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Traducción de Leonor Acevedo de Borges (1939).
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5/10/2018 El Oficial Prusiano - D.H. Lawrence - slidepdf.com
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El oficial prusiano
DAVID HERBERT LAWRENCETraducción de
LEONOR ACEVEDO DE BORGES
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Habían andado más de treinta kilómetros, desde elamanecer, bajo el gran sol apenas suavizado aquí y allí por
grupos de árboles, raros momentos de sombra. Por ambos
lados, el valle ancho y llano centelleaba de calor; las manchas
de un verde oscuro del centeno, el joven trigo pálido, las
landas, las praderas y los negros bosques de pinos se
extendían en un melancólico diagrama bajo un cieloresplandeciente. Enfrente aparecían las montañas, de un azul
pálido y muy tranquilas; brillaba la nieve suavemente por
encima del espeso calor. Y hacia las montañas, siempre,
siempre, marchaba el regimiento, en medio de los campos y
de las praderas, entre los flacos árboles frutales que
uniformemente bordeaban la carretera. El centro moreno
reflejaba un hálito sofocante; poco a poco se acercaban las
montañas, precisaban más su perfil. Los pies de los soldados
echaban fuego, goteaba el sudor por su pelo, bajo los cascos,
y en lugar de la quemadura de los morrales, sentían ahora un
frío picante entre los hombros.
El soldado marchaba en silencio, con el rostro alzado hacia
las montañas que se erguían limpiamente sobre el paisaje, en
desfile sus crestas, límites de la tierra y del cielo, valla de
pálidos picos azulados, con derrames de nieve pura.
Ahora podía andar sin apenas sufrir. A la salida, había él
decidido no cojear. Había creído desmayarse a los primeros
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pasos, y durante el primer kilómetro su respiración fue más
angustiosa y gotas de frío sudor habían perlado su frente.
Pero eso había pasado andando. Después de todo, ¿eran algomás que contusiones? Las había mirado al levantarse; unas
profundas magulladuras detrás de los muslos. Desde su
primer paso, a la mañana, le habían dolido, hasta este
momento en que su mal parecía haberse refugiado en un
punto estrecho y ardiente de su pecho. No encontraba aire al
respirar. Pero andaba casi ligeramente.Esta mañana la mano del capitán había temblado sobre la
taza de café: su ordenanza lo veía aún. Y advirtió la fina
silueta del capitán, a caballo, deslizándose hacia la granja, a
la cabeza, airosa figura en su uniforme azul pálido con solapas
escarlata, un centelleo metálico en el casco negro y la funda,
y los oscuros surcos de sudor que descendían por los flancos
sedosos del caballo bayo. El ordenanza se sentía vinculado a
este jinete que acababa de advertir; lo seguía como una
sombra maldita, torturado, mudo. Y el oficial no perdía ni un
instante la conciencia de las pisadas de todos estos hombres
tras él, con su ordenanza entre ellos.
Era el capitán un hombre que frisaba en los cuarenta años,
alto, ya con las sienes grises. Era bien conformado, fino de
movimientos, uno de los mejores jinetes del Oeste. Su
ordenanza, cuando lo friccionaba, admiraba la musculatura
de sus riñones. Por lo demás, no prestaba mucha más
atención al oficial que a sí mismo. Veía raras veces el rostro
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de su amo, no lo miraba. El capitán tenía el pelo de un moreno
rojizo, duro, que él llevaba rapado al cero; también el bigote
lo llevaba muy corto y erizado encima de una gran bocabrutal. Su tez era ruda, flacas sus mejillas. Quizás la mayor
belleza de este rostro se refugiaba en estas arrugas
profundas, en esta frente ceñuda y tensa que le daba el
aspecto de un luchador a vueltas con la vida. Sus rubias cejas
espesas protegían los ojos azul pálido en que parecía brillar
siempre una llama fría.Era un aristócrata prusiano, altanero e imperioso. Pero su
madre era una condesa polaca. Durante su juventud, las
deudas de juego habían arruinado su porvenir en el ejército:
se había quedado en capitán de infantería. Nunca se había
casado, su situación no se lo permitía, y ninguna mujer le
había inclinado a ello. Pasaba su vida a caballo —a veces
montaba uno de sus caballos en las carreras— y en la mesa
de oficiales. De vez en cuando tomaba una querida y después
volvía a empezar la vida acostumbrada, con la expresión aún
más sombría, la mirada más tensa y más dura. De ordinario,
con los hombres era absolutamente impersonal, pero
diabólico cuando se decidía a serlo; de modo que se acababa
por temerle, sin gran aversión: se le aceptaba tal como era.
Para con su ordenanza, al principio, se mostró frío, justo y
completamente neutral; no era quisquilloso. De suerte que su
sirviente nada sabía de él, salvo cómo quería ser obedecido.
Nada más sencillo. Pero poco a poco aquello cambió.
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Era el ordenanza un muchacho de unos veintidós años, de
mediana estatura, bien conformado. Sus miembros eran
pesados y vigorosos, su rostro moreno, con un inocentebigotito negro. Había en él algo cálido y juvenil. Con las cejas
limpiamente trazadas por encima de los ojos, de mirada
sombría, sin profundidad, donde no se vislumbraba ningún
pensamiento, parecía que el mozo sólo por los sentidos
absorbía la vida, que obraba directamente por instinto.
Poco a poco, el oficial se había dado cuenta de estapresencia juvenil, vigorosa, inocente. Le era imposible no
tomar aquello en cuenta, mientras le servía el muchacho. Era
como una llama cálida frente a él, hombre maduro, rígido,
cuajado ya, en quien la vida se había estancado en un
preestablecido automatismo. Él sentía allí una libertad, un
hervor contenido, algo en los ademanes del mozo que le
obligaba a fijarse en él. Y aquello irritaba al prusiano. Le
fastidiaba que un subalterno pudiera hacerle volver a la viva
realidad. Y hubiera podido cambiar fácilmente de ordenanza,
pero no lo hizo.
Ahora casi nunca lo miraba de frente, pero volvía la cara
para evitar el choque de sus ojos. Sin embargo, como el joven
soldado iba y venía tranquilamente por la habitación, lo
miraba, se fijaba en el movimiento de sus hombros juveniles
pero vigorosos bajo la tela azul, la curva de su nuca, y eso lo
irritaba. Ver esta mano campesina, morena y joven y bien
construida, sobre el pan o la botella de vino, provocaba un
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relámpago de odio o de ira en la sangre del hombre. No es
que el mozo fuese torpe o inhábil, era esta instintiva
seguridad de movimientos del joven animal salvaje lo que ledaba rabia.
