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LA BIELA Y EL CIGÜEÑAL
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Índice
Introducción
1 Desarrollo 1.1 La igualdad como pesadilla 1.2 La desigualdad como esencia 1.3 La realidad como intransigencia 1.4 La necesidad como excusa 1.5 La biela y el cigüeñal como explicación
2 Conclusiones
3 Referencias
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Introducción
La pretensión de buscar y alcanzar la igualdad material entre los seres humanos
es un absurdo. Nace a partir de una visión que tergiversa –por error o por
conveniencia– el concepto mismo de igualdad, por lo menos a como era
concebido por el movimiento de la Ilustración y que hizo posible el derrumbe del
absolutismo como forma de gobierno.
Es tal el nivel de ensoñación que a través del tiempo se ha ido apoderando
de las mentes de la inmensa mayoría de la población por perseguir tal entelequia
que ha permeado en la sociedad en su conjunto como una auténtica pesadilla.
Partir de negar la realidad –el hecho comprobable que la desigualdad entre
los seres humanos es inherente a su propia naturaleza–, no conduce sino al
autoengaño.
Identificar la esencialidad de la desigualdad como factor que aporta ventaja
evolutiva a los seres vivos y, específicamente para nuestros propósitos, en el ser
humano, es fundamental; negarlo conduce por caminos de evasión mental que
terminan por concretarse en proyectos basados en idear experimentos de
reconfiguración, de rediseño, de lo que es, en esencia, el ser humano: un individuo
único e irrepetible; para suprimir su unicidad, y pretender volverlo una masa
informe, indistinguible, falsamente igual al resto.
No podemos permitirnos el lujo del olvido, no debemos dejar de señalar las
atrocidades que se han cometido cuando se embarca la humanidad en aventuras
que, basadas en experimentos que plantean cerrar los ojos ante la realidad de lo
que es la naturaleza humana, embaucan con su siseo y demagogia, y obnubilan la
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mente de quienes embelesados les adoran, porque nos dicen lo que queremos
escuchar.
Pero la realidad es necia –intransigente–, no se sujeta a nuestros caprichos, sino
que, contundente, demoledora, antes de lo imaginado, termina por golpear y
derrumbar los mitos que se construyen con la pretensión de negarla.
¡Pero los seres humanos viven agobiados por las necesidades!, y eso nos
abruma y mueve a la actividad, a la acción. En vez de reflexionar nuestro actuar
creemos que podemos impunemente evadirnos y huir.
Ya sea que lo hagamos de manera sincera o nos conduzcamos con
perversidad, los medios adoptados para tan aparente noble fin –la pretensión de
igualar materialmente a los seres humanos–, no conducirán al logro del objetivo,
sino todo lo contrario, para concluir el proceso en fracaso; fracaso que se traduce
en sacrificios y sufrimientos evitables a que se ven sometidos quienes han sido
atrapados en tan atrayente ficción.
No hay sino asumir nuestra responsabilidad personal de hacernos cargo de
nuestras vidas, las necesidades que nos plantea la existencia son el combustible
que alimenta la iniciativa, el motor interno del progreso personal, acicate de la
innovación y el talento.
Dejar en manos de otro lo que nos atañe a cada uno de nosotros no hace
sino brindarles las necesidades como excusa a quienes habrán de erigirse en
adalides de su satisfacción, que se nos ofrece sin esfuerzo ni merecimiento alguno
de nuestra parte; es perder la libertad, y quedar atrapados en brazos del Estado.
Por comodidad –y pereza– damos por sentado que vivimos y gozamos de
plena libertad, aunque no queda claro que sepamos apreciar sus alcances y, lo
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peor, que la libertad de que disfrutamos no se le entienda indisolublemente ligada
a la responsabilidad que nos atañe asumir respecto de nuestra vida y su sustento.
De tal manera que –como lo establece Lord Acton– “la más sublime oportunidad
que alguna vez tuvo el mundo se malogró porque la pasión por la igualdad hizo
vana la esperanza de libertad” (citado por Hayek, 2009: p. 137), pues no puede
ser libre quien exige del Estado cada vez más la satisfacción de sus necesidades.
Nuestra configuración genética y mental tiene en la diversidad y variabilidad
su fortaleza y ventaja evolutiva, atentar contra la misma y pretender su rediseño
para buscar la igualdad material entre los seres humanos nulifica el potencial
creativo al grado de que, poco a poco, pero de manera inevitable, terminará por
apagar el motor interno del progreso personal.
Así, por fin, como lo desean los seguidores de la tradición colectivista,
igualarán la configuración, el diseño funcional, de la biela y el cigüeñal, pero sin
alcanzar el éxito buscado, no lograrán que el vehículo marche, sino que, por el
contrario, se detendrá, al haber inutilizado la esencia misma de su andar, la
desigual configuración de ambos componentes.
La metáfora intenta contribuir a hacer explícito lo que –no obstante ser
evidente– se nos presenta como si fuera ininteligible y se oculta en el uso de un
lenguaje falaz que responde a los sentimientos que nos dominan, los que son
elevados al nivel de guías insustituibles para los fines que se persiguen.
No hay, en la postura expuesta en el presente trabajo, indiferencia por las
condiciones de pobreza que aún prevalecen, sino, por el contrario, interés por que
se precise el punto en la diana y ajustar el tiro para dar en el blanco.
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1 Desarrollo
1.1 La igualdad como pesadilla
Asombra observar que si hay algo que seduce a la mayoría de las personas
no es, por ejemplo, la libertad de que podamos gozar hoy en día y la búsqueda
permanente de cuidarla y, aún más, acrecentarla, sino que es la igualdad la
estrella que guía los pasos de millones en el mundo.
Pero no hablamos de lo mismo cuando nos referimos a la igualdad. Como
ocurre con otros tantos conceptos, igualdad es uno más que ha sido adoptado –y
tergiversado– por quienes se autonombran progresistas y que generalmente se
identifican como de izquierdas, de matriz colectivista.
De la igualdad de todos los seres humanos ante la ley –bandera de la
Ilustración, clave en la destrucción del absolutismo–, se pasa a la igualdad
material entre los seres humanos sin el menor recato, ni razón.
