canción y a una
prostituta ejerciendo su oficio. En las calles del barrio de Balvanera no es nada fuera de lo común. Vivo en una casona en avenida
Independencia, donde mis abuelos me educaron desde muy pequeño. De mis padres sóo existe una sombra. A veces recuerdo una sonrisa,
unos labios finos, pero el accidente sólo me dejó fotografías e imágenes inconexas. Mis abuelos habían muerto dos años atrás, mi abuela
primero y después mi abuelo. Los espectros, la música de un viejo
tocadiscos y la frondosa biblioteca familiar eran mi única compañía. Cuando los rayos de sol comenzaron a asomar y no había nada más que
escuchar en las calles, volví al hogar. Me aguardaron dos horas de
éxtasis poético, escribiendo pulcros versos, que serían condenados al fuego cuando la mañana siguiente me sorprendiera con la falta de
talento. Luego me sumí en la obra de Poe y en la fina prosa de Lovecraft. Leí alguna monstruosidad porteña de J. J. Bajalída, pero no
quede satisfecho. Me levanté para tomar un libro más, para ahondar más en ese laberinto de roble que contenía fascículos inéditos
coleccionados por varias generaciones. Un tomo ennegrecido por el tiempo me llamó la atención. Fue por esa idea singular de lo estético
que me había acompañado durante toda mi vida. Un libro de esas características, polvoriento, antiguo, no podía dejar de tener saberes
dignos de conocer. Estética de alquimista, decía mi abuelo, burlándose de mi ingenuidad. Pero mi intuición ---lamentablemente--- no falló esa
vez. Abrí el fascículo. "El Manifiesto de Aurelio", señalaba la primera hoja en tono imponente. Ante mi asombro era un manuscrito.
Identifiqué la letra de mi abuelo, fina, ese tipo de letra que se ha
perdido. Señalaba ser una traducción de un original en latín escrito en el siglo XVII. Parecía ser más una obra sensacionalista, que algo digno de
mi atención.
Estuve a punto de cerrarlo y volverlo a colocar en su estante en la biblioteca, pero por algún motivo comencé a leerlo. Había algo en la
forma en que estaba escrito, algo en las palabras, que lo dotaban de un terrible realismo; por más de que había muchos hechos fantásticos que
no creería ni un chiquillo de cuatro años. Era la vida de un abad francés, Aurelio, que había estudiado la cábala y alquimia.
"Dios es invisible ante los ojos de los hombres; y sus hijos no
deben desear ver su rostro", decía mi abuelo citando en su faena de traductor al religioso. Rescataba los morbosos rituales que había llevado
a cabo aquel sujeto del pasado, hombre que nunca debió haber existido
para bien de mi cordura y el de todos sus lectores. Aurelio vivió en Normandía. Huérfano, se crió en una abadía entre monjes. Hacia la
adolescencia comenzó a llevar a cabo un profundo análisis teológico, que lo llevó a estudiar fragmentos de antiquísimas obras. Ya en su
madurez comenzó a practicar la magia para acercarse a Dios "pero el Supremo permanecía distante, alejado". Comprendió que la mejor forma
de estudiar a Dios era a través de la magia negra. Se acercó a los dioses paganos a quienes los antiguos europeos rendían pleitesía. Estudió la
magia negra y descubrió cultos que habían sobrevivido desde la antigüedad hasta el presente. Supo que tras todo sacrificio, tras todo
ritual existía una entidad, así como existía un Dios que la había creado.
Practicó actos impuros y bailó junto a las brujas en sus aquelarres. Envejeció entre los males del mundo, pero su fin era santo, digno de un
hombre de Dios. Quería acercarse al Supremo y para ello debía recurrir
a su antítesis, al mismo demonio. Ya en su lecho de muerte, consiguió cita con el Maligno. La figura oscura acudió a su puerta, entró impetuosa
a su habitación y le susurró al oído:
---Toda la vida has tratado de ver algo que no existe. Yo soy el único y el de siempre. Ahora la muerte te recoge y sabes que no hay
más que dolor tras el umbral. Más dolor aún por la esperanza perdida.
Vi crepitar las hojas del trabajo de mi abuelo. La bebida me ayudó a olvidar... olvidar por un tiempo aquello que había leído. Pasaron días
antes de que pueda salir nuevamente a las calles. Pero cuando el valor regresó, ahí estaba devuelta la madrugada de Buenos Aires, con sus
espectros ignorados. Seguían balbuceando su discurso intangible. Pregunté a ellos si era cierto pero permanecían distantes,
imperturbables como siempre. Una mano se posó en mi hombro.
Reconocí detrás mío, en el fantasma que se me presentaba, el rostro antaño afable de mi abuelo.
---¿Qué pregunta te aflige?
---¿Es verdad? ¿Es verdad que no existe?
Sonrió y se perdió en la neblina matinal.
---oOo---
LA TRAMA MACABRA
por
RAIMONDO GUSTAVO
A Julio Cortázar (por "Continuidad en los parques"), y
a Abelardo Castillo (por "Historia para un tal Gaido")
El hombre se encontraba solo en su habitación, como era
costumbre en los últimos 12 años, desde que su esposa falleció. "Su caso es terminal; sólo es cuestión de días, tal vez unas pocas semanas"
---le informó el oncólogo--- Su resignación tardó en llegar, pero llegó y se convirtió en rutina, al igual que su trabajo como encargado de la
estafeta postal número 21 de Barracas. Los dolores articulares siempre, musculares a veces y óseos esporádicamente, le recordaban a diario que
su retiro estaba próximo.
Se acomodó en su sillón favorito, apoyó los pies sobre el viejo taburete y, con el control remoto bajo su mando, comenzó a barrer la
pantalla televisiva buscando alguna película que lo distrajese, al menos por un breve lapso, de la tortura diaria de soportar su asfixiante
soledad.
Se detuvo en el canal 39, no porque la escena lo atrapara, pues la
película estaba empezada, pero sí por su música. Era orquestada, con acordes que denotaban suspenso. En la pantalla, la sombra se recortaba
contra los muros gastados del edificio. Su andar era pausado pero firme, aquella figura siniestra era el condimento ideal para esa música que
crecía en intensidad; sus acordes inspiraban miedo y desazón. De pronto, al cruzar un callejón iluminado, esa diabólica efigie dejó ver su
rostro. Fue un instante que bastó para que el hombre se sobresaltara de terror. Sin duda, la escena lo había atrapado.
Se sintió inquieto, con un cosquilleo interno que le provocó un escalofrío breve y molesto. Aplastó con fuerza su espalda en el sillón,
como si quisiera introducirse dentro de él buscando protección, bajó los
pies del taburete lamentando no haber visto la película desde el inicio y observó inquieto como aquella criatura del espanto se introducía por un
oscuro pasillo hasta llegar al pie de una escalera en forma de caracol.
Nada hacía prever el desenlace. ¿Que oscuro propósito perseguía aquél ser abominable?
Su ascenso era acompañado por estruendosos golpes de tambor.
Un peldaño, dos... quince, primer descanso; Un peldaño, dos... ---el sonido del tambor lastima los oídos---, quince, segundo descanso. La
música hace un giro violento. Es, sin duda, aterradora. La figura se interna por el corredor en busca del último cuarto. En su trayecto extrae
un cordel de un bolsillo interno y lo sostiene de uno de sus extremos. En la pared débilmente iluminada, se ve claramente como vivorea aquél
elemento al compás de su andar. De pronto, música y figura se
detienen. El silencio invade la escena y la habitación; su pulso se acelera, ansía el final, no soporta un minuto más de suspenso. ¿Y ahora
qué? ---Se preguntó---. En un acto inesperado, aquél malévolo ser arremetió contra la puerta con una estruendosa, certera y destructiva
patada. La madera cedió. La música acrecentó su intensidad hasta lo intolerable. El hombre estaba absorto, lleno de pánico, observando, a
través de la hipnotizadora pantalla, cómo la figura entraba en la habitación. Ahora son las dos manos las que sostienen tensamente el
cordel asesino. La trama se aclara y el desenlace es obvio y quizá, hasta previsto. La cámara que todo lo capta se ubica por detrás del asesino,
permitiendo observar que en el otro extremo, ajeno a cuanto acontece, de espaldas al intruso, se encuentra un hombre sentado en un sillón,
ejercitando la sana, familiar e inofensiva costumbre de mirar televisión.
---oOo---
UNA MANCHA EN LA PARED
Por
VICENTE MARTI
Eran ya casi las doce y media cuando yo, aún sentado en el sombrío estudio de mi casa en la playa, armado con afilada pluma y
envuelto en la armadura de mi batín de paño, me disponía a finalizar mi
velada creadora, apagar las lámparas de aceite que iluminaban la estancia mientras me preparaba mentalmente para caer entre los
mullidos brazos de Morfeo durante toda aquella noche invernal del 16 de febrero.
Lentamente terminé de retocar con un ligero trazo de mi pluma
aquél poema al que había estado dando vueltas toda la tarde. Pero, pese a tener un fuerte sentimiento intuitivo alrededor de los primeros
versos, finalmente observé abatido que había vuelto a escribir uno de aquellos poemas, entre vulgares y simbolistas, cuya fuerza estética (si
es que tenían alguna) era sin duda el engañoso fruto subjetivo de mi voluntad frustrada y no de un maravilloso arranque de genialidad
literaria.
Según Juan, mi inspiración (antaño tan creadora) se había
detenido en el pasado, y nada, ni siquiera un sobrehumano esfuerzo por escribir, lograría hacerla volver a mi vieja pluma. Cualquier otro se
habría reído de él: hay quien dice que la poesía es sólo fruto del perfeccionamiento estilístico y de un prolongado trabajo del poeta. Por
desgracia, yo soy de los que buscan una poesía más intuitiva, menos fría y más humana. Por este último motivo yo estaba completamente
desanimado y terriblemente apático en todo aquello que no implicase el escribir.
Aquella repentina "falta de talento" que experimenté durante
aquél invierno vino acompañada, casi simultáneamente, por un cambio
de mis preferencias artísticas: ya no surgirán de mi inconsciente pluma versos entonados al amor incontenible y confuso que sentía por la vida,
la vida personificada en ella... Ahora se apoderaban de mi mente
pensamientos de los más negros que pueden jamás haberse imaginado. Pero estas oscuras y tenebrosas sombras que acechaban mi alma eran
sólo meros atisbos de una realidad no empírica que sentía fuera de lo que llamamos Mundo, algo más allá de lo que el ser humano puede
llegar a comprender sin perder completamente el juicio.
Verdes espectros de seres escamosos con tentáculos innúmeros abordaban la complejidad de mis recuerdos, elevándose desde las
siniestras brumas de mis sueños a la parte consciente de mi memoria, como si quisieran pasar a formar parte de mi realidad.
Yo, en lugar de asustarme, me proponía con seriedad y deseo los
retos poéticos que estos temas en mí despertaban, ya que se me sugerían cosas inexplicables, seres indescriptibles... Sería un enorme
placer describirlos usando las emociones que en el hombre despierte el
verso, unas emociones que no son descriptibles mediante meras palabras, pues el hombre no puede más que intuir estas verdades como
sombras de una figura monstruosa recortándose frente a la luz de la luna.
Por eso, cuando sueño con los seres que visitan mi cerebro por las
noches, procuro estar alerta para, a la menor incidencia, despertarme; para así saber si comprendo la realidad que los compone. Sin embargo,
no me atrevo a subir a mi habitación el material de escritura. No quiero que si algún día veo (o recuerdo) todo lo que en sueños se me ofrece y
al despertar se me niega; sea capaz de plasmarlo en el papel, ya que sería ese un recuerdo que permanecería imborrable por el resto de mi
vida, atándome a la locura permanente del que vive el miedo.
Las lámparas humeaban apagadas, mis pies se arrastraban con
pesadez hacia las escaleras angostas que llevan a la buhardilla donde solía dormir. Entonces, al disponerme a subir los escalones de madera,
me volví a fijar (como cada noche inquieta que pasé en mi nueva casa) en la húmeda mancha oscura de la pared del pasillo. Aquella mancha no
tenía ninguna forma definida que me pudiera inspirar temor, pero una extraña inquietud me azotaba al mirarla, como si fuese la costra
superficial de la piel de algo cuya realidad se hallaba tras aquella pared... hasta tal punto llegaba mi obsesión debido a la influencia de los
sueños que me visitaban cada noche.
La observé de nuevo, como hacía cada noche al subir a mi
habitación y, como todas las noches, comprobé que la humedad verde que formaba aquél putrefacto dibujo en mi pared seguía expandiéndose
por ella, contaminando el blanco tabique de yeso.
Un paso hacia ella, mi mirada clavada en la desconchada
superficie que abarcaba el cerco de humedad. Apartando inconscientemente la única lámpara que quedaba encendida en la casa
(y que llevaba en la mano izquierda) de aquél trozo pútrido de pared. El olor agrio que emanaba de la mancha me invadió con violencia y me
hizo retroceder, según creía yo, ligeramente mareado.
Ligeramente "intoxicado" por arcadas convulsivas y por nauseas (más bien mentales que fruto de la realidad que todos entienden por
verdadera) retrocedí unos pasos y, después, recorrí rápidamente los peldaños de crujiente madera que me separaban de mi ansiado lecho.
Ya una vez metido entre las mantas, en lugar de sentirme evadido
de todo temor, como era costumbre en mí, considerando ajeno a todo
aquello que sucedía fuera de mi cuadrilátero lugar de reposo, más bien me sentía amenazado, debido a que era consciente de que "aquello" de
lo que provenía el líquido rezumante en la pared de la planta inferior se hallaba justamente debajo de donde yo yacía.
Mirando al techo de color oscuro, que alcanzaba a distinguir
debido a la tenue luz proveniente de la luna que penetraba entre las cortinas de mi habitación, no podía cesar de pensar en lo que se
encontraba bajo mi suelo, entre los bloques de ladrillo y yeso que formaban el inexistente hueco de la escalera. El frío temor de un
imaginario e inminente ataque desde debajo del colchón atenazaba mi espalda, haciendo que los riñones se contrajeran provocándome un
grave dolor en la zona lumbar.
Traté de conciliar el sueño, tumbándome de lado. Mirando con los
ojos, llorosos de cansancio, hacia el exterior de la ventana, hacia el cielo negro dónde la luna colgaba, ofreciéndome su luz. Pero la visión de la
pálida luna (casi llena) no podía hacer más que rememorar en mí los recuerdos de todas aquellas bestias que disfrutan de sus presas por la
noche... y no podía dejar de darme cuenta de que la noche, aunque implique el descanso de lo humano, no deja de ser el día para
monstruos innombrables capaces de cualquier atrocidad.
Todos mis pensamientos me inquietaban. Llegué a sobresaltarme del propio tacto del pijama, incluso de mis sábanas, húmedas por el frío
sudor, símbolo del miedo,
Tras algunas horas (que quizás fueron minutos, pero que la
eternidad del pánico convirtieron en siglos) de oir un impertinente goteo
en el piso de abajo, ya advertido por mí desde el primer día, pero que nunca había merecido más consideración que lo meramente rutinario,
sentí que me volvía loco. Esperaba, mirando hacia la inmóvil puerta, que ésta se abriese dejando franco el paso a la innominable criatura que
vivía bajo mi escalera.
Me levanté, con miedo de poner los pies sobre el marmóreo y frío suelo, y me dirigí hacia la ventana, abriéndola y sacando mi cabeza al
frío ambiente nocturno. Me tranquilicé bastante al ver las blancas nubes corriendo suavemente bajo el albo satélite lunar, al oír al grillo, cantor
de la noche, cuya canción puede llegar a exasperar al durmiente frustrado, pero que a mí me devolvió a la realidad que estaba a punto
de perder por siempre.
El aire fresco me sentó muy bien, la cordura se volvió a adueñar
de mi persona, desterrando a la locura intuitiva que había exagerado hacía tan poco rato, debido a mi espíritu extremadamente emotivo y
exagerado. La soledad que me acompañaba desde el día que compré el caserón hacía que mi imaginación volase alto y en torno a lugares que
jamás habría querido yo, voluntariamente, visitar. Pero ya estaba todo en paz de nuevo.
Al entrar de nuevo en mi rancia habitación, la desesperación y el
desaliento me aplastaron bajo un peso sobre mis hombros y mi alma que me hizo caer, inerte, al suelo. Aquello existía, la puerta estaba
entreabierta, y la maligna entidad que permanecía junto a los peldaños de madera, emparedada desde hacía innumeros años, dejaba ver un
reflejo de su corrupta y leprosa alma, bajo la forma de una neblina color mostaza que ascendía de debajo de la cama en forma de pútridas
volutas de humo cuyo amargo olor se me hacía insoportable.
Entonces, en un arranque de furia provocada por mi locura, bajé a
la planta baja, pasando sin volverme junto a la monstruosa mancha de la pared. Entré, con la lámpara de aceite que portaba en alto, en el
trastero donde guardaba todas las pertenencias olvidadas por el anterior dueño de la casa, y, no encontrando ningún pico ni martillo lo
suficientemente grande, agarré un hacha roma, vieja y rojiza por el óxido, volviendo hacia las escaleras, fuente y fin de mis temores más
profundos e incomprensibles.
El primer golpe descargado por el filo viejo sobre el yeso, que
saltó en pedazos blanduzcos, rezumantes de un verdoso limo, hizo que la cabeza del hacha se hincase en la pared... y al sacarla de su
aprisionamiento, un tufo agrio (como el de la leche pasada) inundase
todo el corredor.
Mareado por la vaharada del pútrido aliento de la pared, y exaltado por mi febril estado, continué descargando golpes al tabique,
que en lugar de despedir trozos compactos de yeso carcomido por el impacto del pico, empezó a supurar grandes cantidades de verde y
denso líquido que empapaba el suelo y salpicaba las paredes.
No se cuánto tiempo permanecí golpeando la infecta muesca hecha por mí en la pared, pero con el esfuerzo de mi mente enferma
logré abrir un agujero en ella de, más o menos, el diámetro de mi cabeza.
Fui a asomarme por el negro boquete rodeado de chorreantes
babas y algunos gusanos interceptados por mi hacha durante su
trayectoria por el yeso. Pero cuando acerqué mi rostro al agujero una vaharada de fétido aire invadió mis fosas nasales, provocándome un
terrible shock. Caí contra la pared del pasillo magullándome el hombro izquierdo.
Pero en aquellos momentos no sentí ningún dolor, mis sentidos se
hallaban saturados por el aullido de mis lacerados pulmones, quemados por aquél corrupto aire...
En aquél momento miré de nuevo el agujero... Jamás podré
describir, ni en el más melancólico poema ---por muy tenebroso e inquietante que éste sea--- la parte de la figura que asomó durante
aquel breve instante por el otro lado del improvisado vano, para después retroceder, dejando que aquello que chorreaba por las paredes
de la sala volviese a cubrir el agujero: ventana hacia un mundo exterior
que aquél recluido ser parecía preferir ignorar por el momento.
Ahora me encuentro tumbado en una cama del hospital situado a las afueras del pueblo, hospital que tantas veces divisé desde mi
buhardilla durante los días claros, tan escasos en aquella comarca costera. Recuerdo aquella noche de incomprensible locura e
irremediable temor. Nadie, si siquiera los médicos que me encontraron en aquel estado casi catatónico, me quieren explicar cómo me hallaron y
la situación del pasillo de mi casa...
Ayer, un colega de profesión y gran amigo me comentó que,
cuando él llegó a mi casa, la pared que yo le indiqué por señas olía a yeso fresco y aún estaba blanda, evidenciando alguna reciente obra.
Esto es prueba de que aquello existe, y yo volveré a la casa para derruir
esa pared y desvelar ese ente que garantizará atemporalmente una inagotable inspiración por el resto de mis días...
---oOo---
LISS
Por
YIPS
Tengo que contarles una historia que, creo, les interesará. Supongo que la mayoria de ustedes habrán visitado alguna vez un chat
de conversación, en donde, personas, de distintos lugares, que normalmente no se conocen de nada, "hablan", mediante sus monitores
y teclados, y entablan amistad, llegando, incluso, en los casos más extremos a surgir el, siempre imprevisible, amor.
Pues bien, yo jamás he entrado en ninguno de estos chats, por
que me producen verdadero pavor; pero si son inofensivos, diran ustedes, estas solo en tú casa, delante de tú ordenador, y nadie puéde
hacerte nada, argumentaran, a lo que yo les responderé: ¿Están
seguros?, ¿Están realmente seguros?
La historia que he de contarles no me sucedió a mí, sí no, estaría
muerto, como lo está Robert, mi mejor amigo, el protagonista de estos hechos.
Todo ocurrió hace ya dos añós, Robert tenia 21 e iba a la
universidad; estaba haciendo una ingenieria técnica en informática de sistemas y fue allí, despues de una de las clases que se realizaban en el
aula de informatica, donde provó por primera vez Internet.
Roberto era por norma general muy timido e introvertdo (excepto con sus amigos), y, naturalmente, los chats de conversación le
entusiasmaron. Descubrió que allí podía ser lo que quisiera, ser como quisiera, sin tener que preocuparse por nada, ya que nadie le conocía,
nadie le podía ver. Allí podia ser un dios o ser un demonio, convertirse en un reluciente caballero, o ser el peor chulo callejero, ser abrasador
como un sol naciente o frio como el hielo... En ese utópico mundo los
únicos límites son los que te impone tu propia imaginación, y Robert siempre decia que su imaginación no tenía limites...
