View
234
Download
12
Category
Preview:
DESCRIPTION
LITERATURAS es el suplemento dedicado a la literatura de Détour, y se puede encontrar en su blog: diarios.detour.es. Esta es una recopilación de lo publicado en su primer año, 2012.
Citation preview
LITERATURAS es el suplemento dedicado a la literatura de
Détour, y se puede encontrar en su blog: diarios.detour.
es. Esta es una recopilación de lo publicado en su primer
año, 2012.
Agradecimientos: Cabaret Voltaire, Contra, Errata Naturae,
Fundación Luis Seoane, Librería Leo, Libros del Asteroide,
Pepitas de Calabaza, Librería Railowsky
Collage en portada: Francisca Pageo
ESPECIES DE ESPACIOS
Sombras | Jordi Revert
París | Laia López Manrique
La isla misteriosa | Óscar Brox
Brian | Rubén León
Escapar al cine | Irene Villarejo
My Winnipeg, My Winnipeg | Paula Pérez
Coule la Seine (canción) | Tera Blanco de Saracho
LITERATURAS
(Libros)
Óscar Brox, Juan Jiménez García, Laia López Manrique
La mujer sentada | Guillaume Apollinaire (El olivo azul)
El salario del miedo | Georges Arnaud (Contraseña)
B-17G | Pierre Bergounioux (Alfabia)
Una habitación en Holanda | Pierre Bergounioux (Minúscula)
El frío | Thomas Bernhard (Anagrama)
El trébol de cuatro hojas | André Breton, Lise Deharme, Julien Gracq, Jean
Tardieu (Demipage)
Si una noche de invierno un viajero | Italo Calvino (Siruela)
El pan a secas | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)
Paul Bowles, el recluso de Tánger | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)
El libro blanco | Jean Cocteau (Cabaret Voltaire)
Body Art | Don DeLillo (Seix Barral)
Contrapunto | Don DeLillo (Seix Barral)
Mao II | Don DeLillo (Seix Barral)
Los mendigos | Louis-René des Fôrets (Alfaguara)
Los nuestros | Serguéi Dovlátov (Áltera)
Los espacios de Marguerite Duras | Marguerite Duras, Michelle Porte
(Ediciones del Oriente y del Mediterráneo)
Dos noches | Ennio Flaiano (Errata naturae)
Urbana| Fogwill (Mondadori)
Antón Chéjov, vida a través de las letras | Natalia Ginzburg (Acantilado)
Querido Miguel | Natalia Ginzburg (Acantilado)
Jóvenes talentos | Nikolai Grozni (Libros del Asteroide)
Sombras de un sueño. Diario de rodaje de Las damas del bois de Boulogne
| Paul Guth (Contra)
Amor y basura | Ivan Klíma (Acantilado)
La huida del caballo hacia lo profundo de la ciudad | Bernard-Marie Koltès
(Alfabia)
Un granizado de café con nata | Alessandra Lavagnino (Errata naturae)
El prisionero del Cáucaso| Vladimir Makanin (Acantilado)
Rescate | David Malouf (Libros del Asteroide)
Las encantadas | Herman Melville (Berenice)
Escenes de batalla i paisatges de guerra | Helman Melville (Brosquil)
Mitologías de invierno | Pierre Michon (Alfabia)
Barrio perdido | Patrick Modiano (Cabaret Voltaire)
Hazard y Fissile | Raymond Queneau (Seix Barral)
La infancia de Nivasio Dolcemare | Alberto Savinio (Siruela)
Viva voz de vida | Marina Tsviétáieva (Minúscula)
Los mutilados | Hermann Ungar (Siruela)
Hace cuarenta años | Maria Van Rysselberghe (Errata naturae)
Manual de Saint-Germain-des-Prés | Boris Vian (Gallo Nero)
La joven | Anne Wiazemsky (El Aleph)
Lecturas interrumpidas. Sobre Alberto Savinio, Zbigniew Herbert y Sándor
Marai | Óscar Brox
(Autores)
Leonardo Sciascia. La verdad y nuestro compromiso | Óscar Brox
Color Sciascia | Juan Jiménez García
(Librerías)
Leo (Valencia) | Óscar Brox
Railowsky (Valencia) | Juan Jiménez García
ESPECIES DE ESPACIOS
«En resumidas cuentas, los espacios se han
multiplicado, fragmentado y diversificado.
Los hay de todos los tamaños y especies, para
todos los usos y para todas las funciones. Vivir
es pasar de un espacio a otro haciendo lo
posible para no golpearse.»
Especies de espacios, Georges Perec
Sombras | Jordi Revert
Sombras proyectadas sobre el asfalto.
Tres sombras que se funden, se
deshacen, juegan desordenadas en esa
alameda en la que transcurren paseos,
voces adultas que no hablan de nada
en particular, que no hablan de nada
en absoluto. Es el crepúsculo de un día
de verano, de un verano cualquiera
pero siempre el mismo que da forma a
un diluido recuerdo de aquella infancia
feliz. Es esa escena a la que siempre vuelvo para evocar esos juegos, para
volver a sentir la dulce anarquía que se prolongaba más allá de la puesta
de sol, la libertad de correr de un lado a otro bajo la relajada vigía de mis
padres. Siempre, repito, vuelvo para recordar esas horas del estío en las que
el tiempo simplemente había desaparecido, en las que nunca buscábamos
palabras con las que entender nuestras emociones a flor de piel. Pero cada vez
que vuelvo allí mi memoria me traiciona, me obliga a encuadrar esa imagen, a
racionalizar el recuerdo de esas sombras alargadas y hacerlas prisioneras de una
lógica condescendiente que no deseo. Siempre me veo en el siguiente plano,
como Jessica Chastain, mirando a esas sombras y aferrándome a la nostalgia
para sobrevivir a una tragedia, otra más de la vida adulta. Quisiera soñar ese
momento y no recordarlo, quisiera que me asaltara en toda su pureza original,
poder experimentar aquella excitación indescriptible que intento recuperar
en vano. Pero sólo me queda la nostalgia para hablar con el pasado, siempre
la nostalgia. Y aún así, algo tiene de hermosa su mediación. Con ella, he
hecho más mío ese momento que es otro distinto para Terrence Malick. Lo he
echado más de menos, pero he comprendido que su belleza también se debe a
su fugacidad, al necesario desvanecimiento de su rastro. Por eso, he aprendido
a reescribir mis sombras en el asfalto,
a no perderlas. Constantemente las
rectifico, las hago más grandes o más
pequeñas, a veces hay más y a veces
menos. Las de amigos que se quedaron
y las de otros que se fueron. La sombra
de mi hermano corre fielmente detrás
de la mía, no me abandona ni cuando
interpongo sombras de otros tiempos
y lugares. Dentro de mí, esas siluetas
se conjuran para jugar cuando escucho
a Eleanor Steber narrar esa tarde
en Knoxville, Summer of 1915, cuando su voz vibra sobre la música de Samuel
Barber y me invaden las melancólicas palabras de James Agee. El ruido del
motor de un coche que atraviesa la calle, los despreocupados gritos que
llegan desde una piscina, el sabor de un helado de vainilla en el atardecer. En
ellas puedo encontrarme de nuevo en ese momento, con todas mis sombras.
Knoxville, 1915. Waco, años 50. Una pequeña playa de Valencia, 1992. Yo
estuve allí, vuelvo allí de cuando en cuando para reunirme con ellas, juego
hasta que se acaba el día. Entonces ellas se van a dormir, y yo aparezco en
el contraplano, pletórico de felicidad tras el recreo fantasmal que he vivido.
Y me hago una vez más la misma promesa: volveré allí, a aquella imagen o a
uno de los muchos trasuntos en los que la recordé. Volveré a aquella tarde de
verano en la que ya apenas distingo mi sombra.
París | Laia López Manrique
Un minúsculo apartamento en
Le Marais. Un callejón sin salida.
Un hombre que grita en un patio
interior, amenaza a otro con los
ojos torvos. La puerta roja, el
cerrojo doble. Insectos entre las
baldosas.
París. La sombra del París leído,
del París torpemente descifrado
en los libros. Del candor
provinciano a la mezquindad
del Lucien de Rubempré de
Balzac a las voces anónimas de la rue Christine de Apollinaire. De la buena
vida de Ernest Hemingway a los malos sueños de Marguerite Duras. De la
ironía de Djuna Barnes a la orfandad en los diarios de Alejandra Pizarnik.
De los pasajes de Walter Benjamin al espejo desventrado de Antonin Artaud.
Rimbaud insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Jules Vallès
insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Las correspondencias
no establecidas entre ellos. Raymond Radiguet muriéndose en París. Danielle
Collobert suicidándose en París. Sade en la Bastille. Las piedras de la Bastille
en el puente de la Concorde. La guillotina ausente. Ver ahora en el suelo
limpio de la plaza, entre la gente que acude en masa a los bares, los restos
de la sangre derramada.
París. Juliette Binoche y sus nudillos cortados contra un muro en Bleu, de
Kieslowski. La sensación física del corte en mis nudillos. Anna Galiena en Le
mari de la coiffeuse, lanzándose a un río que siempre creí el Sena. El frío
intestino del agua verde. El París del Hotel du Nord de Marcel Carné. De las
mujeres perdidas de Germaine Dulac. Las galanterías de Le plaisir de Max
Ophüls, estacionadas en la misma orilla que la locura de Maupassant.
París era una palabra hasta que fue una habitación en Le Marais. Hasta que
fue una pequeña mujer rumana en el Quai Voltaire, intentando estafar a los
turistas con un anillo de oro falso. Hasta que fue mi cuerpo medio enfermo de
resaca, tendido en la cama, o un perro negro que se nos acercó dando saltos,
ladrando, mordiendo todo nuestro asombro, las ganas de sumergirnos en la
ciudad inmensa, devuelta por los otros, apenas sospechada.
La isla misteriosa | Óscar Brox
La imagen podría
pertenecer al género de
aventuras o al de terror,
pues se inscribe en ese
punto intermedio en el
que penetrar en un lugar
ignoto comporta tanto
riesgo como placer. Un
barco, una expedición, unos náufragos o unos colonos, divisa la orilla de una
isla. La promesa de alcanzar tierra firme, tras un viaje lento y penoso, es la
brújula que dirige el colosal esfuerzo -humano, técnico y moral- de la nave.
En ocasiones, el desembarco se produce en mitad de la noche. El cuerpo
del barco atraca en la arena con toda la violencia de una colisión entre dos
mundos. Minutos antes, la torre de vigilancia reconocía un extraño fulgor
en la isla, como si aquella tuviese la capacidad de generar una iluminación
complementaria a la de la luna. La expedición limpia los granos de arena de
sus armas, echadas a perder tras el choque con la playa. Despiertos, con la
mirada perdida entre la oscuridad y la densa vegetación que nace al final del
puerto de entrada, escuchan los sonidos de la isla: animales, la acción y el
efecto del viento, la pulsación interior de un espacio desconocido. Recuerdan
por qué arribaron a este lugar -un tesoro, un naufragio, tal vez el destierro-,
y reconocen ese gesto casi invisible por el cual el placer de la aventura se
transforma en el miedo, cerval y primario, ante lo que no conocemos.
Aquella isla misteriosa es uno de los espacios de mi educación sentimental.
Punto de partida o conclusión de un relato, la imagen del barco que avista
suelo firme compone un catálogo de referencias que abrazan desde la delicada
literatura de Melville a la deliciosa sencillez de la serie B. A veces, en el
corazón de esa isla misteriosa habita una jungla indómita, edén o purgatorio
para sus exploradores. Para un cineasta como Werner Herzog, la espesura
selvática es aquella segunda piel que la sociedad nos obligó, en nuestro proceso
civilizatorio, a desprender del cuerpo. Sin embargo, la selva también puede
representar la apoteosis de ese mal cuyas raíces permanecen escondidas. El
horror cuyo eco nos remonta a través de la corriente; la fragilidad humana
que hunde nuestros pasos en el barrizal de hojas e insectos; la convicción de
que estamos abandonando todo signo de familiaridad. El terror, sí, encajado
entre nuestras costillas, que obstruye nuestras acciones y decisiones con su
sobreproducción de miedo. Lo indómito desdibuja nuestras creencias, deforma
nuestra idea del buen salvaje, nos pone en contacto con el corazón de esas
tinieblas.
En el corazón de la isla, las categorías morales son relativas. Por eso hay tantas
islas con monstruos como monstruos -saqueadores, bandidos o desheredados-
que recalan en su interior. Lo que hace de ese lugar una imagen imborrable es,
precisamente, el fruto de esa desobediencia moral: allí, en mitad del terror y
la locura, de la violencia y la desesperación, también hay lugar para lo bello.
La muerte, la desaparición o, por qué no, la victoria sobre nuestros demonios,
siempre vendrá arropada por la naturaleza irreductible del escenario. Esa
misma naturaleza que, ante el descenso hacia la locura del héroe o del grupo,
responde con el canto sereno de un ave salvaje. Gesto de indescriptible
belleza, el canto de ese pájaro conjuga la identidad de toda isla misteriosa:
el deseo de aventura y la posibilidad del horror.
Brian | Rubén León
Llevamos viendo
películas juntos
más de una década.
Nuestra primera cita
fue en un cine en
el que proyectaban
la inefable Pearl
Harbour. Anoche vimos una lynchiana cinta francesa llamada L´autre monde.
El camino entre estas dos películas es una metáfora de la distancia que separa
nuestros gustos, pues, en estos diez años, nunca hemos conseguido ponernos
de acuerdo. Hasta ahora. Una tarde de sábado vimos Vestida para matar.
Siempre pides películas que, por lo menos, sean entretenidas, aunque no sepa
muy bien a qué atenerme contigo: a pesar de que la mitad de los espectadores
huyeron de la sala, El año pasado en Marienbad mantuvo tu interés, pero no
puedes aguantar enteras esas banales comedias románticas hollywodienses y,
a la mitad, les das unos cortes para comprobar que pasa lo mismo de siempre,
ves el final y sanseacabó. El thriller es el género en el que establecemos la
encrucijada en la que se cruzan nuestros caminos cinéfilos. El suspense no
suele ser aburrido. Y en esa confluencia nos encontramos con Vestida para
matar. Ninguno había visto una película de Brian De Palma. Ni El precio del
poder. Ni siquiera Carrie. Y mucho menos uno de sus thrillers, aunque suelan
poblar el late-night televisivo porque se ven muchas tetas y eso atrae a los
insomnes como la miel a las moscas. Ninguno supo describir qué era aquel
artefacto sin pies ni cabeza, que fusilaba descaradamente a Hitchcock, que
parecía una mera excusa para exhibir a Angie Dickinson en una escena de sexo
(en la que, descaradamente, utilizaba una doble de cuerpo) y para que Michael
Caine hiciese el ridículo de su vida. Nos pareció grotesca. Comprobamos que
se había llevado un montón de Razzies. Normal, dijimos. Pero algún poso dejó,
porque después de un tiempo, como un periodo de incubación, decidimos ver
otra película de De Palma. Fascinación también era un Hitchcock barato, pero
ya no supimos decidir si era ridícula o sublime. Poco después vimos Carrie, una
suerte de giallo que, como afirma el director Edgar Wright, es, en realidad, un
musical. Entonces ocurrió. Decidimos darnos un atracón de De Palma, al que
ya llamábamos cariñosamente Brian. Aprehendimos algo en aquellas películas
que no habíamos descubierto en ninguna otra: una voluntad de llegar a todo el
mundo y, al mismo tiempo, una libertad para rodar lo que a Brian le viniese en
gana, que muchas veces le hacía caer en el ridículo. Pero, una vez que entrabas
en el juego, ya no importaba. Así, devoramos todos sus thrillers, Doble cuerpo,
Hermanas, Blow Out, obras maestras incomprendidas, incluso los últimos,
hasta la maniquea Femme Fatale, hasta la vapuleada Raising Cain (¡ese
finalazo!), que se ha convertido en nuestra película de culto personal porque
el resto del mundo la desconoce o la detesta. Por supuesto, cambiamos de
opinión con respecto a Vestida para matar. También adoramos El fantasma
del paraíso, lo más extraño y fascinante de su filmografía, pero no tanto El
precio del poder, porque, aunque sea buena, no es para nada una película de
Brian, de nuestro Brian. Queremos turbios secretos del pasado, asesinatos,
travestismo, agujeros en el guión, desnudos gratuitos, absurdas escenas
oníricas y todo lo que le convierte en un genio posmoderno, al que no le
avergüenza exhibir sus influencias, un cineasta radicalmente libre que ha
conseguido lo imposible: reconciliar nuestras diferencias cinéfilas y darnos un
espacio de entendimiento mutuo. Por eso, aunque hayamos tardado diez años
en descubrirlo, para nuestros pequeños corazones cinéfilos Brian lo es todo.
Escapar al cine | Irene Villarejo
“El Chorrito”
6404 North Clark Street
Chicago, Illinois 60626, EE UU
Se dice que Devon Street, en
Chicago, es una de las calles
más fascinantes de EE UU. Allí
se suceden bares universitarios,
supermercados latinos, tiendas
indias (muchas), restaurantes
afganos, una sinagoga, la tienda
de ropa del Ejército de Salvación
para familias sin recursos, un café georgiano, y muchas otras cosas que no
caben en la primera mirada. No es una calle acomodada, pero tampoco se
oyen tiroteos por la noche; está en el cruce exacto entre lo desconocido y lo
convencional que hace que su exotismo reconforte al visitante.
Y no hay queja si es eso lo que una encuentra un jueves cualquiera a las
once de la noche, sin haber cenado a una hora en la que la que la mayoría de
norteamericanos se dedican a actividades más golfas sean éstas beber, dormir
o ver la televisión. En la intersección de Devon con Clark hay un local pequeño,
que gracias a un enorme toldo naranja en el que se lee, con historiadas letras
amarillas, “El Chorrito”, no pasa desapercibido. No se cansa de anunciar sus
buenos precios, los tacos baratos, los tacos vegetarianos y lengua y burritos y
un montón de cosas cuyo nombre no entendí escritas sobre simples folios y en
rotring azul. Ni una palabra de inglés.
