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DESEO, VIOLENCIA EN EL PROYECTO PARAMILITAR UNA
PROSPECTIVA DE ANALISIS DESDE RENÉ GIRARD
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y RELACIONES
INTERNACIONALES CARRERA DE CIENCIA POLÍTICA
BOGOTÁ, D.C. 2014
DESEO, VIOLENCIA EN EL PROYECTO PARAMILITAR UNA
PROSPECTIVA DE ANALISIS DESDE RENÉ GIRARD
Diana Patricia Castro Pérez
Para optar por el título de:
Politóloga
Carlos Enrique Angarita
Director
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y RELACIONES
INTERNACIONALES CARRERA DE CIENCIA POLÍTICA
BOGOTÁ, D.C. 2014
Tabla de contenido
LA JUSTIFICACIÓN SACRAL DE LA VIOLENCIA EN LA FILOSOFÍA POLÍTICA MODERNA ............... 13
1.1 El Estado general de guerra postulado por Thomas Hobbes ............................................ 13
1.2 La violencia y la ley de la propiedad según John Locke .................................................... 14
1.3 Rousseau: la libertad perdida y el origen de la violencia .................................................. 15
1.4 Voluntad individual vs. Voluntad general y la justificación de la violencia ...................... 16
1.5 La libertad y la igualdad su sagrada defensa desde el Estado ......................................... 21
LA TEORÍA MIMÉTICA O EL DESVELAMIENTO DE LA VIOLENCIA ................................................ 26
2.1 El deseo y el origen de la violencia ................................................................................... 26
2.2 La crisis mimética: el ascenso del deseo y el escalonamiento indistinto de la violencia. 27
2.3 De la violencia indistinta a la polarización de la violencia ................................................ 29
2.4 El chivo expiatorio y la sacralización de la violencia ......................................................... 30
2.5 La instauración de la verdad o el mito fundante .............................................................. 32
2.6 La institucionalización de la violencia ............................................................................... 34
2.7 La crítica a la violencia de la teoría mimética y su signifcación para la teoría política. ... 36
ELEMENTOS DE ANÁLISIS DE LA VIOLENCIA PARAMILITAR EN COLOMBIA ............................... 37
3.1 El origen de la violencia paramilitar .................................................................................. 37
3.2 De las crisis miméticas y del largo proceso de exacerbación de los deseos ..................... 42
3.3 La configuración del enemigo: Escobar y la guerrilla como chivo expiatorio ................... 48
3.4 El mito de la nueva sociedad colombiana y el proceso de institucionalización de la
violencia. ................................................................................................................................. 51
CONCLUSIONES ........................................................................................................................... 53
INTRODUCCIÓN
La ciencia política actual, en sentido general, asumió de la filosofía política
moderna el carácter intrínsecamente violento de los hombres. En
consecuencia, le ha delegado al ejercicio político la tarea de regular el
necesario uso de la violencia, bajo criterios que siempre tienen de trasfondo la
idea de la inevitabilidad de la misma. En el mejor de los casos, propone que el
uso legítimo de la fuerza debe evitar que se caiga en un caos incontrolable que
nos conduciría a nuestra propia destrucción como sociedades.
En dicha línea, los autores clásicos de la disciplina se han apoyado en la
comprensión de Thomas Hobbes quien plantea que “el hombre es un lobo para
el hombre”. A reglón seguido aceptan, casi sin discutir, la idea de John Locke
acerca de la necesaria educación de los sujetos por parte del Estado, como lo
hace el padre con el hijo y como especie de voluntad divina. También se
asume la visión de Jean Jacques Rousseau cuando propone que a través de la
comprensión de una nueva conciencia es posible defender de una mejor
manera nuestra propia vida, aun considerando que somos violentos y que es
válido hacerlo en algunos casos excepcionales. Estas son las líneas directrices
para el Estado moderno y para la acción política de los ciudadanos, a quienes
se les exige la enajenación de su voluntad individual en favor del Estado
racional, representante de la voluntad general. Si así no lo cumplen, devendrá
el caos y la violencia, connaturales al ser humano y a la vida en comunidad.
Bajo estas consideraciones el presente trabajo examina los fundamentos de
estos postulados tales como la voluntad individual y la voluntad colectiva, la
libertad y la igualdad y el sentido de naturaleza que subyace a la filosofía
política primigenia. Todo ello para discutir si la violencia ostenta ese carácter
determinante y último que debe atender la política racional.
Aquí se hace un examen que está detrás de Max Weber, padre de la ciencia
política actual. Las afirmaciones que se exponen, servirán para evaluar en
algún otro lugar lo que el autor alemán establece en su conferencia La política
como vocación, donde le otorga al Estado la posesión del uso legítimo de la
violencia y del mantenimiento del orden social: “el Estado, como todas las
asociaciones o entidades políticas que históricamente lo han precedido, es una
relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio
de la violencia legítima” (Weber, 1998, pág. 84). Además, “tendremos que
decir que el Estado es aquella comunidad humana, que dentro de determinado
territorio (el territorio es un elemento distintivo), reclama con éxito para sí el
monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 1998, pág. 83), Por tanto, se
da por sentado que el Estado es la única institución legítimamente reconocida
para usar la violencia, al punto que sus instituciones están determinadas por
este carácter. Se reclama de este modo el “derecho” del Estado a hacer
violencia. Al tiempo, se presume que los Estados deben su existencia a la
necesidad de que los dominados acaten la autoridad que ellos les imponen.
¿Acaso no se puede imaginar una política que no se funde en la idea de que
ésta es el ejercicio del poder que unos llegan a tener sobre otros? Esta
pregunta es válida a partir del mismo Weber, cuando, a pesar de lo dicho
anteriormente, es capaz de relativizar la violencia como fundamento del
Estado: “la violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio
de que el Estado se vale, pero si es su medio específico” (Weber, 1998, pág.
83)
Por lo tanto, este trabajo busca proponer bases para una crítica a los
fundamentos de la ciencia política actual. Se quiere ayudar a desmitificar el
mito fundante de la disciplina que afirma la idea de que los hombres son por
naturaleza violentos. Aunque en términos reales los hombres lo son, la
violencia no es un pre fundamento que determina absolutamente las relaciones
sociales. Esta visión la desarrollaremos siguiendo el planteamiento teórico
desarrollado por René Girard, quien reconoce la violencia en el hombre como
un elemento que hace parte de su naturaleza, pero no entendida ésta como
una esencia fija. En este sentido, Girard realiza un abordaje cultural, filosófico e
histórico, que abre el espacio para plantear una perspectiva interpretativa de
las instituciones de manera diferente a las ya elaboradas desde la precondición
de violencia en el hombre, según la filosofía política moderna.
Al recorrido teórico seguido, le sucede la revisión de una situación específica
de la violencia en Colombia: el caso del proyecto paramilitar. En ella recurrimos
analíticamente a los principales conceptos construidos en los primeros
capítulos. Predomina una visión crítica, desde la teoría mimética propuesta por
el autor francés René Girard.
LA JUSTIFICACIÓN SACRAL DE LA VIOLENCIA EN LA FILOSOFÍA
POLÍTICA MODERNA
Para entender el problema de la violencia asociado a las dinámicas de
consolidación del Estado, es necesario revisar las premisas que dieron origen
a este pacto político fundamental, señalando las relaciones que existen allí
entre la conciencia de la naturaleza y cualquier tipo de asociación humana. Por
lo tanto, en esta primera parte del presente trabajo se hace un abordaje de lo
que se comprendió como la condición natural del hombre, en la que concurren
la vida en colectivo y la violencia, siguiendo las reflexiones de Thomas Hobbes,
John Locke y Jean Jackes Rousseau.
1.1 El Estado general de guerra postulado por Thomas Hobbes
Según Hobbes, la naturaleza ha hecho a todos los hombres iguales tanto en
sus facultades del cuerpo como del espíritu; aunque resulte paradójico que
esta condición de igualdad preceda a la desconfianza que da origen a la
violencia, ya que:
De esta igualdad en cuanto a capacidad, se deriva la igualdad de esperanza
respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos
hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutar ambos, se
vuelven enemigos, y el camino que conduce al fin trata de aniquilarse o
sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme a otra cosa que el
poder singular de otro hombre. (Hobbes, 1982, pág. 106)
De lo cual Hobbes establece como causas de discordia tres aspectos: la
competencia, la desconfianza y la gloria, basadas en la ley natural que dota a
cada hombre de usar su propio poder como quiera para la preservación de sí
mismo. En este sentido, los seres humanos somos violentos y competitivos en
un estado de guerra de todos contra todos donde cada quien busca saciar su
deseo de posesión, doblegando la acción humana al afán de supervivencia
que hace uso de la razón, para la satisfacción de sus instintos y deseos que no
son ajenos al temor y la muerte.
De lo anterior se desprende la postulación de un principio abstracto de igualdad
entre los hombres (ley natural), que los hace intrínsecamente violentos y los
coloca en un estado generalizado de guerra. Respecto a dicho estado sólo se
puede sobrevivir mediante la razón humana, por la cual no desaparece la
violencia, sino que apenas se regulan los instintos y deseos naturales que la
provocan.
1.2 La violencia y la ley de la propiedad según John Locke
Según Locke, todos los seres humanos gozan de perfecta libertad para ordenar
sus acciones y disponer de sus bienes dentro de los límites de la ley natural, la
cual protege la preservación de la humanidad y la búsqueda de la paz, y
establece un estado de igualdad entre los sujetos, haciendo que las
condiciones de poder y de jurisdicción sean recíprocas. En otras palabras, es el
deber de amar a los otros como a sí mismos; por lo tanto:
Cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no abandonar su puesto
por propio albedrio, así pues, por la misma razón, cuando su preservación no
está en juego, deberá por todos los medios preservar el resto de la humanidad.
(Locke, 2006, pág. 6)
Así, la compresión del estado de naturaleza y del principio básico de la ley
natural, según Locke, establece un tipo de racionalidad general con la que cada
quien tiene códigos de comportamientos claros en torno a las formas de no
atentar contra otros. Ya que nadie escapa a estos códigos y reglas donde no
hago lo que no quisiera que me hagan, puesto que la vida humana está en
manos de Dios y Él es único que puede prescindir de ella, ya que:
Hechura todos los hombres de un Creador todopoderoso e infinitamente sabio,
servidores todos de un Dueño soberano, enviados al mundo por orden del Él a
su negocio, propiedad son de Él, y como hechuras suyas deberán durar
mientras Él, y no otro, gustare de ello. (Locke, 2006, pág. 6)
Tenemos, entonces, una relación directa entre condición natural, razón
humana, ley y voluntad divina. Esta relación se establece a través del principio
abstracto y natural de la propiedad. Somos propiedad de Dios y los hombres
son propietarios de la naturaleza. Locke sospecha que estas relaciones fijas y
determinantes conllevan a atentar a unos hombres contra otros, esto es, que la
violencia está en la base de la vida humana y colectiva.
1.3 Rousseau: la libertad perdida y el origen de la violencia
Ahora, en lo que respecta a la condición natural del hombre, según Rousseau,
los hombres han nacido libres, independientes e iguales; y a pesar de ello viven
en todas partes entre cadenas, en este sentido, tienen el legítimo derecho de
recobrar su libertad del mismo modo con el que les fue arrebatada, ya que al
renunciar a su libertad renunciarían a su condición de hombres. Por lo tanto,
habiendo nacido iguales y libres, ceden su libertad que ha sido otorgada por
naturaleza a cambio de una utilidad mayor, su seguridad.
Puesto que ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante,
y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan solo las
convenciones como base de toda autoridad legítima sobre los hombres.
(Rousseau, 2000, pág. 8)
De lo cual se deduce la presencia de una violencia que apareció –no nos dice
exactamente cómo, sino apenas la imagina- y que dio lugar a la ruptura entre
un momento primigenio absolutamente libre y natural y otro posterior en que
necesariamente, por la razón, se debe ceder libertad a cambio de seguridad.