Así que, gracias a su imaginación, muy pronto encajó en ese
mundo y comenzó a hacer amigos y, lo que a él le interesaba más, amigas. Recuerdo que un día, creo que era el mes de diciembre, vino a
verme, muy excitado, contando miles de historias de Internet, lo fantastica, lo maravillosa que era; me contó que había estado
metiendose con un chaval de 23 años, de Buenos Aires, que no paraba de insultar a los españoles. Naturalmente, Robert había vencido, y, al
final, Roson, que era como se llamaba el chico de Buenos Aires, había abandonado la "habitación".
"Después ---me dijo Robert, con una sonrisa de oreja a oreja que
le iluminaba la cara--- he estado hablando con una chica, se llama Liss,
y es de Valencia. Me ha felicitado por haber hechado al pesado de Roson, nos hemos estado conociendo, y ..."
Recuerdo que dejó estas palabras flotando en el aire, mientras me
miraba y su sonrisa se ensanchaba aun más, yo sonreí a mi vez y le pregunté:
"Qué, ya te la has ligado capullin"
No me respondió, pero su sonrisa fue suficiente...
Ese mismo día me dijo que había decidido comprarse un modem y un acceso telefonico para su casa. Lo único que se me ocurrió decirle fue
que vigilara su bolsillo, aunque, si hubiera sabido los terrorificos hechos
que aun estaban por ocurrir, habría tratado de impedirselo de cualquier manera...
Pero Robert se marchó de mi casa, y yo, sumido en la benévola
ignorancía, no le dije nada. A partir de ese día cada vez lo fui viendo menos, ya que la mayor parte del tiempo estaba encerrado en su casa,
conectado a internet, viviendo en un mundo creado a partir de su imaginación, hablando y enamorándose de personas a las que,
seguramente, no podría ver en la vida. Por que naturalmente, se estaba enamorando, o al menos, eso es lo que él decia. Creo que seria más
correcto decir que estaba conociendo por primera vez al amor, y se estaba enamorando de él; el amor se estaba abriendo lentamente en su
corazón, como una dulce y fresca flor, dejendole sentir su embriagador aroma, y él estaba completamente encandilado.
Cierta noche, casi un mes después de aquella tarde en que me dijera que pensaba comprarse un modem, vino a mi casa y estubo casi
dos horas contandome cosas de la gente que había conocido por internet.
Me dijo que estaba completamente enamorado de Liss, la chica
valenciana, que en realidad se llamaba Laura y media un metro sesenta y cinco, era morena y, según decía ella, voluptuosa. También era una
romantica soñadora como él y tenían muchas cosas en común; razón por la cual, me dijo Robert, se pasaban toda la noche en vela, hablando
él uno con el otro.
Laura tenía un novio, pero lo había dejado una semana después de conocer a Kyro (Nombre de Robert en el chat), por que,según
parece, tenían muchos problemas y no se llevaban nada bien. Robert,
que duda cabe, estaba estusiasmado con Liss, su nuevo amor, pero yo, que tenía más experiencia en los asuntos del corazón, le dije que no se
precipitase, que se lo tomase con calma y que se pensara muy bien las cosas antes de hacerlas, o escribirlas...
Como todos aquellos que están (o que creen estar) enamorados,
no escuchó mis palabras, me contestó con un: "Sí, tranquilo, ya me conoces...", que solo sirvió para intranquilizarme más. Pero que podía
hacer, que podía decirle para que me escuchara. En ese momento me dije que solo lo aprendería cuando lo viviese en sus propias carnes, y le
dejé hacer. Ojalá hubiera tratado der convencerlo...
Pasaron dos semanas hasta que volvió a aparecer por mi casa, y
mis propios problemas me habían hecho olvidarme de él, así que,
cuando mi madre me dijo que Robert había llamado a la puerta, me alegré y le hice pasar rapidamente.
Nuevamente, un aluvión de historias inverosimiles e hilarantes
llegaron con él, mas, a mí, lo que verdaderamente me interesaba era lo que había ocurrido con Liss, así que, entre historia e historia, colé, como
pude, la pregunta.
"Oh, ---contestó Robert, un tanto decepcionado--- la verdad es que no lo sé, ya hace tiempo que no hablo con ella, no se conecta... Es
que un día me encontro hablando Mar, otra chica, y se enfadó muchisimo, me dijo que no era más que un mentiroso y un falso, que
todo lo que le había dicho, todo lo que le había contado, era mentira... Pero yo solo estaba hablando con Mar, estabamos charlando
tranquilamente de libros y Liss se puso como una loca. Bueno, no he
vuelto a hablar con ella, pero es igual, por que ahora hablo siempre con Mar, ¿sabes? Es de Barcelona como yo, tiene 20 años y es morena, de
momento la estoy conociendo, pero he pensado en quedar con ella algún día, no sé..."
Tras decir estas palabras, una soñadora mirada se dibujó en sus
ojos, y se quedó ensimismado, mirando al techo. Yo me sentía feliz, por que quería mucho a Robert y me alegraba verlo esperanzado. Si tan
solo hubiera imaginado lo que iba a ocurrir...
Pero, por segunda vez, se fue de mi casa y yo no le dije nada. No sospechaba nada...
A los tres dias volvió a verme.
Cuando me avisó mi madre me quedé muy sorprendido, pués yo no esperaba volver a hablar con él hasta dentro de una semana como
mínimo. Entró en mi habitación con paso cansado, arrastrando los pies, estaba pálido, ojeroso, los cabellos, lacios y sudorosos, le caian,
desordenados, por la frente. A mí me estaba costando mucho aceptar que este fuera el mismo Roberto que me había venido a ver tan solo
tres dias antes, cuando habló:
---Hola Chak ---me dijo (él siempre me llamaba chak) y su voz sonó vieja y cascada.
Lo agarré por el brazo y, frenético, aterrado, le pregunte:
"Joder, mierda Robert tio, que coño té pasa".
"He vuelto a ver a Liss" fue su única contestación, y cayó,
incosciente, dormido, en mi regazo.
Lo acosté en mi cama y esperé hasta que se levantara, mientras, las preguntas sin respuesta rebotaban contra las, desesperadas,
aterradas, paredes de mi cráneo.
Estubo cinco horas tumbado en la cama, descansando de los muchos horrores que, seguramente, había vivido en los ultimos días,
mas, al cabo, cuando yo ya creía que iba a sufrir un ataque debido al creciente estado de nervios, ansiedad, dolor y frustración, que, a cada
instante, se enseñoreaban, con mayor fuerza, de mi alma, con un leve movimiento de cabeza y un murmullo, sus parpados se abrieron.
Rapidamente llegué hacía donde él estaba y, presa de la angustía, le agarré con fuerza los hombros y comencé a hacerle preguntas...
Preguntas que pasaron completamente desapercividas a la, diluida, consciencia de Roberto, que aun estada medio dormido...
Me dije que lo mejor que podia hacer era tranquilizarme, y, por
Dios que traté de hacerlo, pero, no fue hasta que Robert, mi querido y desaparecido Robert, me dijo, con una voz clara y limpida, libre de todo
atisbo de sueño o de miedo, que me calmara, que no logré hacerlo.
Cuando al fin me hube calmado Robert comenzó a explicarme, entre susurros, lanzando miradas furtivas a su alrededor, como si
temiera algo, toda la historia...
"Ayer ---me dijo--- mientras estaba en el chat, volví a ver a Liss...
Al principio me alegré, pués hacía tiempo que no la veía, comencé a hacerle preguntas, como que había hecho todo este tiempo, por que no
se había conectado, pero ella no contestó a ninguna, simplemente apretó el enter, sin escribir nada, con lo que su nombre se repitió,
tetricamente, en mi pantalla, intercalado con mis propias preguntas.
»Liss...
»Liss...
»Liss...
»Estaba desconcertado, por lo que le pregunté si aun estaba
enfadada por lo que había pasado hacía ya casi dos meses...
Nuevamente su única respuesta fue su nombre. Liss. Entretanto, las demas personas seguían hablando, ajenas a nosotros, y, Mar, en esos
momentos me preguntaba algo...
»No sé lo que fue, por que no lo pude leer, estaba prendado con el nombre de Liss, no dejaba de mirarlo, ya que me parecia como si saliera
de la pantalla, como si intentara llegar hasta mí y cogerme, acariciarme, ahogarme...
»Un mensaje privado se abrió, en ese momentó, ante mis ojos...
Estos mensajes sólo los pueden ver, la persona que lo escribe y la persona que lo recibe (te lo explico por que sé que nunca has estado en
un chat, Chaki), es, casi, como si estuvieras hablando al oido de la otra persona, susurrándole tus más intimos pensamientos..."
Yo asentí, completamente embobado con la explicación de Robert, deseoso de que continuara y revelara así los misterios que
atormentaban mi cansada mente.
Robert, agarrando mi brazo y acercandose más a mí, continuó la explicación:
"Pues bien, el susurro que llegó hasta mis oidos en esa ocasión,
tuvo la virtud de dejarme completamente helado, paralizado, mientras una gota de sudor frío resbalaba por mi frente. El mensaje era, como
supondras, de Liss, y decía lo siguiente:
»---Por que lo hiciste, yo té queria
»No sabía que contestarle, como te he dicho, me quede helado,
petrificado, una angustía inmensa, que no entendía, invadió todo mi ser.
»Al fín, al cabo de unos segundos que se me hicieron eternos, logre responder:
»---No te puedes enamorar de alguien que no conoces... ---dije
quitándole peso a sus palabras, y me sentí un poco mejor, por que es cierto, no te puedes enamorar de alguien que no conoces...
»Yo te queria y tu me engañaste, yo te conocia pero todo era
mentira...
»Llegó, veloz como la luz, su respuesta, que, nuevamente, me
dejó desarmado y desvalido, sin saber que contestar.
»---Pero nada era mentira... Contesté, sin saber que decir
»---Yo te queria... Dijo ella, y lo volvió a repetir, y otra vez y otra
y otra, hasta que creí que todo el mundo eran esas palabras, que no existian nada más que ellas, que ellas lo eran todo...
»---Yo te quería...
»---Yo te quería...
»---Yo te quería...
»Triste y doliente letánia, que me partía el corazón y me
desgarraba el alma, pues no había nada que pudiera hacer para
acallarla...
»---Ya es tarde, muy tarde, ¿dónde has estado todo este tiempo? ---pregunté
»Su respuesta tardó unos segundos en llegar, pero cuando lo hizó
todo pareció paralizarse, quedarse quieto, en silencio, un frío intenso, intensisimo, ya que de mi boca surgíeron vaharadas de vaho y comencé
a temblar, se adueñó de la habitación, al mismo tiempo miles de gotas de sudor, tan frias como la estancia, perlaron mi frente, y sentí que me
mareaba, ya que esta fue su respuesta:
»---Muerta
»Una sola palabra que destrozó, de un plumazo, todo mí ser...
»---Esp no ess posiblr
»Escribí, ajeno al frío, ajeno al terror, que me convulsionaba y
hacía que me agitase, presa de horribles escalofríos y temblores, que me impedian escribir correctamente
»---Liss
»Nuevamente, su nombre fue su unica respuesta, incrementando,
si cabe, el horror que habia hecho presa en mí, por que estaba solo en
mi habitación, solo, con el zumbido de ordenador, que parecia acusarme, culparme, solo, sin nadie que pudiera ayudarme, solo...
»---Eso no es posible
»Repetí, esta vez con cuidado de no hacer faltas ortográficas, para que no viera el temblor que se había apoderado de mis manos y de todo
mi ser.
»---Nunca conoceras a Mar, no te dejaré, moriras por mí, como yo he muerto por ti...
»Nooooooooooooooooo ---grité, desesperado, a la negra
habitación, que parecia rodearme, abrazarme, aplastarme, y, en ese momento, la corriente electrica se fue durante un segundo, el ordenador
se apagó y la conexión se perdió.
»Escuché un ruido en la habitación de mi madre y como se
levantaba, seguramente, alertada por el desgarrador grito que había quemado y lacerado mi garganta, a la vez, senti, que no estaba solo en
la habitación, que había una presencía, terrible y poderosa, que me amaba y que me odiaba, y que extraía su fuerza de ese odio y ese
amor.
»Creo que por primera vez en mi vida deseé que mi madre corriera, que se diese prisa por venir a mi encuentro, pués estaba solo,
desamparado y desvalido, acurrucado contra la pared, y cubriendo con mis brazos la demencial mueca de horror que se dibujaba en mi cara.
»Supongo que parte de esa angustía y ese apremio debieron
transmitirse de alguna forma a ella, pues enseguida llegó hasta la habitación y, encendiendo la luz, exortizó las sombras que clamaban
venganza sobre mi corazón.
»---¿Que ha pasado Roberto?, ¿por qué has gritado? ---dijo,
mientras el miedo se perfilaba en su mirada, y, alargando los brazos, corria en mi dirección.
»---Nada ---contesté, entre susurros---, nada, creo que ha sido un
cortocircuito o algo así, por que el bicho me ha pegado una descarga...
»---Robert, me has dado un susto de muerte, ¿te encuentras bien?
»---Sí, sí... Oye, voy a ir un rato a casa de Chaki, ¿vale?, tengo que hablar con él de unas cosas...
»---No, estas no son horas de molestar a nadie, quedaté aquí y duermete un rato, ya verás como mañana te encuentras mejor...
»---Mama, no lo entiendes... ---dije, rogué, desesperado,
intentando hacerme comprender, intentando que entendiera...
»---No, acuestate...
»---Esta bien ---contesté, temeroso de quedarme solo, pero sabiendo que en cuanto se fuera a su habitración me escaparía.
»Y así lo hice, y vine a verte a ti...
»Por que quiero pedirte una cosa... Chaki, querido amigo,
¿Querrás acompañarme esta noche a mi casa, para conectarnos al chat?
Yo estaba aun pensando en la terrible historia que Robert me
había contado, y la pregunta me pasó desapercibida, hasta que la volvió a repetir.
Entonces le dije que sí, que lo acompañaria, aunque me pareciera
una locura, por que, que más podía hacer, era mi mejor amigo...
A la doce y veinte de la noche, silenciosos y cabizbajos, nos dirigimos hacía su casa. Supongo que cada uno iba dando forma a sus
peores miedos, dejándolos que entraran en su corazón e instalaran allí su reinado de locura... Al menos a mí me pasaba, y seguro que los
miedos de Robert eran mil veces más demenciales que los mios.
A la doce treinta y uno o así llegamos a su portal, aun sin
pronunciar palabra; Robert sacó las llaves, que tintinearon en la silenciosa noche, y abrió la negra puerta, cargada de funestos
presagios.
Nos introducimos furtivamente, sin hacer ruido, temerosos, subimos las escaleras y entramos en su casa.
Un gélido ambiente no esperaba en su habitación, para darnos la
bienvenida, yo entré, presa de un escalofrío y Robert encendió el ordenador.
---Tengo miedo ---fueron las primeras palabras que pronunció en toda la noche.
---Yo también ---contesté, encendí la luz y me senté a su lado---. Así esta mejor...
---Sí ---dijo el quedamente.
---Sí ---contesté yo.
El ordenador terminó de arrancar y nos metimos en internet.
Cuando Robert abrió la página del chat le temblaban las manos, introdujo su nombre mal, lo borró y lo volvió ha hacer, Kyro, ahora.
Presionó el enter y el progama comenzó a ejecutarse. Estabamos aterrados, los dos, aunque, una leve, levisima esperanza, aun anidaba
en nuestros corazones.
Esta esperanza fue exterminada, irremisiblemente, cuando
entramos en la habitación y lo primero que vimos, como si nos golpeara, fue el nombre de Liss, en letras negras, muy negras, demasiado negras,
que parecía surgir de la pantalla, casi como si nos quisiera tocar...
---Está aquí ---dijo Robert, y yo asentí.
Enseguida un privado se abrió ante nosotros
---No estas solo, ¿tienes miedo?
---¿Por que me haces esto? ---escribió, desesperado, Robert.
---Por que te quiero...
Cogí el teclado, Robert estaba paralizado, con los ojos
desmesuradamente abiertos y las pupilas tan pequeñas que casi no se veían. De su boca, desencajada por el terror, surgía un monóto "no",
que se repetía y se repetía, como un desesperado salmo, hasta el infinito.
---Muérete ---escribí, inundado por el odio, inundado por la rabía,
la impotencía y la frustración, que habían regresado, dandome unas energías de las que creía que carecía.
---Ya estoy muerta, por su desgracíado amor me quité la vida, y
por mi amor maldito él vivirá para siempre
Cuando llegó el privado, la bombilla, que era la única iluminación
de la habitación, aparte del odioso parpadeo del monitor, estalló, con un
ruido sordo, en mil pedazos.
El monitor, que esparcía su luz iluminando pobremente la estancía, comenzó a fluctuar, un diminuto agujero se abrió justo en el
centro de la pantalla, como si esta estuviera hecha de agua y fuera atravesada por un objeto invisible; entonces la superficie, de cristal,
comenzó a girar alrededor del agujero, ensanchandolo, creando diminutas olas de cristal liquido que fluctuaban y proyectaban
danzarinas sombras sobre los objetos de la habitación, cada vez con mayor velocidad, cada vez más rapido, hasta que nos vimos envueltos
en un espantoso remolino de sombras y de terror, que hacía girar todos los objetos de la estancía a una velocidad de vértigo, sin producir ningún
sonido.
Yo veía como Robert, irremisiblemente, era atraido hacía el
monitor, que ahora se abría, ávido, con el cristal liquido fluctuando en los bordes y una negrura infinita acechando en su interior, ante él.
Y, sin poder hacer nada, excepto gritar y gritar, y girar y girar,
como toda la estancía, ví como el demencial, el aberrante monitor, se tragaba a Robert.
Cuando todo lo que era Robert desapareció dentro del maldito
aparato todo volvió a la normalidad. La estancia se detuvo y el monitor volvió a ser un monitor, como si nada hubiera pasado, como sí mi amigo
aun estubiera conmigo.
Enrabiado, mirando al monitor, golpeé con mi puño el teclado y grité a la negra habitación "¿Por qué?", péro mi voz se quebró, y las
lagrimas inundaron mis ojos. En ese instante ví como el nombre de Liss
desaparecía de la habitación, no la abandonó, si no que desapareció. También ví otra cosa...
Lo último que ví fue lo más terrible, lo más horroroso de todo. Eso
es lo que me hace tener pesadillas por las noches y me impide, implacablemente, conectarme a una chat, por que Kyro, sin que nadie
escribiera nada en el teclado, dijo:
---NO.
Y lo repitó:
---NO.
Yo salí corriendo de la habitación y de la casa, mientras las lágrimas y el dolor me consumian y me decía a mí mismo, me repetía
una y otra vez, que Robert estaba muerto, que lo mejor era que estuviera muerto.
Ahora ya saben por qué nunca me conecto a un chat...
Podría encontrarme a Kyro...
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LA BAÑERA
Por
MIGUEL VELASCO GONZÁLEZ
...
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LA SOMBRA DEL LAGO
Por
VICENTE MARTI
Y está escrito que quien vea al dios no morirá, dormirá junto al lecho del inmortal velando su sueño
y llorará y despertará cuando Él despierte, cuando vuelva para arrastrarse sobre la superficie de la tierra
La historia que cuento en este viejo cuaderno (que ya estaba en
un penoso estado cuando lo encontré a mi lado nada más despertar) puede no ser creída jamás por nadie, o puede que quien la encuentre la
deje, horrorizado, en el mismo sitio donde la encontró. Tal vez este amasijo de hojas amarillentas no será encontrado jamás por nadie (si es
que queda alguien para poder hacerlo). Pero yo tengo que escribir estas palabras... lo he de hacer porque es el único medio que se me ocurre
para purgar las culpas de mi atormentada consciencia: No pude parar aquello que pasaba en este pueblo y solamente puedo intentar avisar a
los demás de la maldad que aquí impera.
Puedo jurar que he sido testigo de extrañísimos ritos, algunos de
los cuales son anteriores a la venida de los propios romanos, pero jamás
he visto ninguno que lo fuese tanto como el que presencié en el pueblo de Satoigne, ni ninguno tan terrorífico como el que (por desgracia)
conocí aquí.
* * *
El tren traqueteaba por entre el montañoso bosque plagado de resistentes coníferas de un verdor vital (pese a que estábamos en
Otoño) y también de otro tipo de árboles que mostraban su debilidad con el enfermizo color de las efímeras hojas que aún no se había llevado
el viento. La ventana del compartimento era el único medio que me
permitía huir de la incómoda situación que se daba en mi vagón.
Todo parecía marchar bien con mis compañeros de viaje al comienzo del trayecto, pero cuando pasamos de largo la última
estación, los pasajeros que ocupaban los demás asientos del compartimento empezaron a mirarme con una escrutadora curiosidad
que me incomodaba bastante.
Ahora sé porqué...