Era típico, claro, pero qué no es típico o tópico en EE UU. Saturados como
estamos de cine estadounidense, y saturados como están ellos también de
esos referentes cinematográficos (la pregunta sobre qué fue primero, si el
estereotipo o la realidad, es más que inquietante en aquel país), es difícil
llegar a un sitio y no recordar el gran cine americano, o, más bien, el telefilm
de sobremesa. Si digo que la pregunta es inquietante es porque el visitante
no tiene claro que esa realidad no haya sido construida a imagen y semejanza
del entretenimiento americano, como una producción más de Hollywood.
Al cruzar la puerta de “El Chorrito” se ven unas pocas mesas pequeñas,
ocupadas por familias hispanas y algunas parejas blancas, mientras la tele
conecta Univisión, que retransmite a un volumen muy audible la detención del
narcotraficante colombiano conocido como “El Fritanga”. Es difícil describir
la sensación de autenticidad, una nada consciente autenticidad.
Y es que la imagen que ofrece “El Chorrito”, a pesar de las guadalupes que
adornan las paredes, a pesar de las truculentas historias de la televisión (“Dos
siameses unidos por la cabeza son separados en una operación”), a pesar de
la joven y despierta camarera con el largo pelo apretado en una coleta, su
imagen, digo, se escapa del cliché. El garito mexicano de Clark Street no
es el lugar donde reeditar los ajustes de cuentas de la Mafia, y tampoco el
lugar donde rodar una comedia costumbrista sobre la integración hispana. En
la mesa de al lado, un hombre y una mujer blancos, vestidos de ese negro
chic que guiña a la Vieja Europa, engullen una sopa y dos burritos. Hablan
en voz baja, en un tono pausado que es tan adecuado para comentar una
obra de teatro como para tratar los problemas del crío en el colegio; por
su edad, podrían ocuparse de cualquiera de las dos cosas. Ese hombre y esa
mujer pertenecen a otra tradición, étnica, social e incluso cinematográfica.
De repente, vi la imagen arquetípica: la comedia dramática de relaciones
personales, la conversación en el restaurante de barrio, el plano americano
de los dos comiendo, uno a cada lado de la pantalla, el plano-contraplano de
sus rostros. Y eso tenía sentido, porque lo alternativo a la cultura dominante
ya no es lo italiano, sino lo mexicano; la curiosidad ya no se simboliza con un
vino italiano, sino con las especias provenientes del otro lado de la frontera.
La cuestión, y es por esto que “El Chorrito” sonaba, olía y sabía de manera
genuina, como un verdadero mexicano de Devon con Clark, es que los objetos
no simbolizaban nada. Yo no oía la conversación de la pareja, la humildad de
la comida no realzaba la insaciable búsqueda sentimental de los personajes.
Dejé de mirarles. El restaurante, tan pequeño y lleno, de paredes blancas y
carteles coloridos, tan alegre y tan poco bullicioso, tan recogido en sí mismo,
era y es el centro de mi atención, o así lo quiero contar: es el único modo de
respetar la inocencia del lugar.
My Winnipeg, My Winnipeg | Paula Pérez
Cuando nos dijeron que
teníamos que cambiarnos
de habitación no queríamos
hacerlo. Es cierto que la
anterior tenía una moqueta
verde y vieja llena de
ácaros, dos camas pequeñas
imposibles de juntar dada
la estructura del viejo
castillo reformado en el que pasamos mes y medio. Arañas y, sobre todo,
esa habitación estaba rodeada por las otras camas de los niños, que incluso
en nuestros días libres nos despertaban a las 7 de la mañana. Así que no
entiendo por qué razón no nos entusiasmamos cuando nos informaron de que
nos teníamos que trasladar al primer piso, donde solo estaríamos nosotras y
la sala de enfermería frecuentada de vez en cuando por niños en carne viva,
que arrastraban sus codos o sus rodillas con la piel a jirones mientras dejaban
algún que otro rastro por las paredes, víctimas de un resbalón sobre la gravilla
mientras jugaban un partido.
Intentamos hacer nuestro ese espacio compartido con los niños que sangran,
cuyas visitas eran imprevistas. Intenté hacerlo mi winnipeg, un refugio donde
escapar al calor sofocante y a los gritos ensordecedores, inundado por la nieve
que sería capaz de sellar ese hueco donde debería haber una puerta velando
por nuestra privacidad. Curando las grietas del viejo castillo, que dividían las
interminables paredes como un relámpago sobre el agua, hogar de telarañas
y grava que cae a cada golpe que sufre. Quise realmente llamar a Guy Maddin
y decirle ven y arregla este espacio, haz que el suelo sea blanco y frío, que
sea un campo de nieve donde crezcan las cabezas de los caballos congelados y
que cuando el hielo de sus ojos se derrita parezca que están llorando, y poder
subirme a la cama como si fuera una balsa o un bote salvavidas que me llevara
a cualquier otra parte salvo esta. Ven y haz que la nieve entre, asesina al calor
a sangre fría. Pero Guy Maddin nunca vino.
Una mañana estaba encargada del desayuno y ella podía quedarse en la
cama durmiendo, así que puse en una bandeja dos trozos de pan untados en
mantequilla y una taza hasta arriba de café negro y sin azúcar y se los subí
a la habitación, esperando encontrármela entredormida en la cama. Cuando
llegué la habitación estaba vacía, las sábanas desordenadas, la camiseta que
usaba para dormir en el suelo y el ordenador abierto en el suelo, sonaba
Mazzy Star con su voz de terciopelo y toda esa dulzura que uno solo es capaz
de soportar por las mañanas o en los días más melancólicos. A lo lejos oí el
ruido del agua de la ducha y supe que había llegado tarde. Dejé la bandeja
con el desayuno sobre la cama y salí de la habitación, dándome cuenta de
que por fin ese espacio era un poco más nuestro, de que nunca había sido
tan ella como en ese preciso instante en el que solo estaba habitado por su
ausencia. Lo estudié una vez en la escuela de cine: la aprehensión espacial.
Primero llega el espacio, con toda su magnitud y su peso, y después llega todo
aquello que habita en él, mimetizándose, robando las características de este
espacio. Después de haber vivido y aprendido ese vacío, fui capaz de sentirlo.
Lo aprehendí tarde, pues aquella era, al fin y al cabo, una habitación que
habitaba en la estación equivocada.
Coule la Seine (canción) | Tera Blanco de Saracho
Un día hice las maletas
me fui a París
y lo que vi allí
no fue París.
En el Louvre no vi
a la Mona Lisa,
vi el azul
de tu camisa.
En Montmartre no vi
el Sacre Coeur,
ton coeur, ton coeur
lo vi.
En la biblioteca
el Pompidou
les hablé de ti
a Sartre y a Camus.
En Buttes-Chaumont
no vi al aviador
de la peli de Rohmer.
Te vi a ti a ti a ti...
que leías filosofía
en las lavanderías
y empujabas tu bicicleta
por la periferia de París.
Y la luz de la torre Eiffel
no te alcanzaba.
Decías que las calles
eran nuestra casa.
Y algunas mañanas
en Saint-Lazare
cogimos trenes que acababan en el mar.
Y por el Canal Saint-Martin
corría el agua sin parar…
Y la luz de la torre Eiffel
no te alcanzaba.
Decías que las calles
eran nuestra casa.
LITERATURAS(Libros)
La mujer sentada | Guillaume Apollinaire(El olivo azul)
Juan Jiménez García
Guillaume Apollinaire muere en 1918.
Durante su entierro, la gente grita feliz por
las calles porque otro Guillermo, Guillermo
II, acaba de abdicar, y así terminaba la
Primera Guerra Mundial, aquella sobre la
que el poeta escribió desde sus trincheras,
bajo el cielo estrellado por los obuses. Su
cortejo fúnebre, discretamente seguido,
avanzaba entre la alegría general.
La mujer sentada apareció, póstuma,
en 1920. En ella se entrecruzaban (muy
claramente), dos obras, dos historias,
unidas por su protagonista, Elvire (nombre tras el que se escondía a la pintora
Irene Lagut, durante un tiempo amante de Picasso, que también aparece en
el libro como Pablo Canouris). Por un lado, una peculiar historia de y sobre
los mormones, sobre sus costumbres, fundamentos y primeras andanzas, y por
otro, una evocación del Montparnasse a través de los artistas que lo habitaban,
ocultos tras los más diversos nombres (así nos encontraremos desde Blaise
Cendrars a Max Jacob, pasando por el propio Apollinaire).
El libro, inacabado pero supuestamente muy próximo a las intenciones del
autor, se convierte pues en algo un tanto especial, aún dentro de la obra
de Apollinaire, que no solo fue poeta, sino que frecuentó todos los géneros,
desde la narrativa al teatro, pasando por el ensayo, y si por algo destaca
(además de su reconstrucción del aire de su tiempo), es porque después de
todo, la poesía fluye por sus páginas, se encuentra por cualquier rincón, brota
de los sitios más inesperados…
Puedo afirmar que Apollinaire fue el poeta más grande que dio el Siglo XX.
Para quien esto escribe, el poeta más grande, simplemente. Seguramente
este libro no estará entre lo mejor de su abundante obra, pero en él aún
encontraremos momentos como “la linda pelirroja de ojos color de avellana
cuyo aspecto evocaba tan bien al de una gota de sangre sobre una espada.”
No es poco.
El salario del miedo | Georges Arnaud(Contraseña)
Óscar Brox
Los escritores franceses criados en
tiempos de guerra parecen estar tocados
por la turbulencia moral y su inclinación
a retratar el mal y el miedo más cerval.
A diferencia de otros coetáneos, Henri
Girard no fue colaboracionista ni criminal,
pero sí bohemio y amante de los pequeños
placeres de la vida. Y, sin embargo, acabó
prisionero en varias cárceles, junto a los
frutos de una sociedad podrida desde su
misma raíz, acusado de unos homicidios
de los que nadie supo aclarar si fue
su autor. El único asesinato en la vida de Henri Girard fue el de su propia
identidad, que rechazó violentamente al salir de la cárcel. Así, parapetado
tras el nombre de Georges Arnaud, inició un viaje hacia el fin del mundo que le
llevó hasta América del Sur, donde se mezclaría con el clima de delincuencia
e inmoralidad de los emigrados, exiliados o rechazados por la sociedad
europea. El salario del miedo es, hasta cierto punto, un relato que disfraza
de ficción el derrumbe moral y la agonía que el propio Arnaud vivió en su
descenso al infierno. El transporte de una carga maldita reúne a cuatro hombres
desesperados, mal nacidos al borde de la histeria, que no saben cómo huir de
una realidad que les corroe las entrañas. El miedo, en sus diversas vertientes,
deforma cada línea de diálogo, la posee y la desmonta, como si ese convoy
de camiones no tuviese otro destino que la muerte. En un decorado de rocas,
alquitrán, nitroglicerina, putas, desalmados y desgraciados, El salario del
miedo radiografía las pasiones más bajas del ser humano con la precisión de
un bisturí y la falta de piedad de un cáncer en estado de metástasis. Arnaud,
que como sus desdichados antihéroes también fue camionero, muestra esa
lenta travesía como si se tratase de la barca de Caronte que guía a las almas
perdidas hacia su final.
B-17G | Pierre Bergounioux(Alfabia)
Óscar Brox
“Volar, dominar el mundo lo mismo
que a los dioses, es en 1944 una de las
experiencias cuyo regusto habrá de
quedar para siempre”
B-17G es la historia de un gesto, de una
mirada que abarca el tiempo de calma
entre un rayo y su sonido. A través de la
imagen de una vieja grabación tomada
desde la cubierta de un caza alemán, Pierre
Bergounioux emprende una búsqueda en
dirección al horror más primitivo. Nos
cuenta el relato de esos jóvenes que, en su ignorancia, son alistados en el
ejército para combatir en la guerra contra el enemigo alemán. Nos cuenta
cómo, supongamos Smith, un joven artillero, realiza un viaje hacia las tripas
del mal absoluto; hacia ese horror que vomita fósforo sobre las praderas
francesas y reduce la flota aliada de bombarderos a antorchas humanas que,
segundos antes de su colisión contra el asfalto, se consumen en el recuerdo
de aquello que fueron. Un horror para el que no hay palabras, que alienta
a escritores como Faulkner y Hemingway a inventar fantásticas epopeyas,
pero que empezamos a intuir desde la mirada aterrorizada de un adolescente
enviado a la muerte. Un horror que parte en dos la condición humana, como
una brecha en la Historia de la que nunca conseguiremos recuperarnos. Un
descenso al mal, a ese último momento antes de que el obús destroce la
carlinga del bombardero, de que los cuerpos jóvenes mueran aplastados entre
metal y fuego, en el que la ambición olímpica de asaltar los cielos revela
la naturaleza del mal: la falta de comprensión de lo que en 1944 era una
novedad y aún hoy nos cuesta encontrar palabras para definir. El horror.
Una habitación en Holanda | Pierre Bergounioux(Minúscula)
Óscar Brox
Leer a Pierre Bergounioux implica advertir
la naturaleza híbrida de su escritura.
A través de sus relatos breves, tanto
ensayo como ficción y crítica literaria
forman un mismo cuerpo narrativo. Así
en B-57G, donde el repaso histórico del
viaje hacia la muerte de los primeros
pilotos de guerra del ejército americano
deviene una elegía a las formas literarias
de Melville o Faulkner. Una habitación
en Holanda también es, a su manera, una
suerte de elegía: seguimos a René Descartes en su travesía europea en busca
del cogito, una de las larvas que alumbrarán la Modernidad, mientras el
paisaje de la Edad Media entra en su ocaso. Bergounioux pule cada descripción
con la misma delicadeza con que Baruch Spinoza -otra de esas voces de la
Historia de las ideas que el escritor francés convoca en sus páginas- pulía
sus lentes. La Modernidad, aquel paradigma cultural destinado a morir en
sus ideales ilustrados, adquiere en palabras de Bergounioux el carácter de
duda. Viajamos junto a Descartes, atravesamos países, cortes y mecenazgos
culturales, sin introducirnos en ninguno de esos microcosmos. Cada paso de
René es tan profundo y fatigoso como nuestra pisada en una capa de nieve,
como si fuésemos incapaces de liberar nuestras piernas de una enredadera
que nos impide avanzar. Europa aún conserva su aliento fúnebre -el mismo que
obligará a Galileo a retractarse de sus ideas para evitar seguir el camino de
Giordano Bruno-, gélido y debilitado; un aire que apenas ilumina tenuemente
el camino hacia el asentamiento de la Razón. La frágil salud de Descartes,
que terminará con su vida al poco de instalarse en Suecia, acompaña cada
nuevo hallazgo recordándonos la inestabilidad de un momento histórico
incierto. De esta manera, Bergounioux representa un mundo hipotecado
por sus numerosas necesidades, por su irremisible tendencia al cambio, que
sustituye el hedonismo intelectual de Italia -lugar de paso para el pensamiento
premoderno- por el espartano decorado de una estufa y una habitación. Como
Kant, Descartes hará de su habitación su particular campo de Marte en el
que cultivar las semillas del futuro. Como Descartes, Bergounioux encuentra
en esa búsqueda intelectual el motivo para resucitar los fantasmas de una
búsqueda sin término: los fundamentos que nos llevaron a construir las bases
del hombre moderno. La genealogía de una idea; la fugacidad de un estadio
intermedio entre el pasado y el futuro; la belleza de aquel tiempo en que
todavía había lugar para las pequeñas cosas, aquellas que florecían en el taller
de un pulidor de lentes o junto al fuego de una estufa.
El frío | Thomas Bernhard(Anagrama)
Óscar Brox
Cuarto peldaño de su relato
autobiográfico, El frío expone con
precisión glacial algunos de los aspectos
que acompañarían a Thomas Bernhard
durante su vida: la enfermedad, la vida
y la naturaleza humana. ¿Cómo describir
el intenso efecto que provoca su personal
escritura para capturar (y retener) nuestra
atención? Cada vez que nos sumergimos
en una de sus narraciones, la organización
de los párrafos -continua y discontinua,
torrencial y minuciosa- nos arrastra hacia
un estado mental que no podremos abandonar. En El frío, ese estado mental
se compone de enfermedad y vida, pues comprende el tiempo que Bernhard
pasó en Grafenhof, un sanatorio para tuberculosos. Allí, Bernhard observa
ininterrumpidamente -otra forma de definir su estilo/pensamiento; sin
interrupción- cada detalle de la vida: el hedor de los cuerpos podridos de los
enfermos en fase terminal; el ruido de los esputos que cada paciente deposita
en sus botellas; el neumo peritoneo que le practican para inyectar y distribuir
aire a través de su cuerpo. Cada descripción afila el sentimiento de esa vida
que escapa, sometida por alguna jerarquía -social, quirúrgica o médica- que
condiciona nuestra percepción de lo que significa vivir. El adolescente Thomas
evoca la agonía de su madre, cómo cada nueva visita al hogar familiar puede
ser la última, antes de que el vacío materno inflija una herida abierta a lo que
entendemos por soledad. Y, sin embargo, ante la pérdida, Bernhard elige la
vida, la voluntad de vivir y continuar respirando. Cada vez que nos perdemos
entre las páginas de El frío, algo en su discurso se arremolina sobre nuestros
ojos: la tristeza infinita de una época de penurias humanas, que Bernhard
relata con la paciencia de un contable, contrasta con el pálido fuego que
desprenden sus palabras. La vida que tiene lugar sobre la cama del sanatorio, a
través de la enfermedad y sus avatares -las intervenciones y laceraciones, que
desdibujan el sentido de vivir por uno mismo-, deja su lugar al deseo de otra
vida, al que tenemos acceso cada vez que decidimos por nosotros mismos. De
repente, la precisión glacial de su prosa, que no ha dejado de discutir cómo
las condiciones difíciles afectan al campo semántico de la vida, desprende ese
fuego interior que combate el dolor y la soledad, las limitaciones y la miseria
humana. Todos esos conceptos nunca nos abandonan, pero poder enfrentarnos
a ellos es quizá el principal signo de vida; el fuego íntimo que combate la
glaciación emocional.