Y no hay razón al pretender la igualdad material entre los seres humanos
dado que los seres humanos no son iguales entre sí; luego, entonces, de un
absurdo –tergiversar el concepto de igualdad–, además de entrañar una
perversidad, se pretende desprender conclusiones que, al intentar implementarse,
destruyen incentivos implícitos en la propia naturaleza humana para favorecer la
sustentabilidad de su progreso; incentivos que, fundamentalmente, responden de
mejor manera a salvaguardar los derechos esenciales de los que depende la vida
misma, como son la libertad individual y la propiedad.
De ahí que importe desentrañar e insistir siempre en los riesgos que implica
la adopción de tal visión, pues es hoy en día la esencia, el fundamento, de las
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pugnas que alimentan las discordias y dan sentido a las luchas políticas que
ocupan quizá a la mayor cantidad de personas en el mundo.
Y lo es ya sea que las energías se canalicen a través de los mecanismos
complejos de la democracia –mediados por la efervescencia de grupos y actores
imbuidos con tal forma de pensar– o recurriendo a medios antidemocráticos para
pugnar por tal fin.
Abonar a favor de dejar en claro que la desigualdad es inherente al hombre,
no es ocioso, pues perseguir la igualdad material entre los seres humanos se ha
vuelto una verdadera pesadilla que, además, incuba los gérmenes de las peores
perversiones que la humanidad ha padecido, cuyos efectos atroces no dejan de
ensombrecer el sitial de honor de la propia especie humana.
Reconocer las diferencias que naturalmente distinguen a unos seres
humanos de otros es un conocimiento que está al alcance de la mente humana,
desde las diferencias que nos son evidentes, hasta las que demandan indagar
más y requieren acercarse a la ciencia.
Es duro aceptar la realidad y, en ese sentido, el activismo movido por los
sentimientos conduce a construcciones mentales que obnubilan la mente y
terminan siendo una falacia que retrasa aún más el tomar consciencia de la
realidad y actuar.
El mundo no nació ayer ni existe sólo lo que está frente a nuestros ojos,
bueno es recordarlo. “Hesíodo adopta el común mito religioso o tribal de la <<edad
dorada>>, que refiere un supuesto estado original del hombre en un Edén o
Paraíso de abundancia ilimitada [...] (Rothbard, 2013: p. 38) y, no obstante el
tiempo transcurrido desde la época de los griegos, esa manera de pensar a que se
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aferra Hesíodo sigue siendo el credo esencial que nutre al pensamiento
colectivista, ya sea que se le identifique en su sentido religioso, o se adopte bajo
un marco declaradamente ateo.
Esa visión que se tiene de la vida, que destaca Rothbard, es la misma que
Isaiah Berlin (2015) identifica en el movimiento romántico que, al referirse a
Schiller específicamente, dice que éste “…cree que existió alguna vez una
magnífica unidad humana, una edad dorada, donde la pasión y la razón no
estaban divididas y donde la libertad no estaba separada de la necesidad”. (p.
127).
Tal visión lleva a quienes la sustentan a generar un sentimiento de culpa –
una alusión velada del bíblico pecado original– que se promueve expiar a través
de la pretensión de hacer iguales a los desiguales.
Pero, ¿qué hicimos?, alarmados –siguiendo a Schiller–, concluyen de lo
anterior, como corolario, la afirmación en la que creo funda su credo e identifican,
a mi juicio, ese pecado original: “[…] luego sucedió algo alarmante: la división del
trabajo, la desigualdad, la civilización”. (ibíd.)
¡Resulta que la división del trabajo […] y la civilización son nuestro pecado
original!
¿O sea que es mejor la etapa de la barbarie? Así, atascados en el atraso,
cualquier mejora desencadena la desigualdad, de ahí la neurosis: ¡queremos vivir
siendo todos iguales, aunque seamos más pobres! Ahí está el meollo de la
cuestión.
Hay pues una tensión entre la realidad y nuestra actuación, lo que en el
fondo permea todo el debate. Difícil pedir frialdad en el análisis y en la emisión de
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juicios; sin embargo, deslizarnos por el filo de la navaja del sentimentalismo no
hace sino ocultar la realidad que es la que debemos de intentar comprender.
Yo entendería y asumiría el mea culpa si personalmente estoy involucrado en
actos ilegales y que los mismos ocasionen sufrimiento a otros; de no ser así,
carece de sentido cortarse las venas o pretender envolvernos en la bandera
nacional y lanzarnos al vacío.
Ser intolerantes ante la comisión de actos ilegales y contra quienes ocasionen
sufrimiento a otros me parece de lo más humano y exigible.
Tras lo anterior, determinar lo que es justo –dar a cada quién lo merecido, lo
que le corresponde–, de lo que no lo es, se hace presente; y, para complicarla aún
más, le damos entrada al terreno minado de la denominada justicia social. Ya no
se trata, ya no hablamos –simple y llanamente– de justicia; ahora le hemos
agregado un apellido referido a lo social; no hay tal, es un invento ligado a la visión
mesiánica, milenarista, del redentorismo social, que tiene en el relativismo lógico,
en el polilogismo (Popper) su cuartada.
Resulta de trascendencia indagar acerca de lo anterior dado que la
naturaleza social del hombre –condición que reafirma su propia naturaleza y
claramente identificable en el proceso mismo de hominización–, como medio en el
que se gestan y se hacen manifiestas las características identificadoras de lo
humano, ha llevado al error de concebirlo no como un fin en sí mismo sino como
un medio (Rand, 2008): lo social adquiere categoría de entidad, de tal manera
nugatoria de lo individual; al terminar por diluirse en lo social lo que sólo atañe –en
justicia– al individuo.
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Una cosa es que en el proceso de hominización se hayan ido dando formas
de organización –modos de organización social–, como el medio privilegiado en el
que se concreta la esencia de lo humano y, otra es que, en ese proceso termine
por perderse el carácter individual del ser como fin en sí mismo y evitar se le
conciba como un medio más a utilizar para el logro de fines a los que se les
atribuye valores superiores, por encima del valor supremo que debe tener y
preservar la independencia y libertad del ser humano como individuo (Ibíd.).
En lugar de responsabilizarnos por nuestro destino, buscamos –y de hecho
encontramos en nuestro inconsciente colectivo– las justificaciones que nos
procuran las explicaciones, las causas del por qué no logramos alcanzar lo que
consideramos es nuestro derecho.
