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Los Cuadernos de Asturias
CARTA ABIERTA A
PEDRO CARA VIA
SOBRE NUESTRA
GENERACION
Manuel Granell Muñiz
N os solemos olvidar del aire que oxigena nuestras vidas, de la poluta carga que lo enrarece. Y sospecho que poco saben los jóvenes del peculiar aire
histórico respirado en España tras la guerra civil, pues no parece preocuparles la necesidad de un diagnóstico a fondo del trauma de esa generación golpeada por el sismo bélico. Al menos, se sigue manejando alegremente el mismísimo concepto de generación.
Este viejo concepto -ya realzado por egipcios y griegos, según nos recuerda Voltaire-, se revitalizó enormemente entre nosotros, ya hace más de medio siglo, al adelantarlo el maestro Ortega, en El tema de nuestro tiempo (1923), como categoría del acontecer, como requisito del humano auto hacerse. Al igual que Worringer al auscultar la entraña del arte, Ortega vio en dicho fenómeno una «sensibilidad vital» expresada como voluntad que decide y manda, se constituye en «gozne» de los movimientos históricos. Pues las generaciones «nacen unas de otras» sin repetirse, se infieren dos vertientes: una receptiva, saturada de tradición; otra abierta al futuro, filoneísta. Ambas vertientes son consustanciales, pero suele predominar una de ellas, a veces con extraordinario vigor. Desde luego, no entiende por generación la mera suma de individuos, sino cierta unidad orgánica, uha «variedad humana» cuyos miembros «vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les prestan una fisonomía común». Tal tipismo no uniforma a sus miembros, pues conviven en ella «los pro y los anti»; sin embargo, dichos antagonistas, «por mucho que se diferencien, se parecen más todavía». No en vano «pertenecen a una misma especie» y cada generación va impul. sada cual «un proyectil biológico». De ahí estas distinciones: épocas de senectud o de juventud, y épocas en las cuales predominan los varones o subyuga a todos la gracia femenina. Este enfoque de Ortega está aquejado, sin duda, por cierto desliz biológico que aún se estilaba en esos años, en secuela a la justificada reacción contra el atomicismo científico de toda la modernidad. Confesemos, por lo demás, que resulta muy útil como herramienta histórica. Por ejemplo, Johannes Bühler, al estudiar la Vida y Cultura en la EdadMedia, de 1931, distingue tres períodos medievales en base a uno de los aspectos orgánicos, la edad, y ordena así: períodos de la senectus, de la iuventus y de la virtus. Afirma, para justificarse: «Lo que infunde a los múltiples fenómenos de un
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período cierto equilibrio armónico interno, cierta ponderación y tónica, es el ritmo de vida inherente a cada época. Más que lo que suele llamarse carácter de una época -concepciones filosóficas e ideológicas, orden social y estatal, el estado de la ciencia y de la técnica, y demás cosas del mismo tipo-, es dicho ritmo de vida lo que determina la esencia de los tiempos». En modo alguno cabe negar esta pregnancia de lo intrabiológico en los comportamientos. Si las generaciones fueren estrictamente carnales, sería la única variable a considerar. Pero se funde a lo somático lo psíquico, y ya el flanco visible de este fundirse -por vago que parezca- no toleraría dicha presunción. Mucho menos lo tolera el comportamiento formal de las generaciones en cuanto humanas, pues a tal sesgo se desembozan sus orígenes en el estrato más alto de nuestra estructura ontológica, precisamente el que cuenta de veras para nuestra promoción en vilo. Como organismos, estarían determinadas; poco importarían al forzado cumplimiento de su destino los obstáculos que hallaren a su paso. Y nada más lejos de la verdad. Así como los individuos hemos de ir haciendo constante y laboriosamente nuestras vidas, con todos sus peligros y trenzando los tres cabos de la cuerda vital -los cabos del azar, del destino, de la libertad-, así están las generaciones en plena encrucijada del quehacer, condenadas a la libertad y al trabajo, creciendo en el haber de sus propias resoluciones. No sobrará alguna demora para iluminar crudamente este decir.
Hagamos un corte histórico cualquiera. Surge de pronto una multitud de vivientes. Aunque todos pertenecen a la especie horno, advertimos que no actúan de modo idéntico; y también, que, no obstante sus unicidades, tienden a comportarse de acuerdo a ciertos intereses comunes. A los efectos de nuestro análisis de las generaciones, se distinguen cuatro grupos por razón de edad: niños, jóvenes, hombres maduros y ancianos. El antagonismo ya mencionado se produce entre los dos grupos intermedios, los realmente actuantes; y a modo de instancias opuestas, la resistencia/ y la insistencia[, dentro de la dinámica del acontecer. No es vano calificar; ya se verá en su momento . En la entraña de cada instancia tampoco existe unanimidad: las decisiones se discuten y se pelean, no muy limpiamente a veces. Suelen pesar con exceso las pasiones; y por su parte, el espíritu tiene que buscarle las vueltas a impulsos ciegos y tenaces. En sus empujes y jadeos hay de todo, pues desde la animalitas crecemos y con nuestra parte de naturaleza la heredamos; pero también alienta el conato que incoó el transcender la evolución biológica y sigue dejando sus logros paso a paso bajo el signo de la libertad. Esos logros se llevan a cuestas y se defienden, pues constituyen el haber humano, lo añadido sobre la animalitaspara encubrirla; algo que no se hereda, se tradita.Es que lo humano en el hombre no es natura,acabado y perfecto esquema esencial, gratuita-
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mente recibido, sino producto del hombre mismo mediante su azacanado quehacer. Lo humano está en marcha, en histórico avance y siempre en peligro de perderse. No venimos de una humanitas; vamos a ella proyectándola desde necesarias decisiones libres.