El trébol de cuatro hojas | André Breton, Lise Deharme, Julien Gracq, Jean Tardieu (Demipage)
Juan Jiménez García
Bajo el Trébol de cuatro hojas, se
esconden cuatro textos de André
Breton, Lise Deharme, Julien Gracq y
Jean Tardieu. La relación que les une es
simplemente la del surrealismo, aunque
allá por los años cincuenta, cuando los
escribieron, el movimiento ya hubiera
pasado por todo lo que tenía que pasar y
Breton declarado cadáver en más de una
ocasión. Sin embargo, ese puente entre
realidad y sueño que aquel movimiento
había trazado seguía vigente en la medida en que lo sigue hoy en día y lo
seguirá mientras durmamos.
La disparidad de las propuestas, aun con todo, es notable. Breton adopta
un tono instructivo en primera persona (como lo hizo todo), acerca de la
ensoñación y en una forma entre la reflexión y lo teatral, sobre su relación
con Titania y Garo. Lejos queda Nadja, aunque en su rigidez no deje de tener
momentos interesantes. Lisa Deharme, por su parte, coloca a su escritura
a la deriva automática, tan querida por los surrealistas, y escribe un texto
de una abrumadora belleza, alrededor de su cuarto, contenedor de objetos
maravillosos que acostumbraba a recoger, en un relato lleno de imágenes que
crecen de las palabras y en el que todo está a un mismo nivel, los vivos y los
muertos, el más allá y el acá, lo que fue y lo que es, lo soñado y lo vivido.
Julien Gracq adopta el formato del diálogo, de la entrevista, para en Los
ojos abiertos volver sobre la ensoñación, con una carga poética, pese a todo,
mucho mayor que la de Breton, dotando a sus reflexiones de su habilidad
descriptiva, que es inmensa, inagotable (ver su obra, en especial, su libro
de viajes, A lo largo del camino). Y Jean Tardieu, en el que seguramente es
la hoja más débil (y breve) de este trébol, se entrega, como Deharme, a la
escritura automática, pero con mucha menos fortuna que ella, recorriendo
lugares que habitó alguna vez en sus sueños…
Si una noche de invierno un viajero | Italo Calvino(Siruela)
Óscar Brox
Entre escritores como Perec, Queneau
e Italo Calvino siempre ha existido un
gusto por el reto literario. Cada texto,
marcado por algún tipo de limitación,
enmascaraba bajo su prosa traviesa
fórmulas matemáticas, estructuras y
ritmos -escribir/expresar cada idea con la
misma fluidez y velocidad que la frecuencia
de cruce de un semáforo-, y un continuo
desafío para la comprensión lectora. Sin
embargo, el resultado conseguía hibridar
lo poético (o lo humano) con lo técnico.
Así, el hiperdetallismo de Perec a la hora de describir a través de sus objetos
las entrañas de un matrimonio pequeñoburgués no eclipsaba su profunda
ternura hacia esos personajes. Con Italo Calvino sucede algo parecido:
mientras el lector observa cómo se despliega su ejercicio de estilo a propósito
de la posmodernidad literaria -donde autor, lector, discurso y desarrollo se
entremezclan y disuelven de tal forma que la novela muta su identidad en
cada nuevo tramo-, se deja llevar por los caminos sinuosos de su escritura.
Un posible relato criminal se interrumpe ante un error de imprenta, su lector
busca otra copia del mismo libro y, en cambio, encuentra que la historia que
le prometieron -a la que ya había acostumbrado su curiosidad lectora- ha
desaparecido. El crimen, como la letra e de Perec, ha desaparecido y en su
lugar no hay más que otro relato. Cada cuento, en el fondo, es la semilla
de su continuación, la travesía de ese lector ansioso que descubre el amor
efímero, las lenguas muertas de una vieja provincia europea de un viejo país
muerto, o la conspiración que una red de falsificadores ha urdido en torno al
ejercicio mismo de escribir. Cada relato muere antes de culminar su clímax,
mientras advierte la necesidad de todo lector de encontrar, entre las palabras
de un texto, una tabla a la que agarrarse. Tal vez por eso, Calvino debería ser
precursor de aquellos hipertextos juveniles de Elige tu propia aventura, pues
su obra testimonia con que cada palabra que escribimos prende en un nuevo
relato, un nuevo camino, un discurso diferente y nuestro reto, como lectores,
de conseguir penetrar en el núcleo de su narración.
El pan a secas | Mohamed Chukri(Cabaret Voltaire)
Juan Jiménez García
Contad, hombres, vuestra historia, tituló
a uno de sus libros Alberto Savinio. Sí, pero
¿qué historia? ¿Qué historia entre todas
las historias posibles? Mohamed Chukri
contó en El pan a secas la suya, y fue una
historia del hambre, no porque la pasara
siempre, sino porque ese hambre, como
el frío, se le metió en los huesos desde
pequeño y no le volvió a abandonar.
Su familia deja el Rif para marchar a
Tánger, en una época “de sequía y de
guerra”. Su padre, un tipo alcoholizado y violento que reprocha su suerte a
todo lo que le rodea, su madre, su hermano enfermizo y él mismo, empiezan
(continúan) un viaje a través de la miseria, atravesando lo más bajo de la
existencia. Ya en las primeras páginas asistimos a la muerte del hermano
a manos del padre, estrangulado. La escena no puede ser más prosaica, el
entierro más vacío. La tumba quedará sin nombre y la vida seguirá. Chukri irá
a regarla, robará las flores de los vecinos. Eso será también su primer libro:
escribir para que su historia no quede sepultada por el tiempo, en un rincón
anónimo, entre tantas otras. Escribir para que la vida no sea como esa tumba,
para que su hermano tenga un lugar donde estar eternamente.
De Tánger marcharán a Tetuán. En realidad, el lugar no importa. El hambre y
la muerte van con ellos. El padre no cambiará: acabará en la cárcel un tiempo
por problemas con los españoles, vendrán otros hermanos, morirá alguno,
quedará algún otro. Chukri busca por las basuras, roba en los huertos de los
demás, trabaja de criado, de camarero, de cualquier cosa. Poco a poco, el
mundo se va construyendo alrededor de él. La vida siempre estará en otra
parte, como las mujeres, a las que empieza a observar y desear. En su escritura,
las cosas no tienen el mismo peso: la muerte del hermano, en su importancia,
ocupará mucho menos que su deseo, sin que esto responda a un verdadero
orden. Él cuenta. Al leerle, nos sentimos más cerca del instante en que la
oralidad dejó paso a la escritura, se convirtió en ella. Chukri era analfabeto
(cuando se tiene hambre, solo se puede ser eso: alguien con hambre). La
novela terminará precisamente con su decisión de marcharse a estudiar, a
aprender a escribir. Tenía veintiún años. Chukri cuenta en español El pan a
secas a Paul Bowles, que lo transcribirá pasándolo al inglés. El libro no se
editará en árabe hasta mucho después, revisado por el escritor (y esa es la
edición que nos trae, maravillosamente, Cabaret Voltaire). Así, la escritura se
despoja de lo superfluo, de los adornos. Como el pan, se queda desnuda, sin
más, abandonada a su suerte.
La familia va dejando lugar a los encuentros fortuitos. Convertido en un
crío de la calle, uno más de esos vagabundos hambrientos dedicados a
cualquier cosa que les permita llevarse algo a la boca, el callejeo, el sexo
(fundamentalmente las putas), irá ocupando un lugar en su historia. Incluso
la Historia, esa que se escribe con hache mayúscula, encontrará sitio, con
una matanza organizada por los españoles para minar el poder francés en la
región. Todo se va confundiendo. Todo, en realidad, está al mismo nivel: ganar
dinero prostituyéndose, comer pescado cogido del suelo o comida de la basura,
trabajar para contrabandistas (a eso dedica buena parte del libro, su segunda
mitad), las calidades de los distintos burdeles y prostitutas, el padre (al que
odia más que ninguna otra cosa en el mundo), la madre (como refugio), la
ciudad (Tánger, fundamentalmente), el miedo, trabajar de sirviente para una
familia francesa, fumar kif… La vida es eso. Vivir es eso. Tánger, para él, no
puede ser la ciudad cosmopolita y abierta al mundo, aquel lugar de encuentro
para escapados de todos los rincones de la tierra. El hambre, de nuevo, no
produce imágenes idílicas y rara vez convive en armonía con aquellas cosas.
La ciudad que muestra el escritor marroquí es un lugar amenazador en el
que atravesar una calle de noche puede ser mortal, como los encuentros
fortuitos.
Chukri nunca pudo liberarse de su libro (¿cómo liberarse de aquellos años
de su vida?, por otra parte). La vida seguiría y también sus memorias.
Llegó Tiempo de errores y Rostros. Persistencia de los malos tiempos, de
los peores recuerdos. Cuando yo era solo un crío, un pajarillo entró por la
ventana. Mi abuelo lo cogió y lo mató golpeándolo contra le mesa. Con la cara
desencajada, le pregunté por qué lo había hecho. Dijo que aquellos pajarillos
se comían las cosechas. Mi abuelo hacía muchos años que ya no tenía ninguna
cosecha que cuidar, ninguna huerta que vigilar. Con aquel gesto, solo mataba
su pasado, y en aquel triste animal, a todos aquellos otros que se habían
escapado y aquello que él había pasado, que era mucho. Leyendo El pan a
secas, lo he recordado. Contad, hombres, vuestra hambre.
Paul Bowles, el recluso de Tánger | Mohamed Chukri(Cabaret Voltaire)
Juan Jiménez García
Hace unas semanas, entre mis
deseos estaba Paul Bowles, el recluso de
Tánger. Como a veces nuestros deseos
se hacen realidad, ya he podido leerlo.
Entonces: entonces, volvamos sobre él.
Decía, en su momento, que el libro
trataba la conflictiva relación de Chukri
con Bowles. Bien, más que la conflictiva
relación, los conflictivos pensamientos que
el escritor marroquí se había formado con
respecto al americano. O los americanos,
porque realmente a través de Bowles y los que le rodearon, no deja de ser un
viaje al Tánger soñado (que no real), por el que pasaron tantos, y en el que
cada uno tenía algo que decir (y Chukri que escuchar). Especial es el espacio
que le dedica a Jane Bowles, a la que no llegó a conocer, y que se convierte
en una reconstrucción de su vida y obra, para ofrecernos el retrato de un ser
único, fracasado pero feliz (a ratos), una persona superada por su incapacidad
para escribir como quería escribir, y que mantuvo con su marido una relación
que solo podía ser muy especial desde el momento que ella era lesbiana y él
no tuvo nunca demasiado interés por el sexo (realmente, ninguno), lo cual no
evito que se necesitaran de algún modo y que Bowles dejara de escribir tras
su muerte. Con todo, a Chukri lo que le molesta realmente es ese Tánger
sin marroquís o como actores secundarios de otra historia, que discurría de
espaldas a ellos. Eso y que el escritor americano se quedará con la mitad de
sus derechos de autor, en contratos no muy claros con editores menos claros
aún.
A falta de acercarme a otros libros del escritor, hay algo que realmente asombra
al leerle: su escritura. Quizás debido a la influencia de las narraciones orales
(fuente que pareció sustentar buena parte de la literatura marroquí), Chukri
cuenta con un orden interno propio, cercano a la deriva, en el que ni tan
siquiera importa pasar varias veces por un mismo sitio, volver a contar lo
mismo, con las mismas palabras unas hojas más allá, así como su pensamiento,
sus reflexiones, a las que vuelve una y otra vez, al hilo de fragmentos de la obra
y las palabras de otros, o de sus propias experiencias. Esa oralidad aplicada
a una (después de todo) biografía, le confiere una textura excepcional, de
cuento oriental (es fácil de decirlo) o de un encuentro con su autor en los
cafés de Tánger. Testimonio corregido de una época que duró lo que duró (y
que posiblemente ni existió), entre el desencanto y el recuerdo amable, Paul
Bowles, el recluso de Tánger, no deja de ser un libro necesario para quienes
quieran conocer algo más de aquellos escritores y aquellos tiempos o,
simplemente, para los que aún queremos creer que en algún lugar existió un
paraíso perdido.
El libro blanco | Jean Cocteau(Cabaret Voltaire)
Juan Jiménez García
Publicado en un precioso volumen por
Cabaret Voltaire (editorial a reivindicar
por sus ediciones que son un puro lujo
como objeto material, táctil), El libro
blanco de Jean Cocteau siempre vivió
rodeado de la polémica, ampliamente
investigada (y de la que da cuenta en
un preciso ensayo que cierra el libro, su
traductora, Montserrat Morales), de si
era o no un texto autobiográfico sobre los
amores del escritor francés. Aparecido sin
nombre (al parecer para no ofender a la
madre), la breve novelita es un intenso recorrido por las relaciones sexuales
y de amistad (que venían a ser lo mismo) que atravesaron sus primeros años
y sus primeras estancias, desde la visión gloriosa de un mozo de cuadra o un
gitano, a su relación con chulos, putas (todos a la vez), marineros tatuados
muy fassbinderianos (era fácil decirlo, luego lo digo), compañeros del instituto
idealizados, en fin, la vida, la vida según Cocteau, rica en sexo, excesos y
muerte, también muerte, la muerte, una presencia tan poderosa como las
otras dos, tal vez más.
Cocteau siempre escribió como pareció vivir: rápido (el libro se escribió en
un mes), en una urgencia en la que los acontecimientos fluyen, se detienen
ligeramente, siguen fluyendo, se nos escapan para encontrarlos de nuevo o
nunca más. Su prosa es tan libre (y a la vez tan esclava de sí misma) como
parecía serlo él. Escribir como vivir. Vivir como escribir.
La edición se acompaña con las ilustraciones, bellísimas, brillantes, que realizó
para este libro anónimo, si es que alguna vez hubo un libro menos anónimo
que este. Si alguien no entiende la diferencia entre un libro electrónico y un
libro que no lo es, por favor, que coja este en sus manos.
Body Art | Don DeLillo(Seix Barral)
Óscar Brox
En comparación a algunas de sus obras
fundamentales -Submundo o Mao II,
por ejemplo-, Body Art es un pequeño
aguafuerte que gira sobre los temas
recurrentes de la obra de Don DeLillo:
la convivencia entre el arte y el sujeto,
el sentimiento cada vez más efímero de
pertenencia a un lugar y a un tiempo, o
la inscripción (la memoria) que depositan
ese lugar y tiempo en nuestro interior. En
su relato, DeLillo pone a prueba los límites
de un cuerpo: el de una performer, cuyo
marido se ha quitado la vida, que inicia
un proceso de auto-extrañamiento. Como un fantasma, Lauren empieza a
distanciarse de un cuerpo, de una memoria con los que no sabe cómo negociar
porque no dejan de recordarle la muerte de Rey, su marido. En uno de sus
mejores relatos, Ingeborg Bachmann narraba la tranquila extinción de un
romance a partir de la alienación que la combinación de idiomas -italiano,
alemán, inglés- producía sobre la pareja, sobre su mundo, un caos de lenguas
en el que se perdía la comunicación. En Body Art, DeLillo nos recuerda de
qué manera el lenguaje, las palabras, imbrican una serie de relaciones cuyo
vector acaba siendo nuestro propio cuerpo. Así, la aparente incomunicación
que empieza a palpar su protagonista se despliega como un virus que devora
su identidad, sus rasgos más reconocibles -esa piel exfoliada que cambia hacia
un color neutro; la voz que deja de sonar familiar para dispersarse en otras
voces-, aquellas palabras que pronunció cuyo eco devuelve un amasijo de
expresiones inconsistentes. Body Art podría haberse titulado ¿hasta dónde
puede un cuerpo?, ya que la performance final de su protagonista, un desafío
físico en el que transforma sus rasgos en los de una anciana o un hombre
afásico, muestran ese límite quebrado en el que una identidad se descompone
hasta borrar aquellos signos de lo que una vez fue. El lenguaje, inarticulado
y traumatizado, revela la huella del terror inherente a la condición humana:
cuando no somos capaces de aceptar la herida del trauma, nos abandonamos
a un descenso en el que no podemos continuar siendo nosotros mismos. El
cuerpo, las palabras y el mundo alrededor dejan de existir. La vida, exhausta,
también. El arte permanece como ese poso misterioso, secreto y casi
indescifrable, que dejamos tras desaparecer; un punto de encuentro para
rastrear nuestras huellas.
Contrapunto | Don DeLillo(Seix Barral)
Óscar Brox
En su presentación a esta obra breve,
Ramón Buenaventura señala una de las
virtudes cardinales de la prosa de DeLillo:
la sensación de movimiento, de espacio
y recorrido, que imprime en sus palabras
y descripciones. En Contrapunto, el
autor ensaya una concordancia entre
varias voces contrapuestas: el hombre y
la creación, la distancia y la pregnancia
de lo creado, el yo y los otros. Cada par
de conceptos se solapa en una narración
que es, ante todo, precisa. La primera
imagen que dejan caer las palabras nos sitúa en un lejano paisaje glacial -el
de la leyenda de Atanarjuat- en el que una figura solitaria comparte ese lugar
aislado junto a una jauría de perros que aúllan. Más adelante, serán Glenn
Gould, Thomas Bernhard o Thelonius Monk quienes, desde sus respectivos
paisajes glaciales (un pequeño estudio, la vieja máquina de escribir o una
sala de conciertos mal iluminada), aúllen sus propias soledades. Enfermos,
psicológicamente frágiles, erráticos y, sin embargo, genios. DeLillo se esmera
en describir delicadamente el fulgor -único y excluyente- que emana de cada
uno de sus personajes. Desea hallar ese punto de encuentro, en el arte o en el
proceso de una ficción literaria sobre unos hechos reales, que nos comunique
con el interior, el mundo, la profunda raíz que descansa en Gould, Bernhard
o Monk. Desea, en fin, desencriptar ese monólogo de Gould mientras toca Las
variaciones Goldberg, el rayo intenso que atraviesa la prosa extenuante de
Bernhard, o el ritmo secreto que marcan los dedos de Monk sobre un piano
que no emite sonido. Contrapunto no es, ni mucho menos, una obra menor;
al contrario, la brevedad de su narración supone el prefacio de una de las
búsquedas más nobles del oficio de escritor: el medio que une, como si se
tratase de un vaso comunicante, el arte y lo humano. El final, como en su
inicio, tiene lugar en otra clase de paisaje glacial: el espacio. Allí, dos naves,
las Voyager I y II, se adentran en el espacio profundo. Uno de los contenidos
que acompaña al viaje es una grabación de las variaciones. Quizá ese lugar
ignoto, cuyos límites seguimos explorando, denota esa búsqueda elemental
que todos, en algún momento de nuestras vidas, emprendemos cuando nos
preguntamos por la belleza de las cosas.