De tal manera, para Hobbes, Locke y Rousseau, la comprensión de la
condición natural del hombre, se remonta a reconocer dos principios básicos
con los cuales se podría problematizar las dinámicas de la violencia que
justifican los procesos de consolidación del Estado, a partir de la relación entre
la condición natural del hombre y la vida en colectivo. En este sentido, los tres
autores identifican que estos dos principios, la igualdad y la libertad, son los
que preceden el legítimo derecho de alcanzar cuanto desee cada quien de la
misma manera que sus semejantes, lo cual justifica un problema que deber ser
regulado y mediado por la aplicación de la ley natural, la cual nos obliga a
proteger nuestra propia vida a costa de lo que sea, bajo el presupuesto básico
que todos necesitamos de los demás para poder sobrevivir. Y es aquí donde se
hace necesario canjear una parte de nuestros derechos naturales para
garantizar así mismo nuestra propia sobrevivencia, ya que si me suprimo el
derecho de lastimarme y lastimar a otros estaría garantizando mi propia
seguridad y la de mis cercanos. De tal forma, la violencia no se destierra sino
que, en el mejor de los casos, se transfiere desde cada individuo al Estado
para que haga uso de la misma.
1.4 Voluntad individual vs. Voluntad general y la justificación de la
violencia
Esta idea de la naturaleza humana apenas esbozada aquí nos lleva a hablar de
la formación de la voluntad y la autodeterminación del individuo en relación con
la construcción del Estado, y las maneras como los seres humanos toman
decisiones. Se trata de la compleja relación entre voluntad y libertad, que está
en la base de un pacto político donde se enfrentan la voluntad general y los
deseos individuales de quienes participan en la colectividad.
Según la Real Academia de la lengua Española, la voluntad es entendida como
la “facultad de decidir y ordenar la propia conducta”. La filosofía política
moderna quiso explicar, a su modo, esa voluntad, haciendo un fuerte énfasis
en la voluntad individual. Sin embargo, al intentarlo se encontró que la misma
entraba en contradicción con la voluntad general, expresada supuestamente en
el Estado. Semejante paradoja la filosofía política pretendió resolverla de algún
modo. Veamos.
En lo que respecta a Hobbes, la voluntad individual es un derivado de la
condición de libertad del hombre y sus necesidades humanas, en la cual los
sujetos encaminan sus decisiones a la satisfacción parcial de sus deseos e
inclinaciones y donde:
Cada acto de la voluntad humana, y cada deseo e inclinación proceden de
alguna causa, y esta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se
halla en la mano de Dios, la primera de todas sus causas) procede de la
necesidad. (Hobbes, 1982, pág. 181)
Por otro lado, según Locke, la voluntad individual es una condición para la cual
nació el hombre y que tiene que ser desarrollada a lo largo de su vida por
medio de la formación de su padre para poder hacer uso de ella. La voluntad
individual es un don divino que se adquiere con el paso de los años al igual que
la libertad, que es producto de la capacidad de razonar asignada por Dios al
hombre, para la protección de su propia preservación. En otras palabras, la
voluntad es la razón que le proporciona a los hombres la capacidad de crear
leyes para su propia protección, haciendo uso de su libertad y raciocino para su
cumplimiento, velando así por su bienestar y el de sus semejantes.
Después de que el hijo termina su formación, se encuentra en las mismas
condiciones de igualdad y libertad que su padre, gozando del pleno uso de su
voluntad individual, ya que el padre goza de cierto poder sobre su hijo solo
durante su estado de infancia imperfecta. Por lo tanto, nadie puede hacer uso
de su propia voluntad hasta que ésta no haya sido guiada por la de su padre,
quien tiene el deber de enseñarle a razonar adecuadamente, para que
posteriormente cada quien pueda gozar de su libertad y su voluntad, de tal
forma que nadie tenga que verse sometido a la voluntad de otro, ya que cada
persona se encuentra dominada exclusivamente por las restricciones
impuestas por su propia naturaleza que protegen su bienestar, así que:
Los niños, lo confieso, no nacen en ese pleno estado de igualdad, aunque si
nacen para él. Asiste a sus padres una especie de gobierno o jurisdicción sobre
ellos cuando vienen al mundo y por cierto tiempo después, pero su carácter no
es sino temporal. Los vínculos de esta sujeción son como los pañales en que
están envueltos y sostenidos en la flaqueza de su infancia. Al aumentar la edad
y la razón se les aflojan, hasta que al fin se apartan totalmente y dejan al
hombre su libre disposición. (Locke, 2006, pág. 26)
Tenemos, pues, que el carácter natural de la voluntad individual, en la que
descansaba la autonomía del proyecto humano (de cada hombre y del
colectivo social) halló su fundamento último en Dios, tanto para Hobbes como
para Locke. Pero este último lo expresa en una metáfora decididamente más
clara, que abrirá las puertas a la función del Estado: la relación padre-hijo. En
pocas palabras: así como el hijo adquiere su autonomía de la mano del padre,
el individuo sólo la podrá alcanzar, entonces, de la mano del Estado, haciendo
de ésta la autoridad que debe reconocer. Si así no lo hiciere y surgen
conflictos, el Estado razonablemente podrá recurrir a cualquier instrumento,
incluso la violencia, para someter a quienes se le opongan.
Por lo tanto, el problema de la autonomía propia de la voluntad individual en
función de la libertad ante la eminente necesidad biológica de vivir en
comunidad, conduce a la creación de un sistema de valores socialmente
aceptados que propenden por el interés general; en este sentido, se construye
una voluntad general, que supuestamente concilia voluntades individuales y
libertades, en coyunturas que garanticen la propia supervivencia, contribuyendo
a la creación de un Estado que controla y genera dinámicas de violencia por
medio de las cuales regula los principios fundamentales de la naturaleza
humana anteriormente expuestos.
En este sentido, desde Hobbes, la voluntad colectiva es entendida a partir del
deseo de abandonar la condición de guerra, producto de las pasiones naturales
de los hombres, en la cual se encamina la voluntad general a través del
contrato como una legitima transferencia de derechos, para que el poder y la
fortaleza individual que subyace en cada quien pueda ser condensado en una
sola persona que representa la voluntad de todos aquellos que se acojan a
este pacto a cambio de su bienestar. Por lo tanto, el contrato como pacto
representa una voluntad colectiva que limita la libertad que cada quien tiene de
hacer cuanto le plazca, para preservar su propia vida y así alcanzar una vida
más armónica, obedeciendo a un poder visible que tenga a raya a los demás
por temor al castigo. Por lo tanto, es el Estado representado a través del
soberano:
El único camino para erigir semejante poder común, capaz o de defender
contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles
de tal suerte que por su propia actividad y por frutos de la tierra puedan nutrirse
a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un
hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de
votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. (Hobbes, 1982, págs.
147-148)
Así, cada quien autoriza y transfiere el derecho de gobernarse a sí mismo a
cambio de que los demás asuman esta misma condición. Este gran Leviatán o
poder soberano asigna sobre una persona o asamblea de hombres la
autoridad, tanto de poder como de fortaleza, de garantizar la paz colectiva y la
defensa de todos en virtud del temor que inspira, en este sentido es mejor
temerle a un solo hombre que a al resto de sus semejantes.
Por otro lado, Locke considera que la voluntad colectiva se encuentra
determinada por el número de hombres que componen un único cuerpo político
con la capacidad de obrar como tal, doblegando su razón y su voluntad a la
determinación de la mayoría que representa el consentimiento de los individuos
que la componen; lo que implica que cada quien se acoja a las restricciones de
la mayoría sometiendo su voluntad a la del cuerpo social. En este sentido, la
voluntad general es la máxima representación de la ley que emana del poder
de todos para la protección de la ley natural que propende por el bienestar de
cada uno de los miembros que componen aquella voluntad, donde:
Las acciones del legislador y las de los demás, deben conformarse a la ley de
naturaleza, eso es a la, voluntad de Dios, de aquella es manifestación; y siendo
ley fundamental de la naturaleza, la preservación de la humanidad, ninguna
sanción humana será contra ella buena o valedera. (Locke, 2006, pág. 60)
Al respecto, Rousseau plantea que la voluntad general es un constructo en el
cual varios hombres conforman un cuerpo social, para velar por la
conservación y el bien general de quienes lo componen, lo cual sienta las
bases del gobierno y del Estado quien representa los intereses de la
colectividad; en otras palabras, la voluntad general es la representación de un
pacto político que condensa la voluntad individual de quienes lo conforman, por
lo tanto, no es necesario que las decisiones sean unánimes, sino que todos
hayan sido tenidos en cuenta. Por lo cual:
Cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por
todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre,
pues tal es la condición, que otorgando cada ciudadano a la patria le garantiza
de toda dependencia personal, condición que constituye el artificio y el juego
del mecanismo político y que es la única que legitima las obligaciones civiles,
las cuales, sin ella, serían absurdas, tiránicas y quedarían expuestas a los
mayores abusos. (Rousseau, 2000, pág. 18)
Por lo tanto, Hobbes, Locke y Rousseau, establecen que ante la necesidad de
regular y proteger los principios básicos de la naturaleza humana para una vida
en colectivo, es necesaria la creación de un proyecto social que represente un
cuerpo unificado de personas que estén dispuestas a sacrificar una parte de su
voluntad, para garantizar su sobrevivencia. En este sentido, es el Estado quien
concilia el juego de libertades, trasfiriendo a un tercero el legítimo derecho a
gobernarme, limitando así mi propia libertad y la de mis semejantes a cambio
de un bienestar mayor que es mi seguridad, constituyendo de esta manera una
voluntad general a partir del temor del no cumplimiento del acuerdo pactado.
De esta manera, las dinámicas desarrolladas al interior del Estado, que
consolida una voluntad colectiva, han implicado una serie de cuestionamientos
que han llevado a plantearnos y reformularlos constantemente los límites de la
libertad, para establecer un orden a través de la cohesión, el cual protege y
garantiza el bienestar de todos. Lo cual plantea una tensión constante entre la
obediencia y la capacidad de hacer lo que se desee como principio
fundamental de la naturaleza humana, que impulsa a los sujetos a alcanzar sus
fines en función de sus necesidades, que bajo condiciones de igualdad y
reciprocidad significa un gran problema.
1.5 La libertad y la igualdad su sagrada defensa desde el Estado
En consecuencia, la libertad en Hobbes es entendida como la capacidad que
tiene cada quien de usar su propio poder, como quiera, para la conservación de
su propia naturaleza, en otras palabras, es la ausencia de obstáculos para la
satisfacción de deseos e inclinaciones que hacen parte de la voluntad. En este
sentido:
Por libertad se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la
ausencia de impedimentos externos, que con frecuencia reducen parte del
poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; de acuerdo con lo que su
juicio y su razón le dicten. (Hobbes, 1982, pág. 111)
Por lo tanto, la libertad establece una condición de guerra de todos contra
todos que al mismo tiempo es limitada por el deber de protección de la propia
vida. En este sentido, las leyes naturales que rigen la condición natural del
hombre, justifican la pérdida de una parte de su libertad para alcanzar la paz
que le podría garantizar su propia seguridad y bienestar.
