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tercera parte de la saga
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El hogar está dondeestá el corazón
Melissa Good
Renuncia estándar: Estos personajes, en su mayoría, pertenecen a Universal y aRenaissance Pictures, y a cualquier otra persona que tenga intereses económicos enXena, la Princesa Guerrera. Esto está escrito por diversión y no se pretende infringirningún derecho de autor.Avisos específicos sobre la historia:Violencia: Hay cierta violencia. Si no, Xena se aburre y se pone a jugar con el chakramy ya sabéis lo peligroso que puede ser eso. También se hace referencia, aunque no sedescribe gráficamente, a malos tratos familiares. Si esto os inquieta, quedáis advertidos.Subtexto: Esta historia se basa en la premisa de que trata de dos mujeres muyenamoradas la una de la otra. Aunque no aparecen escenas gráficas, el tema está presenteen toda la historia y si os molesta, haced clic en Atrás y pasad a leer otra cosa. Además,lo digo de nuevo, si el amor os ofende, mandadme unas líneas con vuestra dirección decorreo normal. Esta vez he decidido enviar brownies, porque me dais mucha pena. Hastales pondré virutas de chocolate, pero si vivís en Florida, venid a verme. Os mancharéismenos. Esto es una secuela directa de A distancia y empieza justo donde termina esahistoria.Siempre se agradecen comentarios de todo tipo. Melissa Good
Título original: Home Is Where the Heart Is. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2006
1
Un viento fresco soplaba entre los altos árboles que rodeaban el aislado campamento,
levantaba suavemente la crin de color crema del caballo que pastaba la hierba y lanzaba
caprichosamente alguna que otra chispa a la tierra prensada que rodeaba la hoguera.
Tirada sobre una gruesa piel negra, una mujer rubia trabajaba esforzadamente,
garabateando dubitativa en una serie de pergaminos extendidos ante ella.
—Maldición. No puedo hacerlo —suspiró Gabrielle—. Es que no puedo. —
Mordisqueó el extremo de la pluma que estaba usando y de repente ladeó la cabeza—.
Oye. —En su cara apareció una gran sonrisa—. Ya no puedes acercarte a mí por
sorpresa. —Se volvió de lado y observó a una alta figura de pelo oscuro que pasó por
encima del tronco y se acomodó en la piel al lado de la bardo. Un revoltoso lobezno
correteó tras ella y trató de saltar por encima del tronco, sin el menor éxito.
—¡Ruu! —protestó, hasta que la guerrera lo cogió y lo depositó en las pieles, donde
se hizo un ovillo todo contento.
—¿Quién ha dicho que lo estuviera intentando? —preguntó Xena, escurriéndose el
agua del pelo—. ¿Mmm?
—Oh, pequeños detalles, como que caminabas de puntillas fuera de mi campo visual
—contestó la bardo con una sonrisa pícara—. Ya no funciona... te he sentido. —Sus
ojos soltaban destellos alegres.
—Ya —respondió Xena—. En realidad, el río está por ahí, ¿y cuándo fue la última
vez que entré en el campamento haciendo ruido?
Gabrielle la miró.
—Mm... cierto —reconoció, riendo—. Vale, está bien. —Alargó la mano y la puso en
la rodilla de la guerrera—. Caray... has estado nadando. Brr.
Xena le dio un golpecito con la toalla.
—Sí. —Se deslizó hacia abajo y apoyó la cabeza en un codo—. ¿Qué tal va la
historia?
La bardo tiró la pluma con asco.
—No puedo hacerlo, Xena. —Miró cohibida a Xena—. No puedo escribir una
historia sobre mí misma. Es que no puedo. —Apartó los pergaminos y se puso boca
abajo, apoyando la barbilla en las manos.
Xena la miró pensativa.
—¿Por qué? —preguntó, alargando la mano y rascando la cercana espalda de la
bardo—. Esas cosas las hiciste de verdad.
—Ya lo sé —fue la respuesta—. Es que... no sé, Xena. Es que no me salen las
palabras. —Miró a la guerrera—. No como cuando escribo sobre ti.
Xena entrecerró los ojos concentrada.
—Prueba a escribir sobre la reina amazona como si fuera otra persona —propuso,
inclinando la cabeza para mirar a la bardo—. Haz como que es alguien que no conoces.
Gabrielle se lo pensó un rato.
—Mmm... tal vez —murmuró—. Sí... eso podría funcionar. —Sus ojos verdes se
posaron en Xena—. ¿Cómo se te ha ocurrido? —preguntó, con curiosidad.
Xena enarcó las cejas y en su cara se formó una sonrisa guasona.
—Porque eso es lo que tengo que hacer yo cuando escucho lo que escribes sobre mí.
—Se echó a reír al ver la expresión de la bardo y le revolvió el pelo claro—. Finjo que
estás hablando de otra persona. —Se encogió de hombros—. Claro, que los argumentos
me suenan un poco...
Y entonces Gabrielle también se echó a reír. Meneó la cabeza.
—Otra lección de la Princesa Guerrera. —Luego suspiró—. Una de tantas. —Pero
sonrió a Xena—. Deja que guarde todo esto. Estoy muy cansada y mañana llegaremos a
Potedaia. —Una mueca—. Creo que esta noche me va a hacer falta dormir.
Xena la observó mientras recogía sus cosas de escribir y las guardaba en su zurrón.
Estaba un poco preocupada por su compañera y no sabía muy bien por qué. La bardo
había guardado un silencio más que inusitado en el corto viaje desde Anfípolis y parecía
retraída a medida que se acercaban a su aldea natal, pero esquivaba las preguntas
diciendo que no le apetecía enfrentarse a los momentos sin duda desagradables que las
aguardaban. Lo cual podría ser cierto, pensó la guerrera. Pero ya se ha enfrentado a
muchas cosas desagradables y normalmente lo hace con mucho ánimo. Tal vez es
porque es... más personal esta vez.
Se planteó el problema seriamente, mientras Gabrielle guardaba sus cosas, tras lo
cual regresó a la piel de dormir, se sentó de nuevo y se quedó contemplando el fuego
con los brazos alrededor de las rodillas.
Xena suspiró por dentro y también se sentó, colocándose con las piernas cruzadas al
lado de la bardo, y esperó. Por fin, Gabrielle notó su intensa mirada y volvió la cabeza
para mirarla a su vez.
—Hola —dijo la mujer más joven suavemente.
—Hola —respondió Xena, echándose un poco hacia delante—. Escucha, esto no es
lo que se me da mejor, pero cuando quieras hablar de lo que te tiene preocupada, ya
sabes dónde encontrarme, ¿vale? Soy esa morena alta que lleva espada.
—¡Xena! —Gabrielle soltó una carcajada. Entonces cometió el error de mirar de
cerca a esos ojos azules. Acabaron con su resolución como si fueran una ola del mar y
ella un castillo de arena en la orilla—. Cuando estuve en casa... la última vez... —Posó
la mirada en la piel y la toqueteó distraída—. Después de... bueno, ya sabes. —Pérdicas
—. Tuve una pelea tremenda con ellos.
Xena enarcó las cejas.
—¿Sobre? —Sobre mí, probablemente. Suspiró por dentro.
—Lo que estaba haciendo —contestó Gabrielle escuetamente—. Querían que me
quedara allí, que superara lo de Pérdicas. Papá iba a acordar... otra cosa. —Al
mencionar a su difunto marido hizo una mínima pausa, pero sin dolor aparente.
—¿Tú crees que esto se trata de esa "otra cosa"? —supuso Xena, con tono tranquilo.
Muy propio de su padre. No me cae muy bien. Pero por otro lado, ellos me odian, así
que no soy quién para juzgar.
Gabrielle asintió.
—Eso creo. —Posó la mirada en el fuego, sonrojándose un poco—. Creo que está
decidido a obtener...
Xena asintió bruscamente.
—La dote que te corresponde —dijo, con tono práctico—. ¿Cuánto quiere?
La pregunta sorprendió a la bardo.
—Mm... no tengo... ni idea —dijo con la voz algo ronca—. De eso nunca ha hablado
con nosotras. —Hizo una pausa—. Con mi madre o con Lila o conmigo.
La guerrera estrechó los ojos, pensativa.
—¿Qué haría si me ofreciera yo a pagarla? —dijo despacio, dejando asomar una
sonrisa taimada. Vio que la expresión de Gabrielle pasaba de la preocupación a la
sorpresa, de ahí a la esperanza y por fin a la severidad.
—No le vas a dar ni un cuarto de dinar, Xena —susurró la bardo, agarrándole el
brazo—. No voy a ser comprada. —Entonces se le pusieron los ojos tímidos—. No es
que... o sea... mm... lo que quiero decir es que... —Miró a Xena—. No hay nadie...
Xena se apiadó de ella y sonrió.
—Vale... vale... tranquila. Escucha, puedes ocuparte de esto como quieras, bardo mía,
pero si crees que me voy a quedar a un lado y dejar que te casen contra tu voluntad... —
Movió las cejas—. Es que te has dado demasiadas veces en la cabeza entrenando con la
vara.
Gabrielle sonrió.
—Eso ya lo sé —dijo, riendo por lo bajo—. Supongo que me gustaría arreglarlo todo
y poder seguir considerándolos. —Se encogió ligeramente de hombros—. Y será
agradable volver a ver a Lila. A lo mejor esta vez consigo convencerla para que te diga
algo de verdad. —Miró cohibida a la guerrera—. Siento no poder decir que mi familia
vaya a ser tan simpática contigo como la tuya conmigo.
La guerrera la miró.
—No pasa nada. Estoy acostumbrada —comentó, echándose hacia atrás y estirando
las piernas—. Intentaré no asustar a nadie. —Una pausa—. Demasiado —se corrigió—.
Ven aquí. —Abrió el brazo y Gabrielle obedeció de buen grado y se pegó a ella. Xena
alcanzó una manta y la echó por encima de las dos, sonriendo cuando la bardo se arrimó
aún más a ella y le pasó un brazo por el estómago. Tras haberlo hablado muy a fondo,
tenían una norma aquí fuera, en plena naturaleza, donde los sentidos sobrenaturales de
Xena las protegían e impedían que sufrieran daño, sentidos que no podían permitirse
embotar de ninguna manera, y eso quería decir que no podían mantener relaciones
íntimas. Era demasiado peligroso.
Pero la naturaleza física de su relación permitía darse muchos mimos y eso lo hacían
siempre que no estaban ocupadas con sus tareas o con las necesidades resultantes de
vivir al aire libre. Eso creaba un lugar cálido donde refugiarse, mientras el viento frío
cruzaba su campamento y avivaba el fuego bajo.
—Mmm —murmuró Gabrielle—. No van a poder aceptar esto. —Sus ojos se alzaron
pesarosos hacia los de Xena.
—Me lo he imaginado —dijo la guerrera pensativa—. ¿Es por ser quien soy, o por
ser lo que soy? —preguntó, mirando a la bardo con curiosidad.
Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensándoselo. Oía los latidos regulares del
corazón de Xena bajo su oído y el ritmo apacible no había cambiado, por lo que sabía
que la pregunta no preocupaba demasiado a su compañera, pero quería hallar una
respuesta que al menos tuviera sentido.
—Pues... —dijo por fin—. Son muy tradicionales. Así que... lo que eres no les haría
gracia. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Pero creo que acabarían aceptándolo, si
no fuera porque eres... mm... quien eres. —No pudo contener una risita—. Lo siento. Es
que te tienen mucho miedo.
—Bien. —Xena bostezó—. Entonces, si la cosa se desmanda, sólo tengo que hacer
esto. —Levantó la barbilla de la bardo, bajó la cabeza y la besó—. Así se distraerán el
tiempo suficiente para que escapemos a lomos de Argo.
La bardo volvió a reír.
—Oh, dioses... me estoy imaginando su cara. —Bajó de nuevo la cabeza y suspiró—.
No va a ser nada divertido. —Y cerró los ojos con firmeza.
Al día siguiente pasaron por las onduladas colinas, cruzaron antiguos bosques de tala
y se adentraron en una zona más domesticada, a las afueras de Potedaia. Xena echó un
vistazo al sol y llevó a Argo hasta un lugar sombreado, tiró de una alforja y se volvió
para mirar a Gabrielle, que contemplaba pensativa el camino, rodeando la vara con las
manos.
—Eh —la llamó la guerrera, al tiempo que sacaba pan de viaje, queso y carne
ahumada de la alforja y desataba la bolsa donde viajaba Ares, que olisqueaba muy
entusiasmado—. Venga, chico. Baja ya. —Dejó al lobezno en el suelo y le dio un
empujoncito—. Ve a llamarla.
Ares la miró, luego contempló parpadeando el lugar que le señalaba, vio a la bardo y
se puso en marcha a trompicones, muy decidido. Llegó donde estaba Gabrielle y le
clavó los dientes en la bota, tirando con fuerza.
—¡Grr!
—¡Ares! —exclamó la bardo riendo, al bajar la mirada y ver a su atacante. Se agachó
y lo cogió—. ¿Te han enviado a buscarme? —Se volvió para mirar a Xena, que estaba
tranquilamente apoyada en Argo, mirándola—. Eso parece. —Se acercó y aceptó el
bocadillo bien hecho que le ofrecía Xena—. Gracias.
Se sentaron a la sombra la una al lado de la otra y Ares se tumbó en el regazo de
Xena, donde podía alcanzar los trocitos que le daba de su bocadillo.
—Grr. —La empujó con el morro y recibió un trozo de carne.
Gabrielle le sonrió con aire ufano.
—Lo tienes absolutamente mimado, que lo sepas —comentó—. Te tiene atrapada en
sus lindas zarpitas. —Miró a Xena, quien la miró a su vez enarcando una expresiva ceja.
—Parece que tiendo a tener ese problema —contestó la guerrera con humor—. ¿Te
dedicas a darle lecciones cuando estoy entrenando con la espada por las noches?
—¿Quién, yo? —contestó Gabrielle, con aire inocente—. ¿De qué hablas? —Miró a
Xena parpadeando, con aire de apacible curiosidad.
—Ya —fue la intencionada respuesta y entonces la bardo se agitó intentando escapar,
cuando Xena alargó la mano y se puso a hacerle cosquillas—. No sabes de qué hablo,
¿eh?
—¡Xena! —rezongó Gabrielle entre risas—. Está bien... está bien... me rindo... —
Suspiró y aguantó la respiración cuando Xena dejó de torturarla y siguió comiéndose su
bocadillo—. Algún día aprenderé.
—Qué va —farfulló Xena con la boca llena. Bajó la mirada y le dio al expectante
Ares otro trozo de carne.
Gabrielle se rió en silencio y se acercó más, apoyando la cabeza en el hombro de la
guerrera.
—Ni te cuento la de veces que quise hacer esto cuando estaba con las amazonas. —
Suspiró, cerró los ojos y sonrió.
—¿El qué, lo de las cosquillas? —preguntó Xena, pero su tono era tierno y apoyó la
mejilla en la cabeza de Gabrielle—. Es broma. —Una pausa—. Yo también —confesó,
dejando que la oleada de calor le dibujara una sonrisa en la cara.
Se quedaron sentadas en silencio un rato cuando terminaron de comer, contemplando
el valle y dejando que la fresca brisa de la tarde las acariciara apaciblemente. Por fin,
Xena volvió a su ser con un pequeño respingo y le dio un empujoncito a su compañera.
—¿Lista? —preguntó y se fijó en la expresión distante de los brumosos ojos verdes
que se volvieron hacia los suyos—. ¿Gabrielle?
—Sí —respondió la bardo—. Lo siento... me he quedado un poco traspuesta. —Se
sacudió las manos, se levantó y se estiró, pasándose los dedos por el pelo—. Vamos. —
Se volvió y le ofreció una mano a la guerrera aún sentada—. ¿Te ayudo? —Y vio el
tierno brillo risueño de esos ojos azules, sabiendo que su compañera no sólo podía
levantarse sin ayuda, sino que seguramente sería capaz de pegar un salto y pasar por
encima de su cabeza desde donde estaba cómodamente sentada.
—Claro —dijo Xena con tono de guasa y cogió la mano tendida, dejándose levantar
de un tirón—. Gracias. —Cogió al lobezno y lo llevó a la alforja de Argo, donde volvió
a quedar instalado y a salvo—. Bueno, tú decides. ¿Quieres llegar a caballo o a pie?
La bardo ladeó la rubia cabeza y se lo pensó.
—Aunque deteste decirlo, a caballo —confesó, con una sonrisa irónica.
—Tú misma —respondió Xena, que se montó en la silla de Argo y le ofreció la mano
—. Vamos.
Gabrielle se agarró al brazo que se le ofrecía y fue izada y colocada sobre el alto
lomo de Argo con desenvoltura. Se rió por lo bajo y pasó los dedos por la espalda y los
hombros de Xena.
—Los has ejercitado en casa, ¿verdad?
Xena sofocó una risa con un resoplido.
—O eso, o tú pesas menos. Sí... creo que sí. —Se encogió de hombros para colocarse
bien la armadura—. Ya he tenido que ajustar dos veces las hombreras.
La bardo se echó a reír.
—Tiene que ser eso, porque después de los tiernos cuidados de tu madre, te aseguro
que no peso menos. —Deslizó las dos manos alrededor de la cintura de la guerrera—.
Ya que estamos en ello, creo que hasta ha conseguido cebarte a ti un poco —bromeó,
estrujándola y dándole una palmadita en la tripa.
Xena resopló.
—Más que un poco —reconoció—. Tampoco es que tú me hayas ayudado mucho. —
Dirigió una mirada risueña a la bardo.
Y oyó una risa sofocada como respuesta.
—Sí, ya lo sé. Pero a las dos nos hacía falta y no te ha hecho ningún mal.
La guerrera se encogió de hombros.
—Eso es cierto. Además, con todo lo que nos movemos aquí fuera, no durará mucho.
Gabrielle suspiró.
—Tienes razón. ¿Cuántas veces conseguimos descansar dos semanas seguidas?
Xena no contestó, sino que puso a Argo al trote y emprendieron la bajada al valle,
cruzando un riachuelo hasta entrar en un camino bien transitado y polvoriento entre
largas parcelas de campos de cultivo. Vieron a los trabajadores de los campos que
volvían a casa y que se detenían para mirarlas y luego volvían la cabeza. Se me había
olvidado cuánto me gusta Potedaia. Xena suspiró por dentro. Y cuánto le gusto yo a
ella.
—¿Estás bien? —miró por encima del hombro—. ¿Oye?
Gabrielle dejó de contemplar los campos y pegó la mejilla a la espalda de la guerrera.
—Estoy bien. —Intentaba no hacer caso del martilleo de su corazón y de la sensación
de náusea en la boca del estómago—. En serio. —Maldición, pensó al notar que los
dedos de Xena le tocaban la muñeca y advertir que Argo aflojaba el paso.
Xena se volvió a medias en la silla y miró a su compañera a los ojos.
—Gabrielle, sea lo que sea lo que esté pasando, podemos con ello —dijo, muy seria.
—Sí. —La bardo soltó un largo suspiro—. Tú puedes con cualquier cosa.
Xena se quedó quieta y ladeó la cabeza.
—Nosotras, Gabrielle. Eres más que capaz de hacer frente a lo que plantee esta
situación. Lo sabes. Acabas de vencer a una amazona el doble de grande que tú a fuerza
de personalidad. Estoy convencida de que puedes con cualquier cosa. Gabrielle se
quedó mirándola. Tiene razón. ¿Por qué estoy tan asustada por esto? La costumbre,
supongo.
—Lo siento. Es... es una larga historia. —Sonrió a Xena—. Pero gracias... necesitaba
oír eso. —Una pausa—. De ti.
Y recibió a cambio una larga e profunda mirada. Por fin, Xena asintió.
—Está bien. Pero vas a tener que sacar tiempo, pronto, para contarme esa larga
historia, ¿vale?
—Trato hecho —asintió la bardo, suspirando de alivio cuando Argo emprendió la
marcha de nuevo. No... no va a ser pronto, Xena. Esta historia es mejor dejarla donde
está. En la oscuridad.
Xena refrenó a la yegua de nuevo cuando se acercaron a los primeros edificios de la
pequeña aldea. Las miradas huidizas se hicieron ahora más directas y notó que iba
adoptando su personalidad pública, pensada para transmitir el grado máximo de fría
amenaza. Funcionaba, la mayoría de las veces. Dirigió a Argo hacia la granja de la
familia de Gabrielle y no hizo caso de las miradas. Cuando ya casi habían llegado, los
oídos de Xena captaron una voz vagamente conocida y volvió la cabeza, apretándole el
brazo a Gabrielle.
—Lila —dijo por lo bajo y en ese momento apareció la hermana de Gabrielle, que
echó a correr hacia ellas.
La bardo aflojó los brazos y soltó a Xena y la mujer más alta echó la pierna por
encima del cuello de Argo, saltó al suelo, se volvió y estuvo a punto de coger a
Gabrielle por la cintura y bajarla. Ahora tengo que andarme con cuidado con eso, pensó
desconcertada. Se ha convertido en costumbre. Y eso cuesta mucho superarlo de un
momento para otro.
Gabrielle se dio cuenta y le dirigió una fugaz sonrisa, luego saltó al suelo y salió
trotando para reunirse con su hermana.
—¡Lila! —exclamó cuando la muchacha morena la abrazó—. Cómo me alegro de
verte. —La abrazó a su vez con entusiasmo.
Lila asintió, se echó hacia atrás, agarró a su hermana por los hombros y la miró
atentamente.
—Yo también me alegro de verte, Bri. —Miró con desconfianza por encima del
hombro de Gabrielle—. Hola, Xena.
Xena contestó suavizando el tono de forma consciente.
—Hola, Lila. Tienes buen aspecto. —Y hasta consiguió medio sonreír a la hermana
más alta y morena de su compañera. Ni siquiera parecen tener los mismos padres,
pensó, como siempre hacía. A lo mejor a Gab la cambiaron por otro bebé. La idea le
iluminó la cara con una sonrisa auténtica.
Lila le dirigió una larga mirada de aprensión.
—Gracias. —Luego se volvió de nuevo hacia su hermana—. Bri, habíamos oído que
estabas cerca. —Otra mirada a Xena.
Gabrielle asintió.
—Estábamos en Anfípolis. —Dirigió una mirada a su granja—. ¿Está él ahí?
Lila negó con la cabeza.
—En el mercado. Volverá antes de que se ponga el sol.
La bardo soltó aliento.
—Vale... pues entonces...
—Escuchad —interrumpió Xena, captando la mirada de Gabrielle y guiñándole
apenas un ojo—. Yo voy a instalar a Argo en las cuadras cerca de la posada. ¿Qué tal si
vosotras os quedáis charlando?
Gabrielle sonrió.
—Buena idea. —Intercambió una cálida mirada con ella—. Nos vemos aquí más
tarde.
La guerrera las saludó agitando la mano y se llevó a la yegua hacia el centro de la
aldea, donde había visto unas cuadras públicas. Podía, pensó, ver si los padres de
Gabrielle querrían alojarlas a ella y a la yegua... y al pensarlo sonrió con sorna. No,
supongo que no.
Lila se volvió hacia Gabrielle en cuanto pensó que la guerrera ya no podía oírla.
—No se va a quedar, ¿verdad, Bri? —dijo con voz tensa—. Tú no...
Gabrielle retrocedió un paso y la miró fijamente.
—Sí que se va a quedar —contestó en voz baja—. ¿Qué está pasando, Lila? —La
cogió del codo y empezó a conducirla hacia la casa.
—Dioses —bufó Lila—. A padre le va a dar un ataque. —Miró hacia atrás—. No lo
comprendes.
La bardo se encogió de hombros.
—Padre envió una nota pidiéndole que me trajera aquí. No pensarás que me va a
dejar y marcharse sin más, ¿no? —¿Pero qué le pasa?—. Además, yo no me voy a
quedar.
Lila se detuvo en seco y la agarró del brazo.
—No digas eso. —Miró a su alrededor—. Tienes que quedarte, Bri, por favor.
—Está bien. ¿Qué está pasando aquí? —La voz de Gabrielle adoptó un tono drástico
que se le había pegado sin darse cuenta de su compañera—. Suéltalo. —Clavó la mirada
en su hermana y se cruzó de brazos.
Lila titubeó y tomó aliento.
—Vamos. Creo que te vendría bien un baño caliente. —Era su antiguo código para
indicar un lugar privado donde hablar, donde sabían que nadie las oiría.
—Está bien —cedió Gabrielle—. Pero primero deja que salude a madre. —La tensión
de Lila le estaba dando dolor de cabeza por los nervios y se dijo mentalmente que debía
relajarse. Una voz entró flotando de repente en su mente. Estoy convencida de que
puedes con cualquier cosa. Oh, Xena... ¿sabías lo importante que era para mí oírte
decir eso? ¿Sobre todo ahora? Siguió a Lila hasta el pequeño porche y entró por la
puerta.
Su casa. Sintió una oleada de rabia. Contempló los familiares muebles de madera y
las polvorientas cortinas y alfombras de colores. Obra de su madre. La pequeña
habitación, con su chimenea incorporada. La mesa de madera donde había comido todos
los días de su infancia. Sillas, hechas por su padre. El hueco de la derecha que llevaba a
la habitación minúscula que habían compartido Lila y ella. Su casa. Sintió la extrañeza,
que eclipsaba a la familiaridad. Igual que en su último viaje a casa, cuando se dio cuenta
de que ya no tenía nada que ver con Potedaia.
Un ruido a la derecha. Se volvió para mirar y vio a su madre en la puerta que daba a
la cocina.
—Gabrielle —dijo la mujer mayor, despacio. Y fue hasta ella.
—Hola, madre —contestó la bardo con tono apagado y aceptó el abrazo algo rígido.
Intentó no comparar este saludo con el recibimiento que le había hecho Cirene.
Hécuba la soltó y la miró con aire crítico.
—Ve a lavarte antes de que llegue tu padre. Y ponte ropa decente. —Una mirada
malhumorada a Lila—. ¿Has fregado ya?
—Sí, madre —contestó Lila y cogió a Gabrielle del brazo—. Vamos, Bri. —Echó a
andar y se paró en seco porque su hermana ni se movió. Se volvió y vio las primeras
chispas de rabia en los ojos de Gabrielle—. Ahora no —dijo por lo bajo y le tiró de la
falda—. ¿Por favor?
La bardo se calmó y se puso en jarras.
—Voy a bañarme, Lila, pero ésta es la ropa que uso. —Dejó que sus ojos se posaran
en los de Hécuba—. Estoy segura de que lo entenderá.
Hécuba hizo una mueca de disgusto.
—Ya veo que tu actitud no ha cambiado. —Meneó la cabeza y le dio la espalda—.
Habrá que ocuparse de eso. —Y entró de nuevo en la cocina.
—¿Quieres dejarlo? —dijo Lila con rabia, agarrándola del brazo—. ¡Vamos! —
Entonces se detuvo y se fijó en su hermana. En los músculos fuertes y tensos que tenía
bajo los dedos. En los firmes ojos verdes. La miró de verdad. Entonces...—. Puede que
tu actitud no haya cambiado —dijo, en voz baja—. Pero tú sí, ¿verdad?
—Sí —dijo la bardo suavemente—. Yo sí. —Y por fin se dejó llevar a la habitación
del baño. Lo que espero es haber cambiado lo suficiente.
Lila no dejó de parlotear alegremente mientras llenaban la gran bañera de agua que
habían puesto a calentar, comentándole más que nada los cotilleos del pueblo y cosas
así.
Gabrielle le correspondía con cosas que había visto al llegar y en Anfípolis, que
estaba lo bastante cerca para que Lila pudiera encontrar elementos en común. Probó el
agua con un dedo y sonrió.
—Qué gusto me va a dar. —Y se quitó la ropa del viaje, se agarró al borde, saltó por
encima y se metió en el agua con un suspiro. Lila la siguió más despacio y se metió en
el otro lado, lanzando una mirada rápida a su hermana.
—Estás... distinta —dijo Lila, observándola—. Has perdido mucho peso.
Gabrielle bostezó y se miró.
—Tendrías que haberme visto hace quince días —dijo riendo—. Esto es después de
haberme atiborrado con los platos de la madre de Xena. Cocina genial. —Miró a Lila y
captó su inquietud—. Tranquila. No estoy enferma ni nada. —Se encogió de hombros
—. Es lo que pasa, supongo, cuando haces lo que hacemos nosotras.
Lila se permitió relajarse un poco. Gabrielle empezaba a sonar más como la hermana
que recordaba.
—Pareces... —Hizo una pausa—. Más fuerte —dijo sin mirarse a sí misma, a las
amplias curvas que tenía donde Gabrielle tenía sobre todo músculos perfectamente
definidos.
—Mmm... bueno, eso forma parte de ello —reconoció la bardo, girando un brazo y
contemplándoselo—. La verdad es que nunca lo he pensado. —Sonrió un poco—.
Supongo que es todo ese entrenamiento. —Una visión repentina—. Deberías ver a
Xena. Eso sí que son músculos. —Al ver la mueca de Lila, suspiró—. Vamos, Lila, dale
una oportunidad, ¿quieres?
—Lo siento, Bri. —Lila se acercó un poco y le miró el cuello—. Es que no me cae
bien y lo sabes. —Alargó una mano y tocó la cicatriz que tenía la bardo en el cuello—.
No puedo perdonarla por apartarte de mí. Y casi te pierdo.
La bardo echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo. Esta conversación ya la
habían tenido la última vez.
—Lila, por última vez, ella no me arrastró a ninguna parte. Yo... la seguí. Y no quise
dejar de seguirla. Seguro que la saqué de quicio durante mucho tiempo hasta que se
acostumbró. —Bajó de nuevo la cabeza y miró a Lila a los ojos—. Y pareces olvidar
que las dos seríamos esclavas, o estaríamos muertas, de no haber sido por ella, para
empezar.
Lila se echó hacia atrás, con aire perplejo.
—Ya lo sé, Bri. Es que no entiendo por qué lo haces. Sí, querías irte, pero fue ella la
que te sacó de aquí. ¿Qué Hades sigues haciendo con alguien como ella? ¿Es que te
sientes obligada porque acabó con esos soldados, incluso después de tanto tiempo?
Por qué, efectivamente, pensó la bardo, mientras se relajaba en el agua caliente. ¿Qué
le puedo decir a mi hermana que tenga sentido para ella? ¿Puedo hablarle de estar
tumbadas bajo las estrellas por la noche, descubriendo cerdos y ovejas en ellas?
¿Puedo hablarle de una persona a la que le puedo contar cualquier cosa? ¿Que
siempre me escucha? ¿Cuya sonrisa me calienta de la cabeza a los pies? No. No puedo.
—Es lo que siempre he soñado, Lila. Tú lo sabes. Quería contar historias, ver el
mundo. Pues eso es lo que estoy haciendo. —Se incorporó—. He conocido a reyes y
príncipes y héroes... ¿sabías que conozco a Hércules?
—¿De verdad? —preguntó Lila, intrigada a su pesar.
—Sí... Iolaus y él son buenos amigos nuestros —confirmó Gabrielle—. Cuento
historias a toda clase de gente. Hasta participo un poco en las historias, a veces, porque
siempre ocurren cosas cuando Xena anda cerca.
—Eso ya lo sé —dijo Lila, poniéndose seria—. Ése es el meollo de todo esto. —Se
echó hacia delante—. Metrus, ¿te acuerdas de él?
La bardo asintió despacio.
—El comerciante. Sí, un poco pirata, en plan jovial.
—Ése es —confirmó Lila—. Te quiere. Porque cuentas historias. Cree que puede
ganar muchos dinares gracias a eso. —Bajó los ojos—. Padre ha aceptado.
Gabrielle la miró parpadeando y se incorporó del todo.
—¿¿Qué?? —Soltó un resoplido—. Debe de estar chiflado si se cree que voy a
aceptarlo.
Lila se acercó más y la agarró del brazo.
—¡No tienes más remedio, Bri! Está en su derecho, ¿recuerdas? Se ha quedado sin
dinero por... ya sabes. —Hizo una pausa—. Y... ha dicho... que no queda nada para mí
—terminó con un susurro—. Y el hermano de Metrus... estamos... —Sus ojos se
encontraron con los de Gabrielle, que se habían puesto muy fríos—. Dijo que me
aceptaría como parte del trato. Es mi única oportunidad. —Tenía los ojos desolados—.
Yo no soy guapa, como tú. Y no soy lista.
Gabrielle se obligó a mantener la calma, a respirar hondo y a no reaccionar por lo que
decía Lila. Por un lado, quería saltar indignada de la bañera, y por otro, sentía una
profunda compasión por su hermana. Conocía, qué bien conocía, la desesperación por
salir de esta casa. Céntrate, Gabrielle. No pierdas la calma. Tiene que haber una forma
de solucionar esto, para las dos.
Dobló las rodillas despacio y se las rodeó con los brazos. Luego miró a Lila.
—No puede obligarme a hacer esto —dijo con firmeza—. Tiene que haber otro
modo.
Lila pegó una palmada rabiosa en el agua.
—¿Pero qué te pasa? Metrus te dejaría contar tus malditas historias y te mantendría
muy bien. No puedes decirme que prefieres vagabundear por ahí fuera y que
probablemente te maten, siguiendo a esa loca por todas partes. ¿Qué te pasa? Ni que
fueras una amazona o algo así.
Gabrielle no pudo evitar la sonrisa que le inundó la cara.
—Bueno, podríamos decir... —empezó y entonces sintió un cálido placer cuyo origen
conocía—. Verás, es que...
—Es la reina de las amazonas —dijo la voz grave y risueña detrás de ellas. El rostro
de Lila se nubló de rabia y sorpresa cuando Xena entró, todavía con la armadura
completa, y apoyó los brazales en el borde de la bañera—. ¿No es cierto, majestad?
—¿En serio? —bufó Lila, sin creérselo.
Gabrielle se encogió de hombros.
—Sí —confirmó—. Es cierto. —Dejó que su hermana se debatiera con eso y volcó su
atención en su compañera, sacando un brazo del agua y apoyándolo
despreocupadamente en el brazal de la guerrera—. Bueno... ¿Argo está bien?
—Mmm... sí —asintió Xena—. Acabo de hablar con tu padre. —Dirigió una mirada a
Lila—. No se alegra nada de verme.
—Ni nadie —soltó Lila, trasladándose al otro extremo de la bañera.
—¿Y? —preguntó Gabrielle, dándose el lujo de contemplar esos ojos azules y flotar
en esa mirada un largo momento.
—Pues, resumiendo, le dije que me iba a quedar por aquí hasta que tú me dijeras que
me marchara —respondió la guerrera con calma.
Recordó la escena, en la habitación principal de esta casa. Anochecía y la casa estaba
iluminada por el fuego y las antorchas. Entró, sorprendiéndolo. Él se volvió y se
enfureció.
—¿Qué haces aquí? —le gruñó—. Podías dejar a mi hija y marcharte. No te
queremos aquí.
Xena siguió avanzando hasta pegar la nariz a la de él. Y él se dio cuenta de que tenía
que levantar un poco la cabeza para poder mirarla a los ojos. Era su mejor pose de
señora glacial de la guerra.
—Tú me enviaste una invitación. —Se sacó la misiva del brazal—. Y me importa un
soberano bledo lo que quieras.
—Lárgate —gruñó—. Ya le has hecho bastante. —Retrocedió un poco—. Nosotros
podemos cuidar ahora de ella, Xena. Es mi hija y por fin le he encontrado un buen sitio,
después de que mataran a su anterior marido por tu culpa.
Y eso la dejó helada, porque era cierto.
—Te voy a decir una cosa —dijo—. Si consigues que Gabrielle me diga que me
marche, lo haré. —Una pausa—. Y te garantizo que jamás volveréis a verme.
Él la miró largamente y luego se echó a reír.
—¿Eso es lo único que hace falta? Muy bien. Lo tendrás. Ahora sal de mi casa.
Gabrielle resopló.
—No hay muchas posibilidades de que eso vaya a suceder —sonrió a Xena—. A
menos que primero aceptes llevarme contigo —dijo sin hacer caso de Lila, porque
percibió, de repente, que Xena estaba más alterada de lo que parecía. Había un ligero
brillo atormentado en esos ojos transparentes que dejó a la bardo muy inquieta. ¿Qué
puede haber dicho...? Oh. Pérdicas. Ya. Se me olvida que se culpa a sí misma por eso. Y
así, sabiendo que su hermana las observaba con inquieta fascinación, bajó la mano por
el brazal de Xena, hasta que sus manos se tocaron, y miró profundamente a la guerrera a
los ojos—. Jamás. —Una palabra. Una promesa. Y su recompensa fue ver cómo la
expresión atormentada desaparecía poco a poco, sustituida por un tierno afecto.
Soltando la mano de Xena, le contó lo que le había explicado Lila.
—Así que... —terminó, sacando un poco las manos del agua, sin hacer caso de las
miradas furiosas de su hermana. Con ese pequeño gesto dejó el problema en las capaces
manos de Xena, sabiendo que la guerrera aplicaría su experiencia a la búsqueda de una
solución. Ah... ahí estaba ese ceño ligeramente fruncido, esa inclinación de la morena
cabeza, esa mirada atenta volcada de repente hacia dentro.
—Lila... —Gabrielle se volvió hacia su hermana, que estaba acurrucada al otro lado
de la bañera, clavándole cuchillos con la mirada.
Xena le dio un golpecito en el hombro.
—Me voy a instalar en la posada, antes de que tu padre se dé cuenta de que no me he
ido. —Clavó en la bardo una mirada directa—. ¿Vas a estar bien?
Gabrielle asintió.
—Sí, más o menos. Duerme un poco —añadió, dándole un empujón a la mujer más
alta.
—Tú también —dijo Xena medio riendo, revolviéndole el pelo—. Y sal de ahí antes
de que te disuelvas. —Levantó la mirada de golpe cuando Lila se levantó y salió del
agua, con movimientos bruscos y espasmódicos. Entonces su pie pisó una parte mojada
del suelo, cuando estaba a medio salir, y se resbaló de tal forma que su cabeza habría
entrado en doloroso contacto con el borde de la bañera.
La reacción de Xena fue puramente instintiva al saltar hacia delante y agarrar a la
muchacha morena por los hombros, deteniendo su caída. Luego la sujetó bien, la
levantó y colocó a Lila sobre sus dos pies.
—Ten cuidado —dijo la guerrera, apaciblemente, al tiempo que le daba a la pasmada
Lila una toalla de lino. Y eso la sorprendió de tal modo que se encontró con la intensa
mirada de Xena, muy de cerca.
—Gracias —logró decir Lila cuando consiguió apartar los ojos de los de Xena. Se
envolvió despacio con la toalla y miró a Gabrielle, que suspiró, se levantó y salió del
agua, atrapando la toalla que le lanzó Xena.
—Adiós —dijo Xena, saludándolas con la mano de pasada, y salió por la puerta
fundiéndose con la oscuridad.
Gabrielle se secó esmeradamente y luego miró a su hermana, que tenía una expresión
rara. La bardo reflexionó, luego sonrió de repente, fue hasta Lila y se apoyó en la pared
a su lado, cruzándose de brazos. Había tomado una decisión muy rápida y esperaba
contra toda esperanza no equivocarse.
Lila alzó los ojos y se miraron un momento.
—Son de un azul increíble, ¿verdad? —preguntó Gabrielle, arreglándoselas para que
no se le viera la picardía en sus propios ojos.
Lila se puso colorada como un tomate.
—No sé de qué hablas —dijo con desdén, pero parecía que se le había pasado el
enfado.
Justo en el blanco. Dioses, Gabrielle, pero qué buena eres.
—Ya —dijo, sofocando la risa—. Mira, Lila... —Se puso seria—. Ya se nos ocurrirá
algo. —Se acercó más y se abrió un poco a esta mujer, con la que había crecido y a la
que había dejado atrás—. Haré lo que pueda por ti, eso ya lo sabes. —Alargó la mano y
tocó el brazo de Lila, donde se veía un viejo cardenal que ya estaba desapareciendo—.
Ya veo que sigue como siempre. —Ahora su expresión era muy severa.
Lila bajó la vista y luego volvió a mirarla.
—Tropecé cuando le estaba sirviendo un plato. Fue culpa mía. —Se le hundieron los
hombros—. Yo me lo busqué.
Ahora, en la mente de Gabrielle surgió una infancia entera sometida a ese mismo
convencimiento y sintió la antigua y conocida náusea en el estómago. Basta. No soy esa
persona. Durante dos años me han enseñado que no soy esa persona.
—¿Madre ayuda en algo? —Sabía la respuesta antes incluso de hacer la pregunta.
Lila se encogió de hombros.
—Lo intenta, ya sabes. Intenta tenerlo todo lo contento que puede. —Miró abatida a
Gabrielle—. Últimamente está peor. Más cerveza, supongo. —Bajó los ojos.
—Lila, lo siento —dijo la bardo, en voz muy baja, y la rodeó con el brazo—.
Intentaré sacarte de aquí. Tendría que haberlo hecho antes.
Su hermana la miró de modo apagado.
—Sólo puedes hacer una cosa y... —Sus ojos oscuros contemplaron los verdes de
Gabrielle—. Eso no lo vas a hacer. —Su mirada se posó en el umbral vacío.
—No la odies —fue la suave súplica—. Por favor, Lila, me haces daño cuando la
odias.
Su hermana la miró largamente.
—No te lo prometo, Bri. No te prometo nada. Pero lo intentaré.
Gabrielle asintió despacio.
—Está bien —replicó—. Será mejor que vaya a hablar con él. Para quitármelo de
encima. —Se sujetó bien la toalla y cogió su ropa.
—Ten cuidado —dijo Lila, poniéndole una mano en el brazo—. ¿Por favor, Bri? Ya
sabes cómo se pone.
La bardo se mordisqueó el labio pensativa.
—Lo sé. Tendré cuidado.
Entraron en el cuartito que las dos habían compartido de pequeñas y Gabrielle sonrió
cuando vio sus morrales pulcramente colocados encima de la cama libre. Sacó ropa
limpia y se la puso rápidamente.
—¿Cómo ha...? —empezó Lila y entonces se detuvo, al establecer la evidente
conexión. Contempló pensativa a su hermana, pero no dijo nada.
Gabrielle le sonrió para tranquilizarla, luego se pasó los dedos por el pelo aún mojado
y se dirigió a la zona principal de la casa. Cruzó por el umbral y vio a su padre sentado a
la mesa, inclinado sobre su plato.
Herodoto era un hombre grande, cuyo pelo canoso podría haber sido en otra época de
la misma tonalidad dorada rojiza que el suyo y cuyos ojos recordaban a los de ella, sólo
que eran más turbios de color. Levantó la vista cuando se acercó, la miró de arriba abajo
y meneó la cabeza.
—Siéntate —murmuró, empujando un poco la silla que tenía enfrente.
La bardo sacó la silla y se sentó, cruzó las manos encima de la mesa y esperó en
silencio. Recordó que así se hacían las cosas aquí. En casa de su padre. Miró hacia la
izquierda de reojo cuando su madre salió de la cocina y le puso un plato delante,
posando un momento la mano ajada en el hombro de Gabrielle. La bardo la miró y
consiguió sonreír.
—Gracias —dijo apagadamente. La mano le apretó el hombro un instante, luego
Hécuba dirigió una mirada a su marido y volvió a entrar en la cocina.
Herodoto dio un bocado al pan, masticó y luego la miró.
—Quiero que vayas a decirle a esa mujer que se marche —dio la orden sin levantar la
voz y se aseguró de sostenerle la mirada mientras hablaba—. Te he conseguido una
colocación muy buena aquí y ya es hora de que vuelvas y ocupes el lugar que te
corresponde en esta familia. —Tragó un sorbo de cerveza—. Ésa es peligrosa y no
quiero problemas con ella. Ha dicho que con tu palabra bastaría. Así que hazlo.
Gabrielle respiró hondo, contemplando el plato que no había tocado.
—¿Qué dijo exactamente? —preguntó, mirándolo.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Herodoto, secamente.
—Importa —replicó la bardo. Xena era siempre muy precisa con sus palabras y eso
podría indicarle si la guerrera se estaba marcando un farol o...
—Está bien. —Su padre se encogió de hombros—. Dijo... —Entrecerró los ojos. Su
memoria era tan buena como la de ella, aunque la usaba para otros fines—. Te voy a
decir una cosa. Consigue que Gabrielle me diga que me marche. Te garantizo que jamás
volveréis a verme. —Abrió los ojos y la miró—. ¿Satisfecha? Ahora ve. —Bajó la
mirada y cogió un poco de verdura, que se metió en la boca.
Así pues, no era un farol. Era la pura verdad.
—No lo voy a hacer —contestó, controlando el viejo y conocido temor nervioso que
sentía en el estómago. Jamás, le he dicho. Que me ahorquen si voy a romper esa
promesa.
Herodoto dejó de masticar y la miró con frialdad.
—No, ¿eh? —Asintió—. Ya veremos. —Volvió a su cena—. Metrus, el comerciante,
te ha ofrecido un lugar. Cree que le conseguirás una bonita suma con tus... —Una pausa
—. Historietas. —Le dirigió una mirada divertida—. Y hasta se ha ofrecido a aceptar a
Lila para su hermano Lennat. No tengo dote para ella, así que es la mejor oportunidad
que va a tener, y parece un buen muchacho. —Le clavó la mirada—. Eso haría muy
feliz a Lila. Tú quieres verla feliz, ¿verdad, Gabrielle? Sé que eres buena chica.
Gabrielle suspiró. Conocía todos sus resortes. Sabía que su mayor debilidad era su
carácter bondadoso y siempre lo había usado para presionarla.
—Sabes que quiero verla feliz —contestó, con tranquilidad—. Pero no a ese precio.
Su padre se quedó mirándola.
—No pareces entender que no te queda más remedio, hija mía. —Se rió ligeramente
—. Hemos hecho un contrato y lo he firmado. Tú eres mi garantía. Es definitivo. —
Señaló su plato con el tenedor—. Come. No quiero que Metrus piense que estás
enferma.
La bardo posó la mirada en su plato.
—No, gracias —contestó apagadamente—. No tengo hambre. —Se levantó y rodeó
la mesa hacia la puerta—. Buenas noches.
Herodoto se levantó con pesada rapidez y quiso agarrarla del brazo, sorprendido
cuando falló.
—Espera un momento, niña. No he terminado. —Se irguió ante ella—. Te vas a
comportar como es debido. Te vas a alejar de esa maldita mujer, si no quieres decirle
que se vaya, y te vas a poner ropa decente. O... —La miró estrechando los ojos—.
Bueno, no hace falta que entremos en detalles, ¿verdad?
Gabrielle se puso derecha y controló el impulso de apartarse de él. Acudió a ese
núcleo de seguridad en sí misma que llevaba dos años esforzándose por construir y
respiró hondo, sabiendo que a él le faltaba muy poco para ponerse de ese humor.
—Escucha —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. No soy la misma persona que se
fue de aquí hace dos años. Y tú no eres mi dueño. —Se echó hacia delante y le sostuvo
la mirada. Rezando—. A lo mejor podemos encontrar una forma para que los dos
consigamos lo que queremos, padre. No quiero pelearme contigo... ni con madre, ni
hacer daño a Lila. —Dejó asomar a los ojos parte de su angustia y vio el levísimo
cambio en los de él cuando lo captó.
Herodoto se quedó mirándola pensativo. Su irritación ante su terquedad tapaba, en
realidad, un diminuto asomo de orgullo por ésta que era era su hija primogénita. Y que
por fin daba muestras de coraje, en el momento más inoportuno. Bueno, había más de
un modo de curtir el cuero.
—Está bien, Bri —dijo, relajándose un poco—. Mañana hablamos de ello. —La
despidió con un gesto—. Ve a descansar. Y Bri. —La señaló con la mano—. Por favor.
No puedes ir por ahí medio desnuda.
Gabrielle se detuvo y luego hizo un leve gesto con la cabeza.
—Vale —asintió. Bueno, eso es mejor, al menos—. Veré qué puedo hacer. —Regresó
por el corto pasillo a la habitación de Lila donde ésta esperaba su hermana, abrazada a sí
misma—. Bueno, ya está —suspiró la bardo, tirándose en la cama y frotándose las
sienes—. Pero no ha terminado. Ahora se está haciendo el comprensivo.
Lila soltó un resoplido y se sentó en su cama.
—Bueno, eso es algo mejor. —Alargó la mano y tocó la rodilla de Gabrielle—. No
me puedo creer que le hayas plantado cara. —Sonrió levemente a su hermana, con
picardía—. Sí que has cambiado.
Gabrielle hizo una mueca.
—Los he visto peores que él. —Sonrió tensa a Lila—. Y te olvidas de que viajo con
una persona que es una maestra en el tema de la intimidación. —Soltó una breve
carcajada—. No has visto nada hasta que ves a Xena achantar con la mirada a un
monstruo de dos metros con colmillos y espada. —Miró un momento a Lila, al no oír la
habitual andanada de ataques contra su compañera, y se sonrió por dentro—. Me ha
enseñado muchas cosas.
Entonces se incorporó en la cama y cogió sus morrales.
—Mira, te voy a enseñar algunas de las cosas que guardo como recuerdo. —Y se
puso a sacarlas. Lila se relajó, sonriendo, y fue a sentarse a su lado.
—Oooh... ¿qué es esto? —dijo la muchacha morena, cogiendo un objeto pequeño y
sosteniéndolo a la luz—. Qué bonito es.
Gabrielle se echó a reír.
—Es ámbar. —Hurgó en su colección—. Y esto es una concha de la playa que hay
justo fuera de Atenas. —Se la pasó.
—¿Esto qué es? —preguntó Lila, mostrándole un sello.
—Mi sello —replicó Gabrielle, reprimiendo una sonrisa—. Para eso de las amazonas.
Lila se la quedó mirando.
—¿De verdad eres...?
Su hermana asintió.
—Sí. De verdad soy. —Se encogió de hombros—. De hecho, casi acabamos de venir
de ahí. Estuve más de un mes trabajando en unos tratados con los centauros y las aldeas
de alrededor.
—Entonces... ¿por qué no te quedas con ellas, si eres la reina? —preguntó Lila,
arrugando el entrejo, consternada—. No lo entiendo.
Gabrielle suspiró.
—Es complicado. Tiene mucho que ver con lo que es mejor para ellas y lo que es
mejor para mí. —Se quedó pensando—. Tenemos puntos de vista totalmente distintos,
así que sólo podemos aguantarnos a pequeñas dosis.
—Ah —replicó Lila—. Bueno, da igual. —Toqueteó un pergamino—. ¿Estos son tus
pergaminos?
—Pues sí —confirmó la bardo—. Ahora estoy trabajando en unos cuantos. Me gusta
escribir las cosas justo cuando... —Oh. De repente comprendió mejor por qué Xena le
pedía que suavizara las historias para su familia—. Justo cuando acaban de ocurrir —
terminó.
—Cuéntame una historia —le pidió Lila, cogiendo un pergamino—. ¿Me cuentas
ésta? Echo de menos tus historias, Bri.
Ah, ésa. Gabrielle la cogió de entre sus dedos y la desenrolló.
—Vale, pues estábamos... —Y se lanzó.
Lila escuchó, hechizada mientras su hermana se zambullía en una de sus aventuras
más recientes y tejía el relato. Observó el rostro de Gabrielle cuando ésta se dejó
arrastrar por la narración y empezó a reaccionar a los acontencimientos que estaban en
su propia memoria y no sólo en el pergamino. Había estado allí de verdad, pensó Lila.
Había visto a Poseidón de verdad. Había conocido a Cecrops de verdad. Había
naufragado de verdad y el Marinero Errante la había recogido. Se identificó con su
horror por el marinero que saltó por la borda. Se rió con ella por Aldric y su
encandilamiento. Se le pusieron los ojos como platos cuando Gabrielle habló de los
tesoros de Cecrops y de que había visto la legendaria estatua de Atenea. Y observó
cómo su rostro adquiría un resplandor interno al describir la determinación irresistible e
imparable de Xena de llegar a ese barco, a sabiendas de quién era dicho barco, sólo por
estar con su amiga.
—Eso sí que debió de ser un salto —comentó Lila en voz baja, observando los ojos
de Gabrielle, iluminados por los recuerdos.
—Oh, ya lo creo. —Su hermana se echó a reír—. Lo fue. Todos pensaron que estaba
loca por saltar así desde el acantilado y lograr aterrizar en el barco —dijo, rememorando
—. A Cecrops casi le da algo.
Lila sonrió.
—¿Qué le dijo ella?
—Mmm... que no estaba dispuesta a dejar que se marchara con su mejor amiga —
contestó Gabrielle, mirando a su hermana directamente a los ojos—. Pero es que ella es
así.
Se quedaron mirándose en silencio. Por fin, Lila suspiró.
—Así que... no te quedas con ella sólo por las historias, ¿verdad?
Gabrielle tardó bastante en contestar. ¿Le va a dar algo? Seguramente. Pero creo que
de todas formas ya medio se lo imagina. Por fin, soltó el aliento que había estado
aguantando.
—No. —Le daba miedo, porque de toda su familia, Lila era a la que más echaba de
menos. A la que más quería. Y odiaba a Xena y todo lo que ésta representaba.
Lila fue hasta la pequeña ventana y miró fuera. Habló sin volverse.
—¿Alguna vez te ha hecho daño, Gabrielle?
La bardo se atragantó.
—¿Qué? —Sacudió la cabeza—. Jamás.
Lila se volvió y se abrazó a sí misma.
—¿Jamás? ¿Nunca se ha enfadado contigo y te ha pegado? ¿No te ha dado una
paliza? ¿No te ha golpeado en sitios que no se ven?
Gabrielle tomó aliento varias veces antes de poder hablar. Nunca se me ha ocurrido
una cosa así. En todo el tiempo que llevamos viajando juntas, eso ni se me ha pasado
por la mente.
—No, Lila. Entrenamos, claro. Practicamos lucha libre juntas y creo que una vez,
bajo la influencia de Ares, me dio un tortazo, pero yo le pegué un golpe con un bieldo,
así que supongo que estamos en paz. —Meneó la cabeza—. No. De hecho, cuando
entrenamos, ella se lleva muchos más golpes que yo, porque frena sus golpes y me da
un toquecito y yo no sé hacer eso. A veces le doy le lo lindo.
Lila asintió. Y miró al suelo. Y volvió a mirar a su hermana.
—¿Te fías de ella?
—Le confiaría mi vida —fue la respuesta instantánea—. Y lo he hecho. Muchas
veces.
Lila se dio la vuelta, se acercó a ella y le agarró los hombros con las manos.
—Te envidio. —Tomó aliento temblorosa—. Antes creía que estabas loca por tener
tantas ganas de salir de aquí. Ahora lo comprendo. Y no puedo irme a ninguna parte.
—Oh, Lila —susurró la bardo y la abrazó.
Xena se había escabullido de la granja y regresó en silencio a la posada, todavía
vagamente intranquila por Gabrielle. La bardo parecía estar bien, pero la guerrera
percibía una corriente soterrada que no era... Le recordaba a cómo era Gabrielle cuando
empezaron a viajar juntas. A veces toda alegre, a veces temerosa del más mínimo ruido.
Notaba una molestia en la boca del estómago que estaba convencida de que no tenía
nada que ver con ella, puesto que el único motivo de preocupación que tenía era que en
Potedaia no caía bien. Xena resopló por lo bajo. Hacía falta una aldea más grande y más
desagradable que la pequeña Potedaia para asustar a ex señora de la guerra como ella.
Giró por el sendero y se dirigió a las cuadras comunes. Tal vez se calmaría cepillando a
Argo... Abrió la puerta de un empujón y se encontró con cuatro chicos del pueblo que
rodeaban a una bolita peluda que gruñía.
Pinchaban a Ares con las púas de un bieldo y se reían. El lobezno les mostraba los
colmillitos y gruñía haciendo un esfuerzo infantil y patético por parecer feroz. Xena
echó la mano hacia atrás y agarró la herramienta más próxima, un rastrillo para
estiércol. El siguiente chico que pinchó al lobezno acabó recibiendo un golpe en el
trasero que lo lanzó por encima del animal para aterrizar en la paja cenagosa.
—¿Os apetece meteros con alguien de vuestro tamaño? —se oyó esa voz que era
terciopelo sobre acero. Se colocó en medio del grupo ahora silencioso y miró a Ares—.
¿Estás bien, chico?
—¡Ruu! —contestó el animal, que se acercó trotando y se sentó encima de su bota,
mirando a los que lo habían atormentado—. ¡Ruu!
—¿Y bien? —preguntó Xena, recorriendo con los ojos el círculo petrificado. La luz
de las antorchas destacaba los tonos cobrizos de su armadura y hacía que sus ojos claros
soltaran destellos al ir girando para mirarlos a todos—. ¿Alguien me quiere pinchar a mí
con un bieldo? —Una pausa—. ¿No? Pues largaos. No me gusta compartir aire limpio
con una panda de cobardicas. —Entornó los ojos y avanzó un paso hacia el más cercano
de ellos.
Despidiendo paja en todas direcciones, salieron corriendo sin mirar atrás. Xena
suspiró y meneó la cabeza. Luego se quedó rígida, al darse cuenta de que no estaba sola.
Sus ojos se movieron hacia el rincón más oscuro del establo y se posaron allí,
inmóviles, hasta que un roce de paja indicó que el que observaba sabía que estaba
siendo observado. Unos cuantos segundos más de tensión y entonces de la oscuridad
salió una figura pequeña y renqueante, que se acercó con cautela, hasta que la luz de las
antorchas reveló sus rasgos.
Era un chico, supuso Xena, de pelo rubio, abundante y revuelto, y hombros
encorvados. Se acercó cojeando y entonces Xena supo por qué, al descubrir la
deformidad de su espalda. Enarcó una ceja ligeramente. Ares gruñó.
—¿Es tuyo? —preguntó el chico, deteniéndose fuera del alcance del rastrillo que
sostenía ella, según advirtió. Indicó al lobezno con la cabeza.
—Sí —contestó Xena, bajando un largo brazo y recogiendo a Ares, tras lo cual se dio
la vuelta y dejó el rastrillo apoyado en la pared donde lo había encontrado.
—¿Cómo se llama? —se oyó la pregunta curiosa, al tiempo que el chico se acercaba
renqueando, ahora que ella ya no sujetaba la herramienta.
—¿Cómo te llamas tú? —contraatacó Xena, girándose ágilmente con el lobezno en el
pliegue del brazo y mirándolo interrogante.
—Alain —contestó el chico, sin ofenderse, y ahora ya estaba lo bastante cerca como
para tocar. Miró a Xena pidiendo permiso.
La guerrera asintió y alargó un poco el brazo.
—Pon primero los dedos, para que te los huela —le aconsejó—. Se llama Ares. —
Observó divertida cómo reaccionaba sobresaltado.
—Igual que... —susurró Alain, dejando que el cachorro le olisqueara los dedos—.
¿Eso no es peligroso?
Xena se encogió de hombros.
—No le ha importado.
Entonces el chico se quedó paralizado y la miró asombrado y con los ojos como
platos. Al cabo de un momento, parpadeó y sus labios se curvaron con una sonrisa.
—Tú eres Xena, ¿a que sí? —Rascó distraído a Ares debajo de la barbilla.
La guerrera se rió suavemente.
—¿Cómo lo has sabido? —Enarcó las cejas con gesto interrogante.
—Pues... —dijo Alain con timidez—. Eres guerrera, eso es evidente, y una señora...
—Sus propios labios sonrieron al ver la expresión sardónica de Xena ante ese
comentario—. Bueno, da igual. Y encajas con la descripción. —Otra mirada irónica—.
Y has llamado a tu perro como al dios de la guerra. —Se encogió de hombros
desigualmente—. Son pistas muy grandes. —Le lanzó una mirada rápida, sin posar los
ojos mucho rato en ningún punto, intentando que no pareciera que la estaba mirando.
Jo... Xena. Aquí mismo, en mi establo... pensó. Era... más alta de lo que se esperaba,
aunque él mismo no era alto. Y sus ojos... decían que tenía los ojos muy azules, pero eso
no los describía ni de cerca. Y hasta tenía algo de agradable. Eso no lo decían nunca.
—Ya —replicó Xena, aguantando con paciencia el escrutinio—. Bueno, Alain. ¿Tú
vives aquí?
—Mm. Sí —contestó, agachando la cabeza—. Trabajo por la manutención. —Se giró
con dificultad e hizo un gesto—. Limpiando, quitando estiércol, ya sabes. —Levantó la
mirada—. ¿Esa yegua dorada es tuya? —Se le iluminaron los ojos—. Es preciosa. —Y
se quedó embelesado por la sonrisa que obtuvo a cambio.
—Gracias. Se llama Argo —replicó Xena y echó a andar hacia la yegua, que había
vuelto la cabeza para mirarlos—. ¿Quiénes eran esos chicos tan encantadores? —
Observó cómo intentaba apartar la cara—. ¿También se meten contigo? —preguntó con
un tono mucho más amable. Calculaba que era un poco más joven que Gabrielle y se le
ocurrió pensar que tal vez aquí podría obtener algunas respuestas sobre lo que le ocurría
a su compañera. Era un pueblo pequeño y se habrían criado al mismo tiempo.
Alain agachó la cabeza como asintiendo.
—A veces. A la gente de aquí no le gustan los diversos. —Levantó la mirada hacia
ella—. No creo que tú les gustes mucho. —Se encogió de hombros como para
disculparse—. Eres muy diversa.
Xena prestó atención a la palabra que usaba.
—¿Diversa? —preguntó, mientras sacaba la almohaza y el cepillo de Argo—. Sí,
supongo que lo soy. Y no, no les gusto nada. —Se acercó a él—. ¿Tú no les gustas por
esto? —Sus dedos rozaron su espalda deforme. Él se encogió, pero se quedó quieto,
mirándola a los ojos. Los suyos eran de un gris sorprendentemente profundo, casi
morado a la luz de las antorchas—. Eso no es culpa tuya.
—No —suspiró Alain—. Pero da igual. —Cogió la almohaza que se le ofrecía y se
puso a trabajar en las patas delanteras de Argo con pases cortos y suaves—. Es diverso.
Xena asintió en silencio.
—Yo tengo una amiga, Alain, que creció aquí. Puede que la conozcas. Se llama
Gabrielle. —Vio cómo levantaba la cabeza de golpe y se quedaba mirándola
sorprendido—. Parece que sí. —Sonrió levemente.
—Oh... Bri. Sí, me acuerdo de ella —reconoció el chico, curioso—. Se marchó.
—¿Ella era diversa, Alain? —preguntó Xena, con aparente indiferencia, mientras
peinaba la crin de Argo. Levantó los ojos azules para atrapar los grises de él.
Alain tomó aliento y asintió despacio.
—Sí. —Se le entristeció la mirada—. Pero era diversa por dentro. Al cabo de un
tiempo, empezó a ocultar lo diverso.
En la mente de Xena se empezó a formar una difusa teoría.
—Mmm... ¿cómo? ¿Cómo era diversa?
El chico se encogió un poco de hombros.
—Veía imágenes por dentro. Y se inventaba historias sobre ellas. —Le sonrió—. Eran
historias muy buenas.
Xena le sonrió a su vez.
—Seguro que sí.
Alain se puso serio.
—Pero a su padre no le gustaban. La zurraba con el cinturón, sabes, cuando la pillaba
haciéndolo. —Frunció el ceño—. Así que dejó de contárnoslas, al cabo de un tiempo.
Después de que una vez, me acuerdo muy bien, le diera con la hebilla hasta que la hizo
sangrar. —Meneó la cabeza rubia—. Estuvo muy mal. Pero... aunque dejó de
contárnoslas, no creo que dejara de ver las imágenes. —Ahora, por fin, miró a Xena,
percibiendo su inmovilidad silenciosa.
Y se apartó de Argo, dejando caer la almohaza al ver su expresión. Aferraba la crin de
la yegua con las manos y sus ojos eran como bloques de hielo al mirarlo.
—No fui yo. Yo no lo hice. No fui yo —balbuceó, levantando las manos atemorizado.
Xena dejó caer la cabeza sobre el lomo de Argo y aspiró una bocanada de aire
prolongada y temblorosa. Obligándose a calmarse. Haciéndose con el control de la furia
que le erizaba los pelos de la nuca y hacía que le temblaran los brazos como reacción.
Eso explicaba... tantas cosas. Era una pieza crucial del rompecabezas que era su
compañera y no sabía si se alegraba o no de haberla conseguido. Esto era algo que
Gabrielle habría preferido contarle, a su ritmo, a su manera. Como ella había revelado lo
de Solan. Y lo de Toris. Y toda una serie de cosas sobre su propio pasado que le había
contado a Gabrielle.
Despacio, alzó la cabeza y miró al asustado muchacho.
—Tranquilo, Alain. Ya sé que tú no tuviste nada que ver con esto. Lo sé. Siento
haberte asustado. Es que Gabrielle es muy buena amiga mía y me da mucha rabia que le
pegaran por contar historias.
Alain se relajó y se acercó de nuevo, sonriéndole levemente.
—Vale... vale... te entiendo. —Recogió la almohaza y se puso a cepillar a la yegua
otra vez—. Sé que le habría gustado tener una amiga como tú en aquella época. Cuando
era diversa. —Estuvo cepillando un ratito en silencio y luego dijo—: ¿Qué hace ahora?
Se marchó, hace dos estaciones.
Xena le sonrió, relegando la rabia y la angustia al fondo de su mente para estudiarlas
más tarde.
—Cuenta historias, Alain. Muy buenas.
Él sonrió de oreja a oreja, muy contento.
—¿En serio? Así que yo tenía razón... no llegó a perder las imágenes. —Arrugó el
entrecejo—. ¿Pero por qué ha vuelto? Aquí sigue siendo diversa. Su padre no le va a
dejar que siga creando imágenes.
Xena dejó lo que estaba haciendo y cubrió delicadamente las manos del chico con las
suyas. Se apoyó en el lomo de Argo y lo miró a los ojos.
—Te prometo, Alain, que mientras yo esté cerca, nadie le va a impedir crear
imágenes. —Una pausa—. Nadie.
Se la quedó mirando.
—Te creo —susurró. Hubo una larga pausa—. Ojalá yo tuviera una amiga como tú.
—Se le quebró la voz—. Es duro ser diverso.
—Lo sé —dijo Xena, con expresión compasiva—. Hay que ser muy fuerte.
Alain asintió.
—Sí. Bri no lo era. Lloraba mucho. —Se le pusieron los ojos muy tristes—. Le dolía.
A mí me daba mucha pena... a veces nos íbamos a buscar moras juntos y yo intentaba
que me contara sus historias. A veces lo hacía, pero siempre tenía miedo. —Miró a Xena
a la cara y vio la tristeza reflejada en ella—. Me caía bien. Me alegré de que se
escapara. —Echó la cabeza a un lado—. ¡Te la llevaste tú, a que sí! Ahora me acuerdo...
les diste una paliza a los tratantes de esclavos y luego ella desapareció. ¡Se fue contigo!
—Sí —dijo Xena, tragando con dificultad. Yo no encajo aquí, ¿no fue eso lo que me
dijo? Oh, Gabrielle...—. Se fue conmigo.
—Me alegro un montón —dijo Alain, con una dulce sonrisa—. Seguro que eres una
buena amiga.
Xena le dio una palmadita en la mano.
—Yo también me alegro un montón, Alain. —Ahora tengo que enterrar ese
conocimiento en lo más hondo, hasta que esté preparada para contármelo. Menos mal
que guardar secretos se me da mejor a mí que a ella. Maldición. Maldición, Gabrielle,
¿por qué no me lo dijiste? Su mente se burló de ella: Porque, Xena, si te lo hubiera
dicho, habrías entrado en esa casa y le habrías cortado la cabeza a ese hombre por
ponerle la mano encima. Reconócelo. Sin dudarlo un momento. Sí. Así soy yo, señora
de la guerra hasta la médula, y ella lo sabe. Me conoce, demasiado bien—. Gracias por
contarme todo esto, Alain. Necesitaba saberlo. —Sonrió levemente al chico.
Alain la miró.
—Sigues enfadada. Es un buen enfado. —Asintió con la cabeza—. No dejarás que le
vuelvan a hacer daño.
—Así no, Alain. No —dijo Xena, terminando con la crin de Argo—. Con eso puedes
contar.
Tras despertarse al día siguiente, Xena salió temprano y se desentumeció con una
larga carrera y unos buenos ejercicios con la espada, luego regresó y desayunó
tranquilamente en la sala común de la posada. Bajo la mirada desaprobadora del
posadero y las miradas inquietas de su mujer. Empezó a sentir una creciente irritación,
en parte por la información que había obtenido la noche anterior y en parte por el puro
sentido común que dictaba que uno no debía ofender a los clientes de pago. Madre
jamás cometería esta clase de error, advirtió su mente distraída, mientras jugueteaba
con la comida algo sosa que le habían servido. Y creo que madre me ha tenido muy
mimada, se burló de sí misma. Vamos, Xena, cómetelo de una vez. Con un poco de
suerte, no estará envenenado. Se terminó lo que tenía en el plato, luego subió a su
pequeña habitación, que odiaba cordialmente, y se sentó apoyada en la pared debajo de
la ventana, para reparar una hebilla atascada de su armadura.
Sus sentidos la avisaron mucho antes de que oyera el leve crujido de las tablas de las
escaleras, y dejó la armadura y se levantó, en el momento en que se abría la puerta y
entraba Gabrielle. Xena la observó, fijándose en la túnica de lino con una ceja enarcada.
Los ojos de la bardo se encontraron con los suyos.
—Buenos días —dijo con tono apagado—. Espero que hayas dormido mejor que yo.
Xena se acercó despacio hasta ella y le cogió la barbilla delicadamente con una
mano, luego la rodeó con los brazos y se la acercó.
—Me parece que necesitas un abrazo —dijo y notó que a Gabrielle se le entrecortaba
la respiración. Siempre se le pone esta expresión perdida en los ojos cuando necesita
esto, fácil de reconocer, cuando por fin me enteré, pensó, mientras se quedaban allí
abrazadas en un silencio atemporal.
—Has acertado —dijo Gabrielle por fin, pero sin soltarla—. Sabes, podría quedarme
así para siempre. —En el rico calor dorado que siempre sentía a su alrededor y que se
daba cuenta de que era parte de la conexión que tenían la una con la otra—. Creo que
anoche le pegué un buen susto a Lila. —Ladeó la cabeza y miró a Xena a los ojos.
—¿La misma historia de siempre? —preguntó Xena, frotándole la espalda
ligeramente.
La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No... no, ésta era una muy antigua. De antes de que te conociera. Supongo que el
entorno la sacó a la luz. —Sonrió fugazmente a la guerrera—. Cosas del pasado.
Xena tomó aliento y entrelazó los dedos por detrás de la cabeza de Gabrielle,
apoyando los antebrazos en los hombros de la bardo.
—Sabes que estás haciendo que me suba por las paredes, ¿verdad?
—¿Yo? —preguntó Gabrielle, observando su rostro—. ¿Por qué?
Xena soltó una mano, retrocedió un paso, bajó la mano y la puso sobre el estómago
de Gabrielle.
—Porque lo que sientes aquí... —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Lo siento yo
también. Y no sé por qué, y no saberlo me está desquiciando. —Sonrió a Gabrielle de
medio lado—. Ya sabes lo que me encanta sentirme descontrolada e impotente,
¿verdad?
La bardo bajó la mirada y suspiró.
—Me están presionando mucho —reconoció—. Y más que nada... es Lila. —Se dejó
caer de nuevo hacia delante sobre el pecho de Xena—. Quiere a Lennat de verdad,
Xena. —Su pecho se alzó y bajó con un largo suspiro—. Y necesita salir de ahí. —Una
pausa—. Y Xena, padre dice que puede hacerlo, legalmente. ¿Eso es cierto? —Sus ojos
se clavaron en el rostro de la guerrera—. ¿De verdad le pertenezco, de esa forma?