Como bien lo sentencia Hayek (2009): “cuando el curso de la civilización
toma un giro insospechado, cuando, en lugar del progreso continuo que
esperábamos, nos vemos amenazados por males que asociábamos con las
pasadas edades de la barbarie, culpamos, naturalmente, a cualquiera menos a
nosotros mismos” (p. 39).
Las expectativas crecientes de una población ávida por la satisfacción de las
viejas y nuevas necesidades se veían alentadas por los demagogos a quienes les
favorecía y brindaba soporte a sus arengas, los logros alcanzados por el progreso,
el que operaba a través del ejercicio de las capacidades individuales puestas en
acción por el liberalismo, pero que por su propia naturaleza concretaba lentamente
sus resultados provocando impaciencia en la población y ser presas fáciles de
quienes ofertaban un mundo ideal, un mundo feliz, como lo hacía el pensamiento
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socialista –el colectivismo–, que ofrecía como alternativa al individualismo, al que
se le tachaba de egoísta, arquetipo de la maldad.
Pero, ¿qué entender por progreso y cuáles sus perspectivas? Me parece que
en cada época los seres humanos, con su actuar edifican momentos, etapas
regresivas, inmovilistas y progresivas, con respecto a ahora, al día a día, de los
saberes que los seres humanos tienen, y ponen en práctica, para idear
alternativas de solución (Popper) a los retos que plantea la existencia; ni
predeterminación, ni ascenso permanente. Vivimos sujetos a la incertidumbre y al
azar, el riesgo es esencial a la vida misma.
No obstante, también el concepto progreso se relativiza y se le define a
modo, como lo enfatiza Nisbet (1986), para quien, por ello, “…casi no hay límite
para las metas y propósitos que los hombres se han fijado a lo largo de la historia
para asegurar el progreso de la humanidad.” (s/p)
Pareciera que debemos de entender el progreso de la humanidad como esa
marcha dinámica y no estática; incesante, pertinaz, y ascendente, hacia un destino
predeterminado. No puede ser así, en cuanto al dinamismo y ascenso atribuidos
indefectiblemente al progreso –porque el progreso no es cosa segura, cierta e
inevitable, pues siempre son factibles momentos de regresión y hasta de
derrumbe–, mucho menos por lo que se refiere a la existencia de un punto al cual
llegar; concebir la existencia humana –origen y destino– desde el punto de vista
místico sienta sus raíces en la más remota época en que el Homo Sapiens
prevaleció sobre la faz de la tierra y pervive como visión en no pocas personas
hasta el día de hoy, por no decir que quizá forme parte del pensamiento más
arraigado en el mundo.
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Pero, la idea de progreso importa, además, porque tergiversar el significado
de los conceptos o apropiarse de ellos, ha sido la estrategia de mayor éxito de
quienes se sustentan en el ideal de fondo colectivista. Las izquierdas en el mundo
se autonombran progresistas. Son ellos quienes están a la vanguardia y, al
proclamarse como tales, se insertan en el imaginario colectivo y lo seducen.
1.2 La desigualdad como esencia
Instalados en el frenesí por la igualdad –que para los fines que persiguen
quienes sustentan la mentalidad colectivista no es sino igualdad material entre los
seres humanos– no reparan en lo esencial que la desigualdad tiene en la
humanidad, y hasta ocioso les resulta cuestionarse.
No obstante, ¿son todos los hombres iguales? ¿A qué nos estamos
refiriendo en este caso cuando hablamos de igualdad entre los hombres? Hannah
Arendt (Arendt, 2016) nos recuerda que “[...] Aristóteles afirma que una comunidad
no está formada por seres iguales sino, al contrario, por individuos diferentes y
desiguales.” (p. 54); en tanto que, J. J. Rousseau (1999) en su libro Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, enfatiza la necesidad de
conocer al hombre si se quiere responder a los cuestionamientos arriba
señalados.
Porque, ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres, si antes no se les conoce a ellos? Y ¿Cómo llegará el hombre a contemplarse tal cual lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión del tiempo y de las cosas ha debido producir en su complexión original, y distinguir entre lo que forma su propia constitución y lo que las circunstancias y su progreso han añadido o cambiado a su estado primitivo? (Rousseau, 1999: p. 19)
Si nos detenemos a observar la realidad, podemos apreciar que un
elemento característico de la vida es su enorme diversidad, aún en aquellos casos
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en los que las similitudes aparentes son tan completas existen diferencias que
distinguen a un ser de otro. De hecho, la diversidad se presenta como una de las
estrategias evolutivas de la mayor trascendencia.
Lo anterior es necesario destacarlo y tenerlo presente ya que tiene que ver
con los seres humanos y su desarrollo en sociedad. El progreso de la humanidad
ha sido –y es– no solamente aspiración permanente sino fuente de toda clase de
reflexiones y luchas cuyas huellas constituyen la Historia misma de la especie.
No obstante que dos seres humanos parecieran ser iguales, pues en apariencia
están dotados de similares atributos físicos y mentales, la realidad es que “los
hombres no son idénticos entre sí; por eso la aspiración a que todos seamos
iguales ante la ley nunca debe buscar amparo en una inexistente igualdad
humana” (Mises, 1996: p. 44).
Entre los seres humanos hay diferencias que les hace ser singulares,
únicos e irrepetibles; a pesar de compartir la casi totalidad de la carga genética.
Esas diferencias tienen que ver con un sinfín de factores que inciden y se traducen
en actitudes, ánimos, pensamientos, acciones, de muy diverso signo e intensidad
que son fácilmente reconocibles al verlos vivir su vida.
Carl Sagan (2006), nos ilustra respecto a la ingente cantidad de conexiones
neuronales que configuran el cerebro humano, lo que les confiere enorme
capacidad de procesamiento de información y un sin par de estados mentales que
hacen improbable que se presenten dos seres humanos iguales; por lo que,
“desde este ángulo, todos somos diferentes entre sí, por lo que el reconocimiento
de la inviolabilidad de la vida humana, en razón de la singularidad de cada
individuo, resulta una consecuencia ética plausible”. (p. 49)
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¿Qué pasa cuando esos dos seres humanos, que son diferentes, que no
son iguales, actúan en la sociedad y participan dentro de un sistema económico
dado?