La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la
libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí
mismos (en la que los vemos vivir formando Estado) es el cuidado de su propia
conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el
deseo de abandonar esa miserable condición de la guerra que, tal como hemos
manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los
hombres. (Hobbes, 1982, pág. 144)
Por otro lado, Locke plantea que todos los seres humanos gozan de perfecta
libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus bienes dentro de los
límites de la ley natural, la cual protege la preservación de la humanidad y la
búsqueda de la paz, siendo esta la responsabilidad de cada quien. Esta libertad
establece un estado de igualdad entre los sujetos que hace que las condiciones
de poder y de jurisdicción sean recíprocas, ya que cada quien tiene el derecho
de castigar a quienes trasgredan la ley natural. Por lo cual, los seres humanos
son sujetos libres en tanto no atenten contra la preservación de sí mismos y la
de los otros, lo que se resume en el deber de amar a los otros como a sí
mismos. En este sentido, el hombre:
Posee por naturaleza el poder no sólo de preservar su propiedad, esto es, su
vida, libertad y hacienda, contra los agravios y pretensiones de los demás
hombres, sino también de juzgar y castigar en los demás las infracciones de
dicha ley, según estimare que el agravio merece, y aun con la misma muerte,
en crímenes en que la odiosidad del hecho, en su opinión, lo requiriere. (Locke,
2006, pág. 27)
Por eso, el problema radica cuando cada quien haciendo uso de su libertad,
atenta contra esta ley natural, donde se hace necesario que un hombre consiga
poder sobre otro para sancionar a los trasgresores de la ley, aunque este
poder no llegue a ser ni arbitrario ni absoluto, y se justifique como la única
razón por la cual alguien pueda causarle daño a otro lícitamente, dado que la
vida humana está en manos de Dios y él es único que puede prescindir de
ella. Ahora, si todos los hombres fueran jueces de sus propias causas, el amor
propio les haría parciales en lo suyo y en lo de sus amigos, ya que sus
sanciones se encontrarían cargadas de excesos y de ira, y este deber
sancionativo lo tomarían como un tipo de venganza. Por tal razón, “Dios
ciertamente habría designado a quien gobernara, para restringir la parcialidad y
la vehemencia de los hombres”. (Locke, 2006, pág. 7)
En torno a este tema, Rousseau postula que el hombre por derecho natural ha
nacido libre y por lo tanto es dueño de sí mismo, de tal manera, nadie bajo
ningún pretexto puede sobreponer su autoridad sobre la de sus semejantes.
Por lo tanto, siendo este un principio fundamental, nadie podrá renunciar jamás
a esta condición, ya que si lo hiciera estaría abandonando su humanidad,
teniendo así el deber permanente de recobrar si le es arrebatada; en este
sentido, es claro que los hombres habiendo nacido libres e iguales solo
enajenarían una parte de su libertad a cambio de una utilidad mayor: el pacto
social, el cual contrapone una única autoridad legítima entre los hombres, en
la cual los sujetos encuentran una forma de asociación que propende por la
defensa y protección de las personas y los bienes de cada asociado, donde
cada individuo renuncia una parte de su libertad natural, para garantizar su
propia conservación y la de sus bienes, a través de lo que considerara como
leyes civiles. Y así se ha de controlar un estado en el que:
Los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su
conservación en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo
puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no
puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de
ser. (Rousseau, 2000, pág. 14)
En este sentido, tanto Hobbes como Locke y Rousseau, coinciden en que la
libertad es el don más valioso del hombre, la cual le otorga a cada quien la
capacidad de decidir y de usar su propio poder de la manera que consideren
pertinente para su protección, bajo condiciones de igualdad y reciprocidad al
interior del colectivo. De esta manera, cuando alguien hace uso de su libertad
natural para atentar contra los otros, se precede un problema social, que se
soluciona, otorgándole a alguien el poder de castigar a los demás para evitar
reincidencias en este tipo de conductas y así garantizar la protección de todos
a través de la imposición de una autoridad legítima.
Por lo tanto, el condicionamiento de la de libertad de los sujetos por medio de
la cohesión y el temor al castigo, a través del Estado como única autoridad
legítima que limita y promueve formas de violencia para el control de los
demás, establece pautas de comportamiento que encierran en su base la
posibilidad de solventar la preocupación por la seguridad de la existencia de
cada quien, como orientación cardinal de la vida de todas las personas que
garantizan el dominio de unos sobre otros.
Por lo cual, según Hobbes, la condición de igualdad entre los hombres es la
que precede la desconfianza que da origen a la violencia, ya que los sujetos se
hacen enemigos para alcanzar un mismo fin, deseando la misma cosa. De esta
manera, cada quien refleja su propio temor en el otro dado que todos ven en
sus semejantes un riesgo potencial, donde:
Dada la desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para
que el hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar
por medio de la fuerza o por astucia a todos los hombres que pueda, durante el
tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle.
(Hobbes, 1982, pág. 106)
Así, el poder singular que podría llegar a tener cada quien sobre otro, plantea la
probabilidad de que otras personas se sumen a la causa de privar a alguien del
fruto de su trabajo, su vida y su libertad. Por lo tanto, se hace necesaria la
implantación de un poder común que atemorice a todos, que al obedecerle
garantice sus propias condiciones de seguridad sobre su vida, su trabajo y su
libertad; lo que constituye la base del Estado que, de no existir, desataría una
guerra de todos contra todos, ya que “la guerra no consiste solamente en
batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el tiempo en que la
voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente” (Hobbes, 1982, pág. 107)
Según Locke, el estado de violencia o de guerra, es una condición que surge
tras la trasgresión de la ley de la naturaleza, donde una persona no es capaz
de seguir las normas de la razón asignadas por Dios para que reine la equidad
y la seguridad entre los hombres; lo cual convierte a un sujeto en alguien
peligroso dado que quiebra el vínculo social que asegura a todos los hombres
de toda violencia o daño. En esta medida, cada hombre, mediante el ejemplo
del castigo, tendría el derecho de matar a su agresor para disuadir a los otros
de cometer el mismo delito. De tal forma, el estado de guerra ya sea por acto o
por declaración, representará una situación de enemistad y de destrucción
donde cada quien expone su vida al poder del otro, y en esta medida todos
están en el mismo derecho de destruir a quien le quiere destruir, haciendo uso
de la ley fundamental o ley de la naturaleza que lo obliga a proteger su propio
vida. Un ejemplo de ello, es que:
Caín estaba tan plenamente convencido de que todos y cada uno tenían el
derecho de destruir a tal criminal que, después de asesinar a su hermano,
exclamó: "Cualquiera que me hallare me matará"; tan claramente estaba ese
principio escrito en los corazones de toda la estirpe humana. (Locke, 2006,
pág. 8)
La relación entre guerra y violencia en Rousseau, se desarrolla a partir del
momento en el que alguien decide atacar el derecho social que se encuentra
consolidado en el pacto político que representa el contrato social,
convirtiéndose este en un malhechor traidor de la patria por haber violado sus
leyes, lo que implica una declaratoria de guerra. En este sentido, es justo que
para la conservación del Estado sea válido aplicar la pena de muerte a este
criminal ya que este se convierte en un enemigo que sale de la categoría de
ciudadano dejando de ser un miembro del Estado, al cual no se le aplicará
ningún tipo de derecho que no sea necesario a los fines de la guerra, siendo
ésta una condición que se da entre Estados que representan a los miembros
que han atentado contra mi propia comunidad, puesto que:
La guerra como fin de destrucción del Estado enemigo, tiene el derecho de
matar a los defensores mientras están con las armas en la mano, pero tan
pronto como las entregan y se rinden, dejan de ser enemigos o instrumentos
del enemigo, recobran su condición de simples hombres. (Rousseau, 2000,
pág. 11)
Así tenemos que los tres autores hacen una justificación de la violencia,
naturalizándola en cada individuo y extendiéndola desde éste al ejercicio
legítimo del Estado. De tal manera, el Estado se justifica racionalmente por
regular la violencia, gracias a la transferencia de la misma efectuada por los
individuos quienes, al hacerlo, contienen su propio carácter humano,
intrínsecamente violento. De ese modo la violencia mantiene su vigencia, pero
concentrándose ahora en el Estado que imaginó dicha filosofía política.La
violencia, por tanto, no es sólo una función, sino es fundamento del Estado
moderno. Tal fundamento alcanza un carácter sagrado pues se expresa como
voluntad divina. Y tal fundamento se seguirá reproduciendo a partir de una
relación también fundante: la del individuo con el Estado. Se trata de una
relación vertical y asimétrica, de arriba hacia abajo, que regulará la relación
horizontal entre individuos, la cual se presume incontrolable en cuanto que
quienes la producen no la pueden, por sí mismos, neutralizar.
LA TEORÍA MIMÉTICA O EL DESVELAMIENTO DE LA VIOLENCIA
Si la teoría política y, con ésta la del Estado moderno, se han fundado en la
violencia, el presente trabajo quiere buscar otro tipo de fundamento. Para
intentarlo, hay que indagar en fuentes distintas. Es la pretensión del capítulo
que sigue a continuación. Aquí se rastrea la teoría mimética de René Girard,
una crítica radical a la violencia, elaborada a partir de la antropología, la
historia, la literatura y la filosofía. Su origen multidisciplinar sugiere trascender
el campo cerrado de una misma disciplina, desde cada una de las cuales el
pensamiento moderno ha asumido la violencia como un hecho inevitable. En
esta perspectiva está incluida la propia teoría política. Así, el enfoque que aquí
se asume busca enriquecer las bases de la teoría política y controvertirlas
desde otras aristas, en el entendido que el autor de origen francés no efectúa
un análisis político específico.
2.1 El deseo y el origen de la violencia
En la base de la teoría mimética se encuentra el análisis del deseo. Para
Girard, los seres humanos deseamos por naturaleza. Pero esto no quiere decir,
según él, que el deseo no tenga un sentido absolutamente determinado. Se
pueden desear distintas cosas, según lo que aprendamos a desear.
El autor ha estudiado los deseos a través de textos literarios primordiales de
distintas culturas. En general, ha llegado a concluir que en los deseos se
expresan apetitos y necesidades, los cuales desatan rivalidades entre los
hombres. Las rivalidades, por su parte, pueden llegar a constituir violencias en
el ámbito de las relaciones sociales. (Girard, 1996, pág. 23)
La clave de esos mecanismos y procesos de violencia, de acuerdo con Girard,
está en la imitación de los deseos del otro. Por eso él cree que los deseos se
aprenden en la vida social. De tal modo, no entiende lo deseos como
realidades predestinadas por una naturaleza fija. Los hombres se encuentran
esencialmente fundados sobre el deseo de sus semejantes; así, cuando una
persona tiene la intención de obtener algo, los sujetos luchan por alcanzarlo en
una pretensión por imitar la obtención del mismo objeto. Es el origen de la
violencia. En otras palabras, la violencia es la pugna por la imitación de los
mismos deseos, que son producto de un modo de imitar al otro:
Ese deseo que es suyo y que yo voy a imitar, puede ser que fuera insignificante
en el punto de partida, puede ser que no tuviera una intensidad muy fuerte.
Pero, cuando me dirijo hacia el mismo objeto que usted, la intensidad de su
deseo aumenta. Se va a convertir en mi imitador, como yo soy del suyo.
(Girard, 1996, pág. 25)
Y es así como los hombres tienden a fundarse a partir del deseo de su
semejante, desarrollando una lucha de egos que llega al punto de mantener
marginal el objeto por el cual se rivaliza. La supuesta superioridad de unos
sobre otros aparece por tratar de alcanzar un mismo bien deseado. Todo lo
cual hace que cada quien reclame como suyo el legítimo derecho de satisfacer
su propio deseo, creando así antagonismos y rivalidades en la vida colectiva.
De esta manera, cada quien reproduce el comportamiento de otro quien es
considerado como alguien superior y como contrincante, y por lo tanto desea
ser como él, para alcanzar, no lo que él tiene, sino lo que él representa o es. La
exacerbación de estas dinámicas culmina en la exacerbación de los deseos y
en la violencia entre cercanos, los cuales se convierten en enemigos al desear
lo mismo. (Girard, 1995, pág. 13)
2.2 La crisis mimética: el ascenso del deseo y el escalonamiento
indistinto de la violencia.
Así, la teoría mimética, es decir, las dinámicas de imitación en donde cada
quien, quiéralo o no, tiende a copiar el comportamiento de otra persona como
mecanismo de sobrevivencia, se formula como intrínseca a naturaleza humana.