—Mmm... en circunstancias normales, sí —contestó Xena, que se sentía un poquito
ufana. Se había pasado la mitad de la noche investigando ese mismo tema—. Pero en tu
caso, no. —Acarició la mejilla de Gabrielle con ternura—. Así que no te preocupes,
bardo mía. Aunque tenga que sacarte de aquí sobre los cuartos traseros de Argo, la ley
no te perseguirá. —Llevó a Gabrielle hasta una silla junto a la mesita de la habitación e
hizo que se sentara—. Mira. —Cogió un pergamino y se inclinó sobre la mesa,
apoyando encima los codos—. El derecho consuetudinario establece que un labriego
libre, como lo es tu padre, tiene derecho a casar a sus hijas como le parezca adecuado,
por el precio que considere adecuado.
Gabrielle miró el pergamino y luego a Xena.
—Entonces... —Se le cayó el alma a los pies.
—Ah —interrumpió Xena—. Pero mira aquí. —Sacó otro pergamino y señaló una
línea con un fuerte dedo—. Un padre no puede decidir cómo disponer de su hija si se
cumple una condición: que haya una reclamación previa por parte de un poder soberano.
—Sonrió al ver la cara confusa de Gabrielle—. Tú eres la reina de las amazonas,
Gabrielle. Son una nación soberana y tienen precedencia legal sobre lo que diga un
labriego.
Gabrielle soltó una risa breve.
—Oh. —Miró a Xena con respeto—. ¿Cómo lo has encontrado?
—Buscando —contestó Xena, encogiéndose de hombros.
—No... quiero decir, ¿cómo has sabido dónde encontrarlo? —insistió la bardo,
posando una mano sobre el cálido antebrazo apoyado en la mesa a su lado.
—Otra de las muchas cosas que sé hacer —sonrió la guerrera—. En realidad, los
señores de la guerra tienen que mantenerse al día con las leyes, Gabrielle, aunque sólo
sea para saber cuáles estamos violando. —Ooh... mira qué graciosa, Xena. ¿Estamos
llegando al punto en que podemos incluso hacer chistes?
La bardo se echó a reír, mirando a Xena mientras meneaba la cabeza.
—¿Sabes una cosa? —Sus ojos observaron el rostro de la guerrera atentamente.
—No, ¿qué? —respondió Xena, notando que el nudo tenso que tenía en el estómago
se aflojaba un poco. Vio que la expresión de los ojos de la bardo se suavizaba hasta
adquirir una apacible intensidad. Supo que los suyos respondían de igual modo, cuando
sus almas estaban en contacto como ahora.
—Que te quiero —fue la dulce respuesta, al tiempo que Gabrielle subía con la mano
y tocaba la sonrisa que se iba formando en el rostro de Xena—. No es que sea un gran
secreto, ¿verdad? Creo que hasta Lila lo ha captado.
Xena se echó a reír.
—¿En serio? —Se echó hacia delante y besó a la bardo—. ¿Cómo se ha enterado?
Gabrielle le deslizó un brazo alrededor del cuello y Xena se enderezó, tirando de la
bardo hasta abrazarla.
—Mmm... —Se rió suavemente, cuando se separaron—. Pues anoche me convenció
para que le contara algunas historias y dijo que era evidente por la... —Se detuvo y soltó
una risita—. Perdona, esto lo dijo ella, no yo. Por la cara de boba que se me ponía cada
vez que mencionaba tu nombre. —Miró a Xena, que se estaba riendo por lo bajo—.
Cosa que ocurría muy a menudo, supongo, dado que las historias trataban de ti.
—Ah. Ya —respondió Xena y luego sonrió cohibida a la bardo—. Si te sirve de
consuelo, mi madre dijo lo mismo de mí.
Gabrielle se echó a reír.
—¿En serio? —Dejó que sus dedos siguieran el leve rubor que subía por el cuello de
Xena hasta su cara—. Entonces, así es como lo averiguó.
—Sí. —Xena se encogió de hombros—. Nunca me lo ha comentado nadie más, así
que a lo mejor es porque es mi familia.
La bardo contuvo una carcajada.
—Xena, ¿quién en este mundo aparte de tu madre se atrevería a decirte una cosa así?
—Sus ojos chispeaban de risa reprimida.
Xena reflexionó un momento. Entonces se echó a reír.
—En eso tienes razón —reconoció, luego volvió a estrechar a Gabrielle entre sus
brazos y se permitió recrearse en otro largo beso, al final del cual notó que el corazón de
la bardo empezaba a acelerarse y que ella misma estaba un poco jadeante. Se apartaron
lo suficiente para mirarse a los ojos—. Sabes, cualquiera que tenga dos dedos de frente
podría imaginarse dónde estás —comentó Xena, con la respiración entrecortada.
—Que lo hagan —replicó la bardo, con una sonrisa. Y le bajó la cabeza—. Les he
dicho que no volvería hasta la hora de comer. —Soltó una carcajada profunda—. Se
supone que estoy comprando ropa adecuada. —Se encogió ligeramente de hombros—.
Me han dicho que no puedo ir por ahí medio desnuda, como una salvaje.
—Mmmm... —comentó Xena—, a mí me gusta la ropa que llevas. —Bajó los brazos
y levantó a la mujer más menuda, acunándola como a una niña, y fue hasta la cama—.
Diles que se vayan a paseo y si no les gusta, que vengan a mí a quejarse.
Gabrielle soltó una risita.
—Oh, eso sí que causaría escándalo. —Entonces se entregó con ganas a la tarea más
inmediata.
—Bueno —dijo Xena con indolencia, un rato después—. ¿Qué consideran ellos ropa
adecuada? —Miró a la bardo, que estaba pegada a ella tan contenta, con los ojos medio
cerrados—. No me digas que son esas faldas largas.
Gabrielle soltó un gorgoteo desde el fondo de la garganta.
—Probablemente. —Suspiró y echó la cabeza hacia atrás para mirar a su compañera
—. Parece que a ti no te gusta ese estilo, ¿eh?
La guerrera se encogió levemente de hombros.
—No te sienta nada bien. —Entonces sus labios se curvaron con una sonrisa—. A lo
mejor deberías enviar a buscar a una delegación de amazonas como asistentes. Eso sí
que sería interesante de ver.
La bardo reprimió una carcajada.
—¡Xena! —Meneó la cabeza y luego se puso seria—. No tiene gracia, la verdad.
Siento que... —Se detuvo—. Que están intentando hacerme encajar aquí de nuevo.
Xena vaciló, debatiéndose entre la necesidad de responder a la tensión que notaba
que volvía al cuerpo de Gabrielle y la necesidad de fingir que no conocía la causa.
—¿Tú quieres volver a encajar aquí? —preguntó por fin, con tono despreocupado y
tranquilo.
Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensando. En cierta época, habría dado lo
que fuera con tal de encajar aquí. Y estuve a punto de hacerlo. Ahora...
—No creo que pueda, Xena —reconoció—. ¿Pero cómo puedo hacerle eso a Lila?
No puedo... dejarla aquí. —Notó que se le encogía la garganta—. Haría cualquier cosa
por ayudarla. —Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se le cortó la
respiración. ¿Cualquier cosa? ¿Podría renunciar a esto y convertirme en una hija
obediente, irme sin rechistar con este comerciante y ver a Lila feliz con alguien a quien
quiere? Podría cambiar su vida. Igual que Xena ha cambiado la mía. ¿Eso es justo? Se
le encogió el corazón. ¿Qué precio estoy dispuesta a pagar por mi hermana?
Sus ojos se alzaron, se posaron en los de Xena y reconoció el sutil velo de
retraimiento sombrío que había tras el familiar color azul, un retraimiento que ahora
identificaba como el intento instintivo de la guerra de levantar una barrera contra algo
que sabía que le iba a doler. Una barrera que era fragilísima a la hora de protegerla de
esta terrible vulnerabilidad a la que se había abierto voluntariamente. Era una expresión
que Gabrielle vio por primera vez, sin reconocerla, la noche en que se casó con
Pérdicas.
Y Gabrielle sintió un fuerte y doloroso impacto al verla, en un punto tan hondo de su
interior que no lograba ver el fondo, y supo que si se trataba de elegir entre lo que su
corazón abnegado anhelaba darle a Lila y lo que su alma exigía como propio, la
elección ya estaba hecha.
—Es decir, casi cualquier cosa —se corrigió en voz baja, con una sonrisa fugaz,
estrechando a Xena con el brazo con que rodeaba a la guerrera, y tuvo la satisfacción de
ver una sonrisa como respuesta que llenaba de calor la frialdad inquieta de su mirada—.
Pero tiene que haber algo que pueda hacer. —Y su expresión se hizo implorante al mirar
a Xena a la cara. ¿No prometí que no iba a volver a hacer esto? ¿A depositar tantas
esperanzas en ella? Para que lo arregle todo... pero yo estoy demasiado implicada en
esto. No veo una salida. A lo mejor ella sí.
—Mmm... —murmuró Xena—. Podríamos llevárnosla de aquí, llevarla a Anfípolis, o
con las amazonas —comentó, tanteando el terreno.
—No querrá irse sin Lennat. —La bardo suspiró, dejando asomar una sonrisa
desganada—. Tampoco es que yo tenga base moral alguna para discutir con ella —
reconoció, regodeándose en el bienestar cálido en el que estaba acurrucada. Sus dedos
trazaron distraídos una cicatriz desvaída que tenía Xena en el tórax, una que tenía una
textura desigual. Una flecha, supuso—. Y él está contratado como aprendiz para cinco
años más. —Hizo una pausa—. E incluso después, no creo que quisiera marcharse de
aquí. Está a gusto y su hermano lo mantiene.
—Mm —respondió Xena. ¿Cómo salimos de ésta, aparte de la manera obvia?
Podría presentarme allí y... sí, por los dioses, y después de lo de anoche, menudas
ganas tengo. Pero eso no resuelve el problema. Simplemente hace que yo me sienta
mejor. ¿Hay alguna solución para esto sin que corra la sangre? Esos ojos que me
miran... no se le ocurre una salida y confía en mí para que la encuentre. Bueno. Pues
supongo que la encontraré—. A ver qué se me ocurre —añadió la guerrera, acariciando
suavemente el pelo de Gabrielle, y la bardo la recompensó con una mirada de fe
absoluta. Por los dioses. Ojalá fuera un cuarto de la persona que ve cuando me mira
así.
—Por cierto. —Gabrielle la miró parpadeando—. ¿Por qué te enfadaste tanto
anoche?
Xena sintió que se le paralizaba el cerebro.
—Mm. ¿Qué? —Maldición. Se me había olvidado. No estoy acostumbrada...—. Ah...
es que entré a cepillar a Argo y me encontré a unos chicos del pueblo pinchando a Ares
con un palo. —Se encogió de hombros—. Me afectó, supongo.
Gabrielle se incorporó sobre un codo, preocupada.
—¿Está bien? —En su voz se advertía la rabia—. ¿Cómo han podido hacerle eso a un
cachorrito inofensivo?
—Era div...ferente. —Le tembló la voz en mitad de la palabra y volvió a oír la voz
suave de Alain—. No creo que aquí vean mucho de eso. —Observó antentamente el
rostro de Gabrielle—. Supongo que por eso yo no les hago mucha gracia, aparte de lo
que ocurrió en el pasado —dijo con tono ecuánime—. No soy... la típica chica de
pueblo.
La bardo la miró a la cara largamente y luego sonrió.
—No, no lo eres.
Xena asintió.
—Y tú tampoco, bardo mía. —Tocó la nariz de Gabrielle con la punta del dedo—. No
lo olvides.
Gabrielle notó que una sonrisa tonta se apoderaba de su rostro y no pudo hacer nada
para impedirlo. Cuando estaba a punto de contestar, los ojos de Xena se pusieron alerta
y su cabeza se ladeó con un aire de estar a la escucha que la bardo conocía muy bien.
Esperó en silencio, mientras Xena entornaba los ojos concentrándose. Vio que alzaba
una ceja y que en el rostro de la guerrera aparecía una expresión vagamente risueña.
—Tu hermana viene para acá —le informó Xena—. A lo mejor te convendría...
Gabrielle soltó una risita.
—Ah, sí. —Y volvió a ponerse la túnica, captando ahora de forma muy débil el ruido
de alguien que subía las escaleras. Se pasó los dedos por el pelo y se sentó en una
esquina de la mesa pequeña que había en la habitación. La guerrera, tras vestirse a su
vez, se quedó tumbada, con las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza.
Alguien llamó a la puerta con un golpe ligero e inseguro.
—Sí —contestó Xena, adoptando un tono grave y ronco.
La puerta se abrió con cuidado y Lila asomó la cabeza, mirando primero a Xena y
luego a Gabrielle con algo cercano al alivio.
—Bri, tienes que venir deprisa. Quiere que vayas —dijo, un poco jadeante—. Metrus
está casa y quiere verte.
La expresión de Gabrielle se hizo cauta.
—¿Por qué? —preguntó, cruzándose de brazos.
Lila abrió la puerta del todo y entró en la habitación, fue hasta Gabrielle y la agarró
del brazo.
—Escucha... no hagas que se enfade, Bri. No me ha explicado por qué, sólo me ha
enviado a buscarte. —Lanzó una mirada a Xena y luego volvió a concentrarse en su
hermana—. Estaba vociferando y hoy ha empezado a darle a la cerveza un poco
temprano. Así que, por el amor de los dioses, ve de una vez.
Gabrielle notó que se le acaloraba la cara y era consciente de la intensa mirada de
Xena por el rabillo del ojo.
—Está bien —replicó y se bajó de la mesa y, cuando apenas había avanzado un paso
hacia la puerta, algo les bloqueó el paso a Lila y a ella.
Lila parpadeó, pues ni había visto a Xena pasar de su postura relajada en la cama a
aparecer plantada como ahora, delante de ellas, con una mano en alto para detenerlas.
—Un momento. —Miró directamente a Gabrielle—. No suena muy amable.
La bardo avanzó, alzando su propia mano para tocar la de Xena.
—No pasa nada. Es que... se pone un poco... —Bajó la mirada al suelo y luego volvió
a levantarla—. Ya sabes. —Recordó de repente la última conversación que había tenido
con Xena sobre ese tema precisamente. Ah, vamos, Xena, ¿no puedes soltarte la melena
por una vez? Animándola a sobrepasar los límites que se había impuesto a sí misma.
No, replicó la guerrera, con la misma mirada directa que ahora. Piensa en lo que soy,
Gabrielle. Piénsalo bien. Ahora, ¿de verdad quieres que eso se descontrole? Eso la
detuvo en seco. Y Xena vio que la comprensión se apoderaba de su rostro. Exacto.
Cuanto más fuerte eres, más responsable tienes que ser. No es divertido, Gabrielle. No
soy amable cuando me emborracho. Podría morir gente. Algunos ya lo han hecho. Y la
bardo le pidió disculpas en voz baja y reflexionó sobre lo que le había pedido. Y luego,
durante largo rato, estuvo pensando en por qué se lo había pedido.
—¿Hay algún problema? —preguntó Xena, en voz baja.
Lila se agitó.
—Lo habrá si no se da prisa —dijo, con tono apremiante—. Madre la está buscando
por el resto del pueblo. Yo he venido directa aquí. —Lanzó una mirada inquieta a Xena
—. Por favor...
Xena no le hizo ni caso.
—¿Hay algún problema? —preguntó de nuevo, bajando un poco más la voz y
acercándose más a la bardo.
Gabrielle suspiró.
—No lo sé. No creo. Todo debería ir bien. Seguro que sólo quiere lucir la... —Hizo
una leve mueca—. La mercancía. —Notó el temblor de rabia que sacudía el cuerpo de
Xena a través de sus dedos en contacto—. No pasará nada.
La larga y penetrante mirada de esos ojos azules la dejó algo temblorosa e intentó con
todas sus fuerzas tranquilizar su mente y no dejar que la idea de enfrentarse a su padre,
en esa casa, con una buena dosis de cerveza en el cuerpo, y a su posible marido le
produjera un miedo muy irracional e infantil.
Le entraron unas ganas casi abrumadoras de dejarse caer de nuevo en ese sitio cálido
y contarle a Xena... todo. Y mirarla y decir: No quiero que siga haciéndome daño.
Porque sabía que eso era lo único que haría falta y sería tan fácil... y por un mero
instante, le temblaron las palabras en los labios. Pero entonces la vieja culpabilidad
acalló su voz y se sintió incapaz de traicionarlo. Incluso ante alguien que compartía su
alma.
Tiene miedo. Xena lo captó sin intentarlo siquiera. Y está tratando de que yo no me
dé cuenta. Supongo que le seguiré la corriente por ahora, y confío y espero que si de
verdad ocurre algo, pueda llegar a tiempo de intervenir antes de que ocurra
demasiado.
—Está bien —respondió Xena a regañadientes, al tiempo que se echaba hacia atrás y
se apartaba—. Pero...
—Lo sé —confirmó Gabrielle—. Lo sé. —Salió por la puerta detrás de Lila y bajó
las escaleras, volviendo la mirada cuando llegó al rellano, y vio la cara tensa de
preocupación de la guerrera. Le dio un poco de calor en medio del frío que se había
apoderado de su pecho y logró saludarla agitando levemente la mano mientras
terminaban de bajar las escaleras para dirigirse a la puerta de la posada.
Lila miraba nerviosa de un lado a otro mientras caminaban.
—Tenemos que darnos prisa. —Luego lanzó una mirada a Gabrielle—. No le has
contado nada de... él. De nosotras. Lo que sea. ¿Verdad?
La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No.
—¿Por qué? —preguntó Lila con curiosidad—. Se supone que es amiga tuya.
Menuda amiga, si no puedes contarle algo que te angustia tanto. Hasta yo me doy
cuenta, Bri.
Gabrielle se paró en medio de la calle y agarró a su hermana del brazo, deteniéndola
de un tirón.
—Escúchame bien —dijo, con la voz ronca de rabia—. Puedo contarle lo que sea. Lo
que sea, Lila. Cosas que no podría contarte a ti, ni a madre, ni a nadie más, a ella se las
he contado. —Una pausa—. Pero esto no puedo contárselo.
Lila se quedó mirándola.
—¿Por lo que pensaría?
La bardo cerró los ojos y soltó aliento con fuerza.
—Por lo que haría.
—Tenía entendido que ya no hacía esas cosas. ¿No es eso lo que me dijiste, Bri? —
contraatacó Lila—. ¿O es sólo lo que a ti te gustaría creer?
Gabrielle la miró a los ojos.
—No, no lo es, y efectivamente, ya no lo hace. Pero esto es distinto. —Echó a andar
de nuevo—. Porque se trata de mí.
Lila guardó silencio y adaptó su paso al de ella mientras subían por el camino que
llevaba a la granja. Se detuvieron en la puerta y Gabrielle le puso una mano en el brazo
a Lila.
—Tú no tienes por qué entrar —dijo en voz baja—. No tiene sentido que las dos
pasemos por esto.
Lila la miró, asustada.
—Por favor, ten cuidado, Bri —susurró—. ¿Por favor? Hoy está fatal.
La bardo irguió los hombros y asintió.
—Lo tendré. —Y posó la mano sobre el cerrojo para abrir la puerta y lo echó a un
lado.
Herodoto levantó la mirada cuando se abrió la puerta y dejó de golpe la copa en la
mesa.
—¡Ya era hora! —gruñó—. ¿Dónde Hades te habías metido? —Esperó a que
Gabrielle se volviera y cerrara la puerta y luego se volviera de nuevo hacia él. No
contestó—. Ven, ha venido a verte tu futuro marido. —Indicó con la mano a una figura
repantingada en la silla frente a él.
Metrus, como recordó Gabrielle de repente, siempre le había recordado a un animal
de granja. Su estatura era superior a la media y era muy rechoncho. Llevaba el pelo, de
un tono pajizo desvaído, muy corto, lo cual acentuaba la forma cuadrada de su cabeza y
su rostro.
Gabrielle cruzó la estancia y se detuvo fuera del alcance de su padre, mirándolos a los
dos. Sintió que ese miedo antiguo crecía en su interior y respiró hondo varias veces para
calmarse, intentando ahuyentar el pánico de su mente. Y del vínculo que tenía con
Xena. Sus ojos se encontraron con los de Metrus, que le sonrió con indolencia.
—Vaya, vaya. La pequeña Bri. Deja que te vea. —Se echó hacia delante y la miró—.
Nada mal, pero que nada mal, Herodoto. Creo que me la quedaría aunque no se le
dieran bien las historias. —Se echó a reír mirando a la bardo—. Tú y yo nos vamos a
conocer muy bien, niña.
Dioses, dadme fuerzas para hacer esto, rezó mentalmente a toda prisa.
—Metrus. Hacía tiempo que no te veía. —Respiró hondo—. Y es una lástima, pero
no voy a poder cumplir el contrato que tiene mi padre contigo. —Oyó la tos atragantada
de Herodoto.
—No digas tonterías, niña. No es decisión tuya. Es mía —dijo su padre, farfullando
un poco—. ¿O es que has olvidado la ley?
—No —respondió apagadamente. Y le citó la ley que le otorgaba jurisdicción sobre
ella.
—De tus propios labios —dijo Metrus, encantado—. Y qué labios tan bonitos son. —
Se echó a reír y se levantó, rodeó la mesa y se acercó a ella. Le sujetó la mandíbula con
la mano y le volvió la cara de un lado a otro—. Una preciosidad, Herodoto. No pensé
que fueras capaz. ¿Estás seguro de que es tuya?
Su padre soltó una risotada desagradable.
—Oh, sí. Estoy seguro. —Bebió un gran trago de cerveza y bajó la copa de golpe—.
¡Hécuba! ¡Más cerveza!
Tranquila, Gabrielle. Tranquila. Puedes hacerlo. Puedes con esto. Xena ha dicho
que puedes. Y ella es la autoridad máxima al respecto.
—Existe otra ley que puedo citar que me exime de esta... obligación —dijo con tono
apagado, pero frío. Y la citó.
Y los dos hombres se quedaron en silencio.
—¿Cómo que un poder soberano? ¿Es que alguien ha muerto y te ha hecho reina? —
Metrus estalló en carcajadas, por fin.
—Pues sí, la reina Melosa de las amazonas, de hecho. —La declaración de Gabrielle
cayó en otro frío silencio—. Así que lo siento, pero no. No puedo seguir adelante con
esto. Tengo otras obligaciones. —Y vio los ojos horrorizados de su madre al otro lado
de la habitación.
Metrus se echó hacia atrás y se quedó mirándola.
—¿Dices que eres reina de las amazonas? —Alzó las cejas y sus labios esbozaron
una ligera sonrisa.
—No —respondió Gabrielle—. Lo dicen ellas. —Sintió que se le aceleraba el
corazón cuando su padre echó la silla hacia atrás y se levantó. Sintió la sensación
enervante del aire frío al acariciarle el cuello y se le erizó el pelo de la nuca como
respuesta a una amenaza que no se veía ni se oía.
—Es culpa suya —dijo Herodoto con dificultad—. De esa maldita mujer antinatural.
—De repente, se lanzó hacia delante y golpeó a Gabrielle en la cara con los nudillos de
la mano izquierda.
Ella lo había visto venir, le había indicado su intención de un modo que ahora era
capaz de interpretar sin dificultad, pero el cuerpo se le quedó paralizado y se negó a
apartarse. En cambio, empezó a meterse hacia dentro, a encerrarse, para no estar ahí.
Como en otra época. En otro tiempo, cuando ésa era la única manera que tenía de
superar estos incidentes. Era consciente de que la estaba levantando y golpeando en el
estómago, ese viejo truco para que no se vieran las marcas. Una vez, y otra, y ahora la
tiró contra la pared y ella cayó al suelo, sin resistirse, esforzándose aún por no estar ahí.
Por hacerse pequeña, y a lo mejor, si se hacía lo bastante pequeña, se olvidaría de ella y
pasaría a otra cosa.
Y entonces su mano se deslizó a un lado y se posó sobre un trozo de madera redondo.
Una firmeza lisa que su cuerpo conocía, aunque su mente le estuviera diciendo que no
se moviera, que no rechistara. Que no estuviera ahí. Oyó sus pasos y supo que lo
siguiente sería una patada. Quería quedarse allí tumbada. En serio, lo quería... pero su
cuerpo la traicionó y cobró vida de repente, como si lo animara un espíritu que no era el
suyo.
Él se acercó a trompicones, buscando un blanco, y cuando lo tuvo casi encima, se
levantó del suelo y le golpeó la cabeza con la vara, con un crujido que resonó por la
pequeña estancia. Y él se desplomó con estrépito y entonces ella volvió a su ser y se
quedó mirando la vara como si nunca la hubiera visto.
Metrus se apartó de ella y alzó las manos.
—Está bien, bonita. Tranquilízate.
Gabrielle tomó aliento jadeante y se apoyó en la pared, temblando. Su madre se
adelantó corriendo y se arrodilló al lado de su marido, tocándole la cabeza con cuidado.
Entonces se volvió y miró a su hija.
Fue demasiado. Soltó la vara y fue tropezando hasta la puerta, consiguió abrir el
cerrojo y bajó al camino, aunque las piernas apenas lograban sostenerla. Cuando apenas
había dado diez pasos, se chocó con alguien que se movía a toda velocidad, alguien a
quien su cuerpo reconoció y con el que se fundió con un alivio total.
—Oh, dioses —soltó con un susurro ronco—. Creo que lo he matado.
Xena se quedó paralizada y notó que se le aceleraba el corazón. Dioses, no... Levantó
la mirada al oír que Lila llegaba a la carrera, con la cara blanca como una sábana. Si lo
ha hecho, será mejor que lo averigüe ahora.
—Gabrielle —dijo suavemente, agarrándola por los hombros—. Quédate aquí un
momento. Siéntate. —La bardo se dejó llevar hasta una peña que había al borde del
camino y se sentó allí, muda de horror—. Lila, quédate con ella —dijo la guerrera
roncamente—. Ahora mismo vuelvo.
Lila asintió y puso una mano sobre el hombro de Gabrielle. La bardo ni siquiera
levantó la vista y siquió contemplando el vacío.
—¿Bri? —dijo la mujer morena suavemente—. ¿Bri? ¿Qué ha pasado? —No hubo
respuesta.
Xena subió a largas zancadas por el camino y abrió la puerta de un tirón, pasando al
interior. Metrus se colocó delante de ella, con los brazos extendidos, pero lo apartó con
impaciencia de un empujón.
—Quita —le gruñó y luego se arrodilló junto a la figura tirada en el suelo, sin hacer
caso de las frenéticas protestas de Hécuba. Examinó al hombre y advirtió que aún
respiraba, aunque con un poco de dificultad.
Le puso los dedos en el punto del pulso y notó unos latidos firmes, si bien algo
acelerados. Le colocó la cabeza de lado y examinó la herida sangrante, donde la vara lo
había golpeado con fuerza suficiente para romper la piel del cráneo. Palpó suavemente
con dedos conocedores y notó sólo un leve hundimiento del hueso que había debajo. Y
sintió una acometida de alivio tan intensa que casi se mareó. Miró a Hécuba, que se
había quedado sin protestas.
—Es una ligera fractura —dijo, con tono tranquilo y seguro—. Si lo acuestas,
mantenle la cabeza en alto y que no se agite. Seguro que se recupera.
Hécuba se quedó mirándola largamente estrechando los ojos.
—¿Eres sanadora? —preguntó por fin, con tono incrédulo.
Xena se levantó y de repente se sintió muy harta de este lugar y de esta gente.
—Sí. Me viene bien, dado mi trabajo. —Se volvió hacia la puerta, pero Metrus la
detuvo en seco—. Quita de en medio —le gruñó.
—Espera un momento, Xena —protestó Metrus—. Tenemos que dar aviso al
alguacil. Yo soy testigo... la chica se ha puesto como loca y lo ha atacado. —Se le puso
cara de satisfacción—. No podemos permitir que una persona así de... inestable... ande
por ahí suelta, seguro que lo comprendes.
La guerrera se dejó arrebatar por una ola de frío gélido.
—He visto las marcas que tiene en la cara, Metrus.
—Bueno —ronroneó el comerciante—. Aquí todo el mundo dirá otra cosa. —Sonrió
—. Y si está loca, no tiene derechos... pero yo estoy dispuesto a hacerme cargo de la
pobrecilla... —Su voz se ahogó de golpe por una mano que lo agarró de la garganta y le
cortó la respiración, al tiempo que lo levantaba por el aire y lo estampaba contra el
suelo.
—Ah, no —dijo una voz grave y ronca—. Ni mucho menos, Metrus. —Xena apretó
más y se arrodilló sobre su pecho—. Verás, Gabrielle... es buena persona. Incluso
provocada por alguien que quería hacerle daño, no ha sido capaz de darle un golpe
mortal. Ni por asomo. Físicamente, es capaz de ello, ¿pero mentalmente...? No.
Gabrielle no.
Al hombre se le estaba poniendo la cara morada y tenía los ojos desorbitados.
—Pero yo sí, Metrus. La verdad es que yo no soy buena persona. Y para proteger a
Gabrielle, soy capaz de hacer prácticamente cualquier cosa. —Su voz se convirtió en un
ronroneo ronco—. Podría matarte con tal facilidad... —Volvió a apretar la mano y él
empezó a ahogarse. Se inclinó más sobre él—. Ése tiene suerte de que fuera ella la que
tenía la vara y no yo. Tiene suerte de que yo no haya visto cómo la golpeaba, porque si
no, estaríais recogiendo sus pedazos por toda la habitación.
Entonces aflojó un poco la mano y le permitió aspirar aire unas cuantas veces
entrecortadamente.
—Así que piénsatelo muy bien antes de seguir por ese camino, amigo. Cerciórate de
que comprendes las consecuencias que eso tendría. —Una pausa—. ¿Me entiendes?
Metrus se quedó mirándola, intentando permanecer totalmente inmóvil. Ella seguía
con la mano tensa alrededor de su cuello, oprimiéndole el pecho con su peso, y cuando
la miró a los ojos, no le cupo duda alguna de que una sola palabra equivocada, un solo
gesto equivocado por su parte sería lo último que haría en su vida. De modo que ésta era
la Xena de las leyendas. No estaba tan enterrada, después de todo.
—Sí —graznó.
—Bien —replicó Xena suavemente, y lo soltó. Y al levantarse y volverse, se encontró
con los ojos de Hécuba y en ellos descubrió una inesperada calidez. Se quedaron
mirándose largos instantes. Y entonces:
—Mantenle la cabeza en alto —le aconsejó Xena, tras lo cual se dirigió hacia la
puerta, deteniéndose sólo para recoger la vara tirada de Gabrielle y llevársela consigo.
El sol bajo de la tarde la deslumbró un momento y cuando se le despejó la vista,
distinguió a Lila, claramente agitada, que tenía agarrada a Gabrielle por los hombros y
la zarandeaba. Entonces los ojos de Xena se posaron sobre la figura inmóvil sentada en
la roca y se olvidó de todo lo demás. Había visto a Gabrielle con toda clase de humores,
presa de numerosas emociones, tanto buenas como malas, pero nunca había visto así a
la bardo. Había una expresión terrible de horror vacío en sus ojos, una expresión perdida
que golpeó a Xena de lleno en el estómago e hizo que se le cayera el alma a los pies.
Porque esa expresión ya la había visto en otras ocasiones. En las aldeas que su
ejército había arrasado. En los ojos de los supervivientes que habían perdido parte de su
humanidad por su culpa. Recorrió los últimos metros medio aturdida, sin oír la pregunta
repetida de Lila, consciente tan sólo de esos mortecinos ojos verdes que no se posaban
en los suyos.
Xena se arrodilló y con mucho cuidado cubrió las manos apretadas de Gabrielle con
las suyas. Y esperó. Hasta que la cabeza rubia se alzó mínimamente y, como de muy
lejos, apareció una chispa diminuta que parecía reconocer el rostro impasible que la
miraba.
—Gabrielle —dijo, suavemente, al ver aquello—. No pasa nada. Se pondrá bien.
Gabrielle había seguido sin estar ahí todo el tiempo que Xena había estado lejos de
ella, hundiéndose cada vez más dentro de sí misma, tanto para escapar del dolor que le
machacaba la cabeza como para huir del vívido recuerdo de lo que había sentido cuando
su vara golpeó a su padre en la cabeza. Lila la había zarandeado y le había hablado, pero
su mente se negaba a oír las palabras o a reaccionar al zarandeo. Simplemente... no
estaba ahí. Era más apacible. Más fácil simplemente... ser.
Pero ahora, había unas manos encima de las suyas, un tacto que reconocía, y sentía
un tirón cálido contra el que sus desesperados intentos de escapar no surtían efecto. Era
una cuerda salvavidas y, por mucho que intentara no hacer caso, la cuerda se enrolló
alrededor de su alma y la atrajo de nuevo al aquí y ahora, donde unos conocidos ojos
azules esperaban para reunirse con los suyos. Entonces las palabras hicieron mella en su
entendimiento y Gabrielle sintió que se le quitaba de encima una losa que la había
estado aplastando.
—¿No he...? —Su voz sonaba ronca, incluso para ella misma.
—No —fue la tranquila respuesta, acompañada de una sonrisa, una sonrisa que se
metió dentro de ella y le capturó el corazón y la apartó aún más del entumecimiento que
amenazaba con apoderarse de nuevo de ella—. Le va a doler mucho la cabeza durante
unos días, pero eso es todo. —Xena hizo una pausa—. Te lo prometo.
Gabrielle dejó caer la cabeza y posó la vista en el suelo, dejándose arrastrar por una
ola de alivio intranquilo. Todavía se sentía a punto de desmoronarse, pero notaba que se
estaba calmando y enfrentándose al presente. No muy bien, pensó, pero era un
comienzo. Levantó los ojos y se encontró con los de Xena, llenos de una intensa
preocupación.
—Gracias. —Incluso consiguió amagar apenas una sonrisa, que le fue correspondida
de inmediato.
Xena le soltó las manos y echó la cabeza de la bardo a un lado con delicadeza,
examinándole la cara.
—Hay que ponerte unos paños fríos ahí —comentó, reprimiendo la rabia hirviente
que no paraba de amenazar con lanzarla de nuevo por ese camino para entrar en la casa,
aunque el hombre estuviera inconsciente—. Vamos. —Se levantó y le ofreció la mano a
Gabrielle, quien la cogió y dejó que la guerrera la pusiera en pie.
—Lila... —dijo la bardo, volviendo la cabeza—. ¿Podrías...?
Su hermana asintió despacio.
—Te llevo tus cosas. —Sin preguntas, sin comentarios, así sin más.
—Le dije... —Gabrielle tomó aliento y notó que Xena le estrechaba la mano—. Le
dije que no me iba a ir con Metrus. Le dije por qué no tenía obligación de hacerlo. —
Dirigió una mirada atormentada a Xena—. Dijo... te echó a ti la culpa. —Un largo
silencio—. Y entonces... —Dejó de hablar y se quedó mirando el vacío—. No sé qué me
pasó —continuó por fin, con tono apagado y desconcertado—. Sólo intentaba... escapar.
Y entonces... —Sus ojos se posaron en la vara que estaba tirada en el suelo donde la
había dejado Xena—. Supongo que me caí encima de eso... y de repente la tenía en las
manos... y... —Se calló de nuevo y esta vez no continuó.
—Y entonces hiciste lo que tu cuerpo está entrenado para hacer cuando alguien lo
ataca —dijo Xena, con tono pragmático.
—No... no... no era eso... él no estaba... —La bardo dudó y entonces se volvió a
callar.
—Vamos —suspiró Xena, pasando la mano al hombro de Gabrielle. Miró a Lila, que
tenía la vista clavada en el suelo—. A tu madre seguro que le vendría bien ver una cara
amiga —dijo, en voz baja—. Yo me ocupo de tu hermana.
Lila la miró, por una vez sin rencor. En sus oscuros ojos garzos sólo había cansancio.
—Lo sé —contestó con tono apagado—. Más tarde os llevo sus cosas. —Inclinó
levemente la cabeza, luego se dio la vuelta y subió despacio por el camino hacia la
granja.
Xena dejó la mano apoyada en la espalda de Gabrielle durante el silencioso trayecto
de vuelta a la posada, manteniendo el contacto con la bardo, cuyo rostro había adoptado
una expresión impasible. No hicieron caso de las miradas de la gente que almorzaba en
la posada, subieron las escaleras y cerraron la puerta de la pequeña habitación al pasar.
Una vez dentro, Xena dejó la vara que aún llevaba apoyada en la pared y se quedó
mirando con ojos preocupados a Gabrielle, que bajó la mirada al recibir el saludo
entusiasta del encantado Ares. La bardo se agachó despacio, cogió al lobezno, lo acunó
entre sus brazos y hundió la cara en su pelo suave.
—¿Ruu? —gorjeó él, mordisqueándole la oreja que tenía a tiro.
—Oh, Ares... —susurró ella entrecortadamente—. Con lo dulce y cariñoso que eres...
¿cómo ha podido alguien hacerte daño?
A Xena se le cortó el aliento. Maldición... ¿qué le digo? ¿Qué podría decir nadie?
Esto no es... una de las muchas cosas que sé hacer y me siento perdida.
—¿Gabrielle? —dijo por fin, titubeando. La bardo la miró con ojos ensombrecidos—.
Mm... deja que te vea ese arañazo. —Hurgó en una alforja en busca de su botiquín,
consciente de que Gabrielle se había acercado y ahora estaba parada junto a su hombro.
Levantó la vista hacia la bardo y trató de sonreírle tranquilizadora.
—Te lo tendría que haber contado —murmuró Gabrielle, con ojos torturados—.
Tendría que... quería hacerlo... oh, dioses... —Se le doblaron las rodillas y Xena la
agarró, acunándola y deslizándose por la pared hasta que las dos acabaron en el suelo y
la guerrera abrazó estrechamente a su compañera, cuyo cuerpo se estremecía presa de
sollozos incontrolables e histéricos.
Xena cerró los ojos y aguantó. Maldición... ¿qué hago? Vale... vale... cálmate, Xena.
Vas a poner las cosas peor. Respira y relájate, respira... eso es...
—Te tengo —susurró—. Gabrielle, tranquila. Te tengo.
Por fin el llanto de la bardo se fue calmando y cerró los ojos y se quedó tranquila en
brazos de Xena. Seguro que la he medio matado del susto, pensó vagamente la mente
cansada de Gabrielle. Odia esta clase de cosas... pero me hacía falta... y no podía
acudir a nadie más. Ni querría, a decir verdad. No puedo creer que haya sido capaz de
hacerle eso, a él. Miró a Xena a la cara, iluminada a medias por el sol de la tarde que
entraba por el ventanuco.
—Te he mojado toda —dijo, con una mueca por la ronquera de su voz.
Xena la miró y sonrió levemente.
—No pasa nada —comentó, al tiempo que soltaba una mano y hurgaba en su
botiquín, que se había caído cuando agarró a la bardo. Sacó un trapo de lino y le secó
con cuidado las lágrimas de la cara—. ¿Mejor? —preguntó, y sonrió más a Gabrielle
cuando la bardo asintió.
—Sí. —Gabrielle carraspeó—. Ay.
La guerrera sintió una acometida de alivio. Gabrielle estaba muy alterada, sí, pero esa
expresión de horror tenso y distante había desaparecido y parecía más en su ser.
—Aguanta —contestó y alargó la mano hacia la pequeña chimenea, puso la olla de
agua a calentar, luego sacó un par de frasquitos de su botiquín y agarró una taza de la
mesa situada por encima de su morena cabeza.
Gabrielle observaba distraída, demasiado cansada para moverse o hablar, mientras
Xena mezclaba eficazmente los ingredientes en la taza y los cubría con el agua ya
caliente. Un agradable y vaporoso aroma se elevó de la taza y la bardo sonrió.
—Mmm... tus remedios deberían oler así más a menudo —bromeó suavemente
mientras la guerrera le pasaba la taza con una sonrisa. Metió casi la nariz en el líquido y
dejó que el dulce aroma a menta le invadiera los pulmones—. ¿De verdad es bueno para
mí? No me lo puedo creer. —Miró rápidamente a Xena, que se limitó a asentir. Bebió
un sorbito, lo dejó caer por la garganta dolorida con placer y luego volvió a apoyar la
cabeza en el pecho de la guerrera—. Es maravilloso —suspiró.
—Para que te mejore la cabeza —replicó Xena, apartándole delicadamente el pelo de
los ojos—. Y... he pensado que también te vendrían bien unos mimos por dentro.
Gabrielle se sonrió y bebió un gran sorbo de su taza.
—Tienes razón —reconoció—. Y también sobre lo de que me duele la cabeza. —
Apoyó la cabeza en el brazo de Xena y se puso seria de nuevo—. Lo siento.
Xena arrugó en entrecejo.
—¿El qué?
La bardo cerró los ojos y se encogió de hombros.
—Esto... todo. Arrastrarte hasta aquí. —Abrió los ojos parpadeando y miró por la
ventana—. Sé que odias esta clase de cosas. Tendría que haberte convencido para que
fueras a la fiesta.
—Gabrielle. —El tono de Xena, frío y directo, detuvo el discurso inconexo de la
bardo—. Corta ese rollo, ahora mismo.
Gabrielle se paró en seco y la miró sorprendida.
—No, en serio... creo que...
—Basta —fue la firme respuesta—. Lo digo en serio. No hay otro lugar donde quiera
estar en estos momentos más que éste. —Clavó en Gabrielle su mirada más intensa—.
No te vas a disculpar por esto. No ha sido culpa tuya. Nada de todo ello. Tú no has
hecho nada para que ocurra esto, ¿está claro?
—Algo debo de haber hecho —fue la lúgubre respuesta. Tenía los ojos desenfocados
—. Siempre intentaba averiguar qué era lo que había hecho... para no volver a hacerlo.
Con el tiempo, perdí la cuenta. —Se le quebró la voz—. Había tantas razones... —
Levantó la mirada y vio la expresión angustiada de Xena. Notó la rabia rebosante que
bullía bajo la superficie, rabia que no era contra ella, sino por ella.
Mi protectora... Sintió un calor que le empezó en la boca del estómago y se fue
extendiendo hacia fuera. ¿Es consciente de la sensación tan maravillosa que es en estos
momentos? No... seguro que no... a lo mejor ya va siendo hora de decírselo... y de
decirle por qué esta aldeana tan irritantemente terca se pegó a ella como una
garrapata para seguirla por media Grecia.
—Xena...
—¿Sí? —fue la respuesta levemente ronca.
Gabrielle tomó una profunda bocanada de aire.
—¿Tú siempre has querido ser guerrera?
Xena la miró sorprendida un momento.
—Sí. Creo que sí. —Se rió un poco por lo bajo—. Liceus y yo... jugábamos con palos
como si fueran espadas y hacíamos como que librábamos batallas desde que tengo uso
de memoria.
La bardo asintió despacio.
—Eso pensaba. ¿A tu madre le gustaba?
La guerrera se lo pensó un momento.
—Bueno, estoy segura de que habría preferido que me dedicara a un oficio más
apacible, pero nunca me dijo que no podía hacerlo.
—¿Alguna vez te lo dijo alguien? —insistió Gabrielle, satisfaciendo de paso una
curiosidad que sentía desde hacía mucho tiempo.
—No —fue la previsible respuesta—. No, nunca. Mm... bueno, una persona lo
intentó. Una vez.
—¿Y?
—Que le di una paliza. —La respuesta abochornada de Xena hizo reír a la bardo.
Gabrielle suspiró.
—¿Qué habrías hecho si alguien... a quien quisieras... hubiera intentado impedir que
fueras guerrera? —Ahora su mirada era seria y al levantarla, vio que la de Xena también
lo era, pues había entendido por dónde iba la conversación.
Xena dudó largo rato antes de contestar, porque sabía dónde quería ir a parar
Gabrielle y porque su respuesta revelaría mucho sobre su forma de ser.
—¿Qué habría hecho? —Una pausa, porque se detuvo a mirar en su interior, y dio
una respuesta sincera—. No lo habría dejado. Forma parte de mí de tal manera... que no
lo habría dejado. Me habría opuesto.
—Eso es lo que pensaba —contestó la bardo suavemente—. Porque es una de las
cosas que más quiero de ti. Nunca lo dejas. —Sonrió a su compañera con dulzura—.
Siempre me dices cómo te inspiro para hacer las cosas... Me pregunto si te das cuenta de
hasta qué punto es mutuo.
Observó el rostro de Xena, vio su expresión de sorpresa y su mente de bardo se puso
de inmediato a buscar formas de describir ese momento, de describir el sol dorado que
iluminaba la mitad de su perfil y dejaba la otra mitad en sombra, salvo por el brillo
reluciente de sus ojos.
—Yo siempre he sido capaz de inventarme historias —empezó, apartando los ojos de
los de Xena y posándolos en la cabeza peluda de Ares, acurrucado junto al muslo de
Xena—. Me encantaba hacerlo... y se las contaba a todo el mundo. Incluso las que eran
una tontería.
Apoyó la cabeza sobre el hombro de la guerrera silenciosa.
—Mis primeros recuerdos de mi padre eran... Me sentaba sobre su rodilla para
hacerme botar, cuando era muy pequeña. Iba a los sitios con él. —Miró a Xena—. Él
era mi mundo.
Un largo silencio esta vez, mientras volvía a armarse de valor.
—No sé cuándo cambió aquello... pero fue como si un día simplemente... —Cerró los
ojos—. Se enfadó. Y se quedó así. —Respiró hondo—. A lo mejor sólo era la cerveza, a
lo mejor era... que en realidad quería un hijo. No lo sé. —Se frotó los ojos—. Cuando
me quedaba con mis tíos, era estupendo. Podía jugar por todas partes, ya sabes, y contar
historias y ser... normal, supongo. —Tragó con dificultad. Y casi perdió la serenidad
cuando Xena se echó hacia delante y la besó suavemente en la frente.
—No tienes que... —empezó a decir la guerrera, pero se detuvo cuando Gabrielle le
posó ligeramente los dedos en los labios.
—Sí... tengo que hacerlo. Quiero que lo sepas. —Sonrió sin ganas—. En casa, era
otra cosa. No le gustaba que contara historias, decía que era un juego estúpido y... —
Hizo una pausa—. Y con el tiempo, cuando me pillaba, me... —Un largo silencio—.
Hacía algo para convencerme de que no lo volviera a hacer. —Se le cortó el aliento—.
Recuerdo la primera vez que lo hizo... yo... yo... —Se le apagó la voz y se quedó
inmóvil, tragando e intentando no venirse abajo. Entonces los brazos de Xena la ciñeron
con fuerza, llenándola de una sensación de seguridad que le permitió recuperar la
serenidad después de tomar aliento estremecida varias veces.
—Bueno, el caso es —prosiguió por fin—, que al cabo de un tiempo, me resultó
mucho más fácil... olvidarme de las historias. Me dolía demasiado... y me tenían muy
ocupada, convirtiéndome en la aldeana modelo, lista para el matrimonio. —Sus ojos se
encontraron con los de Xena y leyeron en ellos la mezcla de tristeza y dolor y rabia
absoluta—. Me sentía como si me estuvieran embutiendo en una caja. Y no tenía forma
de salir. Cada ejemplo que recibía era para ilustrar su manera de hacer las cosas. La
chicas no pueden ser bardos. Las chicas no pueden ser fuertes. Sólo podía quedarme ahí
sentada, en silencio, haciendo las tareas que debía hacer. —Se le puso la voz un poco
ronca—. Y lo hacía. Porque no veía otra posibilidad. Pero sufría. —Cerró los ojos un
momento—. Y me sentía tan... perdida.
Bebió un sorbo de la infusión ya fría de su taza.
—Y entonces, un día, bajé al río con mi hermana y las demás chicas del pueblo para
recoger agua. —Se le empezó a formar una leve sonrisa en la cara—. Nos detuvieron
unos tratantes de esclavos. Recuerdo que pensé: "Oye, Gabrielle, fíjate. Éste es el
momento en que, en una de tus historias, aparece el héroe y nos salva". —Bajó la voz
—. Pero yo sabía que en la vida real no había héroes y que no me iban a salvar y... no sé
si me habría importado. —Se quedó mirando por la ventana, recordando aquel día, que
había empezado mal, con una paliza después del desayuno, cuando rompió un plato ante
sus ojos críticos, y que fue a peor, cuando las atacaron los tratantes.
Entonces su sonrisa se hizo más amplia, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y
miraba a Xena, cuyo rostro estaba ahora casi totalmente envuelto en sombras. Salvo los
ojos, que reflejaban los tenues destellos del sol.
—Entonces me llevé la sorpresa de mi vida. —Meneó la cabeza—. Apareció una
heroína que nos salvó. Igualito que en una historia. Y no sólo eras una heroína, sino que
hiciste añicos todas las normas que me habían enseñado sobre lo que es la gente y lo
que se puede ser. Xena, ahí estabas plantada, sin armas, sin miedo, y machacaste a
aquellos soldados como si no fueran nada. Eras más fuerte que ellos y más inteligente
que ellos y, lo que es más, te daba igual quién lo supiera. —Cerró los ojos y dio una
palmadita a la guerrera en la tripa—. Ese día cambiaste todo mi mundo.
Xena seguía en silencio, escuchando, observando, adquiriendo un punto de vista
sobre Gabrielle que nunca se había esperado. Una explicación, por fin, de por qué se
había marchado de casa, dejado a su familia, abandonado todo lo que conocía para
seguir a una ex señora de la guerra medio loca y adentrarse en la intemperie, directa a
las penalidades y a una probable muerte prematura.
—Decidí, en ese mismo momento, que ésta era mi única oportunidad. Te iba a seguir,
tanto si querías como si no, hasta donde tuviera que llegar porque tenía esta única
posibilidad de ser más de lo que Potedaia me iba a permitir ser —continuó Gabrielle,
tomando aliento de nuevo—. Y eso hice. Y rezaba todas las noches a los dioses para que
no me enviaras de vuelta antes de que hubiera aprendido lo suficiente de ti para poder
valerme por mí misma. —Sonrió levemente—. Entonces, un día, me di cuenta de que
había empezado a rezar para que no me enviaras de vuelta en cualquier caso, porque...
no quería dejarte.
Se miraron en momentáneo silencio.
—Entonces pensé que eso era muy egoísta por mi parte. Y traté... de volver a casa...
porque pensaba que debías de estar harta de mí —continuó Gabrielle, mirando hacia la
ventana—. Y porque no creía que... bueno, da igual.
—No me soprendió en absoluto que te marcharas —intervino Xena por primera vez
desde hacía mucho rato—. Sólo que no me esperaba para nada que fueras a volver. Yo...
nunca comprendí muy bien por qué lo hiciste... bueno, tardé mucho. Pensaba que había
sitios mucho mejores en los que podías estar, en lugar de estar conmigo. —Había una
dulce tristeza en sus ojos que conmovió a Gabrielle profundamente.
—Sé que eso pensabas —susurró la bardo—. Pero entonces, durante mi noche de
bodas, me quedé tumbada en la oscuridad. Pérdicas estaba dormido, pero yo no podía...
sólo podía pensar en ti y en lo que había visto en tus ojos cuando nos dijimos adiós. —
Levantó la vista—. Porque era un adiós, ¿verdad? Nunca te habría vuelto a ver, ¿no?
Xena tomó aire una vez, y luego otra. Y tragó saliva.
—Habría sido un adiós. Yo... Gabrielle, lo que te dije, lo dije en serio, pero es que...
no podía. —Ya tenías mi corazon, amiga mía, y la idea de perder tu amistad hizo que
esa noche fuera la peor que había pasado desde hacía mucho tiempo. Sólo que la noche
siguiente fue peor, cuando pensé que había perdido tu alma por Calisto después de todo
lo demás.
—Lo sabía —respondió Gabrielle—. Lo noté... y eso me causó tal dolor que casi no
podía respirar. —Suspiró—. Pero tenía la esperanza de que, al hacer eso, podría hacer
por madre y por Lila lo que tú habías hecho por mí. Marcar una diferencia. —Meneó la
cabeza—. Pero no habría sido así. No estaba preparada para eso, Xena. No tengo tu
fuerza.
Apuró la taza casi vacía y se quedó mirándola.
—No me gustaba quién era yo en aquel entonces, Xena. —Miró a la guerrera
directamente a los ojos—. Pero sí que me gusta quién soy ahora. Y jamás me habría
convertido en esa persona si tú no me hubieras mostrado el camino. —Una pausa—. Así
que, incluso si no estuviera... —sonrió dulcemente—, perdidamente enamorada de ti, e
incluso si no fuéramos amigas íntimas... seguirías siendo la persona más importante de
mi vida. Porque me devolviste mis sueños.
Suspiró y apoyó la cabeza en el pecho de Xena, notando los fuertes brazos que la
estrechaban con una intensidad fiera, y oyó que la guerrera tragaba varias veces sin
intentar hablar.
—Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo —murmuró—. Pero mi padre... es que...
no podía... lo siento, Xena. Siento haber... querido intentar ayudarlas.
—Sshh. No pasa nada —dijo la guerrera, con voz ronca—. No pasa nada.
—No —replicó Gabrielle—. Sí que pasa. —Sus manos aferraron convulsas la túnica
de cuero de Xena—. Tendría que haber... Pérdicas me amaba, eso lo sé. Y, en cierto
modo, yo también lo quería a él. Era bueno y me necesitaba y... —Se quedó callada un
momento—. Pero lo que sentía por ti era muchísimo más profundo, y tocaba puntos que
él ni siquiera podía imaginar y mucho menos intentar alcanzar. Y esa noche me quedé
allí tumbada y lo supe y sentí un gran dolor... y me di cuenta de que uno de los motivos
por los que de verdad estaba haciendo esto era... que creía que si volvía a casa y era
buena, a lo mejor... a lo mejor mi padre me sonreiría. —Se le empezaron a llenar los
ojos de lágrimas de nuevo—. Xena, no puedo evitarlo. Es mi padre y lo quiero. Aunque
él no... —No pudo terminar esa idea—. Y... deseaba tanto recuperar su aprobación que
casi... no, sin casi... sacrifiqué lo más importante de mi vida. —Tragó con dificultad—.
A la persona más importante. Y me siento tan... me odio cuando lo pienso.
—Oh, Gabrielle —susurró Xena, acariciéndole el pelo con ternura, al ver las lágrimas
que oscurecían más su túnica de cuero—. No es culpa tuya.
—Sí que lo es —dijo la bardo con voz ronca—. Es culpa mía que Pérdicas muriera.
Es culpa mía.
—No —fue la rápida y firme respuesta—. No, mírame. —Xena soltó una mano y
obligó a Gabrielle a levantar la cabeza, mirándola a los ojos. Intentó dejar de lado sus
propias emociones casi descontroladas cuando vio la necesidad desesperada que había
en ellos—. Escúchame, bardo mía... eso no fue culpa tuya. —Gabrielle guardó silencio,
mirándola a la cara—. La única que tiene la culpa de aquello es Calisto, Gabrielle. No
tú, no yo. —He tardado lo mío en aceptarlo, ¿no?—. Y... yo no te culpo por haber
decidido vivir con él. De verdad que tenías mi bendición... quiero que lo creas.
La bardo la miró parpadeando.
—Dime que aquello no te hizo daño —fue el leve susurro, con el rostro paralizado.
Xena tomó aliento y se quedó mirándola. Supo al ver que Gabrielle cerraba de golpe
los ojos que su respuesta era evidente incluso antes de hablar.
—No puedo decirte eso —confesó—. Sabes que no puedo... —Dejó de hablar cuando
el doloroso recuerdo de todo aquello se volcó sobre su consciencia—. Sí, me hizo daño
—dijo por fin, encontrándose con la mirada torturada de la bardo—. Dejarte allí fue...
fue duro para mí. —Hizo una pausa—. Pero habría merecido la pena, para mí, por verte
feliz. Y, Gabrielle, ésa es la única verdad que importa.
Gabrielle tragó convulsivamente.
—No se debería hacer daño a las personas que se quiere, Xena. No está bien. —Su
mirada se dirigió hacia la ventana—. Así que supongo que mi padre... Ojalá supiera qué
he hecho para que me odie tanto.
Y ahí estaba el problema central, pensó Xena, porque no lograba imaginar cómo
alguien... cómo nadie... podía hacer daño a una persona como... Vale... vale... respira
hondo, Xena. No puedes ayudarla si te hundes. Está hecha trizas... depende de ti para
encontrar sentido a todo esto. Por los dioses. ¿Qué le digo? Me imagino como se debía
de sentir, tan pequeña, tan inocente, y que alguien... ¿cómo consiguió confiar en nadie
después de eso?
Lo consiguió... La idea llegó inexorable a su conclusión lógica, mientras ella
susurraba palabras tranquilizadoras a la figura callada e inmóvil. Lo consiguió porque
su necesidad de querer y ser querida es más fuerte que su necesidad de odiar y eso
tiene el poder suficiente. Es a lo que se agarra. Por los dioses. Y conozco la respuesta a
por lo menos una pregunta que tiene.
—Gabrielle —Xena dio un tono grave y urgente a su voz, lo cual hizo que la bardo
levantara la vista—. Quiero que me escuches.
Gabrielle echó la cabeza a un lado y la miró, esperando.
—Aquí estoy —dijo, con voz cansada.
—Bien —contestó Xena—. Creo que te das cuenta de que estoy muy alterada, ¿no?
—Sí —replicó la bardo.
—Vale. No puedo... Gabrielle, apenas me comprendo a mí misma, y mucho menos a
otras personas, pero sí que sé esto... y quiero que tú lo sepas: cuando alguien hace daño
a otra persona, a alguien como tú, que no le ha hecho nada malo a nadie, pues... esa
persona no te odia, Gabrielle. Esa persona odia algo de sí misma. Y... es esa parte de sí
misma a la que ataca. No a ti. Jamás a ti... tú sólo eras una niña, Gabrielle. Sólo eras una
niña pequeña y preciosa, que veía cosas que otros no veían. Tú nunca hiciste nada.
Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Mirándola a la cara. Respirando.
—Eso no puede ser cierto —susurró por fin, pero su tono rogaba a Xena que la
convenciera.
La guerrera le puso una mano en la mejilla y sonrió con tristeza.
—Es cierto, bardo mía. —Hizo una pausa y observó los pensamientos que cruzaban
por esos ojos verdes—. No soy yo quién para dar definiciones del bien y del mal, pero
para mí... para mí, Gabrielle, tú eres todo lo que es bueno. —Vaciló—. Porque yo sé lo
que es odiarte a ti misma, tanto que lo pagas con cualquiera. Con todo el mundo.
Quieres que sufran tanto como sufres tú.
La bardo se lo pensó largamente, apoyada allí apaciblemente, mientras el vivo ocaso
carmesí se derramaba dentro de la habitación, tiñéndola de una luz que cubría casi todo
su cuerpo y parte del de Xena. Escuchaba los ruidos sordos del martillo del herrero allí
fuera. Olía el aroma a madera polvorienta de la habitación y las repentinas vaharadas de
carne asada procedentes del interior de la posada. Notaba la cuna firme y segura de los
brazos de Xena y el leve cosquilleo de la respiración regular de la guerrera sobre la
oreja, mientras ella apoyaba la cabeza en un ancho hombro.
—Voy a... tardar un tiempo en asimilar esa idea —dijo por fin, enunciando despacio,
como si saboreara las palabras—. Voy a tardar. —Y alzó los ojos hacia los de Xena,
inquisitiva.
Xena se encogió de hombros y sonrió.
—Tenemos una vida entera.
Por fin, obtuvo una sonrisa auténtica de la joven.
—Sigue recordándomelo, ¿vale? —contestó Gabrielle suavemente, alargando la
mano y frotando el brazo de Xena. Poco a poco, muy despacio, su mundo volvía a
enderezarse, afirmado por el calor que notaba a su alrededor. Creo... que voy a estar
bien, se dijo a sí misma.
—Además, no es posible que hubieras renunciado a tus sueños tan deprisa, bardo mía
—añadió Xena, ladeando la cabeza y mirando hacia abajo—. Te ofreciste a ti misma en
lugar de Lila, si mal no recuerdo... es lo primero que me llamó la atención. —En su cara
se formó una lenta sonrisa—. Me quedé impresionada por el heroísmo de esta aldeana
enfrentada a todos esos tratantes de esclavos.
Gabrielle se echó a reír suavemente.
—Fue una idiotez. —Se sonrojó ligeramente—. ¿De verdad te quedaste
impresionada?
—Pues sí —reconoció Xena, abrazándola con más fuerza—. De verdad. —Se puso
seria—. Estaba a punto de rendirme, Gabrielle. Estaba harta de luchar... pero tú me
recordaste que siempre hay algo por lo que vale la pena luchar.
La bardo no contestó, pero sus ojos recuperaron parte de su brillo natural y en sus
labios se dibujó una pequeña sonrisa. Xena bajó la cabeza y miró la taza que seguía
sujetando.
—¿Eso está vacío?
—Mm... sí —contestó Gabrielle, levantando la mirada.
—Ah, bien —replicó Xena y la miró a los ojos—. Porque quería decirte que te quiero
y la última vez me mojaste entera.
Gabrielle no pudo reprimir una breve carcajada.
—Ay. —Hizo una mueva de dolor—. No me hagas reír.
La preocupación asomó a los ojos de Xena.
—¿Por qué? ¿Es que te ha...? —Su mano tocó la parte superior del pecho de la bardo
y ésta se encogió—. Maldición —soltó—. Aguanta. —Dicho lo cual, se levantó,
levantando a la vez a Gabrielle, fue hasta la cama y depositó a la bardo con delicadeza
—. Tendrías que habérmelo dicho...
—¿Y perderme cómo me decías que me quieres? —Gabrielle sonrió con cansancio
—. Ni hablar. —Se relajó mientras Xena le abría la túnica y la tocaba con mucho
cuidado con la yema de los dedos—. Ay —bufó la bardo cuando le tocó un punto
especialmente dolorido.
—Perdona —murmuró Xena—. Has tenido suerte. Sólo son contusiones, creo. No
tienes nada roto. —Miró a Gabrielle a la cara—. Te voy a vendar, luego te vas a tomar
una cosa y vas a dormir un rato.
—Me parece buena idea —reconoció la bardo—. Ni te imaginas el dolor de cabeza
que tengo.
Xena le apartó el pelo dorado rojizo de los ojos.
—Sí, lo sé. —Suspiró disgustada—. Lo sé. —Fue a su botiquín y regresó con unos
vendajes de lino, que extendió con cuidado y untó con aceite de un tarro que también
había sacado. Luego ayudó a la bardo a sentarse, le puso los vendajes con pericia y se
los ató con un ligero tirón—. Hala.
—Oye... da calor —comentó Gabrielle, tocando la tela—. ¿Qué es eso?
Xena cogió el aceite que quedaba y lo miró.
—Es una mezcla de aceites... hace que circule la sangre cuando estás lesionada.
Ayuda a que te cures más rápido.
—¿En serio? —preguntó Gabrielle, intrigada a su pesar—. ¿Ése es tu secreto? —Le
dio un leve codazo a la guerrera.
Xena se rió por lo bajo.
—No, lo mío es natural. Pero nunca viene mal usarlo. —Volvió a la mesa, preparó
otra mezcla en la taza olvidada de Gabrielle, dudó, luego meneó la cabeza y añadió
algunos ingredientes más que no solía incluir en esta mezcla. Echó el agua caliente, lo
removió un poco y luego lo llevó donde la bardo aguardaba en silencio—. Toma —dijo
y se lo pasó—. Bébetelo todo.
Gabrielle asintió y bebió un sorbito.
—Espera... ¿dos veces en un mismo día me das algo que sabe bien sacado de esa
bolsa? Debo de estar soñando. —Miró a Xena con falsa expresión de pasmo.
—Sí —dijo Xena, perdiendo el aire de buen humor—. Supongo que he querido
mejorar un poco un día muy malo. —Se volvió hacia la mesa, pero notó una mano que
salía disparada y le agarraba la túnica de cuero, y se detuvo. E intentó controlar sus
emociones antes de volverse de nuevo.
Lo consiguió sólo en parte, a juzgar por la reacción de los ojos verdes de Gabrielle.
La bardo dejó la taza en la mesilla de noche, se levantó de la cama y rodeó a la mujer
más alta con los brazos de un solo movimiento repentino. Notó que la guerrera le
devolvía el abrazo, aunque con más delicadeza.
—Gracias —dijo con sencillez.
Xena tomó aliento entrecortadamente.
—Verte herida y no poder... hacer algo con... me cuesta mucho, Gabrielle —logró
decir.
La bardo asintió contra su pecho.
—Lo sé. Pero... me alegro mucho de que estés aquí. Te... te necesito. —Una sencilla
verdad.
Se quedaron así un rato más, luego Xena alzó la cabeza y soltó un largo suspiro.
—Vale, a la cama otra vez —aconsejó, soltando a la bardo, que se sentó, levantó las
piernas y volvió a tumbarse con un suspiro.
Xena le pasó la taza, con una ceja enarcada, y vigiló severa hasta que se lo terminó
todo y le devolvió la taza.
—No tenías por qué vigilar —comentó la bardo con humor—. Estaba bueno. —Se le
cerraron los ojos—. Oye.
—Sí. Oye —dijo Xena riendo y la empujó hacia la almohada—. A dormir, majestad.
La bardo intentó enfocarla con la mirada, pero renunció al esfuerzo y dejó que se le
cerraran los ojos. Xena se quedó mirándola hasta que los músculos tensos de su cuerpo
se relajaron y su respiración se hizo más lenta y profunda, y entonces alargó una mano y
tocó con delicadeza la mejilla de la bardo, en la que los moratones marcaban un fuerte
contraste con su piel clara. Luego dejó caer la mano al costado y fue hasta la mesa, se
desplomó en la silla y apoyó los codos en las rodillas.
Oh, dioses... La rabia y la frustración eran casi excesivas para soportarlas. Pero lo
hizo, se recostó en la silla y echó la cabeza hacia atrás para contemplar el techo largo
rato. Luchó contra su ira por la injusticia, el horror que se había prolongado a lo largo
de los años y había afectado a su compañera. Quiso dar marcha atrás y estar allí, en esa
época, en este lugar, para protegerla y evitar que sucediera en absoluto. No se merecía
esto. De todas las personas que he conocido a lo largo de mi vida, ella es la única que
menos se lo merecía. Se imaginó a la dulce niña que debió de ser Gabrielle, toda rubia y
con grandes ojos verdes. Contando sus historias a sus amigos, todos con los ojos tan
redondos como ella. Y recibiendo palizas por ello. Era demasiado. Xena hundió la cara
entre las manos y rechinó los dientes. Maldito sea. Se le escapó un gruñido grave desde
el fondo del pecho y, como en contrapunto, Ares contestó, acercándose a su bota y
mirándola con ojos parpadeantes.
Xena lo miró, a este animal al que había salvado de las garras de una pantera. Y luego
miró a su compañera dormida, que, con los últimos rayos moribundos del ocaso, apenas
parecía mayor que una niña. Tal vez... Poco a poco se le fue formando la idea, hasta
surgir irresistible en su consciencia. Tal vez el mundo sí que necesita a gente como yo.
Como soy yo ahora. Dispuesta a proteger a gente como ella. Y a animalitos como él.
Me pregunto... Notó que la ira se iba disolviendo despacio, dejando a cambio un
agotamiento emocional.
Cogió al lobezno y, tras recostarse y echarse hacia atrás en la silla, se lo colocó
encima del pecho, donde se acomodó con un suspiro de felicidad.
—Hola, chico —murmuró, acariciando su suave pelaje—. Estás creciendo, ¿verdad?
—Cogió una pata y la examinó, enarcando una ceja. Iba a ser grande, eso sin duda. La
guerrera apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos, agotada mentalmente.
Se despertó de golpe, unos horas más tardes, en la oscuridad casi total de la
habitación, con la forma dormida de Ares aún acurrucada sobre sus costillas.
—Dioses. —Hizo una mueca, frotándose el cuello—. Qué estupidez. —Se quitó al
lobezno dormido del pecho y lo dejó en el suelo, se levantó y se estiró bostezando—.
Será mejor que encienda alguna luz —le murmuró bajito al lobezno, que la miró
ladeando la cabeza. Atizó el fuego y encendió las dos antorchas de la habitación, que la
bañaron en un suave resplandor anaranjado, y se acercó para mirar a Gabrielle, que
seguía durmiendo.
Satisfecha, echó un vistazo por la habitación, luego recogió su botiquín y cuando se
preparaba para bajar a buscar algo de cenar, detectó una voz vagamente conocida que
subía por las escaleras.
—Oh, genial —dijo en voz alta y Ares la miró. Xena suspiró y volvió a sentarse en la
silla, apoyando una bota en la chimenea. Se oyó un golpe suave en la puerta—. Adelante
—dijo, sin subir la voz. La puerta se abrió y apareció la cabeza de Lila, que parpadeó a
la escasa luz y por fin la vio junto a la mesa. Se retiró, luego la puerta se abrió de nuevo
y entró, seguida de Hécuba.
Las dos se quedaron mirándola largamente. Ella las miró a su vez, sin resultar
acogedora ni amenazadora. Por fin, Lila rompió el cuadro y se adentró en la habitación,
alzando los zurrones que llevaba y mirando a Xena con una pregunta tácita.
—Ahí —contestó Xena, indicando el sitio donde estaban amontonadas todas sus
demás cosas. Un movimiento le llamó la atención y volvió la cabeza para ver cómo
Hécuba se acercaba en silencio a la cama y se quedaba contemplando a su hija. Alargó
una mano hacia la bardo dormida y se detuvo en seco al oír un gruñido a sus pies.
Bajó la mirada y vio a un lobezno despatarrado delante de ella, mostrando los dientes
con infantil amenaza. Se quedó mirando al animal sorprendida, luego volvió la cabeza
para mirar a Xena. Y en sus ojos, algo se descongeló.
—Ya veo que tiene más de un protector —comentó la mujer mayor.
Eso hizo sonreír a medias a Xena.
—Sí. Los colecciona. —La guerrera advirtió que los hombros de Lila se relajaban
ligeramente—. Siéntate, Lila. —Le indicó a la chica una silla frente a la suya—. Ha sido
un día muy largo. —No puedo cambiar el pasado, pero si consigo que su familia me
hable, eso debería animarla, ¿no?
—Sí que lo ha sido —contestó Lila, que aceptó la silla que se le ofrecía y se sentó,
observando a la mujer morena que tenía delante.
—Ven aquí, chico —llamó Xena y el lobezno corrió hasta ella—. Adelante. —Le
hizo a Hécuba un gesto con la cabeza, indicando a Gabrielle.
Hécuba asintió, se volvió de nuevo hacia su hija y le apartó el pelo de la cara,
observando a la figura inmóvil en silencio.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lila, mirando al lobezno por debajo de la mesa—. Es
una monada. —Sonrió dubitativa a Xena.
Xena suspiró y se encogió de hombros un poco cohibida.
—Ares. —Y alzó las manos al ver la cara de pasmo de Lila—. Lo sé, lo sé. Mala
idea.
Lila sonrió de verdad.
—Seguro que se enfadaría si lo supiera.
Xena enarcó una ceja.
—Lo sabe. No pasa nada. Si hubiera sido un perro, bueno... me la podría haber
cargado. Pero...
La muchacha morena soltó una brusca carcajada.
—¿Lo dices en serio? —preguntó, inclinándose hacia delante—. ¿De verdad lo
conoces?
La guerrera asintió.
—Y Gabrielle también. —Ahora contaba con la atención de Hécuba—. También
conoce a Cupido y a Afrodita.
Hécuba se acercó y se sentó en la tercera silla, más cerca de Xena que de su hija.
Observó a la guerrera despacio, de la cabeza a los pies con una lenta y estudiada mirada.
—Metrus está que trina —dijo por fin, con cautela—. No le hace gracia que lo
tumben como a un ternero en el campo. —Hizo una pausa—. ¿De verdad habrías
matado a mi marido, si hubieras llegado cuando le estaba pegando? —Sus ojos
apagados se clavaron en los de Xena con urgente intensidad—. Es su padre. A pesar de
todo.
Xena tomó aliento y bajó la barbilla, reflexionando.
—No —contestó en voz baja—. Porque es su padre. Y ella no podría soportarlo. —
Sus ojos soltaron un destello a la luz del fuego—. Pero habría hecho que lamentara
haberla tocado. Eso sí.
Hécuba asintió despacio.