Apenas resulta obvio decir que las desigualdades inherentes a la naturaleza
humana constituyen dialécticamente en la fortaleza y debilidad, a la vez, del ser
humano al actuar en la vida en común y que, al emprender la búsqueda por
resolver los retos que le plantea la sobrevivencia, los resultados necesariamente
serán disímiles, dado que cada uno tiene, además, aspiraciones diferentes, no
obstante se pueda creer que todos buscan lo mismo: el progreso; sin embargo, en
cada ser humano adquiere una dimensión diferente, porque son diferentes y
variados los gustos y grados de satisfacción de las necesidades.
Los animales actúan en base a su naturaleza y desarrollan estrategias
evolutivas que les posibiliten de mejor manera afrontar un medio ambiente
cambiante y hostil; los humanos, en cambio, nos olvidamos de lo que nos
diferencia de los animales; dejamos a un lado la mente, la razón, y realizamos
actos que contradicen la naturaleza humana. (Rand, 2008)
De ahí a las políticas asistencialistas adoptadas por los países, nos llevan a
un darwinismo invertido:
[…], el darwinismo al revés puede también mirarse desde otro costado que no sea el “salvataje” por el que se esquilma a los trabajadores productivos a favor de empresarios tramposos, irresponsables e ineptos. Se trata de la manía del igualitarismo que puede ilustrarse con el conocido mito del lecho de Procusto. Según la leyenda de la antigua Grecia, a orillas del Cefiso vivía un forajido llamado Procusto que asaltaba a los caminantes y los tendía en su cama: si el cuerpo de la víctima era más largo que su lecho, Procusto le cortaba los pies y si era más corto los estiraba por un procedimiento horroroso. Los Procustos contemporáneos destrozan lo más preciado de la naturaleza humana cual es la diversidad, que precisamente
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hace posible la división del trabajo y la consiguiente cooperación social. (Benegas, 2010)
Apenas requerimos recordar nuestros orígenes. A nadie debiera de escapar
que, en el dilatado proceso de construcción de nuestra especie, tal como hoy nos
concebimos, transitamos desde el modo gregario absoluto de vida y dependiente
de la manada; al relativo, moderno e interdependiente modo de vivir de hoy.
Si nos dejamos de fantasías, evasiones mentales, saltos al vacío,
pretensiones de vivir en nuestra burbuja; todas ellas, formas de negar la realidad –
esa que se sustenta en nuestra propia naturaleza–, es la ineludible satisfacción de
las necesidades lo que mueve al hombre hacia la búsqueda permanente del
progreso.
Si imaginamos que por medio algún artilugio la desigualdad material entre los
seres humanos desaparece, estaríamos eliminando el incentivo por mejorar, el
motor se apaga y todo el mecanismo social sufre las consecuencias.
El ser humano, como hoy nos concebimos, está lejos de ser el que en sus
orígenes emprendió la aventura, seguramente sin ningún atisbo de lo que
finalmente lograría con el intento; que, por lo demás, debió de darse de manera
fortuita.
Los procesos de cambio en la mentalidad y el accionar de los seres
humanos son complejos y los tiempos que implican no se corresponden con las
ansias con las que el ser humano en particular, en lo concreto, las desea.
Si nos detenemos a mirar el proceso de hominización, como si ajenos al
mismo fuéramos, –esto es, el proceso que siguió nuestro ancestro común hasta
diferenciarse e instalarse en la cúspide evolutiva–, vemos que consumió un tiempo
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estimado en siete millones de años, lapso en el cual la sobrevivencia depende de
la pertenencia al grupo.
En ese dilatado periodo se llevan a cabo los cambios morfológicos
fundamentales que nos caracterizan y que poco reparamos en ellos y mucho
menos reflexionamos en su trascendencia: postura erecta, oposición del dedo
pulgar con respecto al resto de los dedos, crecimiento y desarrollo del volumen del
cerebro.
Los cambios experimentados en la fisonomía son producto, resultado
directo, de la manera en la que ese homínido enfrenta los retos que el medio le
impone. La sobrevivencia demanda poner en juego cada vez más, mejores
instrumentos cognitivos que marcan el proceso evolutivo, en el que la
reproducción celular –mutaciones incluidas– tiene en la necesidad y el azar los
factores clave que los explican.
1.3 La realidad como intransigencia
Es, pues, la diversidad en la naturaleza humana la esencia misma en la que se
sustenta su progreso. La variabilidad, que es atributo de la vida, capacita al ser
humano, de mejor manera, y le dota de un herramental de enorme trascendencia
para actuar ante un mundo cambiante y que le demanda decidir las acciones a
tomar ante cada nuevo reto. De ahí que sea de lo más natural que cada ser
humano persiga una gama variada y diversa de fines, que responden a sus
particularidades que le son propias como persona, en ello radica la centralidad de
la libertad individual.
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Partamos del hecho de que el Universo existe independiente de lo que al respecto
creamos los seres humanos. La realidad impone, intentar desentrañarla ha sido
quizá el primer atisbo del diferencial cognitivo de quienes poco se distinguían del
resto del reino al que pertenecemos.
No ha sido fácil –mucho menos corto el tiempo transcurrido– llegar al grado
de entendimiento que hoy se tiene de las leyes que gobiernan la naturaleza, sin
embargo, y no obstante que pareciera por todos aceptado que ha sido mediante la
razón y en una marcha uniforme del conocimiento, como hemos llegado donde
estamos, la Historia nos ubica y niega a cada paso.
Pero, mientras vivamos atados a visiones atávicas ligadas a los mitos y
sujetos a la interpretación que hacen de la realidad los brujos y chamanes de ayer
y hoy, negando que poseamos la capacidad para entenderla y actuar en
consecuencia, habremos de enfrentar las consecuencias de nuestras decisiones.
El que los seres humanos hayamos venido modificando el medio natural
para adecuarlo a nuestros deseos o necesidades siempre ha estado sujeto a la
intransigente realidad y en la medida en la que retamos sus leyes o las
violentamos, sufrimos y tenemos que pagar los costos de nuestro actuar. Ya se ha
comentado de cómo somos diferentes los seres humanos y que tal diversidad se
ofrece como una fortaleza evolutiva de trascendental significado que se evidencia
en la propia sobrevivencia como especie y que la misma va más allá de la esfera
puramente física, orgánica, para hacerse presente, también, en la manera en la
que se busca alcanzar los fines propuestos.