Pero, como ya se dijo, el autor francés no la entiende de manera esencialista y
absolutamente determinada, pues lo que se imita puede variar. En la visión de
Girard, podemos aprender a imitar nuevas conductas y formas de vivir, es
decir, podemos aprender a desear de otros modos. (Girard, 1996, pág. 55)
En esta medida, los actos de imitación producto de la mimesis, reproducen
nuevas conductas que dan origen a la vida en comunidad a través de
transacciones culturales que se encuentran solidificadas sobre las dinámicas
del aprendizaje social, las cuales contribuyen a adquirir distintas identidades,
siendo estos procesos de carácter inconsciente en su punto de partida. En el
caso de la integración social, que es producto del mimetismo de no conservar
los límites humanos de la libertad, se puede engendrar una crisis de identidad
que conduce a la rivalidad, la cual desemboca en el rompimiento de las
relaciones de reciprocidad. (Girard, 1996, pág. 11)
En este sentido, el mimetismo reproduce ciclos constantes que representan
todas estas dinámicas de lucha, que son producto de los cruces de deseos que
gestan rivalidades, donde todo grupo humano, a través del mimetismo,
reproduce celos mutuos que inevitablemente generan violencia, ya que cada
quien, al desear, imita las maneras de desear del otro, lo que suele llamar
Girard crisis miméticas.
Así, dentro de las conductas miméticas, tienen lugar las situaciones de crisis,
entendidas como varias formas de confrontación desarrolladas por las
personas a partir de lógicas de rechazo y proximidad que son producto de la
interacción con los otros, lo que justifica la aparición de ciertos simbolismos que
permiten consolidar la idea de unos “otros” y de un “nosotros”, siendo este un
proyecto de unidad gregaria y excluyente a la vez, el cual establece fronteras
que condicionan al otro como un posible adversario malsano e indigno para la
colectividad a la cual pertenece, si no se somete a sus códigos de convivencia.
De esta manera, las crisis miméticas dan origen a la violencia autodefinida y
constitutiva de la colectividad, tomando como excusa un discurso que propende
por la protección de grupo, donde ese “otro” que naturalmente es igual a mí es
transformado simbólicamente en alguien totalmente diferente a mí, justificando
cualquier tipo de ataque o vulneración y desarrollando nuevas formas de
violencia que autodefinen y protegen a la comunidad, todo lo cual produce un
escalonamiento de la violencia. (Girard, 1996, pág. 51)
Así, las rivalidades miméticas en las que los sistemas de representación
excluyen a unos y a otros dan origen a oposiciones radicales que abren la
puerta al establecimiento de diferencias entre facciones, por medio de
mecanismos de representación que crean identidades y que establecen
desigualdades entre unos y otros. Estos mecanismos de identificación, tanto
individuales como colectivos, contribuyen a que todas las relaciones sociales
se vean siempre amenazadas. El rol específico que desempeña cada quien y
mediante el cual busca satisfacer sus propios deseos, se enfrenta a los mismos
deseos experimentados por otros, de donde aparecen miedos e inseguridades
durante la búsqueda constante de la propia identidad. Dichos sentimientos se
pueden evidenciar en diferentes espacios y modos de relación, bien sea una
amistad, el matrimonio, la profesión, el vecindario o las instituciones públicas.
Se trata de la violencia indiscriminada y multiforme en toda la vida social.
2.3 De la violencia indistinta a la polarización de la violencia
Para garantizar la vida en comunidad son indispensables ciertos mecanismos
que impidan que la violencia sobrecoja de manera absoluta a los grupos
humanos. Para Girard se trata de una serie de sobrecompensaciones que, sin
embargo, conducen a la pugna entre grupos minoritarios en torno a los cuales
se polarizan las rivalidades y se tiende a construir una posición mayoritaria en
el conjunto de la sociedad. Si uno de esos grupos minoritarios consigue el
privilegio y la titularidad sobre los demás, se solidifican las dinámicas de
dominación y subordinación y los sistemas de control sobre el resto de
faccionalismos sociales. En consecuencia, las comunidades son divididas y
segregadas para reafirmar su identidad a través del cruce constante de deseos
y necesidades. Se trata del establecimiento de mecanismos de protección ante
esta crisis mimética, en la que las instituciones son las encargadas de mediar
y controlar los impulsos y deseos indistintos de los grupos particulares. (Girard,
1996, pág. 37)
En estas fases aparecen violencias que por momentos no son percibidas como
tales y que constituyen respuestas directas a las crisis miméticas. No obstante,
en ciertos períodos las rivalidades, que son producto de las dinámicas de
unificación y protección de la sociedad en general, trasmutan la concepción
simbólica de algunos otros tratados antes como semejantes, y desde entonces
empiezan a ser considerados contrarios al bienestar de la propia comunidad.
En este sentido las discrepancias desarrolladas son resultado de la
radicalización de los discursos que promueven dichas rivalidades y que
agudizan la violencia a través de discursos que reelaboran la vida en sociedad,
sobre la base de derechos relacionados con la propiedad, la conquista o la
victoria, y que dan lugar a imaginarios profundamente polarizadores.
Así, la radicalización de las rivalidades que desarrollan violencias distintas y
complejas hacen parte de la tecnificación de las labores del victimario que
fomenta e inunda sobre los otros, pasiones, odios, iras y rencores promoviendo
tensiones y luchas entre los actores. Por lo tanto, las crisis miméticas que
representan rivalidades y conflictos que inicialmente fueron creadas por el
cruce de deseos en función de un objeto, termina olvidando el elemento por el
cual se inició la rivalidad, y transfiriendo así toda su fuerza a la creación de
antagonismos que se encuentran por fuera de cualquier deseo real, salvo la
mera obsesión de unos por otros. Emerge, entonces, la violencia legítima que
es la rivalidad de luchar contra otro, solamente por la enemistad que se le
profesa; en otras palabras: la causa inicial del conflicto pasa a un segundo
plano dada una obsesión en contra de alguien que la mayoría de la sociedad
asume como propia. (Girard, 1995, pág. 16)
2.4 El chivo expiatorio y la sacralización de la violencia
Por lo tanto, los mecanismos de control que promueven formas particulares de
violencia a través de los discursos, ayudan a perpetuar deseos que facilitan el
ejercicio de la violencia contra un otro que ha perdido su condición de humano.
Las rivalidades polarizadas pueden llegar a ser tan extremas que través de
declaraciones que propenden por “la verdad” se crean nuevos totalitarismos
que hacen omnipresente al enemigo. Nos encontramos de este modo con una
“verdad” subjetiva que representa la identidad y el origen de quienes componen
la comunidad que ahora exige no ser ofendida. (Girard, 1996, pág. 52)
De esta manera, la radicalización de un determinado discurso acerca de la
verdad no es más que la reproducción de una misma versión desde dos puntos
de vista que leen las dos caras de la misma moneda. Es una lucha por lo
mismo contra otro muy semejante a mí, pero que lo concibo como alguien
diferente y opuesto para poderlo atacar. En este sentido, es claro que para
poder ejercer este tipo de intimidación es importante tener presente que es
necesario conservar cierta ignorancia en el ejercicio de la violencia, la cual se
justifica a partir de la concepción de un mal necesario, para el cual hay que ser
violento a fin de eliminar al enemigo y a todo aquello que se oponga a la paz.
Así, las sociedades han aprendido a crear actos de violencia y persecución
bajo el rótulo del chivo expiatorio, estableciendo una lucha contra el enemigo
en nombre de la defensa de una verdad subjetiva que promulga que “todos
aquellos que no están conmigo, están contra mí”. De esta manera, el chivo
expiatorio canaliza la violencia colectiva propia de las crisis miméticas en una
sola víctima, para reducir el caos al que periódicamente se ve arrastrada, en
otras palabras, el chivo expiatorio va a ser la representación de todos los males
de la sociedad y por lo mismo debe ser eliminado.
Ese chivo expiatorio, termina siendo una representación simbólica que
contribuye a que dejen de existir en mayor proporción los enemigos y
venganzas internas, para darle paso a un solo enemigo colectivo, que de ser
erradicado aseguraría el triunfo del bien. De ese modo, el chivo expiatorio es
representado como la encarnación del mal y por ello debe ser sacrificado.
Como tal, en cuanto sacrificio necesario, se configura la sacralización de la
violencia. La víctima ahora sagrada, contribuye a la creación de instituciones
que simbólicamente garantizarán la unión del colectivo amplio, el cual
empiezan a delinear fronteras de exclusión y expulsión, estableciendo límites
entre lo bueno y lo malo. El victimario y la víctima con sus respectivos roles
engendraron dicho discurso, pero desde este momentos empiezan a
replegarse en sus respectivos papeles. (Girard, 1996, pág. 84)
El ejercicio de la violencia canalizado en un chivo expiatorio, opera por
mecanismos casi inconscientes que consiguen aminorar el repudio hacia las
acciones violentas. Por ello, la culpa desaparece. Cada quien, como sujeto
bueno y benevolente, aprueba la eliminación del chivo expiatorio, y lo hace por
el bien de su comunidad, transformando un acto violento en un don “bendito”.
Bajo esta sofisticación, un victimario jamás se reconoce como victimario ante
los ojos de ese otro que está atacando, ni siquiera cuando sus víctimas
comienzan a compadecerse. En este sentido, el deseo del victimario se
convierte en un imperativo absoluto que convierte a la violencia en un
instrumento de justicia divina, por medio de la cual se establece un tipo de
relación entre las personas donde la vida de unos pesa menos que la de otros.
(Girard, 1996, pág. 34)
2.5 La instauración de la verdad o el mito fundante
La sociedad humana que ha creado el chivo expiatorio y que lo ha eliminado,
sabe en el fondo que la paz alcanzada no es completa y definitiva. Para tratar
de preservarla debe formular una “verdad” que explique el bien que logró, que
advierta donde estaba el mal a fin de evitar su vuelta y que oculte la violencia
por medio de la cual se ha conseguido todo ello. Es la creación del mito que
relatará el nacimiento de un nuevo mundo…
Dicha “verdad” sugerirá que la unión alcanzada por una comunidad siempre
estará amenazada ya sea por causas internas o por causas externas,
representadas en cualquier tipo de fisuras. De cualquier forma, la narrativa
fundacional de las culturas siempre indicará el posible acecho de un adversario
que cumplirá en adelante la función de focalizar los odios y rencores propios de
los deseos rivales. Tal relato buscará evitar posibles brotes de violencia
internos y justificará siempre el uso de la violencia a cargo de las instituciones
de la nueva sociedad. (Girard, 1996, pág. 78)
De esta manera, la violencia se justifica como un instrumento de capaz de
crear un discurso que pretende definir el sentido auténtico de justicia e incluye
el deseo de querer atacar una víctima, reclamando el legítimo derecho y el
legítimo deber de defender y propagar su propia verdad. Por lo cual, todas las
sociedades poseen su régimen de verdad, su política de la verdad para ser
acogida y para hacer funcionar las instituciones reales, verdaderas y correctas.
Las mismas harán funcionar mecanismos e instancias que permitan distinguir
entre los enunciados verdaderos y falsos, y sancionarán y castigarán a quienes
no se acojan a esta comprensión subjetiva de la verdad, donde la colectividad
supuestamente se siente representada.
Así, la batalla por la defensa de la propia verdad, termina convirtiéndose en la
base y en la esencia de la ideología que representa el deseo del grupo,
haciendo uso de las diferencias inventadas como excusa para atacar y
deslegitimar al otro. Por lo tanto, los factores derivados del poder simbólico que
legitima la violencia consolidada a través de fundamentalismos elaborados
sobre elementos intangibles, recobra cada vez más fuerza bajo el furor de
querer hacer una llamado a la calma y el orden. En esos momentos el
fanatismo ideológico alcanza ribetes de paroxismo de la violencia, según
Girard.