Un día en que la botella de vino se volcó y sobre la mesa se
había extendido un charco rojo, el oficial había estallado en
juramentos, y sus ojos, como la llama azul, se habían clavado
un segundo en los del mozo confuso. Fue un choque para el
joven soldado. Algo sintió que se hundía profundamente en sualma, en un sitio donde nada había aún penetrado. Aquello le
dejó en pleno desconcierto. Un poco de su serenidad natural
se le había ido, una inquietud había venido a relevarla. Y
desde aquel instante, un sentimiento indefinible se había
instalado entre ambos hombres.
A partir de entonces, el ordenanza tuvo miedo de afrontar a
su amo. Su subconsciente recordaba aquellos ojos de acero
bajo las duras cejas, y temía encontrarlos de nuevo. Ahora su
mirada se deslizaba por encima del hombro de su amo, y lo
evitaba. Esperaba con una impaciencia creciente el fin de los
tres meses de servicio que le quedaban por hacer. Se sentía
molesto en presencia del capitán, y aun más que él deseaba
estar solo, en su neutralidad de subalterno. Hacía más de un
año que estaba bajo sus órdenes, y conocía su servicio. Para
él, el oficial y sus órdenes constituían una fatalidad, como el
sol o la lluvia; le había obedecido naturalmente. Eso no le
concernía personalmente. Pero ahora, si algo particular debía
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existir entre ellos, iba a sentirse como un animal en jaula; no
podría aguantarlo.
Y la irradiación de esta vida joven había penetrado en larígida disciplina del oficial y había profundamente perturbado
la intimidad de aquel hombre. Pero él era un caballero de
largas manos finas y modales refinados. Se negaba
absolutamente a admitir una intrusión de esta especie. Era un
temperamento violento que siempre se había contenido. A
veces había tenido un duelo, o una explosión de cólera antelos soldados. Sabía que estaba siempre al borde de un
estallido, pero se atenía inflexiblemente a la idea del deber.
Mientras, el joven soldado parecía vivir su vida sencilla y
cálida, gastarla naturalmente en sus movimientos, de una
gracia fácil, como los de los animales salvajes en libertad. Y
eso le irritaba cada vez más.
A despecho de sí mismo, el capitán no conseguía
reconquistar de nuevo su indiferencia hacia el muchacho. Y
no podía dejarlo tranquilo.
A pesar de él, lo vigilaba, lo reprendía con un tono hiriente,
no lo dejaba respirar un segundo. A veces, montaba en cólera
contra él, lo tiranizaba. Entonces el otro se replegaba, como si
nada oyese, y con el rostro colorado y melancólico, esperaba
el fin del estallido. Las palabras no llegaban a su entendimien-
to, se hacía impermeable, se ponía fuera del alcance de su
amo. Tenía una cicatriz en el pulgar izquierdo, un profundo
surco que atravesaba la juntura. Desde hacía mucho tiempo,
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ver aquello le resultaba insoportable al oficial, era algo así
como el foco de su malevolencia. La buscaba siempre con los
ojos, fea y profunda en la joven mano curtida. Al fin, no pudocontenerse más. Un día, cuando el ordenanza estaba
recogiendo las migas del mantel, colocó encima un lápiz y
preguntó:
—¿Cómo le ocurrió eso?
El joven se estremeció y contestó, juntando los talones:
—Con un hacha, mi capitán.El oficial esperaba otros detalles que no vinieron; el
ordenanza prosiguió su faena. Se sentía dominado por una
rabia fría. Su servidor lo evitaba. Al día siguiente apeló a toda
su energía para no mirar la cicatriz. Hubiera querido saltar
encima y una llama ardiente recorrió sus venas.
Sabía que su ordenanza en breve quedaría libre, y feliz en
serlo. Hasta ahora le había huido. El capitán entró en un
período de furiosa irritación. No descansaba, en ausencia del
soldado, y tan pronto como él estaba allí, lo consideraba como
una rencorosa angustia. Odiaba estas finas cejas negras,
sobre los ojos oscuros, sin expresión; sentía rabia frente a la
libertad, a la flexibilidad de aquellos movimientos, que
ninguna disciplina militar había podido envarar. Era cada vez
más áspero, lo atormentaba cruelmente, con palabras
despectivas y burlonas. Aunque, por ello, el joven no hacía
más que encerrarse en su mudez inexpresiva.
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—¿En qué establo se ha criado, que no sabe mirar de
frente? Míreme a los ojos cuando le hablo.
Y el soldado volvía sus ojos oscuros hacia el rostro del otro,pero no había en ellos mirada, sino cierto reflejo poco menos
que inasible: advertía el azul de los ojos de su amo, y nada
más. El otro palideció y sus pestañas rojizas parpadearon. Dio
sus órdenes, secamente.
Un día arrojó un pesado guante de uniforme a la cara del
joven soldado. Entonces tuvo la alegría de ver encenderse enlos ojos negros una llama, como cuando se echa paja al
fuego. Y se había reído con un pequeño temblor y un
despectivo aleteo de la nariz.
En fin, ya no quedaban más que dos meses. El muchacho
trataba, instintivamente, de mantenerse a distancia. Se
esforzaba por servir a su amo como una fuerza abstracta, no
como un hombre. Su único propósito era evitar toda relación
personal, aun la creada por un odio establecido. Pero, a pesar
suyo, el odio crecía, en respuesta al otro odio. Sin embargo, lo
mantenía aparte. Cuando abandonase el ejército podría
mirarlo de frente. Era de una naturaleza muy vivaz y tenía
muchos amigos. Se maravillaba de verlos a todos tan cabales.
Pero sin saberlo, estaba solo, y lo estaba cada vez más. Esto
continuaría así hasta el fin. Pero el furor del oficial parecía
llegar a la locura, y el mozo sentía un miedo horrible.
Tenía una novia, una ruda muchacha de las montañas. Se
paseaban uno junto al otro, lentamente. Deseaba su
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presencia, no para hablar, sino para llevarla del brazo, para el
contacto físico. Eso lo reconfortaba y le ayudaba a olvidar al
capitán, el tenerla así apretada contra su pecho. Y ella lepertenecía, sin palabras. Se amaban. El capitán se dio cuenta
de ello y se volvió loco de rabia. Prohibió al joven salir de
noche, y gozaba viendo la sombría expresión de su cara. A
veces sus ojos se encontraban, unos oscuros y melancólicos,
obstinadamente vacíos; otros, desbordando de continuo
desprecio.El oficial se empeñaba en no reconocer lo obstinado de su
pasión. No quería ver tal sentimiento hacia su subordinado,
sino la actitud de un hombre exasperado por la estupidez de
su sirviente. Justificado así ante sus propios ojos, dejaba
desarrollarse los sucesos. Sin embargo, estaba ya en el
remate de su excitación nerviosa. Al fin le arrojó a la cara una
hebilla del cinturón. Cuando vio al mozo dar un paso atrás,
con lágrimas en los ojos y sangre en la boca, sintió un
profundo estremecimiento de placer mezclado de vergüenza.