—Hace tanto tiempo que nadie defiende a una de nosotras, que se me había olvidado
la sensación. —Se levantó con cansancio y, vacilante, posó una mano en el musculoso
antebrazo de Xena que estaba apoyado en la mesa—. Me... alegro de que Gabrielle haya
encontrado a alguien dispuesto a hacer eso por ella. —Entonces recuperó su talante
brusco e hizo un gesto con la cabeza indicando la cesta que había dejado encima de la
mesa—. Le he traído algo de cena.
Xena sonrió.
—Lo agradecerá.
Hécuba gruñó y fue hacia la puerta, luego se volvió para mirar a la guerrera.
—Hay de sobra, si te apetece. —Y salió por la puerta, sin ver la ceja que Xena enarcó
al instante.
Lila suspiró.
—Le ha costado hacerse a la idea —comentó, como si le resultara comodísimo hablar
con Xena—. Creo que es una oferta de paz.
—Ya —respondió Xena, permitiéndose relajarse un poco y sonriendo ligeramente a
Lila—. ¿Estamos en paz, pues?
Lila posó la mirada en la mesa y luega la volvió a alzar.
—No paraba de hablar de cómo habías puesto en su sitio a Metrus. Y el sanador del
pueblo vino y dijo prácticamente lo mismo que le habías dicho tú y entonces no dejó de
hablar de eso durante un rato. —Se encogió de hombros—. Así que, sí, creo que
estamos en paz. —Carraspeó—. Escucha...
—Tranquila —dijo Xena, alzando una mano—. Lo sé.
Lila asintió, como si fuera normal decir una cosa así.
—¿Cómo está? —preguntó bajando la voz y dirigió la mirada hacia su hermana—.
¿Está...?
Xena suspiró.
—Está bien. Un poco magullada, pero bien por lo demás. —Sus ojos se encontraron
con los de Lila—. Le ha hecho más daño aquí —se dio un golpecito en la frente—, que
en cualquier otra parte, creo.
—Sí —susurró la chica—. Es lo que pasa.
Xena la miró compasiva.
—Lila... lamento que hayáis tenido que pasar por... eso.
La muchacha morena la miró.
—Para ella era peor que para mí. —Otra mirada a Gabrielle—. Era la mayor. Padre
pensaba que tenía que ser más práctica... no pasarse el tiempo inventándose cosas. —Se
encogió de hombros—. Yo sólo quería hacerme mayor, casarme, tener hijos, ya sabes.
Lo normal. —Levantó la mirada—. Lennat y yo... hemos hablado de fugarnos. Él no
quiere, en realidad. —Hizo una pausa—. Yo tampoco quiero. Pero...
—Será duro para tu madre —comentó Xena. Mira quién fue a hablar, ¿eh?
Lila asintió abatida.
—Lo sé. —Apoyó las manos en la mesa y empujó para levantarse—. Al menos la
noche será tranquila —comentó—. Da igual el motivo. —Indicó la cesta con la cabeza
—. Ahí hay de sobra. Me pasaré mañana a verla.
Xena agitó la mano levemente.
—Le diré que habéis venido. Ten cuidado ahora al volver.
Lila dejó que se le formara una sonrisa en los labios, al permitirse ver por primera
vez a la compañera de su hermana como algo más que una señora de la guerra sedienta
de sangre.
—Gracias —contestó—. Sabes, no eres tan mala, Xena.
La reacción fue una ceja enarcada.
—Puedo ser muy mala si es necesario —replicó la guerrera, pero añadió una fugaz
sonrisa, que restó seriedad al comentario—. Pero intento ser buena, por darle gusto a tu
hermana.
—No me digas —dijo Lila, intentando no reírse—. Así que eso de que sacrificas
bebés...
—Sólo en los meses de tres lunas llenas —le aseguró Xena, dejando que la sonrisa
subiera hasta sus ojos y mirando a los de Lila—. A menos que Gabrielle se quede sin
material para historias. Ya sabes. —Y guiñó un ojo.
—Ya. —Las dos se quedaron mirándose un instante y luego se echaron a reír. Creo...
que podría estar empezando a ver lo que Bri ve en ella, pensó Lila en silencio. Entonces
una idea se le pasó de refilón por la mente. Y Bri tiene razón: son de un color azul
impresionante—. Bueno, me voy. —Pero seguía sonriendo al bajar las escaleras y
dirigirse hacia su casa.
Xena se quedó mirando la puerta ahora cerrada con cierta diversión. Luego se
levantó, se estiró y fue a la ventana, donde se quedó un rato, mirando pensativa y
disfrutando de la fresca noche iluminada por la luna. Por fin, volvió a la mesa y levantó
distraída la servilleta que cubría la cesta para examinar el contenido. Aguantará hasta
mañana, decidió, y echó un vistazo a la bardo dormida. Debería salir a ejercitarme un
poco. Sí, debería. Ya. Justo, se burló de sí misma. Salvo que no me apetece hacer nada
más que meterme en esa cama con ella. Por los dioses... qué blandengue estoy hecha.
Sonrió con sorna y luego suspiró. Por otro lado, la verdad es que no quiero que se
despierte sola. Sí, buena excusa, Xena. Al menos es cierta, ¿no? Pues eso.
Riendo por lo bajo, se puso una larga camisa de lino y guardó su armadura con
cuidado. Luego apagó las dos antorchas y se metió en la cama sin hacer ruido junto a
Gabrielle. Pero incluso profundamente dormida, parecía que la bardo notaba su
presencia, porque poco después de que Xena se acomodara con cuidado a su lado, los
brumosos ojos verdes de Gabrielle se abrieron adormilados y la miraron.
—Hola. —Los labios de la bardo esbozaron una sonrisa.
—No quería despertarte —se disculpó Xena, devolviéndole la sonrisa.
—No importa. Me alegro —fue la respuesta, levemente indistinta.
Xena se rió ligeramente.
—¿Cómo te encuentras?
Gabrielle tuvo que pensárselo un momento.
—Cansada —confesó, volviéndose con dificultad y pegándose al cuerpo de la
guerrera—. Dolorida. —Y soltó un suspiro de satisfacción cuando Xena la rodeó con
sus largos brazos—. Mmmm... así está mucho mejor.
—¿Sí? —inquirió Xena—. Han venido tu madre y tu hermana.
Gabrielle la miró parpadeando atontada.
—¿Ah, sí? ¿Están bien?
—Sí —le aseguró la guerrera—. Tu madre ha dejado algo de cena para... nosotras, la
verdad.
Luchando con los efectos de las hierbas, la bardo abrió ahora los ojos del todo y se
quedó mirando atónita a Xena.
—¿Mi madre te ha traído la cena?
Xena asintió.
—Y tu hermana ha dicho que no soy tan mala, a fin de cuentas.
Gabrielle echó la cabeza un poco hacia atrás y levantó despacio una mano,
enganchando los dedos en la camisa de Xena.
—¿Y has dejado que siguiera durmiendo mientras ocurría todo eso?
—Lo siento —sonrió la guerrera—. No estaba planeado.
—Te voy a dar —amenazó Gabrielle, con un murmullo adormilado, dejándose caer
en el delicioso calor de su vínculo—. Luego.
El dolor seguía allí, pero se estaba desvaneciendo, hundiéndose en los rincones
oscuros donde solía vivir. No tenía nada que hacer contra la dulce paz de este
sentimiento que compartían, pensó Gabrielle, y permitió que su corazón se abriera a él.
—Mmmm —murmuró, dejando que la emoción la embargara, acompañada del olor a
lino secado al sol, cuero y la esencia indefinible de la propia Xena. Tomó aliento
profundamente y lo soltó—. Mucho mejor. —Y los labios de Xena, al rozar los suyos
con la levedad de un fantasma, relajaron su alma atormentada—. Me siento a salvo —
suspiró, y volvió a quedarse dormida.
Xena sonrió, notando que el sueño también tironeaba de ella, pero se dio cuenta de
que sentía la paz con la misma fuerza y dedicó un momento a regodearse en ella. Una
calidez vertiginosa se apoderó de ella, provocándole una sonrisa que no pudo controlar.
Pase lo que pase, a ella, a nosotras... me alegro de haber tenido la oportunidad de
conocer esto, decidió, en la oscuridad, lanzando por fin sus últimas reservas a los cuatro
vientos. Jessan, tenías razón después de todo. Esto es un regalo que no tiene precio. Y
con esta idea, se quedó dormida.
2
—Por los dioses —dijo Gabrielle, con la boca llena de bizcocho—. Ha traído
suficiente para media docena de personas. —Le lanzó un bizcocho a Xena—. Toma. —
Luego se recostó y sonrió a la guerrera, que estaba recostada en la silla de enfrente,
arreglando una bisagra de la armadura a la luz de la mañana ya avanzada.
Xena examinó el bizcocho que había atrapado en el aire y, encogiéndose de hombros,
le dio un bocado.
—Mejor que lo que sirven aquí, eso seguro. —Volvió a concentrarse en la armadura,
mirando ceñuda la bisagra—. Creo que voy a tener que decirle al herrero que me arregle
esto —refunfuñó. Y levantó la mirada, al darse cuenta de que los ojos de Gabrielle
estaban clavados en ella—. ¿Qué?
La bardo se rió por lo bajo.
—Nada. —Se tocó las costillas con cuidado—. No está mal. —Luego se echó hacia
delante y le tocó el brazo a Xena—. Xena...
—¿Mmm? —contestó la guerrera, levantando la vista—. ¿Qué pasa?
—Me gustaría... —dudó—. ¿Querrías entrenar un poco conmigo, hoy?
Xena dejó la armadura en la mesa y observó su rostro.
—¿Estás segura?
Gabrielle tomó aliento y la miró de frente a los ojos.
—Estoy segura. —Y es cierto. Lo que ocurrió ayer... voy a tardar mucho tiempo en...
asimilarlo. Pero no puedo permitirme tener miedo de utilizar un instrumento que acaba
salvándome la vida en ocasiones.
—Vale —asintió la guerrera apaciblemente—. Pero con cuidado, no quiero que se te
pongan peor esas contusiones. —Fiuu. Tenía miedo de que tuviera problemas con la
vara durante un tiempo... supongo que no tenía por qué preocuparme—. Voy a
ocuparme ahora de esto. ¿Te vas a quedar aquí holgazaneando? —Sonrió burlona a la
bardo.
—Mira quién fue a hablar —contestó Gabrielle, tirando de la manga de la camisa de
dormir de Xena—. Y ni siquiera he tenido que engatusarte para que te quedaras
durmiendo hasta tarde. —Aunque no se quejaba, ojo. Despertarse bajo la suave luz del
sol con Xena todavía profundamente dormida abrazada a ella había sido estupendo,
muchas gracias. Había aprovechado la rara oportunidad de despertar a su compañera de
la forma más tierna posible, con un beso, lo cual funcionó estupendamente, pero hizo
que Xena la besara a su vez y eso desembocó en una larga y cauta exploración, durante
la cual Xena tuvo mucho cuidado de no hacerle daño en el magullado tórax. Luego se
quedaron descansando apaciblemente la una en brazos de la otra durante un rato, hasta
que Gabrielle decidió, pues no había comido el día anterior, que tenía hambre. De ahí la
actual conversación.
—Ya, bueno —suspiró Xena—. Es que me desperté y decidí... que no quería
despertarme. —Y eso era más o menos lo que había ocurrido de verdad, lo cual le
resultaba mortificante. Antes tenía más fuerza de voluntad—. Ya he dicho que eres una
mala influencia. —Se levantó y fue hasta sus cosas—. Vamos a entretener a los nativos.
—Podías probar con el mismo truco que usaste en Anfípolis —comentó Gabrielle,
dando unos golpecitos en la pieza de armadura—. No te pongas esto.
—Mmm... la situación es distinta, Gabrielle. —Xena dudó—. Pero... por Hades.
Merece la pena intentarlo. ¿Verdad, Ares?
—Ruu —asintió el lobezno, apartando la mirada del trozo de desayuno de Xena que
se estaba comiendo—. Grr —añadió y volvió a lo suyo.
Xena sofocó la risa y se puso una sencilla túnica, con cinturón, y se sentó para
ponerse las botas mientras Gabrielle se levantaba y se colocaba detrás del respaldo de su
silla, para rodearle el cuello a Xena con los brazos y apoyar la cabeza en la de la
guerrera. Sin decir nada.
Xena terminó de ponerse la segunda bota y luego apoyó la cabeza en el pecho de
Gabrielle, dedicando un momento a permitir que esa cálida sensación volviera a
inundarla. Oh oh... creo que me estoy haciendo adicta a esto... me pregunto si será
peligroso... pero, ¿me importa? No, me parece que no... Por los dioses, qué gusto da
esto... Cerró los ojos y sonrió cuando la bardo le mordisqueó juguetona el borde de la
oreja. Vamos, vamos, Xena... tienes cosas que hacer, gente a la que intimidar... Pero a su
cuerpo perezosamente rebelde le gustaba mucho el lugar donde se encontraba, por lo
que volvió la cabeza para atrapar los labios de la bardo y pasó unos apacibles minutos
besándola.
Por fin, carraspeó.
—Bueno, ¿qué planes tienes? —le preguntó a Gabrielle por encima del hombro.
—¿Mmm? ¿Es que tengo que tener un plan? —replicó la bardo, con voz soñadora—.
Oh. Vale... Mm... Creo que voy a ver si puedo contar alguna historia aquí en la posada.
—No es mala idea —murmuró Xena—. ¿Vas a pasarte por...?
—No —contestó Gabrielle con tono apagado—. Hoy no.
Xena asintió aceptándolo.
—¿Me haces un favor?
La bardo sonrió con indolencia.
—¿Que me limite a Hércules? —Se echó a reír al ver la expresión cohibida de la
guerrera—. Ni hablar, Princesa Guerrera.
Xena suspiró melodramáticamente, pero por dentro estaba muy contenta por las
bromas.
—Lo que tengo que aguantar —masculló, levantándose—. Ten cuidado o cuento
nuestra última aventurilla. —Vio el destello de sorpresa en los ojos de Gabrielle—. Se te
había olvidado, ¿eh?
La bardo le sacó la lengua.
—No vale. Eso no está bien.
—Ya —asintió Xena alegremente—. Adiós. —Se encaminó hacia la puerta, se volvió
al abrirla, captó algo en la expresión de Gabrielle y regresó—. Oye. —Le puso una
mano a la bardo en el hombro—. ¿Estás bien? —La miró atentamente.
Gabrielle sacudió la cabeza como para despejársela y asintió.
—Sí... sí... estoy bien. —Vamos, Gabrielle, ya no eres una cría. Contrólate—. Estoy
bien.
Xena la observó con atención.
—Estás mintiendo. —Enarcó ambas cejas y aguardó una explicación.
La bardo torció el gesto.
—Xena, de verdad... es que estoy... es que... no...
—¿No quieres estar sola? —terminó la guerrera suavemente, dulcificando la
expresión y el tono—. Gabrielle, ayer te ocurrió algo muy traumático. Se tarda en
superar una cosa asi. No pasa nada. Te espero.
Gabrielle la miró, sonriendo sin ganas.
—Gracias. Pero... vete. Si cedo ante esto, la cosa jamás terminará. Estaré bien...
Hablaré con el posadero y luego me reuniré contigo en la plaza del mercado. ¿Vale?
—Mmm... está bien —asintió Xena a regañadientes, apretándole el hombro—.
Tómatelo con calma. —Soltó a la bardo y volvió a la puerta, abriéndola esta vez y
cruzándola, no sin echar un último vistazo atrás, moviendo una ceja.
Gabrielle sonrió y meneó un poco la cabeza.
—Además, te tengo a ti, Ares, ¿verdad? —le dijo al atento lobezno, que estaba hecho
un ovillo en la estera delante de la pequeña chimenea.
—Grr —contestó Ares, con un bostezo. Gabrielle se sentó a su lado y jugó un buen
rato con él, tranquilizándose con el suave tacto de su pelo, y sus payasadas infantiles la
hicieron sonreír espontáneamente. Por fin, se levantó, se estiró con cuidado y se planteó
cómo quería vestirse.
Acabó tomando una decisión y se cambió de ropa, guardó la otra en su zurrón y
eligió una túnica blanca sin mangas que había adquirido en Anfípolis. Con las vendas,
pensó, su atuendo habitual sería una declaración que no estaba segura de querer hacer.
Contempló su imagen en el espejo y alzó una mano por instinto para tocarse las
contusiones de la cara.
—Maldición —suspiró—. No me ha dicho que tengo aspecto de que me haya
atropellado un carro. —Pero por supuesto, Xena no le diría eso, pensó.
Distraída, cogió la camisa de dormir pulcramente doblada de la guerrera y la
examinó, lo cual la hizo sonreír. Era la misma que se había puesto ella durante el mes
que pasó en la aldea amazona. ¿La ha escogido al azar? Su mente se echó a reír. ¿Al
azar? Xena no elegía ni una cuchara al azar. Se abrazó a la camisa y percibió el olor
familiar que la impregnaba. Es tan... pragmática y... directa... y luego, sin venir a
cuento, tiene estos pequeños detalles... me encanta.
Más alegre, guardó la camisa, acarició a Ares y dedicó un momento a serenarse.
Cuando estaba a punto de dirigirse hacia la puerta, se oyó un golpe que resonó por la
habitación.
Cautelosa, se movió hasta tener la vara al alcance de la mano.
—Adelante —dijo, cruzándose de brazos con aire indiferente.
La puerta se abrió hacia dentro y el posadero asomó la cabeza canosa. La miró y
luego asintió para sí mismo.
—Tu... amiga me ha dicho que ahora eres bardo —afirmó, entrando más en la
habitación.
—Así es —dijo Gabrielle, con más cordialidad, y se relajó un poco—. ¿Necesitas que
te escriba algo? —Muy propio de Xena no dejar nada al azar.
El posadero hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. ¿Podrías venir, más o menos durante la cena, y contar algunas historias
buenas? —contestó, con cierta brusquedad—. Puedes quedarte con los donativos. Es
que lo necesito para el negocio. —Sus ojos grises la recorrieron veloces y luego se
pasearon por la habitación. Volvieron a ella y luego se fijaron en las armas y la
armadura cuidadosamente apiladas.
Gabrielle parpadeó sorprendida.
—Claro —contestó, con una sonrisa—. Te lo iba a preguntar yo misma.
—Bien —respondió el hombre y luego retrocedió por la puerta—. Esta noche,
entonces. —Y ella oyó cómo sus pasos se apagaban escaleras abajo.
La bardo se rió por lo bajo.
—Pues qué fácil —comentó y fue a la ventana, para asomarse. Divisó a Xena
inmediatamente, conversando con un hombre alto y fornido que llevaba delantal de
herrero, y observó desde su atalaya la forma en que la gente del pueblo encontraba
lugares poco llamativos donde pararse a mirar a la guerrera.
La verdad es que tenía su gracia. No es que Xena no fuera digna de recibir largas
miradas, pensó, contemplando a su compañera desde el otro lado del patio. Incluso sin
armadura, se movía con un aire ágil y peligroso que hacía que se le abriera camino sin
comentarios, una ligereza musculosa que ya era una advertencia de por sí, junto con una
seguridad en sí misma que portaba como un buen manto. Si a eso se unía su estatura y
su llamativa belleza, pues... se había acostumbrado a que la gente la mirara, o eso decía.
Gabrielle pensaba en privado que su compañera se quedaba a menudo un poco
desconcertada por las reacciones que provocaba en la gente. A la bardo no le
desconcertaba en absoluto, desde hacía mucho tiempo.
Llamaron de nuevo a la puerta y se volvió de cara a ella.
—¿Sí? —dijo y vio cómo aparecía la cabeza de su hermana en el umbral—. Lila —
dijo, sonriendo—. Hola.
—Hola, tú —dijo su hermana, cruzando la habitación para mirarla de cerca—. Ay.
Eso debe de doler —comentó, haciendo una mueca al ver las contusiones de Gabrielle.
La bardo se encogió de hombros.
—No demasiado. ¿Cómo van las cosas allí? —No en casa. Ya no—. ¿Madre está
bien?
Lila asintió.
—Mamá está bien. —Hizo una pausa—. Él está bien, maldiciendo de lo lindo. Pero
Metrus... —Bajó la vista al suelo—. Ha dicho que no quiere saber nada de ti.
Gabrielle pareció aliviada.
—Supongo que le di un susto —rezongó, poniendo los ojos en blanco.
—Mm. —Lila hizo otra mueca—. Bueno, la verdad, creo que fue Xena. —Se echó a
reír al ver la cara de Gabrielle—. Ah... eso no te lo ha contado, ¿verdad?
—Mmm... no hablamos mucho... mm... o sea... sobre eso —explicó Gabrielle,
intentando no hacer caso del rubor que sabía que le estaba subiendo por el cuello—.
¿Qué hizo?
Lila la cogió del brazo.
—Te lo cuento mientras nos ponemos en marcha. Hoy ha llegado una nueva caravana
de comerciantes. —Echó un vistazo a la corta túnica de Gabrielle—. ¿Crees que podrías
haber elegido algo un poco menos atrevido?
Gabrielle la miró parpadeando con inocencia.
—Claro. Podría haberme puesto mi ropa ceremonial de amazona. —Gozó de la cara
de exasperación de Lila—. Escucha... esto lo llevaba en Anfípolis, de hecho, me lo
compré allí, y nadie se escandalizaba, así que haz el favor de calmarte.
Lila suspiró.
—Bueno, así luces el bronceado. —Apartó la manga y enarcó una ceja—. ¿Me
conviene saber si tienes alguna marca blanca? —Vaciló. Se fijó en el repentino y
evidente rubor de Gabrielle—. Mm... me parece que no.
Bajaron juntas las escaleras y salieron por la puerta de la posada. Gabrielle se volvió
hacia ella cuando se alejaban del edificio y la agarró suavemente del brazo.
—¿Qué pasa contigo y con Lennat?
Lila se quedó mirando a lo lejos y siguió caminando. Por fin, miró a su hermana.
—No lo sé. Todavía no hemos decidido qué hacer. —Suspiró—. Y después de lo de
ayer...
—Oh, sí. ¿Qué pasó? —preguntó la bardo.
—Mamá dice... que estaba diciendo cosas como que iba a denunciarte al alguacil —
dijo Lila, hablando en voz baja.
Gabrielle se quedó mirándola.
—Por... pero...
—Lo sé... lo sé... —dijo Lila, con tono tranquilizador—. Bueno, mamá dice que soltó
como una frase al respecto y luego... no puedo creerlo... Metrus es enorme... pero... ella
dice que Xena lo agarró del cuello y lo tiró al suelo y... se arrodilló encima de él.
—Créetelo —susurró Gabrielle—. Es... tan fuerte que... a veces da verdadero miedo.
—Captó la mirada sobresaltada de Lila—. No te haces idea.
—¿En serio? —preguntó la muchacha morena, intrigada—. Bueno, el caso es que
mamá dice que le vino a decir a Metrus que si hacía algo para fastidiarte, lo iba a matar.
—Tragó saliva—. Y dijo que habían tenido suerte de que la vara estuviera en tus manos
y no en las suyas, y que si hubiera visto a papá pegándote, lo habría hecho pedazos.
Gabrielle se encogió.
—Ah... —Reconoció que todo eso era cierto—. Ahora ves por qué no quería
contárselo, supongo —contestó con tono apagado. Pero no pudo evitar sentir un calor en
la boca del estómago, a pesar de todo.
—Sí —asintió Lila—. ¿Tienes miedo de ella, Bri?
—No —respondió Gabrielle distraída, sin tener que pensárselo siquiera—. En
absoluto.
Se quedaron calladas mientras se dirigían hacia el gentío congregado en torno a la
caravana de comerciantes.
Xena había salido de la habitación de relativo buen humor y ni siquiera le importó la
dosis habitual de miradas hostiles cuando cruzó el crujiente suelo de madera de la
posada. Me apetece... enredar. Con este sitio. Sacudir un poco a esta gente, tan estrecha
de miras. Con esa idea, se detuvo en medio de la posada, giró en redondo y buscó al
posadero.
Lo vio al lado de los grandes barriles de cerveza, mirándola con cara de pocos
amigos. Sonrió.
—Tú —dijo con indolencia, acercándose a él—. ¿Qué tal va el negocio?
El posadero se quedó mirándola.
—Mal —respondió de malos modos, con tono hostil—. ¿A ti qué te importa?
Xena apoyó los antebrazos en el mostrador tras el cual se encontraba él y lo miró un
momento en silencio.
—Sólo intento ayudar —ronroneó—. Sabes, podrías animar este local por las noches
con un poco de entretenimiento.
El posadero bajó la vista y escupió a un rincón.
—Ya. Puedo hacer que mi mujer baile la danza de los siete velos.
Xena rememoró a su mujer, que hacía de cocinera de la posada. Se encogió por
dentro ante la imagen mental.
—Mmm... no. Pero un buen bardo estaría bien —sugirió, mirándolo con una ceja
enarcada.
El posadero volvió a escupir.
—Claro. Silbaré para llamar a uno. —La miró a regañadientes—. Aunque no es mala
idea.
Xena asintió bruscamente.
—Pues hay una arriba, en mi habitación. Ve a pedírselo.
—Ah. La pequeña Bri, ¿no? —preguntó el posadero, con desconfianza—. Me he
enterado de lo que ha ocurrido.
—Ésa es —confirmó Xena—. Bardos peores podrás encontrar.
El posadero gruñó.
—Gracias. —Miró hacia las escaleras—. Tal vez lo haga.
—Bien —afirmó Xena—. Hazlo. —Lo miró por última vez, luego se volvió y se
dirigió hacia la puerta.
Una vez fuera, se sonrió y fue hacia las cuadras para comprobar rápidamente cómo
estaba Argo. Cuando ya casi había llegado, oyó unas voces jóvenes y se detuvo a
escuchar. Se le nubló la cara, se deslizó por la puerta entreabierta del gran edificio y
cruzó en silencio la paja esparcida por el suelo.
Una rápida señal con la mano a Argo, para acallar el relincho de bienvenida de la
yegua, y luego atravesó el espacio nublado de polvo y se acercó a las voces. Jóvenes,
pensó. Tal vez cuatro, no, cinco en total. Rodeó la pared de la última caballeriza y se
quedó inmóvil, observando.
Cinco chicos, efectivamente, aldeanos, vestidos con camisas de tejido tosco y
calzones metidos por dentro de las pesadas botas de trabajo. Rodeaban al patético y
asustado Alain, que se tapaba la cabeza con los brazos para protegerse. Los chicos se
turnaban para acercarse por todas partes y pellizcar y abofetear al chico rubio y,
mientras observaba, le tocó al más grande, que le dio un fuerte golpe a Alain en el
hombro contrahecho, tirando al chico de lado contra la pared de la caballeriza.
Xena cruzó por la paja a tal velocidad que ni siquiera la vio venir. No vio el puño que
lo estampó contra la pared de enfrente. Se puso de pie a toda prisa, enjugándose un hilo
de sangre de la comisura de la boca, y la miró furibundo.
—Vamos, tío duro —dijo Xena, deteniéndose a pocos pasos de él y clavándole una
mirada—. A ver si tienes agallas.
Las tuvo. Se abalanzó sobre ella, lanzando un puñetazo a lo loco que le dio en el
pecho, y resbaló cuando ella le devolvió el golpe y lo envió volando por el aire hasta
que se estrelló de nuevo con la pared de madera. Luego se tiró sobre él, lo levantó por la
culera de los pantalones y el cuello y, tomando aliento, lo levantó y lo lanzó por encima
de la pared, para que cayera en la pila de estiércol del otro lado.
Se hizo un silencio, pues sus compinches se quedaron paralizados, demasiado
asustados para huir o atacar. Xena los miró a todos con asco, luego fue hasta donde
estaba acurrucado Alain, que la miraba, y le ofreció una mano para levantarlo.
—Hola —dijo, como si tal cosa.
Alain la miró con una dulce sonrisa.
—Hola, Xena. —Cogió su mano y ella lo izó, quitándole un poco el polvo. Luego le
revolvió el pelo y se volvió hacia los chicos que quedaban.
—¿Pero qué os pasa? —les gruñó, con el tono más amenazador que pudo—. ¿Es que
no tenéis cosa mejor que hacer que portaros como una panda de cobardes medio
enanos? —Les clavó una mirada gélida—. Dejad que os diga algo sobre los matones,
niños. —Se acercó a ellos, con cara de desprecio—. Siempre... siempre hay alguien más
grande y más duro y más malintencionado que vosotros. —Bajó el tono hasta
convertirlo en un ronroneo aterciopelado—. Y ese alguien se presentará, tal y como
acabo de hacer yo, y os aplastará como a un bicho. —Recalcó lo que decía lanzando una
mano y atizándole un buen golpe al más cercano, que se dobló por la mitad y acabó
tirado en la paja—. Así que seguid mi consejo, niños. Sed buenos.
Echó un vistazo hacia atrás a Alain, que observaba fascinado.
—Sed buenos especialmente con mi amigo Alain. —Volvió a su lado y le pasó un
brazo por los hombros desiguales—. Porque ya ha tenido que demostrar más valor en su
vida del que tendréis todos vosotros jamás. —Una larga pausa, mientras contemplaba
sus rostros inseguros—. ¿Me entendéis? Dejadlo en paz, o vuelvo y os corto a todos en
pedazos. —Esto último fue un gruñido grave y vibrante que le hizo retumbar el pecho y
reverberó por el establo, de repente demasiado pequeño—. Así que sacad a vuestro
amigo de esa pila y largaos de aquí. Antes de que me... enfade. —Entrecerró los ojos—.
No querréis que ocurra eso, ¿verdad?
Silencio.
—¿Verdad?
Un coro de gestos negativos.
—Bien. Pues no sois todos idiotas. Moveos —terminó, bruscamente, y tuvo la
satisfacción de ver cómo salían a trompicones, dirigiéndole miradas de terror.
Meneando la cabeza, miró a Alain y lo observó atentamente—. ¿Estás bien?
—Oh, sí —dijo Alain con voz aguda—. Caray.
Los dos se volvieron al oír un quejido grave y Alain soltó una exclamación y se dejó
caer de rodillas en la paja junto a una figura tumbada.
—Oye... ¡oye! —insistió, muy preocupado.
Xena se arrodilló en la paja a su lado y dio la vuelta a la esbelta figura con cuidado.
Tenía un gran chichón en la cabeza, pero por lo demás parecía ileso.
—¿Quién es éste? —le preguntó Xena a Alain, que estaba muy alterado.
—Lennat —gimió Alain—. Es... un amigo. Mío, supongo.
Vaya, pensó Xena. Éste era Lennat, que había decidido ser amigo de un paria como
Alain. Subió un punto en su estima. Alto y rubio como Alain, tampoco era nada feo, y la
estima de Xena por Lila subió también un punto. Le dio palmaditas en la cara.
—Eh.
Otro quejido y entonces sus ojos se abrieron parpadeando y se posaron confusos
primero en Alain y luego en ella.
—Aah... —Se estremeció cuando su mirada se posó en los vívidos ojos azules de
Xena—. Qu...
—Tranquilo. —Xena alzó una mano para detenerlo—. No te voy a hacer daño. —
Puesto que todo el mundo daba por supuesto que lo iba a hacer, pensó con dureza, y este
chico ya debía de haber oído lo ocurrido el día anterior de boca de su hermano. Le tocó
con cuidado el chichón que tenía en la cabeza—. Te pondrás bien, sólo te va a doler la
cabeza. —Y se volvió hacia Alain—. ¿Qué ha pasado?
Alain torció el gesto.
—Intentó detenerlos. —Fulminó a su amigo con la mirada—. Te dije que no lo
hicieras.
—¿Qué... cómo he...? —farfulló Lennat, volviendo la cabeza con una mueca de dolor
y mirando a su alrededor—. ¿Dónde...?
—Ella los ha detenido —le informó Alain, mirando a Xena con admiración—. Y
bien. ¡Bam bam! Y ha tirado a Agtes a la pila de boñigas.
Xena lo miró risueña.
—Se lo merecían. —Les sonrió de medio lado—. Alain, ¿puedes traerle un poco de
agua a tu amigo? Parece que lo necesita.
—Claro. —Alain se levantó deprisa y se alejó corriendo.
Xena y Lennat se quedaron mirándose.
—Así que... tú eres lo que le dio tal susto a mi hermano que tuvo que emborracharse
para dormir por primera vez desde hace una década —comentó Lennat, pensativo—.
Por lo que cuenta, se diría que tienes dos cabezas.
Xena se rió por lo bajo.
—Tienes sentido del humor. Eso es buena señal. —Se levantó y le ofreció una mano
para ayudarlo—. Te prometo que no te lanzaré a la... ¿cómo la ha llamado? La pila de
boñigas.
Lennat le agarró la mano y se puso en pie con muy poco esfuerzo por su parte. La
miró con respeto.
—Lila me ha hablado de ti.
Xena enarcó una ceja.
—¿Y así y todo me has cogido la mano? Eres un valiente.
Lennat se rió un poco, con timidez.
—No, no... me ha hablado de... Bri y todo eso. Y de ti.
—Ya —dijo la guerrera despacio—. ¿Qué vais a hacer vosotros dos?
Lennat suspiró y se contempló los pies.
—Nada, probablemente. Ella está atada aquí, yo también estoy atado, ya sabes cómo
son las cosas. Metrus no la va a aceptar, aunque sólo sea por despecho, y yo estoy sujeto
a él como aprendiz para otros cinco malditos años. Aunque nunca seré comerciante... Lo
que tiene es mano de obra gratis, más que nada.
Xena lo miró pensativa. Creo que este chico me cae bien. Pero tiene problemas.
—¿No te gusta su oficio?
El chico se encogió de hombros.
—No se me da bien.
—¿Qué se te da bien? —preguntó Xena.
Como respuesta, él sacó una intrincada pieza de forja, creada con el martillo y las
herramientas finas de un herrero. Era parte de la quijera para un caballo y Xena enarcó
las cejas.
—¿Lo has hecho tú?
Él asintió y se lo pasó.
—Sí, para lo que me vale.
La guerrera examinó la pieza.
—¿Por qué no eres aprendiz del herrero? —preguntó, confusa.
—Una vieja historia —dijo Lennat, secamente—. Nuestra madre, de Metrus y mía,
dejó a nuestro padre cuando yo era pequeño. Se fue con el herrero.
—Ah —dijo Xena, haciendo una mueca de compasión.
—Murió. Al dar a luz a un hijo suyo, que iba a ser su aprendiz. Ya sabes. —La miró,
con secretos ocultos tras sus ojos de color gris pizarra.
Y Xena, al contemplar esos ojos, supo la respuesta.
—Alain —murmuró, comprendiendo—. Es tu hermano.
—Él no lo sabe —dijo Lennat en voz baja, cuando Alain volvió a entrar corriendo y
le pasó una taza de madera llena de agua—. Gracias, Ali.
Alain le sonrió y luego sonrió a Xena.
—Gracias. No te las he dado antes.
—Ha sido un placer, Alain —dijo Xena, suavemente—. Creo que te dejarán en paz, al
menos durante un tiempo.
El chico asintió.
—Creo que sí.
Los dejó hablando del emocionante enfrentamiento y fue hasta Argo, pasando los
dedos por la despeinada crin de la yegua.
—Luego tengo que sacarte a correr un rato, chica —dijo distraída, mientras
reflexionaba sobre la situación cuya solución tenía el encargo de encontrar. Maldición,
esto se está complicando. Pero... todas las piezas estaban ahí... sólo tenía que encontrar
una forma de colocarlas en su sitio. Yo llegué a dominar la mitad de Grecia, suspiró
mentalmente. Tendría que ser capaz de arreglar un problemilla como éste, por mi
mejor amiga, ¿no? La parte difícil... sí. Y mejor no le digo a Gabrielle lo que estoy
haciendo... se pondrá furiosa conmigo. Y además sólo ha dicho... sí. Creo que puedo
hacerlo... Sé que puedo hacerlo.
Argo le soltó un relincho, empujándola con el suave hocico.
—Sí, he dicho que luego te saco a correr, chica, después de cenar. ¿Qué te parece? —
Acarició el hombro dorado—. ¿O te estás volviendo tan holgazana como yo? ¿Eh? —Se
rió por lo bajo y fue hacia la puerta de las cuadras, planificando su estrategia. Primero,
el herrero.
—Bueno, ¿vas a contar historias en la posada esta noche? —preguntó Lila cuando se
acercaban a la caravana, algo sorprendida.
—Pues sí —confirmó Gabrielle, observando a los recién llegados con el entrecejo
fruncido—. Discúlpame un momento, Lila. —Y se acercó a uno de los comerciantes,
que la miraba a su vez con una dulce sonrisa—. ¿Johan?
—Hola, muchacha. —Sus ojos se arrugaron risueños—. No te esperabas verme aquí,
¿verdad? —La observó atentamente, fijándose en sus contusiones al tiempo que la
expresión jovial de su cara se iba disipando—. ¿Qué te ha pasado?
Gabrielle aspiró una bocanada de aire, luego otra.
—Primero, dime tú por qué estás aquí —contraatacó, mirándolo a la cara, intentando
inventarse algo que decirle.
Johan sonrió abochornado.
—Pues es que... se trata de Cirene, muchacha. Creo que le has gustado. —Sus ojos
chispearon risueños—. Y no ha tenido descanso hasta que me ha enviado aquí para
cerciorarse... bueno, de que todo iba bien. —Se le pusieron entonces el tono y la cara
serios—. Y me parece a mí que no.
La bardo suspiró y asintió ligeramente.
—Ahora va mejor —le aseguró—. Es... complicado. Pero Xena se está ocupando.
Como si esto lo contestara todo. Y para Johan, al parecer, así fue, porque se relajó y
le dio una palmadita en el hombro.
—Bien, entonces, muchacha. —Levantó la mirada—. ¿Y dónde la puedo encontrar?
Cirene ha enviado unos paquetes para las dos.
Lila se había acercado y escuchaba la conversación con interés. No tenía ni idea de
quién era el comerciante, aunque le sonaba un poco, pero era evidente que su hermana
lo conocía bien. Pero, ¿quién era Cirene y por qué enviaba unos paquetes?
—Mmm... seguro que anda por la herrería —contestó Gabrielle, con una sonrisa—.
¿Puedo adivinar lo que hay en esos paquetes? —Le chispearon los ojos—. Seguro que
puedo. —Se volvió hacia Lila—. Lila, éste es Johan. Ayuda a la madre de Xena en
Anfípolis.
Lila le sonrió con timidez.
—Hola. —Y le preguntó a Gabrielle—: ¿Ésa es Cirene? ¿La madre de Xena?
Tanto Johan como Gabrielle asintieron a la vez.
—Seguro que ha enviado empanadas —predijo Gabrielle, con ojos risueños—.
¿Tengo razón?
Johan se echó a reír.
—Claro que la tienes, muchacha. Y lamento encontrarte aquí, porque me las habría
comido yo todas si ya te hubieras ido. —Se volvió hacia su montura—. Ah, bueno, deja
que descargue la mercancía. —Miró a Gabrielle sorprendido—. Ah, ¿no sabías que yo
era comerciante antes de plantar las botas en Anfípolis? No iba a desperdiciar un viaje
por la ruta comercial, no, señora. Les dije a tres o cuatro de los artesanos que metieran
cosas en los paquetes para vender y eso es lo que pretendo hacer. —Le dio unas
palmaditas en la mejilla—. Os encontraré a las dos más tarde, no temas.
Gabrielle lo abrazó y se echó a reír.
—Más te vale —le advirtió y lo dejó descargando mientras Lila y ella seguían
adelante—. Bueno, qué sorpresa —dijo, despacio, pero llena de una cálida gratitud.
—No lo entiendo, Bri. ¿Qué hace aquí? ¿Es comerciante o no? Creía que lo era, pero
por lo que ha dicho... —Lila parecía confusa.
Su hermana soltó una risita.
—Mm... no lo es. La verdad es que Cirene lo ha enviado aquí para asegurarse de que
estábamos bien. Vio... la nota que envió padre. —Miró a Lila de reojo—. Es un encanto.
—Se le pasó una idea sin control por la mente. Ella nunca habría permitido... no,
Gabrielle, no pienses eso. Es agua más que pasada y no puedes cambiarlo. Pero la
triste idea persistió—. Lo pasé muy bien cuando estuvimos allí. Fue agradable —
añadió, obligándose a sonreír de cara a Lila—. Cocina estupendamente... y... —Levantó
un poco las manos—. Me acogió totalmente, supongo... me considera parte de su
familia.
Lila se lo pensó largamente.
—Caray —comentó, a punto de añadir algo más, pero entonces levantó la mirada y
vio a Lennat, que se acercaba a ellas—. ¡Lennat! —exclamó, sobresaltada al ver el
estado lamentable de su ropa—. ¿Qué te ha pasado? —Tomó aliento bruscamente
cuando se fijó en el chichón que tenía en la cabeza.
El alto chico rubio se pasó los dedos por el pelo e hizo una mueca de dolor al rozarse
el chichón sin querer.
—Agtes y su panda —murmuró, dirigiéndole una mirada—. Lo de siempre.
Gabrielle los observó en silencio. Lennat le traía recuerdos de... de una tarde lluviosa
en las cuadras... y ella contando al círculo de sus amigos la cosa más reciente que se le
había ocurrido. Aún oía el tamborileo de las gotas y olía la humedad del aire si se
empeñaba. Pero no lo hizo, porque ese recuerdo siempre acababa con el golpe seco de la
puerta de la cuadra al abrirse y la cara furiosa de su padre mirándola desde arriba. Con
una mano que bajaba y la levantaba de un tirón y la estampaba contra las paredes de
tablas y aún notaba las astillas de la madera basta clavándosele en la espalda... No.
Cortó el pensamiento y se obligó a prestar atención a lo que decía Lennat.
—No, porque Agtes me pegó en la cabeza con el mango del bieldo. —Suspiró—. Y
me caí redondo. —Miró a Gabrielle con una leve sonrisa—. Lo siguiente que sé es que
abrí los ojos y vi a Alain y a Xena arrodillados a mi lado. —Le guiñó un ojo a Gabrielle
—. Debo decir, Bri... que es única.
—Sí que lo es —respondió la bardo, con una risa forzada—. ¿Ahuyentó a Agtes y
compañía? —Agtes. Otro mal recuerdo.
—Yo no lo vi —dijo Lennat, pesaroso—. Pero Alain, cuando logré que hablara con
coherencia, dijo que le dio una zurra a Agtes y lo tiró a la pila del estiércol. —Se echó a
reír—. Luego insultó a los demás y los hizo huir.
Gabrielle se echó a reír sin poder remediarlo.
—Oh, habría pagado por verlo.
—Sí, Alain asegura que les dijo a todos que era amigo suyo y que si volvían a
incordiarlo, volvería y los cortaría a todos en pedacitos —terminó, riendo—. Yo ni
siquiera sabía que se conocían.
La bardo se quedó pensando.
—Yo tampoco, pero es muy propio de Xena. —Alain. Su amigo de infancia, que,
según había pensado ella siempre, estaba peor que la propia Gabrielle. Que era objeto de
burlas y golpes a causa de un defecto que no podía controlar. Al menos, yo podía
callarme, pensó. Alain no—. Me pregunto... ah, todavía trabaja en las cuadras, ¿no?
Argo. Ahora lo entiendo. —Ahora entendía cómo Xena conocía... Y se quedó
paralizada. Alain sabía... todo. Todo lo que le había pasado a ella, y era un chico
sencillo, afable a pesar de la dura vida que tenía, y con tendencia a confiar en la gente.
¿Se lo ha contado a Xena? ¿Se lo habrá preguntado ella, al saber que me ocurría
algo...? Sí, se lo habrá preguntado.
Ese frío estallido de ira, la otra noche. Su mente se concentró de golpe y recordó.
Habían estado torturando a Ares, me dijo, pero... no. Ares no fue la causa de eso.
Gabrielle sintió que se le caía el alma a los pies. Fui yo. Lo sabía... y en lugar de ir a
buscarme para interrogarme, se lo guardó todo dentro y esperó a que yo se lo contara.
Por los dioses. La he subestimado. Qué error más estúpido. Y ahora seguro que piensa
que no he confiado lo suficiente en ella para contárselo...
¿Qué habría hecho yo? Soltó un leve resoplido interno, dejando que la conversación
de Lila y Lennat pasara por encima de ella sin prestarle atención. Le habría echado una
bronca inmensa por no contarme lo que estaba pasando. Sí, eso habría hecho... y ella
me habría echado esa mirada tolerante y habría puesto los ojos en blanco y tal vez se
habría disculpado. Tal vez. ¿Acaso tengo derecho a saberlo todo acerca de ella? Qué
hipócrita soy.
—¿Bri? —La voz de Lila interrumpió sus reflexiones—. Oye, ¿estás ahí?
Gabrielle les sonrió fugazmente.
—Sí, estoy aquí. Es que estoy pensando... en las historias que voy a contar esta
noche.
Lennat se echó a reír.
—Bri y sus historias. Será divertido. Iremos, ¿verdad, Lila?
Lila dudó.
—Lo intentaré. —Miró a Gabrielle como disculpándose—. O mamá o yo...
tendremos que quedarnos en casa. —Se encogió de hombros ligeramente—. Me
gustaría que ella tuviera la oportunidad de escucharte.
Gabrielle bajó la mirada y se cruzó de brazos.
—¿Cómo está? —preguntó con tono apagado.
Su hermana se encogió de hombros.
—Como dijo Xena. Le duele mucho la cabeza, pero finge que está peor. Creo... —
Sus labios se curvaron ligeramente—. Creo que le da vergüenza reconocer que lo
tumbaste tú. Dice que tropezó y se golpeó la cabeza con un banco.
—A veces es más fácil creer una mentira —contestó la bardo. Sí, ¿verdad?—. Bueno,
¿vamos a ver qué tienen los comerciantes o qué? —Con firmeza, agarró a Lila del brazo
y echó a andar.
La forja del herrero se encontraba en un edificio con tres esquinas, cuya parte frontal
estaba abierta para dejar salir el calor al aire. En la parte de detrás estaba la gran
chimenea, donde ardía el fuego noche y día, y delante estaban los yunques, en los que se
apoyaban pilas de herramientas forjadas. Tectdus, el herrero, estaba detrás del yunque
más grande, golpeando una punta de arado, cuando notó unos ojos posados en su
espalda.
Se volvió y vio a una mujer alta y morena apoyada en la pared, cruzada de brazos,
mirándolo. Incluso sin armas o su característica armadura, supo que sólo podía tratarse
de una persona y dejó el martillo y se secó las manos en el delantal antes de acercarse a
ella.
Las dos personas, taciturnas por naturaleza, intercambiaron miradas y se tomaron la
medida, en un silencio roto únicamente por el roce de las llamas en la chimenea.
—Tú eres Xena —dijo Tectdus por fin, ofreciéndole el antebrazo—. Mi hijo me ha
hablado de ti.
Xena aceptó el brazo y se lo estrechó.
—Es un buen chico —reconoció—. No se merece esa tortura.
Tectdus gruñó.
—No hay forma de evitarlo. —Le soltó el brazo e indicó su zona de trabajo—. ¿Te
puedo ofrecer agua fresca? —Paseó la mirada por la estancia—. Aquí hace calor. —Sus
ojos se posaron inquietos en su cara y luego se escabulleron.
Xena se miró a sí misma y dejó asomar una leve sonrisa a los labios.
—No, gracias. He venido a ver si podías arreglarme esto. —Le pasó la bisagra de la
armadura y observó mientras él la examinaba. Era un hombre de mediana edad, alto,
con la recia constitución de un herrero, pero en sus movimientos se percibía el
comienzo de la vejez, el dolor de las articulaciones al moverse que convertía en una
agonía el hecho de pasarse horas de pie ante el yunque. Se compadeció de él en silencio.
—Se puede hacer —gruñó Tectdus y se trasladó al yunque más pequeño, seleccionó
unas tenazas, agarró la pieza con ellas y luego metió ambas cosas en la chimenea llena
de cenizas. Fue hasta su banco de trabajo y cogió un martillo mucho más fino que el que
había estado usando para la pieza del arado y se sentó un momento, esperando a que se
calentara el metal.
—¿No tienes ayudante? —preguntó Xena como quien no quiere la cosa, apoyándose
en la pared y mirándolo con apacible interés.
El herrero hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Alain no puede. A nadie más le interesa. —Se calló y giró un poco las tenazas, para
calentar el metal por igual.
Xena tomó aliento y se lanzó a esta batalla con la misma habilidad con que lo hacía
con la espada.
—A su hermano sí —dijo, simplemente—. Y tiene talento para ello.
Tectdus la miró fijamente.
—Medio hermano —dijo roncamente, tras lo cual sacó de un tirón las tenazas del
fuego y pasó al yunque, más cerca de ella—. Ahí hay mala sangre.
La guerrera se apartó de la pared y se acercó al yunque donde él acababa de colocar
la pieza, capturando sus ojos casi incoloros con los suyos.
—Eso no es culpa suya. —Mostró un poco de su rabia contenida—. Dime, Tectdus,
¿por qué toda la gente de este pueblo carga la culpa de las cosas sobre los hombros de
sus hijos?
El herrero no respondió, sino que bajó la cabeza para concentrarse en su trabajo,
golpeando con cuidado el metal caliente con mano hábil. Terminó el delicado ajuste y
metió las tenazas en el cubo de agua que estaba junto al yunque, donde sisearon
soltando vapor, emanando jirones de humo que se interpusieron entre él y los ojos de
color azul celeste que no se apartaban de su cara. Por fin, la miró.
—¿Qué quieres de mí?
—¿Qué quiero? —dijo Xena, acercándose más a él, pero hablando sin amenaza—.
No quiero nada. Éste no es mi pueblo y tú no eres asunto mío. —Hizo una pausa y
suavizó su expresión—. Sólo intento hacer algo por una amiga.
Tectdus la miró atentamente, esta vez sin desviar los ojos.
—La pequeña Bri... ¿entonces es amiga tuya, de verdad? —preguntó—. Era buena
amiga de Alain, cuando eran pequeños.
—Lo sé —respondió Xena—. Y sí, de verdad es amiga mía. —Una larga pausa—.
Una amiga que tiene un problema... que yo estoy haciendo todo lo posible por resolver.
—Cogió su martillo y lo examinó, probando su peso.
Tectdus le agarró la mano con delicadeza y le dio la vuelta, examinándole el brazo.
—Tú también podrías tener talento para esto, con esas muñecas —dijo con calma,
encontrándose con su mirada con franco candor.
—No —suspiró Xena—. Yo no hago cosas, Tectdus. Éstas se han creado gracias a
una espada. —Lo miró ladeando la cabeza—. Pero Lennat sí hace cosas. Los dos
sabemos... que el talento para la forja es muy, muy poco común... ¿es justo
desperdiciarlo? —Alargó la mano y cogió la de él y le dio la vuelta—. ¿Cuánto te
queda, Tectdus? ¿Hasta que ya no puedas enseñar a nadie? —Sus dedos siguieron la
articulación hinchada con el tacto experto de una sanadora.
El herrero cerró los ojos reconociéndolo.
—No importa, Xena. Le quedan cinco años más. Para entonces... —Meneó la cabeza
—. El oficio muere aquí y espera a que llegue otro como yo.
Los ojos azules se clavaron en los suyos, borrando por un momento el calor que
emanaba de la chimenea.
—Si fuera libre, ¿lo aceptarías?
Tectdus dudó.
—Pero está... —Era incapaz de apartar los ojos de ella.
—Si no estuviera —repitió Xena, bajando más la voz, haciéndola más profunda.
—Sí —dijo el herrero, con apacible convicción—. Lo haría. —Suspiró—. Lo cierto,
Xena, es que lo intenté, hace años. Pero Metrus no quiso saber nada de mí. Me tiene
mucho rencor, por su madre.
Xena asintió despacio.
—Eso me parecía.
—¿Qué vas a hacer? —susurró Tectdus, convencido de que podía hacer cualquier
cosa.
La guerrera sacó su pieza de armadura del cubo de enfriar y soltó las tenazas con
mano experta.
—Lo que pueda. —Y dejó una moneda en el yunque—. Gracias.
Xena dejó la forja del herrero, recorrió con la mirada la ajetreada plaza del mercado y
tuvo que rastrear un momento hasta que divisó a Gabrielle con Lila y Lennat cerca de
un pequeño cobertizo. Los tres estaban comiendo algo y la guerrera meneó la cabeza
riendo por lo bajo. Muy propio de Gabrielle encontrar comida en algún sitio. Avanzó
hacia ellos, sin dejar de observar el rostro de Gabrielle con cierta curiosidad. ¿Notará
que me acerco?
Vio que la bardo, cuando se acercaba a ellos, se erguía y volvía la cabeza para ver
cómo llegaba Xena y saludaba a la guerrera con una sonrisa.
—Hola —dijo Gabrielle—. ¿Te han arreglado la armadura?
Xena le mostró la pieza en cuestión.
—Sí. —Saludó a Lila y a Lennat con una amable inclinación de cabeza.
Gabrielle dio otro bocado a su kebab y señaló en una dirección con la barbilla.
—¿Has visto quién está ahí? —Sus ojos chispeaban risueños.
La guerrera se volvió para mirar, vio a la persona de quien hablaba la bardo y soltó
una breve carcajada.
—Jo. ¿Qué hace aquí? No me digas... —Miró a Gabrielle—. No es posible. —Mi
madre. Durante diez años, no quiso hablar conmigo. Y ahora...
La bardo sonrió.
—Sí que lo es. Pero nos ha traído empanadas. Así que la perdono.
—Ya —suspiró Xena, poniendo los ojos en blanco. Luego se echó a reír—. Me lo
tendría que haber imaginado. —Miró a Lennat—. ¿Cómo va esa cabeza? —Lo observó
con frialdad. Advirtió el vacilante lenguaje corporal entre Lila y él y el frecuente
intercambio de miradas y caricias entre los dos, y sonrió por dentro al reconocerse en
ellos.
El chico meneó la mano.
—Así, así. Me duele.
—Oye. —Gabrielle le dio un codazo—. ¿Quieres uno de estos? Están muy buenos.
—Indicó lo que estaba comiendo.
Xena la miró enarcando una ceja.
—No, gracias. He desayunado mucho. —Aunque, de hecho, había desayunado
menos que la bardo y encima le había dado parte a Ares—. ¿Qué es?
Como respuesta, Gabrielle le ofreció el último trozo y, sin pararse a pensar en lo que
hacía, Xena se lo cogió hábilmente de los dedos con los dientes, lo masticó y se lo tragó
antes de darse cuenta de lo que había hecho.
—No está mal —logró decir, observando el rubor que teñía el cuello de Gabrielle al
tiempo que advertía la mirada sorprendida de que era objeto por parte de Lila y Lennat
—. ¿Hay algo que merezca la pena en los carros de los comerciantes? —Volcó la
atención sobre Lila, dirigiendo una mirada inquisitiva a la muchacha morena. Eso es,
Xena... haz como si no hubiera pasado nada, ¿vale? Totalmente normal. Las amigas
íntimas siempre se dan de comer con la mano. ¿No? Pues claro.
—Aahm... —Lila carraspeó y dirigió la mirada hacia los carros—. Bueno, la verdad
es que tenían unas telas muy bonitas. Y el ollero tenía unas cazuelas con muy buena
pinta. —Echó a andar de nuevo hacia los comerciantes—. Y he visto un cuero precioso
donde el zapatero...
Intercambiaron miradas risueñas y la siguieron, Lennat adelantándose unos pasos
para alcanzar a Lila, y Xena y Gabrielle siguiéndolos a paso más lento.
—Lo siento —murmuró Gabrielle, lanzando una mirada hacia el rostro de Xena, que
lucía una expresión de moderado interés mientras contemplaba la plaza—. Ni me lo he
pensado... o sea... —Suspiró—. Dioses.
Xena le dio unas palmaditas en la espalda.
—Tranquila. De todas formas, has dicho que tu hermana prácticamente lo ha
adivinado, ¿no? —Se echó a reír suavemente—. Además, yo tampoco he caído en la
cuenta, hasta que he visto cómo te has puesto colorada. —Miró a la silenciosa bardo con
una sonrisa—. Y en cualquier caso, lo cierto es que, si buscan señales de ese tipo, ya
estamos marcadas. Observa a Lila y Lennat.
Se quedaron mirando un momento a la pareja que iba por delante de ellas.
—¿Ves lo pegados que caminan? —preguntó Xena, en voz baja.
—Sí —contestó la bardo, alargando la palabra.
—¿Y ves cómo se tocan todo el rato? Fíjate... ¿lo ves? Ahora observa cómo se miran.
Ahí está —siguió Xena, con tono didáctico.
—Aah... sí —replicó Gabrielle, que ya veía por dónde iban los tiros—. Todo eso me
suena.
—Efectivamente —asintió Xena con sorna, observando su cara para ver la reacción.
Gabrielle se lo pensó un momento antes de responder a la pregunta implícita. Pensó
en su familia y en las tradiciones de este pueblo y en cómo se había esperado siempre de
ella que diera ejemplo a Lila y a las niñas más pequeñas, pues había pocas chicas de su
edad cuando era más jovencita. Sonrió.
—Pues espero que tengan celos. Ephiny dijo que yo era la envidia de la aldea. —Se
acercó más a Xena y le dio un codazo.
—Ah, eso dijo, ¿eh? —fue la sorprendida respuesta.
La bardo la miró con cariñosa exasperación.
—Vamos, Xena... —Se interrumpió porque habían llegado al puesto del zapatero,
donde Lila estaba toqueteando una pieza de cuero de un precioso y vivo color rojizo—.
Caray... ¡qué bonito!
Lila las miró entristecida.
—Ya lo creo. —Intercambió una mirada apesadumbrada con Lennat—. Este año no.
—Suspiró—. El dinero extra de la cosecha ha sido para... —vaciló—, otras cosas.
Cerveza, lo más probable, pensó Xena, y se acercó para examinar el cuero teñido.
Enarcó las cejas y llamó la atención del zapatero.
—Esto parece obra de Beldan —comentó, acariciando el fino cuero con las yemas de
sus dedos expertos.
El comerciante la saludó respetuoso inclinando la rubia cabeza.
—Lo es, efectivamente, señora. Y es muy buen cuero. —La miró con interés y ella lo
miró a su vez y le hizo un leve guiño. Él sonrió levemente como respuesta e inclinó la
cabeza ligeramente hacia ella. Si todo sale como yo quiero, será un buen regalo de
bodas, pensó Xena. Y que me ahorquen si no consigo que todo salga bien.
Lila suspiró de nuevo y dirigió la mirada hacia su casa.
—Tengo que irme —dijo, mirándolos a todos con aire de disculpa—. Bri, intentaré
pasarme esta noche un ratito, pero madre sí que estará. —Apretó el brazo de Gabrielle
—. Cuenta alguna buena, ¿vale?
La bardo la abrazó rápidamente.
—Lo haré. A lo mejor me paso después y te cuento algunas en exclusiva. —Es decir,
si consigo cruzar esa puerta. Ya veremos—. Lennat, espero que se te mejore la cabeza.
El chico rubio le hizo un gesto para restarle importancia.
—Estoy bien. Tómatelo con calma, Bri. Te veo esta noche. —Saludó amablemente a
Xena con la cabeza y cogió a Lila del brazo para acompañarla hasta casa.
Se quedaron mirando cómo se alejaban en silencio. Luego...
—Bueno. Así que vas a contar historias esta noche, ¿eh? —preguntó Xena, con una
sonrisa.
—Sí —fue la respuesta—. Mi amiga superprotectora... ¿es que tenías que asustar al
posadero? —Gabrielle echó a andar hacia la posada—. Me prometiste entrenar con la
vara, si mal no recuerdo. —Hizo una pausa—. Y, ya que parece que te apetece andar
enredando, ¿qué has estado haciendo hoy?
Xena la miró ofendida.
—¿Yo?
Gabrielle le clavó un dedo en las costillas.
—No creas que no me he fijado en esa mirada que has intercambiado con el zapatero,
oh taimada Princesa Guerrera. ¿Qué estás tramando?
—Sólo hago lo me pediste, majestad —replicó Xena, mirando alrededor—. Intentar
encontrar una solución para este problema tan complejo.
—¿Y? —insistió la bardo.
—Que estoy en ello —fue la fría respuesta.
Cuando Gabrielle se disponía a lanzar su siguiente ataque, el recuerdo del secreto que
había guardado inundó su consciencia. Cerró los labios de golpe y siguió caminando.
—¿Te parece que deberíamos buscar a Johan? —preguntó, mirando a Xena—. Creo
que está por ahí.
—No —fue la suave respuesta—. Vamos a recoger tu vara. Te lo he prometido —le
recordó Xena, dirigiéndose a la posada. Había notado el súbito cambio de humor y se
preguntaba cuál sería la causa—. Venga.
Subieron las escaleras, entraron en la habitación y Xena cerró la puerta al pasar.
—Oye.
—¿Sí? —contestó Gabrielle, acercándose a la vara y agarrándola con manos
repentinamente vacilantes. Miró a Xena al ver que la guerrera no respondía.
—Escucha... el plan sólo está a medias. —La mujer más alta suspiró—. Es
complicado.
La bardo se acercó a ella y le puso una mano en el pecho.
—No pasa nada. No necesito saberlo. —Puedo practicar lo que predico. Además,
normalmente es mejor no saber lo que hace. Porque me asusto. O me enfado. O las dos
cosas—. Te he pedido que... busques una manera de salir de esto. Tengo... que dejarte
hacer lo que tengas que hacer.
—Gabrielle. —Había una profunda preocupación en esa voz grave.
—No. No pasa nada —fue la respuesta, acompañada de un gran suspiro, que se cortó
de repente cuando las manos de Xena le sujetaron la cara con delicadeza y sus ojos se
encontraron. Y su resolución se tambaleó al ver el desconcierto que había en ellos—.
Has... hablado con Alain.
—Sí —replicó Xena, empezando a comprender—. Hace dos noches. Lo sabía. —
Confiaba en mí. Y yo le he mentido sobre lo que sabía. Maldición—. Lo siento,
Gabrielle. Yo... tendría que habértelo dicho. A lo mejor lo que pasó con tu padre no
habría... Sólo quería darte la oportunidad de...
—No. —Gabrielle enganchó las manos en la túnica de Xena y tiró con fuerza—. No
te atrevas a disculparte por eso. —Tragó con dificultad—. Tenía miedo de decírtelo.
Xena bajó la mirada al suelo y soltó las manos, que dejó caer y se quedó mirándolas.
—Sí. Lo entiendo. Las tengo llenas de sangre —dijo, burlándose de sí misma y
soltándose de las manos de Gabrielle—. Ya me parecía que era eso.
La bardo notó el dolor que llevaba dentro. La siguió mientras retrocedía y agarró a
Xena de las manos, tirando hasta detenerla. Se las levantó y las rozó con los labios, sin
apartar los ojos de los de la guerrera.
—Perdóname —dijo, al ver la tristeza que tenía delante—. ¿Por favor? —Dioses...
quitad esa expresión de sus ojos... no puedo haber causado eso... no... por favor...—.
¿Xena? —Se le aceleró la respiración y notó que se le acumulaban las lágrimas.
—No pasa nada —fue la respuesta en voz baja—. No hace falta que te disculpes.
Tenías motivos para tener miedo. —Xena cerró los ojos, reconociéndolo con cansancio
—. Una persona puede cambiar hasta cierto punto, Gabrielle. —Y yo sólo puedo
engañarme a mí misma durante cierto tiempo, o hasta cierto punto. Incluso por ella.
Notó el tacto vacilante de la bardo sobre ella y no respondió, intentando tapar los
agujeros sangrantes que se le habían formado al darse cuenta de la falta de confianza de
Gabrielle hacia ella.
—No me dejes fuera. —La voz estaba tan tensa que casi era irreconocible—. Por
favor...
Y Xena supo que no podía pasar por alto ese ruego. Abrió los ojos y respiró hondo.
Reprimió profundamente su propia agonía, para otro momento, otro lugar, y se
concentró en los ojos verdes llenos de lágrimas que la miraban
—Nunca. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, notando cómo se iba
relajando el tenso cuerpo de la bardo—. Tranquila.
Gabrielle tomó aliento varias veces sin hablar y luego suspiró.
—Lo siento. —Se pegó más a ella y abrazó a Xena con una intensidad casi
desesperada—. No sé qué me daba más miedo, Xena —medio susurró—. Lo que harías
tú o el hecho de que yo... quería de verdad que lo hicieras.
Xena sintió un estremeciemiento de espanto al oír eso y abrazó a la bardo con más
fuerza. ¿Lo quería? Por los dioses. Aquí hay algo muy profundo que no entiendo.
Espero no empeorar las cosas.
—Gabrielle... lo estás pasando mal, lo sé. —Notó que tragaba con fuerza—. Estás
furiosa con tu padre por hacerte daño, y también a Lila... y a tu madre... Sé que lo estás.
—Sí —fue la apagada respuesta.
—Pero también lo quieres —continuó la guerrera suavemente—. Y no harías nada a
propósito para hacerle daño. Eso lo sé.
—¿Cómo lo sabes? —contestó Gabrielle, levantando la cabeza para mirarla.
Xena sonrió fugazmente.
—Porque te conozco. Igual que tú me conoces a mí.
Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Luego asintió ligeramente. Y supo, en
lo más profundo de su corazón, que Xena tenía razón.
—Estoy... —Volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Xena y suspiró—. Gracias.
Xena sonrió. Debo de estar mejorando con estas cosas, pensó.
—Mm... ¿sabías que Lennat tiene talento para ser herrero? —le preguntó a la bardo,
al tiempo que retrocedía dos pasos, trasladando a la bardo consigo, y se sentaba en la
cama, apoyándose en el cabecero.
Gabrielle la miró parpadeando.
—No... no lo sabía. ¿Es cierto?
—Pues sí —dijo Xena despacio—. ¿Sabías que Alain y él son medio hermanos?
La bardo volvió la cabeza y se quedó mirando a su compañera.
—¿Qué? ¿De verdad?
—Sí. ¿Sabías que Tectdus está muy necesitado de un aprendiz y que aceptaría a
Lennat si Metrus lo dejara libre? —Xena sonrió tiernamente a la bardo.
La bardo arrugó la frente muy concentrada.
—Entonces... si Lennat fuera aprendiz del herrero, podría... —Sus ojos se
encontraron veloces con los de Xena.
—Tomar a Lila como esposa, sí —dijo Xena, con tono tranquilo—. Y lo haría.
A Gabrielle se le iluminaron los ojos.
—Sabía que encontrarías una solución.
Xena alzó una mano.
—Todavía hay que convencer a Metrus. Él es la parte difícil. Tiene un gran rencor a
Tectdus y no es probable que coopere conmigo. —Sonrió y acarició suavemente la
mejilla de Gabrielle—. Pero estoy trabajando en eso.
—Gracias por contármelo —respondió la bardo, con una sonrisa—. ¿Cómo has
averiguado todo eso en una sola mañana?
—Preguntando. —Xena se encogió de hombros—. En realidad, tampoco es tan
increíb... —Y se detuvo, porque Gabrielle le tapó la boca con la mano—. ¿Mmm?
—No me lo digas —susurró la bardo—. A veces me gusta pensar que las cosas que
haces son una especie de magia. —Sonrió con timidez—. Una vez, escribí un poema
sobre eso. Pero nunca se lo he leído a nadie.
—¿Por qué? —preguntó Xena, maravillada.
—Era... no sé... demasiado... era para ti. Y para mí era muy personal. —Hizo una
pausa, pensativa—. Fue la noche en que me... me paré a pensar de verdad y me confesé
a mí misma que estaba enamorada de ti.
—Ah —replicó Xena, con un ligero rubor—. ¿Me lo leerás más tarde?
Gabrielle se rió suavemente.
—No me hace falta leerlo. Me lo sé de memoria desde hace mucho tiempo. Pero sí...
lo haré. —Le dio a la guerrera un leve codazo en las costillas—. Después de entrenar
con la vara. Vamos, tú. —Tal vez, con eso, pueda... librarme de esta sensación... Por los
dioses... es como si me ahogara.
—Vale, vale —asintió Xena, pero no le gustó lo que vio en el rostro de la bardo—.
¿Estás segura de que...? —empezó y entonces vio cómo desaparecía la máscara de buen
humor deliberado—. No lo estás.
Gabrielle notó que volvía a perder el control y hundió la cara, irritada y confusa, en el
hombro cubierto de lino de Xena.
—Dioses... lo siento mucho... no sé qué me pasa...
—Sshh. No te disculpes. Me tienes aquí —la tranquilizó Xena, frotándole la espalda.
¿Es eso cierto? Ella es la cosa más estable de mi vida desde hace ya mucho tiempo, y
ahora está hecha trizas. Me adentro en terreno peligroso... para las dos—. ¿Quieres...
quieres decirme qué te preocupa?
La bardo se quedó callada un rato, ordenando sus ideas.
—Pues... no lo sé. Creo que nunca me había planteado lo que haría... lo que he hecho.
Y eso ha cambiado mi forma de... verme a mí misma. —Su mano jugueteó distraída con
el cinturón de la túnica de Xena—. Y... no quiero pensar que podría... atacar de esa
manera sin más... me da miedo. Mucho. Temo... —Se calló.
Xena se encontró de repente cara a cara con su peor miedo. Sabía, desde hacía mucho
tiempo, que Gabrielle surtía un efecto sobre ella, y en momentos especialmente oscuros,
se preguntaba si ella estaba surtiendo algún efecto a su vez. Esperaba con todas sus
fuerzas que no fuera así. Pero había que hacer la pregunta.
—¿Temes estar... convirtiéndote en alguien como yo? —Y si la respuesta es sí, Xena,
esto acaba aquí. No va a ir más lejos, cueste lo que cueste. No voy a pagar ese precio.
Esperó, respirando acompasadamente, intentando no mostrar la desesperación con que
necesitaba oír la respuesta. Notó la repentina presión de la mano de Gabrielle sobre su
estómago, al darle una palmadita tranquilizadora.
—No —fue la respuesta, con voz ronca—. Temo estar convirtiéndome... en alguien
como él... y... me da un miedo espantoso, Xena. ¿Cuánto de mi ser... procede de él?
Xena soltó aliento, pensándoselo.
—No creo que tengas mucho motivo de preocupación —comentó, con tono tranquilo
—. Creo... que todos somos responsables de lo que hacemos, Gabrielle. Yo no puedo...
no voy a echarle la culpa a... nadie... por lo que soy. —Notó que Gabrielle se quedaba
absolutamente inmóvil, esperando a que terminara—. No deberías dejar que otros se
lleven el mérito... —y sonrió dulcemente—, de lo que tú eres. Y lo que tú eres, amiga
mía, es una de las personas más buenas, más generosas que he conocido en mi vida. No
eres como tu padre. No atacas movida por la rabia... si vamos a eso, te enfadas más
contigo misma que con nadie. Eso es cierto, ¿no?
Hubo un larguísimo silencio mientras Gabrielle permitía poco a poco que esa idea
calara en la terca resistencia que había levantado con los años, planteándose la
posibilidad de un punto de vista sobre sí misma que nunca hasta ahora había tenido en
cuenta.
—Sabes... eso es cierto —reconoció por fin, con tono maravillado, sintiendo que su
mundo empezaba a recuperar de nuevo una forma conocida—. Una vez sí que pegué
una paliza a un árbol. Pero no creo que eso cuente, ¿verdad?
Notó la risa sorprendida de Xena.
—No me acuerdo de eso.
La bardo sonrió un poco y movió la cabeza para mirarla.
—No, no podrías acordarte. —Contempló el rostro de Xena—. Gracias... de nuevo.
Siento haber estado tan... rara.
—Es un proceso curativo —replicó la guerrera, sintiendo que se le aflojaba la
opresión del pecho—. Me alegro de que lo que te he dicho te haya ayudado en algo. —
Dejó que sus dedos trazaran el contorno de los pómulos de la bardo y le secaran las
lágrimas de la cara. Caray. He vuelto a tener suerte.
Gabrielle cerró los ojos y se pegó a la caricia.
—Gracias por estar aquí. —Sonrió vacilante—. No sé qué habría hecho si no
estuvieras.
—¿Te sientes ya mejor? —preguntó Xena, apartándole el pelo—. Me parece recordar
que alguien me pidió entrenar.
La bardo respiró hondo y asintió.
—Sí. Estoy mejor... aunque si estoy o no en condiciones de enfrentarme a la Princesa
Guerrera es otro tema —dijo sonriendo a Xena, que enarcó ambas cejas.
