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EXORCISMO A LA VIOLENCIA
Por Eduardo Posada Carbó.
Nunca he podido reconocerme es esos cuadros que nos retratan como un "país asesino".
Tampoco puedo reconocer en ellos a la sociedad colombiana que me es más familiar. Ni
reconozco allí a la inmensa mayoría de los colombianos.
Esos cuadros, sin embargo, nos obligan a enfrentar hechos vergonzosos del pasado y del
presente nacional, asociados con la persistencia de manifestaciones extraordinarias de
violencia en nuestra historia: en la revolución de Independencia, en las guerras civiles del
siglo xix, en el Bogotazo, en la Violencia (1940-1960), y en este nuevo ciclo reciente de
confrontaciones que nos mantiene sumidos en una crisis colectiva profunda.
La gravedad del problema hoy nos la podría in-dicar el sólo ejercicio estadístico de
examinar las tasas de homicidio en Colombia durante las últimas décadas -entre las más
altas del mundo, aunque con una tendencia al descenso, y de manera significativa en los
últimos años-.
Su persistencia histórica y sus serias dimensiones actuales: sobre estos aspectos de la
violencia colombiana, las evidencias son concluyentes.
No obstante, el tema sigue lleno de interrogantes, a pesar de los notables esfuerzos
académicos por entenderlo -interrogantes sobre su naturaleza, sobre sus agentes y sus
causas, y sobre las formas de combatir el problema-.
El presente capítulo no intenta abordarlos todos, mucho menos resolverlos. La literatura es
vastísima.
El lector interesado en profundizar sus complejidades haría mejor en revisar los ensayos
historiográficos sobre la llamada Violencia clásica de Russell Rumsey, Gonzalo Sánchez y
Carlos Ortiz, o los balances de las investigaciones sobre la violencia reciente de Fernando
Gaitán Durán, Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada.
Mi propósito en las siguientes páginas está limitado por el objetivo final de este libro, de
identificar los valores de la cultura política colombiana más allá de ese lugar común, según
el cual lo que caracterizaría la historia de Colombia sería la violencia política.
Para ello, me parece necesario examinar algunas, y sólo algunas, de las nociones más
difundidas que atan la violencia a nuestra misma nacionalidad.
A continuación examino la validez de las teorías que explican la violencia como el resultado
de una sucesión de guerras inconclusas. Después abro algunos interrogantes sobre la
intolerancia como causa del problema. Y finalmente cuestiono la existencia de una
"cultura" de violencia generalizada entre los colombianos.
Cuando la historia no ayuda.
El primer estereotipo que tendríamos que derrumbar es el de estar signados por una
historia exclusiva, continua y hasta única de violencia.
No es una tarea fácil. Se tropieza, para comenzar, con ideas muy arraigadas, divulgadas por
nuestros líderes políticos e intelectuales más eminentes.
Cuando en 1891 Rafael Núñez escribía que "en el curso de nuestra vida... independiente" la
guerra civil había sido "la regla general", el entonces presidente colombiano expresaba un
sentimiento de la época. Encuentro de igual forma paradójico que Alberto Lleras Camargo,
cuya misma figura se identifica también con nuestras tradiciones civilistas, evocara en la
historia de su vida un pasado familiar atado de forma tan predominante a la violencia.
"Entre las memorias de mi niñez", escribió Lleras Camargo, "ocupa un puesto eminente la
guerra". Un lector desprevenido podría confundir sus evocaciones con la alabanza: "la
guerra... era una gran diversión, una fiesta, el sublime deporte del pueblo". La guerra era,
en sus propias palabras, "la cosa más auténticamente nacional".
No sólo habríamos vivido siempre en guerra, sino que además se trataría de un solo
conflicto, nunca resuelto. Así entendió Gabriel García Márquez las manifestaciones de la
Violencia en la década de 1940, cuando "el país empezaba a desbarrancarse en el precipicio
de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España".
Es tal vez inevitable que, frente a un presente abrumado de homicidios y ante la
perseverancia del prolongado conflicto armado, se haya desarrollado un ávido interés en
descubrir raíces históricas que expliquen la violencia contemporánea.
La elaboración quizá más completa de una visión desde la historia sobre la violencia que
nos sigue atribulando se encuentra en el ensayo de Gonzalo Sánchez, Guerra y política en
la sociedad colombiana, un interesante esfuerzo interpretativo de notable influencia que
merece, por lo tanto, especial atención.
Sánchez ofrece un amplio panorama de nuestro devenir republicano, en el que se
destacaría "la no resolución de los contrarios, su terca coexistencia, como si formaran parte
de una cierta disposición natural de las cosas". Su intención es precisar las relaciones entre
la guerra y la política en la trayectoria colombiana, "en un modelo no evolutivo sino de
rupturas sucesivas", aunque caracterizado por la continuidad y el predominio de la guerra.
Tal es su lectura del siglo XIX.
Reconoce en la memoria histórica una doble referencia: las guerras y las constituciones.
Sánchez no ve allí incompatibilidades pero sí, entre ambas, la primacía de la guerra.
Esta fue "el camino más corto para llegar a la política" -su "instrumento más eficaz"-; un
"singular canal de acceso a la ciudadanía"; "el escenario de definición de jefaturas
políticas". Las guerras del siglo XIX habrían sido además inconclusas: no hubo en ellas
"netos vencedores ni vencidos", ni "socavaron los cimientos de la llamada 'república
señorial'": "la hacienda, la Iglesia y los partidos".
Sánchez identifica en el siglo XIX comportamientos políticos que habrían perseverado
hasta nuestros días. La llamada "combinación de todas las formas de lucha" sería una
"herencia rebautizada de las guerras civiles". Durante ese siglo "era también muy cierto
que la verdadera oposición era la oposición armada". En ese contexto, de consecuencias
"durables" e "indefinidas", "el Estado hacía de convidado de piedra", en su condición de
"semiausente",... "el problema del poder se resolvía en la desnudez de la guerra".
Los años que transcurrieron entre la última guerra del siglo XIX (1902) y la Violencia,
inaugurada con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948), no ocupan mayor espacio en el
ensayo de Sánchez.
Sin embargo, señala modificaciones estructurales o acontecimientos históricos que les
imprimieron nuevos rumbos a las luchas sociales y políticas: la construcción de un
verdadero movimiento obrero independiente, la proliferación de luchas campesinas, con
organizaciones autónomas, y la irrupción del "pueblo" en la arena pública.
El hecho transformador decisivo, según Sánchez, fue el dominio del movimiento gaitanista
sobre el panorama político. Pero a la aparición de estos "nuevos núcleos de poder político,
nuevas identidades colectivas, nuevas redes de sociabilidad" se anteponían las
continuidades: "la hacienda, la Iglesia y los partidos seguían siendo el centro de gravedad
de la sociedad colombiana". Si Gaitán alcanzó a proyectarse como "dueño del derrumbe del
establecimiento y también de su conservación", al aplastarse la "rebelión subsiguiente al
asesinato, la política daba la impresión de regresar a sus cauces decimonónicos".
Este interregno entre las guerras del siglo xix y la Violencia aparece así apenas como un
período de "democratización frustrada".
Sánchez le dedica más atención a la llamada Violencia clásica -esa época de guerras
originadas en la lucha sectaria de liberales y conservadores entre las décadas de 1940 y
1960-, que ha ocupado buena parte de las investigaciones de nuestra historiografía mo-
derna.
Su relato distingue "tres cortes sucesivos de la trama histórica": la Violencia "como terror
concentrado", “como resistencia armada", y "como conmoción social subterránea". La
Violencia fue muchas cosas al tiempo, entre ellas, una "versión tardía de las guerras civiles
decimonónicas" -en la medida en que fue un conflicto entre las clases dominantes-. En
algunas provincias de Santander las continuidades aparecen marcadas, allí las fronteras
entre guerras civiles y Violencia fueron "particularmente borrosas".
No obstante, Sánchez examina con mayor detenimiento las proyecciones de la Violencia
hacia el presente. Su "línea evolutiva" más explícita se encuentra en la persistencia de las
guerrillas, sobre todo en la conformación de las Farc, y de la subsiguiente prolongación del
conflicto armado que haría "pensar luego la Violencia como etapa del movimiento
guerrillero, como prehistoria de la lucha revolucionaria".
Sánchez advierte sobre los límites de tal interpretación, por la falta de un "proceso global
de resistencia", y por las manifestaciones de formas de "violencia prepolítica, como el
bandidaje y la simple delincuencia". Estas prácticas reaparecerían y se extenderían en
décadas recientes, estrechando "las relaciones móviles de la guerrilla no sólo de manera
global con la Violencia sino en particular con la criminalidad común .
Reconoce que el Frente Nacional significó un "viraje histórico" al ponerle término a la
Violencia y al acabar con las amenazas de la guerra interpartidista.
No obstante, la nueva etapa se caracteriza más por la perseverancia de conflictos anclados
en buena parte en el pasado. Los "viejos pilares de la sociedad colombiana" identificados
por Sánchez -hacienda, Iglesia y partidos- entraron en crisis tras la Violencia, pero una
"crisis inconclusa, sin resolución y sin claros sustitutos". El movimiento insurgente se aisló
cada vez más de la sociedad. A los frustrados esfuerzos de paz de la administración de
Betancur (1982-86) siguió el "deslizamiento hacia la militarización de la política y hacia la
bandolerización de la guerra". La dinámica impuesta por el narcotráfico y sus asociados
condujo a la "feudalización de la guerra" y a una "verdadera pulverización de la política".
