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El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite.
Introducción a la edición de Editorial Cátedra, Madrid, 2020
por José Teruel1
UN PARADIGMA DE «MUJER DE LETRAS»
Los intereses intelectuales de Carmen Martín Gaite (1925-2000) fueron múltiples y se desplegaron en varias
direcciones, desde los géneros literarios consabidos (cuento, poesía, novela, teatro y ensayo) a ese híbrido
llamado «Cuaderno de todo» y collage, desde la investigación histórica al artículo periodístico, desde las
adaptaciones teatrales de los clásicos y los guiones para televisión hasta la traducción. Con una mirada
presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que convivió, su
trayectoria intelectual en la historia de la cultura española del siglo XX es un paradigma de lo que se podría
denominar «mujer de letras». No encuentro otro caso de escritora con mayor heterogeneidad de intereses
intelectuales en la cultura española del pasado siglo, aun siendo consciente de que el siglo XX también nos
ofrece dos nombres ejemplares: María Zambrano y Rosa Chacel.
Martín Gaite en sus primeras narraciones dentro de los predios del neorrealismo sintió la extrañeza ante lo
cotidiano y entendió que no se trataba solo de observar, sino que era necesario además descifrar signos ocultos
en lo que miraba. La particular habilidad de analizar las ataduras de las relaciones interpersonales y la
capacidad de dar consistencia a la correlación entre pasado y presente, entre historias inventadas y verdaderas,
entre comportamientos públicos y privados, entre el lenguaje estereotipado frente al que pugna por indagar en
las angustias del individuo, son las señas de identidad de un proyecto narrativo que supo conectar con la vida
de su propio público. En tal sentido José-Carlos Mainer sostiene con lucidez cómo la ejecutoria novelística de
Martín Gaite es una reflexión continuada sobre la evolución de los núcleos familiares en la vida española,
desde la mesocracia provinciana hasta las familias desintegradas de hoy, y en relación con las historias de
familia están las casas: desde la casa amenazada de Entre visillos a la casa zurriburri de Los parentescos,
pasando por un ático atiborrado de recuerdos y olvidos donde una mujer repasa su vida en El cuarto de atrás.
Martín Gaite escribe esta ficción-autobiografía-ensayo desde el hito histórico y cultural que marca la muerte
del general Franco para indagar en su pasado, para descifrar parte de su vida y de la que bullía en torno. Y
rescata este delicado material a medida que lo enhebra, gracias al diálogo con un misterioso visitante, que
representa también la entrada de los lectores futuros, quienes necesitan desde la post-memoria entender aquella
Historia con sus historias para poder recordar y olvidar.
De la faceta de historiadora de Martín Gaite destaco cómo su interés por el pasado está presidido por lo vivo
y no por lo dictado desde afuera, esto es, por su propia experiencia generacional. La laguna de silencio que
cubría los programas de enseñanza universitaria en torno al siglo XVIII, al que nunca se llegaba en los planes
de estudio, porque por allí se colaba ya el tufo de la Ilustración, fue uno de los factores que la impulsaron a
indagar en el pariente pobre de la historiografía oficial: «Desamordazar el siglo XVIII venía a ser algo así
como una transferencia oblicua del intento imposible por combatir de frente la mordaza de la censura oficial»,
leemos en el «El rescoldo de la Ilustración» dedicado a José Antonio Llardent. Además, en esta conexión entre
el pasado y presente, se debe añadir una pre ocupación latente en toda su obra por los modelos de conducta
femeninos y «la suerte de las mujeres educadas en el tira y afloja del darse a valer y gustar como una
mercancía, encarrilada al matrimonio». Su labor como historiadora le enseñó a la novelista a no dejar cabos
sueltos en sus historias y a tantear las perplejidades que acarrea el desfase entre el orden de los acontecimientos
y su sucesión dentro de un relato; así queda de manifiesto en esta reflexión sobre El proceso de Macanaz.
1 Para ahorrar páginas y tiempo de lectura, hemos eliminado las notas a pie de página que se incluían en la edición original de este estudio. Las notas que aparecerán serán nuestras, normalmente para aclarar el significado de algún término- También eliminamos algún párrafo que podría complicar demasiado la comprensión.
Historia de un empapelamiento (1969), que tendrá una posición axial en su trayecto narrativo al acelerar la
conciencia de engarce entre la Historia y las historias. El taller de la escritora está presidido por el afán de
indagar en cómo convertir el tiempo que se escapa —sea histórico, vivido o soñado— en tiempo narrativo:
La dispersión de aquellos papeles, que unos habían ido a parar a París, otros a Valencia, otros
a Madrid, otros a Simancas, y el tiempo llovido sobre ellos, daban la clave de aquella historia
desparramada. Luchando contra su propio desorden la entendí. Y me di cuenta de que aquello
que yo había sufrido de verdad, que se me había presentado como un reto a mi paciencia, se
correspondía con ese artificio introducido por algunos novelistas, cuando inventan (para
desordenar adrede su historia) personajes que van aportando a ella informes contradictorios,
papeles, cartas. Fingen haberse ido enterando de la historia a saltos, desordenadamente. Esos
líos de las novelas que empecé a llamar desde entonces de «papeles atados», me parecieron de
risa, al lado de lo que me estaba pasando a mí [cursiva nuestra].
En el total de su obra completa es necesario reparar con especial hincapié en su personal voz de ensayista.
Martín Gaite concibió el ensayo como una auténtica autobiografía espiritual. Su ensayismo adoptó un cauce
narrativo y manifestó en múltiples ocasiones su aspiración a conseguir un parecido inalcanzable con el relato
oral, donde «ni se lleva un programa previo ni están prohibidos los vericuetos», como leemos en El cuento de
nunca acabar. El cuento como pretexto para la compañía, la defensa de la afición en la crítica literaria, los
modelos literarios de la infancia, las historias de su grupo de amigos de 1950, el poder de la palabra femenina
para roturar terrenos salvajes, la alquimia de los recuerdos, la relación entre el amor y la mentira, y la esencia
fundamentalmente narrativa de nuestro proyecto existencial son algunos de los motivos recurrentes de sus
grandes ensayos literarios, presididos por el afán de indagar, pero también por el placer desinteresado de la
divagación. El registro más portentoso de Martín Gaite como ensayista es su capacidad de hacer visibles las
abstracciones en letra mayúscula y carentes de narración, de convertirlas en un cuento coloreado, de
transcribirlas en letra minúscula. Paradójicamente estas capacidades han suscitado ciertos prejuicios y lecturas
cegatas de su obra, que la han condenado al escalafón de escritora de segunda fila entre los grandes iconos
masculinos de su generación y al género de la literatura escrita para mujeres, como muy bien supo espulgar
Rafael Chirbes.
La producción de Martín Gaite es un tejido unitario y coherente donde todos los géneros se interfieren y
confluyen, se encabalgan y superponen, como han demostrado los Cuadernos de todo. De ese tejido
entrelazado yo destacaría su capacidad de convertir cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento
que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, la Historia. Saber por
qué se narra, cómo y a quién se cuenta es el hilo conductor de su obra.
El marco de referencia de su mundo literario se ordenó a través de una categoría cognitiva y retórica llamada
experiencia. Hasta en sus trabajos de investigación histórica o de crítica literaria tuvo la necesidad de
detallarnos las distintas fases de su particular relación con el personaje retratado, con la época objeto de estudio
o con el libro reseñado. Poniendo el acento en el modo, Martín Gaite encontró la sintonía, y buscando la
manera de contarse con placer y sentido las cosas a sí misma, se tropezó simultáneamente con su oyente
utópico. En ella se funden interlocución y método como dos caras de una misma búsqueda. Su poética es
comunicativa y afectiva por la presencia del lector a quien se pretende embarcar en el trayecto y, desde luego,
interlocución y afectos eran términos con muy mala prensa entre los grandes iconos masculinos de su
generación, ya fueran los rebeldes sociales, ya los estéticos. Hacer literatura era también para ella un gesto
afectivo, presuponía la presencia del otro, siempre había un destinatario. Entendió que la verdad artística es
una representación compartida y que la literatura era todo lo contrario al discurso de los locos o de los
vanidosos. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en
una fuente moral de conocimiento. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de su letra escrita, nunca
se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entender lo insoportable que le resultaba. La escritora
no reconoce otra vida que la de la letra. Los Cuadernos de todo son un ejemplo de escritura en vivo. Martín
Gaite escribe como respira, oímos el sonido de una mano intentando simultanear lo que pasa con el acontecer
que lo promueve. El término autobiografía queda corto para lo que su obra efectivamente es: una lúcida crónica
y un autorretrato expandido.
EL RESCATE DEL TIEMPO COMO PROYECTO NARRATIVO
Durante el proceso de elaboración de El cuarto de atrás, la narradora-protagonista, que firma con la C. del
nombre de la autora, alude a la proliferación de crónicas, memorias y autobiografías aparecidas tras la muerte
del general Franco como posible causa del letargo que sufría su proyecto de libro sobre los usos amorosos de
los años cuarenta: «ya es una peste, en el fondo, eso es lo que me ha venido desanimando, pensar que, si a mí
me aburren las memorias de los demás, por qué no les van a aburrir a los demás las mías».