Cada uno de nosotros está en su cuerpo, en su cárcel, recluso en su individualidad. Tal hic et nunc constituye nuestro requisito primario, y justo como atadura única e irrepetible con la naturaleza. Este nudo de entrada a la existencia es heredado e irrenunciable mientras se viva. Por eso llamo a este requisito somato-psíquico del hombre el «aquí-propio». Aunque natural, en cuanto también va ligado estrechamente a otros aspectos de
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lo humano, a nuestra estructura ontológica, lo califico de existenciario. Del «aquí-propio», en efecto, procede el primer impulso. A diferencia del animal, que pertenece a su habitat, el hombre ex-siste. En vez de un tener con el cual se transita(per) por el ahí, el sto del sistere consiste en un enhestar como reacción a una carencia, a un notener. El ex que tal sto -de pie, enhiesto- halla ente sí, le es inhóspito, hostil. Existir implica un ex-su/are o estar fuera, en lo ajeno, impropio, por efecto de un ex-silire, de un saltar de sí al extus radicalmente otro. O sea, carece de ámbito propio, de habitat. Para remediarlo, el sto del sistere construye habitáculo idóneo, a su imagen y semejanza. La existencia álzase así en dos instancias, la re-sistencial, especificada en el ahí humano que encubre y substituye al inhóspito ex, y la in-sistencial, siempre vigilante, en vela. En tal dialéctica se resume todo. Para subsistir y crecer, renueva lo resistencia! en sucesivas humanitates que irán conformando la ambicionada humanitas perfecta. De otro modo: lo puesto insistencialmente en el ahí no se queda en simple producto, estricta cosa, por sutil y humana que fuere, sino que le sirve de alma mater para el propio crecer. La treta del sto consiste en repetir la fórmula natural a su modo, superándola. El animal se reitera idéntico a lo largo del tiempo, carece de historia. El hombre «es» historia en la superación de su anima/itas. Historia de sí mismo, hijo de su quehacer. Y en reafirmada voluntad de ser, en forzosa libertad. Lo así puesto en el ahí no se incorpora necesariamente, por herencia, sino mediante libre decidir, por traditio; transmisión en la cual hay un entregar, pero que sólo se perfecciona en un recibir, aceptar. No es de nadie, mas se ofrece a todos. Por eso puede calificarse tal ahí de mostrenco. y como ya no es cosa, sino parte de lo humano, requisito ontológico, tenemos el segundo existenciario estructural, que llamo «ahí-mostrenco».
Desde el aquí, el hombre pone ahí la humanitas superadora. Es quehacer calificable de divino, pues diríase que Dios nos creó creadores, aunque con notable disparidad. Dios crea existencias; el hombre debe comenzar creando esencias para realizarlas luego mediante el material a mano. No es la nuestra una creatio ex nihilo, sino una creatio ex aliquo. Esto significa que la creación de humanidad en el hombre, suscitada por alguna dificultad en el ahí, necesita pasar por un ámbito de característica ideal, fuera de todo espacio y tiempo, que por mera correspondencia con el aquí y el ahí, denomino el allí. En tal allí se perfila la esencia o estofa ideal solucionadora de la dificultad. La llama o voca, lapro-yecta, para ob-yectarla luego en el ahí. De suyo se advierte que no es fácil dicha tarea; pero, en principio, todo hombre posee el afán vocacional, aunque poquísimos lo ejerzan y menos aún gocen de solercia ob-yectora para imponerlo. Siendo de todos en principio, debe entenderse como requisito. Tenemos así el
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tercer existenc1ano estructural, que llamo «allívocado». En ellos reside la clave de lo humano.
Los individuos, por tanto, pro-ponen pro-yectos esenciales en histórica competencia para su abyección en el «ahí-mostrenco». En esta actividad creadora se prepara la autocreación, pues lo puesto ahí arrastra consigo algo más que espíritu objetivado, constituye una subjetividad, un sujeto exterior, sin conciencia, claro está, pero con auténtica garra categorial aprehensiva y rectora cuando se incorpora, desde el ahí, al aquí, a las unidades somato-psíquicas, a las conciencias. Cada yo deriva así de una nostridad. Por mediación del quien o centro espiritual, desde luego; y condicionado desde el mí o centro somático. Baste indicarlo. Ese quien es lo más inmediatamente sujetual de nosotros mismos, el centro del tercer estrato ontológico, el que de veras nos torna humanos. Prefiero llamar ethos lo así autocreado, por la sencilla razón de que los griegos vieron a su modo el humanizador proceso y utilizaban, con la ambigüedad propia del caso, dicho término. Decían ethos (con eta, e larga) para designar el ámbito donde mora el hombre, y ethos (con épsilon, e breve) para lo característico e individualizador que de esa morada deriva. El ethos o morada de la pólis era así previo al ethos o perfil espiritual de cada ciudadano. Justamente, Aristóteles creó el adjetivo ethicós, que conservamos, en base a ambos vocablos. La moral aristotélica, y en general la griega, no puede comprenderse a fondo sin relacionarla con la política o ciencia de la pólis. Sin duda por el milenario esfuerzo individualizador del Occidente, se fue olvidando el ethos como morada; y el ethos como carácter se malentendió, unas veces por mera conducta o comportamiento exterior, otras por específico sistema vigente de preferencias axiológicas. Con razón denuncia Heidegger, al finalizar su Carta sobre el Humanismo, que hemos degradado la noción de ethos desde lo ontológico a lo moral. Mayor degradación se produce con la ya famosa etología de K. Lorenz y demás estudiosos del comportamiento animal, quienes vuelcan así la humanitas en la animalitas. Muy respetables dichos estudios; pero, respetemos ante todo lo humano. Es de justicia reivindicar el término ethos.