Aquellos viajeros: dos hombres y una mujer vestidos al estilo de los labradores de final de siglo, iban al mismo sitio que yo. Lo supe
entonces porque en el programa de la estación no había ninguna parada más después de la mía (donde el tren cambiaba de dirección de vuelta a
la ciudad). Entonces me fijé en ellos, piel curtida por los elementos
(cosa que evidenciaba su trabajo en el campo) pero cuyo tono de palidez, aderezado con la cualidad casi transparente de la piel de su
cuello (el cual parecía querer mostrar al mundo el color de sus venas) te hacía inclinarte hacia pensamientos de sospecha e intranquilidad.
Además, era increíble la oscuridad casi anormal de sus ojos y el parecido de sus rasgos.
Al mirar sus rostros, que incluso podrían haber pasado por afables
si no fuese por aquellos crueles ojos que rompían cualquier posibilidad de encanto, con su expresión casi acusadora, recordé la mirada de
reproche de mi padre cuando de pequeño hacía alguna jugarreta. Pero
no... la mirada de mis fortuitos compañeros de viaje era mucho más seria... como si la jugarreta hubiera dejado de serlo y se hubiese
convertido en un crimen.
Aquella forma de mirar me obligó a volver de nuevo al refugio que
suponía la contemplación de las "siempre" vivas hojas del abeto y de esos otros pelados árboles que surgían de la tierra como si se tratara de
los postes telefónicos de mi ciudad.
El resto del viaje lo pasé mirando estas cosas propias del paisaje de montaña al que yo estaba tan desacostumbrado, y no moví la cara
de la ventana hasta que llegamos a la estación ferroviaria de Satoigne: A veces, pensaba yo entonces, es mejor no hacer caso de ciertas
actitudes... pero de ningún modo podía yo dejar de ponerme nervioso, porque notaba los ojos de los tres, clavados en mi nuca todo el tiempo.
Cuando se detuvo el tren fui más que rápido en bajar. Salí del
compartimento sin girar la cabeza para despedirme de aquellos
extraños: no quería tener que volver a ver aquellos ojos. Y no lo haría (o al menos eso esperaba yo).
Cuando dejé atrás las escaleras de hierro que bajaban desde el
piso de madera del tren estaba bastante alterado. Pero mientras iba hacia el departamento postal (donde había quedado con mi primo
Gerard) la preocupación fue diminuyendo hasta que llegué a pensar que lo que yo advertía como un comportamiento extraño y casi hostil no
había sido más que una repentina paranoia mía.
Cuando llegué a la puerta del "Departamento de Correos" ya casi me había olvidado de todo aquello.
Dejé mi equipaje en el suelo y traté de encontrar a mi primo entre
la gente. Me sorprendí al ver tanta gente en la pequeña estación de
aquél pequeño pueblo que siempre había sido Satoigne. Pero el hecho de que el margen de la vía estuviese lleno de personas cargando largas
piraguas en el vagón de equipajes me tranquilizó: Las carreras en el "Lago de Satoigne" eran de sobra conocidas en toda la región.
Mientras yo esperaba, el tren se puso en marcha, lleno de gente
que haría el viaje de vuelta, pasando por las estaciones que yo había dejado atrás. Ojalá hubiera estado yo subido entonces en aquél tren...
Entonces le vi, corriendo entre el resto de la gente que había
quedado en la estación y que ahora miraban el tren repleto de la gente
a la que habían ido a despedir.
---¡Eduardo! ---me llamó Gerard al tiempo que esquivaba a un
funcionario de correos cargado de paquetes.
Sonreí y levanté los brazos para que se diera cuenta de que ya lo había visto.
Entonces me acordé (como hago ahora) de nuestra infancia y de
cómo nos habíamos ido separando todos a lo largo de los años, para vernos sólo de vez en cuando en algún acto señalado (como en el
funeral de la abuela).
Tras el reencuentro, cogiendo una maleta cada uno, tomamos el camino hacia "Nuevo Satoigne", que era la zona donde vivían mi tía y
sus hijos. Una bonita zona de caserones ideales para pasar el verano y los comienzos del otoño, que había sido edificada tan sólo unos veinte o
treinta años atrás.
Me di cuenta mientras comenzábamos a andar, que el municipio
estaba dividido en dos: las tierras más planas y cercanas al lago (es decir la parte del valle), que formaban el "Viejo Satoigne", con casas
viejas y calles estrechas (como las de los barrios judíos del medioevo); y por otro lado las tierras más elevadas, donde no había ninguna huerta
demasiado grande ni nada de eso, conformaban estas tierras una zona plagada de árboles y de enormes casas que casi podríamos llamar
mansiones. Desde la estación de trenes se veía la parte baja del pueblo y, mirando aquellas huertas y aquellas viejas casas grises me acordé de
pronto de los tres labradores que me habían acompañado durante parte del trayecto.
Entonces, un presentimiento se introdujo en mi cabeza. Me volví a
mirar hacia las vías del tren... allí estaban los tres, de pie, con sus
vestimentas inmóviles (pese a que el viento soplaba con cierta fuerza y el frescor típico de la montaña por esas fechas).
Allí permanecían mirando como andaba al lado de mi primo... y su
mirada me recordó de momento ciertas pesadillas de mi infancia, porque aquellos ojos que antes eran fríos e inquietantes ahora estaban
teñidos con un tono de maligna crueldad.
El sudor frío característico del miedo incontrolable me acompañó todo el camino hasta la casa de Gerard.
* * *
La cena de aquella noche en casa de mi tía me tranquilizó
bastante, pero no pude quitarme de la cabeza el recuerdo de aquella mirada. No es que sea supersticioso (al menos no lo era... antes) pero
los hechos sucesivos que constituyeron aquél día de viaje me afectaron de manera que no podía dejar de tener, si no miedo, si una cierta
sensación de inquietud.
Pese a la alegría de mi familia, era consciente de que algún tipo de sombra se cernía sobre aquél pueblo, y tal vez sobre mí también. Pero
la última cosa que yo quería hacer era preocupar a mi tía con problemas que parecían ser malas pasadas de la mente, y sobretodo cuando el
motivo de mi visita era la todavía reciente muerte de mi tío Gerard.
Así que me fui a dormir temprano, acompañado por mi primo...
---Procura pasar buena noche ¿De acuerdo'?
---Descuida. Buenas noches.
El sonido de la puerta de madera... Me pareció como si viniera de
afuera de la habitación... de la parte exterior de la ventana que por el día dejaba entrar la luz a la estancia pero que por la noche se convertía
en un cuadro de la más detallada negrura que existe en el mundo. Las paredes de la habitación de invitados estaban muy bien empapeladas,
con un decorativo motivo a rallas blancas y granates que seguramente hacía mucho tiempo le daba al lugar un cierto tono de distinción, pero
que ahora ofrecía una sensación de vejez y solemnidad remarcada por
las grietas añadidas por la humedad y el tiempo.
Me puse a pensar en lo viejo que debía ser el pueblo... al fin y al cabo la casa de mi primo (que fue una de las primeras en construirse)
no debería tener más de treinta o cuarenta años... Entonces, ¿Cuántas grietas deberían haber en las paredes de yeso y fango del Viejo
Satoigne?
Con aquél desalentador pensamiento me decidí a meterme en la cama, cuando de repente creí sentir un fuerte (si bien corto) resplandor
que venía de afuera. En lugar de ir apresuradamente hacia la ventana,
decidí apagar la luz (una pequeña lámpara de aceite que me dejó Gerard) y sentarme frente al cristal, que, pese a ser transparente
parecía negro como el tizón.
La segunda vez que la luz atravesó el cristal, rompiendo la oscura
paz del interior de la habitación, no me lo pensé dos veces. Abrí la ventana con más bien poca delicadeza y saqué medio cuerpo al frío de
la noche: con la pierna derecha tratando de aferrarme al piso de la estancia y con el pie izquierdo tanteando la pared en busca de cualquier
grieta que me permitiera afianzarme para comenzar a bajar por la cañería. Aunque ésta estaba algo vieja y pese a lo fría que estaba (tanto
que las manos comenzaron a dolerme) conseguí aferrarme a ella con seguridad y bajar hasta el suelo.
* * *
Sombras... todo lo que alcanzaba a ver eran sombras: sombras de árboles, la inminente sombra de la casa, sombras de piedras en el
camino... Pero destacando por su antinatural oscuridad entre aquellos débiles reflejos de luz, había una figura en pie, en medio de ningún
camino de ningún sitio, pero que saturaba mi atención.
Sin saber muy bien porqué me dirigí hacia donde (no) estaba aquella figura, y ésta empezó a moverse hacia un sitio que yo no podía
intuir pero, y sin saber cómo me dediqué a seguirla. Más tarde me di cuenta de que la sombra no era más que un efecto de mi imaginación
(una falsa proyección emitida en mi cerebro y que me había engañado a mí mismo) y recordé las leyendas sobre los fuegos fatuos del pantano:
Los guías de la muerte. Pero una sensación de seguridad muy fuerte
sustituyó a la sombra en el papel de guía, y entonces me di cuenta de que había algo (o alguien) que quería que yo llegase hasta un sitio hasta
el que yo ansiaba (sin saberlo) llegar.
Como una mancha gris en medio de un cuadro negro pasé por entre las vías del tren. Mis pies hacían crujir las piedras entre los raíles,
y mis nervios aumentaban según me iba acercando a mi destino.
Allí, a la pálida luz de la luna llena, que se asomaba tímidamente entre las nubes que cubrían el cielo, estaba el pueblo de Satoigne... la
villa que siempre había sido Satoigne, no aquél conjunto de casas casi
nuevas edificadas en la falda de la montaña.
Al fijarme, vi luz en el interior de una de aquellas casuchas
rodeadas de pútridos huertos de salud un tanto dudosa. Al acercarme me arrastré sobre la húmeda tierra de una de aquellas zonas de cultivo
(que, curiosamente, no parecía haber sido trabajada desde hacía años) y conseguí llegar junto a la ventana de donde venía la temblorosa luz,
arropado por las inescrutables sombras del huerto.
Se escuchó el quejoso gemido de una puerta vieja abriéndose en la casa. Una débil luz amarillenta y más bien tenue invadió parte del
patio trasero (donde yo me encontraba entre las plantas) llegando a lamer la leprosa superficie de las hojas más cercanas a la casa. Lo que
me obligó retroceder hasta donde las sombras me permitían pasar inadvertido. Entonces, un grupo de gente, vestidos de labradores,
pasaron frente a mi escondite arrastrando los pies.
Cuando el primero de ellos se acercó lo suficiente lo escuché: un
murmullo callado en sus labios, una canción entonada en voz baja que no había sido inventada ni entonada jamás por ningún ser humano
corriente, una canción antigua como las estrellas que te hacía rememorar la oscuridad y la más muerta quietud que se puedan
imaginar. Los demás también entonaban aquél son, con los ojos muertos y perdidos; con los rostros impasibles, como si no existiera
nada de interés en lo que los rodeaba. Entonces pensé que tal vez no hacía falta esconderse, que tal vez ni siquiera mirarían... pero el miedo
que me estrujaba el corazón no me dejó ni la opción de plantearme comprobarlo.
Aquella tétrica procesión caminó entre árboles grises que a la luz
de la luna parecían muertos, entre grises piedras, entre arbustos grises... Siempre entonando su canción (que sin embargo nunca era la
misma). A medida que nos acercábamos a nuestro objetivo ésta era
cantada con mayor fuerza y convicción por los componentes de la marcha. Llegó un momento en que mis piernas temblorosas casi no
podían caminar, ojalá me hubiese detenido y hubiera perdido de vista a aquél estrafalario grupo.
Pero seguí, continué persiguiendo la pequeña luz por la que se
orientaban (aunque ahora dudo de si realmente necesitaban orientarse) hasta percatarme del sitio adonde se dirigían los pasos del guía del
grupo. Me hice consciente de pronto del impresionante olor a humedad y de la leprosa putrefacción que invadía el bosque cuando pasábamos,
una putrefacción reflejo de la esencia oscura y enfermiza de los
"hombres" que iban delante de mí.
Súbitamente, como por la existencia de un acantilado inexistente,
el imaginario camino que seguían los miembros de la procesión se cortó. Y todos los enlutados habitantes de Satoigne se detuvieron en el linde
mismo del bosque, justo en el lugar donde el suelo era ya de arena blanca... en la orilla del profundo y oscuro lago de Satoigne.
Me di cuenta en ese preciso momento de que los hombres y
mujeres que había seguido estaban casi totalmente rígidos, cosa que no me sorprendió demasiado porque me había fijado en su forma de
caminar, con pasos arrastrados y evidenciando una descoordinación que, fuera del tétrico contexto de su alrededor, habría parecido incluso
cómica. Pero su estática posición me ponía nervioso, y entonces pensé cuan estúpido había sido saliendo de la casa sin avisar a nadie (y más
siendo mi objetivo seguir a estos pueblerinos en su paseo por el bosque).
Las figuras que más cerca estaban de la orilla, lamida por olas que antes no había advertido, sacaron algo de entre sus ropas para después
lanzarlo lo más cerca posible del centro del muerto estanque.
Aquél lago no había tenido nunca pesca (que yo supiera), pero en aquellos momentos el agua hervía como si hubieran miles de salmones
alborotando su superficie. Las repentinas olas que se alzaban a más de medio metro de altura desde el centro del lago me hicieron sentir un
miedo y una sensación de monumental antigüedad... el lago negro en el lecho del valle y la luna blanca en lo alto, redonda, hoy como hace miles
de años al comienzo de la tierra...
Cuando la última mujer se disponía a lanzar el correspondiente (sacrificio) objeto al lecho del lago creí ver algo a la luz pálida del
satélite lunar: una advertencia que la reina de la noche me dedicaba
para que no me acercase más a aquella gente ni a su pueblo... En el momento en que la mujer alzó su mano aferrando aquello, un reguero
de sangre ennegrecida bajó por su pálido antebrazo descubierto, perdiéndose bajo la manga derecha de su vestido.
Sacrificio...
Entonces me di cuenta del cruel hecho que antes no había querido
ver, ahora tomaba consciencia de que aquellas personas no iban al bosque para recoger setas... y yo estaba en medio de aquel rito, tal vez
satánico, que osaban realizar en el pueblo desde Dios sabía cuando.
Pasada la locura inicial (fruto de no sé qué posible influencia
mental) decidí volver a casa de Gerard...
Un sentimiento de miedo añadido al nerviosismo que me causó
percatarme de mi situación me dominó.
Ya decidido a marchar hacia la parte alta de Satoigne, miré durante un ínfimo instante al lago. Ya se había calmado y estaba libre
de todo tipo de olas o irregularidades en su superficie, que ahora permanecía estática y completamente lisa. La sensación que invadió mi
mente destruyó de pronto toda la coherencia empírica que antes de aquella noche me caracterizaba: la certeza de mi infinitamente
minúscula importancia frente al enorme océano que representaba el mar interminable del tiempo. La sensación de ser observado por la antigua
luna, que ya estaba allí arriba mucho antes de que el hombre caminase completamente erguido, incluso antes que los dinosaurios caminasen
por donde ahora se alzan ciudades como París o Barcelona.
Pero en aquel momento, mientras yo miraba aquel ancestral lago,
sentí un ruido similar al que haría alguien arrastrando los pies detrás de mí...
Después de perder completamente la consciencia caí en un sueño
intranquilo, con una sensación de vértigo que aún hoy, mientras escribo en este amarillento papel, persiste en mi cabeza. Era como si me viese
cayendo en el remolino incesante del tiempo, recorriendo con mi inconsciencia el pasado: tratando de llegar a un momento y a unos
recuerdos tan impactantes que luchaban en el Todo por ser comunicados.
* * *
Temblaba. Aquella noche hacía frío. Sabía que era de noche porque la luz del sol no se reflejaba en las piedras del fondo del río. Pero
yo ya no miraba nunca al lecho de arena y piedras redondas, yo, y los compañeros que nadaban conmigo, tan sólo teníamos ojos para mirar
hacia delante, hacia aquel destino tan incierto (pero que tan fuertemente nos atraía). Un destino para llegar al cual remontábamos el
río saltando, y luchando contra la fuerte corriente... corriente que
procedía del lugar que nosotros ansiábamos alcanzar.
Algunos de los que nadaban a mi lado al comienzo del viaje ya
habían muerto de cansancio, pero eran muy pocos y ya los habíamos dejado atrás, ya no eran más que un nebuloso recuerdo ya no
importaban...
No recuerdo demasiado bien esta parte del sueño, pero me sorprendió mucho el hecho de que no podía comprender la realidad
como un ser humano, sino que simplemente tenía en la cabeza un almacén de imágenes, de recuerdos aislados y distanciados por una
oscura bruma... Sólo importaba nadar, nadar hacia delante, hacia arriba y siempre contra corriente.
La corriente, que cada vez era más débil, me resultaba bastante
agradable... Nadar contra corriente era el ejercicio que ansiaba realizar, parecía como si hubiese nacido y crecido para hacerlo bien en aquel
momento de mi vida... Lo que no me planteaba mientras recorría el río
dulce y vivo que constituía mi camino era la posibilidad de no tener adonde ir después de haber alcanzado mi meta.
El agua del río era clara, totalmente clara y cada vez más fría...
pero al pasar determinada ensenada sentí una afluencia diferente, más cálida pero con un sabor de estancamiento que me desagradó al
momento... si bien a pesar de que el agua que provenía de aquél sitio donde el suelo sería tan insalubre me repelía bastante, traté de
encontrar el origen de la corriente: el pútrido afluente que traía esa agua a mi río.
Entonces, tras un dique de cañas y madera (que dejé atrás con un
potente salto, arriesgándome incluso a caer fuera del margen fluvial) encontré el lago, en el que me hundí como una piedra tras mi corto
vuelo.
El agua allí estaba teñida de un ligero tono mostaza, y numerosas
partículas de algas muertas invadían el volumen líquido (mortífero para mis branquias). Comencé a sentirme muy mal, las aletas no hacían caso
de lo que mandaba mi cerebro y noté cómo mi piel perdía consistencia e iba despegándose del resto de mi cuerpo... de los tendones y de los
músculos, dejándome progresivamente "desnudo" entre las aguas pútridas que me rodeaban.
Dejé de nadar, solamente podía dejarme llevar por las caprichosas
corrientes, tan leves como caricias empalagosas... como las caricias de
la muerte.
Durante mi vagar entre restos de algas, y sobre las muertas
plantas amarillentas que tenían aquél tono enfermizo tan característico del clímax del lago, seguí notando la precipitada degradación de mi ser.
La verdad es que no dolía, como si hubiese nacido para tener un final similar a aquél, pero estaba perdiendo la vida demasiado rápido, y algo
en mi instinto interior me decía que eso no era normal... Mis ojos se abrían cada vez más a pesar de no ver casi nada, me quedaba ciego,
pero mi soñada enfermedad no me iba a librar de ver, entre las deformaciones de una ¿niebla? antinatural, la horripilante figura de
aquel ser.
Aquello estaba rodeado por una especie de tinte de color mostaza apagado, como si de ese cuerpo muerto que alguna vez "caminó" sobre
la tierra se desprendiese toda la peste y putrefacción que correspondía a ese ser: ese ser que, pese a estar muerto, no lo estaba y que aunque
estuviese ahogado siempre respiraría.
La indescriptible figura de aquél ente era completamente horrible.
Recorriendo la "bruma" amarillenta (sin quererlo, pero sin poder evitarlo) descubrí detalles del monstruo-dios del lago que jamás
cualquier humano podría representar en palabras... porque no hay palabras para narrar lo indefinible, no para aquello que no debiera
existir en ningún lugar de nuestro cosmos.
Vi los tentáculos (si se puede llamar así a los apéndices orgánicos que surgían de su cuerpo) que surgían de entre las muertas algas (las
cuales o bien estaban muertas o bien formaban parte de la dimensión material de ese monstruo), la escamosa piel del dios del lago, corruptos
tubos cuales venas grises que eran balanceadas por las decrépitas aguas del ancestral estanque.
Y admiré, con notable repugnancia, miedo y humildad, a la figura muerta del lecho del lago... cuando, de pronto, en el lugar más
insospechado, se abrió un negro ojo sin color ni luz...
* * *
Me desperté aquí, en la habitación donde ahora estoy recostado
contra la pared, una pared vieja, gris y repleta de manchas verdes de humedad. Aquí tomé consciencia de que no estaba muerto y de que
todo aquello había pasado (incluido el sueño, que no era tal, sino que
eran recuerdos de alguien o algo pero que ahora formaban parte de mí de igual modo que mi infancia y todos mis restantes recuerdos).
Ahora miro por la ventana de esta habitación y reconozco (aunque
con cierta dificultad) el lugar donde me encuentro: el mismo sitio que siempre fue y siempre será Satoigne (pese a que no se vea ya la vieja
villa). Ahora no queda ningún huerto, ni gente, y del pueblo nuevo solo se advierten restos de edificios, mientras que el valle ha desaparecido
por completo.
Incluso han desaparecido las montañas. Y todo lo que ahora puedo ver desde la ventana es una serie de colinas arenosas donde
antes habían rocas y afilados picos... Un desierto (seguramente milenario) coronado por un sol frío, violáceo, que no tardará demasiado
en extinguirse. Pero en medio de la escena que contemplo desde este
vano sin cristal que antes formaba parte de una vivienda humana está el lago de Satoigne, en el fondo del cual aún hoy vive en muerte la
entidad que duerme soñando el día en que volverá a caminar de nuevo...