Su artículo «El miedo a lo gris», publicado en la revista barcelonesa Nada, en abril de 1978, coincidiendo con
la fecha del término de la composición de El cuarto de atrás, perfila con más nitidez la razón principal por la
que se fue postergando el proyecto. Carmen Martín Gaite no quería incurrir en la deformación, constatada en
otros libros de memorias y testimonios personales (aparecidos después de 1975), que la ideología adulta había
ejercido sobre quien pretendía contar su experiencia infantil y juvenil de la guerra y la posguerra. Se trataba
nuevamente de atinar en su taller literario con un personal punto de vista o la búsqueda del modo desde el que
dar testimonio, no como portavoz de la Historia con mayúscula, sino desde la mirada de un testigo vocacional
que se limita a «recordar lo que vio, porque supo mirar».
Unos meses antes, en febrero de 1978, la entusiasta reseña «La verdad y la mentira» que Martín Gaite dedicó
a Memorias de una joven católica, de Mary McCarthy, constituirá toda una declaración de principios sobre la
novela que ocupaba su taller. En esta lectura nuestra autora reflexiona sobre las posibles actitudes a la hora de
elaborar literariamente la propia memoria: desde una actitud olímpica y segura hasta una actitud perpleja que
cuestiona la veracidad de los recuerdos y la exactitud de los juicios. La primera genera libros exentos de vida;
la segunda otorga veracidad, ya que más que un mero retablo de hechos y personajes es «una reflexión sobre
la propia memoria que los evoca como a tientas, presidida por el afán de la pesquisa y el aliciente de vencer
sus escollos». Este es el camino que emprendió con El cuarto de atrás a la hora de rescatar y elaborar su
propia memoria, un camino regido por la aceptación del claroscuro, sin miedo a lo gris, y guiado por la lucidez
crítica, la entrega a la imaginación y el deseo de «inyectar vida —y, por tanto, ambigüedad— a la literatura».
«Hablo con manzanas, no con ideas», leemos expresivamente en el Cuaderno, fechado entre julio y agosto de
1974.
Esta actitud perpleja ante el rescate de la propia memoria queda de manifiesto en una sensación de estar
continuamente perdiendo cosas, que se percibe a través de la novela. En una Agenda de 1977 [Libro de
memoria diaria] Carmen Martín Gaite escribe el 17 de agosto: «La pérdida incomprensible del broche de los
dos circulitos [...] me acentúa la sensación general de inestabilidad, azar y desarraigo que querría trasladar a
El cuarto de atrás». Dicha sensación contrasta y convive con el despliegue de objetos «detentores del tiempo»
que salen a su paso, pero que también conducen la memoria por otros derroteros. Dicha percepción de no
encontrar lo que se busca desasosiega y perturba el humor de la narradora, ya que se trata del fondo último de
la novela: la recuperación de un tiempo que se creía perdido y el modo de saberlo representar, de volverlo
literatura, para que pueda ser recogido como experiencia viva por los más jóvenes.
El cuarto de atrás ocupa un lugar diferenciado en las diversas modalidades de la escritura del yo que
proliferaron en los años de la Transición democrática, ya que es resultado de una doble promesa: a Todorov y
su Introducción a la literatura fantástica, y a la necesidad de volver a contar aquel bloque de tiempo presidido
por el retrato ubicuo de un dictador que acababa de ser enterrado una soleada mañana del 23 de noviembre de
1975. El rescate de un tiempo que se creía perdido se elaborará a través de una triple conjunción que propician
el género fantástico —de forma que la rememoración se convierte en fabulación y dubitación—, un diálogo
con un hombre vestido de negro —que interrumpirá el monólogo de la narradora y encarnará la particular
comprensión de la literatura de la autora como conversación idealizada—, y el tempo y el proceso de la propia
escritura realizándose ante el lector a través de ese mismo diálogo. La compaginación de lo fantástico, ele la
memoria dialogada y de la metaficción será una de las singularidades de este lúcido testimonio sobre los
efectos de moledores y narcóticos del franquismo en la vida cotidiana.
LO FANTÁSTICO
La recuperación de la fantasía constituye un elemento a tener en cuenta en la narrativa española de este periodo
frente al realismo dominante en el canon de posguerra, pero lo que aquí me interesa plantear es cómo se
conjuga en El cuarto de atrás la aparente antinomia entre memoria y fantasía, y por qué la memoria se
reconstruye a través de lo fantástico. La primera respuesta nos conduce a la perplejidad de la narradora ante
el término Historia, ya que hay siempre un espacio en blanco entre dos fechas y entre dos hechos, que solo
podremos rellenar a través de los moldes de la imaginación o a través del comentario —al modo cervantino y
sin intentar solucionarlo— de la perplejidad que provocan dichas lagunas. […]
La ambigüedad, la extrañeza, el desafío a la incertidumbre, los desdoblamientos de personalidad y las
diferencias entre el tiempo y el espacio de la vida sobrenatural frente a los de la vida cotidiana son motivos
procedentes de Introduction à la littérature fantastique, de Tzvetan Todorov, que la narradora irá aplicando a
su propio relato. Las versiones múltiples de la propia identidad (hechas y deshechas por el tiempo) y la
constatación de que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla,
son las impresiones procedentes de su propia experiencia y los estímulos narrativos que espolearon este
fructífero encuentro de Carmen Martín Gaite con Todorov, que podríamos fechar en diciembre de 1976, según
se desprende del Cuaderno 17: «Me tengo, al fin, que atrever. Con aparente ingenuidad y prudencia.
Despistando. Se van a quedar fríos. Dinamita pura y —hasta ahora— no la había disparado. Ya es hora».
Todorov la impulsó a incorporar la dimensión fantástica en su habitual acercamiento a la realidad contable,
aunque es necesario reconocer que Martín Gaite, desde sus inicios literarios, sintió la extrañeza ante lo
cotidiano, la brecha en el muro de las costumbres, como demuestran El libro de la fiebre (1949), «El
balneario» (1955) y «La mujer de cera» (1960), «pero la corriente de la época le había llevado a moverse con
timidez y a abandonar luego el camino».
Nos sugiere Carmen Martín Gaite, de la mano de Proust, cómo para evocar el pasado todos los esfuerzos de
nuestra inteligencia son inútiles. La memoria de nuestro pasado está escondida en nuestro cuarto de atrás y
solo depende del azar que encontremos los trozos que buscamos. Por ello el interlocutor la anima a emprender
el verdadero viaje del tiempo. El salto hacia el encuentro del tiempo perdido no podrá darlo por medio del
cálculo, sino de la temeridad, con los mapas en blanco del olvido, a través del reguero de las migas de pan, no
de las piedrecitas blancas, y sin miedo a perder el camino de vuelta, siguiendo la senda del Pulgarcito de
Perrault que se nos propone en «El escondite inglés».
Todorov está impulsando a nuestra narradora a que «la memoria cree antes de que el conocimiento recuerde»,
a que la imaginación recuerde. Y ese es, sin duda, el otro camino que emprende la Literatura frente a la
Historia: construir y no reproducir. En El cuarto de atrás Carmen Martín Gaite quiere dar testimonio no solo
de los acontecimientos en los que participó, sino también del encuentro con la memoria personal. En tal
sentido, habrá que insistir en el valor de poiesis más que de mimesis2 de nuestra novela, esto es, en el valor de
construcción de un yo más que de reproducción de una identidad previa a la escritura.
LA MEMORIA DIALOGADA
El hombre vestido de negro desempeñará un decisivo papel con respecto a la cuestión de cómo contar el
encuentro con nuestra propia memoria y cómo enhebrar los recuerdos. A las rectificaciones, ya comentadas,
que la memoria inflige al puro devenir de los hechos, se añade el dilema de cómo integrarlos en una estructura
narrativa. La narración como discurso no respeta la fragmentación ni la discontinuidad de las imágenes
procedentes de la memoria, además impone un orden sucesivo y asigna un significado actual a esas imágenes,
que probablemente no tuvieron. Carmen Martín Gaite no acudirá solo al monólogo interior para acercarse al
desorden en el que surgen los recuerdos (entendemos que el monólogo interior es un punto de vista narrativo
2 Poiesis (creación, producción) y mimesis (imitación), ambos términos griegos muy usados desde Aristóteles tanto en Filosofía como en Crítica literaria y artística. Se refieren a la concepción del arte como imitación de la naturaleza (mimesis), o como creación de un mundo propio (poiesis).
propicio para paliar la sucesión y abordar la simultaneidad o la discontinuidad propias de toda experiencia o
recuerdo de ella). Nuestra narradora optará por la alternancia entre el diálogo y el monólogo interior y,
principalmente, por el primero. A lo largo de la novela se produce en ocasiones un significativo contrapunto
entre las palabras de la protagonista y sus pensamientos, que marca la distancia entre lo que se dice y lo que
se quería decir. Tenemos la impresión de que El cuarto de atrás es sobre todo un diálogo interior consigo
misma y con el misterioso visitante vestido de negro, que participa también de las características propias de
lo fantástico, ya que tras su visita el lector comprende que no puede creerse ni dejarse de creer lo que en esa
noche de insomnio está ocurriendo.
El diálogo con sus interrupciones y cambios temáticos será la forma apropiada para expresar los titubeos, las
discontinuidades y el ritmo zigzagueante del propio discurrir de los recuerdos. La repetición y la interrupción
que el diálogo supone son los requisitos para lograr la intensidad expresiva deseada: escenificar el ritmo
discontinuo de la memoria y la forma episódica de enhebrar recuerdos. Al mismo tiempo, el diálogo
responderá también a un afán clarificador de su producción literaria, coincidente con la operación de higiene
que la narrativa española de la Transición necesitaba. Tras el farragoso proyecto experimentalista, tras el uso
y abuso del monólogo interior y de las novedades extrínsecas al tema, hay en nuestra novela una necesidad de
recuperar la narratividad y de impulsar esa voluntad ética que presupone un tiempo de diálogo. La palabra
diálogo fue un sustantivo recurrente en aquellos años, frente al tiempo de silencio de la década anterior.
