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SUPLEMENTO
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__EL ESP RITU DEL LINCE _Í
LAS
CRONICAS PERDI DASJAVIER PELLICER
© Javier Pellicer, 2012Corrección de Luisa Fernández
Ejemplar gratuito promocional. Queda prohibida su venta o reproducción sin
el previo consentimiento del titular de los derechos de autor.
http://elespiritudellince.blogspot.com
http://tierradebardos.blogspot.com
Dedicado a todos los lectores de
«El espíritu del lince. Iberia contra Cartago»,
por haber confiado en mi obra.
Nota del autor:
Algunos de estos relatos (especialmente los dos últimos) deberían
leerse a la conclusión de «El espíritu del lince. Iberia contra
Cartago», pues sus tramas dependen directamente de la novela.
Además, revelan información importante del libro.
LA AUTENTICA LIBERTAD
Lo tenía frente a él. Vestía atuendo romano y hasta hacía muy
poco lanzaba jabalinas contra el númida y sus compañeros. El
enemigo de un hombre que no quería tener enemigos.
A Sifag lo arrancaron de la aldea un par de meses antes, poco
después de cumplir los veinte. Se le exhortó a que participara en una
contienda de la que apenas había escuchado hablar, y que por
supuesto nada le importaba en realidad. Atrás quedó el hogar, su
familia y una paz que ahora le parecía tan distante como las estrellas
del cielo. Le dio la sensación de que llevaba toda una vida repartiendo
muerte. Y observándola. Y esquivándola a duras penas. Todo por un
caudillo que quiso estar a buenas con el reclutador púnico que con
tanta falsedad ensalzó su sabiduría.
El romano tembló al verse enfrentado a semejante gigante,
cuya piel del color de la noche aún lo hacía más temible. Al masilio
no le costó mucho arrebatarle la espada corta y el escudo de madera.
Bastaron un par de movimientos para arrinconarle contra la pared del
acantilado donde su grupo había emboscado a la partida latina. El
soldado apenas era un niño. Un simple velite, sin pectoral, reclutado
de la reserva y con la mala fortuna de estar presente en la batalla
equivocada: una de las pocas que los púnicos lograban inclinar a su
favor en aquella maldita guerra en Sicilia. Debía tener cuatro o cinco
años más que Búcar, el hermano menor de Sifag; pero aquel rostro
infantil, que el yelmo de cuero acolchado no lograba esconder, lo
hacía parecer aún más joven. Un simple muchacho cuyos ojos, tan
desbordados por el miedo como sus esfínteres, no produjeron en el
númida ningún ansia de matar. Solo una piedad infinita.
Así pues, bajó la mano. Y le hizo un gesto con la cabeza,
luego con el brazo, indicándole que debía marcharse, aprovechar la
confusión y escapar de aquella locura. El romano dudó, y la pérdida
de tiempo permitió que uno de los compañeros de Sifag, un libio con
menos reparos, apareciera y amenazara con su lanza al rival absuelto
por el masilio. Este reaccionó por puro instinto: le arrebató el arma y
se interpuso para defender al muchacho.
—¡Apártate! —le dijo el otro, al que sí entendió.
—¡Se ha rendido! ¡Es un prisionero de guerra y debemos
respetar su vida!
—¿Olvidas las órdenes? ¡Nadie debe quedar en pie!
El libio no dudó en enfrentarse a Sifag, quien tampoco
rechazó el ataque. A pesar de su tamaño, fue lo bastante ágil para
esquivar primero y luego propinarle un poderoso puñetazo. El
mercenario cayó de espaldas, y se cubrió la cara con las manos para
tratar de evitar la abundante hemorragia. Fue entonces cuando el
romano entendió que era el momento de largarse. Demasiado tarde.
Se topó con varios soldados al servicio cartaginés. Lo interceptó otro
númida, el cual le hundió la espada en el estómago.
Fue el propio Sifag quien lo recogió con los brazos. El
romano empleó sus últimas fuerzas en escupir sangre por la boca, en
aferrarle la túnica en busca de un milagro que jamás llegaría.
Aunque aquel joven tenía una piel más pálida, el masilio no
pudo evitar ver un rostro familiar: el de su hermano Búcar partiendo
del mundo.
Pero los problemas solo comenzaban para Sifag. Acabada la
batalla, ningún oficial se mostró clemente por su defensa del romano,
a pesar de la alegría reinante por el triunfo, del esperanzador cambio
de rumbo que había sufrido la guerra hacía poco.
La reciente victoria sobre los romanos, tras meses asediados
por la flota comandada por el cónsul Vulso Longo, todavía enardecía
los ánimos locales. Himilcón, al mando de la ciudad, logró resistir lo
bastante para que llegaran refuerzos: Cuando Aderbal y sus barcos se
presentaron, consiguieron romper el bloqueo y poner en retirada a los
latinos.
Ahora bien, Sifag había golpeado a un compañero y permitido
el intento de huida de un enemigo. El castigo era inevitable, y fue
doble. Recibió la primera tanda en el mismo campamento de Lilibea,
rodeado de una jauría de soldados ávidos de espectáculos, cuanto más
sangrientos, mejor. Le anudaron las manos a un fuste y le
descubrieron la parte superior del cuerpo. Sifag apretó los dientes,
consciente de lo que venía a continuación. Alguien —no sabía quién,
ni le interesaba— restalló el látigo. El primer chasquido fue al aire,
para meterle el miedo en el cuerpo.
El segundo dolió de verdad. El fuego le recorrió la espalda, y
al contacto con el cuero su piel se abrió como el esparto, dando paso a
una sangre que manó a borbotones. Y aún así no dejó escapar ni un
gemido. Se prometió que nadie escucharía un solo quejido que
pudiera dar a entender que se arrepentía de su decisión. Y en cada
azote se imaginó el rostro del joven romano; no alguien ajeno, no un
soldado sin cara en el campo de batalla, sino una persona
identificable que diera sentido a su noble acción. Una vez recibió la
mordida del látigo, y otra, y luego otra. Cada zurriago debilitaba su
cuerpo a la vez que reforzaba la voluntad. Porque la carne no era nada
en comparación con su integridad.
No, la flagelación no lo ablandó. Lo hizo fuerte. Le cortó piel
y músculos, sí, pero para alcanzar su alma hacía falta más.
Sonó el golpe número treinta, el último. Las trenzas
enmudecieron, sumidas en el fracaso, pues no habían logrado un solo
grito del reo. El público, aburrido, volvió a sus quehaceres con
evidente decepción, mientras Sifag al fin rendía sus rodillas en la
sangre que empapaba la tierra. Su propia sangre.
Y aun así, esbozó una sonrisa, orgulloso de sí mismo por
haber resistido. El oficial púnico a cargo del castigo malinterpretó el
gesto.
—¿Crees que esto es todo, que ya ha terminado? —bramó—.
¡Idiota! ¡Ahora empieza lo peor!
Sifag no podía imaginar hasta qué punto tenía razón.
Lo descubrió al día siguiente. Cuando sus heridas aún no habían
sanado, lo embarcaron en un bajel que partía de Lilibea rumbo a
Cartago. Un viaje ya de por sí peligroso, habida cuenta del
atrevimiento romano en un área, la naval, en la que destacaban cada
vez más.
Sin embargo aquellos días, tras el descalabro sufrido por los
latinos durante los asedios de Drépano y Lilibea, la presencia de
barcos romanos era menor. La nave que transportaba a Sifag no tuvo
problema alguno durante todo el trayecto.
Las preocupaciones del númida marchaban por otros
derroteros, no obstante. Solo una palabra le retumbaba en la cabeza:
«esclavo». Aquella era su nueva condición, el motivo por el que
viajaba junto a otros, hacinados en las tripas del birreme,
encadenados a las vigas: desertores y prisioneros romanos. Ya no eran
hombres libres, pero ¿lo fueron en algún momento? Sifag nunca pudo
decidir, porque de haberle dado la oportunidad de la elección se
habría quedado con su familia. Sin duda, la libertad, la auténtica
libertad, solo era una quimera filosófica.
Siempre había sido prisionero. Y siempre lo sería.
Tales elucubraciones se mezclaban en su mente con otras
mucho más confusas. La fiebre producida por las heridas en la
espalda lo tenía sumido en una duermevela trémula y ardiente. Se
pasó todo el viaje delirando, viendo a aquel muchacho romano al que,
una y otra vez, no logró salvar. Giraba y giraba en su mente, y se
fundía con el recuerdo de su hermano. Dos rostros sin relación el uno
con el otro, aunque que de algún modo lo representaban todo para el
númida.
Cuando atracaron en Cartago se necesitaron cuatro hombres
para dejarlo en el puerto. El mercader de esclavos que los esperaba no
quiso saber nada de él cuando lo vio tiritando, arrodillado en el suelo.
—¿Y qué pretendes que haga con él? —se quejó el capitán del
barco, que tenía un acuerdo con el esclavista para venderle a aquellos
rechazados de la guerra.
—Me trae sin cuidado. Dáselo de comer a los peces —
respondió el otro—. Pero a mí no me sirve. Tiene un aspecto
deplorable, está más muerto que vivo.
—Advierte que es joven, no de sobrepasar los veinte años. Y
fíjate en sus músculos —insistió el jefe del barco—. Si lograras que
se recuperara sacarías mejor precio por él que por el resto juntos.
Haría el trabajo de diez hombres en las fincas agrícolas.
El esclavista se paseó alrededor de Sifag, con gesto escéptico,
acariciándose la barba de chivo. Sus ojos, menudos y astutos,
chispeaban mientras sopesaba las palabras del suministrador. Hizo un
gesto con la mano a un par de sus asistentes, y éstos se apresuraron a
poner en pie al númida. El grandullón se tambaleó, y de no ser por el
apoyo de los otros dos se habría desplomado sin remedio. Tuvo la
impresión de que todo el mundo parecía estar encima de las
marejadas aguas del mar.
—Está bien, me lo quedaré, aunque a mitad de precio —
aceptó al fin.
El capitán maldijo al aire, alegando que pretendían timarlo, y
farfulló que su padre no lo había educado para que lo engañaran. Pero
al final cedió, como no podía ser de otro modo, dando gracias de
haber podido colocar al gigante cuando ya temía tener que
abandonarlo.
Así, dejaron caer a Sifag en un carro y, junto con el resto de
esclavos, los llevaron a las dependencias del hombre llamado
Adherbal.
Su dueño.
Dos semanas hicieron falta para que Sifag se recuperara. ¿Qué le
impulsó a seguir viviendo, ahora que le habían arrebatado el libre
albedrío? Solo el instinto de supervivencia inherente a todo ser
humano. Ni siquiera podía aferrarse a la posibilidad de que en
Cartago los esclavos eran capaces de ganarse la libertad. Se trataba de
una tarea ardua, que requería años de servicio a quien fuera su dueño,
y ni aun así estaba garantizada. Sea como fuere, para entonces la
familia que había dejado atrás ya no serían los suyos. Era un
deshonrado, un caído en desgracia tras ser repudiado como guerrero
por quienes lo contrataron. Aunque volviera a su aldea, allí lo
despreciarían, renegarían de él. Incluso Búcar. ¿Qué sentido tenía
entonces albergar una esperanza?
Una vez recuperado fue exhibido en la Plaza de la Puerta
Nueva del mismo modo que una res en venta. Muchos nobles púnicos
se detuvieron a contemplarlo, admirando sus músculos y aquella
soberbia espalda. Adherbal lo alababa a voz en grito.
—¡Fijaos en estos hombros! ¡Serían capaces de cargar tantos
sacos como una mula! ¡Es un titán!
Sin embargo el precio que el esclavista daba a conocer a
quienes preguntaban era prohibitivo. Un individuo como Sifag
merecía cada moneda, cierto, pero existían problemas prácticos. No
servía de remero porque, por muy fuerte que fuera, si el resto de
compañeros no estaba a la altura su poderío físico se desperdiciaría.