Lo humano se reduce a ethos, un producto artificial que funciona, ambiguamente y en constante salto, tanto en la realidad exterior como en lo interior del ente biológico llamado bípedo implume. Y exterior, no sólo en mera cosa o espíritu objetivado, sino como auténtico espíritu objetivo -sin los metafísicos prejuicios de Hegel, claroestá-; sujeto exteriorizado que siendo placenta detodos los sujetos psíquicos, constitúyese en pregnante nostridad -unidad categorial previa a losyoes, no mera suma o nosotros-. Bien entendidoque dicha unidad no es única, desde luego. Y queno consiste en el despliegue dialéctico de una semilla o embrión, según se sustenta en la metafísicahegeliana -última manifestación de la sustancia
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energética de Leibniz-. Contra el escolástico operari sequitur esse, el esse sequitur operari de la única metafísica posible en nuestro histórico nivel. Con frase de Léquier: «Hacer; no devenir, sino hacer; y haciendo, HACERSE». Y el único agente posible, el hombre. Un hombre que no «es», pues está en marcha hacia el vocado ser de sí mismo. No deviene desde ningún implícito ser, se lo va haciendo en su camino. No hay más Ser -ya lo dijo Fichte en 1797, en la Segunda Introducción a la Teoría de la Ciencia-, no hay más Ser que el «derivado» de la humana actividad. ¿ Y el autor de este ser con minúscula? Ni «el» Hombre, término universal, ni nadie de carne y hueso, por forzosa que sea la cooperación carnal. ¿Quién, pues? Alguien siempre olvidado: el hombre histórico, este enano a hombros del colectivo cuerpo de sus antepasados.
Larga demora, al roturar. Pero, ¿no era necesario para clarificar al máximo el concepto de generación, encarnarlo impletivamente, justificar, en consecuencia, la tesis mantenida de entrada, la del dramático desgarramiento sufrido por la nuestra? Una vez clarificado el concepto, no se juzgará hiperbólica dicha tesis. Las generaciones son ámbitos éthicos donde el hombre histórico se voca en la polémica de sus amanuenses -llamémosles así, tal como Hegel llamó a los filósofos que trabajan para el Espíritu-; es decir, de los hombres de carne y hueso en edad creadora y de vigoroso futurizar. Por la generación se produce la auténtica búsqueda del humano ser. Enérgeia que va dejando su érgon por el camino, encapsulando en este producto de la actividad lo sujetual de la enérgeia. Lo mismo que en la obra de arte, por cuya entraña alienta, para quien sepa verla, la estética de donde procede. Sin la generación y su incesante búsqueda del vocado ser, el hombre se detiene en su marcha ontológica, está en peligro de regresar, pues lo humano -ser en vilo- al igual que la flecha cae cuando no avanza. Dijo Aristóteles que sólo se conoce bien lo que se ve nacer. Se apresa a fondo la idea de generación cuando se observa que, pese a su confundirse con la colección de individuos, no es un nosotros, un plural; ni tampoco se hereda, no se impone determinadamente. Según ya sabemos, la categoría que funciona al caso es el traditar, en modo alguno el heredar. Siendo así, hemos de mantener sus notas básicas: el deliberar y el decidir. O sea: la búsqueda de lo mejor y la libertad para realizarlo. Se delibera entre todos y entre todos se decide, pues el hombre histórico se gesta en el ágora, de cara al cielo. Para avanzar, hacer venir (in-venio) o inventar el ser, los amanuenses del hombre histórico deben con-versar, dia-logar, de-cidir.
En el «ahí-mostrenco», que es obra humana, artificio para la evolución segunda, la humanizadora, se aprecian tres dimensiones, que mencionaré de pasada. En profundidad, la dimensión sintagmática, las reliquias de lo que el hombre ha sido, en sus variados grados de obsolescencia, que
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aún presionen el presente. En la superficie, el ethos-morada; es decir, el vigor de lo recién creado históricamente, pero ya con el apremio de lo real, de lo sólido, vigente, y en lo cual estamos, justo como habitáculo que se topa, ruda realidad. La tercera dimensión, que nos viene del futurizar, perfila la humanitas emergente, todavía sujeta a reajustes, sin la reciedumbre que la creencia de todos en ella obtendrá conforme muestre su eficacia. En esta dimensión tercera se verifica el diálogo ontologizador, la theoría «histórica» de una generación, que devendrá, tras el agua regia de la praxis, novísimo basamento, realidad que nos aprisiona. Naturalmente, dialogan los individuos carnales. Mas por todo lo dicho, ya se advierte
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que tales individuos no son copias idénticas de un hombre universal e invariable, del «ser racional en general» que Kant afirmó con tanta fibra filosófica. Y ya que cito a Kant, lo aprovecharé en mi servicio. Junto al indicado error kantiano, achacable a su falta de sentido histórico, emergía su genialidad con la famosa tesis trascendental. Todo, en efecto, se conjuga entre lo dado y lo puesto, entre una materialidad sin estructura, sin orden, y un ordenar formal que torna la realidad inteligible. Las formas a priori para el percibir, el conocer y el pensar, constituyen el requisito fundamental de lo humano. Sólo que Kant, aunque confesó que tal a priori era adquirido previamente a la experiencia, creyó que provenía de la impregnación de la oculta cosa en sí en nuestra mente, «de la acción misma del espíritu», para un «coordinar» «según leyes permanentes» (Disertación del 70, final del § 15). Por eso consideró dichas formas universales e inmutables. Introduciendo el tiempo en lo humano, se adelanta, contra la razón pura, la evolución de la razón. No en el sentido de que sea un explicitarse predeterminado -a lo Leibniz-, sino un constante hacer y deshacer, rectificar para perfeccionar, que el hombre histórico trabaja en su lucha permanente. Desde la Fenomenología, Scheler había reconocido cierta incorporación de contenidos eidéticos en el espíritu del hombre, justo en cuanto formas aprehensoras, categorías, y llamó funcionalización dicho proceso categorizador. Pero su obsesión de lo eidético cegó a este embriagado de esencias, como le calificó Ortega, para el exacto comprender. No sólo se funcionalizan esencias -de aceptarlas-, sino conceptos, generalizaciones