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Psicoanálisis
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El reto de la perversión
Enric Berenguer
La perversión nos concierne a todos, si como Lacan nos indica el deseo pasa por vías
perversas. No es malo recordarlo, en un momento en que el término “perversión” ha
perdido por completo su corrección política. Nada que decir, desde el psicoanálisis,
contra cualquier forma de combatir la segregación y promover el respeto - si es una
forma efectiva de hacerlo. Pero recordar el valor de este término incómodo puede ser
útil para evitar que nos cuelen, en el mismo paquete, una mercancía que no podemos
aceptar: una “naturalización” del deseo que tiende a dividir la humanidad en razas
sexuales biológicamente determinadas.
Hay que decir que esta biologización de la homosexualidad ha producido ya un número
significativo de textos, entre los que destacan los de Richard Isay, proveniente de las
filas del psicoanálisis, pero que las abandonó precisamente por su experiencia clínica de
la homosexualidad como destino natural, que, según él, demostraba lo errado de las
tesis freudianas. Es de esperar, por lo tanto, una considerable producción de literatura en
una gama que va desde la terapia cognitiva y los márgenes del psicoanálisis hasta los
manuales de autoayuda.
Cualquier cosa menos aceptar dos de los elementos más fundamentales en la vida
humana, la contingencia y la decisión (insondable, impredecible, incalculable) del
sujeto. No olvidamos, por supuesto, la presencia de ciertos determinantes, pero aunque
el sujeto puede tener, a veces muchas opciones, otras veces muy pocas, siempre elige.
Desde el psicoanálisis, considerar al sujeto responsable de su decisión con respecto al
deseo no nos lleva precisamente a culpabilizarlo, sino a un verdadero respeto. Poner de
relieve lo específico de la posición del sujeto perverso es darle el lugar que le
corresponde. Ignorarlo sólo puede conducir a una consideración poco informada, y por
lo tanto falsa - sea quien sea en cada caso la víctima del engaño.
La perversión es, por su propia “naturaleza” y desde muchos puntos de vista, un reto. El
perverso reta a su Otro, le devuelve el muerto de su propia alienación, aunque sea
pagando un precio que en el fondo ignora. Así era cuando el Otro era el de un discurso
más o menos religioso sobre el padre y su ley. Así es ahora que los papeles se invierten
y el Otro y la ley adquieren formas crecientemente democráticas.
El psicoanálisis ha de encontrar su forma de hablar de estos temas, y también su forma
de abordarlos en su propia práctica, ahora que las condiciones han cambiado.
Centrémonos en el reto clínico.
La perversión normal
Este cambio de las condiciones, entra las cuales destaca la normalización de la
perversión en lo social, tienen un efecto paradójico, y es que las consultas al analista por
parte de sujetos “no heterosexuales”, “queer” según una denominación corriente en
USA, se han multiplicado. Y ello no se debe tan solo a la mayor visibilidad de las
distintas opciones sexuales y a la generalización de la psicoterapia, con sus límites cada
vez más confusos. A medida que la represión social disminuye, el sujeto se encuentra
cada vez más confrontado a la realidad de su síntoma, sin excusas. El fantasma vive
muy bien en el terreno de la transgresión. Cuando ésta se acaba, llega la hora del
síntoma, como quien dice la hora de la verdad.
Pero en este encuentro, el psicoanalista no siempre está bien situado, de entrada, en lo
que se refiere a los sobreentendidos que se ciernen sobre su posición. No hay que
olvidarlo: una de las visiones más extendidas del psicoanálisis lo confunde con un
familiarismo más o menos delirante que le impone, a una humanidad que se siente cada
vez más liberada de antiguos yugos, el estrecho esquema del complejo de Edipo.
Es esencial, pues, dejar clara desde un principio la posición del psicoanálisis: ni
reivindicación del padre, ni denuncia del goce. Pero tampoco promoción de una
psicología del yo que ignora la realidad sexual del inconsciente (esta ignorancia es el
terreno natural de la psicoterapia), ni participación fascinada como espectador
(horrorizado, dividido o cómplice, da igual) en el relato de las particularidades del goce
del sujeto.