No alcanzo tal vez a hacerle plena justicia a la complejidad de sus argumentos, pero lo que
me interesa destacar del ensayo de Sánchez es su énfasis en el carácter predominante y casi
continuo de la guerra nunca resuelta desde el siglo XIX en la historia nacional.
La política está ausente, excepto en su papel subordinado a la guerra. La democracia es
apenas una referencia de frustraciones. La guerra, que habría copado todo en el pasado
nacional, se encontraría hoy desbordada. "En la última década" -Sánchez concluye, "tal vez
con un poco de exageración"-, "Colombia dejó de resolver a tiempo una guerra y hoy ya no
sabe cuántas tiene".
¿Qué tan válidas son estas lecturas de la historia colombiana donde la presencia dominante
de la guerra parece opacar los esfuerzos por civilizar la política, hasta desconocer sus
significados? ¿Obedecieron todas las guerras civiles del siglo xix a unas mismas causas?
¿Fue la Violencia una mera continuación de las guerras civiles decimonónicas? ¿Es el
conflicto actual, a su turno, otra manifestación de aquella Violencia inconclusa?
¿Será cierto, en fin, que la guerra ha sido entre nosotros "la cosa más auténticamente
nacional"?
En el capítulo siguiente, me ocuparé del examen de otras tradiciones distintas de la guerra,
de mayor significado, creo, para la cultura política colombiana. Pero antes importa revisar
en esta sección algunas de las nociones asociadas con el supuesto predominio de la
violencia como un fenómeno continuo y característico de la nacionalidad.
Una primera respuesta a estos interrogantes tiene que subrayar lo obvio: la triste
constancia de la guerra en la historia de la humanidad, su presencia universal.
En su libro Intercambios violentos, Malcolm Deas señaló la necesidad de abordar el tema
desde una perspectiva comparativa con el fin de poder apreciar lo específicamente
colombiano en nuestro pasado de violencias. Y cualquier repaso comparativo sugeriría de
inmediato, por lo menos, tener cautela antes de identificar las guerras civiles del siglo XIX
como una peculiaridad nacional.
Las guerras de independencia tuvieron una dimensión continental y no parece que en la
Nueva Granada hubiesen sido más violentas que en otros países, como en Venezuela o
México. Una vez libres de la metrópoli, la ocurrencia de la guerra civil fue común a todas
las antiguas colonias, aunque, desde distintas ópticas y en cada país, el problema se denun-
ciaba a ratos como si fuese único a las respectivas naciones.
En 1868 el senador argentino Nocario Oroño se lamentaba de las 117 revoluciones que su
país había sufrido sólo en la última década (le seguirían las de 1874, 1880, 1890 y 1893).
Los historiadores harían también después balances desoladores. En Venezuela, José Gil
Fortoul observó que, durante el siglo XIX, "los años de paz apenas excedían los años de
guerra": sólo entre 1830 y 1856 contabilizó once revoluciones armadas.
Algunos colombianos contemporáneos sentían cierto consuelo cuando miraban alrededor.
Rafael Núñez señalaba con frustración que la guerra civil era un "espectáculo", un
"fenómeno casi normal" entre nosotros, pero sabía distinguir que había sido "más continua
y desastrosa en Méjico, Centro América, los pueblos del Plata, Perú y Bolivia, que en las
tres secciones de la primitiva Colombia".
La excepción en el mundo hispanoamericano era Chile, aunque tampoco se salvó de su
cuota de guerras civiles en 1829, 1851, 1859 y 1891, ni de verse luchando en guerras
externas. Más aún, para los chilenos, según Mario Góngora, el siglo XIX estuvo "marcado
por la guerra": guerras de independencia, guerras internas y de frontera, guerras contra las
naciones vecinas. Góngora llama a su país "tierra de guerra". "A partir de las guerras",
según él, se fue "constituyendo un sentimiento y una conciencia propiamente 'nacional', la
Chilenidad'".
Los brasileños hacían esfuerzos por distanciarse del "peligroso españolismo", esa
característica que, según Eduardo Prado en 1890, se identificaba con las repúblicas
suramericanas, inmersas en la anarquía de las guerras civiles. Brasil, es cierto,
experimentó transiciones relativamente pacíficas -de la colonia a la independencia, y del
imperio a la república- Sin embargo, antes del acceso al trono de Don Pedro 11, el país
sufrió varias guerras de secesión y el fantasma de la guerra interna reapareció a comienzos
del siglo xx, entonces con tonos milenarios, llevados a la ficción por la rica narrativa de
Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo.
Por lo demás, los brasileños se vieron directamente involucrados en uno de los conflictos
externos más cruentos en el continente durante el diecinueve, la Guerra de la Triple
Alianza (1865-1870), en la que, aliados con Argentina y Uruguay, se enfrentaron al
Paraguay de Solano López.
La guerra civil "clásica" del siglo XIX no tuvo lugar en Latinoamérica, sino en los Estados
Unidos, país que también combatió en varias guerras externas, antes y después de aquel
"momento decisivo de la historia de América", como Brian Holden Reid describiera ese
conflicto. La Guerra Civil (1861-65) adquiere un doble y hasta contradictorio significado,
como triunfo y como tragedia, con su "panteón de héroes", "símbolo de sabiduría e
inspiración, que se invoca durante cualquier polémica, controversia o crisis nacional". Y en
la historia de los Estados Unidos, la vida del legendario bandolero Billy the Kid, en la
frontera de Nuevo México, se identifica a veces con un valor ambivalente de la cultura
norteamericana: la violencia.
Más allá de las Américas, tampoco en Europa se vivía en ningún paraíso de paz.
"El siglo XIX en España" -según observa Sandie Holguín-, "equivale a un frenético catálogo
de guerras, golpes de estado y catástrofes". La invasión napoleónica provocó violentas
reacciones que, si bien fueron manifestaciones contra un invasor externo, tuvieron
también inequívocas características de conflicto interno. Los grabados de Goya, a los que
aludí en el capítulo anterior, retrataron este terrible período (1808-1813), cuando se
popularizó por primera vez la lucha de guerrillas en la historia militar.
Enfrentada a revoluciones en Hispanoamérica, sucesivos pronunciamientos en la
península, las guerras carlistas, y la guerra con los Estados Unidos en Cuba en 1898,
España parecería un caso extremo.
Pero pocos países europeos se salvaron entonces de conflictos, internos y externos, de muy
diversa naturaleza.
Las revoluciones de 1848-49, las guerras de unificación alemana en 1866 y 1870, las
guerras por la unificación italiana, o la guerra franco-prusiana, son apenas ejemplos de las
sucesivas confrontaciones que plagaron el continente europeo en el siglo XIX. Y sobresalía
cierto espíritu bélico en el Viejo Continente, "un gusto tan desmedido por la guerra" que,
según Alexis de Tocqueville, "no hay empresa, por insensata que sea -aunque tuviese por
causa derribar al Estado- en cuya defensa no nos parezca [a los europeos] glorioso morir
con las armas en la mano".
Este breve repaso comparativo sólo sirve para ilustrar el punto: no hay nada excepcional,
mucho menos peculiar a nuestra cultura política, en la repetida ocurrencia de las guerras
civiles colombianas del siglo XIX.
Algunos historiadores, como Álvaro Tirado Me jía, subrayan "el hecho real de una violencia
permanente manifestado en ocho grandes guerras civiles, dos internacionales con el
Ecuador y decenas de revueltas regionales". Nadie oculta ese rosario de vergüenzas: la
Guerra de los Supremos -1839-41-, las guerra de 1851, el golpe de Melo de 1854, las guerras
de 1859-62, 1876, 1885, 1895, y Ia Guerra de los Mil Días (1899- 1902), a las que se suman
el medio centenar de revoluciones locales que contabilizó Gustavo Arboleda.
Sin embargo, este listado por sí sólo nos dice muy poco sobre la naturaleza y la extensión
de unos conflictos que siguen sin ser estudiados en forma comprehensiva por la
historiografía moderna, a pesar de algunos importantes avances.
En efecto, basta una breve mirada al anterior catálogo para percibir que fueron mucho más
los años de paz que los de guerra.
La sola fecha no significa que el conflicto se hubiese extendido durante todo un año: la de
1895 bastante breve. Por lo general, esas guerras no cubrían todo el territorio nacional. Ni
tampoco involucraban a toda la población. Dado el pobre estado de las investigaciones en
estas materias, no sabemos con mediana certidumbre ni el número de combatientes, ni el
de las víctimas. Los ejércitos numerosos no parecen haber sido la regla, como tampoco es
posible identificar esa atmósfera marcial que predominó en algunos países europeos de la
época. Entre todos los conflictos, la Guerra de los Mil Días dejó de lejos el saldo más
voluminoso de víctimas, aunque los estimativos son debatibles.
De cualquier forma, como lo ha observado David Bushnell, incluso si se toma en cuenta la
máxima cifra, todas las guerras civiles juntas del siglo xix en Colombia habrían producido
menos muertos que la Guerra Civil de los Estados Unidos, tanto en términos absolutos
como relativos.