—Oh, yo no me preocuparía por eso, bardo mía. Entre mi falta de ambición
últimamente y el grado de holgazanería que pareces infundirme, no deberías tener
ningún problema —fue la guasona respuesta.
Gabrielle se echó a reír.
—Oh, sí, seguro que noto una gran diferencia. —Hizo una pausa—. Como que a lo
mejor aguanto tres bloqueos en lugar de dos antes de acabar de posaderas en el suelo. —
Se incorporó sobre un codo y miró a Xena—. Y no te atrevas a dejar que te alcance sólo
para impresionar a la gente. —Vio la sonrisa de Xena—. ¡Ajá!
Xena se echó a reír.
—Me has pillado. —Alzó las manos rindiéndose—. Está bien, pues vamos. —Se
levantó y se sacudió la túnica—. Tengo que recoger mi vara de las cuadras —comentó,
esperando a que Gabrielle se uniera a ella.
La sesión de entrenamiento atrajo a más gente de la que ninguna de las dos se
esperaba, pensó Xena ásperamente, gente en su mayoría hostil, pero captó algunas
sonrisas, más que nada del sector más joven.
—Ojo ahora —advirtió la guerrera—. Dime si las defensas por alto te hacen daño en
las costillas, ¿vale? —Vigilaba atentamente las reacciones de la bardo, pues sabía que su
compañera tenía ganas de exigirse más de lo que debía debido a su inesperado público.
—Estoy bien —insistió Gabrielle. A lo mejor esa combinación doble funciona... está
algo distraída. Y lo intentó, atacando con un extremo de la vara al nivel de las rodillas y
levantando luego el extremo superior contra la cabeza de Xena. La guerrera bloqueó
ambos ataques, pero sonrió.
—Muy bien. —Asintió con aprobación—. La próxima vez, intenta apuntar un poco
más alto. —A pesar de la advertencia de la bardo en sentido contrario, sus propios
ataques eran ligeros, lo suficiente para que se notara el contacto en las manos, pero sin
sus habituales tácticas agresivas. Hasta que vio, por encima del hombro de Gabrielle, un
par de turbios ojos verdosos que no se apartaban de la figura esbelta de la bardo.
—Está bien... vamos a hacer una cosa un poco más complicada —dijo Xena, con
calma, y guió a la bardo por una serie creciente de ataques y contraataques,
manteniendo un sentido del ritmo dentro de las capacidades de Gabrielle. El ritmo se
fue acelerando y advirtió esa pequeña sonrisa de concentración que asomaba al rostro de
la bardo, lo cual quería decir que estaba totalmente metida en el ejercicio, sonrisa que
ella misma reflejó, mientras hacía delicados equilibrios entre dar un espectáculo
verdaderamente impresionante y evitar el peligro de que cualquiera de las dos perdiera
el control.
Vio el gesto de dolor, cuando Gabrielle se estiró para bloquear uno de sus ataques por
lo alto, y se dejó caer sobre una rodilla, para continuar el ejercicio con experta precisión,
pero desde un ángulo más bajo.
—Vamos, vamos... —dijo, instando a su compañera a realizar la serie final del
intercambio de golpes, que dejó sus varas cruzadas, a meros centímetros la una de la
otra.
Las dos sonrieron.
—Muy bien —repitió Xena, cuando retrocedieron y ella se irguió del todo, alargando
la mano y dándole una palmadita en el costado—. Me habría encantado ver cómo
combatías con Eponin y ver la cara que se le ponía. —Sus ojos relucían de orgullo—.
Eres buenísima.
Gabrielle sonrió muy contenta, absorbiendo la inesperada alabanza.
—¿Aunque no me has forzado? —bromeó, dándole a Xena un golpecito en el
hombro con el extremo de la vara—. Creía que te había dicho que no lo hicieras.
—Mmm... —Xena meneó la mano de lado a lado—. Quería asegurarme de que no te
hacía daño. He visto cómo te encogías con algunos de los movimientos de extensión. —
Le dirigió una mirada—. Y yo creía que te había dicho que me lo dijeras si te dolía algo.
—Vio la expresión de culpabilidad—. Así que estamos en paz. —Se acercó más y
agachó la cabeza—. Además... tu padre estaba mirando.
Gabrielle abrió mucho los ojos y se puso rígida como reacción, observando el rostro
de Xena atentamente.
—¿Ha visto...? —Vio el gesto de asentimiento—. ¿Sigue aquí? —Un gesto negativo
—. Bien —dijo, con una sonrisa arisca—. Me alegro de que no me lo dijeras antes. Sé
que me habría dado en la cabeza de haber sabido que estaba ahí. —Se relajó un poco—.
¿Ha... mirado?
Xena frunció los labios pensativa. ¿Cómo interpreto la mirada que le estaba
echando?
—Ha mirado. —En esos ojos había visto una mezcla de desaprobación, miedo y una
extraña e incómoda fascinación. Hasta que acabó el ejercicio y ella se irguió y se
encontró con sus ojos por encima de la cabeza de la bardo. Entonces la expresión se
transformó en odio y la de ella en puro hielo—. No creo que todo esto haya hecho que
le caiga mejor —comentó Xena, sonriendo a la bardo con sorna.
—Eh, vosotras. —Lennat les sonrió vacilante—. Menudo espectáculo. —Se acercó
más, seguido de un pequeño grupo de jóvenes del pueblo, la mayoría de los cuales
saludaron a Gabrielle con simpatía. Ella correspondió a los saludos con una sonrisa y les
presentó a Xena, que consiguió responder con cierta amabilidad.
—Bri, ¿dónde has aprendido a hacer eso? —preguntó una chica delgada y morena
que a Xena le recordaba vagamente a Lila—. ¿De...? —Sus ojos se posaron fugazmente
en Xena y se retiraron.
—En su mayor parte —confirmó Gabrielle, sonriendo a Xena—. Pero empecé a
aprender con las amazonas.
La chica le dio un codazo al chico que estaba a su lado.
—¿Lo ves? Ya te dije que era cierto. —Sonrió a Gabrielle—. ¿Es cierto que las
diriges tú?
La bardo se echó a reír.
—Bueno, más o menos. No es exactamente así... —Y se lanzó a dar una breve
explicación, lo cual la llevó a contar toda la historia al fascinado grupo.
Xena se mantenía aparte, apoyada en su vara, y observaba a Gabrielle mientras ésta
se apoderaba de ellos con su talento, presa de una intensa sensación de placer mientras
observaba. Captó un leve movimiento por el rabillo del ojo, se volvió y vio a Alain entre
las sombras del edificio, escuchando embelesado.
—Eh... ven aquí —lo llamó la guerrera en voz baja—. Oirás mejor.
El chico se acercó despacio, hasta pegarse casi a la alta figura de Xena, dirigiéndole
una mirada de agradecimiento y disponiéndose a absorber el relato.
—Qué historia tan buena —le susurró, hacia la mitad.
—Mmm —asintió Xena, con una sonrisa irónica—. Es cierta, que lo sepas.
—¿De verdad? —susurró Alain, con los ojos relucientes—. Oye... ¡está hablando de
ti! —exclamó al caer en la cuenta.
Xena se encogió de hombros.
—Ya.
—Jo. —Se rió por lo bajo, concentrándose en la clara enunciación de la bardo.
—Espera, Bri —interrumpió Lennat, agitando una mano—. ¿Cómo que tenías que
luchar a muerte con alguien? —Todos intercambiaron miradas.
Gabrielle sonrió.
—Bueno, así es como funciona el desafío —respondió—. Pero no, no tuve que
hacerlo, porque las normas también dicen que puedo nombrar a una campeona, para que
luche en mi lugar. —Se volvió y miró a Xena, y todos hicieron lo mismo—. Y tuve
suerte, porque resulta que mi mejor amiga es también la mejor guerrera que existe.
Xena le lanzó una risueña mirada de exasperación y meneó la cabeza, pero guardó
silencio, mientras la bardo continuaba su historia.
Le pidieron otra clamorosamente cuando terminó y ella les dijo que no riendo.
—Me voy a quedar sin voz antes de que llegue la noche si sigo así —explicó—. Y
tengo que lavarme y cenar algo antes. —Retrocedió y fue donde estaba Xena apoyada
en la pared de la cuadra—. Hola, Alain —dijo Gabrielle, sonriéndole—. ¿Te ha gustado
la historia?
El chico asintió enérgicamente.
—Sí, ya lo creo. —Bajó la mirada con timidez—. Me alegro de verte, Bri.
Gabrielle le dio un rápido abrazo.
—Y yo de verte a ti.
Él se sonrojó.
—Me tengo que ir —farfulló y se escabulló, después de echar una última mirada a
Xena con los ojos muy redondos, y desapareció en la oscuridad de la cuadra.
Se miraron la una a la otra durante unos instantes.
—Creo que te ha gustado contar esa historia —comentó Xena, advirtiendo el brillo
chispeante de sus ojos. Ah... hacía días que no veía eso. Me alegro de volver a verlo.
—Pues sí —confesó la bardo, con una sonrisa—. Lo siento si te he puesto incómoda.
Xena se echó a reír.
—No, no lo sientes. Te encanta hacerlo. —Se apartó de la cuadra y echó a andar
hacia la posada, atrapando a la bardo con un brazo y tirando de ella—. Vamos... me ha
parecido oírte decir algo sobre un baño y la cena...
Gabrielle se sonrió y le pasó el brazo a Xena por la cintura.
—Tienes razón. Me encanta hacer eso —reconoció alegremente—. Y lo mejor es que,
contigo, nunca tengo que exagerar los detalles. Sólo tengo que contar lo que ocurrió. —
Estrujó un poco a la guerrera—. Haces que ser bardo resulte facilísimo.
—Ah, ¿no me digas? —respondió Xena—. Bueno, cualquier cosa con tal de hacerte
la vida más fácil, majestad.
La bardo le dirigió una mirada.
—Corta el rollo o te doy —gruñó con tono amenazador.
—Bueno —dijo Xena con tono de guasa y los ojos chispeantes de picardía—. Puedes
intentarlo.
—¿Eso es una promesa? —contestó Gabrielle, absorbiendo las familiares bromas
como una esponja.
—¿Eso es una amenaza? —fue la esperada respuesta.
Se echaron a reír y entraron en la posada y cuando ya habían alcanzado las escaleras,
el posadero se adelantó apresuradamente para detenerlas.
—Ah... —dijo, saludando a Xena con una brusca inclinación de cabeza—. Sólo
quería decir... que parece que esta noche va estar esto muy lleno, Bri. Se ha corrido la
voz... parece que la gente te quiere ver.
La bardo enarcó las cejas.
—Me alegro de oírlo —dijo, un poco desconcertada—. Espero que eso anime el
negocio.
El hombre soltó una breve risotada.
—Seguro que sí. —Dudó y luego dijo—: Me llamo Boreneus, por cierto. —Le
ofreció el antebrazo a Xena—. Siento haber estado un poco antipático esta mañana.
Xena aceptó el brazo que se le ofrecía y lo estrechó.
—No te preocupes —le dijo con un gesto afable—. Vamos a apoderarnos de tu
habitación del baño ahora que podemos.
El hombre asintió.
—Pues os enviaré a alguien para que os eche una mano con los cubos. —Se volvió
hacia Gabrielle—. A mí también me apetece mucho oír unas buenas historias, Bri.
Las saludó con la mano y se alejó, dejando que continuaran escaleras arriba.
—Bueno. Qué diferencia —murmuró Gabrielle, meneando la cabeza con
desconcierto.
Xena le sonrió de medio lado, pero guardó silencio, pensando que Gabrielle todavía
no estaba acostumbrada a que la gente alabara su indudable talento. Recogieron jabón y
toallas de su cuarto y se metieron en la habitación del baño.
Gabrielle comprobó el agua de la gran bañera, con una sonrisa.
—Perfecto —declaró, y se quitó la túnica, que dejó a un lado, y empezó a quitarse las
vendas que todavía le envolvían el pecho.
—Espera, deja que lo haga yo —dijo Xena, que se acercó a ella y desenrolló la tela
con pericia—. Hala. —Examinó los moratones de las costillas de la bardo y meneó la
cabeza—. Has tenido suerte.
Gabrielle se tocó un moratón con dedos cautos y suspiró.
—Supongo.
La guerrera le cogió la barbilla con una mano y la miró.
—No lo pienses —dijo, con tono dulce en el que de todas formas se advertía una nota
de hierro—. Adentro —añadió, levantando a la bardo en brazos, izándola por encima del
borde de la bañera y depositándola en el agua.
—Mmmm —suspiró Gabrielle, cuando el agua la cubrió—. Por los dioses, qué gusto.
—Levantó la mirada y sonrió—. Gracias por el transporte.
—De nada —dijo Xena riendo, y se metió al lado de la bardo sumergida. La bañera
era lo bastante grande para que las dos pudieran sentarse la una al lado de la otra, cosa
que hicieron, y era lo bastante larga para que hasta Xena pudiera estirar las piernas del
todo—. Oye, eso me recuerda... ¿te puedo hacer una pregunta?
Gabrielle volvió la cabeza y se quedó mirándola.
—Nunca me habías preguntado una cosa así. ¿Debería tener miedo?
Xena puso los ojos en blanco.
—No. —Salpicó de agua la cara de Gabrielle—. La forma en que te llaman los de
aquí... ¿te gusta? —Por la cara de mortificación de la bardo, adivinó la respuesta—. No,
¿eh? —Ya me parecía a mí que no... y, jo, cómo me alegro. Gabrielle me gusta
muchísimo más.
—Pues... no —suspiró Gabrielle, haciendo una mueca—. La verdad es que no. Me he
acostumbrado a que no me llamen... así. Es... No. No me gusta.
—Fiuu. —Xena se echó a reír aliviada—. A mí tampoco me gusta mucho y tenía
miedo de que quisieras que empezara a llamarte así.
Gabrielle la salpicó.
—Ni se te ocurra. —Hizo una pausa—. Me gusta mucho cómo me llamas, gracias.
Xena echó la cabeza a un lado y la observó.
—¿No me digas, bardo mía?
—Sí —contestó Gabrielle, acercándose más y acurrucándose al lado de Xena en el
agua caliente—. Me gustan las dos partes de ese apelativo —añadió y notó que el brazo
de la guerrera se deslizaba a su alrededor como respuesta. Sonrió, cogió el jabón y se
frotó a sí misma y a Xena indiscriminadamente, intentando escapar de los intentos de la
guerrera de hacerle cosquillas—. Para ya o te hago una aguadilla —advirtió. La
respuesta fue una profunda risotada—. Lo digo en serio. —Le puso a Xena un
montoncito de jabón en la nariz y soltó una risita al ver el resultado. Y yo que pensaba
que no tenía sentido del humor. Se rió por dentro. Y me preocupaba que si cedíamos a
lo que sentíamos la una por la otra, nuestra amistad se echara a perder. Qué
equivocada estaba... sólo se ha hecho mucho más fuerte... más de lo que me podría
haber imaginado.
Xena puso los ojos en blanco y metió la cabeza en el agua hasta sumergirse del todo,
luego volvió a aparecer y parpadeó para quitarse el agua de los ojos.
—Vamos, mete la cabeza. Te lavo el pelo —se ofreció y se quedó mirando mientras
la bardo desaparecía bajo el agua y volvía a aparecer espurreando—. No te ahogues,
¿vale?
La bardo tosió.
—Sí... jo. —Aspiró aire profundamente y carraspeó—. Mejor —murmuró. Xena
meneó la cabeza y se puso a frotar el pelo de la bardo con el jabón, sonriendo al notar
que Gabrielle se relajaba y se apoyaba en sus manos.
—No te quedes dormida, majestad —dijo, echándose hacia delante y susurrándole a
la bardo en el oído poco tiempo después.
—¿Eh? —Gabrielle pegó un respingo y la miró cohibida por encima del hombro—.
Mm... vale. —Parpadeó y metió la cabeza debajo del agua para aclararse el jabón—. Lo
siento —murmuró al emerger.
—Ya —comentó Xena, que se recostó, estiró los brazos por el borde de la bañera y se
relajó. Sonrió a la bardo, quien de inmediato se pegó a ella y apoyó la cabeza en el
hombro de la guerrera.
—Bueno. ¿Qué historias vas a contar esta noche? —preguntó la guerrera distraída,
apoyando la cabeza en la pared inclinada.
Gabrielle bostezó.
—Mmm... un par sobre ti, un par de antiguas leyendas...
—Tienes que contar por lo menos una de Herc. ¿No lo pone en alguna parte de
nuestro contrato? —preguntó la guerrera, dándole un leve codazo.
—Ay. Para ya. Sí... supongo. —Salpicó ligeramente a Xena—. Si cuento una en la
que aparecéis los dos, ¿eso vale?
—No. —Xena la salpicó a su vez.
La bardo suspiró.
—Oh, bueno, pues supongo que ya se me ocurrirá algo que soltar sobre ese pobre
hombre. —Sonrió—. A ver cómo me pongo de espectacular contigo... —Se
interrrumpió porque Xena se inclinó y la besó de repente y ella cerró los ojos y
correspondió, deslizando las manos por el cuerpo de la guerrera y acercándosela más—.
Oye... —murmuró, cuando Xena se detuvo, y abrió los ojos para descubrir a la mujer
más alta sonriéndole—. ¿Por qué has parado?
Xena la miró con sorna.
—Es que se me ha ocurrido darte la oportunidad de decidir en qué clase de situación
comprometida querías estar cuando entrara tu hermana. —Indicó la puerta con la
cabeza.
Gabrielle suspiró.
—Le estaría bien empleado por aparecer sin avisar. —Sonrió fugazmente—. Si con
eso pretendías que esta noche no me pase con tus historias... no ha funcionado. —De
mala gana, se soltó y se apartó un poco. Pero no mucho.
—Qué va —replicó Xena, recostándose y cruzando las piernas en el momento en que
empezaba a abrirse la puerta—. Es que estabas tan mona que no me he podido resistir.
—Vio cómo se sonrojaba la bardo justo cuando Lila asomaba la cabeza con prudencia
—. Hola, Lila —dijo la guerrera con indiferencia, haciéndole un gesto para que entrara.
Observó cómo la muchacha morena intentaba encontrar un punto donde posar los ojos
sin quedarse mirándolas. Los ojos de Xena se encontraron con el verde brumoso de los
de la bardo y las dos intercambiaron un solemne guiño risueño.
—¿Qué hay, Lila? —preguntó Gabrielle, haciendo un gran esfuerzo para no sonreír.
Oh... quiere a Lennat, sí... pero, ¿quién sabe mejor que yo lo difícil que es apartar los
ojos de mi mejor amiga?, se dijo la bardo por dentro. Recordó la primera vez que vio así
a Xena, después de nadar hacia la puesta del sol, cuando la guerrera salió del lago a la
luz dorada, toda elegancia poderosa y fuego, junto con el hielo de sus ojos. La afectó de
lleno con una reacción repentina y primitiva que cambió para siempre lo que sus ojos
consideraban bello. Volvió a sentirlo ahora, sólo de pensarlo.
—Mm... —contestó Lila, que por fin encontró un equilibrio dejando la mirada
clavada en el rostro de Gabrielle—. Sólo quería pasarme para decirte... que el pueblo
entero habla de... —dudó—, vosotras. —Con una rápida mirada a Xena, que alzó las
cejas.
Se miraron, a sabiendas de que sus pensamientos seguían los mismos derroteros.
—Esa demostración con las varas... —aclaró Lila, desconcertada por su falta de
reacción.
—Ah... eso —dijeron las dos a la vez. Intercambiaron una mirada cómplice y se
echaron a reír.
—Sí, eso. —Lila frunció el ceño—. ¿De qué creíais que estaba hablando...? —Se
calló y luego se ruborizó—. Oh.
—Bueno, pues será mejor que nos pongamos en marcha —comentó Xena, que salió
del agua haciendo fuerza con los brazos estirados y pasó las piernas por el borde de la
bañera. Fue donde habían dejado sus toallas, cogió una con indiferencia y le lanzó la
otra a Gabrielle, que se había puesto de pie—. Toma.
La bardo atrapó la toalla en el aire y sonrió, observando a su hermana por el rabillo
del ojo. Sí... no puede apartar los ojos.
—Gracias. —Se echó la toalla sobre los hombros y cuando se disponía a salir, Xena
fue hasta ella, con el cuerpo envuelto en su propia toalla.
—Cuidado —advirtió la guerrera—. Te puedes resbalar. —Alargó la mano, agarró a
Gabrielle del brazo, la sostuvo mientras ella saltaba por encima del borde de las altas
paredes de la bañera y esperó a que estuviera bien plantada antes de soltarla y recoger su
túnica—. Voy a ver cómo está Argo.
Gabrielle asintió y la saludó agitando la mano ligeramente, mientras se secaba, y se
volvió hacia Lila.
—Así que hemos causado impresión, ¿eh? —Sonrió a su hermana—. Pues eso era yo
a pleno rendimiento y Xena durmiendo. —Se echó a reír—. Aunque ella diga lo
contrario.
Lila se rió un poco.
—Las dos parecéis llevaros bien. —Suspiró—. Hablando de lo cual, papá te ha visto
hoy cuando estabas en eso y no le ha hecho gracia.
Gabrielle se encogió de hombros.
—Lila, estoy harta de fingir. Por él, por ti... por Potedaia. —Se envolvió en la toalla
metiéndose un extremo por dentro y se volvió de cara a su hermana—. Así es como soy
y eso es lo que hago. Ese entrenamiento con vara es importante, me puede salvar la
vida.
Su hermana miró al suelo.
—Lo sé, Bri. —Le puso a Gabrielle una mano en el brazo—. Lo sé. Pero él piensa
que ella te ha convertido en... no sé qué.
—¿Porque le he plantado cara? —preguntó Gabrielle, con tono apagado y frío.
Lila asintió.
—Sí.
Gabrielle se mordisqueó el labio un momento.
—Tiene razón —reconoció—. Ella ha tenido mucho que ver con los cambios que
ves... los cambios que yo misma me noto. —Sonrió—. La diferencia es que él los ve
como algo malo y yo los veo como algo bueno.
Lila le apretó el brazo.
—Yo también creo que son buenos —dijo apagadamente—. Me alegro, Bri. Me
alegro de que estés viendo todos esos sitios y conociendo a todas esas personas. —Hizo
una pausa, bajó los ojos y luego volvió a mirar a su hermana—. Y me alegro de que
hayas encontrado a alguien que cuidará muy, muy bien de ti. Eso lo veo... ahora.
La bardo se quedó mirándola largamente, asimilándolo.
—Lila... —dijo por fin—. Gracias. Para mí es muy importante oírte decir eso. —Se
acercó más y miró a su hermana a los ojos—. Encontrará una solución también para
Lennat y para ti. Tienes que creerlo.
Lila tomó aliento una vez y luego otra.
—No alimentes mi esperanza, Gabrielle. No es justo —susurró, abrazándose a sí
misma.
La bardo la agarró por los hombros.
—Si hay un modo, lo encontrará. Créeme, Lila... será así.
—Tengo que ir a preparar la cena —fue la respuesta—. Buena suerte para esta noche.
—Lila amagó una sonrisa—. A lo mejor te veo más tarde.
Gabrielle la vio marchar y suspiró profundamente. Luego recogió sus cosas y bajó
por el pasillo hasta la pequeña habitación que compartían. Al abrir la puerta, se
sorprendió un poco de ver a Xena ante la ventana, contemplando la plaza teñida por la
luz del ocaso, vestida con su túnica de cuero.
—¿No ibas a ver cómo estaba Argo? —comentó, colocándose detrás de la guerrera y
apoyando la mejilla en el hombro de Xena.
—¿Mmm? —Xena pegó un respingo y bajó la mirada hacia ella—. Vaya. Lo siento...
estaba un poco distraída. —Otra vez con la cabeza en las nubes. Esto empieza a ser
ridículo—. ¿Lila está bien?
La bardo suspiró.
—No mucho. —Levantó la mirada—. ¿De verdad piensas que puedes arreglar todo
esto? —Ya estoy otra vez... ¿por qué no la presionas un poco más, Gabrielle?—.
Déjalo... olvida que he hecho esa pregunta.
Xena se volvió de cara a ella, apoyando los antebrazos en los hombros de Gabrielle.
—Sí, lo pienso —replicó, mirando a la bardo a los ojos fijamente—. Así que no te
preocupes. —Vio el resplandor de la fe que brotaba en esos brumosos ojos verdes, al
tiempo que la joven rodeaba la cintura de Xena con los brazos y se apoyaba en ella.
Notó que sus propios brazos estrechaban a su vez a la bardo, sin su permiso consciente
—. Las dos tenemos cosas que hacer —comentó, justo antes de que sus labios se
juntaran y entonces se hizo un largo silencio, mientras se perdían la una en la otra. En el
dorado resplandor de su vínculo que las envolvió a las dos con una paz sensual.
Por fin, de mala gana, Xena se echó hacia atrás, tomó aliento con fuerza y le apartó a
Gabrielle de los ojos el fino pelo que se iba secando.
—Tienes que comer algo y prepararte para contar historias, bardo mía.
Le respondió una sonrisa indolente.
—Y supongo que tú de verdad tienes que ir a ver cómo está Argo. —Le clavó un
dedo en el estómago a la guerrera con mucha delicadeza—. Y también cenar algo.
¿Verdad?
Xena asintió.
—Verdad. —Bajó la mirada—. ¿Verdad, Ares?
—Ruu —contestó el lobezno, muy serio, acercándose a trompicones, y se puso a roer
la bota de Xena—. Ruu —repitió, mirándola con un trocito de cuero en la boca.
Xena se echó a reír, se agachó, le revolvió el pelo y lo hizo rodar.
—Sí, puedes comerte parte de mi cena, como siempre. —Le hizo cosquillas en la
tripa y él agitó las cuatro patitas en el aire.
—Grrr.
—Está bien —suspiró Xena—. Ahora sí que me tengo que ir. —Se irguió y le dio a la
bardo una palmadita en la mejilla—. Te veo en la taberna dentro de poco.
Gabrielle sonrió.
—Vale. Saluda a Argo de mi parte.
—Lo haré. —La guerrera hizo una pausa—. Le prometí dar un paseo, así que puede
que tarde un poco. —Inclinó la cabeza de golpe y salió por la puerta, seguida por los
ojos de la bardo.
La brisa fresca de fuera era agradable, pensó Xena mientras cruzaba el patio y
entraba por las anchas puertas dobles de las cuadras. Dentro, por una vez, nadie era
objeto de burlas y el gran espacio estaba inmerso en el silencio, interrumpido de vez en
cuando por una pezuña que removía la paja y el crujido leve y constante del heno al ser
masticado.
Argo la oyó acercarse y alzó la cabeza, mirándola con apacible interés, sin dejar de
mover las quijadas.
—Hola, chica —dijo Xena suavemente, al llegar al lado de la yegua, y alargó una
mano para rascarle las orejas—. Te han puesto una buena bolsa de pienso, ¿eh? —
Sonrió cuando Argo resopló y le dio un empujón en la tripa, al notar el calor del aliento
de la yegua a través del cuero—. Sí, sí... ya lo sé, te prometí salir a correr. ¿Estás lista?
—El caballo la empujó de nuevo—. Vale... vale... no me lo restriegues. Vamos, pues.
Le pasó a Argo la brida por la cabeza y ajustó las hebillas, metiendo el bocado por la
quijada de la yegua, que seguía masticando.
—Creo que hoy vamos a ir a pelo, chica, no tiene sentido ponerte todos los arreos. —
Argo relinchó con aparente aprobación y siguió a Xena de buen grado hasta las puertas
de la cuadra, mordisqueando el pelo oscuro de la guerrera por el camino—. Oye, para ya
—riñó al caballo, y esperó hasta que las dos salieron por la puerta para montar de un
salto a lomos de la yegua y colocar las rodillas con firmeza tras los cálidos hombros
dorados.
—Vamos —dijo Xena, apretando las rodillas para hacer avanzar a la yegua. Salieron
despacio del patio y bajaron por un largo sendero que Xena sabía que corría paralelo al
río. Y pasaron ante cierto claro conocido, donde detuvo el rápido trote de Argo—. Alto,
chica. —Se quedó sentada en silencio sobre la yegua, absorbiendo la puesta del sol, que
lanzaba flechas rojas por la hierba y teñía las hojas, y aspirando el olor a pino del aire
que en este atardecer fresco también olía un poco a la dulzura del jazmín.
Y se sumió largo rato en los recuerdos de aquel día, hacía ya más de dos años, en que
enterró sus armas y entró en este claro, en la que era una de las peores épocas de su
vida. Y aquí encontró una razón para seguir adelante, en lo que consideraba uno de los
lugares más inverosímiles, con la gente más inverosímil.
—El lugar adecuado en el momento adecuado, Argo. —Suspiró, dando unas
palmadas a la yegua en el cuello cubierto de sedoso pelaje—. Vámonos.
Puso al caballo al galope para bajar por el sendero del río, saltando por encima de
algún que otro tronco caído y haciendo que los pequeños animales corrieran a refugiarse
bajo los arbustos. Luego subió con la yegua por los despejados campos en barbecho
hasta el camino y dio un rodeo para regresar al pueblo, inclinada sobre el lomo dorado y
dejando que su poderoso galope devorara la distancia. Sentía que su cuerpo se movía a
un ritmo perfecto y en perfecto equilibrio con la veloz yegua y en su cara brotó una
sonrisa feroz.
Entonces pasó la última curva del camino, ya casi a la altura de los primeros edificios
del pueblo, y fue frenando a la sudorosa Argo hasta ponerla a trote corto.
—Tranquila —murmuró, acariciando el húmedo cuello—. Mira cómo te cuesta
respirar. Tenemos que hacer esto más a menudo, chica. —Oyó un resoplido como
respuesta—. ¿Madre te ha estado mimando a ti también? Seguro que llevaba siempre los
bolsillos llenos de zanahorias, ¿eh? —Un relincho jadeante. Xena se rió por lo bajo y la
puso al paso tirando de las riendas cuando entraron en el patio. La guerrera elevó la
vista hacia el cielo del ocaso y reflexionó—. Vamos bien de tiempo, Argo. Me voy a
ocupar de ti y luego tengo que hacer una visita.
Alain asomó la cabeza por la puerta cuando se acercó y le sonrió encantado.
—Hola, Xena. —Salió trotando y agarró delicadamente la brida de Argo, sujetándola
mientras Xena echaba la pierna por encima del cuello de la yegua y se dejaba caer de su
lomo.
—Muy buenas, Alain —sonrió la guerrera—. Gracias. —Alargó la mano para coger
las riendas de la yegua, pero se detuvo al ver que el chico hacía un gesto negativo con la
cabeza—. ¿Algún problema?
—No... —Alain le sonrió dulcemente—. Yo me ocupo de ella, ¿te parece bien? —Dio
unas palmaditas en el cuello de la yegua—. Le caigo bien, creo. —Y efectivamente,
Argo volvió la gran cabeza y le resopló en la cara, echándole el pelo liso y rubio hacia
atrás y apartándoselo de los ojos grises.
Xena sonrió de medio lado.
—Pues yo te lo agradecería mucho, y ella también.
Alain asintió.
—Le voy a dar unas friegas y a caminar con ella para que se enfríe. —Echó a andar
hacia el pequeño patio que había fuera de la cuadra, animando con voz suave a la yegua,
que seguía sin dificultad su paso desigual.
Xena asintió por dentro, luego entró en la cuadra, fue hasta las cosas de Argo y abrió
un compartimento del faldón de la silla de montar.
—Ha llegado el momento de cumplir esa promesa —se dijo a sí misma, al tiempo
que sacaba una bolsita y volvía a cerrar el compartimento.
Volvió a la puerta, salió y echó a andar en dirección opuesta a la posada. Fue hacia el
centro del pueblo y pasó ante de la casa de la familia de Gabrielle. Pasó por delante de
la forja del herrero. Y llegó a una pequeña cabaña cuya situación se había cerciorado de
averiguar esa mañana, una casucha con una antorcha encendida fuera y la seguridad
danzarina de la luz del fuego dentro. Se detuvo en la oscuridad ya casi total y se quedó
inmóvil y en silencio mientras se abría la puerta y salía una figura rubia y desgarbada,
que irradiaba rabia. Lennat, pensó, y no está contento. Apuesto a que Metrus le ha
estado echando la bronca porque quiere ir a la posada.
Esperó hasta que pasó a su lado sin percatarse de su presencia y luego fue a la puerta,
con cuidado de no hacer el menor ruido para no alertar al hombre que sabía que estaba
dentro. Una vez en la puerta, se detuvo. No llevo armas, efectivamente... pero, ¿a quién
quiero engañar? Si de verdad quisiera encontrar un modo directo de ocuparme de
este... problema... soy capaz de hacerlo sin nada salvo las manos. La idea le produjo un
escalofrío por todo el cuerpo que le puso de punta los pelos de la nuca y toda la piel de
gallina. Ya está ahí de nuevo ese viejo lobo... Se sonrió. No, no... Xena... tienes que
hacerlo con diplomacia. Respiró hondo, se preparó y luego se detuvo. Pero un poco de
lobo nunca viene mal... Y dejó conscientemente que su lado más oscuro asomara un
poco, notando cómo la inundaba el cosquilleo de energía nerviosa. Consciente de que se
notaba en sus movimientos, en la expresión de su cara y el brillo de sus ojos.
Metrus no levantó la mirada hasta que entró en la estancia y se plantó ante su mesa.
Simplemente mirándolo. Se puso pálido y retrocedió, tirando la silla en la que estaba
sentado y apartándose de ella a trompicones. Colocó las manos por delante con cautela.
—Hola, Metrus. —Su voz grave cruzó la superficie de la mesa hasta él—. ¿Te
importa si me siento? —No esperó a que respondiera, sino que sacó la silla situada
frente a la de él, se sentó, recostándose con aire relajado, y esperó a que él recuperara la
serenidad.
—Te dije que no crearía problemas —dijo Metrus por fin, con voz ronca, palpando a
ciegas por detrás en busca de la silla, para no apartar los ojos de ella—. Lo dije en serio.
—Tranquilo —dijo Xena con indolencia, colocando una bota en la silla de al lado y
apoyando el antebrazo en la rodilla—. Sólo quiero hablar.
—Hablar —afirmó Metrus sin expresión—. ¿De qué? —Se sentó despacio en la silla
ya enderezada y colocó con cuidado los brazos encima de la mesa—. ¿De qué tenemos
que hablar?
Xena hizo una pausa y lo observó. Debe de haber salido al padre, pensó, porque no
se parece nada a Lennat, y Lennat y Alain sí que tienen un aire.
—Lennat es buen chico —comentó, observando cómo sus ojos se llenaban de
recelosa desconfianza.
—No está mal —asintió Metrus, ásperamente—. ¿Y a ti qué te importa? —Sus ojos
soltaron un destello repentino—. ¿Estás disponible? Creía que ya tenías a alguien que te
limpie las botas. —Lo lamentó cuando vio el fuego frío que de repente le iluminó los
ojos—. Está bien... está bien... olvídalo. —Se echó hacia atrás, ahora más seguro de sí
mismo. Quiere algo. Pues muy bien... soy un hombre de negocios—. ¿Qué es lo que
quieres, Xena? —Vamos a ir al grano.
—¿Qué es lo que quiero? —replicó la guerrera—. No sé. A lo mejor es que siento
curiosidad. —Se echó hacia delante y apoyó la barbilla en una mano, observándolo—.
¿Por qué lo has tomado de aprendiz, Metrus? No sirve para comerciante.
El rechoncho aldeano se encogió de hombros.
—Sirve para trabajar... es de mi sangre... tiene que ganarse la vida de algún modo.
Considéralo caridad por mi parte.
—O mano de obra gratuita, teniendo en cuenta que no le estás enseñando nada —
contraatacó Xena, con una sonrisa fiera—. Dime, Metrus, ¿odias a ese chico?
Metrus frunció el ceño.
—¿Estás tonta? Es mi hermano.
—¿Y? —Xena se encogió de hombros—. Por lo que he visto en este pueblo... ¿eso
qué más da? —Lo miró meneando despacio la cabeza—. Aquí he visto más intolerancia
y odio que en los ejércitos de algunos señores de la guerra.
El hombre la miró furioso.
—Nos gustan nuestras tradiciones. No nos gusta que llegue alguien y las pisotee,
Xena, y menos alguien como tú.
—¿Como yo? —repitió la guerrera, acercándose más—. ¿Como yo en qué sentido?
¿Qué es lo que te resulta ofensivo, Metrus? ¿Que soy más alta que tú? ¿Que te puedo
dar una paliza? ¿El qué?
Él no contestó la pregunta, pero se quedó mirándola largamente.
—¿Qué quieres? —preguntó, con la voz algo ronca.
Xena se echó hacia atrás de nuevo y lo miró con los ojos medio cerrados.
—¿Cuánto vale tu hermano para ti?
Sus ojos soltaron un destello de comprensión.
—¿Lo quieres comprar? —Se le relajó la cara—. Tampoco es que me extrañe... es un
chico guapo. Y tú... —Hizo un mohín con los labios—. En fin. Está sujeto a un contrato
conmigo como aprendiz. No sé si me apetece venderlo.
Ella se movió tan deprisa que a él no le dio tiempo de respirar, de pensar, de moverse.
Estaba recostada en la silla frente a él y de repente, lo había levantado por el aire,
sacándolo de su silla, y lo había estampado contra la pared con tal fuerza que las vigas
se estremecieron.
Se hizo el silencio, interrumpido por el jadeo áspero de su respiración. Xena estaba
inmóvil como una estatua tallada en piedra, aferrándole la túnica con las manos,
sosteniéndolo por encima del suelo con una facilidad que le congeló la sangre,
clavándole la mirada de esos ojos azules más fríos que el invierno.
—Vamos a dejar sentadas unas normas básicas, Metrus. —Su voz adquirió un tono
feroz que le provocó escalofríos por la espalda—. Podemos hablar de esto
civilizadamente y yo puedo conseguir lo que quiero. O puedo arrancarte la columna por
el cuello y matarte a golpes con ella. Y conseguir lo que quiero. Tú eliges. —Obligó a
sus brazos con decisión a no temblar por el esfuerzo de levantar su gordo cuerpo y
sostenerlo en vilo.
—Es... es... está bien —resolló él, balbuceando. Y sofocó un grito cuando ella lo
levantó en volandas, se giró y lo depositó de golpe en su silla con tal fuerza que le hizo
daño. Intentó reprimir el miedo irracional que le tenía, pues sabía que lo que acababa de
sentir era algo más que humano. Se quedó mirándola mientras rodeaba la mesa y volvía
a instalarse en su silla, colocando ambos antebrazos sobre la mesa y entrelazando los
dedos.
—¿Cuánto vale para ti? —repitió su pregunta con tono tajante.
Él dijo el precio del contrato, lo normal para un aprendiz. Con ella no valía intentar
obtener algo de más.
Ahora sólo se oía el crepitar del fuego y los delicados ruidos nocturnos fuera de la
ventana, mientras él veía cómo lo observaba ella con ojos pensativos. Entonces se
movió rápida como el rayo y se oyó un apagado ruido metálico de monedas cuando una
pequeña bolsa aterrizó delante de él. Tragando con dificultad, alargó una mano vacilante
y abrió la bolsa con cuidado, derramando el contenido. Era su precio y un poco más.
—Bueno, a mí no me sirve como aprendiz, en eso tienes razón. No tiene sentido
alimentarlo por nada. Acepto. —Soltó un suspiro de alivio—. Aunque confieso que voy
a echarlo de menos.
Xena se echó a reír por lo bajo y vio que Metrus se quedaba blanco al oírla.
—No va a ir a ninguna parte, Metrus. No soy tratante de esclavos.
El hombre la miró confuso.
—¿Por qué? Ya he aceptado, Xena... no puedo volverme atrás, pero también... estoy
pensando que tú no eres así. ¿Por qué?
La guerrera se echó hacia atrás y se encogió de hombros.
—¿Acaso importa? —Dejó que una lenta sonrisa le asomara a la cara—. Podría
decirte que lo hago para cumplir una promesa que le he hecho a una amiga, pero nunca
te lo creerías. Así que... digamos que... es un capricho mío. —Se levantó y le ofreció el
brazo—. Séllalo.
Él dudó, luchando contra el miedo irracional que le tenía. Se levantó despacio y, por
fin, se obligó a estrecharle el brazo. Se sorprendió al notar la cálida suavidad de su piel,
que cubría la flexible tensión de los músculos que notaba bajo los dedos. Como
terciopelo sobre acero, pensó.
—Está sellado —dijo, mirándola a los ojos de refilón—. Pero, ¿por qué lo vas a dejar
aquí? —De repente, abrió mucho los ojos—. Esa chica.
Xena sonrió.
—Ella también es buena chica. —No le soltó el brazo—. Y él será un buen herrero.
Metrus se quedó boquiabierto.
—Pero... eres...
—Ahh... cuidado, Metrus —dijo la guerrera riendo—. Soy una cruel y despiadada
señora de la guerra, ¿recuerdas? —Apretó los dedos y vio el sobresalto en sus ojos—.
Déjalos en paz, ¿me oyes?
—Hay mala sangre entre nosotros, maldita seas —bufó, con la cara enrojecida de
rabia—. No, no lo voy a tolerar. Ese maldito... —Se calló de golpe cuando una sacudida
de dolor le atravesó el brazo.
Xena endureció la expresión y ahora sus ojos brillaban de rabia.
—La cosa acaba aquí, Metrus. Lo que ocurrió no es culpa de Lennat. Tiene un don y
se merece la oportunidad de perfeccionarlo. —Sus ojos se dilataron de golpe—. Es todo
cuestión de elegir, Metrus: todos tenemos derecho a elegir cómo queremos vivir... y por
eso todos vosotros odiáis tanto a la gente como yo, ¿verdad? —Le soltó el brazo, pero
se echó hacia delante y atrapó sus ojos con los suyos—. Metéis a vuestros hijos en cajas,
Metrus... nunca les dais la oportunidad de crecer... si dan muestras de algo diferente...
los volvéis a meter en la caja a base de golpes, ¿verdad?
No hubo respuesta. Metrus se limitó a mirarla. Por fin...
—Nuestras tradiciones son la piedra angular de nuestra vida, Xena. Si nos las quitan,
no nos queda nada. Si se deja que esas tradiciones sean destruidas, sólo se tiene... una
serie de personas. Sin nada que las una. ¿Es eso lo que quieres?
La guerrera suspiró.
—Tenemos puntos de vista diferentes, Metrus. Tú deja a esos chicos en paz.
El comerciante asintió con rigidez.
—Cumpliré el trato que he hecho. Pero no me gusta. No será bien recibido aquí si va
a ese... sitio.
Xena tomó aliento.
—No dejes de decírselo, Metrus. Para que elija libremente —dijo, con suavidad. Y se
volvió en redondo, deseosa de salir de ese lugar cerrado y alejarse de esa mente cerrada.
Bajo las estrellas, donde levantó la mirada y aspiró el aire limpio con una sensación de
alivio y dejó escapar la rabia y la frustración.
Y se encontró cara a cara con Lennat, que estaba allí plantado, mirándola con
expresión inescrutable, el pelo rubio incoloro bajo la luz de la luna creciente.
—Ella dijo que hacías magia —susurró el chico, con los ojos relucientes.
Xena resopló.
—No es magia, Lennat. Lo he amenazado y luego lo he comprado. Ni magia, ni ideas
románticas, ni nada. Simple negocio. Ahora tú cumple con tu parte del trato. —Hizo una
pausa—. ¿Lo has oído?
Lennat asintió.
—Cada palabra.
—Eso ahorrará tiempo —comentó Xena—. ¿Qué vas a hacer?
El chico sonrió.
—Hacerme herrero. Y casarme con Lila. —Se mordió el labio—. No necesariamente
en ese orden. —Y se puso serio—. Y siempre... siempre... caer de rodillas y dar gracias
a los dioses por haberte enviado. —Tomó aliento—. Y te devolveré hasta el último dinar
que le has dado, te lo juro.
Xena lo miró, debatiéndose entre el bochorno y la admiración a su pesar.
—No te molestes... estará bien conocer a un buen herrero por esta zona. —Le sonrió
de medio lado—. Y no ha sido por ti. Así que no pienses que estas cosas se me ocurren a
menudo.
Lennat le sonrió.
—Lo sé... No te preocupes, tu reputación está a salvo conmigo.
—Bueno, pues está bien —dijo Xena, mirándolo de hito en hito—. A ver si nos
entendemos. —Le dio una palmada en el hombro y echó a andar hacia la posada—.
Tienes que ver a algunas personas, creo. Te dejo a ello.
—Xena —la llamó, pero sin levantar la voz.
—¿Sí? —contestó ella, deteniéndose y volviéndose para mirarlo.
Se acercó a ella y le tocó el brazo.
—Gracias. —En voz muy baja. Y mostrando en sus ojos grises todo lo que sentía su
alma.
Xena tomó aliento para hablar, con la intención de quitarle importancia, pero había
algo en su tono que se lo impidió.
—De nada —contestó por fin, alzando una mano y dándole una palmadita en el
hombro—. Ahora vete.
Él asintió y sonrió.
—¿A quién veo primero? A Metrus, creo. Luego... a Tectdus... y luego... —su voz se
llenó de alegría—, a Lila. —Se mordió el labio, luego se dio la vuelta y se encaminó
hacia la cabaña mal iluminada de donde había salido ella.
La guerrera soltó un profundo suspiro y meneó la cabeza. Jo... qué chochez me está
entrando. Reflexionando sobre su reciente sentimentalismo, cruzó la plaza del mercado
y se detuvo ante la forja del herrero. Bueno, ya que esta noche estoy tan blanda, ¿por
qué no llevarlo hasta el final? ¿No? Pues eso, Xena. Entró en la forja y la cruzó hasta la
pequeña choza que había detrás, donde la luz brillante de las velas salía por las
ventanas. Llamó ligeramente a la puerta y dentro oyó el roce de una silla al echarse
hacia atrás y unos pasos pesados que se acercaban a ella.
—¿Y quién llama a la puerta a esta...? Oh. Xena, hola. —La voz áspera de Tectdus se
suavizó al ver quién era su visitante—. ¿Ocurre algo? ¿Se ha roto la pieza o...?
—No —dijo la guerrera con una sonrisa—. El trabajo está muy bien. ¿Está Alain?
Tectdus la miró ladeando la cabeza.
—Sí —dijo alargando la palabra, evidentemente desconcertado—. ¿Se trata del
caballo, pues?
—No —dijo Xena de nuevo—. Tranquilo, Tectdus. No es nada malo. Es que me ha
dado la sensación de que le gustaría ver cómo su antigua compañera de juegos cuenta
unas historias. Y... he pensado que se meterían menos con él si entraba conmigo.
El herrero se quedó algo boquiabierto, pero sonrió.
—Ah... eso es muy amable. Quería ir, sí... pero yo...
Xena asintió.
—Lo sé.
Tectdus gruñó como respuesta.
—¡Alain! —llamó—. Tienes visita.
—¿Yo? —se oyó la voz sorprendida del chico, al tiempo que rodeaba cojeando el
marco de la puerta y veía la alta figura de Xena—. Caray. ¡Hola! —Se le iluminaron los
ojos.
—Hola, tú —dijo Xena con humor—. ¿Quieres venir a oír unas buenas historias?
Alain sonrió radiante y miró a Tectdus, quien asintió solemnemente.
—Gracias, papá... —gorjeó el chico y salió apresurado por la puerta para unirse a la
guerrera—. Gracias —le dijo a ella, en voz más baja.
Chochez pura, se burló de sí misma.
—Vamos. —Se dio la vuelta, pero luego se volvió de nuevo hacia Tectdus—. Ah... sí.
No te sorprendas si esta noche recibes otra visita —le dijo, con un brillo risueño en los
ojos que él captó.
Se quedó mirándola desconcertado, luego vio su leve sonrisa y sintió curiosidad. Pero
antes de poder preguntar, ya se había ido, llevándose a Alain a la posada.
—Pero bueno, ¿qué estará tramando? —se dijo a sí mismo—. Ésta sí que tiene mar
de fondo, ya lo creo. —Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, oyó pasos dentro de
la forja y volvió a asomar la cabeza. Y se quedó mirando a la figura alta y delgada cuyo
pelo reflejaba la luz de la luna—. ¿Lennat? —Y entonces se acordó del brillo risueño de
esos ojos tan azules. Que me ahorquen... entonces, ¿lo ha hecho?
—Maestro Tectdus... —dijo Lennat, pasando de la luz de la luna a la de las velas de
su umbral—. Me he enterado de que necesitas un aprendiz.
El herrero se echó a reír y meneó la cabeza.
—Pasa, muchacho. —Y cerró la puerta cuando entraron.
3
Xena guió a Alain por el patio hacia la posada, riendo por lo bajo. Cuando estaban a
punto de pasar por la puerta, vio a una figura conocida que salía de la cuadra.
—Johan —llamó—. Aquí.
—Ah, muchacha. —El hombre mayor la saludó agitando la mano, al tiempo que
agarraba mejor un paquete que llevaba sujeto bajo el otro brazo—. Ahí estás. —Fue
hasta ellos y le entregó el paquete a Xena—. Esto es para ti, y para Gabrielle, por
supuesto. —Le sonrió con picardía.
Xena lo miró risueña al coger el paquete.
—¿Madre te ha enviado para ver cómo estábamos? —En su tono había un amago de
fastidio, pero siguió sonriendo—. Me podría sentir insultada.
Johan la miró chasqueando la lengua.
—Vamos... tiene buena intención, tú lo sabes. —Sonrió y señaló la puerta con la
barbilla—. ¿Vas a entrar? ¿Y quién es éste? —Miró inquisitivo al silencioso Alain.
—Oh. Perdona —replicó Xena—. Alain, éste es Johan.
—Hola —dijo el chico, casi susurrando.
—Hola, muchacho —contestó el comerciante, con una sonrisa—. Hay empanadas en
el paquete. —Dirigió una mirada intencionada a la guerrera—. Tu madre ha dicho que
no dejes de compartir.
Xena puso los ojos en blanco con fingida exasperación.
—¿Que yo no deje de compartir? Vamos. —Suspiró y abrió la puerta.
Dentro estaba todo agradablemente iluminado y muy lleno. Xena, que iba en cabeza,
notó que los ojos se posaban en ella en cuanto pasó por el umbral y no hizo el menor
caso, mientras cruzaba la estancia hacia su mesa preferida, en el rincón del fondo.
Vio a Gabrielle sentada al lado de su madre, con una cara de tensión que se relajó
cuando alzó los ojos y se encontró con la mirada sonriente de Xena. La bardo sonrió a
su vez y hasta Hécuba, que se volvió para ver cuál era la causa de la reacción de su hija,
amagó una sonrisa hacia la guerrera.
Lo cual, pensó Xena, era agradable, porque las miradas que recibía del resto de la
gente sólo se podían describir como... hostiles. Como si no pasara nada, recorrió la
estancia con los ojos y devolvió las miradas más desagradables con una de las suyas,
inyectando un aire de amenaza tensa en la superficie de sus pensamientos, a sabiendas
de que eso también se dejaría notar en su porte. Las miradas se apartaron de ella de
repente, cuando sus dueños encontraron otras cosas que mirar. Cosas menos peligrosas,
sonrió Xena por dentro, y llevó a sus acompañantes a través del gentío hasta la mesa
vacía, donde ella misma ocupó el asiento más retirado, de espaldas a la pared.
Uno de los mozos de la posada se acercó con cautela, pues ya estaba acostumbrado a
Xena tras varios días de estar expuesto a ella. La guerrera lo miró enarcando una ceja y
meneó la cabeza.
—¿Acaso llevo armas encima? ¿Es que parece que me voy a liar a puñetazos con la
gente? —se quejó a Johan—. ¿Qué es lo que me pasa?
Johan se echó hacia atrás en la silla y la contempló con seriedad. Estaba sentada en
una postura relajada, sí, con una bota apoyada en el soporte de la mesa y los antebrazos
en la rodilla. Sin armadura, pero la túnica de cuero que llevaba era oscura y delineaba su
figura esbelta y musculosa de una forma que dejaba poco juego a la imaginación. Su
pelo oscuro estaba echado hacia atrás, dejando que la luz de las velas dibujara fuertes
sombras sobre su rostro de rasgos cincelados. Y luego estaban los ojos, que recogían
incluso esta luz floja y la reflejaban con destellos de fuego pálido.
—Bueno, muchacha... —Le sonrió con ironía—. Llamas la atención, eso sin duda. —
Levantó la vista hacia el camarero—. Cerveza para mí, muchacho. Y para aquí la
señora. —Señaló con la barbilla a Xena, que alzó una ceja sardónica al oír el apelativo
—. ¿Qué servís de comer?
El camarero miró nervioso a Xena y de nuevo a Johan.
—Guiso en tajadas.
Johan miró a Xena, quien se encogió de hombros sin comprometerse.
—Trae tres —dijo—. Y una cerveza pequeña para él. —Indicó a Alain, que estaba
sentado en su silla muy callado, mirando a su alrededor con ojos brillantes.
—Bueno —dijo Johan, en voz baja, cuando el camarero se marchó—. ¿Me vas a
contar qué ha ocurrido? ¿O tengo que volver con Cirene con las manos vacías? —
Alargó la mano y la posó sobre la muñeca de Xena—. He visto las marcas que tiene en
la cara.
Xena respiró hondo y se lo contó. La historia completa, y vio la rabia que iba
llenando sus ojos, como le había ocurrido a ella. Era consciente de que Alain escuchaba
atentamente, con los ojos redondos al oír lo que su padre sólo le había contado al vecino
en susurros.
—Perro —bufó Johan, cuando terminó—. Mira que pegar a una como ella... ¡por los
dioses, Xena!
Xena meneó la cabeza y le tocó la mano para hacerlo callar al ver que Gabrielle se
dirigía hacia ellos. La guerrera sonrió cuando la bardo llegó a la mesa y apoyó las
manos en ella.
—Hola, Johan. Alain... —los saludó Gabrielle—. Hola —añadió, mirando a Xena a
los ojos. Y se perdió en ellos por un largo instante que la llenó de un calor creciente.
—Bonito atuendo —dijo Xena con indolencia, dejando asomar a los labios una
sonrisa de aprecio—. Siempre me ha gustado ese color.
La bardo iba vestida con una túnica de seda de color verde claro, que hacía un bonito
contraste con su pelo dorado rojizo y era casi del color de sus ojos. A juego con un
collar de plata con una piedra que sí que era del mismo color.
—Gracias —contestó alegremente—. Creo que ya va siendo hora de que empiece.
¿Tienes... —sonrió a Xena suavemente—, alguna petición especial?
Xena se rió por lo bajo. Pedirle que no cuente ninguna historia mía no me va a servir
de nada, ¿verdad? No.
—Me gustan todas, Gabrielle. Tú lo sabes.
La bardo sonrió.
—Lo sé. —Y vio la calidez que inundaba los ojos azules del otro lado de la mesa—.
Deséame suerte —bromeó y su mirada quedó capturada de repente por la de Xena, que
la atrajo al interior de su vínculo con una fuerza casi física.
—No necesitas suerte, bardo mía —dijo la voz suave, que llenó sus oídos y se
convirtió, por un instante, en el único sonido que oía—. Así de buena eres. Ahora
demuéstraselo.
Gabrielle asintió y les sonrió a todos ligeramente, luego se volvió y se dirigió a la
parte delantera de la estancia, planeando ya con qué historias iba a empezar, para
romper el hielo de la sala de modo que sus relatos más intensos pudieran causar
impresión.
Empezó con una historia ligera y divertida sobre un estropicio causado por las flechas
de Cupido, lo cual les llamó la atención e hizo que se concentraran en ella, y el humor
desmoronó su fachada de desaprobación, dando paso a una aprobación a regañadientes.
Tengo que conseguir que se olviden de que la que está aquí soy yo. Sólo soy una
bardo... no soy de Potedaia...
A continuación, la historia clásica de Helena de Troya... dejando fuera su punto de
vista personal, pensó sonriendo por dentro. Ahora los estaba atrapando y empezaban a
prestar más atención a la historia que a quien la estaba contando. Estupendo. Un vistazo
rápido al fondo de la sala, donde una sonrisa correspondió a la suya. Concéntrate en la
historia, Gabrielle... Pero su cara devolvió la sonrisa.
Xena paseó la mirada por la sala, observando las expresiones embelesadas de los
aldeanos que concentraban su atención sobre la bardo. Vio que sus rostros perdían la
hostilidad y se relajaban con absorto interés mientras Gabrielle tejía sus relatos a su
alrededor. Y de vez en cuando, la bardo la miraba, por un instante, un simple y rápido
intercambio de calor entre las dos.
Se dejó absorber por las historias, incluso cuando la siguiente que empezó Gabrielle
resultó que trataba de ella, y sólo se dio cuenta periféricamente de las cabezas que se
volvían y de las miradas ahora interesadas y no tan hostiles que se posaban sobre ella. A
veces, pensó con seriedad, oigo estas historias y de verdad es como si trataran de otra
persona... algunas de las cosas que le oigo decir... no es posible que yo haya hecho
eso... ¿verdad? Parece tan imposible.
Gabrielle terminó esa última historia y bebió un largo sorbo de agua, observando a su
público. Ahora estaban totalmente metidos en el asunto, se volvían y susurraban entre sí
mientras ella reposaba la garganta y lanzaban miradas disimuladas al fondo de la sala
donde Xena estaba apoyada en la pared, bebiendo su cerveza y observando a la gente
con los ojos entornados.
Era el momento de contar una más, decidió Gabrielle, puesto que la que tenía en
mente era bastante larga. De modo que tomó aliento y empezó un relato sobre una reina
amazona que intentó llevar la paz a su nación, enfrentándose a una dura oposición... A
los pocos minutos, se atrevió a mirar hacia la mesa del fondo y se encontró con los
atónitos ojos azules y la sonrisa de medio lado que la aguardaban allí. Sorpresa, rió su
mente en un plano distinto a aquel desde el que contaba la historia. Ooh... cómo te he
sorprendido, amiga mía.
Xena escuchó, sonriendo cada vez más mientras Gabrielle tejía la intrincada historia
en torno a sus oyentes, sin revelar en ningún momento que la reina amazona a quien les
estaba enseñando a conocer era ella misma. Sólo lo sabían Johan y ella, puesto que
Johan había oído la historia original en la mesa de su madre aquel día en Anfípolis. Le
tocó el brazo y la miró a los ojos cuando ella lo miró. Ella asintió y luego meneó la
cabeza.
Y la gente se fue echando hacia delante cada vez más, a medida que el peligro se
hacía más evidente, hasta que los tuvo sujetos en las delicadas garras de sus palabras y
los condujo hasta un claro azotado por la lluvia y una ballesta centaura que disparaba
contra un corazón indefenso pero valeroso.
Hasta Xena, que tenía excelentes motivos para saber la respuesta a la pregunta que
pendía en el aire, se descubrió aguantando la respiración. Mira que eres tonta, Xena. Tú
sabes lo que ocurre a continuación. Deberías... puesto que fue tu puñetera mano la que
atrapó esa flecha.
Y cuando Gabrielle continuó y relató aquel rescate en el último momento, todos los
presentes en la sala se volvieron y miraron a Xena durante un largo y silencioso
instante.
—¿Cómo lo hiciste? —gorjeó Alain suavemente, tirándole de la mano—. Eso es
cierto, ¿verdad?
Xena apartó los ojos de los de Gabrielle y agachó la cabeza hacia Alain.
—Sí. Es cierto.
—Caray —susurró él, volviendo a prestar atención a Gabrielle.
Ésta terminó la historia y ahora la gente era suya y empezaron las aclamaciones.
Gabrielle pasó un rato deambulando por la sala, hablando con la gente y contestando
varias preguntas sobre las historias.
Hécuba le dirigió una sonrisa tensa y orgullosa cuando llegó a la mesa donde estaba
sentada su madre.
—Qué historias tan bonitas, Gabrielle —dijo la mujer mayor—. Y las cuentas de una
forma maravillosa.
La bardo sonrió y se arrodilló junto a la mesa.
—Gracias. Tengo mucha práctica. —Sus ojos se iluminaron suavemente—. Y ahí
atrás tengo una amiga que me inspira. —Sus ojos flotaron hasta los de Xena y su sonrisa
aumentó, luego volvió a mirar a Hécuba.
—Esa última historia... —dijo Hécuba, bajando la voz—. ¿De verdad estuviste allí,
durante todo eso? ¿Lo viste todo?
Gabrielle hizo un gran esfuerzo, pero no pudo controlar la sonrisa irónica que se le
formó.
—Mm... sí. Podríamos decir que sí.
Hécuba estaba a punto de seguir presionándola, pero un movimiento les llamó la
atención y cuando se volvieron, vieron a Lila y a Lennat que entraban en la posada, con
aire emocionado.
—Mm... —murmuró Gabrielle—. ¿Qué les pasará?
Xena observaba atentamente desde el otro lado de la sala y entonces vio a Lila
avanzando muy decidida hacia la mesa donde estaban hablando su madre y su hermana.
Lennat iba detrás de ella, con una gran sonrisa en la cara. Ahh... La guerrera se rió por
dentro. He aquí mi recompensa por toda esta tediosa manipulación. Clavó los ojos en el
rostro de Gabrielle y esperó.
Se fijó en las mejillas arreboladas de Lila y en las miradas que lanzaba a Lennat, que
se sentó a la mesa y explicó las cosas con timidez, usando las manos para expresarse.
Lila le puso la mano en el hombro y lo miró con adoración. Luego él alzó su mano,
cogió la de ella, la miró a los ojos y dijo algo que hizo que ella se ruborizara.
Algo que hizo que Hécuba se llevara las manos a las mejillas encantada. Y que hizo
que Gabrielle se pusiera de pie, primero para abrazar a Lila, luego para apoyar las
manos en la mesa y volver la cabeza despacio y encontrarse con los ojos a la espera de
Xena.
Xena notó una sonrisa que le inundaba la cara sin control, mientras absorbía la
mirada indescriptible de adoración y gratitud que veía en los brumosos ojos verdes de la
bardo. Sintió calor por todas partes. Eso... ha hecho que todo el esfuerzo valga la
pena... esa expresión de sus ojos... Haría... dioses... lo que fuera por eso. Por ella. Y
examinó esa inesperada idea con cuidado, descubriendo que era la verdad. Por los
dioses... estoy colada perdida, ¿verdad? Y se rió de sí misma.
Vio que Gabrielle abrazaba a Lila de nuevo, luego hacía un comentario, se volvía y se
encaminaba hacia la mesa de Xena, apartando las manos ansiosas que intentaban
cortarle el paso. Hasta que llegó a la mesa.
—Parece que hemos tenido una noche llena de actividad —comentó, clavando la
mirada en el rostro de Xena—. Lennat ha llegado a un acuerdo de aprendizaje con
Tectdus y le ha pedido a Lila que se case con él.
—Vaya, qué buena noticia —dijo Xena con guasa, sonriendo a la bardo con
indolencia—. ¿Y ella ha aceptado?
Gabrielle se limitó a sonreírle.
Johan se levantó y alargó la mano hacia Alain por encima de la mesa.
—Ven, muchacho, vamos a buscar más cerveza, ¿eh?
—Vale —respondió Alain alegremente, paseando la mirada entre Gabrielle y Xena—.
Tengo sed. —Se levantó, cogió la mano de Johan y lo siguió hacia la parte delantera de
la posada, donde había grupitos de aldeanos congregados, charlando.
—Qué sutil es —sonrió Gabrielle, al tiempo que rodeaba la mesa y se acuclillaba
junto a la silla de Xena, colocando una mano en el muslo de la guerrera para sujetarse.
Durante unos momentos, observó en silencio el rostro de la mujer más alta. Luego—:
Gracias —dijo suavemente.
Xena levantó la mano que tenía apoyada en el brazo de la silla y rozó con los dedos la
mejilla de la bardo.
—Me alegro de que todo haya salido bien —fue su respuesta tranquila y como sin
darle importancia—. La verdad es que no he hecho gran cosa —añadió, encogiéndose
ligeramente de hombros.
—No —respondió Gabrielle, mirándola con sorprendente intensidad—. No... no
digas eso... Xena... acabas de cambiarles la vida... de un modo que es importantísimo
para ellos. —Hizo una pausa y alzó la mano, entrelazando los dedos con los de Xena—.
Y más que importantísimo para mí.
Sus ojos se encontraron y por un instante, la sala desapareció, dejándolas aisladas la
una en la otra.
—No sé cómo te voy a compensar por esto —dijo Gabrielle medio en broma, luego
se calló cuando la mano de Xena le tocó los labios, deteniéndolos.
—Oh, no, bardo mía —La voz de Xena se hizo más suave y profunda—. Lo he hecho
libremente, eso ya lo sabes. Entre tú y yo, no se habla de deudas ni pagos, ni ahora ni
nunca.
Gabrielle cerró los ojos y sonrió y dejó que sus labios rozaran suavemente los dedos
de la guerrera.
—Lo sé.
Xena soltó aliento.
—Bonitas historias, por cierto. La última me ha encantado. —Sus ojos soltaron un
destello risueño—. Menuda sorpresa... no sabía que la habías terminado.
—Seguí tu idea... ¿tú crees que alguien se habrá dado cuenta? —preguntó la bardo,
riendo ligeramente—. Ha funcionado muy bien... ¿te fijaste en sus caras cuando les
conté lo de la flecha?
—Mm... sí —respondió Xena con una sonrisa sardónica—. Me fijé en sus caras,
porque todos se volvieron para mirarme. —Apretó los dedos que seguían entrelazados
con los suyos—. Buen trabajo, Gabrielle. Creo que los has conmovido.
Gabrielle asintió levemente.
—Sí... creo que sí... me ha dado mucho gusto. —Se le quebró un poco la voz y
carraspeó con una mueca—. Aunque creo que me va a pasar factura... ay. Normalmente
intento utilizar la respiración cuando tengo que hablar así, pero... —Hizo una ligera
mueca de dolor y se tocó las costillas con la mano—. Todavía me duele un poco,
supongo.
—Oh... creo que puedo prepararte algo para eso —rió Xena—. Me parece recordar
que el otro día te gustó esa mezcla de menta y miel. —Y añadió con más seriedad—: Y
te volveré a vendar esas costillas. —Posó una mano cálida en el costado de la bardo.
—Mmm... —asintió la bardo—. Vale... estoy de acuerdo. Deja que vaya a hablar un
rato con madre y Lila... de hecho, ven, creo que Lila quería hablar contigo. —Sus ojos
soltaron chispas risueñas—. ¿Prometes no poner caras raras si te abraza?
La respuesta fue una ceja bruscamente enarcada.
—Veré qué puedo hacer. —Su tono era levemente burlón, pero se levantó, izando a
Gabrielle con ella aprovechando que tenían las manos entrelazadas—. Vamos.
Fueron donde Gabrielle había dejado a su familia y Xena fue objeto de miradas de
desconfianza, aunque no totalmente hostiles, mientras cruzaban la sala. Era una mejora,
pensó, apoyando un antebrazo en el hombro de Gabrielle con informalidad cuando se
detuvieron junto a la mesa.
—Tengo entendido que hay que felicitar a alguien —dijo con guasa, sonriendo a Lila
ligeramente.
La muchacha morena le sonrió a su vez, pensativa. Lila había estado observando a
Gabrielle por el rabillo del ojo desde que su hermana se dirigió al fondo de la sala,
después de que ella impartiera su feliz noticia y viera la mirada que Gabrielle lanzó a la
guerrera. Encontrará un modo, ¿no fue eso lo que dijo su hermana?
Lila meneó la cabeza por dentro. Gabrielle no había albergado la más mínima duda...
y ahora aquí estaba ella, prometida a Lennat y él a punto de convertirse en herrero. Ha
sido magia, pensó, tal y como dijo Lennat cuando entró en su casa y, con seriedad, con
cortesía, cayó sobre una rodilla con gesto humilde y la pidió a su padre en matrimonio.
Qué romántico... Lila suspiró.
Su padre se negó de malos modos a darle una dote... y la respuesta de Lennat fue
perfecta... ¡perfecta! Nada salvo su camisa, señor, dijo, y con eso no tiene precio. Y
Herodoto asintió despacio con la cabeza, dando su acuerdo. Nunca había sentido un
momento de dulzura mayor, y ahora contemplaba a la persona que, por medios que ella
no comprendía, le había dado ese momento.
Sin esperar nada a cambio, dada la hostilidad que la rodeaba y que mantenía a raya
con el escudo de su mirada distante y fría que ahora los observaba a todos.
Impulsivamente, Lila rodeó el borde de la mesa y la abrazó, esperando al hacerlo no
estar a punto de recibir un golpe que la lanzara al otro lado de la sala. Medio se lo
esperaba, en realidad, y se tensó preparándose para ello... pero Xena, con aire divertido,
la rodeó con sus largos brazos y le devolvió el abrazo.
No se parecía en nada a lo que se esperaba, pensó Lila más tarde. Era como ser una
niña y que alguien mucho más grande y muchísimo más fuerte la sostuviera en sus
brazos. Era esa clase de sensación, que la inundó con una acometida de calor que la
atravesó de parte a parte, hasta que la guerrera le dio una palmadita y la soltó.
—Sé lo que has hecho —logró susurrar Lila, antes de apartarse—. Jamás lo olvidaré.
La respuesta fue una sonrisa de medio lado y un ligero encogimiento de hombros.
—De nada —replicó Xena, intercambiando una breve mirada cómplice con Gabrielle
—. Nos vemos dentro de nada —añadió, saludándolos a todos con la cabeza, tras lo cual
se dirigió a las escaleras del fondo, deslizándose a través del gentío con sinuosa
agilidad, y subió las escaleras con un destello de cuero oscuro y hombros musculosos.
Consciente, sin duda, de que los ojos de toda la sala la estaban mirando.
No era nada evidente, pensó entonces Lila, lo que indicaba el afecto entre su hermana
y Xena. Pero sí eran los pequeños detalles: la forma en que los ojos de Gabrielle la
seguían casi inconscientemente, y el levísimo movimiento de sus labios cuando sus
miradas se cruzaban, y las caricias casuales entre ellas que parecían totalmente normales
entre dos amigas íntimas, hasta que uno advertía que Xena no permitía que nadie más,
por muy bien que le cayera, insinuara siquiera tomarse semejantes libertades con su
persona. O hasta que uno se fijaba en lo pegadas que estaban siempre la una a la otra, en
marcado contraste con la distancia que ambas mantenían con el resto del mundo. No
había barreras entre ellas, y Lila, que acababa de reconocer eso mismo en su propia
relación con Lennat, se sonrió por dentro. Por los dioses... no me lo puedo creer... están
enamoradas la una de la otra, igual que nosotros. Observó el rostro de Gabrielle y se
fijó en el suave resplandor de sus brumosos ojos verdes. Por Zeus... ¿ése es el aspecto
que tengo yo cuando miro a Lennat?
—Lila, tenemos que organizar muchas cosas —comentó Hécuba, visiblemente
encantada. Miró a Gabrielle, que estaba apoyada en la mesa—. Gabrielle... ¿te vas a
quedar para la boda? —En sus ojos había una expresión esperanzada, contra la cual su
hija no tenía defensa alguna.
—Tienes que hacerlo. —Lila la agarró del brazo con entusiasmo—. Tienes que ser mi
dama de honor... por favor, Gabrielle, di que sí.
La bardo las miró con una sonrisa desconcertada. ¿Y cuándo he pasado de ser
alguien a quien se le decía lo que tenía que hacer a alguien a quien se le piden las
cosas con cortesía? El repentino respeto le parecía fuera de lugar, viniendo de unas
personas de las que había llegado a esperar mucho menos.
—Claro que me quedo, Lila. ¿Cómo me iba a perder tu boda?
Hécuba se levantó y le dio a Gabrielle una palmadita en el brazo.
—Me ha gustado mucho escucharte, hija. —Sus ojos observaron su rostro con
repentina severidad—. Pareces cansada, lo cual no me extraña después de esa actuación.
Ve a descansar un poco.
—Sí —prometió Gabrielle—. Os veo mañana —añadió, tras lo cual los abrazó a los
tres y subió a su habitación.