La realidad, pues, se nos presenta ahí, de frente. ¿Qué hacemos los seres
humanos ante la realidad? Lo mejor que podemos hacer ante la realidad es
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intentar por todos los medios a nuestro alcance comprender sus mensajes e idear
los medios más idóneos para lograr los fines que nos hayamos propuesto.
Lamentablemente no es así, sino que, de manera muy generalizada,
intentamos evadirla o tergiversamos las señales que la realidad emite, para
terminar en el autoengaño y generar la ilusión de estar actuando a favor de
alcanzar nuestros fines, cuando lo que estamos haciendo –dado que utilizamos
medios contradictorios– (Rand) es ir en sentido contrario del deseado.
Venimos de un largo andar desde que abandonamos las sabanas africanas
y fuimos mutando hasta ser lo que hoy somos. El recorrido ha consumido millones
de años y en la mayor parte de ese tiempo la calidad de vida de los seres
humanos –desde la natural desigualdad que nos es inherente– era
incomparablemente baja con respecto a la que hoy día tiene la mayoría de la
población en el mundo. La esperanza de vida –alimentación, sanidad, y riesgos–
no llegaba quizá a los 30 años; hoy los pueblos del mundo pueden aspirar a vivir
mínimo más del doble de esa edad.
Desde los remotos tiempos de nuestros orígenes ancestrales, la ocupación
fundamental –antes que cuestionarse el grado de igualdad material entre los seres
humanos– ha sido idear la mejor manera para enfrentar los retos de la existencia
que la realidad impone. La inmensa mayoría de la población vivía en la pobreza,
como lo destaca Iván Cachanovsky, que citando a Henry Hazlitt, nos recuerda
que:
La historia de la pobreza es prácticamente la historia de la humanidad. Los escritores de la Antigüedad nos han dejado muy pocos testimonios porque lo daban como algo sabido por todos. La pobreza era una situación normal. (Cachanovski, s/f: p. 2)
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Es ese estado de igualdad –en la pobreza– la que confunde y obnubila a
quienes basan sus juicios en los sentimientos, las buenas intenciones, sin siquiera
mirar que “[…] entre el 80% y el 90% de la población mundial vivía en estas
condiciones […] De alguna manera había cierta “igualdad” ya que la pobreza era
generalizada”. (íbid: p. 2)
No ha sido fácil desbrozar el camino en el que el imperio de la ignorancia –
no obstante, los enormes saltos evolutivos que en el camino se gestaron–
imponían y dejaban huella; y lo que es peor, sin alternativas de salir de ella.
La frágil y desvalida criatura que se afanaba por sobrevivir a los embates de
una naturaleza hostil –que no da descanso– iba paso a paso construyendo su
andamiaje, en un proceso de prueba y error, con el que fue escalando hasta
colocarse en la cúspide de los reinos existentes en el planeta.
Lo inexplicable, lo inentendible, no sólo era intrigante sino atemorizaba y daba pie
a la existencia de quienes interpretaban las señales –el chamanismo–, la
intermediación como instrumento; la creencia, el mito, como construcción e
institución.
Ha sido mayor el tiempo en el que los seres humanos hemos estado
sometidos a lo inexpugnable que el que venimos viviendo desde que la razón se
ha propuesto como la vía para un mejor entendimiento de la realidad.
Y no es sino hasta épocas relativamente recientes cuando se ha venido
logrando que la mayoría de la población mundial mejore en todos los sentidos,
como lo señala Deaton (2015), “el escape de la muerte y la privación por la
humanidad comenzó hace alrededor de 250 años, y continúa hasta ahora” (p. 19);
tras la igualdad en la miseria, se da inicio a la desigualdad en un proceso de
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mejora continua en los estándares de vida, que no obstante no deja de inquietar y
ser motivo de controversia a nivel mundial y caldo de cultivo de la reiterada
búsqueda de la igualdad material entre los seres humanos, no como el incentivo
deseable en la búsqueda individual del progreso –basado en la asunción de la
responsabilidad– sino en la exigencia de que tal pretensión se cumpla ipso facto
instrumentalizada a través del Estado en su papel interventor en la economía y
redistribuidor de rentas.
No obstante, las evidencias de los avances en el progreso de la humanidad
en los últimos 250 años a que alude Deaton, la esencia de los mismos no ha sido
imitada por todos, no han sido reconocidos los elementos que lo hicieron posible y
puestos en acción, sino que se han seguido caminos diferentes –de ahí los
resultados diferentes–, se persiguen los mismos fines, pero utilizando diferentes
medios.
Algo debió pasar para que tal cosa ocurriera. Pero el hecho fundamental e
incontrovertible es el surgimiento de la visión liberal, que sienta las bases del
derrumbe del absolutismo y posibilita un sistema político que terminará por ser
etiquetado y denostado por Marx como capitalismo, ante la prevalencia del capital
como requerimiento indispensable para producir los bienes y servicios que
demanda la existencia.
En un proceso en el que se conjugan diversos y variados factores, que se
venían acumulando durante la llamada época oscura –la Edad Media–, un largo
periodo de mil años en los que no obstante el dominio de las creencias religiosas
se comienza a poner en duda las verdades absolutas y se exploran otras
explicaciones a fenómenos hasta entonces inexpugnables; la ciencia como
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instrumento privilegiado que, además, hace posible que surjan soluciones técnicas
para mecanizar labores tradicionalmente ejecutadas manualmente y, con ello,
explosionar la productividad y el crecimiento más que exponencial de la
producción que hará posible masificar el acceso a mayor cantidad de satisfactores
y abatir la indigencia.
