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Meditaciones de Luis Alonso Schokel
La señal de la cruz
1. «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén». Así empieza la misa y así comienzan muchas acciones
nuestras. Y no nos damos cuenta de lo que hacemos, quizá porque
tenemos prisa por rezar. Nos parece que santiguarnos no es rezar,
sino un simple pórtico para rezar. No es que hagamos un garabato
en el aire, apenas reconocible; lo hacemos correctamente, pero sin
detenernos, sin particular atención, porque tenemos que rezar un
Avemaría o un Padrenuestro, o vamos a celebrar la misa. Sin
embargo, pocos momentos de oración hay tan intensos, tan
concentrados, como el hacer la señal de la cruz.
Imaginemos un turista que sube la escalinata de la catedral de
Santiago y atraviesa velozmente el pórtico para adentrarse en las
naves. Habría que agarrarlo del brazo, sujetarlo, detenerlo ante el
Pórtico de la Gloria, la gloria de esos apóstoles de piedra que
saludan y reciben a los visitantes. Algo así es el santiguarse,
magnífico pórtico por el que nos internamos gloriosamente en la
oración.
En castellano tenemos dos verbos y dos gestos: santiguarse y
persignarse. «Santiguar» es una derivación popular de
«santificare»; las dos formas coexisten en la lengua con significados
diversos, aunque prestando su etimología a la comprensión. Están
en la misma relación que mortificar y amortiguar, multiplicar y
amuchiguar, testificar y atestiguar, verificar y averiguar, pacificar y
apaciguar. Santiguar equivale a santificar o consagrar: su forma es
una cruz y una invocación trinitaria. «Persignarse» es aumentativo o
factitivo, como persuadir, perseguir, perturbar. Se ha reservado a la
triple cruz «en la frente, en la boca y en el pecho». El texto que
pronunciamos es una súplica de protección: «Por la señal de la
santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor». Función
protectora, frente a función consacratoria, del signarse o
santiguarse.
En esta primera reflexión voy a fijarme en la señal de la cruz con
invocación trinitaria que encabeza nuestra celebración eucarística.
Dos elementos hay que considerar: la señal y el nombre.
2. CZ/SEÑAL: La señal es un uso cultural muy antiguo, que
conserva su validez en nuestros días. Señal, marca, contraseña,
etiqueta, marbete, tarja, etc.: la pluralidad de sinónimos indica la
presencia multiforme de dicha práctica.
SELLO/SEÑAL: Las excavaciones en territorios del Oriente
Antiguo han sacado a la luz asas de jarra con letras o signos
grabados. Podían indicar el productor o el propietario de una
mercancía. Grano, vino, aceite producidos y cosechados por N., o
bien propiedad de N. Son innumerables los sellos en forma cilíndrica
provenientes de Mesopotamia y otros en forma de escarabajo
provenientes de Egipto. El artista grababa en ellos un diseño o una
escena en negativo. Era un trabajo de miniatura, a veces exquisito.
El cilindro se hacía rodar sobre un material blando y dejaba impresa
la escena en positivo. Había sellos de anillo, otros se suspendían
del cuello o de la muñeca. Podían pertenecer al rey, a un ministro, a
un secretario, y se empleaban con valor jurídico en los documentos.
La delegación de autoridad podía ir acompañada de la cesión del
sello personal.
También el Antiguo Testamento documenta la costumbre. «El
Faraón se quitó el sello de la mano y se lo puso a José» (Gn 41, 2),
delegando en él su autoridad imperial. Jezabel «escribió unas cartas
en nombre de Ajab, las selló con el sello del rey y las envió a los
concejales y notables de la ciudad» (1 Re 21, 28). El rey Asuero
dice a Ester y a Mardoqueo: «Vosotros escribid en nombre del rey lo
que os parezca sobre los judíos y selladlo con el sello real, pues los
documentos escritos en nombre del rey y sellados con su sello son
irrevocables» (Est 8, 8; cfr. 3, 12). Ya el patriarca Judá llevaba su
sello personal colgado de un cordel (Gn 38, 18.25). Jeremías usa la
imagen del sello para indicar una pertenencia muy personal del rey
al Señor: «¡Por mi vida, Jeconías, aunque fueras el sello de mi mano
derecha, te arrancaría! » (jr 22, 24). Según el profeta Ageo, el
Señor dice a Zorobabel: «Te haré mi sello, porque te he elegido»
(Ag 2, 23).
Así se indicaba la procedencia y la pertenencia: un edicto
emanado del rey, una casa propiedad de un personaje. La
costumbre pervive en nuestros días con cambios accidentales. Gran
parte de la publicidad, sí no toda ella, se monta sobre la marca, que
el consumidor debe reconocer. Vemos una circunferencia con tres
radios y reconocemos la marca del coche. Lo mismo sucede con
detergentes, licores y películas. Existe la marca o marco de calidad.
Pero también pone uno una marca, un ex-libris, en sus libros y se
bordan unas letras en sábanas o pañuelos. La costumbre moderna
es tan sabida, tan consabida, que hasta podemos recibir su impacto
de forma subliminar. Y por ella entendemos sin dificultad bastantes
textos de la Biblia.
3. Marca y señal en la Biblia. Voy a comentar unos cuantos textos
en que la marca dice posesión o tiene función protectora. Job recita
su alegato y después se lo entrega a Dios diciendo: ¡Aquí está mi
firma! o mi marca (Job 31, 35). El sumo sacerdote ostentaba una
diadema con una joya en la cual estaba grabado «Consagrado al
Señor» (Ex 28, 36-37). Isaías Segundo anuncia la restauración del
pueblo, su entrega al Señor:
44, 5: Uno dirá: Soy del Señor,
otro se pondrá el nombre de Jacob;
uno se tatuará en el brazo: Del Señor,
y se apellidará Israel.*
Como el propietario marcaba en el asa del cántaro su nombre, en
señal de propiedad, así los israelitas se marcan en el brazo el
nombre de su Señor y dueño.
Hacia el final del Cantar de los Cantares, ella habla
apasionadamente: «Grábame como un sello en tu brazo, como un
sello en tu corazón» (Ct 8, 6). Quiere ser plenamente del otro, estar
en él sin separarse jamás. No le pide que grabe su nombre en brazo
y corazón, sino «grábame» a mí, para ser totalmente tuya. Es lo que
ha dicho en otros términos: «Mi amado es mío y yo soy suya» (2,
16). Es la unión del amor, fuerte como la muerte. El queda marcado
con ella, para siempre.
El poeta del destierro aplica audazmente la imagen a Dios.
Jerusalén, la ciudad que personifica al pueblo, es la esposa del
Señor. Se queja de que su marido la haya olvidado, y él protesta:
«En mis palmas te llevo tatuada, tus muros están siempre ante mí»
(Is 49, 16). Como si llevara debajo de la piel un diseño de la ciudad
para recuerdo imborrable.
Está también la marca protectora. «El Señor marcó a Caín, para
que no lo matara quien lo encontrara» (Gn 4, 15). Esa señal indica
que está bajo la jurisdicción directa del Señor y que a nadie le está
permitido hacer justicia en el homicida. Ezequiel desarrolla el tema
en una visión. «Por sus pecados Jerusalén está condenada», y el
Señor despacha a los ejecutores de la sentencia. Conviene leer el
texto:
Ez 9, 1:
Entonces le oí llamar en voz alta: -Acercaos, verdugos de la ciudad,
empuñando cada uno su arma mortal. 2: Entonces aparecieron seis
hombres por el camino de la puerta de arriba, la que da al norte,
empuñando mazas. En medio de ellos un hombre vestido de lino, con los
avíos de escribano a la cintura. 3: Al llegar se detuvieron junto al altar de
bronce. La gloria del Dios de Israel se había levantado del querubín en que
se apoyaba, yendo a ponerse en el umbral del templo. Llamó al hombre
vestido de lino, con los avíos de escribano a la cintura, 4: y le dijo el
Señor:
-Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén y marca en la frente a los que se
lamentan afligidos por las abominaciones que en ella se cometen.
5: A los otros les dijo en mi presencia:
-Recorred la ciudad detrás de él, hiriendo sin piedad ni compasión. 6: A
viejos, mozos y muchachas, a niños y mujeres, matadlos, acabad con
ellos; pero a ninguno de los marcados lo toquéis. Empezad por mi
santuario.
Marca, en hebreo, se dice tau, o sea, la letra «tau», que
antiguamente se escribía con dos trazos en cruz. El escribano va
marcando la «tau», la cruz, en la frente; una señal que significa
«fieles al Señor», y en virtud de la cual se salvan de la matanza. Es
una garantía patente que han de respetar los verdugos. Algo
parecido a aquella marca de sangre en jambas y dinteles de las
puertas, cuando por las vías de Egipto pasaba el exterminador
cobrando tributo de primogénitos. (Ex 12, 23). O como la cinta roja
en la casa de Rajab, junto a la muralla de Jericó, que sirvió para
salvar a toda la familia (Jos 2, 81).
El Apocalipsis recoge y transforma la escena de Ezequiel:
AP 7, 2:
Vi después un ángel que subía de oriente llevando el sello de Dios vivo.
Con un grito estentóreo dijo a los cuatro ángeles encargados de dañar a la
tierra y el mar: 3: -No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que
marquemos en la frente con el sello a los siervos de nuestro Dios. 4: Oí
también el número de los marcados: ciento cuarenta y cuatro mil de todas
las tribus de Israel.
4. Con los textos precedentes hemos pasado del contexto cultural
genérico al contexto religioso de la Biblia. Un par de veces nos ha
salido ya el nombre como señal. En la diadema del sumo sacerdote,
en el tatuaje de los fieles al Señor. El nombre puede ser la marca o
parte de ella. Nosotros reconocemos el coche por esa
circunferencia con tres radios y también por su nombre, Mercedes.
El hijo lleva el nombre del padre, de quien procede: Ezequiel hijo de
Buzi, Jeremías hijo de Jelcías. El templo lleva el nombre del Señor;
los altares se dedican invocando el nombre del Señor. La bendición
se realiza «imponiendo», invocando el nombre del Señor sobre la
comunidad.
5. BAU/FORMULA: En contexto cristiano, San Pablo nos dice
que «donde hay un cristiano, hay una nueva creación» o nueva
humanidad; hay un origen nuevo, un pertenecer nuevo. El cristiano
se incorpora por la fe a Cristo y queda marcado. El bautismo es una
señal, una marca vitalicia que no se borra; esa marca es nada
menos que el sello del Espíritu, impuesto por Dios; con él Dios
santifica (o santigua), consagra. Desde ese momento hay un
hombre nuevo, porque es hijo de Dios. Al ser adoptado recibe una
participación de vida divina, empieza a vivir con un aliento nuevo.
Ef 1, 13:
Y por él también vosotros, después de oír el mensaje de la verdad, la
buena noticia de vuestra salvación, por él, al creer, fuisteis sellados con el
Espíritu Santo prometido, garantía de nuestra herencia, para liberación de
su patrimonio, para himno a su gloria.
4, 30:
No irritéis al Espíritu de Dios, que os selló para el día de la liberación.
El nacimiento a vida nueva se expresa eficazmente en el símbolo
del agua como seno fecundo de la Iglesia; se añade como gesto la
señal de la cruz y la invocación o dedicación al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo. Señal y nombre.
Hace falta una aclaración importante, porque la fórmula
castellana «en el nombre de» puede entenderse mal. Hemos visto
en hebreo dos casos de consagración al Señor con la expresión
leyahwe, o sea, la preposición de entrega o pertenencia y el nombre
personal (Ex 28, 36 e Is 44, 5); en otros casos se emplea el término
«nombre»:
2 Sm 7, 13:
El edificará un templo en mi honor / a mi nombre (lismi).
1 Re 3,2:
Un templo en honor del Señor (lesem Yhwh).
Mal 1, 11:
Ofrecen sacrificios y ofrendas a mi nombre (lismi).
En cambio, para significar que se actúa «en nombre de otro», en
representación de alguien, el hebreo emplea la preposición be-: Ex
5, 23; Dt 18, 20.22; 1 Sm 25, 5.9; 1 Re 22, 16; Jr 20, 9, etc. En el
primer grupo el traductor griego usó el dativo, tô onomati; en el
segundo usó en onomati. La fórmula bautismal de Mt 28, 19 emplea
una fórmula inequívoca de consagración «al nombre ... », eis to
onoma. En castellano, cuando uno hace o actúa «en nombre de»,
está representando a otra persona o entidad; pero no se usa la
expresión «consagrar, dedicar al nombre de N», sino sencillamente
«dedicar a N»; sí aceptamos «poner a nombre de», como traspaso
de posesión. Por eso puede resultar engañosa la fórmula bautismal
«te bautizo en nombre del Padre»; como si el oficiante actuara en
representación del Padre. El verdadero sentido es una dedicación
total, una consagración, un poner a nombre de la Santísima
Trinidad.
6. Así de grande es la señal de la cruz y el nombre trinitario sobre
esa criatura, que empieza a ser «superhombre», hijo de Dios
marcado para siempre. Pero nuestra vida no es sólo el hecho
radical ontológico, el fundamento último indestructible, porque
nosotros somos conciencia y libertad. Nuestro ser profundo se va
desarrollando o articulando a lo largo de acciones minúsculas o
grandes, cotidianas o decisivas, íntimas o patentes, de las cuales
tenemos conciencia, nos acordamos o nos olvidamos. El hombre es
un ser unitario, profundo, que se realiza en múltiples facetas.
Por el hecho de actuar como cristiano, podemos decir que toda la
actividad de un hombre marcado brota marcada. Pero, dado que
nos poseemos por la conciencia refleja y poseemos nuestro obrar
por la libertad, queremos marcar conscientemente cada obra y
actividad nuestra, cada día nuestro, con la marca o señal del
cristiano. Lo profundo que subsiste en nuestro existir va a
manifestarse en una actividad que emprendemos, en el nuevo día
que amanece trayéndonos el programa de nuestras tareas y quién
sabe si alguna propina imprevista. Entonces santiguamos ese día,
ese viaje, esa tarea, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo.
Marcamos nuestra actividad y nuestro reposo, gozos y dolores
con la señal de la cruz y el nombre trinitario, y así vamos realizando
nuestro ser cristiano a lo largo de la vida. Y también nuestra muerte
será marcada con la señal de la cruz. No que obras y acciones
necesiten una nueva consagración, cuando el manantial de la
existencia está ya consagrado por el bautismo; es que añadimos a
cada acto el esplendor de la conciencia, el dinamismo de la
libertad.
¿Y qué significa marcar nuestra actividad con la señal de la cruz?
La cruz significa sacrificio por amor, es muerte para la resurrección.
La señal de la cruz sobre nuestras obras significa anular nuestro
egoísmo y liberar para el amor. Significa renunciar a la vanidad, al
prestigio, al afán de poseer o dominar, para consagrar la obra a
Cristo. Es un sacrificio propio para una vida más alta. Una obra que
realizo por pura vanidad no puede llevar la señal de la cruz, no está
crucificada, no está santiguada cristianamente; una obra de
apostolado por amor al prójimo está ofrecida y consagrada:
Rom 14, 7:
Porque ninguno de vosotros vive para sí, ninguno muere para sí. 8: Si
vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor: en vida
o en muerte somos del Señor.
Anular el sentido egoísta de una acción es marcarla con la cruz;
es también liberarla y dejarla disponible para un dinamismo nuevo,
trinitario. He aquí la grandeza y la responsabilidad de santiguarse.
Pues bien, cuando comenzamos la obra más importante de la
semana o del día, al empezar la Eucaristía, nos santiguamos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y el sentido
trinitario de la celebración eucarística, que volverá a expresarse en
varios momentos, queda proclamado desde el principio.
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 9-17
...................
Liturgia de la Palabra
MISA/PRECEPTO: Los que tenemos unos cuantos años, de
modo que el curso de nuestra vida ha discurrido con un par de
generaciones, podemos recordar, con un pequeño esfuerzo de
memoria, aquella época en que la misa era el «precepto dominical».
Los moralistas decían que, para cumplir con el precepto sin incurrir
en culpa grave, bastaba llegar al credo o al ofertorio. Esa práctica,
a la larga, había creado una mentalidad: la misa era una ley, un
precepto; la obligación grave estaba cuantificada; la primera parte
-liturgia penitencial y liturgia de la palabra con la homilía- era menos
importante y se podía más fácilmente prescindir de ella. Por otro
lado, las lecturas en latín no se entendían y la homilía no siempre
estaba bien relacionada con la lectura del evangelio. Para
contrarrestar esos efectos había actuado un movimiento litúrgico
que inculcaba la importancia de la Eucaristía en la vida cristiana y
logró distribuir miles o millones de misales traducidos. Eran medidas
sanas para contrarrestar, un poco a contrapelo de la práctica
litúrgica.
Los que estábamos de espaldas a la comunidad y entendíamos
los textos latinos conocíamos las frecuentísimas repeticiones de
unos cuantos textos bíblicos: común de confesores, de doctores, de
mártir y virgen, de ni mártir ni virgen, de difuntos...
Hablo de la práctica, que muchas veces configura y afianza la
mentalidad no menos que la teoría. Otro efecto de esa práctica era
la división de la Eucaristía en dos piezas relativamente autónomas,
al menos separables. La Eucaristía propiamente dicha comenzaba
con el ofertorio.
1. MISA/LITURGIA-PAL: Lo dicho no es más que introducción,
fondo de contraste para exponer el tema, que es la liturgia de la
palabra. No recuerdo que en aquellos tiempos se usase la
expresión «liturgia de la palabra». La innovación lingüística nació de
otra visión teológica y quería promover una mentalidad nueva; creo
que la fórmula ha cuajado, aunque no sé cuánto ha calado.
Acompañaron a la expresión algunas reformas concretas que el
Concilio Vaticano II formuló así en la Constitución sobre la Sagrada
Liturgia:
24: «La Sagrada Escritura tiene suma importancia en la celebración
litúrgico.»
35: «En las celebraciones sagradas se han de introducir lecturas
bíblicas más abundantes, más variadas, más apropiadas.»
36: « ... se podrá dar más cabida a las lenguas vernáculas,
especialmente en las lecturas y moniciones.»
Las frases citadas se refieren a la liturgia en general. A la
Eucaristía se refieren en particular las siguientes:
51: «Para ofrecer a los fieles una mesa más abundante en Palabra de
Dios, ábranse con más generosidad los tesoros de la Biblia, de modo que
en un determinado espacio de años se lea al pueblo la parte principal de la
Sagrada Escritura.»
De hecho, buena parte de las reformas se ha realizado ya. Se
han traducido los textos litúrgicos; se ha ampliado enormemente el
repertorio. Son tres lecturas los domingos, en vez de dos; lo cual
tiene sus ventajas, acompañadas de algún inconveniente. Ventaja
es que a lo largo de tres ciclos se lean los evangelios casi íntegros,
buena parte de las epístolas y una cantidad notable de Antiguo
Testamento. Ventaja es que se vea la conexión entre el Antiguo y el
Nuevo Testamento. Inconveniente puede ser el que la segunda
lectura no encaja fácilmente en el tema, que las lecturas se han de
recortar para no alargarse, que no se pueden comentar las tres...
El hecho de que las lecturas se lean o proclamen en la lengua
del pueblo, además de otros factores, ha producido un notable
cambio en la predicación, que hoy es más homilética, más al
servicio del texto bíblico. En buena parte, las lecturas litúrgicas y la
homilía han influido en el renacido interés por la palabra de Dios.
2. Todo lo dicho son manifestaciones externas, síntomas o
resultados de un principio y un cambio profundo. El principio es la
unidad fundamental de la celebración eucarística, integrada por dos
componentes. Una sola mesa para el banquete, dos panes o un
solo pan en dos formas: el pan de la Palabra y el pan de la
Eucaristía. Nadie dirá que H2 es más importante que 0 en el agua.
La hermana agua no es yuxtaposición ni mezcla, es combinación de
hidrógeno y oxígeno. No debemos concebir la celebración
eucarística como yuxtaposición de piezas, porque es una unidad:
56: «Las dos partes de que consta la misa, la liturgia de la palabra y la
eucarística, están tan estrechamente unidas que constituyen un solo acto
de culto.»
Lo cual no quita que la «participación en el sacrificio» por la
comunión sea el momento culminante (n. 55).
No vale el planteamiento en términos de obligación legal ni de
calcular los límites de la obligación. Lo importante es la reforma en
la comprensión y actuación. Quitar a la celebración eucarística la
liturgia de la palabra no es separar una parte, es mutilar un
organismo.
Esa unidad compuesta y articulada y la relación de las partes es
lo que estoy intentando explicar.
3. PAN/PD PD/PAN: He empleado la fórmula conciliar «el pan de
la palabra». Ahora, por razones didácticas, voy a distinguir entre
palabra y pan. Consecuentemente, vamos a pensar, durante unas
páginas, en liturgia de la palabra y liturgia del pan. Palabra
significará palabra de Dios, sagrada Escritura; pan significará pan
consagrado, cuerpo de Cristo. Escucha y comida.
Pan y palabra. ¿Y para qué tantas palabras?, ¿no estamos
hartos de palabras? Obras son amores, que no buenas razones.
Tanto hablar ¿no producirá inflación de palabras? Tanto insistir en
la «liturgia de la palabra» ¿no hará que la palabra de Dios llegue a
engendrar cansancio? Desde otra zona, algunos objetan o
comentan: «¿Por qué es tan importante? Eso de San Pablo a los
romanos, aunque lo lean en castellano yo no lo entiendo». A lo
mejor se acepta dócilmente, pero sin convicción.
Por otra parte, en nuestra cultura también estamos ahítos de
palabras y pedimos hechos. El refrán castellano dice: «Una cosa es
predicar, y otra dar trigo». Y una canción sonaba: «en la casa y en
el templo para todo hijo de Adán / no hay sermón como el ejemplo y
eso es dar pan». No queremos palabras, queremos pan.
Frente a esas citas, encuentro en los evangelios unas palabras
de Cristo. Se trata de un enfrentamiento polémico de Cristo con el
satán, es decir, el rival del designio del Padre, el que propugna un
antiproyecto triunfal. Frente a hambre, pan: «Di que esas piedras se
conviertan en panes». Jesús replica: «No de sólo pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,
3-4). Es una cita del Deuteronomio (8, 3) que explica cómo Dios fue
educando a su pueblo en el desierto, como un padre a su hijo:
El te afligió haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con
maná... para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo
que sale de la boca de Dios.
Lo que sale de la boca de Dios es su palabra, en particular «los
preceptos del Señor tu Dios» (Dt 8, 6). La vida de los israelitas
como pueblo depende, sí, del alimento material, pero mucho más de
la palabra de su Dios.
Ahí tenemos contrapuestas dos enseñanzas. La sabiduría
popular nos dice que no bastan las palabras, que hacen falta obras;
la sabiduría del evangelio nos dice que no basta el pan, que hacen
falta palabras. ¿Con cuál nos quedamos?
4. No bastan palabras, es verdad. Pero si esas palabras son
palabras de Dios... Aunque estén compuestos por hombres y
pronunciadas por hombres, si llevan dentro el aliento de Dios,
pueden vivificar al hombre.
Palabra de mandato que, si el hombre la cumple, vivirá (Lv 18,
5). Palabra que revela al hombre lo que es, desenmascarando sus
engaños; palabra que denuncia y exhorta, que amenaza y promete;
palabras en las que Dios se comunica y comunica vida suya.
«¿Señor, y a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida
eterna», dice Pedro a Jesús después del discurso sobre el pan de
vida (jn 6, 68).
No bastan palabras. Pero ¿y si esas palabras son la Palabra que
Dios dirige y envía al hombre, que sale de él y se hace hombre y
convive en figura humana? Hecho hombre, sigue siendo todo él
palabra: cuando habla y cuando calla, cuando hace milagros y
cuando sufre sin hacerlos. Palabra que siempre nos habla, porque
todo él es palabra que «al principio se dirigía a Dios» (Jn 1, 1) y
luego se hace hombre de carne débil, como la nuestra, y acampa
entre nosotros.
«No de solo pan vive el hombre». Cierto, el pan no da la vida, la
mantiene o prolonga apenas. Lo vamos quemando en pequeñas
porciones y, con la fuerza de esa combustión, nos movemos,
corremos. Durante una época de la vida asimilamos una parte para
crecer y engordar. El pan, con sus calorías, nos va alargando la
vida, pero no nos la garantiza. No nos garantiza contra incendios,
accidentes, enfermedades. El pan cotidiano es una ración para vivir
un día más, para ir tirando un poco más. Durante una etapa
contribuye a una vida creciente; después colabora con una vida
decreciente. No de solo pan vive el hombre.
Pero si ese pan es la palabra de vida, si es la forma en que se
nos da realmente el Hijo de Dios glorificado, entonces de pan vive el
hombre. Porque ese pan establece y desarrolla dentro de nosotros
una vida que no termina, si el hombre no la destruye; una vida que
pasará más allá del río de la muerte. De Cristo glorificado hecho
pan, de la Palabra hecha pan, sí que vive el hombre.
La Palabra concentra en sí muchas palabras, es el «verbum
abbreviatum» que decían los autores antiguos; palabra concisa que
dice mucho, palabra resumida, como título concentrado de un largo
libro. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta
etapa final, nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1, 1-2). Como esa
Palabra resume y condensa todas las palabras de la Escritura,
éstas desarrollan y articulan, refractan en muchos colores, quiebran
en muchas facetas la Palabra única y definitiva. Y esa Palabra, que
un día tomó forma humana, ya glorificada, se encierra en el pan
eucarístico. En forma de alimento nos comunica vida suya.
Antes de tomar ese pan menudo y enorme, blanco y misterioso,
unas palabras nos van a explicar algún aspecto de su misterio. El
misterio de Jesucristo se manifestó en unos cuantos años de vida,
unas cuantas enseñanzas, unos cuantos milagros. Aunque Juan
nos diga: «Otras muchas cosas hizo Jesús. Si se escribieran una
por una, me parece que los libros no cabrían en el mundo», sólo
una parte del misterio llegó a manifestarse, o lo hizo de forma
concentrada. Para desentrañar el misterio entrañable, la liturgia
echa mano de los evangelios y, con ellos, de textos del Antiguo
Testamento: preparaciones, profecías y símbolos que expone a la
luz del Nuevo Testamento. Al ser iluminados con esa luz, explican
aspectos del misterio. Como un tapiz plegado, que ha de
desplegarse para mostrar la imagen, así un símbolo mencionado o
aludido del evangelio despliega su sentido en la imagen
correspondiente del AT, si la disponemos y enfocamos
correctamente. Todo el intento de la liturgia de la palabra es
aclararnos el misterio de Cristo: lo que es para nosotros, lo que nos
ofrece, lo que exige.
De ese modo, las palabras de la liturgia eucarística son
realmente «palabras de vida» y pertenecen a la celebración
eucarística como parte integrante.
5. Durante el Concilio Vaticano II, un representante de una Iglesia
oriental expuso brevemente el pensamiento de muchos orientales
sobre la palabra inspirada. De la intervención de Mons. Edelby voy
a recoger y comentar algunas frases que nos ayudarán a entender
el tema presente. Subrayo la frase más pertinente: BI/EU EU/BI
«La Escritura es una realidad litúrgica y profética; una proclamación,
más que un libro; el testimonio del Espíritu Santo sobre el acontecimiento
de Cristo, cuyo momento privilegiado es la liturgia eucarística. Por ese
testimonio del Espíritu la economía entera de la palabra revela al Padre. La
controversia postridentina ha visto en la Escritura, ante todo, una norma
escrita. Las Iglesias orientales ven en ella la consagración de la historia de
salvación bajo especies de palabra humana, inseparable de la
consagración eucarística, que recapitula toda la historia en el cuerpo de
Cristo.»
Notemos la centralidad de la Eucaristía y la unión de dos
consagraciones: una historia bajo especie de palabra, un cuerpo
que recapitula la historia bajo especies de pan y vino. Para explicar
la «consagración de la historia bajo especie de palabra», recurro al
texto de Lucas sobre la anunciación: «El Espíritu Santo bajará sobre
ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, al que
va a nacer lo llamarán Consagrado, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Como
la concepción acaece bajo la sombra de Dios Padre, a impulsos del
Espíritu Santo, ese hombre que comienza a existir está desde el
primer momento consagrado, es Hijo de Dios. No son títulos o
privilegios que se le añadan más tarde.
Algo así sucede cuando, a impulso del Espíritu, un retazo de
historia humana se hace palabra. Si hay literatura de evasión,
también existen grandes obras literarias: mitos y leyendas, épica e
historia, teatro y poesía lírica. Por medio de esos textos
comulgamos unas veces con el poeta que se ha expresado en ellos,
otras veces con una experiencia humana individual y general.
Grandes narradores y dramaturgos sienten un día que en su mente
es concebido un personaje; acaso de la historia, de la leyenda;
acaso pura ficción. Al principio ellos envuelven y hacen crecer al
personaje, y éste va cobrando una vida personal que el autor ha de
respetar. Esos personajes representan, encarnan experiencias
humanas importantes. Otras veces, grandes ansias, angustias,
esperanzas de los hombres, pasando por la mente del poeta, se
transforman en palabra poética. Las grandes obras literarias nos
suministran una experiencia vicaria que nos enriquece
humanamente. A nuestro modo, la revivimos, o convivimos con los
personajes y sus azares. Todo llega a nosotros en forma de palabra
poética, simplemente humana.