Carmen Martín Gaite concibió la literatura como una «búsqueda de interlocutor», por decirlo en palabras muy
suyas: cuando no tengas a quién decírselo, invéntatelo en el folio en blanco. El narrador literario, a diferencia
del narrador oral, «puede inventar ese interlocutor que no ha aparecido, y, de hecho, es el prodigio más serio
que lleva a cabo cuando se pone a escribir: inventar con las palabras que dice, y del mismo golpe, los oídos
que tendrían que oírlas». La búsqueda de interlocutor no solo va a suponer la salida de la incomunicación y
de la soledad en la economía interior de la narradora, sino que también otorga una poderosa seña de identidad
a su proyecto narrativo que precisa contar con el lector para encontrar el modo, y afirma la supremacía de lo
oral y de lo presencial como modelo de comunicación narrativa. Además esta búsqueda de un destinatario será
—según Martín Gaite— el hilo conductor de la literatura escrita por mujeres, magistralmente analizado en
Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española (1987). Recordemos, en este sentido, el Libro
de la Vida de su admirada Teresa de Jesús y el guiño de Virginia Woolf que con suma naturalidad muchas
mujeres escritoras han asumido como propio, hasta el punto de constituirse en una hipótesis de continuidad
en la literatura femenina: «To know whom to write for, is to know how to write».
Por otro lado, Carmen Martín Gaite en esta búsqueda de interlocutor está prefigurando los nuevos enfoques
sobre el género autobiográfico y su dimensión pragmática, ya que «el narrador autobiográfico construye una
versión de su pasado y de sí mismo cuyo grado de verdad (sinceridad) o de mentira solo puede ser evaluado
por el lector a partir del texto». La escritura del yo a través de la oreja del otro transforma lo autobiográfico
en heterobiográfico. La escucha de este hombre vestido de negro convertido en narratario3 irá confirmando en
el transcurso de la novela la eficacia persuasiva de la narradora. En el paradigma de autonarración de Martín
Gaite es decisiva la presencia de un destinatario cuya fuerza probatoria permita completar una historia. El
lector implícito mediante «signos de aprobación, disgusto, incomprensión o aburrimiento» será el encargado
de ir modificando los temas, el tono y las estrategias del discurso de la narradora.
DE LA METAFICCIÓN A LA AUTOFICCIÓN
El diálogo en El cuarto atrás tendrá unas características muy específicas, ya que pone en escena el propio
proceso de la escritura y el texto haciéndose ante nuestra lectura. Los entes del enunciado, narrador e
interlocutor, están separados con una finísima membrana de los entes del proceso sémico, autor y lector. Hasta
3 Narratario: en crítica literaria el narratario es el destinatario de un relato que, de forma explícita en la obra, se interpone entre el narrador y el receptor final (el lector). Es decir, es un personaje que forma parte de la ficción en que se enmarca el relato, pero no del relato propiamente dicho. EL ejemplo más conocido en la literatura española es el “Vuestra Merced”, a quien Lázaro de Tormes dirige el relato de su vida. Otros ejemplos serían el Conde Lucanor, a quien Patronio dirige sus cuentos, o el sultán que durante 1001 noches escuchó los de Sheherezade.
el punto de que la narradora firma «con la C. de mi nombre» y el hombre vestido de negro se convertirá en
narratario, cuyo sombrero literal y figuradamente servirá como pisapapeles del texto que estamos leyendo.
La conexión entre la figura del hombre de negro y el plano de la lectura registra algunos ejemplos muy
explícitos. Nada más llegar el extraño visitante «Ha dejado el sombrero, como un pisapapeles provisional,
sobre unos folios que había junto a la máquina de escribir. Todos sus ademanes parecen de cámara lenta». Y
al inicio del capítulo IV, «El escondite inglés», está leyendo el capítulo anterior que él no ha podido oír porque
se corresponde con el monólogo interior de la narradora mientras preparaba a solas el té en la cocina: «Está
sentado junto a la mesa donde posó el sombrero y no levanta los ojos al sentirme entrar embebido en la
contemplación de algo», esto es, embebido en la lectura de los folios que están sobre la mesa en la que posó
el sombrero. Una cita mucho más reveladora la encontramos en este mismo capítulo:
Acabo de fijarme en el folio que asoma por encima de la máquina y me he quedado paralizada;
ahora ya la sorpresa roza casi el terror. La frase que aludía al hombre de la playa ha
desaparecido, sustituida por el conjuro que la Gitanilla usaba para preservar el mal de corazón
y los vahídos de cabeza. Inicia el folio, copiada entre comillas, y no hay escrito nada más,
excepto un número en el ángulo superior derecho, el 79. Pero bueno, estos setenta y nueve
folios, ¿de dónde salen?, ¿a qué se refieren? El montón de los que quedaron debajo del
sombrero también parece haber engrosado, aunque no me atrevo a comprobarlo.
Este número 79 coincidiría en el manuscrito con la página en la que aparece por segunda vez la transcripción
del conjuro de la Gitanilla. Se trata de una referencia cruzada y el lector queda nuevamente advertido de que
el texto se va construyendo mientras se lee, pero a un ritmo en el que la palabra oral toma la delantera y la
escritura siempre va detrás, más pausadamente:
Hay un desfase entre el tiempo real y el tiempo de la escritura [...], pero aquí se acude al
procedimiento de acentuar este desfase mediante una imagen visual totalmente disparatada: la
de que el texto vaya quedando escrito como por arte de magia debajo del sombrero negro que
el visitante ha dejado junto a la máquina de escribir, nos comenta Carmen Martín Gaite desde
«Reflexiones sobre mi obra».
Al final de la novela una ráfaga de viento dispersará todos los folios por el suelo y la narradora dará permiso
al misterioso interlocutor para ordenarlos, lo que equivale a un pacto lúdico de lectura: la autora nos da permiso
a nosotros, sus lectores, para que ordenemos su texto. Y esto es precisamente lo que intentamos hacer: ordenar
un texto irregular y fresco como El cuarto de atrás, mientras se actualizan las «Magias parciales del Quijote»
que nos propuso Borges: «Si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus
lectores o espectadores, podemos ser ficticios»:
—¡Pero qué cantidad de folios! —exclama con asombro—. No creí que hubiera escrito
tanto.
—¿Quién?
—Supongo que usted. ¿Se los puedo ordenar?
—Haga lo que quiera.
La necesaria naturaleza metanarrativa4 de El cuarto de atrás reside fundamentalmente en su composición
interna, donde el diálogo entre la narradora y el narratario no solo cuenta las historias de la Historia, sino
también cómo estas se han ido enhebrando. La búsqueda del sentido de la experiencia desemboca en la busca
del sentido de la propia escritura. Las referencias intertextuales de nuestra novela nunca serán un discurrir
pedante y culturalista, ya que vida y literatura no son compartimentos estancos y nunca estarán claras sus
4 EL prefijo meta-, cuando se refiere a una obra literaria o artística, significa que esa obra trata sobre ella misma o sobre el arte o género al que pertenece. Por ejemplo, una metanovela sería una novela que trata sobre cómo se crea esa misma novela o sobre el propio género novelístico. El cuarto de atrás es metanarrativo en el sentido de que es una narración sobre el proceso creativo de esa misma narración.
fronteras. Igualmente las diferencias entre la alta cultura y los mass media desaparecen, del mismo modo se
combinan las referencias literarias a su propia obra (intratextualidad) con las ajenas y la intertextualidad
literaria con la exoliteraria. El cuarto de atrás entra en diálogo con todos aquellos textos que presidieron la
educación sentimental de una chica de provincias y de clase media acomodada en los años de la República y
en la inmediata posguerra; entre estas lecturas, destaco particularmente el papel de la novela rosa y el de las
coplas de Concha Piquer. El cuarto de atrás es también un ejemplo de supratexto5, ya que en él se revisa y
alude a títulos de la anterior producción narrativa y ensayística de la autora: «El balneario», Entre visillos,
Ritmo lento, El proceso de Macanaz, así como el libro elaborado simultáneamente, aunque publicado y
rematado diez años más tarde, Usos amorosos de la postguerra española (1987).