Perversión y neurosis
La división clásica en tres estructuras clínicas fundamentales (neurosis, perversión,
psicosis) no debe producir la ilusión de una distribución simétrica entre estos tres
términos. Quizás sea innecesario señalarlo, pero en la discusión concreta de los casos,
algunas preguntas u observaciones parecen reclamar entre la neurosis y la perversión
una división semejante a la que existe entre la neurosis y la psicosis, pero en el registro
de la conciencia moral. Parece esperarse del perverso una ausencia de sentimientos de
culpa. Hay que decirlo: se trata de la visión fascinada del neurótico, que imagina al
perverso como un ser sin límites de ninguna clase. Por ejemplo - por referirnos a un
ejemplo concreto - se renuncia al diagnóstico de perversión debido a un recuerdo
infantil en el que el sujeto relata su sufrimiento moral por una escena en la que
presenció un grave accidente de un hermano y su responsabilidad pudiera haber estado
implicada.
Pero la práctica nos recuerda que no es en este tipo de cuestiones, al fin y al cabo
genéricas, donde debemos centrar nuestra búsqueda de criterios. La diferencia en los
fenómenos es muchas veces sutil. Ello no justifica renunciar a una distinción neta,
cualitativa, pero desde luego no nos permite recurrir a cualquier expediente para
establecerla.
La posición inversa sería igualmente errónea: disolver lo específico de la perversión y
abordarlo en una versión del psicoanálisis que, al ignorar la realidad sexual, sería como
cualquier psicoterapia, o sea, equivalente a una intervención en el registro del yo. Para
el psicoanálisis, la posición del sujeto con respecto al deseo y la ley, en su anudamiento,
es crucial.
¿Cómo situarnos para distinguir la posición específica del perverso en relación con dos
cuestiones fundamentales como son la castración y el fantasma? ¿Cómo orientarse en el
eje del síntoma?
Hay una serie de referencias fundamentales de Lacan para situar la problemática de la
perversión, en sí misma y en sus consecuencias para la clínica de las neurosis, desde el
punto de vista de las “vías perversas del deseo”: el Seminario IV, "La relación de
objeto" (el señuelo fálico y análisis de “Pegan a un niño”), El Seminario V, "Las
formaciones del inconsciente" (afinidad del deseo con la marca y modalidades de la
identificación con el falo, sutileza de la dialéctica entre vínculo amoroso e
identificación, complejidad de la relación con el padre como agente de la castración y
del llamado “Edipo invertido”), “Kant con Sade” (división del Otro a costa de la
identificación con el objeto, cuya consistencia de fetiche se pone de manifiesto;
reversión que revela la otra cara del fantasma, en la que el Otro pasa de dividido por el
goce a gozador sin ley) y “Juventud de Gide” (efecto mortificante de la relación con el
deseo de la madre no mediada por la castración).
Sin duda, hay muchas otras indicaciones que se prodrían establecer, tanto en estas
referencias como en otras, pero con estas pocas nos bastan para inscribir la problemática
de la perversión en el campo general del abordaje del deseo en su relación con la ley.
La orientación que queremos destacar en los Seminarios IV y V puede resumirse así:
sólo la relación sutil del sujeto con la castración puede orientarnos en un campo
resbaladizo como el del deseo. El objeto del fantasma participa siempre hasta cierto
punto de la naturaleza del fetiche, y sólo su correlación con la castración introduce una
diferencia substancial entre su abordaje por parte del neurótico y por parte del perverso.
Corolario: no fascinarse con los laberintos del complejo de Edipo, sino interpretarlos
desde la función de la castración, y buscar una versión fetichizada del falo que a veces
está muy disimulada - aun cuando más no sea porque está delante de nuestras narices.
Otra orientación, de entre las que se pueden extraer del escrito “Kant con Sade”, sugiere
que el sujeto perverso remite al otro imaginariamente su alienación, pero a costa (y hay
que dar todo su pesao a esta expresión) de una identificación con un objeto cuya
consistencia de fetiche adquiere diversas modalidades en función del goce que está en
juego. De ahí el interés de la expresión “fetiche negro” para buscar la especificidad del
objeto cuando el goce adquiere un acento cruel. La identificación que está en juego
tiene como efecto una alienación redoblada que se oculta. Corolario: esa división
imaginaria que el sujeto se complace en ver reflejada en el otro corre una cortina sobre
las consecuencias mortificantes de la identificación con un objeto que, si vela la
castración, también vela quién es el verdadero amo que tira de los hilos de la escena del
fantasma.