Bushnell hace además una observación adicional que merece mayor consideración, sobre
todo si se contrasta con lo que ocurría en casi todos los demás países latinoamericanos: "la
general falta de efectividad del uso de la violencia para ganar el poder en el caso
colombiano es asombrosa". Y es que, a pesar de tantas guerras, sólo una logró derrumbar
al gobierno constitucional, la de 1859-62 que le dio el triunfo a Mosquera.
La noción, pues, de un siglo XIX marcado por la "violencia permanente" tendría que ser
seriamente cuestionada.
Si no sabemos qué tan violentas fueron esas guerras, menos aún sabemos sobre los niveles
generales de violencia en tiempos de paz.
Algunos viajeros extranjeros, como Isaac Holton, se llevaron la impresión de haber visitado
un país relativamente seguro: "En cuanto a los crímenes contra la vida, escribió en su
Twenty Months in the Andes, en 1857, "supongo que en toda la Nueva Granada no hay ni el
quinto de los asesinatos que se cometen en la sola ciudad de Nueva York".
En 1884, el presbítero Federico C. Aguilar examinó las estadísticas criminales de otros
países para compararlas con las colombianas. El ejercicio estuvo lejos de ser científico y los
datos que logró recopilar 110 corresponden siempre a los mismos años, con lo que se
dificultan las comparaciones. Aún así, sus resultados son muy sugerentes. Chile, México,
Venezuela, Kcuador, España e Italia habrían tenido tasas de homicidio mayores que las de
Colombia. Según Aguilar, aquí se podía "viajar sin temor de bandoleros tan comunes en
Chile, ni de salteadores, de pavoroso recuerdo en México, ni de ladrones asaz frecuentes en
Guatemala". La situación se habría deteriorado entre 1870 y 1884, cuando crecieron los
niveles de homicidio, en parte, al parecer, como resultado del mayor número de guerras
civiles y del pobre sistema penal inaugurado por los Radicales.
Interpretar todas las guerras civiles del siglo XIX como las manifestaciones de un mismo
conflicto también sería errado. Muy pocas guerras obedecieron a una sola causa.
Rebecca Earle ha señalado cómo pueden darse por lo menos tres lecturas distintas a la
Guerra de los Supremos (1839-41), dependiendo del énfasis que se les dé a sus diversos
orígenes. Algunos movimientos revolucionarios fueron motivados por problemas sociales,
como en el Valle del Cauca ^ mediados de siglo, pero otras guerras fueron detonadas por
razones políticas o religiosas.
Es difícil trazar líneas claras de continuidad entre un conflicto y otro.
A la guerra de 1875 siguió muy pronto la más seria de 1876; pero mientras la primera fue
una lucha electoral entre liberales localizada en el Magdalena, la segunda involucró a los
conservadores y a la Iglesia contra el gobierno Radical.
Si hay algo en común a todas estas guerras, es el frágil orden institucional bajo el cual se
desarrollaron: las medidas que tomaron Núñez y Caro para fortalecer el Ejército fueron
insuficientes para contener el levantamiento liberal del fin de siglo.
Podrían identificarse otros elementos comunes, mas cualquier intento por entender estas
guerras tendría que comenzar por apreciar lo que fue peculiar a cada una de ellas,
estudiarlas más a fondo, antes de aventurar generalizaciones simplistas.
Es aún más debatible concebir la Violencia que estalló tras el Bogotazo en 1948 como otra
manifestación de continuidad de los conflictos del siglo XIX.
Malcolm Deas ha señalado varios contrastes entre la naturaleza de las guerras
decimonónicas y aquel gran conflicto que tanto marcó el destino de los colombianos
durante la segunda mitad del siglo XX: la presencia o no de un liderazgo de la clase alta en
el tiempo; la relativamente corta duración de las guerras civiles frente a una prolongada
Violencia; los altos niveles de salvajismo, así como la falta de dirección o estrategia en este
último período.
"Entre 1899 y nuestros días media una eternidad", escribió Gonzalo París a fines de la
década de 1930.
Cuando se desató la Violencia en firme había pasado casi medio siglo desde la Guerra de
los Mil Días, un lapso prolongado que no creo que pueda caracterizarse como de simple
"ruptura sucesiva" con las guerras del diecinueve, ni como el tránsito entre dos momentos
donde sólo habría predominado la tendencia general a la "confrontación creciente entre
clases dominantes y clases subalternas".
Hubo, es cierto, episodios violentos como en la lamosa huelga de las bananeras del
Magdalena en 1928, una tragedia que adquirió connotaciones de leyenda en Cien años de
soledad, de enorme impacto en la mentalidad colectiva, sobre todo desde la difusión
universal de la novela macondiana. Javier Guerrero y otros historiadores han llamado la
atención sobre los hechos violentos de los años 30 que en Boyacá, como en Santander,
parecen haber anticipado los horrores que sobrevendrían más tarde.
Sin embargo, tomadas en su conjunto, estas cinco décadas no manifiestan un cuadro de
guerra sino de relativa paz, en un país que comenzó a gozar de niveles de prosperidad sin
precedentes. Las tasas de homicidio fueron las más bajas sufridas por los colombianos en
el siglo xx. Algunos de los acontecimientos violentos, como el de las bananeras, fueron más
el resultado de los cambios que experimentaba entonces la sociedad que la manifestación
de alguna supuesta continuidad de conflictos decimonónicos.
La historiografía moderna, que le sigue haciendo eco al discurso político liberal
contemporáneo, identifica a la "hegemonía conservadora" (1886-1930) con 50 años de
"dictadura" y exclusión. Tal caracterización es falsa y equívoca.
El liberalismo se integró en el sistema político y participó del poder desde la misma
presidencia de Rafael Reyes. La libertad de prensa -a la que me referiré con mayor
atención más adelante- floreció en las primeras décadas de este siglo. Y en 1930 la opo-
sición liberal llegaba a la Presidencia como resultado de la competencia electoral, en claro
contraste con los golpes de cuartel que se sucedían en uno y otro país latinoamericano.
En efecto, las conquistas de civilidad en ese período en Colombia quizá se aprecian mejor
en el contexto mundial de la época.
Frente a las experiencias de violencia extrema de la Revolución Mexicana, de dos
devastadoras guerras mundiales en las que Europa fue su epicentro, de la guerra civil
española, del nazismo en Alemania, o del fascismo en Italia, Alberto Lleras Camargo tenía
algo de razón para proclamar en 1942 que "vivir en paz entre nosotros y vivir en paz con el
mundo, por cuarenta años continuos" era "el mejor título de Colombia en el concierto de
las naciones civilizadas".
Tras el 9 de abril de 1948 -y la Violencia de las siguientes dos décadas-, se modificaría
radicalmente la percepción que los colombianos tenían de su propia nacionalidad,
equiparada desde entonces con la barbarie. El examen de tales eventos escapa a los
propósitos de este libro. Sin embargo, importa advertir que "la Violencia, como etapa",
según lo ha observado Malcolm Deas, "no tiene antecedentes en la historia del país". No se
quiere sugerir con ello que se trate de mi fenómeno aislado y sin vínculo alguno con el
pasado. Pero interesa sí apreciar su singularidad, esas dimensiones extraordinarias que le
dan un carácter específico.
La Violencia tiende a describirse, además, como la manifestación de un comportamiento
colectivo que cubrió a todo el territorio nacional. No fue así.
La costa Atlántica y Nariño -que en suma representan una proporción significativa de la
totalidad de la población colombiana-, estuvieron, por lo general, lejos de sus horrores. Se
ha estudiado muy poco por qué unos departamentos siguieron gozando de paz, mientras
en otros se extendía el conflicto.
Orlando Fals Borda ha llegado a sugerir que, históricamente, entre los habitantes de la
costa se desarrolló un ethos no violento.
Quizás. Lo cierto es que en Barranquilla, mi ciudad natal, se articuló un discurso de
civilidad que es aún motivo de orgullo. El paradigma del barranquiIIero fue retratado por
Marvel Moreno en la figura del padre de Lina Insignares, la protagonista de su novela En
diciembre llegaban las brisas: un "abogado para quien la Ley es una expresión de
respeto", "hombre pacífico que jamás había sentido en sus manos el peso de un arma".
La Violencia nunca formó parte de mis memorias, ni como niño, ni como adolescente. Sólo
en mis años de estudiante universitario en Bogotá comencé a tomar conciencia de ese
horrendo pasado. Y las "memorias" que recibí de la Violencia no me fueron transmitidas ni
en conversaciones familiares, ni en tertulias de café, sino construidas a partir del libro de
Guzmán, Fals y Umaña, La Violencia en Colombia, publicado por primera vez en 1962.
Todavía conservo los dos volúmenes de su octava edición, que adquirí en la librería El
Zancudo de la carrera séptima, al frente de la Pontificia Universidad Javeriana, y en cuyas
primeras páginas dejé impresa la fecha en que iniciara su lectura: el 12 de abril de 1978.
Por lo menos entonces, desde algunos departamentos colombianos, tendríamos que
reclamar -y lo podemos hacer con justificación-, que la Violencia no hace parte de nuestras
tradiciones.