Xena estaba echando agua caliente en las aromáticas hierbas cuando ella abrió la
puerta y eso inundó la estancia de un olor maravilloso, que Gabrielle aspiró con un
suspiro de aprecio.
—Por los dioses, eso huele fantástico —comentó la bardo, esperando a que la
guerrera terminara de echar el agua y dejara la tetera, momento en el que se acercó y
rodeó a la mujer más alta con los brazos, apretando con todas sus fuerzas.
—Oye... —rió Xena—. ¿A qué viene esto?
—Por nada... por todo... —Se le quebró la voz—. Porque sí.
—Oh —replicó Xena, suavemente, acercándosela aún más, hasta que las dos notaron
sus cuerpos totalmente pegados el uno al otro—. ¿Mejor?
—Sí —fue la apagada respuesta—. Si se nos ocurriera un modo de embotellar esta
sensación... nos podríamos retirar a un palacio, ¿sabes?
Xena miró a la bardo con cariño.
—Esto no se puede comprar ni con todos los dinares del mundo, Gabrielle. —Oh... y
además vale hasta el último de ellos—. Pero tú tienes que meterte esto por la garganta,
o mañana lo vas a lamentar.
De mala gana, la bardo la soltó y se sentó a la mesa, rodeando con las manos la taza
que había preparado Xena.
—Mm... vale. Al menos sabe bien. —Sonrió a Xena con aire ladino—. Hablando de
lo cual, me he fijado en que no has tocado la cena. —Posó en Xena una mirada
acusadora.
—Pues no —confirmó la guerrera—. Le he dado un poquito a Ares. —Señaló al
lobezno dormido—. A él parece que le ha gustado, pero yo lo probé... —Hizo una
mueca—. Malísimo. —Entonces sonrió—. Sin embargo...
—¿Sí? —la instó Gabrielle, ladeando la cabeza.
Un ligero gesto indicó el paquete depositado en un extremo de la mesa.
—Eso podría resultar más comestible.
Con una sonrisa, la bardo se acercó el paquete envuelto, deshizo el envoltorio con
cuidado y se echó a reír al ver el contenido.
—Oh, sí —asintió al instante, sacando una gran empanada y pasándosela a Xena—.
La cena. Come. —Luego cogió una para sí misma y se recostó en la silla con expresión
satisfecha.
—Bueno... —farfulló Xena con la boca llena. Oh, dioses... qué rico está... será mejor
que esconda el resto de lo que hay en ese paquete o voy a tener serios problemas—.
Desde luego, está mejor que ese guiso.
—Ya —asintió Gabrielle, alternando bocados con sorbos de su infusión—. Toma. —
Le pasó a Xena una segunda empanada y cogió otra para sí misma. Miró a la guerrera
con severidad al ver que dudaba—. Escucha, da la casualidad de que sé que lo único que
has comido hoy para almorzar es un bocado de una empanadilla de carne y que la mayor
parte de tu desayuno ha sido para esa maquinita de comer con patas que está ahí abajo.
—Advirtió la sonrisa divertida de Xena que solía indicar que había ganado una
discusión—. Y si yo no cuido de ti, ¿quién lo va a hacer?
Xena se limitó a sonreír y se comió la segunda empanada. Tiene razón. Además, no
me puedo resistir a estas malditas cosas y ella lo sabe. Se limpió los dedos cuando
terminó y luego miró a la bardo enarcando una ceja.
—Deja que me ocupe de esas costillas, ¿vale?
Gabrielle asintió, se levantó, se quitó la túnica, que dejó encima de la silla, y se puso
una amplia camisa de dormir que se dejó desabrochada, luego se volvió de cara a Xena
mientras ésta sacaba un tarrito de aceite de su botiquín y lo abría.
—Maldición —suspiró la guerrera, frotando delicadamente con el aceite las
contusiones que contrastaban llamativamente con la piel bronceada de la bardo—. Te
debe de doler.
Gabrielle le sonrió.
—No cuando haces eso —comentó y la respuesta fue una ceja enarcada con
indolencia.
—Ah, ¿en serio? —fue la risueña pregunta.
—Sí, en serio —contestó la bardo, acercándose más y moviendo las manos
ligeramente por la figura cubierta de tela de Xena.
—Fíjate qué cosas... —Tras una profunda carcajada que Gabrielle notó en la yema de
los dedos.
—Sí, sabes... —El murmullo de su respuesta quedó interrumpido eficazmente por los
labios de Xena—. Olvídalo... —añadió con la respiración entrecortada, y volvió por
más. Sintió que la levantaban en brazos como a una niña y entonces se acurrucó con
Xena encima del blando edredón que cubría la cama, con las manos libres para explorar.
Gabrielle se permitió cobrar consciencia poco a poco, pasando del sueño a la cálida
seguridad del abrazo de Xena con una sensación de placer exuberante. Mmm... no me
extraña que últimamente no me haya importado despertarme. ¿A quién le importaría
despertarse con esto? A mí no... para nada... no... bardo feliz. Siguió con los ojos
cerrados y se quedó flotando un rato. Bueno... así que Lila se va a casar, reflexionó su
mente adormilada. Es estupendo... ¿cuánto faltará para que me convierta en tía? Sonrió
por dentro. Seguro que no mucho... Lila siempre ha querido hijos. Su buen humor se
disipó. Maldita sea... me quiero quedar para su boda... pero... no sé si puedo... tendré
que entrar en esa casa y volver a verlo... y no creo que...
Se estremeció sin querer y notó que los brazos de Xena la estrechaban al instante,
pegándolas más la una a la otra. Gabrielle abrió los ojos y se encontró con la mirada
bien despierta de la guerrera.
—Hola... —dijo, parpadeando—. ¿Llevas mucho despierta? —preguntó, con una
sonrisa burlona.
Xena asintió y sonrió a su vez.
—Sí —dijo riendo—. Despierta y recreándome en un vergonzoso ataque de pura
holgazanería, de hecho.
—Oh —respondió la bardo—. Podrías haberme despertado... no me habría
importado.
Xena se encogió de hombros.
—Qué va... estabas muy dormida... pero, ¿y ese estremecimiento de ahora? Sé que
para eso tenías que estar despierta. —Sus ojos se endurecieron y se fijaron atentos en el
rostro de Gabrielle.
Gabrielle bajó la mirada y se concentró en cambio en la clavícula de Xena, dejando
que sus dedos dibujaran distraídos la amplia distancia de un hombro a otro.
—Le prometí a Lila que me quedaría para la boda. —Suspiró. Y vio cómo los gruesos
músculos de ambos lados del cuello de Xena se encogían levemente.
—Eso ya me lo imaginaba, Gabrielle. Así que, ¿cuál es el problema? —retumbó la
voz de Xena en sus oídos.
La bardo guardó silencio largo rato, intentando encontrar una forma de expresar lo
que sentía. Por fin, miró a Xena, que aguardaba pacientemente.
—Cada vez que pienso en... verlo... o hablar con él... Xena, me... —Tragó con
dificultad—. No puedo. —Hundió la cara en el hombro de Xena—. Me entra una...
sensación horrible y asquerosa cuando lo pienso.
Xena soltó aliento al tiempo que fruncía el ceño pensativa.
—¿Tienes... tienes miedo de que te vaya a volver a hacer daño? —preguntó, con
cuidado, tanteando el terreno.
Un largo silencio.
—Pues... no... no sé de qué tengo miedo, Xena. Sólo que lo tengo —susurró por fin
—. Quiero esconderme de él.
—Ya le has hecho frente —dijo Xena, despacio, dando vueltas a mil ideas.
—Sí, lo sé —fue la respuesta—. Pero ahora... me siento como cuando era pequeña...
tal vez cuando él... no sé... me lo hizo recordar todo... Xena, he prometido ser la dama
de honor de Lila... y no sé si puedo hacerlo. —Empezó a temblar—. Lo sssssiento —
balbuceó—. No quería cargarte con todo esto. Ya has movido una montaña para llegar
hasta aquí.
Xena le acarició el pelo con ternura.
—Gabrielle, no me estás cargando con nada. Si tienes un problema... pues también es
mi problema. ¿Te enteras?
—Sí —fue la respuesta apagada y apenas audible.
—¿Quieres que vaya allí... a la casa... contigo? —preguntó la guerrera.
Gabrielle alzó la cabeza y la movió negativamente.
—No... no... Xena... te odia... te...
Xena cogió la cara de la bardo entre sus manos y la miró a los ojos.
—¿Qué haría, Gabrielle? ¿Qué podría hacerme a mí? —Una mirada intensa—. A mí,
Gabrielle... recuerda quién soy, ¿vale?
Los brumosos ojos verdes la miraron parpadeando confusos. Las pesadillas de una
niña combatían con su lógica de adulta mientras los crudos recuerdos de una figura alta
y amenazadora que se cernía sobre ella empezaban a inundarle la mente.
—Es... tan fuerte... y... te hará... te hará daño... no puedo...
—No. —La voz de Xena encerraba una fuerte convicción—. Gabrielle... escúchame.
Escucha —repitió—. Tú eras sólo una niña entonces... ahora mismo lo estás viendo a
través de los ojos de una niña. —Una pausa—. No puede hacerme daño, Gabrielle... tú
lo sabes. Me conoces. —Poco a poco, el raciocinio regresaba a los ojos de la bardo—. Y
no voy a permitir... no voy a permitir que te haga daño. ¿Me oyes?
Por un instante, los ojos que la miraban fueron los de una niña pequeña y asustada,
luego Gabrielle respiró hondo, cerró y volvió a abrir los párpados, al parecer con un
gran esfuerzo, y tragó con dificultad.
—Te oigo... —respondió con tono apagado—. Dioses. Lo siento...
—Deja de disculparte —replicó Xena—. No es culpa tuya, Gabrielle. —Notó que su
corazón empezaba a recuperar su ritmo normal tras el doloroso galope que había
experimentado—. Todo va a ir bien. Te lo prometo...
Gabrielle soltó un largo suspiro.
—Gracias —replicó, apoyando de nuevo la cabeza en el hombro de Xena y rodeando
una vez más a la guerrera con el brazo—. Lo siento... uuy... quiero decir... ni siquiera te
he preguntado si querías quedarte para esto de la boda... —Dudó y siguió adelante—:
Puedes... marcharte... si quieres.
Xena soltó un resoplido.
—¿Y perderme una gran fiesta donde nadie me soporta? Jamás en la vida, bardo mía.
Aquí me tienes pegada y vas a tener que aguantarte.
La bardo la miró y sonrió un poquito.
—¿Te apetece una comida campestre?
Xena se la quedó mirando desconcertada.
—¿Cómo dices?
Gabrielle bajó la mirada y la volvió a levantar.
—Me gustaría... ir al claro donde nos encontraron los tratantes de esclavos... y
recordar ese día. Y me gustaría hacerlo contigo. Así que... ¿te apetece una comida
campestre?
—Oh —fue la respuesta—. Claro... me encantaría.
Se miraron y sonrieron.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —suspiró Xena, azuzándose a sí misma
—. ¿Cuándo es esta boda, por cierto?
—Ahhhh... —La bardo frunció el ceño—. Mm... dentro de tres días. Con la luna de la
cosecha.
—Un buen augurio —rió Xena—. Lila quiere hijos, ¿eh?
Lila se pasó por allí cuando ya se habían vestido y comido algo que Xena le compró a
un vendedor del mercado después de examinar lo que se estaba preparando en la cocina
de la posada.
—Ni se te ocurra entrar allí —le comentó a Gabrielle con un murmullo, cuando
volvió a entrar por la ventana y sorprendió a la bardo con un par de empanadillas de
carne de las que se había estado comiendo ella el día anterior.
—¿Y tú qué? —preguntó Gabrielle, dando golpecitos con un pie y frunciendo el
ceño.
—Ya he comido lo mío —replicó Xena, con una sonrisa—. He traído esto para Ares
—añadió, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, y le dio al ansioso lobezno un
puñado de tiras de carne cruda.
—¡Ruu! —chilló él muy contento, y se puso a comer con entusiasmo.
Xena se rió y se quedó mirándolo un momento, y luego miró a Gabrielle.
—¿Qué? —preguntó, al ver la cara seria de la bardo.
—Nada —respondió Gabrielle, sentándose a la mesa, donde se terminó las
empanadillas de carne sin decir nada más, observando distraída mientras Xena jugaba
con Ares.
Lila llamó a la puerta poco después y asomó la cabeza, con la cara más animada que
de costumbre.
—¡Buenos días! —les sonrió.
Ellas le sonrieron a su vez.
—Supongo que lo son —dijo Xena con guasa, desde el suelo, donde estaba
relajadamente estirada al lado del lobezno.
—Siéntate. —Gabrielle le indicó una silla y luego siguió escribiendo en un
pergamino que tenía delante—. ¿Cómo van los planes?
Lila se sentó y suspiró.
—Bueno, van bien... padre se puso furioso al enterarse de que te había pedido que
seas mi dama de honor. —Las dos hermanas se miraron—. Pero madre consiguió
calmarlo por fin. —Echó un vistazo a Xena—. No he tenido agallas para preguntarle...
La guerrera la miró enarcando una ceja.
—Da igual... —contestó con seriedad—. Si Gabrielle va, ahí estaré.
—Se va a... —Lila se calló y miró a Xena ladeando la cabeza—. En fin, le va a dar un
ataque, pero tampoco es que te pueda hacer gran cosa, ¿no? —dijo pensativa—. Yo
quiero que estés —terminó, mirando a la guerrera de frente.
Xena la observó con cierta diversión. Vaya cambio, se dijo. Miró de refilón a
Gabrielle, que guardaba silencio y había dejado de escribir por el momento. Mientras
Xena la miraba, se recompuso visiblemente y, respirando hondo, continuó escribiendo.
La guerrera sintió una súbita acometida de compasión por ella.
—Gracias por invitarme —le dijo a Lila.
Gabrielle intentaba conseguir que lo que decía Lila le resbalara y no escuchar.
Respiró hondo y siguió anotando sus ideas sobre su última aventura, usando las palabras
para mantener a raya su miedo intranquilo. Cuando se esforzaba por encontrar los
términos descriptivos adecuados, sintió que la inundaba una sensación de calor. Volvió
la cabeza, vio los ojos azules de Xena clavados en ella y cayó en la cuenta de dónde
procedía ese calor. Caray... dijo su mente, distrayéndose. Eso funciona de verdad...
Increíble...
—Bueno —decía Lila—. Tienes que conseguir algo adecuado... no me mires así,
Bri... recuerda que es una boda. Algo adecuado que ponerte... madre dice que te
acompañará a la costurera esta mañana. —Hizo una pausa—. Tenemos algunos de tus
antiguos vestidos... pero te los van a tener que adaptar —dijo, con un brillo risueño en
los ojos.
Gabrielle soltó un leve suspiro. Maldición... Odio que me tomen medidas para
hacerme vestidos. Ella lo sabe... Seguro que Xena me está mirando con sorna. Echó un
vistazo. Pues sí.
—Deja de sonreír —advirtió y dirigió una mirada aviesa a Lila—. Sólo por ti, Lila...
quiero que lo sepas.
La muchacha morena sonrió.
—Sabía que podía contar contigo.
La bardo sonrió de repente con picardía.
—Oye... —Se volvió y miró a Xena con ojos traviesos—. Puedes acompañarnos.
Al oír eso, ambas cejas se alzaron de golpe.
—¿Para que la costurera se ponga tan nerviosa que te pinche por todas partes con los
alfileres? —fue la respuesta—. No me parece buena idea.
—¿Por favor? —dijo la bardo, inclinando la cabeza. Vio el ligero mohín que hacía
Xena con la boca y que significaba que estaba a punto de ceder—. Si vas tú... seguro
que no me echan un sermón.
Ahora el mohín se transformó en una sonrisa plena.
—Bueno, está bien —contestó Xena con humor—. Venga... en marcha. —Se puso en
pie con un movimiento ágil, se sacudió el polvo y fue hacia la puerta. Gabrielle y Lila se
miraron y la siguieron.
Hécuba se quedó... sorprendida por la persona que se había añadido a su expedición
de compras, pero no dijo nada y se limitó a saludar a Xena con la cabeza.
—Vamos pues —dijo—. Lila, tienes que ocuparte de...
—Ya lo sé —suspiró Lila, y las saludó agitando la mano—. Os veo más tarde.
Caminaron en silencio unos minutos y luego Hécuba indicó la tela que llevaba
doblada sobre el brazo izquierdo.
—He elegido dos que me parece recordar que te gustaban.
Gabrielle examinó lo que había elegido y suspiró por dentro. En realidad no le
gustaba ninguno de los dos... pero por otro lado, ninguno de los otros habría sido mejor.
—Me sorprende que los hayas guardado —comentó, riendo ligeramente.
—No conviene nunca tirar las cosas —replicó su madre—. Siempre hemos pensado...
—Dejó de hablar y miró a Gabrielle de reojo—. Yo siempre he tenido la esperanza de
que volvieras —terminó, posando los ojos en el horizonte.
La bardo suspiró.
—Lo sé —contestó y notó un levísimo roce de dedos en la espalda que la tranquilizó
un poco—. Os echo de menos a ti y a Lila... pero... —Sonrió a Hécuba—. Me...
encanta... la vida que llevo... —Y la persona que la comparte—. Y también las cosas
que veo y hago... —Y eso lo dijo tanto para la figura silenciosa que caminaba a su lado
como para su madre—. Soy muy feliz.
Hécuba frunció los labios y dirigió una sonrisa irónica a su hija.
—Eso ya lo veo, Gabrielle. —Y ahora su mirada las abarcó a las dos—. No
comprendo mucho de cómo es vuestra vida, pero... se me alegra el corazón al ver la
felicidad que te produce. —Tomó aliento—. Ya hemos llegado —comentó, cuando
llegaron a la casita que tenían delante—. ¿Hay alguno que prefieras...? —Le mostró la
tela a Gabrielle.
La bardo dudó, estudiando los dos colores. Entonces una voz grave le hizo cosquillas
en la oreja.
—El gris —fue el consejo de Xena, en un tono tan bajo que ni siquiera Hécuba logró
oírlo.
—Mmm... éste, creo —contestó Gabrielle, eligiendo el vestido de color gris oscuro
en lugar del lavanda—. Seguro que hay que ajustarlo menos. Me estaba bastante
estrecho antes de que me fuera. —Y recordó la última vez que se lo puso... el baile de la
cosecha, cuando Agtes la llevó a la fuerza detrás del granero grande y Pérdicas los
encontró. Lucharon... Gabrielle hizo una mueca al recordar la paliza que se llevó el
bondadoso Pérdicas por ella. No se había puesto el vestido desde entonces... pero le
quedaba bien, en aquella época, y tal vez ya iba siendo hora.
Hécuba asintió mostrando su acuerdo.
—Eso es cierto —dijo y abrió la puerta, haciéndoles un gesto para que pasaran
delante de ella.
La costurera, una mujer bajita y nerviosa de pelo rojo y tristes ojos azules, se puso a
hablar sin parar desde el momento en que entraron, aunque sí se detuvo varios segundos
para mirar parpadeando a Xena, quien la miró a su vez y se puso cómoda en un pequeño
banco del fondo de la estancia.
—Oh, cielos —comentó—. Pero qué chica tan grande, ¿no? —Lo cual hizo reír a
Gabrielle y resoplar con sorna a la guerrera.
Gabrielle seguía riendo por lo bajo por el comentario cuando se puso el vestido por
encima de la cabeza y dejó que los pliegues cayeran a su alrededor, tras lo cual enarcó
una ceja al ver cómo le quedaba.
—Vaya, vaya... —refunfuñó la costurera, juntando la tela que sobraba—. Vamos a
tener que meter por aquí, ya lo creo, y también por aquí.
La bardo se miró sin entusiasmo en el espejo e intentó pensar en otras cosas mientras
las dos mujeres toqueteaban y se ajetreaban con la tela, hasta que por fin se quedaron
satisfechas con el arreglo. Bueno... no está mal, pensó suspirando por dentro al observar
el resultado en el espejo. El gris del vestido hacía un bonito contraste con el dorado
rojizo de su pelo, al menos, y el corte bajo del escote estaba... bien, pero... Suspiró y
volvió a mirarse en el espejo y esta vez vio en el reflejo la sonrisa encantada de Xena y
la expresión de placer de sus relucientes ojos azules.
Y sonrió, sintiendo el inicio de un rubor sobre el que no tenía el menor control. Por
suerte, su madre y la costurera seguían demasiado ocupadas con los alfileres para
advertirlo. Con timidez, levantó la mirada y se encontró con los ojos de Xena y sintió
que se animaba al asimilar la admiración de esa mirada.
—Así está bien —le dijo a la costurera, que aguardaba expectante—. Está estupendo.
Hécuba asintió.
—Servirá —afirmó y ayudó a su hija a quitarse la prenda con cuidado para no hacer
saltar todos los alfileres de hueso por la casa—. Bueno, no ha sido para tanto, ¿verdad?
—Examinó a su hija mientras ésta se abrochaba la túnica.
—No —contestó Gabrielle, riendo un poco—. En absoluto. —Para empezar, mi
actitud hacia ese vestido ha cambiado por completo, reflexionó, con una sonrisa.
—Te va a quedar muy bien. —Hécuba se volvió y miró a Xena—. ¿No te parece?
Los labios de Xena esbozaron una sonrisa.
—Muy bien —asintió solemnemente, al tiempo que se levantaba y se acercaba donde
estaba Gabrielle, dirigiendo una mirada divertida a la costurera, que se apartó nerviosa
de su camino.
Hécuba se unió a la menuda mujer junto al banco de trabajo y las dos se pusieron a
cuchichear, mientras Xena y Gabrielle se quedaban la una al lado de la otra esperando.
—Sabes... —dijo Xena con tono de guasa, en voz baja—. Lila se va a enfadar mucho
contigo.
Gabrielle arrugó el entrecejo y se volvió para mirar a su compañera.
—¿Qué? —susurró, lanzando una mirada rápida a su madre.
—Sí... no está bien que la dama de honor eclipse a la novia. Es de mal gusto —fue la
risueña respuesta.
—Oh, venga ya, Xena —resopló la bardo, dándole un manotazo en el estómago—.
Haz el favor.
Xena se quedó callada y la miró largamente.
—Hazte un favor a ti misma, Gabrielle. Yo no hago cumplidos a la ligera. Estás
preciosa con ese vestido.
Gabrielle tomó aire para responder, luego lo volvió a tomar y por fin cerró la boca y
se quedó mirando al suelo, con, estaba segura, la sonrisa más estúpida del mundo en la
cara.
Xena se echó a reír suavemente y le revolvió el pelo.
—Bueno, aquí ya hemos terminado —dijo Hécuba, con un suspiro, y se reunió con
ellas—. Gabrielle, ¿estás bien?
—Bien, bien, gracias. Sí —dijo la bardo, asintiendo con la cabeza—. Vámonos.
Una vez fuera, Hécuba se sacudió las manos y asintió con energía.
—Eso ya está hecho. Ahora tengo que ocuparme de otras cosas... —Se quedó callada
y las tres vieron a Herodoto, que venía en su dirección.
Gabrielle sintió que se le ponía un nudo conocido en el estómago, al ver los tics de
rabia en su rostro. Se le aceleró el corazón, con una reacción irracional que hizo que le
temblaran las piernas y le faltara el aliento. Por los dioses... gritó su mente, al borde del
pánico.
Y entonces ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Una mano se posó sobre su
hombro y trajo consigo una sensación de seguridad que empezó a deshacer su pánico.
Luego sus ojos, clavados en el rostro de su padre, vieron en él algo increíble. Miedo.
Durante unos segundos de pasmo, lo miró parpadeando. ¿Qué...? ¿De qué puede tener
miedo? ¿Qué ha...?
—Ven —gruñó Herodoto, a varios pasos de distancia, haciéndole un gesto seco y
furioso a Hécuba. Pero sus ojos se apartaron de ellas y no se volvió a mirar cuando
cruzaron la plaza, mientras aferraba con la mano el brazo de Hécuba.
—¿Estás bien? —murmuró Xena, mirándola a la cara con cierta preocupación.
—Sí —respondió la bardo, un poco desconcertada—. Estoy... ¿Pero por qué tenía esa
cara? —Siguió el leve tirón de Xena hacia la plaza—. Nunca he visto... ¿qué...? ¿Tú has
visto qué era lo que estaba mirando?
Xena dudó y luego se encogió de hombros.
—A mí. —Menos mal, probablemente, que tampoco ha visto bien mi cara. Seguro
que no era muy agradable.
—¿A ti? —respondió Gabrielle pensativa, sintiendo que su miedo se iba disipando.
Xena. Claro que tenía miedo de ella. ¿No se lo tiene todo el mundo? ¿Por qué iba a ser
mi padre una excepción...?
—Sí —confirmó Xena—. Escucha, voy a ver cómo está Argo. ¿Tú vas a conseguir...
—sonrió—, provisiones para la comida campestre?
—Por supuesto —respondió la bardo con un brillo risueño en los ojos—. Te veo en la
cuadra. —Se encaminó hacia la zona del mercado, elaborando una pequeña lista mental
de las cosas que quería.
No tardó mucho, sólo tres paradas, y ya tenía lo que quería, todo bien empaquetado
en un fardo que llevaba debajo del brazo. De algo sirve pasar todos los días durante
dos años con una persona, pensó. Desde luego, aprendes lo que le gusta y lo que no. Y
los gustos de Xena y de ella eran sorprendentemente parecidos, en realidad. Lo cual,
pensó con humor, venía muy bien, o el tema de las comidas habría podido ser espinoso.
Rodeó el último edificio del borde de la plaza, de camino a la cuadra. Y se detuvo, al
ver lo que tenía delante. Agtes y sus amigos. Sonrientes.
—Vaya, vaya... ¿qué tenemos aquí? Es la pequeña Bri —dijo Agtes con una sonrisa
burlona.
—Hola, Agtes —contestó Gabrielle, con tono apagado. ¿Y ahora qué? Por los
dioses... Pero Agtes no era su padre... y a cosas peores se había tenido que enfrentar en
sus viajes. Ahora no sentía pánico... sólo una rabia en lenta ebullición que notaba cómo
iba en aumento—. Disculpa —dijo, pasando a su lado.
—Ah... no tan rápido —dijo Agtes riendo y la agarró del brazo—. Hace tiempo que
no te veo, Bri... Tengo entendido que has estado dando tumbos por ahí con esa ex señora
de la guerra... amiga... tuya. —Se acercó más a ella—. ¿Te hace... feliz... Bri? —Sus
amigos se echaron a reír.
Gabrielle consideró y descartó una serie de opciones distintas antes de decidirse por
una respuesta.
—Mucho —dijo despacio, sonriéndole de forma inesperada—. Ahora, si me
disculpas. —Gozó de su cara de pasmo cuando se escurrió a su lado y siguió
caminando.
—Oye... —gruñó él y se lanzó sobre ella, agarrándola del hombro y dándole un tirón
para volverla de cara a él.
La bardo dejó que el impulso le diera la vuelta del todo y entonces le atizó en la
mandíbula con el codo, notó el impacto del contacto y vio cómo se le iba la cabeza
hacia atrás. Él se tambaleó, parpadeando, y ella continuó con una patada en la
entrepierna, que lo derribó con un grito brusco.
Se hizo el silencio, mientras los demás chicos la miraban. Ella los miró a su vez y se
sacudió el polvo.
—Bueno, lo digo de nuevo. Si me disculpáis. —Pasó a su lado, luego se detuvo y se
volvió—. ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer que incordiar a la gente? A ver si os
buscáis un trabajo. —Y siguió caminando, meneando la cabeza—. Cretinos.
Abrió la puerta de la cuadra y se detuvo, al oír un murmullo de voces dentro.
Entonces alguien la llamó por su nombre y se adentró en el edificio mal iluminado,
donde vio a Xena al lado de Argo hablando con Lila.
—¿Qué ocurre? —preguntó, al ver el rostro surcado de lágrimas de Lila y la ceñuda
expresión de Xena.
—Oh... Bri... —exclamó Lila, alargando una mano hacia ella—. Es madre... le ha...
Xena le cogió el paquete a la bardo y lo dejó a un lado.
—Parece ser que le ha hecho pagar a tu madre parte de su frustración, Gabrielle —
explicó la guerrera, con rabia contenida.
—Le ha hecho daño, Bri... y no permite que entre el sanador —gimió Lila,
desplomándose casi en brazos de Gabrielle.
Xena fue muy decidida a las alforjas de Argo y sacó un pequeño paquete.
—Vosotras quedaos aquí —dijo con tono tajante.
—Espera un momento, Xena —protestó Gabrielle con aspereza—. Ni hablar. Yo voy
contigo.
La guerrera se giró y fue hasta Gabrielle, atrapando sus ojos con una intensa mirada.
—No, Gabrielle. Lo digo en serio. La cosa ya se va a poner suficientemente tensa sin
que tú estés ahí. —Hazme caso, sólo por esta vez, Gabrielle. No tengo tiempo para
convencerte... por favor—. Confía en mí, ¿vale? —Y sintió el escozor que todavía le
producían esas palabras, en este lugar.
Gabrielle dudó, avergonzada de la sensación de alivio que la estaba inundando. Pero
tenía que hacer honor a esa petición.
—Vale. Pero ten cuidado, ¿por favor? —susurró, liberando una mano del abrazo
frenético de Lila y entrelazando los dedos con los de Xena.
Sintió un apretón en los dedos.
—No te preocupes —fue la respuesta—. Entraré y saldré de allí antes de que te des
cuenta. Tú ocúpate aquí de Lila. Creo que le vendría bien beber un poco de agua.
Y entonces Xena se fue y ella ayudó a Lila a sentarse en la paja.
—Espera, deja que te traiga un poco de agua. —Observó mientras Lila tomaba un
largo trago del cazo que le pasó—. Bueno... ¿qué ha pasado exactamente?
La grava crujía bajo las botas de Xena mientras subía por el sendero hacia la casa de
la familia de Gabrielle. Allí delante, oía el vocerío de una discusión y cuando dobló la
curva del camino, vio a Herodoto gritándole a un hombre más bajo y de constitución
delgada. Al verlo, sintió que una ola de emoción brotaba de algún punto muy oscuro y
muy profundo de su interior. Le costó aplacarla más de lo que pensaba, antes de que él
levantara la vista y viera lo que ella sabía perfectamente que asomaba a su rostro.
—He dicho que te largues de aquí —gruñó Herodoto, empujando al hombre.
—Deja al menos que... —protestó el hombre, alzando las manos con gesto de súplica
—. Herodoto, por favor...
Los dos se volvieron al oír los pasos que se acercaban y vieron a Xena que venía
hacia ellos. El sanador parpadeó sorprendido.
—Cielos —murmuró, sin saber qué pensar de ella.
—Maldita sea —gruñó Herodoto—. Vete de aquí —le gritó a la guerrera cada vez
más próxima.
La cual no aflojó el paso en absoluto y siguió adelante, subió los escalones hasta el
porche y se plantó ante ellos.
—Quita de en medio —ordenó Xena—. O te quito yo.
Por una fracción de segundo, pensó... deseó... quiso que Herodoto intentara detenerla.
Oh, cómo lo deseó... porque entonces podría entregarse a su ansia desesperada de
hacerlo picadillo. Con que le pusiera un dedo encima bastaría. Vamos, Herodoto... dame
una razón que pueda justificar ante tu hija... por favor... vamos... sabes que quieres.
Pégame. Una sola vez. Eso es todo.
—He dicho que te apartes. —Su voz se había transformado en un profundo gruñido y
notó que la rabia hirviente que bullía bajo la superficie estaba a punto... prácticamente a
punto de apoderarse de ella.
Pero no era estúpido.
—Haré que la ley caiga sobre ti, Xena —fue su fría respuesta, al tiempo que se
apartaba con rigidez.
Xena se acercó más a él, con una expresión violenta y fiera en los ojos.
—Vete de aquí —dijo en un susurro—. O te haré lamentar todos y cada uno de los
golpes que les hayas dado en tu vida.
—Eso no es asunto tuyo —dijo Herodoto con una apagada mueca de desdén—. La
ley está de mi parte, pedazo de basura arrogante, y no puedes hacerme nada.
El lobo salió a la superficie y Xena se lo permitió. Vio cómo se le dilataban los ojos
cuando se dio cuenta del cambio.
—Ohh... qué equivocado estás. —Se le escapó una carcajada grave y cruel—.
Gabrielle es asunto mío... y en el nombre de Ares, pedazo de cerdo... si alguna vez, una
sola vez... —su voz se deslizó por las palabras como una serpiente por la hierba—, la
vuelves a tocar, te... oh, sí... te haré sufrir tal agonía que lo único que desearás es que te
hubiera matado.
Entonces abrió la puerta de un empujón y entró en la casa pobremente iluminada. Se
detuvo dentro y se quedó totalmente inmóvil y en silencio largo rato, para dejar que se
le apagara el fuego de las entrañas y que su cuerpo dejara de temblar. Había faltado...
muy poco. Poquísimo. Por fin, respiró hondo y avanzó por la casa, escuchando
atentamente.
Un leve gimoteo la condujo hasta la cocina, donde se detuvo y se quedó así un
momento. Luego, meneando la cabeza, cruzó el espacio y se arrodilló al lado de
Hécuba.
—Tranquila... tranquila... —dijo suavemente, cuando la mujer se acurrucó más hecha
un ovillo—. No pasa nada... tranquila.
Bajó las manos, agarró a la mujer por los hombros y la puso boca arriba con
delicadeza, encontrándose con los ojos llenos de dolor.
—Tranquila... —Vio cómo la expresión de horror vacío se disipaba levemente y
surgía una chispa de reconocimiento—. Sí, eso es... me conoces... relájate, no te voy a
hacer daño.
—Mmmi brazo —balbuceó Hécuba, con los ojos clavados en la cara medio en
sombras que se cernía sobre ella.
—Ya veo —dijo Xena, moviendo los ojos rápidamente al tiempo que sus manos
desenvolvían los objetos de su botiquín—. Vale... te lo tengo que colocar. —Su mirada
se posó en el rostro de Hécuba—. Te lo voy a bloquear con un punto de presión, ¿vale?
Un gesto temeroso de asentimiento.
—Bien —dijo Xena, y apretó con dos dedos la unión del cuello y el hombro y oyó un
brusco jadeo—. Vale... no pasa nada. —Le puso una mano a la mujer en el hombro—.
No mires.
Y agarró el codo con una mano fuerte y la muñeca con la otra y rotó el brazo roto
hasta alinearlo. Notó que el hueso se rozaba al alinearse correctamente y se encogió un
poco al ver la palidez de la cara de la mujer mayor.
—Vale... ya casi está. —Xena entablilló y envolvió firmemente el brazo con vendas
de lino que anudó bien antes de soltar el punto de presión.
Hécuba gimió cuando regresó el dolor, pero no tan fuerte como antes.
—Duele, lo sé.
—Mejor —jadeó Hécuba—. Oh, dioses... ¿cómo has sabido...?
Xena le dio una palmadita en el hombro.
—Lila vino a buscarme. —Pasó un brazo por detrás de los hombros de la mujer—.
Aguanta. —Le levantó las rodillas con el otro brazo, se puso de pie y transportó a la
mujer desde la cocina hasta la zona de dormir, donde la depositó en un camastro cerca
de la puerta—. Ya estás —dijo, acuclillándose al lado de la mujer mayor—. Te va a
doler toda la noche, pero para mañana por la noche, debería empezar a mejorar.
Hécuba se quedó mirándola.
—No te entiendo.
Xena suspiró.
—Es lo habitual.
—¿Gabrielle lo sabe? —fue la débil respuesta.
La guerrera asintió.
—No dejes que venga aquí —advirtió Hécuba, parpadeando al intentar mantenerse
despierta.
—Deja que yo me preocupe por Gabrielle —respondió Xena, poniéndole una mano
en el hombro—. Tú descansa.
La mujer mayor cerró los ojos y asintió levemente.
—Está en buenas manos.
Xena se sonrió con ironía y se miró las manos. Mucha gente estaría en desacuerdo,
Hécuba. Tu marido, para empezar. Y después de lo cerca que he estado de cometer un
asesinato a sangre fría en tu porche, tal vez yo también estaría en desacuerdo.
Suspirando, se levantó, fue en silencio hasta la puerta y pasó a la zona de estar. No había
señales de Herodoto, advirtió. A lo mejor se ha ido a buscar al alguacil. Eso podría
resultar interesante.
Sin hacer ruido, abrió la puerta de entrada, salió y echó a andar por el camino de
vuelta.
Herodoto se alejó de su porche, rumbo al centro del pueblo, en busca del alguacil.
Tampoco es que ese maldito idiota vaya a hacer nada, pero... pensó. Pero al pasar ante
la puerta de la cuadra, oyó un murmullo de voces. Voces que reconoció, y se detuvo y se
quedó allí, pensando, un buen rato.
Entonces sonrió y entró por la puerta de la cuadra.
Lila sofocó un grito cuando reconoció la alta figura delineada en el umbral y su mano
aferró la de Gabrielle con desesperada intensidad.
—Dioses —susurró.
La bardo tomó aliento temblorosa y se levantó, colocándose entre Lila y su padre. Se
le aceleró el corazón, a pesar de sus intentos de calmarlo. Puedo hacerlo. Puedo con
esto. Me lo ha dicho Xena, repetía su mente sin parar. Puedo. Y entonces su corazón
escuchó y detuvo su galope desbocado, y ella lo miró con tensa expectación.
—Vamos, vamos... Bri —dijo Herodoto, con tono tranquilizador, alzando las manos
para demostrar que las tenía vacías—. No te precipites, chica. ¿Tan horrible es que un
padre quiera hablar con su hija?
Gabrielle observó su cara en silencio.
—¿Es que no hablaste suficiente la otra noche? —preguntó por fin, con tono
apagado. Dioses... ¿qué hago ahora? Esto no es lo que me esperaba. No... no sé si
puedo luchar contra esto—. ¿Qué más tienes que decir?
Su padre meneó la cabeza canosa con gesto solemne.
—Eso fue antes de que me diera cuenta de lo madura que te has vuelto, Gabrielle. —
A la bardo no le pasó desapercibido su uso de su nombre completo—. Tú y yo...
tenemos cosas de que hablar. No te pido mucho, sólo que te sientes a hablar conmigo,
en la posada. Eso puedes hacerlo, ¿verdad? ¿Qué mal hay en hablar?
Qué mal, efectivamente. Gabrielle notó que la idea se introducía en su consciencia.
Yo soy de las que hablan, sí... él sólo quiere hablar. Sé... sé que no debería hacerlo...
pero...
—Está bien —replicó, notando que Lila le clavaba las uñas en el brazo.
—No lo hagas —murmuró Lila, mirándola con desesperación—. Bri...
—Tengo que hacerlo —contestó la bardo, con la voz ronca—. No puedo... Lila, tengo
que hacerlo. Deja que vaya. —Y notó cómo Lila le quitaba la mano de encima, al
tiempo que ella avanzaba un paso. Hacia él—. Vamos. —Se quedó mirándolo cuando se
dio la vuelta y echó a andar delante de ella, hasta que los dos salieron por la puerta y
entonces refrenó el paso para caminar a su lado.
Guardaron silencio mientras cruzaban el pequeño patio y siguieron callados cuando
él alargó la mano y le sostuvo la puerta abierta, indicándole con gesto amable que
pasara. Sus ojos se encontraron y él esbozó una leve sonrisa, que despertó sus recuerdos
como un atizador al rojo vivo. Recuerdos de sí misma, cuando era muy pequeña, cerca
de la chimenea en invierno... y de él... contándole historias. La imagen llenó su mente y
le bloqueó la garganta, y sintió el escozor de las lágrimas contenidas en los ojos. Se me
había olvidado. Los recuerdos le hablaban en susurros. Oh, padre...
Herodoto la llevó hasta una mesa, apartó una silla para ella y esperó a que tomara
asiento antes de ocupar la silla de enfrente.
—Bueno, no es tan difícil, ¿no?
—No —respondió Gabrielle, con la vista clavada en las manos, que había juntado
encima de la mesa delante de ella. Ya no soy una niña. Y... a pesar de los buenos
recuerdos que tengo de él... eso no cambia lo malo. ¿Verdad?—. ¿Qué quieres de mí?
—preguntó suavemente, al tiempo que levantaba los ojos para encontrarse con los
suyos.
Herodoto se encogió ligeramente de hombros y jugueteó con una irregularidad de la
superficie de la mesa.
—Sé... que estás muy enfadada, Gabrielle, por cómo te he hecho volver y lo que
ocurrió el otro día. No voy a disculparme por eso... no tendría sentido. Quería hacerlo y
lo hice... porque pienso que tu auténtico sitio está aquí, con nosotros. ¿Lo comprendes?
Gabrielle se quedó mirándolo.
—Comprendo lo que tú quieres. ¿Comprendes tú que yo no quiero eso?
—Bueno... —dijo, riendo un poco—. Eso lo has dejado muy claro, ¿no? —La miró
ladeando la cabeza—. Pero he cometido un grave error, Gabrielle: te he tratado como a
una niña, y ya no eres una niña. Eres una mujer fuerte y valiente, ¿verdad?
La bardo se lo pensó.
—No soy la misma persona que se marchó de aquí, si es a eso a lo que te refieres.
Herodoto asintió.
—Exacto... y por eso necesito hablar contigo... porque, verás, Gabrielle, Lila se
marcha ahora. Va a emprender su propia vida... y eso... plantea un problema.
—¿Por qué? —fue la sencilla pregunta.
Su padre se miró las manos.
—Porque yo tengo un problema, Gabrielle. Como estoy seguro de que te das cuenta.
No puedo... controlar lo que hago. Eso lo sabes, ¿verdad? Que en realidad nunca he
querido hacerle daño a nadie... es algo que ocurre y no lo puedo evitar.
¿Era cierto? La mente de la bardo se torturó con esa idea.
—Así que, ahora que Lila se va, tengo un problema... porque nos quedamos solos tu
madre y yo... y tu madre y yo... pues, nos peleamos.
—¿Como acabáis de hacer? —Gabrielle no reconoció su propia voz.
Él asintió despacio.
—Lila nunca podría detenerme... pero tú sí, Bri. Tú sabes que puedes. —Alargó la
mano y le tocó la barbilla y ella se quedó demasiado atónita para impedírselo—. Sí...
eres mi hija... ¿verdad? —La miró a los ojos—. Tú puedes conseguir que las cosas
vayan mejor para tu madre, Gabrielle... ¿no le debes eso, al menos?
Gabrielle sintió que se le quedaba la mente paralizada. ¿Le debía esto a su familia?
Porque sabía que, por encima de cualquier otra cosa, lo que él había dicho era cierto.
Pero había otra verdad que la ataba con tanta fuerza como sus lazos de sangre con este
hombre y esa mujer. Y romper eso... Gabrielle sintió que algo estaba a punto de hacerse
añicos en el delicado equilibrio que tanto esfuerzo estaba haciendo por mantener.
—Tendré que pensármelo —dijo, con tono tenso y cortante.
—Está bien, Bri —dijo él, amablemente—. Piénsatelo... y... Bri... me gustaría... oír
algunas de tus historias, ¿de acuerdo?
Un seco gesto de asentimiento como respuesta y él le dio una palmadita en la mano y
se levantó para marcharse, poniéndole la mano un momento en la cabeza.
—Eres una buena hija. —Le sonrió con cariño y luego fue hasta la puerta y salió.
Xena había escuchado en silencio las noticias que Lila le susurró frenéticamente, y le
puso una mano en el hombro.
—Lila... —dijo, intentando no hacer caso de la intranquilidad que le revolvía el
estómago—. No hará nada en la posada... demasiado público. Y... Gabrielle puede
cuidar de sí misma.
—No —insistió Lila, tirando a Xena de la manga—. Tienes... está tramando algo,
Xena. Algo... que a ninguno de nosotros nos va a gustar, lo sé... lo noto. Está...
obsesionado con Gabrielle... quiere que se quede aquí. Es lo que más desea.
Xena suspiró.
—¿Por qué? —Una simple pregunta.
Lila meneó la cabeza.
—Sabrá Hades... pero, Xena... —Sus ojos se encontraron con los de la guerrera—.
Ella quiere creerlo.
—Lo sé —fue la apagada respuesta—. Escucha... Lila, vete a casa. Tu madre dormirá
un rato... le he colocado bien el brazo. Yo esperaré aquí a Gabrielle y veré qué está
pasando.
Lila asintió sin mucho convencimiento.
—Está bien... pero, Xena, no le dejes hacer algo que vaya a lamentar, ¿de acuerdo?
—Sus ojos castaños se encontraron con los azules de Xena.
Xena logró encogerse de hombros.
—Lila, éste es su hogar.
—No. —La muchacha morena meneó la cabeza y sonrió a Xena con timidez—. No...
éste no es su hogar. —Se volvió y fue hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró
hacia atrás—. Lo eres tú. —Y se marchó.
Xena fue despacio a la pared y se dejó caer sobre una bala de heno cerca de la puerta,
apoyando los codos en las rodillas y contemplando el suelo entre sus botas. Bueno... ya
estamos otra vez, ¿no? Elecciones... por los dioses, cómo las detesto. Detesto...
Maldición. Está bien... corta el rollo, Xena. Tienes que dominar esto. Sí. Meneó la
cabeza en silencio. Sabía que me arriesgaba a esto cuando tomé la decisión de seguir
adelante, ¿no? Sabía que no iba a ser... para siempre. Ni siquiera... por mucho tiempo...
así que... ¿por qué...? Dejó de pensar y se quedó ahí sentada, mirándose las manos,
estudiando las cicatrices que tenía en ellas como si no las hubiera visto nunca.
Aspiró una larga bocanada de aire y luego otra. Está bien... ya sabes cómo funciona
la cosa. Es decisión suya... no mía... dioses... nunca mía, y no lo ha sido desde... Hubo
un ruido en la puerta, levantó la mirada y vio a Gabrielle en el umbral, mirándola.
La bardo cruzó despacio el suelo cubierto de baja y se arrodilló delante de Xena,
poniéndole una mano en la rodilla.
—Necesito hablar contigo. —Los ojos verdes se encontraron tranquilos con los suyos
—. ¿Podemos dar un paseo... tal vez hasta el río? —Vio la barreras perfectamente
delineadas que se alzaban en los inescrutables ojos azules. Oh... sí, Xena, por favor...
levántalas todas—. ¿Por favor?
—Claro —fue la tranquila respuesta, al tiempo que Xena se levantaba e indicaba la
puerta con la cabeza, sin dar la menor señal de que le temblaban tanto las piernas que
casi no podía andar.
Gabrielle recogió las provisiones para la comida campestre y las miró, tras lo cual se
las puso debajo del brazo.
—Podemos aprovechar —dijo, con un intento de despreocupación.
—Sí —asintió Xena.
Bajaron la una al lado de la otra por el sendero del río, en silencio, escuchando
simplemente los ruidos que las rodeaban... los grillos y el gorgoteo del río, y el
movimiento de las hojas que salían disparadas bajo sus rítmicas pisadas.
Y cerca del río, Gabrielle se apartó del sendero, se sentó en un repecho de pizarra y se
quedó contemplando el agua mientras Xena se sentaba despacio en la hierba a su lado.
—Bueno —dijo la guerrera con cautela—. ¿Qué pasa? —Hizo acopio de todas sus
emociones y las empujó hasta el fondo todo lo que pudo.
Gabrielle no la miró, pero habló con tono tranquilo y le contó lo que había dicho su
padre.
—Xena... —dijo, cuando terminó—. Necesito hacerte unas preguntas... y... tengo que
hacértelas a ti porque sé que tú no... me mentirás. —Sus ojos se posaron en los de la
guerrera por un instante y luego se apartaron por lo que vio en ellos. Oh, dioses...
¿cómo puedo hacerle esto?
—Está bien —contestó Xena, esperando—. Pregúntame.
—¿Podría detenerlo? —fue la primera pregunta.
—Sí —replicó la voz tranquila de Xena.
—¿Puedo cambiar las cosas, para ella? —A Gabrielle le tembló la voz.
—Sí. —Xena se contempló las manos y no levantó la mirada, aunque sabía que
Gabrielle estaba esperando a que lo hiciera. Lo siento... amiga mía... verías
demasiado... y me juré a mí misma que jamás influiría en tus decisiones. No cuando se
trata de esto. ¿No? Pero, ¿puedo dejar que...? Oh, por los dioses del Olimpo... no creo
que pueda...
—Xena, ¿debería quedarme aquí? —A Gabrielle se le quebró la voz. Ahora... me
dice lo de siempre, gritó su mente. "Sigue lo que te dicte el corazón, Gabrielle... tienes
que hacer lo que tú creas correcto". Lo he oído ya media docena de veces. No sé ni por
qué se lo pregunto...
—No. —Una sola y tajante palabra—. No lo hagas. —Esta vez con un tono más
suave, más gutural.
Y un largo momento de silencio entre las dos.
—¿Estás diciendo...? —Una pregunta suave y maravillada por parte de la bardo.
—Sí. —Un largo suspiro—. Juré que jamás... —Una pausa—. Pero no puedo...
fingir... que lo que decidas... no me afecta a mí. —Xena tragó saliva y por fin levantó la
mirada—. Porque sí que me afecta. —Adiós a mis promesas—. Lo siento. Sé que no es
la respuesta que buscabas.
Gabrielle cerró los ojos y dejó que la apacible ola dorada cayera sobre ella.
—Es justamente la respuesta que buscaba —replicó—. Es la misma respuesta que me
he dado yo... supongo que sólo quería asegurarme de que no estaba siendo... egoísta.
Se miraron un rato, en silencio.
—Escucha —dijo Gabrielle por fin, tomando aliento—. Sé... que siempre quieres que
haga cosas que tú crees que van a ser buenas para mí.
—Sí —logró decir Xena—. Me preocupa que estés aquí fuera... en esta... luchando
todo el tiempo... resultando herida... yo...
—Lo sé. —Gabrielle se bajó resbalando de la roca de pizarra y aterrizó al lado de
Xena en la hierba—. Y yo quiero que tú estés en paz y seas feliz... y que no tengas que
pasarte la vida en una batalla tras otra. —Hizo una pausa—. Pero, sabes... me da igual lo
que hagas o dónde estés... quiero estar ahí. —Un largo silencio—. Necesito estar ahí.
Xena se quedó mirándola y notó que las bandas de hierro que le oprimían el pecho se
aflojaban, tan deprisa que tuvo un momento de vértigo.
—Yo necesito que estés ahí. —Y fue así de sencillo, pensó Xena más tarde. ¿Por qué
había tardado tanto en decirlo? Porque... al decirlo, he cruzado esa última línea... y he
derribado esa última barrera... ahora ya no hay vuelta atrás. Y eso era a la vez la cosa
más terrorífica y más estimulante imaginable.
—No sabes lo que significa para mí oír eso —confesó Gabrielle con tono bajo.
Se quedaron sentadas en silencio un ratito, luego Xena se acercó más y le puso una
mano a la bardo en la pantorrilla.
—No quiero que...
—Lo sé... —contestó Gabrielle, al final de un suspiro—. Lo... hice. Durante unos
minutos, mientras me hablaba... quise creerlo. Pero luego, cuando se marchó, me quedé
pensando en lo que había dicho y, sabes, Xena... me acordé de lo que dijiste sobre
Pérdicas... y Calisto... y nosotras. —Hizo una pausa—. Que las personas tienen que
responsabilizarse de sí mismas, no de todas las demás.
Un largo silencio.
—No puedo arreglarlo, Xena. Tienes razón... y eso también lo he pensado: podría
estar ahí y ser una especie de... no sé... barrera, supongo. —Hizo una pausa y tomó
aliento—. Y podría mejorar las cosas, a veces, durante un tiempo. Pero eso no cambiará
su forma de ser... ni lo que ha hecho... a madre... o a Lila. —Hizo una pausa—. O a mí.
Se miró las manos, entrelazadas y blancas de tensión.
—Cuando empezó a hablar conmigo... pensé en lo estupendo... que sería volver a
como eran las cosas antes... al principio, cuando yo era pequeña. Quería recuperar esa
sensación. —Tragó saliva y miró a Xena—. Pero... eso no va a ocurrir nunca, porque yo
soy quien soy ahora, no la niña que era. —Sus dedos se entrelazaron con los de Xena—.
Es sólo que he tardado un poco en recordarlo.
Xena la rodeó con un brazo y se la acercó.
—Sabía que lo harías —murmuró.
—Con un poco de ayuda de mi mejor amiga —fue la respuesta, acompañada de una
dulce sonrisa—. Sabes... ha sido un poco extraño... pero al verlo así de amable... de
repente, dejé de tener miedo y empecé a sentir lástima por él. —Miró a la guerrera—.
¿Eso tiene sentido?
—Un poco —replicó Xena, pensativa—. Es... muy propio de ti. —Se le dibujó una
mínima sonrisa en la cara.
Gabrielle soltó una leve carcajada.
—Supongo que sí. —Luego suspiró—. Pero tengo miedo por mi madre, Xena. Yo le
he plantado cara y me ha dado mucho gusto. —Una fugaz sonrisa—. Pero no sé si
puedo enseñarle a ella a hacer eso... después de tanto tiempo.
Xena reflexionó un momento.
—Mmmm... yo tampoco creo que puedas.
La bardo suspiró y se le hundieron los hombros.
—Pero... —continuó Xena, con una sonrisa cada vez más grande—. Creo que
conozco a alguien que podría.
Los claros ojos verdes se encontraron interrogantes con los suyos.
—¿Mmm?
—Mi madre. —Un destello pícaro en esos ojos azulísimos.
—Oh... sí... —murmuró Gabrielle, tras tomar aire—. Pero, ¿estaría dispuesta...? O
sea, Xena...
Xena se recostó contra la roca donde había estado sentada la bardo y estiró las
piernas.
—Mmm... sí, estaría. —Se mordió el labio para controlar la risa.
—Jo... lástima que Johan se haya marchado esta mañana —suspiró Gabrielle.
—Sí... menos mal que le di una nota antes de que se marchara —dijo Xena, como sin
darle importancia, mirando a la bardo con su aire más inocente.
Que no lo era mucho, la verdad.
—¡Xena! —rió Gabrielle, y le dio un manotazo en el hombro—. Ay... tengo que
acordarme de no hacer eso... hoy estás llena de sorpresas, ¿no?
La guerrera se encogió de hombros ligeramente.
—Hago lo que puedo. —Cerró los ojos un momento por el sordo martilleo que tenía
en la cabeza. Me alegro de que esto haya terminado...—. Sólo intento ayudar. —Y
espero no tener que volver a pasar por ello nunca más... me ha dejado más agotada que
pasarme un día entero luchando en un campo de batalla. Dioses. No estoy equipada
para esto.
Y levantó la mirada para descubrir que Gabrielle la miraba atentamente.
—¿Estás bien? —preguntó la bardo, leyendo las pequeñas indicaciones de su cara
que ahora ya sabía que querían decir que a su compañera le dolía algo.
Xena se planteó por un momento no hacer caso de la pregunta, pero luego se detuvo
y reflexionó en serio sobre el tema.
—Mmm... tengo un dolor de cabeza espantoso —confesó, sonriendo ligeramente a la
bardo—. Nada grave.
Gabrielle le puso una mano en la nuca y palpó con cuidado.
—Jo... estás hecha un nudo... —murmuró, viendo cómo Xena cerraba los ojos al
tocarla. Yo he sido la causa, reconoció sombríamente. Me pregunto cuántas veces lo he
hecho y ella no lo ha reconocido. Muchas, probablemente—. Ven. —Se apartó un poco
y se dio una palmadita en el regazo—. Échate.
La guerrera dudó y luego obedeció. Se encontró contemplando el dosel de árboles,
mientras notaba la blandura desigual del suelo debajo de ella y las fuertes manos de
Gabrielle que le iban quitando la rigidez del cuello. Era... estupendo, y se entregó a la
experiencia, cerró los ojos y dejó que la tensión fuera desapareciendo por completo de
su cuerpo.
—¿Mejor? —preguntó Gabrielle.
—Sí —fue la satisfecha respuesta, al tiempo que Xena volvía la cabeza ligeramente y
abría los ojos para mirarla—. Gracias.
—De nada —replicó la bardo, con una sonrisa encantada—. ¿Tienes hambre?
Xena se lo pensó.
—Sí —contestó y empezó a incorporarse, pero la bardo la agarró del hombro.
—Oye... quédate ahí. Ya saco yo las cosas. —La bardo rió alegremente—. Vamos...
no tengo esta oportunidad muy a menudo.
¿Debería? Jo... voy a tener problemas como siga así... pero... por Hades... ahora
mismo me da igual.
—Vale. —Y se tumbó de nuevo, recolocando la cabeza con una sonrisa indolente—.
Me vas a echar a perder. —Cosa que como mucho era una protesta poco convincente.
—Sí —asintió la bardo tan contenta—. Así que relájate y disfruta. —Sacó las cosas
que había comprado por la mañana y se puso a preparar bocados, que entregaba por
pares, uno para sí misma y otro para Xena, quien aceptó que le diera de comer a mano
con risueña benevolencia, con las manos recogidas sobre el estómago y el cuerpo
estirado con un suspiro satisfecho.
—La vegetación ha crecido, pero este sitio no ha cambiado mucho, ¿verdad? —
comentó Gabrielle, mirando a su alrededor—. Y estamos más o menos donde estaba
yo... cuando vimos a los tratantes.
—Yo estaba detrás de esos árboles —replicó Xena, sin mirar—. A la derecha. —
Aceptó una empanadilla de carne de los dedos de Gabrielle y masticó, tragando antes de
continuar—. Acababa de enterrar mi armadura y mis armas... No sé qué me llevó a
decidir bajar por este sendero del río, pero lo hice.
La bardo asintió despacio.
—Cuando te vi aparecer y atacarlos... sentí algo. —Su tono se volvió pensativo—.
Siempre lo he achacado a la emoción del momento... a fin de cuentas, algo así no se ve
con frecuencia, cuando se es de una aldea como lo era yo.
Xena reflexionó sobre esto, cerrando los ojos para recordar, y luego los abrió con una
expresión curiosa.
—Yo también... ahora que lo pienso. En el momento... —Meneó la cabeza—. Estaba
muy... confusa. No lo registré. —Pero ahora sí que registraba ese momento en que todo
fue como si... se detuviera, cuando sus ojos se encontraron por primera vez. Eso la
distrajo...—. Sí. Lo recuerdo.
Se miraron fijamente.
—Estoy empezando a pensar que te habría seguido en cualquier caso, sabes —dijo
Gabrielle despacio, con una lenta sonrisa—. Aunque aquí hubiera tenido una vida
perfecta.
Xena se quedó mirándola.
—Yo estoy empezando a pensar que habría acabado en ese sendero del río con
independencia de lo que hubiera ocurrido con mi ejército.
—A veces las cosas suceden porque tienen que suceder —observó Gabrielle,
ofreciéndole otra empanadilla de carne.
—A veces es así —asintió la guerrera, agarrando el bocado entre los dientes, luego
hizo un movimiento brusco con la cabeza, lanzó la empanadilla por el aire y la atrapó en
la boca—. Qué comida tan buena, oh bardo mía.
Gabrielle soltó una risita.
—¿Es ésa una de las muchas cosas que sabes hacer?
—Tal vez —sonrió Xena. Echó un vistazo al cielo—. Se está haciendo tarde... —El
tono era levemente apesadumbrado.
—¿Es que tienes que ir a algún sitio? —preguntó Gabrielle, enarcando una ceja.
—Oh... gente que ver, sitios donde ir... bardos a las que hacer cosquillas —murmuró
Xena con aire indiferente, y levantó el cuerpo de repente y con agilidad y se volvió de
lado para agarrar bien a la sorprendida Gabrielle.
—¡¡Oye!! —gritó, retorciéndose en vano—. ¡Ay! —La guerrera era implacable y al
poco la tenía hecha un guiñapo estremecido por la risa—. ¡¡Aaahhh!! —chilló, y logró
incorporarse y escapar, maldiciendo cuando Xena se levantó de la blanda hierba para
perseguirla—. Oh, por Hades... —Y echó a correr y hasta consiguió una ventaja de
varios pasos sobre la risueña guerrera, hasta que Xena alargó la zancada y la alcanzó,
levantó a la bardo con delicadeza y la tiró sobre unas matas de vara de oro, lo cual lanzó
una nube de polen por todas partes.
—¡¡Aah!! —rió Gabrielle, parpadeando para quitarse el polvo dorado de los ojos—.
Te voy a pillar... —Y lo hizo, pues se levantó y corrió hacia Xena a toda velocidad, sin
ver la pendiente sobre cuyo borde estaba la guerrera. Se lanzó por el aire a un cuerpo de
distancia de su risueña compañera y la alcanzó de lleno de forma tal que pilló
desprevenidos incluso los reflejos de Xena.
—¡Eeh! —gritó Xena, con los ojos como platos cuando la bardo se abalanzó sobre
ella. Alzó los brazos y preparó su cuerpo para el impacto. Atrapó a Gabrielle, como la
bardo sabía sin duda, pero notó que perdía pie—. Ay, madre —murmuró, en el momento
en que el impulso de Gabrielle las lanzó a las dos hacia atrás y cayeron por la empinada
pendiente de hierba.
Rodaron colina abajo, riendo. Xena afirmó los brazos para evitar que Gabrielle
sufriera la parte peor de los golpes, al tiempo que notaba la risa descontrolada de la
bardo que le sacudía todo el cuerpo. Pasaron por encima de un último montículo y
entonces Xena sintió que caía y abrazó a Gabrielle con fuerza, envolviendo a su
compañera con los brazos y las piernas para evitarle el impacto final.
Que fue encima de una bandada de patos. Que montaron una algarabía que era como
la llamada de un ejército a la batalla, pensó Xena, atontada, protegiéndose con un brazo
de una nube de plumas y alas en movimiento.
—Aah... —dijo y estalló en carcajadas—. Dioses.
Gabrielle se bajó rodando de su pecho y se sentó, mirando a Xena, que estaba tirada
boca arriba, con los brazos abiertos, en medio de un círculo de patos furiosos. Se cayó
de lado por el ataque de risa, sujetándose el estómago.
Xena levantó la mirada.
—Cuac —protestó un ánade real, volviendo la cabeza para mirarla avieso.
Xena logró dejar de reír y fulminó a su vez al pato con la mirada.
—Grr —gruñó.
—Cuac —repitió el pato, cambiando el peso de un pie palmeado al otro—. Cuac.
Xena entrecerró los ojos y gruñó de nuevo.
—Podrías ser la cena, si no te andas con ojo —advirtió, con tono amenazador.
—¡Cuac! —El pato captó el mensaje y se sentó, agitando las plumas de la cola muy
preocupado.
—Pip.
Xena levantó la vista de golpe al oír este sonido diferente. Echó una mirada a
Gabrielle. Oh... por favor... que no mire ahora...
—Pip. —El patito diminuto se subió a su pierna de un salto y subió torpemente por
su cuerpo hasta su pecho, donde se quedó parpadeando—. Pip.
Xena alzó la cabeza y lo miró ceñuda.
—Largo.
Gabrielle se volvió para mirar y se arrastró hasta donde estaba Xena tumbada.
—Sabes... la pena de esto, Xena...
Fue objeto de una mirada de fingida indignación.
—Como le cuentes esto a alguien, bardo, te convierto en cordones para botas.
—Es que nadie me creería —dijo Gabrielle, que consiguió mantener la cara seria
durante unos segundos antes de que le diera un ataque de risa.
—Pip —comentó el patito, y se sentó agitando la colita.
—Cállate —le gruñó Xena.
—¡Cuac! —la regañó el ánade real.
Xena suspiró y dejó caer la cabeza hacia atrás.
Gabrielle consiguió por fin dejar de reír y se pegó al costado derecho de Xena para
recuperar el aliento.
—Juujjuu —exclamó—. No me reía así desde... ni me acuerdo. —Dejó caer la cabeza
sobre el brazo estirado de Xena y sonrió cuando el brazo se contrajo y la estrechó. Creo
que es posible que haya conseguido que supere su manía a los abrazos. Al menos
conmigo, pensó su mente distraída para entretenerse. Y eso está muy bien, porque ahora
tendría que cortarme las manos para evitar ponérselas encima. Y... creo... que puede
que para ella sea igual. ¿Qué sensación le produce? Seguro que le resulta muy raro.
—Sí —reconoció Xena, con un profundo suspiro—. Me ha sentado muy bien...
incluso con todos esos botes. —Le clavó un dedo a la bardo—. ¿Y ese salto por los
aires, eh? ¿Y si te hubiera dejado caer o algo así? —Pero su cara se relajó con esa
sonrisa plena que rara vez se veía en ella, que le iluminó los ojos mientras observaba el
perfil de Gabrielle.
—Qué va —fue la respuesta inmediata de Gabrielle, al tiempo que se volvía a medias
y deslizaba la mano por el brazo de Xena, trazando con los dedos los músculos bien
definidos—. No es posible —declaró, mirando a la guerrera con picardía—. Eso no me
preocupaba en absoluto.
—Ah, ¿en serio? —dijo Xena, enarcando una ceja—. Eso va a acabar metiéndote en
un lío un día de estos. —Sus labios sonrieron de repente—. Amor mío.
Vio la sonrisa correspondiente y el repentino rubor que inundaron el rostro de
Gabrielle.
Me encanta cómo suena eso, pensó la bardo llena de felicidad, y agachó la cabeza y
rozó con los labios el punto donde se unían el cuello y el hombro de Xena, aspirando el
rico y cálido olor de la hierba aplastada, mezclado con el olor a lino y piel limpia. Creo
que ahora soy más sensible a toda ella, pensó, sonriendo por dentro.
Tomó una profunda bocanada de aire, llena de contento, miró a los cercanos ojos
azules y una vez más se vio atrapada en el inconfundible calor de su conexión, al que se
abandonó de buen grado, deslizando la mano por el cuello de Xena y deteniéndose
encima del punto del pulso, donde advirtió que los fuertes latidos se aceleraban bajo su
tierna caricia. Mmmm... parece que las dos somos más sensibles la una a la otra.
Cerró los ojos por la reacción inmediata de su cuerpo al calor repentino de la mano de
Xena sobre su costado. Ahhh... ya lo creo. Una dulce sonrisa iluminó el rostro de la
bardo, al tiempo que se pegaba más al contacto y saboreaba la sensación del encuentro
de sus labios, que le produjo un hormigueo por todo el cuerpo y le extrajo una ronca
carcajada desde lo más hondo de su ser.
—Eso te gusta, ¿eh? —dijo Xena con indolencia, dejando que sus manos se movieran
despacio por el pecho de la bardo, que se agitaba entrecortadamente por las caricias.
Oyó el murmullo incoherente de la respuesta, que se derramó en torrente por encima de
las débiles protestas de sus instintos defensivos.
Espera... espera... Xena, idiota, es pleno día, en medio de un campo... ¿es que has
perdido el poco sentido común que te queda?, protestó su parte racional, pero su cuerpo
la traicionó alegremente al responder a las tiernas manos de Gabrielle con sensual
entrega. No... no... esto tiene que parar... basta... lo digo en serio... La bardo descendió
besándola y le metió una mano por dentro de la túnica. No... mm... oh, por Hades.
Bueno, de todas formas cualquiera que nos ataque va a tener que pasar por entre esos
malditos patos... Y dejó de pensar en todo salvo en el calor del sol y la dulzura de la
brisa y las gratas caricias de su alma gemela.
—Eh —susurró Xena, bastante después, posando la mirada en el cuerpo totalmente
lacio de Gabrielle tumbado encima del suyo.
—Mmm —fue la perezosa respuesta, al tiempo que la bardo se acurrucaba mejor
sobre su hombro—. Sshh... vas a despertar a los patos —murmuró, notando la risa
consiguiente debajo del brazo con que la rodeaba.
—Son buenos centinelas —comentó la guerrera, con una ceja enarcada, echando un
vistazo a las aves, que seguían más o menos agrupadas en torno a ellas, mirándolas a las
dos de vez en cuando con ojillos malévolos. No me puedo creer que acabe de hacer
esto. Su mente hizo un gesto de renuncia riendo disgustada. Miró a su alrededor. Bueno,
la hierba es muy alta... y esa pendiente ofrece un aviso, más o menos, y... Vamos, Xena.
Corta el rollo... reconoce que has perdido la cabeza por completo. Que ya no tienes el
menor control sobre nada. Cerró los ojos, absorbió el sol que ahora empezaba a bajar
hacia el oeste y dejó simplemente que la sensación de paz la inundara durante largos
instantes. Y ni siquiera puedo fingir que querría cambiar esto... me está curando unas
heridas que ni siquiera recordaba tener.
—Se está haciendo tarde —suspiró por fin, frotando la espalda de Gabrielle
ligeramente con la yema de los dedos—. Vamos, dormilona.
Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró a Xena a la cara.
—Sí. Supongo que será mejor que volvamos antes de que envíen una partida de
búsqueda. —Sonrió con aire pícaro—. Bueno... ¿lo de la comida campestre ha sido
buena idea?
Ambas cejas se alzaron al oír eso.
—Una de las mejores que has tenido, creo. Tenemos que volver a hacerlo —dijo con
la cara muy seria—. Vamos —añadió, desenredándose de la bardo y poniéndose en pie.
—¡Cuac! —protestaron los patos, alarmados, al tiempo que desplegaban las alas y se
alejaban caminando torpemente.
Xena se puso en jarras y los contempló, con cara de pocos amigos. Entonces, de
repente, dejó caer los brazos y soltó un salvaje alarido de combate, que lanzó plumas y
patos y patitos en todas direcciones con un rugido atronador de alas, graznidos y gritos
mientras toda la bandada elevaba el vuelo con esfuerzo por encima del río.
Se hizo el silencio. Xena sonrió, se cruzó de brazos, se dio la vuelta y miró a
Gabrielle con satisfacción.
—Así está mejor. —Ofreció una mano a la bardo, que seguía sentada—. ¿Vamos?
Gabrielle meneó la cabeza y se echó a reír.
—Mira que eres mala. —Hizo una pausa—. Pero ha tenido su gracia, en plan
malvado. O a lo mejor ha sido una maldad en plan gracioso... o... —Se vio agarrada de
la mano y levantada de un tirón—. O a lo mejor no —terminó, alegremente, al tiempo
que abrochaba el cinturón de la túnica de Xena mientras la guerrera le sacudía algunos
hierbajos de las mangas—. A ver si convencemos a Lila y a Lennat para que cenen con
nosotras.
Xena se echó a reír.
—¿Ya estás pensando en la cena?
—Nunca es demasiado temprano para empezar —fue la ufana respuesta, y
emprendieron el camino por el sendero de regreso al pueblo.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó Lennat, inclinándose por encima de la mesa y
cogiendo la mano de Lila—. ¿Se encuentra algo mejor? —La miró a la cara y vio su
expresión preocupada.
Lila suspiró.
—Esta vez, tiene el brazo roto. Xena... se ha ocupado de ello. —Frotó los dedos de
Lennat con los suyos—. Ahora le duele menos. Ha dormido un rato. Pero le sigue
doliendo. —Miró hacia la puerta por enésima vez—. ¿Dónde Hades están? —masculló,
pero se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró Gabrielle.
—Hola —dijo su hermana mayor, al tiempo que tomaba asiento frente a ellos, dando
vueltas distraída a algo entre los dedos—. ¿Qué hay? ¿Cómo está madre?
—Bien —contestó Lila distraída—. ¿Qué es eso? —Señaló el objeto que giraba—.
¿Dónde has estado? —No esperó respuesta—. ¿Dónde está Xena?
Gabrielle se echó hacia atrás y sonrió.
—Una pluma de pato, en el río y en la cuadra visitando a Argo.
Lennat se echó hacia delante y ladeó la cabeza.
—¿Una pluma de pato?
—Sí —contestó la bardo—. Un recuerdo. Los colecciono.
Se quedaron mirándola.
Ella los miró a su vez.
—¿Qué?
—Estate quieta, Argo —murmuró Xena mientras examinaba las pezuñas de la yegua
—. Muy bien —dijo con aprobación, dejando caer la última y dándole al caballo una
palmada en los cuartos traseros—. Esta vez han hecho un buen trabajo, chica. —Pasó al
otro lado del animal y le rascó debajo de la quijada.
