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Consideraciones sobre la ética en la labor docente.
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UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA
Ética en la praxis docente
Aurora Lacueva
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La acción docente auténtica es de naturaleza compleja y abierta, y no puede regirse
por pre-establecidas rutinas universales y precisas sino que, si bien requiere de algunas
pautas comunes, de cierta estructura y de labores-tipo que puedan repetirse, exige a la vez
de la maestra o del maestro tomar con regularidad decisiones propias sobre asuntos
importantes: algunas de manera pausada, como durante la tarea de planificación, y otras de
forma rápida y sobre la marcha, en el día a día del propio salón de clases. La labor
educativa de impacto tiene que ser flexible, y adecuarse a las características, contexto,
intereses y necesidades de los diferentes grupos de estudiantes. Es una labor que tiene que
saber estimular, orientar y apoyar el aprendizaje y la formación de los educandos, en
particular de los niños, niñas y jóvenes: no de un prototipo genérico de ellos y ellas sino de
los niños, niñas y jóvenes concretos con los que el o la docente interacciona en un momento
determinado. La práctica de la educadora o el educador abarca muchas facetas y a menudo
se tejen intrincadas redes de interrelación entre diversas acciones tomadas, redes que van
despejando o, por el contrario, van cerrando caminos de positiva formación para las y los
educandos. Es así una labor difícil, sutil, profunda, que quizás constituye para muchos de
nosotros y nosotras, docentes de hoy, una meta perseguida y todavía no lograda, pero hacia
la que debemos tender para ser fieles a nuestra profesión. Las múltiples decisiones que
toma el o la docente en su labor implican cuestiones de valor y exigen por tanto un esfuerzo
reflexivo de clarificación y de construcción consciente y sistemática de un sistema de
valores querido y asumido, que sirva de fundamento para la acción.
No es fructífero actuar a ciegas o gracias a la aplicación muy focalizada de aislados
principios ad hoc. Menos aún lo es refugiarse en rutinas pautadas por otros: la tradición, los
libros de texto, los colegas o los directivos del plantel; si bien tales rutinas simplifican la
labor, la despojan también en buena parte de su carácter formativo y a la postre implican
que la persona renuncia a ser verdaderamente maestra o maestro, renuncia al núcleo
sustancioso de su profesión para quedarse en una hojarasca superficial de acciones de
dudosa utilidad. De todos modos, no querer tomar decisiones es ya una decisión y significa
un alejamiento de los mejores valores de la pedagogía.
Por otra parte, un modelo educativo donde al docente se le deje poco espacio para la
decisión, con rígidas prescripciones elaboradas lejos del aula, es un modelo poco fértil,
esclerosado, no respondiente, y que desprofesionaliza al educador o educadora y le impide
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ejercer su acción pedagógica éticamente orientada. En esos casos la ética del educador o
educadora exige luchar contra la coacción.
Decisiones y valores en una práctica abierta
La verdadera praxis docente implica, pues, la toma de relevantes y diversas
decisiones, que pueden tener considerable impacto sobre los niños, niñas y jóvenes.
Decisiones, por una parte, acerca de los aprendizajes que se quieren propiciar: ¿qué
actividades deben predominar en el aula?, ¿qué temas deben ocupar la atención de los
discentes?, ¿cómo hacerlos participar en la dirección de su propia formación y hasta qué
punto?, ¿cuándo y cómo evaluar? Por otra parte, acerca de la organización del trabajo de
aula: ¿cómo construir un buen ambiente social de trabajo?, ¿qué hacer cuando hay
problemas de los llamados “de conducta”?, ¿qué papel ha de tener la sanción en el aula y en
la escuela?, ¿cuál es el trato adecuado del docente hacia los alumnos y alumnas y de los
alumnos y alumnas entre sí?, ¿cómo favorecerlo? También en cuanto a la formación moral
de los niños, niñas y jóvenes: ¿qué valores y formas de actuar deben fomentarse en la
escuela?, ¿cómo hacerlo?, ¿cómo evitar las imposiciones y a la vez el peligroso “dejar
hacer, dejar pasar”? Las respuestas a éstas y otras interrogantes clave de la cotidianidad del
aula tocan asuntos de valores y obligan entonces a esa reflexión y elaboración valorativa
cuidadosa que mencioné arriba.