Ahora tengo frío y supongo que lo que ahora veo son
alucinaciones, productos de mi locura... Pero aunque sé que digo la verdad al decir que nadie vive ya en estos parajes (ni en ningún lugar
de la tierra) aún espero que alguien encuentre lo escrito en este viejo, podrido y húmedo cuaderno.
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REFLEXIONES DE UN CONDENADO
Por
ANTONIO JARA DE LAS HERAS
Cuando alguien sabe con certeza, como yo mismo, que todos los
sufrimientos y angustias de esta insulsa y trivial existencia material carecen de interés si se tienen en cuenta todos los ciclos de existencia
Primigenia y eterna, sólo le queda esperar a que llegue su postrer día.
Llegar a estas conclusiones no es fácil, ni siquiera trabajando en
ello se da normalmente con unas pistas que siempre, en principio, tienen una explicación racional. Pero yo, que en ningún momento
busqué los horribles eslabones que me llevaron a lo que cualquier persona podría llamar locura, sé mucho, más de lo que quisiera, y no
me suicido directamente porque quizá tras la muerte todo me sea revelado con mucha más claridad, y entonces haya algo de verdad en lo
que cuentan ciertas religiones sobre un infierno eterno.
La investigación llevada a cabo por dos inocentes detectives españoles hace unos años reveló la existencia de un Ser, el Supremo
Necromante, que se alimenta de las almas y cuerpos de sus acólitos. También otras personas, o fragmentos de ellas, han sido condenadas a
una ignominiosa existencia eterna formando parte de la estructura viva y muerta a la vez de Tilonac.
Por desgracia, yo leí el relato que el pobre Felipe Carrión dejó escrito antes de su muerte, y fui a la casa del Ser, y lo vi, y me olió.
Desde entonces mis miembros palidecen y mi tensión es cada día más baja. Mi sangre es ahora su sangre y pronto perderé la vida.
De la familia que desapareció en Fuenleón eligió los brazos, de los
pobres detectives la mente. De mí parece que le ha gustado la sangre. Sólo me queda esperar a que mi corazón no tenga nada que bombear, y
ojalá que no haya vida después de la muerte.
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EL RITUAL
Por
YIPS
...
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ARTURO
Por
YIPS
Se estaba volviendo loco, completamente loco. Era un joven de unos 20 años, ojos oscuros, pelo negro y una eterna expresión de
tristeza en el rostro. Negras ojeras se dibujaban bajo sus párpados, síntoma, bien de que no dormía todo lo que debiera o bien de que se
fumaba algún que otro porro, seguramente, una mezcla entre ambas.
En realidad, a simple vista, este joven, Arturo, no se diferenciaba
demasiado de cualquier otro que paseara por la calle. Quizá un poco más triste, quizá un poco más solitario, pero en conjunto igual.
Nadie, a su alrededor, sospechaba que, bajo esa apariencia de
normalidad, se escondía una mente enferma y torturada, un alma desgarrada por el dolor y una realidad que cada vez se iba haciendo
más y más confusa.
Arturo estaba enamorado. Estaba total y completamente enamorado, con un amor puro, prístino, e inquebrantable.
Cada día cuando se levantaba, la imagen de una esbelta chica
morena de profundos ojos negros, se dibujaba en su mente. Allí permanecía durante el resto del día, siempre con él, y él siempre solo.
Durante cada segundo del día, su mente le torturaba con imágenes y
recuerdos de Isara, su único amor.
Arturo, incluso había llegado a formarse la fantasía de que Isara y él se habían conocido en otra vida, en la cual habían sido amantes (o
incluso marido y mujer). Pero seguramente, en esa otra vida las cosas habían ido mal entre ellos y se habían acabado separando. Ella había
conocido a otro hombre, y después de ese a otro y a otro, y así durante innumerables reencarnaciones hasta la vida actual. Pero él la había
buscado, durante todas sus incontables vidas, ya que siempre había estado enamorado de ella. Mas nunca la había vuelto a encontrar.
Nunca más había estado con ella y siempre la habia amado, durante
todas y cada una de sus vidas. La había amado y la había buscado, vanamente.
Y ahora la había encontrado, ahora que la linea entre la fantasia y la realidad se desdibujaba en su mente y ya no sabia si era Louis
D'Utreau o Elric McArt. No sabía si vivia en el siglo XX o XII.
Arturo, ahora era Arturo y mil personas más.
Estaba completamente enamorado de la chica morena de profundos ojos llamada Isara y Morgana, Nelveth y Surïé. Estaba
enamorado con un amor más poderoso que el mismo tiempo, un amor que lo torturaba y lo desgarraba, que lo consumía y lo devoraba. Y
estaba solo, muy solo. Siglos enteros de soledad, miles de vidas solitarias, cargaban a sus espaldas. Miles de vidas que lo volvian loco.
Ahora no sabía en que siglo vivía ni en que ciudad habitaba. Ni tan siquiera sabia ya si su nombre era realmente Arturo. Mas había algo que
sí que sabía, con total y absoluta seguridad: que amaba a Isara, que durante eones enteros su amor le había ido consumiendo poco a poco,
que la única capaz de liberarle de esta tortura era ella y que esta era su única oportunidad de conseguirlo hasta quien sabía cuantos millones de
eones más.
Pero por alguna absurda razón, Isara no quería (o quiza no se daba cuenta), reconocer quien era él y el amor que sentía hacia ella.
Había intentado ser su amigo, volver a conocerla poco a poco y hacer que ella lo conociera a él... Había sido imposible. Ella ya estaba
enamorada, tenía novio y quizá ya habían pensado en vivir juntos. Realmente se los veia felices... Mas a Arturo eso no le importaba, ya
que ella no le conocía, y no podía saber lo realmente importante que era
su amor, que había perdurado durante siglos enteros. Si lo supiera, Arturo estaba seguro, Isara dejaría a su mundano novio y abriría los
brazos ante un amor milenario... Pero ahora ya no pensaba así, eso había sido al principio, antes de conocer la cruda realidad: Isara lo
repudiaba.
Cuando Arturo entraba en una habitación en la que ya estuviera Isara, esta se giraba y le miraba. Era como si tuviera un sexto sentido
que le advirtiera de la presencia de Arturo, y, por la mirada cargada de odio y repulsión que le lanzaba, seguramente también le advertia que se
mantuviera alejado de él.
A los cinco minutos de entrar él Isara se marchaba,
invariablemente, y él nunca tenía oportunidad de hablar con ella. En tres
ocasiones la había asaltado mientras esta intentaba marcharse y había tratado establecer una conversación. Las cosas habían ido de mal en
peor. La primera vez le había contestado con un: "Lo siento, pero es que tengo mucha prisa, me espera mi novio ¿sabes? Y ya voy con mucho
retraso." Cuando él le preguntó si la llevaba en coche ella respondió: "No, muchas gracias, pero tengo mi moto aparcada en la esquina.
Gracias. Adiós." Así de simple y así de tajante. La segunda vez ya fue peor. La voz de Isara no tenía el tono amable de la primera vez, sino
que era frío como el hielo, y sus respuestas, fueron afiladas como la hoja de una negra guadaña. Aunque claro, no tanto como la tercera y
ultima vez que lo intentó. Esta vez las palabras acoso y policía salieron de sus labios, le amenazó y le dijo que la dejara en paz, que tenía novio
y estaba muy enamorada. Sus ojos, también, le dijeron a Arturo que lo repudiaba y lo odiaba, con una aversión (y también, un temor) más
antiguo que el tiempo mismo. No eran un odio o un temor racionales,
que se pudieran expresar en palabras, era más bien una cosa oscura y antigua, que no entendía ni siquiera Isara, pero que estaba allí, por
debajo de ella, en su subconsciente.
Por lo tanto, no había forma, o, al menos, a él no se le ocurria ninguna, y, mientras tanto, el dolor y la tristeza, la soledad y la
desesperación, le estaban consumiendo por dentro. Poco a poco y día a día, la negrura se adueñaba un poco más de su alma, el peso de sus
(quizá imaginados) milemios de soledad, le arrebataban la consciencia y la realidad.
No había manera, o mejor dicho, hasta ayer no había habido
manera. Después de noches enteras en vela, llorando. Después de días enteros abstraído de la realidad, pensando en Isara, por fín, una de sus
mil encarnaciones, soñó la solución.
Esa noche no se había dormido hasta muy tarde. A eso de las
doce, como cada noche, el novio de Isara la llevó a casa (la ventana de Arturo boqueaba, casi directamente, en el portal de la casa donde vivia
Isara) y Arturo los vió llegar, cogidos de la mano, y, como siempre hacía, se quedó mirándolos, viendo como se despedian, como él besaba
los dulces labios que Arturo anhelaba cada segundo de su vida. Como le acariciaba el pelo o le tocaba los pechos, completamente ajenos al
solitario ser que, desde una oscura ventana, los observaba mientras unas cristalinas lágrimas brotaban de sus ojos y unos tenues gemidos
surgían de sus labios.
Y así era cada noche, el mismo suplicio, la misma tortura, el
mismo dolor, la misma soledad. Pero esa vez había sido diferente. Como
cada noche, había permanecio en su ventana, llorando, mucho tiempo después de que el novio se marchara a casa y Isara cerrara la vedada
puerta de su portal. Había estado torturándose, pensando en lo que anhelaba besar esos labios que le estaban prohibidos, tocar esos pechos
que le estaban vedados. Así durante horas, hasta que, al fín, a las cuatro de la mañana, con los ojos completamente rojos por el llanto y el
alma totalmente desgarrada por el dolor, se fue a dormir.
El frío era intenso y sus fuerzas escasas, así que se arropó bien con la manta, receloso de dormir, por las pesadillas que cada noche
sufría (en todas y cada una de ellas Isara era la protagonista principal, y el nunca llegaba a alcanzarla, por mucho que lo intentaba con todas sus
fuerzas y se dejaba la piel y el alma por conseguirlo... La seguía y perseguía, por lóbregos castillos y tenebrosos pantanos. Por horrorosos
países de pesadilla y torturados parajes de terror. Mas nunca llegaba a
tocarla, aunque siempre permanecia visible, burlandose de él...), aunque deseoso de recobrar las pocas fuerzas que el, tan necesario,
descanso, pudiera reportarle.
Se durmió sin darse cuenta, cosa que nunca le ocurria, y esta vez, por una noche, no soñó con Isara, aunque quizá este sueño fue mucho
más horroroso y demencial por las connotaciones de locura que implicaba.
En él, mil personas, aparecian sentadas alrededor de una inmensa
mesa de roble que se perdía en la distancia. Arturo estaba sentado a la cabecera de la mesa, y a su alrededor se sentaban sus mil
encarnaciones, una detrás de otra, empezando desde la primera (un
poco primitiva y repulsiva), que se sentaba a su derecha, hasta la última (un refinado personaje del siglo XIX, que comía de su plato con extraña
delicadeza) que se sentaba a la izquierda. No había ningún techo sobre sus cabezas, excepto un cielo negro y sin estrellas, y la tenue luz que
reinaba en el ambiente era debida a un difuso replandor blanqui-azul en el lejano horizonte.
La tierra a su alrededor era árida y desierta y Arturo no vió ni el
más leve rastro de vegetación, estaban en una tierra muerta, pensó con un escalofrío.
Los seres (la mayoria eran humanos, pero había alguno cuyo aspecto producía tremendos estremecimientos en el alma de Arturo y
que no eran ni tan siquiera parientes del género humano) que se
sentaban a su alrededor y que se perdían en el horizonte, comían y bebían, hablaban y reían, en un ambiente muy distendido, como si se
conocieran de toda la vida. Arturo ni bebía ni comía, ni hablaba ni reía, simplemente lo observaba todo con los ojos como platos,
completamente estupefacto ante el demente espectaculo que se perfilaba ante sus ojos.
Al fin, después de lo que podian ser años o segundos, ya que el
tiempo no existía en este mundo sin vida, la más antigua de sus encarnaciones, la que se sentaba a su derecha, mandó callar a todas la
demás. Una voz profunda, que inspibaraba temor, aunque tambien un extraño respeto, surgió de sus labios:
---Arturo ---dijo la primera encarnación, y unos chispeantes ojos
negros se clavaron en los suyos--- como sabes, durante tanto tiempo
que no se puede ni contar y en tantos lugares que nos es imposible recordarlos todos, hemos sufrido en soledad, en busca de lo que más
amamos y que nos fue arrebatado por alguna burla del destino. Ahora, después de eones de dolor y soledad, tú, Arturo Ruiz Karlkach, lo has
encontrado, mas, por razones que son más profundas que nuestro conocimiento, o que están vedadas a nuestros ojos por los grandes,
nuestro amor hacía Nelveth ahora llamada Isara no nos es correspondido. Hemos intentado conocerla, hablar con ella y volver a ser
amigos suyos, mas nos ha sido imposible. Ella nos conoce y nos rehuye, no entendemos la razon, pero es así...
---Sí, todo eso ya lo se ---interrumpió Arturo, al que la
conversación empezaba a interesarle---. Pero...
---No vuelvas a interrumpirme ---estalló la primera encarnación, y
clavó los ojos en los de Arturo con tal intensidad que este bajó la cabeza y se disculpó tímidamente.
---Esta bien... ---continuó la vieja y arrogante encarnación---.
Hace miles de años, en una galaxia a eones luz de nuestro actual sistema solar, un y una zast, seres cuasi humanos habitantes del
planeta Rozt, se juraron amor eterno, uno de ellos era yo, la zast se llamaba Nelveth, y ahora se la conoce como Isara. Estos jóvenes Zast
vivieron muchos peligros juntos, bajo el Oscuro puño de hierro de Hyartagorzoth, el Dios Negro. Las cruentas guerras Ur-Zoth-Atur, que
asolaron en el planeta Rozt durante más de dos siglos acabaron
abruptamente cuando el terrible Dormah (el que ahora os está narrando esta historia) y la sublime Nelveth, cavalgando bajo un demencial manto
de sombras y protegidos por el oscuro poder de Hyartagorzoth, se
infiltraron en la profunda sima donde habitaban los Ashzosi, repulsivos seres gelatinosos como babosas gigantes, de los cuales surgían miles de
tentaculos que no cesaban de moverse en una grotesca danza asesina. Eran seguidores del horroroso y multiforme Ssatassa, y desde siempre
habían habitado en oscuras simas. Y en la mas oscura y virulenta de todas se introdujeron los dos jóvenes Zast, salvando innumerables
peligros e inenarrables horrores. Su objetivo final era el negro santuario Ssatassa, situado miles y miles de metros abajo, en la profunda sima.
Con la ayuda del Oscuro Zoth (abrev. de Hyartagorzoth), destruirían el templo y a sus repulsivos sacerdotes.
»Al final, después de días enteros de sufrimientos, carreras y
caídas, luchas fugaces y muertes silenciosas, avistaron el oscuro y picudo techo del Templo. Estaba situado en lo más profundo de la
oscura sima, y los dos jovenes se sintieron aterrados ante su visón, ya
que parecia que las sombras agonizaran y gritaran en su interior, preñadas de sufrimiento y dolor. Hyartagorzoth no tenía poder en el
templo, y no podía ayudarlos...
»... Aun no se por que no nos fuimos, Nelveth me aconsejó que nos fueramos, que abandonaramos. Pero yo no pude, le dije que no,
que teníamos que cumplir nuestro objetivo, que se lo deviamos a nuestro pueblo (aunque, a quien en realidad se lo debía yo era a mi
padre y mi madre, muertos bajo los repelentes tentaculos Ashzosi). Y la obligué a seguirme, ella no podia irse sola, ya que el manto de sombras
no la protegería, y yo no iba a ceder.
»Así pues, no le dejé otra opción y comenzamos a bajar la empinada rampa (como los Ashzosi reptan, utilizan prácticas rampas en
lugar de engorrosas escaleras) que conducia al Templo... Mis recuerdos
son borrosos a partir de este punto, y solo puedo decir que cumplimos con nuestro objetivo; el negro templo fue destruido y a la misma vez
que el templo, la negra sima empezó a desmoronarse, arrastrando con ella a todo ser viviente que se encontrara en su interior. Dormah y
Nelveth murieron, aunque la guerra Ar-Zoth-Atur terminó abruptamente, debido a la terrible matanza de Ashzosi. Dormah y
Nelveth fueron nombrados heroes y se levantaron edificios y monumentos en su honor, y a partir de ese día el Regente de (ahora)
todo Rozt sería llamado Dormah, mientras que su consorte recibiría el nombre de Nelveth.
»El resto de la historia ya la conoceis, el joven Dormah, cuya vida fue sesgada abruptamente, se reencarnó mil veces. En cada una de
estas reencarnaciones, una promesa de amor destrozada le robó la paz
y la felicidad, sumiendolo en el dolor y la desesperación. Al fin, después de mil reencarnaciones, Dormah, en el cuerpo del humano Arturo,
encontró a Nelveth. Esta ahora se llamaba Isara, pero no cabía la menor duda de que era la misma joven que, en un lejano planeta, bajo un cielo
negro sin estrellas, le juró amor eterno. Mas ahora esa promesa ya no era sino un vívido y doloroso recuerdo en la mente de Dormah, y
Nelveth ahora lo repudiaba y no había forma de establecer ningún tipo de relación con ella...
Todos los presentes miraban con los ojos anegados en lagrimas a
la vieja y remota primera encarnación. La mayoria de ellos no había oido nunca la triste historia de Dormah y Nelveth, y ahora, escuchandola por
prímera vez, comprendian mejor al anciano, irritable y silencioso, que era Dormah. Su profundo dolor y desesperación, la fuerza de su alma al
vencer a la muerte y todos los eones de amargura que pesaban sobre
sus espaldas. Tristes gemidos surgieron de algunas de las gargantas más debiles, Arturo miraba al viejo que se sentaba a su derecha lleno de
dolor y compasión. Ahora conocía un poco mejor lo que significaba ese extraño amor por Isara, comprendía un poco mejor de donde procedían
las interminables e inenarrables oleadas y espasmos de dolor y sufrimiento que, minuto a minuto, asaltaban su alma. Seguramente, fue
por esa compasión y afecto renovados que, cuando el viejo expuso su horrible y demencial plan, con las aterradoras connotaciones que
implicaba, Arturo aceptó sin dudarlo...
Zoth
Durante todo el día que sucedió al demencial sueño, que había hecho descender a Arturo, de golpe, cien peldaños en el negro pozo de
la locura, estuvo buscando todos los ingredientes y utensilios necesarios para realizar el negro conjuro que, entre susurros y bajo un
fantasmagórico cielo sin estrellas, le había narrado su primer (y más poderoso de todos) antepasado. La mayoría de los ingredientes y
utensilios necesarios se podian conseguir sin muchos problemas,
simplemente buscandolos bien se encontraban, y los horrendos grabados que tuvo que hacer en el suelo de su habitación (referentes a
horribles oscuridades multiformes enmarcadas con terrorificos simbolos,
afortunadamente ya olvidados), que le llevaron más de cuatro horas, no constituyeron ningún problema comparados con el ultimo ingrediente, el
que aun no había buscado.
El que había dejado para cuando las oscuras sombras de la noche se adueñaran de los estrechos callejones y los paseantes fueran presa
fácil de las sombras que se ocultan bajo las sombras. Este ingrediente era un ojo humano, tenía que ser forzosamente humano y sin él, el
impío hechizo no funcionaría.
Era invierno, y las calles aparecían desoladas y muertas bajo el intenso frío. Arturo caminaba con las manos en los bolsillos, mientras
que por su boca expelía pequeñas nubes de vaho. Siempre que le era
posible se cobijaba al amparo de las negras sombras y así, caminando entre ellas y fundido con ellas, sin un alma que pudiera observar su
imperturbable avance, Arturo halló su objetivo.
Había estado caminando por un oscuro callejon, el suelo estaba desconchado y agrietado, y la lluvia formaba pequeños charquitos allí
donde el suelo estaba en peor estado. Las casas de ambos costados, muy cercanos entre ellos y que producían una acogedora y agobiante
sensación de opresión, eran bajitas, muy antiguas, y estaban parcialmente derruidas por el implacable paso del tiempo y peso de los
elementos.
El suelo, allí donde descansaban dos verdes contenedores llenos a rebosar, aparecía lleno de basura y comida en descomposición, mientras
que un pequeño gato negro, con el pelo un poco sucio debido a la lluvia,
buscaba, arañando entre los restos, algo que llevarse al estomago.