Hasta cierto punto, así es la Biblia. Un autor anónimo nos cuenta
escenas de vida patriarcal, otro relata la epopeya de la liberación,
otro canta la esperanza de retornar a la patria. La experiencia de
unos personajes y de un pueblo se transforma en palabra
permanente. Sólo que se añade algo cualitativamente diverso y
superior: como esa transformación se realiza a impulso del Espíritu,
lo que resulta, la palabra, nace consagrado, es Palabra de Dios.
Supongamos una lectura: el paso del Mar Rojo. Una comunidad
vive la experiencia de la liberación, superando obstáculos
desmesurados, guiada por un jefe carismático que actúa en nombre
de Dios. Un autor, o varios sucesivamente, dan forma literaria a la
experiencia: con entonación épica, con datos legendarios, con
símbolos quizá de ascendencia mítica. A través de ese texto,
generaciones sucesivas comulgan con la experiencia originaria.
Más importante: comulgan también con su Dios, el Señor se les
comunica. Porque si Dios dirigió el gran paso, el Espíritu movió al
literato. Siglos más tarde, un israelita sufre angustiosamente el
abandono de Dios, pasa por una crisis de fe, busca inútilmente
respuesta a sus preguntas:
Sal 77, 8-10:
¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
¿Se ha agotado su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
¿Es que Dios se ha olvidado de la piedad
o la cólera cierra sus entrañas?
Hasta que de repente surge en su mente el recuerdo, en su
fantasía la visión transfigurada del paso del Mar Rojo, que conoce
por haber leído o escuchado los textos tradicionales. La visión tiene
tal fuerza que es como si estuviese participando en ella, como si él y
su generación se sumasen a la gran marcha y contemplasen la
teofanía de Dios. Ya serenado, toma distancia y transforma su
nueva experiencia de segundo grado en palabra lírica:
77,19-21:
rodaba el estruendo de tu trueno,
los relámpagos deslumbraban el orbe,
la tierra retembló estremecida;
tú te abriste camino por las aguas,
un vado por las aguas caudalosas,
y no quedaba rastro de tus huellas.
Mientras guiabas a tu pueblo como un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón.
A distancia de siglos, volvemos a leer o escuchar el relato del
paso del Mar Rojo durante la liturgia pascual. Y de nuevo
comulgamos con la experiencia antigua a través de un texto que
está «consagrado», inspirado. El texto desprende su sentido, que
es revelación del Dios liberador; sólo que esta vez la primera
liberación está referida a la definitiva, la Pascua de Cristo. En
nuestra proclamación litúrgica sopla de nuevo el Espíritu, suenan
inspiradas las palabras. Ahora bien, esa consagración no se ha de
separar de la otra.
6. Hay otra historia de salvación concentrada en Jesucristo. Es la
historia del hombre, sus gozos y penas, sus ilusiones y desengaños,
su intimidad y su comunicación, la grandeza y la pequeñez. Todo
ello se concentra, de modo especial, en unas coordenadas
concretas de tiempo y espacio, en aquel hombre: Jesús de Nazaret,
judío, nacido de mujer, nacido bajo la ley. Su vida es como síntesis
apretada de la vida humana, hasta la muerte. Porque no quiso
renunciar a la última y definitiva experiencia del hombre que es el
morir. Al ser resucitado por el Padre, toda aquella experiencia
queda glorificada. El nacimiento no queda abolido, permanece
glorificado; los milagros no han pasado, perduran glorificados; sus
palabras, recogidas en la memoria y en los evangelios están más
llenas de sentido, porque están glorificadas.
Ahora quiere comunicarnos su experiencia glorificada, su vida
con su sentido, el sentido de la vida. ¿Cómo nos la comunicará para
que podamos asimilarla?: consagrando su vida glorificada bajo
especies de pan y vino. En el banquete eucarístico comulgamos con
la experiencia histórica y la vida glorificada de Jesucristo. No
separemos esta consagración de la otra, la consagración bajo
especie de palabra.
Que cuando se lean los textos bíblicos, el Espíritu que habita en
nosotros nos ponga en pie para escuchar y sintonice nuestros
corazones con las palabras de la Escritura. Que la palabra inspirada
pueda resonar dentro de nosotros inspirándonos; que nos llene el
viento del Espíritu. Que toda la comunidad resuene armónicamente.
Que por las palabras de la Escritura toda la comunidad comulgue
con la palabra de Dios y con Cristo, que es su Palabra.
«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho
con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha
cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa
de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, 21).
Liturgia de la Palabra (2)
1. Es fenómeno común a muchas religiones que la liturgia se
componga de palabras y gestos. Una escuela de investigadores lo
formula «mito y rito». Los gestos, o ceremonias, o rito, constan de
posturas, movimientos, acciones. Los llamamos gestos porque
suelen tener un significado natural o convencional. A veces los
gestos se organizan en una especie de pantomima o acción
dramática. Paralelamente discurren las palabras que lo explican.
MITO/RITO RITO/MITO:También podemos empezar por el mito,
que narra con símbolos un hecho primordial, fundacional de ciclos
periódicos. Por ejemplo, el ciclo de la vegetación. Los mitos incluyen
con frecuencia a divinidades entre sus personajes; pero ese dato
no es indispensable. Es normal que empleen un lenguaje simbólico,
de símbolos elementales. Esa historia que se cuenta al recitar el
mito se puede escenificar, estilizada, en una representación, que es
el rito.
Mitos de divinidades no se encuentran en el AT; símbolos de
ascendencia mítica no los evitan los autores bíblicos, porque saben
capturarlos y depurarlos para explotar su vigor impresionante. El
AT, de ordinario, nos ha transmitido por separado la narración
histórica o legendaria, las plegarias y los ritos, de suerte que no es
fácil combinarlos correctamente para reconstruir sus liturgias. Sin
embargo, podemos encontrar unos cuantos ejemplos. Es muy
conocida la ceremonia de oferta de primicias en Dt 26. Se celebraba
en los santuarios locales, conmemorando en el don de la cosecha
anual el don fundacional de la tierra; el pueblo responde al don de
la cosecha con el pequeño don simbólico de las primicias, al don de
la tierra con la recitación o confesión de su historia dirigida por Dios.
(Hay que notar que, en hebreo, ofrecer es «hacer entrar,
introducir», y cosecha es «entrada, metida», lo que se mete en el
granero o bodega). Aunque el texto es bien conocido, no estará de
más releerlo aquí:
26,1-11: Cuando entres en la tierra que el Señor tu Dios va a darte en
heredad, cuando tomes posesión de ella y la habites, tomarás primicias
de todos los frutos que coseches de la tierra que va a darte tu Dios, los
meterás en una cesta, irás al lugar que el Señor tu Dios haya elegido para
morada de su nombre, te presentarás al sacerdote que esté en funciones
por aquellos días y le dirás:
- Hoy confieso ante el Señor mi Dios que he entrado en la tierra que el
Señor juró a nuestros padres que nos daría a nosotros.
El sacerdote tomará de tu mano la cesta, la pondrá ante el altar del
Señor tu Dios, y tú recitarás ante el Señor tu Dios: «Mi padre era un
arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres; allí
se hizo un pueblo grande, fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron
y nos humillaron y nos impusieron dura esclavitud. Gritamos al Señor Dios
de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz: vio nuestra miseria,
nuestros trabajos, nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con
mano fuerte, con brazo extendido, con terribles portentos, con signos y
prodigios, y nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que
mana leche y miel. Por eso entro aquí con las primicias de los frutos del
suelo que me diste, Señor». Lo depositarás ante el Señor tu Dios y harás
fiesta con el levita y el emigrante que viva en tu vecindad por todos los
bienes que el Señor tu Dios te haya dado a ti y a tu casa,
La ceremonia es sencilla y significativa. El sentido se lo dan los
hombres, no brota de un rito mágico, Se exige un pequeño sacrificio
de lo primero, lo mejor, lo escogido; lo acompaña una profesión de
fe; de la fiesta han de participar también dos categorías sociales
que no poseen terrenos: el levita y el emigrante. La dimensión
social se funde con la religiosa. ¿Se puede vaciar de sentido este
rito? Quitemos la gran profesión de fe, y la ceremonia se
empequeñece, aunque no pierda todo su sentido. Quitemos las
referencias a la historia, y el rito amenaza con quedarse en
ritualismo, sin sentido explícito. De ahí podría pasar fácilmente a un
acto de magia, ejecutado para asegurar la nueva cosecha.
Quitemos la participación de las clases necesitadas, y el rito queda
desvirtuado, porque se pondría al servicio del egoísmo, negaría al
Dios liberador de oprimidos y protector de desvalidos. Podríamos
llamar a dicha pérdida de sentido «ritualización»; el rito sería
«ritualismo».
2. Israel ha sucumbido repetidas veces al peligro de ritualización.
De una manera o de otra, los ritos y todo el acto litúrgico pierden su
sentido. Entonces los asistentes ya no participan. Asisten
simplemente, como podría hacerlo un sordo que no oye, como un
extranjero que no entiende textos y explicaciones, como un no
creyente que asiste por cortesía, por razones sociales. La entera
celebración, con palabras y gestos, se ha cerrado en sí misma y no
relaciona al hombre con Dios, antes lo encierra en una ceremonia
hueca. El hombre, incluso el profesional del culto, dispone de la
celebración, la mantiene equipada con los medios tradicionales,
pero la vacía de sentido y la cierra, encerrando a todos dentro.
¿Hay salida? Hace falta una instancia externa y superior, un poder
que no esté a disposición de cualquiera, algo que desde fuera abra
brecha en el círculo cerrado, vicioso. Es la palabra profética. Ultima
instancia en Israel, por encima de rey, sacerdote y juez. Creen los
judíos que, con poseer el templo en Jerusalén, la ciudad está
asegurada contra todo riesgo: sea cual fuere su conducta, su
perversión, el templo corre con las costas. Entonces, en el mismo
templo, en presencia del pueblo congregado, en nombre de
Jeremías, lee Baruc la denuncia:
Jr 7, 8:
Os hacéis ilusiones con razones falsas, que no sirven: ¿De modo que
robáis, matáis, cometéis adulterio, juráis en falso, quemáis incienso a
Baal, seguís a dioses extranjeros y desconocidos, y después entráis a
presentaros ante mí y en este templo que lleva mi nombre, decís:
Estamos salvados, para seguir cometiendo tales abominaciones?
4:
No os hagáis ilusiones con falsas razones, repitiendo: El templo del
Señor, el templo del Señor, el templo del Señor.
No rechaza el culto el profeta, sino el culto así pervertido. lsaías
lo llama «dones vacíos, incienso execrable... no aguanto reuniones
y crímenes» (Is 1, 13). Si la liturgia no es círculo de presencia y
contacto con la divinidad, hay que romper ese círculo desde fuera,
hay que abrir brecha en la muralla complacida y complaciente.
Como no lo hacen los encargados desde dentro, tiene que hacerlo
el profeta desde fuera, lanzando como un proyectil la palabra de
Dios. Por eso, soberanos y sacerdotes llegan a temer el resonar de
esa palabra, poderosa como las trompetas de Jericó, y procura
condenar al profeta, como sucedió con Jeremías (Jr 26), o lo
expulsan, como en el caso de Amós. En nombre del rey Jeroboán,
conmina al profeta Amos el sacerdote Amasías:
Am 7, 12-13:
Vidente, vete, escapa al territorio de Judá; allí puedes ganarte la vida y
profetizar. Pero no vuelvas a profetizar contra Betel, que es el santuario
real y nacional.
Van de acuerdo el rey y el sacerdote: el santuario es de la
nación y del rey. En su ámbito sagrado no debe resonar la palabra
de Dios. Cierran por la fuerza el ámbito litúrgico al mensaje de Dios.
Pero tiene que sonar, porque Dios es soberano y no puede tolerar
la perversión de espacios y acciones sagradas.
3. Vengamos ahora a nuestra liturgia. También ella suele constar
de palabras y gestos. Entrada procesional, inclinaciones,
genuflexiones, sentados, de pie, manos juntas, alzadas. La división
no es por partes: primero palabras, luego gestos, porque los dos se
combinan a lo largo de la Eucaristía. Sí podemos decir que en la
liturgia de la palabra domina la palabra sobre el gesto, y en la
liturgia eucarística se equilibran ambos. El sacerdote levanta la
hostia y el cáliz, rompe la hostia, reparte la comunión.
EU/NO-RITUALIZARLA: ¿Tenemos también nosotros peligro de
ritualizar nuestra celebración? Al peligro no podemos sustraernos;
por eso es conveniente conocerlo y afrontarlo. El peligro de
ritualizar toda la ceremonia, y en concreto la liturgia de la palabra.
En el AT la palabra profética era externa al rito, actuaba sobre él o
contra su deformación, invadía soberanamente el espacio cúltico.
Lo describía como un círculo y una flecha que taladra la superficie.
Nosotros hemos incorporado la palabra de Dios como parte
integrante de la celebración eucarística. La flecha está dentro. ¿Se
dispara contra alguien, contra algo? El peligro es ahora convertir las
lecturas bíblicas en un rito más, quitando el aguijón a la palabra.
Escuchamos entendiendo apenas, decimos «palabra de Dios»
hemos despachado una ceremonia más. Es tanto como embotar la
espada tajante de la palabra profética o evangélica.
Sería perversión refinada o descuido fatal domesticar
litúrgicamente la palabra que interpela a la comunidad. La palabra
bíblica debe conservar todo su vigor. Aunque está dentro, hay que
escucharla como venida de fuera para irrumpir y penetrar, como
situada enfrente para enfrentarse y sacudir. Los israelitas le decían
a Moisés: «Háblanos tú, y te escucharemos; que no nos hable Dios,
que moriremos» (Ex 20, 19). Digamos nosotros: Que nos hable Dios
y viviremos; que nos hable Cristo y viviremos cristianamente.
4. Lo contrario de la ritualización es la recepción de la palabra
con fe, en cuanto palabra inspirada o llena de Espíritu. Recepción y
asimilación, como se asimila un alimento -el pan de la Palabra-;
como un aparato que, enchufado a la red eléctrica, recibe energía
con que actuar. Así hemos de imaginar y entender la palabra bíblica
en la celebración. Es activa y dinámica, en forma de palabra.
Quiero decir que no actúa por arte de magia, como un conjuro
ininteligible, como un abracadabra, sino a través de la percepción y
comprensión. De ahí la importancia de proclamar los textos en la
lengua que la asamblea entiende, la conveniencia de explicarlos o
comentarlos en la homilía. Hablo de una comprensión espiritual, del
hombre libre que no se cierra a la llamada del Espíritu. Cuando los
oyentes se burlan del profeta, remedando sus oráculos, Isaías
responde en nombre de Dios: «Pues ahora, en lengua balbuciente,
en lenguaje extraño, hablará a este pueblo» (Is 28, 1 l). Ezequiel lo
expone con más claridad:
Ez 3, 4-7:
Hijo de Adán, anda, vete a la casa de Israel y diles estas palabras, pues
no se te envía a un pueblo de idioma extraño y de lenguas extranjeras que
no comprendes. Por cierto que, si a éstos te enviara, te harían caso; en
cambio, la casa de Israel no querrá hacerte caso, porque no quieren
hacerme caso a mí.
Pero, cuando se comprende espiritualmente, la palabra no
aporta simple información, sino que comunica energía.
Un texto clásico nos lo suministra el profeta del destierro, Isaías
Segundo. Para convertir a sus paisanos a la esperanza, él no tiene
más que palabras. No puede corroborarlas con signos. Pero son
palabras de Dios, y la confirmación se tendrá cuando los
esperanzados vean hecho realidad el retorno a la patria. Pues bien,
el profeta enmarca su predicación en dos enunciados sobre el
poder de la palabra. En el primer capítulo de su mensaje
contrapone la palabra de Dios al hombre, yuxtapone aliento y
palabra de Dios. El hombre es hierba, y sus planes se marchitan y
agostan. ¡Cuántos planes cruzan por la mente del hombre sin cuajar
en forma definida y cuántos alcanzan forma y no llegan a
realizarse... ! El hombre es hierba, y heno son sus planes.
Especialmente cuando esos planes van contra el designio de Dios.
Porque entonces, el soplo de Dios, que puede ser vivificante, se
vuelve agostador. En cambio, el plan de Dios hecho palabra se
cumple sin falta. Los desterrados pueden construir su esperanza
sobre el cimiento de la promesa:
Is 40, 7:
se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor
sopla sobre ellos; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra
de nuestro Dios se cumple siempre.
Al final de su mensaje desarrolla el concepto con una imagen de
fecundidad. He hablado de energía de la palabra; será mejor hablar
de su fecundidad. Echando mano del viejo símbolo que imaginaba
rocío y lluvia como semen celeste que fertiliza la tierra madre de
plantas, el profeta describe la acción de esa palabra que baja del
cielo y se encarna en palabras humanas y viene con una misión y
tarea en la historia.
Is 55, 10-11:
Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después
de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla
al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi
boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi
encargo.
Es interesante la aparición del pan en este contexto. La misión
última de la lluvia es dar a los hombres el pan de este año y la
semilla para el siguiente. La liturgia de la palabra apunta al pan
eucarístico, que es la Palabra enviada desde el cielo. En la
parábola del sembrador la palabra se compara a la semilla (Mt 13,
18-23).
Fecundidad no es lo mismo que eficiencia, y la fecundidad de la
palabra bíblica tiene sus plazos. Si por una parte hemos de esperar
resultados concretos de las lecturas de la misa, por otra parte no
podemos imponerles nuestras medidas de tiempo e intensidad. Sí
podemos esperar que las palabras cumplirán su misión.
«Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios que
constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos,
alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se
aplican a la Escritura de modo especial aquellas palabras: La palabra de
Dios es viva y enérgica [Hb 4, 121, puede edificar y dar la herencia a todos
los consagrados [Hch 20, 321» (Dei Verbum, 21).
Misión de la palabra es hacer que la Iglesia vaya penetrando en
el misterio de Cristo. Misterio oceánico, inagotable, que encierra
todos los tesoros del saber (Col 2, 3). Toca al Espíritu «enseñarnos
todo» (Jn 14, 26) y «conducirnos por la verdad entera» (jn 16, 13).
Uno de sus instrumentos privilegiados es la palabra inspirada.
5. La liturgia de la palabra en la celebración eucarística es el
momento privilegiado para leer y escuchar la Escritura. Desde ese
centro se expanden y hacia él vuelven otras lecturas: paraliturgias,
lectura en grupos, lectura privada. «Las cañadas de Judá irán
llenas de agua, brotará un manantial en el templo del Señor» (Joel
4, 18). La Escritura es manantial de vida, situada en el templo, en la
celebración más que en el recinto; de él brotan y fluyen arroyos que
riegan todas las comarcas de la Iglesia. El cristiano no sólo bebe de
esa fuente en la misa, sino que de ella deriva una acequia. Si
prosigue la lectura y la deja ahondarse por la contemplación, un día
se encontrará con un lago limpio y profundo dentro de sí, donde se
refleja el cielo:
Eclo 24, 30-31:
Yo salí como canal de un río
y como acequia que riega un jardín.
Dije: regará mi huerto
y empapará mis arriates;
pero el canal se me hizo un río
y el río se me hizo un lago.
De ese lago podrá comunicar a otros: «La instrucción del experto
es manantial de vida» (Prv 13, 14), «la boca del justo es manantial
de vida» (Prv 10, 11). Lo podemos aplicar a la sabiduría o sensatez
del Evangelio, que el cristiano se ha asimilado también por medio de
la Escritura; entonces se dirá de él con buena razón: «Las palabras
de un hombre son agua profunda, arroyo que fluye, manantial de
sensatez» (Prv 18, 4).
Por eso recomienda la constitución Dei Verbum la lectura de la
Biblia, especialmente en la liturgia:
«Por eso todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y
catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y
estudiar asiduamente la Escritura, para no volverse «predicadores vacíos
de la palabra, que no la escuchan por dentro»; y han de comunicar a sus
fieles, sobre todo en los actos lítúrgicos, las riquezas de la palabra de
Dios. El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles,
especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura, para que
adquieran la ciencia suprema de Jesucristo [Flp 3, 81, pues desconocer la
Escritura es desconocer a Cristo. Acudan de buena gana al texto mismo:
en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual o bien
en otras instituciones ... » (Dei Verbum, 25).
La experiencia de apenas veinte años, un par de horas en la
historia de la Iglesia, nos enseña o confirma que la liturgia de la
palabra en la celebración eucarística es un núcleo expansivo,
dinámico. Provoca otros actos de presencia, con todas sus
consecuencias. No es extraño que, al decaer entre los católicos
(especialmente en países latinos) la lectura de la Biblia, perdiera
importancia práctica la liturgia de la palabra en la celebración
eucarística. Al recobrar la vieja tradición, amortiguada quizá por la
polémica postridentina, lectura de la Biblia y liturgia de la palabra
recobran simultáneamente su puesto privilegiado.
«Que de este modo, por la lectura y estudio de los Libros sagrados, se
difunda y brille la palabra de Dios [2 Tes 3, 1]; que el tesoro de la
revelación encomendado a la Iglesia vaya llenando el corazón de los
hombres. Y como la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación
asidua del misterio eucarístico, así es de esperar que recibirá nuevo
impulso de vida espiritual con la redoblada devoción a la palabra de Dios
que dura para siempre [Is 40, 8; cf. 1 Pe 1, 23-25]» (Dei Verbum, 26)
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 31-52
.............................................................
* Todas las citas bíblicas están tomadas de la Nueva Biblia Española, traducida por L. ALONSO SCHÖKEL y J. MATEOS (Madrid 1975).
La liturgia penitencial
1. LITURGIA-PENITENCIAL: Cuando no hay una razón particular,
nuestra celebración eucarística echa por delante una liturgia
penitencial, es decir, una acción litúrgica en la que se ejerce el
ministerio de la reconciliación. Actualmente esa acción no es una
forma especial del sacramento de la penitencia, y no voy a discutir
aquí el problema de su sentido y función original. Podríamos
llamarlo un «sacramental», mucho más que un golpe de pecho o
tomar agua bendita. El ministerio de la reconciliación es amplio,
generoso de parte de Dios, y la Iglesia puede realizarlo de formas
diversas, según las circunstancias de tiempo, lugar y personas.
Vamos a inscribir dicha liturgia penitencial en un texto de Pablo:
2 Cor 5, 18:
Y todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo a través del
Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación. 19: Quiero decir
que Dios, mediante el Mesías, estaba reconciliando el mundo consigo,
cancelando la deuda de los delitos humanos y poniendo en nuestras
manos el mensaje de la reconciliación. 20: Somos, pues, embajadores de
Cristo, y es como si Dios exhortara por nuestro medio.
En rigor, no nos reconciliamos nosotros; es Dios quien nos
reconcilia, y nosotros «nos dejamos reconciliar» con él. El acto
implica un cancelar una deuda o perdonar un pecado, para
restablecer las buenas relaciones. Ese perdón lo otorga Dios por
medio de Cristo, y a la Iglesia toca ponerse al servicio de la
reconciliación.
Hay que subrayar el carácter interpersonal de la acción. Se habla
de deuda, que interviene entre dos personas, deudor y acreedor. Si
habláramos de ofensa, serían ofensor y ofendido. Más que
quebrantar una norma objetiva, hemos faltado a un compromiso con
otra persona: ¿de justicia o de amor?
2. Funciones y actos. Dios entra en función de parte ofendida; el
hombre, la comunidad, en función de parte ofensora. No negamos
que en otras ocasiones Dios actúe como juez, en posición elevada e
imparcial, condenando al culpable y absolviendo al inocente. De
esta actividad hay numerosos ejemplos en el AT, concretamente en
las súplicas del inocente acusado o perseguido y en textos
escatológicos. Ahora bien, esos momentos no son liturgias
penitenciales que se ordenan a la reconciliación. En la liturgia
penitencial del AT Dios no es juez, sino parte. Esto se puede
apreciar en muchas querellas proféticas, en los salmos 50-51 y en
otros salmos penitenciales.
La parte ofendida quiere restablecer las buenas relaciones
personales. Lo ha de hacer de manera personal, no mecánica,
comprometiendo al ofensor. No puede decir: «no me importa, lo
olvido todo, no ha pasado nada», antes de que el ofensor complete
su proceso de transformación. Si el ofensor ha quebrantado
consciente y libremente sus compromisos, ha pasado algo serio, y el
ofendido no dirá «aquí no ha pasado nada», porque eso no sería
una reconciliación responsable de dos personas. Más bien
entablará un diálogo, se querellará, dirigirá un proceso, para que el
ofensor reconozca la culpa y pida perdón. Sólo así se restablecen
relaciones personales mutuas.
Si el ofendido dice que no le importa lo sucedido, está implicando
que no le importa la persona del ofensor. ¡Cuántas veces
despreciamos la crítica de los rivales y, al hacerlo, los despreciamos
como personas... ! A Dios le importa la persona del ofensor; por eso
le importa lo sucedido. Quiere cancelar la deuda, borrar la mancha,
descargar la culpa, perdonar la transgresión; pero quiere hacerlo
engranando la conciencia y responsabilidad del ofensor. Sólo al
final podrá decir: «lo olvido todo». Responsabilidad es responder: a
alguien, de algo. Por eso la liturgia penitencial es un proceso que
incluye convocación, diálogo, sanción.
Ese proceso, que es misterio de gracia en acción, toma la forma
externa de un juicio contradictorio entre dos partes, ofensor y
ofendido. La forma externa es como una pantomima que, al
representar, realiza. Algo así como las frases que llaman
performatívas (el inglés perform significa ejecutar). Cuando un
presidente dice: «declaro inaugurada la asamblea», la asamblea
queda real y jurídicamente inaugurada, tiene validez legal. Cuando
la asamblea litúrgica representa un juicio contradictorio de
reconciliación, lo representado sucede realmente.
Ese proceso o representación eficaz se desarrolla normalmente
en tres actos: acusación, confesión, perdón.
3. Primer acto: acusación. La parte ofendida convoca al ofensor,
le recuerda los compromisos, le echa en cara su incumplimiento.
Este acto ha quedado implícito o no desarrollado en nuestra liturgia
penitencial. Está implícito en la convocación litúrgica. En el nuevo
misal italiano lo encontramos aludido:
«El Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la palabra y de la
eucaristía, nos llama a la conversión.»
« ... somos llamados a morir al pecado ... »
«El Señor ha dicho: el que no tenga pecado, que tíre la primero
piedra.»
En el AT nos cansaríamos de citar y leer textos pertinentes.
Citaré algunos, tomados de salmos y profetas:
Sal 50, 6:
Dios en persona viene a juicio. 7: Escucha, pueblo mío, que voy a
hablarte, Israel, voy a dar testimonio contra ti.
21:
Esto haces, ¿y me voy a callar?, ¿crees que soy como tú? Te acusaré,
te lo echaré en cara.
Jr 2, 5:
¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí?
Siguieron tras vaciedades y quedaron vacíos.
8:
Los sacerdotes no preguntaban: ¿Dónde está el Señor?,
los doctores de la ley no me reconocían,
los pastores se rebelaron contra mí,
los Profetas Profetizaban en nombre de Baal...
13:
Dos maldades ha cometido mi pueblo:
me abandonaron a mí, fuente de agua viva,
y se cavaron aljibes, aljibes agrietados
que no retienen el agua.
Todo el texto de Jeremías 2. 1 - 4, 4. es digno de leerse y
meditarse en este punto.
La acusación se basa en o apela a los compromisos contraídos.
Es decir, existe un compromiso mutuo, y ese compromiso se ha
articulado en una serie de cláusulas. El compromiso es la alianza,
las cláusulas se enumeran en el protocolo o documento de la
alianza. «Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un
sacrificio» (Sal 50, 5); «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes
siempre en la boca mi alianza?» (Sal 50, 16). La alianza del Sinaí
propone diez cláusulas (en griego, deka-logoi, el decálogo); el
protocolo está grabado en una losa que se conserva en el templo.
En base a esas cláusulas, Dios puede querellarse con su pueblo
por no haber cumplido los compromisos solemnemente contraídos.
El pueblo a una había prometido: «HaremoS cuanto dice el Señor»
(Ex 19, 8; 24, 3.7).
CR/DECALOGO-EV: Para la comunidad reunida a celebrar la
Eucaristía, ¿cuál es el punto de referencia?; ¿sigue siendo el
decálogo del Sinaí? El precepto del sábado y la prohibición de
hacer imágenes de Dios ya no están en vigor. El resto de alguna
manera, sí conserva vigencia, aunque no sin más. El cristiano no
vive en la vieja alianza, sino en la nueva ; el protocolo de la nueva
alianza no es el decálogo del Sinaí, sino el evangelio de Jesucristo.