Mao II | Don DeLillo(Seix Barral)
Óscar Brox
Entre los diferentes rostros de sus
serigrafías, Andy Warhol dedicó una de las
piezas de su colección al líder chino Mao
Tse-Tung. Sin embargo, la superficialidad
del arte pop, tan predispuesto a
explotar la fascinación por los iconos
contemporáneos, tiene una lectura
diferente en la novela de Don DeLillo.
Aquí es el rostro de Bill Gray, novelista
perdido, el que aparece retratado por una
fotógrafa sueca. Los surcos, hendiduras y
señales de su cara adquieren, foto a foto,
una profundidad cada vez mayor, como si
la precisión de cada retrato nos sumergiese un poco más en el microcosmos
de Bill. A veces pienso que la virtud de DeLillo consiste en la precisión, en
su manera de profundizar una y otra vez en ese punto intermedio que une
al creador y lo creado, al lector y a la obra de arte. En este caso, Mao II es
una inmensa reflexión sobre el poder: de una imagen, de un texto o de un
rostro. La obra de Bill Gray, obsesiva e inacabada, gravita sobre las vidas de
sus protagonistas, individuos extraviados de su entorno. Tan intensa como
la extenuante prosa de un Bernhard, la existencia hermética de Bill y sus
impresiones sobre la escritura revelan un terror latente en las raíces de la
sociedad que, paulatinamente, encontrará su lugar y su cuerpo. La narrativa,
nos dice DeLillo, interpreta/comprende ese terror casi invisible que acabará
con las estructuras sociales, económicas y morales apenas una década más
tarde, nada más nacer el Siglo XXI. Hay una extraña intimidad entre el terror y
el escritor, su perfecto oráculo. Y Mao II, como si se tratase de una pintura pop,
profundiza en el poder de ese icono retratado, en su agotada existencia y las
visiones de horror que, desde los márgenes, parece advertir. El de DeLillo es,
así, un informe desde el ojo del huracán del malestar contemporáneo que a
principios de los ’90 era una larva en medio del éxito efímero. Un prólogo para
entender el horror.
Los mendigos | Louis-René des Fôrets(Alfaguara)
Óscar Brox
Uno de los puntos de encuentro entre
los más destacados representantes de
la literatura francesa contemporánea
radica en la obsesiva precisión a la hora
de relatar el atasco que precipita la
desaparición de una comunidad y sus
costumbres. Con un ojo puesto en la obra
poética de François Villon, Pascal Quignard
hacía de Las nieves de antaño el canto
fúnebre de esas pequeñas sociedades
rurales de entreguerras atrapadas entre
una tradición moribunda y un presente
marcado por la ocupación extranjera;
sociedades carentes de herramientas para definir una identidad cultural
propia, ahogadas en el éxtasis de sus recuerdos. Louis-René des Fôrets,
escritor secreto, concluye Los mendigos, su primera y última novela, en 1943,
a caballo entre la guerra y la resistencia. En ella, des Fôrets describe con una
intensidad abrasiva, como si se tratase de un ensayo sobre las bajas pasiones,
el relato de dos grupos de contrabandistas: el de los adultos y el de los niños.
En apenas dos movimientos, que comprenden un accidente en el grupo de
los niños y una delación entre el grupo de los adultos, des Fôrets despliega
un mosaico de personajes, miradas, reflexiones y deseos que, uno tras otro,
elaboran pacientemente el clima de brutalidad que define a la condición
humana de ese determinado momento de la Historia. Por momentos, la prosa
exigente de su autor parece arremolinarse en torno al carácter indómito de
Sani, el líder de la banda infantil, de la violencia con que rechaza subordinarse
a quien no es más fuerte que él; en otros, perseguimos la sombra del amor
de Fred, que lucha por evitar que acabe contaminado por la sordidez moral
que corroe todo a su alrededor. Ambas son luchas de poderes, que pelean por
huir de un presente monstruoso condenado a acabar con ellos; que buscan
naufragar en mitad de esa gloria eterna que concede la conquista (del amor,
del liderazgo de la banda criminal, de la ley del más fuerte). Y des Fôrets se
aplica de tal manera en su relato que, antes de sucumbir a la dominación,
prefiere la muerte en pleno éxtasis. O el olvido de la Historia.
Los nuestros | Serguéi Dovlátov(Áltera)
Juan Jiménez García
Serguéi Dovlátov había nacido en el lugar
equivocado. Demasiado irónico para ser
soviético, demasiado corpulento para
pasar desapercibido, demasiado amante
de la bebida para estar callado, demasiado
buen escritor para no poder escribir. Con
todo, las autoridades no se ensañaron
especialmente con él, por lo que cuenta.
Simplemente hicieron lo justo y necesario
para destruirle: no dejarle publicar.
Escritor de relatos a la manera de Chéjov
(dicen, yo no estoy tan seguro, a falta de leerle más y más), Dovlátov acabó
en Estados Unidos contra su voluntad (¿qué se le había perdido a él allí, fuera
de su tierra?, pregunta tan frecuente y honesta en muchos exiliados, quizás
la única posible). Entonces sus libros empezaron a aparecer e igual se le
confundió con alguien más de los tiempos del deshielo, aunque él hacía ya sus
años que se había derretido. Cuando algo cae, pasan estas cosas: hay tantos
cajones…
En Los nuestros, Dovlátov habla de los suyos. De su familia. Empieza por su
abuelo, que le legó su corpulencia, y acaba, mínimamente, por su hijo recién
nacido. A través de sus páginas, pasan padres, mujer, hija, abuelos, primos,
tíos,… Cada uno tiene su propio capítulo, que no es otra cosa que el relato de su
vida, y en todos hay algo de fantástico (porque lo fantástico, en esos tiempos,
en esas condiciones, era vivir). La historia, cuando se escribe con hache
minúscula, es un poco siempre así. Lo que le aporta Dovlátov es la amargura,
una cierta tristeza (la de no comprender… o comprender demasiado), y el
contarse él mismo a través de todos los demás, como infinitos espejos que le
devuelven su imagen, en una nitidez cristalina.
Libro maravilloso, comprado por un par de euros en la edición antigua de Áltera
(hay que echarle mucho valor para hacer portadas como la de la reedición),
devorado en unas horas, lo pongo entre mis lecturas más interesantes del
año…
Los espacios de Marguerite Duras | Marguerite Duras, Michelle Porte (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo)
Juan Jiménez García
Hasta qué punto los lugares lo son todo…
El lugar donde habitamos, aquel en el
que estamos, aquel del que surge todo
(o se desvanece), también la creación,
los personajes, las palabras. Marguerite
Duras habla de sus espacios, transcripción
de unas conversaciones para un programa de televisión, con Michelle Porte.
De la lavanda puesta cada año sobre la puerta de entrada, de las telarañas
imposibles de alcanzar, en fin, de esas cosas que son la vida. Las imágenes se
suceden, las fotografías. Las mesas donde escribir, un poco por todos lados.
La luz, tanta. El bosque, más allá. Lamentamos no poder escuchar su voz,
perdernos en sus pausas, sus silencios, conocidos (es otra cosa). Habla de la
salida de los niños del colegio, de sus voces, de sus juegos, y solo quienes
hemos vivido junto a una escuela (quizás) podamos entenderlo. Hay espacios
en los que uno está, muchos, pero solo habitamos en unos pocos, apenas.
De aquella casa surgieron aquellas otras mujeres. De allí, aunque sus destinos,
sus propios lugares, sus paisajes, fueran otros: Lol V. Stein, Nathalie Granger,
Anne-Marie Stretter,… Marguerite Duras habla también sobre ellas. Sus
imágenes se suceden a las de la casa, su cine a su vida allí. Todo se confunde,
porque es una única cosa. También los recuerdos de su vida en Indochina,
su madre, el dique (siempre el dique), el hermano. El cine. La imagen, ese
espacio en el que todo está escrito, frente a la escritura, donde no es posible
“dar cuenta de todo”.
Dos noches | Ennio Flaiano(Errata naturae)
Juan Jiménez García
La historia del cine italiano, para ser
comprensible, debería ser escrita desde
sus guionistas. En un país con directores
tan personales (capaces de convertirse
en adjetivos), demasiado a menudo nos
olvidamos que tuvo unos guionistas tanto
o más personales que ellos, que cruzaban
de un director a otro con una facilidad
extraordinaria, pero lograban dejar en
cada uno un rastro perceptible. Tras los
años del neorrealismo (que fueron breves
pero establecieron las bases del cine
por venir), el cine italiano se diversifica
tomando a este como referente: surge la comedia alla italiana (su continuadora
lógica) y un fuerte cine de autor. Sin embargo, los guionistas permanecen.
La impronta dejada por la fuerte personalidad de un Zavattini o un Amidei
no se desvanece, al contrario. Surgidos muchos de ellos de las redacciones
de revistas, semanarios y periódicos o directamente de la literatura, no es
extraño el caso de alguien como Ennio Flaiano, escritor y cronista (como a él le
gustaba definirse), intelectual (cuando la palabra no estaba tan manoseada),
que ya con su primera novela, Tempo di uccidere, había ganado el premio
Strega (suerte de Goncourt italiano).
Escritor, pues, antes que nada, escribe en infinidad de revistas, para entrar
en el mundo del cine a mediados de los cuarenta, actividades de que siempre
combinará en mayor o menor medida y cuyo trazo se puede encontrar a ambos
lados. Tras aquel Tempo di uccidere, novela que recoge su experiencia en la
guerra de Etiopía, llegará Diario nocturno, reuniendo textos escritos para el
semanario Il mondo. En él ya se percibe aquello que le caracterizará como
guionista y también como escritor: un fina ironía (o un dulce sarcasmo),
despiadada con los vicios de su tiempo, una mirada aguda sobre sus
coetáneos, una facilidad para, en apenas nada, dibujar verdaderos tratados
de costumbres. Mientras, empieza a colaborar con Fellini ya desde su primera
película, Luci del varietà, hasta que tras Otto e mezzo y por razones más bien
triviales (tuvimos una relación frívola y es justo acabar por una frivolidad, le
escribe), se separan.
Dos noches, libro que nos llega ahora de la mano de Errata naturae, viene a
hacer justicia a un escritor sistemáticamente olvidado en nuestro país (solo
Seix Barral publicó Diario nocturno hace casi sesenta años). Situado en un
momento muy especial, es decir, poco antes de empezar con el guion de La
dolce vita, reúne dos largos relatos o dos novelas breves, como se quiera, muy
significativas de su propia personalidad (a decir de quienes le conocieron) y de
su obra (que siempre tuvo un fuerte componente autobiográfico o, al menos,
autorreferencial). Si en Tempo di uccidere trazaba el retrato de un oficial que
mata por error a una etíope y su viaje a través de la sospecha y la locura,
en un relato pormenorizado entre el cinismo y la derrota, Diario nocturno,
conforma un hilarante dibujo de los italianos. Así, en Dos noches, el primer
relato, La mujer de Fiumicino, recoge el testigo de este último, mientras que
el segundo, Adriano, lo hará de su primera novela.
La mujer de Fiumicino cuenta la historia de Graziano, al que su padre ha
colocado en un periódico y al que le pierde su tendencia a hacer literatura
de todo. En el rotativo solo piensan en tirarlo y él en las mujeres. Un
acontecimiento extraordinario cruzará esas dos voluntades: una nave espacial
aterriza en el mar, a orillas de la playa, y allá se va a cubrir la noticia,
encontrándose con una mujer, una bella y misteriosa danesa, que acabará por
ser una extraterrestre y se lo llevará a su planeta, tras una noche de amor y
palabras de las que arrepentirse, perdidamente enamorada. El tema no deja
de ser una variación de Un marciano en Roma (incluido en el Diario), en el que,
eso, un marciano con aspecto de sueco (definitivamente los países nórdicos
no son de este mundo), llega a Roma entre la perplejidad y la admiración
general, para acabar a los pocos meses siendo objeto de burlas por la calle, en
un retrato despiadado de los vicios romanos. En La mujer de Fiumicino, que
podría haber protagonizado perfectamente en el cine Alberto Sordi, Flaiano
no es muy generoso con sus compatriotas (nunca lo fue) y Graziano aparece
como el paradigma del hombre cuyo única ambición es tomarse una cerveza
con los amigos y tener alguna aventura que no deje demasiada huella (mejor
ninguna), ambiciones que no cambiarán ni ante la promesa de un futuro
mejor. Algunos apuntes, algunos trazos, aparecerán luego en La dolce vita: la
descripción de la llegada de la aeronave y el trasiego de gente en la playa, o el
encuentro de Graziano con la mujer venida del espacio exterior, son evocados
en la llegada de Anita Ekberg al aeropuerto (Anita, esa otra extraterrestre…
como sueca que es) o el milagro.
Pero sin duda, el más interesante es el segundo relato, Adriano, suerte de
reunión de textos alrededor de un mismo personaje (de nuevo, el propio
Flaiano, esta vez en su lado más oscuro), que nos cuenta una historia de hastío
y huida (una huida que el escritor italiano practicó más de una vez, siendo
frecuentes sus “desapariciones”). Adriano es un escritor al que seguimos
vagabundeando por la noche romana, luego visitando un rodaje (Fellini y Las
noches de Cabiria), más tarde instalado junto al mar con su mujer, en una
casa que poseen, y contemplando la vida, ahora de los domingueros, ahora
de los míseros pescadores, únicos habitantes del lugar en el otoño (un otoño
y un invierno en el que se obstina en permanecer allí). Además de contener
momentos que más tarde se retomarán, de nuevo, en La dolce vita (como
la aparición de un delfín, quizás una sirena, en la playa, que luego será ese
monstruo final en la película), su afinidad va más allá: Adriano no deja de ser
Marcello (y también, de algún modo, el Giovanni de La notte, ya desprovisto
de la tendencia al espectáculo y lo espectacular de Fellini y su otro guionista,
Tullio Pinelli). La misma melancolía, el mismo cansancio de vivir, la misma
imposibilidad de abandonarlo todo (empezando por la sociedad que le rodea),
las mismas derivas nocturnas (a pie o en coche). Los dos comparten, más
allá de una historia, un mismo estado de ánimo. Flaiano tenía un sentido
chejoviano de la escritura: sus personajes se construyen a través de sus actos,
y son ellos los que componen el retrato de una sociedad, la italiana, que le
agota y provoca ese necesidad de huida, que en Marcello atraviesa unos días y
en Adriano unos meses, unos meses en los que el tiempo empeora y el viento
lo barre todo (todo excepto la pobreza). Ambos acabarán igual, frente a esa
aparición marina, frente a una muchacha a la que no logran entender.
Adriano (y Dos noches por extensión) es una obra mayor de la literatura
italiana de su tiempo (un tiempo que no deja de ser el nuestro). En ella
cristaliza toda la narrativa de Flaiano (como escritor y como guionista), tantos
sus irónicos apuntes como la amargura de su primera novela, para convertirse,
desde su testimonio (tan personal), en la crónica de unos últimos días, no de
la humanidad, sino de las personas, en un mundo “del que ya no apreciaba los
placeres, ni compartía los dolores”.
Urbana| Fogwill(Mondadori)
Juan Jiménez García
Fogwill quería escribir una novela sin
historia, en la que no sucede nada. En
realidad, quería escribir una obra en la
que no sucedería nada. Es complicado. La
nada, después de todo, ya es algo. Pensaba
que cuando uno cree que en el texto debe
suceder algo es porque no tiene mucha
confianza en que algo vaya a ocurrir entre
el texto y su lector. Seguramente es cierto.
Fogwill, después de todo, siempre fue un
tipo listo, un escritor brillante, también
cuando no escribía, cuando simplemente
conversaba, por ejemplo.
Urbana es un intento de no contar nada, es verdad, una historia de personajes
sin nombres que se resisten a ser personajes. Están siempre como a un lado,
viendo la vida que les pasa cerca, hasta cuando está encima, hasta en el
sexo. Miran sin ver, piensan un poco por azar, los momentos se suceden y algo
que parece ocurrir sin especial sentido, lo encuentra en otro lugar, en otra
situación. Una historia de la banalidad (la Historia). Al final, Fogwill parece
compadecerse (de su editor) y le arregla un bonito final para que todo tenga un
argumento, en el último instante. No importaba demasiado. Quizás Urbana no
sea Los pichiciegos, esa demoledora visión subterránea de la guerra de las
Malvinas, ni tampoco Help a él, que tampoco contaba nada especialmente,
pero era un brillante juego de identidades. Urbana, no apostando por nada,
acaba siendo un lugar plácido en el que dejarse llevar por la prosa del
argentino, al que hemos aprendido a querer, como un encuentro inesperado,
como aquello que está en el fondo de un baúl, esperándonos, después de
todo. Quizás necesitó morirse para que todo fuera así. Es un precio. Triste,
pero habitual.