Tampoco era más válido que otros para las tareas artesanales, al
menos teniendo en cuenta su precio. Y raro sería que los encargados
de los templos, siempre tan avaros, pagaran semejante suma. Del
mismo modo, difícilmente un noble haría lo propio para tenerlo en su
servicio doméstico —el mejor destino al que podía aspirar—. Así que
su única posibilidad era acabar en alguna plantación agrícola, donde
su fuerza sí sería valorada, y cuyos dueños eran en su mayoría
aristócratas de alto linaje como Hannon el Grande.
La jornada transcurrió sin que nadie se atreviera a pujar por el
númida. Adherbal echaba pestes por la boca cuando creía que nadie lo
observaba, maldiciéndose a sí mismo por haber sido tan impulsivo al
aceptar al gigante, el único esclavo que no había logrado vender aquel
día.
Mientras empezaba a hacer el recuento de las ganancias —
tarea que solía calmar sus iras—, ocurrió algo extraordinario. Desde
el entarimado que ocupaba, Sifag fijó la mirada en un niño que
jugaba, saltaba y reía en mitad de la vía, un poco más allá de los
escasos curiosos que aún permanecían en la plaza. Debía de contar
unos cinco años, así que le resultó extraño que vagara solo. Al girar la
cabeza a la izquierda, advirtió un hombre que, desesperado, miraba
alrededor con ojos preocupados. Imaginó que era el padre del
pequeño.
Pero entonces algo arrebató la atención de Sifag: el tronar de
unos cascos contra el enlosado. Un jinete a caballo, probablemente un
mensajero a tenor de las prisas, apareció de pronto como una
exhalación. Una tromba tan centrada en su misión que no advirtió el
bulto en medio de la calzada, al que pronto aplastaría.
Adherbal saltó de la silla al escuchar la algarabía de gritos. La
gente se había arremolinado en la calle. Con pavor tomó conciencia
de que su esclavo, el gigantón, no estaba en su puesto.
Olvidó las monedas y se abrió paso entre el gentío, temiendo
lo peor. Si el númida había causado algún alboroto, si se había
atrevido a atacar a alguien, toda la responsabilidad recaería sobre él.
Cuando llegó al centro del tumulto se encontró con que el
masilio tenía entre sus brazos a un niño. Adherbal sacó su fuste y se
dispuso a rompérselo al esclavo en la crisma. Tal vez si lo ajusticiaba
y lo entregaba luego a las autoridades podría eludir las más que
previsibles sanciones. Cuál fue su sorpresa cuando el inesperado
público lo increpó al advertir lo que pretendía.
—¡Déjalo en paz! —dijo una mujer—. ¡Ha salvado al niño!
—¿Qué? —boqueó el esclavista, asombrado.
—Un mensajero a caballo ha estado a punto de arrollar al
menudo, pero él ha saltado para quitarlo de su paso —aseguró un
anciano.
Adherbal se rascó la cabeza, al tiempo que le cambiaba la
expresión de la cara. ¡Un héroe! Un magnífico giro de los
acontecimientos, sin duda. Empezó de inmediato a plantearse el modo
de aprovecharse de lo ocurrido. El asunto estaba claro: un simple
esclavo era difícil de colocar; ahora bien, conociendo la típica
frivolidad de los nobles, la competitividad entre aristócratas por
destacar, estaba convencido de que le lloverían las ofertas. ¡Se
pelearían por tener un héroe a su servicio, solo para alardear en sus
fiestas sociales! Como un buen caballo que, en el fondo, jamás
utilizarían, les reportaría lo que perseguían los adinerados: prestigio.
Sus ávidas reflexiones no se prolongaron mucho tiempo.
Entre los reunidos se abrió hueco un individuo alto y estirado, que
lucía una bien arreglada barba negra. Por el aspecto cuidado y las
ropas estaba claro que era un noble.
—¡Alorco! —gritó, refiriéndose al niño que Sifag aún
sujetaba.
El esclavo le tendió al pequeño, quien se refugió en el pecho
de su padre entre sollozos. El hombre se inclinó varias veces ante el
masilio, dándole las gracias. Adherbal comprendió que era el
momento de entrar en escena.
—Mi buen señor, me alegro de que tu vástago esté bien. —Y
señaló a Sifag, dirigiéndose a los allí concentrados—. Así son mis
esclavos, siempre útiles. ¿Quién no querría a alguien así a su lado,
para que cuidara de los suyos?
La estratagema resultó tan efectiva como había esperado. Un
par de aristócratas presentes se interesaron por el gigantón.
Empezaron a ofrecer sumas cada vez más altas, y Adherbal los
animaba a que siguieran pujando porque «quien dispusiera de
semejante ejemplar aumentaría la exquisitez de su casa».
Hasta que llegó una oferta que ningún otro pudo igualar. El
padre del niño prometió una cantidad escandalosa por hacerse con el
númida; un precio con el que podría adquirirse un barco. Los ojos de
Adherbal se convirtieron en platos. Volvió el rostro hacia los otros
pujadores, quienes no pudieron hacer otra cosa que retirarse.
—¡Tuyo es! —anunció el mercader, dando por zanjada la
improvisada subasta.
—Bien —asintió el comprador—. Uno de mis sirvientes te
traerá la cifra acordada.
—Hasta entonces, el esclavo quedará conmigo —respondió
Adherbal, desconfiado por naturaleza.
—¿Acaso desprecias mi palabra? —le reprendió el padre del
pequeño—. Yo soy Abibaal Makmer.
El esclavista tartamudeó. ¡El patriarca de los Makmer! Por sí
misma aquella familia no era muy influyente, pero todo el mundo en
Cartago sabía de su amistad con una casa que sí era respetada más
que ninguna otra: los Bárquidas.
—¡Señor, yo nunca dudaría de un Makmer! —se apresuró a
rectificar—. Llévate tu adquisición ahora mismo, si así lo quieres.
Se inclinó una vez, luego otra, para después alejarse hacia su
estrado, contento por una venta que le llenaría los bolsillos como
ninguna otra. Ni siquiera le dirigió una simple mirada al que hasta el
momento había sido su esclavo.
Sifag admiró la casa de los Makmer. Lo habían dejado en los baños
de la servidumbre, y allí se aseó convenientemente. Por sí misma, la
estancia era mayor que la choza donde vivió hasta que lo llevaron a la
guerra. Y su pavimento embaldosado era más lujoso que nada que
hubiese visto hasta el momento.
Todavía trataba de asimilar el giro de los últimos
acontecimientos. En el fondo, lo esencial se mantenía: no era libre.
Sin embargo algo parecía distinto. Algo que no podía identificar
todavía.
Una vez vestido, un sirviente lo condujo a la sala principal del
hogar. Allí lo esperaban sus dueños: Abibaal, el pequeño Alorco, y
una hermosa mujer que, al reparar en él, se abrazó al corpachón del
númida de modo espontáneo. Este no supo qué pensar, cómo
reaccionar. El cálido agradecimiento lo desbordó.
Jamás había recibido una recompensa semejante.
—Salvaste lo que más amo —le dijo ella—. Yo, Adbtanit,
esposa de Abibaal Makmer, estoy en deuda contigo.
Sifag, que ya de por sí era de parco hablar, no logró articular
palabra alguna al advertir los ojos vidriosos de la señora de la casa,
producto de las lágrimas. En su interior bulló un remolino de
preguntas acerca de ideas sobre sí mismo que había dado por hechas.
Abibaal posó la mano en su hombro y le sonrió.
—Todos lo estamos, amigo. Aquí y ahora te doy la libertad.
Parte a donde desees, aunque te abro las puertas de mi casa para que
te quedes, para que seas el guardián de lo más importante para mí en
este mundo: mi familia.
De pronto, la desesperanza se desvaneció. Bastó con advertir
el cariño que le brindaban aquellos desconocidos. El vacío de no
pertenecer a ningún lugar fue sustituido por un alivio que creyó que
jamás volvería a sentir.
Y fue al ver los enormes ojos de Alorco, observándolo con
una admiración enternecedora, cuando supo que a través del
cautiverio acababa de encontrar su razón de ser. Algo que muchos
hombres se pasaban la vida buscando, y que no todos encontraban.
El niño se abrazó a su pierna. Un nudo atoró la garganta del
gigante.
Ahora todo estaba claro. Había aprendido la lección más
importante de su vida: la libertad solo es una cuestión relativa. Los
grandes sabios decían que residía en la posibilidad de elegir, pero,
¿acaso existía un momento en la vida de un hombre en que no se
viera condicionado por algo, o alguien? No existía una elección
limpia, jamás. Y aun así, a pesar de tales limitaciones, la libertad, la
auténtica libertad, existía: aceptar que todo cuanto se hace depende de
las personas que nos rodean.
Nos debemos a los demás. Y entenderlo hizo libre el alma de
Sifag.
Sonrió. Posó su manaza en la cabecita del menudo Alorco y le
revolvió los cortos cabellos.
Una nueva vida comenzaba, y tenía a quién dedicársela.
LA VUELTA AL HOGAR
El humo de la pira formó una columna negra y blanca que
ascendió con fuerza, apenas mecida por el escaso viento. Contra el
cielo despejado de Drépano, cobrizo ante las luces bajas del atardecer,
parecía una criatura por sí misma: amorfa pero viva. Y sin duda lo
estaba, según las creencias de Icortas. Dentro de aquella niebla de
hollín residía el espíritu de Biulakos, un alma fuerte y valiente, que
debía observar el ritual con agrado en su nueva naturaleza. Cuando
las llamas cedieran, y de su cuerpo solo quedaran las cenizas, se
acomodaría entre ellas en espera de que alguien retornara sus restos al
suelo que le vio nacer. Iberia lo esperaba para abrazarlo dentro de su
tierra. Y, una vez allí, sería recibido por los Antepasados como un
igual.
Icortas observó la pira con rostro imperturbable. También las
de los otros hombres muertos en el combate por el control del monte
Erice. Había llegado a aquella isla con medio centenar de guerreros,
pero lo abandonaría solo con cinco. Un final, sí; el de vidas llenas de
coraje, algunas demasiado novicias sobre este mundo, y que
marchaban justo cuando comenzaban a tener cosas que decir.
Aun así, no sintió excesiva pena. Los fallecidos se le unieron
en su momento por voluntad propia. Él había elegido a más de uno,
cierto, aunque siempre les otorgó la opción de rechazarlo sin demérito
para su honor. Todos conocían el riesgo y lo asumieron por lealtad y
con la intención de ganarse la gloria más grande. Serían recordados
como héroes, y el prestigio de sus familias crecería hasta cotas
insospechadas. El hijo hablaría con orgullo de aquel valiente padre
que siguió a Icortas de Etemiltir hasta la batalla, y que murió por él.
La esposa caminaría con el rostro erguido. Los amigos lo alabarían.
Y su señor lo respetaría para siempre.
Azarbaal le palmeó la espalda. Aunque no era íbero, mantuvo
las formas durante la ceremonia que habían realizado a las afueras del
campamento púnico.
—Tu herida no tiene buen aspecto —le dijo, señalando la
pierna.
—Los matasanos de este lugar son horribles —sonrió—.
Puedo dar gracias a que, al menos, hayan cosido este estropicio.
Varios hilos confeccionados con intestinos de cerdo cerraban
el corte, que en sus bordes parecía hinchado. Azarbaal le tendió un
pequeño tarro.
—Es un poco de adormidera. Te ayudará a combatir el dolor.
—¿No me crees capaz de resistirlo por mí mismo? —rió el
edetano.
—Tengo mis dudas. —Y ambos se carcajearon—. ¿Qué harás
ahora?
—Amílcar me ha firmado un salvoconducto para viajar a
Cartago y reclamar mi paga, junto con mis hombres.
—Ah, sí, vuestra famosa Devoción... Nunca he entendido esa
costumbre.
El íbero no le hizo caso. Al fin y al cabo, Azarbaal ya había
demostrado su lealtad... a su modo.
—Luego regresaré a mi hogar. —Edecón alzó hacia poniente
una mirada soñadora—. Hubiese preferido no sufrir esta derrota, pero
al menos me permitirá volver con mi familia.