abstractas de las cosas. Basta al caso que, por haber probado su eficacia se adentren en nosotros con el credular vigor de cuanto nos parece axiomático. Pues bien: el hombre de Kant, historizado, provisto de un apriórico perfil -apriórico por previo a toda experiencia posterior a su funcionalización-, clave del percibir, conocer y pensar, y cuyo sistema formal se modifica, se enriquece y perfecciona a lo largo de su experiencia humana por obra de sí mismo, es justamente ese sujeto en marcha que designaba con la expresión hombre histórico. Implica un espíritu sin enclave corpóreo ni conciencia, de extraordinario vigor pregnante, sin embargo, pues se adueña de los hombres de carne y hueso, les esboza desde sus supuestos, les pone a medrar desde su axiomática, para tesaurizarse y ascender ontológicamente. Los hombres dialogan, se comunican, pero en base a esa axiomática formal --digámoslo así- que es la del espíritu vigente en el hombre histórico. Husserl dijo poéticamente de nuestro ensimismarnos: el silencioso diálogo del alma. Un silente meditar progresa en el ánimo generacional bajo la gárrula agitación de las encrucijadas. Y entra en juego dialéctico el «allí-vocado», pro-vocando, en su salto a lo ideal, el corazón vigoroso de la realidad emergente.
No hay retórica en las líneas anteriores. Ese
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gigantesco sujeto exterior, nuestra nostridad, está hecho a golpes de decisiones cardiales. Como todo lo grande, por lo demás. Les grandes pensées viennent du coeur, nos advirtió Vauvenargues. Ya lo sabía Pascal y lo repetirán Scheler y Ortega, entre otros. Pues tal espíritu no es un absoluto, se va perfilando desde un punto de partida y en marcha sin metro o norma trascendente, de-cidiendo, cortando ( decidere viene de caedere) desde su parecer, su voluntad racionalizadora. No es ratio, lógos -mero instrumento, de hecho-, sino noüs, nóesis, intellectio. Visión iluminadora; perspicacia, que dijo Descartes. Pero cuya luz sale del propio ver, por obra del acucioso mirar. Actividad de un sujeto, no graciosa epifanía. Así avanza la dialéctica vital en el fluir histórico. Es subjetividad en marcha ontológica, que se adelanta desde su propio perfil formal en la coyuntura, se reafirma desde su preguntar. Ingresa íntegramente en su demanda, pone en la balanza todo su peso sujetual. Tal sujeto se contrapone totalmente al de la lógica estricta, la clásica y la matemática, que se juega desde el sujeto ninguno, desde el espíritu cualquiera, como dice Bachelard, en virtud de la cuádruple reducción que en su axiomática postula: «no importa quién, acerca de no importa qué, no importa dónde, no importa cuándo». Este inhumano logro, llamado lógica, nos sirve, claro está, de maravilloso instrumento clarificador, de insobornable guía entre las cosas, pero se mella al intentar comprender al hombre y su itinerante aventura. Percibir, conocer, pensar -y no digamos en la auténtica meditación fundamentadora-, implica un poner del sujeto para conformar lo dado. Ya lo saben ·hasta los físicos; ymuy bien, por cierto. Sus investigaciones no tienen por objeto la Naturaleza en sí, sino la Naturaleza sometida a la interrogación de los hombres.Son palabras de Heisenberg. La intervención delobservador sobrepasa al simple manipular. Cadaenfoque mental depende de la previa postura ( deponere) de la mente. La tesis (de títhemi) conllevael poner de base. Collingwood postuló, por estaingerencia inevitable del sujeto, una lógica de preguntas y respuestas, no de estrictas y absolutasproposiciones. No hay proposiciones contradictorias -afirma en su Autobiografía-, a menos querespondan a la misma pregunta. También Spenglerhabía visto que el filósofo no es libre de elegir suscuestiones, pues pertenece a su época y cadaépoca sufre su temática. No hay temas eternospor mucho que se empleen las mismas palabras.«La inmortalidad de los pensamientos ... es unailusión. Lo esencial es el hombre que en ellos serealiza». Y este hombre lo es de una situación.Con las propias palabras de Spengler: «Pregunta yrespuesta son ... una misma cosa. Toda gran pregunta, que lleva en su seno el apasionado deseo deuna determinada respuesta, posee la exclusivasignificación de un símbolo vital. No hay verdadeseternas. Toda filosofía es expresión de su tiempoy sólo de él. No hay dos épocas que tengan las
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mismas intenciones filosóficas -claro es que me refiero a la verdadera filosofía y no a minucias académicas-» (Decadencia, Introd., § 15). Pues bien: si no existe, en rigor, «la» Lógica, sino sólo un proceso logificante que inventa instrumentos reductores, ni tampoco existe «la» Filosofía, sino sólo reiterados e· incansables esfuerzos para iluminar las sombras, debe resultarnos sospechosa cualquier recaída en la tesis de la razón absoluta. Me permito al caso unas líneas de mi libro La Vecindad Humana, en su § 29: «Hoy ya estamos obligados a rebelarnos contra todo pensar o todo conocer de idéntica raíz racionalista -es decir, utópica-, pues en modo alguno se trata de actividades absolutas, cerradas en sí a cal y canto, sino de quehaceres situados, insaltables de su sombra vital, forzosamente intencionales por sus dos caras o extremos: la objetiva, sin duda alguna, claro está; pero, conjugada con ella, también la otra, la subjetiva, justo la de mayor monta. Y ya sabemos del histórico crecimiento de funcionalizaciones en la razón preguntante. Aunque de las cosas vinieren cual pulcro descubrimiento, siempre alienta la razón al graduado nivel de sus logros, siempre explaya desde su altura las preguntas. En rigor, es el hombre histórico quien se agazapa en el hondón de cada preguntar concreto. Por tanto, una razón que cuenta y mide desde el propio caudal, en exacto balance de largo operar con preguntas y respuestas». Y terminaba así dicho parágrafo: «Porque hay hombre, hay realidad, ese orden con que se topa el hombre. Este es el ente privilegiado de veras: un quien cercado por lo resistencia! que reacciona insistencialmente. Conoce y piensa porque, de, a, sobre ... las cosas, tiene que conocer y pensar el qué, justamente en cuanto recurso, trampa o engaño para salvarse del extus, para vivir, sobrevivir» .