Como en El cuento de nunca acabar el convenio de lectura en nuestra novela es fronterizo. Maria Vittoria
Calvi señala con precisión que El cuarto de atrás puede leerse como una «autobiografía que se enmarca en un
pacto de ficción». No es discutible que en esta novela confluye y se engarza un doble contrato de lectura: el
autobiográfico y el ficticio. Con respecto al primero, quiero subrayar el acuerdo autobiográfico que supone la
firma. La narradora, la protagonista y la autora coinciden en una misma firma o, más exactamente, en la
abreviatura de una firma. Conviene tener presente un dato inadvertido: Carmen Martín Caite firmaba
frecuentemente con la C inicial de su nombre seguida de un punto, como se puede comprobar —sin acudir a
otras cartas inéditas que he podido consultar— en la correspondencia que cruzó con Juan Benet. La
autobiografía se engancha con la ficción de la misma manera que la Historia se traba con las historias y la
promesa a Todorov se entrelaza con los «cuéntame» de la Torci, interesada por los usos amorosos de la
juventud de su madre. El resultado de esta fructífera mezcla es El cuarto de atrás: libro de memorias, relato
de misterio y ensayo sobre literatura y autocrítica literaria. «Pretender al mismo tiempo entender y soñar: ahí
está la condena de mis noches», leemos en los inicios de la novela. Carmen Martín Gaite —tras su lectura de
la Introducción a la literatura fantástica y la preparación de la tercera edición de El balneario— constata que
necesitaba subir un peldaño en los intentos de ruptura con el «realismo acomodaticio», más allá de lo que El
libro de la fiebre, «El balneario» y «La mujer de cera» supusieran en esa operación de descifrar «lo real» y,
al mismo tiempo, asume su papel de testigo y la memoria viva de su generación, que era preciso legar a las
generaciones más jóvenes, un papel de legataria, que comenzó a vislumbrar con repentina claridad tras la
desaparición de Ignacio Aldecoa y que se acrecentó tras la muerte del general Franco:
Nuestros hijos y los amigos de nuestros hijos crecían de otra manera, en el seno de unas
condiciones sociales, económicas y políticas tan diametralmente opuestas a las que habían
presidido mi primera juventud y la de Ignacio, que nuestras menciones a la guerra civil, a la no
existencia de televisión, al racionamiento y a las puestas de largo en un casino provinciano les
sonaban como alusiones a la guerra de las Galias. Yo no me sentía vieja todavía, pero me daba
cuenta de que mi testimonio —aquel que había dejado caer sin darme cuenta con la frescura de
la inmediatez en mi primera novela larga Entre visillos— empezaba a ser histórico [...]. La
muerte del general Franco supuso, no solo para mí sino para mucha gente de mi edad, el
espaldarazo definitivo que nos convertía en testigos de la Historia. Ahora ya sí que no había
más remedio que ponerse a revisar las cosas desde otra perspectiva [cursiva nuestra].
LA ABREVIATURA AUTOBIOGRÁFICA
El recelo de Carmen Martín Gaite ante la autobiografía es evidente, siendo a su vez un «momento» que
atraviesa y reaparece en toda su obra. María Vittoria Calvi ha reflexionado con rigor sobre el particular modo
en que el discurso autobiográfico emerge y se esconde en su producción literaria. Martín Gaite asumió desde
muy pronto, quizá desde «La chica de abajo», que presentar el mundo que la rodeaba era la única puerta de
acceso para adentrarse en sí misma. Desde este enfoque se acercó a los personajes centrales que pueblan su
orbe narrativo (desde Natalia a Baltita), a los personajes históricos sobre quienes investigó en archivos
5 También llamado hipertexto, aunque aquí este término resultaría poco apropiado. El supratexto es el texto formado por un conjunto de textos individuales, más o menos independientes entre sí. En este caso, el supratexto sería el conjunto de la obra de la autora.
(Melchor de Macanaz, el conde de Guadalhorce o Elena Fortún), e incluso, a sus amigos y contemporáneos
más próximos (especialmente a Ignacio Aldecoa en Esperando el porvenir). Y desde ese punto de observación,
característico del narrador testigo, inventó y dejó traslucir al personaje que llevaba su nombre propio. En el
paratexto6 (especialmente en las notas preliminares a las distintas ediciones de sus libros, como ya señalé, y
ha demostrado la profesora Calvi) y en sus ensayos, auténtica autobiografía intelectual de la autora, se cuela
ese nombre propio con acceso directo a su propia persona. Pero Carmen Martín Gaite se reconoce
generalmente más en el presente que en el pasado. Fue un narrador testigo que describe el mundo del que
procede, como demuestra Esperando el porvenir.
En cualquier caso, la única incursión en la autobiografía en sentido estrecho radica en un apéndice al estudio
Secrets from the Back Room, de Joan L. Brown, escrito en junio de 1980 —dos años después de la muerte de
sus padres, a quienes está dedicado— y dirigido al público norteamericano. El título «Bosquejo
autobiográfico», probablemente elegido por la editora, ya avisa de que el lector se va a encontrar con un acto
vago y provisional de modelado de sí misma; porque, entre pistas, despistes, fugas y silencios autobiográficos,
los trazos que prevalecen son los de su yo más literario. Lo constatamos con claridad en El cuarto de atrás,
en el que Martín Gaite utiliza el material más literaturizable de su vida y donde su intimidad se reduce
principalmente a cómo aprendió a aislarse, o lo que es lo mismo, cómo empezó a ser escritora (aunque también
haya alguna vislumbre de los miedos de Martín Gaite). Por lo tanto, la abreviatura de la firma equivale a la
abreviatura de lo autobiográfico en su obra.
Del manuscrito A (Archivo Carmen Martín Gaite-Biblioteca Digital de Castilla y León) rescatamos este
fragmento no recogido en la versión definitiva y que se inserta al final del capítulo IV, «El escondite inglés»,
porque ofrece una reflexión de interés sobre la «trampas» de la autobiografía (aunque estas maquinaciones
quedan enmarcadas en unas circunstancias muy puntuales, ya comentadas: la proliferación de libros de
memorias tras la muerte del dictador, urgentemente escritos y nublados por la ideología):
[...] tampoco se trata de contar ce por be mi historia personal, a las autobiografías les tengo
cierto recelo, se suele caer en el vicio de aplicar juicios actuales para embellecer y dar
coherencia a lo que pensábamos entonces, si es que pensábamos algo, yo creo que la capacidad
de crítica estaba muy aletargada en las personas jóvenes, se daban, a lo sumo, intuiciones
confusas; no sé, la forma de irse mudando el juicio es lo más incógnito, como el cambio en los
estilos de amar o de comportarse, puntualizando demasiado, se hacen trampas, porque la
frontera de las andanzas ¿dónde está?
Pero también hay que reconocer que los «momentos» autobiográficos de su obra le permitieron huir del
artificio que, en último extremo, todos los géneros literarios encierran, y sobre cuya preceptiva y
compartimentos estancos tanto impugnó en su práctica de la crítica literaria en Diario 16 y en su propia obra
ensayística y narrativa. Desde mi punto de vista, la aparición de la clave autobiográfica relativa a su historia
personal es el principal mecanismo del que se sirve para la deconstrucción de los cánones genéricos relativos
al cuento maravilloso e infantil en «El castillo de las tres murallas», «El pastel del diablo» y Caperucita en
Manhattan. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo o
guadianesco de su autobiografía. La relación de Carmen Martín Gaite con su obra es una relación biológica.
Pese a su clara conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, su obra es una invitación —confiada
a la inteligencia del lector— al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción, que
«por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso),
la reflejan».
6 Paratexto: todos los elementos (lingüísticos o no lingüísticos) que acompañan a al texto principal de una obra. En una novela, el paratexto incluiría portada y contraportada (con sus ilustraciones y textos correspondientes), índices, introducciones o estudios previos…
¿POR DÓNDE Y CÓMO EMPEZAR?
Una de las cuestiones fundamentales del discurso autobiográfico es por dónde y cómo empezar. El principio
de todo relato autobiográfico será siempre azaroso y arbitrario. Resulta especialmente ilustrador, en esta
búsqueda del modo, el capítulo inicial de El cuarto de atrás, hasta el punto de que se convertirá en el motivo
central del mismo y de toda la novela (tenemos la impresión de que nuestra novela está continuamente
empezando, pero no puede acabar, de hecho «la frase inaugural» no nos remite a un comienzo, sino a una
suspensión o a una pausa). La narradora ejemplifica el proceso de la escritura con la entrada en el sueño, es
decir, con el acto de comenzar inadvertidamente a dormirse, ya que ambos son transformaciones en los que
estorba la impaciencia y donde de nada vale forzar la voluntad. El sueño, la memoria y la escritura son en El
cuarto de atrás acciones equiparables, en cuanto que no es posible atrapar el instante de la irrupción, de la
prodigiosa mudanza, del cambio de escenario. Pero en esta expectativa acaba el paralelismo, ya que en el caso
de la escritura se trata de una actitud de espera activa, diligente y alerta, un sosiego que nace para ser
trascendido y requiere la participación del pensamiento, frente a la naturaleza inmanente del acto de dormirse.
Pero tras el decorado de esta noche de tormenta e insomnio (principios universales de la imaginación
emocional), tras las imágenes que surgen al cerrar los ojos, tras todos los objetos de una cesta de costura que
ayudan a perder pie (dado el poder de los objetos para convocar historias), solo la entrada del interlocutor, en
el segundo capítulo, supondrá la decisiva entrada de la trama como enlace dialogal. El grueso de la novela se
desarrolla entre los capítulos segundo y sexto. El capítulo inicial es básicamente un preámbulo y el final, con
su último párrafo, nos confirma la espiral, más que el círculo, de una novela que puede seguir retrayéndose
hacia dentro gracias al «fulgor imaginativo» de la cajita dorada.