Antón Chéjov, vida a través de las letras | Natalia Ginzburg (Acantilado)
Juan Jiménez García
Un libro que se lee en un par de horas y
se recuerda toda una vida… Ahora que se
nos imponen las frases cortas, aquellas en
las que nada puede sobrar, Antón Chéjov,
vida a través de las letras, de Natalia
Ginzburg, podría ser simplemente eso.
Hablar de alguien, contar su vida, escribir
sobre él puede ser algo extremadamente
complejo, con miles de páginas y visitas
exhaustivas a archivos de medio mundo,
además de entrevistas con cientos de
personas o simplemente un pequeño
librito. Para los que no creemos demasiado en biografías, la ligereza, la
belleza de las cosas pequeñas, se impone. Ginzburg busca en las palabras
al escritor ruso. Su vida desfila a la par que su escritura, sus interminables
desplazamientos, los personajes que cruzaron por su vida, que la atravesaron,
son parte de sus relatos, sus obras de teatro son parte de su vida, todo es parte
de algo más complejo, vivir, escribir es parte de esa complejidad de cada día.
Chéjov no pensaba escribir toda la vida. Las líneas de sus relatos tenían un
precio en rublos y el tiempo era espeso, entre verano y verano, más espeso
conforme su enfermedad, la tuberculosis, avanzaba, hasta poderse cortar,
hacer pedazos hasta el infinito, en una sucesión de estancias, de viajes, de
casas, de personas, de encuentros y desencuentros.
Chéjov vivió rápido y todo en él fue breve, como sus relatos. Y trágico o
triste, como sus obras de teatro. La escritora italiana, como dice de Chéjov,
no juzga a su personaje, sino que deja que sus acciones, su vida, hablen por
él, o mejor, que sus palabras nos vayan dejando algo, un poso apenas, pero
que llegados al final entendemos que no podía haber más, que hemos asistido
a todo, que nada quedó fuera de esas ochenta y pocas páginas.
Durante años amé a Chéjov sobre todas las cosas. Sus libros en infinitas
ediciones ocupan una estantería. Grandes, pequeños, mal o lujosamente
editados, forman un rincón de mi memoria, un rincón al que volver, una y otra
vez, cuando creo que ya toda la literatura se ha agotado y ninguna palabra
podrá decirme nada nuevo. Ni tan siquiera son libros de cabecera… Es algo más
profundo, mucho más íntimo. Si existiera el alma (eso tan ruso), si existiera
ese espacio en algún lugar de nosotros mismos, formarían parte de ella, como
algo inseparable. Pensaría que sin Chéjov hubiera sido otro y que no hubiera
podido vivir sin él, y la maravillosa belleza del libro de Natalia Ginzburg solo
hace que acercarnos a ese misterio compartido…
Querido Miguel | Natalia Ginzburg(Acantilado)
Óscar Brox
Hay cartas que nunca alcanzan su destino,
correspondencia sin abrir acumulada en
la mesa del despacho y mensajes que no
llegan a tiempo. A veces, esos pequeños
olvidos nos enseñan lo mucho que hemos
cambiado, todas las emociones familiares
que hemos perdido en el fuego de la
madurez. La italiana Natalia Ginzburg hizo
del microcosmos familiar uno de los ejes
de su obra escrita. Ante un título como
Querido Miguel, uno podría imaginar
-desear, incluso- la evocación maternal de
ese hijo perdido cuya voz se escampa en diferentes recuerdos: ropa gastada,
cuadros pintados al calor de la pasión juvenil, libros con manchas de óxido en la
sobrecubierta… Sin embargo, bajo el encabezado que abre la mayoría de cartas
que se enviarán durante la narración late otra clase de fulgor familiar: la pérdida,
la división, las esquirlas que se esparcen por todos lados tras una separación.
En Querido Miguel, Ginzburg cuenta la historia de una familia como si se tratase
de un permanente fuera de campo. Cada cambio, cada transición, acontece con
silencioso dolor, eco sordo de una tristeza que carece de palabras a su altura.
Adriana, la madre, se encierra en su casa de campo romana mientras, en vano,
intenta retomar el contacto con unos hijos separados (perdidos) tras su pronta
ruptura matrimonial. Contra esa soledad, se apoya en las visitas de Osvaldo -el
único amigo fiel de su hijo Miguel- y el trato, entre cercano y distante, con sus
hijas Angélica y Viola. Enrarecido, el paisaje familiar de los personajes gira, una
y otra vez, en torno al destino de Miguel, huido a Londres por motivos políticos
-estamos en la Italia de los años de plomo. Casi una presencia fantasmal, Miguel
alimenta el recuerdo familiar de todo ese pasado que ya no es posible volver
a vivir, la fantasía que tenemos miedo de confrontar con nuestra realidad.
A través de una familia de la burguesía romana, Ginzburg narra unos años
repletos de idas y venidas, de vidas encajonadas en pequeñas buhardillas,
domicilios desconocidos y amantes de quita y pon. Como la Annie Girardot
de Rocco y sus hermanos, hay algo trágico en el personaje de Mara, esa
figura, una amante pasajera de Miguel, que nunca termina de formar parte
de la familia. En cada una de sus cartas a Miguel y Angélica, Mara dibuja
la realidad tras la fantasía embalsamada; la mujer sin marido, la hija sin
padre, la madre sin casa, que a medida que pasan los meses tiene que
manejarse -entre la picaresca y el amargo realismo- para proporcionarle
un techo a su bebé recién nacido, que tal vez nunca conocerá a su padre.
Quizá por eso, Querido Miguel narra la paulatina desconexión con nuestro
pasado, como si colocase el foco sobre la onda expansiva tras el estallido.
Mientras los personajes alimentan su aburrimiento pensando en lo que
fueron, la vida se acomoda en esa nueva realidad enseñándoles sus efectos
devastadores. A veces tasamos el olvido de una persona querida cuando no
recordamos el sonido de su voz, cuando automatizamos una serie de gestos
que han perdido su sentido o nos empeñamos en creer, una y otra vez, que
en algún momento se producirá ese regreso que nadie más que nosotros
espera. Se podría decir que pocas novelas han tasado el olvido de la manera
en que Ginzburg refleja esa soledad compartida en su obra. La ausencia de
Miguel, ese personaje al que apenas reconocemos como una mancha borrosa
en la memoria familiar, alienta el recuerdo de una familia fragmentada y
herida tras la pérdida. Y, mientras Osvaldo ameniza las tardes de espera
en la casa materna y Angélica y Viola capean sus propias preocupaciones
familiares, la vida continúa. Ese, tal vez, es el sentido último del olvido.
Jóvenes talentos | Nikolai Grozni(Libros del Asteroide)
Óscar Brox
En los años previos al apogeo de
la perestroika, la política reformista
impulsada en el seno de la Unión Soviética
por Mijail Gorbachov, los países satélites
del bloque del Este agonizaban presas
de diversas enfermedades sociales.
Tras su capitulación durante la Segunda
Guerra Mundial, Bulgaria se adhirió a
un socialismo que echaría raíces en las
siguientes cuatro décadas. Fruto del
desgaste de sus políticas económicas, la
recesión golpeó duramente los primeros
años 80 y obligó a reconducir una situación cada vez menos sostenible. La
educación, uno de los bastiones del comunismo -entre sus proyectos figuraba
la erradicación del analfabetismo-, empezó a generar un caldo de cultivo,
un rechazo radical entre los jóvenes, que contribuiría a derribar los muros,
materiales o ideológicos, que separaban al pueblo de su autonomía social. Uno
de esos jóvenes, un muchacho airado en perpetuo combate contra el régimen,
fue Nikolai Grozni, pianista precoz y escritor. Su novela Jóvenes talentos es el
testimonio de una caída inevitable.
Antes de morir prematuramente a causa de un infarto cerebral en 1982, Glenn
Gould grabó por segunda vez su interpretación de Las variaciones Goldberg,
de J.S. Bach -que, según el novelista Don DeLillo, sería más sombría y fúnebre
que su primera versión de 1955. En aquel momento, Nikolai Grozni apenas
contaba con nueve años y ya estaba preparándose para un concurso de piano
en Salerno, Italia. Parapetado tras su piano, las minúsculas manos de Nikolai,
entrenadas desde la infancia para alcanzar el olimpo artístico, casi podían
palpar tímidamente una realidad diferente a la de la gélida Sofía. Sin embargo,
toda la ternura que ese primer instante de libertad puede condensar se diluye
tras el arranque de Jóvenes talentos. A partir de un salto en el tiempo, que
se centrará en la cruda adolescencia de su protagonista, caemos de bruces
contra el suelo de la Bulgaria más ahogada, la que comprende los últimos
estertores del comunismo.
Konstantin, el nombre elegido por Grozni para narrar su educación sentimental,
ensaya día y noche en la Escuela para jóvenes talentos de Sofía. En aquel
lugar, la mano de la educación socialista se hace notar en las prácticas de
tiro y en el (des)montaje de armas de fuego, en los docentes con nombres
de animales -la lechuza, el cisne, la mariquita, entre otros miembros del
ecosistema comunista- y en la desobediencia civil que riega los cuartos de
calderas de condones usados, cigarrillos aplastados y botellas de vino barato
vacías. El pequeño microcosmos de Konstantin se compone de prácticas
extenuantes, donde sus dedos han de domar el ímpetu de las notas de Chopin,
sabotajes escolares planeados junto a su cómplice Alexander y la delicada
pasión que siente, por diferentes razones, ante Irina y Vadim.
La crónica de aquellos meses de incertidumbre se transforma, a través de
la escritura de Grozni, en la búsqueda de esas almas gemelas que, en mitad
de nuestra caída al foso, nos ayudan a encontrar un lugar donde quedarnos.
Así, la narración de los meses de aprendizaje y desobediencia de Konstantin
siempre parece marcada por el estatismo del paisaje gris búlgaro, en el que la
acción se desarrolla en apenas dos escenarios -alguna de las salas de ensayo
y el Jardín de los médicos- que nunca conseguimos olvidar. Mes a mes, la
amargura de Grozni se filtra en diminutos detalles que dan cuenta de su
irritante soledad: el verano en Europa del Este abarca apenas unas hojas
donde nuestro héroe disfruta de la tranquilidad de poder tocar el piano sin
sufrir las aglomeraciones de estudiantes en el centro.
A través de la intensidad de las partituras y ritmos, que aumentan
exponencialmente su dificultad a medida que el relato avanza, la búsqueda
de Konstantin encuentra su drama. Ante la monotonía y el automatismo de
la educación comunista, cada pedacito de subversión termina en el arrollo.
Sin embargo, la verdadera angustia de Grozni no se muestra tras ese fracaso.
Al contrario. El dolor de Konstantin se halla al saberse del lado de los que
contemplan cada episodio fallido de rebelión sin saber qué hacer. Mientras
sus amigos se inmolan, Konstantin observa que la madurez prematura solo
le conduce a sentir una irreprimible melancolía por todo aquello que ha
dejado escapar entre sus dedos. Irina, Vadim, la mariquita… Cada uno de los
personajes de su adolescencia va desapareciendo mientras el bloque soviético
arrecia. Pero Konstantin, a pesar de todo, siente en su pecho la opresión de
aquellas palabras que le dijera otro de los personajes clave de la novela, su
tío Ilya: «La justicia solo existe en la mente de los que nunca han sufrido de
verdad. Lo que he intentado hacer toda mi vida es comprender».
En diferentes etapas, la literatura europea ha tenido que convivir con el exilio
y sus cicatrices. Agota Kristof hizo del francés su nueva lengua de expresión en
el momento en el que decidió salir de Hungría campo a través para recalar en
Suiza; Sergei Dovlatov, en cambio, eligió una metafórica maleta para recabar
todas las anécdotas de su peregrinar soviético. La historia de Nikolai Grozni,
sin embargo, refleja un exilio interior, esa clase de sorda desesperación que
aplaca el ánimo de los corazones más fuertes. Como aquella lejanía emocional
que atormentara a un exiliado Andrei Tarkovski, el Konstantin de Jóvenes
talentos deja atrás su actitud punk para abandonarse a una realidad para la
que no conoce asideros. Producto de ello, Grozni dibuja un descenso progresivo
hacia las catacumbas de la ciudad que convierte el último tramo de la novela
en una suerte de alegoría de la travesía por la laguna Estigia. Mientras el
joven Nikolai, exiliado de la escuela de música, pierde los días malviviendo
en los túneles de la ciudad, el milagro de la perestroika obliga a capitular
al comunismo decadente. De repente, la nostalgia de esa cercanía perdida
interrumpe el relato. La escritura firme, rebelde y contestataria de Grozni se
topa con la página en blanco, el reinicio soñado que le permita olvidar cómo
se desmonta una Tokarev o el color de las corbatas de los alumnos afiliados al
Partido.
Con la edición de Jóvenes talentos, Libros del Asteroide descubre a uno de
esos narradores cuyo brillo hay que buscarlo en el hondo sentimiento de lucha
continua que transmiten hasta las acciones más banales en el entorno de
la Bulgaria pre-democrática. Grozni, que consiguió emigrar a Estados Unidos
para estudiar en la Academia Berklee y posteriormente se trasladó a la India
para convertirse en monje budista, explora con tanta tristeza como ternura
el último aliento de la adolescencia. Y Libros del Asteroide, como ya hiciera
con escritores como Rafael Yglesias, Kevin Canty o Peter Cameron, pule para
los lectores en castellano una de esas gemas literarias que conviene tener
cerca.
Sombras de un sueño. Diario de rodaje de Las damas del bois de Boulogne | Paul Guth (Contra)
Óscar Brox
Francia, 1944. Faltan unos meses para
que en agosto de ese mismo año los
Aliados desfilen por los Campos Elíseos y
borren así el sombrío periodo de gobierno
comprendido bajo el Régimen de Vichy,
cuatro turbulentos años dirigidos por
el Mariscal Petain. El clima de terror y
bombas, sin embargo, no impide al cine
radiografiar la tortuosa situación política.
Así, en 1943, Henri-Georges Clouzot filma
la obtusa y torturada El cuervo, auténtico
golpe a traición contra la conciencia moral del momento -que le valdría la
acusación de colaboracionista. Solo un año antes, Albert Camus coloca dos
hitos del pensamiento como El extranjero y El mito de Sísifo, novela y ensayo.
En aquella época, Paul Guth, periodista y escritor, publica el primero de una
larga lista de libros orientados al público joven. Pero esa obra inicial, que
acabará editando Gallimard, no eclipsa la que será su mayor ambición: (per)
seguir el rastro del rodaje de la segunda película de Robert Bresson, Las damas
del Bois de Boulogne, una adaptación de un fragmento de Jacques el fatalista,
de Denis Diderot, escrita por Jean Cocteau y el propio Bresson.
Aún faltan varias décadas para que Bresson sintetice su idea del cinematógrafo
en unas notas-aforismos escritas con la precisión de un relámpago. La
presencia de Guth —observador, casi un etnógrafo que describe las costumbres
y tradiciones de la comunidad del cine— bien puede considerarse un primer
contacto con tan singular visión. En Sombras de un sueño, la voz de Bresson se
escinde, a través de la escritura atenta de Guth, en cada uno de los detalles
que animan esta revisión de la cruel historia entre el Marqués des Arcis y
Madame de La Pommeraye, Jean y Hélène, Paul Bernard y Maria Casares, la
virtud y la galantería. En ocasiones, se trata de una voz —esa voz que sería
luego determinante para elegir a los actores de sus películas— que corrige y
rectifica el tono de los diálogos; subrayado, énfasis, desdén, pausa. La escena
se detiene y la actriz, Casares tal vez, repite sus líneas hasta que Bresson
ordena positivar una de las tomas. En otras, lo bressoniano, cuando permanecía
en estado larvario, se encuentra en la lectura del guion que explica Guth: dos
columnas separadas entre diálogo y aspectos técnicos, donde son los segundos
los que generalmente tienen mayor presencia.
Cada jornada, Guth instala su mirada en el rodaje. Sus pequeñas charlas
junto a Bernard, oriundo de la misma zona donde nació Guth, despiertan un
espíritu rural que se pega a su narración —donde los kilómetros de celuloide
que acumula el filme miden la distancia, en el recuerdo de su autor, entre su
pueblo y la colina que cada día veía desde su ventana—; su retrato de Elina
Labourdette invoca una ternura en consonancia con las duras condiciones de
producción; su imagen de Maria Casares, emigrada y pluriempleada en dos
papeles (rodaje de día y función de noche) que la sumen en el cansancio. Cada
átomo de la filmación se convierte, en manos de Guth, en un paso más hacia
el desvelamiento de la tensión interior que, mediante la alquimia particular
de Bresson, acaba plasmándose en la película final.
Mientras la guerra permanece en un incómodo punto intermedio, con esas
anotaciones a pie de página que señalan los cortes en el suministro eléctrico
o la necesaria interrupción del rodaje —para la desesperación del Jefe de
producción y de las facturas acumuladas en el presupuesto—, la puesta en
escena de Bresson sigue su curso. Si el perrito Katsou no quiere moverse en
la dirección, se le intenta persuadir sin trucos para que se dirija a su lugar
(finalmente tendrán que hacerlo). En lugar de mentol, las lágrimas deben fluir
naturalmente. Los técnicos iluminan, manipulan y buscan incansablemente
el efecto adecuado, casi único, que materialice la férrea lista de detalles
que figura a un lado del guion. Fruto de ello, instantes como el paseo en
coche inicial de Hélène: la luz que entra por la ventana no es suficiente para
que la oscuridad arrope su paseo nocturno. Sin embargo, en mitad de esa
oscuridad, una perla brilla, a punto de caer en forma de lágrima, en su ojo.
La hybris que desencadenará su venganza contra Jean tiene en ese minúsculo
gesto su perfecta expresión.