Y notó, en la atmósfera cerrada y caliente del establo, el leve movimiento de una
brisa de fuera, y un cosquilleo en los sentidos que le puso de punta los pelos de la nuca.
Su relajado buen humor desapareció y se quedó en estado supremo de alerta,
examinando la zona que tenía detrás atenta al más mínimo ruido.
Roce de paja. Crujido de una tabla de la pared. Caballos respirando, moviéndose. En
el rincón, un ratón que mordisqueaba el borde de su nido.
El sonido inconfundible de la respiración de otro ser humano. El roce de su ropa al
moverse con sigilo. Y el agudo y débil quejido de una cuerda de tripa trenzada al
tensarse mientras alguien colocaba una flecha en un arco.
Xena cerró los ojos y esperó, con una sonrisa fiera en la cara.
Oyó cómo cesaba el quejido y el leve crujido de la madera que protestaba cuando el
arco alcanzó su extensión plena y se mantuvo en esa posición. Un arco largo, pensó.
Aquí hay alguien que no quiere dejar nada al azar.
Entonces el tañido de la cuerda al disparar, que envió vibraciones por el aire que ella
sintió literalmente, y el roce del aire sobre las plumas recortadas mientras la flecha
volaba hacia ella. Se relajó, dejó que sus instintos se hicieran con el control y observó
casi con indolencia cuando su cuerpo se giró y su mano derecha se alzó y se cerró
alrededor del astil de la flecha en el momento en que la alcanzaba.
La dejó caer y salió disparada hacia el punto donde sabía que estaba el arquero y vio
el destello de luz cuando la puerta de detrás se abrió para dejarlo escapar.
Oyó el repentino movimiento atronador por encima de su cabeza cuando llegó a ese
punto y tuvo el tiempo justo de protegerse la cabeza con los brazos cuando el pesebre se
desplomó encima de ella. Con una mueca de dolor, notó como las pesadas vigas le
golpeaban los brazos y se apartó rodando de ellas, hacia la parte interna de la cuadra.
Se hizo el silencio, con un crujido inquietante de la madera que protestaba.
Xena salió despacio de debajo de algunos de los soportes más ligeros, apartándoselos
del cuerpo y rodando por encima. Maldición, suspiró su mente. Se dio un rápido repaso
y se descubrió relativamente ilesa. Suerte... mucha suerte. Eso... Echó un vistazo al
pesado pesebre de hierro. Podría haberme hecho mucho daño.
Y cualquier pista sobre su atacante invisible estaba ahora sepultada bajo montones de
paja, metal y trozos de madera. Sus ojos volvieron donde Argo la miraba nerviosa.
—Salvo esto —murmuró, poniéndose en pie y acercándose a ese punto, donde
recogió la flecha que había tirado y la examinó.
La puerta de fuera se abrió y unas pisadas rápidas se transformaron en las manos de
Gabrielle sobre su brazo y unos ojos verdes que examinaban su rostro con
preocupación.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
—Sí —replicó Xena, mostrándole la flecha—. Pero alguien se ha tomado muchas
molestias para tratar de darme un susto. —Su rostro se relajó con una sonrisa, más por
Gabrielle que por otra cosa—. Van a tener que esforzarse mucho más. —Alzó los ojos
por encima del hombro de la bardo y se encontró con los de Lennat—. ¿Es de alguien
que conozcas?
Lennat cogió la flecha con cara lúgubre y la examinó, echando un vistazo a Lila, en
cuyo rostro había una expresión de horror.
—No —suspiró—. Es una flecha normal y corriente. Creo que de los campos de tiro.
—Da igual —intervino de repente la voz de Gabrielle, cortando el silencio que se
había hecho—. Aquí no hay mucha gente que... —Se calló y miró a Xena a la cara, que
se había quedado inmóvil e inexpresiva. Lo sabe, se dijo la bardo—. Tengo que ir a
ocuparme de una cosa —terminó.
—Gabrielle... —La voz de Xena le causó un escalofrío por la espalda—. Si ahora se
trata de flechas... —La advertencia estaba clara—. Voy contigo.
La bardo se debatió consigo misma.
—Antes tienes que darme la oportunidad de decir lo que necesito decir, a solas. —
Alzó una mano y detuvo las protestas de Xena posando la punta de los dedos sobre los
labios de la guerrera—. Pero si estuvieras justo fuera de la puerta, me sentiría mucho
mejor al hacerlo.
4
Xena observó el rostro de Gabrielle atentamente, advirtiendo la fría dureza que
embargaba su cara normalmente abierta y confiada.
—Hablaremos de esto más tarde —dijo la guerrera, en voz baja, y luego se dio la
vuelta, fue hasta los restos del pesebre y se agachó sobre una rodilla—. Parece que han
cortado los soportes —murmuró, levantando el extremo de uno y examinándolo.
Lennat se unió a ella, asintiendo.
—Sí, mira eso —afirmó, pasando un dedo por la madera mal cortada—. Y además,
con prisas. —Una rápida mirada de reojo al rostro atento de Xena—. Estás... O sea...
Sus ojos se encontraron con los de él y enarcó un poco una ceja.
—¿Qué? —preguntó.
El chico le sonrió de medio lado.
—Bueno, lo que quiero decir es que evidentemente estás bien... ¿no?
Xena volvió la cabeza del todo para mirarlo.
—Estoy bien —repitió. ¿Qué pasa aquí?—. Menudo estruendo debe de haber hecho,
¿eh? —Indicó el pesebre de hierro.
Un largo momento de silencio.
—No... bueno, no sé —replicó él—. Nosotros no lo hemos oído. —No ha sido un
ruido lo que nos ha traído hasta aquí a la carrera, Xena. Pero no tengo ni idea de cómo
explicar qué ha sido.
—Ah —fue la apagada respuesta, con una ligera sonrisa y una mirada por encima del
hombro a Gabrielle, que perdió su expresión pétrea cuando sus ojos se tocaron y avanzó
para agacharse al lado de Xena, sujetándose con una mano a la espalda de la guerrera—.
¿Has...? —Xena titubeó, curiosa—. ¿Qué te ha...?
Una sonrisa curiosa iluminó el rostro de la bardo.
—Sí... he... —contestó meditabunda—. Ha sido... muy raro. —Estoy ahí sentada
hablando y, de repente, tengo que estar... aquí—. Así que... supongo que funciona en
ambos sentidos. —Me preguntaba si sería así... tenía la esperanza de que sí.
—¿Alguna de las dos me quiere explicar qué está pasando? —intervino Lila por fin,
con tono evidentemente preocupado—. Lo único que sé es que, de repente, Bri se
levanta de un salto como si le hubiera mordido algo y sale disparada por la puerta. —
Hizo un gesto señalando los restos—. Y entramos y nos encontramos con esto. Y a ti...
y...
—Luego —le dijo Xena con un gesto y siguió estudiando los restos—. Lennat,
échame una mano con esto. —Se levantó, agarró el pesebre de hierro y esperó a que él
hiciera lo mismo—. Hay que ponerlo allí. —Indicó la pared del fondo con la cabeza—.
¿Listo?
—Aahh... sí... —Lennat hizo una mueca, intentando agarrar bien el metal—. Claro,
pero no sé... —Si tengo la más mínima posibilidad de levantar esto... ay, madre.
—Adelante —dijo Xena e irguió la espalda, soportando el peso del pesebre con las
piernas y los hombros, y se trasladó con ello hacia la pared. Oh... jo. Ahora tampoco lo
puedo soltar, porque quedaré como una idiota. Xena... a veces... Pero sus músculos
aguantaron, ante su sorpresa. Parece que un mes de ejercicio en casa me ha servido de
algo.
Lennat sintió el peso en los brazos que amenazaba con arrancárselos de los hombros
y rezó para no dejar caer el extremo que llevaba antes de trasladarlo del todo. Por Zeus,
maldijo su mente, al ver que Xena cargaba con su parte sin demasiado esfuerzo
aparente. ¿Cómo lo hace?
—A ver... deja que te ayude —sonrió Gabrielle, que cargó con parte de su extremo, al
ver los tendones hinchados de su cuello. Consiguieron mover el enorme armatoste y se
quedaron en silencio mientras Xena regresaba por la paja y volvía a agacharse para
examinar el suelo.
—Eso pensaba —murmuró y les mostró un pequeño objeto. Se apiñaron corriendo a
su alrededor y se quedaron mirando. Era una moneda de oro—. Me alegro de saber lo
que valgo —dijo Xena con seco humor.
—¡Eh! —exclamó una voz débil, detrás de ellos—. ¿Qué ha pasado? —Alain entró
en el espacio abierto que rodeaba a las caballerizas con los ojos como platos.
—Hola, Alain. —La voz de Xena impidió que los demás intervinieran—. Ha habido
un pequeño accidente... me alegro que de no de haya pillado a ti.
El chico se acercó y se detuvo junto a su hombro.
—Yo también. —Bajó la mirada—. Ohh... ¡estás sangrando! —exclamó angustiado.
—Sólo es un arañazo —le aseguró Xena—. Bueno... ¿dónde has ido esta tarde?
Alain miraba dubitativo lo que Xena había descrito como un arañazo y ahora
Gabrielle se unió a él, observó con más atención y cerró los ojos como reacción.
—Xena, hay que curarte eso. —Su tono era suave, pero inflexible—. Tú y tus
arañazos.
—Luego —gruñó Xena—. ¿Alain?
—Oh... mm... me fui a casa —afirmó el mozo de cuadra, agachándose a su lado y
mirándola a los ojos—. Alguien me dijo que papá me estaba buscando, así que fui allí.
Pero no era cierto. —El chico rubio se encogió de hombros—. Me han vuelto a tomar el
pelo, supongo.
Lennat miró a Alain ladeando la cabeza.
—¿Quién te dijo que fueras a casa?
Alain se encogió de hombros.
—Uno de ellos... ya sabes. Pasaba por aquí y gritó. —Volvió a posar sus ojos grises
en la cara de Xena—. Oye... ¿puedo sacar a Argo a dar una vuelta? Le gusto... —dijo,
un poco sin aliento—. ¿Por favor?
Xena lo miró y sus labios se curvaron con una pequeña sonrisa.
—Claro... le gustará. —Alzó los ojos y contempló a la yegua—. Además, le vendrá
bien. Adelante.
Alain sonrió, se levantó, fue cojeando hasta Argo, que los observaba, y acarició el
alto hombro de la yegua.
—Vamos... te voy a enseñar los nuevos terneros... a lo mejor vemos patos... —le dijo
al caballo, mientras le pasaba la brida por la cabeza.
Gabrielle sofocó una risita y al levantar la mirada, se encontró con los ojos de Xena.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó la bardo, ya sin humor—. ¿De verdad
querían...?
Xena se encogió de hombros.
—Asustarme, más que nada, creo... a fin de cuentas... —Sus ojos soltaron un destello
—. Te has asegurado de que toda la aldea sepa muy bien que soy capaz de atrapar
flechas al vuelo cuando me hace falta. —Miró a su alrededor—. Pero no necesito decirte
que estoy empezando a estar más que harta de todo esto.
—Yo también —fue la inesperada respuesta de Gabrielle—. Ahora, vamos a
ocuparnos de esos... mm... arañazos tuyos, ¿vale?
Lo cual quiere decir, pensó Xena, que son más que arañazos, y seguro que tiene
razón, porque me duelen como el Hades.
—Está bien —asintió de mala gana y luego se detuvo—. Oye... —Al ver la expresión
desenfocada de los ojos de Gabrielle—. ¿Gabrielle?
Una de esas vigas le debe de haber caído justo encima, se estremeció la mente de la
bardo. Si mi padre ha... organizado... esto... Se detuvo y se lo pensó bien. Madre. Lila.
Yo... Siento una... especie de rabia sorda... tristeza... Su mente se centró, despejada y
aguda. Pero ahora ha intentado hacer daño a algo que significa... más que la vida para
mí. ¿Y ahora qué? ¿Por qué ahora es tan distinto, de repente? Noto... que es más que
rabia... es una especie de ira. Qué miedo.
—Sí —contestó la bardo, meneando un poco la cabeza—. Lo siento... estaba
pensando. —Suspiró—. Supongo que será mejor que me quite de encima mi
conversación con él.
Lennat negó con la cabeza despacio.
—Esta noche no, Bri. —Todos lo miraron—. Metrus y él estaban antes en la posada...
Supongo que no los viste, Bri. Estaban muy borrachos. —La miró encogiéndose de
hombros como pidiéndole disculpas.
Lila asintió.
—Pues estará así toda la noche. Tengo una idea... —Miró a Xena y a Gabrielle—.
Venid a casa a cenar. Sé... —En sus ojos apareció un pequeño brillo risueño—. Que os
encanta la comida de la posada, pero... —Alargó la mano y tocó el brazo de Gabrielle
—. ¿Por favor, Bri? A madre le dará una alegría... Sé que quiere verte.
—Me parece buena idea —dijo Xena con calma. Gabrielle la miró algo sorprendida,
pero asintió sin decir nada—. Gracias. Si no, iba a tener que salir a cazar algo para cenar
—comentó la guerrera, con una sonrisa guasona que hizo reír a los otros tres—. A lo
mejor hasta podemos convencer a Gabrielle para que nos ofrezca una actuación privada.
La bardo soltó un resoplido.
—Oh, sí... seguro que quieren oír más historias. —Pero sus ojos y su sonrisa para
Xena relucían de silencioso agradecimiento—. Te vas a enterar... voy a contar algunas
de las tuyas más locas.
Lila se echó a reír.
—Pues va a ser una velada divertida, ya lo creo. Voy a adelantarme para empezar a
preparar las cosas. ¿Al anochecer, entonces? —Se volvió hacia Lennat—. Tú también
vienes, por supuesto.
El rubio se rió suavemente.
—Como que me lo iba a perder. Seguro. —Le guiñó un ojo a Gabrielle—. Además,
me perdí las historias de anoche... estaba un poco... —una gran sonrisa—, ocupado. —
Cogió a Lila del brazo y la llevó hacia la puerta, saludándolas con la mano—. Hasta
luego —dijo por encima del hombro.
Se hizo el silencio y las dos se miraron.
—Bueno... ¿qué ha pasado en realidad? —preguntó Gabrielle, acercándose y
abrazando a la guerrera, como había querido hacer desde que entró por la puerta—.
Dioses... qué sensación tan extraña... era como si algo tirara de mí hacia aquí.
Xena estuvo un rato sin contestar, limitándose a devolverle el abrazo a Gabrielle en
silencio. Luego suspiró, le pasó a la bardo el brazo por los hombros y fue hasta donde
había estado el pesebre.
—Yo estaba al lado de Argo, comprobando las herraduras que había encargado que le
pusieran hoy. —Carraspeó—. Oí... a alguien que tensaba un arco. Así que... hice lo de
siempre. —Se encogió de hombros, restándole importancia—. Luego intenté
alcanzarlo... y cuando llegué ahí... —Señaló con el brazo—. Los soportes se vencieron y
se cayó todo encima de mí. —Una mueca—. Tuve el tiempo justo de taparme la cabeza
con los brazos y apartarme rodando. Los más pequeños me rozaron los hombros.
—Por poco —susurró Gabrielle, controlando férreamente su repentina furia—. No
creo que pueda perdonárselo.
Xena se quedó mirándola.
—Vamos, Gabrielle. No sabemos si él ha tenido algo que ver, para empezar... y... ha
sido un ataque muy poco serio, teniendo todo en cuenta.
—Podrías haber resultado gravemente herida, Xena —espetó la bardo, sintiendo que
una rabia inusual crecía en su interior—. No puedo... ¡tú nunca le has hecho nada, Xena!
—Tú tampoco —fue la respuesta en voz baja, controlada, al tiempo que Xena se
volvía y atrapaba su mirada.
—Es distinto —contestó Gabrielle, alzando la voz—. No tiene motivo...
—Lo tiene —la interrumpió Xena.
Una larga pausa.
—¿A qué te refieres? —respondió la bardo, observando su cara—. Tú no has hecho
nad... —Vio en el rostro de Xena que aquello no era cierto—. ¿Qué... has...?
Xena tenía la cara en sombras, por la luz cada vez más débil de fuera, pero bastaba
para que Gabrielle viera en ella el recuerdo de su furia.
—Verás, Gabrielle —dijo Xena, despacio—. Le eché la bronca por lo que le había
hecho a tu madre.
No hubo respuesta por parte de Gabrielle, sólo una mirada intensa y atenta que
parecía atravesarla de parte a parte.
—Él dijo que eso no era asunto mío —continuó la guerrera.
—Eso dijo, ¿eh? —fue la respuesta, en un susurro.
—Sí. Y yo le dije que tú... eras asunto mío. —Gabrielle cerró los ojos y sus labios
amagaron apenas una sonrisa—. Y entonces le dije que si alguna vez... una sola vez...
volvía a tocarte... —Xena alargó las palabras, con un gruñido grave, controlado—. Le
haría tanto daño que sólo desearía que lo hubiera matado. —Miró a la bardo fijamente
—. Mejor que piense que soy una amenaza, Gabrielle... Prefiero sufrir ataques tontos
como éste que saber que te puede ocurrir algo a ti.
De repente, Gabrielle sonrió, al tiempo que notaba cómo se le pasaba la rabia.
—Bueno... eso lo debe de haber fastidiado. —Su voz volvía a tener un tono más
normal—. Me parece que seguramente le gustó más cómo lo planteó Lennat, pero... —
Detesto reconocerlo... incluso ante mí misma... pero tiene razón.
Xena se quedó pensando en lo que había dicho.
Maldición... prácticamente la reclamé como mía. Al menos, eso habrá pensado él. Se
echó a reír.
—Supongo que podría haberlo interpretado así. —Miró a Gabrielle—. ¿Te importa
que haya hablado por ti? —preguntó, y observó mientras la bardo daba vueltas a la
pregunta.
—Dioses, no —rió Gabrielle—. O sea... —Se sonrojó y bajó los ojos. Y notó la mano
de Xena en la barbilla, que le levantó la mirada para encontrarse con la suya—. De
verdad que no me importa. —Tanto cacarear que me dejara librar mis propias batallas,
que no se implicara en mis problemas y que me dejara enfrentarme a mi familia a mi
modo. ¿Y sabes qué? Me encanta. Debería avergonzarme totalmente de mí misma.
Pero... ahora hay algo dentro de mí que sólo quiere... entregarlo todo... a ella. Tengo
que luchar contra esto... no es justo. Pero algunas cosas... algunas cosas creo que
puede que esté bien si... las dejo correr...
—Escucha, sé que te lo tendría que haber dicho... —empezó Xena vacilante—. Pero
ocurrió antes de que nos fuéramos al río y... —Un leve encogimiento de hombros—.
Nos distrajimos un poco.
—No... no pasa nada —sonrió Gabrielle—. Me alegro de que lo hicieras... hace que
me sienta... muy bien.
—¿De verdad? —preguntó Xena. Vaya cambio... normalmente detesta que haga eso.
—Sí, de verdad —fue la respuesta—. Venga... vamos a curarte eso y a cenar. Me
muero de hambre. —Cogió a Xena del brazo y se dirigió a la puerta de la cuadra—.
Oye... ¿estás segura de que Alain está bien con Argo? Creía que odiaba a otros jinetes.
Xena se rió suavemente.
—Está bien... le gusta. Igual que le gustas tú, oh bardo mía. —Le dio a Gabrielle un
ligero codazo—. Y le vendrá bien el ejercicio. Últimamente he tenido todo eso muy
abandonado. —Hizo una pausa—. De hecho, creo que después de cenar puede que me
dé el gusto de hacer unos ejercicios con la espada, que falta me hacen.
Gabrielle la miró.
—¿En el bosque?
—No. —La cara de Xena se iluminó con una sonrisa taimada—. Aquí en el patio. —
Sus ojos azules soltaron un destello—. Por si a alguien se le ocurre volver a probar
conmigo... me gustaría que supiera la que lo espera.
—Ohhh... —suspiró la bardo—. Entonces voy a ver un auténtico espectáculo.
Xena se echó a reír.
—Estate quieta, ¿quieres? —Gabrielle puso los ojos en blanco y reprimió un suspiro
—. No es culpa mía que se te haya clavado media cuadra en la espalda. Lo hago con
todo el cuidado que puedo. —Sacó una astilla más de madera rota de la piel bronceada
que cubría los omóplatos de Xena.
—Lo siento —murmuró Xena, cerrando los puños por el dolor. Se obligó a quedarse
inmóvil bajo las manos de la bardo, sin duda delicadas, se apoyó en las rodillas y cerró
los ojos, esperando a que Gabrielle terminara su tarea.
Gabrielle se encogió al ver la siguiente astilla, de fácilmente cinco centímetros de
longitud, la mitad de los cuales estaban debajo de la piel.
—Oh, Xena... ésta te va a doler —advirtió, posando una mano compasiva en el tenso
hombro que tenía al lado—. Pero es la última. Aguanta ahí.
La guerrera asintió levemente y alargó las manos para agarrar dos de los soportes
verticales de la silla que tenía al lado.
—Adelante —dijo, con calma.
La bardo respiró hondo, agarró bien la astilla y luego tiró de forma continua y
regular. Xena no hizo el menor ruido, pero se sobresaltó al oír un fuerte crujido y casi se
le cayeron la astilla y las pinzas que sujetaba. Bajó la mirada y vio a Xena, con aire un
poco cohibido, examinando los soportes de la silla, que acababa de romper con las
manos como si fueran trozos de leña menuda.
—Caray. Menuda fuerza tienes en las manos.
Xena sofocó una leve carcajada.
—Sí, a veces me sorprendo yo misma —reconoció, meneando la cabeza.
Gabrielle le dio una palmadita en el hombro desnudo.
—Deja que te ponga un poco de desinfectante aquí. No hay nada profundo, pero son
muchas... y aquí tienes un gran golpe. —Sus dedos trazaron una línea por el omóplato
izquierdo de Xena, que se movió cuando la guerrera probó a doblar el brazo. La bardo
sonrió en silencio al notar los músculos que se movían bajo su mano—. Eso no me
facilita las cosas —bromeó, captando el destello de una sonrisa equivalente en la cara
medio vuelta de Xena—. Así está mejor —dijo cuando cesó el movimiento y pudo
terminar su trabajo en paz, limpiando las heridas con un desinfectante, tras lo cual les
aplicó una mezcla calmante de áloe.
Xena se echó hacia atrás cuando acabó y respiró hondo. Tenía toda la espalda como
en llamas y suspiró al tiempo que iniciaba el truco mental de convencerse a sí misma
para no hacer caso, concentrándose hasta que el dolor pasó al plano de fondo de su
consciencia y pudo pensar en otras cosas.
—Gracias. —Sonrió a Gabrielle fugazmente, se levantó, cogió la túnica limpia que
había sacado y se la puso.
Gabrielle hizo una mueca.
—Diría que cuando quieras, pero preferiría no tener que hacerlo. ¿No te hartas de
esto? —Meneó la rubia cabeza y volvió a meter los útiles médicos en el botiquín de
Xena, sin ver que las manos de la guerrera se detenían y su rostro se ponía serio.
—A veces —contestó Xena con un profundo suspiro—. Me harto de estar llena de
dolores todo el tiempo, sí. —Oye... oye... que sólo era un comentario de pasada, Xena...
no le des esa clase de respuesta, pensó al ver la repentina expresión de preocupación
atemorizada de la bardo—. Pero se me pasa —se corrigió, dejando asomar una sonrisa.
Y le guiñó un ojo a Gabrielle, acompañado de una palmada en el hombro, y se vio
recompensada con la cara de alivio de su compañera. Así está mejor. Además, pedazo de
idiota, tú elegiste esta vida, ¿recuerdas? Sabías cómo iba a ser... ¿te acuerdas de los
golpes cuando entrenabas? Dioses... parece que fue hace muchísimo tiempo—. Ya casi
no me duele. —Y, ante su desconcierto, era verdad: ya fuera por los cuidados de la
bardo o por el ágil trabajo de su mente, el dolor se había desvanecido hasta ser un mero
cosquilleo del que apenas era consciente.
—¡Ruu! —Ares le tiró de la bota con entusiasmo—. ¡Grr! —añadió, y ella se rió y se
sentó delante de él con las piernas cruzadas.
—Está bien... está bien. —Alzó la vista hacia Gabrielle, que la observaba en silencio,
con las manos apoyadas en el botiquín, iluminada por la luz de la puesta del sol que
bruñía su pelo con la intensidad del fuego y hacía que sus ojos casi relucieran desde
dentro—. ¿Te interesa entrenar un poco con la vara esta noche, por cierto? —Sus ojos
adoptaron una expresión socarrona—. He notado que últimamente has estado
vagueando.
—¿Vas a estar en condiciones? —preguntó Gabrielle, atenta a la mirada con ceja
enarcada que se esperaba y que obtuvo—. No quiero que te exijas demasiado esfuerzo
ni nada. —Vio aparecer el inconfundible brillo competitivo, lo cual le quitó cierta
pesadumbre. Oh oh... creo que me acabo de meter en un lío... y tiene razón. He estado
vagueando... y seguro que esta noche lo noto. Se rió de sí misma. Es que he estado un
poco... distraída, supongo.
—Vaya, vaya... pues tendremos que verlo, ¿no? —fue la guasona respuesta, mientras
Xena jugaba con Ares y le frotaba la tripa al lobezno, usando un trozo de cuero sobrante
como juguete para tironear—. Vamos, Ares... que puedes hacerlo mejor.
Gabrielle se sonrió, se puso una túnica limpia y aspiró aire profundamente para
probar.
—Oye... ya casi no me duele —comentó, con cara complacida—. A lo mejor hasta
consigo ponértelo difícil esta noche. —Esperó un instante, a que Xena levantara la vista
—. Aguantando más de... bueno... tres bloqueos, en cualquier caso. —Con una mirada
pícara.
—Podría ser —replicó Xena, tirando una última vez del trozo de cuero, tras lo cual se
puso en pie, se sacudió la ropa y fue donde la bardo estaba cepillándose el pelo
rápidamente—. Ahh... ¿por eso me has tenido toda la tarde holgazaneando y dándome
de comer? Es todo un plan, ya lo veo... para tener ventaja al entrenar.
Gabrielle se echó a reír.
—Oh... por supuesto... alguna ventaja tengo que tener. —Se levantó y le dio un
empujón a Xena en broma—. Venga... vamos a cenar. Me muero de hambre.
—Todo está listo para la boda —dijo Hécuba, mientras Lila y ella trabajaban juntas
en la pequeña cocina—. Ojalá...
Lila suspiró.
—Lo sé... ojalá no hubiera tanta tensión... ojalá papá no estuviera tan... —Miró a su
madre—. Pero a estas alturas... simplemente me alegro de que se vaya a hacer. —Tomó
aliento temblorosamente—. Nunca pensé que... yo...
Hécuba la abrazó torpemente con un solo brazo.
—Te voy a echar de menos, Lila —confesó la mujer mayor, con un suspiro—.
Ojalá... —Mejor ni mencionarlo—. Me alegro de que todo se haya solucionado solo. Es
curioso cómo se ha arreglado todo... deben de ser las lunas. —Soltó una ligera risa—.
Ahora, si consiguiéramos que tu hermana se asiente. Ya sé que le gusta su vida errante,
pero...
Lila cortó las verduras que tenía delante y las puso sin pensar en el plato. A lo mejor
podía devolverle a Gabrielle el favor... estaba segura de que su hermana mayor no
quería tener que oír este sermón durante los próximos años, cuando para Lila era
evidente que Gabrielle se había asentado exactamente como quería.
—Bueno, en realidad, madre —empezó Lila—, no se ha... solucionado solo.
Hécuba dejó de luchar con una mano con el gran queso que intentaba cortar y miró
confusa a Lila.
—¿Cómo dices?
Lila empezó con otra tanda de verduras y las añadió al guiso que borboteaba en el
fuego.
—La primera noche que Gabrielle pasó aquí... en cuanto se enteró de lo que la
esperaba, se lo contó a Xena. Y... —Sus ojos se posaron rápidamente en el perfil de
Hécuba—. Dijo, después, que Xena encontraría un modo... una forma... de arreglarlo
todo. —Ahora volvió la cabeza hacia su madre y dejó de cortar—. Y lo ha hecho,
madre. No sé cómo lo ha hecho, pero lo ha hecho.
Hécuba respiró hondo y se sentó en una esquina de la mesa de preparaciones.
—Vino... aquí. Esta mañana, y me ayudó. —Jugueteó distraída con el cuchillo del
queso que tenía en la mano—. Es una persona muy extraña, muy violenta. Tengo miedo
por Gabrielle, viajando así con ella. A pesar de lo que ha hecho por mí... y lo bien que
parece cuidar de tu hermana. —Meneó la cabeza canosa—. Sigo queriendo que se
quede en casa, Lila. Me niego a creer que no podamos encontrar la manera de que sea
feliz aquí.
—Se quieren, mamá —dijo Lila, sin mirarla.
—Claro que no, Lila —la riñó Hécuba—. No te dejes llevar por tu imaginación
romántica. Menuda tontería. Sé que a Gabrielle le preocupa la seguridad de Xena, y sé
que Xena intenta asegurarse de que Gabrielle esté bien, pero eso es de esperar. Llevan
viajando juntas bastante tiempo ya. Sin duda se han hecho... amigas... por mucho que
me cueste creerlo.
—Mamá. —Lila dejó de trabajar y se encaró con Hécuba, posando las manos sobre
los hombros de su madre—. Se quieren. Igual que nos queremos Lennat y yo. —Se fijó
en la cara de incredulidad de su madre—. Yo he pasado tiempo con ellas en los últimos
días, tú no.
La mujer mayor se quedó mirándola, luego se abrazó a sí misma y bajó los ojos.
—No me lo puedo creer. —Levantó la vista—. No me lo quiero creer. Lo siento,
Lila... eso no es algo que yo pueda aceptar con la facilidad con que pareces hacerlo tú.
—Carraspeó—. Le voy a pedir que se quede aquí, esta vez.
Lila cerró los ojos.
—Mamá, no lo hagas. Por favor —susurró, alargando una mano hacia la mujer mayor
—. Escucha, yo pensaba lo mismo que tú... hace unos días. —Se volvió y se retorció las
manos—. La odiaba... por llevarse a Gabrielle. Por mantenerla ahí fuera... con todo ese
peligro... creía que no le importaba lo que le ocurriera.
—¿Y ya no lo piensas? —preguntó Hécuba, con escepticismo.
—No —contestó Lila, con una sonrisa—. Le importa.
Su madre la miró con expresión fría.
—Creo que te equivocas, Lila. Creo que Gabrielle es una compañera de viajes
agradable. Es muy graciosa, y cuenta historias, y se ocupa de las cosas... y creo que
puede tener una vida mejor.
Lila siguió cortando verduras. Bueno, lo he intentado. Dioses... como si eso no
hubiera sido tan difícil.
—Tal vez... pero no creo que ella piense lo mismo.
El ocaso había caído sobre el pueblo, trayendo consigo una bruma morada que creaba
sombras bajo los aleros de las casitas y apagaba los colores hasta hacerlos grisáceos. El
humo flotante de los fuegos de la noche se mezclaba con una suave neblina fresca, que
olía a madera quemada y al rico aroma de los pinos húmedos mientras Xena y Gabrielle
caminaban hacia la casa de la familia de ésta. Era un momento apacible y ninguna de las
dos habló mucho hasta que estuvieron a punto de llegar.
—Bonita noche —comentó Xena, elevando los ojos hacia la esfera apenas visible que
asomaba por encima de los árboles—. Hay luna llena.
Gabrielle asintió y se acercó más, cogiéndose del brazo de Xena y sonriéndole.
—Tu madre todavía no se fía de mí, sabes —añadió Xena, con una sonrisa irónica,
alargando la mano y cogiendo la de Gabrielle.
La bardo ladeó la cabeza.
—Lo sé —suspiró—. Intentaré hablar con ella.
—Tal vez debería hacerlo yo —bromeó Xena, con una sonrisa de medio lado—. Ese
tema se me está dando muy bien últimamente.
Gabrielle sofocó una risa y en ese momento llegaron al porche y subieron los
escalones, moviendo las botas al unísono.
—Puede que tengas razón. —Alargó la mano y empujó la puerta para abrirla—.
Mucho mejor que a mí, de hecho —murmuró por lo bajo.
Hécuba levantó la vista cuando entraron y les sonrió.
—Pasad... pasad —dijo con un gesto y vio que Xena iba directamente a ella,
moviéndose con ese poder antinatural que ponía nerviosa a la mujer mayor. Tomó
aliento cuando la guerrera se detuvo a un paso de ella y la miró enarcando una ceja.
—¿Qué tal el brazo? —preguntó, con esa voz profunda que parecía atravesarla de
parte a parte.
Hécuba le mostró la extremidad en cuestión.
—Me... duele. Como dijiste tú. Pero... se pondrá bien. —Hizo un gesto señalando la
mesa, donde Lila y Lennat ya estaban sentados, cuchicheando—. Por favor... sentaos. —
Abrazó a Gabrielle—. Me alegro de que hayas venido —le dijo a su hija, con una
sonrisa—. A lo mejor te podemos sacar una historia o dos.
La cena transcurrió sin incidentes y durante la misma Hécuba hizo muchas preguntas
diversas sobre las historias que había oído la noche anterior.
—Pero, querida, ¿de verdad estuviste en esa aldea centaura? Eso fue muy peligroso
para ti... ¿no podrías haber conseguido descripciones de... alguien? —Su tono no dejaba
lugar a dudas sobre quién era ese alguien.
Xena se recostó, contempló a su compañera y decidió que ya estaba harta.
—Bueno, Hécuba —dijo despacio—. La cosa es que... puede que yo sea una guerrera
loca. Pero... —Sus dientes soltaron destellos con una sonrisa fiera—. No hay muchas
personas por las que estaría dispuesta a lanzar mi cuerpo delante de una flecha. —Se
detuvo, vio la cara de resignación de Gabrielle y sonrió por dentro—. La reina amazona
que mi bardo describe tan bien es ella misma. Ella fue la heroína de esa historia.
Un silencio mortal en la habitación, mientras todos se quedaban mirando a Gabrielle,
quien miró a Xena con cariñosa exasperación.
—Esto me lo vas a pagar.
—Gabrielle... —susurró su madre—. ¿Eso es cierto? ¿Eras tú?
—Sí —contestó la bardo, como sin darle importancia—. Claro que sí. Y chica, cómo
me alegré de ver a Xena, deja que te diga. —Sí, cómo. Tanto que la besé delante de una
tribu entera de centauros y la mitad de la Nación Amazona, lo cual hizo que nos
adentráramos en aguas desconocidas. Menos mal que nadar es algo que las dos
sabemos hacer. Sus labios esbozaron una sonrisa.
—Por los dioses —susurró Lila—. No tenía ni idea... debió de ser terrorífico... ¿eso
es lo peor a lo que te has tenido que enfrentar?
—No —contestó Gabrielle, con tono apagado—. Pero eso otro... salió bien. —Sintió
unos dedos que se entrelazaban con los suyos debajo de la mesa. Y los apretó a su vez
agradecida.
—Que salió bien —repitió Hécuba—. Gabrielle, podrías haber muerto.
—Podría —asintió la bardo—. Pero no fue así. —Vio la furia en los ojos de su madre
—. Las amazonas son responsabilidad mía, madre. Y yo misma me metí en un lío allí...
pero por suerte, como siempre, pude contar con Xena para que me sacara de él. —
Dirigió a su compañera una mirada llena de agradecimiento—. Nada de qué
preocuparse.
Hécuba se levantó y se trasladó a la cocina, con movimientos envarados y furiosos.
Se volvió en la puerta y miró a Xena directamente.
—¿Y a ti te parece bien dejar que mi hija arriesgue la vida? Es criminal...
Gabrielle se levantó y sintió que en su interior crecía una furia que rara vez había
sentido.
—No te... —espetó con un tono claramente cortante, pero una mano la agarró del
brazo y tiró de ella para sentarla, obligándola a detenerse en plena frase. Se volvió y
miró furiosa a Xena, quien hizo frente a su mirada con tierna comprensión. Enarcó una
ceja, le sonrió un poquito y ella sintió que su rabia se cortaba, se aplacaba y se
suavizaba al caer en la cuenta de algo con humor. Ah, sí... supongo que puede cuidar de
sí misma. ¿No? Pues sí.
Xena se volvió para mirar a Hécuba, que seguía en la puerta de la cocina.
—No. No me parece bien en absoluto —dijo, con un suspiro—. Pero es lo que ella
elige hacer. —Y yo soy la persona con quien elige hacerlo. Aunque a mí me parezca
imposible—. La vida es peligrosa, Hécuba. —Miró intencionadamente el brazo de la
mujer—. Aquí, ahí fuera... ¿quién está de verdad a salvo?
Un largo silencio, y Hécuba regresó despacio a la mesa, se sentó y colocó las manos
delante de ella.
—Tengo miedo por ella —dijo, como si Gabrielle no estuviera siquiera en la
habitación. Se lo dijo a esta persona extrañísima y desconocida que, al parecer, había
asumido la responsabilidad de su hija. Que, por increíble que le pareciera, era
indudablemente una amiga, pues hasta Hécuba era capaz de percibir eso entre las dos.
Xena se echó hacia delante y le sonrió con tristeza.
—Yo también. —Echó un vistazo a Gabrielle, que guardaba silencio por el momento
—. Pero créeme cuando te digo que su seguridad en mi mayor prioridad. —Una
prioridad mucho mayor que la mía... me pregunto si ella se ha llegado a dar cuenta.
—¡Eh! —ladró Gabrielle de repente—. Un momento. ¿Es que creéis que yo soy la
única que se mete en todos los líos? —Esperó a que se centraran en ella. Tengo que
rebajar esta tensión... se supone que lo estamos pasando bien—. ¿Un par de amazonas?
Ja... dejadme que os cuente algunos de los líos en los que se mete Xena.
Y se lanzó a contar sus aventuras, y al cabo de tres o cuatro, consiguió que todos se
concentraran en lo que estaba contando. Y por fin logró hacerlos reír a todos, de modo
que se trasladaron de la mesa a la pequeña zona de la chimenea y se sentaron en las
esteras de colores para seguir escuchando. Lennat se apoyó en la pared y dio unas
palmaditas en el suelo a su lado, donde Lila se acomodó de buen grado y se apoyó en su
hombro.
Xena se estiró cuan larga era cerca de la chimenea, cruzándose de brazos y apoyando
la cabeza en la piedra. Observaba la cara de Gabrielle mientras hablaba y cómo la luz
del fuego destacaba los tonos claros de su pelo y delineaba sus gráciles manos cuando
las usaba para describir la acción de la historia. Xena sentía que sus ojos se veían
atraídos irresistiblemente por el perfil de la bardo, y sus labios esbozaron una dulce
sonrisa mientras dejaba que las palabras de la historia pasaran por encima de ella sin
oírlas.
Hécuba pudo por fin dejarse llevar por la voz de su hija y dejó de angustiarse por la
vida que iba siendo descrita con relatos a veces divertidos, a veces serios. Al cabo de un
rato, se dio cuenta de que Xena no estaba prestando atención en realidad a las historias,
de modo que la observó, por el rabillo del ojo. Bueno, desde luego, ya las ha oído... las
ha vivido... y por cómo habla Gabrielle de ella, se diría que es una especie de...
heroína.
La mujer mayor suspiró. Entonces se fijó en que la expresión de esos ojos claros y
fieros cambiaba, haciéndose mucho más tierna, y que una sonrisa equivalente
transformaba su cara, pasando de la dura vigilancia a una súbita y sorprendente
adoración. Y Hécuba cayó en la cuenta de qué era lo que miraban esos ojos, y cerró los
suyos ante la verdad que había descubierto. No... estoy equivocada, tengo que estarlo.
Abrió los ojos, a tiempo de ver que su hija se volvía a medias, al notar la mirada de la
guerrera, y le devolvía la sonrisa con una calidez sincera que en poco contribuyó a
apaciguar su sensibilidad. Oh, por Hera, gimió Hécuba por dentro. ¿Cómo no me he
dado cuenta antes? Me temo... que Lila tenía razón. Cielos.
Su mente se adaptó poco a poco y ahora observó a Xena con disimulo y ojos que
empezaban a comprender. Y vio, por primera vez, cualidades que por alguna razón... se
le habían escapado hasta entonces. Como el cálido humor de su sonrisa. Y la chispa
amistosa de sus ojos cuando intercambiaba miradas con Lennat y Lila. Y su expresión
exasperada cuando Gabrielle se explayaba con extravagancia sobre alguna cosa que ella
había hecho.
Hécuba sonrió de mala gana. Bueno. Sigue sin gustarme... es demasiado peligroso.
Suspiró por dentro con resignación. Pero ya veo que no voy a convencerla de eso.
Xena alzó una mano e hizo parar a Gabrielle cuando oyó el principio de ronquera en
la voz de su compañera.
—Oye... que mañana vas a estar afónica si sigues así —comentó con indolencia,
advirtiendo el leve y rígido gesto de asentimiento por parte de Hécuba. Vaya, vaya...
mamá da su aprobación... interesante.
—Ja —sonrió Gabrielle—. Lo dices sólo porque sabes qué historia voy a contar
ahora. —Lo cual le valió una sonrisa relajada—. Te he pillado. —Pero notaba el
esfuerzo y sabía que Xena seguramente tenía razón—. Pero me parece que sí. —Sofocó
un bostezo—. Ha sido un día muy largo. —Se encogió de hombros pidiendo disculpas
—. Gracias por la invitación.
—Me alegro de que hayáis venido —replicó Hécuba, con una sonrisa humorística—.
Las dos —añadió, lo cual le valió una ceja enarcada y el amago de una sonrisa por parte
de Xena.
Me preguntó qué hecho para conseguir ese pequeño sello de aprobación, pensó
Xena, al tiempo que se levantaba y le ofrecía una mano a Gabrielle, que seguía sentada
y la agarró tan contenta, dejándose levantar del suelo.
Dieron las buenas noches a la familia de Gabrielle y salieron al fresco aire de la
noche, en el que aún se percibía bien el olor a humo de leña y guisos y que las rozó con
un frío que agradecieron después del calor cerrado de la casa.
—Mmmm... —bostezó Gabrielle—. Qué gusto. Estaba un poco viciado ahí dentro.
—Miró a su compañera—. Ha ido bien... después de lo del principio. Y al menos la cena
ha sido decente. —Se rió suavemente—. Aunque no tan buena como la de tu madre.
—Ya —contestó Xena, observando pensativa el sendero que tenían por delante—. No
ha estado mal. —Una rápida mirada a Gabrielle, que seguía bostezando—. Oye... me
prometiste entrenar con la vara, dormilona.
Gabrielle gimió y lanzó una mirada a Xena.
—Dioses... ¿de verdad? Fíjate qué tonta. —Un vistazo de reojo para calibrar el
humor de la mirada de la que era objeto—. Vale... vale... Vamos... era broma. —
Dioses... esta mujer tiene un nivel de energía que no se agota nunca... ¿cómo lo hace?
Es inacabable... a veces me canso sólo con mirarla.
Gabrielle se acercó donde estaba Xena, que tenía la túnica medio quitada.
—Deja que te ponga un poco de áloe en esas heridas, ya que estás. —Tiró del codo
de Xena—. Siéntate un momento.
Con aire levemente divertido, Xena obedeció.
—Claro... claro —supiró, dejando que la tela le resbalara por los hombros y
relajándose mientras la bardo le volvía a aplicar el ungüento calmante en la espalda
lacerada—. Gracias... da mucho gusto —reconoció, sonriendo a Gabrielle de medio
lado. Aunque no sabía muy bien qué le daba más gusto, el ungüento en la espalda o el
hecho de que Gabrielle hubiera tenido el detalle de aplicárselo. Mm... al cincuenta por
ciento, decidió sonriendo por dentro, y cerró los ojos, notando las manos de la bardo
sobre su piel con una sensación de dulce placer.
—Las tienes muy irritadas —le dijo la bardo—. ¿Estás segura de que quieres...? O
sea, no es que esté intentando librarme de entrenar contigo... pero... —Hizo una mueca
al examinar una de las peores heridas—. Saltarte una noche no sería mala idea. Me
duele a mí sólo de verlas. —Al notar la tensión de los hombros de la guerrera, masajeó
suavemente los músculos del cuello de Xena y notó cómo se relajaban al tiempo que la
guerrera se apoyaba en ella—. ¿Mmm? ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—No... no estoy segura —replicó Xena, sonriendo con desgana—. Pero lo voy a
hacer de todas formas. Tú has tenido un día muy largo. —Le dio una palmadita a
Gabrielle en la pierna y echó la cabeza hacia atrás, observando el conflicto de
emociones en la cara de la bardo—. En serio. Antes sólo te estaba tomando el pelo.
Gabrielle suspiró.
—No... si tú vas, yo voy. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Además, tenías
razón. Últimamente he estado ganduleando en ese sentido... y lo voy a acabar pagando
de un modo u otro. —Se agachó y rozó la nariz de Xena con la suya, y se echó a reír
cuando la guerrera le mordisqueó el pelo, atrapándolo entre los dientes—. ¡Oye! ¡Ay!
Vale... vale... venga, vamos a empezar. —Se soltó el pelo de los dientes de Xena, fue
hasta su zurrón para sacar su atuendo habitual de viaje y se lo puso—. A lo mejor
consigo convencerte para que te des un baño caliente conmigo después, ¿mmm? —
Levantó la vista al oír la respuesta en forma de risa—. ¿Te parece un buen plan?
—Ya lo creo —asintió Xena, abrochándose las hebillas de la loriga acolchada que se
ponía para entrenar con la espada—. Pero no tienes por qué esperar. Voy a estar un buen
rato con esto. —Se pasó la mano por encima de la cabeza y se enganchó la vaina a las
correas de la prenda, sabiendo perfectamente que la bardo insistiría en esperarla de
todas formas.
Gabrielle se encogió de hombros y cogió su estuche de pergaminos.
—Qué va... trabajaré en unas cosas hasta que termines... Tengo dos historias que
necesito pasar a limpio. —Se colgó el estuche del hombro, fue hasta la puerta, la
sostuvo abierta para que pasara Xena y luego salió tras ella y la siguió escaleras abajo.
—¿Te sigue molestando el estómago? —preguntó Xena, deteniendo el ataque y
observando el rostro de su compañera con cierta preocupación.
—Un poco —reconoció Gabrielle, retrocediendo e intentando recuperar el aliento—.
Creo que se debe más a que últimamente no he practicado esto mucho. —Hizo una
mueca de disculpa—. Nunca hasta ahora había entendido tu insistencia en el
entrenamiento constante... no me daba cuenta de lo deprisa que se pierde si no se usa. —
Hizo una pausa, se apartó el pelo de la frente y se preparó—. Vale... vamos. —Avanzó,
levantó la vara en posición de defensa y bloqueó el siguiente ataque de Xena—. Deja de
mimarme, Xena —gruñó, al notar la clara falta de escozor en el contacto.
La guerrera se rió.
—A lo mejor me estoy mimando a mí misma... Lo noto en la espalda cada vez que
me das. —Pero la chispa de sus ojos desmentía el comentario y movió su vara hacia
delante, le quitó a Gabrielle la vara de las manos y la mandó por el aire—. Uuy. Perdón.
—Sí, claro —fue la cáustica respuesta, al tiempo que Gabrielle salía trotando para
recuperar la vara—. Eso me enseñará a mantener la boca cerrada.
—Jamás —comentó Xena alegremente, y bloqueó un decidido ataque de la bardo—.
Eso es, así está mejor —dijo con aprobación, cuando el extremo de la vara de Gabrielle
superó sus defensas y le acertó en el antebrazo—. Bien. Tienes que intentar inutilizarme
ese brazo, porque así me resulta mucho más difícil hacer esto. —Clac—. ¿Lo ves?
Gabrielle asintió y tomó aire con satisfacción. No alcanzaba a Xena con frecuencia.
Llevaban en ello un buen rato, suficiente para que las antorchas colocadas fuera de la
cuadra se hubieran consumido bastante, y empezaba a cansarse.
—Vale... —Vamos a probar con esto... Hizo acopio de fuerza y se lanzó hacia
delante, mordiéndose el labio muy concentrada, y utilizó un movimiento de revés que
acababa pasando en un ángulo bajo, lo cual solía funcionarle con Xena por su diferencia
de estatura.
Y funcionó, esta vez: superó el bloqueo de Xena y golpeó a la guerrera con fuerza en
la parte alta del muslo. Las dos se encogieron de dolor, Xena por el golpe, Gabrielle por
el impacto cuando su vara rebotó y le hizo perder el equilibrio.
—Jo, Xena —bufó la bardo, dejando caer la vara y sacudiendo las manos—. Creo
que preferiría no haberte alcanzado... me habría dolido menos.
—A mí también —respondió Xena, sacudiendo la pierna y examinándose la marca
roja que le había dejado la vara de la bardo—. Pero ha estado bien.
Gabrielle resopló.
—Sí, ha sido como golpear un árbol. —Recogió la vara y se apoyó en ella, notando
un agradable cansancio—. Ya he tenido bastante, creo.
Xena la miró un momento y asintió.
—Sí, descansa un poco. Yo voy a beber agua y a trabajar un poco con la espada.
Gabrielle cogió su estuche de pergaminos y se acomodó en una bala de heno que se
habían dejado olvidada fuera de la cuadra. Sacó sus pergaminos, cogió una pluma y la
afiló distraída mientras observaba a Xena, que estaba haciendo algunos de sus ejercicios
de calentamiento. Hace mucho tiempo que no la veo hacer esto... normalmente trabajo
en mis historias mientras ella está ahí fuera... Oh, caray..., pensó cuando Xena terminó
sus ejercicios preliminares y se lanzó directamente a una serie de maniobras de alta
velocidad, con la espada desdibujada en el aire por delante del cuerpo.
Luego se movió en círculo y empezó a combinar las estocadas de ataque y defensa
con saltos, y Gabrielle se quedó ahí sentada, embelesada, olvidándose de la pluma.
Mientras las antorchas se iban consumiendo y las sombras aumentaban por el patio, la
luz caprichosa provocaba destellos de mercurio en la espada de Xena. Oh, caray...
caray... se me había olvidado lo fantástica que es con esto. El talento de la bardo
empezó a tantear palabras para describirla... ¿un poema, tal vez?
Bueno, pensó Xena, al emprender otra serie de volteretas. Al menos tengo un público
atento... Pues veía las caras pegadas a la ventana de la posada, indistintas por la
penumbra que llenaba el patio y que también ocultaba a los observadores silenciosos de
fuera del edificio. Se agachó totalmente, luego saltó y salió disparada hacia el cielo,
sorprendiéndose a sí misma por la altura del salto, y se giró perezosamente de lado al
tiempo que lanzaba la espada por el aire y la volvía a atrapar. Bueno... eso sí que es puro
lucimiento, se regañó a sí misma, mirando un momento hacia atrás y fijándose en los
ojos redondos y fascinados de Gabrielle. Por otro lado... dijo que quería ver un
espectáculo. Se le extendió una sonrisa por la cara. A ver si le gusta esto. Y lanzó la
espada hacia el cielo, lanzó su cuerpo en la otra dirección y luego saltó hacia atrás hasta
el centro del patio, sin usar las manos. En el punto más alto del salto hacia atrás, atrapó
la espada y aterrizó, botando un poco, y luego hizo girar la espada por encima del brazo
y se la volvió a pasar por debajo.
Echó un vistazo a la cara atónita de Gabrielle y se rió por dentro. No está mal... pero
que nada mal. Comprobó sus reservas y descubrió que tenía el cuerpo relajado y listo
para seguir. Qué sensación tan buena... La perdí durante un tiempo... me alegro de
haberla recuperado. Se puso a practicar patadas con saltos y fue avanzando hasta que
consiguió alcanzar objetivos que le quedaban por encima de la cabeza. Por fin, corrió
para darse impulso, saltó hacia una rama que sobresalía del gran árbol situado fuera de
la posada, se agarró e izó el cuerpo a base de fuerza hasta subirse a la rama. Envainó la
espada, se puso de pie y empezó a botar ligeramente, contemplando el suelo que le
quedaba a cierta distancia.
Gabrielle la miró, meneando un poco la cabeza, y luego se le pusieron los ojos como
platos al ver que Xena saltaba de la rama, atrapaba otra, más flexible, se subía a ella y se
dejaba caer propulsada hacia el suelo a una velocidad de miedo. ¡Aaay!, gritó su mente,
cuando la guerrera golpeó el suelo con una fuerza espantosa, rodó dos veces, luego saltó
dando una voltereta por el aire y aterrizó a su lado encima de la bala.
—Hola —fue el alegre saludo, con sonrisa burlona incluida—. ¿Te ha gustado el
espectáculo?
—Das asco —afirmó Gabrielle, cruzándose de brazos—. Ni siquiera jadeas. —
Meneó ligeramente la cabeza—. Sí, me ha gustado el espectáculo... como a todo el
mundo, creo. —Sonrió—. ¿Es porque hacía mucho tiempo que no te veía hacer eso...
o...? Has estado increíble... no es que tú no lo sepas ya, pero... no recuerdo que
alcanzaras esa altura en los saltos como acabas de hacer. ¿Es sólo mi impresión?
Xena suspiró y se recostó, encogiéndose un poco cuando los cortes se apoyaron en la
áspera madera.
—No... ya me había dado cuenta... —Se encogió de hombros y se miró las manos—.
De que últimamente había perdido algo de ritmo. No sé... tal vez fue la última vez que
resulté herida. —Que murió, en realidad, pero eso nunca lo decía delante de Gabrielle.
Era demasiado... doloroso. Todavía—. Pero después, no me sentía bien del todo. Era
como si estuviera cansada todo el tiempo. —Paseó la mirada por el patio—. Tenía que
hacer un esfuerzo enorme... para hacer cosas que antes no me costaban. —Le resultaba
difícil admitirlo, pues sabía cuánto dependía la bardo de ella para que la protegiera.
—La verdad es que no tuviste ocasión de recuperarte después de aquello —replicó
Gabrielle, pensativa—. Pensé en tomarnos unos días libres... pero surgieron cosas. —
Siempre les surgían cosas. Era parte integral de la vida que llevaban juntas—. Estaba...
un poco preocupada por ti. —Más bien muy preocupada. Pero estaba tan contenta de
ver tu sonrisa cada mañana que...
—Sí... lo sé. —Xena se rió ligeramente—. Ya me di cuenta de que durante un tiempo
después de aquello estabas siempre muy pegada a mí. —Vio que Gabrielle bajaba los
ojos y que un leve rubor le teñía la cara—. No... lo agradecía. Me alegraba de que lo
hicieras. —Suspiró—. Pero el caso es que, durante el mes que pasé en casa, pude dormir
mucho por primera vez desde... dioses... hacía una vida... y me sentó...
maravillosamente. —Sonrió a la bardo un poco cohibida—. Y por supuesto, madre me
cebaba como a un cerdo de feria... así que entre las dos cosas, empecé a sentirme mucho
mejor y a salir por las noches para reconstruir muchas cosas. Ahora me encuentro
genial. —Una pausa—. Mejor de lo que estado en mucho tiempo.
—Se nota —sonrió Gabrielle—. Pareces mucho más relajada. —Y mucho más
dispuesta a... contarme esta clase de cosas. Creo que eso me gusta mucho.
—Mmm —asintió Xena, con una ligera sonrisa—. Aunque no sé si eso tiene algo que
ver con mi capacidad para dar saltos mortales. —Volvió la cabeza y miró fijamente a
Gabrielle, que se sonrojó—. ¿Has acabado tus historias?
La bardo resopló.
—Ni... una sola palabra, y lo sabes. —Le clavó un dedo a Xena en las costillas—.
¿Con esa clase de espectáculo delante? ¿Qué clase de bardo sería si me quedara aquí
como una sosa haciendo labores de copista? —Sus ojos soltaron un leve destello—. No
diré que no estuviera ocupada componiendo... aah... un poema... tal vez.
—Ah, ¿en serio? —preguntó Xena, mirándola interrogante—. ¿Sobre?
Una sonrisa diabólica por parte de Gabrielle.
—Mi tema preferido, y la imposibilidad de lo que acababa de ver, y este patio oscuro
iluminado por las antorchas, y los destellos de fuego y luna que despedía tu espada, y tú.
Xena sofocó una carcajada.
—Gabrielle, ¿cómo es posible que puedas convertir en poético un entrenamiento con
espada?
La bardo meneó la cabeza despacio, alargó una mano y metió los dedos por el pelo
negro como la medianoche que cubría el hombro de Xena.
—No puedo... pero tú sí. Te mueves y es poesía. —Observó divertida el parpadeo
sorprendido de los claros ojos azules—. ¿Es que nunca te has dado cuenta de lo mágica
que eres? Xena... podría pasarme el resto de mi vida intentando describirlo y no te haría
justicia.
Silencio... y luego un suspiro.
—No... tú eres la que tiene la magia, bardo mía. Yo sólo soy una vieja guerrera
machacada. —Xena le sonrió de medio lado—. A dinar la docena, de tantos que somos.
La cara de Gabrielle se puso seria y la mano que descansaba sobre el hombro de
Xena lo apretó con fuerza.
—Lo que tú eres... para mí... no tiene precio. —Una pausa—. Y la luz dorada con que
llenas mi alma vale más para mí que todas las riquezas del Monte Olimpo.
Xena no contestó, pero se quedó sentada ahí en silencio, mirándola durante lo que
pareció una eternidad, a la luz neblinosa de la luna, entre las sombras de una antorcha
que se consumía, con el olor húmedo de la tierra que se alzaba a su alrededor y el
levísimo aroma de los tiernos brotes de jazmín en el aire.
Por fin, sacudió la cabeza y rozó la cara de Gabrielle con los dedos.
—Sabes... —dijo, en voz muy baja—. Tú eres lo único de mi vida que no lamento. —
Vio cómo la bardo cerraba los ojos y las lágrimas dulces y silenciosas que humedecían
la suave pelusilla de sus mejillas—. Oye... —Le pasó a Gabrielle un brazo por los
hombros y se dio una palmadita en la manga acolchada—. Mira... mira qué tela tan
suave.
La bardo se arrimó de buen grado, abrazándose a la figura reclinada de Xena, y
hundió la cabeza en el cálido hombro de la guerrera.
—Sabes, seguro que nos está mirando todo el mundo —comentó Xena, apoyando la
barbilla en la cabeza de Gabrielle y cerrando los ojos.
—Pues que miren —murmuró la bardo—. Me da igual.
Xena enarcó una ceja, se lo pensó un momento y luego se encogió ligeramente de
hombros.
—Pues vale. —Se rió suavemente—. Me parece recordar que mencionaste algo sobre
un baño caliente... —Le frotó un poco la espalda con las yemas de los dedos—. ¿Mmm?
—Eso quiere decir que me tengo que mover —protestó Gabrielle, abrazándola con
más fuerza.
La guerrera se sonrió en silencio.
—Qué va —susurró, luego se mordió el labio para reprimir la risa, rodeó a la bardo
con los brazos y se levantó, acunándola.
—Aah —protestó Gabrielle—. Xena... ¿qué haces?
—Tú agárrate —fue la respuesta—. Has dicho que no te querías mover, ¿no? —
Retrocedió y estudió lo que la rodeaba. Estoy chiflada por intentar esto. Ya es oficial.
Ex señora de la guerra pierde la cabeza, intenta hacer numeritos estúpidos sin el menor
motivo... ah. Divisó una pila de cajas justo fuera de la posada y fue hasta ellas,
acelerando a medida que se acercaba, y pegó un salto, aterrizando en la primera con un
pequeño bote.
—¡Oye! —bufó Gabrielle, agarrándose con fuerza al cuello de Xena—. ¿Qué diantre
estás haciendo?
Xena sonrió.
—Es que subir por esas escaleritas de dentro no va a funcionar... así que se me ha
ocurrido probar por la ventana. —Levantó la mirada hacia la ventana del primer piso—.
Agárrate bien.
—Xena... bájame... puedo andar... lo decía en broma —dijo la bardo, que empezó a
soltarse.
La guerrera la miró.
—¿Es que no te fías de mí? —preguntó con tono de guasa y sin soltarla.
Los ojos verdes se clavaron en los suyos.
—No seas tonta. Sabes que sí... pero no hace falta que...
—Pues agárrate —la interrumpió Xena—. Y cállate un momento. —Planificó su ruta
y pasó ágilmente de una caja a otra. Si pierdo el equilibrio y me caigo, esto va a pasar a
la historia como una de las mayores estupideces que habré intentado en mi vida. Saltó
de la pila de cajas al tejadillo y notó cómo la recia madera se combaba bajo su peso. El
tejado de arriba que llevaba a la ventana estaba a un cuerpo, el suyo, de distancia, y
como a la mitad de esa altura. Se le ocurrió una idea totalmente demencial, fruto de la
sensación flexible de la madera bajo sus botas.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Gabrielle, soltando una mano y subiéndola para
apartale el pelo oscuro de los ojos—. Se te ha puesto una cara muy rara.
Xena notó que empezaba a sonreír sin control.
—Bueno... un último salto, bardo mía... agárrate muy bien. —Y notó que las manos
de Gabrielle la aferraban con fuerza—. Eso es.
Dio dos largas zancadas, luego saltó hacia arriba y volvió a caer agachándose más,
para aprovechar toda la flexibilidad de la madera. Entonces saltó catapultada del
tejadillo del porche y las dos salieron despedidas hacia delante y hacia arriba con toda la
fuerza de sus fornidísimas piernas.
—¡Uuaaah! —exclamó Gabrielle, con los ojos como platos cuando Xena dobló el
cuerpo y rodó, haciendo que las dos dieran una lenta voltereta por el aire. Se le escapó
una carcajada de los labios al ver cómo el mundo giraba borroso debajo de ella y
entonces volvió a ponerse del derecho al tiempo que las botas de Xena alcanzaban el
tejado y la guerrera se erguía—. ¡Caray! —suspiró—. ¡Ha sido genial!
Xena sonrió y avanzó, pasó por la ventana y se dejó caer en el interior de la
habitación.
—Te ha gustado, ¿eh? —Irracionalmente satisfecha de sí misma, saltó a la cama, sin
dejar de sujetar a la bardo, y medio cayó, medio se tiró boca arriba, soltándola por fin.
—Ya lo creo —dijo Gabrielle, riendo encantada—. No tenía ni idea de que daba esa
sensación... no me extraña que te guste practicarlo. —Hizo una pausa—. Pero ha sido
un poco una locura... ¿no?
—Sí —reconoció Xena, sonriéndole cohibida—. Es que... no sé qué me ha dado. —Y
sintió una cálida e inesperada sensación de felicidad. Sí que lo sé... es esto tan
absolutamente imposible, maravilloso, totalmente entontecedor de estar enamorada.
Por los dioses. No puedo creer que me sienta así... como una cría. Y encima me
comporto igual.
Gabrielle sonrió despacio, colocó la cabeza sobre la tripa de la guerrera y dejó que
sus dedos juguetearan con las hebillas cosidas a la tela.
—Me ha encantado. —Cerró los ojos y sonrió—. Te quiero. —Sintió que le venía un
bostezo y lo aceptó relajadamente, se estiró y pasó los brazos con firmeza alrededor de
Xena.
La atenta guerrera soltó una suave carcajada.
—Yo también te quiero. —Xena suspiró, enredando los dedos en el sedoso pelo
dorado rojizo que le cubría el pecho—. ¿Te apetece darte un buen baño caliente
conmigo?
Gabrielle notaba que el sueño tironeaba de ella y se lo pensó un momento.
—Sólo si no dejas que me quede dormida ahí dentro. —Sonrió—. Estoy un poco
cansada. —Otro bostezo—. Mmm... qué buena almohada. —Hizo botar la cabeza
ligeramente sobre la superficie plana—. Aunque un poco dura.
Xena se rió.
—Vamos... ¿o también tengo que llevarte en brazos hasta ahí? —Su cara se relajó con
una sonrisa natural.
—Ya voy... —suspiró la bardo, rodando hasta que se puso en pie, luego se pasó la
mano por el pelo mientras se acercaba a sus cosas y sacó un par de toallas de lino. Se
volvió y le pasó una a Xena, que se había puesto detrás de ella y tenía los antebrazos
apoyados en los hombros de Gabrielle—. Vamos...
Bajaron por el pasillo, tratando de no hacer ruido por lo tarde de la hora, cuando sólo
se oían unos ruidos mínimos de la parte de abajo de la posada: un crujido de la madera
de una mesa al dilatarse, el correteo de los ratones, el distante tintineo de la loza que
lavaban los pinches mientras recogían tras una larga noche de trabajo.
—Sshh —advirtió Xena, que levantó la pértiga de los cubos y sacó dos cubos llenos
de agua caliente de la cisterna, que estaba pegada a la chimenea y conservaba el agua
caliente. Los trasladó y Gabrielle los echó sin hacer ruido en la bañera. Repitieron esta
operación varias veces, hasta el nivel estuvo lo bastante alto para cubrirlas a las dos.
Gabrielle sonrió, se quitó la falda y el corpiño y se acercó al agua, pero la detuvo
Xena, que sonreía con indolencia.
—Ah... con cuidado. No quiero que te escurras —fue el risueño comentario, al
tiempo que levantaba a la bardo en brazos y la depositaba con delicadeza dentro del
agua, deteniéndose a la mitad para besar sus labios largamente.
—Ay, madre —murmuró Gabrielle cuando se separaron, y Xena retrocedió para
quitarse la loriga acolchada. Se le extendió una sonrisa por la cara al ver cómo la
guerrera apoyaba las manos tranquilamente en el borde de la bañera, alzaba el cuerpo
hasta el otro lado y se metía en el agua justo detrás de donde estaba Gabrielle sentada—.
Cómo te gusta lucirte, ¿eh? —dijo riendo.
—¿A quién... a mí? —fue la perpleja respuesta—. ¿De qué hablas? —Y el fuerte y
fresco olor a hierbas del jabón flotó por encima del hombro de Gabrielle en el momento
en que sentía las manos de Xena deslizándose por su espalda—. Sólo me estaba
metiendo en el agua, Gabrielle... ¿preferirías que me tirara de cabeza?
La bardo soltó un resoplido de risa.
—Menudo daño. —Sonrió y se relajó bajo los efectos del agua caliente, el limpio
olor de las hierbas y la presencia de Xena. Sintió el tacto delicado de un dedo que subía
por su nuca, lo cual le produjo escalofríos por la espalda. Cerró los ojos y se recostó
contra el cuerpo caliente de Xena, riendo por las ligeras cosquillas que le hizo la
guerrera cuando deslizó los brazos alrededor de Gabrielle y se la acercó—. Mmm... —
gruñó, echando la cabeza hacia atrás y dejando que los labios de Xena saborearan los
suyos.
Alternaron peleas de agua acalladas a toda prisa con largos momentos de exploración,
por lo que tardaron muchísimo en estar las dos por fin limpias. Xena se levantó, saltó
por encima del borde de la bañera y se sacudió con entusiasmo, luego se volvió de cara
a la bardo, con los brazos en jarras.
—¿Y bien? ¿Quieres intentar saltar por encima o quieres que me luzca otro poco?
Gabrielle se puso de pie y apoyó las manos ligeramente en el borde de la bañera,
contemplando a su compañera con franca admiración.
—Oh, lúcete, por favor —contestó alegremente. Salir de esta bañera cuando se mide
lo que yo sería bochornoso en el mejor de los casos, y ella lo sabe.
—Ya —asintió Xena con sorna—. Ya me parecía a mí. —Se acercó y esperó a que
Gabrielle levantara los brazos y los apoyara en los anchos hombros de la guerrera.
Entonces agarró a la bardo por la cintura, retrocedió y la levantó de un solo movimiento,
pasándola por encima del alto borde al otro lado y dejándola en el suelo delicadamente
—. Ya estás. —Le pasó una toalla de lino—. A ver... —Cogió el extremo y le secó a la
bardo con cuidado las orejas y la cabeza—. No quiero que te enfríes.
Bueno... se dijo Gabrielle soñadoramente. Si otra persona me hablara con tanta
condescendencia, le... sí... entonces, ¿por qué me derrito cuando lo hace ella? Antes me
enfadaba con ella cuando me trataba como a una cría... ahora... oh, dioses... ¿es
posible sentir tanto por algo... por alguien... y sobrevivir? Eso espero.
—Gracias, mamá —bromeó, con los ojos verdes chispeantes. Y obtuvo una ceja
enarcada y un dedo clavado en la tripa. Soltó una risita.
—Mucho ojito, bardo —fue el gruñido de advertencia. Con un ligero azote con la
toalla para recalcarlo. Las dos se rieron y, tras envolverse en el lino, regresaron en
silencio a la habitación.
—Ruu —fanfarroneó Ares en cuanto las vio, y se acercó y agarró el extremo de la
toalla de lino de Gabrielle, tirando de ella con fuerza.
—¡Oye! —protestó la bardo, riendo—. Esto ya es bastante pequeño, ¡Ares, basta!
Xena los miró con una sonrisa, mientras se cambiaba la toalla por una camisa suave,
y se acercó distraída a la ventana, por la que se asomó. Vio a dos figuras en sombras que
observaban la ventana y se quedó muy quieta, al darse cuenta de que estaba delineada
por la escasa luz del interior de la habitación. Maldición... Sus ojos lucharon con la
creciente oscuridad, intentando distinguir algún detalle de los dos silenciosos
observadores. Hombres, sí... de estatura media, algo mayores por el porte de sus
cuerpos... cayó en la cuenta de que uno era Metrus, al hacer casar su rollizo contorno
con su recuerdo. El otro... entornó los ojos. Herodoto.
—¿Qué? —sonó la voz de Gabrielle detrás de ella, y alargó un brazo
automáticamente para impedir que la bardo se acercara a la ventana—. ¿Xena?
—Atrás —murmuró Xena, en voz baja—. Tenemos unos testigos interesados. —Se
irguió y apoyó una mano indolente en el alféizar, devolviéndoles la mirada como si tal
cosa—. Metrus y tu padre —informó a la bardo. Notó una mano ligera en la espalda,
pues Gabrielle no hizo caso del brazo que la advertía y se unió a ella ante el hueco de la
ventana, colocándose al lado de Xena y rodeándola con el brazo. Xena dudó, luego dejó
que sus labios se curvaran en una sonrisa y rodeó los hombros de Gabrielle,
acercándosela—. ¿Eso es lo que querías que vieran? —susurró, mientras las dos veían
cómo los hombres se daban la vuelta y se fundían con la oscuridad.
—Sí —fue la respuesta de Gabrielle, apaciblemente satisfecha.
—Eso no va a facilitar las cosas mañana —comentó Xena, con la frente arrugada por
un leve ceño de preocupación.
—Ya lo sé —contestó la bardo, escuetamente—. Xena... he... he decidido que no me
gusta tener miedo. —Observó el rostro en sombras que se cernía por encima de ella—.
Me produce algo... puaj... por dentro que no quiero aguantar.
—Todos tenemos miedo, a veces, Gabrielle —respondió Xena, mirándola a su vez.
—Así no —fue la seria respuesta—. No de este tipo, que te hace olvidar quién eres y
lo que has hecho. No me gusta. No quiero que forme parte de mí. Llevo dos años
huyendo de esto, Xena. No voy a huir más.
Xena la observó unos instantes más. Luego asintió despacio.
—Está bien. Ya veo lo que quieres decir, Gabrielle. —Sonrió a la bardo—. Te
apoyaré en todo. —Una pausa—. Tu valor siempre me deja atónita, bardo mía.
Entonces Gabrielle sonrió y se rió un poco.
—No debería... sale de ti. —Empujó un poco a la sorprendida Xena—. Vamos... estoy
a punto de desmayarme de lo cansada que estoy.