La ideología mítica, a juicio del autor francés, elabora una serie de mecanismos
que glorifican la labor de los victimarios y sataniza el rol de las víctimas o
chivos expiatorios, creando así una moral del bien y del mal que legitima el uso
de la violencia. Por lo tanto, estas percepciones del bien y del mal, construyen
códigos de percepción y aceptación de acuerdo a un estado de cosas que
señalan para el grupo pautas de comportamiento, aceptadas a través de
condiciones acordadas colectivamente y que tienen que ser cumplidas para
pertenecer a esa colectividad o tejido social. (Girard, 1996, pág. 45)
De tal forma la sacralización del bien y del mal, producto de las
representaciones de un Dios bueno y un Satán malo, van a ser las barreras
que establecerán los bandos y serán los criterios para determinar culpables,
esto es, aquellos que representan una amenaza digna de ser castigada y/o
eliminada. La violencia, así entendida, fabrica víctimas sobre razones casi
“espirituales” que a través de la promesa de porvenires luminosos cargados de
ofrendas desde el “eje del bien”, promueve la violencia como un mal necesario
para la implantación de un nuevo orden, donde las libertades de unos se limitan
y los soldados vengadores son premiados. (Girard, 1995. Pág. 10).
Por eso, cuando hablamos de justicia, hablamos de algún tipo de justificación
moral mediada y validada por la cólera colectiva, intervenida, a su vez, a
través de campañas retóricas que instauran una lucha contra algún imaginado
enemigo, exhibido en tanto verdadero terrorista. De tal manera, esta situación
diluye las razones por las cuales se está combatiendo mientras que los odios
inculcados por quienes agencian la guerra inundan la atmósfera social. El
discurso apocalíptico presenta como “mesías” a algún victimario, reclamando
para él la confianza del pueblo, pues se le muestra como el portador de una
verdad absoluta, vengador de largas insatisfacciones y emprendedor de una
misión cuasi divina de justicia.
En suma, el mito fundante de la nueva sociedad asegura, no la erradicación de
la violencia, sino el control de su reproducción, atribuyendo su uso a quien
representa el bien y dotándolo de capacidad de castigo contra aquel que no se
someta. El círculo de violencia, entonces, seguirá repitiéndose. Contra éste no
hay crítica sino ocultamiento sutil. Se hace creer que la violencia ha
desparecido pero se deja abierta la puerta para que los vencedores puedan
volver a usarla cuando lo estimen conveniente.
2.6 La institucionalización de la violencia
Como lo hemos visto, la crisis mimética es conjurada con la formulación de un
mito. Éste, no erradica la violencia sino que la oculta. Pero al lado del mismo,
Girard encuentra que las instituciones serán el garante material de dicho
procedimiento. Para el autor, las instituciones contienen la violencia. La
contienen en un doble sentido: en cuanto que la controlan y en cuanto que la
reproducen. Y dentro de todas, serán las instituciones religiosas y las políticas
las que principalmente ejerzan ese rol: las primeras, celebrando el rito
sacrificial mediante el cual se actúa el mito; las segundas, aplicándolo a través
del cumplimiento de la ley, del sistema judicial y de la coerción.
Unas y otras se convierten en las promotoras de la violencia “intestinal” que
logra combatir y crear, al mismo tiempo, distensiones, rivalidades, celos y
peleas, para reforzar la unidad social del grupo y establecer a futuro la armonía
de la comunidad. Por eso las instituciones son paradójicas. Si alguna se
absolutiza, su carácter ambivalente se pierde y consiguientemente la violencia
se reproduce de manera abierta. Su función consiste en dominar y canalizar en
la dirección adecuada los nuevos brotes de violencia.
A través de las instituciones se construye la vida moral, definiendo los códigos
de comportamientos adecuados en función de los principios que la colectividad
considera como pertinentes. Entonces las instituciones son dotadas del poder
simbólico sacrificial para poner en marcha, por medio de mecanismos
normativos o jurídicos, el nuevo estado de cosas dentro de la comunidad. En
suma: las instituciones determinan las prácticas de segregación y dan sentido
al cumplimiento de normas para el bienestar supuestamente de todos los
miembros de la sociedad. Pero en términos reales, a nombre del bien común
legitiman nuevamente la violencia y la muerte. En este sentido se evidencia
que “el sistema judicial y el sacrificio, tienen al fin de cuentas, la misma función”
(Girard, 1995, Pág. 30)
Girard concluye así que la relación entre el rito del sacrificio y la muerte se
remonta a un rito primitivo que fundó muchas de las culturas en las que hoy en
día se legitiman las guerras. Este tipo de prácticas rituales a lo largo de la
historia han contribuido a desarrollar mecanismos que ayudan a anular la culpa
de quienes serían considerados como criminales, dependiendo del contexto.
Las instituciones, pues, consolidan voluntades y conciencias colectivas que
legitiman estas formas de violencia bajo la promesa de un bienestar mayor. En
pocas palabras, las instituciones se encargan de afirmar que es mejor efectuar
una violencia “santa, legal y legítima” a una violencia culpable e ilegal. En este
sentido, la operación sacrificial supone cierta ignorancia, donde “los fieles no
conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la violencia” (Girard,
1995. Pág. 15).
En este sentido, la relación entre violencia y venganza al interior de las
instituciones regula el poder, limitando represalias y desafueros contra la
víctima. Los sistemas judiciales, especialmente, evitan exageraciones de la
violencia y previenen el descontrol de futuras situaciones. En estricto sentido se
trata de la planificación, control y ritualización de la violencia mimética, con el
propósito de impedir y deslegitimar posibles rebeliones, al tiempo que se
procura unificar la colectividad en contra de potenciales enemigos. Las
instituciones terminan reproduciendo ciclos de violencia y exponen la
necesidad de producir imaginarios colectivos en que, quienes se les opongan,
serán vistos como siempre como otros extraños y permanentes adversarios.
2.7 La crítica a la violencia de la teoría mimética y su significación para
la teoría política.
Con este recorrido por el pensamiento de René Girard, se ha efectuado un
acercamiento distinto al deseo. Diferente a la filosofía moderna que soporta
hasta nuestros días toda la teoría política, la lectura del autor francés no es
metafísica. Su construcción conceptual se basa en un análisis histórico-cultural
por medio del cual describe cómo el deseo conlleva a la violencia; pero de allí
no deduce la inevitabilidad de la violencia como especie de determinación
natural y eterna.
Se puede considerar en Girard la relación entre deseo y violencia como una
advertencia de que esta dupla aparece cuando el deseo es resultado de la
rivalidad inconsciente. La inconciencia no es una realidad natural frente a la
cual nada se puede hacer. Al contrario, la inconciencia es susceptible de
superación. Entonces, el deseo se puede orientar de modo distinto: no hacia el
antagonismo con el otro sino hacia el reconocimiento del otro.
En consecuencia, es factible pensar la creación de mitos que critiquen la
violencia y que formulen la posibilidad de incluir al adversario, dejándolo de
postular como enemigo ineludible. También se puede pensar en crear
instituciones cuyo eje central no sea el control legal de la violencia. Los mitos y
las instituciones de otro talante de hecho han existido. Girard lo mostrado en
los análisis de la cultura judeo-cristiana, cuya literatura evidencia esa constante
sospecha sobre la violencia entre los seres humanos, y no su justificación a
ultranza.
3. ELEMENTOS DE ANÁLISIS DE LA VIOLENCIA PARAMILITAR EN
COLOMBIA
Los conceptos centrales que han sido presentados en los títulos anteriores
para explicar la violencia, serán evocados en el presente capítulo para dar
cuenta de una perspectiva concreta de la violencia en Colombia. Es apenas
una aproximación a una realidad que, bien se sabe, es muy compleja. Pero el
objetivo aquí es ilustrar acerca de los límites de los análisis tradicionales,
apoyados en la visión tradicional de la teoría política, y sugerir unas
posibilidades más profundas de comprensión desde la perspectiva de la teoría
mimética. Todo ello será examinado en el caso concreto de la violencia
paramilitar1.
3.1 El origen de la violencia paramilitar
En 1979 es secuestrado y luego asesinado, a manos de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo (FARC-EP), Jesús Antonio
Castaño. Se trataba, a juicio de uno de sus hijos, de un campesino
emprendedor, dueño de una finca no muy grande y padre de doce hijos. Este
crimen terminó por convertirse en la causa política e ideológica de un proyecto
liderado por tres de sus hijos -Fidel, Carlos y Vicente-, quienes decidieron
conformar un ejército para vengar dicha muerte. Así lo declaró Carlos Castaño:
1 No se adelantará un análisis exhaustivo histórico, sino se identificarán ciertos hitos del proyecto
paramilitar, a través de los cuales se pueda evidenciar la utilidad o no de los fundamentos teóricos tratados en las dos partes anteriores de este trabajo.
Sí, ese fue el triste comienzo de todo. Es que si a papá no lo hubieran
secuestrado y asesinado, seguro yo no estaría aquí liderando la lucha
antiguerrillera. Yo puedo perdonar todo lo que ha pasado en estos veinte años
de guerra, pero la muerte de mi padre, no. Los tiempos cambian y uno no sabe
qué pueda pasar, pero al mirar a los ojos del asesino del viejo, no sé… A veces
lo veo como el culpable de todos lo que yo he tenido que matar. (Araguren,
2001, pág. 58)
Para él, ese fue el “comienzo de todo”. En otras palabras, fue el hecho
fundante de la reciente violencia política del país. A partir del mencionado
acontecimiento proclama la lucha en contra de la guerrilla. Ésta es declarada
enemiga, no sólo propia, sino de todos los colombianos. En adelante, los ojos
de cualquier guerrillero deben ser vistos como los de un culpable.
Testimonia el mismo Carlos Castaño que él y su hermano Fidel identificaron al
asesino directo, Conrado Ramírez, miembro de las FARC-EP. Lo denunciaron
y lo hicieron capturar. Pero luego un juez lo dejó en libertad. Entonces, los
hermanos Castaño hicieron justicia por su propia mano y lo mataron. Reconoce
que fue una venganza.
La muerte de Conrado le encantó al pueblo entero y a los militares, más.
Trataron de investigar quién había sido pero todos guardaron silencio y algunos
hasta lo celebraron. Como sucedió en la obra maestra… de Félix Lope de
Vega… cuando la justicia le [sic] indagó a sus habitantes quién fue, contestaron
todos a una, “Fuenteovejuna, Señor”. Así sucedió con el pueblo de Segovia.
(Araguren, 2001, págs. 66-67)
Fue quizás la primera señal de que se podría construir una voluntad colectiva
de respaldo a la violencia.
Hasta acá explica la teoría clásica. El hecho muestra que aún no se ha
establecido un pacto político y racional de convivencia pues la justicia no
funciona. Por tanto, reina un estado de naturaleza determinado por la violencia.
De éste hacen parte no sólo los individuos directamente implicados sino
también todos los que los rodean, ya que no denuncian asesinato alguno y, al
contrario, lo aceptan como condición natural de sobrevivencia. El deseo
violento es intrínseco al ser humano y sólo se puede salir de allí mediante un
acto racional que no aparece a primera vista.
Pero el deseo, según Girard, tiene más matices. Carlos Castaño alude a la
existencia primigenia de un deseo cercano entre quienes luego serían
enemigos acérrimos:
Es que le digo una cosa: secuestro de más amistad no ha existido. Cuando
ellos [los guerrilleros] iban de paso mi padre los dejaba acampar en la finca El
Hundidor. Uno amanecía y ahí se veían los toldos, las carpas y las hamacas
guindadas. Por la mañana se les daba leche, quesito y, de vez en cuando, de
regalo, una novilla…Mi hermano Fidel tenía un bar en Segovia que frecuentaba
la guerrilla y se llamaba „Bar el minero‟… Éramos amigos de los guerrilleros por
la sensibilidad social que trataban de inculcar, pero, viéndolo bien, esa era otra
guerrilla, algo idealista. (Araguren, 2001, pág. 58)
El que fuera responsable político de las Autodefensas Unidas de Colombia da
cuenta de un deseo común. Unos y otros deseaban lo mismo, el mismo bien.