Desde luego, no es una elaboración que se deba desarrollar exclusivamente en
solitario sino que llama a la lectura de autores y autoras que se han ocupado de estos temas,
así como a la discusión y planificación entre colegas y con otras personas interesadas -
como padres, madres y los propios estudiantes-. Ya desde la propia preparación inicial del
docente deben abrirse espacios para este tipo de actividades. Además, cada docente no
actúa aisladamente sino que es miembro de una sociedad, y si la misma es democrática el
docente está no sólo legal sino moralmente obligado a atender a principios y grandes pautas
marcadas por los poderes públicos, cuyos agentes han sido puestos allí por el pueblo
soberano y cuyas decisiones pueden incluso haber sido aprobadas específicamente por
referendos populares. En primer lugar, los y las docentes deben atender a lo establecido en
la Constitución Nacional, documento-guía social, elaborado por representantes populares y
en la circunstancia venezolana aprobado en referendo por la población. Además, se trata en
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nuestro caso de un documento que se alimenta de postulados fruto de esfuerzos y luchas de
la humanidad a lo largo de siglos por alcanzar una vida justa y libre. Otros documentos a
tomar en cuenta son las diversas leyes, reglamentos y resoluciones vinculados con el área
educativa. Hace falta que los y las educadores participen en la definición de los
lineamientos generales que van a regir su labor, los mismos no deben serles impuestos sin
más: la participación es formativa, es democrática, enriquece los documentos y asegura
mayor éxito a cualquier nueva propuesta.
Dentro del contexto de la legislación pertinente, cada educadora y educador ha de
tener espacio para orientar su acción, la cual no puede desarrollarse bien inercialmente sino
que llama a la aplicación de una ética de trabajo y vida.
Un compromiso ante los estudiantes y ante la sociedad
La praxis del docente implica un compromiso ético con cada una y cada uno de sus
estudiantes y con sus padres. Los educadores y educadoras estamos comprometidos a
brindarles a cada uno de nuestros alumnos y alumnas la mejor formación posible, aquella
que, como dice la Constitución, desarrolle su potencial creativo y el pleno ejercicio de su
personalidad. No podemos conformarnos con menos: cada uno de los niños, niñas y
jóvenes del país guarda en sí posibilidades de expresión cultural, de participación social, de
trabajo honesto y fructífero, de conocimiento de ciencia, tecnología, arte, filosofía... Y está
en las manos de los educadores y educadoras apoyar y orientar para que estas posibilidades
se hagan realidad. Cada minuto vale, no podemos perder ninguno en actividades pobres ni,
mucho menos, en la inacción o el ausentismo.
Al mismo tiempo, el compromiso del docente tiene otra dimensión: hacia la
sociedad como un todo. Estamos comprometidos con la sociedad a contribuir no sólo a su
conservación, sino más allá a su avance hacia nuevos y mejores estadios de vida. No se
trata de reproducir lo dado, el status quo, sino de trabajar desde nuestra área, crucial por lo
demás, en el desarrollo de transformaciones que eleven los niveles de justicia, democracia,
paz, convivencia entre los humanos, y armonía y respeto hacia los demás seres vivos y el
ambiente del que somos parte. Desde luego, el compromiso hacia los estudiantes y hacia la
sociedad son dos caras de la misma moneda, y se cumplen al unísono en una praxis docente
consciente, reflexiva, cuidadosa y ética.
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¿Formación o proselitismo?
El docente no tiene sin embargo ningún compromiso a priori con el gobierno de
turno, más allá del respeto y acatamiento debido a su acción legal: podrá apoyarlo o no
apoyarlo de acuerdo a sus preferencias políticas y a sus criterios sobre la coyuntura. Esto es
lo propio de una sociedad democrática y mucho más de una sociedad de democracia
participativa y protagónica, que no puede concebirse como una sociedad de pensamiento
único, ahogada en su libre expresión, donde el disenso sea marginal y quien disienta sea
marginado. Al contrario, requiere ser una sociedad muy dinámica, de mucho debate, de
pluralismo político, ideológico y cultural, siempre dentro de los márgenes del respeto a la
Constitución y a la voluntad de las mayorías. En ese contexto, nuestra norma constitucional
establece un ingreso, promoción y permanencia del docente libres de injerencia partidista y
exige en la educación el respeto a todas las corrientes del pensamiento.
Divulgar sistemáticamente las bondades de una corriente política en particular,
tratar de convencer a otros sobre ello, reclutar adeptos, son actividades propias de otros
ámbitos, pues dentro de las aulas el poder del docente -por su edad, conocimientos y rol-
desvirtúa la acción proselitista, perfectamente legítima fuera de ellas. Además, la educación
debe ser plural, y el proselitismo, por su naturaleza, no lo puede ser. Puede pensarse, por
otro lado, que en esta área los atajos resultan al final calles ciegas: el sermoneo monocorde
escudado en el poder termina a menudo por despertar obstinación y rechazo. En cambio, el
noble esfuerzo por alentar a todos y todas a pensar con cabeza propia, el apoyo a su
formación más completa, el estímulo a su conocimiento de diversas ideas, la confianza en
sus potencialidades, junto a la sincera y no impositiva expresión por parte del educador o
educadora de su particular pensamiento, generan simpatía y adhesión.