Antes de la aparición del misterioso visitante vestido de negro, en el preámbulo se ensayan dos interlocutores,
el hombre descalzo y la niña que la narradora actual fue, pero ninguno de los dos le servirá para urdir sus
historias. Al primero no es capaz de situarlo: es demasiado remoto o imaginario. El segundo es excesivamente
próximo, está demasiado apegado a su propia memoria y nostalgia. En cambio, la visita inesperada del hombre
de negro ocupará una posición intermedia: un desconocido que conoce bien su obra. La polémica distinción
de Samuel Taylor Coleridge, en su Biographia Literaria, entre fantasía y memoria frente a imaginación, podría
ser aplicable al grado de distancia que cada uno de estos tres interlocutores mantiene con respecto a la
narradora. El hombre descalzo y la niña que ella fue pertenecerían al primer ámbito (fantasía y memoria,
respectivamente) y el hombre vestido de negro al segundo (la imaginación o su poder de síntesis capaz de
convertir lo familiar en extraño). Recuerdo que en mi primer artículo sobre Martín Gaite, ella reparó
fundamentalmente en una afirmación: «Entre lo recordado y lo imaginario se halla siempre lo imaginado, se
halla siempre el cuento».
Los desencadenantes cotidianos de la extrañeza se suceden en la primera secuencia: la confusión entre el sueño
y la realidad, la pérdida de orientación —un lugar conocido y habitual como es su dormitorio se transforma
en un mundo al revés—, solo falta un tercer elemento: la aparición inesperada de un desconocido vestido de
negro precedida por una cucaracha. El presentimiento y la aparición de esta enorme cucaracha, que tanto nos
remite al caballo de Retahílas, podrían, como las perdices en el cuento de don Juan Manuel, estar marcando
la entrada en otro tiempo y otro espacio a partir del cual el mundo se volviera misterioso, una zona donde cabe
lo imprevisto. Sin duda ese otro tiempo y espacio será la literatura, ya que esta se asocia continuamente a lo
largo de la novela con el tópico de la visita inesperada, de la brecha en la costumbre. Pero a nosotros no nos
interesa sumarnos al abundante pasto interpretativo sobre esta cucaracha, sino recalcar cómo Carmen Martín
Gaite inyecta su propia savia a la materia literaria, ya que se trata menos del insecto procedente de Kafka o de
cualquier otra fuente literaria que de las abundantes cucarachas con las que se vio obligada a convivir en su
domicilio madrileño (desde luego no es este el lugar para informar de los problemas de fontanería del 7°B de
Doctor Esquerdo, sino para confirmar que Martín Gaite habla siempre de sí misma a través del mundo que la
rodea).
LA NATURALEZA DEL HOMBRE VESTIDO DE NEGRO
Esta visita inesperada vendrá en forma de un misterioso hombre vestido de negro, que procede especularmente
de un grabado del capítulo anterior donde se representaba a Lutero en conversación con el diablo. Gracias a
los guiños de la metaficción el interlocutor se traslada de un grabado a una supuesta realidad, que no deja de
ser otra impresión en papel. Este hombre vestido de negro es un tipo de Mefistófeles, de amplia tradición
literaria para las ambivalencias de identidad y para los insomnios de los creadores (piénsese, entre otros
ejemplos no señalados por la crítica, en Iván Fiodoróvich de Los hermanos Karamazov o en «Noche del
hombre y su demonio» de Luis Cernuda). Y este extraño visitante es también una especie de crisol donde se
funden todos los hombres-musa de la autora, especialmente los interlocutores con quienes más intercambio
de diálogo mantuvo en el periodo de composición de la novela: Guillermo Delgado, Amando Prada, Pablo
Sorozábal, Carlos Semprún y Juan José Millás. En la Agenda de 1977 encontramos una anotación del 23 de
agosto que afianza esta idea de cómo la entrevista con el hombre vestido de negro esconde una amalgama de
múltiples interlocutores y situaciones muy concretas: «Hasta las tres trabajando en El cuarto de atrás. Luego
viene Juanjo Millás y me invita a comer. Se queda conmigo en casa hasta las siete y media, hablando de los
pros y los contras de la literatura de misterio, de la magia de lo cotidiano. Su aparición ha sido muy
significativa para mí, reproduce, en cierta manera, la situación que he inventado para el libro. Me ha ayuda
do mucho hablar con él». Aunque las raíces de este hombre-musa también pudieran rastrearse en la literatura
y pienso en El caballero de las botas azules de su admirada Rosalía de Castro. Tal como ha analizado nuestra
narradora en Desde la ventana, Rosalía traspuso el pernicioso concepto de mujer-musa como molde vacío,
tan frecuente en nuestra literatura romántica, para sustituirlo por el hombre-musa, pero, en este caso, no para
convertirlo en otro molde vacío, sino para elevarlo a la categoría de interlocutor, de personaje que espolea con
sus preguntas la imaginación femenina, disparándola hacia horizontes más amplios. En cualquier caso, que la
musa aparezca en forma de figura masculina indica que el protagonismo creador ha pasado a la mujer: está en
otras manos.
El misterioso personaje vestido de negro puede que proceda o coincida con una tradición mefistofélica, o con
una novela fantástica del siglo XIX, e incluso pudo tener también su origen en la rememoración de una novela
rosa. (Repárese en aquella que Carmen Martín Gaite empezó a escribir con su amiga de la isla de Bergai, Sofía
Bermejo: «En esos diarios [...] debe haber trozos de una novela rosa que fuimos escribiendo entre las dos,
aunque no llegamos a terminarla, la protagonista se llamaba Esmeralda, se escapó de su casa una noche porque
sus padres eran demasiado ricos y ella quería conocer la aventura de vivir al raso, se encontró, junto a un
acantilado, con un desconocido vestido de negro que estaba de espaldas, mirando al mar». Después nos
enteraremos, gracias a la llamada telefónica de Carola, que ese «desconocido» se llamaba Alejandro.) De
hecho, en ciertos momentos, la narradora lo mirará con los ojos —ahora paródicos— de la novela rosa, dado
su carácter protector. Pero este hombre de negro será fundamentalmente un buen interlocutor que conoce bien
su obra, que le ayudará a seleccionar fragmentos capaces de transmitir la singularidad de lo personal, y que
convertirá el monólogo en diálogo con preguntas que no fiscalizan y que le ayudarán a aclarar cosas. Lejos de
los entrevistadores o autores de tesis doctorales que hurgan en el taller del escritor de forma torpe e indiscreta,
este acompañante mágico será la encarnación de su prototipo de conversación idealizada. En el diario Visión
de Nueva York encontramos una anotación en el collage fechado el 22 de noviembre de 1980, en la que se
superpone la cucaracha sobre la figura de nuestro narratario: «He conocido a Todorov, y me parece, casi
seguro, que era el hombre vestido de negro». Carmen Martín Gaite nos da la opción para que sigamos
conjeturando sobre este personaje, cuya figura se superpone una vez más a esa otra aparición sobre la que ha
corrido un río de tinta entre sus estudiosos, la ya citada cucaracha. A ambas presencias narrativas Martín Gaite
las ha visualizado desde el mundo que la rodea. Lo cotidiano se revela como el mejor estuche de los fantástico.
En varias ocasiones en las que la autora ha conferenciado sobre la génesis de su novela nos ha desvelado la
particular realidad de esta visita imaginada que le recuerda que «todo lo maravillosos es un poco terrible»:
El hombre vestido de negro se fue convirtiendo en uno de los personajes masculinos más
atractivos de toda mi literatura, tan real que, durante el tiempo que duró la elaboración de la
novela, cuando salía por la noche con amigos, no me divertía, y estaba deseando volver a casa
para encontrarme con él. Me di cuenta enseguida de que aquel personaje, convocado como
quien lanza un SOS, se había salido de los cauces prescritos y mandaba en la novela, la cual
pasó así de ser un libro de memorias a una especie de relato de misterio. Era como un concierto
de jazz sin partitura, y gocé muchísimo. Luego me han preguntado hasta la saciedad que quién
era el hombre de negro, pocas veces me han preguntado tanto por el simbolismo de un
personaje, que si es el diablo, que si es una especie de desdoblamiento del ego, que si es la
transposición literaria de algún amante, que si vino de verdad o no vino, qué sé yo; yo sonrío y
dejo que cada cual interprete lo que quiera. Por de pronto, me ayudó a habitar de otra manera
mi casa, un tanto aborrecida.
CÓMO CONTAR LAS HISTORIAS DE LA HISTORIA. LITERATURA E IDEOLOGÍA
El motivo inicial que este nuevo Cipión7 esgrime en el segundo capítulo será la literatura de misterio, que
llevará a Carmen Martín Gaite a la revisión de su primera novela, «El balneario». Esta novela corta, en su
primera parte, mantiene una narración ambigua y misteriosa: el lector no sabe si creerse o dejarse de creer lo
que en esa llegada al balneario está ocurriendo. En cambio, en la segunda parte, la narradora destroza esa
incertidumbre, cuando la señorita Matilde se despierta y se empeña en puntualizar que todo había sido un
sueño. Esta revisión nos da una pauta de lectura de la novela que editamos, donde en ningún momento se
perfilan los límites entre la vigilia y el sueño, siendo esta tensión la clave de su acierto estético, pues la novela
solo existe en cuanto acto de escritura y de lectura, es decir, en cuanto acto de la imaginación. Aunque en el
último capítulo de El cuarto de atrás la hija despierte a la narradora, quedan restos y referentes de la visita del
hombre vestido de negro: una bandeja con dos vasos y, sobre todo, la cajita dorada que el misterioso visitante
le regaló en el capítulo cuarto. En el Cuaderno 18, el epílogo de la novela presenta una versión distinta, donde
la cajita dorada es sustituida por el sombrero negro. En el manuscrito A no desarrolla la escena del despertar
tras la llegada de la hija, termina con el hombre de negro ordenando los folios esparcidos por el suelo y
proponiéndole que se tome una pastilla roja de la cajita dorada. Deducimos por el Cuaderno 32 que esa pastilla
podría ser un somnífero y sabemos que la cajita dorada la compró Rafael [Sánchez Ferlosio] «en El Señor
Generoso». Por tanto, Carmen Martín Gaite asumía en su biografía —a veces con naturalidad, otras con
perplejidad—la incapacidad para distinguir el mundo de los sueños del de la realidad. Nunca fueron para ella
ámbitos separados —como se empeñó en puntualizar en «El balneario»—, sino dos zonas secantes que se
relacionan e interfieren, asunción que será también raíz del miedo.