Tampoco es acertado suponer que, en aquellos departamentos donde se disparó la tasa de
homicidios, la violencia fue la conducta normal de todos sus habitantes. Mary Roldán, por
ejemplo, ha mostrado en Blood and Fire cómo la Violencia se manifestó de forma muy
distinta entre las diferentes regiones de Antioquia. En un comentario muy perceptivo,
Herbert Braun advierte la relativa ausencia de protagonistas violentos en la obra de
Roldán: el lector, por el contrario, se tropieza en sus páginas con gentes que buscan
resolver sus conflictos por medios pacíficos.
En Antioquia, y en otras partes del país, la mayoría no parece haber participado
directamente en la Violencia. Para el colombiano promedio, como lo ha sugerido James
Henderson, la vida cotidiana habría estado cada vez más distante de "las montañas, las sel-
vas y los llanos escasamente poblados, donde ocurrió gran parte de la Violencia y donde
residía una minoría de la población nacional".
Estas observaciones no buscan minimizar ni las dimensiones, ni la gravedad del problema, mucho menos desconocer el sufrimiento de las víctimas. Simplemente sugieren que, en medio de aquella tragedia nacional, hubo también importantes espacios de convivencia civilizada que deberían recibir mayor atención. La Violencia no habría terminado en la década de 1960: "simplemente evolucionó", nos dice Mary Roldán.
Tal "evolución" parecería estar comprobada en la serie de fotografías que ilustran el texto
de su libro, Blood and Fire: mientras Roldán se ocupa de examinar en detalle la Violencia
en Antioquia entre 19467 1953, algunos de sus capítulos se abren con retratos recientes: un
cuerpo mutilado, cargado en hombros por los habitantes de Peque en el 2001; un grupo de
desplazados, con sus bártulos, huyéndoles a los combates en Betulia entre las auc y las Farc
en el 2000; un campo de desplazados en el Chocó, sin fecha precisa, pero sin duda otra
expresión gráfica de la tragedia actual.
Estas fotos fueron tomadas en municipios que habían sido también afectados por la
Violencia, años atrás, durante el período estudiado por Roldán, a quien además le
conmovieron los relatos del camarógrafo por replicar en forma casi exacta la historia de su
libro. Su publicación obedece a la intención expresa de Invitar al lector a establecer
conexiones entre la violencia de ayer y la de hoy, y a tener, en palabras de la autora, un
"mejor entendimiento de las raíces históricas del conflicto en Colombia".
Fuera de insertar unas imágenes del presente en medio de una narrativa sobre el pasado,
no hay mayores explicaciones ni argumentos convincentes para comprobar la supuesta
conexión. Roldán aventura algunas especulaciones sobre las similitudes en su epílogo, al
que libera, con su título -"cuando la violencia deja de ser académica"-, de cualquier rigor
empírico. Parecería que, con las imágenes, sobraran las palabras.
El libro de Mary Roldán es uno de los trabajos académicos más recientes que insisten en
destacar los lazos de continuidad entre los problemas contemporáneos y la Violencia de
mediados del siglo XX.
La idea se ha convertido en un arraigado lugar común, que encuentra ecos ligeros en otros
círculos internacionales. Aquel conflicto -ha escrito Julia Sweig en Foreign Affairs-, "nunca
terminó realmente": la guerra de hoy se debería "a la misma enorme inequidad y a la
cultura de la violencia que existía hace 50 años". Y ese lugar común se repite hasta en
discursos oficiales, por altos funcionarios del Estado.
Sería ingenuo negar la existencia de todo vínculo entre los conflictos del presente y del
pasado. Es inevitable, como lo ha observado Daniel Pécaut, que existan continuidades.
Perseveran "recuerdos reales e imaginarios" que pesan en la actualidad, como "rastros, aún
muy frescos" de lo sucedido. Las Farc, en particular, trazan sus orígenes remotos a las
luchas guerrilleras de la década de 1950.
Pero, como también lo advierte Pécaut, "las discontinuidades... parecen más
significativas".
La confrontación sectaria entre liberales y conservadores llegó a su fin con el pacto
frentenaciona- lista, al que sucedieron una baja sustancial de las tasas de homicidio y casi
veinte años de "relativa calma". Las raíces del otro grupo guerrillero aún en armas -el Eln-
no se encuentran en la Violencia sino en la Revolución Cubana, y en la violencia propagada
por el marxismo- leninismo que inspiró también el establecimiento de las Farc en 1964. De
cualquier forma, ambos grupos fueron por algún tiempo considerable "minúsculos y
marginales", y hacia 1975 "se hallaban al borde de la extinción".
Hablar por ello de una "guerra civil que dura más de 35 años", como lo sugiere Pécaut,
"denota cierto anacronismo", "constituye una manera de dar consistencia al relato
legendario y retrospectivo que las guerrillas quieren imponer".
El auge del tráfico de drogas ilícitas modificó el contexto económico, social, y político bajo
el cual el conflicto armado cobraría nuevos alientos, al que se sumaron las áreas de
expansión económica en donde las organizaciones guerrilleras y paramilitares pudieron
extraer adicionales recursos financieros.
Pécaut ha sido claro también en señalar las dificultades de atribuir causas precisas a los
fenómenos de violencia: aquellas "han variado a lo largo de los años, ,.. al cabo de cierto
tiempo ya no tiene sentido referirse a un contexto inicial". Habría, pues, que sepultar de
una vez por todas el cadáver del 9 abril, dejar de ceder a tanta "ilusión retrospectiva", y
aceptar que nada más lejano de este enfrentamiento armado de hoy que la anterior
violencia".
Sobre la intolerancia
Así apelen o no a la historia, sobresalen las explicaciones de la violencia como resultado de
la intolerancia, un valor negativo que con frecuencia se identifica con la nacionalidad.
"El rasgo más chocante de la 'personalidad colombiana'", según Hernando Gómez Buendía,
sería nuestra asombrosa incapacidad para resolver conflictos", debido, entre otras razones,
a "nuestra intolerancia, nuestra manía de negar al otro y nuestra agresividad
generalizada".
En las líneas que siguen quisiera cuestionar este otro estereotipo y sugerir que no es del
todo claro que seamos una nación intolerante. Pero además, si lo fuésemos, tampoco es
cierto que las sociedades intolerantes - si es posible definirlas con certeza- sean de por sí
violentas, o no democráticas.
Pocos parecen dispuestos a discutir siquiera el tema.
La noción simplemente se repite, una y otra vez, en calidad de axioma que, por lo tanto, no
necesitaría demostración. Así como Hernando Corral se ha lamentado de que seamos una
"sociedad... tan radicalizada e intolerante", Héctor Abad Faciolince siente que vivimos en
"el país del odio", de reacciones "emotivas y primarias..., un país fanático e intolerante".
Allí estaría el origen de nuestros males.
Los grupos de extrema derecha o izquierda, las masacres, el desplazamiento interno
habrían sido generados, de acuerdo con Mauricio Lloreda, por "una sociedad intolerante,
cerrada, discriminatoria". Algunos, como William Ospina, parecerían a ratos limitar el
problema a una actitud de las élites, aunque la vaguedad del juicio indicaría que se trata de
un comportamiento general, con profundas raíces en el pasado. "Desde muy temprano en
nuestro país" -nos dice Ospina-, "se dio esa tendencia a excluir y descalificar a los otros,
que nos ha traído hasta las cimas de intolerancia y de hostilidad social que hoy
padecemos". Según Otty Patiño, "la violencia que martiriza a Colombia tiene como base
una incomunicación nacida de la actitud prepotente y juzgatoria desde donde miramos a
los otros. Cada colombiano -incluyendo a los armados- tiene un estrado desde donde mira
atrincherado descalificando al resto".
El comportamiento de los criminales se asimila así al de la nación. O al revés. Da lo mismo.
Obsérvese cómo la personalidad de los sicarios se transforma en el curso de la
conversación entre Maria Victoria Uribe y Martha Cecilia Vélez, dos prestigiosas
antropólogas.
En medio de un diálogo sobre aquellos asesinos i sueldo, hoy célebres protagonistas del
cine y las novelas, María Victoria Uribe de pronto señala: "A mí lo que me impresiona de
los colombianos es ese sino lunático tan impresionante. ¿Por qué esa atracción por la
muerte?".
A partir de allí, la conversación sobre los sicarios se convierte, indistintamente, en una
sobre los colombianos, o sobre este país "donde gran parte de la población está constituida
por seres sin identidad que para llegar a ser personas tienen que morir". Bajo esta forma
de razonar, Martha Cecilia Vélez sugiere como hipótesis que "el colombiano no soporta la
existencia deI otro". Y se pregunta: "¿Qué es lo que le es insoportable al colombiano de ese
otro, que lo tiene que destruir?".
En algún momento de la conversación se alcanza a confinar el problema de la falta de
"reconocimiento del otro" a las áreas rurales. Y al final, las académicas logran advertir "que
quede claro que aquí no estamos hablando de la generalidad". Pero ésta es una advertencia
tardía e insuficiente para contrarrestar todo el sentido de la preocupación que encierra el
interrogante casi concluyente de Martha Cecilia Vélez: "¿Por qué entonces no soportamos
la diferencia?".
En los propios términos del diálogo entre estas antropólogas, el mal que allí se identifica
no aparece como propio de los criminales sino del conjunto social. Todos los colombianos -
en nuestra incapacidad de tolerar "al otro"- seríamos sicarios en potencia.