Es el pensamiento liberal –y con él el capitalismo– que, a través de la
llamada Revolución industrial, trastocará la vida de la humanidad hasta nuestros
días, el que ha hecho posible que la pobreza haya dejado de ser un problema
generalizado; a partir de ahí:
Existe cierta tendencia a vincular el concepto de pobreza con el de desigualdad cuando en realidad se trata de dos cosas distintas. De hecho, […] la desigualdad aparece como consecuencia de una reducción masiva en la pobreza. En la Edad Antigua y Media, debido a que la pobreza era generalizada, la mayor cantidad de gente era pobre dando cierta sensación de “igualdad”. (Cachanovski, s/f, p. 4)
Y es en este proceso de tránsito de la igualdad en la pobreza –que hasta antes de
la Revolución industrial era el signo característico de los pueblos–, que se
presentan discordancias en las que podemos distinguir como factor decisivo de
incidencia; ese afán de negarse a atender las señales que la realidad emite y, de
la mano del ideal romántico, del sueño colectivista, pretender desconocer las leyes
de la economía, con resultados criminales, como nos lo recuerda Deaton (2015):
A pesar del progreso general, ha habido catástrofes. Una de las peores de la historia humana fue el “Gran Salto hacia Adelante” de China de 1958-1961, cuando políticas de industrialización y producción de alimentos profundamente desorientadas condujeron a la muerte por hambre de 35 millones de personas e impidieron el nacimiento quizá de 40 millones más. Las condiciones climáticas en esos años no fueron inusuales; la hambruna fue completamente obra del ser humano. (p. 56)
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El voluntarismo, el activarse, por muy buenas intenciones que se tengan, si no
estamos atentos y respetamos la realidad, sino que pretendemos huir
despavoridos de su rigor e implementamos experimentos sustentados en nuestras
fantasías bienhechoras, los resultados conducen a padecer sufrimientos evitables
(Popper) a quienes se ven sujetos de nuestros caprichos.
Tal cosa, y no otra, es lo que se desprende de la experiencia China, la
China de Mao, cuyo régimen conjugó todos los males y atentó contra todos los
derechos: canceló la libertad individual, la democracia, confiscó la propiedad
privada e impuso el colectivismo, intervino y manipuló los mercados; resultado: el
caos.
Mao Tse-Tung y sus colegas líderes estaban decididos a demostrar la superioridad del comunismo, superar rápidamente los niveles de producción de Rusia y el Reino Unido, y establecer el liderazgo de Mao en el mundo comunista. Se establecieron metas de producción fantásticas para satisfacer la necesidad de alimentos de ciudades en un raudo proceso de industrialización y obtener divisas a través de la exportación de víveres. Bajo el sistema totalitario que mantenía el Partido Comunista de China, las comunas rurales competían para exagerar su producción final, inflando así las ya inalcanzables cuotas de logro alcanzado y no dejando nada para la alimentación de la gente. Al mismo tiempo, el Partido provocó el caos en el campo al ordenar que toda la tierra privada se convirtiera en comunas, al confiscar la propiedad privada y aun los utensilios de cocina, y al hacer que la gente se alimentara en cocinas comunitarias. Dados los enormes incrementos en la producción que confiadamente se esperaban, la fuerza de trabajo campesina se desvió hacia proyectos de obras públicas y plantas metalúrgicas rurales, la mayoría de las cuales no produjo nada. Las restricciones draconianas de transporte y comunicación impidieron que se difundiera esta información, y los castigos por disentir eran claros: en 1950-1951, 750, 000 personas habían sido ejecutadas. (pp. 56-57)
1.4 La necesidad como excusa
Es de lo más común que la mayoría asuma que la desigualdad en la
distribución de la riqueza y la disparidad de los ingresos individuales sean
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producto de la maldad intrínseca al capitalismo, en vez de reconocerlos como
factores derivados de la natural desigualdad que distingue a todo ser viviente –
cuyas capacidades son sometidas a tensión permanente para satisfacer los
requerimientos de la existencia–; y que, por tanto, sean aspectos a corregir y a
erradicar de nuestras sociedades mediante actos inspirados en la intencionalidad,
el sentimentalismo, la discrecionalidad, el arbitrio, conducidos por el Estado.
Se ha sembrado de tal manera la semilla del encono, de tal nivel de
resentimiento, que se pretende justificar cualquier acción que se emprenda con el
fin de satisfacer los deseos de igualar materialmente a los seres humanos; a tal
grado llega la sinrazón que tal sentir entraña que la envidia en que se sustenta
logra esconder el pus que de ella mana y que termina por enfermar el tejido social
en su conjunto.
Un elemento clave en quienes propugnan el igualitarismo es basar sus
juicios en las necesidades humanas insatisfechas y su pretensión y exigencia de
que sea el Estado quien asuma la tarea, en vez de que se reconozca la
responsabilidad personal que le atañe a cada individuo el afanarse por
satisfacerlas.
De inicio, habrá que decir que no hay límites en la satisfacción de las necesidades
humanas –dado que no es alcanzable la plena satisfacción, porque las mismas se
vuelven ilimitadas pues responden a intereses y reacciones personales,
aspiraciones y apetencias infinitas que los seres humanos expresan como
manifestación del ejercicio de su libertad–, el énfasis se pone no en la
responsabilidad personal para atenderlas, sino que trasladan tal responsabilidad al
Estado.
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Cuando demando que otro –el patrón vía salarios o el Estado vía
subvenciones– satisfaga mis necesidades, confundo el papel que uno y otro
tienen, y deben tener, para asegurar que funcionen de mejor manera los
mecanismos con los que opera una sociedad que se sustente en la libertad.
Las vías normales y éticas –si dejamos de lado la riqueza heredada y la
dependencia involuntaria producto de incapacidad física para valerse por sí
mismo– para la búsqueda de satisfacer nuestras necesidades vitales, son la
emprendeduría y el trabajo asalariado.
Las vías antiéticas, amorales o anormales para acceder a los satisfactores
de nuestras necesidades pasan por la dependencia voluntaria –que recurre a la
asistencia pública o privada como medio permanente de sustento sin realizar
esfuerzo alguno por modificar su situación– y las actividades delictivas de todo tipo
para apropiarse de bienes ajenos u obtener riqueza por medios indebidos y
punibles.
Para satisfacer sus necesidades, quien emprende invirtiendo recursos
propios, ya sea que se deriven del ahorro propio o se recurra al crédito –vía los
ahorros ajenos, lo hace porque analiza factible resolver con ventaja demandas
insatisfechas de determinado bien o servicio en una población determinada, sin
que conozca la certeza de sus juicios y se arriesga a sufrir pérdidas, se somete a
la incertidumbre.