Pero eso—pensó para excusarse a sí mismo— era una cosa
que nunca hizo hasta ahora. El individuo era demasiado
irritante. Sus nervios iban a estallar.
Se marchó unos días con una mujer.
Fue una farsa de placer. Ni siquiera la deseaba. Pero
continuó ausente el tiempo de su permiso. Volvió de él con
una agonía de cólera y de dolor. Montó a caballo toda la tarde,
luego volvió directamente a cenar. Su ordenanza había
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salido. El oficial se sentó, con sus largas manos finas estiradas
sobre la mesa, perfectamente inmóvil, pero su sangre parecía
roer sus venas. Al fin, el ordenanza entró. El oficial observó lasilueta fina y robusta, las finas cejas, el espeso pelo negro. En
una semana había vuelto a encontrar su primitivo porte. Las
manos del oficial se crisparon y sintieron una salvaje
quemadura. El muchacho se mantenía en guardia, inmóvil,
hermético. La comida comenzó en silencio. Pero el ordenanza
parecía querer apresurarse: rozaba ligeramente la vajilla.—¿Tanta prisa tiene usted? — preguntó el oficial, espiando
el rostro consternado del mozo, que no contestó.
—¿Quiere usted contestarme? — dijo el capitán.
—Sí, mi capitán—contestó, de pie, tras una pila de pesados
platos militares.
El capitán esperó, lo miró, y preguntó de nuevo:
—¿Tanta prisa tiene usted?
—Sí, mí capitán — fue la contestación, que lo atravesó como
una descarga eléctrica.
—¿Por qué?
—Debía salir, mi capitán.
—Lo necesito a usted esta noche.
Hubo entonces un momento de vacilación. El oficial
continuaba extrañamente rígido.
—Bien, mi capitán— contestó el hombre desde el fondo de su
pecho.
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—También lo necesitaré mañana a la noche. En suma, puede
usted ir pensando en no tener libres sus noches, a menos que
yo le dé permiso.Bajo el juvenil bigote, los labios quedaban cerrados.
—Sí, mi capitán — dijo el ordenanza, abriendo un instante la
boca.
Se volvió hacia la puerta.
—¿Y por qué lleva usted ese trozo de lápiz en la oreja?
El ordenanza vaciló; después siguió su camino sin contestar.Una vez fuera, colocó los platos en un montón, se quitó el
trozo de lápiz de la oreja y se lo metió en el bolsillo. Había
copiado unos versos para el santo de su novia. Volvió a servir.
Los ojos del oficial brillaban, tenía una sonrisita alerta.
—¿A qué fin ese trozo de lápiz en la oreja? — preguntó.
El ordenanza recogió toda la vajilla. Su amo estaba cerca de
la gran estufa verde, con la sonrisita en los labios, y la barbilla
hacia adelante. Cuando el joven lo vio, su sangre comenzó de
repente a arder. Ya no veía. En lugar de contestar, giró como
deslumbrado hacia la puerta. Al salir para dejar su carga, un
puntapié lo arrojó de bruces contra el suelo. Los platos
rodaron en cascada por la escalera. Se asió fuertemente a la
barandilla; pero, cuando iba a levantarse, recibió nuevos
puntapiés, tan formidables, que tuvo que agarrarse largo
tiempo, embotado por el dolor. Su amo había vuelto en
seguida a la habitación y había cerrado la puerta. Abajo, la
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cocinera contemplaba riendo el desastre de la vajilla por la
escalera.
El corazón del oficial parecía romperse. Se sirvió un vaso devino, derramando la mitad por el suelo, y se engulló el resto,
apoyado en la fresca estufa verde. Oyó al hombre recoger los
platos en la escalera. Pálido, como asfixiado, esperó. El
ordenanza entró. Sintió una onda de placer al verlo tropezar,
estúpido, dolorido.
—Schöner — dijo.El soldado tardó un poco más de tiempo en salir de su
embotamiento.
—Sí, mi capitán.
El muchacho se mantenía delante de él, con su bigotito
patético y sus finas cejas muy negras en su frente de oscuro
mármol.
—Le hice una pregunta.
—Sí, mi capitán.
La voz del capitán mordía como un ácido.
—¿Por qué llevaba usted un lápiz en la oreja?
Una vez más la sangre del mozo devino ardiente y su
respiración se detuvo. Con ojos sombríos, cansados, como
fascinados, miró al oficial. Se hubiese dicho que había allí
echado raíces, inconsciente. Volvió a los ojos del capitán la
fría sonrisa y su pie se alzó.
—Yo... Yo lo había olvidado, mi capitán — jadeó el soldado,
clavados sus ojos negros en la llama bailarina de los del otro.
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—¿Qué hacía ese lápiz ahí?
El pecho del joven se infló, esforzándose a cada palabra.
—
Estaba escribiendo.—¿Escribiendo qué?
De nuevo el soldado le miró de arriba abajo. El oficial oyó
aquel jadeo. Volvió la sonrisa a sus ojos azules. El asistente
removió su seca garganta, sin poder hablar. De repente, la
sonrisa iluminó plenamente el rostro del oficial y un puntapié
vino pesadamente a caer en el muslo del mozo. Dio un pasode costado. Su cara pareció como muerta; oscuras, fijas las
pupilas.
—Bien, ¿y qué? — dijo el oficial.
La boca del ordenanza estaba seca, y dentro, su lengua
frotaba como sobre papel de lija. Tragaba saliva. El oficial
levantó el pie. El mozo quedó rígido.
—Una poesía, mi capitán — emitió la voz ronca, desconocida.
—¿Una poesía? ¿Qué poesía? — preguntó el capitán, con una
sonrisa de loco.
Otra vez la misma fatiga en la garganta. El corazón del
capitán se hizo súbitamente de plomo, se sentía cansado,
molesto.
—Para mi novia, mi capitán — oyó decir en un tono sin
timbre, inhumano.
—¡Ah! —dijo, volviéndose—. Quite la mesa.
"¡Clic!" en la garganta del soldado; otra vez "¡clic!" Y, por
fin, apenas articulados:
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—Sí, mi capitán.
El muchacho se fue pesadamente, diez años más viejo.
El oficial, ya solo, se envaró, para ahuyentar elpensamiento. Su instinto le advertía el peligro de pensar. El
triunfo intenso de su pasión se alzaba potente dentro de él.