La intolerancia aparece, pues, como una razón sobresaliente del problema de la violencia
en Colombia.
¿Dónde se originaría esa intolerancia?
Según Carlos Uribe Celis, se trata de una "tradición... en la política colombiana", un
"defecto" que se explica en parte por la "herencia española". Sin embargo, "la verdadera
intransigencia" habría empezado "con el liberalismo radical de mitad del siglo XIX", y
habría sido reforzada por "la ideología religiosa" que se opuso al embate de los Radicales.
Fabio López de la Roche también considera que la intolerancia entre los colombianos ha
sido una constante histórica, asociada al fanatismo religioso promovido en particular por
la Regeneración -el régimen político que dirigieron Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro,
tras la Constitución de 1886-. La división entre liberales y conservadores fundada sobre
todo en motivos religiosos le habría dado a la "contienda política en Colombia un fuerte
carácter sectario e intolerante". Durante la segunda mitad del siglo XX, las "dinámicas de
intolerancia, autoritarismo y exclusión presentes en el... Frente Nacional", se habrían
reforzado por muchos de los "fundamentos ideológicos y elementos hegemónicos de la
vieja izquierda", es decir, las doctrinas marxistas-leninistas que dominaron en círculos
socialistas y comunistas.
Las razones ideológicas se complementarían con las educativas. "El gran fracaso de las
generaciones que manejaron el país en el siglo XX", ha observado Sergio Otálora
Montenegro, "es que no pudieron consolidar una pedagogía distinta a la del autoritarismo,
el castigo y la memoria".
La primera observación que debería hacerse ante tanta generalización sobre la supuesta
intolerancia de los colombianos es que hace falta la evidencia empírica para sustentar tal
hipótesis.
Aquí no existen investigaciones modernas sobre valores ciudadanos que permitan medir la
tolerancia a lo largo de los años, como se ha venido haciendo en los Estados Unidos desde
los estudios de Samuel Sloufer en 1954. Aquí, en forma simplista, se han tomado los altos
niveles de homicidio como prueba bastante de que la sociedad no reconoce la diferencia,
que no resiste a aceptar "la existencia del otro", que somos, en fin, intolerantes.
Así como se afirma que hemos sido un país históricamente violento, se concluye con igual
ligereza que nos ha dominado siempre una tradición de intolerancia, sin mayores
distinciones a lo largo de casi dos siglos de vida republicana, como si nuestro
comportamiento estuviese condicionado aún por el legado de la Inquisición y del
absolutismo español.
Y estos juicios se aventuran sin comparaciones con el mundo exterior, donde parecería
entonces que, a diferencia de nuestro infierno, reinara la tolerancia como valor universal.
Cualquier repaso medianamente profundo de la historia republicana no tardaría en
descubrir la existencia de instituciones, formales e informales, y de prácticas sociales que
no habrían podido tener cabida en una sociedad dominada exclusivamente por la in-
tolerancia. Algunas de estas tradiciones serán objeto de análisis en los próximos dos
capítulos así que, por lo pronto, me limito a unas rápidas referencias.
La adopción, desde los inicios de la república, de un sufragio inclusivo -que buscó
incorporar en la nación política a blancos, indios, negros, mulatos y mestizos- y la
temprana aceptación del voto universal masculino - por primera vez, en 1853- no es señal
de una sociedad ni de unas élites identificadas de manera homogénea e inequívoca con la
intolerancia.
Tampoco lo es la prolongada tradición de una prensa libre.
Daniel Pécaut se ha referido a la persistente "valoración de espacios de libertad", "a pesar
de la dramática situación del país", razón que le lleva a "distanciarse de los lugares
comunes sobre la supuesta cultura de la intolerancia entre los colombianos".
Habría otras razones adicionales.
Una sociedad y unas élites intolerantes tendrían que verse reflejadas en instituciones
estatales represivas frente al crimen y el castigo. Hemos tenido gobiernos de mano dura.
Pero han tendido a ser la excepción, no la regla. Si algo ha caracterizado la historia de
nuestra legislación penal y de nuestro sistema judicial ha sido su extraordinaria laxitud -
tanto para el delito común como para el de naturaleza política-.
¿Qué otros países han limitado constitucionalmente la pena de prisión para cualquier
crimen a un máximo de diez años, como se hizo en Colombia por los constituyentes de
Rionegro en 1863? Hágase, por ejemplo, la contabilidad de las numerosas amnistías e
indultos tras las repetidas rebeliones en nuestra vida republicana, y contrásteselas con las
respuestas estatales a fenómenos similares en otros países latinoamericanos, en Europa o
en los Estados Unidos.
Se me dirá tal vez que estoy confundiendo materias muy diversas bajo la noción de
tolerancia.
Mas lo hago precisamente con el explícito propósito de advertir la complejidad del tema,
una complejidad ausente entre quienes insisten en describirnos como una sociedad
intolerante y, en consecuencia, violenta. O viceversa.
¿Hemos sido intolerantes siempre, o sólo en algunos momentos históricos? ¿Cuál es el
sujeto intolerante: la sociedad, las élites, el pueblo, el Estado? Si es la sociedad, ¿es la
intolerancia un valor compartido de forma homogénea? Si son las élites, ¿no hay acaso
diferencia entre ellas? Si es el Estado, ¿por qué entonces sus instituciones represivas han
sido tradicionalmente tan débiles? ¿Hemos sido y somos más o menos intolerantes
que otras sociedades? ¿Cuáles son las diferencias de ese "otro" que no toleramos: las
cínicas, las regionales, las religiosas, las políticas, las de género? ¿Todas por igual?
No tengo respuestas definitivas a ninguno de estos interrogantes.
Sospecho, sin embargo, que una investigación más sistemática nos descubriría un
panorama mucho más diverso que el sugerido por el discurso ligero de la intolerancia-con
tradiciones en conflicto, actitudes heterogéneas en el seno de las élites y entre las distintas
clases y grupos sociales, y con variaciones de lugar y tiempo- De cualquier manera, la
relación entre intlolerancia y violencia -el interés específico de estas líneas-, tendría que
examinarse con mayor detenimiento.
¿Cuáles de las diferencias de ese "otro" que supuestamente no toleramos han motivado en
el pasado, y siguen motivando hoy, conflictos violentos?
Consideremos, por ejemplo, las diferencias étnicas -y la intolerancia social frente a ellas-,
como explicación posible de la violencia.
Tal planteamiento se encuentra implícito en el análisis de Cristina Rojas sobre la búsqueda
de la identidad nacional en el siglo XIX, o en el ensayo de Leonardo Tovar González sobre
el multiculturalismo y la democracia contemporánea.
Rojas no utiliza la expresión "intolerancia", pero se refiere al mestizaje como un proceso de
"blanqueamiento" que habría intentado suprimir de nuestra historia las identidades de
indios y negros. Este hecho, el no haber tenido en cuenta las historias de indígenas y
afroamericanos, sería en sí mismo "un acto de violencia" -la "violencia de representación",
en la terminología de Rojas-, una "violencia originaria" donde se encontrarían "las
premisas de los antagonismos, de la violencia y de las numerosas guerras civiles del siglo
pasado".
Así la violencia estaría relacionada, según Rojas, "con la desaparición de un sistema de
diferencias e identidades heredadas del período de la colonia". Tovar González alude sólo
tangencialmente a las minorías étnicas para referirse, en forma general, a la "dimensión
cultural inherente a todos los tipos de acción violenta que ocurren en el país", al factor
común que les reproduce: "a la incapacidad para aceptar al otro, a la incapacidad para
resolver los conflictos en forma pacífica, a la incapacidad para ser tolerantes".
Hay que admitir con vergüenza que la discriminación racial ha sido predominante en la
historia nacional -contra los indios, y más aún contra los negros y mulatos-.
Tras la Independencia, varias poblaciones indígenas se mantuvieron en estado de
resistencia frente a las autoridades republicanas. Algunas guerras civiles fueron en parte
motivadas por problemas sociales de connotaciones étnicas, sobre todo en el Cauca a me-
diados del siglo XIX. Es posible que la intención de quienes en el pasado hicieron la
apología del mestizaje como José María Samper-, fuese "blanquear" a los colombianos. Y
las zonas de colonización fueron y siguen siendo escenarios de violencia contra las mino-
rías étnicas.
Todo esto es cierto.
Pero la supuesta intolerancia del "otro" -de las diferencias raciales, en este caso-, no parece
ser un argumento convincente para explicar la violencia, ni en las guerras civiles del siglo
XIX, ni en el conflicto contemporáneo.
Si bien, como ya se dijo, algunas guerras decimonónicas sirvieron de expresión de
conflictos étnicos, estos no fueron sus razones dominantes.
Ni los conflictos raciales desembocaron en guerras de grandes dimensiones, como sucedió
en otros países del continente americano: la guerra de castas en Yucatán (1847 y 1855); las
campañas de los generales Rosas y Roca contra los indios en la Argentina; la guerra civil de
los Estados Unidos para abolir la esclavitud negra, o las campañas de exterminio de los
indios en la expansión de sus fronteras. Con frecuencia, las poblaciones indígenas
colombianas fueron movilizadas en favor de alguna de las partes en conflicto -liberales y
conservadores- Los negros y mulatos solían aliarse con los liberales, pero sabían también
mantenerse alejados del campo de batalla, como lo expresara la "Serenata" de Candelario
Obeso: "¿Quieren la guerra/ con los cachacos?/ Yo no me muevo/ Re aquí e mi rancho".
