La doble naturaleza de la soledad. Demian Bucay Para vivir bien es tan necesario poder transitar...

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La doble naturaleza de la soledad.

Demian Bucay

Para vivir bien es tan necesario poder transitar momentos de soledad como poder relacionarnos con otros.

Ambas son experiencias ineludibles en nuestra vida y si, en función de evitar la inseguridad o la angustia que nos generan,

hacemos a un lado cualquiera de ellas,

nuestra vida se limitará en gran medida.

La soledad presenta una doble naturaleza: por un lado nos permite estar en contacto con

nosotros mismos, brinda tranquilidad, paz y un espacio para la reflexión y la creación.

Por otro, despierta sentimientos de tristeza y dolor que nos empujan a relacionarnos con otros,

a salir de nosotros mismos.

Cada uno de estos aspectos

expresa un deseo humano

que se contrapone con

el otro y que intentamos equilibrar;

deseo de individuación, de establecer límites,

de diferenciarnos, por un lado;

deseo de relajar esos límites, de disolvernos en el otro, de ser uno con el mundo.

Esta “doble faz” de la naturaleza humana se expresa en todos los grandes mitos y en las historias de héroes y profetas.

En todos podemos encontrar un periodo de soledad, una retirada del mundo de los hombres

que concluye con un retorno para actuar entre ellos bajo una nueva forma.

Tal es el caso de la desaparición de Jesús en el desierto,

la iluminación de Buda bajo el árbol Bodhi o el largo viaje de Ulises.

La soledad fue necesaria para transformarlos en hombres capaces de modificar su entorno.

En nuestras vidas, más modestas

existen momentos en los que nos

replegamos sobre nosotros mismos,

para continuar luego nuestra vida

hecha de encuentros con

otros.

Ocurre en ocasiones que

este “estar solo” se eterniza, deja

de ser un momento y uno pasa a sentirse

encerrado, atrapado en un círculo del que

parece imposible salir.

Surge entonces la sensación de la soledad. Y digo sensación porque la soledad es

una apreciación subjetiva: me siento solo.

Por ello no importa si estoy efectivamente solo o si hay personas alrededor:

lo que produce esa sensación desagradable, ese desasosiego, es la carencia de relaciones

significativas, la falta de posibilidades para intimar.

Es más, los mismos vínculos

que una vez fueron significativos y enriquecedores

pueden, de no ser nutridos,

estancarse petrificarse y dejar de ser un lugar de

encuentro.

No cualquier “otro” puede aliviar la soledad. Para que eso suceda yo debo sentir

que el otro se interesa por mí.

Cuando siento que al otro le intereso (aunque eso no signifique necesariamente

que le gusto ni que me quiere),

cuando siento que el otro me ve y me escucha, comienzo de alguna manera a sentirme

acompañado.

Por eso, para salir de la soledad no es necesario encontrar a alguien que me rescate,

sino que más bien se trata de construir vínculos que comiencen a abrir ese círculo

en apariencia impenetrable.

Cuando la soledad se transforma en un

estado duradero, cuando se convierte

en algo de lo que padecemos, habremos de

preguntarnos qué función está cumpliendo

esta soledad en nuestra vida.

¿A qué me refiero con una función?

Pues a que (aunque nos sea difícil de aceptar) cuando un problema nos afecta

por largo tiempo,

es probable que lo estemos sosteniendo, al menos en parte, porque nos sirve para algo.

En mi opinión puede cumplir, principalmente, dos funciones:

Pero… ¿para qué puede servir la soledad?

la de un castigo o la de un refugio.

Muchas personas que se sienten

solas se han impuesto

a sí mismas una especie de destierro.

Se sienten avergonzadas de sí mismas, indignas de alguna manera y por ello se infligen,

o cuando menos se someten, al castigo de la soledad.

El único modo de curar la vergüenza es mostrarnos tal cual somos y reunirnos con

aquellos que pueden querernos así, imperfectos.

Esos encuentros afectivos serán el bálsamo que nos permitirá abandonar nuestro aislamiento.

Para otros, la soledad se convierte en un refugio,

un lugar seguro en el cual permanecer fuera del alcance de los peligros.

Pero ¿a qué podríamos temerle tanto como para elegir refugiarnos en la soledad?

Evidentemente a amenazas provenientes de los otros,

en particular: al rechazo y al abandono.

El problema radica en creer

que sería posible pasar por la vida sin que esto nos

ocurriera jamás a

nosotros.

Si yo creo posible tener vínculos con los otros sin tener que pasar por estas experiencias,

cuando me lleguen (porque seguro que lo harán)

me enojaré

o, por el contrario, pensaré que algo anda mal conmigo.

Lo cierto es que no es posible relacionarse sin correr el riesgo de pasar por estas vivencias.

alguien nos rechazará (al menos en algún aspecto) y rechazaremos a alguien en algún

sentido (aunque lo aceptemos en otro).

Es más, casi podríamos decir que aquí no se trata de un riesgo,

sino de una certeza:

De la misma forma, en cierto momento nos tocará abandonar o ser abandonados.

Lo que nos puede permitir salir del refugio de la soledad es conocer que

armar lazos es un riesgo,

pero aun así vale la pena enfrentarlo.

Comprender que ciertos periodos de soledad

son necesarios,

Centrarnos en construir vínculos significativos en lugar de buscar a la

persona correcta,

Resistir la tentación de imponernos la condena del

destierro

y atrevernos a dejar la

seguridad de nuestro

refugio solitario,

Podrían ser, quizá, los cuatro pilares sobre los cuales apoyarnos para dejar de temerle al fantasma de la soledad.

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