LA ANTIGUA CALLE DEL TIGRE

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1982/11/07

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¿VI

L A ciudad tuvo —tiene ysiempre tendrá— callesseñaladas por el mar-

clíámo de la mar, de esa marsiempre presente que pone her-vores inmortales en sus costas.Unas han desaparecido ante elavance constante del Tiempomientras que otras, más afortu-nadas, se han conservado acosta de —enorme sacrificio—perder aquel grato, entrañableambiente de antaño.

Aquella explanada que se re-mataba en la maciza y bélicaestampa del castillo de SanCristóbal, daba paso a la ciu-dad comercial por las rectas,estrechas calles suficientes pa-ra el tráfico de entonces, aquelde acompasado latir y batir deférreas herraduras sobre loscallaos que parecían teníanaún en su seno el hondo fragorde las playas.

Abajo, a la orilla casi de lamar tranquila, quedaba la Ca-pitanía del Puerto, la Direcciónde Sanidad, la Pescadería y lostinglados que, al coste de13.098 pesetas, en el siglo pa-sado construyó la Junta de Co-mercio.

La vieja Aduana —aquella deportada de mármol y labradoescudo— completaba por el Surel aspecto de la zona, mientrasque, por el Norte, la limitaba laceladuría de Puerto Franco, ca-seta de Consumos, los almace-nes de la firma de Ruiz Arteagay la casa del torrero.

La actual realidad —esplén-dida realidad— de la calle delTigre, la antes vieja y jorobad a,se abre, como antes también lohacía, ante la sonora y verdeAlameda, la obra del marquésde Branciforte en 1787.

Nada queda ya de aquellascentenarias casonas con tocadode humildes tejas canarias quedaban sombra, calor y vida a lavieja calle marinera. Enmarca-da entre las de San Francisco yla Marina, la calle del Tigre pa-recía compartir el ambiente,grato, que caracterizaba am-bas entonces —y también aho-ra— vías de Santa Cruz. La pri-mera, con su viejo y bello bal-cón canario apuntaba a los le-janos Toscales y dormía sueñode años. Y parecía guardar en-

En la vieja calle, caserones con gárgolas —como gatos petrificados— bajo las tejas canarias

Santa Cruz de ayer y de hoy

La antigua calle del Tigre•

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tre sus pétreos adoquines repi-ques de herraduras y rumoresde landos y coches de punto.

En la paz de la plaza, bende-cida por canción lenta de cam-panas, se refleja la misma tran-quilidad, la misma paz y sosie-go que otra nuestra ciudad her-mana —la Santa Cruz palmera—goza a orillas de la mar que leacuna con eterna y monótonacanción, la misma que, enFuerte ventura, daba soñarreraa don Miguel de Unamuno.

De este ambiente sosegado—pleno de tranquilidad dormi-da— parecía estar empapadoaquel primer tramo de la calle,hoy resucitada y con nueva yesplendorosa vida, que se ador-naba, como bien se aprecia enla imagen, con la gracia inge-nua del viejo edificio, bañe arioy comercial, que ocupaba en-tonces el Hipano-Americano.

El caserón de los Hardisson—resonancias de las navierasChargeurs Reunís, Trasatlanti-que y Transport Maritimes—ponía la nota comercial, consu-lar y consignataria, nota que seacentuaba a la vista de losequipos y pertrechos náuticosen algún amplio, oscuro alma-cén cercano.

Las vigas de tea —hijas delmismo bosque tinerfeño o pal-mero que se hizo quilla delAtlántico azul— perdía su olorresinoso ante el respirar muer-to de los cabos que, como ser-pientes de cáñamo o abacá, seadujaban chirriantes junto asus hermanos de acero flexible.