Las bienaventuranzas, el sermón del monte, el mandato de
perdonar a los enemigos no forman parte del decálogo. Y aun lo
que de éste conserva su vigor ha sido transformado en profundidad.
No es correcto decir que la base de la vida del cristiano, en lo que
tiene que hacer, sea el decálogo. En el capítulo 5 de Mateo se leen
seis expresiones del siguiente tipo: «Os han enseñado que se
mandó a los antiguos... Pero yo os digo... Se mandó también... Pues
yo os digo........... ». En vez de Moisés como mediador, Jesús, el
Mesías, el Hijo del Padre; en vez del Sinaí, el monte de Galilea; en
vez de diez preceptos o prohibiciones, ocho bienaventuranzas o
felicidades; en vez de losas de piedra, el Espíritu en los corazones.
Y a partir de ese centro se organizan otras exigencias y normas y
consejos del evangelio, que se concentran en el doble amor a Dios
y al prójimo. Claro está que el Evangelio engloba y profundiza
cuanto hay de permanente en el decálogo; en cambio, el decálogo
no contiene todo el Evangelio.
Ahora bien, ese evangelio nos acusa reiteradamente. Es nuestro
compromiso con Dios Padre, mediado por su Hijo. ¿Lo cumplimos?
¿En qué grado? El evangelio es un anuncio feliz, una buena nueva;
¿no es también un acto de acusación contra nosotros? Se podría
leer una página del evangelio tomándolo como querella del Señor
con los suyos. Esta comunidad cristiana ¿cree de veras que es un
valor el compartir? ¿O sigue creyendo que el valor es adquirir y
poseer? Esta comunidad cristiana ¿cree que es un valor y una
exigencia trabajar por la paz? ¿O se despreocupa de semejante
problema? ¿Siente esta comunidad la sed de justicia? Lecturas y
reflexiones de este tipo podrían hacer incidir el mensaje bíblico en
las comunidades cristianas con más eficacia.
El evangelio nos incita y nos acusa, después nos ofrece perdón y
nos reconcilia. Por eso se invocaba: «Per evangelica dicta deleantur
nostra delicta» (por las palabras del evangelio se borren nuestros
pecados). No de forma mecánica, sino de forma responsable, en el
proceso de llamada y respuesta.
Ya he dicho que este acto apenas se encuentra en la liturgia
penitencial de nuestra celebración eucarística. Más aún, hay
ocasiones en que, por preceder otro acto litúrgico o paralitúrgico,
p.e. Laudes, se salta del todo la parte penitencial. Otras ocasiones
en que lo practiquemos con más amplitud y sosiego nos ayudarán a
penetrar el sentido de esta parte de la misa.
4. Segundo acto: confesión. La parte acusada y querellada
podría defenderse, negar los hechos o las imputaciones. Pero
cuando es Dios quien nos echa en cara nuestra conducta, ¿cómo
podremos negarla? «¿Cómo te atreves a decir: No me he
contaminado?... ¿Por qué me ponéis pleito, si sois todos rebeldes?
(Ir 2, 23.29). En este caso no hay más que confesar la culpa y pedir
perdón.
Esto se suele preparar dejando un espacio de silencio para que
los presentes repasen concretamente algunas culpas más
importantes o más recientes o más relacionadas con la celebración
específica. Una monición podría encauzar la reflexión. Después la
parte ofensora reconoce su culpa y pide perdón a la parte
ofendida.
El AT nos suministra innumerables ejemplos y fórmulas de este
segundo acto:
Sal 32, 5:
Propuse: Confesaré al Señor mi pecado.
Sal 38, 5:
Mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas.
Sal 51, 3-5:
Por tu inmensa compasión, borra mi culpa.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado,
pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.
Sal 65, 4:
Nuestros delitos nos abruman,
pero tú los perdonas.
Sal 130, 3-4:
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
El perdón es cosa tuya,
y así infundes respeto.
Jr 3, 22:
Volved, hijos apóstatas,
y os curaré de vuestras apostasías.
-Aquí estamos, hemos venido a ti,
porque tú, Señor, eres nuestro Dios...
25:
nos acostamos sobre nuestra vergüenza
y nos cubre el sonrojo,
porque pecamos contra el Señor nuestro Dios.
Los libros litúrgicos de la misa nos ofrecen un par de fórmulas:
«Señor, ten misericordia de nosotros, porque hemos pecado contra
ti», «Tú que has venido a llamar a los pecadores, Cristo ten
piedad». El nuevo formulario italiano es más rico y diferenciado:
«Reconozcamos que somos pecadores e invoquemos confiados la
misericordia de Dios.»
«Humildes y penitentes como el publicano en el templo, acudamos al
Dios justo y santo, para que se compadezca de nosotros, pecadores.»
«Cristo, que en la cruz has pedido perdón por los pecadores, ten piedad
de nosotros.»
Observemos otro aspecto importante. En la liturgia penitencial de
la misa no intervienen individuos aislados. No es que el asunto sea
de cada uno con Dios y que accidentalmente nos encontremos
todos en el mismo sitio y, por ahorrar tiempo, digamos todos a una
las mismas palabras. Lo individual no queda anulado, pero no es lo
específico en este caso. Es verdad que el confiteor suena en
primera persona del singular: «Yo confieso ante Dios Todopoderoso
y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho ... » Aun esa
fórmula en singular es compartida con un efecto recíproco confesión
y testimonio de los «hermanos». Lo propio de la liturgia penitencial
en la Eucaristía es su aspecto comunitario. Además de las
responsabilidades individuales irrenunciables, hay una solidaridad
en la culpa. Los dos elementos no se oponen ni se excluyen,
aunque algunos encuentren difícil la armonización o integración.
Algunos temen que, al ponderar la responsabilidad comunitaria, se
quiera o se pueda desvirtuar la responsabilidad personal. De
ninguna manera.
El Antiguo Testamento nos ofrece unas cuantas confesiones de
pecado comunitarias, después del destierro; precisamente cuando
Ezequiel ha reafirmado la responsabilidad individual (Ez 18). Un
ejemplo insigne, que recoge y amplifica los precedentes, es Baruc 1,
15 - 3, 8, del que citaré unas cuantas frases:
1, 15: Confesamos que el Señor nuestro Dios es justo, y a nosotros nos
abruma hoy la vergüenza: a judíos y vecinos de Jerusalén, 16: a nuestros
reyes y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros
padres; 17-8: porque pecamos contra el Señor no haciéndole caso,
desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los mandatos que el
Señor nos había dado.
3,1: Señor todopoderoso, Dios de Israel, un alma afligida y un espíritu
que desfallece gritan a ti. 2: Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos
pecado contra ti 5: No te acuerdes de los delitos de nuestros padres,
acuérdate hoy de tu mano y de tu nombre.
RBA-COLECTIVA: La responsabilidad es de toda la comunidad,
incluso de los antepasados. Cada uno se siente solidario de los
demás y carga con la historia del pueblo. Es admirable: solidario en
la confesión de un pecado común, el pueblo disperso se siente uno.
En presencia de Dios los pecados no abruman; antes bien,
aglutinan a la comunidad.
Incluso cuando Daniel ora en primera persona del singular,
«escucha la oración y las súplicas de tu siervo», lo hace en nombre
de todo el pueblo: «todo Israel quebrantó tu ley rehusando
obedecerte... Por nuestros pecados y los delitos de nuestros
padres, Jerusalén y todo tu pueblo son afrentados... Pero, aunque
nos hemos rebelado, el Señor es compasivo y perdona» (Dn 9),
Pueden leerse también Esdras 9 y Nehemías 9.
La corresponsabilidad no se opone a la responsabilidad, antes la
engloba. Habría que desarrollar simultánea y armónicamente los
dos factores: la conciencia de que individual y comunitariamente
somos responsables ante Dios. No sólo el cristiano falta a sus
compromisos de alianza, sino que esta comunidad cristiana, en
cuanto tal, falta a sus compromisos evangélicos con Jesucristo. La
liturgia penitencial eucarística puede ser un momento oportuno para
educar y robustecer esa conciencia. De nuevo, el formulario italiano
nos ofrece material oportuno:
«Al empezar esta celebración eucarística, pidamos la conversión del
corazón, fuente de reconciliación Y comunión con Dios y con los
hermanos.»
«Reconozcámonos todos pecadores y perdonémonos mutuamente de lo
hondo del corazón.»
«Señor, que nos construyes como piedras vivas para formar el templo
santo de Dios, ten piedad de nosotros.»
5. Tercer acto: el perdón. También este acto se enuncia en forma
plural. Y se pronuncia en forma de petición. Dios no viene como juez
a condenar al culpable, convicto y confeso; viene como parte
ofendida a reconciliar al hombre consigo. El hombre no puede por
su cuenta reconciliarse con Dios ni Dios tiene que reconciliarse con
el hombre. La acción es de Dios Padre y de Jesucristo: «Jesucristo,
el justo [inocente], intercede por nosotros y nos reconcilia con el
Padre» (del nuevo formulario italiano).
El acto final de un juicio contradictorio, entre dos partes, puede
suceder de tres formas. El ofensor o deudor restituye o satisface
totalmente al ofendido y se restablece así la relación justa entre
ambos. Sucede una avenencia o composición; el ofendido acepta
una compensación parcial, una reparación modesta, y se da por
satisfecho; el ofensor repara así la culpa y hasta queda agradecido.
El ofendido renuncia a sus derechos, perdona enteramente la
deuda, totalmente la ofensa. Toca a la parte ofendida escoger la
salida del proceso; el ofensor sólo puede suplicar. La liturgia
penitencial eucarística entra en el tercer desenlace: Dios perdona y
sellará la reconciliación con el banquete.
El presidente de la acción litúrgico emplea una forma de súplica,
no la forma aseverativa: «Dios todopoderoso tenga misericordia de
nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna».
No dice: «Yo os perdono», ni «Dios nos perdona», sino que suplica
y se incluye en la comunidad pecadora, en el «nosotros, nuestros,
nos». La historia nos enseña que en otras épocas, en otras
regiones de la Iglesia, se ha empleado la fórmula suplicatorio con
validez sacramental (he de volver sobre el asunto en otra ocasión).
Es más, nuestra fórmula actual es muy antigua o depende de textos
antiguos y tradicionales.
Entonces, ¿es una mera súplica? ¿O tiene de algún modo valor
performativo, eficaz? No es performativa en cuanto que realiza lo
que dice, pues no enuncia; es eficaz en cuanto que tiene la garantía
de que será concedida la petición, aunque no sea en forma
sacramental.
En ese momento no habla Dios ni tampoco Jesucristo, como
intercedió en la cruz: «Padre, perdónalos». No habla el sacerdote
en representación de Dios o de Jesucristo, pues se incluye entre los
pecadores. Habla como miembro cualificado de la comunidad y en
nombre de ella. Sólo que lo dice con el encargo y la promesa de
perdón de Dios, con la garantía de la reconciliación realizada por
medio del Mesías: «Dios nos reconcilió consigo a través del Mesías
y nos encomendó el servicio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18).
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 19-29
OFERTORIO-EUCARISTÍA-BERAKA
Hablemos ahora de la parte que llamamos «ofertorio», que
significa o designa la oferta de los dones. Voy a explicar esta
sección ampliándola en dos direcciones. Primera,
remontándome a prácticas y expresiones bíblicas; segunda,
comentando el texto actual del ofertorio, aunque me obligue a
incursiones en otras partes de la Misa.
El texto actual es: «Bendito seas, Señor, Dios del universo,
por este pan/por este vino, fruto de la tierra/de la vid y del
trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora
te presentarnos. El será para nosotros pan de vida/bebida de
salvación». Unas veces se realiza con conducción procesional
del pan y el vino al altar; otras veces se reduce al gesto del
sacerdote elevando los dones. En algunas ocasiones otros
dones acompañan al pan y al vino.
El texto es una bella síntesis de la celebración que
llamamos en griego eukharisteia, en español acción de
gracias, en hebreo beraka. Comenzaré exponiendo sin prisas
el término hebreo.
1. Beraka. Una exposición histórica estudiaría formas
litúrgicas judías y perseguiría su influjo y desarrollo en
fórmulas cristianas. El estudio ha sido realizado por
especialistas. En castellano contamos con la erudita
exposición de J. M. Sánchez Caro, Eucaristía e Historia de
salvación (Madrid 1983). Mi tarea es mucho más modesta Y
más atada al Antiguo Testamento; quizá ello me permita una
aportación útil, al menos para la meditación.
Es bien sabido que la liturgia judía usaba unas fórmulas de
acción de gracias que llamaba beraka o birkat-, diferenciadas
según el momento del banquete. Beraka es, por tanto, una
fórmula cuyo equivalente cristiano es la «anáfora». Pero
beraka en el AT es algo más; designa también el don.
La raíz hebrea brk, especialmente en la conjugación «piel
barek», la solemos traducir por «bendecir». Pero es
necesario diferenciar la traducción. Fundamentalmente, el
verbo implica dos personas y un bien de una de ellas. La
bendición de A se refiere a un bien respecto de B. Si B no lo
posee, la bendición es un desearle que lo obtenga; si ya lo ha
conseguido, es felicitarle por ello. Un amigo nos dice que se
va a examinar u opositar, y nosotros le deseamos buena
fortuna, éxito: le bendecimos. Más tarde lo encontramos y nos
comunica que ha tenido éxito, y entonces le felicitamos.
Ambos contenidos se pueden escuchar en el verbo brk,
según las ocasiones.
Dice un proverbio hebreo: «Quien saluda al vecino de
madrugada y a voces es como si lo maldijese». «Saludar» es
brk, y es darle los buenos días, «Dar los buenos días»
procede de la vieja fórmula que sonaba así completa:
«Buenos días os/nos dé Dios»: es desear un bien al otro para
toda la jornada, bendecirlo. Los italianos pueden desearnos
«tante belle cose» y los alemanes pueden decir «Alles Gute».
Esas fórmulas pueden degradarse en simple saludo cortés,
en convención social. A un saludo de despedida parecen
referirse Gn 47, 10 y Ex 12, 32. El sentido de felicitar por el
bien conseguido está muy claro en 2 Sm 8, 10: «despachó a
su hijo Adoran para saludar al rey David y darle la
enhorabuena (brk) por el combate y la derrota de
Adadhezer».
Cuando la otra persona nos ha hecho un favor, nuestra
bendición es más bien una acción de gracias: bendecimos =
damos gracias. Con esto entramos en nuestro terreno; por lo
cual será útil citar algunos ejemplos:
Dt 24, 13:
Si es pobre, ... le devolverás [la prenda] a la caída del sol,
y así él se acostará sobre su manto y te bendecirá...
Job 31, 19:
Si vi al pobre o al vagabundo
sin ropa con que cubrirse
y no me dieron las gracias (brk) sus carnes,
calientes con el vellón de mis ovejas...
2 Sm 14, 22:
Joab se postró rostro en tierra, haciendo una reverencia,
y dio las gracias al rey.
Un último paso de relaciones entre hombres. El
agradecimiento = bendición puede acompañar las palabras
con un don o regalo que exprese el sentimiento de gratitud.
No es un pago que iguale o anule el beneficio recibido; es la
expresión tangible del reconocimiento. Ha de ser significativo,
no mezquino, de acuerdo con las posibilidades del que recibió
el don. Jacob había robado a su hermano mayor, Esaú, la
bendición paterna testamentaria, y éste jura vengarse. Jacob
emigra y, al cabo de muchos años, decide volver a la casa
paterna. Pero ha de atravesar el territorio controlado por su
hermano. Para congraciarse con él adopta actitudes humildes
y generosas y envía por delante más de 400 cabezas de
ganado, «pues se decía: Lo aplacaré con los presentes que
van por delante. Después me presentaré a él: quizá me reciba
bien» (Gn 32, 21). Finalmente se encuentran los dos
hermanos y Esaú le pregunta:
33, 8-11:
¿Qué significa toda esta caravana que he ido encontrando?
Contestó: -Es para congraciar me con mí Señor. 9: Replicó Esaú:
-Yo tengo bastante, hermano mío; quédate con lo tuyo. Jacob
insistió: -De ninguna manera. Hazme el favor de aceptar estos
presentes. Pues he visto tu rostro benévolo y era como ver el rostro
de Dios. Acepta este obsequio (beraka) que te he traído: me lo ha
regalado Dios y es todo mío.
La bendición (beraka) del padre, robada (Gn 27), se
compensa con el presente regalo (beraka).
La nuera de Caleb se acerca a él y le dice: «Hazme un
regalo (beraka)» (Jos 15, 19). Naamán, curado, retorna a dar
las gracias a Eliseo: «Acepta un regalo de tu servidor» (2 Re
5, 15). Un hombre generoso se llama nepes beraka (Prv 11,
25). Job «recibía la bendición (beraka = agradecimiento) del
vagabundo» (Job 29, 13).
2. Una vez establecido este importante punto, puedo
introducir en la escena un tercer personaje: Dios. Ya
asomaba implícito, pues cuando el pobre se acostaba y
«bendecía» a su bienhechor, le estaba deseando la bendición
de Dios; y los deseos de bienes apuntan a Dios como dador.
El esquema tiene forma triangular: el favorecido, para
agradecer, invoca sobre él la bendición divina: «Bendito seas
tú de Dios por el bien que me has hecho». Recordemos la
expresión cristiana «Dios se lo pague». Como diciendo: «te
deseo un gran bien; tan grande que no te lo puedo dar yo; lo
único que puedo es pedir a Dios para que te galardone por tu
bondad».
Al entrar Dios en el esquema del agradecimiento, lo
complica y también lo enriquece. Surge una relación doble:
yo, agradecido, le deseo un bien a mi benefactor y pido que
Dios le conceda bienes como pagando en mi lugar. Las dos
cosas no se excluyen, antes se complementan. No puedo
hacer un don mayor a esa persona que desear que Dios sea
el pagador; si consigo que Dios se lo pague, no hay acción de
gracias que se le iguale. Por eso el hebreo podía decir:
«Bendito seas de Dios por ... ». Abrán vuelve de su victoria,
en la que ha liberado a los cautivos, y el rey sacerdote de
Salén le bendice:
Gn 14,19:
¡Bendito sea Abrán por el Dios Altísimo,
creador de cielo y tierra;
bendito sea el Dios altísimo,
que te ha entregado tus enemigos.
Con esto pasamos al último apartado, otra vez binario, que
relaciona al hombre con Dios. Cuando el sujeto del verbo es
Dios, la palabra es acción, es eficaz. Dios bendice al hombre
con la fecundidad (Gn 1, 28). Bendice los trabajos del hombre
(Job 1, 10), los brotes de los campos (Sal 65, 1 l), el pan y el
agua (Ex 23, 25), la morada (Prv 3, 33), a los patriarcas (Gn
12, 2; 22, 17; 25, 11), al pueblo (Dt 1, 1 1; 14, 24). La
bendición de Dios es bienhacer.
A los beneficios de Dios responde el hombre bendiciendo a
Dios. En ese momento el verbo tiene otro contenido. El
hombre no puede hacer bienes ni desear bienes al Bien
Supremo; a lo más, puede felicitarle por los bienes que posee.
También puede reconocer los beneficios recibidos y
agradecerlos; y ese acto es como una entrega libre de sí
mismo. En hebreo puede usarse barek para significar
«bendecir». El libro de los salmos emplea más de veinte
veces el verbo brk en este sentido.
Hay un salmo que muestra muy bien y brevemente el
movimiento alterno de la bendición de Dios al hombre, del
hombre a Dios, de Dios al hombre... Es el Salmo 134, que
reservo para la última reflexión, ya que nuestra Eucaristía se
cierra con una bendición.
Nos queda un elemento solo: el don que acompaña a las
palabras. ¿Podemos ofrecer un don a Dios? En rigor, nada
podemos dar a Dios, sólo podemos con el don expresar
nuestro agradecimiento. La ofrenda de primicias (Dt 26), que
he mencionado ya, es un buen ejemplo; pero no emplea el
término «bendecir». Las ofrendas cúlticas se llaman en
hebreo minha (que significa, en sentido profano, «tributo»),
no se llaman beraka. Para explicar la denominación
«ofertorio» nos servirían. Ahora bien, mi intención es explicar
el ofertorio como Eucaristía = beraka, extendiéndome en
comentar su fórmula.
Con lo dicho creo disponer de un contexto mental que nos
permita movernos sin desorientarnos.
3. PAN/BERAKA-BENDICION OFERTORIO/EXPLICACION:
Me voy a fijar en los dones como beraka, según el sentido
expuesto del AT. La Eucaristía o acción de gracias no es sólo
verbal, sino que se materializa en la oferta de unos dones. El
texto comienza así: «Bendito seas, Señor Dios del universo,
por este pan/este vino». ¿Por qué se pronuncia aquí el título
«Dios del universo»? Traemos un poco de pan y vino: ¿por
qué una invocación tan grande y solemne? Porque en lo
humilde se nos revela el Sublime. Porque escogemos un don
que, en su pequeñez, es cifra de múltiples, inmensos dones.
Hemos dado forma redonda y color blanco a este pan, como
significando en la redondez totalidad, plenitud, perfección, y
en el color blanco la síntesis de todos los colores. Aunque
tenga otra forma y otro color, lo importante es que es «fruto
de la tierra». Por lo tanto, en el pan está presente la tierra,
tierra madre y fecunda, que con su fertilidad alimenta a sus
hijos. ¡Bendito, Señor, por el don de la tierra! Durante
millones de años la has ido preparando para que fuese
morada de tus hijos. No hay pan sin una tierra que reciba en
su seno la semilla. También recibe la lluvia, por lo cual el pan
es fruto del agua terrestre y celeste. La lluvia fecunda
paternalmente la tierra materna. ¡Bendito, Señor, por la lluvia,
que hace crecer los brotes! El pan es fruto también del cielo,
es decir, de la atmósfera adonde se ha subido el agua antes
de bajar repartida. ¿Y cómo ha podido subir venciendo su
peso, concentrarse y moverse por los aires, hasta
descomponerse en millones de gotas con que regar,
centímetro a centímetro, el suelo? Una fuerza ha tirado de
ella, más poderosa que la fuerza de la gravedad: el sol con su
calor. ¡Bendito, Señor, por la fuerza del sol! El sol, que
pertenece a un sistema, que centra y equilibra los planetas y
se incorpora a constelaciones y galaxias. Astros que giran y
se mantienen en equilibrio móvil, prodigioso; sin tropezar, sin
cansarse; cada uno en su puesto ejercitando la fuerza exacta
y precisa, de modo que la tierra pueda recibir en su momento
la lluvia y pueda producir su fruto: el pan, fruto de la tierra y
del agua y del viento y de los astros. Fruto de la luz, que
activa la función clorofílica, y también de la oscuridad alterna,
que garantiza su vitalidad. Fruto del ritmo puntual, pulso del
tiempo terrestre, sístole y diástole en el corazón de nuestro
sistema. ¡Bendito, Señor, por la luz que se ha concentrado en
la entraña de este pan y se refleja en su superficie blanca!
Fruto de la tierra, con sus fuerzas físicas y químicas, sus
jugos que chupan las raíces, su presión que sujeta los tallos,
su callada actividad escondida. La planta alberga en sí
fuerzas opuestas y coordinadas: la fuerza que empuja hacia
abajo las raíces, venciendo la resistencia mineral, y la fuerza
que empuja hacia arriba, venciendo la fuerza de la gravedad.
¿Cómo puede el tierno y minúsculo tallo abrirse paso por la
barrera compacta del suelo, rompiendo o apartando terrones,
con inexorable impulso ascensional, hasta alcanzar la estatura
exacta? El pan, fruto de la planta, de la tierra, de sus fuerzas
plurales. Fruto de la tierra significa también tiempo y ritmo,
porque no brota el grano de repente, en un momento. Si ha
de contar con el pulso breve de noche y día, depende
también del ritmo ancho de las estaciones: el frío silencio del
invierno, el sorprendido espabilarse de la primavera, el calor
creciente del estío. Todo es necesario para que llegue a
cuajar este trozo de pan. Para ello la tierra ha de girar
levemente recostada en su órbita, acercándose y alejándose
calculadamente del sol. ¡Bendito, Señor, por este pan fruto de
la tierra y las estaciones! Y no hemos terminado, porque este
pan, esta cosecha, es fruto de una simiente, tomada de la
cosecha del año anterior «para que dé semilla al sembrador y
pan al que come» (Is 55, 10); y ésta fue fruto de otra
precedente; y así, sin interrupción, nos tenemos que remontar
siglos, milenios. Este pan que hoy te ofrecemos cierra un
proceso de milenios y abre el siguiente, con un poco de
historia humana, con mucho de ciclos naturales.
Significa mucho este trozo de pan, y por eso te lo
ofrecemos como don menudo y apretado. Lo explicamos con
causas físicas y químicas, elementos y astros; detrás de todo
ello y en todo ello te descubrimos a ti, Señor del universo,
como padre de familia solícito que trabaja sus campos para
dar el pan a los suyos.
Sal 65, 10-12:
Tú cuidas de la tierra, la riegas
y la enriqueces sin medida.
La acequia de Dios va llena de agua;
preparas sus trigales, así la preparas:
riegas los surcos, igualas los terrones,
tu llovizna los deja esponjosos,
bendices sus frutos;
coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia.
«Lo recibimos de tu generosidad y ahora te lo
presentamos» Que sirva como expresión concentrada de
nuestra maravilla y gratitud.
4. Te lo ofrecemos, Señor, porque es nuestro, es «fruto del
trabajo del hombre». Es decir, de los hombres. Para
confeccionar este trozo de pan han colaborado muchos
hombres, según el reparto de tareas que impone nuestra
cultura. En otros tiempos, quizá en otros lugares, un hombre o
una familia lograba conducir el grano desde la simiente hasta
salir del horno. Hoy no es así. Si pudiéramos devanar los hilos
de actividad convergentes en este centro, quizá llegáramos a
más de mil: campesinos que lo han sembrado y cosechado,
mecánicos que han manejado y puesto a punto las máquinas,
transportistas, horneros, repartidores. En cada etapa un
grupo de colaboradores.
Este trabajo del hombre no está maldito. Tú, Señor, lo has
bendecido, y por eso «el hombre sale a sus faenas, a su
labranza hasta el atardecer» (Sal 104, 23). El trabajo físico es
hoy día más llevadero, el sudor de la frente se ha
transformado y aun desaparecido. No ha desaparecido la
fatiga, la perseverancia. Se añade el trabajo intelectual de
muchos hombres. Un día un hombre inventó la domesticación
del cultivo: un Noé del trigo o maíz o arroz. Otro inventó la
extracción y elaboración del hierro y otros muchos lo
perfeccionaron. Alguien inventó el arado. Más tarde se
descubrieron otras fuentes de energía: bencina para las
máquinas, electricidad para los hornos. Y se habían inventado
las máquinas con diversas funciones. ¡Cuántos inventos
sucesivos y convergentes se dan cita en el círculo estrecho
de este pedazo de pan... ! Es fruto del trabajo del hombre, y
como tal te lo ofrecemos.
Es trabajo humano, y por eso no se reduce a la fatiga física
y al esfuerzo mental, sino que abarca al hombre en su
existencia cotidiana. El trabajo significa el sustento propio y de
la familia y la ocupación que da sentido a su vida. ¡Qué dolor
estar sin trabajo, con el tedio de no tener qué hacer, con la
frustración de sentirse inútil, con el dolor de no ganar lo
suficiente... ! Se trabaja por un ideal, por un sueño; por la
familia o la sociedad. El trabajo activa al hombre como ser
social, su trabajo específico gira en una constelación de
muchos trabajos diferenciados y complementarios.
No es mera esclavitud; es también liberación y nobleza; o
las dos cosas a la vez, peso y ligereza, elasticidad que se
tensa y se distiende. El pan es fruto del trabajo múltiple del
hombre: de muchos hombres y de muchos aspectos del
trabajar. Pues así te lo ofrecemos como cosa nuestra.
Es verdad que tú nos lo has dado, «lo recibimos de tu
generosidad». Tú nos has dado la tierra; pero la tierra no
daría pan sin el trabajo del hombre, que es nuestro. Nos has
dado las fuerzas para trabajar, la inteligencia para inventar, la
prudencia para organizar, el cariño para justificar el esfuerzo.
Es sencillo, pero es nuestro, y con ello podemos expresarte
nuestro agradecimiento. Es verdad que no podemos
enriquecerte y que tú nada necesitas. Pero podemos darte
nuestro reconocimiento y gratitud. Un reconocimiento que no
humilla, antes exalta, porque nos permites llegar hasta ti con
nuestros dones. Recibe nuestro pan: es nuestra Eucaristía,
nuestra beraka. «Lo recibimos de tu generosidad y ahora te
lo presentamos».