El conflicto actual tampoco tiene raíces étnicas.
Ni las Farc, ni el Eln se formaron para luchar por los derechos de las comunidades
indígenas y negras. Sus cuadros directivos no los representan en sentido alguno: por largos
años el máximo dirigente del Eln fue un ¡cura blanco español! Ni las reivindicaciones
étnicas son sus objetivos centrales. Más aún esos grupos guerrilleros, las Farc en
particular, han dirigido repetidas operaciones militares contra las comunidades indígenas.
El único grupo insurgente con abiertas credenciales étnicas fue el Movimiento Armado
Quintín Lame, fundado en 1985. Este grupo, sin embargo, se acogió a las negociaciones de
paz iniciadas en 1988, que desembocaron en los acuerdos de desmovilización de 1991, en
un proceso considerado como exitoso. Ese año, además, nuestra Constitución adoptó
medidas de discriminación positiva para favorecer de manera especial a las comunidades
indígenas y negras.
Estas observaciones -debo insistir con el fin de tener absoluta claridad sobre el argumento-
no niegan la persistencia de la discriminación racial en Colombia, ni los problemas de
violencia que han afectado a las comunidades indígenas y negras. Pero la hipótesis según la
cual la violencia colombiana -la de las guerras civiles decimonónicas o la del conflicto
contemporáneo- sería el resultado de nuestra supuesta intolerancia frente a las diferencias
del "otro", por razones étnicas, me parece insostenible.
Algo similar, y con mayor contundencia, podría decirse frente a las diferencias culturales
de raigambre regional. Los colombianos somos hoy más tolerantes de las diversas
manifestaciones regionales del país, y hemos hecho cada vez más nuestra, y con orgullo
creciente, esa diversidad.
Se podrían establecer vínculos más claros entre las diferencias políticas -con marcado tinte
religioso en buena parte de nuestra historia-, y las manifestaciones de violencia en
Colombia. Aunque tampoco la ecuación vaya a ser tan simple.
Ya he señalado cómo algunos autores identifican el origen del problema con las extremas
posturas Radicales contra la Iglesia a mediados del siglo XIX, mientras otros lo encuentran
en la Regeneración.
En efecto, José María Rojas Garrido -entre los más influyentes doctrinarios liberales de su
época - fue descrito por Carlos Arturo Torres como el fundador de "la escuela de la
violencia en el pensamiento, cuya proyección necesaria en la política es la escuela de la
violencia en los hechos". A su turno, la figura del conservador Miguel Antonio Caro
sobresale a ratos como el emblema nacional de la intolerancia y el dogmatismo. En 1886,
se reimprimía en la Imprenta de F. Torres Amaya la obra del presbítero español Félix
Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, que provocó una intensa y prolongada polémica
en la que participó el líder liberal Rafael Uribe Uribe años más tarde. Fue durante la
Regeneración además cuando el país recibió a un número significativo de sacerdotes
europeos ultramontanos, como al famoso obispo de Pasto Ezequiel Moreno, quienes
alimentarían posiciones de intransigencia católica.
No estoy negando, pues, que en el pasado colombiano exista una historia de sectarismo
político -asociado de manera estrecha con los conflictos alrededor de la Iglesia-,
estimulado por los discursos y las conductas recíprocamente intolerantes de liberales y
conservadores. El sectarismo partidario echó raíces en las sucesivas guerras civiles
decimonónicas, y se manifestó de manera extrema durante la Violencia que siguió al
asesinato de Gaitán en 1948.
No me parece, sin embargo, que la historia de la lucha entre los partidos deba confundirse
exclusiva o predominantemente con la de sus mutuas intolerancias.
Como tampoco es evidente que sus respectivos discursos hubiesen sido la causa de las
guerras del siglo XIX, o la Violencia del veinte. José David Cortés, por ejemplo, ha
documentado muy bien la existencia de mentalidades antagónicas -de mutua intransigen-
cia entre los católicos ultramontanos, asociados a los conservadores, y los liberales-, en lo
que fuera la diócesis de Tunja entre 1881 y 1918. Pero la relación de tales discursos con la
Violencia de mediados de siglo estaría "por determinarse". Cortés concluye en cambio que,
durante los años que cubre su estudio, no hubo "matanza de curas", ni "síntomas" de que
se hiciese "mella inmediata sobre el pueblo en la concepción de destrucción del
liberalismo".
A esas narrativas insistentes en nuestra supuesta intolerancia habría que enfrentar su
tradición contraria, desarrollada no tanto en forma paralela como en abierta contradicción
y, con una frecuencia no apreciada, de buenos éxitos significativos.
No faltaron sus mentores intelectuales.
A mediados del siglo XIX, la filosofía moral de Cerbeleón Pinzón se destacaba por su
"temperamento conciliador y ecléctico". En sus Ensayos de crítica social, publicados en
1874, Rafael Núñez abogaba por la "recíproca tolerancia" como "una de las primeras
exigen- das sociales", palabras que repitió en 1883 al recomendar el sistema de Herbert
Spencer, que tenía "el raro mérito de no ser exclusivo; es, al contrario, muy conciliador".
A la obra de Spencer siguieron nuevas orientaciones. Su influencia motivó un clima de
tolerancia, sobre "su concepción de la relatividad [y en] ... la amplitud de su criterio
político y su concepto de que la ciencia y la religión no eran inconciliables", como lo
observara Carlos Arturo Torres en Idola Fori, el destacado libro contra el fanatismo
ideológico que podría identificarse con el espíritu de la Generación del Centenario y el
movimiento republicano que orientó Carlos E. Restrepo.
Quienes acusan a la Regeneración de propiciar esa supuesta tradición de intolerancia -y en
consecuencia de violencia-, tendrían que reconocer por lo menos su legado complejo, tan
complejo como las fuerzas que la inspiraron. Y tendrían que saber distinguir también los
cambios sustanciales en la naturaleza del régimen político desde comienzos de siglo, de
manera más explícita desde las reformas de 1910, cuando se abrieron espacios importantes
de convivencia.
Estos, es cierto, no lograron impedir el sectarismo bárbaro de mediados de siglo.
Sin embargo, los acuerdos del Frente Nacional tuvieron precisamente como objetivo
principal apagar esas animosidades partidarias. "Se ha olvidado", nos recuerda Francisco
Gutiérrez Sanín, "... que todos nuestros esfuerzos consociacionales buscaron cimentar los
valores de tolerancia, civilidad y respeto a la diferencia de opiniones". Hay que repasar el
sentido de aquella "estrategia de la concordia" con la que, en palabras de Fernando Cepeda
Ulloa, "... se exaltó el compromiso", para darle paso "a una virtud esencial de la vida
democrática: la moderación... Un paso fundamental hacia la tolerancia".
Se subvalora además que el Frente Nacional logró cumplir con el propósito de acabar con
la violencia sectaria entre liberales y conservadores, y con las serias disputas alrededor del
poder temporal de la Iglesia.
Se aduce que el pacto frentenacionalista propició entonces otro tipo de intolerancias, al
excluir de la lucha política a todos aquellos que no fuesen ni liberales ni conservadores.
La acusación es válida, pero sólo en parte.
Formalmente, la participación en las elecciones y el acceso a los cargos públicos estaba
restringida a los miembros de los dos partidos tradicionales. No obstante, la flexibilidad
del sistema permitió desde sus inicios la presencia activa de otros movimientos políticos.
(Volveré sobre este punto en el capítulo 4). Basta un repaso del recuento que Mario Latorre
hizo de las elecciones de mitaca de 1968 para descubrir de inmediato un complejo mapa
partidista que iba más allá del estereotipo bipartidista, donde se registran las actividades
de la Alianza Nacional Popular (Anapo), el mrl del Pueblo y el Partido Comunista. La
convención que le dio origen al mrl del Pueblo, en franca oposición al Frente Nacional,
tuvo lugar en el mismo salón elíptico del Congreso.
El régimen no fue un paraíso de tolerancia, pero aceptaba incluso la participación electoral
de quienes abogaban abiertamente por la "combinación de todos los métodos de lucha,
revolucionarios, políticos y populares", como lo hizo Gilberto Vieira, secretario general del
Partido Comunista, en aquella campaña electoral de 1968. La percepción sobre la
naturaleza excluyente del Frente Nacional -antes que su misma realidad-, pudo haber
motivado ideales revolucionarios entre los grupos guerrilleros que proliferaron en las
décadas de 1960 y 1970. Mas no creo que sus orígenes, muchos menos la persistencia de
algunos de ellos hasta nuestros días, puedan ser atribuidos a la intolerancia del régimen o
de la sociedad.
De cualquier forma, parecería necesario advertir que el Frente Nacional dejó ya de existir
hace largo rato y, en su reemplazo, existe desde 1991 un nuevo arreglo constitucional,
diseñado con el explícito propósito de garantizar espacios políticos a partidos distintos de
los tradicionales.
Además, si la intolerancia fuera un valor predominante, ¿cómo explicar la repetida y casi
constante disposición nacional a negociar con los distintos grupos guerrilleros, desde fines
de la década de 1970?