Pero esta revisión de «El balneario» apunta también a otro tema apasionante, que no se ha analizado aún
suficientemente: lo herético que era en la literatura española de los años cincuenta salirse de los moldes del
realismo, esto es, el tema de la autocensura en la generación del medio siglo. Tenemos la impresión de que un
escritor en la España de 1950 tenía que pasar por una doble censura, la franquista y la antifranquista, ya que
lo políticamente correcto en aquellos años era el realismo. Salirse de él era no pasar otra censura más
peliaguda, la de los deberes estéticos. Ser novelista y antifranquista exigía entrar en ese necesario proceso
narrativo de reconocimiento de una realidad escamoteada que fue la tarea estética de nuestra narrativa de
posguerra. Se podría mencionar la reacción de sus compañeros de Revista Española ante una de sus primeras
narraciones, El libro de la fiebre, del que publicó dos fragmentos en la revista Alcalá y que fue calificado
como «vago y caótico» por Rafael Sánchez Ferlosio. Y también podríamos recordar cómo Industrias y
andanzas de Alfanhuí fue publicado por cuenta de la madre de su autor, Liliana Ferlosio Vitali, «y mal
distribuido, una primera edición [Madrid, Talleres Cíes, 1951] casi por entero regalada a los amigos», así
como la imposibilidad de Juan Benet para publicar en los años cincuenta y no precisamente por la estulticia
de la censura franquista, sino porque sus narraciones no entraban dentro de los deberes estéticos del realismo.
(A la censura y autocensura que soportaron los jóvenes escritores del medio siglo hay que añadir el precario
panorama editorial español hacia 1950, como demuestran las publicaciones que estamos mencionando, pero
es una cuestión que solo apuntamos, porque nos llevaría a desviarnos del propósito central de esta edición.)
Sí quisiera detenerme en una consideración que el hombre vestido de negro plantea a la narradora casi en tono
7 Cipión: En el Coloquio de los perros, una de las Novelas ejemplares de Cervantes, el perro Berganza le cuenta su visa a tro perro, CIpión, que le va haciendo preguntas y puntualizaciones al relato.
interrogativo, mientras esta divagaba sobre sus modelos adolescentes, personificados en Diana Durban y en
Carmencita Franco (ambas tenían algo en común: el pelo ondulado, aunque estuvieran situadas en polos
diametralmente opuestos; la primera representaba el modelo cinematográfico americano y la alegría de la
libertad; en cambio, se figuraba a la segunda como la princesita triste de Rubén Darío, encerrada en su jaula
de oro y bajo los patrones de la novela rosa, que solían poner énfasis en las insatisfacciones de las ricas
herederas):
—O sea, que se consideraba más feliz que la niña de Franco —dice.
Tardo unos instantes en contestar. Podría decirle que la felicidad en los años de guerra y
postguerra era inconcebible, que vivíamos rodeados de ignorancia y represión, hablarle de
aquellos deficientes libros de texto que bloquearon nuestra enseñanza, de los amigos de mis
padres que morían fusilados o se exiliaban, de Unamuno, de la censura militar, superponer la
amargura de mis opiniones actuales a las otras sensaciones que esta noche estoy recuperando,
como un olor inesperado que irrumpiera en oleadas. Casi nunca las apreso así, desligadas, en
su puro y libre surgir, más bien las fuerzo a desviarse para que queden enfocadas bajo la luz de
una interpretación posterior, que enmascara el recuerdo. Y nada más fácil que acudir a este
recurso de manipulación, tan habitual se ha vuelto en este tipo de coloquios. Pero este hombre
no se merece respuestas tópicas.
—La verdad es que yo mi infancia y mi adolescencia las recuerdo, a pesar de todo, como una
época muy feliz. El sim ple hecho de comprar un helado de cinco céntimos, de aquellos que
se extendían con un molde plateado entre dos galle tas, era una fiesta. Tal vez porque casi
nunca nos daban dinero. A lo poco que se tenía, se le sacaba mucho sabor. Recuerdo el placer
de chupar el helado despacito, para que durara.
«Pero este hombre no se merece respuestas tópicas», Carmen Martín Gaite corrobora nuevamente su respeto
al lector: tras la inflación en nuestra literatura de la Transición de libros de memorias escritos desde la opinión,
ella no quería incurrir en la rectificación que la ideología adulta imprime sobre quien pretendía contar la
experiencia infantil y juvenil de la guerra y la posguerra. Cuando nuestra autora arguye que la clave de su
memoria de la infancia radica en un sabor y no en una idea actual sobre la posguerra, está formulando la
esencia de lo poético, ya que si las opiniones se superponen sobre las sensaciones acaban por falsear la
experiencia (o su memoria de ella) y por mostrarnos la falsa conciencia de la ideología.
Esta supremacía de las sensaciones desligadas sobre las opiniones posteriores proclama, al mismo tiempo, la
grandeza de la ficción y del mito frente a la miseria de la cronología y de la certidumbre. Además, la Historia,
con su fijeza y falso orden, inmoviliza a ritmo de escondite inglés el dinamismo y la vivacidad de la propia
experiencia. El cuarto de atrás propone, en primer lugar, que nuestra historia se nutre simultáneamente de lo
que se ha vivido, de lo que se ha presenciado, de lo que nos han contado y de lo que hemos leído o soñado, y,
en segundo lugar, que «la memoria construye un relato secreto de nuestra vida que diverge, cuando no se
opone, al relato oficial que tenemos que legalizar. Y este relato secreto es siempre inquietante, subversivo y,
en el único sentido en que puede ser empleado este término, verdadero». En definitiva, parafraseando a Pascal,
la memoria tiene sus razones que la razón ignora. Y esta es la diferencia de El cuarto de atrás, con Entre
visillos y Usos amorosos de la postguerra española. Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás elige otro
camino: la memoria habla cuando se calla la ideología. «La memoria es siempre un hecho individual, exento
en el fondo de cualquier juicio moral, mientras que la vida colectiva, la vida social, es el emplazamiento donde
son exigibles esos juicios».
El fragmento citado alude a la relación turbadora entre las ideas del adulto y los recuerdos del niño, choque
que se ha convertido en un auténtico lugar de encuentro en la obra de los escritores del medio siglo. Este
divorcio entre opinión y sensación, entre interpretación y libre discurrir de los recuerdos se relaciona con dos
motivos básicos de nuestra novela: los vínculos entre la Historia y las historias, y la colisión entre ideología y
experiencia (siempre en la narrativa de Martín Gaite la predominancia estará a favor del segundo binomio).
La alegría inconveniente de las niñas en el hotel de Burgos y el grave disgusto de los adultos —cuando
comprobaron cómo el requisado Pontiac negro había sido destrozado tras servir gloriosamente a la Cruzada—
es un ejemplo magnífico en el capítulo IV de la confluencia señalada entre Historia e historias, entre ideas y
recuerdos. Como lo es también la visión del entierro de Franco en el televisor del bar Perú que la retrotrae, al
margen de consideraciones políticas, a una visión lustral: aquella otra luminosa mañana en la que vio a
Carmencita Franco «con sus calcetines de perlé y sus zapatitos negros, a la salida de la Catedral» en la
Salamanca nacional:
La experiencia acuñada en tiempos de niñez, adonde el adulto acude siempre a hurgar, sin saber
demasiado bien lo que busca, está continuamente rectificada por los elementos imaginarios que
el recuerdo ha añadido al puro devenir de los hechos, que cuando se produjeron no eran nada.
Gabriel Ferrater lo ha dicho con frase muy eficaz: «Entonces no teníamos recuerdos. Éramos
el recuerdo que tenemos ahora. Éramos esta imagen, ídolos de nosotros para la fe sumisa de
después».
Si en Entre visillos, como Bildungsroman8, el contexto social visto in situ será fundamental en la formación
de la muchacha, cuando trata el mismo periodo a mayor distancia el procedimiento cambia: la experiencia
histórica aparece ya como un fondo de recuerdos que tienen casi el mismo valor que los sueños. Por otro lado,
las diferencias fundamentales entre El cuarto de atrás y los Usos amorosos de la postguerra española residen
en una cuestión de dispositio (el orden fortuito de la conversación y de los recuerdos desenhebrados frente a
la agrupación por temas y asuntos) y en la menor o mayor distancia entre el yo narrativo y la historia contada
(esto es, una gradación en el enfoque como resultado de aplicar, en el título de 1987, al material procedente
de su propia memoria un triple criterio histórico, sociológico y lingüístico). Si la novela persigue el ritmo de
los sueños, con migajas de pan y sin miedo a perderse por el bosque, según el modelo propuesto de Pulgarcito,
en el ensayo prosigue el ritmo de la Historia, con piedrecitas blancas, pero estas no logran borrar las huellas
del paso de la autora por esos usos y costumbres provincianos en torno a 1940. Desde la raíz misma de su
proyecto de dar testimonio, tras la muerte de Franco, de su educación sentimental, Carmen Martín Gaite era
perfectamente consciente de que la diferencia en los resultados derivaría de los posibles métodos de narración.