El callejón estaba muy mal iluminado, ya que una de las farolas estaba rota a pedradas, mientras que la otra se encendia y se apagaba,
iluminando durante breves instantes el lobrego callejón. En una de las paredes, y bajo un balcón, al resguardo de la lluvia, había un bulto
envuelto en mantas y cartones, que Arturo identificó rápidamente con un vagabundo durmiente. Sabía lo que tenía que hacer, sabía por que y
por quien lo tenía que hacer, pero, por un instante, dudó, y pensó que no podría hacerlo. Solo fue un instante, después, el odio de Dormah y el
amor de Nelveth (o era el amor de Arturo y el odio de Isara) estallaron
en su cabeza y, en su mano derecha, una pequeña y afilada navaja, destelló con el frío fulgor del acero y el brazo derecho de Arturo se
abalanzó, asesino, sobre el bulto informe que era el vagabundo. Este
gritó de dolor y la cálida sangre surgió de la herida, empapando la manta con que se cubría el vagabundo, cuando Arturo alzó el brazo, solo
para volverlo a bajar, una vez, dos, tres, cien... Arturo perdió la cuenta, un negro frenesí y una horrible sed de sangre se adueñaron de él. La
sangre del vagabundo surgió, espesa e infinita, de las múltiples heridas que iban apareciendo en su cuerpo. La manos y las ropas de Arturo se
empaparon del liquido carmesí que lo estaba enloqueciendo y, un poco mas arriba, alguna que otra ventana se iluminó, despiertos sus
habitantes debido a los extraños ruidos que surgían del negro callejón.
Pero Arturo no se enteró, estaba sumergido en una especie de horrible y maléfico trance de sangre, y lo único que le importaba era
cubrir todo su cuerpo con la sangre del viejo, que surgia, ahora menos profusamente, de las heridas realizadas por Arturo. Cuando hubo
realizado su horrible bautizo de sangre, Arturo se calmó un poco, y
recordó el verdadero objetivo de su misión. Aunque (no se iba a engañar) había disfrutado acuchillando al viejo, ahora una extraña
calma se apoderó de él, y supo, milimétricamente, como si se lo estuvieran dictando, todo lo que tenía que hacer. Con mucho cuidado,
introdujo la punta de su afilada navaja en la cavidad ocular del vagabundo, tratando de no dañar el ojo. Cuando se cercioró de que la
punta de la navaja no atravesaría el globo ocular en su maldito avance, apretó. El viejo se retorció de dolor, al parecer aun vivía, pero solo un
tenue gemido surgió de sus labios. La vida se le esta escapando de las manos, pensó, con esa extraña calma, Arturo, y un placentero escalofrío
le recorrió la espina dorsal.
Utilizando la navaja como una macabra palanca, ejerció presión hacia fuera. El ojo saltó de su orbita con un sonoro "plop" y se quedó
colgando de las ensangrentadas venas y nervios, Arturo los cortó
rápidamente y el vagabundo emitó su ultimo estertor. Había muerto, en ese momento, todo el peso de la realidad cayó sobre Arturo, el cual
comprendió lo que había hecho. La extraña calma que se había adueñado de él mientras realizaba la precisa extracción del globo ocular
desapareció de golpe, y un creciente sentimiento de temor y una tremenda excitación nerviosa, se adueñaron de él. Miró hacía el cielo,
desesperado, y vió las luces en las ventanas, a lo lejos, una sirenas ululaban amenazadoras. Supo que no tenía tiempo para nada. Había
matado a un vagabundo, es más, lo había acuchillado una y mil veces y lo había mutilado saltandole un ojo. Tenía que salir corriendo, y en ese
preciso instante, o la policía lo atraparía, en la escena del crimen, y la
muerte del viejo, que ya empezaba a pesar en su conciencia, habría sido inútil.
Se lanzó a toda velocidad por el oscuro callejón, sin pensar ni mirar atrás. Las casas y las calles pasaban ante él, veloces. A lo lejos y
a su espalda, las sirenas aun rompían el silencio de la noche con su horrible gemir. Pero no lo encontrarían. Es más, estaba seguro de que ni
tan siquiera hallarían la más leve pista, esos idiotas.
El mundo pasaba ante él a toda velocidad, estaba cruzando el (ahora) desierto parque Lewis, el corazón le latía con fuerza y sentía
una extraña humedad en su mano izquierda. Llegó a su portal sin complicaciones, aunque exahusto, se apoyó con la mano derecha en la
puerta de cristal y con la izquierda intentó sacar las llaves. Un grito de sorpresa y terror escapó de su garganta cuando vió el macabro órgano
que sujetaba entre sus dedos. Pero claro, el ojo, eso era lo que había salido a buscar ¿no? Por eso había asesinado horriblemente al indefenso
viejo y después lo había mutilado, para conseguir un horrible ojo y
recuperar un amor maldito.
Abrió la puerta y subió a casa, caminaba sin levantar los pies del suelo, como si soportase un gran peso sobre sus espaldas, estaba
cansado, muy cansado.
Cuando abrió la puerta de su casa ya era tarde, y sus padres ya hacía rato que se habían acostado. Así que Arturo fue primero a su
habitación, cogió una muda limpia y el pijama, dejó el macabro globo ocular, metido en una bolsita, en el cajón de la ropa interior y se dirigió
al baño.
Allí, con calma, se duchó y se limpió. La suciedad y la sangre fueron barridas de su cuerpo por el agua purificadora, y, a la vez que su
cuerpo se limpiaba, de su mente se alejaban el horror y la muerte, el
terror y la destrucción, de la noche pasada. Su mente se relajó bajo el sedante efecto de la ducha y comenzó a vagar por distantes mundos de
ensueño, donde el dolor y la desesperación no existian. Esos mundos estaban cubiertos de una verde y espesa vegetación, y tocados aquí y
allá por solitarios picos o imponentes cordilleras. Arturo era libre en esos mundos, y se movía a su antojo, volando de aqui allá entre ellos y sobre
ellos visitando parajes misteriosos y tierras desiertas... Pero era mera fantasía, la realidad era mucho más horrorosa y cruel...
Arturo cerró a desgana el grifo de la ducha, salió de la bañera y se
secó con la toalla. La calefacción estaba puesta al máximo y se estaba
realmente bien. Se puso el pijama y después limpió las ropas machadas de sangre que había utilizado la noche anterior y la pequeña navaja que
siempre llevaba consigo. Hecho esto (eran ya más de las dos y media de
la madrugada), por fin pudo irse a dormir.
Su madre le había cambiado las sábanas y Arturo se sintió un poco mejor cuando se metió en la cama. Las sábanas despedían una
sensación de limpieza y frescura que quizá se transmitió a Arturo.
Bueno, quizá las cosas no salgan tan mal, pensó Arturo, pero ni tan siquiera podía imaginar lo equivocado que estaba. Esa noche se
durmió rapidamente, y ningún sueño inoportuno vino a molestarle.
Al día siguiente amaneció renovado y expectante, pues ese era el día elegido por su primer antepasado para la ejecución del hechizo, que
había de portar a la tierra la esencia de uno de los antiguos y oscuros dioses de más allá del espacio, que tenía que devolverle el perdido amor
de Isara y la tan ansiada paz de su torturada alma. No salió de casa en
todo el día, pues aun le quedaban cosas por hacer, versos que aprender y runas que grabar. A mediodía, cuando fue a la cocina, a coger algo del
frígorifico, oyó la noticia del brutal asesinato de un viejo vagabundo, en un oscuro calllejón del barrio del clot, en Barcelona. La mente de Arturo
archivo rápidamente la noticia y ni tan siquiera lo relacionó con el tétrico ojo que había conseguido la noche anterior.
El día transcurrió lento, más, al fin, las sombras nocturnas se
adueñaron de la ciudad, y la luna llena se elevó en el horizonte, vaga y confusa, debido al cargado ambiente. Arturo, que estaba más nervioso a
cada instante, comenzó a preparar todo lo necesario para el hechizo. Pintó su cuerpo y quemó las raras yerbas, el ambiente se cargó con un
olor extraño y perturbador, a la vez que conocido y reconfortante.
Acabó a las once y media, y, cuando se asomó por la ventana no
vió todavía a Isara y su novio, pero llegarían pronto, Arturo estaba casi seguro de eso.
Cuando llegaron las doce la feliz pareja aun no había llegado,
aunque a Arturo le importaba bien poco. Se metió en el circulo (dos circulos concentricos, formando una especie de aro y surcados de
demenciales runas) y comenzó a realizar una serie de complejos y espamodicos movimientos, que pretendían ser una especie de danza, y
a emitir una série de gemidos y alaridos, que formaban un complejo y terrorífico alfabeto. Al cabo de un tiempo los gemidos cesaron y la
demente danza perdió intensidad. Arturo alcanzó un cuenco situado a su
izquierda, sobre una especie de negro altar, y se lo llevó a los labíos, no quiso pensar de que estaba compuesto, aunque el mismo lo había
preparado, pero un objeto esferico se movió en el denso caldo y le lanzó
una mirada muerta.
Arturo lo ingirió de golpe, sin pensarselo dos veces. Cuando se lo hubo bebido todo, una ráfaga de viento, surgida de la nada, apagó de
golpe las cinco velas que iluminaban tenuemente la habitación y la oscuridad lo engulló todo. Arturo cayó al suelo, con los brazos en el
estomago, presa de violentos dolores y los ojos en blanco. Una espuma carmesí le surgia por los labios, aunque la oscuridad total que envolvía
la habitación lo cegara todo.
Un rayo estalló en la negra noche, iluminando la habitación con un fulgor blanqui-azul, Arturo se movia en el suelo presa de horrendos
espasmos. La oscuridad volvió a ser reina de la noche, cuando la luz del rayo fue vencida, y arturo cesó ya de moverse. Permaneció tendido en
el suelo durante unos instantes, pero después, poco a poco se
incorporó, su hechizo había funcionado, El Negro Dios de la Oscuridad, Hyartagorzoth, había venido a la tierra, satisfaciendo así los deseos de
Arturo, más lo que el pobre joven nunca supo ni sabría, es que Hyartagorzoth necesitaba un cuerpo durante su estancia en la tierra, y
que este tenía que ser forzosamente el cuerpo del sacerdote que lo invocara, en este caso Arturo. Nunca lo sabría, por que su alma había
sido expulsada de su cuerpo y de esta tierra, enviada a eones luz de distancia, en algún punto perdido en la inmensidad del negro vacio, a La
Oscura Sima, prisión de las almas que alimentan el negro poder de Zoth. El Negro Dios sonrió para sus adentros, Había sido muy fácil
desterrar el alma del mísero mortal, y este mundo estaba lleno de seres como él, débiles e incapaces de defenderse. Ah, cuanta y diversión y
poder le aguardaban. Zoth se asomó a la ventana y apoyó su mano (una mano muy humana y tangible para su gusto) sobre el marco de la
ventana. Una total y absoluta oscuridad reinaba en el interior de la
habitación de Arturo, y cualquiera que mirase desde la calle no distinguiría nada. Zoth se sentía completamente a gusto entre las
sombras, que por otra parte eran sus esclavas y le servian con ciega obediencia, y desde la ventana de Arturo se distinguia perfectamente la
calle. Y mucho más perfectamente lo veía todo Zoth, El Dios Negro, por los humanos ojos de Arturo.
La avenida, tocada aqui y allá por la ténue luz de las farolas,
permanecía solitaria y silenciosa, fría y desamparada. En un portal, casi en frente de donde se hallaba Zoth, una pareja, envuelta en sombras,
se abrazaba y hablaba entre susurros. Podría haberlos matado con tanta
facilidad... Las sombras le servian, podía hacer que estas se cerrasen sobre ellos, en un mortal abrazo; o que los cogieran y los elevaran por
el cielo, para luego dejarlos caer. Una caida maravillosa y un choque
esplendido.
Estaba mirando distraidamente a la pareja, mientras que en su mente, cientos de formas de morir, a cada cual mas horrible, se iban
sucediendo. De repente supo que no podría hacerlo, ¿por que? Bueno, eso no lo sabía. Era un ser todopoderoso, podía matarlos si quería,
había miles de formas de matarlos. Pero sabía que era inútil, no podía matar a estos dos seres, y no comprendía la razón, era algo vago y
desconocido, algo que partía del corazon que insuflaba vida al cuerpo que había poseido. Un latido desesperado, que transmitía un confuso
sentimiento, un sentimiento mortal, que Zoth no comprendía, pero que paralizaba cada célula de ese maldito cuerpo humano, y le impedía
siquiera alzar la mano hacía la pareja. Si Zoth hubiese sido mas humano y menos todopoderoso, habría comprendido que el sentimiento que
impedía al cuerpo de Arturo, alzar tan siquiera la mano hacía la pareja,
era simple y llanamente el amor. Un amor puro e imperecedero, que había (o no) perdurado durante mil siglos y en cientos de lugares a lo
largo de todo el universo.
Era ese mismo amor que le había traído a la tierra el que le impedía atacar a Isara y su novío, abrazados en el oscuro portal.
Pero Zoth no lo comprendía, y, frustrado, se lanzó a traves de la
oscura ventana al vacío exterior. El frío era intenso, a 15 metros sobre el nivel del suelo y en pleno invierno, a las dos de la madrugada. Había
dejado de llover, que ya era algo, pero la tunica de terciopelo negro, que se había puesto para realizar el hechizo, no abrigaba demasiado.
Las sombras arroparon a Zoth, impidiendo que el cuerpo humano que usaba cayera al vacío. El frío viento jugueteó con los plieges de la negra
túnica, haciendo que esta remolineara sobre el cuerpo de Arturo. Zoth
no podía sentir el frío de la noche, que se estaba calando en los huesos del humano cuerpo, y lo estaba haciendo enfermar. El era atemporal,
era eterno, era el todo, un ser superior, no podía sentir ni frío ni calor, ni amor ni odio, no sabía lo que era el dolor y no tenía miedo, por que,
no tenía nada que perder, el era eterno y siempre existiría, así de simple.
Pero el cuerpo que habitaba era humano y bien humano, era
tangible y mortal, podía enfermar y morir, y ni enfermo ni muerto serviria a sus propósitos. Aunque podría hacerlo durar más, hacerlo más
resistente a las enfermedades y al frío. Mas este era un proceso lento y
engorroso, y siempre era mejor un cuerpo sano.
Zoth comenzó a volar, se elevó por encima de los edificios y la
negra oscuridad lo empujó por el cielo nocturno, tachonado ací y allá de grises nubarrones, que ocultaban la blanquecina luna.
Volar le producia una sensación de intensa calma (¿¿calma??
Como podía sentir calma, ¿que era eso?) y poder. El poder era lo único importante para un ser como Zoth. Conseguir más y más poder, era su
única ambición. El poder se lograba mediante la muerte, y, además, sentir como una vida se extinguía abruptamente y su propio poder
aumentaba, era sencillamente exquisito.
Lo único que impulsaba a Zoth era el mismo. El poder, su propio poder, era lo unico que le estaba permitido ansiar, ya que era un ser
atemporal.
Y, mientras volaba ensimismado en sus pensamientos, sus
sentidos, superiores, le mostraron una presa. Era un humano joven, que caminaba solitario por una calle llena de coches, vacíos y en silencio.
Caminaba rápido, con las manos en los bolsillos, seguramente volvería a su confortable hogar donde lo esperaria un calido fuego, o quizá una
cálida mujer, que tratarian de hacer más breves y llevaderas las frías noches invernales, o, al menos, hubieran tratado si Zoth no se hubiera
fijado en él.
Inició un peligroso picado, oculto a la vista de su victima por un edificio, pero, un imprevisto, le obligó a detenerse en seco, dos
humanos más, que estaban descargando cajas de una enorme construcción metálica (que la mente de Arturo dijo que era un camión),
podrían verlo y alertar a toda la comunidad. Pero, por otro lado, dos victimas eran mucho mejor que una...
Así que Zoth, suspendido a unos siete metros de altura, en medio de la ciudad de Barcelona, y rodeado de negras ventanas que contenian
en su interior a los dormidos e ignorantes habitantes de la urbe, conjuró a las negras sombras que rodeaban a las dos personas. Estas se
revolvieron y se agitaron, dispuestas a obedecer las ordenes de su unico señor, de su amo, de su dios.
Pero aun no era el momento, primero tenía que pasar el joven, al
que las negras alas de la muerte y la desolación habían rozado, y que continuaba caminando, ignorante y despreocupado, seguramente
camino de su casa.
En ese momento, nuevamente, algo se agitó dentro del mortal y
maldito cuerpo del humano, un sentimiento que no conocia y que le
conminaba a no atacar a los dos miserables humanos, que, entre roncos susurros, transportaban cajas de un lugar a otro.
Pero esta vez era un sentimiento debil, un sentimiento que le sería
muy fácil superar. Pero, de todas formas, no era normal, que él, Hyartagorzoth el señor de la oscuridad, Hyartagorzoth el impío, tuviera
sentimientos como estos. Sin duda, era debido al cuerpo del humano y a la consciencia que lo había habitado con anterioridad, que habían dejado
algún resquicio de pensamiento que ahora interfería de alguna forma con su voluntad.
Era igual, no tenía tiempo en esos momentos de pensar en ello, lo
dejaría para más adelante, ahora tenía otros asuntos de los que ocuparse. El joven dobló la esquina y Zoth sonrió, ahora era el
momento. Las sombras se lanzaron contra los dos hombres y rebulleron
entre ellos. Estos, sorprendidos, soltaron las cajas, que sin conseguirlo, intentaban transportar al interior de la tienda. Las cajas cayeron al suelo
con un ruido sordo, esparciendo su contenido de verduras y hortalizas, por el suelo. Rojos tomates y verdes lechugas comenzaron a rodar por
entre los pies de los dos hombres, que se movian freneticamente, con los brazos alzados a la altura de la cabeza, intentando liberarse de unas
sombras intangibles, que se arremolinaban a su alrededor, asfixiandolos y constriñendolos.
Los dos hombres, en un intento desesperado por librarse de las
sombras asesinas, se movían de ací para allá, chafando lechugas y tomates, mientras emitían desgarradores gritos de dolor y horror, que
morían, futílmente, cuando intenban traspasar la negra barrera de sombras.. El suelo pronto se tiñó de rojo y verde, casí como si hubieran
chafado a un pequeño extraterrestre, pero las sombras seguian
danzando y agitandose, zarandeando y oprimiendo a los dos hombres.
De repente, la presión que ejercían las sombras aumentó mil puntos, y, los débiles craneos humanos, que no aguantaron la presión,
saltaron en todas direcciones.
Fue realmente horroroso.
Los dos cerebros saltaron hacía todos lados, así como lo haría una sandía chafada por una maza. La calle, los coches de alrededor, y las
diversas tiendas y edificios, que poblaban la zona donde se encontraban
los dos hombres, quedaron enseguida plagadas de pequeños trozos de cerebro y cráneo, adheridos a ellas. Así como de la ingente cantidad de
sangre que salió disparada, cuando el lugar que ocupaba junto al resto
de la cabeza, se vió invadido por unas, negras y demenciales, sombras.
Los globos oculares, saltaron de sus cuencas, en cuatro direcciones diferentes, cuando estas se constriñeron y se replegaron
sobre si mismas, debido a la tremenda presión ejercida por la oscuridad. La piel, que antes cubriera el cráneo, quedó colgando del cuello de los
dos hombres, como una dantesca y horrible mascara inútil. De los dos cuellos, ahora vacíos de la carga que habían de soportar día a día,
surgían pequeños geíseres de líquido carmesí, acompasados al ritmo de un estúpido corazón que se aferraba, inutilmente, a una, cada vez más
extinta, vida.
Los cuerpos estuvieron durante unos segundos más inertes, de pie y sin vida, y las sombras a su alrededor, bullían y rebullían, danzaban y
se movían de un lado hacía otro, expectantes y ansiosas.
Las sombras, aparentemente sin causa y aun más frenéticas que
antes, se alejaron de los cuerpos y se elevaron al cielo infinito, diluyendose con la oscuridad. Los dos cuerpos cayeron al suelo, con un
horrible sonido sordo, y, la roja sangre se mezcló con la verduras y hortalizas, tomates y lechugas, chafados y sucios, meclados con trozos
de craneo y cerebro, y dos pares de ojos que miraban ciegamente en cuatro direcciones distintas.
Zoth disfrutó con el espectaculo, hacía tiempo que no veía una
cosa tan divertida y colorida. Los dos cráneos estallaron en un pandemónium de color y viscosidades voladoras, que lo fascinaron. A los
pocos segundos de estallar las dos cabezas, las almas escaparon de sus, ahora muertas, carcasas. Zoth lo vió con toda nitidez, dos entes de luz,
blanca y prístina, dos almas humanas completamente puras. Las
sombras las atraparon, después de un pequeño forcejeo, y se elevaron en la noche con ellas. Las transportarían a la Oscura Sima, donde su
blancura y pureza, sería transformada en oscuridad y corrupción, para que así, pudieran servir a los elevados designios de El Oscuro.
Cuando las sombras se fundieron con la oscuridad, Zoth, sintió un
intenso y profundo dolor en la boca del estomago, la contracción involuntaria de un músculo, seguida de un profundo pinchazo y una
horrible arcada. Se llevó los dos brazos a la barriga, y se dobló sobre sí mismo, expulsando un asqueroso y denso caldo, que le quemaba la
garganta, cuando surgía, arrasador, por ella. El denso caldo, plagado de
grumos, cayó al suelo desde una altura de siete metros, con un horrible sonido chapoteante. Bilis y sangre, se mezclaron con tomates y
verduras, restos de cráneo y de cerebro, conformando un espectáculo
digno de no ser visto jamás.
"Pero que demonios me está ocurriendo ---pensaba Zoth, mientras el oscuro y abrasador líquido surgía de la débil garganta del
patético cuerpo que ocupaba--- Soy un ser todopoderoso y atemporal, mi materia está mas allá de cualquier imaginación y poder humanos.