La trágica experiencia de la Unión Patriótica -el movimiento que surgió como brazo
político de las Farc tras las negociaciones iniciadas con la administración de Betancur, y
cuyos miembros sufrieron una campaña masiva de asesinatos- suele señalarse como
ejemplo de la incapacidad del sistema político para absorber fuerzas de la izquierda.
Tal argumento es equívoco. Acusa en forma única e injusta al "sistema", mientras libera de
responsabilidades a los grupos de narcotraficantes que propiciaron los homicidios en
algunas regiones, y a la misma cúpula de las Farc, en su absurdo empeño de continuar con
la "combinación de todas las formas de lucha", como lo muestra el relato de Steven Dudley,
Walking Ghosts.
La experiencia tristemente fallida de la Unión Patriótica tendría que contraponerse a los
buenos éxitos de los procesos de paz con otros grupos guerrilleros, cuyas lecciones tienden
a ignorarse.
"Está demostrado" -en palabras de Antonio Navarro Wolf -, "que no hubo una campaña
sistemática para exterminar a los miembros de ninguna de las organizaciones guerrilleras"
que firmaron "acuerdos en los 90". Navarro Wolf lamenta que aún se tropiece en la calle
con expresiones de hostilidad hacia su pasado guerrillero, que indicarían "la existencia de
una fracción considerable de la población con una gran intolerancia política". Sería
sorprendente que no sobreviviesen resentimientos. Y tiene razón al observar las
dificultades inherentes a todo proceso de reconciliación.
Pero esas expresiones de intolerancia que él advierte no se han impuesto sobre ese otro
hecho evidente que Navarro Wolf subraya: quienes firmaron la paz en 1990 fueron
"recibidos con alfombra roja" por la sociedad colombiana. Desde entonces, su protago-
nismo político ha sido extraordinario: en la Constituyente, en los procesos electorales, en el
Congreso, en los gobiernos locales y nacionales, y en el debate de opinión.
El sentido de las anteriores líneas, debo reiterar, no sugiere desconocer las expresiones de
intransigencia presentes, ayer y hoy, en la vida de los colombianos. Mucho menos sugiere
que la tolerancia haya sido un valor predominante en nuestra historia.
Me ha interesado sí cuestionar aquellos juicios que identifican la intolerancia como una
característica de la nacionalidad y arrojar dudas sobre la extendí- da tesis que encuentra en
la intolerancia la causa principal de la violencia en Colombia.
Lo uno, además, no conduce necesariamente a lo otro: una sociedad puede ser intolerante
en grados significativos y al tiempo respetar reglas de conducta que permitan la
convivencia.
Eso es lo que sugieren los estudios sobre tolerancia en el mundo democrático, examinados
por George klosko, en su libro Democratic Procedures and Liberal Consensus. El interés de
Klosko fue explorar las bases del acuerdo que toda sociedad pluralista requiere para gozar
de estabilidad. Su trabajo, más allá de cualquier discusión teórica sobre el tema, se ocupó
en desentra- nar los valores que defienden los ciudadanos en las democracias
industrializadas, y en identificar aquellos alrededor de los cuales existe el compromiso
social que garantiza la vida civilizada.
Las investigaciones emprendidas en los Estados Unidos desde la década de 1950 arrojan
conclusiones en apariencia paradójicas: "Exámenes extensos de las creencias de los
ciudadanos democráticos demuestran una amplia falta de apoyo a valores democráticos. Si
los ciudadanos fuesen efectivamente a poner en práctica sus creencias, los resultados
podrían ser problemáticos".
En una tras otra investigación, la evidencia empírica coincide en señalar los bajos niveles
de tolerancia en la comunidad norteamericana.
Sin embargo, a pesar de ser "generalmente intolerante", como lo señala Klosko, es una
sociedad "estable", donde "las libertades civiles de la mayoría de los individuos están
protegidas". No todos comparten por igual los mismos valores, ni éstos han permanecido
inmutables a través del tiempo. Las élites, por ejemplo, parecen ser más tolerantes que los
ciudadanos promedio. Los grados de tolerancia mejoraron en décadas recientes.
La materia no ha sido al parecer estudiada en otros países con el mismo rigor que en los
Estados Unidos. Pero los resultados serían similares en Canadá, Gran Bretaña y otras
naciones europeas: allí también sobresalen sus bajos niveles de tolerancia.
El consenso básico para la estabilidad de las sociedades pluralistas modernas se da
entonces no alrededor de creencias sustantivas sino de los procedimientos para resolver las
disputas.
Por supuesto que la tolerancia es un valor deseable, asociado a los desarrollos de la
democracia liberal por lo menos desde la obra de John Locke. Esta idea no está aquí bajo
cuestionamiento. Si traigo el trabajo de Klosko a cuento es para subrayar la enorme
complejidad de un tema que, entre nosotros, se suele tratar con tanta ligereza.
Aún si la sociedad colombiana fuese en su mayoría intolerante, ello no explicaría en sí
mismo los extraordinarios niveles de violencia sufridos en las últimas décadas.
La noción según la cual nuestra sociedad es violenta porque es intolerante no es sólo
especulativa -no existen estudios, insisto, que nos permitan saber con certeza si predomina
o no la intolerancia, ni su evolución en el tiempo-, sino que está basada, además, en otra
premisa falsa que exige atención: que la violencia sería la conducta común de los
colombianos.
Más civilizados a pesar de mayor violencia
"Claro que en Colombia sí existe una cultura de la violencia", observó de manera categórica
Hernando (Corral, antes de advertir que "quienes se molestan con esta afirmación, se
olvidan de que este país ha sido 'formado' en medio de la violencia de todo tipo".
Lo que "molesta" - si ésta es la expresión correcta- es la vaguedad del juicio, y la distorsión
histórica de sólo descubrir en el pasado un legado de violencias.
El último estereotipo que quisiera discutir aquí es, pues, aquel que considera la violencia
como la conducta generalizada de la nación.
Su difusión ha tomado las más diversas formas: desde la cruda calificación de Víctor Paz
Otero, quien nos ha llamado "leprosos culturales", hasta los más sofisticados análisis de
sociólogos como William Ramírez Tobón que describen el conflicto contemporáneo como
una "guerra civil", una confrontación entre ciudadanos, donde la fuerza parecería ser la
expresión dominante de las relaciones cotidianas ante la supuesta ausencia de un contrato
social. Según la Comisión de Conciliación Nacional convocada por la Conferencia episcopal
de Colombia, "el ilegítimo recurso a las vías violentas... surge también de una cultura... de
la violencia... Esta violencia se aprende, se interioriza, se justifica y se reproduce por la
inercia cultural".
Este tipo de diagnóstico adquirió fuerza tras la publicación del informe de la Comisión de
Estudios sobre la Violencia, convocada por el gobierno colombiano en 1987, donde se
destacó en itálicas una frase que haría carrera: "mucho más que las del monte, las vio-
lencias que nos están matando son las de la callé". Tal aseveración se respaldaba en
estadísticas dadas por ciertas. El porcentaje de muertes como resultado de la subversión,
señalaba el informe, "no pasó del 7,51% en 1985". Más del 90 por ciento, por lo tanto,
habrían sido "víctimas de una violencia originada en las desigualdades sociales... que se
expresa en formas extremas de resolver los conflictos".
Aunque las proporciones variaron después en algunos grados, las cifras divulgadas por la
Comisión ganaron amplia aceptación.
Han tenido eco en escritos de dirigentes empresariales como Nicanor Restrepo o en
declaraciones de líderes políticos como Fabio Valencia Cossio. Sirven de apoyo a las
aseveraciones periodísticas de Víctor Paz Otero y a las tesis académicas de William
Ramírez Tobón. Un documento de la Presidencia de la República, bajo la administración
de Gaviria en 1993, les imprimió nuevo sello oficial: "La mayoría de los homicidios (cerca
del 80%) hacen parte de una violencia cotidiana entre ciudadanos, no directamente
relacionada con organizaciones criminales". Cinco años más tarde, era ya un lugar común
aseverar, como lo hizo la Comisión de Conciliación Nacional, que "el 85% de las muertes
violentas son consecuencia de la cotidianidad". Su eco más reciente se encuentra en el
informe propiciado por las Naciones Unidas, El conflicto, callejón con salida.
Varias razones sugieren dudar de esas cifras.
De antemano, cada vez es más difícil distinguir entre el conflicto armado y la delincuencia
común. El mismo Gonzalo Sánchez, quien coordinó los trabajos de la Comisión de 1987,
reconoce que "de una violencia política con horizontes ético-normativos definidos..., se ha
venido pasando a una indiferenciación de fronteras con la criminalidad organizada y en
alianzas operativas o tácticas con el narcotráfico".
Se han hecho pocos esfuerzos sistemáticos para medir el impacto del conflicto armado -o
del crimen generalizado en general- sobre los niveles generales de violencia. Pero los
trabajos de Fabio Sánchez, Camilo I 'chancha, Alejandro Gaviria y Mauricio Rubio subieren
drásticas reformulaciones.
Rubio, en particular, adelantó una crítica bastante persuasiva al diagnóstico tradicional en
su libro crimen e impunidad.