—Acerca de eso... ¿Sabes lo que dijo el Bárquida? Uno
pensaría que se enojaría y perdería la compostura tras lo ocurrido. Sin
embargo, aunque mostró cierta contrariedad, solo lo demostró con
una frase: «Algún día, cuando no lo esperen, pondré en práctica de
nuevo esta estrategia. Y entonces no fracasaré.»
—Tiene los testículos de un buey, este Amílcar.
—Estoy convencido de que su nombre no quedará en el
olvido cuando termine la guerra.
Icortas asintió.
—Otra cosa, edetano. No te fíes de las ratas del consejo
cartaginés. Su racanería no conoce límites. Y cuídate.
—Y tú, trata de no contagiar a todas las putas del
campamento con tu gonorrea.
—¡Demasiado tarde!
Sus risas se elevaron junto al humo de las piras.
Resultó que Azarbaal tenía razón. Al llegar a Cartago se presentó
ante los encargados de realizar los pagos a los mercenarios. Pero
éstos no le dirigieron más que miradas burlonas y sonrisas de
rechazo. Le negaron lo que era suyo, amparándose en que el Consejo
de Ancianos no entregaría ni un solo siclo hasta que la guerra no
terminara. Cuando se retiraba, frustrado y con la ira a flor de piel, no
le pasaron desapercibidas las risas y comentarios: «Metecos
salvajes...»
Y allí estaba ahora, en la Plaza de la Puerta Nueva, lugar de
reunión de los comerciantes, cojeando en busca de algún trabajo que
pudiera pagarle a él y sus hombres un pasaje a Iberia en un barco
mercante. Había repartido a sus edetanos por toda la plaza, aunque no
tenía muchas esperanzas, porque solo él hablaba púnico y su aspecto
era lamentable.
La herida en la pierna se le había infectado, incluso notaba
que le estaba subiendo poco a poco la fiebre. Se sentía frustrado,
fracasado: en Iberia era un próspero señor, dueño de un gran caserío y
de muchas tierras. Pero allí, en Cartago, ofrecía la estampa de un
mendigo enfermo. No era modo de acabar para un guerrero.
Un repentino vahído le obligó a sentarse. Se sentía mareado,
con el cuerpo casi tan débil como su ánimo. Los cartagineses,
hormigas que iban de un lado para otro, eran apenas siluetas difusas.
Danzaban en su cabeza, en una amalgama confusa de vaivenes.
De pronto, una mano lo asió del hombro. Abrió los ojos y
reparó en un hombre alto, más incluso que él, aunque de porte
delgado. Lucía la típica barba negra, densa, tan de moda entre los
púnicos. Y la también característica faja alrededor de la cabeza. Sus
ropas eran delicadas, elegantes.
—Tienes mal color, amigo.
—Estoy mejor. —Un primer atisbo de orgullo le hizo
contestar de mala manera, si bien al advertir verdadera preocupación
en los ojos del cartaginés suavizó sus modos—. Gracias.
—Toma, un poco de agua te ayudará.
Icortas aceptó el odre que le ofreció. El agua le sabía a metal,
pero le despejó un poco.
—Ibero, ¿verdad? —El edetano asintió—. Es fácil de
adivinar. Todos sois recios y de piel blanca. ¿Qué haces aquí, medio
traspuesto?
—Digamos que busco un trabajo. ¿Tienes uno que ofrecerme?
El desconocido le sonrió.
—Un herido de guerra al que Cartago no quiere pagar lo que
le ha costado sangre ganar...
—Ese soy yo. Pero cinco hombres van conmigo. Ellos pueden
conseguir por mí un pasaje a Iberia.
—Aunque presentas un aspecto lamentable, no puedo dejar de
observar que tu falcata está damasquinada. Eso es señal de que en tu
tierra eres alguien importante.
—Soy Icortas, señor de Etemiltir, y mi esposa es la hija de
Irbeles, Rey de Edeta.
—No me equivocaba, pues. Siendo así, tal vez podemos
llegar a un acuerdo provechoso para ambos.
—¿Qué tipo de acuerdo? —quiso saber el edetano.
—Uno que te agradará, estoy seguro. Pero de momento
necesitas atender esa herida antes de que acabe contigo. —El púnico
le ofreció la mano para ayudarle a levantarse—. ¿Aceptas la
hospitalidad de Abibaal, de la noble familia Makmer?
Icortas volvió a fijar su mirada en aquel extraño que le
brindaba tan inesperada ayuda. Había tal sinceridad en su expresión
que no dudó un instante.
—La acepto.
Y tomó su mano.
Aunque los íberos odiaban los viajes por altamar, a Icortas aquel
trayecto le supo a gloria. Aferrado al balaustre del hippos, dejó que el
viento le meciera los cabellos. Cerró los ojos e imaginó de nuevo el
reencuentro que tantas veces había soñado, y que ahora estaba tan
próximo.
Volvía a Iberia.
Se giró un poco para contemplar, al fondo del barco, a
Abibaal, que trataba de mantener entretenidos a dos niños, mientras
una mujer los observaba. Esposa e hija reían con las historias,
especialmente la menuda. El chico, sin embargo, parecía enfurruñado.
Tenía motivos, por supuesto. Si Icortas regresaba a casa, aquella
familia púnica la estaba abandonando.
Aún se sentía emocionado por la generosidad que Abibaal le
había mostrado. No contento con hospedarlo en su mansión y alojar a
sus compañeros junto a la servidumbre, había pagado a un sanador
para que tratara la grave herida en la pierna. Gracias a él no la perdió
irremediablemente —o tal vez algo peor—, aunque tendría que vivir
toda su vida con una acusada cojera. No obstante, la esplendidez de
aquel hombre fue más allá cuando le ofreció un barco para volver a
Edetania. A cambio solo le pidió una cosa: que le ofreciera asilo en su
tierra. Abibaal temía que la guerra contra Roma llegara a las costas de
Cartago. No obstante, su mayor miedo era que el senado púnico
convocara el molk para demandar la fortuna en la guerra, si ésta se
complicaba.
El sacrificio de los primogénitos.
Icortas no pudo ni quiso negarse. Le debía a aquel hombre su
vida, pero sobre todo la posibilidad de regresar a los brazos de
Aretaunin... y de Icorbeles.
Icorbeles, al que le traía un regalo: dos amigos, con los que
podría jugar y reír hasta que las responsabilidades que le habían sido
auguradas recayeran sobre sus hombros. Dos amigos, quizás dos
hermanos, que cambiarían su vida.
Volvió la vista al mar.
Ya faltaba poco para volver al hogar.
DEUDAS PENDIENTES
Azarbaal siempre había sido fiel creyente del concepto de la
compensación: un guerrero lento y fortachón necesitaba a su lado un
compañero ágil; un aficionado a lo ajeno, alguien con moral para
contener sus impulsos; y, ¿qué mejor que la belleza para contrarrestar
la fealdad?
Ese era el motivo por el que solía elegir a las mejores rameras
que podía pagar. Por supuesto, no siempre su bolsa había estado lo
bastante llena para conseguir mujeres de buen ver. En ocasiones tuvo
que conformarse con acariciar pechos flácidos y besar labios
arrugados. No les hizo ascos. No era quién para algo así, teniendo en
cuenta su propio aspecto.
Sin embargo, en aquella ocasión la prostituta que yacía con él
era de las buenas. No sabía su nombre, ni falta que le hacía. En
ningún caso pensaba volver a verla. Bastaba con la exquisitez de su
juventud, con la piel tersa y los senos firmes, sustanciosos. El largo
cabello moreno era suyo —no hubiese sido la primera vez que
despertara con una peluca en la mano—, y el voluptuoso cuerpo había
demostrado ser diestro en las artes amatorias. Y profesional. No
mostró ni el menor gesto de asco al besar el rostro, mal parado por la
naturaleza, de su cliente. Algo muy de agradecer y que le valdría una
generosa propina. Pero Azarbaal estaba acostumbrado a celebrar sus
propios defectos cada vez que contemplaba su reflejo —qué otra cosa
podía hacer—, siempre era de agradecer que los otros no se lo
restregaran.
Algunos de sus compañeros en el campamento de los
mercenarios no se explicaban cómo era posible que el ibusitano
pudiera permitirse tales dispendios. Tras la traición del senado
cartaginés, que se negaba a pagarles los honorarios de la guerra en
Sicilia, la mayoría tenían las bolsas vacías. Aun así, Azarbaal fue lo
bastante listo para reunir un buen botín durante la contienda. Ya le iba
quedando poco, cierto, pues no era hombre comedido en los gastos.
La escasez de mujeres en condiciones había permitido que sus arcas
resistieran bastante más, aunque pronto tendría que plantearse qué
hacer.
Y desde luego, no le apetecía permanecer en aquel
campamento, al otro lado de la península donde se asentaba Cartago.
Nunca fue muy escrupuloso, pero el lugar ya hedía a macho, luego de
semanas allí apostados.
De todos modos lo más importante era algo que nadie de los
allí presentes parecía entender. Por muy bien que hubiera comenzado
la revuelta, Azarbaal sabía que no tenía ninguna posibilidad de éxito.
No tras tomar como prisionero al general Giscón, quien acudiera a
ellos para saldar las deudas. Y el oro que llevaba consigo, en vez de
repartirlo, fue a parar al fondo que sufragaría la revolución. Hasta un
idiota podía imaginar que la afrenta no sería obviada por los
cartagineses. Enviarían a Hannón el Grande, o peor aún, a Amílcar
Barca. Y a este sí había que temerlo. El ibusitano conocía de qué era
capaz, estuvo a sus órdenes en Sicilia. Su genio militar superaba
incluso al del espartano Jantipo —otro a quien escamotearon la paga,
y al que incluso estuvieron a punto de asesinar—. No tendría piedad
de los rebeldes, así que prefería no quedarse a sufrir aquellas iras.
Si por algo se caracterizaba Azarbaal era por su insistente
manía de sobrevivir.
Le arrancaron bruscamente de sus cavilaciones, del disfrute de
acariciar a la furcia. Reconoció a uno de los leales a Spendios, que
apartaba la lona de la entrada de su tienda. Oh, vaya, genial, se dijo.
Adiós a mi plan de largarme esta noche.
—Los generales te reclaman —fue lo único que le dijo.
Azarbaal se vistió y dejó atrás la muchacha. No hacía falta
despedirse, ella ya había cobrado su parte y él saciado sus ansias.
La tienda de Spendios tenía poco que ver con el resto, y decía
mucho de aquel líder. Su labia cautivó a los mercenarios desde el
primer instante, quienes cegados por sus proclamas en contra de
Cartago, no veían el lujo con el que el campanio se rodeaba, cortesía
de lo que Giscón trajo consigo.
El itálico lo esperaba sentado en un diván, con mirada serena.
Fingida, por supuesto. Azarbaal no era fácil de engañar. Había
buceado en los peores arrabales de la sociedad civilizada, sabía que
ésta no siempre lo era aunque se empeñara en aparentarlo. Spendios,
alto, rubio y bien parecido, era la antítesis del ibusitano en más cosas
que el aspecto físico: era falsía, tras la cual se escondía una auténtica
fealdad. A diferencia del hondero, que tenía la imperfección en el
exterior, el líder la escondía en su corazón.
—Hola, Azarbaal —le saludó—. Toma asiento si lo deseas.
—Lo agradezco, pero no. Acabo de levantarme de la cama y a
mis piernas les viene bien que permanezca de pie —asintió—. Sí
tomaré un poco de vino, para combatir la resaca.
Aunque el ibusitano era de naturaleza descarada, en
circunstancias normales no se hubiese atrevido a tomarse tales
libertades ante un hombre como Spendios. Ahora bien, estaba claro
que el líder quería algo. Así que, ¿por qué no sacar provecho de
aquella necesidad? Él mismo se sirvió una copa.
—Te imagino enterado de lo ocurrido estos últimos días —
comentó el itálico—. Giscón es nuestro rehén, y a estas alturas ya se
sabrá en Cartago. La guerra es inevitable. Y aunque nos asiste la
razón, —Azarbaal se rió por dentro—, necesitaremos aliados.