Toda la amplia gama de es-tos productos con náutico mar-chamo se derramaba —plena desugerencias para los chicos conafición a la mar y los barcos—de los altos estantes que en-marcaban los viejos almace-nes. Sobre el olor acre de laspinturas triunfaba el suave olorde aquel buen tabaco de VueltaAbajo y Santo Domingo. Losfardos de blancas esteras y ya-

guas rememoraban bohíos ypalmeras empenachadas —es-tampa muy siglo XIX— del Cari-be ardiente y huracanado,aquel que fue español hasta1898.

La muralla verde de la Ala-meda filtraba la invasión sono-ra que del puerto cercano—aquel que, como hoy, siempreestaba afanado— pugnaba porpenetrar en la estrecha vía. Losgualdrapazos y el flamear alviento del velamen de los «vive-ros» se apagaba y llegaba, enecos amortiguados, con el es-trépito de los «winches» y lasagudas pitadas de los remolca-dores que, con las negras gaba-rras en sus estelas —aquellasrepletas del tesoro humilde del«best Cardiff»— se dirigían a ladársena para rellenar a los va-pores que, fondeados a la gira,aguardaban con las carbonerasexhaustas.

Eran barcos con chimeneaen candelero. Barcos con palos

de mucha guinda y, siempre,empenachados de humo. Eranbarcos con estampas marine-ras que ya no se ven sobre la lá-mina azul e inquieta y, cerca dela marquesina, las flechas delos palos, finos, señalaban elfondeo de los veleros que ya noson el Atlántico isleño.

Cerca del cañonero de apos-tadero —«Laya», «Lauria» o «In-fanta Isabel»— las pequeñas ga-barras del «tren de lanchas»que, todas ellas, se diferencia-ban de sus compañeras, aque-llas de recia construcción que,con amplio festón de defensas,se adornaban siempre con el te-nue polvillo de los carboneos «ala burra».

Todo esto, y mucho más, eraparte del escenario que desdela vieja calle se divisaba a dia-rio. Los personajes de las tas-cas eran versos de Tomás Mo-rales plasmados en realidadconcreta: «Son viejos marinos

que apuran lentamente - pen-sativos y graves sus copas deaguardiente».

Calle con visión perenne debarcos. Calle con recio, acom-pasado eco de pasos marineros.

Hoy todo ha cambiado. Hoy,la calle antes acamellada lanzaa la ancha vía los esplendentessenderos del sol que sus acris-taladas fachadas reflejan. Enlos altos laureles de Indias,aquellos de estirpe cubana, latrinadora población, valseantede alegría, parece regocijadaante la nueva estampa que anteella se muestra.

En los altos ventanales no semiran ya soles de antaño. Ríeel cristal risa franca, risa de vi-da y juventud. Pero, mientras,otras risas —vivas, pero tam-bién llenas de lágrimas de me-lancolía— se ahogan en la tra-gedia de su agonía solitaria.

La ciudad que dormía en es-tos viejos rincones pertenece alpasado. Las trabajadas puertas

y ventanas que en los recios pa-redones rompían la monotoníade sencilla y hermosa arquitec-tura —con gárgolas como gatospetrificados— se han ido parasiempre. Sólo nos vuelven enevocaciones arropadas en elhálito triste y melancólico de loque ya no es.

Murió la playa de Ruiz,aquella sobre la que, como unbalcón se proyectaba la viejacalle. Murió también la canciónde las olas en los callaos y, conella, la recia y marinera de lasvelas que sobre los botalones ybotavaras deban vida a las go-letas y balandros que tampocoson en la mar de las Islas.

También la farola mató supuñal de luz, aquel que atrave-saba las tinieblas y era grato alos ojos de los serviolas con mi-rar de lince. Se nos fue tambiénla estampa del centenario cas-tillo de San Cristóbal y —¿paraqué seguir?— las de tantas edi-ficaciones que, durante años yaños, fueron características deaquel sector marinero y comer-cial. Pero, repetimos, todoaquellos nos vuelve en las evo-caciones arropadas en el hálitotriste y melancólico de lo queya no es.— Juan A. Padrón Al-bornoz.

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