Pero tardó mucho en conciliar el sueño esa noche, y durante una eternidad se quedó
descansando en brazos de Xena, notando los firmes latidos bajo la oreja y el dulce calor
de su respiración encima de la cabeza. Todos tenemos que dar ese paso final en alguna
ocasión, reflexionó. Cuando dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos... las
cosas cambian. Yo he tenido mucho tiempo para prepararme para esto... a fin de
cuentas, ¿cuándo se enfrentó Xena a esto? Cuando tenía... ¿qué... quince años? No
creo que yo hubiera podido hacer lo que hizo ella. No... sé que no habría podido. No
entonces... porque aún no la había conocido... y no me había enseñado a dominar lo
que llevo dentro. Ahora... lo ha hecho. Y es un regalo que jamás sospecharía que me ha
hecho. Con pereza, abrió los ojos y contempló los rasgos cincelados que estaban por
encima de ella. Entonces sonrió y rozó la bronceada mandíbula con los labios. Gracias,
amiga mía. Por todo lo que eres. Y todo lo que me has ayudado a ser. Entonces cerró los
ojos, respiró hondo y se quedó profundamente dormida.
Sin ver el reflejo de la escasa luz de la vela en un par de ojos azules que se posaron
sobre su firgura dormida con tierna comprensión. Y luego se cerraron para dormir a su
vez.
Xena abrió un ojo e hizo una rápida comprobación del cuarto. Silencio. Eso era
bueno. Oscuridad. Aún mejor, porque eso quería decir que no tenía motivo alguno para
moverse, todavía. Calor. Al menos ella lo tenía, a pesar de la brisa fresca que entraba
por la ventana abierta, puesto que tenía a Gabrielle pegada a ella como una lapa. En
total, una buena forma de despertarse. Ya que estoy convencida de que ahora me voy a
levantar de verdad... sí, justo, se burló un poco su mente. Ah, no... no podría
despegarme de sus brazos ni aunque hubiera un incendio en la habitación de al lado.
Mi cuerpo ha decidido que esto le gusta demasiado.
Estiró la espalda un poco y notó que Ares se acurrucaba hecho un ovillo detrás de sus
rodillas. No me estás ayudando, le gruñó mentalmente al lobezno, que levantó la
cabeza, la miró parpadeando soñoliento y bostezó, luego se estiró y volvió a
acurrucarse, soltando un cálido suspiro que le hizo cosquillas en la parte de detrás de la
pierna y obligó a la guerrera a morderse el labio para no echarse a reír.
—¿Qué tiene tanta gracia? —se oyó en forma de murmullo adormilado justo debajo
de su mandíbula.
Xena bajó la mirada y se encontró con los ojos verdes medio abiertos que la miraban
a su vez.
—Oh... hola. Lo siento... no es nada. Es que estaba... —Se calló al sentir que la mano
de Gabrielle se metía por su camisa y se posaba sobre su piel—. Mmm.
—He notado que te reías —comentó la bardo, clavándole un dedo ligeramente.
—Ares... ha puesto una cara. Estaba muy mono —replicó la guerrera con
indiferencia.
Al oír su nombre, el lobezno se despertó de nuevo, alzó la cabeza y las miró.
—¿Ruu? —preguntó, luego bajó la cabeza otra vez y olisqueó la pierna de Xena por
detrás.
Oh, dioses... Reprimió con fuerza la sensación de cosquillas, obligándose a seguir
relajada y no reaccionar. Entonces sintió que empezaba a lamerla y suspiró.
—Ares, para.
Gabrielle se incorporó sobre un codo para ver mejor al animal.
—Oooh... qué cosa tan rica... —Soltó una risita, entonces vio los músculos de la
pierna de Xena que se estremecían y la miró a la cara—. Oyeeee... ¡te está haciendo
cosquillas, a que sí! —Se le pasó una sonrisa demoníaca por la cara—. Lo sabía... —Y
oyó la palabrota que soltó Xena por lo bajo y que respondió por sí misma.
—Jeee... —rió Gabrielle, y deslizó la mano por la pierna de Xena hasta que estuvo en
posición de sustituir a la industriosa lengua de Ares.
—Gabrielle. —Xena enarcó una ceja de advertencia—. Cuidado con lo que
empiezas...
—Vale... lo tendré —sonrió la bardo, y empezó con una caricia ligerísima que hizo
graznar a su compañera y fue progresando hasta que Xena se empezó a estremecer de
risa y no pudo aguantarlo más, por lo que sacó un largo brazo para devolverle la pelota
—. ¡Aah! —exclamó Gabrielle, intentando escabullirse. Acabaron hechas un ovillo
jadeante, enredadas entre sí mientras intentaban impedir que cada una alcanzara los
puntos sensibles de la otra.
—Dioses —suspiró Xena por fin, apartándose rodando y echándose boca arriba, con
los brazos estirados—. Un buen método para despertarse. —Pero totalmente asqueada,
advirtió que su cuerpo se rebelaba ante la idea, pues prefería quedarse donde estaba y
deseaba la cálida presencia de la bardo a su lado.
—¿Nos vamos a levantar? —preguntó Gabrielle, con aire inocente, al tiempo que se
arrebujaba, ponía la cabeza sobre el hombro de Xena, pegaba su cuerpo al costado de la
guerrera y empezaba a trazar dibujos relajantes sobre su tripa—. Todavía está oscuro
fuera... no se ve nada en realidad... —Notó que Xena respiraba hondo y soltaba el aire
despacio, tras lo cual, los músculos que tenía bajo la mano se relajaron—. Aquí estamos
tan cómodas y calentitas... —Echó un vistazo a la cara de su compañera y se quedó
encantada al ver que ya tenía los ojos medio cerrados—. Ahh... eso está mejor. —Cerró
los ojos y siguió acariciándola delicadamente—. Esto de verdad te hace dormir como a
un bebé, ¿verdad?
Xena asintió soñolienta.
—Mmm —murmuró—. Igual... —Se le apagó la voz cuando se rindió y se dejó
arrebatar por el sueño.
Gabrielle se rió por dentro y volvió a cerrar los ojos.
—¿Estás lista? —preguntó Xena, apartando la vista del brazal que se estaba
ajustando y observando pensativa la tensa cara de Gabrielle—. ¿Gabrielle?
—¿Mmm? —La bardo levantó la mirada y sonrió rápidamente a Xena—. Ah... sí.
Estoy lista.
Xena ladeó la cabeza y se acercó un poco más.
—¿Estás bien?
—Sí... ningún problema —contestó Gabrielle, levantándose de la silla y respirando
hondo.
—Ya. Estás mintiendo —fue la conocedora respuesta, lo cual le fastidió.
—Oye... he dicho que estoy bien... no te aproveches de esto del vínculo, ¿vale? —
dijo, como broma, pero lo dijo, y se dio cuenta demasiado tarde de cómo sonaba—.
Dioses... Perdona... No quería decir eso.
Xena la miró fijamente un momento y se sintió un poco triste.
—Lo cierto, Gabrielle, es que he hecho esa afirmación basándome en el hecho de que
no has tocado el desayuno —contestó, con tono apagado—. Lo siento.
—No. —La bardo apoyó la cabeza en el alto hombro de Xena—. Tienes razón. Estoy
medio muerta de miedo. No debería intentar ocultártelo, precisamente a ti. —Y notó que
Xena le daba un beso en la cabeza y le frotaba la espalda con energía.
—Cuesta acostumbrarse —reconoció la guerrera—. Tengo muchas ganas de
preguntarle a Jessan algunas cosas acerca de todo esto... en lugar de descubrirlo a
trancas y barrancas.
Gabrielle asintió.
—Sí... pero mientras, yo tengo trabajo. Así que... será mejor que me lo quite de
encima. —Irguió los hombros y miró a Xena a los ojos. Unos ojos que... realmente...
pensó por enésima vez, eran del color azul más bonito del mundo. Vuelve a la tierra,
Gabrielle. Haz el favor. A ver si bajas de las nubes—. ¿Me acompañas?
Xena enarcó una ceja muy expresiva.
—Te acompaño y me quedo esperando fuera, amiga mía. —Le puso una mano a
Gabrielle en el hombro y la llevó hacia la puerta.
—Oh... —sonrió la bardo—. ¿Por eso nos hemos puesto en plan de intimidación
total? —Echó un vistazo a la túnica de cuero y la armadura de Xena y al conjunto
completo de armas que se había puesto—. Tu madre tenía razón... sí que pareces más
grande con todo eso encima. —Contempló a la guerrera—. Pareces incluso más alta.
Ambas cejas se alzaron al oír eso.
—Si tú lo dices.
Bajaron las escaleras, salieron por la puerta de la posada, cruzaron el patio y
emprendieron la marcha por el camino en silencio.
Herodoto contemplaba de pésimo humor el cuenco de cereales que tenía delante, en
el que hundió la cuchara y luchó por meterse otra porción en un estómago que se
rebelaba lleno de náuseas. Eso era lo peor de beber... y la razón por la que a menudo
empalmaba una larga noche con un desayuno líquido. Pero se habían quedado sin nada
que beber... de modo que se tenía que aguantar con el dolor de cabeza y este cuenco.
La casa estaba en silencio. Hécuba sabía que no le convenía andar trajinando cuando
él se sentía así. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica. Lo conocía muy bien... y sobre
todo después de la breve visita de Agtes, que le devolvió los dinares y le dijo que ni
hablar, que no estaba dispuesto a volver a intentar asustar a una mujer capaz de hacer lo
que hacía esa mujer. Ni hablar.
Y después de apoyar la cabeza enturbiada por el alcohol en la áspera pared de la
posada y quedarse mirando por los cristales de la ventana anoche... ni siquiera se
animaba a despreciar a Agtes. Maldición. Y había perdido a su hija por ella... eso estaba
repugnantemente claro, aunque Metrus y él no hubieran visto el abrazo tan deliberado
que se dieron, bien enmarcadas por la ventana. Maldición.
La odiaba. Odiaba lo que tenía ella y él no.
Alzó la cabeza al oír pasos fuera. Unos más ligeros, otros más pesados. Los más
pesados se detuvieron fuera y los más ligeros subieron los escalones y se detuvieron
ante la puerta.
Esperó y vio que la puerta se abría despacio, dejando pasar un rayo cegador de sol
dentro de la habitación, que quedó tapado por un cuerpo al entrar y luego desapareció
cuando se cerró la puerta. Parpadeó para quitarse el deslumbramiento de los ojos y
esperó hasta que la figura indistinta que avanzaba hacia él se transformó en su hija
mayor.
Por Hera, pensó. Cómo ha madurado, ¿no? Había una gracia y una seguridad en sus
movimientos que no tenían nada de niña, y su corto corpiño y su falda dejaban muy
poca cosa libre a la imaginación, mostrando una flexibilidad musculosa que lo
sorprendió, ahora que la veía desde otro punto de vista.
Gabrielle cruzó la habitación y se detuvo cuando llegó a la mesa, apoyó los
antebrazos en el respaldo de la silla más cercana y se quedó mirándolo.
—¿Has dejado a tu mascota fuera? —preguntó él, con un tono levemente
humorístico. Esperó su reacción. Y lo sorprendió.
Ella sonrió y meneó la cabeza.
—Seguro que está hablando con madre. —Una pausa, y luego, suavemente—: Para
ver cómo tiene el brazo.
Él estrechó los ojos ligeramente.
—Por tu bonita exhibición de anoche, debo suponer que has decidido abandonarnos.
¿Tengo razón?
Gabrielle sacó la silla que tenía delante, se sentó, doblando los brazos sobre la mesa,
y lo miró fijamente.
—¿Has tenido algo que ver con lo que ocurrió en el establo? —Directa y fría, y sus
ojos se clavaron en los de él con incómoda intensidad.
Herodoto se encogió de hombros y se recostó.
—Quería que estuvieras libre de su influencia a la hora de tomar tu... decisión. —
Jugueteó un poco con la cuchara—. Una pérdida de tiempo, por lo que veo.
—No quiero estar libre de su influencia —contestó Gabrielle, luego tomó aliento y
bajó la mirada—. Lo siento, papá. No puedo cambiar lo que eres. Y no me voy a quedar
aquí para ser otro... —Hizo una larga pausa—. Blanco. —Su voz se puso áspera al
pronunciar la palabra—. Eres tú el que tiene que tomar la decisión... de ser diferente.
Se quedaron mirándose largo rato, mientras los leves sonidos de la casa flotaban a su
alrededor, al ritmo de las motas de polvo que flotaban en la clara luz del sol que entraba
por los cristales de las ventanas.
—Después de la boda de mañana —dijo Herodoto por fin, con tono frío y seco—,
quiero que tú y tu... amiga... os vayáis de aquí. No te conozco. No eres mi hija. —Hizo
una pausa, vio que sus palabras la golpeaban como si fueran piedras y disfrutó al verlo
—. Aquí no eres bien recibida. Ya no es tu hogar. —Y se levantó, empujando la silla
hacia atrás, y salió de la estancia.
Gabrielle se quedó sentada, mirándose las manos durante lo que le pareció una
eternidad, reprimiendo las oleadas de llanto que amenazaban con ahogarla, decidida a
no hundirse. Ha sido decisión mía... sabía que podía ocurrir esto, ¿no? Pues sí. Oh,
dioses.
Levantó la mirada cuando entró su madre, con paso vacilante.
—¿Eso también va por ti? —se obligó a decir, con un control férreo de la voz. Mejor
saber ya lo peor.
Hécuba suspiró y se dejó caer en la silla que estaba al lado de la suya, alargó una
mano cálida y la posó sobre los puños rígidamente cerrados de su hija.
—Es su casa, y él dicta las normas. —Tocó suavemente la mejilla de Gabrielle—.
Pero tú siempre serás mi hija... pase lo que pase.
Gabrielle tragó con dificultad.
—Gracias —susurró, sin levantar los ojos.
Hécuba se quedó callada largo rato y luego suspiró. Pensó en la conversación que
acababa de tener fuera y en lo que había visto la noche anterior.
—Gabrielle, ¿de verdad ella merece...?
—No puedo vivir sin ella —fue la apagada respuesta—. Eso me haría pedazos de tal
manera que nunca... —Cerró los ojos y dejó caer la cabeza entre las manos—. No
querrías ver lo que quedaría.
Hécuba la miró reflexionando en silencio.
—Yo sentí eso mismo, una vez —comentó, observando sus manos mientras jugaba
distraída con la cuchara que había dejado Herodoto—. Cuando era muy joven. —
Suspiró—. Pero mis padres tenían otros planes para mí. Y los suyos para él. —Hizo una
pausa, pensando—. A menudo he... la vida nos trata mal, Gabrielle... tienes que
aprovechar las cosas buenas cuando las encuentras. Tu hermana y tú... habéis sido cosas
buenas para mí. El resto... —Se encogió de hombros.
—¿Lo quieres? —Gabrielle apoyó la barbilla en los puños y miró a Hécuba a los
ojos.
—Sí —fue la escueta respuesta—. Pero no como habría sido con Berran. O como es
para ti. —Se echó hacia delante—. No renuncies a eso, Gabrielle.
Gabrielle se levantó y apoyó las manos en la mesa.
—Jamás. —Más allá de la muerte, más allá del buen juicio, más allá de la
comprensión—. Tengo que salir de aquí. —Intentó no hacer caso del doloroso martilleo
que tenía en la cabeza y que cada vez estaba peor—. Dile a Lila...
—Le diré que vaya a hablar contigo —le aseguró Hécuba, dándole una palmadita en
el brazo—. Ve a que te dé el aire... estás blanca como una sábana.
Gabrielle asintió y cruzó la habitación, abrió la puerta y se encogió por la luz
deslumbrante tras el interior en penumbra. Tuvo que parpadear unos segundos para que
se le acostumbrara la vista y para entonces una presencia familiar estaba ya a su lado.
—¿Lo has oído? —preguntó la bardo.
—Sí —contestó Xena, con un suspiro.
—¿Todo? —fue la suave respuesta, pues conocía la agudeza de su oído.
—Sí. —Una respuesta casi inaudible.
—Bien. —Y Gabrielle respiró hondo e irguió los hombros—. Podemos irnos... donde
sea. Tengo la cabeza a punto de estallar.
—Gabrielle... —empezó Xena, pero se detuvo cuando la bardo se volvió y le puso
una mano en los labios.
—No, ¿vale? —Se echó hacia delante, plantó las manos sobre el peto metálico de
Xena y la miró a los ojos—. Esto dejó de ser mi hogar hace dos años.
Xena tomó aliento y le dio una palmadita en la mejilla.
—Está bien. Vamos... a ver si puedo devolverte el favor que me hiciste tú ayer.
—Sshh... con cuidado —dijo Xena, posando una mano tranquilizadora sobre la
cabeza de Gabrielle—. Tienes una migraña, Gabrielle. Es un tipo de dolor de cabeza
espantoso.
Había empezado cuando de repente se le empezó a poner visión de túnel, en el
camino de regreso a la posada, y con náuseas, que acabaron con un ataque de arcadas en
seco que la dejó temblando en brazos de Xena.
—Oh, dioses... —gimió—. Esto es peor que estar mareada.
—Mm... sí, la verdad... creo que sí —asintió la guerrera con lástima—. Menos mal
que al final no has desayunado.
—Gracias —fue la sarcástica respuesta—. Cómo me consuelas.
Xena se apoyó en la pared y se colocó a la bardo en el regazo, acunándola sobre su
hombro. Metió un paño de lino en un cubo de agua fría y lo escurrió hasta secarlo casi
del todo, luego se lo puso a Gabrielle en la cabeza y notó que la bardo se relajaba
encima de ella.
—No lo decía en serio —murmuró Gabrielle, cerrando los ojos.
—¿El qué? —preguntó Xena, cambiando un poco de postura.
—Que no me consuelas —replicó—. Si me tengo que sentir como en el Hades, aquí
es donde quiero hacerlo.
La guerrera sonrió y volvió a mojar el paño.
—Preferiría que no te sintieras así.
—Aajj —resopló Gabrielle—. ¿Te pasa a ti alguna vez? —Siguió con los ojos
cerrados mientras se llevaba a los labios la taza que había preparado Xena y bebía un
sorbo—. Puajj... Xena, esto es horrible.
—Sé que es horrible —suspiró Xena—. Y sí, me pasa... de vez en cuando.
Gabrielle se bebió el resto del mejunje con una mueca.
—Nunca has dicho... —Ladeó la cabeza y miró a su compañera—. Sigues adelante.
Como siempre.
Xena se encogió de hombros y volvió a colocarle el paño frío.
—Es eso típico de los señores de la guerra de parecer más duro que nadie y no
reconocer nunca que te duele algo, supongo. —Y que tengo el sentido común suficiente
de tragarme el maldito brebaje sin poner caras.
Gabrielle cerró los ojos y notó que se le formaba una sonrisa débil cuando el dolor
cedió un poco, acompañado de una acometida de sueño.
—Sea lo que sea, está funcionando... —murmuró, dejando la taza y notando que le
desaparecía la tensión del cuerpo, momento en que se derrumbó sobre el pecho cubierto
de armadura de Xena.
La guerrera esperó unos minutos, apartando distraída el pelo de los ojos cerrados de
la bardo, luego la levantó en brazos, fue hasta la cama y la tumbó con cuidado. Y se
quedó de pie a su lado, no supo cuánto tiempo, observando su respiración regular. Le ha
dicho a su madre... que no puede vivir sin mí. Yo pensaba... sé lo que siento... pero
nunca pensé... no me lo merezco. Acarició tiernamente la suave mejilla de la bardo y en
la cara dormida apareció una leve sonrisa. En la cara de Xena se dibujó la misma
sonrisa, luego suspiró y retrocedió, echando una colcha ligera sobre el cuerpo de su
compañera. Y por un largo instante, estuvo a punto de unirse a ella. Xena, basta ya. Ella
tiene una excusa, tú no. Así que ponte en marcha y haz lo que tienes que hacer.
Y así, se fue al establo y a los resoplidos de reproche de Argo. Sacó a la yegua para
dar un largo y completo paseo, por campos pelados y por la linde del antiguo bosque
que bordeaba a Potedaia, y la hizo galopar hasta que se cubrió de sudor, luego aflojó el
paso por el valle del río, hasta detenerse en la colina que daba al río, donde se relajó en
la silla.
Disfrutó de la brisa fresca que le apartaba el pelo oscuro de la frente y agitaba la crin
de Argo, que le daba azotes punzantes en los brazos, apoyados en el arzón. El viento le
trajo el olor del río y de los fértiles campos empapados de sol de ambos lados, y, a lo
lejos, un indicio de humo de leña.
—Oye, chica —le murmuró a la yegua, que pastaba con entusiasmo, gozando de la
fresca hierba del río tras los días de pienso seco del establo—. Eso te gusta, ¿eh?
Apoyó las manos en el arzón y saltó de la silla, dejando caer las riendas de Argo
mientras paseaba por la hierba que le llegaba hasta media pantorrilla, luego se sentó en
el suelo cerca de la orilla del agua en movimiento, se rodeó las rodillas con los brazos y
dejó que el apacible gorgoteo resonara a su alrededor, a juego con las ondas de calor que
salían de su interior, mientras pensaba en lo mucho que había cambiado su vida en dos
cortos años. En la diferencia que había supuesto una sola persona. Puedo quedarme
aquí sentada... y disfrutar simplemente contemplando este valle... y por primera vez
desde que apenas tenía edad para pensar siquiera, empiezo a imaginar un... mañana.
Aunque todos mis instintos me dicen que es mala idea... no puedo evitarlo... maldita
sea... quiero que haya un mañana. Se sonrió, cogió una piedrecilla que estaba cerca de
su bota, examinó un poco su superficie plana y lanzó la piedra para que botara
limpiamente por la superficie del agua, hasta que por fin se hundió con un chapuzón.
Parece que ésa sigue siendo una de las muchas cosas que sé hacer, pensó, probando a
burlarse un poco de sí misma. Eso es, Xena... aprende a tomarte a ti misma un poco
menos en serio. Sonrió abiertamente y cuando estaba a punto de coger otra piedra, sus
oídos captaron una pisada suelta detrás de ella.
Se quedó inmóvil, concentró sus sentidos en esa dirección y ahora oyó el sonido de
una respiración laboriosa, y manos que rompían hojas, pies que aplastaban la maleza, lo
cual quería decir que quienquiera que fuese seguro que no era capaz ni de sorprender a
un conejo muerto, y mucho menos a ella. Esperó y observó con interés cuando el pelo
claro de sus brazos se erizó como reacción a la detección del peligro por parte de su
cuerpo.
Ahora ya estaba más cerca, al borde de los árboles, y entonces el que la acechaba se
detuvo y miró hacia donde estaba sentada.
Oyó el inconfundible crujido del mecanismo de una ballesta y soltó una ristra de
palabrotas por lo bajo, al tiempo que se levantaba y se volvía de un solo movimiento
para encararse con su atacante, con los brazos en jarras y poniendo su mejor ceño.
—Herodoto. Qué sorpresa. —Suspiró y vio que el otro se quedaba paralizado al ver
que lo estaba mirando—. Adelante. A ver qué bien lo haces. —Abrió los brazos de par
en par y esperó—. ¿O es que sólo puedes pegar a los niños y disparar a la gente por la
espalda? —Su voz había adoptado un tono de profundo desprecio.
Herodoto se quedó mirándola largamente, luego levantó la parte frontal de la ballesta
y la sostuvo entre los brazos.
—Vete al Tártaro —dijo, en voz baja.
—Ya lo he hecho. Lo conozco —contestó Xena, bajando los brazos y avanzando
unos pasos. Hasta que consiguió distinguir su rostro, entre las sombras de los árboles. Y
vio, por un instante breve y estremecido, el destello de un recuerdo que coincidía con la
expresión de sus ojos. De una Gabrielle muy distinta, en una realidad donde ella no
había detenido a esos tratantes de esclavos, con una expresión de odio resentido que ella
sabía... que iba dirigido tanto hacia dentro como hacia fuera—. ¿Es que no has hecho ya
suficiente daño por hoy?
—¿Qué sabes tú de eso, maldita seas? —dijó él, acercándose—. ¿Crees que me ha
gustado hacer eso? Pues no. Pero era lo único que se me ha ocurrido que podría... podría
obligarla a enfocar todo esto correctamente y hacer lo que debe.
Xena lo miró pensativa.
—¿Qué te hace pensar que no lo ha hecho?
—Vas a conseguir que la maten. ¿Es eso lo que quieres? —dijo el hombre mayor—.
Sabes que es cierto, Xena. Ya la han herido... ¿por qué no la dejas en paz? ¿Qué hace
falta? ¿Necesitas dinero, caballos... qué?
Vaya. Le gusta hablar, como a ella. Ahora sé de dónde le viene.
—Y tengo que creerme que haces esto porque la quieres, ¿verdad? —Xena notó que
su rabia iba en aumento—. Dime, ¿cómo? ¿Cómo la quieres cuando le has estado
pegando desde que era una niña? Explícame por qué una niña alegre e inocente tuvo que
pasar por eso y entonces, a lo mejor podemos hablar de la clase de peligro que corre
conmigo. —Sus ojos soltaban destellos y lo sabía, pues los días que llevaba viendo
sufrir a su alma gemela empezaban a apoderarse de su mente.
Herodoto se quedó mirándola un buen rato, con odio.
—Porque ella tenía algo que yo ya no podía tener. Y no estaba dispuesto a verlo. —
Se sorprendió a sí mismo al dar una respuesta sincera.
Xena lo miró con súbita comprensión.
—Tú eres narrador.
Los mortecinos ojos verdes la miraron a su vez.
—Soy granjero —fue la tajante respuesta—. Antes veía imágenes, sí. Como ella.
Entonces pensé que si bebía lo suficiente, acabarían por desaparecer. —Hizo una pausa
—. Y así fue.
—Eso es lo que le habría ocurrido a ella —replicó Xena, apagadamente—. ¿Es eso lo
que quieres de verdad?
El hombre soltó una carcajada triste.
—¿Lo que quiero? Quiero que alguien cuide de mí, que se asegure de que no acabo
con la cabeza en el suelo al final de la noche y que me distraiga para no pegar a mi
mujer. ¿Qué quieres tú de ella? ¿Es que cocina bien?
Xena perdió los estribos y antes de que pudiera volver a tomar aliento, se echó
encima de él, lo sacudió como a un perro y le quitó la ballesta de un puñetazo.
—Te voy a enseñar lo que es ser un niño pequeño, cabrón. —Lo levantó por la
pechera de la túnica y lo sostuvo contra el árbol—. ¿Eso te gusta? —Su voz era suave
como la seda—. ¿Qué tal esto? —Y le pegó un bofetón como había hecho él con
Gabrielle—. O esto. —Lo alzó en vilo y lo lanzó a varios metros, donde se estrelló con
el tocón de un árbol.
Se le pusieron los ojos vidriosos y se quedó donde estaba, con la espalda apoyada en
el tocón.
—No... vete —balbuceó, alzando una mano para protegerse la cara.
—Ah, ¿ya has tenido bastante? —dijo Xena iracunda—. Tiene gracia que los
mayores cobardes sean capaces de zurrar de lo lindo, pero nunca puedan aguantarlo
cuando les toca a ellos. —Se agachó por encima de él, lo agarró por la mandíbula y lo
obligó a mirarla a los ojos—. Escucha bien. Tu hija tiene más valor en una sola mano
que todo este pueblo junto, ¿te enteras? Es buena, es inteligente, es una bardo
estupenda, es fuerte y tiene derecho a decidir lo que va a hacer con su vida. —Sus ojos
se clavaron en los de Herodoto—. Aunque esa vida sea dura y peligrosa y pueda acabar
matándola. —Bajó la voz—. Pero más te vale entender que yo moriría de buen grado
con tal de evitar tal cosa.
Se miraron a los ojos largo rato, hasta que por fin Xena aflojó la mano, se levantó, le
dio la espalda y se encaminó hacia Argo. Sintió más que oyó el movimiento detrás de
ella. La vibración del aire contra la cuerda, del aire sobre las plumas, el tañido siseante
de una flecha de ballesta al vuelo.
Se volvió a media zancada, dejó reaccionar a su cuerpo y sus manos subieron y
atraparon las flechas... y luego las tiraron con desdén. Dejó que sus ojos se llenaran de
frialdad. Dejó salir al lobo y volvió hacia él, que estaba acurrucado contra el tocón.
Mirándola fijamente.
Se quedó mirando mientras la alta guerrera caminaba hacia él, pasando del sol a la
sombra con un movimiento salpicado de luz que derramaba destellos por encima de ella
y se reflejaba en su armadura, hasta que se detuvo sólo cuando se agachó y le sonrió con
ferocidad.
—Deberías dar gracias a los dioses por tu hija, Herodoto —dijo, envolviéndolo con
su voz—. Porque de no ser por ella, ahora mismo estarías hecho pedazos. —Y cogió la
ballesta, la miró, lo miró a él, luego colocó las manos en cada extremo, se movió y el
arma se partió en dos.
Se levantó en silencio y regresó a la paciente yegua dorada, y esta vez se montó sin
incidentes. Una última mirada al hombre. Bueno, en realidad no le he hecho daño. En
exceso, suspiró su mente. Adiós a la idea de dar un relajante paseo.
—Vamos, chica. En marcha. —Tocó el costado de Argo con una rodilla cuidadosa y
la yegua regresó obedientemente a través del bosque.
—Qué casualidad encontrarte aquí —sonrió Lila, cuando Xena y ella se cruzaron
poco después, delante del taller de la costurera—. ¿Cómo está? —añadió en voz más
baja, con tono compasivo y preocupado.
Xena se encogió de hombros ligeramente.
—Tenía un dolor de cabeza muy fuerte cuando volvió. Le di algo para calmarlo...
ahora está durmiendo. —Una pausa—. Parece que está bien.
Lila suspiró.
—Maldito sea. —Se apartó de los ojos algunos mechos de pelo castaño oscuro—.
Entonces, me pasaré a verla más tarde. —Le mostró un paquete que llevaba—. ¿Te
importa darle esto? Es el vestido... ha quedado muy bien. —Sus labios sonrieron a
regañadientes—. Mejor que el mío, en cualquier caso.
—Claro —replicó Xena, cogiéndole el paquete y colocándoselo con cuidado debajo
del brazo—. ¿Cómo está Lennat? —Se volvió para mirar hacia la herrería, donde vio las
sombras indistintas de dos hombres altos inclinados sobre la forja principal.
Lila le sonrió ampliamente.
—Está encantado. —Meneó la cabeza y se echó a reír—. Se pasa todo el día
golpeando metal caliente, no sé... pero vuelve a casa y habla de ello como si fuera la
cosa más maravillosa del mundo. —Bajó la mirada—. Dijo que iba a hablar con
Gabrielle más tarde... sabes que Metrus le ha hecho a él lo mismo que...
—Lo sé —replicó Xena, apagadamente.
—Bueno... —Ahora los ojos garzos subieron un instante para encontrarse con los de
Xena—. Supongo que tenemos algo en común.
—Mmm... —asintió Xena, con un amago de sonrisa—. Podría ser. ¿Lennat lo
lamenta?
Una carcajada.
—Dioses, no. —Entonces Lila se puso seria y la miró fijamente—. No más que
Gabrielle.
Xena se encogió de hombros.
—Eso no lo sé.
—Yo sí —fue la segura respuesta—. Xena, es mi hermana. La conozco de toda la
vida. —Lila miró rápidamente a su alrededor y bajó la voz—. Ella nunca... —Una pausa
y un suspiro—. ¿Cómo puedo decirlo...? Nunca dejaba que nadie llegara... hasta el
fondo de su corazón. Ya sabes cómo es... siempre haciendo favores a la gente, gastando
bromas, contando historias, intentado solucionar los problemas... es mi hermana
mayor... siempre intentaba consolarme, cuidar de mí... intentaba ayudar a madre,
quitarle parte de la tensión... ahora que miro atrás, estaba muy necesitada de alguien que
se pusiera manos a la obra e hiciera eso mismo por ella en ocasiones. Pero la verdad es
que no había nadie. Así que mantenía a todo el mundo a distancia. —Otra pausa—. Se
sentía responsable de nosotras.
—Bueno —comentó Xena con humor—, sí que tiene esa tendencia.
Lila meneó la cabeza.
—Cierto. Pero... no sé qué creí que estaba pensando cuando salió corriendo detrás de
ti hace dos años. Pensé que estaba loca, francamente.
—Y yo —fue la respuesta, afectuosamente risueña.
—Mmm... seguro —rió Lila—. La había oído hablar del famoso árbol. —Se puso
seria de nuevo—. Pero... esta vez, ahora que he tenido la oportunidad de pasar más
tiempo con ella... he visto indicios de una parte de mi hermana que... no había visto
nunca. —Bajó la mirada—. Tú has visto un lado de ella que yo nunca he visto... y por
eso me he dado cuenta de que ha... encontrado a alguien a quien puede... y quiere...
dejar llegar hasta el fondo.
Un largo silencio entre las dos.
—Y me alegro mucho —continuó Lila por fin—. Siento que hayamos empezado tan
mal.
Una mano le agarró el hombro.
—Tenías motivos —fue la respuesta tranquila y resignada de Xena—. Es tu hermana
y yo doy bastante miedo.
Lila se echó a reír.
—Mm... no iba a decir eso. —Pero miró a Xena y vio su sonrisa—. Pero... sí. Lo das,
un poco.
Una ceja enarcada. Y otra.
—¿Un poco? —Con un brillo risueño en los ojos.
—Aah... vale. Mucho —confesó Lila—. De hecho, eres la persona más terrorífica
que creo que he conocido en mi vida. Tampoco es que haya conocido a muchas, ojo.
—Bueno, eso está mejor —replicó Xena, con la cara muy seria—. Tengo que
mantener mi reputación, ya sabes.
Las dos se miraron y se echaron a reír.
—Será mejor que vuelva —dijo Xena riendo y mostrando una cesta—. Aquí llevo la
comida y ya conoces a Gabrielle.
—Te acompaño un poco —se ofreció Lila y las dos echaron a andar—. Eso me
recuerda, ¿es que no le das de comer ahí fuera? No es más que piel y huesos.
Xena resopló conteniendo una carcajada.
—Oh, por favor... tu hermana come fácilmente tanto como yo y probablemente más.
Es que lo quema todo... seguro que por hablar tanto.
Lila se echó a reír.
—Me alegro de ver que algunas cosas no han cambiado. Siempre ha sido así.
Xena subió las escaleras, riendo aún, abrió la puerta con cuidado y entró sin hacer
ruido. Dejó la cesta en la mesa, depositó el paquete en la silla y se quedó de pie en
silencio junto al poste de la cama, mirando a la bardo, que seguía profundamente
dormida. Ahora la veía con una perspectiva ligeramente distinta, gracias a Lila. Siempre
me he dado cuenta... de lo que me costaba abrirme a ella. Dioses... debo de haberla
desquiciado por completo en más de una ocasión... nunca se me ocurrió pensar que
ella también se estaba abriendo. Siempre parecía salirle una forma tan natural... pero...
Su mente retrocedió al pasado. No lo era. Corría un riesgo... igual que yo, pensó,
mientras se soltaba la armadura, se la quitaba por encima de la cabeza y la colocaba
sobre una silla.
Intentando hacer el menor ruido posible, cedió al impulso y se echó junto a su
compañera, se acurrucó pegada a su espalda y le pasó un brazo por la cintura. Notó que
el indicio de tensión desaparecía del cuerpo de la bardo y que una mano agarraba la
suya al tiempo que Gabrielle se pegaba a ella con un suave suspiro. Y dejó que el ritmo
regular de la respiración de la bardo la sumiera en un estado de duermevela, hundida en
una bruma cálida y reconfortante que descubrió que le gustaba mucho.
Gabrielle mantuvo los ojos cerrados y dejó que sus otros sentidos pasaran poco a
poco del sueño a la vigilia. Captó el limpio olor a hierbas del lino y el cálido olor a
madera gastada del suelo de la habitación. Oyó el crujido de las tablas del suelo al
dilatarse y sintió una presencia conocida y caliente a su espalda. Se le fue extendiendo
una sonrisa por la cara cuando su mano reconoció el fuerte brazo que la rodeaba
protector y se hundió desvergonzadamente en la maravillosa sensación de seguridad que
le provocaba.
Se regodeó en ello un rato, luego se estiró y se dio la vuelta, se acurrucó bajo la
barbilla de Xena con un murmullo satisfecho y la miró parpadeando con una sonrisa
indolente. Se encontró con un par de risueños ojos azules cuya calidez aumentó cuando
sus miradas se tocaron.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Xena, apoyando la cabeza en una mano.
—Muchísimo mejor —respondió la bardo, tocándose la cabeza—. Y... aliviada. —De
que hubiera terminado... De que la presión que había sentido desde que llegó aquí
hubiera... desaparecido—. Y triste. —Una apagada y sincera confesión—. Bueno... ¿tú
también has estado aquí dormitando, todo este tiempo? —preguntó, con una sonrisa
burlona, incapaz de evitar que sus manos se pasearan por la figura enfundada en cuero
de Xena, moviendo los dedos por la caja torácica que se movía regularmente y notando
cómo se le cortaba la respiración a su compañera por la ligera caricia.
—No —fue la respuesta—. He salido a hacer ejercicio con Argo, me he encontrado a
tu hermana y te he traído el vestido para mañana, he arreglado una pieza del arnés y te
he traído comida. —Una pausa—. Luego he venido aquí y parecías tan a gusto que
decidí echarme contigo un rato.
—¿Comida? —sonrió la bardo, centrándose en lo esencial—. Me muero de hambre.
—Te debes de sentir mejor —rió la guerrera.
—Pues sí —contestó Gabrielle—. Qué raro... debería sentirme fatal... por lo que ha
pasado y lo que ha dicho él y todo... pero... —Aspiró y soltó una profunda bocanada de
aire—. Me da tanto gusto no sentir ya esa presión... Sé que luego me sentiré mal, pero
ahora mismo, siento más alivio que otra cosa. —Hizo una pausa—. Bueno... ¿qué decías
de comida?
—Por los dioses, Gabrielle —contestó Xena, meneando la cabeza con fingido
asombro. Rodó hacia un lado, agarró el poste de la cama, se izó cabeza abajo, luego se
dejó caer dando la vuelta y fue a la mesa donde estaba la cesta—. Toma. —Se volvió y
regresó a la cama—. La comida.
Gabrielle exploró la cesta y dio unas palmaditas en el borde de la cama a su lado.
—¿Comes conmigo? —ofreció, con la boca llena. Entonces, aunque intentó no hacer
caso, la voz de su padre resonó en su mente y dejó de comer. No debería importarme.
Me ha hecho cosas horribles, y a madre, y a Lila. Cerró los ojos. Pero me importa.
—Claro. —Xena se sentó, sacó un trozo de pan de la cesta, arrancó un poco y se
quedó mirándolo largamente, luego se lo metió en la boca y masticó despacio. Entonces
levantó la mirada y se fijó en la cara de Gabrielle, y quitó la cesta de en medio—. Oye...
—Se acercó más, le puso a la bardo una mano en el hombro y le quitó el bocadillo de
los dedos repentinamente inertes.
—No debería sentirme mal —susurró Gabrielle, mirando por la ventana—. Sabía que
lo más seguro era que hiciera eso. —Tomó aire temblorosamente—. Sé que ha hecho
cosas... malas. Contra nosotras. —Se contempló las manos—. Pero así y todo, me duele.
—A ciegas, alargó la mano y enganchó los dedos en la túnica de cuero de Xena, se
acercó y hundió la cara en el familiar olor ahumado del cuero, dejando caer sus
defensas, y por fin se echó a llorar.
—Debe de ser horrible tener que quitar todas estas manchas de agua del cuero —dijo
por fin con voz ronca, un rato después, y sintió la mano de Xena que le acariciaba el
pelo como respuesta—. Creo que después de esto te voy a deber una túnica nueva. Me
alegro de que no tengas puesta la armadura... me pasaría una vida quitándole la
herrumbre. —Levantó la vista y soltó el aliento que llevaba largo tiempo conteniendo
—. Gracias... por enésima vez desde que estoy aquí, creo. Siento no parar de llorar
encima de ti.
¿Debería contarle mi pequeño encuentro con su padre? Xena se debatió consigo
misma. ¿Hace falta que lo oiga? Probablemente no. ¿Necesito contárselo?
Probablemente no. Pero esta... conexión... me dificulta mucho ocultarle cosas y puede
que no sea bueno. Suspiró.
—Cuando... salí a montar con Argo, me... tu padre me siguió.
Los ojos de Gabrielle se endurecieron y levantó la cabeza del pecho de Xena, para
mirarla a la cara atentamente.
—¿Qué pasó?
Y se lo contó, hasta el último detalle y el último movimiento, con un tono frío y
distante. Vio que la mirada de la bardo se hacía introspectiva y esperó una respuesta que
tardó mucho en llegar.
—Creo que acabo de descubrir algo horrible sobre mí misma, Xena —susurró
Gabrielle por fin, abrazándose a sí misma.
La guerrera le puso una mano vacilante en el hombro y notó el estremecimiento
cuando la tocó. Sin decir nada, dejó caer la mano, sin hacer caso de la dolorosa
puñalada que sintió en el corazón por esa reacción.
—¿Qué...? —Y tuvo que parar para carraspear.
—Quería que hicieras eso —contestó la bardo, con tono distante—. Quería ver cómo
le dabas una paliza y hacías que se sintiera...
—¿Como te sentías tú? —El tono de Xena era suave—. ¿Como se sentían tu madre y
Lila? Gabrielle, es normal sentir eso. —Por los dioses... ya sabía yo que no se lo tenía
que haber contado.
—Para mí no —fue la triste respuesta—. Romper el ciclo del odio, ¿recuerdas, Xena?
Ahora yo soy parte de ese ciclo.
—No. —Un gruñido bajo y retumbante que hizo que Ares se agazapara en el rincón,
mirándola con ojos parpadeantes—. No lo eres, Gabrielle, ¿me oyes? —Se levantó de la
cama y se dejó caer sobre una rodilla, cogió la cara de Gabrielle entre las manos y la
obligó a mirarla a los ojos—. No digas eso jamás. Fuiste maltratada... dioses, por él,
Gabrielle... tienes todo el derecho... toda la... necesidad... de desear que sienta lo que
sentías tú. —Su voz se hizo más profunda—. Tú no sientes odio, Gabrielle, no lo llevas
dentro... porque yo lo conozco mucho mejor de lo que lo conocerás tú nunca... y
reconocería el menor indicio... y no lo encuentro en ninguna parte de tu corazón. —Hizo
una pausa y miró fijamente a los ojos verdes clavados en su rostro—. Te conozco... en
algunos sentidos mejor de lo que me conozco a mí misma. Confiaría en tu corazón para
cualquier cosa... con cualquiera... porque eres la persona más amorosa, más compasiva
y más bella que he conocido en mi vida. —Una pausa más larga—. No lo dudes jamás.
¿Cuántas veces me has dicho que es mi fe en ti lo que te mantiene intacta, Xena? Su
mente repasó las palabras, saboreándolas con agridulce intensidad. Y yo más o menos lo
sabía. Pero nunca pensé que iba a necesitar tu fe en mí tanto como ahora. Aflojó los
brazos con que se rodeaba a sí misma, alzó las manos, aferró los dedos de Xena con los
suyos y tiró de sus manos para colocarlas entre las dos. Se las llevó a los labios y cerró
los ojos mientras las besaba. Y se entregó a la fe de Xena, sintiendo que la culpa oscura
y pesada se iba disipando poco a poco bajo esa firme mirada azul.
Se hizo un largo silencio, interrumpido únicamente cuando Xena volvió a sentarse en
la cama y abrazó a la bardo, y luego únicamente por el sonido de su respiración casi
inaudible y los crujidos de las tablas de madera que las rodeaban.
Gabrielle se había sumido en un duermevela soñador cuando notó que Xena se ponía
rígida y sintió una descarga casi física que la atravesaba.
—¿Qué? —preguntó, levantando la cabeza.
Xena se llevó un dedo a los labios y ladeó la cabeza. A lo lejos, un trueno débil y
apagado.
—Caballos —contestó, concentrándose—. Se mueven deprisa y vienen hacia aquí. —
Entonces oyó los ásperos gritos y se levantó, alcanzando su armadura—. Guerreros...
probablemente una banda de forajidos. —Y los primeros alaridos de las afueras—.
Problemas.
Con dos tirones rápidos, se abrochó la armadura, y con un tercero fijó la vaina a sus
correas.
—Muy oportuno —suspiró, mientras se dirigía hacia la ventana—. Te veo abajo. —
Ni se planteó que Gabrielle se quedara atrás... hacía ya tiempo que eso no se planteaba.
—Bien —afirmó la bardo, agarrando su vara, y se quedó mirando mientras su
compañera saltaba por la ventana, sobre el tejadillo del porche, luego daba una voltereta
en el aire y caía hacia el suelo—. No me podría inventar a nadie más asombroso que ella
—le murmuró a Ares, al tiempo que abría la puerta y corría escaleras abajo.
Xena aterrizó en el suelo justo en el momento en que los primeros jinetes entraban a
la carga en la aldea, blandiendo antorchas encendidas, directos hacia los aldeanos con
lanzas y picas de hierro. Eran la típica banda, pensó la guerrera mientras se dirigía hacia
el primero de ellos a la carrera, espada en ristre.
El primero de los asaltantes bajó la pica y no alcanzó por los pelos a la mujer que
corría. Levantó la vista justo cuando un cuerpo enfundado en cuero se le tiraba encima y
lo hacía caer del caballo, y ambos rodaron por el suelo. Empezó a levantarse,
blandiendo aún la pica con una mano, pero Xena bloqueó el ataque, se montó de un
salto en el resollante caballo y dirigió al animal con las rodillas hacia la avalancha de
asaltantes.
Eran como una docena y media y tres de ellos cayeron bajo su espada antes de que
los demás se dieran cuenta de que en este pueblecito había algo más de lo que se
esperaban. Con un grito salvaje, Xena cargó contra ellos, alternando las estocadas
brutales de su espada con golpes demoledores que atravesaban su media armadura como
si estuviera hecha de tela.
Una choza estaba en llamas. Maldiciendo, Xena frenó a su montura y miró a su
alrededor y vio a Gabrielle, que ya se dirigía al edificio.
—¡Yo me ocupo! —le gritó la bardo, haciéndole un gesto para que se fuera, y blandió
la vara con fuerza en redondo para eliminar a un asaltante que había desmontado, al que
alcanzó limpiamente en la cabeza y que se desplomó en el suelo sin el menor ruido.
—Bonito... —se dijo Xena, luego se bajó del lomo del caballo y se puso a atacar a los
asaltantes a pie. El más alto de ellos consiguió agarrarla y le estampó el antebrazo en la
cabeza. Ella rodó con el golpe y se levantó inmediatamente, avanzó y lo alcanzó en la
cara con un buen codazo. Él la miró un momento, atónito, y luego cayó deslizándose
por su cuerpo hasta la tierra removida del patio.
Oyó cascos de caballo que se acercaban y al levantar la mirada, vio a un lancero a
caballo que cargaba contra ella, con los ojos entornados tras el visor de cuero duro.
Xena sonrió y esperó a que la punta estuviera a un milímetro de distancia de su cara,
entonces se echó a un lado y agarró la lanza, plantó ambos pies con fuerza en la tierra y
aguantó el tirón.
Desmontó al jinete y utilizó el extremo de la lanza para darle un golpe brutal en la
cara que lo mató al instante.
Ahora oyó unos cascos más pesados y cuando esta vez levantó la mirada, se le heló la
sangre en las venas. Un jinete cargaba no contra ella, sino contra una figura solitaria que
estaba en medio del camino que llevaba a una casa conocida.
El animal era inmenso, casi del doble de tamaño que Argo, y el jinete... A Xena se le
congeló la mente. Más alto que un hombre, con cabeza y cuello de toro.
—Un minotauro —murmuró y sintió que se le aceleraba el corazón. Y Herodoto
estaba plantado justo delante de él.
El tiempo se hizo más lento, como siempre le sucedía en momentos como éste. Y
tuvo un único y mero instante para comprender que podía no hacer nada y dejar que este
hombre, que había hecho daño a su familia, que le había hecho tanto daño a su
Gabrielle, se llevara su merecido. A manos de un enemigo que ella sabía que tenía pocas
posibilidades de vencer.
—Maldición. —Y echó a correr, propulsando su cuerpo con largas y poderosas
zancadas que devoraban la distancia cada vez a mayor velocidad, al tiempo que
envainaba la espada y se lanzaba hacia el caballo galopante, el minotauro y Herodoto.
El minotauro alzó el garrote para asestar el golpe mortal, soltando un rugido
resollante que estremeció el suelo con su furia. Bajó el brazo, pero el garrote quedó
bloqueado de repente por una figura que volaba por el aire, que giró en pleno salto y que
recibió el fuerte golpe en las placas de bronce de su armadura.
Ay. Xena hizo una mueca de dolor cuando el garrote se estrelló en su armadura, pero
eso no le impidió enganchar las manos en el arnés de cuero, aprovechando el impulso
para dejarse caer por el otro lado del caballo con la esperanza de que su peso bastara
para hacerlo caer con ella.
Y así fue, aunque por los pelos, y los dos cayeron y se estamparon con el tronco del
árbol contra el que estaba arrinconado Herodoto. Xena sintió que le bailaba el cerebro
por el impacto, pero no hizo caso de la desagradable sensación y se apartó del tronco de
un salto y se puso en pie, encarándose al minotauro. Oh... madre mía. Qué peligro.
—Vete de aquí —le gruñó a Herodoto—. ¡Vamos!
Él obedeció, pero no se alejó mucho, sólo se puso fuera del alcance de su espada y
del minotauro resollante y babeante.
—Vas a morir —dijo ásperamente el medio hombre, medio bestia, abalanzándose
contra ella.
—Eso ya lo he hecho —respondió Xena, parando el golpe con el brazal y dándole
uno a su vez, que hizo que la bestia se tambaleara, sorprendida. ¿Qué era eso que me
decía Gabrielle? ¿Que me convenzo a mí misma de que puedo hacer las cosas? Pues
muy bien... a ver si puedo convencerme de que puedo derrotar a... esto.
El minotauro sacó la espada y la atacó, ella respondió y se pusieron a intercambiar
golpes que hacían saltar chispas de sus espadas y lanzaban un siseo etéreo por el camino
cuando las armas se rozaban entre sí.
La atacó de nuevo, empujando la espada con fuerza contra la suya y aprovechando su
mayor tamaño para intentar clavarla al árbol, pero Xena se movió de lado, desvió la
fuerza de la estocada y le hundió la empuñadura de su espada en el costado, lo cual le
hizo soltar un gruñido de dolor y corresponder con un golpe que le dejó la cabeza como
si la tuviera llena de campanas repicando.
Sabía que la había dejado aturdida y soltó un bramido de triunfo al tiempo que le
rodeaba el cuello con las manos, y ella no pudo impedírselo.
El mundo empezó a apagarse bajo la presión de sus manos agarrotadas y sintió un
leve zumbido que le iba llenando los oídos. Ahora estaba todo en silencio, salvo por el
zumbido, y se estaba poniendo todo oscuro, y su cuerpo estaba demasiado cansado para
obedecer sus órdenes instintivas de luchar.
No puedo... Su mente flotaba en una bruma gris. No puedo marcharme... tengo algo...
que hacer. Alguien... a quien ver. Y una lanza descarnada y vívida de terror atravesó la
oscuridad y desterró el zumbido, al tiempo que ella volvía a hacerse con el control de su
cuerpo, levantaba las manos y le aferraba los brazos peludos. Con esto, o me salvo o me
mato, proclamó su mente con calma.
Y dobló el cuerpo hacia arriba, apoyó las botas en su pecho y empujó con toda la
fuerza que fue capaz de darles a sus piernas. Se le tendría que haber roto el cuello, pero
en cambio, consiguió que soltara las manos y que se estampara contra el árbol. Y el
mismo impulso la lanzó hacia atrás por el aire, dando una voltereta que su cuerpo logró
controlar de algún modo, y aterrizó en el polvo, donde llenó los pulmones de aire con
bocanadas inmensas.
Vio que se lanzaba hacia ella, con los brazos abiertos, demasiado rabioso para
recordar quién era ella o lo que tenía en la mano. Se agachó y luego se levantó de golpe
en el momento en que él saltaba, su espada le atravesó la armadura y se hundió en su
inmenso pecho al tiempo que la estocada hacia arriba detenía su caída y lo lanzaba hacia
atrás, con la espada de Xena hundida hasta la recia empuñadura en el cuerpo.
Los dos cayeron al suelo y Xena se apartó de él rodando, se sujetó sobre una rodilla,
apoyándose en la otra, y esperó a que le dejara de temblar el cuerpo y el mundo dejara
de dar vueltas.
Oyó pasos a la carrera cuyo sonido le resultaba familiar y cuya presencia no despertó
alarmas en sus maltrechas defensas. Sacó fuerzas de algún lado para ponerse en pie con
un esfuerzo, justo a tiempo de frenar la carrera desbocada de Gabrielle hacia ella y
estrechar a la bardo entre sus brazos aún temblorosos.
—Sshh... tranquila.
—Por los dioses... creí... casi te... —jadeó la bardo, palpando el cuello magullado de
Xena—. Oh... Xena.
—Tranquila, Gabrielle. Estoy bien. Tú... ve a ver cómo está tu madre... yo estaré
bien. Sólo necesito recuperar el aliento —le aseguró la guerrera, estrechándola para
recalcar lo que decía—. Ve.
Los ojos verdes se clavaron en los suyos durante largos instantes.
—Ahora mismo vuelvo —prometió la bardo—. Luego voy a ocuparme de ti, porque
no tienes aspecto de "estar bien". ¿De acuerdo?
Xena le sonrió con cansancio.
—Trato hecho.
Y se alejó por el camino, mirando apenas a su padre al pasar.
Xena observó la cara de éste, que la seguía con la mirada, y luego se encontró con sus
ojos cuando se volvió hacia ella. Y captó, por un brevísimo instante, un atisbo de un
chiquillo de ojos desorbitados cuyo espíritu le resultó muy familiar.
Luego desapareció y sus ojos volvieron a enturbiarse.
—¿Por cuál de los dos apostabas? —fue la tranquila pregunta de Xena, al tiempo que
sentía que recuperaba su nivel de energía y su fuerza. Fue hasta la figura tirada del
minotauro, le puso una bota en el pecho, agarró su espada con las dos manos y pegó un
buen tirón que le arrancó el arma del pecho.
Herodoto se quedó mirándola largamente.
—No lo sé. —Hizo una pausa—. ¿Por qué no has dejado que me matara? No habrías
perdido nada.
Xena apartó la mirada de su espada, que estaba limpiando en los calzones del
minotauro, y lo miró fijamente.
—Ya tengo mucha sangre en las manos. No quiero la tuya. —Envainó la espada y
avanzó hacia él—. Lamento decepcionarte.
—Pero no habrían sido tus manos, ¿no? —preguntó apagadamente.
—Ah, sí, claro que lo habrían sido —replicó la guerrera—. Sabía que podía impedir
que te matara. —Hizo una pausa y luego meneó la cabeza—. Lo que no sabía era si
podía impedir que me matara a mí.
—No te entiendo —replicó Herodoto—. ¿Qué motivo podrías tener para arriesgar tu
vida por mí?
Xena llegó hasta él, obligándolo a levantar la cabeza para mirarla, y se quedó callada
durante largos instantes. Luego suspiró.
—Que ella te quiere.
Herodoto la miró fijamente.
—¿Así de simple?
—Así de simple —fue la respuesta. Fue girando para examinar el pueblo, que estaba
recuperando algo parecido al orden. Las bandas de asaltantes eran algo corriente, en esta
parte del mundo. Suspiró de nuevo y echó a andar hacia la posada.
—Xena —la siguió la voz de Herodoto.
—¿Sí? —Se volvió para mirarlo.
—Apostaba por ti. —Y por un mero instante, el chiquillo de ojos desorbitados volvió
por sus fueros. Luego desapareció y un hombre ya mayor deshecho durante demasiados
años emprendió el camino de regreso a su casa.
Xena meneó despacio la cabeza y se rió por lo bajo, luego se dio la vuelta y se dirigió
de nuevo a la posada, pasando por entre grupos de aldeanos que la miraban con ojos
atentos. Bueno... al menos no lo hacen con franca hostilidad, pensó. Hemos mejorado.
Se detuvo cuando una de las niñas se le acercó y le ofreció un odre de agua.
—Gracias. —Aceptó el odre y sonrió a la niña a cambio.
Con timidez, la chiquilla rubia sonrió a su vez y agachó la cabeza mientras regresaba
donde su madre, según parecía, la estaba esperando. Dioses... ¿alguna vez he sido tan
joven? Xena suspiró, quitó el tapón del odre y echó un buen trago. Y continuó
caminando, desviándose para entrar en la cuadra y visitar un momento a Argo para
asegurarse de que estaba bien.
—Te has perdido un buen espectáculo, chica —informó a la yegua, que la miró
masticando heno apaciblemente—. No te habría gustado nada ese minotauro. —Puso
los brazos sobre el alto lomo de la yegua y apoyó la cabeza en el hombro dorado—. Ha
faltado menos de lo que a mí me gusta, Argo —murmuró en el pelo del caballo—. Por
un momento... —Tomó aliento y se irguió, rechazando la idea. No ha ocurrido. Eso es
todo.
Se dio la vuelta, se apoyó en la yegua y bebió otro largo trago de agua, haciendo una
mueca por el sabor metálico a sangre, y se dio cuenta de que con ese último golpe del
minotauro se había mordido la mejilla por dentro. Oh... cómo me va a doler. Suspiró,
movió la cabeza de lado a lado para aflojar los músculos del cuello y oyó el crujido de
las vértebras maltratadas. Con todo, comentó una voz muy ufana y satisfecha en su
interior, no había estado nada mal, teniendo en cuenta que había acabado con la mayor
parte de los asaltantes y había matado a un minotauro en combate singular. Me parece
que aún no estoy del todo como para jubilarme.
La puerta se abrió y levantó la mirada cuando entró Gabrielle, que cerró la puerta al
pasar y cruzó el suelo cubierto de paja con paso decidido.
—Hola —dijo, cuando llegó al lado de Argo.
—Hola, tú —replicó Xena, ofreciéndole el odre de agua.
—Gracias. —Lo cogió y bebió. Luego observó atentamente el rostro de Xena—.
Menudo susto. —Se acercó más y alzó una mano para tocar las marcas amoratadas que
tenía la guerrera en el cuello—. No me... Por un momento, he pasado muchísimo miedo.
Xena la envolvió entre sus largos brazos.
—Yo también —confesó, cerrando los ojos y hundiendo la cara en el pelo claro de
Gabrielle durante largos instantes. No podía dejar esto... ahora no. Todavía no—.
Bueno, supongo que puedo tachar al minotauro de mi lista de desafíos, ¿no?
Notó que la bardo se reía.
—Sí, supongo. —Echó la cabeza hacia atrás y miró a su compañera—. ¿De verdad
tienes una lista?
Xena sonrió.
—Claro, ¿no la tiene todo el mundo? —Estrujó a la bardo—. Ah... y por cierto,
hazme un favor y cuéntale a Hércules la historieta del minotauro y yo la próxima vez
que nos los encontremos, ¿vale?
Gabrielle se soltó y la miró perpleja.
—Espera un momento. ¿Es que te has dado un golpe en la cabeza? Me ha parecido
oírte... ¿me estás pidiendo que le cuente a alguien una historia sobre ti?
—Pues sí —confirmó Xena, pasándole a Gabrielle un brazo por los hombros y
llevándola hacia la puerta—. Nos hemos apostado cincuenta dinares a que no soy capaz
de derrotar a un minotauro en un combate cuerpo a cuerpo.
La bardo se echó a reír.
—¿Cincuenta dinares? ¿Pero estáis chalados? ¿Qué otras cosas os habéis...? Oh...
espera. Olvida la pregunta. ¿Él puede derrotar a un minotauro?
—Seguro que sí... —respondió Xena—. Recuerda que es un semidiós.
—Mmm. —Gabrielle se lo pensó un momento—. ¿Alguna vez apostáis el uno contra
el otro? —preguntó, con curiosidad—. O sea, ¿tú contra él?
—Gabrielle... que es hijo de Zeus —dijo la guerrera riendo—. Y la última vez que lo
comprobé... —Se palpó un lado de la mandíbula e hizo una mueca de dolor—. Yo soy
mortal. No tendría muchas posibilidades.
Cruzaron el patio ahora vacío, de donde ya se habían llevado los cuerpos y que estaba
pintado por las bandas carmesí de la puesta de sol. Ya estaban casi en la puerta de la
posada cuando Gabrielle rompió el silencio.
—Yo apostaría por ti.
—¿Qué? —preguntó Xena, y casi se le resbaló la mano en el picaporte al volverse
para mirar a su compañera.
—He dicho que si te enfrentaras a él, yo apostaría por ti —repitió la bardo con calma
—. Ahora, ¿me vas a dejar que eche un vistazo a esas marcas? —Alzó las cejas al mirar
a Xena, que estaba ahí plantada sujetando la puerta abierta con un leve ceño.
—Estoy bien, Gabrielle, no es más que... —Se fijó en la expresión de esos ojos
verdes—. Vale... vale... sí, te dejo. —Y consiguió no sonreír con un gran esfuerzo—.
Adelante, majestad.
Pensándolo bien, reflexionó Xena, no mucho después, no ha sido tan mala idea
después de todo. Estaba tumbada en la cama, con Gabrielle sentada con las piernas
cruzadas a su lado, y la bardo le aplicaba concienzudamente un aceite curativo en las
magulladuras causadas por los asaltantes y el minotauro.
—Dioses... eso te tiene que haber dolido —comentó la bardo con una mueca, tocando
el punto donde había recibido el golpe que era para Herodoto. Extendió el aceite con
dedos delicados, luego levantó la mirada y se encontró con los ojos azules tiernamente
risueños que la observaban. Al verlo, se le extendió una sonrisa por la cara, que le fue
correspondida inmediatamente—. Sabes... cuando vi a esa cosa que iba derecha hacia
él... me di cuenta de que tenías razón, Xena. No lo odio.
—Ya lo sabía —fue la tranquila respuesta.
—Sí... es cierto... eché a correr hacia él... aunque sabrán los dioses qué pensaba que
iba a hacer cuando llegara allí. —Miró a Xena con sorna—. Entonces me adelantaste
como si me hubiera quedado parada... y no sé si estaba más muerta de miedo por ti o
aliviada por él. Qué raro. —Hizo una pausa, luego sonrió de nuevo y le dio una
palmadita a Xena en el muslo—. Hay que ver cómo te mueves cuando quieres.
—Me defiendo —contestó Xena, con modestia—. Y si te sirve de consuelo, la verdad
es que yo tampoco tenía ningún plan sobre lo que iba a hacer cuando llegara allí.
Gabrielle se quedó mirándola y soltó una risita.
—¿En serio?
Xena le puso una mano distraída en la rodilla.
—En serio... no tengo un plan de prevención para minotauros.
—Ojalá hubiera podido hacer algo para ayudar —suspiró la bardo, contemplándose
las manos—. En lugar de quedarme ahí plantada muerta de miedo.
La mano que descansaba sobre su rodilla la agarró y levantó la vista, sobresaltada,
para mirar a los ojos ahora serios de Xena.
—¿Qué? Oh... ya sabes lo que quiero decir, Xena... sólo estaba...
—Esta mañana le dijiste una cosa a tu madre. —El tono de la guerrera era muy
apagado.
Le dije muchas co... oh.
—Sí, es cierto. —Pues sabía casi con toda seguridad a qué se refería—. Y es la
verdad. —Es la verdad que no podría vivir sin ti... sin esto... ya no... Se me había
olvidado que lo había oído. Sonrió por dentro. Pero me alegro de que lo oyera, aunque
seguro que le dio un poco de corte... Es decir, primero esto del vínculo vital, luego...
Xena asintió despacio.
—Creo que sabes que es mutuo. ¿Verdad?
Gabrielle sintió que se ruborizaba.
—Pues... mm... —Respira, Gabrielle, respira...—. No, no lo sabía —terminó, con un
susurro casi inaudible.
—Quería... asegurarme de que lo supieras. —Xena respiró hondo—. Porque... cuando
esta tarde el minotauro estaba estrangulándome... lo único que me hizo seguir... —Se
calló, alargó la mano y agarró los dedos inmóviles de la bardo—. Fue saber que tenía
una razón para no morir. —Esperó a que los ojos verdes se posaran en los suyos, como
así hicieron—. Sentí tu miedo... y eso me dio la fuerza de voluntad necesaria para
soltarme, Gabrielle. Así que... no te quedes ahí diciéndome que no hiciste nada. —Una
breve pausa—. Porque sí que lo hiciste.
Gabrielle tomó aliento varias veces para decir algo, pero al final levantó sus manos
unidas y apretó la mejilla sobre los nudillos de Xena, cerrando los ojos y sonriendo. Y
confiando en que el vínculo que las unía hablara por ella. Para ser bardo, tengo una
tendencia nefasta a permitir que me deje sin palabras. Qué... bochorno. Pero creo que
capta el mensaje.
Y efectivamente, habló por ella, pues sintió un tirón hacia abajo y se dejó caer en
brazos de Xena, hundiéndose en la poza de luz carmesí que se derramaba sobre las dos.
—Oye —murmuró Gabrielle, bastante después—. Vi cómo te golpeaba... ¿qué tal la
cabeza? No tienes conmoción, ¿verdad?
—Mmm. —Xena abrió los ojos de mala gana y pensó en la pregunta—. No... no
creo. Normalmente tengo una... sensación como de niebla justo después, cuando me
ocurre. Esta vez no. —Levantó la mano con indolencia y se dio unos golpecitos en la
cabeza—. Bien dura.
La bardo ladeó la cabeza para mirar a Xena.
—¿Te ocurre tan a menudo? Sabes que no es nada bueno. —Arrugó la frente con
preocupación. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Por los dioses, Gabrielle, ¿cómo
puedes estar tan ciega?
—Un par de veces. —Xena se encogió de hombros—. Intento evitarlo, amor. No me
apetece que se me revuelvan los sesos. —Y sonrió en silencio al darse cuenta de la
naturalidad con que se le había escapado ese término cariñoso. Incluso con Marcus,
había tenido que hacer un esfuerzo consciente para emplear palabras como ésa. Con
Gabrielle no. Simplemente... le salían. Advirtió que Gabrielle no decía nada, pero
tampoco podía disimular el brillo de sus ojos.
—No, supongo que no —contestó Gabrielle, más animada. Miró por la ventana—.
Bonita puesta de sol. —Guiñó los ojos y se quedó mirando la luz rojiza, notando el
calor en la cara—. Echo de menos contemplarlas ahí fuera.
—¿Sí? —preguntó Xena con curiosidad—. Creía que preferías estar bajo techo. —No
como yo, por ejemplo.
La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso boca arriba, por lo que se
quedó mirando el techo manchado de carbón.
—No... echo de menos mirar las estrellas contigo —contestó con tono soñador—. O
imaginar formas en las nubes... o contemplar la puesta del sol. Escuchar cómo cambian
los ruidos de los animales del día a la noche. Oír las cascadas que tan bien se te da
encontrar para que acampemos cerca. —Hizo una pausa—. Me alegro de que nos
marchemos mañana.
Xena se lo pensó.
—Yo también. —Se rió suavemente—. Y tenemos mucho viaje por delante hasta
llegar a Cirron.
—Mmm —asintió Gabrielle—. Va a estar bien volver a ver a Jess.
—Ya lo creo. —La guerrera suspiró—. Verás la que me va a montar.
La bardo ladeó la cabeza.
—¿Por qué? Oh... por... —Sus ojos pasaron de la una a la otra.
—Sí —dijo Xena con aire mortificado.
Gabrielle soltó una risita.
—¿Todos esos comentarios insidiosos eran por eso?
La respuesta fue un suspiro.
—No te preocupes. —Le dio unas palmaditas a Xena en el hombro—. Yo te protejo.
Le diré que te deje en paz o me invento una historia sobre él y se la cuento a todos sus
amigos.
Le respondió una gran sonrisa deslumbrante.
—Ven aquí.
—¿Eh? ¿Qué...? Oh. —Gabrielle cerró los ojos y disfrutó del beso, dejando que su
calor se derramara a través de ella como el vino especiado en una noche fría—. ¿Te he
comentado alguna vez lo bien que haces eso? —murmuró, cuando hicieron una pausa
para respirar.
—Pues sí —fue la guasona respuesta—. Pero nunca viene mal practicar.
—No —replicó la bardo—. Además... —Deslizó una mano por las costillas de Xena
y notó cómo se agitaban los músculos bajo sus dedos—. Hay que tener mucho cuidado
con eso de que te han dado en la cabeza. Será mejor que no duermas durante un rato.
—Oh... ésa sí que es buena —dijo Xena riendo—. Me gusta. —Colocó a Gabrielle en
una postura más cómoda y le pasó una mano por la parte frontal del cuerpo, sonriendo
cuando se le cortó la respiración—. Voy a tener que conseguir que me den en la cabeza
más a menudo. —Entonces dejó de hablar y se limitó a reaccionar.
—¿Xena? —Gabrielle, cómodamente tumbada encima de Xena, levantó la cabeza
para mirar atontada a la guerrera medio dormida. Mucho más tarde.
—¿Mmm? —Xena abrió un ojo azul y la miró con benévolo cariño.
—¿Está bien... o sea, estás cómoda así? ¿Dejando... que te use como una gran
almohada? —Se sonrojó. Ya era hora de que se lo preguntaras, ¿no te parece?—. O
sea... con sinceridad. —Es decir, ¿puedes respirar con todo este peso encima de las
costillas, por ejemplo?
Xena arrugó el entrecejo y se rió en silencio, con un temblor interno que Gabrielle
notó.
—Claro que sí, Gabrielle. Éste es tu sitio. —Le revolvió el pelo a la bardo y le frotó
la espalda suavemente—. A mí... me gusta.
Palabras dichas como si tal cosa..., pensó Gabrielle, mientras se deslizaban por su
alma y le atenazaban el corazón con un brusco espasmo. Éste es mi sitio. En su interior
prendió un grito de alegría que se extendió por su cuerpo y salió a la superficie en forma
de sonrisa descontrolada y una inmensa inhalación.
—Me alegro —suspiró, y volvió a bajar la cabeza y a relajarse.
Je... algo he dicho bien. Xena miró a la bardo con curiosidad, notando la reacción en
su cuerpo y a través del vínculo que las conectaba. Entonces se acordó... la imagen de
una escena ocurrida hacía ya más de dos años. "Éste no es mi sitio", había dicho la
joven aldeana rubia. Y Xena percibió la verdad de sus palabras, incluso entonces. Pero
esto no te lo esperabas, ¿verdad?, rió su mente. Las dos habían estado buscando algo. Y
pensar que lo hemos encontrado la una en la otra. ¿Qué probabilidades había de que
eso ocurriera?
Se quedaron tumbadas un rato en silencio, las dos ensimismadas. Por la ventana se
colaban los ruidos apagados de la actividad del patio y la brisa que entraba traía el olor a
humo de leña.
—Se deben de estar preparando para la boda de mañana —comentó Xena, a lo que la
bardo asintió.
—Sí... —Gabrielle bostezó y levantó la cabeza, apoyando la barbilla en el hombro de
Xena—. No creo que ahora mi padre vaya a decir nada si estás presente. —Sus labios se
curvaron con una sonrisa—. Pero podrías ser amable y no aparecer con armadura.
Xena la miró enarcando una ceja.
—Ya veremos —comentó—. No has comido en todo el día. ¿Tienes hambre?
—Un poco. —Gabrielle la miró con ojos soñadores—. Pero no lo suficiente para
moverme o hacer nada al respecto. —Sus ojos se posaron en el cuello de Xena, a pocos
centímetros de distancia—. Ya están desapareciendo. —Meneó la cabeza y levantó una
mano para tocar delicadamente las marcas del cuello—. Increíble.
Xena echó de repente la cabeza a un lado, en actitud de escucha. Cascos de caballos,
de nuevo, pero esta vez más lentos, más decorosos.
—¿Qué? —preguntó Gabrielle suavemente, al percibir el cambio en ella y ver cómo
se le ponían los ojos distantes mientras concentraba sus otros sentidos.
—Caballos, son dos —contestó Xena, esbozando una leve sonrisa, cuando los cascos
se detuvieron en el patio y el callado murmullo de voces llegó hasta ellas flotando en la
brisa—. Será mejor que nos vistamos.
—¿Quién es? —susurró la bardo, echando una mirada hacia la ventana y observando
luego su cara. No debe de ser muy grave, está sonriendo.