Luego una reacción, una espantosa grieta, una tortura
antagonista. Se quedó allí, sin moverse, durante una hora,
preso en un caos de sensaciones, pero rígido, en su decisión
de mantener vacía su mente, de impedir a su razónapoderarse de nada. Se quedó allí hasta dejar pasar lo peor
de la crisis; entonces se puso a beber, hasta caer como una
masa. Al despertar, por la mañana, se sintió removido en lo
más hondo de sí mismo. Pero había rechazado la imagen de
cuanto había hecho. Había impedido a su razón el admitirlo, y
su conciencia no tenía ya nada que hacer con eso. Se sentía
debilitado, cansado como después de una orgía, pero la cosa
estaba arreglada, ya no había por qué volver a ello. Consiguió
rechazar todo recuerdo de embriaguez de su cólera. Y cuando
entró el ordenanza trayendo el café con leche, volvió a
encontrar muy natural su actitud de la mañana anterior.
Suprimía el acontecimiento de la víspera, negaba que jamás
hubiese ocurrido, llegaba a persuadirse de ello. Era imposible
que hubiese hecho, él, una cosa semejante. En todo caso, era
la culpa de este sirviente obstinado, mal espíritu.
El ordenanza había pasado toda la noche en pleno estupor.
Estaba sediento y bebió cerveza, aunque poca, pues el
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alcohol le devolvería el sentimiento de la realidad, y no podría
soportarlo. Estaba embrutecido, como privado de las nueve
décimas partes de sus facultades ordinarias. Se arrastrabacomo un enfermo. El pensamiento de los puntapiés le hacía
desfallecer, y al recuerdo de su espanto en la habitación,
después, cuando aquello había empezado otra vez, el corazón
le fallaba y jadeaba, recordando el último que entonces había
recibido. Había sido forzado a contestar: "Para mi novia".
Estaba demasiado aterrado para llorar. Su mandíbula colgabaun poco, como la de un idiota. Se sentía vacío, desposeído,
Realizó penosamente su faena, torpe, lento, agarrando a
tientas los cepillos, dejándose caer de vez en cuando en una
silla, sin encontrar ya fuerzas para de nuevo levantarse. Sus
miembros, su mandíbula estaban blandos, flojos. Estaba muy
cansado: al fin se fue a acostar, y cayó inerte, en un estado de
embotamiento más bien que de sueño; en una sima de
estupor atravesada por fulgurantes congojas.
A la mañana siguiente, las maniobras. Pero, antes que
llamase la corneta, se despertó. Dolorido el pecho, seca su
garganta, con la horrible sensación de persistente angustia,
abrió de un golpe los ojos. Ya antes de pensar, sabía lo que
había ocurrido. Y sabía que había amanecido un nuevo día, en
que le aguardaban nuevas penas. El último jirón de oscuridad
abandonaba la habitación. Era preciso mover este cuerpo
inerte, recomenzar el trabajo. Tan joven, tan poco
acostumbrado a sufrir, permanecía estupefacto. Sólo hubiera
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deseado una continuación de la noche para poder quedarse
así tumbado, al abrigo de la oscuridad. Y nada podía impedirle
aquel día levantarse, nada le eximiría de ensillar el caballo delcapitán, de hacer su café. Era aquello inevitable y, sin
embargo, todo le parecía imposible. Pero no lo dejarían libre.
Había que levantarse y traer el café con leche. Se sentía
demasiado aturdido para saber cómo. Pero sabía que era
ineludible, por mucho tiempo que durase su torpeza. Al fin,
con esfuerzos infinitos, pues parecía una masa inerte, logrólevantarse. Pero cada uno de sus movimientos era arrancado
a fuerza de voluntad. Se sentía perdido, ciego, abandonado.
Se agarraba fuertemente a la cama cuando era el dolor
demasiado agudo. Al mirar sus muslos, vio los cardenales
más oscuros en su piel morena, presintiendo que si los tocase
con la punta del dedo, se desmayaría. Pero no quería
desmayarse: nadie lo debía saber. Nunca. Quedaría entre él y
el capitán. Sólo quedaban en el universo dos: el capitán y él.
Lentamente, con precaución, se vistió e hizo esfuerzos por
andar. Todo alrededor de él era oscuro, menos lo que caía
debajo de sus manos. Al fin consiguió hacer su tarea. El dolor
le devolvía el sentimiento de la realidad. Pero lo peor quedaba
por hacer. Cogió la bandeja y entró en la habitación del
capitán. El oficial estaba sentado a la mesa, pálido, absorto.
El ordenanza, al saludar, se sintió privado de existencia a sus
ojos. Quedó inmóvil un instante, sometido a esta anulación de
su presencia; luego se repuso, recogió sus fuerzas, y fue el
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capitán el que entonces quedó vacilante, inconsistente y el
corazón del joven soldado latía con fuerza, se enzarzó a la
idea de que el capitán no existía, de que él ya podía vivir.Pero, cuando vio la mano de su amo estremecerse al tomar su
café, todo se derrumbó. Y salió, con la sensación de que iba a
caer hecho pedazos. Cuando el capitán estuvo a caballo,
dando sus órdenes, él, de pie con el fusil y el morral, enfermo
de sufrimiento, sintió deseos de cerrar los ojos, de no ver ya
nada. Sólo después de la larga agonía de las horas de marcha,ya la garganta reseca, fue cuando le invadió este solo
pensamiento, una idea fija, salvarse a sí mismo.
II
Se llegó a acostumbrar aun a esta sequedad de boca. Los
picos nevados brillaban aquí y allá en el cielo, el torrente
verde y plateado estallaba en espumas sobre las orillas
claras, de modo casi sobrenatural. Pero él se volvía loco de
fiebre y de sed. Se fatigaba sin una queja. No quería hablar a
nadie. Había dos gaviotas sobre la ría, copos de nieve y de
agua. El olor de los prados verdes bajo el sol subía como un
malestar. Y la caminata seguía, monótona, tal una pesadilla.
En una granja vecina, baja, extendida junto a la carretera,
había dispuestas cubas de agua. Los soldados se abalanzaren
alrededor, para beber. Se habían quitado los cascos y sus
cabezas mojadas humeaban. El capitán los vigilaba desde su
caballo. Quería ver a su ordenanza. Su casco proyectaba una
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sombra negra en sus ojos claros y agudos; pero su bigote, su
boca y su barbilla se perfilaban al sol. El ordenanza estaba
obligado a continuar bajo la mirada del jinete. No era nimiedo, ni sumisión. Era como si le hubieran eliminado sus
órganos; su cuerpo era una concha vacía. Se sentía
disminuido, reducido a una sombra reptando bajo el sol. Y
muerto de sed como estaba, no podía tragar una gota de
agua, en presencia del capitán. Ni siquiera se quitaba el casco
para secar su cabeza mojada. Sólo quería permanecer en susnieblas, no recuperar su conciencia. Se sobresaltó, al ver
cómo los talones del capitán espoleaban su caballo, que
arrancó al galope, y él pudo recaer en su embotamiento.