Cuando uno acude en busca de trabajo lleva tras de sí la misma presión
que el emprendedor tiene para satisfacer sus necesidades, pero difiere en cuanto
al grado de certeza de obtener los recursos para hacerlo. Mientras que en el caso
del emprendedor impera la incertidumbre, en el caso del trabajador tiene plena
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certeza sobre sus ingresos, independientemente de los resultados que la fuente
de sus ingresos tenga en su gestión emprendedora, él tiene asegurado su salario.
Luego, hay otro caso a reflexionar, y es el referido a la naturaleza del
trabajo, si se trata de trabajo productivo o improductivo –como lo es el trabajo en
las burocracias estatales dado que, por lo general, no producen riqueza–, sin
profundizar en los grados de eficiencia y productividad del mismo.
Así, no podemos pensar siquiera que alguien nos deba de asegurar la
satisfacción de nuestras ilimitadas necesidades.
Cuando como trabajadores valoramos nuestra situación en términos tales
que se evalúa si lo que se nos paga cubre o no los costos de nuestras
necesidades –y en base a tal criterio se generan iniciativas de fijación de salario
mínimo, canasta básica, etc.–, nos equivocamos, confundimos el papel de uno y
otros actores del proceso.
Nada de lo anterior se analiza por quienes se afanan por la búsqueda de la
igualdad material entre los seres humanos, el deseo de alcanzar tal fin –sea un
deseo genuino o sea este perverso– les hace obnubilar y no darse cuenta de los
daños que ocasionan con su actuar.
Exacerbar los odios y rencores, avivar la llama del resentimiento y la envidia,
basados en falacias, no hace sino postergar la oportunidad de que más seres
humanos se beneficien del progreso que genera la libertad, el funcionamiento de
los mercados abiertos, y el respeto a la propiedad.
En lugar de que cada uno nos hagamos responsables de nuestra vida, la
entregamos al Estado y le exigimos sea quien nos provea de los satisfactores de
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nuestras necesidades; al hacerlo, perdemos libertad y, además, se apaga la
chispa que enciende nuestro motor de búsqueda del progreso personal.
1.5. La biela y el cigüeñal como explicación
…el deseo de alcanzar ciertos fines es el motor principal que induce al hombre a actuar (Mises, 1996, p. 32).
No obstante la obviedad, importa enfatizar que la existencia de la vida
requiere, para sustentarse, de satisfactores esenciales que el organismo ha de
procurarse para no perecer.
Cada ser viviente, en general, hereda un bagaje genético evolutivo y
neuronal –fundamentalmente referido en este caso al ser humano– para
enfrentarse al medio natural y buscar satisfacer sus necesidades.
La naturaleza humana que le caracteriza y distingue del resto de los seres
vivos, desde la variabilidad y diversidad que le son propios, nos lleva al caso de
que se hagan manifiestas tales diferencias a la hora en la que cada uno busca
satisfacer las que parecen ser únicas e iguales necesidades, siendo que, no lo son
para nada, sino todo lo contrario. No podemos uniformar, unificar, la satisfacción
de las necesidades humanas, sin que estemos violentando la libertad individual de
elegir.
No podemos entronizar a un agente externo a la persona para que tome
decisiones que sólo le atañen en lo personal, al momento de elegir la manera en la
que desea satisfacer una necesidad, sin que impidamos que operen mecanismos
de apariencia fantasmal –como la mano invisible de Adam Smith– cuya existencia
es real con o sin nuestro consentimiento y aprecio –como ocurre con la existencia
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del Universo mismo que no depende de lo que nosotros opinemos de él–, que no
sólo son como el motor de arranque del progreso personal sino que tienen tal
dinámica que funciona como un auténtico servomecanismo para el desarrollo.
Las necesidades son el acicate permanente que activa el mecanismo
interno de auto sustentación, que en cada uno de nosotros adquieren prioridades
diferentes, dada la variabilidad y diversidad que nos son características y nos
hacen ser únicos, no obstante la apariencia de ser iguales, y la mirada sesgada
con la que se le quiere ver a los seres humanos, y pugnar por hacerlos iguales, no
ante la ley sino iguales en los resultados obtenidos, igualdad material; esa visión,
lamentablemente, domina el pensamiento de la humanidad en la actualidad.
Es un absurdo pretender diseñar la vida de los seres humanos y su
convivencia. Es un proceso paulatino, permanente, y pertinaz –tan minucioso–, en
que se afanan quienes se ostentan como redentores sociales y pretenden hacer
realidad un imposible e insostenible fin: la igualdad material entre los seres
humanos.
Quienes así creen resolver la desigual configuración original de los seres
humanos, no hacen sino inhibir su ventaja evolutiva, como ocurriría con quien
pretendiera modificar el diseño del cigüeñal en un motor de combustión interna
porque, le chocara ver su configuración desigual; actuar en ese sentido inutilizará
la función que específicamente tiene ese componente.
De manera similar ocurre con la pretensión de diseñar la sociedad humana,
que tiene en la desigualdad inherente de los seres humanos el punto nodal, una
de las claves de su funcionamiento, y que una vez que se modifica o se altera, los
resultados se atenúan al grado de su anulación plena.
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Entender la trascendencia que ese original diseño desigual de los seres
humanos –proceso por demás largo y producto del azar, sujeto a la incertidumbre–
tiene en la viabilidad y sustentabilidad de su progreso resulta la tarea fundamental
para incidir positivamente y potenciar sus capacidades y fortalezas.
Más que actuar sobre el rediseño del ser humano, en lo que habrá que
poner el énfasis es en generar las condiciones, el medio y ambientación en la que
se manifiesten y desarrollen sus potencialidades.
Es idear mejoras en el sistema de lubricación y el lubricante mismo del
motor interno de búsqueda del progreso personal –en su mantenimiento–, en vez
de pretender el rediseñar las piezas claves en que se basa el éxito de su
funcionamiento, si hacerlo termina por inutilizarlo por completo.
Pretender la igualdad material entre los seres humanos –mediante la
intervención activa del Estado, y con afán redistribuidor de beneficios– no hace
sino sentar las bases de una sociedad dependiente, y destruir el capital existente
al extraerlo de sus creadores, así como al eliminar los incentivos requeridos para
que se decida seguir asumiendo los riesgos que se derivan de la incertidumbre e
invertir los ahorros propios o usar los ahorros ajenos –al acudir en busca de
obtener un préstamo; de tal manera que, en el mediano plazo, se va camino a
hacer realidad la igualdad material entre los seres humanos, al hacerlo, la
tendencia es igualar las condiciones de penuria de la población en general, como
hoy le ocurre a Venezuela.