—Madre y... —Se concentró y luego sofocó una ligera carcajada—. Toris.
Gabrielle sonrió muy contenta.
—¡Genial! —Hizo una pausa—. ¿Te parece bien que les cuente lo del minotauro?
Xena se encogió de hombros.
—No tiene sentido que no se lo cuentes... de todas formas, se lo van a oír a todo el
mundo. —Rodó hacia un lado y se levantó, llevándose a Gabrielle de paso, y depositó a
la bardo limpiamente sobre los pies—. Ya estás.
—Gracias. —La bardo le dio una palmadita en el costado—. Toma. —Le pasó una
túnica del morral que estaba cerca de la cama y sacó una para sí misma—. Cuidado,
Ares. —Rodeó al lobezno, que ahora estaba totalmente despierto, y se puso la prenda, se
la ciñó y cogió una fruta de la cesta que estaba encima de la mesa—. ¿Hay alguna
posibilidad de que tu madre les dé algunos consejos de cocina? —bromeó, mordiendo la
manzana que tenía en la mano y volviéndose de cara a Xena.
Y se encontró con que unos dientes blancos, precisos y delicados, le quitaban el trozo
de manzana de la boca y lo sustituían por un beso.
—Uuh —gorjeó, masticando apresuradamente lo poco que le quedaba y tragando—.
¿Podemos hacerlo otra vez?
—Luego —rió Xena, guiñándole un ojo, al tiempo que sujetaba la puerta abierta—.
Primero vamos a saludar.
Llegaron al pie de las escaleras justo cuando Cirene y Toris estaban hablando en voz
baja con el posadero. Quien levantó la vista al oír sus pasos en las escaleras y luego
parpadeó, paseando la mirada entre Xena y los dos recién llegados.
—Vaya, vaya... qué casualidad verte aquí —sonrió Toris, quien rodeó al posadero
para darle un abrazo de oso a su hermana, que le fue correspondido con cierto
entusiasmo. Se separaron y él se quedó mirando a Gabrielle un momento.
La bardo captó su vacilación y le sonrió afectuosamente.
—Hola, Toris. —Y se acercó a él para abrazarlo. Él sonrió ampliamente y
correspondió, con mucha más delicadeza que al saludar a Xena.
—Madre —dijo Xena, al tiempo que Cirene la abrazaba con energía—. Gracias por
venir hasta aquí.
Cirene la miró enarcando una ceja.
—Cuando Johan me dijo... —Meneó la cabeza y bajó los ojos—. Luego hablamos. —
Se volvió hacia Gabrielle con una sonrisa radiante y estrechó a la bardo entre sus
brazos, luego la apartó sosteniéndola para mirarla largamente.
—Hola, mamá —dijo Gabrielle, con una sonrisa pícara—. No esperaba volver a verte
tan pronto.
Xena se quedó mirando un momento y luego se volvió hacia el posadero, que los
estaba mirando a todos fijamente.
—¿Algún problema? —le dijo, enarcando una ceja.
—Mm... ¿amigos tuyos, guerrera? —preguntó el hombre, vacilante.
—Familia —respondió Xena, saboreando la palabra en la boca, dándole vueltas y
gozando de la sensación.
—Les daré la mejor habitación que tenga disponible —prometió el posadero,
sonriéndole nervioso.
—¿Estás bien, hija? —le preguntó Cirene a Gabrielle en voz baja, mirándola
preocupada a los ojos.
La bardo soltó aliento y asintió con la cabeza.
—Sí... ahora. —Sus ojos se posaron inconscientemente en la alta figura de Xena y
luego volvieron a ella—. He estado en buenas manos.
Cirene le dio una palmadita en la mejilla.
—De eso estaba segura. —Se volvió hacia Xena—. ¿Nos sentamos a hablar? —
Indicó las mesas, que dado lo tarde que era, sólo estaban ocupadas a medias.
—Claro —dijo Xena, y le puso una mano en la espalda a Toris para hacerlo avanzar
—. Mientras no comamos nada de lo que sirven aquí —dijo susurrando apenas, sólo
para que lo oyera Cirene.
Su madre se detuvo y la miró pensativa.
—Ahora mismo me reúno con vosotros. —Y se dirigió muy decidida a la cocina de la
posada.
Xena sonrió y le guiñó un ojo a Toris. Quien le guiñó un ojo a su vez, con el
entendimiento propio de los hermanos. Se sentaron a una mesa vacía, bebiendo las
jarras de cerveza que les había traído el posadero.
—Bueno... —dijo Toris, recostándose y apoyando una bota en el soporte de la mesa
—. ¿Qué os contáis?
Oyeron un estrépito en la cocina.
—Cirene, la Posadera Guerrera —murmuró Xena y salió disparada de la silla hacia la
puerta, saltando por encima de dos mesas que le bloqueaban el camino.
Toris y Gabrielle se miraron el uno al otro durante un largo instante de pasmo y luego
estallaron en carcajadas.
—Oh, dioses... —suspiró Gabrielle—. Qué falta me hacía. —Bebió un largo trago de
la cerveza que tenía delante. Luego levantó la vista y se encontró con los ojos de Toris,
que la miraban preocupados. Qué sensación más rara, pensó, ver los ojos de ella en la
cara de él.
Toris se echó hacia delante, titubeó y luego habló.
—Escucha... no sé cómo decirte lo mal que me sentí cuando Johan nos lo contó. —
Miró a su alrededor y luego volvió a centrarse en ella—. Eres como una segunda
hermana para mí, Gabrielle...
Los ojos verdes lo miraron atentamente.
—No sabes lo que significa para mí... que hayáis venido los dos. —Se fijó en el leve
rubor que le tiñó el rostro—. Gracias, Toris. Sois un encanto. —Hizo una pausa y ahora
fue ella la que bajó los ojos—. El mero hecho de saber que tenía... —Se calló y notó el
calor de su mano cuando se posó sobre la suya, que estaba encima de la mesa—. Y si tu
hermana no hubiera estado aquí... no sé... qué habría hecho.
Toris sonrió.
—Eres de la familia, eso ya lo sabes —le aseguró—. Y... no tuve oportunidad de
decírtelo... antes de que os marcharais... pero me alegro muchísimo de que lo seas. —
Sus ojos brillaban suavemente—. Me alegro por las dos. —Levantó la vista cuando se
abrió la puerta y devolvió la mirada curiosa del hombre alto y rubio que apareció en el
umbral.
Gabrielle se volvió para ver a quién estaba mirando y sonrió.
—Hola, Lennat.
Lennat se acercó, sin dejar de mirar al hombre moreno de ojos azules que estaba
sentado con ella.
—Hola. Mm...
—Oh... perdona —dijo la bardo, cayendo en la cuenta—. Mm... Lennat, éste es Toris.
Es el hermano de Xena. Toris, éste es el prometido de mi hermana, Lennat.
Los dos hombres se miraron y entonces Toris sonrió afablemente y le ofreció el
antebrazo.
—Encantado de conocer a un nuevo miembro de mi familia extendida —dijo
despacio.
Lennat le estrechó el brazo.
—Mm... —Por su cara, era evidente que nunca se había planteado tal cosa—.
Supongo que tienes razón... —Con cierto tono de sorpresa y placer—. Encantado
también de conocerte.
Se sentó al lado de Gabrielle y se quedó callado unos minutos, asimilando a todas
luces este nuevo cambio en su vida.
—Mis amigos me estaban haciendo la vida imposible —dijo por fin, como para
justificar su presencia en este lugar a estas horas.
Todos levantaron la mirada cuando la puerta se abrió de nuevo y Lila, bostezando,
asomó la cabeza en la sala.
—Ah, bien —dijo, al ver la conocida figura de su hermana. Entró del todo en la
posada, arrebujándose en el chal para abrigarse—. Madre... —Entonces levantó los ojos
y se dio cuenta de que había un desconocido en la mesa—. Oh... perdón... —Arrugó el
entrecejo cuando se le acostumbraron los ojos a la luz y su mente intentó averiguar de
qué le sonaba el hombre moreno sentado al lado de su hermana.
—Deja de intentar recordar de qué me conoces —suspiró Toris, poniendo los ojos en
blanco—. Me llamo Toris, no me conoces de nada, pero sí que conoces a mi hermana.
—¿A tu hermana? —preguntó Lila, mirándolo con la cabeza ladeada.
Toris la miró enarcando una expresiva ceja.
—¡Oh! —Lila se echó a reír—. No sabía que...
—Nadie lo sabe —dijeron Gabrielle y Toris exactamente a la vez.
La puerta de la cocina escogió ese momento para abrirse y Xena condujo a la
sonriente Cirene hacia ellos, pero se detuvo un instante al ver a los recién llegados.
Vaya... mira qué fiestecita se ha montado, rió su mente.
—Hola, Lennat, Lila —los saludó, inclinando la cabeza—. Saludad a mi madre,
Cirene. —Miró al otro lado de la mesa—. Ya veo que habéis conocido a Toris. —Se
sentó al lado de éste y se recostó, echando un brazo por el respaldo de su silla—. Es mi
hermano.
—Jamás lo habríamos adivinado —lograron decir Lennat y Lila a la vez, entonces se
miraron y se echaron a reír.
—¿Ha habido suerte? —le preguntó Gabrielle a Cirene, que soltó un resoplido.
—Yo diría... —comentó Xena, tras beber un largo trago de cerveza—, que las
probabilidades de que nadie resulte envenenado mañana en la boda de tu hermana han
aumentado de forma significativa.
—Bueno... ¿y qué ha sido ese ruido? —insistió la bardo, metiendo la mano por
debajo de la mesa y haciéndole cosquillas a su compañera detrás de la rodilla. Lo cual le
valió una ceja enarcada bruscamente y una sonrisa feroz. Se mordió el labio para no
echarse a reír.
Cirene suspiró.
—Yo sólo intentaba...
—Madre ha puesto pegas al sistema de almacenaje que usan aquí —murmuró Xena,
dirigiendo una mirada a Toris.
Éste hizo una mueca.
—Ah.
—Pavoroso —replicó ella—. Mucho.
Lila y Lennat se acomodaron y todos escucharon mientras Gabrielle relataba la
historia del ataque de esa tarde. Xena dejó que se le relajaran los hombros mientras
escuchaba el relato y observaba cómo los demás observaban a Gabrielle. Vio cómo se
encogía su familia con la gráfica descripción que hacía la bardo de la lucha con el
minotauro y respondió encogiéndose de hombros.
Lila y Lennat se levantaron cuando terminó y les desearon a todos buenas noches
afectuosamente.
—La verdad es que madre me había enviado aquí para ver si todo iba bien —le
murmuró Lila a Gabrielle cuando se abrazaron.
Gabrielle la miró extrañada.
—Pero si fui a verla cuando terminó todo... así que...
Lila sonrió y le apretó la mano.
—Estaba preocupada por Xena —susurró con aire conspirador.
—Ah. —La bardo sonrió—. Está bien. —Pero se le alegró el corazón por el detalle.
Hasta eso se está arreglando, pensó—. Gracias por preguntar.
Lennat estuvo callado durante el corto trayecto de vuelta a casa, pero por fin suspiró,
mientras avanzaban por el camino iluminado por la luna.
—Bueno... ¿qué opinas? —le preguntó por fin, deteniéndola y sentándose en una roca
cercana. Dio una palmadita en la roca a su lado y ella se sentó, pegándose a él para
calentarse.
—¿Qué opino de qué? —preguntó Lila, aunque se hacía ya una idea de a qué se
refería.
—De todo esto —replicó Lennat.
—¿Con todo esto te refieres a la familia de Xena, o te refieres a mi hermana y ella,
o...? —le tomó el pelo Lila, cariñosamente—. Vamos, Lennat, ¿qué me estás
preguntando?
—Toris dijo que ahora éramos parte de su familia extendida —dijo Lennat,
esquivando la pregunta—. Considera... supongo... no sé...
Lila se lo pensó.
—Considera a Gabrielle hermana suya —dijo pensativa—. Así que... supongo que yo
también lo soy... y tú... bueno, tú vas a ser mi marido, así que... —Lo miró—. ¿Te
molesta? —Dime la verdad, Lennat. Sabes que puedes.
—Es que... —Lennat suspiró—. Parece que se lo toma tan... como si fuera natural. —
Sus ojos se posaron desazonados en los de ella—. Y para mí no es natural. Tú y yo... eso
sí es natural.
Lila lo miró en silencio.
—¿Tú crees que se quieren menos que nosotros? —preguntó suavemente.
El rubio se quedó contemplando el bosque oscuro largamente. Por fin, posó la vista
en sus manos y luego la miró de nuevo.
—No. —Hizo un mohín con los labios—. No lo creo.
—¿Entonces? —preguntó Lila—. Mira... yo tardé un poco en asimilar la idea... pero
cuando lo hice, Lennat... cuando lo hice... dioses... ¿quiénes somos nosotros para decir
qué está bien y qué está mal? Eso no puede estar mal... el amor no puede estar mal,
Lennat... no cuando es así... es lo que tú y yo sentimos en estos momentos. ¿Cómo
podrías negarle esa sensación a nadie?
Lennat se quedó mirándola.
—No puedo. —Soltó un largo suspiro—. No puedo y no quiero, y... ahora que he
tenido la oportunidad de hacerme a la idea, para mí también va a ser natural. —Sus ojos
sonrieron—. Y serán de nuestra familia, tuya, mía y de nuestros hijos. —Agitó las cejas
—. Y además... —Empezó a sonreír—. En el mundo en que vivimos, se me ocurre gente
mucho peor con la que estar emparentados.
Lila le puso una mano amorosa en la mejilla.
—Gracias, mi amor. —Levantó la vista—. Ahora, será mejor que vayamos a casa y
descansemos. Me da la sensación de que mañana va a ser... un día muy largo.
Lennat se echó a reír.
—Me parece que tienes razón. —Se levantó y le ofreció el brazo—. ¿Mi señora? —
dijo, recordando los juegos de príncipes y princesas a los que jugaban de niños. Lila
sonrió y posó la mano en su brazo.
—Mi señor... —replicó, y echaron a andar por el camino iluminado por la luna.
Hoy no podemos dormir hasta tarde, pensó Xena, observando distraída cómo el cielo
de fuera adquiría una tenue tonalidad de coral. Ya oía los ruidos de actividad fuera de la
posada: los primeros tintineos apagados de los animales sujetos a los arneses, el eco del
leve golpeteo del martillo ligero del herrero, la protesta lejana de una cabra... todo ello
transportado por una brisa fría que también le traía el olor acre de las brasas de carbón y
el suculento aroma de un asado en plena elaboración.
Deberíamos levantarnos... hay mucho que hacer ahí fuera. Miró a Gabrielle cuando
ésta se movió, doblando las manos y arrebujándose más contra ella, tras lo cual se relajó
de nuevo con un suspiro satisfecho. A Xena se le pasó una sonrisa por la cara mientras
contemplaba a su compañera dormida. Bueno... tal vez unos minutos más. En realidad
no tenía valor para despertarla... no con ese aspecto tan apacible. No cuando el hecho de
estar pegadas era evidente que le provocaba esa sonrisita de deleite, que conmovía a
Xena y disolvía su resolución como el hielo del río en una mañana de primavera. Me
tiene vencida como si fuera una cría chocha de amor... eso debería molestarme. Se rió
de sí misma. Salvo que lo disfruto tanto como ella.
Era agradable ver que Gabrielle parecía olvidar sus pesadillas cuando dormían así, y
eso le ocurría desde hacía ya tiempo. Y las mías... Los ojos de Xena se endurecieron.
Menos frecuentes que las de la bardo, pero más tenebrosas y violentas. Las dos dormían
ahora toda la noche de un tirón... y eso también contribuía a que su relación durante el
día fuera más cómoda. Se pone irritable cuando no duerme. Y yo me pongo de mal
humor. No es una buena mezcla. Esto... ha sido bueno para las dos. Se le empezaron a
cerrar los ojos de nuevo contra su voluntad, y suspiró, obligándose a abrirlos. No, no...
Vamos ya, tenemos que hacer cosas hoy.
No debería haberme quedado levantada anoche hasta tan tarde con madre y Toris...
menuda tontería. Sus labios esbozaron una sonrisa. Cirene se mostró cariñosa y amable
con Gabrielle mientras ésta estuvo con ellos abajo, pero en cuanto la bardo les dio las
buenas noches a su pesar y subió, su madre se pasó un buen rato despotricando
indignada. Contra los padres de Gabrielle. Contra Potedaia. Contra la propia Xena,
cuando cayó en la cuenta de que su hija había arriesgado la vida por "ese hombre".
Luego la obligó a subir, mencionando el combate y diciéndole que descansara. Xena
meneó la cabeza, intercambió miradas significativas con su hermano y obedeció la
sugerencia, acurrucándose con alegre placer al lado de su compañera en la habitación a
oscuras.
Se le empezaron a cerrar los ojos otra vez y se lo permitió durante unos minutos,
luego volvió a despertarse a la fuerza. Esto no funciona, se reconoció a sí misma.
Gabrielle se movió de nuevo y esta vez sus ojos se fueron abriendo despacio y sonrió
a Xena.
—Buenos días. —Se estiró con placer sensual y aferró a la guerrera con más fuerza,
estrujándola con un entusiasta abrazo.
—Buenos días a ti también —rió Xena—. ¿Y eso a cuento de qué viene?
—Porque puedo —fue la risueña respuesta, junto con otro achuchón. Miró hacia la
ventana y luego de nuevo a los ojos indulgentes de Xena—. Porras. Ya es de día. —Un
suspiro de fingida pesadumbre—. Supongo que tenemos que salir a ayudar, ¿no? —Y
recorrió el costado de Xena con los dedos, sonriendo al ver la ceja enarcada que obtuvo
como respuesta.
Xena asintió y pasó los dedos por el pelo de Gabrielle.
—Pues sí. —Tocó con delicadeza el borde externo de la oreja de la bardo y vio cómo
se le aceleraba el pulso en el cuello.
La bardo se planteó por un momento la idea de convencer a Xena para que siguiera
descansando, a sabiendas de que podía... pero reconoció que seguramente a su madre le
vendría bien la ayuda. Y el apoyo. Se echó a reír de repente.
—Oh, dioses...
—¿Qué? —preguntó Xena, mirándola.
—Mi madre se va a volver loca cuando conozca a la tuya. —Rodó hacia un lado, sin
parar de reír—. Va a ser digno de verse. ¿Te fijaste en cómo la miraba Lila por el rabillo
del ojo? Cirene, la Posadera Guerrera. Dioses, Xena... casi me da algo por el ataque de
risa.
Xena se apoyó en un codo y sonrió.
—Bueno, es que lo es. Dejó aterrorizada a esa pobre cocinera.
La bardo la miró y sonrió satisfecha.
—Entonces, supongo que te viene de herencia, ¿eh?
La guerrera la fulminó con la mirada y luego se echó a reír.
—Sí... tal vez sí —reconoció un poco cohibida.
Gabrielle contempló con afecto los familiares rasgos de su cara y siguió los rayos del
sol por su cuello y por la amplia anchura de sus hombros. Y suspiró.
—Tenemos que ir a ayudar, ¿no? —Con pena. Entonces se distrajo de repente por la
intensidad de los ojos azules que la miraban y que le produjo un calor sutil que se
empezó a extender hacia fuera desde sus entrañas. Aahhh... a lo mejor podemos
retrasarlo un poquito.
—Supongo que sí —contestó Xena, pero no parecía ser capaz de apartar los ojos de
los de Gabrielle y descubrió que su mano se movía por su cuenta para acariciarle la
cara. Sintió una sacudida sensual cuando la bardo le cogió la mano y le besó la palma,
lo cual le aceleró el pulso. Me parece que esas tareas se van a quedar esperando un
rato, rió su mente, al tiempo que se echaba hacia delante y notaba cómo las manos de
Gabrielle se deslizaban por debajo de la tela de su camisa y emprendían una provocativa
exploración, mientras sus labios se juntaban y el mundo desaparecía durante un rato.
—Sabes, podría acostumbrarme a esto del amanecer —dijo Gabrielle con guasa, un
poco después, mientras subía mordisqueando la tripa destapada de Xena, para acabar
acurrucada debajo de su barbilla y cómodamente instalada entre sus brazos—. Debería
intentar despertarme así más a menudo. —Y notó que Xena tomaba aire profundamente
y lo soltaba despacio, calentándole la parte posterior de la cabeza y lanzando una leve
corriente por su cuello. Gabrielle sonrió... le daba gusto. Y también la risa grave que
hubo a continuación y que le produjo pequeñas vibraciones por toda la columna. En
realidad, eso me ha dado más que gusto. Cerró los ojos llena de contento.
—Tendré que recordarlo —comentó Xena, dirigiendo ahora una mirada abochornada
a la ventana iluminada plenamente por la luz del día—. De verdad será mejor que
vayamos a echar una mano o se nos va a caer el pelo.
—Mmm —suspiró Gabrielle—. Supongo que no puedo mandar la boda al Hades,
¿verdad?
—Gabrielle... —Un tono de advertencia, pero acompañado de risa.
—Tienes que ayudarme a ponerme ese vestido. Hay que abrochar varias docenas de
cositas. Es peor que tu armadura —añadió la bardo, con tono de fastidio, y Xena la
abrazó, luego la soltó, salió rodando de la cama y se puso en pie—. Está bien... está
bien. —Saltó de la cama, se acercó donde Xena estaba hurgando en sus zurrones y
acarició con las manos la espalda desnuda de la guerrera—. ¿Alguna vez te han dicho
que tienes una espalda muy bonita?
Xena se dio la vuelta y se puso en jarras.
—Sólo tú, pero en varias ocasiones —contestó riendo con humor—. Vístete,
Gabrielle. —Hizo una pausa y paseó los ojos por la figura de la bardo, que sonreía
impenitente—. O no me hago responsable de explicar por qué te has perdido la boda de
tu hermana.
Gabrielle cerró los ojos y respiró hondo.
—Será mejor que te vistas tú primero, o me va a dar igual perderme la boda de mi
hermana. —Por los dioses... ¿qué me ha entrado hoy? Algo debía de tener la cerveza
de anoche. Se sonrojó y oyó la risa de Xena—. Lo siento.
Sintió unas manos que le cogían la cara delicadamente y abrió los ojos para
encontrarse con la sonrisa deslumbrante de Xena, que la miraba.
—Jamás te disculpes por eso, Gabrielle. —Y la besó muy a fondo.
—¿Es que tenías que hacer eso? —gorgoteó la bardo, cuando se separaron, y Xena le
pasó una túnica riendo—. Te voy a matar.
—Claro, claro. Amenazas —rezongó la guerrera, mientras se abrochaba las correas
de su túnica de cuero—. Qué miedo me da. —Se pasó un peine por el pelo oscuro y se
lo recogió apartado de la cara.
—¡Ruu!
Las dos miraron hacia abajo y vieron a Ares sentado sobre las ancas, apoyado en las
patas delanteras, mirándolas primero a una y luego a la otra.
—Oh... —Xena se agachó y lo empujó, frotándole la tripa—. ¿Tú también quieres
participar? Está bien... puedes venir de caza conmigo. ¿Qué te parece? —Se levantó,
cogiendo al lobezno, y lo llevó en brazos mientras bajaban las escaleras.
Cirene paseaba fuera del pequeño templo, asintiendo vigorosamente por dentro.
Había tenido una mañana productiva y tenía muy buenos motivos para estar satisfecha
de sí misma. Había eliminado el banquete que proponía la posada y cuando protestaron
diciendo que no tenían otra cosa que ofrecer... su hija, bendito fuera su talento para la
caza, apareció como si tal cosa con un ciervo gigantesco y lo depositó a los pies del
posadero con esa sonrisa encantadoramente ufana que tenía. Cirene sonrió de oreja a
oreja sólo de pensarlo.
De modo que eso había salido bien y por fin había conseguido establecer una relación
de trabajo con la cocinera de la posada... cuando pudo convencer a la mujer de que de
verdad sabía lo que se hacía en la cocina. Y le dejó probar algunos ejemplos. Cirene se
rió por lo bajo.
Luego estaba el tema del templo: había enviado a Toris para ayudar a decorarlo con
guirnaldas de flores y ahora entró para echar un vistazo. Vio a un puñado de chicas del
pueblo trabajando en el proyecto y a Toris ayudando, pero era evidente que estaba
distraído por una figura que trabajaba en silencio un poco alejada de las otras.
Gabrielle, y con una cara muy seria. Cirene se quedó ahí un momento y observó
mientras la bardo terminaba lo que estaba haciendo y luego salía por la puerta trasera
del templo. Advirtió las miradas incómodas con que la seguían las aldeanas y la
expresión preocupada de su hijo. Toris la vio y se acercó a ella, la cogió del brazo y la
llevó fuera.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, en voz baja.
Toris miró a su alrededor y luego a ella.
—Es Gabrielle... ¿sabes lo que ocurrió la última vez que vino a casa?
—No —susurró Cirene—. Pero tú me lo vas a contar, ¿verdad, querido?
Y se lo contó, pues había oído diversas versiones de las chicas del pueblo a las que
había estado ayudando. Pérdicas, Calisto y su propia boda.
—Por los dioses —suspiró Cirene—. Muy propio de Xena no comentar nada de esto.
—Le dio una palmadita en el brazo—. Tú quédate aquí a ayudar. Yo voy a ver si la
encuentro.
—Prueba en el cementerio —replicó Toris, en voz baja, y luego inclinó la cabeza y
regresó al templo. Las chicas lo miraban con disimulo cuando se acercó a ellas y cogió
otra guirnalda, y se rió irónicamente por dentro. Me parece que ha llegado el momento
de impartir una pequeña lección.
—Bueno —dijo la mayor de todas, mirándolo por el rabillo del ojo—. ¿Qué tal se
lleva eso de ser hermano de Xena? —La más joven soltó una risita—. ¿Puede contigo?
Toris se echó a reír.
—Claro. —Advirtió sus miradas sorprendidas—. Puede con cualquiera. Viene muy
bien, como descubristeis vosotros ayer. —Hizo una pausa—. Siento que nos
perdiéramos todo el jaleo. Pero nos ha dado mucha alegría poder venir y tener la
oportunidad de conocer al resto de la familia de Gabrielle. —Le costó seguir con la cara
seria—. Ahora que ella también es una hermana para mí.
La chica mayor se detuvo y lo miró ladeando la cabeza.
—¿Consideras a Gabrielle parte de tu familia? —Todas lo miraban con disimulo,
prestando apenas atención a las flores que estaban colocando.
—Por supuesto —replicó Toris, saltando sobre un banco de piedra y lanzando un
extremo de la guirnalda que tenía en las manos por encima de la viga de madera que
estaba en lo alto—. Todos la consideramos así... y tendríais que haber visto la gran fiesta
de cumpleaños que le hicimos cuando vino... —Dudó un momento—. A casa. —Y
durante un corto tiempo, había sido su casa. Y, le dijo un sentido interno, podría volver a
serlo algún día. Sonrió—. La queremos. Es estupenda.
Lo miraron sin decir nada y luego se miraron entre sí.
Toris sonrió y siguió decorando.
Cirene bajó por el solitario camino, acompañada únicamente del ruido que las suelas
de sus botas producían al aplastar la grava del suelo. El bosque ralo que la rodeaba
parecía yermo, pues el invierno se había abatido sobre la región, y se sentía... helada.
Dobló el último recodo antes de llegar al cementerio y se detuvo, a la sombra de un
viejo roble, con una mano apoyada en la áspera corteza. Ante ella se extendía el
cementerio y en el centro de numerosas lápidas, se alzaba una figura solitaria.
Gabrielle estaba en silencio, contemplando la tumba bien cuidada que tenía a los pies.
Hola, Pérdicas. Suspiró. Espero que estés en algún lugar de los Campos Elíseos. Con
mucha gente con quien hablar y muchas cosas que hacer. Se contempló las botas un
momento. Sé que puedes oír mis pensamientos... y sé que sabes lo que me ha pasado
desde que te... fuiste. Una larga pausa. Lo siento, Pérdicas. No sabes cuánto lo siento.
Siento que tuvieras que interponerte en su camino. Siento que celebráramos nuestra
boda. Siento no haberte podido dar lo único que me pedías. Se le nublaron los ojos.
Porque eso ya lo había entregado en otra parte antes de que nos volviéramos a
encontrar. Y creo... que en el fondo de tu corazón... tú lo sabías. Se abrazó a sí misma.
Yo sí. Y seguí delante de todas formas, y nunca, jamás me perdonaré a mí misma por
eso. Aunque tú lo hagas. Aunque... aunque ella me lo perdona libremente. Yo no. Jamás.
Una mirada al cielo azul despejado. Tienen razón, Pérdicas. Éste no es mi hogar, ya
no. Tal vez es que soy gafe. Siempre me echaban la culpa por las malas cosechas, ¿te
acuerdas? En fin. Sé que ahora estás en paz. Algún día, nos sentaremos a hablar,
¿vale? Y no te enfades con Xena... nada de esto fue culpa suya, Pérdicas. No lo fue.
Calisto nos pilló desprevenidas... pensamos que iría por mí. Ni se nos ocurrió que
pudiera ir por ti. Si Xena hubiera podido detenerla, lo habría hecho... aunque... ahora
sé... que habría sido algo terrible para las dos. Para todos nosotros. Porque ella es la
otra mitad de mi alma, y por mucho que sepa que tú me querías... eso se habría
interpuesto entre nosotros.
Rezó por mí, Pérdicas... nunca pide nada a los dioses, pero se hincó de rodillas y
ofreció su espada y rezó por mi alma. Y, sabes... ésa es una imagen que llevo en el
corazón... siempre. Usó la manga para enjugarse los ojos. Tengo que ir a vestirme y ver
cómo se casa mi hermana, viejo amigo. Estoy rezando para que su vida con Lennat sea
larga, sin peligros y fructífera. Están hechos el uno para el otro... alégrate por ellos. Yo
me alegro. Con cuidado, se arrodilló, cogió un puñado de flores de las guirnaldas de la
boda y las esparció sobre su tumba. Luego se levantó y se quedó con una última flor, a
la que dio vueltas entre los dedos. Descansa en paz, viejo amigo. Entonces respiró
hondo, se dio la vuelta y regresó por el sendero, entre las hileras de muertos antiguos y
recientes.
Cuando llegó al camino, se dio cuenta de que Cirene estaba entre las sombras,
observándola.
—Hola, mamá —dijo, con tono apagado, cuando alcanzó a la mujer mayor.
Cirene se adelantó y la abrazó.
—Lo siento, Gabrielle —murmuró al oído de la bardo—. Siento que te ocurriera todo
eso. No te mereces tantas desgracias.
Gabrielle le devolvió el abrazo, luego se apartó un paso y miró a Cirene.
—He llegado a una... conclusión sobre todo eso. —Su boca esbozó una sonrisa
cansada—. A veces, las cosas tienen que suceder. Y... parece horrible cuando suceden.
Pero luego miras atrás y ves que... bueno, que tenían que suceder. Eso es todo.
—¿Así es como vives con ello, hija? —susurró la mujer mayor, espantada.
—Tengo que hacerlo —susurró la bardo a su vez—. Porque sé... en el fondo de mi
corazón, que si él hubiera vivido, me habría... Fue una equivocación, mamá... y yo sabía
que lo era. —Cerró los ojos y se le hundieron los hombros—. Y lo hice de todas formas.
Así que esto tenía que suceder. —Hizo una pausa—. Porque si no... —De repente, se
imaginó lo que habría sido... la lenta muerte de sus sueños y el inexorable vacío de su
interior que había averiguado que sólo podía llenarse con una persona. Que había
empezado a sentir, incluso esa noche en que Pérdicas y ella estuvieron juntos. Se había
dicho a sí misma que acabaría pasando, con el tiempo. Pero ahora... sabiendo lo que
sabía... Se estremeció—. Pero tomé una decisión equivocada. Y todos acabamos
pagando por ello.
—Oh, Gabrielle. —Cirene la abrazó de nuevo—. ¿Es eso lo que piensa mi hija
también?
La bardo sorbió y apoyó la cabeza en el hombro de Cirene.
—No... ella dice que lo que ocurrió fue culpa de Calisto y que ninguna de nosotras
tiene la culpa.
—Tiene razón, que lo sepas —dijo Cirene, dándole suaves palmaditas en la espalda
—. Fíjate, mi hija con sentido común.
Eso hizo reír ligeramente a Gabrielle.
—Oye... —protestó—, que tiene mucho sentido común. —Se dio cuenta de lo que
estaba haciendo Cirene y se alegró por ello—. A veces ve las cosas con mucha más
claridad que yo. —Defender a Xena era un reflejo inconsciente para ella... incluso con
su madre. Aunque sabía que Cirene sólo intentaba distraerla.
—Mmm... —Cirene la rodeó con el brazo y la condujo camino arriba—. Debe de ser
la estatura. Ve mejor. —Pero por dentro, le dolía el corazón, por esta joven bardo, y
también por su hija—. ¿Ella fue testigo, en tu boda, querida?
Gabrielle asintió. Y cerró los ojos por un instante para no recordar aquel adiós.
—Y también dio su bendición, me imagino —insistió la mujer mayor.
La bardo asintió de nuevo. Ojalá hubiera sido capaz entonces de saber lo que estaba
pensando como lo soy ahora. Lo habría sabido. No me habría engañado ni por un
segundo, dado cómo le latía el corazón. Lo noté, cuando me abrazó. El mío latía igual.
Cirene suspiró.
—Qué idiota es a veces.
Gabrielle sofocó una carcajada de sorpresa.
—No, no lo es. —Entonces se le cerró la garganta y casi no pudo hablar—. Sólo hizo
lo que pensaba que era mejor para mí. —Hizo una pausa—. Siempre lo hace. Aunque no
sea lo mejor para ella.
Cirene le estrechó los hombros.
—Ésa es una de las definiciones del amor más sinceras que he oído en mi vida,
Gabrielle.
La bardo sonrió.
—Lo sé. —Siguieron caminando en silencio durante un rato. Luego—: Gracias,
mamá.
—De nada, querida. Hablando de lo cual, ¿cuándo me vas a presentar a tu madre? Se
lo pediría a Xena, pero ya sabes cómo suele salir eso.
Se miraron y se echaron a reír.
—La verdad es que ha estado... mm... muy diplomática todo este tiempo —afirmó
Gabrielle, con una sonrisa—. Salvo por alguna que otra amenaza y alguna que otra
persona que ha acabado en la pila del estiércol. —Suspiró—. Vamos. Haré los honores.
Oh... qué divertido ha sido, pensó Gabrielle, mientras subía las escaleras hacia su
habitación, después de hacer las presentaciones en casa de su familia. Siento que Xena
se lo haya perdido. Le habría encantado. Lila, desde luego, lo ha pasado en grande.
Abrió la puerta y miró a su alrededor. A Xena no se la veía por ninguna parte, pero había
estado allí.
Gabrielle recorrió la habitación y sonrió. Su vestido estaba fuera del paquete y
cuidadosamente colgado, con todas las cintas y los cierres derechos y ordenados con
precisión. En la mesa estaba su equipo y la bolsa donde guardaba sus joyas. Al lado de
una cesta con pan, queso y fruta, con una nota encima. Cogió la nota, escrita con una
caligrafía firme y conocida.
Come algo o te caerás redonda durante la ceremonia. Lo digo en serio. X.
Se llevó la nota a los labios y la besó. Dioses, cómo la quiero, rió su mente. La vaga
depresión que sentía desde que había estado decorando el templo desapareció mientras
obedecía, sentada en el borde de la mesa, y elegía una gruesa rebanada de pan que
completó con un buen pedazo de queso blanco y cremoso.
Cuando ya se había comido la mitad, la puerta se abrió sin hacer ruido. Levantó la
mirada y se encontró con los ojos de Xena, y le sonrió afectuosamente.
—Hola. —Su mano indicó la habitación—. Gracias.
La guerrera sonrió y se encogió de hombros con modestia.
—Pensé que te vendría bien un poco de ayuda.
Gabrielle se quedó mirándola y dejó el pan.
—Lo único que me vendría bien ahora eres tú. —Las palabras se le escaparon antes
de que pudiera detenerlas.
Xena dejó el paquete que llevaba y fue hasta ella.
—Toris me ha dicho que estabas disgustada... aunque tampoco me hacía falta su
informe. Ven aquí. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, pegando a la
bardo a su cuerpo.
La bardo se sumergió agradecida en el fuerte abrazo.
—Por los dioses... qué gusto —murmuró en el hombro de Xena, aspirando el
agradable olor a jabón de hierbas, cuero y alma gemela—. Creía que lo tenía todo
bastante controlado... me había olvidado del templo. Me hizo recordar todo.
—Sí. A mí también —fue la inesperada respuesta—. No tengo... recuerdos agradables
de ese sitio. —Esquivó los ojos desolados de Gabrielle—. A lo mejor la boda de hoy los
borra todos. —Y consiguió sonreír a su compañera—. Escucha, si quieres quedarte un
poco después de la ceremonia...
—No. —Inmediato y tajante—. Estoy harta de este lugar. Quiero pasar la noche bajo
las estrellas. Sola, con la excepción de un lobo, un caballo y tú.
Xena sonrió sin que la viera.
—Nuestras cosas ya están recogidas —replicó—. Yo también lo estoy deseando. —
Dioses... y cómo. Basta de mentes cerradas, pueblos cerrados e intrigas miserables—.
Mamá tiene todo controlado aquí... se va a quedar unos días, para ponerle las cosas
claras a Hécuba. —Sus labios amagaron una sonrisa—. Qué gracia me ha hecho ver a
esas dos juntas.
Soltó por fin a Gabrielle, que se apartó lo suficiente para mirarla.
—Eres maravillosa.
Xena le sonrió con sorna.
—Qué va.
Gabrielle enganchó las manos en el cuero suave que la cubría y tiró con fuerza.
—Sí.
—Ve a lavarte —dijo Xena, cambiando de tema—. Y vamos a ponerte ese vestido,
para que puedas asistir a esta boda. —Hizo una pausa—. En marcha.
—Vale, mamá —bromeó Gabrielle, acercándose otra vez para darle otro abrazo.
—Verás como te pille, renacuajo —amenazó Xena, rodeándole la cintura con un
brazo y levantándola—. Ya te tengo.
—¡Xena! —rió la bardo—. ¡Bájame!
—Ni hablar. —La guerrera meneó la cabeza—. Así te quedas. Te voy a llevar así a la
ceremonia. —Echó a andar hacia la puerta—. Hasta puede que haga esto. —Y pasó a
hacerle cosquillas, cosa que hizo vociferar indignada a la bardo, que se reía demasiado
para ofrecer mucha resistencia.
—Ohh... ¡Ay! Para ya... —Intentó agarrar a Xena, pero la guerrera hizo caso omiso
de sus intentos y siguió caminando, salió por la puerta y bajó por el pasillo rumbo a la
habitación del baño—. ¡¡¡Xena!!!
—¿Has oído algo? —preguntó Xena sin dirigirse a nadie en concreto—. Me debo de
estar imaginando cosas. —Abrió la puerta empujándola con la bota, la cerró de una
patada al pasar, agarró las rodillas de Gabrielle y la levantó hasta sujetarla acunándola
entre los brazos—. Suéltate la túnica.
Gabrielle soltó un resoplido, pero obedeció.
—¿Qué haces? Xena, que va a estar frío... oh. Caray —exclamó al sumergirse en la
bañera a la espera, llena de agua caliente perfumada—. Caray. —Xena agarró la túnica
suelta y se la quitó, dejándola libre para flotar—. Caray. —Suspiró y aspiró
profundamente el olor a jazmín del agua humeante. Y dirigió a Xena una mirada de
adoración pura—. Eres tan mona.
Xena se detuvo, mientras doblaba la túnica de la bardo, posó las manos en el borde de
la bañera, enarcó ambas cejas y bufó.
—¿Mona?
—Sí. —Gabrielle se mordió el labio inferior haciendo un esfuerzo por no sonreír.
Salpicó de agua a su compañera—. No te preocupes, no le voy a decir a nadie lo dulce y
lo mona que eres. Y simpática. Te lo prometo.
Xena se puso colorada. Lo cual hizo reír con deleite a Gabrielle. La guerrera torció el
gesto.
—Sólo pensaba...
Una mano salió de la bañera y se posó sobre la suya y la cara de la bardo se puso
seria.
—Lo sé. Y... dioses... gracias. Por todo. Xena, lo digo en serio.
Xena se sentó en un taburete bajo al lado de la bañera y apoyó la barbilla sobre los
brazos doblados encima del borde.
—Aquí lo has pasado muy mal, Gabrielle. Yo... yo te lo habría ahorrado, si hubiera
podido. —Sus ojos azules estaban llenos de una dolorosa tristeza.
—Ha sido un cambio justo, Xena —susurró la bardo, tocando la mejilla de Xena con
la yema de los dedos—. Lila, madre, Lennat... Tectdus, Alain... ha merecido la pena.
—Sabía que dirías eso —fue la apacible respuesta—. Venga, deja que te lave el
pelo... se nos echa el tiempo encima.
Gabrielle estaba delante del espejo, contemplando ceñuda su reflejo.
—La verdad es que no...
—Sshh —dijo Xena, ajustándole la manga—. Estás preciosa. —Y era cierto: el
vestido, que caía en capas que iban del gris claro al gris pizarra, resaltaba su colorido y
prácticamente hacía relucir su piel bronceada y su pelo dorado rojizo.
—No. —Gabrielle se volvió y la miró—. Yo estoy correcta. Tú, por otro lado, estás
despampanante. —Contempló la larga túnica de rica seda bordada color vino que
llevaba Xena—. Pero claro, podrías ponerte una toalla y seguir teniendo este aspecto,
así que...
—Cuestión de opiniones —rezongó Xena, ajustándose el cuello alto de su vestimenta
y pasándose las manos por el pelo para colocárselo bien. La túnica iba cayendo en
disminución y resaltaba su musculosa figura con elegante precisión, acompañando sus
movimientos y ajustándose a su cuerpo en los sitios perfectos. No está mal, admitió a
regañadientes. Bueno... si se van a quedar mirando, bien puedo darles algo que mirar.
Sonrió a su imagen y se colocó las pulseras intrincadamente labradas en las muñecas—.
Al menos me tapa casi todas las cicatrices. —Pero sus ojos chispeaban alegres.
Gabrielle echó un vistazo al espejo y se quedó prendada de la imagen de las dos, la
una al lado de la otra a la cálida luz del sol que entraba por la ventana.
—La verdad... —Miró a Xena de reojo y se ruborizó—. Es que hacemos todo un
cuadro. —Indicó el reflejo con la cabeza.
—Mmm. —La miró enarcando una ceja—. Supongo que sí, efectivamente. —Rodeó
a la bardo con los brazos y observó el resultado en el espejo. Todo un cuadro, sí, señor.
Se miraron y sonrieron.
—Bueno... será mejor que vayamos —dijo Gabrielle por fin, dando un último retoque
a su vestido.
—Mmm... —fue la respuesta—. Oh... un último detallito. —Xena cogió la mano de
Gabrielle como si tal cosa y le puso con delicadeza un anillo en el dedo, gozando
intensamente de la cara de pasmo de la bardo—. He pensado que es más fácil de llevar
que ese maldito puñal —intentó decir con indiferencia, pero se le quebró la voz y se
sonrojó. Estaba más nerviosa por esto de lo que pensaba.
Gabrielle abrió la boca para hablar, pero no le salió nada. De modo que se quedó
contemplando el anillo: era una versión más pequeña del propio sello de Xena, con su
escudo grabado, y una trenza de oro debajo.
—Es... es precioso —susurró por fin. Oh... dioses. Es perfecto—. Pero... o sea... no
tenías por qué... sé que tú... —Una ligera pausa—. Oh, Xena —dijo, con el tono más
dulce que poseía.
—Mm. —Xena parecía atípicamente insegura de sí misma—. Escucha... la
ceremonia de hoy es... una especie de contrato legal. Y... las amazonas tienen una
ceremonia que... proporciona un... contrato social. —Alzó los ojos y se encontró con los
de Gabrielle—. Yo no creo que ninguna de las dos... abarque de verdad... lo que tú eres
para mí.
Vio cómo la bardo apretaba la mandíbula y movía la garganta al tragar con fuerza.
—Así que he tenido que improvisar. —Hizo una pausa—. Como siempre... así que
sólo... bueno, se me ha ocurrido... quería darte algo que... —Tomó aliento. Por los
dioses... esto es más difícil de lo que pensaba—. Algo que... bueno, que indique hasta...
qué punto eres parte de mí. —Ya está. Dioses. He librado batallas enteras en menos
tiempo y con mucho menos esfuerzo. Y para esto hasta había ensayado... Bajó la mirada
y terminó en voz baja—: Porque eres una parte esencial de mi vida, Gabrielle. Y no
puedo... expresarte lo feliz que eso me ha hecho.
¿Puedo congelar este momento? Gabrielle se abrazó a sí misma. Quiero que dure
para siempre, para poder sacarlo, en los momentos más oscuros, y recordarlo, y eso
ahuyentará la oscuridad y me tranquilizará el alma. Quiero memorizar cada ruido,
cada olor... para que el trino de los pájaros de ahí fuera y el tintineo del martillo del
herrero y el aroma de las velas de cera recién puestas y el color de su túnica y la
expresión de sus ojos... todo... me recuerde este instante de mi vida.
—Si hubiera palabras para expresar lo que siento en este momento... las diría —dijo
la bardo suavemente—. Pero no las hay, así que sólo te digo que tú eres mi vida. —Hizo
una pausa, sin apartar los ojos de los de Xena—. Y mi hogar. Y que siempre lo serás.
Se quedaron quietas absorbiendo el silencio del momento, a la cálida luz del sol que
se derramaba sobre sus manos unidas y se reflejaba danzarina en el espejo, y dejaron
que las emociones se apaciguaran dentro de ellas.
Por fin, Gabrielle sonrió pensativa.
—He visto escritos que celebran la unión de dos vidas... de dos corazones... Xena,
pero ninguno de ellos describe lo que es estar en el centro de la unión de dos almas... —
Meneó ligeramente la cabeza—. ¿Por qué no?
—No lo sé —dijo Xena, levantándole la mano y rozándole los dedos con los labios
—. Probablemente porque tú no lo has escrito todavía. —Sus ojos resplandecieron—.
Ahora supongo que lo harás.
—Pues supongo que sí —fue la respuesta, dulcemente risueña—. Vamos... si llego
tarde a esto, me la voy a cargar.
Xena le ofreció el brazo y enarcó las cejas. Gabrielle enlazó su brazo al de la guerrera
y se dirigieron al templo.
—¿Todo listo? —preguntó Cirene, posando una mano afable sobre el brazo de
Hécuba—. ¿Hécuba?
—¿Mmm? —replicó la distraída mujer—. Oh... cielos. Sí, perdona, Cirene. Has sido
como un regalo de los dioses. Gracias. —Miró un momento a la mujer morena, tratando
aún de hacerse a la idea de que la extrañísima y violenta Xena tenía... ni más ni menos
que una madre. Y encima, una madre muy agradable que había intervenido con calma y
se había hecho cargo de muchos de los detalles que su mente aturullada no tenía energía
suficiente para acometer. La mujer era absolutamente... competente. Y decía cosas muy
bonitas de Gabrielle, quien se había limitado a entrar en la cocina horas antes y decir:
—Madre, ésta es Cirene.
Y ella apartó la mirada de sus preparativos y se quedó muy sorprendida al ver a una
mujer ya madura de corta estatura y ojos penetrantes al lado de su hija mayor.
Y le cayó bien, mucho. Tenían mucho de que hablar... la vida en un pueblo, los
cultivos, el trato con los comerciantes. Sus labios amagaron una sonrisa. Las hijas.
Había averiguado muchas cosas sobre la persona con quien Gabrielle había decidido
hacer su vida... y ahora que se había resignado a ese hecho, le resultaba más fácil ver a
Xena como algo más que una ex señora de la guerra. Pero seguía teniendo miedo por su
hija. Y había descubierto que Cirene sentía lo mismo.
Ahora estaban en el templo, esperando. Hécuba miró a su alrededor con aprobación.
—Han hecho una labor estupenda con las flores, ¿no crees?
Cirene asintió y observó mientras los aldeanos empezaban a congregarse en el
templo, apiñados en grupitos y hablando unos con otros. La puerta se abrió un poco y
entró Gabrielle, que vio a su hermana cerca del altar y se dirigió hacia ella.
—Oh, cielos... pero qué guapa está —comentó Hécuba, con una sonrisa sorprendida.
Cirene se rió con admiración.
—Muy guapa —asintió. Y la rubia bardo estaba preciosa de verdad: las diferentes
tonalidades de gris de su vestido le destacaban el pelo y hacían que sus vívidos ojos
verdes resaltaran muchísimo. Además... se movía con un aire de seguridad en sí
misma... y tenía un resplandor interno que no se parecía en nada a la callada tristeza que
Cirene había visto antes. Ha pasado algo... y conociendo a mi hija, seguro que la causa
ha sido ella, predijo la posadera.
—¡Gabrielle! —la llamó Hécuba, haciéndole un gesto para que se acercara. La bardo
cambió de dirección a media zancada y fue hasta ellas—. ¡Pero qué guapa estás!
—Gracias —sonrió Gabrielle—. Han hecho un buen trabajo con el vestido. —Bajó la
mirada y se encogió levemente de hombros.
Se oyó un silbido detrás de ellas y entonces Toris asomó la cabeza entre Gabrielle y
Cirene.
—Caray... estás estupenda, Gabrielle. —Le guiñó un brillante ojo azul y ella le sonrió
afectuosamente.
La bardo le tiró de la manga y se echó un momento hacia atrás para mirarlo.
—Tú también estás muy guapo, Toris. Ese color te sienta genial.
Toris se sonrojó, lo cual creó un fuerte contraste con el azul profundo de su túnica,
varios tonos más oscuro que sus ojos.
—Aah... gracias.
Hécuba acercó más la cabeza a su hija y suspiró.
—Y qué collar tan bonito. —Hizo que Gabrielle se volviera un poco hacia la luz—.
Un color maravilloso.
—Lo dice todo el mundo —replicó Gabrielle, con una sonrisa pícara.
Cirene se echó a reír y en ese momento miró hacia abajo, al captar un leve
movimiento por el rabillo del ojo. Gabrielle estaba moviendo un poco la mano, jugando
inconscientemente con un anillo desconocido que llevaba en el dedo. Entonces se
detuvo un instante. El tiempo suficiente para que Cirene viera bien la joya. ¡Pero qué
bribona!, rió su mente. ¡No me puedo creer que no me haya dicho que iba a hacer eso!
—Bueno, Lila me está llamando... me tengo que ir —comentó la bardo, abrazando a
su madre—. Luego os veo.
Se dio la vuelta, fue hasta donde estaba Lila y abrazó también a su hermana pequeña.
Lila le tiró de la manga gris y dijo algo que debió de ser sarcástico, porque Gabrielle
abrió las manos y se encogió de hombros.
—Por los dioses —exclamó Toris con tono chillón, lo cual alarmó a Cirene.
—¿Qué? —quiso saber, volviéndose hacia él, y se dio cuenta de que tenía la vista
clavada en el otro lado de la estancia. Se volvió en redondo, vio lo que él estaba
mirando y alzó las cejas. Cielos...
Xena había entrado sin hacer ruido por una puerta lateral y avanzaba por el templo
hacia ellos, atravesando las vivas franjas de sol que entraban por las ventanas y que se
posaban sobre los pliegues sedosos de la rica túnica roja que llevaba y provocaban
reflejos en las pulseras labradas que lucía en las muñecas. Se movía con una fuerza
inconsciente que la ajustada tela no disimulaba en absoluto.
Sin duda..., pensó Cirene. Sin duda se da cuenta de que los ojos de todos los
presentes están clavados en ella. Y un rápido movimiento de cabeza se lo confirmó... y
le permitió ver cómo Lila le clavaba un dedo a su hermana, que sonrió ufana. Y sintió
una oleada de orgullo materno.
—Hola —dijo Xena, mirando primero a su madre y luego a su hermano—. ¿Pasa
algo?
—Jo... deja que te diga... que si no fueras mi hermana... —gruñó Toris, acercándose a
ella y deslizando los dedos por la suave tela.
—Harías... ¿qué? ¿Toris? —replicó Xena, añadiendo una sonrisa feroz—. ¿Mmm?
—Mmm... algo que sin duda me llevaría directo a la choza del sanador —respondió
su hermano, meneando las cejas—. Estás guapísima, hermanita.
Xena sonrió abiertamente.
—Gracias. Tú también estás muy guapo. —Le dio una palmadita en el costado—. Y
tú también, madre.
Cirene resopló.
—Mmf. Las dos personas más guapas de todo el templo y fíjate. Soy su madre.
—¡Mamá! —suspiraron los dos a la vez.
Cirene sonrió ampliamente.
—Por la gran Hera, Gabrielle... estás fantástica. Mucho mejor que yo —bromeó Lila,
cuando su hermana llegó donde estaba ella cerca del altar—. ¿Cuándo te has puesto tan
guapa?
—¡Lila! —rezongó su hermana—. Haz el favor. —Miró a su alrededor y respiró
hondo. Y alejó con firmeza sus recuerdos de este lugar, para otro momento. Éste era el
día de Lila y se negaba a pensar en cosas tristes mientras se desarrollaba—. Además, tú
también estás estupenda.
—No, en serio —protestó Lila, girándola hacia la luz—. No bromeo —añadió con un
tono más suave—. Estás... estás como distinta.
—Pues no —sonrió la bardo alegremente—. Soy la misma de siempre. —Miró a su
alrededor—. ¿Dónde está Lennat?
Lila puso los ojos en blanco.
—Recibiendo las últimas instrucciones de nuestro padre y de Tectdus.
—Mmm... ¿eso es bueno? —preguntó Gabrielle, cruzándose de brazos y enarcando
las cejas.
—Bueno, Lennat es muy terco... —Soltó una risita—. Y Tectdus es un encanto, así
que... —Dejó de hablar y alargó la mano para coger la de su hermana y apartársela del
pecho—. ¡¡¡Gabrielle!!!
—Oye... qué... oh. —La bardo dejó que le cogiera la mano, intentando no sonrojarse
—. Sí... mm...
—Es precioso —gorjeó Lila, examinando el sello—. ¿Es...? —Miró a Gabrielle a la
cara—. Debe de serlo. —Sonrió, se calló y se miraron—. Espero... dioses, espero que
mi vida con Lennat me haga tener la mitad de la expresión que tienes tú ahora mismo en
la cara.
Gabrielle cerró los ojos y dejó que el rico calor la inundara de nuevo. Luego abrió los
ojos despacio y miró a su hermana.
—Yo también lo espero.
—Bueno, no... por los dioses, Bri. —A Lila se le pusieron los ojos como platos y le
clavó un dedo con fuerza a su hermana en las costillas—. Caray...
Sí, caray. Gabrielle tomó aliento. Eso es mío. Entonces los ojos azules atravesaron el
templo, atraparon los suyos y le hicieron un guiño cómplice. Y ella se dio cuenta de que
tenía una sonrisa asombrosamente estúpida en la cara por el repentino brillo risueño de
los ojos de Xena y el destello de su propia sonrisa deslumbrante.
—No está mal cuando se arregla, ¿verdad? —le comentó a Lila, recuperando un poco
el control de la cara.
Lila le lanzó una mirada y luego se echó a reír.
—En fin, eso ha dejado atontada a la mitad del pueblo. Entre Toris y ella, te las has
apañado para tenerlo todo cubierto.
Gabrielle se echó a reír y observó mientras Xena se reunía con su familia a un lado de
donde estaba ella.
—Sí... menudo par. —Y captó otro guiño de su compañera, que ella le devolvió, con
una sonrisa.
Entonces se abrió la puerta y Lennat avanzó por el tosco suelo de piedra, seguido de
Tectdus, Metrus y Herodoto. Los aldeanos se fueron callando y se congregaron
alrededor del altar donde esperaba el sacerdote.
Lennat se colocó al lado de Lila, le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó.
Se volvieron de cara al altar y el sacerdote se reunió con ellos, les pasó unas aromáticas
guirnaldas de flores por la cabeza y los roció de hierbas.
Alain, con los ojos muy redondos, estaba al lado de Lennat, todo él hecho un manojo
de nervios, asombro y sonrosada piel recién lavada.
—¡Mi hermano! —susurró sin dirigirse a nadie en concreto, pues se lo acababan de
decir—. Caray. —Levantó la vista hacia donde estaba Xena y le sonrió.
Ella le guiñó un ojo. Eso le llenó la cara de alegría y suspiró muy contento. Las
historias que siempre le habían gustado más eran las que siempre contaba Bri en las que
aparecían héroes. Botó un par de veces sobre los pies. Ahora él mismo conocía a una
heroína. Ahora... tenía una imagen... suya propia... que guardaba para cuando se
acostara por las noches y pudiera recordar...
Herodoto era una presencia silenciosa y lúgubre detrás de su hija y Lennat. Tenía el
rostro inmóvil e impasible, sin mostrar la menor reacción, incluso cuando sus ojos se
apartaron del altar y pasaron por encima de Gabrielle... Y no fueron más allá, porque
sabía que si seguía... si dejaba que sus ojos fueran más allá de su elegante figura, tendría
que enfrentarse a un par de ojos azules como el hielo cuya intensidad había descubierto
que le resultaba demasiado difícil de soportar.
Maldita sea, gruñó su mente. Quiero odiarla. Oh... cómo lo deseo. Pero su mente no
paraba de volver una y otra vez al día anterior, sin darle descanso. No había solaz, ni
siquiera con bebida suficiente para hundirlo en el olvido: aún veía la cara salpicada de
espuma de aquel maldito minotauro que se lanzaba hacia él, blandiendo ese maldito
garrote... y sabía que se acercaba su muerte.
Y entonces esa maldita mujer... esa maldita mujer. Se interpuso delante de ese
minotauro y recibió el golpe que era para él. Lo vio... vio su cara de agonía cuando la
alcanzó... por mucho que luego intentara quitarle importancia. Oyó el horrible crujido
cuando los dos se estrellaron con el árbol a cuyo lado estaba él. Vio cómo de algún
modo... de algún modo... se recuperaba y... Jamás se había imaginado cómo sería ser
guerrero... jamás había ido más allá de las espadas relucientes y los triunfos... jamás se
había imaginado cómo sería lanzar el cuerpo día tras día, vez tras vez, contra unos
enemigos que, en algunos casos, eran más grandes y más rápidos y más fuertes que tú.
Se había enfrentado a la bestia sin importarle, sabiendo sólo que ella era lo que se
interponía entre aquello... y él. Había antepuesto la vida de él a la suya propia. Y ahora
su mente sólo admitía una única definición para ella.
Estaba furioso. Consigo mismo. Con ella. Con las malditas imágenes que le había
plantado en la mente y que, después de todos estos años de miseria, estaban despertando
algo en él que deseaba desesperadamente mantener enterrado. Olvidar. La parte de sí
mismo que reconocía con tan desgarradora claridad en su hija mayor. Que los dioses te
maldigan, Xena. No vas a despertar esa voz dentro de mí, ahora no. Otra vez no.
Pero ahí estaba. Susurrándole. Qué ganas había tenido de entregarse a ella. Hécuba le
preguntó qué había pasado cuando volvió a casa justo después... y él se mordió el labio
casi de parte a parte de las ganas que tenía. De la necesidad de pintar con palabras las
imágenes incrustadas ahora tan vívidamente en su cerebro. La necesidad que creían
haberle quitado a base de golpes, tantos años atrás, y que mucho después él mismo se
había ocupado de matar a base de amargura y alcohol.
Resueltamente, eliminó aquello de sus pensamientos. Y volvió a prestar atención al
sacerdote y a la ceremonia que se desarrollaba delante de él. Desaparecería al cabo de
un tiempo. Siempre ocurría. Pero maldita fuera esa mujer.
—¿A que parece que se ha tragado una boñiga de vaca? —murmuró Cirene de forma
casi inaudible, a sabiendas de que Xena la oiría.
—Mmm —fue la respuesta, ligeramente más alta.
—No lo soporto, Xena. No puedo. Puedo hablar con Hécuba, pero... —continuó, sin
apartar los ojos de la ceremonia que se estaba desarrollando—. Él no va a cambiar.
Notó una mano repentina en el hombro y sintió el calor cuando Xena se acercó a su
oído.
—Cualquiera puede cambiar.
Volvió la cabeza ligeramente y se encontró con la seria mirada de su hija. Que era la
prueba viviente de tal afirmación. Su mente se agitó. ¿O no? ¿Había cambiado en los
dos últimos años... o simplemente había vuelto a despertar una parte de sí misma largo
tiempo enterrada? Cirene se acordó de la pequeña empeñada en proteger agresivamente
a los chuchos de la aldea, y sonrió por dentro.
—Es imposible, Xena.
—Consigue que te cuente una historia —fue el susurro de respuesta. Entonces Xena
se echó hacia atrás y su hombro chocó con el de Toris, que estaba escuchando
atentamente el intercambio de votos. Toris la miró y de repente le pasó un brazo por los
hombros.
La reacción fue una ceja enarcada.
—Porque puedo, sin que me rompas las costillas —respondió él, con una expresión
muy ufana. Entonces se encogió cuando notó que ella se movía.
—Tranquilo —dijo, sofocando una risa, y le devolvió el gesto, pasándole un brazo
por la cintura—. No te voy a dejar tumbado en el suelo en medio de una boda.
Se miraron y se sonrieron y luego se volvieron para seguir mirando, en el momento
en que Lennat quitaba las guirnaldas que ambos llevaban al cuello y las enrollaba
alrededor de sus manos unidas delante de los dos, y Xena vio que a Gabrielle se le
estremecían apenas los hombros y sintió una fuerte punzada de compasión. Aguanta
ahí, amor. Ya casi ha terminado.
Vio que la bardo respiraba hondo y erguía los hombros, y que levantaba la cabeza con
ese gesto que Xena conocía bien. Eso es, sonrió su mente.
Entonces la ceremonia acabó y se pusieron a lanzar pétalos de flores encima de la
nueva pareja, bendiciendo la unión con símbolos de la fertilidad de la tierra. Lennat y
Lila alzaron los brazos para protegerse de la lluvia y corrieron hacia la puerta, riendo.
Y cuando cruzaron el umbral, saludando con la mano, Xena revivió una de sus
propias pesadillas privadas. Incluso después de todo este tiempo y con la relación que
tenía ahora con Gabrielle... seguía doliéndole. Esa sensación de abandono que le dejó tal
vacío dentro que... aquella noche, por un momento interminable, casi... casi... Cerró los
ojos y dejó que aquello siguiera su curso. Maldición... qué noche más larga fue aquella.
Y no lloraba así desde... Liceus. Respiró hondo y notó una mano preocupada en el
brazo.
—¿Xena? —El tono de Cirene era muy bajo, mientras observaba la expresión perdida
de su hija—. ¿Querida?
—Estoy bien. Unos malos recuerdos —replicó Xena, dejando que la pesadilla se
volviera a disolver en los recovecos de su mente—. Bonita ceremonia, ¿verdad?
Cirene se obligó a sonreír, pues se imaginaba qué recuerdos atormentaban a Xena.
—Preciosa. —Suspiró. ¿Debía insistir para que su hija le dijera lo que estaba
pensando? No... no hacía falta sacar esa imagen a la luz del día—. Oye... —Le clavó un
dedo en la tripa—. Bonito anillo el que lleva Gabrielle.
—Uuf —tosió Xena en broma por el dedo, luego se sonrojó un poco y miró al suelo
de piedra—. Sí, bueno...
—¿He oído mencionar mi nombre? —intervino la voz tranquila de Gabrielle cuando
se colocó al lado de Xena y se apoyó en su hombro—. ¿De qué se me echa la culpa esta
vez?
—¿A ti? —Xena soltó un resoplido de risa, notando que recuperaba el buen humor
poco a poco—. ¿Pero a ti quién te echa nunca la culpa de nada? Ahora... a mí, en
cambio...
Se sonrieron y Xena notó el suave y reconfortante movimiento de la mano de la
bardo sobre su espalda. Supongo que ha percibido eso, hace un minuto. Suspiró por
dentro. Déjalo correr, Xena. Es el pasado. Esto es el ahora.
—Si las dos estáis decididas a marcharos —dijo Cirene, pero con amabilidad—, será
mejor que antes comáis algo.
—Mamá, me gustan tus prioridades —contestó Gabrielle, con una sonrisa
irrefrenable—. Sobre todo si tú has tenido algo que ver con la cocina.
Cirene se rió.
—Puede que sí... ¿vamos? —Les hizo un gesto hacia la puerta y agarró a Toris del
brazo y se lo llevó, dejando que Xena y Gabrielle caminaran unos pasos por detrás.
Se miraron.
—Muy sutil. —A la vez.
Fueron hacia la puerta, entonces Gabrielle aflojó el paso y detuvo a Xena, más o
menos, pensó Xena, en el punto donde se habían dicho adiós la última vez.
Gabrielle esperó, evidentemente organizando sus ideas, y luego tomó aliento para
hablar. Miró a Xena a los ojos durante largos instantes y luego suspiró.
—Lo siento. —Cerró los ojos y agachó la cabeza—. Lo siento —repitió, esta vez con
un susurro.
—No. —Xena alzó las manos y cogió con cuidado la cara de Gabrielle, levantándole
la cabeza—. Yo tendría que haber dicho algo entonces.
Los ojos verdes se fundieron con los suyos.
—¿Es que había algo que decir? —Un apacible tono maravillado en su voz.
Xena asintió, esbozando una leve sonrisa.
—Desde hacía ya mucho tiempo.
A Gabrielle se le cortó la respiración.
—¿Cuánto?
Ahora la sonrisa se hizo más amplia.
—Desde el primer momento en que te vi.
La bardo se echó hacia delante y apoyó la cabeza en el pecho de Xena.
—Ahora ya no me siento tan mal. —Suspiró—. Yo también.
Xena la abrazó y se quedaron un rato en silencio.
Por fin, Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró risueña a Xena.
—Venga... vamos a comer algo, a beber algo fuertecito y a largarnos de aquí. Ya no lo
aguanto más.
Xena se rió y salieron cogidas del brazo.
—Bueno, cuidaos —les advirtió Cirene más tarde, mientras colgaba una alforja más
en la silla de Argo—. Eso es la cena.
—Madre... —rió Xena y luego meneó la cabeza—. Gracias. —Abrazó a Cirene—.
Procuraremos. Queremos ir a ver a las amazonas después de bajar a la costa... a lo mejor
nos pasamos por casa.
Cirene se puso en jarras.
—¿A lo mejor?
Toris se rió y le dio un puñetazo en el hombro.
—Lo estaré deseando. —Y recibió un abrazo de su hermana, cosa que lo sorprendió
un poco—. Oye... ¿te me estás ablandando? —El abrazo se convirtió en una tenaza que
lo levantó por completo del suelo—. Aaj. Perdón. Olvídalo. —Tosió cuando ella se
compadeció y lo bajó.
Xena suspiró.
—Cuídate, Toris. Tened cuidado cuando volváis a casa... no me gusta la idea de que
haya bandas de asaltantes merodeando por ahí fuera.
Toris sonrió ampliamente.
—Pues tendrás que quedarte cerca para asegurarte de que estamos bien, ¿no?
—Toris... —Un gruñido de advertencia.
Él le dio una palmadita en la mejilla.
—Era broma.
Xena puso los ojos en blanco y terminó de sujetar las alforjas de más sobre Argo. Se
agachó, cogió a Ares y lo metió en la bolsa donde lo transportaba.
—Ya casi eres lo bastante grande para correr sin quedarte atrás, ¿eh, chico? —le
comentó al lobo.
—¡Ruu! —protestó éste y se puso a mordisquearle el pulgar. Ella atisbó por encima
del alto lomo de Argo, vigilando al pequeño grupo de personas que rodeaban a
Gabrielle. Su familia, de la que Xena ya se había despedido con cierta cordialidad.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo, Bri? —Lila le agarró las manos y la miró con
preocupación—. ¿Me lo prometes?
La bardo sonrió apaciblemente.
—Te lo prometo. —Abrazó a Lila y luego a su madre—. Cuídate, madre —dijo, con
silenciosa tristeza, pues sabía cuánto tiempo podía pasar hasta que volviera a Potedaia.
—Cuídate tú también, hija —replicó Hécuba, con un suspiro—. Mantente a salvo.
Gabrielle asintió y se volvió para reunirse con Xena. Y se encontró cara a cara con su
padre. Alzó la cabeza y se quedó mirándolo, a la espera. Y vio, por encima de su
hombro, un agudo par de ojos azules que observaban con atención. La sensación de
seguridad cayó sobre ella como una suave lluvia de verano. No puede hacerme daño. Ya
no.
—Padre —dijo, con frialdad.
—Gabrielle —contestó él, observando su cara. Se vio a sí mismo en la fuerte
estructura de sus huesos—. Cuídate. —Una pausa—. Vamos, te acompaño hasta tu
amiga. —No hubo retintín en el tono. Ni la menor indicación de lo que sentía al
respecto.
Ella asintió y se volvieron y echaron a andar.
—A veces se dicen cosas... precipitadas... que uno llega a lamentar —comentó
Herodoto, poniéndose las manos a la espalda y mirando a todas partes menos a
Gabrielle. O a los ojos de Xena, que cada vez estaban más cerca.
—A veces —asintió Gabrielle, observando su rostro.
—Puede que yo lo haya hecho —dijo su padre, tomando aliento—. ¿Querrías...?
Gabrielle se paró y lo miró.
—Yo no he oído nada.
Herodoto asintió.
—Muy bien.
Se detuvieron delante de Argo y Herodoto acabó mirando por encima del lomo del
caballo directamente a los ojos firmes de Xena. Parpadeó. Ella no.
—No me gustas —dijo, sin rodeos.
Xena enarcó una ceja.
—Tú tampoco me gustas mucho, Herodoto.
Él asintió, despacio. Luego rodeó a Argo y se encaró con ella, recorriéndola con los
ojos de la cabeza a los pies.
Y le ofreció el antebrazo, que la sorprendida guerrera aceptó.
—Bueno, mientras eso quede claro. —Le soltó el brazo, retrocedió, miró a Gabrielle
por última vez y luego se dio la vuelta y regresó a la fiesta de la boda. Sin mirar atrás
una sola vez.
Ellas se miraron con cauteloso desconcierto.
—¿De qué iba eso? —se preguntó Gabrielle.
Xena se encogió de hombros.
—No quiero saberlo. —Se subió de un salto a lomos de Argo y esperó, mientras
Gabrielle abrazaba con fuerza a Cirene y a Toris.
—Gracias por venir —susurró al oído de Cirene—. Ha significado muchísimo para
mí.
Cirene le dio palmaditas en la espalda.
—No me lo habría perdido por nada.
La bardo asintió y volvió al lado de Argo, mirando hacia arriba.
Xena sonrió, alargó el brazo e izó a Gabrielle para colocarla detrás de ella.
Saludaron agitando la mano, Xena puso a Argo a galope corto y vieron cómo la aldea
se transformaba en campos de cultivo y luego en campo salvaje.
—Bueno. ¿Alguna vez te has planteado hacer carrera como diplomática? —preguntó
Gabrielle, con tono tranquilo.
—¿Qué? —Xena se volvió a medias en la silla y se quedó mirándola—. Oh... sí... yo
de diplomática, justo. Eh, señor consejero, o cancelas tu guerra o te rompo el brazo.
Pues sí que...
—No, en serio... creo que serías genial. Podrías viajar con un gran séquito de
ayudantes y enviar comunicados diplomáticos por todas partes.
—¡Gabrielle!
—No, ¿eh?
—No.
La bardo suspiró.
—¿Qué tal asesora de moda? Ese atuendo que llevabas era genial...
—Gabrielle... —Esta vez, un gruñido amenazador—. Me gusta lo que hago.
Gabrielle sonrió ampliamente.
—Bien. —Se echó hacia delante y rozó la espalda de Xena con los labios—. A mí
también me gusta lo que haces.
Su risa quedó flotando tras ellas cuando Xena puso a Argo a galope tendido y espantó
a una bandada indignada de patos que estaban en el prado delante de ellas.
FIN
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