—Entiendo que Sicca está de nuestro lado —dijo el hondero,
simulando que todo aquello le interesaba; por supuesto, no pensaba
revelarle sus intenciones de largarse del campamento.
—En efecto. Y sé de la buena disposición de otras ciudades
tributarias de los púnicos. Sin embargo hay dos que, según mis
informadores, no parecen muy dispuestas a unirse a nuestra causa:
Útica y Bizerta.
—Ya veo...
Las intenciones de Spendios se abrieron a la mente de
Azarbaal del mismo modo que una flor a la primavera. Aun así,
esperó a que fuera él quien descubriera sus planes.
—Voy a enviar representantes a cada urbe para demandar su
apoyo. Sin embargo, esas dos poblaciones merecerán un tratamiento...
especial.
—Vayamos al grano. ¿A cuál de ambas me quieres enviar? —
preguntó, impaciente.
—No se te puede bordear como al resto de hombres —rió
Spendios, con una carcajada falsa y tocada por la presunción—.
Quiero que vayas a Útica. Oficialmente serás un mensajero que le
transmite mi oferta al gobernador Shafat. Y si la acepta, se quedará en
eso. En cambio, si no lo hace... Ya sabes.
—Sí, lo sé muy bien —dijo, y luego eructó, despreocupado.
El objetivo de Spendios era diáfano: eliminar al gobernador si
este se oponía a la propuesta. Por supuesto, otro tomaría su lugar,
pero lo haría con miedo y tal vez estaría más dispuesto a cambiar la
postura de su antecesor. ¿Y por qué lo elegían a él como asesino? A
Azarbaal le hubiera gustado responder que «porque soy el mejor»,
empero intuía otros motivos: resultaba prescindible en caso de
fracasar y ser capturado, alguien por quien no desembolsarían un
rescate. No conocía las estrategias de Spendios y Mathós, el otro
cabecilla de la revuelta —aunque pudiera intuirlas y predecirlas.
—Serás bien recompensado: dos talentos, medio ahora y el
resto a tu vuelta. No somos como los cartagineses, nosotros pagamos
las deudas contraídas.
Eso no lo dudaba. Spendios era de los que derrochaba.
También de los que toleraban un «no» por respuesta. Un tipo vil, al
que no tener ni de enemigo ni de amigo, pues bien sabido era que
vendería hasta a su madre. Estaba claro que no podía rechazar la
misión y decirle que abandonaba el campamento. Y a qué negarlo, tan
suculenta cifra le tentaba. Superaba el doble del sueldo del mejor de
los oficiales. Le daría para sufragar un pasaje a Iboshim y vivir a
cuerpo de rey durante una buena temporada. En su isla natal ya
habrían aparecido nuevas muchachas que catar.
Sonrió al líder campanio y asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Ya tienes asesino.
Aunque Útica no alcanzaba el esplendor de Cartago ni de lejos,
resultaba imponente. Ubicado en un pequeño cerro, allí donde
desembocaba el río Bagradas, era una fortaleza recia que se abría al
mar. Los pastos alrededor eran abundantes, si bien al igual que la
ciudad-estado púnica, su economía estaba basada en el comercio.
Según había escuchado Azarbaal, antaño fue en todo independiente
de la urbe cartaginesa, nacida de manos fenicias también. La
influencia de Cartago menguó su importancia, hasta que Útica pasó a
ser un pelele.
Tras un par de días de cabalgada, el hondero, ataviado con los
ropajes de mensajero, se presentó en las puertas de la muralla ante los
guardias. Solicitó entrevistarse con Shafat y el senado de la ciudad, a
lo cual no le pusieron ningún impedimento. Por lo visto, habían
estado esperando aquella visita. Uno de los centinelas lo condujo a
través de las calles de la ciudad. Azarbaal percibió al instante que los
movimientos de la gente no estaban encaminados a quehaceres
habituales: los mercados cerrados indicaban que estaban haciendo
acopio de provisiones. Se preparaban para ser atacados, más que para
partir al combate. Significativo, pensó.
El palacio de Shafat era, como no podía ser de otro modo,
lujoso hasta la ostentación. La sala donde lo esperaba el gobernador
tenía varias representaciones de la diosa Tanit, esculpidas en oro —o,
seguramente, bañadas; estatuas de tal tamaño hubiesen resultado
inaccesibles para cualquier fortuna—, alfombras de exquisita hechura
y hermosos tapices.
El guardia que lo había escoltado lo dejó junto al ujier, quien
lo anunció ante el gobernador. Shafat, sentado en un diván y
custodiado por media docena de soldados, le hizo un gesto con la
mano para que se acercara. Su aspecto era el esperado en alguien con
sangre fenicia: cabello negro, atado en forma de capuchón, y piel
acaramelada escondida tras un manto rojo de seda; debía ser
relativamente joven, tal vez sobrepasaba una bien llevada treintena.
A cinco pasos de su posición, le detuvo con otro movimiento
del brazo. Muy hábil. La distancia era apropiada para evitar un ataque
directo. Aunque Azarbaal no tenía intención de asesinarlo de ese
modo, ya que significaría su propia condena a muerte.
—Habla, mensajero.
El ibusitano prefirió no andarse por las ramas.
—Spendios, líder de las fuerzas rebeldes opositoras a
Cartago, os envía un saludo, Gran Shafat —dijo, inclinándose un
poco—. Desea vuestra amistad, y que al igual que otras ciudades no
más sabias que la vuestra, le ofrezcáis apoyo en su lucha por lo que es
justo y honorable.
—Vaya, veo que es cierto. Tal y como dicen, Spendios, al
igual que las serpientes, tiene buena lengua. —No sabes hasta qué
punto, amigo, pensó Azarbaal—. Y aparte de su amistad, la de un
mercenario sin patria, ¿qué puede ofrecerme para que me plantee
oponerme a la poderosa Cartago?
Bastaron aquellas frases para que el hondero confirmara su
impresión: Útica ya había decidido, y no a favor de los rebeldes. Peor
aún, no parecía que tuviera muchas posibilidades de cambiar esa
postura. Shafat era un hombre inteligente; entre dos espadas, había
elegido la favorita.
—Solo soy un vulgar mensajero, señor, aunque tal y como me
han dicho, más que ofreceros, es lo que podéis ganar: deshaceros de
quien os hace sombra, volver a controlar las riendas de vuestro futuro.
—Ah, sí. Imaginaba que utilizaríais ese argumento, el de la
independencia. Una palabra que apela al orgullo de los hombres,
¿verdad? —El gobernador tomó un dátil de la bandeja a su lado—.
Dulce y apetecible al igual que este fruto. Ahora bien, ¿sabes lo que
ocurre si comes demasiados? Los dientes se pudren hasta caerse. Y yo
no quiero eso para mi ciudad.
—¿Y qué tiene que decir vuestro senado?
—Mi voz es la suya. Se me han conferido plenos poderes
mientras dure este conflicto. Yo decido, y ya lo he hecho. Vuestra
revuelta no tiene ninguna posibilidad de éxito —aseguró—. Spendios
y Mathó armarán mucho ruido cuando se enfrenten a nuestras tropas,
pero hay un titán en Cartago que no puede ser derrotado. Amílcar
Barca les pondrá en su sitio.
En su fuero interno, Azarbaal no pudo dejar de sentir cierta
admiración por Shafat. Su percepción de la realidad era certera. Por
desgracia, con aquella conclusión había firmado su sentencia de
muerte.
—Si esa es vuestra postura, se la trasladaré a Spendios.
Desearía permanecer en la ciudad para descansar de mi viaje, y luego
reemprender el regreso a mi campamento.
—Oh, desde luego que tendrás la hospitalidad de Útica.
Aquel tono no auguraba nada bueno. El gobernador chasqueó
los dedos y los guardias bajaron sus lanzas, dirigiendo las puntas
hacia Azarbaal.
—Debería recordaros la costumbre de no agresión hacia los
mensajeros...
—¿Te refieres a la misma que tus líderes tuvieron con
Giscón? Tal vez tengas algún valor para Spendios. O para Cartago.
¡Encarceladlo!
Azarbaal podría haberle dicho que lo que hacía era inútil, que
él no era nadie y que nada sacaría por tenerlo enjaulado. Pero, ¿para
qué rectificarlo? ¿Qué mejor manera de entrar en palacio... que no
salir de él?
Antes de dejarlo en los calabozos, le retiraron sus armas y
equipaje. Tampoco es que le importara mucho.
Una vez encerrado se paseó por la celda. Oscura y húmeda,
con un jergón que no era más que paja. Un orificio enrejado hacía las
veces de ventana al exterior. Era como tantas otras prisiones que
había conocido en el pasado. Broncas tras una borrachera, cautivo de
guerra... Azarbaal no era precisamente virgen en ese aspecto.
El hondero se sentó tranquilamente en el suelo, y posó los
ojos en el ventanuco con barrotes de la puerta. Dejó pasar el tiempo,
que las horas cayeran y el sol descendiera hasta convertir la
habitación en una cueva. Por la ventanilla pudo seguir los
movimientos del centinela que custodiaba las mazmorras. Iba y venía
por el pasillo, con un ritmo monótono que adormecería hasta a un
león.
Calculó que debía ser medianoche. El momento adecuado. Se
levantó justo cuando el guardia se perdía por un recodo del nivel
subterráneo. A partir de ese instante, y según estimó, tenía libertad
para actuar durante un rato.
Se habían encargado de despojarle de cualquier pertrecho,
incluso sus hondas. Excepto uno. ¿Cómo iban a sospechar de un
simple cinturón? Y ahí radicaba el viejo truco. Se quitó el cinto y, tras
manipularlo un poco, lo sacó por la ventana, con la hebilla de bronce
por delante. Una fíbula, dicho sea de paso, preparada especialmente
para anclarse al cuero a modo de garfio.
Tras moverlo un poco, el broche quedó fijado al madero que
cerraba la puerta desde fuera. Lo único que tuvo que hacer fue tirar
hacia arriba, y el travesaño quedó destrabado del soporte de hierro
fijado a la pared. Después de eso, fue suficiente con empujar la
puerta. Por supuesto, una vez fuera tuvo la precaución de volver a
dejarla como estaba para no llamar la atención antes de tiempo. Con
un poco de suerte, no le echarían en falta hasta que le llevaran el
desayuno.
Había llegado el momento de su especialidad. Algunos creían
que un hondero era solo un especialista en el arte de su arma —
denostada por muchos, hasta que recibían la primera y única pedrada
en la cabeza—. Pero en sus orígenes, los balearides, maestros del tiro
con honda, la utilizaron exclusivamente para cazar animales. Y a tal
fin debían actuar con sigilo si deseaban acercarse lo bastante a las
bestias. Aunque Azarbaal no era de aquellas islas, sino hijo de
colonos púnicos, aprendió de los nativos desde pequeño, ya que su
padre comerciaba en su tierra. Conforme fue creciendo, y resultó
obvio que no sería un guerrero robusto, más entrenó este aspecto.
Por tanto, el ibusitano era diestro como pocos para fundirse
con las sombras y permanecer en sigilo. Sus pasos retumbaban en los
pasillos tanto como una hoja al caer del árbol, y así no le resultó
difícil escabullirse de los guardias. Se acurrucaba en los rincones
penumbrosos, quieto cual obelisco, avanzando poco a poco. Para
mayor facilidad, aquel palacio estaba repleto de estatuas, habitaciones
vacías y recovecos en los que escudarse. No tuvo muchos problemas
para acceder a una armería y conseguir un par de dagas.
Y así, siguiendo su instinto y las claras señales de la
decoración —cuanto más recargada, más cercana a los aposentos del
gobernador—, logró colarse en la tercera planta. Por supuesto, no era
tan estúpido para pensar que sería capaz de entrar por la puerta de la
alcoba de Shafat, así que se aprovechó de los balcones interiores, que
daban al jardín privado, para llegar hasta su alcoba.