Hombre itinerante y crecimiento de la razón. Logicidad que es invención (in-venio) desde las cosas, precisamente para refinar el instrumento del conocer y del pensar y así penetrar con mayor perspicacia por la realidad. Más que un instrumento, todo un instrumental. Distingo en La V ecindad Humana: «in-ex-sistenciar», «con-sistenciar», «re-sistenciar», «per-sistenciar», «des-sistenciar». Sólo lo menciono para sugerir la maraña del proceso hacedor. El hombre emplea dicho instrumental en función de las tres dimensiones de su enfrentamiento con la realidad, que resumo en tres verbos: creer, pensar y crear. Tres dimensiones que se conjugan dialécticamente. Por el creer se asienta el hombre en la realidad cuya fuerza resistencia! de él deriva; el pensar -motivado desde el «in-ex-sistenciar» que resta vigor en lo creído- inventa o hace venir un pro-yecto a obyectar; al crear realidad, la antítesis ha cubierto la tesis, lo nuevamente creído es síntesis, un novum. Por fuerza se fundamenta el hombre en sus creencias. Y si le fallan, las renueva para no perecer. De otro modo: el existir del hombre no gravita sobre la razón; racionaliza para creer. Y este pro-
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ceso se origina en un previo dudar -la otra cara en la moneda de la fe-. Pregunta desde una dificultad, incertidumbre o problema que de pronto le sale al paso, le detiene, le obliga a ensimismarse para pensar y restablecer su confianza en el ahí donde está. Tal pregunta no se formula de modo abstracto, con independencia del ámbito y desde una razón absoluta, aunque en el responder se pretende razonar con todo rigor e incluso se aspira a refinar la razón. No es la cabeza, sino el corazón, quien se adelanta velis nolis en dicho juego. Pero, entendámonos. Desde la decadencia del romanticismo a nuestros días, cuando se menciona el corazón y la sensibilidad suelen resbalar las mentes a la intransferible y enclaustrada estofa
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que lagrimea o goza por los oscuros fondos del alma. Tal enfoque enturbia la comprensión de lo humano. Y sería injusto atribuirlo a Rousseau y a los románticos. Para Rousseau el sentimiento era el principio mismo de la vida espiritual, y no simples estados subjetivos y de estricta reacción somato-psíquica. Por su parte, los románticos alemanes insisten en definir al artista por su sentimiento del infinito. La exaltación de lo íntimo, del yo interno, es para Schleiermacher, por ejemplo, la puerta abierta al reino del espíritu, justo mediante una intuición profunda y entrañable» que en nada semeja el proceso racional, por cuanto es inmediato y total lo intuido. Desde tal sentir, nos dice en sus Monólogos: «el hombre es una obra de arte permanente». Entre lo enclaustrado e incomunicable, pasivo, y la actividad que encara el universo y comunica bajo luz espiritual, evidentemente hay enorme distancia. Y sin embargo, repito, hoy se sufre una grave confusión al respecto. No estaban en ella los romanos. Distinguían anima y animus. Con la primera apuntaban a lo somático e intrabiológico, pues significa sangre, olor, respiración, vida animal. Con el segundo término caben numerosísimos vocablos castellanos, como deseo, inclinación, corazón, sentimiento, brío, y otros semejantes, pero también conciencia, entendimiento, razón natural, espíritu ... Queda un resto de tal diferencia en nuestra lengua al comparar animado y animoso, que nos aclara la torpe confusión de ánima y ánimo. No puedo insistir. Baste recordar que aún persiste, nada menos que en el pensar de Hegel, cierta «ley del corazón» que universaliza la pura singularidad, la conciencia de sí (Fenomenología del Espíritu, VI, A, a, 111). Pues bien: parece evidente que al reconocer la enorme fuerza de las creencias, su real imposición en nosotros, justo como dimensión primaria, tendremos que confesar que el hombre, antes que ens cogitans o ens creans, se nos aparece como ens credens.