PAN/VINO/SIGNIFICADOS VINO/PAN/SIGNIFICADOS:
«Bendito seas, Señor Dios del universo, por este vino, fruto
de la vid y del trabajo del hombre». Aquí podría repetir lo
expuesto sobre el pan, porque también el vino es un universo
condensado que me revela al Señor del un¡verso. El Antiguo
Testamento nos suministra una leyenda sobre el origen del
vino, inventado por Noé después del diluvio. El relato nos
enseña dos cosas que hacen al caso aquí: primera, que el
vino es de doble filo, porque da alegría y quita el sentido, el
vino despoja y deja inerme; segunda, que el vino, o la vid,
inaugura etapas decisivas: la era después del diluvio, la
entrada en la tierra prometida, que ostenta sus frutos en un
gigantesco racimo, la era de Cristo inaugurada en su pasión,
apuntando a la consumación celeste. No es ambiguo el vino
de la Eucaristía, a menos que pensemos en la «sobria
ebriedad» de que habla un himno litúrgico. Sí inaugura una
nueva era: la de la nueva tierra prometida en que nos
encontramos. ¿En qué sentido nos despoja y deja inermes?
El relato de Noé se salta las etapas de confección del vino,
sólo menciona el trabajo de cultivar las viñas. Nosotros
podemos pensar en ese tiempo de silencio o de murmullo que
es la fermentación. El mosto yace a oscuras mientras millones
de bacterias laboran en sus entrañas transformando el azúcar
en alcohol. Fruto de la tierra por mediación de la vid, fruto de
la vid por mediación de microorganismos o sustancias
químicas. También la actividad silenciosa está presente en el
vino, también ella es don de Dios y resulta en don nuestro.
Quizá el trabajo del hombre, su inventiva y tenacidad, sea
más patente en el vino que en el pan. Al ser muchas las
tierras y tan diferenciada la actividad del hombre, hay muchos
vinos, diversos por aroma y gusto. En su variedad, los
ofrecemos como una polifonía de gustos, como una paleta
multicolor de aromas. Y no le ponemos en entredicho, como
los nazireos (Nm 6) o los recabitas (Jr 35)
2. ¿Por qué pan y vino? ¿No podíamos haber seleccionado
otros elementos, otras primicias (Dt 26)? ¿Qué significan para
nosotros el pan y el vino? El pan ha sido para muchos,
durante milenios, alimento básico. Existen culturas que hacen
el pan de maíz y otras que comen el arroz sin transformarlo en
pan. En castellano todavía usamos la expresión «ganarse el
pan», que equivale a ganarse la vida, como pan equivale a
alimento.
Pan es o significa el alimento elemental del hombre. Es el
alimento que mantiene nuestra vida día a día, que
deshaciéndose nos rehace y nos permite hacer, que se
transforma en parte nuestra o en energía vital. Si el pan es
fruto del trabajo del hombre, el trabajo humano es fruto del
pan.
El pan es o significa lo básico o elemental de nuestra
alimentación, aunque en la realidad no lo sea todo, ni mucho
menos. El hombre ha inventado otras muchas comidas, hasta
ha hecho del guisar un arte: arte culinaria. Con todo, el pan
es lo elemental. No es lo refinado ni lo exótico ni lo caro, sino
lo simple y accesible. Cuando está tasado, aprieta la
necesidad; cuando falta, sobreviene el hambre:
Is 30, 20:
Aunque el Señor os dé tasada el agua y el pan medido...
Jr 37, 21:
Entonces el rey Sedecías ordenó que custodiasen a Jeremías en
el patio de la guardia y le diesen una libreta de pan al día -de la
calle de Panaderos- mientras hubiese pan en la ciudad.
38,9:
Jeremías morirá de hambre (porque no quedaba pan en la
ciudad).
52, 6:
El hambre apretó en la ciudad y no había pan para la población.
El pan es humilde y sencillo, no se da importancia; el pan
se entrega sin presunción ni resistencia. En esa humildad
generosa concentramos la expresión de nuestro
agradecimiento a Dios. Diría que es la prosa de cada día.
En cambio, el vino es la poesía, la propina, la fiesta. Pan y
agua es lo indispensable: «Son esenciales para el hombre
agua y pan y casa y vestido para cubrir la desnudez» (Eclo
29, 28). A los fugitivos se les ofrece lo urgente: «Al encuentro
del sediento sacad agua... llevadles pan a los fugitivos» (Is
21, 14).
Pero cuando se agasaja o festeja a una persona, se le
ofrece pan y vino, que equivale a convite, banquete. Cuando
los israelitas dicen «comieron y bebieron», se suele entender
vino: Jue 19, 4. Ben Sira enumera, entre las cosas esenciales
para la vida humana, «flor de harina, sangre de uva», con
leche y miel y aceite y sal; se entiende: para una vida que no
es mera supervivencia. Si al fugitivo se le ofrece pan y agua,
al vencedor que vuelve de la batalla «Melquisedec, rey de
Salén, le sacó pan y vino, y le bendijo» (Gn 14, 28).
El vino es esa propina (la palabra «propina viene de pino =
beber) que le echamos a la comida. También es sencillo y
noble y puede ser muy significativo. Como propina,
representa lo inútil de la vida y que, sin embargo, da sentido a
la vida, y sin lo cual la vida quizá no valga la pena; lo inútil
puede ser más importante que lo útil. Así, el vino representa
la poesía junto a la prosa; es como el color frente a un mundo
en blanco y negro; es la música frente a rumores y ruidos; es
la danza frente al caminar; es el juego frente al trabajo; es el
arte y la artesanía frente a la simple técnica; es el humor
frente a la seriedad. «¿Qué vida es cuando falta el vino, que
fue creado al principio para alegrar?» (Eclo 31, 33).
3. El vino es la alegría: «se sentirá alegre, como si hubiera
bebido» (Zac 10, 7); «así saca él pan de los campos y vino
que le alegra el ánimo» (Sal 104, 14-15); «alegría y gozo y
euforia es el vino bebido a su tiempo y con tiento»; «el vino y
el licor alegran el corazón; mejor que los dos gozar del amor»
(Eclo 31, 28; 40, 20).
Nos lo ha sugerido el último texto: el vino es la amistad y el
amor. «Amigo nuevo, vino nuevo: deja que envejezca y lo
beberás» (Eclo 9, 15). El vino sabe mejor comparado. Y es
hermano del amor, como repite el Cantar de los Cantares:
1, 2: Son mejores que el vino tus amores...
4: ... a alabar tus amores más que el vino.
2,4: Me metió en su bodega...
4,10: tus amores son mejores que el vino.
7,10: tu boca es un vino generoso.
8,2: te daría a beber vino aromado.
Y porque significa el amor y tiene color de sangre,
representa también el sacrificio, especialmente sacrificio por
amor. Tres veces llama el AT al vino «sangre de uvas» Gn 49,
11; Dt 32, 14; Ecto 39, 26. Recordemos la hazaña de tres
campeones de David que arriesgaron la vida, se sacrificaron,
para cumplir un deseo, quizá un capricho de su jefe:
2 Sm 23, 14-17:
David estaba entonces en el refugio, y la guarnición filistea
estaba en Belén. David sintió sed y exclamó: -¡Quién me diera
agua, la del pozo junto a la puerta de Belén! Los tres campeones
irrumpieron en el campamento filisteo, sacaron agua del pozo, junto
a la puerta de Belén, y se la llevaron a David. Pero David no quiso
beberla, sino que la derramó como obsequio al Señor diciendo:
-¡Líbreme Dios! ¡Sería beber la sangre de estos hombres, que han
ido allá exponiendo la vida! Y no quiso beberla.
El vino, significando el amor y el sacrificio, nos sugiere la
misteriosa relación que en el hombre tienen ambas cosas. No
es auténtico el amor que rehúsa sacrificarse; no es valioso el
sacrificio que no nace del amor.
Como, además, el vino es gozo, nos descubre la alegría o
satisfacción del sacrificarse por amor. Es una paradoja que el
hombre pueda gozar por lo que sufre: paradoja que resuelve
el amor. El vino es el gozo y el sacrificio y el amor. Es el gozo
del sacrificio por amor.
Finalmente, el vino resulta de transmutar la dulzura en
alcohol o espíritu. Nos entra por las venas como nuevo
espíritu o sentimiento, como dinamismo que libera e incita, si
lo tomamos con medida. Todo eso significa el vino.
Pues pan y vino es, Señor, lo que te ofrecemos. Tú los has
escogido, sencillos y humildes, aunque cargados de sentido.
Tú nos has enseñado a unirlos y traerlos a tu mesa. Tú nos
los has dado con tu generosidad, y ahora nosotros te los
presentamos.
«Bendito seas, Señor Dios del universo, por este pan, fruto
de la tierra y del trabajo del hombre, por este vino, fruto de la
vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad
y ahora te presentamos».
En rigor, aquí podría o debería terminar mí explicación de
la Eucaristía como acción de gracias, como beraka. Sólo que
la fórmula litúrgica añade y anticipa dos elementos esenciales:
consagración y comunión. Podría reservarlos para su lugar
propio: sería más lógico. Puedo comentarlos aquí: será más
coherente. Porque el texto litúrgico es, en cierto modo, una
síntesis completa. Tratando aquí lo que falta de la fórmula,
daré en mi exposición la clave de unidad de los elementos
principales.
4. El texto litúrgico continúa: «él será para nosotros pan de
vida; él será para nosotros bebida de salvación». Nosotros
ponemos la mesa, extendemos los manteles, encendemos
luces, añadimos unas flores; una bandeja para el pan, una
copa para el vino. No hacen falta muchas cosas. Y a este
banquete minúsculo invitamos nada menos que a Dios. El
libro de los jueces nos ofrece dos ingenuos relatos de
hombres que invitan al Señor o al «ángel del Señor» (su
mensajero o su manifestación). Uno de ellos es Gedeón:
Jue 6, 17:
Si he alcanzado tu favor, dame una señal de que eres tú quien
habla conmigo. 18: No te vayas de aquí hasta que yo vuelva con
una ofrenda y te la presente. El Señor dijo: -Aquí me quedaré hasta
que vuelvas. 19: Gedeón marchó a preparar un cabrito y unos panes
ázimos con media fanega de harina; colocó luego la carne en la
cesta y echó el caldo en el puchero; se lo llevó al Señor y se lo
ofreció bajo la encina. 20: El ángel del Señor le dijo: -Toma la carne
y los panes ázimos, colócalos sobre esta roca y derrama el caldo.
21: Así lo hizo. Entonces el ángel del Señor alargó la punta del
cayado que llevaba, tocó la carne y los panes, y se levantó de la
roca una llamarada que los consumió. Y el ángel del Señor
desapareció.
Es como si el Señor consumiese el banquete ofrecido por
medio del fuego, ministro suyo. Algunas variantes presenta el
caso de Manoj, padre de Sansón:
Jue 13, 15: No te marches, y te preparamos un cabrito (... ) 16:
Pero el ángel del Señor le dijo: -Aunque me hagas quedar, no
probaré tu comida. Si quieres ofrecer un sacrificio al Señor, hazlo
19. Manoj tomó el cabrito y la ofrenda y ofreció sobre la peña un
sacrificio al Señor Misterioso. 20: Al subir la llama del altar hacia el
cielo, el ángel del Señor subió también en la llama, ante Manoj y su
mujer, que cayeron de bruces.
En el templo, además de los sacrificios, hay una ofrenda
más simplificada, a saber, los doce «panes presentados»
cada semana al Señor.
Pues bien, nosotros lo invitamos a nuestra mesa y él
acepta la invitación., de tal modo que invierte los papeles y
nos invita él, transformando nuestro pan y nuestro vino. Al
pan pan y al vino vino, dice el refrán. En el caso presente no
es así, porque pan y vino son figuras. Dios toma el pan y lo
convierte en el cuerpo glorificado de su Hijo, para que la vida
gloriosa se nos comunique en figura de alimento. Jesús, que
dio la vida por nosotros, quiere darnos su vida a nosotros, su
vida nueva indestructible. Una forma bien sencilla e inteligible
de comunicar vida: el alimento que ingerimos nos vivifica, nos
vitaliza. El pan que masticamos, deglutimos, digerimos, se
deshace para hacerse nosotros; en otros términos, lo
asimilamos. Una parte se incorpora a nuestros tejidos, una
parte se quema produciendo energía. Podemos hablar de
materia y energía cuando consumimos el alimento. Al
consumirlo nosotros, se consume él; y nosotros seguimos
viviendo y obrando. Jesús se deshizo antes, triturado en la
pasión y consumado en la muerte. Ya glorificado, no necesita
deshacerse para comunicarse; simplemente toma la figura de
alimento, de pan. Y no comunica un poco de vida provisoria,
interina, condenada a morir, sino que instaura y fomenta una
vida que vencerá a la muerte biológica. «El será para
nosotros pan de vida»:
/Jn/06/47-50:
Quien tiene fe posee vida eterna. 48: Yo soy el pan de la vida. 49:
Vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero murieron.
50: Aquí está el pan que baja del cielo para comerlo y no morir. 51:
Yo soy el pan vivo bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá
para siempre... El pan que voy a dar es mi carne, para que el
mundo viva.
Del mismo modo acepta el vino y lo transforma en la
sangre glorificada de su Hijo, la que derramó en la pasión y
ahora está viva. La sangre que es el sacrificio por amor; el
desangrarse por amor y con gozo. Nos la va a dar en forma
de bebida. No es sangre de venganza, de la que dice
Zacarías: «se tragarán como carne a los honderos, beberán
como vino su sangre» (Zac 9, 15). No es la sangre de la
justicia vindicativa, que describe Isaías: «¿Por qué están rojos
tus vestidos y la túnica, como quien pisa el lagar? Yo solo he
pisado el lagar, y de otros pueblos nadie me ayudaba. Los
pisé con mi cólera, los estrujé con mi furor; su sangre salpicó
mis vestidos y me manché toda la ropa» (Is 63, 2-3). Ha sido
todo lo contrarío: mansamente, sin cólera, se dejó pisar y
estrujar y quedó todo él bañado en sangre. Derramó toda su
sangre por amor. No es la sangre del juicio escatológico que
anuncia Joel: «Mano a la hoz, madura está la mies; venid y
pisad, repleto está el lagar» (jl 4, 13). Es sangre derramada
para darse viva, para dar vida. Se da a beber en figura de
vino: «él será para nosotros bebida de salvación».
Para eso recibe el Padre nuestros dones humildes, para
convertirlos en dones excelsos. Trigo triturado como Cristo
fue triturado; hecho pan y entregado al hombre para
deshacerse dando vida, como Cristo se entregó plenamente
por los hombres y vuelve a entregarse hecho pan. Mosto de
uvas aplastadas, como Cristo fue aplastado; y convertido en
vino para calmar la sed y reanimar, como Cristo se desangró
y vuelve a entregarse hecho vino, para calmar nuestra sed
abismal de ser y vivir.
5. Trigo que de muchos granos forma una hogaza para
repartirse entre toda la familia; como Cristo, que es unidad de
toda la humanidad, se reparte entre todos. Uvas estrujadas y
fermentadas, hechas vino, para firmar un pacto de sangre,
para sentir la ebriedad del amor. Así se entrega Cristo en la
Eucaristía y así lo recibimos nosotros: «él será pan de vida,
bebida de salvación».
Pero aquí interviene la diferencia decisiva. Cuando el
hombre come pan y bebe vino, se los asimila. Cuando el
hombre recibe el cuerpo y la sangre glorificados de Cristo, es
Cristo quien se asimila a los hombres, uniéndolos a sí. Al
repartirse entre muchos, quiere hacer de todos un nuevo
cuerpo, una comunidad cristiana. Notemos el adjetivo: Cristo
se asimila a nosotros haciéndose humano; después nos
asimila a sí haciéndonos cristianos. Al darnos a beber su
sangre, nos hace consanguíneos suyos, establece una nueva
circulación de la sangre en este cuerpo suyo que es la IgIesia.
Se ha de sentir el pulso de esa sangre en el organismo de la
Iglesia.
De modo semejante, cada cristiano ha de asimilarse,
asemejarse a Cristo. Tiene que parecerse a Cristo como pan,
es decir, aprender a ser «más bueno que el pan»; ha de
aprender a repartirse y compartir. Lo que tiene y ha recibido
tiene que repartirlo y compartirlo: el espacio en la
hospitalidad, el tiempo en el servicio, las cualidades en las
funciones. Así será buen cristiano, pan compartido por la
comunidad. Tiene que asemejarse a Cristo como vino:
haciendo caudal de alegría para compartirla con los que
lloran, contagiando buen humor. Ebrio del Espíritu de Cristo,
ha de vivir el amor fraterno, porque todos somos hermanos
«de sangre». Ha de aprender el sentido y valor del sacrificio
como sello del amor y fuente de vida.
«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y
este vino, frutos de la tierra, de la vid y del trabajo del
hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te
presentamos. Ellos serán para nosotros pan de vida y bebida
de salvación».
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 53-71
Teología de los Prefacios
1.
Quisiéramos ofrecer en breve síntesis el contenido de los
Prefacios dominicales, con el fin de patentizar sus riquezas. Los
Prefacios que se nos proponen para este tiempo son ocho. Entre
todos van evocando por turno la historia de la creación (Pref. V) y
haciéndonos recordar la historia de la salvación (Pref. IV). Nos
invitan a meditar el misterio de la salvación, dentro del cual vivimos
(Pref. II). Ahondan más en la teología de este misterio y vemos
cómo la humanidad es salvada por la humanidad de Cristo (Pref. III)
o, más concretamente aún, por la obediencia del Hijo hecho hombre
(Pref. VII) que consuma su Misterio pascual y hace que nazca el
nuevo pueblo de Dios (Pref. 1). Ahora vivimos en la unidad de la
Iglesia, cuerpo de Cristo, e insertos en la vida trinitaria (Pref. VIII).
Cada celebración de la eucaristía, Pascua de Cristo y de la Iglesia,
nos hace entrar en posesión de las arras de la Pascua nueva (Pref.
VI).
-La creación (Pref. V). CREACION/PREFACIO-5
PREFACIO-5/CREACION:
Si en cierto sentido el domingo fue una ruptura con el sábado,
pues el primer elemento del domingo cristiano es en realidad la
celebración de la resurrección de Cristo que crea su nuevo pueblo
y realiza una creación nueva, sin embargo, sería falsear las cosas
no recoger, encuadrados en una perspectiva cristiana; los
elementos bíblicos del sábado de los judíos. La contemplación de
Dios, "creador de todos los elementos del mundo y Dueño de los
tiempos y de la historia", le es indispensable al cristiano,
especialmente en nuestro tiempo, si no quiere dejarse intoxicar por
la orgullosa mentalidad ambiente del mundo actual. Nuestro siglo
tiene una excesiva impresión de que crea de que él es el dueño del
tiempo y de la historia, y de que todo arranca de él. Existe el peligro
de que esta mentalidad se introduzca incluso en la liturgia,
haciendo que tenga que arrancar todo del hombre, como si, al
contrario, no arrancara todo de Dios.
Este fenómeno es, sin duda, una reacción en contra de cierto
menosprecio de los valores reales e incluso sagrados del mundo;
como si se debiera bendecir incesantemente al mundo y no hubiera
este sido creado precisamente por el mismo Dios. Pero, al parecer,
estas tendencias han quedado ampliamente superadas, y la
constitución pastoral Gaudium et Spes ha dado ya su justo
merecido a este pesimismo y a esta general desconfianza en los
valores terrenos. Sin embargo, la reacción continúa y se desborda,
y nos ocurre que trabajamos por el progreso del mundo, lo mismo
en el campo de la técnica que en el social, sin tener en cuenta a
Aquel que creó todas las cosas, el mundo y todos sus elementos, y
olvidando que la único que nosotros hacemos es transformar los
elementos preparados por Dios mismo. Nuestra angustia ante la
evolución del mundo nos lleva a olvidar también que, en definitiva,
el único Dueño de los tiempos y de la historia es Dios, y que
cuando nos figuramos que podemos influir infaliblemente en el
curso de la historia, nos hundimos en una ingenua y peligrosa
presunción.
En este Prefacio V queda bien definida la actitud cristiana: El
Señor nos ha confiado la creación. No para que se la restituyamos
tal y como era, como hace el administrador al devolver a su amo
una cantidad de dinero igual a la que había recibido de él. Nosotros
trabajamos para hacer progresar a esta creación y a los elementos
que nos han sido confiados. Pero no nos han entregado la creación
exclusivamente para fines egoístas y para lograr un bienestar que
sea un reto al paraíso.
Si Dios nos confió la creación, fue "para que, al contemplar sus
grandezas, en todo momento le alabáramos, por Cristo, Señor
nuestro". Olvidar este aspecto es traicionar la confianza que Dios
tiene puesta en nosotros, es utilizar sus bienes para fines parciales
olvidando las intenciones mismas del que creó lo que nos ha
confiado. Por lo tanto, la actitud cristiana con respecto a la creación
ha de ser la admiración y la acción de gracias, y este es el sentido
cristiano de todo trabajo. Esta es también la manera cristiana de
usar los bienes creados.
En consecuencia, este Prefacio V se sitúa en el umbral mismo de
toda búsqueda del progreso del hombre y del mundo; él dicta al
cristiano la que ha de ser su actitud fundamental ante los valores,
reales pero creados por Dios, de los elementos del mundo.
-La Historia de la salvación (Pref. IV).
PREFACIO-4/HTSV:HTSV/PREFACIO-4:
Si la creación del mundo y de sus elementos ha de inspirar de
continuo nuestra acción de gracias, nunca se debe dejar de
proclamar en la Iglesia la Historia de la salvación.
Porque la historia del mundo estuvo y sigue estando
condicionada para siempre por los acontecimientos de la pasión, de
la resurrección y de la ascensión de Cristo, como también por el
envío del Espíritu. Para el cristiano, la historia entera del mundo y
no sólo la del Antiguo Testamento, ha de leerse nuevamente
partiendo de esos acontecimientos definitivos, y así deben leerse
todos los acontecimientos que vivimos en la actualidad y los que
afectará al mundo futuro. No somos suficientemente conscientes de
la revolución que Cristo introdujo en el mundo con su misterio
pascual hasta crear en él un pueblo nuevo, el pueblo de los
bautizados insertos en el mundo sin ser del mundo y
pertenecientes, ya desde ahora, al mundo de Dios, viviendo, sin
embargo, bajo la más constante preocupación por las angustias del
siglo presente. Este acontecimiento del misterio de la Pascua creó
no sólo un pueblo nuevo, sino también un mundo que va
renovándose lentamente para alcanzar un estado mejor que el que
conoció en su primera creación.
Si la historia de la salvación es nuestra propia historia, la que
nosotros vivimos y la que tenemos que hacer que vivan los demás,
nuestros juicios de valor deben ir modificándose incesantemente, y
"lo que es necedad y locura a los ojos de los hombres", para
nosotros es el camino de Dios.
-El Misterio de la salvación (Pref. II).
PREFACIO-2/HTSV:HTSV/PREFACIO-2
A medida que vamos contemplando y viviendo la historia de la
salvación, más claramente vamos viéndola realizada en su punto
culminante, cuando Dios, "compadecido del extravío de los
hombres, quiso nacer de la Virgen". De aquí arranca todo. El
nacimiento de Cristo planteó problemas desde el principio de la
Iglesia, especialmente a partir del siglo IV. La realidad de la
naturaleza humana de Jesús, la unidad de esta naturaleza humana
completa, que no es sólo un cuerpo, con la naturaleza divina
completa, suscitó graves problemas que los Concilios pudieron
resolver. No es éste el lugar apropiado para entrar en estos
detalles. Pero quizás no esté fuera de propósito preguntarnos aquí
si tenemos siempre ante los ojos este hecho de la encarnación del
Verbo de Dios, y si le damos un primer plano en la modificación de
la historia. San León, con su claridad de estilo, saca, para sus
cristianos de Roma, las conclusiones de este acontecimiento del
nacimiento del Señor:
"Por eso nuestro Señor Jesucristo, al nacer verdadero hombre,
sin dejar nunca de ser verdadero Dios, realizó en sí los comienzos
de una nueva criatura, y, en el modo como nació, proporcionó a la
humanidad un principio espiritual; para que quede abolida la
contaminación ligada a la generación carnal, a los que había que
regenerar les dio un origen que no tenía nada que ver con la
semilla portadora de culpa: de ellos se dijo que "no han nacido de
sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios". ¿Qué
lengua podría referir tal gracia? La injusticia se hace inocencia, y la
vetustez novedad; los extraños participan de la adopción, y gentes
venidas de otros sitios entran a poseer la herencia. A partir de ese
momento, los que son impíos se hacen justos; los avaros,
bienhechores; los corrompidos, castos; los hombres terrenos,
hombres celestiales" (·LEON-MAGNO-SAN. 7º Sermón sobre la
Natividad, SC 22 bis pagina 153; CCL 138, 133).
Y no exagera este sermón de san León Magno. Con frecuencia
nos es dado comprobar cómo ha cambiado la historia del mundo y
de los hombres. Aunque con demasiado rara frecuencia, es cierto,
se nos ofrecen ocasiones de comprobar estas transformaciones
que no sólo se consignan en las vidas de los santos para
edificación nuestra, sino que a veces se realizan en la obscuridad y
en el silencio, sin ninguna publicidad. La visión de los males del
mundo no debería hacernos olvidar que siempre puede cambiar
todo, que en principio todo cambia desde el momento en que el
hombre se decide a tener presente la encarnación de Dios.
-La humanidad salvada por la humanidad de Cristo (Pref. III).
PREFACIO-3/LBC "De lo que era nuestra ruina haber hecho
nuestra salvación".LBC/PREF-3
En todas partes se escribe que la humanidad está enferma y que
necesita curación. En realidad está enferma física, psicológica,
espiritual y políticamente. En principio estamos liberados, y sin
embargo somos conscientes de que queda tanto por hacer...
Estamos liberados porque uno de nosotros puede liberarnos, por
tener el que vino de Dios y es Dios, ese poder. Con su muerte
venció a nuestra muerte, y quedamos liberados. ¿Lo creemos así?
A decir verdad, este acontecimiento no se realiza sin nosotros. No
es que seamos capaces de salvarnos por nosotros mismos; sino
que nuestra liberación no puede operarse sin que nosotros
trabajemos con el hombre Jesús, con el Dios que es Jesús. La
liberación de la humanidad es obra común de Dios y de los
hombres, aunque es Dios quien tiene la iniciativa y el que ha de
comunicar a nuestra colaboración toda su fuerza de ataque. El
Espíritu continúa la obra de redención en la Iglesia, y cada uno de
nosotros estamos llamados a colaborar en esta obra. Si es exacto
decir que la humanidad de Cristo salva a la humanidad, hay que
añadir a esto que partiendo de ahí y bajo la moción del Espíritu, es
como la humanidad se salva y trabaja en su liberación hasta el
retorno de Cristo.
ENFERMO/HTSV:HTSV/ENFERMO:La asombrosa grandiosidad
de este trabajo realizado en colaboración con Cristo, Dios hecho
hombre, ya no nos maravilla, y es una pena. Es preciso que
despertemos nuestro sentido de admiración hacia esta obra
fundamental de nuestra liberación. Hemos olvidado, por ejemplo, lo
sublime que es la actitud de un determinado enfermo,
aparentemente inútil pero que ofrece su vida y sus sufrimientos: al
hacerlo, está colaborando con la humanidad de Cristo, semejante a
él en la carne, en la liberación del mundo. No comprendemos ya la
vida de ese otro hombre que se retira a la soledad y cuya sola
existencia constituye una prueba aleccionadora de que Cristo
hecho hombre proporciona la posibilidad de vivir libres de
condicionamientos y sin otra compañía que la de Dios. Ya sólo
tenemos ojos para ver a los que intentan mejorar la suerte de sus
semejantes desde el ángulo de la política; pero hay quienes
trabajan de manera semejante con Cristo para salvar a la
humanidad. Vemos al técnico sólo desde el ángulo del éxito de su
invención, pero olvidamos que también él trabaja en la liberación
del hombre en colaboración con el Verbo hecho carne. Tendríamos
que seguir enumerando a todos aquellos con quienes nos
codeamos y pueden transformar toda su vida, si quieren,
poniéndola al servicio de la liberación de la humanidad. Debido a la
encarnación de Cristo, en esta vasta obra que es el mundo en
reconstrucción, no hay un solo hombre inútil. Algunas reflexiones en
este sentido estimularían quizás a los hombres a vivir con alegría.
Con la alegría de estar liberados y de liberar ellos mismos a la
humanidad, colaborando con Cristo hecho hombre.
Así, pues, no somos liberados desde fuera, sino que nos
liberamos nosotros, y la humanidad está llamada a liberarse a sí
misma. Cristo vino en nuestra humanidad para enseñarnos a
liberarnos, y nos da todos los instrumentos necesarios para obrar
nuestra liberación. Y no deberíamos limitarnos a ver en esta
liberación el único aspecto de la restauración del estado de la
humanidad anterior a la culpa original; hay que pensar también en
otras dos realidades: la continuación de la creación y la
divinización. Los descubrimientos científicos hacen quizás que
seamos más sensibles que nuestros antepasados al hecho de que
la creación se perfecciona incesantemente y se continúa.