Este mismo deseo de bienestar para todos derivó en antagonismo y en
rivalidad enconada, hasta el punto que guerrilleros y paramilitares se olvidaron
del mismo objeto de deseo y empezaron a desear eliminar al otro. Carlos
Castaño, entonces, los va descalificar como verdaderos otros, como seres
humanos: “¡Es que a estos sinvergüenzas se les daba claro, guarapo y hasta
revuelto! Al secuestrar a mi padre sólo hubo irracionalidad y codicia, maldad”
(Araguren, 2001, pág. 58). Todo esto ocurre, según la teoría mimética, porque
culturalmente se ha aprendido a desear lo que el otro posee y lo que el otro es;
y no ocurre porque necesariamente la justicia y la ley sean inoperantes. En la
base de todo se encuentra la construcción cultural.
La situación, de modo contrario, tomará otro curso. Los abusos cometidos por
la guerrilla en las regiones donde hacía presencia, y cuya acción principal para
los Castaño fue el asesinato de su padre, promovió, durante los dos primeros
años, una organización de espíritu exclusivamente vengativo, que más
adelante encontró en ello una manera de hacer “verdadera” justicia:
Hermano, Conrado fue el guerrillero que secuestró a papá, el mismo que lo
sacó de la finca. El Juez penal lo va a soltar y no hay más de otra ¡Lo vamos a
matar! Nos corresponde en nombre de la auténtica justicia moral, actuar como
jueces y aplicar el castigo: su ejecución. (Araguren, 2001, pág. 65)
Pero más adelante se iría a buscar una justificación más general que permitiera
involucrar a muchos otros. Para ello, la vuelta a hechos con los cuales se
pudiera establecer un círculo permanente de violencia; en este caso, los
acontecimientos de los años cuarentas y cincuentas, los cuales tenían que ver
con la formación que habían recibido de sus padres. El hecho natural de la
violencia de los Castaño trataría de ser comprendido como una condición
general de la sociedad colombiana. De tal modo, el asesinato de Jesús Antonio
Castaño significaba la amenaza contra un orden naturalizado representado en
el poder político y eclesial que se configuró en Colombia:
Ella [su madre] es una mártir, y la pena ya la anestesió. Se le murió su esposo
y la guerra le ha quitado cinco hijos, cuatro hombres y la niña menor. Lo de
papá fue lo más duro para ella, casi se nos muere. Ellos habían logrado formar
un hogar católico y conservador laureanista. En esa época decían de mi papá
que su palabra era una escritura. Él sigue siendo mi ejemplo ideal de rectitud,
de ética y valores. (Araguren, 2001, pág. 78)
La ética, la rectitud y los valores se encarnaban en el sistema católico y
laureanista. En conjunto, este era el orden natural que intentaba derribar la
guerrilla. Por tanto, la guerrilla debía ser declarada como el mal a combatir. Si
los medios institucionales vigentes no eran eficaces, se debía recurrir a la
violencia extra-institucional, provenientes del ejercicio de imitación del rival
antagónico. El espíritu de Hobbes parece estar presente. De allí que los
hermanos Castaño hicieran que:
Lo inesperado sucediera. La guerrilla nunca imaginó que le naciera un enemigo
irregular, en forma de resistencia civil armada. De igual tamaño y con sus
mismos métodos irregulares para enfrentarlos. El ejército siempre llevaba las
de perder, por que representaba lo legal, ¡pero nosotros actuábamos como
ilegales! (Araguren, 2001, pág. 87)
Seguidamente se iría a precisar otro motivo fundamental de confrontación
armada: el progreso. Se trata del argumento que originalmente formuló John
Locke en torno al derecho natural a la propiedad. El deseo convergente por el
control de la propiedad agraria se exhibirá como causa natural que justifica la
guerra. Los paramilitares lo asumen y se presentan como quienes lo van a
garantizar de manera correcta, al contrario del enemigo social:
La guerrilla destruye todo lo que se llame progreso. ¿Qué sucede? Ellos son
Gulliver en el país de los enanos. Donde hay una sociedad medio estable
económicamente, con empleo, ellos ahí no son nadie, no tienen espacio para la
revolución. Pero si la gente está sin un solo líder, sin fuentes de empleo y sin
recursos, ellos entran. Al principio saben manejar recursos y logran poner a la
gente a trabajar. Pero pasan los días y se ve que no tienen ni idea de lo que es
enriquecer a una región… (Araguren, 2001, pág. 89)
En cambio, los paramilitares se erigen como representantes naturales de la
producción de la riqueza. Sólo que ahora explicitaron que la misma estaba
unida a la violencia necesaria:
Antes del secuestro de papá, Fidel no le quitaba un peso a nadie, era un
hombre rebuscador, pero, después, todo cambio. Mi hermano nunca buscó la
guerra como una forma de hacer negocio y volverse un hombre rico, él se la
encontró en el camino. Lo primero que uno descubre es que ninguna guerra se
financia lícitamente. ¡Jamás! Generalmente, todos los ideales son nobles y,
aunque no siempre son los más justos, tiene presentación. (Araguren, 2001,
pág. 82)
En este sentido, la justificación de la violencia paramilitar, crea la
representación de un “verdadero culpable”, que en su mimetismo acepta la
violencia como algo natural, adoptando maneras inconscientes de violencia
bajo la idea de lo sagrado, ya que si no existiera más venganza, no habría más
enemigos, lo cual justifica el exterminio de un otro que, de ser eliminado,
acabaría con esta encarnación del mal. Este propósito se hizo mucho más
evidente a partir del año 2001, fecha de publicación del texto que hemos venido
siguiendo y en el que el proyecto paramilitar lanzó su ofensiva en procura de
consolidar una mayoría a favor de su violencia y en contra de la ejercida por la
guerrilla colombiana, como clara exponente del mal social.
3.2 De las crisis miméticas y del largo proceso de exacerbación de los
deseos
Al momento cumbre de la polarización de los rivales que acaba de ser descrito,
agenciado por los paramilitares, se llegó a través de varias décadas de
violencia. Así, el paramilitarismo va a pretender imitar una violencia enemiga,
llevándola más allá del filo del paroxismo, al decir de René Girard. Esto será el
resultado de una larga historia de tentativas que buscaron, desde el poder del
Estado, contener la violencia guerrillera y las resistencias sociales que se
oponían a la violencia institucionalizada.
Los estudiosos reconocen que la violencia actual tiene sus raíces más directas
en el periodo de la llamada Violencia (1946-1958), exacerbada a raíz del
asesinato de Jorge Eliecer Gaitán durante los acontecimientos del 9 de abril de
1948, en el conocido Bogotazo. A grandes rasgos, aunque a primera vista era
una lucha entre liberales y conservadores, lo acaecido era una confrontación
entre terratenientes, por un lado, la burguesía agroexportadora y por el otro, los
industriales. Los primeros, habían armado a campesinos en las bandas de
“chulavitas” y los segundos a otras franjas en las guerrillas liberales y en
grupos denominados los “pájaros”, como las primeras expresiones del
paramilitarismo actual (Angarita, 2000, págs. 63-123). Lo que quiere decir que,
detrás de todo ello, había una disputa abierta por el control del Estado (objeto
declarado de deseo) que encubría el deseo de defender la propiedad privada,
principalmente de la tierra. Era el inicio de una cadena de rivalidades fundadas
en la imitación del deseo del otro, que respondía a una violencia preconcebida
erróneamente como intrínseca a la naturaleza humana.
La anterior confrontación se quiso dirimir a través de un pacto entre élites,
conocido como el Frente Nacional, el cual logró contener parcialmente la
violencia, aunque también la reprodujo, dado el carácter violento de las
instituciones que se pusieron en marcha. Al decir de Angarita:
Se trataba de una respuesta de largo plazo por parte de las élites que siempre
se habían asido al aparato del Estado. Los sistemas jurídico y militar se ponían
a disposición del ejercicio de la violencia sistemática, bajo el pretexto de que la
existencia del Estado se encontraba amenazada. El modelo de este último
había tomado forma en el pacto de pacificación celebrado en el país en 1959,
entre los terratenientes, la burguesía agroexportadora y los industriales y con el
cual se dio lugar al régimen del Frente Nacional y se colocaba punto final a sus
disputas durante La violencia de los años 50. Con ese acuerdo, la dirigencia
buscaba consolidar su dominación política y económica y aspiraba a
desmovilizar los sectores subalternos que recientemente había armado en
torno a sus respectivos bandos. (Angarita, 2013, pág. 4).
Como se trataba de un pacto excluyente, los problemas de tipo social,
económico y político de la época perduraron y se acentuaron en las zonas
periféricas del país, dando origen a otro tipo de guerrillas que abanderaban con
su lucha armada el inconformismo, producto del abandono Estatal, en el marco
de las exitosas revoluciones latinoamericanas inspiradas por Cuba y
Nicaragua. Así, en 1964 nacen las FARC, en 1965 el Ejército de Liberación
Nacional (ELN), en 1967 el Ejército Popular de liberación (EPL) y el M-19 en
1974. Lo cual significó, por un lado un notorio retroceso a las iniciativas de paz
instauradas previamente en el Frente Nacional y, por otro lado, un ejercicio
mimético de experiencias de otros países de la región, en que se imitaban las
formas de desear de otros que en regiones aledañas buscaban un nuevo orden
y un nuevo modelo social.
A partir de la visión de René Girard, estos hechos son expresiones de crisis
miméticas, producto de las imitaciones en procura de la propia sobrevivencia.
En ellas siempre aparece la recurrencia a la violencia para protegerse de su
atacante, en medio de cuyo aprendizaje social emergen y se adquieren nuevas
identidades para hacer parte de alguna colectividad que garantice su propia
seguridad. Esas identidades se organizan en grupos que planean la violencia y
con la cual se vulnera a otro que no se quiere reconocer como legítimo. En
medio de ese juego de violencias, las élites, a través de diversos gobiernos,
han tomado distintas posturas frente a los grupos paramilitares, a los que
quieren desconocer o reconocer como legítimos. Veamos.
A través del Decreto 3398 de 1965 y de la Ley 48 de 1968, se admitió la
existencia de organizaciones armadas de defensa civil (Garcia, 2008),
autorizando que personas del común participaran en actividades y labores de
apoyo militar para el restablecimiento del orden público. Estas disposiciones
han sido consideradas como las bases legales que engendraron
posteriormente los grupos paramilitares y que vinculan a las Fuerzas Militares
con estrategias contrainsurgentes y organizaciones al margen de la ley.
Aunque se contaba con ese instrumento legal, una década después, durante el
gobierno de Julio César Turbay Ayala, se aplicó la estrategia tradicional de
Seguridad Nacional para luchar contra el enemigo interno. Ésta consistía en
otorgarle un papel protagónico a los Fuerzas Armadas, concediéndoles
prerrogativas legales para sus operaciones contrainsurgentes. Así lo describe
Jorge Orlando Melo (Melo, 1990):
Un punto crucial en la lucha antiguerrillera tuvo lugar durante el gobierno de
Julio César Turbay, cuando el Ejército logró el respaldo del ejecutivo para una
lucha antiguerrillera que no estuviera obstaculizada por consideraciones
legales tradicionales. En efecto, además de expedirse un Estatuto de
Seguridad que daba a los militares funciones judiciales (Decreto 1923 de
septiembre 8 de 1978), lo que resultaba una indicación de una crisis cada vez
mayor del sistema judicial, congestionado, formalista e ineficiente, se toleró la
utilización masiva de la tortura por parte de los investigadores militares, se
autorizó la retención de ciudadanos por pura sospecha de las autoridades
militares -sin que, aparentemente, se hubieran cumplido los requisitos exigidos
por la Constitución para hacer tales retenciones- y se realizaron detenciones
masivas de presuntos guerrilleros o simpatizantes; entre agosto de 1978 y julio
de 1979, las autoridades colombianas detuvieron a más de 60.000 personas,
según informe del ministro de Defensa de entonces. (Melo, 1990, pág. 485)
El Estado se veía amenazado y víctima de conspiraciones sin par. Se
declaraba enemigo a prácticamente cualquier forma de oposición, al estilo de
las peores dictaduras que entonces gobernaban en los países del Cono Sur.