El vigor de esta raíz de lo humano se conserva en el habla. Y para resumirlo he recurrido, en El Futuro es Nuestro (del volumen El Hombre, un Falsificador), a un hermoso vocablo castellano, por desgracia obsoleto: acordarse. Lo prefería a sindéresis -de largo reconocimiento en la filosofía cristiana, y usado por el P. Gracián-, en base al juego etimológico que desde el término corazón se advierte en nuestra lengua. Afirmaba entonces: «Por reiterado empeño del habla, de cor, corazón, se, dispersan numerosos vocablos alusivos a nuestra humanidad en vilo ... Siempre que lo humano de veras sale al paso, yérguese a su lado lo cordial. Es que todo se adelgaza, en definitiva, por el enérgico nudo, como concordia unas veces, otras en discordia. El hombre recuerda, acuerda e incluso se trascuerda. Cuando su razón no puede habérselas por sí sola, las corazonadas acuden al quite. Con sus adláteres apela a cordura o se descorazona ante el desacuerdo. Recordar es imagen sucinta de un retornar al corazón lo ido en el
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tiempo. Retorno, claro está, motivado en su eficacia, pues testifica para el insobornable decidir. Bien entendido que éste no mira atrás únicamente. Si 'cada presente se hace un pasado a su imagen' -advierte Gusdorf-, sólo cobra sentido desde elporvenir: 'el recuerdo no es más que el anverso dela esperanza'. Todo entra en juego, pues. Y esaunidad total gravita en el centro o nudo. Al trasluzde estas precisiones adelántase de por sí un vocablo muy nuestro, de. castellanía cabal: acordarse.No se agota semánticamente en recordar ni acordar; acucioso de riqueza, llama a cordura, templapreferencias, propicia un dialéctico reencuentrocon lo propio. El acordarse desdeña cosas y sucesos, toca en la puerta de la propia persona. Poreso me complace ensalzarlo como símbolo de lohumano. Ahora bien: obsérvese que no aspira asimple coherencia lógica, no cura de razón, aunque sí de razones. Desde luego, todo debe pesarsey medirse pulcramente... mientras se pueda. Laratio que pesa y mide sólo vale en las mensuraciones al uso, reconocidas, ya ponderadas; de hecho, es tosca secuela a otra más sensible balanza,presta en el acordarse. Quien con ésta mide, vibrade pie, íngrimo y solo, pero alerta. Por su acordado coraje, tal kardía deviene centro diamantinoal decidir y cortar. La thésis o posición, el tajoque todo juicio conlleva por silente que fuere,brota de su vigor. Paradójicamente, este inextensonudo refleja -cual gota al sol- todo el universohumano». Pero, al hilo del tiempo, claro es, en lassucesivas vigencias de ese vigor. Y para más altatarea que la del diario afán. Añadía, en el textocitado: «La tarea del sto y su kardía no se agotaen subsistir; quiere supra-sistir, potenciarse». Elreconocimiento del primado del hacer sobre el serinvolucra un forzado esfuerzo de superación, untrascender indomable. Por eso terminaba mi análisis del vocablo considerado en dicho texto conestas palabras: «Ahora sí que se ilumina a fondonuestro apretado acordarse. Gravita más al futuroque al pasado, memoriza al buen anticipar, siempre en acuciosa búsqueda de providencias y remedios ... Acordarse enreda un curioso trascenderque se afinca dentro para irrumpir fuera. Propiciaun autohumanizarse que parece hecho de imposibles. Y en verdad -confesémoslo- no proviene delo posible a secas, sino de algo más sutil, aunqueen presiones y violencias se encarne: lo 'posibilitado'. Con el anticipar del acordarse, el hombre
· -único ente de cara al futuro- puede dar el ser acuanto aún no sea ni se apreste a serlo de por sí.En suma: su osada pretensión consiste en torcerleel cuello a lo imposible. A su modo lo logra. Y essu deber intentarlo, por mucho que le sirva deamargura».
Pues bien: para este hercúleo trabajo que sobrepasa la capacidad individual, que compete alhombre histórico, hay que situarse en plena encrucijada de cada generación, de cara a las preguntas que acicatean el corazón enorme del momento y su circunstancia; y sin fórmulas, recetas,
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consignas ni palabrerías: palpando las cosas mismas y escuchando a los otros sobre sus experiencias afines. Pese a lo aparente, no hay retórica en este decir. Estoy describiendo -lo intento, al menos- algo que se nos oculta tenazmente por su misma naturalidad e inmediatez a la conciencia: nuestra actitud vital en cuanto copartícipes de una generación. Para especificarlo mejor, acaso convenga partir de la postura vital más opuesta, la de una sofisticada y antinatural soledad. Esta sin duda favorece la meditación individual y logra limpias construcciones teóricas. Pero si la theoría no salta de la soledad a la polvareda de la plaza pública, verificándose en los golpes, no contará en la praxis histórica, le faltará garra para el reformador decidir. A solas, sólo se zanjan ilusorias cuentas con el universo, se pierde el pulso vital, el vigor que genera vigencias en el futuro emergente. Tras este comparar con la soledad, otra sugerencia complementaria: la del juego infantil. No asombre, pues también el niño ex-sis te. Trátase de un gozoso aprendizaje orientado al futuro, en ámbito imaginario y siempre proclive a éambios y mutaciones, sin curarse de presiones reales, desdeñando con maravilloso desenfado las limitaciones de lo posible, la inercia de lo sólito, para mejor atravesar el espejo y vivir crédulamente lo increíble. Y siempre en compañía. El niño, cuando queda aislado, habla en voz alta con invisibles compañeros. Es que, en lo humano, alienta una presencia calificable de radical. Ex-sistir es coexistir. Ciertamente, cada sto del sistere sufre su ex carnal, su cárcel, su unicidad, su insaltable nudo de entrada al extus inhóspito. Pero en nuestro salir siempre hallamos ese extus recubierto por estofa tejida con incontables nudos ajenos. Lo inhóspito se pliega así bajo nuestro pie, se torna atopadizo. Al ser lanzados al ahí, encontramos el prójimo, el cercano, allegado. El palpitar humano no es un absoluto, sino un encuentro de pulsaciones desiguales, enfrentadas a veces, pero siempre acordes para participar en