Sin embargo, nada podía devolverle su puesto en la cálida
mañana de verano. Se sentía como vacío en medio de las
cosas. Y el capitán cabalgaba, cada vez más altanero. Un
caliente estremecimiento recorrió el cuerpo del joven. El
capitán estaba lleno de vida y de orgullo; él estaba hueco
como una sombra. De nuevo, el calofrío lo deslumbró. Pero su
corazón recomenzó a latir más firme.
La compañía trepó a la colina, dejando el camino real para
la vuelta. Abajo, entre los árboles, tocaban las campanas. Vio
los segadores, los pies desnudos sobre la hierba espesa,
abandonar su trabajo, y bajar al pueble, colgadas las hoces
de los hombros, con sus anchos espolones brillantes
recurvados detrás. Parecían personajes de ensueño. Él no
tenía con ellos ninguna relación. Él vivía como en una
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pesadilla, en medio de objetos que gozaban, todos, de una
forma, de una realidad; él era ya apenas una pura facultad de
observación, un nada capaz de percepción y pensamiento.Los soldados subían en silencio por la pendiente soleada.
Poco a poco, su cabeza comenzó a dar vueltas, lentamente,
con regularidad. Había momentos de oscuridad, como si todo
lo viese a través de un cristal ahumado, en sombras ligeras e
irreales. La marcha le daba dolor de cabeza.
El aire estaba de sobra perfumado, no se podía respirar.Toda esta verdura jugosa exhalaba su savia hasta saturar el
aire de fatigosos perfumes. Allí estaba el perfume de los
tréboles, pura miel; luego un débil hálito, un poco acre
—pasaban por cerca de los sauces—; después un extraño
ruido, como un chapoteo, y un horrible olor sofocante: se
cruzaban con un rebaño de corderos conducidos por un zagal
de blusa negra, con su palo. ¿Por qué los corderos se
apretaban unos contra otros, bajo este horrible sol? Sabía que
el zagal no lo veía y, sin embargo, él veía al zagal.
Al fin hicieren alto. Los soldados pusieron sus fusiles en
haces; esparcieron sus morrales alrededor; instalándose por
grupos sobre un montecillo, en lo alto de la colina, se pusieron
a charlar. Humeaban de calor, pero estaban alegres y
animados. Él permanecía inmóvil, mirando las montañas que
se alzaban por encima de la campiña, a veinte kilómetros a lo
lejos. Había como un pliegue azul en la cadena, al pie del cual
se veía brotar el lecho del río, ancho y pálido, en relámpagos
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verdes y plateados entre las orillas de un gris rosado, entre
los pinos sombríos. Se extendía hasta allá, muy lejos, este río
y, sin embargo, llegaba hasta debajo de esta colina. Había allí una balsa que flotaba, a una milla. Era un curioso país. Más
cerca, una granja baja, de tejados rojos, con sus paredes
blancas y los agujeritos cuadrados de las ventanas, se
acurrucaba entre el follaje de las hayas a la orilla del bosque.
Había largas fajas de trébol, de centeno y de trigo de un verde
suave. Y a sus pies, bajo el montecillo, un sombrío pantano,donde unas flores en bola se erguían sobre sus finos tallos.
Habían estallado algunas burbujas de oro, y uno de los jirones
permanecía colgado en el aire. Él creyó que iba a dormirse.
De repente, algo irrumpió en este lienzo coloreado. El
capitán, una muy pequeña silueta roja y azul, que trotaba
uniformemente por la cresta de la colina, entre los campos de
trigo. Llegaba el hombre de los signos en los brazos. El jinete
avanzaba, orgulloso, seguro, pequeño objeto brillante donde
se concentraba teda la luz de la mañana, que en cualquier
otra parte no sería más que un frágil reflejo transparente.
Pasivo, apático, el muchacho miraba. Pero como el caballo
retardaba el paso por la última pendiente del sendero, un
gran escalofrío recorrió su cuerpo y su alma. Esperaba. Tenía
la cabeza echada hacia atrás por un peso de fuego. No sentía
ni el hambre ni la sed. Sus manos temblaban ligeramente.
Durante este tiempo el jinete se acercaba majestuosamente,
con lentitud. La tensión aumentó en el alma del mozo. Y
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viendo al capitán afirmarse en la silla, fue de nuevo
atravesado por la llama.
El capitán contemplaba las manchas azules y rojas, y lascabezas más oscuras, agrupadas en la pendiente de la colina.
Aquello le encantaba. Le gustaba mandar. Se sentía
orgulloso. Su ordenanza estaba entre todos esos hombres, en
la dependencia común. Se alzó sobre sus estribos para ver
mejor. El joven soldado volvía la cabeza, el rostro opaco. El
capitán se repuso en la silla. Su hermoso caballo de finaspatas, moreno como un fruto de haya, escaló gallardamente
la colina. El capitán atravesó la atmósfera de la compañía, la
cálida emanación humana, de sudor, de cuero que él conocía
bien. Después de cambiar algunas palabras con el teniente,
se fue un poco más arriba, y se detuvo, potente figura, cuyo
caballo se abanicaba con la cola los flancos manchados de
sudor, mientras el jinete contemplaba a sus hombres, a su
ordenanza, un número en esta muchedumbre.
El corazón del soldado era como fuego dentro de su pecho,
y respiraba difícilmente. El oficial vio al pie de la colina a tres
jóvenes soldados con cubos de agua, que tropezaban a través
de los surcos bañados de sudor. La mesa había sido puesta
bajo un árbol y el delgado teniente se afanaba. Entonces, el
capitán se obligó a un acto de valor. Llamó a su ordenanza.
La llama saltó en la garganta del soldado, cuando oyó la
llamada, y se levantó, cegado, sofocado. Saludó y esperó en
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la pendiente, hacia abajo, sin levantar la cabeza. Hubo un
trémolo en la voz del capitán, cuando dio sus órdenes:
—
Vaya usted a la posada y traiga—
¡Y pronto!—
añadió.A esta última palabra, el corazón del asistente brincó y
sintió que una fuerza se apoderaba de su cuerpo. Pero
girando sobre los talones, maquinal- mente sumiso, bajó de
la colina. Corría pesadamente: con su pantalón ahuecado por
encima de las botas, se parecía a un oso. El oficial no quitó de
él los ojos durante el descenso.Pero sólo era la corteza de él quien obedecía así,
mecánicamente. Muy en el fondo, se había formado un núcleo
donde se concentraba, se endurecía toda su juvenil energía.
Ejecutó las órdenes y volvió a subir la colina, penosamente,
pero sin retrasarse. Al andar, sentía un dolor en la cabeza,
que le obligaba a hacer gestos inconscientemente. . Pero muy
en el centro de su pecho, estaba él, él mismo, bien atado, que
no se dejaría hacer trizas.