En Sombras de un sueño, Paul Guth consigue reflejar la transformación de cada
orden en un pequeño milagro filmado. Como si se tratase del intermediario
ideal, su prosa nos transporta (o nos invita) a imaginar ese preciso momento
en todo rodaje donde cada aspecto técnico se metamorfosea en un plano final
definido. A veces, su cuaderno de rodaje no evita un extraño cariño al observar
cómo una serie de profesionales y técnicos son sustituidos cuando la película
retoma su filmación, como si una parte de aquel proceso inicial se hubiese
diluido en el camino; en otras, su diario se convierte en bosquejo psicológico
de un sueño en mitad de una pesadilla que se hace sentir al otro lado de
la calle o por las carreteras por donde circula el convoy de la productora.
Hasta la observación mordaz (la gente corriente contratada para hacer la
figuración de las fiestas de la alta sociedad) enmascara un certero análisis de
la situación.
Francia, 2007. Anne Wiazemsky publica La joven, una combinación entre
novela de juventud y retrato de otro rodaje bressoniano. En ella, Wiazemsky
elabora una descripción minuciosa del método de trabajo en Au Hasard
Balthazar, del carácter privado del cineasta y su manera de moldear a una
joven Anne hasta conseguir extraer de ella todo lo necesario para construir a
la ficticia Marie. Paul Guth murió diez años antes, en 1997, cuando la antigua
heroína de Bresson o Godard no había pasado a limpio sus memorias de aquel
episodio. Contra ediciones ha publicado recientemente, en una cuidada y
modélica traducción, los diarios de rodaje de Las damas del Bois de Boulogne.
Estas Sombras de un sueño no son solo la primera etapa de un recorrido por
el camino de Robert Bresson, también el análisis de una época y la disección
pormenorizada de un arte, el cine, cuya presencia no era tan cercana como en
la actualidad; un arte que aún creía en el encantamiento. La lectura atenta
de esta imprescindible obra escrita por Paul Guth es al cine y a Bresson lo
mismo que un tratado sobre la alquimia: ayuda a desencriptar el misterio de
toda esa vida interior que habita en cada plano, en cada metro de celuloide.
Amor y basura | Ivan Klíma(Acantilado)
Juan Jiménez García
“Soy checoslovaco. Este es mi país. Puedo
tirarme años “escribiendo para el cajón
del escritorio” y por eso me gano la vida
barriendo las calles, pero hago lo que
debo”.
Escribir para el cajón. Durante años, la
literatura checa que tenía algo que decir
acabó sistemáticamente en el fondo
de alguno de ellos. Aquel fue el destino
de las obras de Hrabal y también de las
de Klíma, escritores atravesados por
una misma corriente que viene a decir, sí, la vida es triste, pero es bella.
Mientras era imposible publicar algo, trabajaban en los oficios más diversos,
más insospechados, rodeados de palabristas, de hombres que, como diría
Alberto Savinio, contaban “su” historia, en los márgenes de aquella otra, que
pasaba sobre ellos. Amor y basura juega a confundirse con su propio autor. Un
escritor que vuelve del exilio aun sabiendo que será perseguido, porque es allí
donde está su vida y donde quiere estar, pese a todo. Trabajará de barrendero
aunque no lo necesite, solo para liberarse de sus fantasmas, para ser uno más,
y entre tanto nos contará su historia de amor, que fueron dos o quizá una sola,
entre algo parecido a la compasión y la cobardía. Basura, amor y escritura
se confundirán una y otra vez, cruzarán sus caminos y sus palabras. Con este
libro, Klíma alcanza las cumbres de la literatura checa y centroeuropea por
extensión, desde la amargura y la ironía praguense. Un clásico de aquellos
años, un clásico de nuestro tiempo.
La huida del caballo hacia lo profundo de la ciudad | Bernard-Marie Koltès (Alfabia)
Óscar Brox
En 1976, Bernard-Marie Koltès, dramaturgo
y voz sin igual de las letras francesas,
se instala en su residencia familiar en
Saboya para intentar desengancharse de
las drogas. Mientras lo intenta -morirá,
a causa del SIDA, en 1989-, escribe una
novela de una intensidad febril como La
huida a caballo hacia lo profundo de la
ciudad. Alucinada y excesiva, por sus
páginas desfilan -y se arrastran, desean,
apuñalan u odian- cuatro personajes que,
según la intensidad del pasaje, adquieren
los rasgos de auténticos estados de ánimo de una desesperación terrible. Dos
hermanas y sus dos amantes pasean por el, probablemente, escenario más
sórdido que Koltès es capaz imaginar -aprovechando su talento para extraer
las últimas gotas de lirismo de la fealdad y lo grotesco-, haciendo de su amor
extremo la metáfora perfecta de su más exagerada dependencia. Hostil como él
solo, Koltès se esfuerza en describir, después de agotar todas las palabras, esa
especie de sentimiento de plenitud del vacío que produce la dependencia o la
subordinación hacia algo. Esa sensación que podríamos concretar como el otro
lugar, entre el todo y la nada, al que va a parar nuestra cabeza definitivamente
perdida; el deseo sin deseo; las ideas sin acción; el amor que todavía cree
tener un objeto. Los personajes de Koltès se encuentran en ese momento
en el que todavía creen; en ese último instante de parálisis que convierte
sus vidas en un laberinto de bajas pasiones. Desde el más profundo de los
desgarros, Koltès retrata la crónica de una abstinencia: la de ese cuerpo vacío
que ha conseguido olvidar de qué estuvo lleno. La crónica, en fin, de necesitar
algo que hemos olvidado, pero cuyo fulgor sigue encendiendo nuestro deseo.
Una contradicción desesperada que Koltès narra con una increíble fuerza a
la que a veces es difícil acceder (o eso dijo una vez Patrice Chèreau para
descifrar su talento).
Un granizado de café con nata | Alessandra Lavagnino (Errata naturae)
Óscar Brox
“Cuántas veces yo me había sentido
paralizada ante su mirada, ante su sola
presencia; cuántas veces me había puesto
a hacer movimientos insensatos, ya no
guiados por el pensamiento, vamos, una
acción comenzada en soledad.”
En su epílogo a Un granizado de café con
nata, Leonardo Sciascia señala que la obra
de Alessandra Lavagnino debería leerse
como un tratado sobre el cultivo de la
verdad en el seno de un espacio, Sicilia,
construido a partir de la legitimación de
la mentira. Cada embuste solidifica las costumbres del lugar, fermentando así
una moral obtusa que solo contribuye a oscurecer la intensa belleza y las raíces
del paisaje siciliano. Agatina, su protagonista, se debate entre el delirio de
una realidad que obstruye su manera de ser y la realidad de una situación que
desenmascara la actitud de una galería de personajes, la mayoría familiares,
que pululan a su alrededor. Cultivar la verdad conduce a la tácita aceptación
de la muerte: la desaparición de los lazos familiares, la destrucción material
-ejemplificada en la tala brutal del campo de limoneros- de unas raíces, el
dolor sordo que provoca la incomprensión, que afecta incluso a la forma de
organizar nuestros pensamientos. En lugar de optar por un retrato cálido,
acorde a la importancia que la patria chica despierta en su interior, Lavagnino
convierte el incesante e inestable goteo de testimonios de Agata en un relato
pseudo-policial que pone en cuestión la formación y el relieve de la verdad en
las prácticas sociales. Una investigación que, página a página, devora cualquier
asidero moral cercano para dejar al descubierto la terrible relatividad que,
ayer como hoy, tiene el valor de verdad.
El prisionero del Cáucaso | Vladimir Makanin(Acantilado)
Juan Jiménez García
A estas alturas me resulta algo difícil
sorprenderme con una escritura, que no ya
con un libro o una historia. No es que haya
leído tanto como para creer conocerlo
todo y de lo más que puedo presumir es
de mi ignorancia (que es inmensa). Sin
embargo, al tener entres mis manos este
libro, El prisionero del Cáucaso, del ruso
Vladimir Makanin, al leer sus primeras
líneas y luego aún más, las siguientes, los
primeros párrafos, había algo que atraía
poderosamente: sus paréntesis (y hay que
leerlo para entenderlo). Si Céline se presumía inventor de una sola cosa en
este mundo (¡pero qué cosa!), Makanin puede presumir de haberle dado al
paréntesis una entidad propia, un cuerpo, un peso. ¿Y luego?
Luego están los perdedores. El prisionero del Cáucaso reúne a un puñado
de ellos. Quizás no todos son conscientes de serlo. Como señala Panov en
un momento de su relato, pensamos en lo hermosos que son los dramas en
el cine y lo feos que son en la vida. Y sí, es así. A través de cuatro relatos,
nos movemos entre la guerra de Chechenia y las pulsiones (homo)sexuales
de dos seres enfrentados pero turbadoramente atraídos, tratado todo de la
manera más sutil, entre la ironía de los días en aquellas montañas (¿se puede
hablar de ironía en este tipo de tragedias?). Del absurdo de la existencia (una
existencia a la búsqueda de un sentido) da razón el segundo de los relatos,
en el que en un gulag los presos se dedican a tallar una letra A en una roca
próxima, mientras van muriendo lentamente de cualquier cosa: perros,
locura, muertes innaturales. Entretanto, la Unión Soviética se descompone,
las palabras se olvidan, los días pasan, los años, y al final, todo, absolutamente
todo, se derrumba, y solo queda certificar ese hundimiento de la manera más
natural. Frente a aquellos líderes (oficiales o consentidos), El antilíder, otro
de los relatos, nos cuenta la historia de un hombre incapaz de sobrevivir a
los instintos que le llevan a acabar a puñetazos, ante la desesperación de su
mujer, con todo aquellos nuevos y viejos líderes que la nueva sociedad rusa va
creando a su paso, personajes ostentosos, vacíos unas veces, peligrosos otras,
manía que le llevará, en su coherencia, al peor de los mundos posibles.
Finalmente, Makanin se reserva su prosa y sus paréntesis para hablar de un
escritor al que siempre censuró sus obras la mujer que le amaba (él no tanto)
y apreciaba su obra, una mujer que aún le sigue queriendo, cuando ella no
es apenas nadie ya (una madame en una casa de jóvenes putas exigentes) y
el escritor es aún menos, presentador de un programa gracias a motivos nada
gloriosos (que él desconoce), y cuya única obsesión es acostarse gratis con
alguna de aquellas jóvenes putas exigentes, al final da igual cual, aunque
solo sea porque sale en televisión. Historia de desamor (de la gente entre sí,
de Rusia por todos), “Un cuento logrado de amor” se convierte en el cierre
perfecto de un libro necesario, hermoso y, tenemos la amarga sensación,
justo.
Rescate | David Malouf(Libros del Asteroide)
Óscar Brox
“Janto, el más nervioso, el más impulsivo
de los dos, es el preferido de Aquiles.
Posa su mano con suavidad sobre el
pelaje satinado: siente el palpitar
relampagueante de los músculos bajo la
piel, casi transparente.”
Atrapar la belleza del poema homérico
fue uno de los objetivos de David Malouf
desde su primera incursión, siendo apenas
un niño, en los versos de La Ilíada. La
belleza microscópica de personajes y
reflexiones cuyo peso era anecdótico le animó a escribir Rescate como si se
tratase de una línea de fuga de la épica de Homero. La fuga de una cultura y
una moral germinada entre la vergüenza y el valor, el respeto a la dirección de
las cosas impuesta por los dioses y la extraña melancolía (cuando tal término
no tenía lugar ni sentido) que irradia la mirada de Aquiles ante ese mundo que
inevitablemente morirá en el interior de unos versos, mientras la realidad se
abre hacia otras costumbres. El factor humano es una obsesión para Malouf,
como si la grandeza de Homero hubiese que localizarla en todo lo que calla:
en el llanto inconsolable de un padre que quiere honrar el cadáver de su hijo;
en la pena infinita de un héroe abatido por el peso de su leyenda; en la vida
frugal y sencilla. Por eso, Malouf lleva a cabo su relectura homérica a partir
del relato de un anciano carretero, alguien lo suficientemente alejado de la
épica como para que en su narración desvele que, tras el ímpetu de Grecia y
Troya, se presentan en estado puro los temas universales de la literatura. Con
la delicadeza y la finura de quien pretende resucitar el espíritu de un tiempo
pasado, David Malouf hace de Rescate el más hermoso testamento escrito a
propósito de Homero. El último hilo de vida de una tradición que se eclipsa
tan lentamente como la mirada de Aquiles sobre todas las cosas.
Las encantadas | Herman Melville(Berenice)
Óscar Brox
En una extraordinaria entrevista a
propósito de su filiación tintinesca, el
escritor francés Pierre Michon cita entre
sus recuerdos de la obra de Hergé la
viñeta de la momia de Rascar Capac
-en Las siete bolas de cristal- observando
a Tintin a través de la ventana de su
habitación. Esa viñeta aglutina, a ojos de
un niño, el shock primario de reconocer
de qué manera lo fantástico se derrama
en los contornos de lo real, cómo toda
una mitología arcana infecta aquellos
lugares más reconocibles. Más adelante, Michon afirma su especial querencia
por la prosa de William Faulkner y Herman Melville. Este último, bardo de
las narraciones marítimas, desata la pasión literaria de Michon por captar
el brillo particular de cada momento fugaz que le pertenece al mundo. Si el
francés efectúa una imaginaria arqueología de la moral y la justicia en plena
decadencia del Imperio; el americano devuelve el encantamiento premoderno
a un conjunto de islas hoy conocidas como Galápagos. Tal es la pasión
descriptiva de Melville que nuestro paseo por las islas encantadas se convierte
en un recurrente eco de otro tiempo, galvanizado bajo la superficie rocosa
del archipiélago, que despliega su embrujo ante la mirada del narrador. Así,
la fuerza magnética de las encantadas nos sumerge en un paisaje en el que
los rasgos modernos aún no se han desarrollado: el hombre no es la medida
de todas las cosas, el horizonte no conoce un sentimiento de territorialidad
y la moral y, por tanto, la vida, no han cuajado en un modelo de Razón que
ordene el caos entre creencias, supersticiones, dogmas y costumbres. En otras
palabras, leer a Melville significa contemplar de qué manera los mitos, y su
ambición por pervivir en el fuero interno del hombre, se despliegan ante la
mirada inocente del lector creando ese shock primario que, como la momia
de Rascar Capac, nos devuelve a un tiempo en el que lo fantástico fluía en los
contornos de lo real.
Escenes de batalla i paisatges de guerra | Helman Melville (Brosquil)
Óscar Brox
Entrar en la obra poética de Herman Melville recogida en Escenes de batalla
i paisatges de guerra implica sumergirse en el corazón de la Guerra Civil
estadounidense, desde sus primeros latidos, con los primeros conatos de
rebeliones esclavistas y de discrepancias entre las economías de Norte y Sur,
hasta su elegíaca conclusión. Entre 1860 y 1865, Melville canta las dificultades
que atraviesan al país, los héroes efímeros cuyos nombres se inscriben en
las tumbas, la delicada estabilidad que conduce al pueblo entre la apatía y
el entusiasmo, o cómo las convicciones morales y religiosas, ante el primer
estallido de la contienda, descubren su fragilidad. Así, Melville hace de la
poesía otra forma de retratar la crónica de aquel período convulso, dibujando
pequeños cuadros familiares (the appealings of the mother/ To brother and to
brother / Not in hatred so to part— / And the fissure of the heart / Growing
momently wide) donde los rostros invocan el dolor de una nación ante sus
continuas heridas difíciles de restañar. Así, también, de la transitoriedad de
los sentimientos, que abaten cualquier arrebato de gloria, éxtasis o triunfo,
presentando a los protagonistas como víctimas de la soberbia de una guerra
fraticida que deja tras de sí un reguero de muertos o el amargo sabor de su
recuerdo. Porque estas escenas y paisajes están inscritas en el vientre de
América con la misma ternura descarnada con que Melville pintaba aquellos
pasajes de la vida en los mares. Y América es esa gran madre, en cuyo seno
hollar nuestros sueños, a la que Melville dedica una de las más hermosas
elegías, la de la pérdida de una inocencia que, tras la batalla, endurece
nuestro corazón revelando, como afirma el propio Melville, ese dolor que
purifica desde la mácula.
Mitologías de invierno | Pierre Michon(Alfabia)
Óscar Brox
En uno de sus mejores opúsculos -escrito,
tal vez, con la intensidad del rayo-,
Michel Foucault prescribía el trabajo
de genealogista como un “insistir en las
meticulosidades y azares de los comienzos;
prestar una atención meticulosa a su
irrisoria mezquindad; darles tiempo
para ascender del laberinto en el que
jamás verdad alguna los ha tenido bajo
custodia”. Aquellas palabras retumban
con un fulgor singular en la obra de Pierre
Michon, una suerte de gestor de la belleza,
como lo define Ricardo Menéndez Salmón, que dibuja en sus breves Mitologías
de invierno la genealogía de esa propiedad que nos hace amar a las cosas.
Partida entre dos escenarios separados como Irlanda y el Macizo Central
francés, la narración arranca con un primer gesto: la pequeña corte de un
rey pagano recibe la visita de un viejo religioso, y su séquito, empecinado en
su conversión cristiana. El paisaje glauco, preñado de un hilo de plata que
se desliza por un riachuelo, conserva el primitivo sentido de belleza que el
lenguaje -la palabra de Dios, la norma y la moral que emanan de su palabra-
no ha conseguido adulterar. Sin embargo, la presencia invasora desviste esa
belleza asentada con la promesa de otra belleza mayor, la que provee el
mismo Dios. Con toda la delicadeza contenida en su prosa, Michon construye
su miniatura en torno al salto que en un momento de la Historia reacomoda
-asimila, reinventa, reconstruye- lo bello y, por ende, el paisaje humana al
que abriga.