equipo, precisamente aquí y ahora, en la concreta y comunal situación. Se ha dicho que en las pinturas medievales cada personaje está a solas con la divinidad, aislado de sus congéneres. Y al revés, que en la pintura velazqueña no sólo comunican los personajes como en los cuadros renacentistas, sino que el medium mismo del comunicar, la luz, el fluyente ámbito donde las figuras viven, se adelanta a nuestra mirada, justo como protagonista. Tal sería, apresada en imagen, la generación. Plural palpitar de presencias que se comunican, coadyuvan, se contagian. Digamos que dia-logan, de entender esta palabra en su étymon originario: yo habio (légo) a través (diá) de algo. Y no conmigo mismo, claro está, pues al dialogar con-verso. Recordemos otra vez la sugerencia .de origen. Conversar viene de conversari, que era morar-con, vivir en compañía; de donde, trato, comercio, comunicación. Presencia radical y múltiple que conversa, dialoga sobre el ámbito que les compete por suyo,
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para el justo y eficiente decidir. Una generación sólo existe en plena encrucijada y de cara a todos los vientos, gozando la enérgeia deljugar. Ahora los juegos son, innegablemente, de más alto nivel existencial que los infantiles o los de los juglares; en vez de la risa, a esta altura se busca reunir, sojuzgar, subyugar (dejugum, yugo, y no dejocus, juego, broma). Ya no es exactamente jugar, sino conjugar. Pero vibra en el fondo de ambas actividades la presencia radical del ex-sistir, y puede afirmarse, por tanto, que coinciden sutilmente en empuje y finalidad. Si una generación no dialoga, no conversa, no intenta con-jugarse bajo el yugo común de un libre decidir, habrá incumplido su misión, la ínsita en el mismísimo encontrarse ori-
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ginario. Y entonces, al debilitarse la originalidad, pierde originalidad, enmudece, inerte y mimética. Podrá permanecer aún en el paisaje, pero sólo bajo la trágica luz de los árboles calcinados por el rayo.
Ya se le ha agotado a nuestra generación su piel de zapa. Y a se la puede juzgar, en consecuencia, con fundada intelección, cual se juzga a los muertos. Aunque quiso, no pudo cumplir su misión; se quedó estéril. No habría de lamentar demasiado de atenernos al ritmo normal en la pesada carreta de la Historia. Al fin y al cabo, no sería la primera ni la última generación desertora. Lo grave es que tal deserción -si fuere de justicia este calificar- se produjo en la coyuntura más desfavorable y de modo que su mal se agiganta en las consecuencias. Me explicaré.
Estamos atravesando mundialmente, sin conciencia plena de ello, una crisis profundísima, cual no ha podido haber otra en toda la historia del hombre. Para precisarlo con máxima concisión, diré que está germinando un nuevo sintagma histórico, exactamente el cuarto, y justamente a escala planetaria y con sofisticadas técnicas destructivas. Pero, limitémonos a la crisis, en sí. En éstas, se toman irremediables los errores, pues no queda tiempo para rectificar. Y a había observado Michelet hacia 1870 -y le servirá de base a Daniel Halévy para su Ensayo sobre la aceleración de la Historia, de 1948- «que l' allure du temps a tout a fait changé», ha doblado su paso de manera extraña. Por tales días, hacia 1868, cuando redactaba sus Reflexiones sobre la Historia Universal, siente lo mismo Burckhardt. Con las crisis -nos dice- «el proceso universal adquiere súbitamente una espantosa celeridad; desarrollos que, por lo general, requieren siglos, cruzan ante nosotros como raudos fantasmas». Ya no se ve pasar el desfile de la Historia al tempo maestoso habitual, cuando se reajustaban las cargas sobre la marcha y cabían otras oportunidades. Si una generación se rendía, otra ocupaba su puesto de combate. Pero, a tempo molto vivace sólo cabe acertar. ¿Qué sucede, entonces, tras ese vacío inesperado? Me limitaré, amigo Caravia, a nuestros intereses, los filosóficos. Apoyándonos en el renacer de la filosofía durante el mando de nuestros mayores, estábamos prestos a conversar, a dialogar con afán progresista. Y de pronto, un silencio de la generación en cuanto tal. Con decir paladino: fueron silenciadas unas voces, mientras otras proclamaron viejas posiciones reiteradamente superadas, sin vigencia en las almas, sin auténtico calor nacional, pese a denominarse nacionalistas. Tú has detectado muy bien -pues has vivido todos estos años en España- cuán lastimosa ha sido la consecuencia: la generación que nos sigue, desorientada y recelosa, sintiéndose sus miembros como potros cerreros, dispúsose a excursionar por otros predios que los propios, por donde les llevaran las corrientes en moda. Les ayudó al caso el tenaz prejuicio racionalista -del cual ya se había
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liberado hasta el mismísimo Husserl-, el supuesto de la razón absoluta, de una filosofía universal, eterna. Hoy es forzoso reconocer, sin embargo, que para filosofar en serio hay que partir con fe de lo más auténtico e insobornable -sin que esto signifique una afirmación de psiquismo individual, justo por cuanto he adelantado en esta carta-. Sólo se filosofa a fondo desde el hombre históricoasimilado en cada quien. El resto, solos de flauta. Con razón sostuvo Ganivet, en su Idearium: «La filosofía más importante de cada nación es la suya propia, aunque sea muy inferior a las imitaciones de extrañas filosofías». Ganivet supo verlo así pQrque, como escultor de su alma, sintió que «los pueblos tienen personalidad, estilo o manera, como los artistas». Lo cual se complementa con mi tesis: porque el auténtico filosofar, en cuanto necesarias trans-ciencia, apremiante meta-física, colabora a fondo en el existencial hacer. De otro modo: sólo se puede operar en el «ahí-mostrenco» desde cierto «ahí-propio» -llamémoslo así- donde se perfila lo colectivo, la nostridad regional o nacional. Quédase en dislate un afán meditador desde la cuádruple reducción que originó el viejo enfoque lógico. Y aparte de imposible, sería inútil. El filósofo de casta no vive en enrarecida torre de marfil.