Antiguamente, lo más frecuente era concebir la creación como
originariamente ideal y posteriormente deteriorada. Nos
encontramos en condiciones de comprobar que, por el contrario, la
creación va mejorando, y este aspecto de liberación se
corresponde bien con lo que escribe san Juan: "Mi Padre sigue
actuando y yo también actúo" (Jn 5, 17). Así, la creación sigue
siendo continuamente obra de Dios y obra de Cristo. Por
consiguiente, el Verbo encarnado continúa la creación en medio de
nosotros y con nosotros, y uno de los medios que utiliza al
enviarnos su Espíritu es hacernos más conscientes del plan de Dios
sobre el mundo y sobre cada uno de nosotros, y de la obligación
que tenemos de colaborar con el.
-La obediencia del Hijo (Pref. VII). PREFACIO-7 Todo esto sería
inexplicable, de no vivir ahora bajo el régimen de la Nueva Alianza
en la Sangre de Cristo. "Con su obediencia has restaurado aquellos
dones que por nuestra desobediencia habíamos perdido". Aceptar
la humillación de ser "en todo semejante al hombre, menos en el
pecado", fue la actitud obediente de Cristo, y esta misma actitud en
nosotros es el punto de partida de nuestra posible colaboración en
nuestra redención. Si somos salvados y si podemos trabajar en
nuestra liberación, se debe a que Dios quiso "amar en nosotros lo
que amaba en él", en su propio Hijo. En el Hijo encuentra el Padre
un mundo que se le somete en el sacrificio de la vida, después de
que el Hijo asumió nuestra humanidad en toda su realidad, excepto
en el pecado.
-Misterio pascual y Pueblo de Dios (Pref. I). PREFACIO-1/MP
MP/PREFACIO-1 "Por su misterio pascual, realizó la obra
maravillosa de llamarnos del pecado y de la muerte al honor de ser
estirpe elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su
propiedad".
Jesús quiso formar un pueblo de liberados. Y sin embargo, si la
Iglesia es porción de la humanidad, no es un mundo dentro del
mundo. Más bien es levadura dentro de la masa. Esto no siempre
está a la vista, y nos impresionan más los escándalos que se
producen en la Iglesia que el poder que le confiere la continua
presencia en ella de Cristo, su Cabeza, y más que la actividad del
Espíritu. Y no obstante, estas presencias no dejan de mantenerse
activas y de hacer que la Iglesia no esté aislada, sino en constante
aumento. Aunque la Iglesia es verdaderamente humana y, como tal,
es una agrupación de pecadores más o menos fieles e infieles,
susceptibles de todas las debilidades y depravaciones del resto de
los mortales, a pesar de todo eso está siempre animada por el
Espíritu de Dios, que continúa su obra de perfeccionamiento.
Escandalosa en ocasiones en lo que tiene de humano, la vemos
majestuosa y poderosamente divina.
Somos un pueblo nuevo. Deberíamos ser conscientes de ello. Si
se parte de aquí, no debe extrañar que no podamos estar siempre
de acuerdo con los principios del mundo. El temor a ser retrógrados
nos coloca a veces en condiciones de inferioridad. La verdad es
que no siempre nos sentimos cómodos en "nuestro mundo de
redimidos por el misterio de Cristo". Todos estos próximos
domingos nos ayudarán a meditar sobre nuestra condición de
cristianos. Ostentar los gloriosos títulos de "estirpe elegida,
sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad"
constituye una gloria, pero también una obligación.
-La Iglesia una y la Trinidad santa (Pref. VIII). PREFACIO-8/TRI
TRI/PREFACIO-8 Este pueblo santo que es la Iglesia, es tal porque
la Trinidad ha querido que sea así y porque no deja de hacer que
siga siéndolo. "Tu Iglesia, unificada por virtud y a imagen de la
Trinidad, aparece ante el mundo como cuerpo de Cristo y templo
del Espíritu, para alabanza de tu infinita sabiduría".
"Unificada por virtud... de la Trinidad". Pues si somos una sola
cosa, es porque la Trinidad habita en cada uno de nosotros,
porque somos objeto de su actividad y porque entramos en la
esfera misma de esa actividad. El Padre nos amó desde toda la
eternidad hasta el extremo de enviarnos a su Hijo. Este da su vida
por nosotros, resucita, sube al cielo y nos envía su Espíritu Santo,
que configura en nosotros la imagen del Hijo; de suerte que cada
vez que el Padre nos mira, ve ahora en nosotros la imagen de su
propio Hijo. De este modo hemos llegado a ser, por el Espíritu, una
sola cosa en Cristo para gloria del Padre. La asamblea litúrgica,
especialmente la asamblea del domingo, es imagen de este Cuerpo
de Cristo, reunido por el Espíritu bajo la mirada benévola del Padre
de todas las cosas.
-Prenda de la Pascua eterna (Pref. VI). PREFACIO-6
FE/CRECIMIENTO
La vida de este pueblo de Dios que es la Iglesia, transcurre sin
embargo aparentemente, como todas las vidas, con la monotonía
gris de los días no festivos. Incluso el sucederse de los domingos
puede parecerle al cristiano una sucesión de días sin alegría
especial y, en ocasiones, tristes y sombríos. A pesar de todo,
"todavía peregrinos en este mundo... poseemos ya en prenda la
vida futura". Para convencernos de esto, no contamos más que con
la fe. Si nos quedamos en el nivel terreno de las cosas,
efectivamente, no hay nada que nos lo demuestre. No existe
apologética capaz de demostrarnos que la vida eterna está ahí, y
que ya estamos tocándola. Únicamente la fe nos la puede hacer
vivir. Pero este convencimiento es esencial para la vida del pueblo
de Dios, nación consagrada. Pues sus energías todas y cuanto
para él constituye sus criterios de juicio y de conducta, dependen
estrechamente de esta convicción. La vida eterna ha empezado
ya... Sólo existe una prueba de que es así: "tenemos las primicias
del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos". Pero es una
prueba que pueden aceptar quienes crean en el testimonio de la
Escritura proclamada en Iglesia, por la Iglesia. Estas primicias del
Espíritu hacen que vivamos en la esperanza de que se realice en
nosotros el misterio de la Pascua; esperamos el paso definitivo en
el que serán abolidos todos los signos, porque estaremos en
contacto directo con las realidades divinas, que contemplaremos y
palparemos en el amor, no teniendo ya razón de ser la fe y la
esperanza.
Esta es la doctrina de los Prefacios de los domingos ordinarios.
Son poemas muy breves que han querido expresar la realidad de
nuestra vida diaria, que necesitamos reavivar cada domingo
ejercitando nuestra fe en reconocer los signos de la infinita
sabiduría de Dios que guía la evolución de la historia, en la que
nosotros colaboramos. Estos Prefacios nos ofrecen así una síntesis
del significado de toda nuestra vida cristiana. Al recordarnos estas
realidades nos introducen a la Gran Eucaristía, en la que cantamos
la gloria del Padre por Cristo en el Espíritu.
ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág 24-32
E P Í C L E S I S
La palabra «epiclesis» es un sustantivo griego que viene del
verbo epikaleo, que significa llamar, invocar. En sentido técnico,
significa una invocación a Dios Padre o a Dios Espíritu. En la
exposición que sigue interesa particularmente la acción del Espíritu:
podemos invocar al Padre para que envíe al Espíritu, o bien al
Espíritu para que venga. Lo invocamos en orden a una acción que
está por encima de nuestra capacidad, que compete a Dios mismo.
1. Solemos decir que el sacerdote consagra; pero ¡cuidado con
entender mal la expresión! A nadie se le ocurrirá afirmar que un
hombre, aunque sea sacerdote, sea la causa eficiente que
transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo. El
sacerdote es un ministro, y por su ministerio actúa Dios. Más aún, el
sacerdote es ministro en cuanto miembro cualificado de la Iglesia.
Una interpretación ingenua podría llevarnos a una concepción
mágica de la acción sacramental o eucarística.
Un día se debatía, aún en tono de controversia, la fórmula
auténtica de la acción sacramental. ¿Se debe decir «yo te absuelvo,
te perdono» o «el Señor te absuelva, te perdone?» Paralelamente:
¿se debe decir «esto es el cuerpo de Cristo», o bien «que el Señor
transforme esto en el cuerpo de Cristo»? Ahora bien, como en la
Eucaristía se encuentran de ordinario dos fórmulas, una narrativa
(«esto es ... »), otra invocativa («que esto sea ... »), la controversia
puede plantearse en otros términos. ¿Cuál de las dos es la fórmula
consagratoria?, ¿cuál es esencial y cuál es accesoria? La
controversia dividió a Iglesias orientales e Iglesia occidental: los
orientales defendían la invocación o «epiclesis», los occidentales
defendían la narración o «anamnesis». Dos formas lingüísticas,
enunciado o petición, condensaban dos visiones teológicas.
Las controversias sirven a veces para aclarar puntos teológicos y
empujar hacia adelante nuestra comprensión del misterio. Las
controversias pueden degenerar en polémica, endureciendo las
posiciones contrarias y haciendo olvidar a cada parte un aspecto de
la realidad. Yo quiero servirme de la controversia simplemente para
introducir el tema, porque entre nosotros no es frecuente comentar
o meditar un aspecto fundamental de la Eucaristía. En mis libros de
cabecera, que ya he citado y recomendado., podrá el lector recabar
información más rica y discusión más profunda. Sánchez Caro nos
señala la aparente ausencia de «anamnesis» o enunciado narrativo
en algunas liturgias (p.e. pág. 137). M. Gesteira, La Eucaristía,
misterio de comunión (Madrid 1983), nos ofrece una excelente
síntesis a partir de la página 596.
En las nuevas plegarias eucarísticas la epiclesis está más
explicita y clara que en la pIegaria anterior o tridentina. Intentaré
iluminarla con algún pasaje del Antiguo Testamento.
2.Ezequiel y el Espíritu. Ningún texto más desarrollado y
sugestivo que la visión de un profeta en el destierro. La vida en el
destierro de Babilonia y la vuelta a la patria se radicalizan en la
oposición extrema entre muerte y vida: muerte casi mineral de
huesos calcinados; vida del espíritu dinámico y animador. El profeta,
por orden de Dios., tiene que conjurar o invocar al espíritu.
Releamos un texto conocido:
Ez 37, 1:
La mano del Señor se posó sobre mí y el espíritu del Señor me llevó,
dejándome en un valle todo lleno de huesos. 2: Me los hizo pasar revista:
eran muchísimos los que había en la cuenca del valle y estaban
calcinados.
3:Entonces me dijo: -Hijo de Adán, ¿podrán revivir estos huesos?
Contesté:-Tú lo sabes, Señor.
4:Me ordenó: -Conjura así a esos huesos: Huesos calcinados,
escuchad la palabra del Señor. 5: Esto dice el Señor a esos huesos: Yo
os voy a infundir espíritu para que reviváis. 6: Os injertaré tendones, os
haré criar carne, tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para
que reviváis. Así sabréis que yo soy el Señor.
7:Pronuncié el conjuro que se me había mandado y, mientras lo
pronunciaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se
ensamblaron, hueso con hueso. 8:Vi que habían prendido en ellos los
tendones, que habían criado carne y tenían la piel tensa; pero no tenían
aliento.
9:Entonces me dijo: -Conjura al aliento, conjura, hijo de Adán,
diciéndole al aliento: Esto dice el Señor: Ven, aliento, desde los cuatro
vientos, y sopla en estos cadáveres para que revivan.
10: Pronuncié el conjuro que se me había mandado. Penetró en ellos el
aliento, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa.
Es el aliento o espíritu quien vivifica; el profeta es ministro de la
palabra de Dios, ejecutor de una orden. Aunque se trate de una
visión, no de una acción litúrgica, podemos extender su alcance
simbólico a otros contextos, también al litúrgico que intentamos
comprender.
En una oración penitencial el penitente invoca: «renuévame por
dentro con espíritu firme.... afiánzame con tu espíritu generoso»
(Sal 51, 12.14). En forma enunciativa dice un himno a la creación:
«les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu
aliento y los creas y repueblas la faz de la tierra» (Sal 104, 29-30).
Bastaría cambiar el enunciado en petición para obtener una
epiclesis.
3.Epiclesis de consagración. En principio, podríamos introducir
cuatro invocaciones al Espíritu en la celebración eucarística: la
primera en la liturgia penitencial, la segunda en la liturgia de la
palabra, la tercera para la consagración, la cuarta para la
comunión. Las dos primeras no aparecen explícitas en los textos
antiguos o modernos. Los expertos nos dicen que la tercera y la
cuarta forman en realidad una sola, articulado en dos aspectos.
Señalan que un tiempo estaban unidas y lamentan que el texto
actual las haya separado. Como mi intento es explicar
diferenciando, voy a tomar los textos nuevos como se usan
actualmente. La unidad de consagración y comunión aparecerá en
diversas ocasiones.
He dicho «los textos nuevos», porque en el único canon que se
usaba antes del Concilio es muy difícil descubrir la epiclesis. Quizá
influyera negativamente la controversia con las iglesias orientales.
Podríamos rastrearla en estas palabras: «bendice y acepta, Padre,
esta ofrenda, haciéndola espiritual». En el adjetivo «espiritual»
podemos entreoír la presencia y acción del Espíritu; la súplica es
una invocación al Padre: a El toca recibir la oferta de nuestros
dones y transformarlos. Otros la encuentran más bien en las
palabras que siguen inmediatamente al Sanctus:
«A ti, pues, Padre misericordioso, te pedimos humildemente, por
Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor, que aceptes y bendigas estos dones.»
Es una invocación al Padre sobre nuestros dones. A nuestra
«bendición (=beraka, don) responda la bendición del Padre. Esa
bendición consistirá en la transformación de los dones. El tema del
Espíritu difícilmente se escucha en estas palabras.
En los nuevos textos (que en gran parte son más antiguos) la
epiclesis suena con claridad. El canon o anáfora o plegaria segunda
es el más antiguo y sigue de cerca un texto de Hipólito. Ya el
prefacio o prólogo ha confesado que el Hijo de Dios, la Palabra, «se
hizo hombre por obra del Espíritu Santo». Después del Sanctus
suplica:
«Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que
sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor.»
La súplica se dirige al Padre pidiendo el don del Espíritu.
«Santificar» equivale a consagrar, es hacer santo o sagrado.
Pedimos que nuestros dones dejen de ser pan y vino ordinarios y
comiencen a ser una realidad santa, el cuerpo y sangre del Señor
glorificado. ¿Cómo se ha de realizar el misterio? Por la efusión del
Espíritu. El término efusión o derramamiento procede del Antiguo
Testamento. Aunque a nosotros nos resulte poco coherente
«derramar un viento», en hebreo la expresión sapak ruh es
conocida (el verbo puede llevar como complemento líquidos, sólidos
y gaseosos):
Ez 39, 29: He infundido mi espíritu a la casa de Israel.
Jl 3, 1-2: Después derramaré mi espíritu sobre todos.
Zac 12, 10: Derramaré un espíritu de compunción.
Como decimos efusión, podríamos decir infusión ; también en los
textos citados de Joel y Zacarías se podría leer «infundiré». Es una
manera de acercarse al misterio y contornearlo mentalmente.
Además hemos de notar la concentración trinitaria de la fórmula:
pedimos al Padre que envíe al Espíritu para que haga presente al
Hijo. Habría que meditar y explicar alguna vez fórmulas tan densas y
ricas. El sacerdote pronuncia la epiclesis después del Sanctus (que
no existía en las plegarias eucarísticas más antiguas). Con las
palabras del libro de Isaías ha proclamado toda la comunidad la
santidad de Dios. Ahora, por medio del presidente de la liturgia,
pide que esa santidad se ocupe y manifieste en santificar, cosa que
sucederá cuando el Espíritu Santo sople o se infunda en nuestros
dones:
La anáfora tercera lo formula en estos términos:
«Por eso, Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu
estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y
Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.»
Adjetiva «el mismo» Espíritu, porque inmediatamente antes ha
confesado que el Padre, «con la fuerza del Espíritu Santo da vida y
santifica todo». La acción vivificadora que describía sugestivamente
Ezequiel, continuará en la acción santificadora; y un momento
culminante será la «santificación» o consagración de los dones.
Nosotros los «hemos separado» del consumo ordinario, los hemos
apartado y traído como don humilde y sentido. A nuestra «beraka»
responde la consagración por el Espíritu.
La anáfora cuarta es creación moderna, y utiliza muchos
elementos antiguos y tradicionales o se inspira en ellos. Es la más
amplia y solemne, y también tenemos que escucharla desde los
párrafos que siguen al Sanctus. La acción del Espíritu se proclama
en dos momentos: uno es la encarnación, otro Pentecostés. En
ambos el Hijo es sujeto:
«... se encarnó por obra del Espíritu Santo ... »
«... envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para
los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su
obra en el mundo.»
El Espíritu es la primicia, el don primero y mejor. Don dinámico
que ha comenzado y no ha de detenerse hasta santificar o
consagrar todo. Aunque no lo diga expresamente el texto, la
consagración de todas las cosas se hará según el rango y función
de cada creatura. El centro es la humanidad, y dentro de ella ese
grupo convocado que es la Iglesia.
Con esta preparación, la anáfora llega a la epiclesis, formulada
así:
«Que este mismo Espíritu santifique, Señor, estas ofrendas para que
sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor.»
Podríamos seguir citando de las nuevas anáforas que ofrece el
Misal Italiano, y el resultado se confirmaría. La conclusión, por
encima de cualquier controversia, es que la Eucaristía es una
acción intensa del Espíritu en la Iglesia, quizá la más intensa.
Polarizados por el cuerpo de Cristo entre nosotros, educados en
una veneración cordial (¿y un poco polémica?) de esa presencia
prolongada, no olvidemos la acción del Espíritu. Podríamos decir:
nada más carismático que la celebración eucarística. Si el ritmo y
movimiento de la liturgia no da espacio para meditar, si la atención
se fatiga y no advierte el momento de la epiclesis, harán falta
momentos y tiempos suplementarios para recobrar la conciencia
cristiana del hecho.
4.Epiclesis de comunión. Ya he dicho que originalmente no son
dos epiclesis, sino dos partes de una sola, actualmente separadas
por el relato de la consagración.
Hemos de partir de un principio: Cuerpo de Cristo es el don
santificado o consagrado; pero no menos es Cuerpo de Cristo,
aunque de otro modo, la Iglesia. A lo cual añado otra consideración:
de la misma raíz griega vienen la palabra «epiclesis», invocación, y
la palabra «ekklesia», convocación. La Iglesia, convocada por la
palabra del evangelio, invoca ahora al Espíritu para que santifique =
consagre los dones y a los oferentes, haciéndolos Cuerpo de Cristo
a ambos.
No es que el cambio suceda ahora radicalmente, por primera vez.
Ese grupo humano que forma una Iglesia local es ya cuerpo de
Cristo, y sólo porque lo es puede celebrar la Eucaristía (que no es
una devoción individual). Cuando comenzamos diciendo: «El Señor
esté con vosotros / Y con tu Espíritu», ya existe comunidad
cristiana, ya ha respondido a la convocación radical actualizándola
en esta reunión. En la Eucaristía se expresa, se consolida, se
robustece la comunidad cristiana o mesiánica, que ya existe; por lo
tanto, no empieza a ser Cuerpo de Cristo. Con todo, el Cuerpo
puede crecer en estatura, en cohesión, en vitalidad. Como Jesús en
Nazaret «iba creciendo y robusteciéndose y adelantaba en saber, y
el favor de Dios lo acompañaba» (Lc 2, 40); «Jesús iba creciendo
en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2,
52).
En castellano decimos «tomar cuerpo». La comunidad cristiana,
que ya es cuerpo de Cristo, ha de tomar cuerpo, haciéndose cada
vez más «cuerpo de Cristo», «hasta alcanzar la edad adulta, el
desarrollo que corresponde al complemento del Mesías» (Ef 4, 13).
Cristo está «de cuerpo presente», pero vivo en los dones
consagrados, para estar «de cuerpo entero» en su comunidad. Y es
como si se entablara un cuerpo a cuerpo pacífico en el abrazo de
dones y comunidad, cuerpo y cuerpo de Cristo.
¿Cómo se realizará la transformación? ¿Quién es el agente?
Cuando Samuel se dispone a ungir como rey a Saúl, le explica en
seguida lo que va a suceder:
1 Sm 10, 1:
Tomó la aceitera, derramó aceite sobre la cabeza de Saúl y lo besó
diciendo: 2: ¡El Señor te unge como jefe de su heredad! (...) 6: Te invadirá
el espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre y te mezclarás en su
danza. 7: Cuando te sucedan estas señales, ¡hala!, haz lo que se te
ofrezca, que Dios está contigo.
En el libro de los jueces se describen algunas empresas
violentas de Sansón; y una frase retorna como estribillo:
Jue 14, 6: El espíritu del Señor invadió a Sansón que descuartizó al león
como quien descuartiza un cabrito, y eso que no llevaba nada en la
mano.
14,19: Entonces lo invadió el espíritu del Señor, bajó a Ascalón, mató
allí a treinta hombres, los desnudó y dio las mudas a los que habían
sacado el acertijo.
15,14: Pero lo invadió el espíritu del Señor, y las sogas de sus brazos
fueron como mecha que se quema, y las ataduras de sus manos se
deshicieron.
Saúl es el jefe legítimo de la comunidad; Sansón, un franco
tirador contra los filisteos opresores. Lo que nos interesa de esos
ejemplos es esa invasión del espíritu que transforma al hombre. Lo
mismo puede transformar a una comunidad:
Ef 4, 3: Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu,
estrechándola con la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu...
5. Fórmulas litúrgicas. La anáfora o canon segundo lo formula
así:
«Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la
unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.»
«Congregar» viene de grex = grey, rebaño que el pastor
mantiene reunido y protege de la dispersión. Sin emplear la palabra
«cuerpo», menciona la «unidad»; porque un cuerpo es una unidad
orgánica, no aglomeración ni yuxtaposición. La Eucaristía
presupone la unión de los miembros; sería contradicción celebrarla
cuando la unidad está rota. Con la Eucaristía, la unidad existente se
expresa y se refuerza.
Hablaba en otro capítulo de la nueva circulación de la Sangre en
el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La sangre que circula lleva a
cada miembro, a cada tejido, a cada célula, el oxígeno; y la sangre
eucarística va llevando al Espíritu hasta todos los miembros de la
comunidad, vitalizando y estrechando la unidad.
La anáfora o plegaria tercera abre muy pronto puertas y ventanas
a la penetración del Espíritu. Empalmando con el Sanctus, como
hemos visto, se anuncia:
«Santo eres en verdad, Señor, y con razón te alaban todas las
creaturas, ya que por Jesucristo Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu,
das vida y santificas todo y congregas a tu pueblo sin cesar.»
Se confiesa el dinamismo, «la fuerza» del Espíritu, como fuente
de vida y consagración universal, como centro que congrega una y
otra vez a la comunidad. Impulsados por ese viento que arrastra sin
dispersar, escuchamos la epíclesis:
«Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la
víctima por cuya inmolación quisiste devolvemos tu amistad, para que,
fortalecidos con el cuerpo y sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos con Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.»
La comunidad va a recibir un alimento, comida y bebida, que la
robustecerá como organismo; a través del cuerpo y sangre de
Cristo la comunidad se llena del Espíritu que Cristo glorificado
comunica siempre a su Iglesia; de ese modo la comunidad forma
con Cristo-Cabeza un solo cuerpo y un solo espíritu. La comunión
es para alimentar la unidad, no para santificar a individuos. La
unidad, que se expresa como reunión externa, nace realmente del
interior, de un aliento o Espíritu que la mantiene compacta y viva. La
epiclesis invoca al Espíritu para que transforme un grupo de
hombres en una comunidad cristiana, cuerpo de Cristo.
La anáfora cuarta confirma lo dicho:
«Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que,
congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos con Cristo
víctima viva para tu alabanza.»
Uno es el pan y uno el cáliz; muchos son los que los comparten.
Compartir es ya un acto de unidad. Adviene la invasión del Espíritu
y la unidad se realiza eficazmente desde dentro.
Hemos pasado revista a tres variaciones de epiclesis sobre la
consagración y a otras tres sobre la comunión. Una conclusión
importante es la función primordial del Espíritu en la realización de
la Iglesia como cuerpo de Cristo. Serán convenientes y necesarios
instrumentos externos de organización para que nuestra iglesia sea
un cuerpo social; pero no olvidemos que lo primario, lo decisivo, es
la acción del Espíritu. Si esto falta, sería inútil planear, organizar,
emanar normas y reglas, tener todo previsto y controlado.
Tendríamos una empresa modelo, una sociedad ejemplar. Pero una
comunidad de hombres es cuerpo de Cristo cuanto está alentada y
animada por el Espíritu de Cristo. Y ese es el sentido de la epiclesis
eucarística.
6.¿Epiclesis de la penitencia? Ya he indicado que la fórmula de
absolución penitencial (no la llamo sacramental) tiene forma de
invocación al Padre o Dios Todopoderoso. El sacerdote no dice:
«yo perdono vuestros pecados», sino suplica que Dios «tenga
misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la
vida eterna». Invoca en nombre de la comunidad eclesial,
incluyéndose entre los necesitados de perdón. Pero no hay
mención del Espíritu.
Dos textos bíblicos nos ayudarán a rellenar esa laguna. El
primero está tomado de la oración penitencial más famosa del
Antiguo Testamento, el salmo 51. Después de una confesión
reiterada de pecados, delitos, culpas y maldades, el penitente
invoca una nueva creación de Dios: «crea en mí, oh Dios ... » En
esta creación, como en la primera, estará presente el Espíritu:
51, 12: Renuévame por dentro con espíritu firme:
13: No me quites tu santo espíritu...
14: Afiánzame con tu espíritu generoso...
Es la más bella invocación penitencial al espíritu en toda la Biblia
(la he comentado en mi libro Treinta Salmos. Poesía y oración (pp.
217 ss.). Un espíritu que dé consistencia por dentro,
contrarrestando los «huesos quebrantados», espíritu firme que
sustituya al «espíritu quebrantado» (=triturado, con-trito). Un
espíritu «santo», que lo arrebate a la esfera divina, lo consagra,
sustituyendo y compensando «sacrificios» rituales. Un espíritu
generoso que sea el nuevo principio dinámico de vida y acción: no
fuera, sino dentro; no una ley, sino una espontaneidad generosa.
Esta petición tiene una resonancia significativa en la profecía de
Ezequiel:
36,25: Os rociaré con agua que os purificará, de todas vuestras
inmundicias e idolatrías os he de purificar. 26: Os daré un corazón nuevo y
os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne. 27: Os infundiré mi espíritu y haré
que caminéis según mis preceptos y que pongáis por obra mis
mandamientos. 28: Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres.
Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios.
El segundo texto lo tomamos del evangelio de Juan. La conexión
del Espíritu con el perdón es explícita:
20, 22: A continuación sopló sobre ellos y les dijo:
23: Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados.
No hay sacramento si no hay perdón; no hay perdón sin acción
del Espíritu.
7.¿Epiclesis de la Palabra? Tampoco está explícita en los textos
litúrgicos. Una reliquia de epiclesis se podría apreciar en las
palabras con que el presidente bendice al diácono: «Que el Señor
esté en tu corazón y en tus labios para que puedas anunciar el
Evangelio como es debido». Podemos pensar que la presencia en
el corazón y en los labios es presencia del Espíritu.
PD/ESCRITURA: La razón es clara y sencilla. Llamamos a la Biblia
«palabra inspirada». El adjetivo significa que la palabra se modela y
se pronuncia soplada y modelada por el Espíritu. Bajo la sombra y
el impulso de ese aliento divino, una experiencia humana se
transforma en palabra de comunicación; por eso es palabra
inspirada. La estructura lingüística que es un texto se conserva en
una notación o registro convencional; la escritura, por escrito. Por
eso lo llamamos «sagrada escritura». Pero la notación no es la
palabra, como la partitura no es la música. La notación conserva el
texto; la estructura lingüística contiene en potencia el aliento con
que brotó. Ha de ser actualizada la palabra para que vuelva a existir
de hecho, en el lector y en los oyentes. Pero ha de brotar impulsada
por el mismo aliento y ha de ser recibida en sintonía con él.
La constitución conciliar Dei Verbum nos dice que la Escritura «se
ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» o
compuesta (Dei Verbum, 12). La liturgia rodea de un cierto aparato
la lectura, como indicando que no se trata de una lectura
cualquiera. Al final la asamblea corrobora el dicho «palabra de Dios,
palabra del Señor». Habría sido posible insertar al principio una
epiclesis. La cosa se puede hacer todavía en alguna liturgia o
paraliturgia de la palabra.
Al menos seamos conscientes de esa realidad. En la palabra
inspirada es el Espíritu quien se comunica hecho palabra, nos
invade, nos penetra, nos unifica en la escucha compartida de un
texto único.
Concluyo este repaso de la epiclesis repitiendo lo dicho: no hay
nada más carismático que la celebración de la Eucaristía.
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 73-86
* * * * * * *
LA EPÍCLESIS EN LA IGLESIA DE CRISTO
La palabra epiclesis procede del griego epikalein que significa
"invitar", "invocar". En teología, significa la particular invocación del
Espíritu Santo. En la acción litúrgica, esta invocación del Espíritu va
normalmente acompañada de la imposición de manos; pero el gesto
no ha de ser cualificado de epiclético, sólo lo es el texto.