¡¡No me tendría que estar ocurriendo esto!! Maldita sea, la Gran Nada se arrancó un pedazo de su cuerpo para darme forma, durante mil
momentos me alimentó con su propia prole, hasta que mi materia fue lo suficientemente poderosa para valerse por sí misma. Desde ese día,
nunca, hasta hoy, había sufrido una humillación tan fulminante y total, por no decir, que nunca había sentido nada de nada, excepto el ansía de
poder, y el placer de tenerlo. Hasta que he aterrizado en este miserable planeta, y me he zambullido en este patético cuerpo humano, cargado
de sensaciones y recuerdos que ya tendrían que estar olvidados. Pero
mi esencia es demasiado poderosa para verse contrariada por vagos recuerdos o confusas sensaciones ya olvidadas, tiene que ser algo más,
tiene que ser otra cosa..."
Las arcadas fueron menguando poco a poco, y el líquido, marrón oscuro moteado de rojo, cesó de surgir de su garganta lentamente. Se
limpió los sucios labios con la manga de la, ahora un poco raída, túnica, y estuvo escupiendo un buen rato para librarse del repelente sabor que
tenía en la boca. Realmente, esto no era lo que se suponía hacía un ser todopoderoso. Poco a poco, Zoth fue adoptando un porte más digno, y
después, mentalmente, llamó a sus oscuras aliadas, para que lo transportaran al lugar de invocación. Tenía mucho sobre lo que meditar,
y muchas cosas que aprender de este maldito cuerpo humano.
Esta vez, el viaje no fue tan de su agrado como la vez primera, ya
que esta vez, funestos y aterradores pensamientos poblaban su milenaria mente, haciendo que, por primera vez, esa alma atemporal se
estremeciera de miedo.
Pasó como una exhalación por sobre edificios y parques, mientras el frío viento invernal, penetraba, implacable, por la fina túnica negra, y
se cebaba en el, cada vez más enfermo, cuerpo de Arturo.
Tenía que haber algo que fallaba, pensaba Zoth, en una situación normal, las patéticas restricciones del débil cuerpo no habrían afectado
lo mas mínimo a su esencia. Pero había ocurrido, por alguna razón que
escapaba a su extensa comprensión, había experimentado sensaciones y vivencias indignas e incomprensibles para un ser como él, pero estaba
dispuesto a que no le volviera a ocurrir nunca. Y con esta intención
aterrizó en el lugar de invocación, atravesando la negra barrera de oscuridad que se extendía de un lado a otro de la ventana. Una negrura
infinita reinaba en el lugar, exactamente como cuando Zoth lo había abandonado. Mas, para sus sentidos superiores, adaptados al cuerpo de
Arturo, esa oscuridad era tan gratificante, casi, como estar en su propia negra sima. Distinguía perfectamente cada objeto de la estancia,
percibía cada color como un distinto matiz del gris, y la estancia se le presentaba en una acogedora escala de grises. Se sentó justo en el
centro del circulo que Arturo había dibujado el día anterior. Estaba un poco intranquilo, sentimiento que no era nada común en un ser como él,
pero no podía evitarlo. Iba a introducirse en el subconsciente del cuerpo que habitaba, para ver que demonios era lo que estaba produciendo
unos sentimientos y unas sensaciones tan horribles en él, un ser atemporal.
Cerró los ojos y dejó que su esencia vagara a planos inferiores de existencia, planos inferiores e interiores, planos en los que no estaría
solo, planos en los que no sería atemporal ni todopoderoso, planos en los que podía encontrarse con cualquier cosa, cualquier cosa...
Zoth, Arturo y Dormah
Cuando Zoth abrió los ojos se encontró en un paraje que creía que
no volvería a ver, hasta que el universo se replegara sobre sí mismo, y las constelaciones y galaxias, estrellas y planetas, se estrellaran unas
contra otras, destrozándose y despedazándose, en pequeñas y diminutas partículas, que luego se unirían para formar un gran todo,
que albergaría a los seres como Zoth y sus elegidos, para que observaran y comprendieran el desarrollo de este universo imperfecto, y
así pudieran crear la raza perfecta, que serviría de alimento a la Gran Nada, en su proceso definitivo de expansión, para llegar a ser el Todo
Supremo.
Mas ahora se encontraba nuevamente en ese lugar que creyó no
volvería a ver jamás. Era ligeramente diferente, pues un resplandor blanqui-azul surgía del horizonte (un resplandor antes no había
exsistído), que dotaba a todo el paisaje de tono diferente al que estaba
acostumbrado a ver. Pero no cabía duda, era el lejano planeta Rotz, donde en tiempos inmemoriales Hyartagorzoth el Oscuro había
conseguido sus mayores triunfos. De alguna forma que Zoth no llegaba a comprender, aun, el subconsciente de Arturo había recreado, casi a la
perfección, un lugar que había existido, y dejado de existir, millones de años antes de nacer.
Zoth era ciego. Como solo se preocupaba de si mismo y su propio
poder, no alcanzaba a ver más allá de él. O mejor dicho, todo lo que no fuera para aumentar su propio poder le daba igual. En ningún momento
se había parado a pensar, como, un ser como Arturo, un simple mortal sin conocimientos ni experiencia suficientes, había sido capaz de invocar
a un ser como Zoth, que estaba más allá de cualquier pervertida y demente psique humana. Tampoco le importaba, el mero hecho de estar
en este planeta ya era suficiente para él, estaba tan pagado de sí
mismo, que no creía que nadie en este miserable planeta podría oponerse a su voluntad. Pero ahora, había experimentado el miedo y el
dolor humanos, así como el amor, y su confianza era como un muro de hielo en medio del desierto, cada vez menos sólida. Y así, con paso
inseguro y vacilante, avanzaba Zoth por esos parajes, en los que había obtenido su máximo esplendor, y donde sus mayores victorias se habían
fraguado.
Altos riscos se erguían amenazadores, tocados de un misterioso e irreal halo blanqui-azul. La tierra, árida y sin ningún tipo de vegetación,
estaba tocada del mismo halo, que hacía que los pasos de Zoth, fueran aun más vacilantes, cuando divisó la Negra y Oscura sima, ahora la
blanqui-azul sima, que se abría, enorme y horrible, como unas tremendas fauces dispuestas a devorar su esencia, a unos quinientos
metros delante de él. Nunca había estado tan atemorizado, en realidad,
nunca hasta ahora había estado atemorizado, hasta que había llegado a este maldito planeta con sus patéticos humanos, sus fantasías (presa de
una de las cuales estaba ahora) y sus ilusiones. Pero ahora ya no había vuelta atrás, el era Hyartagorzoth el Oscuro, y no podía ser vencido con
tanta fácilidad. En realidad, no podía ser vencido.
Y con este pensamiento, un poco más reconfortante, se dirigió a la sima blanqui-azul. Negras sensaciones surgían de la sima, y se
extendían e impregnaban la tierra de alrededor, pero Zoth no se amedrantó y continuó avanzando. Una negra rampa se abría ahora ante
él. Zoth se armó de valor y comenzó a bajarla. Se adentraba, con un
ángulo bastante pronunciado, en las profundidades de un subconsciente plagado de recuerdos y peligros, y Zoth no podía divisar el final.
Conforme iba avanzando, siempre hacía abajo, iban surgiendo
ramificaciones hacía la derecha y hacía la izquierda, Zoth las ignoraba, pués sabía que la solución se encontraba abajo, en lo más profundo de
la sima.
Las rugosas paredes de la sima, palpitaban con un fulgor blanqui-azul, como el del horizonte, que crispaba los nervios de Zoth,
afortunadamente, todo estaba en silencio. Y así continuó durante mucho tiempo, mientras Zoth avanzaba rápidamente por el inclinado pasillo,
dejando a derecha e izquierda innumerables ramificaciones del camino. El palpito de las paredes se hacía más intenso conforme se adentraba
más y más en la blanqui-azul e irreal sima.
Al fin, llegó a un punto en el que no se podía avanzar más hacía abajo. El camino quedaba partido en este punto, bifurcándose a derecha
e izquierda. Zoth se tomó un segundo para pensar, no había diferencia
aparente entre los dos pasillos, pero, sus sentidos superiores, enseguida le avisaron de que sí, había una diferencia, el pálpito de la pared de la
izquierda era más intenso y pronunciado.
Seguramente los peligros serían mayores, y también, suguramente, la solución que tanto ansiaba se encontraba en ese
pasillo. Sin dudarlo se encaminó hacía él.
El pasillo conducía a una amplia sala. Cientos de nichos se abrían en las palpitantes paredes, a los cuales se accedía por unas rampas muy
pronunciadas, afortunadamente, los habitantes que antaño durmieron en esos nichos habían desaparecido hacía mucho tiempo, o al menos, no
se encontraban en la sala en ese preciso instante. En la pared de la derecha, y bajo los nichos se abría un pasillo que conducía hacía abajo,
frente a él, se abría otro que continuaba a la izquierda. Decidió ir hacía
abajo.
Pero, cuando estaba a punto de reanudar el descenso, se dio cuenta, de que las sombras, de un color blanquecino azulado y
extrañamente irrales, danzaban y se revolvian, unas con otras, como si tuvieran vida propia. El miedo de Zoth subió un grado, aquí estaba
indefenso, ya que sus propias aliadas, sus sombras, no podían ayudarle. Tendría que hacer frente al peligro él solo, pero, ¿acaso no era un ser
atemporal y todopoderoso? Así que separó un poco las piernas y se preparó para defenderse del ataque.
Cuando bebió el apestoso caldo, que el mismo había preparado,
sintió un gran calambre en el estomago. La arcadas hicieron presa en él, que aguantó como pudo, con los brazos en el estomago. Cayó al suelo,
las rodillas se le doblaron, no aguantaban su peso. Y el estomago le dolía mucho, muchísimo. Calambres y arcadas se turnaban para asaltar
el cuerpo de Arturo. Este solo podía apretar los dientes, los brazos contra el estomago, y resistir.
De repente se sintió fuera de su cuerpo, y el dolor pasó. El, ahora
vacío, cascarón en el que antes habitara, se encontraba a unos 4 metros por debajo de él (lo que significaba que estaba flotando, suspendido en
medio de la oscura habitación), retorciendose de dolor, en el suelo y doblado en posición fetal, con los brazos a la altura de la barriga. Un
rayo iluminó la noche, y las sombras se alejaron un poco de la habitación, Arturo pudo ver como su cuerpo, allí abajo, se quedaba
quieto. Los dolores debían haber remitido, seguramente ya había
muerto. Así, tristemente, terminaba su aventura, había fracasado estrep...
Un momento, los párpados se habían abierto, y, en los ojos,
brillaba un fuego como nunca jamás se había atrevido a imaginar. Era un fuego negro, que consumía la luz (y la cordura), allí donde el ser que
había poseído el cuerpo de Arturo, posaba la vista. Las sombras se agitaban y se inclinaban bajo esa terrible mirada. Arturo pudo verlo todo
con infinita claridad, en este nuevo estado de consciencia; el ser les había dado una orden, y, ahora, las sombras se dirigían velozmente
hacía él. Solo que de repente no estaba solo. Novecientas noventa y nueve almas, que eran una sola en diferentes etapas, lo rodeaban y le
proporcionaban cobijo y seguridad. De repente, Arturo supo que las sombras no tenían nada que hacer. Siglos de dolor habían curtido esas
almas que ahora lo rodeaban y lo protegían.
Dormah, la primera encarnación, el que más tiempo llevaba
sufriendo, se adelantó ---dirigiendo una funesta mirada al ser que habitaba el cuerpo de Arturo--- y pronunció una palabra. Todas las
encarnaciones reaccionaron al unísono, como si fueran una sola. Se abalanzaron sobre las sombras, rodeándolas y asfixiándolas, privandolas
del poder que emitía la corrupta esencia de su amo. Las sombras desaparecieron bajo el fantasmal fulgor que emitían las encarnaciones,
que los rodeaban por los cuatro costados, y que les imposibilitaban el movimiento.
Las encarnaciones desaparecieron, haciéndose más y más transparentes, hasta que fueron completamente invisibles, cuando su
misión hubo terminado. Tan solo quedaron Dormah y Arturo, y, abajo,
el ser que había poseído el cuerpo de Arturo, apoyado en la ventana, observando la ciudad, nueva y desconocida para él, que se abría ante
sus ojos, rebosante de vida.
El ser no se había dado ni cuenta, estaba demasiado seguro de sí mismo, confiaba demasiado en el negro poder de sus sombras o creía
que Arturo era simplemente un mísero mortal sin ninguna posibilidad de escapar a su poder.
Pero había escapado, gracias a la ayuda del viejo.
---Aun nos falta lo más difícil ---dijo Dormah, aunque no con la
voz sino (más bien) telepaticamente--- tenémos que volver a introducirnos en tu cuerpo, Arturo, no podemos dejar que Zoth
deambule por esta ciudad a su antojo. Pero he de advertirte, es muy
probable que advierta que intentamos volver a introducirnos en ti, y, en ese caso, tomará medidas al respecto, y no se si esta vez podremos
hacerles frente...
---En ese caso ---Dijo Arturo, que por lo ventana, o quizá por un presentimiento, había advertido que Isara y su novio se acercaban,
cogidos de la mano, a la oscura portería---, ha de ser ahora...
Dormah comprendió al instante a lo que se refería Arturo, por algo llevaba mil siglos enamorado, pensando en esa persona, y asintió con
un pensamiento. Los dos se lanzaron en picado y se introdujeron en el cuerpo. Una desagradable sensación agitó todo el espíritu de Arturo
cuando volvió a tomar contacto con la carne y la sangre. Era una sensación de rechazo y repulsión, aunque por debajo flotaba una gran
pena, pero Arturo se hizo fuerte, el amor le impulsaba, pensó.
De pronto lo volvió a ver todo a través de los ojos de su antiguo
cuerpo, había pasado, pero era como si, de pronto, estuvieran en un inmenso, abovedado, y desierto cine. A unos 25 metros de él, de pronto
se dio cuenta de que Dormah estaba a su lado, había una gigantesca pantalla, casi como de cine, y en ella se reflejaba lo que Zoth, siempre a
través de los ojos de Arturo, estaba viendo en ese instante. En la negra pantalla se veía dos personas, abrazadas y besandose, en un oscuro
portal. Arturo sentía el odio que emanaba de Zoth, un odio terrible e infinito. Vió un negro masíar de odio, agujeros negros, festoneados de
formas aun más negras que ellos, rebosantes de odio y maldad, que se
movían ansiosas e incansables, ávidas e implacables, sedientas del denso liquido carmesí que corría por las venas de los dos seres.
Arturo vio todo esto y no pudo reprimir que un rugido de dolor partiese su garganta. Y entonces, sintió que las negras formas, se
agitaban más y más rápidamente, como si el grito de Arturo les hubiera inflingido un terrible dolor.
"Estamos en el subconsciente del cerebro de Arturo ---Dijo
Dormah, entre susurros, situado a su lado---. Zoth está arriba, mucho más arriba. Él tiene el control de las cosas, desde su privilegiada
posición, pero nosotros podemos modificarlas desde aquí abajo. Al igual que mediante una bola de nieve, rodando cuesta abajo por una blanca
ladera, podemos formar un impresionante y aterrador alud, de la misma forma, con un simple sentimiento enviado desde el subconsciente,
podemos modificar el pensamiento racional, situado muchos niveles por encima nuestro, haciendo que este, mediante esa minúscula bola de
sentimientos, modifique radicalmente su comportamiento, forma de
pensar y de sentir. Así, mediante el amor que los dos sentimos hacía ese ser atemporal que en un principio fue Nelveth, podemos modificar la
conducta de Zoth (haciendo que el sienta lo mismo que nosotros), para así lograr que, los deseos de sangre y poder de Zoth, se transformen en
amor hacía Isara y ansía hacía su cuerpo."
Así pues los dos se concentraron en ese intimo y profundo amor que los ligaba a todos, y Arturo sintió que las negras formas se agitaban
con intensidad creciente. A la vez, también sintió que ese sentimiento, ese amor milenario, de alguna forma se transmitía a Zoth y que este
nada podía hacer hacía la pareja que se besaba, ajena al drama que se estaba desarrollando en la oscura habitación.
Estaban venciendo, penso Arturo, con una chispa de alegría, pero
al instante comprendio que no era así, las cosas no eran tan fáciles.
Hyartagorzoth era un ser todopoderoso, que existía antes de que los zast fueran más que seres unicelulares, que pugnaban por sobrevivir y
desarrollarse en un planeta árido y carente, casi por completo, de vegetación, y que sobreviviría cuando el universo se doblara sobre sí
mismo, en un caos de muerte y destrucción inimaginables. Zoth era eterno, y nunca había sentido nada parecido al amor, en realidad nunca
había sentido casi nada, excepto ansía de poder, por lo tanto era muy complicado que un sentimiento como el amor, aunque fuera tan
poderoso como el de Dormah o tan eterno como el de Arturo, hoyara hondo en su esencia. Evitaría que Zoth levantara la mano contra Isara y
su novio, que aun permanecían en el portal, pero era imposible que una
voluntad tan poderosa como esa les sirviera en sus propósitos. Hyartagorzoth no se doblegaría ante nada ni ante nadíe.
Todo esto pensó Arturo mientras se concentraba con todas sus fuerzas en un amor eterno, que parecía desquebrajarse por todos los
costados, mientras que un sudor onírico le cubría el rostro intangible. Les estaba costando controlar a Zoth, este temblaba de rabia, por que
quería asesinar a la pareja, lo deseaba con todas sus fuerzas, sentir su alma salir abruptamente de sus cuerpos.
Arturo creía que no iba a poder aguantar más, cuando Zoth se
lanzó a la negra noche, estaba enfadado y furioso, consigo mismo y con el maldito cuerpo humano. Traspasó la ventana sumergiéndose en la
noche, y la noche le tendió sus brazos y lo sostuvo en su regazo.
Arturo y Dormah habían ganado un asalto, pero Zoth no iba a quedarse de brazos cruzados, ansiaba un alma, y si no podia ser la de
estos dos seres sería cualquier otro. Las sombras lo empujaron a toda
velocidad por el negro cielo, sobrevolando los silenciosos edificios de la dormida urbe. Iba cavilando acerca de lo que le había ocurrido esa
noche. No los había descubierto, pero sabía que algo raro estaba pasando, algo que de momento se le escapaba.
De pronto sus ojos se fijaron en una víctima, y Arturo y Dormah
enseguida supieron que estaba condenada. Zoth voló cerca de los edificios, en la siguiente calle por la que el chico, seguramente, si no
doblaba la esquina, había de pasar, oculto por las sombras de cualquier mirada no deseada.
Pero, por fortuna, dos fruteros estaban descargando un camión en
ese instante, y Zoth no podía matar al chico en esas condiciones. Mas a Zoth le daba igual, en vez de matar al chico, mataría a los dos hombres.
Así de simple, así de sencillo. Esperó a que el chico hubo pasado y
entonces envió a sus sombras, Arturo y Dormah intentaron impedírselo, recurriendo al amor que sentían por Isara y por toda la raza humana.
Fue imposible, la voluntad de Hyartagorzoth el Antiguo los barrió como si fueran dos simples motas de polvo. Esta no era Isara, y no tenía
problemas para acabar con ellos. No había ningún vínculo que ligara el cuerpo que ocupaba (y a Arturo o a Dormah), con las dos personas
que,charlando animosamente entre ellas, descargaban el camión.
Las sombras bulleron y danzaron en el aire y se lanzaron contra los dos hombres. Estos dejaron caer las cajas que portaban, debido a la
sorpresa. Las sombras los rodearon y los atraparon, y los dos hombres
se agitaron, infructuosamente, tratando de librase de ellas. No lo lograron, y, al final, la presión fue demasiado fuerte y los dos cráneos
estallaron, esparciendo sus pedazos a los largo de toda la calle.
Arturo no lo pudo soportar y un llanto histerico se apoderó de él,
en realidad, todo esto era por su culpa. Por su culpa y la del viejo Dormah, con su estúpido amor imperecedero. Unas figuras traslúcidas,
de luz, surgieron de los cuerpos, pero las sombras los rodearon, como habían hecho con los cuerpos, y se los llevaron a través de la noche, a
eones luz de donde se hallaban ahora.
Arturo comenzó a vomitar su dolor. Era el dolor por las dos pobres almas, que sin razón alguna, se veían condenadas a un tormento
horroroso e infinito, el dolor por el mismo, sujeto a un amor que le había impulsado a llamar a un ser diabolico y atemporal, sobre el cual
no tenía ningún control.
A su vez, su cuerpo, el cuerpo en el que habitaba ahora Zoth,
junto, aunque sin saberlo, a Arturo y Dormah, también comenzó a regurgitar, quizá en una reacción simpática con Arturo.
Arturo se quedó frío, frío y vacío, después de expulsar todo el
dolor que desgarraba su alma. Ahora, cuando esta extraña sensación se frialdad y soledad, se apoderó de él, supo lo que debían hacer. Le llegó
como un flash, quizá un flash divino, de alguno de los dioses que se oponían a Zoth, no lo sabía, y en realidad no importaba. Lo que
importaba es que ahora, al fin, sabía lo que tenía que hacer. Se lo comunicó a Dormah. Este asintió, había comprendido.