A través de sus mitologías, Michon encuentra esos minúsculos detalles que
testimonian un vuelco irreversible que afectó a nuestra cosmovisión. En
ocasiones, ese vuelco traslada su efecto a la imposibilidad de contemplar el
azul del cielo con la vieja intensidad que la moral medieval ha hurtado; en
otras, “la soberanía feudal de un pequeño trozo de lenguaje”, como escribe
Michon, señala ese punto de no retorno donde una idea (de belleza, hombre,
mundo o moral) absorbe a sus predecesoras y las oculta en su proceso. El mérito
de esta colección de vidas efímeras consiste, precisamente, en la capacidad
de su autor para conjugar al pedazo de Historia con su vocación de relectura,
como si en esas huellas borrosas que encontramos en las zonas más recónditas
del Causse se hallasen las raíces remotas de un gesto que hoy asumimos sin
pensar en su evolución. Fruto de ello, Mitologías de invierno insiste con una
energía insólita en ese terrible momento-bisagra en el que una naturaleza en
extinción muestra por última vez el brillo familiar que la Historia enterrará.
Y Michon, no sé si como genealogista o como gestor de belleza, consigue un
milagro de su narración: que esas viejas formas que antaño vivieron su eclipse
gocen de tiempo (de vida, de hermosísima vida) para volver a explicarse. Esa,
tal vez, es la definición de una mitología.
Barrio perdido | Patrick Modiano(Cabaret Voltaire)
Juan Jiménez García
Cuando terminé de leer Barrio perdido me
pregunté si eso era todo… Luego fueron
pasando las horas y también los días, y
empezaron a llegar las dudas, y también
las preguntas… No. Quizás eso no era todo…
Ambrose Guise regresa un caluroso verano
a París, ciudad que abandonó dos décadas
atrás. Ahora escribe novelas policiacas,
novelas policiacas que se venden muy
bien, tiene una hermosa mujer, unos
hermosos hijos. Todo va bien, todo está
bien. Antes se llamaba Jean Dekker y en realidad no era un escritor ni era
nada (exactamente eso: nada). Sabemos que se marchó apresuradamente,
quizás que huyó. También que hay algo oscuro en su pasado, algo que Guise
teme reencontrar. Podría coger un avión y volver. Tras firmar un contrato con
un editor japonés, nada le retiene allí. Bien, no es así. No volverá. Poco a
poco, Guise se dejará vencer por la ciudad, por el barrio, por el entramado
de aquellas calles que conoció (y que Modiano recorre exhaustivamente, sin
olvidar ningún nombre) y los encuentros fortuitos, que le devuelven aquellos
años imprecisos. La memoria se transforma en recuerdos, los recuerdos
vuelven a su presente. Quizás sería demasiado fácil decir que Patrick Modiano
escribe una novela sobre la identidad o sobre esa memoria (porque realmente
su obra está construida alrededor de estos dos temas, condicionado quizás
por sus orígenes judíos). Fácil, pero cierto. Primero, impregnarse del presente
(volver a la ciudad dejada, a su geografía, al barrio perdido), después,
volverse permeable al pasado (volver a la memoria, a su vida, al barrio triste).
Decía Bohumil Hrabal que hasta nuestros errores son perfectos, y yo me
había empeñado en llamar a este libro Barrio triste, cuando en realidad, el
barrio solo estaba perdido. Triste, triste,… triste como los recuerdos. Dekker,
cuando ya no tiene nada que esperar (apenas un muchacho sin demasiadas
pretensiones más que conseguir el dinero para viajar), se encuentra con una
rica y joven viuda: Carmen Blin. Todo en Carmen evoca las cosas viejas o, al
menos, aquellas que se repiten sin mucha convicción, por rutina, porque sí. Él
mismo le trae a la memoria un amigo, un amor ocasional de su juventud, uno de
tantos. El polvo que se acumula sobre la vida de ella y aquellos que le rodean
empieza a acumularse sobre él. Una vida banal, sin sustancia, sustentada por
la esperanza de una relación improbable. Como todo aquello que se construye
firmemente sobre la monotonía, es necesario un acto brutal, ineludible, que
venga a acabar con esa circularidad, con aquella desidia. Necesitaremos llegar
hasta el final para darnos cuenta de que, en la vida de nuestro protagonista,
ese acto no debería haber tenido ninguna consecuencia especial, nada de
terrible, nada capaz de cambiarle la vida más que indirectamente, como sin
querer, y que si es así, si se marcha a Londres, si lo abandona todo para
encontrar algo (otra cosa), no puede ser por este, y que a veces, cuando uno
huye, no huye de lo evidente, de lo visible, sino de lo otro, de todo lo demás, de
todas esas cosas intangibles. Y eso, después de todo, es Barrio triste perdido.
Hazard y Fissile | Raymond Queneau(Seix Barral)
Juan Jiménez García
Escrito cuando Raymond Queneau era
aún un surrealista homologado por
André Breton (es decir, antes de que el
primero huyera, junto con otros tantos,
lanzando un texto incendiario a la cabeza
del segundo), escrito tras haber leído
en repetidas ocasiones los treinta y dos
volúmenes de la serie Fantomas, Hazard
y Fissile, libro olvidado y rescatado de
algún cajón tras su muerte, tiene como
mayor valor contener en buena medida
lo que será su narrativa posterior, pero
sin sus conocimientos matemáticos. Poco después escribirá Le chiendent, y
algo de aquellas hojas olvidadas resuena en esta, y con ello, surge algo, una
manera de escribir, que irá destilando y destilando hasta llegar a sus clásicos,
y entre todos, Un duro invierno.
Libro, pues, para los amantes apasionados de Queneau, que somos unos
cuantos, un tanto completista, pero significativo después de todo.
La infancia de Nivasio Dolcemare | Alberto Savinio(Siruela)
Juan Jiménez García
Nivasio Dolcemare, como Alberto Savinio,
nace un día de esos en Grecia, lo cual le
hace más italiano que los propios italianos,
puesto que es él quien elige serlo. Allí
pasa su infancia, momento de la vida del
hombre (como indica la cita inicial) en la
que nos encontramos bajo el cuidado de
Antia, la ninfa de las primicias.
Así, esta es la historia de todo lo nuevo que
nuestro hombrecito encuentra alrededor
de él, en sus días griegos, con una familia
Dolcemare centro de una sociedad alta y cosmopolita, llena de bichos raros
con devenires inciertos, emblemáticos a su modo. “Desde el fondo oscuro de
la infancia, los «problemas» de las personas serias le han inspirado siempre
la mayor desconfianza. Falto aún de discernimiento, el instinto le sugería que
esas opiniones en apariencia contrarias eran en realidad dos aspectos distintos
de la misma forma de estupidez”.
Alberto Savinio, digámoslo, era el seudónimo de Andrea de Chirico, es decir,
hermano de Giorgio de Chirico. Dedicarse se dedicó a todo, desde músico a
pintor, pasando, claro, por escritor, y atravesó su tiempo de la forma más
inteligente que podía hacerlo. Y su tiempo no fue el más sencillo. Conoció a
Apollinaire y los surrealistas, cierto, pero también a Mussolini y el fascismo.
Considerado por Leonardo Sciascia como el más grande escritor italiano
del siglo pasado (un elogio importante de alguien a quien considero el más
grande escritor italiano del siglo pasado), su obra en España ha corrido una
suerte incierta: ha sido profusamente (y deliciosamente editado), por Siruela
principalmente, pero sigue siendo después de todo demasiado desconocido.
Con una escritura absolutamente deslumbrante (de la que La infancia de
Nivasio Dolcemare es un brillante ejemplo, quizás su libro más emblemático),
Savinio conjuga una cultura abrumadora con la más fina ironía, en un estilo
nada sencillo pero profundamente adictivo.
Hay una anécdota que quizás resume al hombre, quizás al libro. Savinio, en
sus últimos años, dormía en una habitación separada de su mujer. Dejaban
siempre la puerta abierta, hasta que un día ella, al levantarse, encontró la
puerta cerrada. Él había muerto.
Viva voz de vida | Marina Tsviétáieva(Minúscula)
Juan Jiménez García
Marina Tsvietáieva conoce a Maximilián
Voloshín a los diecisiete años. Un día, este
llama a su puerta. Ha escrito un artículo
sobre ella y quiere saber si lo ha leído.
Hablan en el umbral, él quiere conocer su
habitación, hacerse una idea de aquella
muchacha que todavía va al colegio, lleva
el pelo rapado y se cubre con bonete…
“¿Y qué hace en la escuela?”. “Poesía”.
Conversan durante cinco horas que
parecen apenas unos minutos y comienza así una larga amistad que acabará
con la muerte de él, a la hora mágica de las doce del mediodía, enterrado en
alguna montaña (Marina no sabe muy bien cuál) de las que rodean Koktebel,
Crimea, el lugar donde habitó. Viva voz de vida es pues esa historia de la
relación de aquel gigante mitológico con cabeza de Zeus y su amistad con
la poetisa. Con la poetisa y tantos que le rodeaban, porque Max fue siempre
eso, amigo de sus amigos, que eran innumerables, y que le entregaron un
lugar importante en la escena literaria de aquellos años, entre blancos y
rojos, entre los tiempos que se marchaban irremediablemente y aquellos que
llegaban con el mismo aire inevitable.
Tsvietáieva no sabe escribir biografías. A través de ella no conoceremos la
vida de Voloshín, sus grandes hazañas, sus grandes obras, nada. Conoceremos
a la persona. Y también a ella misma. Y a aquellos que les rodearon. Sus
sentimientos, sus miedos, sus anhelos. Como poeta, saltará aquí y allá, donde
su pensamiento, su instinto le lleve y sus razones serán ningunas. Escribirá de
una manera única (que Selma Ancira cuida maravillosamente en su traducción)
y entre todo asistiremos a la construcción de un mito personal, verdadera razón
y preocupación de una muchacha que admiraba desde bien joven a Napoleón.
Así pues, más autobiográfica que biográfica, Viva voz de vida se convierte en
un fragmento de historia personal, para dar cuenta de que después de todo,
como dice, y para un poeta, siempre es pronto para morir, pero también es
siempre la hora.
Los mutilados | Hermann Ungar(Siruela)
Laia López Manrique
1. He terminado de leer una novela
que lleva por título Los mutilados. La
compré hace unas semanas, pese a
que su autor era para mí un perfecto
desconocido. ¿Cuál fue, entonces, el
motivo? Probablemente el título fuera
lo primero que me llamó la atención.
La escogí de entre un montón de libros
anodinos. Refulgió como una aguja. Los
mutilados, los arrancados. Siempre me
fascinaron esta clase de títulos. Los libros
que incorporan a personajes oscuros,
zafios, desde la infancia.
2. Franz Polzer, el protagonista de la novela, lleva lo que podríamos llamar
una existencia miserable. Una vida exenta de riesgo es su ideal. Aferrado a
sus miedos, al temor de la alteración del orden, a la contabilidad mezquina
con que atesora sus objetos y escasas pertenencias personales. Franz Polzer
se avergüenza de sus orígenes humildes, vive mediado por la mirada ajena.
Su vida se basa en la repetición de una serie de actos a los que se somete
con imperturbable y minuciosa exactitud (su trabajo en el banco, sus paseos
dominicales, la contemplación del retrato de su santo patrono en la cabecera
de su cama antes de irse a dormir) sumados a una visión atormentada y
reticente del sexo.
3. Franz Polzer odia el sexo. En el personaje de Polzer cristalizan algunos de
los mitos ancestrales acerca del sexo y de las mujeres. El horror al cuerpo
femenino de Polzer (depredador, inmenso, turgente) cobra una temible
realidad en la figura de Klara Porges, su casera. Klara aparece representada
como una suerte de mujer salvaje, que convierte en víctima a Polzer. Polzer
es el hombre que no quiere ser amo de ninguna mujer, que no quiere dominar
a las mujeres. En él la relación de poder entre los sexos queda suspendida.
Sin embargo, acaba siendo esclavo de Klara Porges, de su amigo Karl Fanta e
incluso del terrible enfermero Sonntag.
4. No puedo dejar de imaginar a Franz Polzer ruborizado. Polzer vive pendiente
de los demás, de su mirada. Los demás que le miran son también los propios
objetos, las imágenes. En este sentido es paradigmática la relación que el
personaje de Polzer mantiene con el retrato de San Francisco: el narador
resalta que en realidad la dependencia de Polzer lo es respecto del cuadro y
no del santo. Vive con él (con el icono) un idilio de estrecha vigilancia.
5. En cierto modo, Los mutilados es una novela religiosa. Trata acerca de los
vínculos de unión de una comunidad de seres imperfectos. El principal vínculo
entre ellos es la carencia y la debilidad encarnadas en el personaje de Polzer.
La novela retrata la comunidad que se ha formado alrededor del personaje de
Polzer y a la que él se somete.
6. Es una novela religiosa porque es también una novela de ritos. La ruptura
del rito (del orden obsesivo al cual Polzer somete su vida) significa en el libro,
propiamente, la irrupción del relato.
7. Pero hablamos en todo momento de un relato infeccioso, crudo, de hombres
marrones y mujeres carnales y burlonas. Un relato expresionista, objetivo
hasta la mueca que lo pliega y lo retuerce. Un relato seco y abigarrado de
indicios de peligro.
8. Los mutilados es una novela que hace pensar, en todo momento, en la
acción, cinematográficamente imposible (y por ello soñada y reiterativa)
de salir del plano (ser relieve). Muestra a una serie de personajes que son
salientes, filosos, mientras que Polzer es el cuerpo o superficie sobre la cual
estos personajes se erigen, del cual los personajes emergen.
Hace cuarenta años | Maria Van Rysselberghe(Errata naturae)
Óscar Brox
La constante labor editorial de Errata
Naturae, en cuyo catálogo caben tanto
la recuperación de un texto de Thoreau
como la voluntad de dar a conocer a un
pensador como Alain Badiou, tiene en la
colección El pasaje de los panoramas uno
de sus más bellos ejemplos. Dedicada
en exclusiva a la narrativa, nace de dos
líneas que marcan el surgimiento del
hombre moderno y de sus nuevas formas
de vida, deseos y conflictos. Tras editar a
autores como Lafcadio Hearn o Alessandra
Lavagnino -esta, por cierto, noble exploradora de aquellas formas de la verdad
que tanto apasionaran a Leonardo Sciascia en sus relatos-, Errata suma una
nueva adición con Maria Van Rysselberghe. Escritora secreta, apenas editada
en nuestro país, Rysselberghe compone con Hace cuarenta años su perfecta
carta de presentación. De formato breve, esta obra nos sumerge en uno de los
terrenos más evocadores de la literatura: la memoria. A través de la propia
narradora, una pequeña porción de tiempo, perdida cuarenta años atrás,
cobra vida bajo la forma de un intenso retrato del amor fugaz. Podríamos
pensar en aquellos amantes de Hiroshima, reflejados con abrasiva intensidad
por las palabras de Marguerite Duras; en la delicada fragilidad con la que las
emociones más sensibles ocupan el epicentro de un relato. Y, sin embargo, no
alcanzaríamos a divisar la insólita belleza agazapada en el corazón de esta
novela.
Una casita junto a las dunas de la playa del Mar del Norte. Dos personajes
-a los que tarde o temprano se les sumarán sus respectivas parejas- y un
ambiente de íntima complicidad que se va gestando a partir de las lecturas
compartidas, de las conversaciones interminables (esas que parecen persuadir
al tiempo para que se olvide de su existencia) que desvelan el nacimiento del
amor. Ella, Maria, extrae de su memoria el recuerdo de cada diminuto gesto
que la llevó hasta él, Hubert. Gestos, palabras que nos conducen hasta un
amor que nunca será materializado, que impregnará las paredes, los libros
de esa casita junto a las dunas, pero que nunca traspasará la frontera de
sus cuerpos. Ese es el mérito de la sensible prosa de Rysselberghe y donde
reside el secreto de Hace cuarenta años: en su capacidad casi alquímica de
trocar unos sentimientos cuya realización tienen prohibida en uno de los más
profundos discursos sobre la pasión amorosa; en conseguir que esa historia
que nunca podrá suceder exprese tanto amor como si hubiese sucedido. Con
sus palabras, Rysselberghe exalta otro amor posible, que escapa -por bello,
discreto y delicado- a las categorías ya existentes, como si estuviese contado
a partir de las puras emociones de sus protagonistas. Así, en la intensidad
emocional que embarga cada lectura, donde sus protagonistas reconocen unos
estados sentimentales propios, Hace cuarenta años disecciona el espíritu y
la condición de una sociedad que comenzaba a intuir los destellos del nuevo
siglo.
Maria Van Rysselberghe no publicó este relato hasta cumplir los setenta años
(moriría a los noventa y tres), mientras inventariaba cada gesto, cada pedazo
de la vida de André Gide hasta su muerte. Fruto de esa agilidad para encontrar
el concepto exacto que reanime aquella vida en sombra, Hace cuarenta
años se erige, tal vez, en la mejor representación de aquello que Pierre
Bergounioux reivindicaba para entender el camino de Marcel Proust hasta
culminar el tiempo perdido: escribir desde el coraje, no desde la inteligencia;
desde los años que tardamos en fermentar una imagen propia del mundo.
Cuarenta años después, Maria desnudó a esa sombra para descubrir la vida que
todavía habitaba en su interior, cuya existencia no abandonó durante aquel
paréntesis. El amor, fugaz y no consumado, nos dice Hace cuarenta años, no
es nada comparado con la impresionante sensación de vida que nos deja. Su
mérito consiste en poner a nuestro alcance los efectos, las impresiones de ese
pequeño gesto perdido en el paso del tiempo. Volver a vivir.