El capitán había entrado en el bosque. El ordenanza
atravesó el potente y cálido olor de la compañía. Había en él
una extraña reserva de vigor. El capitán iba siendo menos
real que el ordenanza. Se acercaba por la orilla verde del
bosque. Allá en el claroscuro, vio el caballo, bajo la sombra
movediza de las hojas que bailaban sobre su cuerpo moreno.
Era un claro donde los árboles habían sido recientemente
cortados. Allí, en la sombra verde y dorada, a la orilla del
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círculo luminoso, dos siluetas azules y rosas; el rosa se
destacaba claramente. El capitán hablaba a su teniente.
El ordenanza se detuvo al borde del claro, donde grandestroncos pelados de árbol relucían, tumbados como cuerpos
desnudos y curtidos. Alfombraban el suelo virutas como
esquirlas de luz, entre los troncos abatidos, semejantes
todos, con sus muñones vivos. En el fondo, un haya, de follaje
bañado de sol.
—Luego iré a ver más allá — dijo la voz del capitán.El teniente saludó y se marchó a grandes pasos. El
ordenanza se le acercó más, y el ardiente relámpago le
atravesó el vientre. El capitán vio tambalearse la forma
robusta del joven soldado, y su sangre comenzó también a
arder. Ahora iban a estar los dos solos. Se sintió reblandecido
un poco a la vista de estos fuertes hombros en bóveda. El
ordenanza se curvó, con el pie sobre uno de los fustes mutila-
dos. El capitán miró las manos tendidas, relucientes, rojas de
sol. Hubiera querido hablar al joven soldado y no podía. Éste
apoyó una botella en su muslo, hizo saltar el tapón y vertió la
cerveza en el vaso. Siempre con la cabeza baja. El capitán
tomó el vaso.
—¡Calor! — dijo, casi amablemente.
La llama brotó del corazón del ordenanza, ahogándole casi.
—Sí, mi capitán — contestó entre sus dientes apretados.
Oyó el ruido que hacía el otro al beber, y apretó los puños,
porque una fuerza dolorosa le ganaba las muñecas. Luego, un
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débil chasquido de la tapadera, que volvía a cerrarse sobre el
vaso. Levantó los ojos; el capitán lo miraba. Pronto se fijó en
un punto lejano. Sentía la nerviosidad del oficial. El pan quecortaba se le cayó. El oficial se comió el otro pedazo. Los dos
hombres permanecían inmóviles, tensos; el amo, masticando
penosamente su pan; el servidor, volviendo la cabeza,
apretados los puños.
Entonces, el muchacho se sobresaltó. El oficial había abierto
de nuevo la tapadera de su vaso. El ordenanza se fijaba, comofascinado, en la tapadera y en la mano blanca que sujetaba el
mango. La mano y el vaso se alzaron. No los perdía de vista.
Vio la sólida garganta flaca del otro hombre removerse de
arriba abajo mientras bebía y el movimiento de la fuerte
mandíbula. Y el instinto que le trabajaba las muñecas quedó
suelto de repente. Saltó, de un brinco, destrozado por una
potente llama.
La espuela del oficial se había enganchado en una raíz; cayó
hacia atrás, con un crujido, el vaso volcado en la hierba, el
centro de la espalda golpeando duramente en el ángulo de un
tronco. Y, en un segundo, el ordenanza, con una expresión
seria, y atenta, mordiéndose el labio inferior, había colocado
su rodilla sobre el pecho del oficial y, apoyando sobre la
barbilla —la cabeza reposaba atrás sobre un ángulo cortante
del tronco derribado—, apretaba con todo su corazón,
transportado de un inmenso alivio, con una voluptuosidad de
liberación, al sentir flojas sus muñecas. Y con la base de sus
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palmas empujaba hasta no poder más la barbilla. Era
agradable sujetar con sus manos esta fuerte mandíbula, en la
cual la barba pinchaba un poco. Sin un momento derespiración, y con toda la fuerza de su sangre hirviendo en el
ataque, siguió empujando la cabeza hacia atrás, hasta que
algo se aplastó con un pequeño crujido. Entonces sintió su
cabeza desvanecerse en humo. Sacudían el cuerpo del oficial
potentes convulsiones, que le llenaban de horror y de temor.
Sin embargo, era agradable frenarlas, era dulce apoyartodavía sus manos en la barbilla, sentir el pecho del otro
ceder bajo el peso de sus jóvenes rodillas vigorosas, sacudido
él también de los pies a la cabeza per los espasmos violentos
del cuerpo tendido que apretaba.
Ahora el otro había cesado de moverse. Le veía el interior
de la nariz, apenas los ojos. La boca se henchía
extrañamente, en estos gruesos labios; el bigote se erizaba.
Se estremeció al ver la nariz llenarse lentamente de sangre.
Lo rojo desbordó, se detuvo, volvió a correr en delgado arroyo
a lo largo del rostro boca arriba, hasta los ojos. Fue una
impresión desagradable, casi penosa.
Se levantó lentamente. Sufrió el cuerpo una última
contracción y se quedó allí, inerte. Lo miraba en silencio. Era
lástima que aquello hubiese sido derribado. Tal como era,
representaba algo más de lo que le había brutalizado y
atormentado. Los ojos le daban miedo: eran ahora
espantosos, con sólo visible lo blanco, donde se iba
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derramando la sangre. El rostro del ordenanza se contrajo de
horror al ver aquello. Al fin, estaba hecho. Quedaba
satisfecho su corazón. Había odiado esa cara. Ya estabaapagada. Sentía en su alma una profunda liberación. Pero no
podía soportar ya la vista de este largo cuerpo de uniforme,
todo dislocado, sobre el tronco del árbol, con sus delgados
dedos crispados. Había que esconderlo en alguna parte. Lo
asió vivamente y lo arrastró bajo los grandes troncos
derribados, que descansaban en cada extremidad de suhermosa estatura lisa sobre unos leños amontonados. Era
horrible la cara ensangrentada. La recubrió con el casco.
Luego dispuso los miembros muy rectos y decorosos, y quitó
cuidadosamente las hojas muertas de sobre la tela fina. Así
descansaba completamente tranquilo, en la sombra. Recorría
su pecho una fajita del sol que partía de un agujero entre los
leños. El ordenanza permaneció sentado cerca durante
algunos minutos. También su propia existencia acababa de
terminar allí.
Entonces, a través de su atontamiento, oyó cómo la recia
voz del teniente explicaba a los hombres acampados fuera del
bosque que debían considerar el puente como ocupado,
abajo, por el enemigo. Debían ponerse en marcha y atacar de
tal y tal manera. Al teniente le faltaba por completo la
elocuencia. El ordenanza que escuchaba, por costumbre,
comprendía mal y cuando el teniente recomenzó su discurso,
cesó de atender.