Venezuela en menos de 20 años ha destruido el marco institucional pre-
existente –que no es para nada referente de desarrollo creciente y sano, como en
la mayoría de los países de América Latina, por su configuración extractiva y
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depredadora (Acemoglu & Robinson)–, con la promesa de acabar con la
desigualdad material entre los venezolanos, los ha sometido a penurias evitables,
ha sentado las bases de la insostenibilidad del modelo e ingobernabilidad que
preludia mayor radicalización del proceso depredador o el surgimiento de
alternativas en busca de viabilidad futura, siempre con la violencia asomando su
nefasta cara.
¿Qué hace posible tal drama? Cegarse a mirar las cosas como son.
Pretender la igualdad material entre los seres humanos confundiendo desigualdad
con pobreza. Exacerbar los peores comportamientos de que somos capaces los
humanos, como es la envidia, que se concretan en acciones que dejan huella del
lado más primitivo de nuestro ser.
Alguien se ha echado a cuestas la tarea de pretender el rediseño del ser
humano y transformar su esencia. Un ingeniero social –como lo haría el ingeniero
industrial o automotriz con la biela y el cigüeñal– decide igualar materialmente a
los seres humanos arrebatando la propiedad de unos, para repartirla a otros,
quienes sin merecimiento ni esfuerzo alguno se apropian de lo ajeno (Rand), sin
percatarse que con tal acción destruyen el capital indispensable para que opere el
sistema en su conjunto, y dar por resultado la parálisis.
Aquella pretensión bienhechora y bien intencionada termina por hundir aún más a
quienes se quería ayudar; sorprendidos los diseñadores del experimento, no
atinan a encontrar explicación de los resultados obtenidos con su actuar –tan
contraproducentes–; lo único que se les ocurre es, culpar a la propia víctima de su
maldad, a quienes fueron expropiados en sus bienes, pues nada entienden.
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2 Conclusiones
Quizá la alusión a una época en la que la humanidad vivía con igualdad se
refiere, más que nada, al largo proceso en el que la miseria prevalecía en la casi
totalidad de la población, situación que empieza a revertirse a partir del inicio de la
Revolución Industrial cuando, de la mano del bagaje del pensamiento liberal, se
sientan las bases del capitalismo.
Es la ensoñación romántica que encierra tanto la nostalgia por el regreso a
un mítico pasado, a lo que conciben como perdido, a ese idílico lugar paradisiaco,
tan añorado como inexistente; así como paranoia, como lo juzga Berlin (2015):
[…] se pone de manifiesto, por ejemplo, en la búsqueda de todo tipo de conspiraciones en la historia […] en la que siempre buscamos enemigos encubiertos o, a veces, figuras más y más abstractas como las fuerzas económicas o las de producción o la lucha de clases (como diría Marx), […]” (pp. 153-154)
La visión que caracteriza al pensamiento colectivista es tan evasiva de la
realidad –que rechaza y desprecia, pues no admite sujeción alguna a sus
caprichos y deseos, no tolera que la búsqueda por satisfacer las necesidades sea
la pauta de comportamiento–, que añora con edificarla de nueva cuenta, barrer
sus cimientos, con todo y los seres humanos que la habitan, para –como
pregonaba Ernesto ché Guevara: ¡craar el hombre nuevo!–.
Sirva la siguiente cita de Bastiat (2009) para ilustrar lo dicho:
Es evidente que si los socialistas se dedican a buscar una organización artificial es porque piensan que la organización natural es mala o insuficiente, y piensan que ésta es insuficiente o mala porque creen ver en los intereses un antagonismo radical, pues de otro modo no recurrirían a la coacción. No es necesario compeler a la armonía lo que es armónico por sí mismo. Así ven antagonismo por todas partes: entre el propietario y el proletario; entre el capital y el trabajo; entre el pueblo y la burguesía; entre el agricultor
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y el fabricante; entre el campesino y el habitante de la ciudad; entre el nacional y el extranjero; entre el productor y el consumidor; entre la civilización y la organización. En una palabra, entre la libertad y la armonía. Y esto explica por qué, aun abrigando en su corazón una especie de filantropía sentimental, destila odio de sus labios. Cada uno de ellos reserva todo su amor para la sociedad que ha soñado; pero en lo que respecta a aquella en que nos ha tocado vivir, su deseo sería verla cuanto antes desplomarse, para levantar sobre sus ruinas la nueva Jerusalén. (p. 13)
Actuar basado en nuestros sentimientos, por bien intencionados que sean,
nuestras acciones no sólo no aseguran lograr los fines esperados –la igualdad
material entre los seres humanos– sino que, además, desencadenarán
consecuencias no esperadas, ni deseadas, que Bastiat (Ibíd.) ya nos advertía en
1850, como aquí lo enuncia:
En el ámbito económico, un acto, un hábito, una institución, una ley, no producen sólo un efecto, sino una serie de efectos. De éstos, únicamente el primero es inmediato, y dado que se manifiesta a la vez que su causa, lo vemos. Los demás, como se desencadenan sucesivamente, no los vemos; bastante habrá con preverlos. (p. 22, cursivas en el original)
Prevenir los efectos no deseados de las medidas que pretendemos tomar para
alcanzar determinados fines –como lo sugiere Bastiat– es lo que habrá que hacer
a la hora de fantasear con pretender evadir la realidad.
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Cato: https://www.elcato.org/bibliotecadelalibertad/obras-escogidas Benegas, L. A. (12 de Enero de 2010). Darwin al revés. Recuperado el 10 de
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http://www.eseade.edu.ar/servicios/Libertas/45_2_Nisbet.pdf Rand, A. (2008). El manifiesto romántico. Buenos Aires, Argentina: Grito Sagrado. Rothbard, N. M. (2013). Historia del pensamiento económico. (F. Basañez, & R.
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Sagan, C. (2016). Los dragones del Edén. (R. Andreu, Trad.) Barcelona, España: Liberdúplex.
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