En tal sentido, leemos en El cuarto de atrás y en la «Memoria de solicitud de ayuda dirigida a la Fundación
March para su investigación sobre los Usos amorosos de la postguerra española» (1984):
Posiblemente mis trabajos posteriores [a «El balneario»] de investigación histórica los
considere una traición todavía más grave a la ambigüedad; yo misma, al emprenderlos, notaba
que me estaba desviando, desertaba de los sueños para pactar con la Historia, me esforzaba en
ordenar las cosas, en entenderlas una por una, por miedo a naufragar. [...] Al principio, me pasé
varios meses yendo a la hemeroteca a consultar periódicos, luego comprendí que no era eso,
que lo que yo quería rescatar era algo más inaprensible, eran las miguitas, no las piedrecitas
blancas. Aquel verano releí también muchas novelas rosa, es muy importante el papel que
jugaron las novelas rosa en la formación de las chicas de los años cuarenta. Bueno, y las
canciones, lo de las canciones me parece fundamental.
El trabajo en su primera etapa de prefiguración se me presentó con la novedad del desafío.
Había que dar con un estilo adecuado, a caballo entre lo personal y lo general, entre el libro de
memorias y la crónica desapasionada. La verdad es que casi siempre que la idea de aquel
proyecto me volvía a las mientes, me lo planteaba como un discurso más divagatorio y libre
que el de los Usos amorosos del dieciocho y más cercano a la creación literaria que a la
investigación histórica. Así las cosas, y cuando ya había empezado esporádicamente a consultar
algunos periódicos y revistas de los años cuarenta y cincuenta, pero sin tener todavía una idea
clara de cómo enfocar aquel asunto, se me cruzó la ocurrencia de una novela, El cuarto de atrás,
que en cierta manera se apoderaba de aquel proyecto y lo invalidaba, res catándolo ya
abiertamente para el campo de la literatura.
8 Bildungsroman: Novela de formación o novela de aprendizaje. Subgénero novelístico que sigue la evolución física, psicológica, moral, etc. de un personaje, habitualmente desde la infancia a la madurez.
LAS COPLAS DE CONCHA PIQUER
Con la muerte de Franco se había cerrado un ciclo histórico y Carmen Martín Gaite se propuso indagar, entre
sus recuerdos personales, en las fantasías escapistas, generalmente amorosas, de las mujeres de clase media y
de provincias, que fueron los ámbitos en los que ella vivió y, por tanto, los que mejor conocía. Fantasías que
se nutrieron de películas, canciones y novelas rosa. Especialmente luminosas son sus consideraciones sobre
el poder narrativo de las coplas de Concha Piquer en la inmediata posguerra. Martín Gaite a lo largo de la
novela alude en varias ocasiones a su artículo, publicado en Triunfo en 1972, «Cuarto a espadas sobre las
coplas de postguerra», tan precozmente relacionado con lo que será su posterior incursión en los usos
amorosos de los años cuarenta, y reproduce párrafos enteros en el capítulo cuarto. Este artículo empezó y
terminó siendo una irritada reseña del Cancionero general 1939-1971, recopilado por Manuel Vázquez
Montalbán, precisamente porque ella quería distinguir lo vivo de lo pintado, es decir, dejar clara la diferencia
entre un recuerdo vigente de estas canciones oídas en Radio Salamanca a la hora de la merienda, cuando tenía
trece años (y que se seguía sabiendo de memoria), frente a la moda novísima por lo camp de los años setenta.
Y no le perdona a Vázquez Montalbán los errores y las omisiones en la transcripción de dos de las coplas de
la Piquer: «Romance de la Otra» y «Ojos verdes».
La tesis central de este artículo estriba en cómo las canciones de Conchita Piquer fueron un auténtico revulsivo
en el mundo convaleciente del primer franquismo frente al poder narcótico de tanto bolero que exhortaba a
esperar y a «mecer noviazgos abocados a un matrimonio sin problemas». Estas coplas narraban pasiones
inútiles frente a la propaganda de la espera y recordaban los «escombros de la guerra» contra la retórica de los
años triunfales. A aquellas señoritas sin nombre ni apellidos, apodadas la Lirio, la Petenera, la Zarzamora, la
Parrala, la Otra, la Ruiseñora, se las sentía «más de carne y hueso que a las otras enamorados de boleros» y
de las novelas rosa, o que al modelo de abnegada madre y esposa que propugnaba la Sección Femenina y su
retórica de Isabel la Católica. «Una pasión como aquella nos estaba vedada a las chicas sensatas y decentes de
la nueva España», concluye Martín Gaite, que apunta con lucidez a la paradoja de cómo estas mujeres, «que
no se despedían de un novio a las nueve y media en el portal de su casa», eran tratadas con clemencia, a pesar
de la rigidez y el maniqueísmo de la moral dominante, porque quedaba siempre claro que ellas «tampoco
tenían la culpa de andar por la vida a bandazos ni de sufrir como sufrían; se señalaba, por el contrario, la
injusticia de su situación».
El rescate que Carmen Martín Gaite hace de la España de la inmediata posguerra es sin duda ejemplar porque
incluye las huellas de su propio paso. Si los manuales de Historia nos describen esa España, en la que se forjó
su educación sentimental, con las palabras restricción y autarquía, El cuarto de atrás nos cuenta cómo el
vocablo restricción alude no solo a la cartillas de racionamiento, sino también a todas las conductas y afectos,
especialmente a las relaciones entre hombres y mujeres «donde también constituía una amenaza terrible dar
alas al derroche», tal como leemos en la Introducción a Usos amorosos de la postguerra española, fechada en
Vassar College, en el décimo aniversario de la muerte del general Franco y siete meses después de la
desaparición de su hija, Marta Sánchez Martín (1956-1985). La continuidad de Entre visillos, El cuarto de
atrás, Usos amorosos de la postguerra española y Esperando el provenir es evidente, tanto por la cronología
biográfica que trazan desde la inmediata posguerra provinciana a su encuentro en Madrid con unos «chicos
raros» como por el compromiso con su propia memoria delegada a los hijos de su generación. Carmen Martín
Gaite cae en la cuenta de que estaba obligada a contarles a su hija y a los amigos de su hija ese bloque de
tiempo que presidió su educación sentimental. Nuevamente le tocaba asumir su papel de testigo. Dos artículos
publicados durante el proceso de redacción de la novela nos iluminan sobre El cuarto de atrás, se añaden a
los ya citados y demuestran la capacidad autorreflexiva de su crítica literaria: las relaciones entre lo que Martín
Gaite leía y estaba escribiendo, entre la obra de creación y su pertinaz doble, la crítica:
Cuando un escritor toma conciencia de que el material de su vida ha empezado a convertirse
en historia es raro que no se vea tentado a consolarse de sus pérdidas fundamentales [...]
tratando de rescatar su memoria para legársela a las generaciones más jóvenes. Pero una cosa
es el rescate de la memoria y otra el rescate del tiempo. Difícil rescate, para el que no resulta
suficiente una correcta puntualización de fechas: hace falta una mano maestra para dominar ese
arte —que me atrevo a llamar de magia— de transformar aquel tiempo ya ido que incubó los
recuerdos en tiempo narrativo y hacer coincidir ambos en una ebullición acorde con el temblor
de la mano que pugna por ordenar material tan caótico. Hay que ser un gran narrador para dar
en el libro de memorias algo más que una galería de retratos correctamente dibujados.
El escritor nota que sus «historias», aquellas por las que navegaba con naturalidad, casi
irreflexivamente, como por las aguas de un río cuya naturaleza no intriga demasiado, se han
convertido para alguien —un amigo más joven, los hijos o algún extranjero— en materia de
«historia». Esta toma de conciencia, inquietante aldabonazo que nos anuncia la madurez, puede
acrecentarse —y tomar, sobre todo, un cariz particular— si coincide, en el tiempo, con algún
acontecimiento o cambio político significativo para la historia del propio país. Tal ha sido para
los españoles el hito marcado por la muerte de Franco.
LA LITERATURA COMO TERAPIA.
ESCRIBO PARA MIRAR DE CARA AL MIEDO
Nuestra novela no solo cuenta cómo el cuarto de atrás de su infancia se convirtió en despensa durante la
posguerra, sino también cómo la escasez se convirtió en literatura: «Aprendí a convertir aquella derrota en
literatura». El valor testimonial de El cuarto de atrás se funde con su valor introspectivo. Son numerosas las
afirmaciones sobre el poder terapéutico de la escritura en la historia particular de la mujer que es su autora:
«Vivo rodeada de papeles sueltos tiende he pretendido en vano cazar fantasmas y retener recados importantes,
me agarro al lápiz ya por pura inercia, ¿comprende?, sé que es un vicio estúpido, pero me tranquiliza los
nervios». A lo largo de la narración se defiende la literatura como refugio contra el miedo y el frío, y se
identifica escribir con la posibilidad de sobrevivir inventado, como Robinson Crusoe, en esas islas donde nos
han dejado solos. Esta conexión entre literatura y soledad, en el caso de Martín Gaite, queda magistralmente
analizada por el hombre vestido de negro, que nos descubre de nuevo su función de sagaz lector: «En realidad
solo la conozco por lo que escribe. Lo que pasa es que entiendo de literatura y sé leer entre líneas. Esta noche
pienso que mis lecturas no andaban descaminadas: se ha pasado usted la vida sin salir del refugio, soñando
sola. Y, al final, ya no necesita de nadie».