Más facilidades: la falta de luna evitó que su silueta se
recortara cuando entró a la habitación. Vio la figura dormida de
Shafat tendida en su lecho, ingenuo ante lo que se le avecinaba,
indefenso. La fortuna quiso que estuviera solo, aunque el aroma
suspendido en el aire sugería que hasta hacía muy poco había estado
con alguna de sus esclavas. Mucho mejor así, evitaría tener que matar
a la amante para que no diera la voz de alarma. Odiaba dañar a una
mujer.
Se escurrió hasta quedar tras una columna, a poco más de dos
pasos de su víctima. Sacó una de las dagas. No sufriría: un corte
rápido en el cuello mientras le aprisionaba la boca y se desvanecería
como un pajarillo. Avanzó un pie...
...y volvió a esconderlo cuando la puerta de la alcoba se abrió
repentinamente. Un niño de cinco años, a lo sumo, entró en la
habitación, seguido por una asistente que trataba de alcanzarlo. El
pequeño tuvo tiempo de saltar sobre Shafat y acurrucarse a su lado.
—¡Padre! ¡Los espíritus no me dejan dormir!
El gobernador detuvo a la sirvienta con un ademán de su
mano y le ordenó que se retirara. Luego acarició el rostro, húmedo
por las lágrimas, y le obligó a mirarlo a los ojos.
—Nada puede hacerte daño, hijo. ¿Acaso no portas tus
amuletos? —le dijo, y levantó de su pecho un par de collares de los
que colgaban distintas insignias de protección.
El niño asintió, poco convencido.
—Deseo quedarme contigo esta noche —le pidió—. Nadie
me puede proteger como tú.
Shafat tardó en responder, pero el rostro angelical de su hijo,
y la admiración infinita que le profesaba, agrietó su entereza.
—De acuerdo, si dejas de llorar. No es digno de un futuro
líder.
El chiquillo se hizo un ovillo junto a su padre. No tardaron
mucho en dormirse. Azarbaal salió de su escondrijo. Un pie, luego
otro. Silencioso, ya estaba junto a la cama. Adelantó las manos: una
para degollarlo, la otra para acallarlo. El niño ni se enteraría hasta la
mañana siguiente.
Maldita sea, se dijo.
Enfundó la daga, se retiró poco a poco, y salió por el mismo
lugar por donde había accedido.
Medio talento seguía siendo una buena cifra. Le permitiría salir
de la zona antes de que Spendios se enterara de su deserción. Estaría
lejos para entonces. Solo lamentaba no poder escuchar los reniegos
del itálico. Tampoco le habría importado verlo implorando a Amílcar
Barca, cuando este le pasara por encima.
Quizás otra persona se habría maldecido por dejarse llevar por
la debilidad. Sin embargo, Azarbaal solía ser consecuente con sus
decisiones. Matar nunca le había importado, si el precio era bueno,
pero existían límites que no debían ser traspasados. Asesinar a un
hombre era una cosa, quitarle la vida a un padre delante de su hijo...
Destruir la inocencia de un alma pura no era su estilo.
Tomó un barco en la misma Útica. Había infinidad de
navegantes capaces de perder la cabeza por un par de minas y partir
de puerto sin hacer preguntas, en plena noche.
Iboshim lo esperaba. Tal vez se acercara por Iberia. En
Edetania tenía un buen amigo que, sin duda, tendría alguna labor que
encomendarle.
LA MEMORI A DE LOS TIEMPOS
Fue el mismo Aníbal quien lo encontró, hinchado por el agua, la
piel azulina debido al helor del río y la mirada perdida en la
inmensidad de la muerte. No tenía marcas letales de espada, pero sí
heridas de cierta consideración. ¿Le habrían producido la debilidad
necesaria para que el torrente lo arrastrara? Sí, así debía haber sido.
Porque aunque sin duda se enfrentó a un gran guerrero capaz de
herirle, solo la fuerza de la naturaleza tendría poder para derrotar a un
Bárquida. Al Rayo.
A Amílcar, Estratega de Cartago.
¿Y qué podía sentir un hijo al sostener en su regazo el hombre
que lo había significado todo para él? Nada, exactamente nada. Un
vacío, un espacio preñado de ausencia de todo, que esculpió su rostro
con trazos de tosca insensibilidad. De pronto, Aníbal ya no era un
niño, sino un anciano a quien el mundo le había caído encima y
descubre que no tiene tierra en la que afianzar los pies.
Su mente jugó a mostrarle lo que hubiera ocurrido,
posibilidades que no fueron y solo existían en el tormento apático de
su corazón: Si él y su hermano Asdrúbal no hubiesen participado en
la batalla de Hélike, Amílcar no se habría visto inclinado a atraer
sobre sí las fuerzas oretanas, para que sus hijos pudieran escapar
hasta Akra Leuke. No habría marchado hacia el río Staber y topado
con los edetanos que allí lo esperaban.
Pero los «¿Y si...?» no valían para nada, y Aníbal, a pesar de
su juventud, no era individuo de rebozarse en su propia pena. Era un
hombre de acción, por eso volvió personalmente en busca de su
padre, junto a una partida. Lo tomó en brazos él mismo, y tras
acomodar el cuerpo en su caballo, partieron hacia Akra Leuke.
Un gigante había caído. Era hora de honrarlo.
Luego vendría la venganza.
Caras largas, abatidas, emponzoñadas por la derrota en Hélike y,
sobre todo, por la caída de su líder. Se había encendido una gran
hoguera, y en lo alto del montón de leña se hallaba ya situado el
cadáver de Amílcar Barca. Cuatro guardas con lanzas flanqueaban el
montículo.
Asdrúbal el Bello, ya elegido por unanimidad nuevo Estratega
en Iberia, cedió a Aníbal el honor de encender la pira. Las primeras
ramas ardieron con rapidez. Rostros firmes entre los presentes: en
primera línea, Asdrúbal y Magón Barca, hijos menores del caído,
forjados desde niños para soportar aquel momento con estoicismo;
oficiales como Bomílcar o Giscón; o Alorco, su amigo, quien ya
había enviado mensaje a Cartago para reclamar la presencia de su
hermana Sofonistan, a cuenta del rapto del esposo de ésta por parte de
los oretanos: Thugar, primo de Aníbal. Y, tras ellos, en solemne
sumisión, un ejército que no se había dedicado simplemente a seguir
a su general, sino que lo amaron y admiraron como el héroe que fue.
No hubo rezos a los dioses, ni siquiera a Melkart. Amílcar siempre
puso por encima de los caprichos divinos su fortaleza de voluntad. Y
ahora, en la muerte, seguro que su alma se abriría camino por sí
misma.
El fuego empezó a dar cuenta del patriarca de la familia
Barca, honor que ahora recaía en Aníbal. El espíritu indómito,
heredero directo de la hermosa y alabada Dido, fundadora de Cartago,
se mezcló con el humo. Según los íberos, partiría a reencontrarse con
sus antepasados. Le agradaba la idea, por más que quienes la
defendían habían causado su desgracia. Pero, ¡qué gran estampa
sería! ¡La reina Elisa al fin tendría un consorte a su medida! ¡Dido y
el Rayo!
Las llamas lo cubrieron todo, ya no se veía el cuerpo. El
cachorro, convertido en león, dejó que el danzar de las flamas lo
hechizara, lo llevara a otros tiempos, que parecían tan lejanos, que
parecían tan ajenos...
Amílcar se hallaba tranquilamente sentado sobre una silla de
juncos trenzados. A su lado, en la mesilla, reposaba una bandeja con
higos y pasas. Y vino, pero aguado. Necesitaba tener la mente
despierta.
Sus visitantes se mostraban igual de distendidos, aunque por
lo que Aníbal había estado escuchando los asuntos que trataban eran
de vital importancia. El chiquillo, escondido en el umbral de la puerta
de acceso, oyó lo suficiente para saber de qué hablaban, para
comprenderlo a pesar de contar solo siete años. Sobre la mesa resultó
que Amílcar tendió mucho más que frutos. Tendió un plan magnífico
que ahora ponían a punto.
La conquista de Iberia.
El muchacho sabía dónde y cuándo nació la idea. Unas
semanas antes, él y su padre disfrutaron de la generosidad de una de
las familias más leales a la casa Bárquidas. Los Makmer, aun
humildes en su riqueza, eran amigos fieles. Por su parte le caía bien el
hijo de Abibaal, Alorco.
Aquella noche tenían un invitado especial, un íbero. Vástago
de un próspero comerciante edetano, el tal Icorbeles estaba, según
tenía entendido, emparentado con un régulo local. En realidad, nada
de eso era importante. ¿Qué importancia podía tener un simple
reyezuelo de un lugar tan apartado? Ni el más poderoso de ellos se
aproximaba en grandiosidad a la nobleza cartaginesa.
Pero fue su presencia la que encendió una de las chispas de
genialidad de su padre. Amílcar descubrió al observar al joven la
solución a la crisis derivada del tributo a Roma, tras la derrota en
Sicilia: apoderarse por completo de las riquezas de Iberia, muchas y
desaprovechadas por las colonias allí establecidas.
Las negociaciones con el senado no fueron tan bien como
cabía esperar, a pesar de que obtuvo el beneplácito para la aventura.
Aun así, la oposición de Hannón —ya esperada, pues aquel hombre
parecía haber nacido para contradecir a Amílcar en todo—, la
delicada situación económica de Cartago y la habitual tacañería de los
sufetes, obligaron al héroe de guerra a sufragar por sí mismo los
costes de la partida.
Y de ello discutía con sus más allegados. Charlaba con
Asdrúbal Janto, Maharbal y Aderbal sobre la logística del osado plan,
sobre cuántos partirían... y quiénes. Aníbal no escuchó su nombre en
ningún momento. Por supuesto, no podía permitir que nada lo
apartara de su padre. Así que tuvo que intervenir.
—¡Llévame contigo! —pidió, dejándose ver al fin.
Los asistentes a la reunión se volvieron, sorprendidos,
excepto Amílcar, que sonrió con picardía. Por lo visto, el inocente
espionaje de su hijo no le había tomado por sorpresa.
—¿Escuchando las conversaciones de los mayores, cachorro?
—le dijo, socarrón.
Aníbal sintió que el rostro le ardía de rubor, más aún por las
risitas con que lo bañaron los hombres. Sin embargo, no bajó la cara.
Se mantuvo impasible.
—Observad qué temple. No cabe duda, es un Bárquida —se
carcajeó Maharbal, quien por sus rasgos no podía negar su origen
númida.
—Y dime, ¿en qué podrías serme útil si decido llevarte? —le
preguntó Amílcar a su hijo—. Quienes me acompañen deben mostrar
su valía.
—¡En lo que tú dispongas! ¡Aprenderé a luchar y seré un gran
estratega como tú! ¡Y en cuanto la edad me lo permita, emplearé el
fuego y el hierro para romper el destino de Roma! ¡Ordéname que lo
jure y lo haré!
—¡Por Baal, Tanit y Melkar! —aplaudió Asdrúbal—. ¡Qué
fogosidad!
—Sí, la de la juventud —dijo Amílcar, y luego se acercó hasta
el pequeño y puso sus manos en los hombros del niño—. Cachorro,
un juramento nace de uno mismo, no de la petición de otro. Jamás
debe hacerse a la ligera, y menos aún si está empañado por un odio
mal entendido.
Aníbal parpadeó, sin entender.
—Pero... tú eres enemigo de Roma...
—Hijo, yo no soy rival de ningún hombre ni de ninguna
nación. Amílcar Barca no desea odiar a nadie, ni matar a nadie. Es el
Estratega, el general, quien tiene enemigos, solo él. Y tú no lo eres
todavía, aunque no dudo de que algún día lo serás. Así pues, no
juramentes odio sin motivo.
El chiquillo asintió.
—Quiero ir contigo, y aprender de ti las artes de la guerra.
Quiero ser como tú.
Incluso el pequeño fue capaz de ver el brillo orgulloso en las
pupilas de su padre.
—Ya lo eres, pero aún no lo sabes. Aníbal, tú eres yo, y serás
mucho más. Tu nombre sobrepasará el mío, y así me otorgarás la
mayor de las victorias.
Hizo una pausa. El muchacho esperó expectante. ¿A qué
triunfo se refería? La sonrisa que le dedicó quedaría grabada en su
mente para siempre.