En cuanto a la enseñanza que Lacan extrae de Gide y la orientación que de ella
deducimos, nos bastará con remitirnos alusivamente a una frase del Seminario “Las
formaciones del inconsciente”, en la que se habla de ciertas “formas de entre las menos
humanamente constituidas del dolor de la existencia”.
Homosexualidad
Por supuesto, la cuestión de la homosexualidad se sitúa en el centro del debate actual
sobre las perversiones, su reconocimiento social, la nueva presentación de sus síntomas.
En la misma medida en que se avanza hacia el reconocimiento, el sujeto se ve
confrontado más directamente a las paradojas propias de su posición en lo que se refiere
al deseo sexual y el amor. El síntoma encuentra un terreno mucho más claro donde
formularse. Y el hecho de que en la presentación de la demanda tenga un peso creciente
el síntoma hace todavía más necesario tener criterios claros para diferenciar distintas
modalidades de homosexualidad - la propiamente perversa y la que no lo es.
En cualquier caso, la presencia del síntoma y de la angustia en el primer plano de la
demanda de tratamiento en un sujeto homosexual no ha de conducir necesariamente al
diagnóstico de neurosis. Por otra parte, la formulación cada vez más corriente de la
demanda de tratamiento en el eje de la relación sintomática con el partener sexual,
cuestión actual donde las haya, se aproxima a un terreno preferente de la presentación
del síntoma en el sujeto perverso.
Pero hay síntomas y síntomas, y la angustia tampoco es siempre la misma. Ciertamente,
la normalización de la perversión, junto con la promoción de diagnósticos como la
“depresión”, la “agorafobia” o los “ataques de pánico” se pueden aliar para producir un
efecto de confusión notable.
Así, un homosexual, netamente perverso, sufría de ataques de angustia en lugares
públicos cada vez que se sentía el posible destinatario de una mirada sutilmente
inquisitiva. Él tenía completamente asumida desde hace años su condición sexual, que
incluso reivindicaba sin renunciar a algunos signos externos claros aunque no
llamativos, y en consecuencia no podía poner como excusa de sus síntomas una
explicación que en otro tiempo hubiera acariciado - la vergüenza, el temor al rechazo.
Ello le obligaba a asumir como síntoma lo que en otras circunstancias hubiera puesto a
cuenta de la sociedad.
Pero la figura del Otro que se asoma detrás del afecto de angustia tiene matices propios
en el caso de la perversión. En el camino de la efectuación de su deseo, sostenido
inevitablemente por el fantasma en un tramo de su recorrido, el sujeto perverso puede
tropezar con la angustia, en la medida en que más allá de su escenario se dibuja la figura
de un Otro sobre cuyo goce decidido no cabe duda, y puede en algunos casos traspasar
el límite. Digamos que más allá del "Qué vuoi?" aparece una respuesta mucho más
inequívoca que la que teme el neurótico.
Por otra parte, existen otras vías abiertas para la constitución de un síntoma, que puede
llegar a ser analítico, en el sujeto perverso. Está uno tentado de usar el término de
estragos (aunque en un sentido específico) para ciertos efectos acumulados de la
efectuación del fantasma, que toman la consistencia de síntoma por poco que de ellos
pueda extraerse la marca de la repetición y una zona de opacidad allí donde el sujeto
intentaba sostener la ilusión de una certeza sin sombras y un dominio sin límites.
Una joven homosexual
Una joven homosexual, que se presenta como la defensora por excelencia de las
mujeres, consulta porque las condiciones de su elección de goce (“una mujer
desvalida”) se han vuelto en su contra tan pronto la debilidad de la otra ha revelado ser
de puro semblante, una forma de dominio inesperadamente sofisticada. Incapaz de
asumir lo que por otra parte ya sabe, se lanza a una carrera alucinante tratando de
recuperar, mediante la obtención del consentimiento que precisamente se le niega, una
certeza que se tambalea. El resultado se acerca, en su comportamiento, a una forma de
acoso de aquella chica que dice no haber decidido su orientación amorosa. El grado de
obsesión que acompaña a este comportamiento tiene consecuencias graves a todos los
niveles - renunciamos a una descripción pormenorizada, pero la fenomenología es
impactante y el sufrimiento indudable.
La primera paradoja que se le plantea es que, siendo ella el adalid de las mujeres, se vea
arrastrada a una conducta en la que se pone de manifiesto una violencia que contraviene
sus principios. No tardará mucho en relacionar esto con una serie de fantasías
masturbatorias, muy antiguas, en las que el sujeto presencia las exacciones de las que es
víctima una mujer.