Nuestra «deserción» deja inermes hasta cierto punto las nuevas generaciones, todavía más expuestas que la nuestra a la compulsiva aceleración de la historia. Inermes, digo, porque se les ha regateado un factor importantísimo para el equilibrado decidir generacional: el peso de la tradición en su exacto grado de vigencia, de vigor. No insistiré por razones de brevedad. Tú sabes, por lo demás, que he tocado el tema en mi Charla con elUltimo Criollo, al hilo de las tres notas que desembozan el ethos americano. En cambio, y como final, mencionaré otra anomalía, otra amenaza, otro peligro que avanza velozmente desde la explosión demográfica y la planetización de los problemas: el imperialismo violento, desenfrenado, de la juventud. La plétora juvenil del mundo entero ya pretende entregar el mando a hombres con poco más de treinta años, mientras vigilan quienes aún viven detrás del espejo, en la ingrávida utopía. Nihilistas ante todo, desdeñan pro-yectos y ob-yecciones. Margaret Mead, buena conocedora de culturas primitivas y de barrios marginales en Nueva York, trató el tema ya hace una década. «Nuestra crisis· actual -comenta en Cultura yCompromiso- ha sido atribuida, tanto a la abrumadora celeridad del cambio como al derrumbamiento de la familia, tanto a la decadencia del capitalismo como al triunfo de la tecnología sin alma; y en repudio total, a la definitiva quiebra del Sistema». Pero -añade la autora- «tras estos asertos se observa un conflicto más fundamental». Se refiere, justamente, a esa pletórica presencia juvenil que desborda el planeta y abre honda sima generacional. Distingue tres tipos culturales, un poco aristotélicamente, como dos viciosos extre-
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mos de un virtuoso equilibrio. Las culturas primitivas son post-figurativas por el predominio de los ancianos. Muy escasas las sociedades ca-figurativas, donde tienen vigencia, de acuerdo a la ocasión, dos estilos, dos mandos, dos edades. Y he aquí que ahora comienza a imponerse por doquier -incluso dentro de las contemporáneas culturasprimitivas- una nueva presión, que llama pre-figurativa, en la cual se desdeña la experiencia vital yel mando pasa a manos juveniles. Recordemosque durante el siglo XII, y ya por los años queAbelardo explicaba en la colina de Santa Genoveva, una juventud jubilosa recorría los caminos,cantaba a coro en las tabernas. Pero eran jóvenesde los nuevos burgos, sedientos de saber paramedrar socialmente. De ellos, de su espíritu librey racionalista, fue tomando cuerpo la ciencia, enel sentido moderno del vocablo. Algo muy diferente mueve a los jóvenes actuales. «Lo que desean -testimonia la antropóloga- es, en ciertaforma, partir de cero. No entusiasma a esta generación de jóvenes un cambio . ordenado, evolutivo». La exactitud y realismo del enfoque, pareceevidente. Y estremecedor. Es de temer que elmundo quede en manos del nuevo aprendiz debrujo; y precisamente cuando la técnica de nuestro elevado nivel científico riza el rizo de su maravillosa -y peligrosísima- eficacia.
Grave responsabilidad la nuestra. Es decir, la generacional. Porque nosotros, tú y yo, y muchísimos más sin duda, hemos ido cumpliendo en los límites de nuestra libertad y posibilidades (1). Pues se cumple desde la autenticidad de conciencia,_ siendo dueños absolutos de �nosotros mismos. ._�
Vale, compañero y amigo.
(l) Con decaidísimo estado de ánimo, quienes vivían enexilio interno -expresión que tiene su sentido-, sobre todo durante la década del cuarenta. Así se advierte en el siguiente soneto del poeta asturiano Manuel Cristóbal, fechado en 1940. Cristób.il me perdonará la cita, ya que dicha composición, poéticamente, es de muy escaso interés. Pero tiene indudable valor documental por la concisión, pulcritud e intensidad expresiva que sólo puede hallarse en la lírica. Dice así:
¡Cuánto soñar estéril! ¡Qué avatares / impuestos por el viento del destino! / ¡Cuánto anhelo de ser torció el camino/ por los disparaderos más dispares! / Desviado en mi ruta, dilapido / las horas de mis caras ilusiones / en los viles oficios y ocasiones / que azares alienantes me han servido. / Pues urgencias vitales me presionan, / a la diaria tarea me dispongo / sin ninguna ilusión, con brazo inerte. / Y así pasa la vida y se arrinconan / los sueños del ayer mientras me pongo / a pensar en la hora de la muerte. /.
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