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Había que marcharse, lo sabía. Se levantó. Le sorprendió
ver brillar las hojas bajo el sol, y las virutas de madera
centellear muy blancas en el suelo. Para él había cambiado elmundo. Pero, por lo demás, no, todo parecía igual. Sólo él
estaba ausente de este universo. Y ya no pedía volver a él.
Hubiese sido preciso preocuparse de nuevo del vaso y de la
botella, pero él no podía. Quedaba todo eso abandonado. El
teniente proseguía sus roncas explicaciones. Había que
marcharse, de otro modo lo vendrían a buscar. Y no podría yasoportar a nadie.
Con las manos en pantalla sobre las cejas, trató de ver
dónde estaba. Luego se volvió. Vio el caballo en la senda. Se
fué hasta él y montó. Sintió un dolor al quedar fijo en la silla.
A pesar de todo, la preocupación de sostenerse lo ocupó
mientras marchaba a galope corto a través del bosque. Todo
aquello le hubiera parecido igual, pero él no podía
desembarazarse de la impresión de estar separado de todo.
El sendero salía del bosque. Se detuvo en la linde. En el ancho
valle soleado, los soldados se removían como un enjambre.
Un hombre que estaba rastrillando en un campo gritaba para
hacer dar la vuelta a sus bueyes. La aldea y la iglesia con su
torre blanca eran muy pequeñas en la luz. Y él no pertenecía
ya a todo eso. Se quedaba allí, del otro lado, como sumergido
en la noche. Había abandonado la vida de todos los días por lo
desconocido, y no podía volverse atrás, ni siquiera lo
deseaba.
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Dando la espalda al valle luminoso, se internó en el bosque.
Los fustes de los árboles permanecían inmóviles, grises
personajes, que no hacían caso de él. Una cierva, a rayas desombra y de luz, atravesó la oscuridad de la espesura
salpicada de manchas de sol. Brillaban en el follaje
desgarrones verdes. Luego venían bosques de pinos,
sombríos y frescos. Ya no podía con el dolor; aquello le latía
en la cabeza, intolerablemente. Nunca en su vida había
estado enfermo; se sentía perdido, en absoluto azorado. Alquerer bajar del caballo, se cayó, atolondrado por el dolor y el
vértigo. El caballo pataleaba inquieto. Sacudió sus bridas y lo
dejó irse al trote. Fue su última relación con las cosas de este
mundo. Tropezando entre los árboles, llegó a un rincón
tranquilo, una ladera pintada de pinos y de hayas. Tan pronto
como se tumbó y cerró los ojos, su espíritu comenzó a delirar.
Una gran pulsación de fiebre resonaba en él como la
palpitación de la tierra entera. Ardía con un calor seco. Pero
estaba demasiado absorto para darse cuenta de ello,
arrancado a sí mismo por el desarrollo incoherente del delirio.
III
Se despertó con un sobresalto. Su boca estaba seca y dura,
su corazón latía pesadamente. ¿Dónde estaba? ¿En el campo?
¿En la casa? Algo estaba dando golpes. Con un esfuerzo miró
alrededor de él: los árboles, los tapices de verdura, y
redondeles de sol, rojizos, que brillaban en el suelo. Ya no
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sabía quién era él, ya no creía en lo que veía. Algo
martilleaba. Luchó un instante para recuperar la conciencia,
luego volvió a caer. De nuevo hizo un esfuerzo y poco a pocoreconoció cuanto le rodeaba. Se acordó, y le traspasó un gran
miedo angustioso. Alguien martilleaba. Por encima de él vio
las pesadas ramas negras, desgarradas, de un pino. Luego
todo se quedó oscuro. Sin embargo, no creía haber cerrado
los ojos. No, estaban abiertos. Una vez más la luz emergió
lentamente de las tinieblas. Y alguien martilleaba. En unrelámpago vio el rostro del capitán que odiaba, mancillado de
sangre. Y se quedó petrificado de horror. Con todo, muy en el
fondo de él, pensaba que el capitán debía haber muerto. Pero
el delirio volvió a tomar posesión de él. Alguien martilleaba.
Se quedó completamente inmóvil, como muerto, de terror. Y
perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, le sobresaltó ver algo que se
movía a lo largo de un árbol. Era un pajarito que silbaba por
encima de su cabeza. Tap, tap, el vivo animalejo golpeaba
con el pico en el árbol, su cabeza parecía un redondo martillo.
Lo seguía con los ojos, lleno de interés, en su carrera
reptante, cortada por bruscos saltitos. Luego, tal un
ratoncito, se dejó deslizar a lo largo del tronco desnudo. Este
rápido resbalón disgustó súbitamente al soldado. Levantó la
cabeza, donde sentía un peso terrible. Entonces el pajarillo,
saliendo de la sombra, entró en una mancha de sol, con vivos
golpecitos de cabeza; sus patas blancas centelleaban durante
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un segundo. Que era bien conformado, elegante, con sus
manchas claras en las alas. He aquí que había muchos otros
semejantes. Eran muy lindos, pero trotaban caprichosamentecomo ratoncitos; corrían aquí y allá por los fustes de las
hayas.
Se volvió a acostar, agotado, y de nuevo perdió el
conocimiento. Esos pájaros arrastrándose le daban horror. Su
sangre parecía precipitarse en la cabeza; luego, arrastrarse
por ella. Pero no podía hacer ni un movimiento.Recuperó el sentido en un agotamiento cada vez más
doloroso. Le dolía siempre la cabeza, y esta espantosa
angustia y esta imposibilidad de moverse. En su vida había
estado enfermo. Ya no sabía dónde estaba, quién era.
Probablemente una insolación. ¿Qué, si no? Había hecho
callar al capitán para siempre, hace tiempo, mucho tiempo.
Había habido sangre en su rostro y sus ojos se habían
entornado. Todo estaba bien así. Él estaba en paz. Pero ahora
él se sentía más allá de su propia existencia. Nunca se había
encontrado en tal lugar. ¿Era eso la vida, o no? Estaba solo.
Estaban todos juntos en un lugar amplio y luminoso, todos los
otros, y él estaba fuera. Allá, las ciudades, los campos,
anchos espacios de luz, y él estaba fuera en las tinieblas
exteriores allí donde todo es soledad. Pero, ellos vendrían
quizá, un día, aquí, esos otros? Los veía, minúsculos, lejos
detrás de él, todos. Habían sido padre, madre, novia. ¿Qué
más daba? Ahora, el espacio vacío.