Pero el viraje decisivo se da cuando puede poner esto en relación con una pesadilla
infantil en la que la madre es víctima de maltratos, ante la pasividad del padre, por parte
de un personaje masculino cuyos rasgos físicos se conservan muy claramente en el
recuerdo y evocan la enigmática figura del fetiche negro. Su identificación con una
peculiar versión del verdugo no se le escapa. Por otra parte, hay que decirlo, el impacto
que produce este descubrimiento, siendo grande, no supera a la decisión con que el
sujeto asume sus consecuencias.
El siguiente punto crucial en este trayecto analítico es cuando se descubre que las quejas
de la madre disimulaban la posición de una falsa víctima, que es en realidad quien dirige
la escena en la ignorancia del resto de actores. ¿Y cuál es la verdadera naturaleza de este
Otro materno que se adivina imponente detrás de una indefensión de pacotilla? Un ser
capaz (fantasmáticamente) de decidir hasta el sexo de sus hijos, propietario incluso de
sus cuerpos, de tal forma que ni siquiera las convenciones más comunes sobre lo que se
debe o no se debe hacer se aplican a su caso. Irónicamente, en el mismo momento en
que el sujeto decide ser un superfalo exento de castración se limita a realizar un deseo
materno, identificándose, en un primer tiempo, con un niño que es un verdadero fetiche
y que se se sitúa más allá de los límites de la diferencia sexual. Es en un segundo tiempo
cuando esta identificación adquirirá la consistencia del fetiche negro, tan pronto el
sujeto integra en él como un elemento decisivo el sufrimiento materno por causa del
falo.
La pérdida del goce o su humanización
El problema, llegado a este punto del trayecto analítico, se plantea en términos de la
pérdida de goce por la certeza fantasmática a la que se debe renunciar. Dicho de otra
manera, el sujeto ya no puede creer tanto en su fantasma, y ello se traduce en una
pérdida efectiva de goce, porque certeza fantasmática y goce van aquí estrechamente
unidos. En este caso, la trampa es una trampa construida por el sujeto, pero con los
elementos impuestos por el Otro materno.
Obviamente, nadie renuncia al goce que extrae de su fantasma si no se ve empujado a
ello por el sufrimiento del síntoma. Quizás el sujeto perverso sea mucho más claro en
este punto que el neurótico. En el caso de esta joven, la transferencia con el
psicoanálisis y una apuesta decidida del sujeto hacen el resto.
Llama la atención una de las consecuencias más inmediatas y concretas del cambio de
posición del sujeto: junto con la certeza perdida, al menos en algunos grados y en
algunos momentos, se modifica considerablemente la apariencia física, que a veces de
dulcifica de forma notable. Puede decirse que el semblante fálico encarnado pierde algo
de una dureza que llamaba la atención desde un primer momento como rasgo
característico. No se trataba sólo de una indefinición con respecto a los semblantes
femenino y masculino, sino de algo más allá de esta diferencia y con una consistencia
imaginaria, por decirlo así, más sólida.
Esa modalidad del semblante fálico se acompañaba al principio de una denuncia
sistemática de la parada masculina y de una reacción rechazo cuando alguien ponía de
relieve, como quiera que fuese, los caracteres sexuales femeninos de su cuerpo. Por
supuesto, no hay en esta dulcificación de la apariencia nada que pueda interpretarse
como una “feliz” asunción de la posición femenina - no seguiremos los pasos del
encontronazo de Freud con su joven homosexual -, sino una muestra de la correlación
directa entre la certeza fantasmática y el grado de realización imaginaria de la
identificación con un falo fetichizado.
Hay también consecuencias notables en la relación del sujeto con su partener. Me
refiero a una pareja estable que sólo cumple en un grado muy discreto las condiciones
de goce exigidas por el fantasma, y con la cual el aspecto amoroso de la relación pasa a
ocupar decididamente el primer plano.
Así, la pérdida de goce efecto de la operación analítica toma la forma de su
humanización, y lo que el sujeto pierde abre la puerta a una recuperación posible en el
plano del amor, así como también del deseo, aunque esto último constituye todavía un
esbozo. El acceso a la escala invertida del deseo está pendiente de la prosecución de la
tarea analítica. Antes, el sujeto tendrá que comprobar hasta qué punto cierto falo
embalsamado, más allá de la castración, es verdaderamente mortífero para su deseo.
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