Podemos apreciar por lo dicho que no pretendo que la educación formal haya de
transcurrir en una especie de “vacío valorativo”, en una imposible neutralidad. Como señalé
arriba, toda acción educativa implica valores. De lo que se trata es de defender e impulsar
valores con gran consenso social, de fundamental respeto a todos los seres humanos, y
proyectados hacia un futuro mejor, tal como los ya expresados en nuestra Constitución:
libertad, igualdad, justicia, paz internacional, democracia, responsabilidad social,
solidaridad. Esta trama de valores amplios permite luego dentro de ella pluralidad de ideas
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y opciones de vida. ¿Cómo desarrollar una escuela iluminada por tal amplia red de
positivos postulados? La respuesta no es simple, pues no se trata meramente de repetir
lemas, hacer memorizar normas, o imponer conductas, sino de construir una vida escolar
que encarne los valores más deseables y que a la vez los haga objeto de reflexión y análisis.
Evitando a Frankenstein educador
El pedagogo francés Philippe Meirieu ha hablado de los peligros de “Frankenstein
educador”: Frankenstein, el médico obsesionado por la generación de un ser humano
perfecto, termina fabricando un monstruo destructor. La escuela no ha de pretender fabricar
al alumno perfecto en serie, con la arrogancia de quien cree que puede moldear seres
humanos a voluntad. Múltiples son las influencias que actúan para que cada uno de
nosotros sea lo que es, desde la genética hasta el clima, pasando por la vivencia familiar, las
circunstancias sociales, los eventos históricos, interrelacionados todos ellos con el
imponderable de la propia voluntad que va también tallando la particular naturaleza de cada
quien. En esa madeja de factores la escuela tiene un importante papel, pero no bajo la
conocida metáfora del alfarero que “moldea espíritus” sino mejor bajo la metáfora del
albañil, que colabora con cada alumno y alumna en echar unas bases y levantar unos
andamios. Sobre esos andamios cada estudiante podrá construir su ser.
Unas bases firmes y en mucho comunes a todos y todas son las de los grandes
valores y propósitos que he venido mencionando, patrimonio de la humanidad luego de
largas luchas. A partir de ellos se dará la diversidad de los seres humanos: más o menos
afables, más o menos sociables, más o menos interesados en distintas áreas y temas de la
cultura humana, más o menos contemplativos o activos, más o menos inclinados hacia una
u otra opción filosófica, política o social... La diversidad no es algo sólo a tolerar sino, más
allá, a celebrar, porque enriquece a todos, y porque favorece nuestra supervivencia como
sociedad.
Liberando a una docencia constreñida
La praxis docente requiere de unas condiciones al menos básicas para poder
desarrollarse con la calidad debida, si esas condiciones no se cumplen y, sobre todo, si
como docentes nos sentimos estancados, atrapados para siempre en una escuela “mortecina,
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rutinaria y sin alma” de las que criticaba el profesor Francisco Tamayo, es difícil que
mantengamos el nivel de nuestra labor, es difícil que la sostengamos en nuestros mejores
principios éticos. Por eso, al preocuparnos por la necesaria ética de los educadores y
educadoras debemos también preocuparnos por la situación de la escuela y la situación de
los docentes dentro de la escuela: la jornada completa, el número razonable de alumnos por
aula, los locales dignos, los suficientes recursos didácticos, la supervisión que orienta y
apoya, los salarios a tono con la dificultad de la labor… No es necesario que ya las
condiciones óptimas se hayan alcanzado: si hay movimiento, si hay dinamismo de mejora,
la esperanza se aviva, se abren las perspectivas de un hacer con consecuencias positivas, y
la guía ética de la praxis docente se afirma y cobra mayor trascendencia. Pero si la escuela
está arrinconada y las y los educadores abandonados a su suerte, es posible que el
compromiso ético se corroa, desgastado por los esfuerzos frustrados, las iniciativas sin
posibilidad de prosperar, y las ilusiones que chocan repetidamente con múltiples y duros
obstáculos. Los y las docentes que laboran con seriedad y compromiso deben sentir el
apoyo de los poderes públicos, de sus estudiantes, de las familias y de la comunidad en
general. Se establecen así “círculos virtuosos” de buena labor, éticamente fundamentada, y
de justo reconocimiento.
Una experiencia total
La actividad docente es una práctica difícil, retadora, cuyas exigencias aumentan
cada día, conforme crecen nuestras aspiraciones de formación de alta calidad para todos y
todas, y conforme sabemos más de la complejidad de la mente humana y sus enormes y
crecientes posibilidades, al paso del desarrollo cultural. Y también es una práctica que
puede ofrecer satisfacciones y experiencias únicas y poderosas. Paulo Freire, en su libro
Pedagogía de la autonomía, dice que cuando vivimos la autenticidad exigida por la práctica
de enseñar-aprender participamos de una experiencia total, directiva, política, ideológica,
gnoseológica, pedagógica, estética y ética, en la cual la belleza debe estar de acuerdo con la
decencia y con la seriedad. Afortunada esta profesión que permite vivir o, al menos,
aproximarnos a vivir esta experiencia total junto a los estudiantes, construyendo juntos su
futuro y el futuro de la sociedad.
Caracas, 2009.
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