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Se sentó. Algo se movía. Era una ardillita morena, que
saltaba graciosamente por el suelo. Su cola rojiza seguía la
ondulación de su cuerpo; luego, al sentarse, se desplegó porla derecha y por la izquierda. Lo miró, interesado. La ardilla
echó de nuevo a correr, a jugar, a retozar. Se precipitaba
sobre un camarada, y ellos se perseguían con pequeños gritos
gruñones, parlanchines. El soldado quiso hablarles. Pero de
su garganta no salió más que un ronco ruido. Las ardillas
huyeron a lo alto de los árboles. Y entonces vio los ojosnegros de una de ellas que lo miraban, a la mitad de un
tronco. Quedó sobrecogido de espanto. Aunque al mismo
tiempo, en su semiinconsciencia, estaba divertido. La ardilla,
parada a lo largo del tronco, le miraba con su hociquito
puntiagudo, sus orejitas erguidas, sus uñitas aferradas a la
corteza, su pecho blanco bombeado. Apartó los ojos de ella,
espantado.
Con esfuerzos asombrosos, se puso en pie y se marchó en
busca de no sabía qué; andaba, andaba, persiguiendo alguna
cosa, tenía sed. Su cerebro ardía de sequedad. Se
tambaleaba, ya no veía claro. Avanzaba sin conocimiento.
Titubeaba con la boca abierta.
Cuando, con muda sorpresa, volvió los ojos sobre el
mundo, no intentó ya el recordarse. Un espeso fulgor dorado
brillaba a través de los relámpagos verdes y de las altas
columnas de un gris rojo, y la oscuridad, alrededor, se
espesaba. Se daba cuenta de que algo venía. Estaba en plena
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realidad, en un verdadero agujero oscuro. Pero en su cabeza
la sed quemaba siempre. Se sentía más ligero. Pensó que era
aquello su nueva existencia. El trueno temblaba suavementea lo lejos. Se veía avanzar maravillosamente apresurado,
¿hacia el descanso, o hacia un manantial?
De repente, quedó sobrecogido, de espanto. Era un terrible,
inmenso fulgor de oro, del cual sólo lo separaban algunos
troncos oscuros como barrotes. Un espejo de oro empañado
se extendió sobre el verde sedoso de los trigos recientes. Unamujer de ancha falda, con un velo negro en la cabeza, bloque
de sombra, pasaba a través de los trigos relucientes, hacia la
plena luz. Había también una granja, de silueta azul, con sus
negros armazones y un campanario de iglesia, casi fundido en
el oro. La mujer se alejaba de él. No conocía idioma para
hablarle. Ella era la sólida ilusión, la evidente. Sus palabras
serían un ruido que no atraparía, y sus ojos le mirarían sin
verle. Él iba ya por la otra vertiente. Se apoyaba contra un
árbol.
Cuando al fin se volvió, al extremo de la larga avenida de
árboles cuyo lecho plano se llenaba de oscuridad, vio las
montañas muy cerca, radiantes, en una luz de milagro.
Detrás de la última fila, vaporosa y gris, las montañas más
lejanas, doradas y color de perla, elevaban sus nieves
radiantes como un oro suave y pálido. Tan tranquilas,
centelleantes en el éter, recortadas claramente en el metal
del cielo, brillaban en silencio. Se detuvo para mirarlas, el ros-
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tro bañado en luz. Como el centelleo deslumbrante de las
nieves, sentía su sed aguda en él. Miraba, apoyado contra un
árbol. Entonces todo resbaló en el espacio.Toda la noche palpitó una luz en el cielo todavía claro.
Probablemente, siguió andando. El mundo se extendía lívido
en derredor, los campos como un espejo liso verde y gris, los
árboles en masas negras y los grupos de nubes oscuras a
través del cielo claro. Luego la oscuridad volvía a caer como
una cobertera, y la noche era completa, salvo este estreme-cimiento imperceptible de un mundo misterioso que no
lograba surgir de las tinieblas.
Y el delirio del sufrimiento y de la sed seguía
atormentándole, se abría y se cerraba su cerebro en la noche
—luego le zarandeaban convulsiones, motivadas por algo que
le miraba con sus grandes ojos, tras un árbol—; después
volvía a ver la larga agonía de la marcha al sol, que
descomponía su sangre. Y el espasmo de odio contra el
capitán, seguido de una laxitud placentera, dulce. Todo eso
deforme, nacido de un espanto y acabando en tortura.
A la mañana siguiente se despertó completamente. Su
cabeza no era más que un brasero de sed horrible. Había sol
sobre su cara, el rocío goteaba en perlas sobre sus vestidos
mojados. Como un poseído se levantó. Exactamente frente a
él, azules, frescas, las montañas se enfilaban en la pálida
orilla del alba. Las deseaba, las quería para él solo, quería
abandonarse a sí mismo y fundirse en ellas. Ellas no se
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movían, estaban tranquilas, apacibles, con puras manchas
nevadas. Se quedaba inmóvil, loco de dolor, las manos
crispadas, arañando sus palmas. Luego cayó en la hierba,retorcido en un paroxismo de dolor.
Se quedó allí, en una especie de sueño angustioso. Su sed
parecía haberse separado de él, estaba al lado, como un
deseo puro. Y su tortura era ya otra entidad. Luego la
dificultad de sus movimientos, otra también cosa distinta.
Estaba dividido en unos cuantos seres diferentes. Había unextraño vínculo de angustia entre todos ellos, pero tiraban
cada uno por su lado. Luego todo estallaba. El sol, que se
agudizaba, había desgarrado el nudo. Y todo caía a través de
los espacios eternos. Luego, todavía, volvía a la conciencia.
Se apoyaba en el codo y contemplaba las montañas
radiantes. Ellas estaban siempre allí; serenas y magníficas
entre el cielo y la tierra. Miró hasta que la oscuridad volvió a
sus ojos. Y las montañas, en su belleza pura y helada,
parecían recoger lo que había perdido.
IV
Cuando los soldados lo hallaron, tres horas después, él
estaba tumbado, con el rostro en su brazo, mojado de sudor
su pelo negro, bajo el sol. Pero aún vivía Al ver el agujero
negro de su boca abierta, los jóvenes soldados volvieron la
cabeza, espantados.
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Murió a la noche, en el hospital, sin haber recobrado el
sentido.
Los médicos vieron las heridas de detrás de los muslos y secallaron.
Los cuerpos de los dos hombres fueron acostados, uno
cerca del otro, en el depósito mortuorio, uno blanco y
delgado, rígido en su reposo, el segundo como dispuesto a
volver a la vida de un momento a otro, e intacto, después de
un sueño.
T r a d u c c i ó n d e L E O N O R A C E V E D O D E B O R G E S
D i g i t a l i z a d o p o r
L i t e r a t u r a y t r a d u c c i o n e s
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