—Me harás eterno en la memoria de los tiempos.
Cuando Aníbal volvió al presente, lo hizo con el corazón henchido
del mismo orgullo que su padre le dedicara aquel día y todos cuantos
siguieron. Su voluntad, ahora fortalecida por el recuerdo y las llamas
que auguraban el camino por recorrer, se endureció hasta adquirir la
resistencia de los cimientos de la tierra.
Desenvainó su espada, una falcata íbera que el mismo
Amílcar había encargado especialmente para su hijo. Fue el primero
en levantar el brazo, en rasgar el cielo con la hoja de sinuosa forma.
También fue su voz la que se alzó, para luego ser acompañada por el
resto.
—¡Barca!
Rayo. Él era el Rayo ahora. Y su destino estaba más claro que
nunca: dejar grabado su nombre en la Historia.
Convertir a su padre en inmortal.
DESPUES DE TODO
Arse asolada. Arse convertida en llamas, como la culpa en su
corazón.
Edecón, envuelto en capas y vestido con ropas humildes para
pasar desapercibido, contempló la escena desde el altozano
inmediatamente al suroeste de la ciudad hasta hacía unos días sitiada.
El ejército cartaginés de Aníbal Barca celebraba la tan dura victoria,
tras meses de asedio. Los soldados, incluso para tales tareas tan
organizados, entraban y salían de la ciudad derrotada en busca del
botín. Hormigas atareadas. No había lucha. Nadie quedaba en Arse
para oponerse.
El régulo de Edeta trató de contener el temblor en su puño
cerrado. La boca se le había secado y algo informe le estrangulaba el
estómago. ¿Informe? Tal vez, pero no desconocido. Sabía reconocer
el tacto de la culpa, aunque jamás en su vida lo había sentido tan
lacerante, tan desgarrador e hiriente.
Cuando habló, su voz sonó quebradiza.
—Bajemos —le dijo a sus dos escoltas.
Tenía que saberlo. Tenía que saber si él y ella estaban vivos.
Ataviado como un simple íbero más, se mezcló con los
mercenarios del ejército púnico. Aunque sus consejeros se habían
opuesto a aquella locura, Edecón no vio problema alguno en
acercarse a la batalla para observar. Después de todo, en ningún
momento rompía el motivo de su vergüenza interior: el pacto de
neutralidad firmado con Aníbal.
Y aun así, prefirió infiltrarse, sin anunciarse. Prefería que
nadie supiera que el Señor de Edetania tenía intereses personales en la
contienda. Demasiado atado estaba ya a los cartagineses. Allá, en
Qart Hadast, esposa e hijos permanecían como prenda de honor por
su lealtad. Mientras tanto, él no podía dejar de aclarar ciertos asuntos,
en honor a la sangre heredada y a la cordura que a duras penas
mantenía.
El inmenso campamento estaba sumido en una gran actividad.
Habían pasado días desde la toma de Arse, pero aún se seguía
celebrando. Algo comprensible, por supuesto, después de que el sitio
se prolongara durante meses, mucho más de lo esperado por los
atacantes.
En cuanto se vio rodeado de soldados, Edecón empezó a
poner atención en los rumores. Le agradó comprobar que no todos los
arsetanos habían muerto. Algunas de las mujeres y niños, los de
voluntad débil, se rindieron cuando los últimos defensores fueron
vencidos. Ahora bien, su esperanza era vana al respecto. Aquellos a
los que buscaba no eran precisamente cobardes que cederían.
Pululó durante un rato entre los mercenarios hasta descubrir
que aquel mismo mediodía iban a ajusticiar a algunos prisioneros,
entre ellos el líder de los arsetanos. Tuvo claro a quien se referían,
porque incluso a Edeta habían llegado los ecos de la batalla, hablando
de las hazañas del guerrero íbero que desafío al mismísimo Aníbal.
Ningún nombre escuchó. No le hacía falta.
Se abrió paso con desesperación, ganándose varias miradas
airadas. La masa de gente apelotonada era más densa conforme
llegaban al centro del campamento. Por lo visto, todos querían ver
aquel momento en el que, definitivamente, se celebraría la victoria
final.
A dos filas de la plaza situada entre las tiendas, no fue capaz
de seguir avanzando. Resultó ser suficiente. Entre las cabezas de los
asistentes que lo precedían pudo contemplar el cadalso donde habían
instalado a una decena de íberos. Edecón se mordió los labios. ¡Qué
porte tenían, a pesar de que estaban a punto de morir! Su vergüenza
era tal que deseó para sí el temple y el valor que hasta el menos
importante de aquellos guerreros vencidos tenía. Pero él era rey, no
podía ceder a sus pasiones, debía mirar por su gente.
La excusa, de tan manida, ya no le satisfacía en nada.
De entre todos aquellos hombres, había quien sobresalía por
encima del resto. No por físico, sino por presencia. Aquel hombre
emanaba un coraje casi palpable, un aura de grandeza. Todo lo que
Edecón había soñado para sí y no tenía.
Tal era así que incluso los púnicos se mantuvieron callados
cuando otro de los íberos levantó el brazo y, tras una última
declaración de fidelidad a su señor, se degolló a sí mismo. Si antes
hubo insultos y burlas, como era habitual en aquellos casos, ahora ya
nadie osaba alzar la voz ante tal muestra de amor. No, en el ambiente
flotaba el respeto no manifestado, pero sentido. Allí, los Guerreros del
Lince se ganaron la admiración de sus enemigos cuando, uno a uno,
se dieron muerte.
Al líder le tenían preparado otro final. Le ataron de manos y
pies entre dos postes, con los miembros extendidos. Un hombre
enjuto le acercó un cuenco a los labios, que el ajusticiado no rechazó.
Poco tardaron en aparecer las convulsiones y los temblores, aunque ni
un solo grito. Edecón contempló la escena con una mezcla de más
asco hacia sí mismo, una pena desoladora, y un orgullo fraternal por
aquel hombre.
Y, cuando él comenzó a cantar, el rey de Edetania lloró.
Cantando me iré, cantando y no gimiendo;
El cuerpo se me resquebraja;
La mente se me pierde en el mañana perfecto;
El alma se me ensancha.
El prisionero vomitó bilis ensangrentada. Edecón tuvo que contener
su mano, que buscaba la empuñadura de la falcata. El corazón le
ardía. ¡Había luchado en duelo con aquel hombre! ¡Si tuviera el valor
de lanzarse a la lucha! Moriría, aunque lo haría como él. Como un
héroe.
No lo hizo. Una vez más, lo que era se impuso a lo que quería
ser.
¡Recibe, Viento de Iberia, mi orgullo!
Voy a tu encuentro, Madre Tierra;
Esperadme, Antepasados;
Caí con mi falcata en la mano;
Como debe hacerlo el buen guerrero;
No sentiré vergüenza al contemplaros.
La vida se le escapaba. Perdía las fuerzas. La debilidad le hizo
balbucear incomprensibles palabras. De pronto recuperó la lucidez, la
última chispa antes de la muerte. Su grito descompuso por completo
la entereza de Edecón.
¡Iberia mía!
¡A ti entregué mi vida!
¡Por ti mi muerte!
Y, tras varios temblores terribles, la existencia de aquel guerrero
terminó. Y el rey que no se sentía como tal, sino un miserable traidor,
lloró sin reparos, escondido por la capucha que cubría su cabeza.
Apenas fue capaz de murmurar unas últimas palabras.
—Que los Antepasados te acojan como lo que eres, Icorbeles,
sobrino mío. El Hijo de Iberia.
Luego de aquello, pudo adentrarse en Arse, ahora vacía excepto
por los saqueadores. Recorrió las ruinosas calles, donde el daño se
advertía no solo en los edificios, sino en la ausencia de sus sonidos
típicos. Él, que había visitado la urbe varias veces, echó en falta el
jolgorio de los niños y las risas de las mujeres. Sí, sin duda otros
habitantes ocuparían el lugar, y volvería a existir alegría. No obstante,
la sangre teñiría para siempre las losas de las calles, los cimientos de
los edificios, las hojas de los árboles.
El futuro de Arse estaría asentado sobre sangre íbera, no
importaba quiénes vinieran después: cartagineses, romanos, o acaso
otros pueblos de los que nada sabía.
Tras un penoso peregrinar por las avenidas y cuestas, alcanzó
el barrio noble. Ya no ardían las piras de cadáveres, después de tantos
días, y sus cenizas habían sido enterradas como último gesto del
ejército victorioso a la valerosa resistencia. ¿Qué buscaba Edecón
allí? Un imposible, encontrar los restos de una persona entre cientos
calcinados. El corazón le impulsaba a seguir, pues aún quedaba un
llanto que derramar.
Ella debía estar allí.
De pronto, alguien le llamó por su nombre. Sus dos
acompañantes se volvieron en ademán protector. Al principio, aquel
oficial del Batallón Sagrado no le resultó conocido, al menos hasta
que se acercó lo bastante y supo ver unos rasgos casi perdidos en su
memoria, en su juventud.
—Edecón —repitió el cartaginés—, sé lo que escudriñas.
El régulo apartó a sus hombres, los calmó posando sus manos
en cada brazo, obligándoles a bajar las armas.
—Si sabes quién soy, también debería estar yo enterado de tu
identidad —dijo el edetano, volviendo a su habitual máscara de
gallardía—. Me resultas familiar.
—Nos conocimos, hace muchos años, cuando yo solo era un
niño. Viví aquí, en Iberia, en Edetania. En Etemiltir.
—Sí... Tú eres el hijo del cartaginés que Icortas acogió... El
amigo de Icorbeles. Alorco...
—Ese soy yo. Y puedo decirte dónde está aquella a quien
buscas.
—¿Sigue viva? —preguntó Edecón, de pronto ilusionado.
—Yo no he dicho eso.
Los condujo hasta un barrio que permanecía relativamente intacto,
en la parte más lujosa, muy cerca del edificio del senado. Alorco
señaló el agradable jardín frente a una casa hermosa, bien cuidada
aunque ahora estuviera ennegrecida por el hollín de las hogueras. La
hierba verde también estaba manchada en un punto en concreto. Aún
quedaban rastros de ceniza y madera a medio quemar.
Y a poca distancia, vio un montículo de piedras. En uno de
ellos, inscrito en caracteres íberos, leyó un par de nombres:
«Nerseadin, fiel esposa y amante madre; Icortas, el sol de su padre».
Edecón se arrodilló y lloró ante la tumba de su sobrino nieto. No lo
había conocido por culpa de su estupidez, cobardía y estrechez de
miras. Era, por tanto, la confirmación de todos sus errores, del camino
equivocado que había recorrido absorto en su, más que orgullo,
cabezonería.
Aun así, no era aquella tumba la que buscaba. miró a Alorco,
demandándole respuestas.
—Pensaba enviar un mensajero a Edeta para que te lo llevara
—le dijo el púnico, mientras extraía algo del zurrón que portaba
colgado en bandolera—. Ya que estás aquí...
Le tendió una vasija de cerámica, decorada con las pinturas
típicas edetanas. Edecón tomó el recipiente y se lo acercó al pecho.
Lo estrechó entre los brazos y, arrodillado, lloró de nuevo.
—¡Hermana mía! —gimió, desesperado—. ¡Perdóname!
Alorco le dejó un tiempo para que desplegara todo su dolor, y
solo cuando pareció calmarse habló otra vez.
—Sé que Icorbeles habría deseado que quien lo trajo al
mundo reposara junto a su abuelo: Irbeles, el último gran rey de
Edetania. —Los dos guerreros se mostraron ofendidos por el
comentario, y volvieron a llevarse las manos a las falcatas; Edecón de
nuevo les ordenó que se mantuvieran quietos—. Al menos en la
muerte, trátala como Aretaunin merecía. Para mí también fue una
madre.
—¿Y qué hay del cuerpo de Icorbeles? Es mi sobrino.
—Lo traicionaste cuando más te necesitaba, no tienes derecho
sobre él. Yo soy su hermano, así que me haré cargo.