La acción del Espíritu hace presente la obra del Hijo en toda
celebración litúrgica. El Espíritu Santo invocado es quien garantiza
la santificación y la comunión en la unidad de la diversidad de la
asamblea reunida. Es el Espíritu Santo invocado quien da la propia
singularidad a cada sacramento. Cada sacramento tiene un
momento en el que se invoca al Espíritu y quizás no somos todavía
conscientes de ello. El Dossier "Ven Espíritu Santo-Subsidios
Litúrgicos para 1998" del Comité Central del Gran Jubileo del año
2000 (Edice-Madrid 1997) es una buena ayuda en este sentido.
El Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los
cristianos, en un documento sobre "Las tradiciones griega y latina
sobre la procesión del Espíritu Santo" [Service d'lnformation 89
(1995) 91] dice que todo aquello que Cristo ha instituido: la
Revelación, la Iglesia, los sacramentos, el ministerio apostólico y su
magisterio, requiere la invocación constante -epíclesis- del Espíritu
Santo y de su fuerza (energeia) para que se manifieste "el amor que
nunca muere" (1 Co 13,8) en la comunión de los santos en la vida
trinitaria.
Basta recordar la importancia de la epíclesis en la Eucaristía. Los
latinos la tenemos dividida, una invocación para que pan y vino se
conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo, y otra invocación para
que todos, aun siendo muchos y diferentes, por la participación en
la Eucaristía, nos convirtamos en un solo cuerpo en Jesucristo (cf. 1
Co 10,16-17). Los orientales conservan la unidad de la epíclesis
después de la anámnesis, para que el Espíritu reactualice la obra
del Hijo: reunir a todos los pueblos, con sus diferencias, en uno
solo, el pueblo de Dios, reconciliando a toda la humanidad y a la
creación entera con el Padre.
El Documento de Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de
las Iglesias, Bautismo Eucaristía Ministerio (Lima 1982), destaca la
relación intrínseca entre las palabras de la institución y la epiclesis,
como expresión en cada celebración del papel complementario del
Hijo y del Espíritu (cf. el articulo "epiclesis", firmado por el teólogo
ortodoxo A. Loosky, en el Diccionario del movimiento ecuménico
WCC, Ginebra 1991).
El obispo ortodoxo loannis (conocido por su apellido Zizioulas),
actual metropolita de Pérgamo y gran teólogo, destaca la
importancia de la acción del Espíritu en la misión y la obra del Hijo.
En efecto, el Espíritu da a Jesucristo su identidad personal, pues
Cristo nace del Espíritu, es ungido y resucita de entre los muertos
gracias al Espíritu. Visto así, la pneumatología es la fuente de la
cristología, y no al contrario.
Se invoca al Espíritu para que convierta la totalidad de Cristo en
una realidad existencial y concreta, en una situación particular, en
una Iglesia de un lugar. De esta manera se supera completamente
el dilema entre local y universal.
Se invoca al Espíritu en la Iglesia, para que las gentes de un
lugar no vivan aisladamente, individualmente, sino como una
comunión, como personas relacionadas a partir de su diversidad.
Se invoca al Espíritu en la Iglesia, para que se mantenga en
comunión en el tiempo por medio de la sucesión apostólica, y en
comunión en el espacio por medio de la sinodalidad entre las
diversas Iglesias.
Se invoca al Espíritu en la Iglesia para que convierta lo que es
institucional en carismático, y lo carismático en institucional. A partir
de la conocida frase de Ireneo de Lión: Ubi Ecclesia ibi est Spiritus
Dei, et ubi Spiritus Dei, illic Ecclesia (Adv. Haer., 111,24,1), Zizioulas
resalta que la Iglesia primitiva unía los rasgos carismáticos y los
institucionales.
Se invoca al Espíritu en la Iglesia para que la divida en órdenes y
servicios, de tal manera que se es carismático por el solo hecho de
ser miembro suyo, esto es, relacionado con los demás (1 Co
12,27-30). Y la una al mismo tiempo en el ministerio de comunión
del obispo, de los presbíteros y de los diáconos.
Donde se invoca al Espíritu Santo, irrumpen las realidades
últimas (eskhata) en la historia y sitúa a los presentes en comunión
entre ellos y con Dios y con los pobres en el seno de una Iglesia
local. En concreto, cuando introduce lo último (eskhaton) en la
historia, el Espíritu Santo hace de la Iglesia una presencia de ese
último en este mundo y una señal del más allá de la historia.
Zizioulas indica que la invocación constante del Espíritu en la
Iglesia genera dos movimientos fundamentales: el movimiento
centrípeto, que reúne a la Iglesia en una unidad por medio y dentro
de una estructura completa, y el movimiento centrifugo, que crea
una Iglesia extática, relacional y totalmente abierta para abrazar a
todo aquel que no forma parte de su estructura, incluida la Creación
entera. Ambos movimientos pertenecen a la vez a Cristo y al
Espíritu, y ambos remiten todas las cosas al Padre (cf. 1 Co 15,28).
Siempre que puede, Zizioulas nota que la perspectiva
pneumatológica pone al descubierto la necesidad de una estructura
eclesial que haga posible, a la vez, la unidad y la diversidad. En la
XlI Conferencia de la Comunión Anglicana (Lambeth 1988), afirmó
que la Iglesia no sólo ha de permanecer unida, sino también ha de
formar una unidad visible, basada en las estructuras eclesiales que
proclaman y expresan la Buena Nueva del Evangelio: el Reino de
Dios. Por tanto, bajo la acción del Espíritu invocado, "palabra,
sacramento e institución forman una unidad irrompible".
JAUME FONTBONA
MISA DOMINICAL 1998, 6 31
Anamnesis-Memoria
Anamnesis es una palabra griega (como lo es epiclesis) que
significa «recuerdo». De la misma raíz proceden nuestras palabras
cultas «amnesia», «nemotecnia». Se aplica tradicionalmente a esa
parte o aspecto de la Eucaristía que consiste en traer a la memoria,
recordar. En sentido técnico, se podrían distinguir y oponer
«anamnesis» y «epiclesis» como texto en que se narra y texto en
que se suplica. Sobre la controversia informan en diverso grado mis
dos libros de cabecera, de Gesteira y de Sánchez Caro. Mi
intención aquí no es tanto histórica o sistemática, cuanto expositiva.
Quiero que, meditando, penetremos en el sentido y consecuencias
de nuestra Eucaristía como memoria.
1. La memoria: una cosa tan sencilla, tan obvia, tan maravillosa.
De puro obvia, no la vemos; de puro sabida, no reflexionamos sobre
ella. Se habla de la «memoria de los sentidos», de la cual participan
también los animales. Aquí me refiero a la memoria consciente,
como acto del espíritu humano. La memoria es correlativa a nuestro
ser en el tiempo. Nos permite hacer presentes hechos, datos,
lejanos en el espacio y el tiempo. ¡Y qué capacidad de contenido
tiene una memoria mediana y cómo se dilata elásticamente para
aumentar su capacidad...! Si tomáramos una persona de mediana
cultura y empezásemos a enumerar y catalogar todos los datos
encerrados en su memoria, nos pasmaríamos. Cuando alguno me
dice: « ¡Cuántas cosas sabe usted... yo respondo: «También usted,
sólo que sabe otras». ¿Que nos gana una ordenadora? En puro
número de datos, quizás; pero ¿qué decir de las conexiones, de la
integración de datos en unidades coherentes, de la viveza = «vida»
con que retornan sucesos de la infancia, de la vibración emotiva?
No hablamos de mecanismo, sino de conciencia.
¿En qué cavernas, en qué depósitos se conservan esos datos
innumerables? ¿Cómo se mantienen dormidos y vigilantes para
presentarse cuando haga falta? ¿Qué resorte los hace acudir a la
conciencia, llamados o no? Decimos: me viene ahora a la memoria,
no recuerdo, lo tengo en la punta de la lengua, haz un esfuerzo
para recordar, te voy a refrescar la memoria... ¿De dónde «viene»,
con qué se «refresca», cómo se aleja la conciencia de «la punta de
la lengua»? Los hebreos tenían una antropología más elemental,
más ligada a la corporeidad. Lo que experimentan con los sentidos,
lo que escuchan, penetra en la conciencia o corazón, y de ahí baja
a unas «cámaras del vientre», donde se almacena:
Prv 18, 8:
las palabras del que murmura son golosinas
que bajan hasta las cámaras del vientre.
Allí permanecen escondidas, accesibles sólo a Dios y a la
conciencia:
Prv 20, 27:
El espíritu humano es la lámpara del Señor
que sondea lo íntimo de las entrañas.
Desde aquellas profundidades «suben al corazón» y se hacen
conscientes: Is 65, 17; jr 3, 16; 7, 31; etc.
Nosotros tenemos hoy explicaciones más afinadas, menos
materiales; pero ¿explicamos realmente la actividad de la memoria?
¿O sigue siendo en gran parte misterio, uno de tantos misterios
como albergamos o somos? La memoria ejerce además otras
funciones importantes. Es condición de nuestra identidad
psicológica. Un ataque de amnesia puede llegar al punto de que el
paciente «se vea roto (no que rompa él) con el pasado», no sepa
quién es. Gracias a la memoria, nuestra conciencia mantiene la
identidad personal a través del tiempo y sus azares.
Podemos pensar en una memoria simplemente cognitiva: como
espectáculo que nos ofrecemos internamente, al cual asistimos
entretenidos, serenos, distantes. De ordinario, la memoria es más
que espectáculo complacido de uno mismo, y se convierte en factor
dinámico. El pasado nos fue modelando acción tras acción. En un
instante se presenta un hecho de nuestro pasado cargado de
interpelación, dispuesto a modelar nuestra acción próxima,
inmediata. El arrepentimiento no puede anular el hecho; lo que sí
puede es conjurar sus consecuencias, trocar el error o culpa en
incitación al bien. Escarmentamos en nosotros mismos; son
nuestras barbas las que vemos pelar. Otros momentos retornan
prodigando ilusión, ánimo. La memoria no resucita el hecho pasado,
pero carga y dispara su virtud (fuerza).
Dt 7, 18: No temas: recuerda lo que hizo el Señor al Faraón.
9, 7: Eres un pueblo terco... recuerda que provocaste al Señor.
15,15: No despidas a tu esclavo con las manos vacías... recuerda que
fuiste esclavo en Egipto...
24, 17: No defraudarás el derecho del emigrante y del huérfano ni
tomarás en prenda las ropas de la viuda; recuerda que fuiste esclavo en
Egipto y que allí te redimió el Señor tu Dios...
2. Memoria social. Lo que he dicho del individuo vale, a su
manera, de la comunidad. Existe una memoria comunitaria del
pasado, un recuerdo compartido. Un grupo de hombres que no
compartan alguna memoria no forman sociedad. Incluso sociedades
mínimas, familia o clan, poseen y cultivan sus recuerdos comunes:
«recuerdos de familia» los llaman; relatos y leyendas del clan o
tribu. Si ensanchamos el ámbito a un pueblo o nación, hablaremos
de «crónicas» e «historia». La empresa de Alfonso el Sabio de
componer la Crónica General y la General Estría no es una
operación puramente intelectual. La necesidad es tan grande, que a
veces los pueblos se inventan historia, acudiendo a la cantera de
las leyendas (Rómulo y Remo; parte de nuestros viejos romances).
La fuerza es tan grande que el inmigrante o sus hijos llegan a
apropiarse la historia ajena, que en rigor no les pertenece. Las
sociedades tienen muchas veces profesionales encargados de
conservar y actualizar la memoria colectiva: los que la registran,
sean cantores épicos o historiadores, los que la recitan, sean
rapsodas o profesores. Y hasta poseen en su vientre unas cámaras
donde conservan registros de hechos hasta el momento oportuno:
son los archivos.
De algunos hechos particulares la memoria se actualiza en forma
de celebración festiva: día de la Independencia, día de la Victoria,
día de un descubrimiento, de un viaje en torno a la tierra, de un
pisar por primera vez la luna (cuando la frase «estar en la luna»
cambió de significado), En la celebración ha de participar la
comunidad, de modo que sea pública y colectiva. También puede
haber memorias luctuosas, que son excepción.
Israel, como sociedad, ejercita la memoria con especial
intensidad. Porque en sus hechos gloriosos hay un protagonista
confesado, que es el Señor. La memoria de Israel es la historia de
un pueblo irrealizable sin la intervención de Dios, incomprensible sin
su confesión. Israel no sólo ejercita la memoria, sino que tiene una
ley sobre ello, como indica el salmo 78:
3: Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros Padres nos contaron,
4: no lo ocultaremos a sus hijos, lo contaremos a la generación
venidera:
las glorias del Señor, su poder, las maravillas que realizó.
5: Porque él hizo un pacto con Jacob dando leyes a Israel:
él mandó a nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos,
6: para que lo supiera la generación venidera y los hijos que nacieran
después.
Que los descendientes se lo cuenten a sus hijos
7: para que pongan en Dios su confianza
y no olviden las acciones de Dios...
Gran parte del Antiguo Testamento brota no sólo de la
observación y fantasía de sus escritores, sino sobre todo de esa
urgencia de contar. Recordar es deber gustoso; ser desmemoriados
es delito.
Además de esto, Israel establece celebraciones, fiestas, para
conmemorar hechos capitales, o llena de contenido histórico fiestas
agrarias precedentes. La Pascua ha de recordar la salida de Egipto;
la fiesta de las Tiendas, el camino por el desierto. También tienen
celebraciones penitenciales. Lo admirable es que en ellas se
sienten solidarios con los padres y entre sí; es decir, que la
confesión dolorida del pecado vincula:
Sal 106, 6: Somos culpables con nuestros padres,
hemos cometido maldades e iniquidades.
Bar 1, 19: Desde el día en que el Señor sacó a nuestros padres de
Egipto,
hasta hoy, no hemos hecho caso al Señor nuestro Dios;
hemos
rehusado obedecerle.
Celebrar es para Israel como volver a una matriz común como
escuchar el murmullo de raíces comunes hundidas en tierra
común.
Los israelitas recuerdan las leyendas e historias de los
patriarcas; recuerdan especialmente el hecho fundacional que es la
liberación de Egipto. Al invocar el nombre del Señor, pueden añadir
un título: «el que nos sacó de Egipto». Su profesión de fe es una
profesión de hechos, no de doctrinas. Los salmos se detienen
muchas veces a repasar hechos de la historia; otras veces es el
individuo quien recuerda su experiencia pasada con Dios. La
literatura sapiencial, que al principio discurre al margen de la
historia, un día le abre las puertas.
3. EU/MEMORIAL: Memoria cristiana. Con estos antecedentes,
del hombre en general y de Israel en particular, podemos entrar en
nuestro tema y encontrarlo iluminado y hasta explicado. El pueblo
cristiano hereda el talante y la urgencia del recuerdo. La Eucaristía
es memoria festiva, comunitaria. Además de acción de gracias
(beraka), es memoria. Quizá sean dos caras de la misma medalla. A
una persona que nos ha hecho un beneficio insigne le estamos
agradecidos y se lo mostramos de palabra y con algún obsequio
(=beraka). Recordamos su cumpleaños, o el día en que nos salvó la
vida, para enviarle una tarjeta y un regalo. La Eucaristía es
recuerdo agradecido, con obsequio, del que nos salvó la vida.
Recuerda festivamente el hecho primordial de esa salvación. Como
memoria festiva tiene un contenido permanente, un contenido
variable y una función plural.
El contenido permanente es el hecho que condensa todo lo
demás: la muerte y resurrección del Señor. El sacrificio por el cual
nos libera y por el cual pasa de la muerte a la vida. Este núcleo es
insustituible. Ese hecho, a la vez básico y culminante, no puede ser
olvidado. Tenemos un mandato del Señor: «Haced esto en memoria
mía». Todas las plegarias eucarísticas o anáforas están de acuerdo
en este punto. Voy a citar esta vez de la anáfora primera o «canon
romano». Después de repetir en forma narrativa las palabras de la
última cena, añade:
«Por eso, Señor, nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo, al
celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo nuestro
Señor, de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su
admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos ... »
(Incluso en la debatida anáfora de Addai y Mari, en la que no se
citan las palabras de la última cena, no falta la referencia explícita:
«celebrando este misterio... de la pasión, de la muerte y de la
resurrección de nuestro Señor Jesucristo». Véase el citado libro de
Sánchez Caro, págs. 108-138).
El momento de la muerte y resurrección supone y arrastra una
serie de hechos, toda una vida, desde la concepción y el
nacimiento, siguiendo por el crecimiento, enseñanza, milagros y
demás hechos. También éstos pueden ser objeto de la memoria
«variable», ocasional. La eucaristía siempre recordará la muerte y
resurrección; además, un día recordará el nacimiento, otro la venida
de los magos, otro el bautismo, otro la transfiguración. Esta
práctica, por un lado equilibra la monotonía; por otro lado centra
todos los hechos en torno al hecho capital. El «ciclo» o
circunferencia litúrgico tiene su centro.
La variedad se aprecia sobre todo en los prefacios, de tal modo
que también la vida de la Iglesia, fruto y consecuencia de la
salvación, entra en la memoria. La reforma litúrgica ha dado más
espacio a la introducción de prefacios específicos.
Después de considerar el contenido estable y el variable,
reflexionemos sobre la función de la memoria eucarística. Con lo
dicho más arriba, será fácil entender la función de agradecer a Dios
sus beneficios. Veamos la función de la memoria como garantía de
identidad. Nuestra identidad cristiana arranca de Cristo. El adjetivo,
del sustantivo (parece una tautología, pero hay que repetirlo).
Nuestra identidad cristiana arraiga en la muerte y resurrección de
nuestro Salvador; por eso tenemos que recordarlas. El recuerdo
explícito nos identifica hacia dentro y hacia fuera como comunidad.
He ahí nuestro documento de identidad. La Iglesia no sufrirá un
ataque colectivo de amnesia, olvidándose de quién es; algunos
miembros pueden sufrirlo. Entonces, ¿es la Eucaristía un simple
«precepto dominical» en el que lo importante sea la formalidad del
cumplimiento por encima del contenido? Precepto dominical significa
precepto del señor (=domini); y él lo manda, «haced esto», para
que, acordándonos, seamos.
Y así pasamos a la otra función: la memoria como principio de
acción. El recuerdo de los pecados pertenecía a la liturgia
penitencial. Ahora recordamos beneficios los cuales nos impulsan al
agradecimiento. Son, además, beneficios ejemplares, que nos
impulsan a la imitación. Si nuestra identidad arraiga y brota de un
sacrificio por amor, no podemos persistir en el egoísmo como forma
de vida. Cada momento de la vida de Cristo nos habla, nos
interpela, nos exige una «conformidad», que es «forma común»,
compartida. De lo contrario, la memoria sería un sarcasmo. La
memoria es principio o garantía de identidad. La memoria enérgica,
activa, es principio de identificación. Somos de Cristo: seamos cada
vez más como Cristo. Su recuerdo nos incita. Y esto no sólo como
individuos, sino como comunidad:
1 Pe 2, 21: Cristo sufrió por vosotros dejándoos un modelo para que
sigáis
sus huellas.
4. Recuerdo y esperanza. PASADO/NOSTALGIA
NOSTALGIA/PASADO MEMORIA/PADO-FUTURO
PASADO/FUTURO: La memoria, además de los enormes servicios
que nos presta, nos puede poner una trampa. Tal sucede cuando
se transforma en nostalgia de un tiempo pasado irrecuperable. El
hombre no le saca gusto al presente, no espera ya nada del futuro
y se refugia en una guarida mental que se ha construido con
retazos del pasado. Está toda colgada de cuadros que representan
momentos felices, gloriosos, que en parte existieron y en parte
transfigura la imaginación. Allí se refugia cada vez con más
frecuencia para rehuir el presente y el futuro. Desde allí lanza
condenaciones contra estos tiempos, que no considera suyos: «en
mi tiempo ... ».
Algunos desterrados de Babilonia cultivaban la nostalgia que los
paralizaba y cegaba. El profeta del destierro y el retorno, Isaías
Segundo, parecía abolir la ley de la memoria cuando les decía:
/Is/43/18-19:
No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo;
mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando: ¿no lo notáis?
Tanto miran al pasado que no ven brotar el futuro. Como si a
Dios no le quedase nada por hacer, al hombre nada que esperar.
Como si todas sus citas con Dios se encontrasen en el pasado y no
quedase nada por vivir.
Pues bien, existe también una memoria del futuro. Esperar es
recordar; esperar es hacer presente el futuro. Unas veces sabiendo
lo que será, otras veces sin adivinarlo: «Tu pasado será una
pequeñez comparado con tu magnífico futuro» (Job 8, 7). Si no nos
gusta la palabra «recordar», podemos sustituirla por «tener
presente». El verbo hebreo ZKR significa eso: tener presente:
Is 47, 7: sin pensar (zkr) en el desenlace.
Lam 1, 9: sin pensar (zkr) en el futuro.
Eclo 38, 20: desecha su recuerdo y acuérdate (zkr) del fin.
41,3: ... recuerda (zkr) a los que te precedieron y a los que te
seguirán.
O bien, con otro matiz, se recuerda un anuncio o promesa
pasada cuyo contenido pertenece al futuro.
Esto es capital en la vida cristiana. No vivimos de sólo el pasado,
otro tanto vivimos del futuro. El Señor, que ha venido, tiene que
venir. Nuestra cita con Dios no es sólo en el pasado, sino también
en el presente y en el futuro. Toda la historia de la Iglesia es como
un largo camino tendido, tenso, entre Cristo que vino y Cristo que
ha de venir. El es camino. Cuando concluimos la lectura de la Biblia,
las últimas palabras son «Ven, Señor Jesús»; y al cerrar el libro,
queda definitivamente abierto.
Nuestra liturgia renovada ha sabido expresarle e inculcarlo de
nuevo. La anáfora primera (canon romano) que antes cité se
detenía en la ascensión. No así las nuevas o renovadas. Si
nuestros recuerdos son gloriosos, gozosa es nuestra esperanza.
Por eso la asamblea puede celebrar una memoria festiva.
Voy a fijarme en las aclamaciones después de la consagración. El
sacerdote dice: «Este es el sacramento de nuestra fe»; es decir, la
cifra, el compendio. De nuestra fe: que es nuestra adhesión,
nuestro compromiso con el Señor. Y el pueblo responde en la
primera fórmula:
«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ¡ven, Señor
Jesús!»
Arraigados en el pasado, nos abrimos al futuro; y el presente
festivo lo abarca todo. En la segunda fórmula suena así la
aclamación: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de
este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vengas». La
resurrección está implícita: si ha de volver, -es que está vivo. Y
hasta ese momento resonará nuestra aclamación esperanzada, la
del individuo y la de la Iglesia. La tercera fórmula dice sólo: «Por tu
cruz y resurrección -nos has salvado».
Después de las aclamaciones, comunes a todas las anáforas, se
diferencia la memoria en algunas variaciones. La tercera anáfora,
después de mencionar la ascensión, añade: «mientras esperamos
su venida gloriosa»; lo mismo dice la cuarta. El tema resuena en
otros pasajes:
« ... tengamos también parte en la plenitud de tu reino» (I anáfora);
« ... merezcamos por tu hijo Jesucristo compartir la vida eterna» (II);
« ... para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos» (III);
« ... donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu
gloria» (III);
«...que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino» (IV).
Así, el presente de nuestra celebración eucarística queda
prendido entre el recuerdo de la primera venida de Cristo y el
recuerdo=esperanza de la última.
No puedo poner punto final. Porque la memoria eucarística no es
puro recuerdo mental, sino que en ella sucede la realidad. Se hace
presente el Señor muerto y resucitado sacramentalmente; se nos
comunica de hecho vida futura. No es sólo recuerdo; lo cual no
quita para que sea memoria, «anamnesis».
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 87-99
Consagración-Transformación
Como en las reflexiones precedentes, mi intención no es ofrecer
un estudio científico y sistemático del tema ni una vulgarización
competente de lo ya estudiado; me contento con iluminar, con
reflejos del Antiguo Testamento y reflexiones de los mismos,
aspectos importantes de nuestra eucaristía.
1. EU/CONSAGRACION: La consagración. Algunos podrán
recordar tiempos de la infancia o la juventud cuando la
consagración se presentaba como el momento culminante, central,
de la celebración eucarística. Se lo rodeaba de un aparato de
misterio y solemnidad particular. O se hacía un silencio total, o se
tocaba la «marcha real» como homenaje de un pueblo a su Señor
presente. Aun los más erguidos se arrodillaban o doblaban una
rodilla en ese momento. Después de cada una de las dos
consagraciones, el sacerdote, de espaldas, levantaba con los
brazos bien alzados la hostia y el cáliz, para que el pueblo viera y
adorara. Varias genuflexiones articulaban la acción.
Aquella práctica tenía función catequética: intimaba el sentido del
misterio, fomentaba la reverencia y humildad, provocaba un acto de
fe intenso. Junto a estos valores podían insinuarse inconvenientes
notables: el momento quedaba desligado de la dinámica unitaria de
la celebración; su intensidad apagaba lo precedente y lo siguiente.
La comunión tenía menos importancia; lo anterior casi no se
entendía. De esos inconvenientes creo que el más sensible era el
perder el sentido de la unidad de la celebración. Creo que hoy es
más fácil sobreponerse a esa dificultad; en parte porque los textos
se pronuncian en la lengua del pueblo, en parte porque las nuevas,
o viejas, anáforas desarrollan un esquema más sencillo y lineal.
A causa de esa unidad profunda, he tenido que adelantar
materia al explicar la fórmula del «ofertorio=beraka». La presente
reflexión tiene sentido dentro del conjunto que venimos
presentando.
2. Transformación. En nuestra educación, el término
«consagración» estaba ligado exclusiva- mente a las palabras
tomadas de un texto narrativo: es decir, un par de frases del relato
de la última cena pronunciadas por Jesús sobre el pan y el cáliz.
Quedaban fuera, aunque contiguas, la introducción narrativa y el
precepto institucional «haced esto en memoria mía». Pero los
orientales recabarían el efecto para la «epiclesis»; y muchos
teólogos actuales insistirán en tomar unitariamente la acción
litúrgica.
Unos y otros han analizado y explicado este aspecto de la
Eucaristía en términos de transformación real (no un acto
puramente mental). La partícula castellana «trans-» significa
cambio, mutación: transfigurar, transición, trans-substanciación,
transfinalización... Las plegarias litúrgicas castellanas utilizan el
verbo ser: «de manera que sean, para que sean». Quizá fuera más
claro decir «para que se transformen, se conviertan» (ya que el
verbo «devenir» todavía nos asusta). No vendría mal un verbo que
significase con más claridad el paso de una situación a otra. Se
parte de una situación estable, sigue un momento de transición, que
desemboca en nueva situación estable. La estabilidad puede ser
relativa; ahora nos fijamos en el momento de la transición, que
puede ser proceso o instante. ¿Qué es un momento, un instante, en
nuestra percepción empírica?
Estabilidad y cambio son las dos categorías de que me valdré
para abordar un misterio sin pretender agotarlo. La analogía, el
símbolo, será mi instrumento para girar en torno, en espiral que se
acerca sin jamás llegar. Necesito una base ancha en la que colocar
nuestra acción: una base de experiencia y cultura que aúpe y
sustente nuestra reflexión. Para subir mucho, ha de ser bien ancha
la base.
3. Fijeza y cambio. Hay personas, épocas, culturas que asignan
mayor importancia a la estabilidad; otras son más sensibles al
cambio. Un pueblo, una época, vive más bien en la estabilidad; otra
vive y siente la evolución y hasta la revolución.
¿Cómo es la mentalidad bíblica del Antiguo Testamento?
Presupone y valora preferentemente la fijeza, sin cerrar los ojos al
cambio.
El primer capítulo del Génesis es un texto tardío que utiliza para
su visión poética y teológica un esquema cultural fixista. Dios crea
distinguiendo y fijando ser, naturaleza, funciones. Sol, luna,
estrellas. Aguas de arriba y de abajo y una bóveda de separación.
Muros y continentes. Y los seres vivos, cada uno «según su
especie». No crea todos los individuos, sino que bendice con la
fecundidad; pero siempre «según su especie». Todo fijado desde el
principio, y no se debe confundir. El hombre no ha de arar con buey
y asno, no ha de tejer con lana y lino; un sexo no ha de vestir ropas
del otro, porque eso sería mezclar y confundir contra el orden de la
creación (según una escuela de pensamiento y de conducta). La
distinción y fijeza quedan selladas en un sistema de nombres
impuesto por Dios mismo: «lo llamó día, noche, mar ... ». Incluso el
hombre surge ya diferenciado en varón y hembra.
Si suceden cambios, es como infracción del orden establecido.