Así lo indican, por ejemplo, los siguientes artículos del mencionado Estatuto de
Seguridad que reconocen funciones extralimitadas de autoridad y coerción al
Estado:
Los que promuevan, encabecen o dirijan un alzamiento en armas para derrocar
al Gobierno Nacional, legalmente constituido, o para cambiar o suspender en
todo o en parte el régimen constitucional existente, en lo que se refiere a la
formación, funcionamiento o renovación de los poderes públicos u órganos de
la soberanía quedará sujeto a presidio. (Decreto 1923 de 1978, Artículo 2)
Los que integren bandas, cuadrillas o grupos armados de tres o más personas
o invadan o asalten poblaciones, predios, haciendas, carreteras o vías públicas
causando muertes, incendios o daños en los bienes, o por medio de violencia a
las personas o a las cosas cometan otros delitos contra la seguridad e
integridad colectivas o mediante amenazas se apoderen de semovientes,
valores o de cualquier cosa mueble ajena u obliguen a sus propietarios,
poseedores o administradores a entregarles o establezcan contribuciones con
el pretexto de garantiza, respetar o defender la vida o los derechos de las
personas incurrirán en presidio de diez a quince años. (Decreto 1923 de 1978,
Artículo 3)
Por lo tanto, las tensiones que se han desarrollado a lo largo de la historia entre
paramilitarismo, Estado y guerrilla, han generado, toda una serie de
contravenciones y discursos, por los cuales, la búsqueda de la constante
deslegitimación del enemigo justifica que cada quien reproduzca diferentes
maneras de violencia en función del principio básico de la auto preservación de
la vida, en el cual cada facción representa un riesgo permanente para la
seguridad de los demás.
Luego, de manera distinta, el presidente Belisario Betancur (1982-1986),
mediante la Ley 35 de 1982 y otros decretos expedidos en 1983, dio inicio a los
diálogos con las guerrillas del M-19, las FARC-EP, la Autodefensas Obreras
(ADO) y el Ejército Popular de Liberación (EPL). Para ello, el gobierno creó las
figuras del Alto Comisionado para la Paz, la Comisión Nacional de Verificación
y la Comisión Nacional de Negociación y Diálogo, entre otros cargos y oficinas
que pretendían, mediante el diálogo, encontrar una solución negociada del
conflicto. Con todo ello, Betancur limitó los poderes que ostentaba el ejército y
reconoció a las guerrillas como actores políticos legítimos. Tal decisión generó
una serie de divergencias en las élites locales, que optaron por apoyar cada
vez más a los grupos paramilitares, con el fin de seguir defendiendo sus
políticas económicas y de seguridad en las regiones. De este modo, la
alternativa de paz, por medio de la negociación, fracasó rotundamente.
Vendrán años aciagos de violencia durante la década del 90. Incremento del
paramilitarismo, pero sin conseguir la legitimación de su violencia. Incremento
también de la actividad guerrillera, con un relativo reconocimiento de su
proyecto insurgente entre algunos sectores de la sociedad colombiana. Y
aumento desmesurado del narcotráfico con formas inusitadas de violencia que
se articulaban indistintamente a los actores armados en contienda desde
tiempo atrás. Ninguna fuerza de las violencias indistintas lograba jalonar e
imponerse al conjunto de la sociedad. Por ello, fue necesario el intento de un
pacto político a través de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. En ese
pacto se amplió el margen de participación de algunos sectores de la sociedad
colombiana, pero todavía muchos otros quedaron por fuera (Angarita, 2013).
Lo cierto es que el asunto de la violencia no fue resuelto sino que quedó con
las puertas abiertas:
Por una parte, en relación al contexto, aunque en el momento sí tomó más
fuerza en la opinión pública la idea de que el conflicto colombiano se debía
dirimir a través del pacto nacional de la ANC -lo cual le restaba reconocimiento
político a la decisión de las guerrillas de mantenerse alzadas en armas- sin
embargo, no se produjo una descalificación absoluta de la oposición armada.
Quedaba, así, la doble posibilidad de convocarlas a un diálogo específico (en
concordancia con el nuevo espíritu constituyente) y/o de combatirlas
militarmente, lo que exigía una justificación más sofisticada que la que brindaba
la ya tradicional teoría de la Seguridad Nacional. Adicionalmente, la violencia
paramilitar quedó intocada. Por otra parte, en sentido general la estructura
militar del Estado se mantuvo incólume (Cfr. Título VII, cap. 7, Constitución
Política de Colombia). (Angarita, 2013, pág. 30)
En las décadas subsiguientes los bandos en disputa armada pretenderán ser
mayoría e imponerse a toda costa. El gobierno de Ernesto Samper (1994-
1998), al darle vía libre a la conformación de las llamadas Convivir, a las luz de
la ley 48 de 1968, creó condiciones para que se expandieran los grupos
paramilitares2. Durante estos años, además, ante la crisis permanente de ese
gobierno, la violencia el narcotráfico se expandió a través de micro-carteles.
Luego, durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998- 2002), se
declararán inexequibles aquellos decretos que avalaban a las Convivir y, al
lado del reinicio de conversaciones formales con las FARC-EP, en San Vicente
del Caguán, asistimos al fortalecimiento de la violencia guerrillera.
Complementariamente en este último periodo el gobierno de los Estados
Unidos intervine en la lucha contra el narcotráfico por medio del Plan Colombia
2 Dijo Carlos Castaño: “Su idea de crear las Convivir, unas cooperativas donde los ciudadanos colaboran
de manera organizada con las fuerzas armadas, suministrando información y en algunos casos portando armas amparadas para su defensa personal, es el mismo principio que le dio origen a las Autodefensas”. (Araguren, 2001, pág. 177)
y fortalece al Ejército Nacional y a la Policía. Así, las violencias son indistintas,
se multiplican y se desbocan a lo largo y ancho de la sociedad colombiana.
Finalmente, durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, mediante el proyecto
político y militar de Seguridad Democrática, se deslegitima el estatus político de
los grupos armados ilegales (puntualmente el de la guerrilla FARC), justificando
así la lucha del estado para combatir por todos los medios a la insurgencia,
mientras, por otra parte se promovía la Ley de Justicia y Paz que facilitaba el
proceso de desmovilización de los grupos paramilitares.
3.3 La configuración del enemigo: Escobar y la guerrilla como chivo
expiatorio
La sociedad colombiana, sumida en las diversas expresiones de violencia,
agenciada por actores dispares, se vio abocada a quedarse con una. La que
finalmente se consolidó, antes de comenzar su institucionalización, tuvo como
canal principal el proyecto paramilitar. Para imponerse debía ser capaz de
construir un enemigo contra el cual la mayoría de la sociedad colombiana
habría de volcarse.
En este sentido, la justificación de la violencia paramilitar, creó la
representación de un “verdadero culpable”, que en su mimetismo asumió la
violencia como algo natural, hasta incluso sacralizarla, pues produjo formas de
sacrificio extremo como condición necesaria para supuestamente exterminar el
mal. El aniquilamiento en masa, a través de la masacre, fue su estrategia
privilegiada.
A partir del fortalecimiento de los denominados grupos de autodefensa, se crea
el primer grupo paramilitar financiado por el narcotráfico: Muerte a
Secuestradores (MAS). Su tarea principal fue la de proteger los negocios e
integrantes de la mafia de la droga, de cualquier tipo de ataque de la guerrilla,
principalmente de las FARC-EP, en 1981, tras el secuestro de una familiar de
uno de los integrantes del Cartel de Medellín.
De la misma manera a mediados de 1982, en Puerto Boyacá se inicia un de los
proyectos pilotos más importantes del paramilitarismo en el país, el cual contó
con el apoyo económico de los terratenientes de la región, al igual que de altos
mandos militares, quienes se identificaban con los principios de la Doctrina de
Seguridad Nacional. Este municipio se autodeclaró “la capital antisubversiva de
Colombia, tierra de paz y de progreso”. El proyecto contó con el apoyo de la
Asociación Campesina de Agricultores y Ganaderos ACDEGAM, como el
primer paraguas legal de las autodefensas. En este sentido, Carlos Castaño
dice:
Por esos días a finales de 1982, se dio la primera reunión de ganaderos,
agricultores y comerciantes de la región. Cerca de doscientos cincuenta
empresarios se organizaron para defenderse de los atropellos de la guerrilla.
Con base en las disposiciones legales de 1965 y 1968, que permitía a los
ciudadanos portar armas con salvoconductos. El espíritu de la ley pretendía
que los ciudadanos se organizaran y cuidaran sus predios, con colaboración de
las fuerzas armadas. Como era algo legal, surgió la primera asociación de
autodefensa colectiva, ACDEGAM. (Araguren, 2001, pág. 96)
Luego, a mediados de 1993, surgen los “Pepes” (personas perseguidas por
Pablo Escobar), liderados por Carlos Castaño y alias “Don Berna” para dar
muerte a Pablo Escobar. Según uno de sus gestores, fue el primer grupo
paraestatal del país que contó con la cooperación de organismos de
inteligencia, como el DAS y de la DEA. Se trató de una iniciativa múltiple,
estatal y privada, cuyo fin último era atacar a quien amenazara al Estado. Así,
fue declarado como enemigo principal, para entonces, Pablo Escobar, porque:
Peleó con el Estado. Colocó dieciocho carros bombas. Financiaba la guerra
contra el Cartel de Cali. Ofrecía a los asesinos a sueldo, cinco millones de
pesos por agente de la Policía asesinado. Ordenó la muerte de más de
doscientos policías, en Medellín, horror que a ninguno nos gustó, pero nada
que hacer, la mayoría de las personas en la ciudad se mostraban amigas de
Pablo por obligación. Imponía un principio perverso: “O están conmigo o están
contra mí” (Araguren, 2001, pág. 145)
De tal manera, según Castaño, Escobar era identificado no solo por él sino por
todo un país, como la encarnación del mal, aquel que bajo sus principios
corruptos exacerbó lo peor de una guerra y transformó la ética de toda una
nación de delincuentes, siendo este, la máxima representación del temor,
temor infundado sobre los más altos índices de maldad y barbarie. “Al lado de
Escobar uno se podía transformar perfectamente en un monstruo igual que él”,
afirmaba Castaño, lo cual dejaba por sentado, que más allá de apoyar a la
guerrilla, se había convertido en el mercenario más peligroso para el Estado.
Por lo tanto, con la aparición del grupo los “Pepes”, se justifica la creación y
aplicación de un tipo violencia justiciera que lucha fervorosamente por la
protección de la nación y los principios que de ella emanan. Se logró consolidar
una primera mayoría, en medio de las élites y de los sectores de poder de este
país. En este sentido dice Castaño:
Fuimos tolerados por la Fiscalía, la Policía, Ejército, el DAS y la Procuraduría, y
el propio presidente César Gaviria Trujillo nunca ordenó que se nos
persiguiera. Los periodistas aplaudían en silencio. ¡Y así tenía que ser!
(Araguren, 2001, pág. 142)
Así, paulatinamente las autodefensas se fueron convirtiendo en la mejor
alternativa para unir al país, haciendo a sus ciudadanos más valientes y
responsables con la protección de su propia seguridad, colaborando con la
lucha antisubversiva. Fueron el modelo social a imitar como tabla de salvación
de la sociedad toda.