No tenían mucho tiempo, así que se pusieron manos a la obra.
Las sombras atacaron, Zoth alzó sus poderosos brazos para defenderse de ellas. Las sombras golpearon a Zoth en el pecho y le
lanzaron hacía atrás. La fuerza del impacto lo incrustró contra la pared lateral, llena de nichos, que se partieron y se resquebrajaron debido al
tremendo golpe. El sonido del choque resonó en la sala con una fuerza arrolladora, que se incrustó en los timpanos de Zoth. Las blaqui-azules e
intangibles sombras se volvieron a lanzar al ataque, Zoth se acurrucó en el suelo, aun aturdido debido al tremendo impacto. Esta vez las sombras
le golpearon en mil puntos diferentes, haciendo que todos los nervios, que no tenía, estallaran en llamaradas de ardiente dolor, entonces estas
le rodearon y se apretaron contra él, ahogándolo. No podía vencerlas,
no entendía que estaba pasando, pero el poder que alimentaba a estas sombres quizá fuera incluso más antiguo que él mismo. Pero eso era
imposible, estaba dentro de un cuerpo humano, explorando una
consciencia inferior, en busca de algún recuerdo entrometido. ¡Esto no podía estar pasando! ---pensó, frustrado, Zoth.
Pero entonces, cuando las sombras estaban en el momento álgido
de su opresión, algo, quizá la parte de materia de la Gran Nada de la que surgió Hyartagorzoth, despertó en él. Y ese algo le dijo que era
superior, que podía vencer, que tan solo tenía que creerselo. Y Zoth se lo creyó, era parte de la Gran Nada, había sido forjado a partir de ella, y
ninguna sombra blanqui-azul podría vencerle. Jamás.
Las venas del cuerpo intangible que era Zoth se incharon con una fuerza sorprendente, los brazos y las piernas, el tórax y el cuello, todos
los musculos de ese cuerpo psíquico que habitaba temporalmente Zoth, hicieron fuerza hacía el exterior, destrozando sin remisión el capullo en
el que las sombras lo habían envuelto, y que lo estaba asfixiando. Las
sombras salieron disparadas en todas direcciones, debido a la tremenda fuerza ejercida por Zoth, y chocaron contra nichos y paredes,
desapareciendo, como si las atravesaran.
Zoth se quedó con una rodilla incada en el suelo, estaba exahusto, y no se podía casi ni mover, pero la chispa de la Gran Nada (si es que
era eso) que se había despertado en él, lo obligó a levantarse y a moverse. Quería atrapar a cualquiera que fuese el que había intentado
doblegar la voluntad de Zoth el Descendiente de La Gran Nada, por que ahora estaba seguro de que había tenido que ser alguien, no sabía
quien, aunque por la fuerza del ataque de las sombras, sospechaba de algún maligno y antiguo dios, alguien a quien ya se habría enfrentado
con anterioridad, que, enterado de su estado de debilidad, le había atacado. No sabía que dios podía ser, ya que había muchos y Zoth
estaba enemistado con la mayoría de ellos. No lo sabía pero lo
descubriría. De eso estaba seguro.
Se lanzó a toda velocidad por la rampa que conducía hacía abajo, estaba seguro de que ya estaba cerca del final y aceleró el paso. Estaba
enrabiado, le habían atacado y eso no podía quedar así.
Giró una esquina y entonces lo vio.
Era un inmenso templo negro, que se abría, imponente, en el suelo de la sima. Cuatro negras torres se elevaban, amedrantadoras, en
la negra oscuridad, mientras que un fantasmagórico palpitar blanco-
azulado surgía de ellas. En el centro de ellas, una cúpula picuda, se abría, imponente y gigantesca, arropada por las torres. El palpitar en
esta era brutal, tanto que hacía palidecer el de las torres, aquí era
donde se concentraba la energía que alimentaba el horroroso sueño en el que se había introducido Zoth. Aquí estaban las respuestas a las
preguntas por las que había arriesgado, aunque sin saberlo, su esencia inmortal.
Por un momento penso que lo mejor era no entrar, que en
realidad no le importaba nada; encontrar las respuestas, controlar el cuerpo, conseguir almas. Por un momento no significaron nada, lo único
que le importo, durante ese horroroso instante, fue huir. Alejarse del negro templo que parecía abarcar toda la estancia, que parecía abarcar
todo en lo que se posara su vista. Fue un instante, después, la parte de su esencia que era la heredera de la Gran Nada, y que se había
despertado hacía poco, se impuso y el miedo desapareció. Era un ser todopoderoso, era Hyartagorzoth, El Heredero de La Gran Nada, y no se
amedrentaba ante ningún ser, mortal o inmortal, mucho menos iba a
hacerlo ante un simple templo, por muchos temores que despertara en su alma, ni ante los vagos recuerdo que encerrara, por mucho que el
temible palpito que surgía de la cúpula le hiciera pensar más en algún temible poder contrario a él que en un vago recuerdo. Así que adelantó
un pie insustancial, fue el primer paso y fue díficil, pero después de este vino otro y otro, y al final, se encontró encaminándose hacía la
obertura, de la cual surgia, como no, un omniscente fulgor blanco-azulado, que hacía las veces de entrada del irreal templo.
Apoyó una mano en el vano de entrada del templo, sintió la piedra
fría, muy fría y rugosa, echó una ojeada al interior, pero no pudo ver nada, excepto el eterno resplandor, así que, sin darse oportunidad de
recapacitar, se metió dentro de un salto.
Isara, Arturo, Nelveth, Dormah y Hyartagorzoth
Lo que vió Zoth cuando entro en la inmensa estancia abovedada, no era ni mucho menos, lo que esperaba ver. Dos figuras estaban
plantadas en la inmensa estancia vacía, como si estuvieran esperandolo.
No eran dioses, y su poder era ínfimo. Eran simples mortales que se resistian a la muerte con una tenacidad asombrosa, pero no eran más
que eso, mortales.
Zoth vió que uno de ellos pertenecía a la, hacía tanto tiempo
extinta, raza zast. Era realmente impresionante que un mortal consiguiera, de alguna forma que el eterno Zoth aun no entendía del
todo, hacer perdurar su esencia durante miles de siglos, tal y como parecía haber hecho este. Entonces Zoth recordó quien era este zast, y
recordó su nombre, Dormah, el que le había hecho conseguir, junto a su hembra, la victoria final y definitiva. El que, arriesgándose a si mismo y
a su amada, había entrado en la profunda sima de los Azoshi y había llegado hasta el antiguo templo donde las negras sombras de Zoth se
retorcían y gemían, presas de un dolor y sufrimiento eternos. Y ahora aquí estaba él, en un templo como el que una vez se levantara sobre el
planeta Rozt, con un ser que durante un tiempo fue su mayor y mas glorioso sacerdote y, al lado de este, un humano, exactamente el
humano que antes habitara el cuerpo que ahora poseia Zoth (un
humano que en teoria tendría que estar en la Oscura Sima, alimentando su negro poder). Ahora si que comprendió, al fin, como había
conseguido Dormah mantener viva la llama de su existencia. Comprendió, de que manera tan inteligente había burlado las barreras
del tiempo, que arrastraban a su paso todo indicio de vida mortal, y entonces si que sintió el poder que emanaba de las dos figuras,
plantadas en medio de la vacía sala. Y entonces si que sintió temor, por que, aunque no sabía cual era la fuerza que había impulsado a Dormah
a resistir de esa forma tan antinatural el paso de tiempo (aunque, vagamente, la venganza se le perfilaba como un buen alimento para la
ardiente llama que prendía, inconsumible, en su interior), si sabía que Dormah se había hecho a si mismo eterno y atemporal, como lo era el
mismísimo Hyartagorzoth, y eso lo llenaba de un pavor terrible, puesto que no sabía realmente de lo que podía ser capaz Dormah. Por eso,
debido al gran miedo que consumía su alma, Zoth buscó dentro de él las
debilidades que, antaño, había tenido Dormah.
Una imagen se le presento rauda en la mente, la imagen de Nelveth, la amada de Dormah. Zoth, hizo lo unico que se le ocurría
(pues ahora pensaba que Dormah era el brazo ejecutor, o bien de su propia venganza hacía él, o bien de la venganza de algun ser más
poderoso, que había dotado a Dormah del poder de una semi-inmortalidad y utilizaba el odio que Dormah sentía hacía él para
destruirlo), conjurar en esta estancia la esencia de la desaparecida Nelveth. Se concentró en el eterno cosmos y en la Gran Nada, mas allá
de todo y de todos, intentó rescatar de ella la esencia de Nelveth, la
joven Zast que murió terriblemente hacia tanto tiempo, miles y miles de esencias pertenecientes a miles y miles de hembras zast, todas ellas
distintas y horrorosas, putrefactas y hediondas, pasaron ante sus ojos, y
la corrupción y caos reinante en la eterna nada lo tranquilizó un poco, más no encontró lo que buscaba.
---Zoth ---la voz de Dormah rugió, poderosa, en la sala,
levantando ecos.
Hyartagorzoth se sobresaltó e interrumpió su búsqueda, miró a Dormah a los ojos, que parecían dos brillantes tizones que absorbían
toda la desdichada luz que ante ellos se atrevía a pasar, y entonces supo en que se estaba equivocando, si Dormah era atemporal, quizá
Nelveth también lo fuera. Entonces volvió a cerrar los ojos, haciendo caso omiso de Dormah y Arturo, y comernzó de nuevo la busqueda.
Esta vez, su consciencia no se dirigió tan lejos, y buscó en el
planeta en el que había nacido Arturo, a partir de aquí, abarcaria el
sistema solar, la galaxia, y todo el universo.
No hizo falta tanto, la encontró en el planeta natal de Arturo, estaba oculta bajo una esencia humana, en el subconsciente del cuerpo,
pero para Zoth no fue problema encontrar lo que buscaba, una vez que lo supo.
Cuando la hubo encontrado la conjuró, quería traerla a la mente
de Arturo, a su subconsciente, para utilizarla contra Dormah. Expandió su esencia, esta se extendió por el cielo y culebreo hacia su objetivo, se
introdujo en la mente de la humana y obligó a Nelveth, sumida en un profundo sueño, a seguirlo. No había otra opción.
Cuando Zoth volvió a abrir los ojos había otras dos personas en la inmensa estancia, llenando un poco el vacío que la falta de mobiliario
producía en ella. Una era Nelveth, y la otra debía ser la humana en la que estaba oculta Nelveth, que de alguna forma, y al igual que el
desgraciado de Arturo había quedado irremisiblemente involucrada en la trama.
Entonces, Zoth vio que su plan había funcionado, pues Dormah
cayó de rodillas al suelo, sollozando, mientras se llevaba las manos a la cara. Nelveth lo miró con dureza, más no dijo nada. Isara estaba
frenética, pues nada comprendía, miraba hacía todos lados con los ojos
abiertos como platos y una demencial luz brillando en sus pupilas. Arturo decidió acercarse hacía ella, para consolarla, y así, consolarse en
parte el mismo. La rodeó con sus brazos, y, al principió, ella intentó
liberarse, mientras tenues gemidos, horripilantes, surgían de su garganta, pero al poco, la presencía de Arturo fue acogedora, y Isara se
resguardo en sus brazos, una extraña paz, distante e irreal, se adueño de los dos, que por un instante, saborearon la felicidad.
Y entonces, la fría armadura bajo la que se ocultaba Nelveth se
rompió, y un grito, lleno de angustia y dolor, partió su garganta; esto fue, simplemente, lo que dijo:
---¿Por qué? ¿Por qué, Dormah, Por que?
Y entonces fue el turno de Dormah de emitir un gemido
desgarrador, el dolor, un dolor infinito y apabullante, le traspasaba y le cercenaba cada fribra de su esencia.
Se levantó y abrió los ojos, y el odio y el amor estaban prendidos de esa mirada, y, entremezclados de tal manera, que uno pensaría que
para ese ser eran la misma cosa. Y Zoth, que hasta entonces había estado al margen de la situación, viendo como se desarrollaban los
actos, supo que era su momento de entrar en escena.
---Él me engañó, Nelveth ---dijo Dormah, y señaló a Zoth; Isara y Arturo lo observaban todo aun abrazados---. Nos utilizó a los dos para
lograr sus malditos propósitos, para aumentar su maldito poder. Nos llevó hacía nuestra propia muerte, sabiendo que no teníamos posibilidad
de escapatoria, simplemente para que su negra sima se viera incrementada y su negro poder alimentado. Pero mi amor por ti, y un
juramento eterno (así como un odio no menos eterno), me hicieron vencer a la muerte, Nelveth, y, durante siglos y siglos, preñados de
dolor y sufrimiento, te he estado buscando, intentando encontrar tu
amada esencia. Por tierras sin vida, y por parajes de terror, por verdes campos y por el negro vacío infinito, durante decadas enteras, vagado
en la oscuridad, solo, por que sabía, que al final del camino me esperaba una luz, Nelveth, tu luz. Durante tanto tiempo te he buscado,
y ahora que por fin estas aquí, las palabras, durante tanto tiempo estudiadas, se me traban en la garganta... Te quiero Nelveth, siempre
te he querido, y siempre te querré, pero, tan solo puedo decirte, perdoname.
»Perdoname por ser un estúpido y por no hacerte caso,
perdoname por creer en un Dios Traidor y no creer en ti y en mi amor.
Entonces Dormah se llevó la palma de la mano abierta a los labios
y capturó un beso, el ultimo beso, con un dulce ademan y con una
expresión de eterno amor en los ojos, abrió la mano, en la que había atrapado el beso, y sopló, en dirección a Nelveth.
---Adios, amor mio ---dijo Dormah, las mejillas de Nelveth, así
como las de Isara y Arturo, estaban anegadas en lagrimas de amor y dolor, de paz y comprensión---, ahora haré lo que hace tanto tiempo
debí haber hecho.
---NOOOOOOOOOO ---gritó Nelveth, desesperada, pero Dormah ya no podía oirla
Zoth observaba la escena con un rictus de cinismo en los labios,
rictus que se transformó en una mueca de terror, cuando vio lo que Dormah se proponía hacer.
Este, después de despedirse de Nelveth, comenzó una frenetica carrera hacía Zoth, y conforme Dormah iba avanzando metros, a su
alrededor y detrás de él, iban surgiendo todas y cada una de las encarnaciones que le habían representado en uno u otro tiempo, en este
o aquel mundo. Todas y cada una de ellas mostraban el mismo amor que Dormah exhibía en su mirada, y asimismo, también tenían la misma
expresión de odio deformando sus facciones. Todos ellos gritaban con demencial frenesí, mientras avanzaban, en estampida, hacía Zoth. Este
permanecía quieto, inmóvil, completamente paralizado por el horror que la tremenda masa de gente que se le avecinaba, despertaba en su
interior.
Y entonces los cuerpos empezaron a brillar con un fulgor blancuzco-azulado, que privó a Zoth de todo lo que le pudiera quedar de
la Gran Nada, y que le hizo comenzar a gritar de terror, al tiempo que
los gritos de Nelveth aumentaban un punto, y se les unían los gritos de, los ahora también horrorizados, Isara y Arturo.
Y entonces Dormah se lanzó contar Zoth, y lo mismo hicieron
todas sus encarnaciones, emitiendo un salvaje aullido de triunfo. Y, durante un instante, todos estuvieron en el mismo lugar y a la misma
vez, formando un todo confuso y remolineante. Solo fue un instante, por que después, un tremendo estampido de luz blancuzco-azulada barrió la
estancia, cegando instantáneamente a las tres personas que aun quedaban en pie en ella. Fue una explosión insonora, por lo que en todo
momento se escuchaban los gritos de Nelveth, que al ocurrir la
explosión se transformaron en sollozos.
Durante unos instantes, la luz quedó suspendida en la sala, como
resistiéndose a marcharse, pero, enseguida, las sombras de la estancia hicieron presa en ella y la ahogaron con ávida oscuridad.
El silencio de la estancia tan solo era roto ahora por los
desgarradores sollozos, que rebotaban en las paredes de la inmensa sala abovedada, como burlándose de ella de Nelveth, esta, con las
manos en la cara, intentaba fútilmente calmar su eterna pena, durante tantos siglos hundida en las brumas del recuerdo, y que ahora surgía
con renovada energía.
Arturo y Isara, desenlazaron sus cuerpos (que aun estaban unidos en un fuerte abrazo) y, cogidos de la mano, se dirigieron hacía Nelveth,
y los tres se abrazaron. Permanecieron así mucho, muchisimo tiempo, y ninguno de ellos sabría decir cuanto.
Solo sabían que fue el tiempo suficiente, el tiempo justo, el tiempo necesario para que Nelveth dejara de lado la gran pena que sentía, para
enfrentarse al, aun más, cruel destino.
Y cuando Nelveth estubo preparada, se separó y les habló, mientras que ellos aun permanecían unidos
---Mi eterna existencia ha llegado a su fin ---dijo Nelveth, con una
voz ahora tranquila, sin un matiz de miedo--- Después de siglos enteros de sufrir en silencio y sin saberlo tan siquiera, ahora, al fin, el eterno
descanso me es concedido. Me gustaría mucho poder darle las gracias a Dormah, por que ahora comprendo lo intenso que debe haber sido su
sufrimiento, la desgarradora soledad, que, durante cada instante de su larga existencia, debe haberle acompañado. Ahora lo se, pero aun no he
perdido las esperanzas de poder agradecérselo... En cuanto a vosotros,
cuando despertéis, una nueva vida se abrirá ante vuestros ojos. Ahora, quizá, sentiréis más profundamente la soledad, por que ahora,
realmente, estaréis solos. Dormah y yo nos habremos ido, y ya nunca más podremos aconsejaros. A partir de ahora, vosotros mismos tendréis
que tomar las riendas de vuestra propia vida y tomar las decisiones necerarias, responsabilizandoos de ellas y de vuestros actos.
»No puedo ver el futuro, aunque, presiento podéis llegar a
alcanzar la felicidad por tanto tiempo negada...
»Adiós, gracias...
Y Nelveth comenzó a desaparecer. El cuerpo de luz que la
formaba, se comenzó a hacer más y más transparente, dejando ver
cada vez con mayor claridad la pared detrás de ella. Se llevó la mano a los labios, y, al igual que hiciera Dormah, les lanzó un beso de
despedida.
Arturo bajó su mirada, y vió, que él y Isara estaban desapareciendo a la vez que Nelveth, y, cuando el beso les llegó, un
beso extrañamente sustancial, ellos también desaparecieron.
EPILOGUE
Arturo se despertó en su cama, con las sábanas revueltas, y empapado de sudor. Una expresión de intenso terror anidaba en su
mirada. Se dirigió al cuarto de baño, para lavarse la cara y el cuerpo, y deshacerse así del rancio olor a sudor que emanaba de su persona.
Había tenido una pesadilla de lo más extraña, en ella un ser de
otro tiempo (que estaba profundamente enamorado de una mujer) habitaba con él en su cuerpo, y juntos invocaban a un maldito dios de
mas allá del tiempo y del espacio. Este era un ser terrorífico, que simplemente gozaba con la muerte de los demás y el consiguiente
aumento de su poder. Al final, el ser que habitaba con Arturo, y gracias al amor que sentía por la mujer, conseguía destruir al Demonio en
nuestro plano de existencia, ya que un ser como este, todopoderoso y
atemporal, simplemente puede ser expulsado de un plano mortal hacía su negra sima, donde su materia y su esencia habitan en un negro
torbellino de locura y horror, y nunca puede ser destruido.
Cuando se hubo lavado, el extraño sueño quedo olvidado en parte, como la oscura agua que se perdía por el sumidero. Tan sólo hizo falta
un porro para que los restos del sueño, que se negaban a abandonar su cabeza, se mezclaran con la negra noche y se perdieran.
Cuando se lo hubo fumado se sintió mejor, se volvió a tumbar en
la cama y se durmió, mañana le esperaba un día agotador, tenía un
examen y tenía que descansar.
No le concedió mayor importancia al sueño, creía que no era real,
y, en realidad, quizá no lo hubiera sido.
Al día siguiente se dirigió al colegio, y el sueño de la noche pasada no era ya sino un recuerdo en el subconsciente, que se retorcía con
fuerza propia.
Todo fue completamente normal, todo, excepto una mirada. Fue una mirada directa e intensa, una mirada que evocaba desgarradores
sentimientos dentro de Arturo, pero no apartó los ojos y sostuvo la mirada, y, en su corazón, una nueva esperanza y una nueva ilusión
renacieron.
Y Arturo no relacionó esta mirada con el extraño sueño que había ocurrido la noche anterior, así como tampoco lo relacionó con la
imposible muerte de dos fruteros que estaban descargando un camión,
sobre la una de la madrugada de la noche anterior, en una calle de l'eixample de Barcelona.
No lo relacionó, y mejor era que fuese así, por que así era todo
mucho más fácil, mucho más sencillo...
---oOo---
DELIRIO EN UN ASCENSOR
Por
YIPS
Las puertas se cerraron, automaticas y silenciosas, y, como siempre, su corazon comenzó a latir, desbocado, frenético, temeroso de
horrores jamás imaginados.
Lentamente, como cada día, la cabina comenzó su eterno descenso, mientras la frente se le perlaba de sudor y las manos, con las
palmas apoyadas contras las metálicas paredes del diminuto cubículo, le temblaban.