En otras circunstancias, Edecón habría montado en cólera
ante tal desprecio. Pero aquel cartaginés tenía razón, para su
vergüenza. ¡Qué horrible final si un simple cartaginés tenía potestad
sobre el rey de Edetania! Aunque así fue desde el momento en que le
dio la espalda a su hermana, a su cuñado, a su sobrino... y a los
Antepasados.
Ahora bien, algo empezó a quemarle dentro apenas se
despidió de Alorco con un agradecimiento. Un nuevo ardor por hacer
las cosas como debiera haberlas hecho desde el primer momento.
Tal vez no era tarde, después de todo.
Una promesa nació en su corazón, para brotar poco después
en sus labios. Suave, leve... aunque convencida.
—Cartagineses, encontraré el modo de enfrentaros y
recuperar a mi familia. Algún día, Edetania se cobrará cada muerte.
EL REFUGI O
Sabanas de seda para su piel, espinas para el corazón.
Thugar la había empujado sin mucho miramiento sobre la
cama, luego de observarla como quien examina una pieza de ganado.
Ninguna palabra, ni de cariño, ni de respeto, ni siquiera una vulgar
alabanza a la belleza de su esposa. Solo violencia: insultos, bofetadas
y otras mil humillaciones, pues por lo visto era lo único que afianzaba
su virilidad.
Y había sido así desde la primera noche que yacieron juntos.
Maldito el día, se repetía Nistan a todas horas. Aquella velada, aún
con las gasas de su vestido de novia, el monstruo con forma de
hombre le arrebató su pureza del modo más abrupto concebible.
Salvaje se adentró en su interior, de golpe, arrancando en la
muchacha gritos y sangre. De nada le sirvieron las súplicas, que lo
enardecieron. La aferró y, sin permitir que se moviera, la penetró una
y otra vez. La repugnancia de sentir aquel trozo de carne en su
interior la hizo vomitar sobre sí misma. Luego se desmayó.
Ahora bien, con el tiempo había encontrado el modo de
combatir aquella barbarie. A pesar de que él se mostró en cada
ocasión más brutal —le ofuscaba el hecho de no poder embarazarla
—, Nistan aprendió un modo de evadirse en esos momentos de
aberración: se imaginaba a sí misma, no a su yo de carne y hueso,
sino su espíritu; y construía a su alrededor un refugio; un paisaje
idílico tomado de sus recuerdos en Iberia: el bosquecillo junto a
Etemiltir. Y mientras Thugar maltrataba su envoltorio, ella se
escondía en ese paraje donde no existía dolor, donde la humillación
no podía tocarla. Olía al castaño de Edetania, y cantaban los pájaros.
Icorbeles la rodeaba, simplemente acariciándola, susurrándole esas
palabras de amor que en el mundo real su esposo jamás le dictaría al
oído. Carbón, el alegre perro, saltaba a su alrededor, tan dicharachero
como siempre.
Nadie podía acceder a ese lugar. La entrada estaba vedada por
completo. Solo Nistan y sus recuerdos, y el cariño de Icorbeles desde
la distancia. Allí estaba escudada, mientras su cuerpo, aquel amasijo
carnoso que tan poca importancia tenía, soportaba cuanto hiciera
falta.
Y, algún día, cuando se encontraran de nuevo, el refugio se
tornaría realidad y todo volvería a estar bien.
Ocurrió. Al menos durante una noche, en la que Icorbeles la tomó
como lo haría un esposo enamorado. La convirtió en una verdadera
mujer, y no en una res a la que emparejan para crianza. La colmó de
caricia y besos, le limpió la suciedad y podredumbre que Thugar le
había dejado dentro. El veneno fue sanado con amor.
Cuando dejó Iberia una vez más, tras ser llamada por Alorco
para estar presente durante el secuestro de su marido, lo hizo viuda de
un hombre horrible... y madre de la encarnación de su amor por
Icorbeles.
No lo supo hasta su regreso a Cartago Los vómitos mañaneros
bastaron para sospechar, y la creciente hinchazón de su vientre fue la
confirmación definitiva. Como no podía esconderlo, ni deseaba
hacerlo, le confesó a sus padres lo ocurrido. El temor inicial a que los
Bárquidas descubrieran la infidelidad póstuma de Nistan les hizo
esconder el embarazo. Una vez nacida la criatura, la hizo pasar por la
hija de una sierva que no había sobrevivido al parto.
Y si feliz fuera la noche que yació con Icorbeles, no menos lo
fue cuando, tras un largo alumbramiento, Elisa surgió al mundo.
Como su progenitor, no gritó, sino que balbuceó para tomar aire por
primera vez y luego se quedó tranquila, observándolo todo alrededor.
Alorco, que regresó de Iberia solo para este momento, lloró todo
cuanto habría llorado el padre. Con emoción, fue él quien tendió la
criatura a su hermana.
Y así el refugio tomó forma.
El mensaje de Alorco era lo suficientemente claro para que Nistan
ni siquiera se planteara una mísera duda: debía regresar a Iberia.
Y esta vez no lo haría sola.
Sus padres trataron de hacerla entrar en razón, en vano.
Incluso le pidieron que dejara a Elisa con ellos.
—Iberia es peligrosa hoy en día —le dijo Abibaal—. Ya no es
el lugar que recuerdas.
—Tal vez no, pero él me necesita. Además, Sifag me
protegerá.
—¿Y la niña? Es muy arriesgado...
—Deben conocerse. ¿Cuántas noches me ha preguntado por
su padre? ¿Cuántas lágrimas, suyas y mías, por no poder encontrarse
con él? Ya basta de dolor.
La abrazaron y acudieron a despedirla al embarcadero. Sifag,
cuyos hombros aún eran fuertes a pesar de su ancianidad, también se
arrodilló ante ellos, pues los consideraba familia. Elisa lloró
igualmente al separarse de sus abuelos, si bien se trataba de una
tristeza que duró poco. Tanto como tardó Nistan en proclamarle el
motivo de aquel viaje.
—Mi amor, vamos a buscar a tu padre.
Y así, partieron en busca del refugio.
Esta vez sería para siempre.
NOTAS INFORMATIVAS
Masilios: Pueblo de la antigua Numidia, que lindaba al este con el
territorio cartaginés. Siguiendo la costumbre púnica, éstos los
contrataron como mercenarios en sus guerras.
Velites: Infantería ligera romana con jabalina.
Siclo: Moneda utilizada en épocas antiguas. Un talento equivalía a 60
minas de 60 siclos cada mina.
Meteco: Término utilizado para referirse a los extranjeros. En la
época antigua no tenía connotaciones peyorativas.
Campanios: Habitantes de la región itálica de Campania. El original
en latín es «campanus».
Shafat: Personaje ficticio, aunque su nombre ha sido encontrado en
tumbas púnicas.
Bagradas: Actual río Medjerda, en el Golfo de Túnez. Los restos de
la antigua Útica se encontraron a doce kilómetros del mar, lo cuál
indica que las aguas se retiraron siglos después de su desaparición,
pues los textos clásicos son claros en que estaba situada a orillas del
Mediterráneo.
Sufetes: Miembros del senado cartaginés.
EL ESP RITU DEL LINCEÍ
Avance editorial
Prólogo
El humo de las hogueras de Arse se eleva a mis espaldas.
Ensordecedor estruendo: acero contra acero, bravura contra dolor,
muerte sobre vida. Visión escalofriante: un tapiz de cadáveres
sobre el suelo, ladrones de la blanca pureza de las losas. Odioso
hedor: a sangre encharcada y a esfínteres vencidos por el miedo.
Pero para mí no existe nada más que aquellos ojos
penetrantes, atentos a los míos: la mirada de mi enemigo. Un rival de
tal
estirpe que engrandece mi hazaña: Aníbal Barca, el
Conquistador, Estratega de Cartago. El mayor héroe de su patria;
poseedor, dicen algunos, del espíritu flamígero de su dios Baal.
Aníbal
el León.
Derrotado.
Y ni aún así humilla el rostro. Tiene el torso recto, los
hombros
elevados y el pecho hinchado. Tal vez haya derrotado el
cuerpo,
pero su espíritu sigue indomable. Tienes mi respeto, pero no
mi compasión, pienso. No puedo mostrarle piedad, no después del
angustioso sendero que me ha llevado hasta este momento. Debo
apagar su vida para convertir su destino en el mío: ser
leyenda.
Iberia derrotará a Cartago. Iberia tendrá un futuro.
Grito mi nombre en honor a la sangre que corre por mis
venas, al pueblo que me ha convertido en hombre: Icorbeles, el
Edetano, a quien muchos han llamado Hijo de Iberia. Siento
que todas las penurias han merecido la pena, que cada
sacrificio,
incluso aquel por el cual perdí mi corazón, ha servido para
llegar
a tan grandioso instante.
Alzo el brazo y me preparo para descargar el golpe que
cambiará el curso de la Historia.
1
Pero es bueno comenzar una narración por el principio, nunca
por el final. El camino que me condujo al momento más
trascendental de mi vida comenzó muchos años antes.
Cuando los primeros colonos pusieron sus pies en la
península donde se asienta mi hogar se encontraron con una tierra
montañosa, poblada de grandes arboledas y ríos caudalosos.
Su
llegada significó el descubrimiento de ciencias y excelencias
que
jamás hubiésemos imaginado, a no ser que transcurrieran
muchos años. Y, entre tanta sabiduría, otorgaron nuevos nombres
a las regiones bañadas por el Mar Interior: Ispania para los
fenicios, los mejores comerciantes que habían surcado las aguas;
e Iberia para los griegos, forjadores del pensamiento y el arte.
Si bien, aunque con el tiempo aceptamos dichas
denominaciones, las utilizábamos con escaso apego. Ante todo nos
considerábamos edetanos, contestanos, bastetanos...
Mi padre fue Icortas, señor del caserío de Etemiltir, una
fortaleza agrícola supeditada a Edeta, la ciudad que daba nombre a
nuestra etnia: Edetania, comprendida entre los ríos Sicana, al
sur, y Udiva, al norte. Por el oeste nos protegía la cordillera
de
Idúbeda, y por el este... el mar grandioso, esa frontera que
siempre nos había parecido infranqueable. El paisaje era
hermoso a su modo: hondos valles y abruptas montañas, escarbadas
por manos titánicas e impacientes, caminos de tierra blanca
y pedregosa, bosques de verde seco, ríos perezosos en estío,
impetuosos durante la temporada de lluvias... Sin embargo, no éramos
un país como otros de los que he oído hablar. Aunque nos unía una
cultura común, cada ciudad era dueña de su gobierno,
así como el de sus asentamientos y poblados cercanos. No
obstante, en tiempos de crisis, las urbes podían formar alianzas si
la relación era buena.
Nuestro pueblo era el más culto y refinado de toda Iberia,
por mucho que los turdetanos se empeñaran en pregonar su
linaje tartésico. Las artes que practicábamos eran admiradas por
los comerciantes de allende el mar e incluso por otros
pueblos
íberos. La cerámica de torno de nuestros alfares, en la que
plasmábamos nuestras grandes ceremonias, poco tenía que envidiar
a la exquisitez de las vasijas púnicas o griegas.
Icortas era el hijo del caudillo de Saití. Y Aretaunin, la
hacedora de mis días, la primogénita de Irbeles, el rey de Edeta, y
hermana de Edecón. Ella tenía catorce años cuando recibió la
dote de mi padre: un exquisito surtido de las mejores prendas
de lino tejidas en la ciudad contestana, famosa por su
producción textil. Unas semanas más tarde, se casaron. Por fortuna,
aprendieron a amarse muy pronto.
El regalo del abuelo Irbeles fue una pequeña región al
noroeste de Edeta, no muy lejos de la capital; un paraje quebrado
por collados, barrancos, cañadas de pinos y arbustos de tono
verde oliváceo. Mi padre sacrificó tres ovejas para alentar
prosperidad en su nueva vida, una generosa ofrenda que fue enterrada
en los cimientos del caserío amurallado que sería nuestra
casa. Los campos, de suelo seco aunque fértil para la vid y
otros
cultivos, estaban situados en terrazas ganadas a los montes.