Pueden ser catástrofes. «Catástrofe» es palabra griega que
denota una inversión, un vuelco (kata-strepho). Tal es, por ejemplo,
el diluvio, que mezcla aguas de arriba y de abajo, que confunde
continentes con océanos. Tal es la destrucción de Sodoma y
Gomorra, que descabala con el fuego prósperas ciudades y fértiles
campiñas El terremoto es un estremecimiento, patológico o
numinoso, de la tierra firme (como si se volviese oceánica). Por
encima de todo se alza y se impone la soberanía de Dios, que
puede inducir un cambio catastrófico o benéfico:
Is 45, 18: El modeló la tierra, la fabricó y afianzó.
Jr 10, 12: Asentó el orbe con su maestría.
Sal 24, 2: El fundó la tierra sobre los mares,
la afianzó sobre las corrientes.
104, 5: Asentaste la tierra sobre sus cimientos
y no vacilará jamás.
En su gran imprecación, Job pide que un eclipse oscurezca la
tierra, que las tinieblas se apoderen de la luz (Cap. 3): es una vuelta
al caos primordial.
Simplificando datos, he llegado al binomio estabilidad -
catástrofe. Sobre ese fondo nos sorprende el último capítulo del
Antiguo Testamento. Ultimo por la cronología, no por su ubicación
en nuestras Biblias (sí es el último en la Nueva Biblia Española, de
la que tomo mis traducciones). El libro probablemente es
contemporáneo de Cristo, es de origen griego, pertenece al cuerpo
sapiencial y se llama «Sabiduría». Por su género y su época, puede
mirar la historia en conjunto y proponer síntesis; por su posición
fronteriza, mezcla influjos griegos con la tradición de Israel. Tengo
que citar íntegro el final del libro:
Sab 19, 18:
Los elementos de la naturaleza se intercambiaban sus propiedades, lo
mismo que en un arpa las cuerdas cambian el carácter de la música
siguiendo igual el tono; como puede colegirse exactamente a la vista de lo
que pasó.
19: Pues los seres terrestres se volvían acuáticos. y los que nadan se
paseaban por la tierra;
20. el fuego acrecentaba su propia virtud en el agua y el agua olvidaba
su condición de extintor;
21: las llamas, por el contrario, no abrasaban las carnes de los
endebles animales que por allí merodeaban ni derretían aquella especie de
manjar divino, cristalino y soluble.
22: Porque en todo, Señor, enalteciste y glorificaste a tu pueblo, y
nunca y en ningún lugar dejaste de mirar por él y socorrerlo.
Aquí entra la teoría de los elementos y su transmutación
maravillosa, todo para la salvación y por el poder divino. El paso del
Mar Rojo es hacer surgir continente donde había mar; el maná no
se deshace a los rayos del sol.
Me interesa también la comparación musical del autor. No pienso
que fuera un experto en música, pero tendría algunas ideas, quizá
de estirpe pitagórica, de las que corrían por entonces. Lo
importante es el sistema de correspondencias (cito de mi
comentario en Los libros sagrados):
« ... unidad del instrumento / unidad del universo; permanencia de los
sonidos / permanencia de los elementos; variación de melodías o tonos /
variación en la función de los elementos; resultado armónico en ambos
planos. La música, por analogía, hace comprender un misterio de la
acción divina: como instrumentista y compositor, Dios sabe crear la
unidad de lo múltiple, establece leyes y proporciones, las cambia sin
destruir la armonía. En vez de 'música de las esferas', se da armonía del
cosmos y de la historia como variaciones de un tema de salvación.»
Este escritor rezagado recoge sugerencias ya expuestas por
otros: Isaías Segundo, por ejemplo, o algún salmo:
107, 33: El transforma los ríos en desierto, los manantiales en aridez...
35: Transforma el desierto en estanques, el erial en manantiales...
Más que exponer un tema bíblico, he propuesto un esquema
construido con un par de citas: estabilidad, catástrofe,
transformación. Es una pieza de la base que me proponía
establecer antes de ascender a la cumbre.
4. La otra pieza la tomo de nuestra cultura moderna: dinamismo y
transformación. En nuestra cultura moderna apreciamos de modo
preferente el cambio, el dinamismo. Evolucionismo frente a fixismo.
No es que neguemos la estabilidad. Sin contar con alguna
estabilidad, no habría ciencia posible. Pero es estabilidad de
procesos. Las leyes conocidas y formuladas, aunque sean
estadísticas, nos permiten operar. El universo que hoy
contemplamos es un perpetuum mobile.
Podemos comenzar con lo inorgánico, con esos astros que hasta
hace unos cuantos siglos se creían constituidos de una materia
incorruptible y perfectamente estables en su incansable girar. Eso
se acabó. El sol es para nosotros una masa que se consume en
procesos de fusión y fisión, derramando energía en torno, que pone
en movimiento infinitos procesos en la tierra. Y no hablamos de
astros sin más, sino que distinguimos estrellas blancas y estrellas
rojas, novas y supernovas, nebulosas y galaxias; todo en continuo
movimiento y transformación. Y una energía, llamada «luz», que
viaja y hace contemporáneo a nuestra percepción lo que sucedía
hace billones y trillones de años.
Y pasando a lo pequeño, del átomo hemos descendido a las
partículas, para asistir a lentos o vertiginosos procesos de
mutación. Lo que a primera vista nos parece estable, es porque
tiene un tiempo y ritmo muy diverso del nuestro. Si pudiéramos
cambiar nuestro ritmo, flujo y reflujo del mar serían un tictac; noche
y día serían una pulsación; después lo serían las estaciones;
apreciaríamos el desintegrarse de cuerpos radiactivos como vemos
fundirse la cera junto al fuego. Vivimos inmersos en un remolino de
fuerzas, limitados por nuestra duración y por nuestros ritmos
peculiares. Cuando la ciencia logra romperlos y superarlos,
asistimos maravillados a metamorfosis más fantásticas que nuestra
fantasía.
Pasemos a la vida vegetal, que se apodera de lo mineral para
levantarlo a un estado nuevo, que es a su vez proceso continuo.
¿Es reducible un cedro a una suma de procesos físico-químicos?
¿Y en qué sentido son idénticos ese cedro y su semilla original?
Pues la vida animal toma la vegetal para levantarla al nivel de la
sensación, en salto cualitativo. Aún más radical el salto cualitativo
de lo mineral y vegetal y animal a la esfera de la conciencia y la
libertad. La conciencia ayudada por la memoria es principio de
identidad poseída; en cambio, la materia de nuestro cuerpo se
renueva a velocidades diversas. Y también la vida de la conciencia
es proceso con líneas, ondas y saltos.
El hombre es, además, transmutador: observando,
experimentando, interfiere, pone en marcha procesos, transforma.
La misma capacidad de actuar se desarrolla en proceso creciente,
con notables saltos cualitativos.
Paso al lenguaje: Según Gn 1, Dios fija en nombres los seres.
Según Gn 2, Adán fija en un sistema de nombres certeros las
especies animales. Lenguaje como fijeza, aunque el paso de ser a
experiencia, a lenguaje, es ya transformación. Pero entra la
fantasía, se pone a jugar con palabras y frases e introduce ese
salto y emparejamiento que es la metáfora: «meta-phora» =
«trans-lación». Empalmo con el libro citado de la Sabiduría, porque
este viaje tiene un destino. Me refiero a la comparación musical. La
naturaleza está poblada de sonidos, ruidos, rumores. El hombre los
destila y estiliza y organiza en sistemas que llamamos escalas,
tonos, modos. Pensemos en el nuestro: doce sonidos temperados,
replicados en orden de frecuencias. Y de ese puñado de sonidos
nace una selva encantada, misteriosa, de canciones, arias, danzas,
suítes, sonatas, sinfonías, conciertos...
El hombre es imagen de Dios, también, en su capacidad de
transportar y combinar y producir formas nuevas sin límite... Goza al
hacerlo, con lo hecho disfruta. Es el mundo humano del arte.
5. Otra transformación. ENC/TRANSFORMACION: Me hacía falta
lo anterior para encararme con una mutación de otro orden.
Teníamos que llegar bien entrenados y acostumbrados al cambio
para contemplar este nuevo, que es misterio. Supera todos los
anteriores y los recoge y levanta. Es la irrupción de Dios en lo
humano, es un Dios que se hace hombre, es una naturaleza
humana asumida por una persona divina. No ha sucedido en la
historia transmutación más grande, y misteriosa que ésta. Ella
justificaría todas las estabilidades y cambios del universo.
Pues entrenados con la disciplina del cambio, acostumbrados a
la sorpresa del salto, educados a imaginar y esperar más,
vislumbramos un cambio que nos desborda y que aceptamos
gozosos y humildes: la encarnación.
El Hijo de Dios hecho hombre asume el mundo mineral, vegetal,
animal y humano. Su naturaleza humana es el macrocosmos,
unidad de toda la creación, y al mismo tiempo el empalme de la
creación con Dios de modo misterioso. Este es el cambio máximo.
Creemos en él sin apenas entenderlo, pero el creer nos llena de
pasmo y de gozo. Hay un momento en que su figura humana deja
tras-lucir otra figura escondida, y se transfigura. Quedan absortos
los tres testigos, con ganas de seguir contemplando para siempre.
La transfiguración es como un acto de trans-parencia de los
símbolos. La impresión es de luz blanquísima, intensísima, sin
deslumbrar. Como si el cuerpo familiar se resolviese en luz (como si
la materia se transformase en energía). Fue un anticipo efímero del
cambio futuro. La humanidad asumida por el Hijo de Dios participa
de lleno de la experiencia humana, menos el pecado, hasta la
muerte, y una muerte de cruz. Pero por esa muerte pasa a la
gloríficacíón, que es cambio definitivo.
Hay que detenerse en este punto, porque no podemos entender
ni debemos pensar la transformación eucarística si no es en
términos de glorificación. La imaginación, que nos ayuda, nos
puede engañar. Los artistas representan a Cristo glorificado con
una corporeidad como la precedente, sólo que radiante.
(Recordemos el atlético Cristo resucitado, con la cruz, de Miguel
Ángel). Han dado pie para ello los relatos evangélicos de la
resurrección, que presentan un cuerpo semejante al anterior como
prenda de identificación sensible, aunque dotándolo de cualidades
superiores. Nuestra imaginación no puede imaginar de otra manera.
Pero nuestra mente puede concebir de otro modo y puede criticar
las imágenes o servirse de ellas con conciencia de su limitación.
Pues bien, puestos a imaginar, pidamos auxilio a la ciencia
moderna, que nos habla de materia y energía y de la
transformación de materia en energía. La luz es energía y es
corpórea, sea que adoptemos un modelo ondulatorio o uno
corpuscular. La energía no es materia, pero tampoco es inmaterial o
espiritual. Imaginemos que la corporeidad del glorificado está
formada de pura energía sin materia. Tendrá relaciones y
cualidades nuevas en el espacio y el tiempo: concentración intensa,
presencia difusa, movilidad sin trabas, acción y comunicación... Un
universo formado de pura energía sería un universo corpóreo y
nuevo. Un cuerpo glorificado compuesto de pura energía es una
imagen, de acuerdo, pero está mucho más cerca de la realidad que
el resucitado de mármol de Miguel Ángel o la figura leve y suave de
Fra Angélico.
6. Seguimos imaginando y discurriendo. Por la resurrección,
Cristo ha alcanzado esa etapa definitiva de transformación que la
transfiguración prefiguraba. A ella están llamados los hombres y,
subordinadas a ellos, otras criaturas. Por la energía o atracción
del,Resucitado, un trozo de pan, una copa de vino, son arrastrados
y transportados a ese momento final y definitivo, para salvación del
hombre «con esa energía que le permite incluso someterse el
universo» (Flp 3, 21). La energía del Crucificado se concentra en
ese círculo y volumen del pan y el vino, para comunicarse a través
de ellos al hombre. Hemos quedado en que esa energía es su
corporeidad. Como la transfiguración fue anticipo, así lo es la
transformación eucarística. Entonces cambia la «figura», ofreciendo
a la contemplación la realidad íntima, todavía con velo de
apariencias. Ahora, sin cambio de apariencias, se ofrece a la
comunión=comunicación el cuerpo glorificado. Y se transmite
anticipadamente una vida que será definitiva.
Estoy imaginando el modo de un hecho real. No estoy
describiendo una actividad puramente mental del creyente. El
Resucitado actúa realmente, con la fuerza del Espíritu, sobre el pan
y el vino; comunica realmente por ellos, transformados, su vida
definitiva.
He manejado imágenes como instrumento de inteligencia y
explicación. Seamos conscientes de su carácter aproximativo,
analógico. Lo importante es que nuestro punto de partida sea la
glorificación de Cristo. No es Cristo en su situación mortal el que se
hace presente en la Eucaristía, Pero sí es la persona de Cristo la
que se comunica transfundiendo su vida. El suyo es un cuerpo vivo,
el cuerpo de una Persona.
EU/ADV-ANTICIPADO: ADV/EU: La Eucaristía es como un
segundo adviento o venida corpórea de Cristo glorificado. Adviento
anticipado, como explicaba en el capítulo sobre la memoria.
Mirándolo con la perspectiva opuesta, podría decir que es un salto
hacia el futuro definitivo de los dones y de la comunidad. Y juntando
las dos perspectivas, diría que es un encuentro de Cristo con la
creación y los hombres: con la creación, representada por el pan y
el vino (como vimos en el capítulo sobre el ofertorio-beraka); con
los hombres, representados por esta comunidad cristiana.
Cristo ya ha llegado al término para siempre; en él una
humanidad singular ya ha llegado. El resto de la humanidad, el
resto de la creación, siente ahora una atracción hacia arriba, hacia
el futuro; y por detrás, un impulso o empuje: la atracción de la gloria
de Cristo, el impulso del Espíritu; como un viento que abomba las
velas empujando la nave hacia su transfiguración. Como si la nave
saliese de un meridiano de sombras a transfigurarse en blancura
luminosa por la acción del sol que ya ha salido. Sometida a las dos
fuerzas, se está transformando por dentro, «aunque todavía no se
ve lo que vamos a ser» (1 jn 3, 2).
Es como si el pan y el vino se nos hubieran adelantado para
llegar a un término suspirado; lo han hecho, como decía el libro de
la Sabiduría, para nuestra salvación. Ya transformados, implantan
en nosotros un principio de transfiguración sucesivo que, por pasos,
llegará a la transformación definitiva: «nos vamos transformando en
su imagen con resplandor creciente; tal es el influjo del Espíritu del
Señor» (2 Cor 3, 18). También nosotros suspiramos por esa
glorificación a la que estamos llamados. La Eucaristía es testimonio,
garantía, anticipo de nuestra transformación. También la comunidad
se va transformando progresivamente en comunidad de hermanos,
de hijos de Dios
La Eucaristía, como unidad articulada, es transformación. Del
repertorio copioso de nuestra tradición podemos entresacar unas
cuantas denominaciones: cambio, mutación, transformación,
devenir, hacerse, remodelar, santificación, consagración,
transfiguración, reformación. Diversas palabras para un misterio
único.
(Nota. He tocado apenas un aspecto de un tema complejo y
debatido. Por eso remito al lector a la excelente exposición histórica
y sistemática de Gesteira, libro citado, cap. VI, páginas 421-574).
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 99-110
PADRE NUESTRO y PAZ
1. MISA/PAZ.PAZ/RITO.
En la última reforma de nuestra misa se ha recuperado para
todas las Eucaristías un gesto simbólico que hacemos
inmediatamente antes de acudir a comulgar con el Cuerpo y
Sangre de Cristo: nos damos la paz unos a otros.
Es un gesto, no meramente de urbanidad, o de amistad, o de
saludo: es un gesto comprometedor. No podemos ir a comulgar con
Cristo si no estamos en actitud interior de comunión con el
hermano. Los vecinos a los que damos la mano o el abrazo son
representantes de todos aquellos con los que entramos en
contacto en la vida. El gesto no es un signo de lo bien que van las
cosas, o de la fraternidad que ya reina entre nosotros: sino de la
que queremos y nos comprometemos a construir.
J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1986, 14
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2. PAZ/LITURGIA GESTOS-PAZ GESTOS/PATER
LOS GESTOS DEL PADRENUESTRO Y LA PAZ.
El rito de la comunión nos introduce en la misma dinámica, tal
como lo tenemos -¡desde hace siglos!- en la liturgia romana:
recitamos el padrenuestro y nos comunicamos la paz de Cristo
unos a otros. Del reconocimiento de Dios como Padre, al
reconocimiento de los otros como hermanos, a través de la
confesión de la paz de Cristo resucitado, que, en definitiva, es un
modo de referirse al don del Espíritu Santo.
Los gestos que acompañan estos momentos de la celebración
ayudan a entrar en esta dinámica educativa. El padrenuestro lo
recitamos con las manos abiertas y elevadas. Es la actitud típica del
orante cristiano, la que encontramos en las catacumbas como
expresión del fiel que vive de cara a Dios. La paz, en cambio, nos la
comunicamos con un gesto de amor al prójimo: el abrazo, el
apretón de manos, el beso... Con este doble gesto expresamos las
dos dimensiones imprescindibles del amor cristiano, centrándolo
todo en Jesucristo, muerto y resucitado.
En algunos lugares hay quien parece creer que es mejor recitar
el padrenuestro dándose las manos todos los presentes, como
signo de hermandad. No estoy seguro de que ese sea el mejor
gesto para ese momento. En el padrenuestro, las manos elevadas
hacia el Padre común, como hijos, son mucho más adecuadas que
la expresión de la fraternidad entre nosotros. La fraternidad con
todo el realismo de la dificultad que supone vivir como hermanos, la
expresamos con el gesto de paz y reconciliación.
Si sólo hacemos gestos de fraternidad -darse las manos,
abrazarse, besarse, etc.- podríamos correr el riesgo de llegar a
olvidar la fuente y la raíz de esta fraternidad.
PERE TENA
EN "CATALUÑA CRISTIANA"
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3. MANOS/PATER
UN GESTO PARA EL PADRENUESTRO
La postura de las manos puede ayudar a que una oración sea
más expresiva. Así, no es indiferente el que un presidente proclame
el prefacio con los brazos cruzados o elevados al cielo, que
perdone los pecados sólo con palabras o con la imposición de las
manos.
La comunidad, por el contrario, parece maniatada. Dice palabras,
pero hace pocos gestos con sus manos. Uno de los momentos en
que se puede pensar si convendría introducir un gesto, aunque no
esté en los libros ni en la tradición, es el del padrenuestro.
El que preside extiende las manos mientras dice esta oración. La
comunidad, en principio, no. Y es que hay momentos en que las
palabras lo dicen todo, como es éste del padrenuestro. Y otros en
que no hacen falta palabras, como el gesto de la paz, porque ya es
expresivo de por sí.
Pero si quisiéramos "inventar" una postura de las manos para
hacer más expresivo el padrenuestro, podríamos pensar en dos.
Esta oración tiene una dirección vertical -"Padre"- y pediría unas
manos elevadas al cielo; y otra horizontal -"nuestro"- y podría
pensarse en que todos se cogieran unos a otros de las manos
durante su rezo.
De los dos gestos, el más adecuado para este momento parece
el de las manos elevadas, con las palmas hacia arriba, como hace
el sacerdote (aunque sin tanto carácter presidencial). La razón
principal es que la dirección horizontal -de fraternidad- ya se
expresará en seguida dándose el saludo del paz con los más
cercanos.
Expresar la solidaridad es algo muy laudable: no somos sociedad
anónima en la celebración. Pero es lo que estamos haciendo
cuando oramos y cantamos y caminamos juntos a la comunión.
Además, cogerse de la mano -con el contacto prolongado que
supone, sobre todo si el padrenuestro se canta- resulta eh
bastante regiones un tanto violento. Y no se puede uno negar
fácilmente. Uno puede comulgar en la mano o en la boca, como
quiera; pero si dicen de cogerse de la mano, llamaría la atención
que uno se negara a hacerlo.
Mientras que sí resulta más factible y expresivo el que el
padrenuestro lo podamos decir con las manos extendidas, como
signo de que nuestro ser entero tiende a Dios, y que decimos esas
palabras a "alguien". Es la postura clásica de los cristianos orantes,
ya desde los primeros siglos. Es la postura que el misal oficial
italiano invita a adoptar a los fieles, si quieren.
No estaría mal que pensáramos si también entre nosotros sería
un gesto que ayudaría a superar la rutina y a dar un poco más de
vida a este momento tan interesante de preparación a la comunión
que es el padrenuestro.
J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 1998, 13, 51
EL GESTO DE LA PAZ
"El segundo elemento de preparación a la comunión en nuestro misal es el gesto de la paz, con el que "los fieles imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad, antes de participar de un mismo pan" (IGMR 56B)
En la última reforma se ha situado este gesto inmediatamente después del padrenuestro, mientras que antes se intercambiaba en medio de la fracción del pan. Ahora es más lógica la secuencia de la celebración.
El gesto de la paz entre cristianos es muy antiguo. Cf. por ejemplo. Rm16,16: "saludaos unos a los otros con el beso santo". No es extraño que se introdujera en la Eucaristía.
Pero hemos visto costumbres distintas en los varios documentos. En algunas liturgias sigue haciéndose después de la liturgia de la palabra, como "sello" de la oración universal, y antes de la preparación de los dones sobre el altar, siguiendo así expresamente la recomendación de Mt 5,23-24: "si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofensa allí y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda".
En Roma también se hizo así en los cuatro primeros siglos, como nos atestiguan Justino o Hipólito para los siglos II y III. Tiene muy buen sentido que se haga así: la paz, con todo lo que tiene de compromiso fraterno, es una buena respuesta a la palabra proclamada y celebrada en comunión.
Pero a finales del siglo IV y principios del V, en Roma se prefirió cambiar de ubicación este gesto, situándolo antes de la comunión. El Papa Inocencio I parece interpretarlo como conclusión de la anáfora y del padrenuestro, mientras que Gregorio Magno, lo relacionó directamente con la comunión. Prevaleció esta última interpretación.
Hay que decir que el sentido profundo del gesto de la paz queda muy bien resaltado en la cercanía de la comunión: antes de acudir a la mesa común, a recibir el mismo pan de vida en familia, la comunidad hace un gesto de reconciliación, como expresando con un acto simbólico lo que acaba de pedir y prometer en el padrenuestro: ser perdonados y perdonar.
Este gesto conoció una historia de decadencia, y nosotros, antes de la actual reforma, lo hemos conocido como casi reservado al clero, sólo en las misas solemnes, y en un sentido que podemos llamar "descendente": el presidente besaba el altar, como recibiendo la paz de Cristo, y la comunicaba al diácono, y este a su vez a otros ministros. Fuera del presbiterio se daba a través del "portapaz", pero no a todo el pueblo. Ahora la paz es "ascendente", horizontal y simultánea: antes de acudir a la comunión, todos se hacen mutuamente, con los más cercanos, el signo de la fraternidad.
Una oración prepara y da sentido al gesto: "Señor Jesucristo, que dijiste a los apóstoles...". Una oración que antes (a partir del siglo XI) era una de las "privadas" del sacerdote, pero ahora se ha querido hacer en voz alta (y convirtiendo el "pecata mea" en "pecata nostra") para motivar el gesto simbólico. Se habla de "mi paz os dejo, mi paz os doy": se trata, no de una paz meramente humana, ya conquistada, o relacionada primariamente con la amistad humana, sino procedente de Cristo resucitado, que es nuestra verdadera paz (cf. Ef 2,13-18; Flp 2,5)
Sigue un deseo de paz por parte del presidente a la comunidad y una invitación diaconal para que todos hagan el gesto.
El gesto, que cada conferencia episcopal podría adaptar a su cultura (IGMR 56b), tendría que ser a la vez expresivo y moderado, con toda intención de compromiso que tiene antes de la comunión, cara a la fraternidad y reconciliación universal, como uno de los frutos de la unión con Cristo.
Nos resultaría educador que cada vez se nos recuerde que la Eucaristía, además de unirnos a Cristo, nos debe unir como hermanos. San Pablo (1Co 11) llegó a decir a los corintos que lo que celebran no tenía nada que ver con la cena del Señor ("eso no es comer la cena del Señor), porque les faltaba fraternidad ("avergonzáis a los pobres, despreciáis a la comunidad").
La Eucaristía
José Aldazabal SDB
Comunión
1. Solemos llamar «comunión» el acto
de tomar o recibir o ingerir el pan y el vino eucarísticos: es parte
sustancial de un banquete. De todo lo que llevo explicando en las
reflexiones precedentes, resulta que dicha interpretación es
verdadera, pero algo angosta. La comunión puede ser un momento,
un acto de la Eucaristía, y puede considerarse también como un
aspecto. Así la voy a exponer, utilizando las siguientes categorías:
comunión, comunicación, participar, compartir. Y para ello
comenzamos leyendo un relato sobre Elías: /1R/17/10-16:
10: Elías se puso en camino hacia Sarepta, y al llegar a la entrada del
pueblo encontró allí a una viuda recogiendo leña. La llamó y le dijo: -Por
favor, tráeme un poco de agua en un jarro para beber.
11: Mientras ella iba a buscarla, Elías le gritó:
-¡Por favor, tráeme en la mano un trozo de pan!
12: Ella respondió: -¡Vive el Señor, tu Dios! No tengo pan; sólo me
queda un puñado de harina en el jarro y un poco de aceite en la aceitera.
Ya ves, estaba recogiendo cuatro astillas: voy a hacer un pan para mí y
para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.
13: Elías le dijo: -No temas. Anda a hacer lo que dices; pero primero
hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás
después.
14: Porque así dice el Señor, Dios de Israel: el cántaro de harina no se
vaciará, la aceitera no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la
lluvia sobre la tierra.
15: Ella marchó a hacer lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella
y su hijo durante mucho tiempo.
16: El cántaro de harina no se vació ni la aceitera se agotó, como lo
había dicho el Señor por Elías.
La viuda y su hijo se van a repartir los últimos bocados, como la
comida de dos condenados a muerte. Elías pide que lo compartan
primero con un extranjero, que sólo puede ofrecer un oráculo
divino. ¿Quiere Elías acelerar la muerte o prolongar la vida? La
viuda escucha el oráculo como palabra de Dios, se fía de la
promesa y comparte lo único, lo último que tiene. Mucho más que
las monedillas de la viuda del Evangelio.
Ejemplo supremo de compartir. No sólo unos puñados de harina,
un chorro de aceite, sino en ellos su vida y la de su hijo. Y es que
ya estaban compartiendo los tres la misma fe y esperanza en Dios.
Y seguirán repartiéndose la promesa-palabra de Dios hecha pan y
aceite.
Relato escueto, esencial, que podría bastar para una meditación
sobre la comunión eucarística. Jesús, que da y reparte hasta lo
último de su vida en su sangre, para poder hacernos partícipes de
su vida glorificada. Pero es necesario que participemos también de
su palabra, para compartirlo después como pan.
2 . COMPARTIR/QUE-ES: Compartir es dar a otro parte de lo
mío, o repartir entre varios un bien, aun sin dividirlo. Una misma raíz
suena en partir, repartir, compartir y participar, partidario...
Los israelitas comparten muchas cosas. En primer lugar, la tierra
prometida y entregada y repartida a suertes por Josué. A cada
familia le ha de tocar su parte o parcela o porción estable, para que
se realice y se perpetúe la participacíón de todos en la tierra, don
de Dios. Pero hay acaparadores codiciosos «que añaden casas a
casas, juntan campos a campos, hasta no dejar sitio y vivir ellos
solos en el país» (Is 5, 8). No comparten y no comunican,
condenados a la soledad.
¿Y los que no reciben una parcela hereditaria? Emigrantes,
levitas. De los frutos de la tierra hay que proveer a sus
necesidades: «He apartado de mi casa lo consagrado, se lo he
dado al levita, al emigrante, al huérfano y a la viuda, según el
precepto que me diste» (Dt 26, 13). ¿Y los pobres? Por el préstamo
o la limosna, también ellos han de participar de los bienes de la
tierra: «Abre la mano a tu hermano, a tu pobre, a tu indigente, en tu
tierra» (Dt 15, 11).
Los israelitas comparten los mismos padres: Abrán, Isaac y
Jacob. Una misma historia, que arranca de la liberación de Egipto: la
cuentan y la cantan en común. Comparten el gozo de las fiestas
nacionales; pero también la carga de los pecados, que confiesan en
común. Por tanto, comparten responsabilidades y tareas: Nehemías
asignará a cada familia o grupo un lienzo de muralla de Jerusalén
para la reconstrucción en común de la ciudad.
Los israelitas comparten el mismo rey, desde David. Hasta
pueden surgir disputas sobre quién tiene más derecho al rey:
2 Sm 19, 42: Los israelitas fueron al rey David a decirle: ¿Por qué te
han acaparado nuestros hermanos de Judá y han ayudado al rey, a su
familia y a todo su séquito a pasar el Jordán?
43: Pero todo Judá respondió a los de Israel: ¡Es que el rey es más
pariente nuestro! ¿Por qué os molestáis? Ni hemos comido a costa del
rey ni hemos sacado provecho.
44: Los de Israel respondieron a los de Judá ¡Nos tocan diez partes del
rey, y además somos el primogénito! No nos despreciéis...
Cuando sucede el cisma, el grito de rebelión suena así:
1 Re 12, 16: ¿Qué nos repartimos nosotros con David?
¡No heredamos juntos con el hijo de Jesé!