Su punto de partida fue un serio cuestionamiento de las cifras que forman parte del
discurso dominante sobre la violencia en Colombia -cifras que estarían en un "campo
rodeado de misterio"-. La información existente sobre los homicidas en Colombia es
precaria, lo "que necesariamente impone una gran cautela en la tipificación de la
violencia". Y la que existe, basada en la que se registra oficialmente, estaría
subrepresentando la violencia "profesional y organizada, como la asociada con el conflicto
y el narcotráfico".
Sin ser definitivo, su examen desafía esa extendida noción de la violencia colombiana como
"algo fortuito, causado principalmente por las riñas", de una violencia "impulsiva y
rutinaria". Sugiere, en cambio, que lo que parece haber ocurrido durante las últimas
décadas "es la consolidación de unos pocos, muy poros, criminales y agentes violentos con
un gran poder, ante los cuales el ciudadano común se siente amenazado, inerme y
desprotegido". Rubio añade un cálculo que, si bien es elemental, es necesario en una
discusión donde a veces se han perdido las proporciones: bajo la extrema hipótesis de que
cada homicidio haya sido cometido por un colombiano diferente, "el número total de
homicidas sería inferior al 0,1% de la población".
Existen además otros indicios que permiten contradecir la idea de una cultura generalizada
de violencia.
La violencia doméstica, por ejemplo, sigue siendo un problema, pero "en el hogar, las
nuevas generaciones parecen ser menos violentas que las de sus padres o abuelos". Las
denuncias por lesiones personales han descendido desde principios de los ochenta. En las
últimas décadas, mientras la tasa de homicidios se disparaba de manera extraordinaria, el
país vivió significativos avances económicos y sociales. Los análisis sobre la naturaleza del
crimen en Bogotá, según los investigadores del grupo Paz Pública, muestran que el
homicidio predominante no es el impulsivo o espontáneo, sino el instrumental, el
resultante de "la acción sistemática y deliberada" de individuos o grupos que lo
promueven.
No es entonces claro que los colombianos hubiesen acudido cada vez más a la violencia
para resolver sus problemas cotidianos. Muy por el contrario, Rubio sugiere que "el
colombiano promedio sería hoy 'más civilizado', menos propenso a la violencia que hace
veinte años".
Quienes se refieren a la existencia de una "cultura de la violencia" no están todos
necesariamente aludiendo a una predisposición natural de la sociedad.
Algunos, como el editorialista de El Espectador, sí han aceptado que en la raíz de la
violencia se encuentran "ciertas deficiencias culturales de origen histórico" que es
necesario superar. Mas otros aluden a la "cultura de la violencia" para referirse al entorno
social que generaría las conductas criminales -como el ambiente de violencia bajo el cual se
estaría criando la niñez, o la motivación de acudir a mecanismos de justicia privada como
consecuencia de la crisis de las instituciones judiciales.
Estos aspectos no deben desconocerse. Sin embargo, la evidencia de los trabajos reseñados
desvirtúa la noción de una violencia socialmente asimilada por la generalidad de los
colombianos, como "costumbre" o "modo de vida" -la definición común de cultura-
Lo que me ha interesado destacar aquí no es tanto la imprecisión del término -"cultura de
la violencia"-, como la falsedad que encierran las cifras que suelen acompañarlo:
simplemente no es cierto que la mayoría de los colombianos sean responsables de las altas
tasas de homicidio que mantienen subyugado el ánimo nacional.
Conclusiones
El propósito final de este libro es reivindicar valores distintos de la violencia, con la que se
ha querido identificar históricamente a la cultura política colombiana.
He creído necesario, sin embargo, iniciar este ejercicio con una especie de exorcismo
preliminar. Por ello describí en el primer capítulo la forma como la nación es sometida casi
a diario a un discurso que la criminaliza, ese lenguaje interiorizado por columnistas de
prensa, Intelectuales sobresalientes y líderes políticos que, al utilizar la primera persona
del plural -"nosotros"- para referirse a los autores de los homicidios, nos convierte a todos
en un país de asesinos, portadores natos de una tradición maligna.
Este segundo capítulo abrió con el reconocimiento de la necesidad de enfrentar, como
nación, tanto un pasado vergonzoso de guerras internas como un presente arrollado por la
violencia.
Pero tal reconocimiento, antes de confundirse con un acto de expiación colectiva, debería
acompañarse de una más justa apreciación de las causas del problema.
A pesar de los valiosos esfuerzos del mundo académico por desentrañarlo, el tema de la
violencia colombiana -ayer y hoy-, continúa aún rodeado de interrogantes sin resolver. En
las distintas secciones de este capítulo sólo quise abordar algunos de ellos, que considero
relevantes en la tarea de ir despejando el camino para entender mejor el discurrir de la
nacionalidad.
En particular, he cuestionado tres estereotipos que tienden a dominar las explicaciones
sobre la violencia: que la nación política se define en un pasado continuo de guerras, que
estas guerras se originaron y se siguen originando en la intolerancia de los colombianos, y
que la violencia hoy es la conducta generalizada de la sociedad.
Importa advertir la amplia difusión de dichas explicaciones, como si se tratase de dogmas
irrefutables, y su notable aceptación entre quienes diseñan y ejecutan políticas
gubernamentales.
Considérese, por ejemplo, el diagnóstico que ofrece del problema Luis Carlos Restrepo,
alto comisionado para la Paz de la administración de Uribe, en su libro Más allá del terror.
Abordaje culural de la violencia en Colombia. Su lenguaje corresponde al de quienes
suelen retratarnos como ese "país asesino" descrito en el capítulo anterior y su diagnóstico
sobre el problema de la violencia corresponde al que acabo de examinar.
Según Restrepo, "hacemos fiestas para matarnos"; "matamos, quizá, para saber si estamos
vivos..., si en la embriaguez homicida es posible capturar alguna identidad"; para
comprender al país tendríamos que "comprender al matón que todos llevamos dentro". La
violencia que hoy sufrimos sería "el producto de la acumulación y sedimentación de
muchas guerras inconclusas". Durante el siglo XX, "guerra y política se mantuvieron...
como prácticas simétricas"; la guerra fue "la forma como el pueblo se relacionaba con la
política"; la guerra habría fundado el derecho y definido la legitimidad de las jefaturas
políticas.
Restrepo hace un breve reconocimiento a la "pausa en la contienda" , tras la Guerra de los
Mil Días y la influencia del movimiento republicano, pero en vez de valorar su legado,
regresa pronto a una narrativa donde se destaca la continuidad de la violencia incubada en
"más de un siglo de intolerancia", marcados por un "pasado autoritario", en un proceso que
nos ha vuelto "ineptos para dialogar con la diferencia".
La violencia se habría convertido, pues, para "muchos colombianos... en un hábito, en un
estilo de vida".
Restrepo no se molesta en precisar quiénes o cuántos son esos "muchos", quizá porque
según sus propias palabras, "no existe una frontera tajante entre los violentos y quienes no
lo son". De cualquier forma, la violencia "nos obliga a derramar sangre como única manera
de dar cauce a los conflictos que padecemos".
Estaríamos sufriendo "una guerra contra nosotros mismos".
Éste no es el lugar adecuado para un examen de los planteamientos de Restrepo, que
deben examinarse a la luz de sus propuestas de reconciliación. Su texto, sin embargo,
recoge muy bien los estereotipos que he querido controvertir en estas páginas.
Un corolario paradójico de estos discursos, que identifican el curso de la nacionalidad casi
exclusivamente con la violencia, es su lamento contradictorio sobre nuestras tradiciones
liberales y democráticas.
A Restrepo le anima un deseo genuino de fortalecer espacios de civilidad.
Considera, sin embargo, que dentro del "análisis cultural de las violencias que nos sacuden
no tiene sentido unirnos de entrada al coro de los intelectuales que alaban en abstracto las
bondades de la democracia".
Sugerir la necesidad de hacer precisiones sobre la identidad de los criminales, des
victimizar a la nación y rescatar el principio de la responsabilidad individual, reconocer en
nuestra historia la perseverancia de valores liberales, civiles y democráticos: todo esto
sería, según algunos, difundir una versión rosa y complaciente de nuestra historia.
Sólo podríamos aparecer siempre envueltos en nuestra propia miserable barbarie.
Óscar Collazos señala que "una minoría de colombianos ha secuestrado a la otra inerme
mayoría de colombianos", un reconocimiento que le ha llevado, sin embargo, a proferir,
con furia: "que se callen los imbéciles y los ingenuos que aún hablan de civilización y
democracia".
Ojalá hubiese más "imbéciles" e "ingenuos" que hablasen de civilización y democracia.
Estos lamentos sorprenden además porque, en las últimas décadas, la democracia
colombiana -en abstracto y en concreto- se fue quedando sin defensores intelectuales.
Como lo observó Gonzalo Sánchez en 1990, los estudiosos de nuestra realidad
contemporánea habían modificado de manera sustancial sus percepciones del escenario
nacional: "de una marcada insistencia en la tradición y cultura democráticas del país, se
pasó a un énfasis reiterado en la cultura de la violencia". En su más reciente reflexión -
Guerras, memoria e historia-, Sánchez reconoce que en sus anteriores trabajos sobre la
violencia quizá dramatizó "un tanto los aspectos guerreros, minimizando los rasgos
civilistas y las conquistas de la historia colombiana en otros órdenes".
Son esos rasgos civilistas y esas otras conquistas las que me parece ahora oportuno
rescatar del abandono.
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