Serían trabajados por las familias que siguieron a mi padre desde
Saití en calidad de clientes dependientes.
Mi llegada al mundo se produjo un año después del casamiento,
y estuvo rodeada de fenómenos intrigantes y señales prodigiosas. A
fuerza de escuchar la narración de boca de mis padres,
tengo una imagen nítida de cada detalle que acompañó a mi
alumbramiento, a semejanza de alguien que lo hubiese estado
observando.
Nací en el crepúsculo de una jornada de cuarto creciente, a
la luz de una lámpara de barro, sin dar un solo berrido. Al
principio creyeron que estaba muerto, pero cuando me dieron dos
azotes balbuceé y abrí los ojos con calma.
—Icorbeles... —suspiró mi madre, agotada por el esfuerzo.
La cuestión de mi nombre ni siquiera había sido discutida.
Entre los edetanos y otros pueblos íberos existía la tradición
de
que los niños heredaran el nombre de sus abuelos maternos.
Mi
madre sólo se permitió una pequeña variación en mi caso.
—Así sea —asintió mi progenitor, mientras me alzaba por
primera vez con una enorme sonrisa en los labios—.
Inundarás
de alegría mi corazón, primogénito.
Poco después, Argitiker, el capataz del caserío, entró en la
habitación con los ojos desencajados y el rostro lleno de
asombro.
—Mi señor Icortas, debéis asomaros a la ventana.
Mi padre torció el gesto con cierto malhumor.
—¿Qué es tan importante como para que tenga que
interrumpir este momento de felicidad, Argitiker?
—El cielo... ¡Algo le está sucediendo!
Desconcertado, mi padre se acercó a la ventana, abrió los
postigos y miró hacia arriba, a un firmamento al que poco le
faltaba para quedar completamente velado por la noche. Se
frotó los ojos ante la inconcebible visión: una tras otra,
pequeñas estrellas caían del cielo, rasgando el velo oscuro en una
lluvia
titilante que se perdía más allá de la vista. Parecían gotas de
luz
que, fugaces, desaparecían por detrás de las montañas. Los
hombres y mujeres del caserío observaban desde la plazoleta.
Algunas madres sujetaban a sus hijos, atemorizadas por el
fenómeno. Todos se preguntaban si aquello era un buen augurio
o la más terrible de las maldiciones.
—Acercadme a la ventana —pidió mi madre.
Con la ayuda de Argitiker, arrastraron la cama hasta la
abertura. Los ojos de mi madre brillaron de emoción al contemplar
el hermoso prodigio. Lo supo desde el primer momento. Era
una señal que marcaba mi grandeza. Me levantó un poco para
que yo pudiera observar el fenómeno.
—¿Lo ves, Icorbeles? Esa lluvia tan bonita es por ti, mi
pequeño. Serás alguien grande, alguien importante.
Mi padre asintió con la cabeza, dando por buena tal intuición.
Las palabras de una mujer siempre son respetadas. Los
íberos tenemos en gran consideración a la figura femenina
por
su condición de creadora de vida. ¿Es que existe algo más
grande que parir a un hijo?
La lluvia de estrellas se prolongó durante casi una hora. Pero
las sorpresas apenas habían empezado. Urcetices, el encargado
de la guardia, nos anunció que un grupo de viajeros solicitaba
audiencia con mi padre en el portón del caserío.
—Son cuatro hombres armados y una mujer con los hábitos
de sacerdotisa.
Puedo imaginar la expresión de asombro de mi padre, tal vez
más profunda que la que le había provocado el portento
celeste.
La presencia de una sacerdotisa en un paraje tan escondido
rivalizaba con cualquier acontecimiento. Nuestras mujeres sagradas
son personalidades tan insignes que rara vez se apartan de
sus santuarios.
Llegados a este punto, quizás sea apropiado un apunte sobre
nuestra religión, pues entiendo que estas memorias serán
leídas
cuando el recuerdo de mi pueblo se haya desvanecido.
Los íberos no creemos en decenas de dioses como los griegos
y los romanos. Para nosotros, la divinidad está presente en
el mundo que nos rodea: bestias, árboles, montañas, ríos, el
Sol,
la Luna... La vida, en toda su extensión. La Gran Madre. La
Madre Tierra. Nuestras deidades, si se las puede llamar así,
son
el toro, por su vitalidad; el lince, enlace con los espíritus de
los
Antepasados; el caballo, símbolo de la nobleza; y el lobo, que
personifica nuestro carácter indomable. Las fuerzas de la
naturaleza y los espíritus de nuestros ancestros nos apoyan o nos
rechazan, nos alientan o nos ponen trabas, nos marcan el
camino a seguir. Sin embargo, aceptamos que son nuestros pies
los que deben dar los pasos. Nuestros actos nos definen.
Las sacerdotisas nos representan ante dichas presencias.
Siempre son mujeres, pues su enlace con la vida es más
firme.
Se requiere también sabiduría y una completa entrega al
ejercicio
de sus funciones. Estas siervas devotas renuncian incluso a su
propio nombre: se convierten en madre, esposa, hermana e
hija
de todo aquel que es leal a las creencias íberas. Sus ropajes
son
adecuados a tal distinción: visten una túnica azul de exquisito
lino y una mantilla carmesí sobre el pecho; por encima suelen
portar un grueso manto marrón, como protección ante las
inclemencias del tiempo; sus adornos son muy llamativos, pues
además de las joyas en forma de collares lucen dos grandes
rodelas laterales sobre el tocado de la cabeza, sujetas a una tira
afianzada a la frente gracias a unas finas cadenas.
Mi padre recibió a la sacerdotisa con grandes honores, como
correspondía. La mujer, que parecía más anciana que las
montañas, venía de la ciudad sureña de Ilici, en pleno territorio
contestano, a muchos días de marcha. Aunque estaba agotada por
el viaje, no aceptó la hospitalidad de mi padre sin antes
nombrar
el motivo de su presencia en Etemiltir.
—Hace varias semanas tuve una visión en la que se me
anunciaba el nacimiento de un elegido de los Antepasados —explicó,
mientras los sirvientes de mi padre le ofrecían un caldo
caliente—. Los espíritus me dijeron que debía partir al norte de
inmediato, y sólo detenerme cuando la señal se manifestara.
—La lluvia de estrellas... —apuntó mi padre, con tono
solemne.
—Así es. ¿Es aquí donde encontraré a quien busco? —
preguntó la mujer.
Icortas no habría dudado al responder, pues para los íberos
resulta impensable mentir a una sacerdotisa. Pero antes de
que
sus labios hablaran de nuevo, se alzó un berrido desde los
aposentos de mi madre. Yo mismo me anuncié.
Condujo a la mujer hasta la habitación, donde mi madre me
amamantaba por primera vez. Aretaunin la miró con gran
respeto, pero la sacerdotisa apenas reparó en ella. Su destino no
era atender a la joven madre, sino al hijo. Sin pedir permiso
—su posición social se lo permitía—, me tomó en brazos y
me
examinó con gestos inquisitivos. Supongo que buscaba
alguna
señal que me identificara como el protagonista de su visión.
No
me observaba como a un niño recién nacido, sino como el
motivo del trabajo más importante que jamás afrontaría. Me
inspeccionó concienzudamente, pero no halló en mí más que piel
blanca.
—Hay que someterlo a una prueba —dijo, tras meditar un
momento.
Mi padre, que jamás habría osado contradecirla en
circunstancias normales, no pudo evitar replicar.
—¿Qué tipo de prueba?
—De reconocimiento —respondió—. No hay señales que
me indiquen que éste es el niño que busco.
—¿Acaso no basta con la lluvia de estrellas? —arrugó la
nariz.
—No. El fenómeno celeste abarca una gran región del
firmamento. Podría deberse al nacimiento de cualquier otro niño.
Si me detuve aquí fue porque era el lugar habitado más
cercano
cuando comenzó. Así pues, el niño debe pasar por la prueba.
Me lo entregarás para que lo deje en el bosque, donde
permanecerá hasta que amanezca. —Mi madre lanzó un gemido—.
Si sobrevive al frío de la noche y a los animales, será la señal
de
su grandeza.
Icortas se frotó el rostro con la esperanza de que todo fuera
un mal sueño. Pero al apartar las manos nada había
cambiado.
—Se trata de una injusticia —replicó, tratando de sonar
respetuoso a pesar de su creciente enojo—. Si el niño no resultara
ser ese elegido, nos habrás arrebatado a nuestro hijo.
—¿Acaso contradices la voz de los Antepasados? —A pesar
de que mi padre había mostrado sin reparos su
disconformidad,
la mujer no parecía enfadada... todavía—. Tu esposa es
joven,
puede darte otros retoños. Sea como sea, es mi dictamen, y
no
puedes oponerte a él sin sumirte en el total desprestigio.
Desesperado, buscó con la mirada a mi madre. Ella nunca
olvidaría lo que vio en sus ojos: un amor absoluto. Una
palabra
suya habría bastado para que se enfrentara a la sacerdotisa,
un
delito que habría supuesto su inapelable ejecución. Aretaunin
solía decir que aquél fue el día en que se enamoró de su
esposo.
Si aceptó entregarme a la sacerdotisa fue sólo para que él no
cayera en desgracia.
La mujer me tomó sin atender al angustioso llanto de mi
madre y me llevó con ella. Los habitantes del caserío la
vieron
salir por el portón y adentrarse en el bosquecillo cercano.
Volvió
poco después, sola. Mi padre tuvo que tragarse la rabia. Si no
hubiera sido por las leyes, estoy seguro de que la habría
arrojado
por encima de los murallones y habría marchado a buscarme.
Pero aquella era una prueba tanto para mí como para él.
Fue una noche muy larga. Los escoltas de la sacerdotisa se
turnaron para vigilar el portón en previsión de que alguien
pretendiera salir a recogerme. Con las primeras luces, mi padre fue
el primero en salir del caserío. Siempre lo he visto como un
hombre dueño de sus actos e impulsos, pero aquel día estaba
tan exaltado que se lanzó a la carrera, cruzando la maleza sin
saber siquiera hacia dónde dirigirse. No tuvo más remedio
que
esperar a la sibila y seguir su paso cansino, que no hizo más
que
aumentar su crispación.
Al fin llegaron a un pequeño claro. Allí, iluminado por un
mañanero haz de luz, estaba yo, sobre el mismo tocón en el
que
me había dejado la mujer. Supieron de inmediato que estaba
vivo porque movía los bracitos y las piernas. Pero lo más
sorprendente fue que, junto al muñón, había un magnífico lince de
pelaje leonado. Estaba recostado en el suelo, en actitud
calmada
pero vigilante, atento a la diminuta criatura rosada. Cuando
advirtió a mi padre y a la sacerdotisa no reaccionó con agresividad;
se levantó, se desperezó y luego se acercó a mí. Mi padre
estuvo
a punto de lanzarse contra el felino, pero la sacerdotisa lo
retuvo
del brazo el tiempo suficiente para que ambos comprobaran
las
intenciones del lince. La bestia me lamió como lo haría con
una
de sus crías. Luego alzó la mirada hacia Icortas un momento
antes de saltar hacia los matorrales y perderse.
A partir de ese día, mi familia adoptó el emblema del lince:
mi protector.
La sacerdotisa volvió a examinarme, pero esta vez concluyó
la tarea con una sonrisa que cuarteó aún más su rostro.
—Ha superado la prueba —afirmó—. La Madre Tierra lo
ha ungido con su bendición. Lo ha nombrado Elegido y los
Antepasados han dado su aprobación. Toma a tu vástago, Icortas.
Y edúcalo bien, porque es tu responsabilidad convertirlo en
aquello para lo que ha sido marcado. Será un gran hombre,
los
frutos de su trabajo permanecerán grabados en la memoria
del
mundo durante eras. Poco más puedo decir, pues sólo el
tiempo
alumbrará la meta de su camino. Mi tarea era anunciarlo, y
así
lo he hecho.
Tal como llegó, así se fue. Nunca más volvimos a verla, pero
su fugaz paso por mi vida me dejó dos certezas: un destino
grandioso y una carga insoportable.
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