Los israelitas comparten el mismo Dios, a quien llaman «el Señor
nuestro Dios»: «¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó
un mismo Dios?» (Mal 2, 10). Sobre este fondo amplio, que se
podría enriquecer, hay que leer los casos particulares.
3. Estos casos particulares serán textos en que figura el tema del
banquete o la comida, como expresión del participar o compartir.
En el primer texto nos parece asistir a una proto-eucaristía. Un
protagonista cuenta las recientes hazañas del Dios salvador y
liberador; un sacerdote responde con una bendición (beraka) al
Señor por sus beneficios; se ofrecen víctimas en sacrificio y se
celebra un banquete de comunión:
Ex 18, 8: Moisés contó a su suegro todo lo que había hecho el Señor al
Faraón y a los egipcios a causa de los israelitas, y las dificultades que
habían encontrado por el camino y de las cuales los había librado el
Señor.
9: Se alegró Jetró de todos los beneficios que el Señor había hecho a
Israel, librándolo del poder egipcio, y dijo:
10: ¡Bendito el Señor, que os libró del poder de los egipcios y de
Faraón!
11: Ahora sé que el Señor es el más grande de los dioses, pues cuando
os trataba con arrogancia, el Señor libró al pueblo del dominio egipcio.
12: Después Jetró, suegro de Moisés, tomó un holocausto y víctimas
para Dios; Aarón, con todas las autoridades israelitas, entró en la tienda,
y comieron con el suegro de Moisés, en presencia de Dios.
La cosa comienza como asunto de familia: la esposa y los hijos,
que han vívido con el padre y abuelo, Jetró, salen a recibir a
Moisés; al final participa una representación de Israel en el
banquete sacrificial. Pero el relato y la bendición parecen
restringidos a la familia.
Menos sugestivo, más comunitario, es el episodio en que David
hace transportar el arca a Jerusalén, la capital. Al narrador le
interesa mucho la danza litúrgica del rey y se contenta con una
información breve sobre lo demás:
2 Sm 6,17: Metieron el arca del Señor y la instalaron en su sitio, en el
centro de la tienda que David le había preparado. David ofreció holocaustos
y sacrificios de comunión al Señor, 18: y cuando terminó de ofrecerlos,
bendijo al pueblo invocando el nombre del Señor de los Ejércitos; 19:
luego repartió a todos, hombres y mujeres de la multitud israelita, un bollo
de pan, una tajada de carne y un pastel de uvas pasas a cada uno.
Más que el carácter sacrificial de un banquete, aparece el
carácter festivo y la munificencia regia. Todos se han de alegrar ese
día de fiesta, y la alegría se expresará en la participación igualitaria
en una comida sustanciosa a cuenta del rey. La bendición del
pueblo tiene carácter conclusivo; no es la bendición de acción de
gracias a Dios.
4. Sobre esos dos incidentes episódicos resalta un recuerdo que
ha alimentado la fantasía religiosa y la reflexión teológica en el
Antiguo y el Nuevo Testamento: se trata del maná. Prodigioso
alimento en el desierto, poco apreciado por los inmediatos
beneficiados (Nm 1l), transformado en la visión poética del tardío
libro de la Sabiduría:
16, 20: A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles,
proporcionándole gratuitamente, desde el cielo, pan a punto, de mil
sabores, a gusto de todos;
21: este sustento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura, pues servía al
deseo de quien lo tomaba y se convertía en lo que uno quería.
MANA/IGUALITARIO: Una referencia importante en el evangelio
de Juan (6, 31.49) y otras tres alusiones (1 Cor 10, 3; Hb 9, 4; Ap 2,
17) han asegurado al maná su valor de símbolo o tipo, gracias a lo
cual ha pasado a la tradición cristiana y ha hecho fortuna en la
teología y la espiritualidad. Yo voy a fijarme en el aspecto de
alimento, ya que el maná ni es banquete ni se relaciona con el culto
y los sacrificios. Pero representa muy bien el carácter comunitario y
provisorio del producto.
Comenzamos por el carácter comunitario e igualitario:
Ex 16, 16: Moisés les dijo: -Es el pan que el Señor os da para comer.
Estas son las órdenes del Señor: que cada uno recoja lo que pueda
comer, dos litros por cabeza para todas las personas que viven en cada
tienda.
17: Así lo hicieron los israelitas: unos recogieron más y otros menos.
18: Y al medirlo en el celemín, no sobraba al que había recogido más ni
faltaba al que había recogido menos. Había recogido cada uno lo que
podía comer.
El pan que «envía Dios desde el cielo» (v. 4) basta para
satisfacer la necesidad de cada uno, y no sirve para crear ricos y
pobres. Es don de Dios, lluvia celeste, y a los hombres sólo toca
recogerlo. El carácter provisorio lo liga con el precepto del sábado:
16,19: Moisés les dijo: -Que nadie guarde para mañana.
20: Pero no le hicieron caso, sino que algunos guardaron para el día
siguiente, y salieron gusanos que lo pudrieron. Y Moisés se enfadó con
ellos.
21: Lo recogían cada mañana, cada uno lo que iba a comer, porque el
calor del sol lo derretía.
22: El día sexto recogían el doble: cuatro litros cada uno. Los jefes de la
comunidad informaron a Moisés, 23: y él les contestó: -Es lo que había
dicho el Señor: mañana es sábado, descanso dedicado al Señor: coced lo
que tengáis que cocer y guisad lo que tengáis que guisar, y lo que sobre
apartadlo y guardadlo para mañana.
24: Ellos lo apartaron para el día siguiente, como había mandado
Moisés, y no le salieron gusanos ni se pudrió.
25: Moisés les dijo: -Comedlo hoy, porque hoy es descanso dedicado al
Señor, y no lo encontraréis en el campo; 26: recogedlo lo seis días, pues
el séptimo es descanso y no lo habrá.
EU/PATER/PAN-CADA-DIA: Cada día se
recoge y consume la ración cotidiana; el viernes se recoge también
la ración del día siguiente, que es día de descanso. Esta pista nos
lleva al Padre nuestro, que recitamos antes de la comunión. Un
adjetivo enigmático del griego, epiousion, ha sido traducido en un
caso por «cotidiano», en otro por «supersubstancial». Una tradición
semítica antigua lo ha entendido como «inminente, de mañana». Lo
cual nos da dos lecturas que cuadran con nuestra Eucaristía: es el
pan de cada día y es el pan del mañana. Es decir, el pan diario de
nuestra peregrinación, el pan del mañana celeste, que se anticipa
para alimentarnos con vida futura inmortal. Porque el mañana es el
día de descanso: descanso definitivo, que se anticipa en la
celebración periódica del día del Señor.
5. Otro texto favorito de la tradición es el banquete de la
Sabiduría presentado en Proverbios 9. «Sabiduría» o «Sensatez»
aparece personificada como dama noble que invita a un banquete.
El capítulo 9 clausura la sección inicial del libro y se abre a lo que
sigue; de esta manera, el resto del libro es como el banquete rico y
variado dispuesto para el goce y consumo.
1: La Sensatez se ha edificado una casa,
ha labrado siete columnas,
2: ha matado las reses, mezclado el vino
y puesto la mesa,
3: ha despachado a sus criadas a pregonarlo
en los puntos que dominan la ciudad.
4: El que sea inexperto, venga acá,
al falto de juicio le quiero hablar:
5: Venid a comer de mis manjares
y a beber el vino que he mezclado;
6: Dejad la inexperiencia y viviréis,
seguid derechos el camino de la prudencia.
También la Sensatez de Eclo 24 invita con sus frutos:
18: Venid a mí los que me amáis
y saciaos de mis frutos;
20: mi nombre es más dulce que la miel
y mi herencia mejor que los panales.
21: El que me come tendrá más hambre,
el que me bebe tendrá más sed.
Como Pablo ha llamado a Cristo «Sabiduría de Dios» (1 Cor 1,
30), la tradición secular ha aplicado a Cristo los textos citados,
refiriéndolos especialmente a la Eucaristía. El nos ofrece su
sabiduría paradójica y superior y se nos ofrece como sabiduría
consumada. Hay que reflexionar sobre este último dato.
6. El banquete eucarístico. Espero que podamos ahora
ensanchar nuestra visión. Una de las finalidades de la reciente
reforma litúrgica era favorecer la participación. Participar y compartir
son nuestros verbos conductores. Celebrar misa y no sólo oírla.
Comulgar y no sólo asistir. El com-o-partir culmina en la comunión,
pero no se limita a ella.
EU/COMPARTIR-PAN-PAL: La comunidad comparte antes las
lecturas o la audición de la palabra de Dios. Ya Agustín observó el
hecho de una palabra única, que suena en boca de uno, se reparte
sin partirse, llega a todos por igual y, por convergencia, crea un
círculo de atención. Todos comparten el pan de la palabra, cada
uno según su capacidad y necesidad; ni a uno le sobra ni a otro le
falta. Y compartiéndolo, estrechan su unidad. La palabra no es
monopolio de unos elegidos (como podían dar la impresión las
lecturas en latín). En las lecturas se nos entrega esa sabiduría o
sensatez de Cristo que ha de ir modelando nuestro pensar y sentir
cristianos. Más que teorías uniformes, necesitamos asimilar la
sensatez del evangelio, todos y cada uno, hasta que se convierta
en nuestro «sentido común» cristiano. Es un proceso que en la
Eucaristía tiene su tiempo privilegiado.
Respondiendo a la proclamación, podemos recitar unánimes
nuestra profesión de fe y cantar al unísono o en armonía nuestro
común sentir. (También el contrapunto podría presentarse como
modelo de unidad en la variedad de las voces) ¿Hay mejor imagen
de la unidad deseada que la música? Hay una partitura, cada uno
canta su parte, uno dirige, y el espacio entero que nos envuelve
ajusta y acopla sus vibraciones, nos invade gozosamente, nos
transporta por el sonido a un mundo del espíritu. También la
escucha silenciosa de una pieza instrumental puede unir y fundir a
todos.
Hay en la celebración eucarística otra comunión paradójica, que
es la confesión de pecados. Además de la carga personal de
pecados que cada uno lleva, hay culpas de la comunidad,
compartidas. Hemos visto cómo los israelitas se sentían unidos en la
confesión de pecados comunes. Y es que el confesar de ese modo
es aceptar responsabilidades comunes y compartidas. Si
compartimos una responsabilidad, también compartimos
solidariamente los errores consiguientes. Y si ha habido
responsabilidades comunes en el pasado, las hay en el futuro
próximo: son las tareas comunes. La Eucaristía puede desarrollar
en nosotros también ese sentido comunitario.
Para la comunión en sentido estricto bastará recoger cosas ya
dichas o apuntadas. Una sola carne se reparte a todos (como David
en la fiesta del arca). Una sangre única circulando por el cuerpo de
la comunidad, llevando el oxígeno del Espíritu a cada célula. Como
el aire que nos envuelve y respiramos sale modelado en palabra y
propaga la vibración y es mediador de comunicación verbal. Como
la luz que nos envuelve y actúa en nosotros reflejándose y revela
nuestra figura personal y es mediadora de presencia mutua. Así el
cuerpo glorificado de Cristo se hace medio de comunicación y
comunión. ¿Entra él en nosotros o, más bien, entramos nosotros en
él? Con esta realidad superamos la memoria compartida, sin
anularla.
Por esta comunión misteriosa, todo es comunión en la
Eucaristía.
7. Los textos litúrgicos no son muy generosos en proponer o
explicar este aspecto; como si a la palabra sucediera finalmente la
acción y el silencio. El texto de esta parte de la Eucaristía es
escueto: el «Padre nuestro» y lo que le sigue: la paz, presentación
del «Cordero de Dios», palabras del centurión. A algunos les
parece que la cosa se precipita. Mejor sería decir que se -remansa
en el silencio. También el silencio se puede compartir como una
plenitud: porque están todos «llenos del Señor, como las aguas
colman el mar» (Is 11, 9).
Habrá que buscar en el «propio» del misal para aducir algunos
textos pertinentes. Del segundo domingo del tiempo ordinario:
«Derrama, Señor, sobre nosotros tu espíritu de caridad para que,
alimentados por el mismo pan del cielo, permanezcamos unidos en el
mismo amor.»
Del domingo quinto:
«Oh Dios, que has querido hacernos partícipes de un mismo pan y de
un mismo cáliz; concédenos vivir tan unidos a Cristo que fructifiquemos
con gozo en bien de la salvación de los hombres.»
Del domingo undécimo:
«Que esta comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra
unión contigo, realice la unidad en tu Iglesia.»
Del domingo vigésimo sexto:
«Que esta eucaristía, Señor, renueve nuestro cuerpo y nuestro espíritu,
para que participemos de la herencia gloriosa de tu Hijo, cuya muerte
hemos anunciado y compartido.»
Me parece significativo que justamente en la liturgia para la unión
de los cristianos se encuentren textos tan significativos sobre
comunión y unión. Se pide que se «forme una sola familia con el
vínculo del amor y la fe verdadera»; que trabajemos por «unir a
todos los creyentes con el vínculo de la paz»; que «superando toda
división entre los cristianos, tu Iglesia se recomponga en comunión
perfecta». Una poscomunión dice así:
«Que esta comunión eucarística, signo de nuestra fraternidad en Cristo,
santifique a tu Iglesia con el vínculo del amor.»
Conscientes de que la unión es una tarea, una oración pide el
don del Espíritu, «para que con la búsqueda sincera y el
compromiso común, reconstruya la unidad perfecta de tu familia». Y
uno de los introitos recoge el texto clásico de la carta a los Efesios
4, 4-6:
Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu,
como una es también la esperanza que os abrió su llamamiento;
un Señor, una fe, un bautismo,
un Dios y Padre de todos,
que está sobre todos, entre todos, en todos.
8. La comunión de la Eucaristía se prolonga en el antes y el
después. Antes, porque ha de haber ya comunidad para que haya
comunión; porque hay que compartir muchos bienes antes de
compartir el cuerpo y sangre de Cristo. Después, porque la
comunión eucarística es ejemplo e impulso para seguir
compartiendo y comunicando.
CO/COMUNICACION COMUNICACION/COMUNION: En última
instancia, es el egoísmo lo que nos impide o dificulta el compartir y
comunicar. Nos aferramos a nuestras posesiones, también a las
espirituales, nos cerramos en nosotros. Tenemos hoy muchos
medios de comunicación, pero ¿aumenta en proporción la
comunicación entre personas? A lo mejor esos medios nos
comunican sólo informaciones y hasta pueden impedir que las
personas se comuniquen entre sí. A lo mejor quedamos anegados,
sepultados en datos, hasta quedar incomunicados.
Es verdad que comunicar información es una manera de
compartir, pues la información puede ser muy valiosa. Pero no lo es
todo. Es verdad que un pudor espontáneo nos mueve a celar
nuestra interioridad. Por eso es más preciosa la comunión de lo
íntimo.
La comunión eucarística puede ser escuela de comunicación.
Compartimos el cuerpo y sangre glorificados de Cristo, porque el
Padre nos ha comunicado a su Hijo: una persona, no una simple
información. «Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo
regale todo?» (/Rm/08/32). Más aún, el Padre nos comunica al Hijo,
que es comunicación. Porque en Dios todo es comunicación de la
totalidad del ser, la comunicación del ser es el ser o consistencia de
las personas. El Padre, haciéndonos partícipes de su Hijo entero,
nos da el ejemplo y la capacidad de comunicar:
Jn 14, 20: Aquel día conoceréis que yo estoy con el Padre, vosotros
conmigo y yo con vosotros.
17, 21: Que sean todos uno, como tú, Padre, estás conmigo y yo
contigo.
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 123-135
Bendición final
Nuestra eucaristía concluye con un nuevo signo de la cruz e invocación trinitaria, formando una conspicua inclusión. Pero esta vez, al final de la celebración tiene signo distinto. No es marca, sino bendición.
Por tanto, hemos de recordar lo dicho sobre «bendecir» a
propósito del ofertorio=beraka. Cuando el hombre bendice a Dios,
reconoce y agradece; cuando Dios bendice al hombre, pronuncia
una palabra eficaz, otorga bienes. Es decir, Dios comenzó
bendiciendo al hombre con los frutos de la tierra, el hombre
respondió ofreciendo un obsequio agradecido, fruto de su trabajo, y
Dios responde bendiciendo de nuevo al hombre. Tal es el ritmo del
gran diálogo.
Para comprenderlo mejor voy a citar y comentar un salmo
ejemplar: el 134. Se trata del relevo de la guardia sacerdotal en el
templo. Día y noche se suceden los turnos de servicio en el templo,
en la casa del Señor. Por medio de sus sacerdotes como
representantes, el pueblo se presenta y está presente ante el
Señor. Quizá sean menos importantes los variados actos de
servicio: cuidar de candelabros y lámparas, reponer los panes,
vigilar los accesos. Probablemente lo más importante sea
representar a una comunidad que es huésped en la tierra del Señor
y quiere serlo en la casa del Señor: «Dichoso el que tú eliges y
acercas para que viva en tus atrios» (Sal 65, 5).
Los turnos están asignados a familias sacerdotales, de modo
que marquen el ritmo y aseguren la continuidad: «nunca callan, ni
de día ni de noche» (Is 62, 6). El salmo sorprende el momento en
que llegan los sacerdotes del turno de la noche: es el relevo. Los
que terminan pasan una consigna a los que comienzan:
Y ahora bendecid al Señor, siervos del Señor,
los que pasáis la noche en la casa del Señor:
levantad las manos hacia el santuario
y bendecid al Señor.
-El Señor te bendiga desde Sión:
el que hizo cielo y tierra.
La función de los sacerdotes es «bendecir al Señor» es decir,
agradecerle en nombre de la comunidad todos sus beneficios o
bendiciones. Mientras vecinos y ciudadanos duermen, su corazón
vela en la persona de los sacerdotes. Esas manos alzadas hacia el
santuario, o sea, hacia el edificio que se alza dentro del recinto total
del templo, levantan y presentan a la comunidad. Como los brazos
de Moisés que se alzan intercediendo (Ex 17, 11 s). Dios comenzó
bendiciendo al pueblo, el pueblo responde bendiciendo a Dios; así
discurre el gran diálogo del pueblo con su Dios. Y no es pequeño
honor ser interlocutor en tan noble proceso.
BENDICION/D-H: El diálogo no termina ahí. Dios, que tiene la
primera palabra, tiene también la última. Por eso el salmo añade un
verso de petición eficaz. Alguien, quizá el jefe del grupo, pide al
Señor la bendición (como en otra epiclesis). ¿Va a continuar así el
diálogo? Sí, pero con una . diferencia capital. El hombre,
bendiciendo a Dios, pronuncia palabras, «biendice», expresa
sentimientos, no realiza, no ejecuta. En cambio Dios, cuando
bendice, pronuncia palabras eficaces: diciendo bien, hace bien. Su
bendecir es beneficencia. El, en un principio, pronunció palabras y
«creó el cielo y la tierra». Quien, dando órdenes, crea el universo,
puede con su palabra de bendición conservar y enriquecer a su
pueblo.
He ahí el ritmo de nuestra Eucaristía. Al final, el que hizo cielo y
tierra, el que transformó frutos de la tierra en el cuerpo glorificado
de su Hijo, nos bendice. ¿Con qué bendiciones?
2. Antes de contestar, voy a completar el salmo citado con un par
de textos. Tomo el primero del salmo 138, que concluye con una
bellísima jaculatoria. El salmo brota como acción de gracias del
orante, a la que han de unirse otros pueblos:
1: Te doy gracias de todo corazón...
2: Me postraré ante tu santuario para darte gracias
por tu lealtad y fidelidad.
4: Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra...
Es salmo eucarístico. «Dar gracias» puede sonar como sinónimo
de «bendecir». El orante ha recibido diversos beneficios: «cuando
te invoqué, me escuchaste... me conservas la vida... tu derecha me
salva». Es justo agradecer lo hecho; y no lo es menos esperar lo
que falta. Como al hombre le queda mucho para hacerse, a Dios le
queda algo por hacer. Esto es lo que pide o espera la jaculatoria
final:
8: El Señor completará sus favores conmigo:
Señor, tu lealtad es eterna,
no abandones la obra de tus manos.
Al terminar nuestra Eucaristía o acción de gracias, ¿le queda a
Dios algo por hacer? Será prenda de ello y dinamismo eficaz su
bendición conclusiva. Lo que precede es garantía y fuente.
El otro texto es el final del salmo 90: desahogo al sentir la
caducidad del hombre, la brevedad de la vida, súplica para que ese
tramo corto de existencia se llene de sentido. La intensidad
compensa la brevedad:
17: Baje hasta nosotros el favor del Señor, nuestro Dios,
y haz prosperar la obra de nuestras manos,
¡prospere la obra de nuestras manos!
El ritmo de este salmo es muy diverso de la Eucaristía. Pero su
final nos lleva a observar el contenido de la bendición.
3. ¿Qué bendiciones se nos dan? Ante todo, las bendiciones
concentradas en la celebración eucarística. En la renovación del
sacrificio de Cristo se concentran todas las bendiciones que Dios
Padre nos ha otorgado por medio de Cristo, a las que se refiere la
carta a los Efesios 1,1:
¡Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesús Mesías,
que por medio del Mesías
nos ha bendecido desde el cielo
con toda clase de bendiciones del Espíritu!
Al final de la Misa se abre una compuerta para dar salida a ese
caudal inagotable de gracias, a la potencia o energía de un cuerpo
glorificado. La compuerta cede a una forma de cruz y se abre con
sonido trinitario.
Hablar de gracias y dones puede dar una idea falsa o limitada. El
caudal de agua que se derrama por la compuerta no es simple
masa cúbica de materia, sino energía que se hará luz, que moverá
fábricas, activará aparatos, fecundará campos. La bendición bíblica
pertenece a la esfera de la energía más que a la esfera de la
materia.
El primer capítulo del Génesis, estilizando la obra de la creación,
cuenta la creación de los animales:
21: Y creó Dios los cetáceos y los vivientes que se deslizan y que el
agua hizo bullir según sus especies, y las aves aladas según sus
especies.
24: Y dijo Dios: -Produzca la tierra vivientes según sus especies:
animales domésticos, reptiles y fieras según sus especies. Y así fue.
25: E hizo Dios las fieras de la tierra según sus especies, los animales
domésticos según sus especies y los reptiles del suelo según sus
especies.
¿Por qué la insistencia monótona o hierática «según sus
especies»? Porque el autor nos inculca que Dios no creó al
principio todos los animales individualmente, sino solamente los
cabezas de especie. Y lo mismo sucedió con los hombres. A esos
animales, y al hombre, les infundió como una participación de su
poder de crear: el poder de procrear. Tal dinamismo prodigioso se
otorga en la bendición:
22: Y Dios los bendijo diciendo: creced, multiplicaos, llenad las aguas
del mar, que las aves se multipliquen en la tierra.
28: Y los bendijo Dios y les dijo Dios: -Creced, multiplicaos, llenad la
tierra y sometedla.
BENDICION/DA-PODERES: La bendición no es principalmente
entrega de dones, sino entrega de poderes. La fecundidad es la
primera y máxima bendición. Toda bendición de Dios tiene algo de
genesíaco; pero la glorificación supera al Génesis.
Cuando Eva se ve madre de un hijo, exclama: «He procreado
con el Señor» (Gn 4, 1): Eva es (significa) Madre de los Vivientes.
4. Fecundidad significa, ante todo, generación:
Gn 5, 1: Cuando el Señor creó al hombre, lo hizo a su propia imagen,
varón y hembra los creó, los bendijo...
3: Cuando Adán cumplió ciento treinta años, engendró a su imagen y
semejanza...
El hombre engendra un nuevo hombre, que es corpóreo y
espiritual. Pero el espíritu tiene otras formas de fecundidad. Así
hablamos de una vida fecunda, un escritor o compositor fecundo.
Ese es el sentido de la conclusión del salmo 90.
Como nuestra vida se realiza en una serie de obras y empresas,
invocamos la bendición de Dios para que las haga fecundas: «haz
prosperar la obra de nuestras manos».
Algunos piden a Dios que les dé las cosas hechas o que las
haga El mismo. Más justo es pedir de ordinario que nos capacite
para hacerlas. «La aptitud nos la ha dado Dios. Fue El quien nos
hizo aptos para el servicio de una alianza nueva» (2 Cor 3, 6). «No
digas: Por mi fuerza y el poder de mi brazo me he creado estas
riquezas. Acuérdate del Señor tu Dios, que es él quien te da la
fuerza para crearte estas riquezas» (Dt 8, 17s).
La Eucaristía semanal (también la diaria) es una pausa en
nuestras tareas. Cuando vamos a emprender una nueva etapa, nos
inclinamos a recibir la bendición de Dios para nuestras tareas:
corporales, intelectuales, espirituales, individuales, sociales... En el
régimen de Israel la serie sonaba así:
/Dt/28/03-06:
Bendito seas en la ciudad,
bendito seas en el campo.
4: Bendito el fruto de tu vientre,
el fruto de tu suelo,
el fruto de tu ganado,
las crías de tus reses
y el parto de tus ovejas.
5: Bendita tu cesta y tu artesa.
6. Bendito seas al entrar,
bendito seas al salir.
La serie es lo bastante concreta para reflejar una sociedad y una
economía; lo bastante estilizada para funcionar simbólicamente. La
ciudad y el campo: cultura urbana y cultura agraria; la ciudad es
«polis», madre de la política como convivencia social; el campo es
la producción en cadena organizada. Ambos son la relación entre
producir y consumir. Benditos sean ambos y su relación. Los
ganados son fecundos, para la comida y el vestido (Prv 27, 26s);
son y producen riqueza. De «pecus» viene «pecunia»
(PECUS-PECUNIA:dinero); hoy añadimos la fecundidad mecánica e
inteligente de la industria. La cesta es para recoger, la artesa para
transformar: ¿no es la fábrica una artesa genial de trasformación?
Salir es comenzar y entrar es concluir.
Naturalmente, las bendiciones no son única ni principalmente
materiales, de bienestar; son ante todo bendiciones «del Espíritu»,
para la vida cristiana.
5. Mucho menos se orientan las bendiciones a intereses y
ventajas individuales. Sería contradecir el sentido de la
«comunión», del compartir.
BENDICION/CRUZ: La bendición que cierra la Eucaristía tiene
forma de cruz. ¿Puede ser bendición la cruz? «Maldito el que
cuelga de un palo», dice la ley (Dt 21, 23). Y contesta la carta a los
Gálatas:
3,13: El Mesías nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por
nosotros un maldito, pues dice la Escritura: Maldito el que cuelga de un
palo;
14: y esto para que la bendición de Abrán alcanzase a los paganos y
por la fe recibiéramos el Espíritu prometido.
La cruz en sí no es bendición, sino suplicio ignominioso. Pero el
sacrificio por amor es fecundo; por eso la cruz de Cristo es fuente o
cauce de bendición. La forma de cruz que la liturgia imprime a la
bendición está recordando que la fecundidad que brota de la
Eucaristía pasa por el sacrificio del egoísmo. Que el servicio, y
también el sufrimiento al servicio de los otros, es fuente de
fecundidad, porque está bendecido por Dios. Empalmamos así con
el comienzo de la celebración, que nos marcaba con esta marca de
salvación.
La bendición se hace además invocando el nombre trinitario. El
texto clásico de la bendición de Israel (Nm 6) ofrece un texto y
explica la ceremonia:
23: Así bendeciréis a los israelitas:
24: «El Señor te bendiga y te guarde,
25: el Señor te muestre su rostro radiante
y tenga piedad de ti,
26: el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz.»
27: Así invocarán mi nombre sobre los israelitas,
y yo los bendeciré.
Bendecir aquí es propiamente acción de Dios los sacerdotes son
invitados a invocar el nombre del Señor (una especie de epiclesis).
El nombre se pronuncia tres veces (traducimos Yhwh por Señor,
según uso tradicional).
La invocación que clausura la celebración eucarística también se
hace por invocación del nombre de Dios, no tres veces, sino del
nombre trinitario:
«La bendición de Dios Todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo,
descienda sobre vosotros.»
Día a día, semana a semana, nuestra vida cristiana «crece y se
multiplica» por efecto de la repetida bendición. Pero el ritmo de la
existencia no debe hacernos olvidar la esperanza. «A esto os
llamaron: a heredar una bendición» (1 Pe 3, 9). Como Jacob
heredaba de Isaac la bendición divina, e Isaac de Abrán, así
nosotros heredamos por Cristo la bendición del Padre. Ahora como
prenda y promesa; un día escucharemos: «Venid los bendecidos
por mi Padre a poseer el reino» (Mt 25, 34).
LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 137-144
...................
Nota conclusiva
El mejor fruto de estas reflexiones sería despertar en los lectores el deseo
de seguir estudiando y meditando, y de acudir para ello a obras más serias,
documentadas y sistemáticas. Por ejemplo, las ya citadas a lo largo del libro:
M. GESTEIRA, La Eucaristía, misterio de comunión (Madrid 1983).
J. M. SÁNCHEZ CARO, Eucaristía e Historia de salvación (Madrid 1983).
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