Los familiares chasquidos, secos, metálicos y acompasados,
rebotaron, despiadados e implacables, contra las paredes de su febril
craneo, mientras el ascensor continuaba con su imparable descenso y su mente vagaba por oscuras y perdidas regiones de tenebrosos horrores
enmarcados en un demencial fuego negro.
Cada mañana, antes de entrar en la infernal cabina, se repetía que no tenía nada que temer, que era una simple máquina, pero
invariablemente, todos los dias, cuando las puertas se cerraban, con su pausada tranquilidad, encerrandolo en una camarilla donde su imagen
horrorizada le era devuelta hasta el infinito por dos espejos colocados, en las paredes laterales, uno frente al otro, un inenarrable, vergonzoso
e inconfesable terror, se apoderaba de él. El corazón se le aceleraba y los segundos le parecian horas, mientras que los minutos se alargaban
imposiblemente hasta convertirse en una desesperante eternidad.
Más cada mañana, sereno y seguro, el ascensor lo depositaba
sano y salvo en la planta baja, y las puertas de su imaginario ataud se abrían mostrando un ansiado mundo de luz y libertad.
Salía apresuradamente y con la respiración entrecortada,
jadeando y sudando prufusamente, con las facciones desencajas por un terrible miedo cerval y el horror prendido en su mirada; se dirigía al
trabajo agradeciendo a su Clemente Señora, a la Diosa del Amor, su bondad al permitirle atravesar, un día más, ese temido umbral que
marcaba el fin de su locura.
Pero, cada día, aun sabiendo el demencial frenesí de apocaliptico
terror que le aguarda en la camara, volvía, impulsado por una morboso deseo inexplicable, volvía a presionar el botón que, con un rugido, hacía
girar las ruedas de su destino portando hasta él a su más temido
enemigo.
Esa mañana no fue diferente a las demás. Se levantó a las ocho como hacia siempre y, como cada día, se lavó y se vistió, mientras
preparaba café. A las ocho y media ya había desayunado y estaba dispuesto a enfrentar los terrores que le aguardaban a lo largo del día.
Respiro profundamente, relajandose, varias veces, antes de abrir
la puerta y mirar, directamente, el objeto de todos sus terrores; al fin, cuando alcanzo el estado mental necesario, con la rapidez que da la
practica diaria, abrio la puerta y lo vio ante él, terrible e imponente, aterrador, como cada día... aunque quizá la puerta hoy fuera un poco
más grande y malévola, aunque tal vez esta mañana, la jugetona luz electrica, dibujara sombras más profundas y oscuras sobre la metálica e
hiriente superficie...
Comenzó a sudar mientras las manos arrancaban con su rutinario
baile. Como siempre le ocurria, su faz palideció, mientras sus facciones se desfiguraban; las fuerzas le fallaron y cada paso dado era una
tortura. Aun así, con la mandibula apretada en señal de determinación, logró atravesar el infinito rellano y llegar hasta la terrible puerta. Notó
las axilas empapadas de sudor mientras elevaba un tembloroso dedo que se dirigió al maligno ojo carmesí en el que unos extraños simbolos
que rezaban: "llamar" parecían reirse de él. Lo presionó, tratando de aplastarlo, y, un rugido magnificado, un murmullo más aterrador de lo
que nunca escuchara, se elevó de las entrañas del oscuro agujero en el que descansaba la máquina.
Las piernas comenzaron a temblarle, pues nunca, en toda su vida,
había escuchado un ruido tan aterrador: Era como un terrible
pandemonium, de voces entremezcladas, del que surgían imposibles alaridos de dolor mezclados con aberrantes carcajadas de demencial
alegria.
La visión se le nublo debido al terror que envargaba su ser y, por un segundo, pensó que iba a vomitar el café. Al fin, con un supremo
esfuerzo, se controló; pero cuando una luz roja se perfiló en el alargado ventanuco de la metalica puerta, al acercarse el demencial elevador, su
autocontrol se disipó y todo el inenarrable horror que sentia le surgío por la boca en forma de abrasador liquido.
Vomitó, por primera vez desde sus tiempos de juventud cuando el alcohol corriera despiadado por sus venas, en una pequeña maceta que
había a su izquierda; las verdes hojas se empaparon del abrasador
liquido que quedó goteando de ellas y del raquitico tronco, formando un pequeño charco en la negra tierra.
Escupió un par de veces mientras se limpiaba la boca con el dorso
de la mano, tratando de apartar el horrible sabor de su boca, pero el amargo, aborreciblemente amargo, sabor del vomito permaneció en su
paladar, por lo que encendió un cigarro para paliar en lo posible el horrible sabor y para, en la medida en que pudiera conseguirlo,
tranquilizarse un poco.
Cuando volvió a mirar la metalica puerta, con el ascensor esperando, ávido, tras de ella, la luz carmesí que al principio lo
impresionara tanto había desaparecido. Pero eso no importaba, por que él sabía, con toda certeza, que la luz, antes, había estado allí, y que
podía volver en cualquier momento.
Quizá por eso los dientes le castañeaban levantando ominosos
ecos en el desierto rellano, y quizá tambien por eso le costaba llevarse el cigarro a los labios, debido al exagerado temblor que dominaba sus
manos.
Se fumó el cigarro rapidamente, con avidez, dando grandes e intensas caladas y quemandolo, tratando de paliar el amargo sabor de la
bilis; al final, con una aborrecible mezcolanza de sabores en su paladar, tiró el cigarro que fue a caer justo el charco de vomitó apagandose con
un siseo.
Llevó la mano al frio tirador y respiró profundamente, tratando de apaciguar su febril mente mientras dantescas imágenes teñidas de un
intenso color carmesí atormentaban su imaginación.
La puerta se abrió con un chirrido y él entró con paso vacilante,
temeroso de los delirios que pudieran aguardarle dentro de la infernal máquina. Nuevamente respiró profundamente, tratando, sin
conseguirlo, de controlar los jadeos que lo dominaban. Cuando estubo, minimamente, más relajado, se giró y miró el panel de botones: A, 6, 5,
4, 3, 2, 1, PB, uno debajo del otro, en vertical, formando una terrible cuenta atrás, una demencial cadena que lo podría conducir a cualquier
oscura sima plagada de olvidados horrores. Los miró y se sintió
desfallecer, pues, de alguna forma, los botones lo estaban desafiando, se estaban riendo de él, de su miedo y sus espamos, del temblor de sus
manos y el castañeo de sus dientes...
Maldita máquina.
Con un supremo esfuerzo levantó la mano y presionó el ultimo
botón, el de PB, que bien podía significar Planta Baja o quizá Planeta de Belial. El botón parpadeó y quedó iluminado con una luz rojiza que se
clavaba en su cerebro, mientras que con un chasquido seco, seguido de un rugido, se ponían en marcha los engranajes, impulsados por mil
demonios, de la infernal máquina que, lentamente, con la seguridad del que conoce su destino, comenzó a descender a profundas e
inimaginadas regiones.
Como hacía siempre, apoyó las manos en la metálica pared, tratando de combatir la desesperante sensación de irrealidad que
siempre se apoderaba de él en esos instantes, buscando un frio asidero
físico en un oscuro tunel que iba pasando ante sus ojos, plagado de ocultos terrores, hacia abajo, siempre hacía abajo.
Miles de ruidos estallaban sin compasión, introduciendose en sus
oidos, extrañamente sensibles, y alarmando su hiperexcitable, febril y enfermo, cerebro. Ruidos de ominosas cadenas transportadas por
espantosos seres invisibles, chasquidos y rugidos, golpes y arañazos y, de fondo, un terrible, rugiente y amenazador, murmullo, que aumentaba
de volumen a medida que el ascensor se iba aproximando a regiones más profundas.
Darlen, el tembloroso ser que permanecia acurrucado contra las
metalicas paredes del diminuto cubículo, mientras su distorsionada faz se reflejaba hasta la eternidad en dos espejos puestos uno frente al
otro, vivia en el ático, por lo que cada día recorria de principio a fin el
terrible y oscuro hueco en el que se ocultaban quien sabe que clase de abominables horrores.
Un estridente ding, seguido de un chasquido, se hacía oir por
encima del rugido de la máquina y del resto de demenciales sonidos, introduciendose en su mente e indicandole que estaban un piso más
abajo, un poco más cerca del ansiado y temido final del negro tunel. Él los contaba, uno a uno, sabiendo que no escucharia el proximo, con la
total certeza de que lo proximo que oirian sus temerosas cavidades auditivas sería el terrible estruendo de una cálaverica señora
acompañada de un manto de oscuridad; pero siempre, después de la
sexta planta venia la quinta, con su horripilante y maravilloso ding y su chasquido inmediato, y después de esta invariablemente venia la cuarta,
anunciada por el mismo terrible sonido y esperada con un indefinible e
inexpresable horror, y así, cada día, todos los dias, llegaba, tembloroso, acurrucado, soportando un oceano de terrores insondables, a la temida
planta baja, suponiendo, casi esperando, que esta vez las puertas automáticas no se abrirían, que hoy era el día de la venganza del
infernal elevador y que lo pensaba dejar, encerrado y rodeado de oscuridad, solo y tembloroso, hambriento y desesperado, hasta que su
piel se tensara sobre sus huesos descarnados y todo rastro de pensamiento hubiera desaparecido de su cerebro, encerrado,
emparedado en vida tras cuatro frias paredes que ahogarian, inclementes, sus gritos de terror y angustia.
Pero llegados a este punto las puertas siempre se abrían, y él
salia, a trompicones, con la respiración contenida en unos pulmones a punto de estallar y una demencial, imposible y aterradora, mirada
prendida de sus ojos.
Ding.
Cha-chak.
El ascensor llegó a la cuarta planta y el terrible murmullo, casi
rugido, de los motores parecio aumentar un punto, ruidos de cadenas parecian arrastrarse sobre su cabeja y bajo sus pies, mientras que
esporadicos golpes sordos iban resonando en su cerebro y el ascensor continuaba su imparable marcha, con su pasajero acurrucado y
tembloroso, sudoroso y atemorizado, entre sus demenciales paredes.
De repente pareció escucharse un terrible y desazonador chirrido y Darlen gritó de espanto mientras se cubría las manos con la cara. El
ascensor tembló y se balanceó peligrosamente; por un momentó, en el
paroxismo de su terror, pensó que iban a caer y se vio a sí mismo en el suelo, quebrado por cien mil kilos de metal y cadenas contra el terrible
muelle del fondo, en una posición antinatural, agonizante y abandonado, moribundo y con la única compañía de su inimaginable asesino.
Pero el ascensor se detuvo de golpe y él cayó al suelo,
desequilibrado por la inercia, aplastandose la nariz entre sus manos, apretadas contra su cara a causa del terror que lo consumia, y el suelo.
Cuando abrió los ojos, sientiendo la cálida y espesa sangre correr
por sus manos, un silencio, como el que podria habitar en un
cementerio, total y absoluto, jamás roto por más nímia vibración, se había apoderado del diminuto cubículo, en el que ahora reinaba las más
absoluta y desazonadora de las oscuridades.
Por un segundo pensó que estaba muerto, pero entonces un Ding,
aterrador y chirriante, rompió el silencio y con él la cordura de Darlen, ya que no estaba muerto, sinó que tenía que haberse vuelto loco,
puesto que el ascensor (estaba absolutamente seguro de eso) no se había movido del lugar: no se oia ningún ruido de motores ni se percibia
el más leve movimiento.
Ding
Rapidamente, casi sin dejarle tiempo a pensar, un segundo ---y mucho más terrorifico que el primero--- ding rompio el imposible
silencio. Darlen ahora sin lugar a dudas...
Ding
El tercero llegó más rápido, maligno y chirriante, que sus
predecesores, y enseguida fue seguido por un cuarto, infinitamente más terrible, y un quinto, el sumum del terror, y un sexto, paroxismo de
locura, y un septimo, delirio y espasmos sin control, y así, hasta que la velocidad con que se sucedian hizo que parecieran uno solo; un único
DING infinito, eterno cómo la muerte misma, emitido por el mismo diablo, que lo transportó desde la más terrible de las locuras hasta el
abominable mundo donde incluso las locuras son meras fantasias, el mundo de la oscuridad y el absoluto vacio, el mundo de la nada eterna.
Entonces un atronador siseo rugió en sus oidos, el ascensor se
paró de golpe (¡pero sino se había movido!) y Darlen quedo chafado contra el suelo, con los brazos estirados como si estuviera en un atraco
y las piernas abiertas.
Quedó estirado, aterrorizado, débil y sin fuerzas, contra el frio y
rugoso (¿¡acaso era de piedra el suelo!?) suelo de la diminuta estancia. El eterno ding había desaparecido, el siseo iba perdiendo intensidad y
por encima de él se escucho un chasquido y un ruido como el que produciría una enorme pared de piedra, arrastrandose lateralmente por
el suelo, franqueando una puerta oculta hasta ese instante.
Darlen se levantó con esfuerzo, dolorido y sin saber que era lo que estaba pasando, pensando que se había vuelto completamente loco (ya
que pensar otra cosa sería una locura), y se cubrió la cara con las
manos, ahogando los sollozos que pugnaban por transportarle a un estado de histeria absoluta. Al fin, con mucho esfuerzo, logró
dominarse, respiró profundamente ---cómo tantas otras veces--- y abrió
los ojos.
Lo que vió en esos instantes fue lo que lo indujo, irreversiblemente, a un estado de total y completo aislamiento de todo
dialogo con cualquier ser humano; lo transportó a un irreversible estado de autismo total, en un mundo donde el silencio brillaba por sobre todas
las otras cosas. Solo mediante la hipnosis regresiva he podido ---tras mucho esfuerzo--- lograr que el paciente se comunicara conmigo; al
final, esta historia ---confusa y plagada de terrores (y seguramente también de errores)--- es lo que he logrado que me contara. Pero, lo
más terrible, lo más aterrador de todo, es lo que aun no he contado, lo que me dispongo a relatarles en las pocas lineas que restan de informe.
Esto fue lo que me contó:
Cuando abrí los ojos, la oscuridad reinaba en toda la estancia (que
ahora era de piedra) pero delante mio se abría una puerta, tras la que se vislumbraba, a traves de unos blanquecinos jirones de humo que
emergían de las paredes exteriores del cubículo y sobretodo del fondo de este, un mundo orlado de llamas, plagado de sombras danzarinas.
Supe que la noche eterna era la que reinaba en ese mundo y escuché los gritos aterrorizados, cargados de dolor y sufrimiento, de miles de
millones de voces. Una pena, un terrible dolor, se apoderó en ese instante de mi corazón y supe, con total certeza ---por lo menos creí
saber--- que me hallaba en el infierno. Había muerto, y los gritos que escuchaba eran proferidos por las gargantas condenadas a pagar sus
males en la tierra, y eran exactamente iguales a los que surgirian de mi garganta cuando el inclemente Azazel viniera a buscarme.
En muchos lugares de ese mundo, envuelto en negras llamas que cubrian toda su superficie de terrorifica oscuridad, se producían, de vez
en cuando, pequeñas explosiones de negrura, que iban acompañadas de miles de gritos de terror, tiñendo todo el espectaculo de una infinita
tristeza.
Recorrí ese mundo, ese infierno, con la mirada, triste y desamparado como estaba, y lo que ví no contribuyó a levantar mi
ánimo.
Arriba, a la izquierda del dantesco cuadro que se perfilaba ante
mis ojos, y suspendido en el aire, riendo a carcajada limpia, distinguí un ser; aborrecible y fatal ser, de piel roja y ojos negros como infinitos
pozos de locura, con un nervioso rabo, situado justo donde termina la
espalda y acabado en una especie de triangulo, que no cesaba de moverse de izquierda a derecha. El ser estaba casi doblado sobre sí
mismo, a causa de la demencial risa de que era presa, y el negro cabello le caía enmarcando su cara en un fantasmal halo de malignidad y terror.
Dos diminutos cuernos de color carmesí se destacaban intensamente en su craneo, contrastando con el cabello negro como la tez.
No tuve ninguna duda, estaba en el infierno y aquel no era otro
que el mismisimo diablo.
Con un esfuerzo aparté la mirada del ser y comencé a explorar la que, sin lugar a dudas, iba a ser mi ultima, terrible y dolorosa morada.
El cielo era de un terrible color negro, mas, el horizonte, con la silueta de una, árida y abrupta, cordillera de locura perfilada en negro ante él,
era del mismo color de la sangre.
Ante estas terribles montañas se abrian valles, bosques de
ráquiticos árboles, secos y podridos, rios que transportaban en su lecho la maldad y la locura e, incluso, aquí y allá, se distinguían pequeñas
masas de edificios, como abandonados pueblos o muertas ciudades, que bullian de dolor y desesperación.
No pude evitar fijarme en una de estas ciudades, la más grande
de todas, la más oscura y llena de maldad, aquella en la que el dolor era la más intensa de las sensaciones; y no pude evitar fijarme en ella por
que, por alguna razón, me era extrañamente familiar.
La observé, fijandome en sus edificios, tratando de hallar esos detalles que producian tan extraño sentimiento de familiaridad en mí
persona.
Entonces me dí cuenta, sin lugar a dudas.
En ese instante, en forma de ocho torres que se elevaban al cielo,
rematadas con ocho extrañas flores retorcidas, como ocho dedos que se elevaran, temblorosos y anegados de oscuridad, suplicando una
clemencia al oscuro cielo que este no habría de concederle jamás, comprendí por que esta ciudad me era tan familiar: ¡Era la ciudad en la
que había nacido y crecido! ¡Era la ciudad donde estaba mi casa y donde vivian mis amigos! ¡No estaba en el infierno, estaba en la tierra, y la
ciudad, oscura y rodeada de muerte, que veian mis ojos era Barcelona,
mi hogar!
¡Las ocho torres, que se elevaban como agónicos y desesperados
dedos, conformaban el único, inconfundible e inacabado templo de la Sagrada Familia!
En ese instante me desmayé: había visto el infierno en la tierra,
me había sido dado contemplar el, quiza inamovible, futuro, y la vitalidad me abandonó.
Cuando desperté lo hice en este hospital, tumbado en esta cama
esterilizada y emparedado para siempre entre las cuatro paredes de mi cerebro, sin posibilidad, sin ganas de escapar.
Ahora vivo en un universo creado por mí, un verde mundo de
belleza inimaginable, rodeado de naturaleza y sin rastro de vida humana; ahora soy realmente feliz.
Todo intento por hacer que Darlen despertara fue vano; yo y mi equipo médico hemos tratado de reanimarlo mediante diversos
tratamientos y todos ellos han sido inutiles. Pensamos que, quizá, un tratamiento de shock, sea lo único que pueda dar algún tipo de
resultado, aunque no sabemos si esos resultados seran positivos o negativos.
La experiencia consistiria en introducirlo en un ascensor y dejarlo
un tiempo, para que el mismo extinguiera las llamas que se abren entre su mente y la realidad, mas, como han podido leer, Darlen es feliz en su
mundo ónirico y no quiere abandonarlo, por lo que muchos temenos que no funcionaría.
Son ustedes, sus familiares, los que tienen la ultima palabra y los que deben decidir si debemos aplicarle esta drastico tratamiento o si
debemos continuar esperando.
Atentamente y Con los mejores Deseos
Dr. Hector San Juan Couper
---oOo---
LAS MONJAS
Por
NURIA
Una joven de 18 años se quiso meter en un convento de monjas, después de tres años estudios religiosos. Mirando un plano, la chica
llegó a la puerta del enorme caserón tétrico y misterioso.
Picó a la puerta y las monjas le recibieron. Esa noche, al lado de la cama, en la mesa de la habitación que le habian designado, encontró la
carta de una chica que, al parecer habiá estado en el convento hace tres años. Decía:
Querida familia, este convento está poseído por el Diablo. Las monjas no son humanas. Por las noches juegan con la ouija y no
hablan, hacen ruidos muy extraños. Ayer bajé a un sótano que hay en la habitación del piso de abajo. Intenté avisar a la chica que está en la
habitación de al lado, pero cuando entré en la habitación y vi que otra chica se estaba comiendo sus pies, miró hacia atrás y me vio. Tenía
toda la cara deformada. Bajé corriendo al sótano y abrí la puerta de golpe. Allí estaba el hombre que Reagan me describió en su historia.
Que no tenía cara, porque se la había comido de pasar hambre. Tengo
miedo. Ayer cuando intenté salir, se comió la mitad de mi brazo. Por favor venid a buscarme.
Trazy.
Allí se acababa la carta, la joven, intrigada, bajo las escaleras y abrió la puerta del sótano para ver lo que había en su interior, y al abrir
la puerta vió una cama que tenía una niña muerta atada, sin un brazo, sin ojos, y en la cabecera estaba escrito con sangre : Trazy.
La chica corrió a buscar a las monjas que estaban fuera, pero
cuando salió y miró hacia arriba, vió volar a las monjas sin brazos y sin piernas, pero cuando se dió la vuelta...
---oOo---
. Dunwich
Revista de creación literaria http://fresno.pntic.mec.es/~pgarci33/dunwich.htm
. Cuentos de terror
http://fresno.pntic.mec.es/~pgarci33/cuentos.htm
_eof
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