La proyección del paramilitarismo se fue concentrando en Fidel Castaño, el
hermano mayor, y el segundo al mando era Carlos. Pero, tras la muerte del
Fidel Castaño en 1994, Carlos procura conservar su legado. Más tarde, el 18
de abril de 1997, en Urabá, se realizó la primera conferencia nacional de
dirigentes y comandantes de las autodefensas campesinas del país, convocada
por las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Allí se
conforma un frente de lucha único bajo el nombre de Autodefensas Unidas de
Colombia (AUC), integrado por los 20 frentes que ya tenía las ACCU en la zona
norte del país, el bloque de autodefensa de los Llanos Orientales que operaban
hacia el sur, las Autodefensas de Ramón Isaza y finalmente las autodefensas
de Puerto Boyacá que operaban en toda la zona del Magdalena Medio. En ese
momento se definen “como un Movimiento político-militar de carácter
antisubversivo en ejercicio del uso del derecho a la legítima defensa, que
reclama trasformaciones del Estado, pero no atenta contra él”. (Constitución
AUC, 1997)
Un año después, en mayo de 1998, oficializan El Estatuto de Constitución y
Régimen Disciplinario del grupo, en el cual se plasman los principios
fundamentales, la naturaleza de la organización, los objetivos políticos, la
misión estratégica, el régimen interno, las estructuras de mando y las formas
de financiación. En este documento insisten de muchas formas en que no es
válido atentar contra el Estado, ejercicio que desacredita la acción de la
guerrilla. En tal sentido se deja por sentado que:
Las reformas estructurales políticas, económicas y sociales del Estado
proceden a través del desarrollo de un proceso de concentración democrático e
institucional, la vía armada como instrumento de transformación de la sociedad
es anacrónico, impopular, criminal y autoritario. (Estatuto AUC,1998)
En esta dirección se apuntaba desde este proyecto a definir como enemigo de
la sociedad a la guerrilla y al narcotráfico, y a legitimar la violencia ejercida
desde el Estado. Pero respecto al narcotráfico, no se logró un consenso. De
hecho, Carlos Castaño renunció a la dirección política porque abogaba por un
deslinde del paramilitarismo con este negocio, al tiempo que buscaba un
acuerdo al respecto con el gobierno norteamericano. Esta postura derivó
finalmente en el asesinato de Carlos Castaño, ad portas del inicio de un
acuerdo con el Estado colombiano para la desmovilización de los paramilitares.
3.4 El mito de la nueva sociedad colombiana y el proceso de
institucionalización de la violencia.
Durante el año 2002 se dio inicio en el Congreso de la República, el proceso
jurídico que dio vía libre a la desmovilización de los grupos paramilitares que
hacían parte de las AUC, para que entregaran las armas y se reintegraran a la
vida civil. Simultáneamente se llevaba un proceso de negociación entre el
gobierno de Álvaro Uribe Vélez y las AUC, en Santa Fe de Ralito, desde el cual
se definió el marco jurídico de la desmovilización. Éste se concretó en la ley de
alternatividad penal y en la ley 975 de 2005 o de Justicia y Paz. Los términos
jurídicos fueron favorables para los paramilitares, dada la crueldad de los
crímenes que cometieron en su vida de existencia. El tema de los vínculos con
el narcotráfico fue endosado a la justicia norteamericana y está en proceso
lento de resolución.
En lo que a la violencia interna compete, a la luz de la teoría mimética se puede
afirmar que lo que se da en esta fase del proceso con los grupos paramilitares
es la configuración de un núcleo mítico de justificación de la violencia, así como
la institucionalización de la misma, a través de mecanismos legales y bajo el
control explícito del Estado. Lo uno y lo otro se sintetizan en la frase bandera
del gobierno de Uribe Vélez: la Seguridad Democrática. Entonces se instaura el
imaginario de que la guerra paramilitar cesó y se acepta el ejercicio estatal de
la violencia. Angarita lo resume de este modo:
El programa de la Seguridad Democrática de Uribe Vélez amarró los hilos
sueltos y ofreció los contenidos de legitimación de la violencia y la barbarie.
Hizo de la política de guerra un fanatismo exacerbado y una devoción
mesiánica secular. Álvaro Uribe logró un consenso para incorporar a la vida
social a los paramilitares y para declarar como único enemigo de colombianas
y colombianos a cualquier expresión de la insurgencia. Ésta debía ser
eliminada sin miramiento alguno, con recursos públicos y privados como nunca
antes se habían reunido en la historia del país, con la reingeniería estratégica
del Plan Colombia e incluso con cualquier método. La guerra, a través de
recompensas por informaciones acerca de terroristas y de incentivos a
miembros del ejército y la policía que se presentaran exhibiendo víctimas, sin
importar sus verdaderas identidades, se hizo un negocio palpable que
consolidó los demás negocios, los globales. Civiles, especialmente jóvenes
populares de campos y ciudades, se convirtieron en blanco predilecto de los
verdugos. De ese modo las cifras del éxito crecieron artificialmente, hasta el
punto de sobrepasar los estimativos oficiales sobre el número de miembros de
la guerrilla. El fenómeno tan criollo se denominó "falsos positivos". La sangre
de guerreros y de inocentes y las lágrimas de sus familiares lograron embriagar
a una opinión pública que se saciaba morbosamente con los supuestos triunfos
del nuevo ganador de la contienda. La sociedad, sin darse cuenta, se cebaba
con el paroxismo de la crueldad. Ideológicamente el presidente sintetizó con
una frase lapidaria su balance victorioso: “hemos devuelto la autoridad al
Estado y el imperio de la ley”. Esta nueva religión, ahora secular, articulaba
política, mercado y violencia, como supuesta condición de posibilidad para
hacer vigente la democracia y los derechos humanos: el sumum de la barbarie
se entronizó (Angarita, 2013, págs. 32-33)
CONCLUSIONES
Los fundamentos proporcionados por la ciencia política desde sus raíces
filosóficas, a lo largo de la historia, han desarrollado la necesidad psicológica
de regular el uso legítimo de la fuerza y la capacidad de atentar contra otros,
siendo esta, una comprensión polarizada de la naturaleza de los deseos y el rol
que estos cumplen en la vida humana desde la mimesis como base del
aprendizaje, la cual, legitima la imposición de unos sujetos sobre otros
encontrado su fundamento a partir de la comprensión de una conciencia natural
que llega a ser contradictoria, ya que este, es un condicionante que protege la
propia vida a través de la violencia.
En este sentido, la ciencia política, se ha solidificado sobre el imaginario por el
cual mediante la compresión de la ley natural, como un principio básico que
limita y liberal al hombre obligándolo a proteger su propia vida a costa de lo que
sea, haciendo uso de la razón (raciocinio) que le fue asignada por Dios para su
propio cuidado, termina por convertirse, en el principio legitimador de una
permanente violencia que fundamentalmente busca “limitar” la capacidad de
lastimar a otro sin desterrar la violencia, por ello, en esencia, el pacto político
que recubre al Estado, no es más que la transferencia de la violencia individual
que cada quien posee hacia una sola persona o institución que representa la
voluntad general de no querer ser amenazados, garantizando así su propia
seguridad, otorgando derechos de posesión sobre los otros.
Así, los derechos de posesión que adquiere el Estado sobre sus súbditos,
según sus principios de autoridad, no terminan siendo más que un
convencionalismo abstracto fundamentalmente metafísico, en el cual, Dios es
dueño del hombre y él hombre en representación del Estado es dueño de sus
súbditos. Construyendo así todo un sistema coercitivo que por medio del
terror, recrea el imaginario colectivo por el cual el Estado representa la
violencia de todos encarnada en una sola persona o institución, permitiendo
así, la construcción de todo un sistema de valores que justifica la aparición de
un chivo expiatorio colectivo sobre el cual se puede impartir violencia sin sentir
culpa alguna.
Por ello, el chivo expiatorio, siendo el producto de la crisis mimética que da
origen a nuevas conductas en la vida en comunidad, termina imponiendo
formas particulares de desear que se basen en la rivalidad. En este sentido
Rene Girard a propósito de este trabajo, a manera de recomendación, plantea,
que si la imitación es algo intrínseco a la naturaleza humana, es válido
considerar que lo que se imita puede variar y por lo tanto se puede aprender a
imitar nuevas conductas y nuevas formas de vivir que disten de la violencia.
Para que así se puedan generar nuevas transacciones culturales que
construyan nuevas identidades que se mantengan al margen de la rivalidad y
del imaginario que los “otros” no son iguales, principio por el cual se plantea
una desigualdad que termina por deshumanizar al otro. Lo que puede plantear
un nuevo marco interpretativo para esta disciplina académica que se desarrolla
a partir de la comprensión del pacto político que le dio origen al Estado.
Por esto, el discurso paramilitar, al igual que cualquier otro tipo de institución
que repliegan dinámicas de violencia sobre sus semejantes que ya han sido
desnaturalizados, no termina siendo más, que la representación constante de
aquellos símbolos que el mismo Estado ha impartido para su propia protección,
generando así un circulo constante de contradicciones que hacen parte de una
inadecuada interpretación de la naturaleza humana desde la violencia.
Por ello, la autoridad simbólica fortalecida constantemente por las dinámicas y
representación y producción de mitos y ritos, permite entender, que de muchas
maneras el poder deviene de las formas de comunicación y a partir de estas
relaciones se construyen códigos morales de comportamiento
institucionalizados por medio de éticas de un deber ser.
Es así, como el lenguaje es vital para el desarrollo de las lógicas de la guerra y
de la violencia; ya que es allí donde se construyen y destruyen las maneras con
las que nos relacionamos con los otros a partir de las justificaciones que le dan
sentido a una acción. De esta manera, es importante comprender cuál es el
poder de los símbolos que modifican voluntades, haciendo que las personas
adopten ciertos comportamientos. Así, para poder construir un escenario de
paz es necesario cambiar el significado que los símbolos han adquirido con la
guerra para que existan disensos que no lleven necesariamente al uso de la
violencia.
En este sentido, la autoridad simbólica fortalecida constantemente por las
dinámicas y representación y producción de mitos y ritos, permite entender,
que de muchas maneras el poder deviene de las formas de comunicación y a
partir de estas relaciones se construyen códigos morales de comportamiento
institucionalizados por medio de éticas de un deber ser. Es así, como el
lenguaje es vital para el desarrollo de las lógicas de la guerra y de la violencia;
ya que es allí donde se construyen y destruyen las maneras con las que nos
relacionamos con los otros a partir de las justificaciones que le dan sentido a
una acción.
Por tanto, la relación entre el contrato social con los otros donde se adhiere a
pautas de comportamiento propias de la vida en comunidad, interioriza
discursos y sentidos en los que se acepta la autoridad de un líder que logra
construir (en parte) la propia identidad. En este sentido, se crea, toda una
estructura social a partir de simbolismos que configuran una vida en
comunidad, por medio de ciertos roles.
La construcción de estos roles, de constitución social en las guerras y también
en otro tipo de instituciones, se configuran a partir de tres elementos: el
primero, es la creación de un líder que coordina voluntades y fabrica
simbolismos a partir de ideas segregadoras propias de imaginarios de
amenaza; y en este sentido aparece el segundo elemento, que es la
construcción de un adversario, el cual va a ser el símbolo que le da sentido a la
vida en comunidad, puesto que logra establecer lógicas en las que se
construyen roles que justifican la vida en comunidad; en este orden de ideas,
se introduce el tercer elemento que es la justificación de la defensa y el ataque
contra otros, ya que se considera que se está haciendo lo correcto.
Bajo este orden de ideas, las rivalidades y la guerra son la esencia que le da
sentido al establecimiento de la vida en comunidad, que permite otro tipo de
instituciones, como la familia, la iglesia, los Estados, etc. Éstas últimas se
apropian de los elementos anteriormente mencionados para establecer ciertos
tipos de control social, a través de éticas que condicionan a los sujetos.
Para concluir, el poder de los símbolos modifica voluntades, haciendo que las
personas adopten ciertos comportamientos. Para poder construir un escenario
de paz es necesario cambiar el significado que los símbolos han adquirido con
la guerra para que existan disensos que no lleven necesariamente al uso de la
violencia.
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