Manual de Saint-Germain-des-Prés | Boris Vian(Gallo Nero)
Juan Jiménez García
Este ha sido un verano de libros inacabados
o libros no publicados. Hay momentos
así. Nos da por las cosas extrañas, los
fenómenos sobrenaturales. Inacabados
porque vas y te mueres (La mujer sentada,
de Guillaume Apollinaire), inacabados
porque su tiempo pasó (Hazard y Fissile,
de Raymond Queneau), no publicados,
porque la cosa no parece tener solución
y acaba perdida en algún rincón, hasta
que tu mujer lo encuentra, llega tu estudioso de cabecera (en este caso
Noël Arnaud) y ahí está, otro inédito. El Manual de Saint-Germain-des-Prés lo
escribió Boris Vian allá por 1950. Era un encargo de un editor ingenuo, que
no llegó a ver el libro. Saint-Germain-des-Prés era el centro de París, Vian el
centro del Saint-Germain-des-Prés, ¿qué mejor idea? Ahora bien, imaginemos
un libro sobre la historia personal del surrealismo escrito por André Breton
pero sin que aparezca Bretón por ningún lado (¡imposible!, Breton no sería
capaz… en todo caso, una historia personal en la que solo aparezca él…). Bien,
nuestro hombre lo hizo. Fue capaz de hablar a lo largo y a lo ancho de todo el
libro desapareciendo, desvaneciéndose, en fin, borrándose.
Pero, ¿puede ser eso? Podemos asistir a tal efecto paranormal. No, claro.
Boris Vian puede no aparecer “físicamente”, pero está en cada pliegue de
este libro, a la vuelta de cada palabra, escondido en cada párrafo. Tal como
animaba las noches y los días del barrio, anima su historia. Cuando habla
de los personajes que lo habitan, es él, cuando habla de su geografía, de
sus calles, de su historia, es él, cuando arremete contra esos cerdos de la
prensa y sus periódicos-porquería, que nunca entendieron nada (o peor, lo
desentendieron para los demás), es él. El Manual de Saint-Germain-des-Pres,
que tan oportunamente edita Gallo Nero, para nosotros, es un libro suyo a
tiempo completo, no una guía despersonalizada para estudiantes de sociología
noctámbula.
En el mundo hay pocos placeres como leer a Boris Vian. Encima, es legal
(por el momento… y no siempre lo fue, hay que decirlo). Como para dejarlo
pasar.
La joven | Anne Wiazemsky(El Aleph)
Óscar Brox
“Su mirada ardiente y tierna a la vez me
envolvía por entero, pero yo sabía ahora
que esa mirada no reclamaba de mí nada
más que estar allí. Cerca de él.”
Con prosa clara y precisa, Anne Wiazemsky
evoca en La joven un relato en el que se
conjuga el fin de la inocencia con el primer
contacto con el mundo del cine. A partir
de su encuentro con Robert Bresson para
interpretar el papel protagonista de Au
hazard Baltazhar, Wiazemsky elabora una
descripción minuciosa del método de trabajo bressoniano, del carácter privado
del cineasta y su manera de moldear a una joven Anne hasta conseguir extraer
de ella todo lo necesario para construir a la ficticia Marie. Una construcción
que, a medida que pasen las jornadas, la autora acabará percibiendo dentro
de ella, descubriendo a la Anne dispuesta a abandonar una imagen familiar e
infantil para penetrar en ese otro mundo. Si Bresson elegía a los actores por
su voz, Wiazemsky se esmera desarrollando una voz literaria que capte con
todos sus matices la convivencia vital y emocional entre actriz y cineasta; el
extraordinario vínculo establecido entre los dos en un ejercicio de simbiosis
creativa cuyo fruto sería, precisamente, el misterio que envuelve a cada
película de Bresson. Así, en su combinación entre diario de rodaje y novela de
formación, La joven revela con su delicada prosa el crepúsculo de una forma
de entender la vida, tan única, especial y secreta como la convicción que late
en cada plano de un filme dirigido por Robert Bresson.
Lecturas interrumpidas. Sobre Alberto Savinio, Zbigniew Herbert y Sándor Marai | Óscar Brox
Cuando los libros se amontonan en la
estantería, la tentación de picotear entre
sus hojas se torna más intensa que de
costumbre. Unas hojas o varios capítulos,
un clásico y un contemporáneo, se
amontonan hasta componer una narración
alternativa construida a partir de los
libros cuya lectura hemos interrumpido.
Con Alberto Savinio y Zbigniew Herbert
sucede algo parecido a lo que implica
leer a Robert Walser. Ante el detalle y la
finura de sus explicaciones, no tenemos
más remedio que reducir la velocidad y
atender a cada página como si en ella se encapsulase todo un relato. Mientras
Walser crea miniaturas de una belleza sobrenatural -pocas veces la escritura
puede expresar con tal precisión el placer de lo bello-, Savinio recurre a su
inteligencia privilegiada para montar una Nueva enciclopedia que responda a
cada uno de los movimientos que describen la vida y sus alrededores. A Savinio
lo describe un concepto tan poco común como la gracia, cuyo filo utiliza para
sacudir las telarañas del humanismo y sus más groseras convenciones. Basta
abrir una de sus hojas para comprobar cómo la agilidad mental se entremezcla
con una prosa delicada. Así, Savinio escribe en su singular versión de la
amistad un minúsculo tratado moral en
el que pone en liza el interés, la
igualdad, la dominación, la felicidad, los
sentimientos naturales y todo un arco de
emociones morales que aúnan filosofía,
literatura y análisis de la sociedad. En
otras palabras, Savinio es de la estirpe de
aquellos pensadores capaces de atrapar
un rayo en una botella.
A Zbigniew Herbert lo recordamos, entre
otras cosas, porque Don DeLillo utilizó
un pasaje de su obra como apertura
para Cosmópolis. Sin embargo, más allá
de su obra poética, Herbert mantiene
también una afición por el ensayo.
Su Naturaleza muerta con brida es
uno de los recorridos más apasionantes
a propósito de la cultura -el arte, la
Historia- de Holanda. Un recorrido que
reúne desde la descripción minuciosa
de la geografía de los países bajos hasta
un detallado análisis socio-cultural de
la pregnancia del tulipán como imagen
de Holanda. En su viaje, la prosa severa
de Herbert describe cada rincón de un
universo vivo en el que cabe el relato de
los falsificadores de cuadros y la cuestión
del precio del Arte, preguntas que asoman
mientras el autor polaco construye con palabras el fresco de una tradición
cultural cuya herencia comprende parte de nuestra Historia más reciente.
Además, a través de una serie de pequeños apócrifos, Herbert retrata con
tanta sutileza como sensibilidad algunos de los rasgos que formaban parte
del paisaje de sus ensayos. Con Spinoza como protagonista de una de las
narraciones, recupera una pequeña anécdota aparentemente impropia del
carácter del filósofo y pulidor de lentes -una disputa familiar en la un joven
Spinoza litigaba contra los familiares que pretendían desheredarle- para,
en apenas un gesto, anotar el alcance y las dimensiones de su tremenda
contribución al desarrollo de la ética.
Savinio, Herbert o Walser podrían ser tres ejemplos de lecturas interrumpidas,
de obras exigentes que reclaman al lector una pausa y una moderación en cada
nueva página. Sin embargo, también hay otros autores, como Sándor Márai,
donde es la magnitud de su reflexión la que pide un poco más de tiempo
para elaborar las primeras impresiones. Por eso, esta breve recomendación
de libros cuya lectura inicial nos ha dejado petrificados, volviendo una y otra
vez sobre las páginas leídas, no debe acabar sin destacar la humanidad -la
piedad, el dolor, la conmiseración- que desprende una novela como El último
encuentro. Tras un monólogo brutal en el que se desnudan todas las verdades
fundamentales -y en el que el valor y el sentido de la amistad o del amor tienen
un brillo especial-, queda el silencio más largo y abrumador al que un lector
tenga que enfrentarse. Ese silencio en el que la duda de sus protagonistas se
ha inmiscuido en nuestro interior.
LITERATURAS(Autores)
Leonardo Sciascia. La verdad y nuestro compromiso | Óscar Brox
La mayoría de personajes
del universo literario
de Leonardo Sciascia
comparten el mismo
rasgo de carácter: su
compromiso con la verdad.
Esa verdad que, corrompida
e instrumentalizada, es desvirtuada repetidamente por los poderes fácticos
que la administran, tales como la Iglesia, el Estado y la Mafia. Leer a Sciascia
supone aprender un par de lecciones básicas: cuán vulnerable es la verdad
y cuántas veces acabamos vulnerándola enmascarados bajo cualquier tipo
de pragmatismo. Y es que en la Italia pintada con obsesiva recurrencia por
el autor siciliano, la razón nunca se da la mano con la lógica, y viceversa;
siempre hay una falacia que nos permite salirnos con la nuestra, justificar la
impunidad de una acción y castigar a todo aquel que cultiva la verdad, ese
personaje arquetípico que, sea policía o maestro, cae inevitablemente en
una tela de araña de la que nunca puede escapar. Ante la resistencia juvenil
a aceptar la realidad, Sciascia enfrenta un maduro silencio de aquel que
sabe que nada va a cambiar. Mientras la izquierda italiana se convulsiona
y autodestruye, evidenciando que el problema de las revoluciones es que
no saben prolongar su entusiasmo, las microscópicas comunidades sicilianas
permanecen aisladas en el tiempo: introducen una ligera variación en la
organización territorial, pero laminan cualquier intento por acceder a una
verdad y una forma de vida cuyo campo de visión es limitado. El contexto,
como un remolino que absorbe a ingenuos y extraños, que vampiriza cualquier
opinión y elimina del paisaje a quien discrepa, hace patente la derrota del
lenguaje como aparato de denuncia; de la razón como motor para hallar una
respuesta que impida caer en el discurso de poder. Por eso, ante la pérdida
de los valores fundamentales, nos queda mantener nuestro compromiso con la
verdad, impedir que su monopolio la transforme en vulgar metafísica.
Color Sciascia | Juan Jiménez García
En algún lugar del libro del mismo nombre, que recopilaba un puñado de cosas
suyas, Leonardo Sciascia respondía a alguna pregunta que “sin esperanza no
pueden plantarse olivos”. Me he repetido tantas veces esa frase… No se puede
olvidar a Sciascia. Su escritura, entre el testimonio directo de su tiempo y el
de un tiempo pasado que interroga al presente, es la escritura de la esperanza
que, como no podía ser de otro modo, discurría paralela al desencanto, a
la amargura. Quizás no creía demasiado en su presente, en su presente
siciliano (¿cómo hacerlo en aquellos años, en aquel lugar?), en una tierra
que le fascinaba aun corrupta hasta lo más íntimo de su ser, por la mafia, por
la política, por el hombre, como una sola cosa, pero con todo, pensaba que
escribir sobre ello haría crecer esos olivos. Tal vez solo fuera el pensamiento
de aquello que fue, un maestro de escuela. Tal vez.
En una obra a menudo y pese a todo desesperanzada, en la que el sentimiento
de derrota frente a todos los poderes (que son tantos) permanece, ¿cómo
no acordarse en estos tiempos de Sciascia? Cómo no echar de menos el
compromiso con su tiempo… Hay algo triste en pensar que sus obras hoy como
ayer siguen vigentes, que los temas son los mismos, que todo parece cambiar,
pero algo permanece. Todo permanece. En sus últimas obras, cuando ya sabía
que la muerte estaba demasiado próxima a él, hay una cierta felicidad, una
alegre despedida. Una historia sencilla, fue un bonito título para acabar,
porque además resumía su obra. Después de todo, la vida empieza siendo
algo sencillo que acaba convertido en algo tremendamente complicado, igual
inexplicable. “Resumamos”, decía el comisario en ella. Y eso hizo Sciascia, en
aquel final como cualquier otro. Y se murió.
LITERATURAS(Librerías)
Leo (Valencia) | Óscar Brox
De un tiempo a esta
parte, el ámbito cultural
valenciano ha forjado,
con paciencia y trabajo,
una suerte de resistencia
frente a la imagen de
turismo y espectáculos
deportivos que definen la
política cultural local. En
ese ámbito se dan cita centros de actividades y espacios culturales, lugares
tan emblemáticos como la Filmoteca, la estupenda red de bibliotecas y uno
de los puntos de encuentro con más historia: las librerías. Más allá de las
grandes superficies, en Valencia continúan existiendo una serie de librerías
para las que el trato con el lector y el gusto por la lectura son los principios
fundamentales del oficio de librero. Uno de esos pequeños grandes lugares
es Leo, librería ubicada en la Rinconada de Federico García Sanchiz, que el
pasado mes de septiembre cumplió su primer año de vida.
Regentada por los socios Maite, Julia y Leopoldo, Leo es una librería con
encanto, cuya preciosa decoración interior se complementa con la excelente
selección de libros. Como ellos mismos señalan, una de las claves de su negocio
es que, antes que libreros, se reconocen lectores ávidos. Fruto de ello, Leo
se compone de un catálogo de libros cuyo origen, en bastantes ocasiones, ha
sido el boca-oreja y la recomendación entre lectores. No en vano, mantener
una conversación con ellos implica que en algún momento acaben cruzándose
las ediciones cuidadas de Nórdica Libros, la apuesta de calidad de Periférica,
la prosa excelente de Robertson Davies o su debilidad por John Williams, el
autor de Stoner; recomendaciones que se encargan de plasmar en un tríptico
al alcance de todo el que se acerque a su librería.
En un momento de hibridación en el que cada vez más las librerías apuestan
por la polivalencia y la integración de elementos en su negocio, Leo basa
su identidad en mantener con vida y estimular las raíces del librero: el
contacto cercano, el intercambio y la conversación. Una vocación que tiene
su expresión en las presentaciones de libros, mesas redondas, talleres, clubes
de lectura y exposiciones fotográficas que organizan. Todo ello con la voluntad
de dinamizar la actividad y la oferta cultural de la ciudad.
Así, Leo es el espacio idóneo para lectores con gusto e inquietudes que
quieren compartir sus últimas lecturas, bibliófilos que adoran clasificar sus
libros según las editoriales, personas que disfrutan de la lectura y, en fin,
que desean aportar su granito de arena al enriquecimiento cultural local.
Pasear la vista por su gran escaparate, repleto de novedades comerciales y
también singulares, es uno de esos placeres para el aficionado que a buen
seguro aumentará nada más pisar su interior. Por eso, en Détour os invitamos
a que os acerquéis a esta librería y descubráis el amplio y variado catálogo
de propuestas de que disponen. En definitiva, un espacio que demuestra, con
cariño y dedicación, que todavía hay lugar para la cultura y los libros.
Railowsky (Valencia) | Juan Jiménez García
Quizás lo primero sería
preguntarme qué espero de
una librería. Sí, eso es. De
una librería, espero que no
tenga todos los libros del
mundo (ni tan siquiera casi
todos), que nadie me persiga (que me deje mi tiempo y también mi espacio),
que sea un lugar en el que habitar (aunque sea por una hora… o media),
que no tenga letreros luminosos (o muy luminosos), que su escaparate me
haga detenerme (y no por los adornos navideños o la decoración de dudoso
gusto, sino porque sea la promesa de algo que contiene su interior). Quiero
encontrarme con un librero que no lo sepa todo (como yo), y también que
dude (igual que yo), y que ni tan siquiera pueda aconsejarme (no siempre),
sino que quizás solo hablemos de nuestras cosas. Quiero que no sea inmensa
y que los libros no estén ordenados alfabéticamente (no tengo prisa, puedo
mirarlos uno a uno… y encontrar), ni que unos autores tengan rótulos más
grandes que otros (que igual ni tan siquiera están). Sí, eso es. Algo así.
Pienso en todo ello, y entonces entiendo porque Railowsky es la librería de
mi vida, porque llevamos juntos alguna década y porque espero que sigamos
juntos mucho más tiempo. Quiero ir a su búsqueda (que no encontrarme con
ella), subir los escalones, mirar sus escaparates que ni tan siquiera dan a la
calle (púdicamente), recorrer con la mirada libro a libro lo que muestran
(y lo que intuyo). Atravesar su puerta (porque Railowsky tiene puerta… y
hasta hay que empujarla), y entrar en la librería más pequeña (quizás) que
conozco, y que es pequeña porque es generosa (y comparte su espacio con
una sala de exposiciones). Entonces, miro al fondo y Juan Pedro sigue tras su
mesa (luego todo está bien). Durante años, los libros han compartido su sitio
armónicamente. Los de fotografía nunca pretendieron ocupar el lugar de los
de cine, ni la literatura el de los libros de arte, ni tan siquiera intercambiaron
nunca su lugar. En el centro, nada más entrar, está mi mesa preferida de todas
las mesas que he conocido. En Railowsky siempre encontré aquello que no
buscaba pero que quería tener. ¿No debería ser siempre así? Lentamente, voy
dando vueltas alrededor de ella, acariciando a veces los libros. No es ni tan
siquiera necesario abrirlos (no siempre). Algunos nos esperan. Vuelvo sobre los
estantes, una y otra vez. Uno se lleva unos cuantos libros y se deja algunos
otros, muchos, demasiados. Es siempre así. Sin embargo, aquí, nos queda la
sensación de que volveremos a verlos, que nos esperarán (y quién espera hoy
en día).
Nos dicen que es el fin de las librerías. Comparan los libros con los papiros,
nos hablan de lugares inmateriales con millones de libros, en los que con
apenas unos toques todo estará a nuestro alcance en unos días, ni tan siquiera
muchos. Miles de libros caben en un pequeño cacharro, y no será necesario
tener habitaciones enteras de ellos. ¿Y para qué todo esto? ¿A qué huele una
página web? ¿A qué huele un libro electrónico? (a caucho, podríamos decir,
como aquella loca en Mon oncle, de Tati, sobre las flores de plástico). Dicen
que eso es pura mitomanía, y bueno, sí, los sentidos están en horas bajas.
Hemos descubierto que podemos hacer tantas cosas solos, sin la ayuda ni la
necesidad de nadie, que acabaremos solos.
No, por favor, quedaos con vuestros lugares inmateriales, pero dejadnos
las librerías y los libros. Dejadnos sentir humanos, creer en el azar de los
encuentros, creer en los descubrimientos, en las cosas que no siguen un orden,
en lo que no es fácil, en lo que se puede caer al suelo y volverlo a coger. En lo
que pasa (el tiempo, las hojas, las personas) y en lo que permanece. Dejadnos
Railoswky y todas las librerías que en algún momento soñaron ser libres.
Recommended