Carmen Martín Gaite va a hacer una defensa de la soledad activa, de las posibilidades creativas del placer de
saber aislarse. En el fondo El cuarto de atrás es una narración de cómo aprendió a aislarse. De este modo,
cuando nos cuenta la búsqueda de un escondite llamado Cúnigan o literatura, nos tasa inmediatamente su alto
precio: «Este tipo de búsquedas hay que emprenderlas en soledad y corriendo ciertos riesgos; si no me dejaban
sola, era inútil intentarlo». La soledad es también sinónimo de libertad. Recuérdese la dedicatoria estampada
en los Usos amorosos del dieciocho en España: «A Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una
señora», una dedicatoria que se entiende mejor si la ponemos en paralelo con un artículo escrito por las mismas
fechas:
¿Por qué las mujeres tienen tanto, tantísimo miedo, un miedo tan específicamente distinto a la
soledad? ¿Por qué se echan en brazos de lo primero que las exima de buscarse en soledad? O,
dicho con otras palabras, ¿por qué se aguantan tan mal, tan rematadamente mal —y cada día
peor—, a sí mismas?.
Todas estas consideraciones que hemos ido espigando giran alrededor del viejo y renovado mito romántico,
tan exacto como difícil de explicitar, de que lo que perjudica al ser humano beneficia al creador. En el proyecto
narrativo de Carmen Martín Gaite lo importante es contar la historia de lo que se ha perdido, ya que «si no se
perdiera nada la literatura no tendría razón de ser». Pero en este proyecto la melancolía tiene como arma y
aliado: el humor y la ironía. Y narrar nuestro pasado con humor e ironía, más que una traición al tono con que
lo vivimos, es un modo terapéutico de señalar, sin nostalgia, la diferencia entre entonces y ahora, entre quien
ahora escribe y quien fue protagonista de su infancia y adolescencia.
Hay un motivo o una emoción recurrente en El cuarto de atrás en el que no se ha reparado suficientemente:
el miedo. Quizá sea también la palabra más repetida en sus Cuadernos de todo. Los miedos de Carmen Martín
Gaite aparecen, se reparten y matizan tanto en su producción literaria como en lo que conocemos de su
biografía. Su obra y su vida fueron un tira y afloja entre la atracción del abismo y el apearse en la barandilla,
entre fugarse y encastillarse, entre tirarse o dar un paso atrás. Con respecto a la primera, se constata en El
cuarto de atrás el miedo a desafinar, al extravío, al caos, a perder el hilo, a la cursilería, a no atreverse a contar
«esa historia de amor y misterio»; con respecto a la segunda, el miedo a fugarse, a naufragar, al amor y a la
locura se manifiesta en las referencias autobiográficas que esta novela ofrece circunscritas a la provincia y a
unas circunstancias históricas muy concretas («El recelo me llega de muy atrás, de los años del cuarto de atrás,
de los periódicos, de los púlpitos y los confesonarios, del cuchicheo indignado de las señoras que me miran
pasar con mis amigos camino del río, a través de visillos levantados»), aunque también prolongables a toda
su trayectoria vital, como demuestran estas citas sobre el miedo que lo excepcional provoca:
Yo pensaba que también podía ser heroico escaparse por gusto, sin más, por amor a la libertad
y a la alegría [...] y suponía una furtiva tentación imaginar cómo se transformarían, libres del
alcance de las miradas ajenas, las voces, los rostros y los cuerpos de aquellos enamorados
audaces que habían provocado, con su fuga, la condena unánime de toda la sociedad, los
imaginaba en mis sueños y admiraba su valor, aunque no me atrevía a confesárselo a nadie.
Como tampoco me atrevería nunca a fugarme a la luz del sol, lo sabía, me escaparía por los
vericuetos secretos y sombríos de la imaginación, por la espiral de los sueños, por dentro, sin
armar escándalo ni derribar paredes, lo sabía, cada cual ha nacido para una cosa.
¿Por qué me habrá llamado loca?, lo tengo que adivinar, seguro que se equivoca con otra
persona. Pero, por otra parte, me embriaga la sospecha de haber podido merecer esa
calificación, siento sobre la piel, como un estigma, la atribución de esa identidad insospechada,
«fugada, loca»...
De nuevo me he encastillado, ya es otro el loco [Carola], ya me he puesto a salvo yo una vez
más. Lo pienso con satisfacción y mala conciencia, como siempre que, tras haberme asomado
al abismo de la locura, he conseguido vencer el vértigo y dar un paso atrás, para convertirme
en espectador de quienes se ahogan en ese torbellino oscuro; me inclino hacia ellos, los exhorto
a la salvación, tendiéndoles la mano desde mi inaccesible barandilla. Siempre he mantenido
con la locura unas relaciones espúreas, de tira y afloja, de fascinación y cautela, que arrancan
de una escena muy antigua.
Sabemos que en su vida estuvo en muchas ocasiones al borde del precipicio y pienso en dos situaciones muy
distintas: su desafiante relación con Gonzalo Torrente Malvido —tras su separación de Rafael Sánchez
Ferlosio—, y el derrumbe después de la muerte de su hija Marta (recordemos la primera línea del libro de C.
S. Lewis, A Grief Observed, que descubrió en Vassar College mientras redactaba «El otoño en Poughkeepsie»:
«No one ever told me that frief felt so like fear» [Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como
miedo]). Pero en ambas circunstancias consiguió vencer el vértigo, ya sea por la educación recibida, ya sea
porque entendió que su condición de adulto le exigía no perder el miedo, pero sí mirarle a la cara.
Si reparamos en su obra, tengo la convicción de que hay dos rutas en la producción literaria de Carmen Martín
Gaite: la que circula por los raíles concertados y constituye la mayor parte de la obra publicada en vida (salvo
El cuento de nunca acabar), y la escritura desconcertada e inconclusa que ella misma se empeñó en ocultar
por la sensación de estar perdiendo el hilo o por el respeto al lector o por «aquella manía escolar de los
cuadernos de limpio». Me refiero a esa veta desafinada y salvaje que conecta con dos situaciones: los
momentos en que la hablante se queda sin interlocutor y su narración parece venirse abajo o cuando intenta
narrar en puro alud su experiencia subjetiva del tiempo y una narración secuencial le parece una traición al
sentir. Esa «palabra menor» la encontraremos en su Cuadernos de todo (incluido Visión de Nueva York, que
no deja de ser otro de sus cuadernos «esporádicos») y en El libro de la fiebre (especialmente en «Andante»).
Aunque la tensión mantenida entre el orden y el descarrilamiento es perceptible en títulos como la primera
parte de «El balneario» (1954) y en sus cuentos de distintas décadas «Tendrá que volver» (1958), «Variaciones
sobre un tema» (1967), «Retirada» (1975) o «Flores malva» (1988). Esta doble ruta es patente en esta
significativa confesión de «Días esfumados», una reseña de fragmentos de un diario, de Mircea Eliade, que es
toda una declaración de principios:
En sus diarios de madurez es donde el escritor [...] se enfrenta seriamente con la evidencia de
estar perdiendo pie. Sus otros trabajos, más estructurados y atenidos a la disciplina, le defienden
precisamente de este aviso de ruina que se le insinúa mediante el cultivo de la palabra menor.
Pero, por otra parte, se siente tentado de volver una y otra vez a ella, como si fuera consciente
de que la amenaza que supone verle las fauces al dragón del tiempo es un ejercicio que no tiene
derecho a esquivar quien pretenda decir alguna cosa verdadera.
La atracción y el miedo al caos fueron un enfrentamiento constante en su vida u obra. El lado «payo» y
disciplinado de la que fuera señorita universitaria de provincias no renunció al margen «gitano» de la
existencia y de la escritura. Tanto en una como en otra Carmen Martín Gaite estuvo en ocasiones al borde del
precipicio, pero nunca se atrevió a dar el salto al vacío, aunque sí estuvo tentada y se asomó. «Nacho [Álvarez
Vara] me decía que contara ya de una vez sin miedo y definitivamente lo mío, la historia de mi terraza, pero
lo mío ni es puramente mío ni existe como tal», leemos en una anotación fechada un año antes del comienzo
de nuestra novela.
Carmen Martín sí noveló sobre los personajes que vivieron y pasaron por la terraza de Doctor Esquerdo, pero
en clave de ficción; fue la única forma de aproximarse a la extrañeza de «lo mío». Baste leer con atención
Ritmo lento, Retahílas, Fragmentos de interior, Caperucita en Manhattan, «El otoño de Poughkeepsie», La
Reina de las Nieves o los múltiples «momentos» autobiográficos que personalizan su producción ensayística.
Nos dejó además el reto formal de El cuarto de atrás al presentarnos una escritura haciéndose en alta voz, un
relato in fieri, donde la narración cuestiona con insistencia nuestra relación con el pasado, la diferencia entre
lo improvisado y lo organizado, entre lo pensado y lo dicho, entre lo oral y lo escrito: «Pero nunca llegamos
a atrevernos del todo, la mano tiembla insegura con miedo a salirse de los cauces, a desafinar, a irse demasiado
por las ramas de la libertad pura».
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