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Cuento escrito por Paula Anaya Hernández de 4º Primaria del colegio Zola Las Rozas y que fue galardonado con segundo premio en el 17 Certamen de Narración Joven "El cuentacuentos 2011" organizado por el Colegio Arturo Soria de Madrid
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Aquella mañana, después de dos largos meses en el hospital, cuando me
desperté en mi habitación y miré por la ventana, vi a unos niños que
jugaban con la pelota, corrían y corrían y no paraban de correr. ¿Por qué?,
me pregunté. Sin darme cuenta había empezado a llorar de nuevo…
Todavía recuerdo las ganas con las que nos preparamos toda la familia
para irnos de vacaciones. Era la primera vez que nos íbamos a esquiar y mi
hermano y yo estábamos muy emocionados y nerviosos porque habíamos
apostado el dinero ahorrado por cada uno a ver quién era el primero en
ser capaz de bajar por una pista negra… Estaba segura de que iba a ganar
yo porque siempre lo hacía. Es lo que tiene ser la hermana mayor.
Cogimos el coche y después de cuatro largas horas -¡Por fin llegamos!-,
gritamos mi hermano y yo muy ilusionados. Al bajarnos del coche fuimos
corriendo a ponernos los monos de esquí. Y después, cómo no, fuimos
corriendo a ponernos los esquís y a coger los palos para deslizarnos por la
nieve.
¡Por fin estábamos en la nieve! Mi hermano y yo fuimos por nuestra
cuenta. Yo vi que mi hermano empezó a practicar. Yo en cambio me hice
la valiente y me tiré directamente por la pista negra, pero como iba tan
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rápido cogiendo cada vez más velocidad sin darme cuenta y… ¡Catapúm!
Cuando abrí los ojos, estaba en el suelo.
Vi que había mucha gente a mi alrededor, incluida mi madre, mi hermano
y mi padre. Todo el mundo empezó a preguntarme si estaba bien. Yo me
di cuenta de que no sentía las piernas, pero cuando les iba a decir que
estaba bien, intenté levantarme. Al hacerlo, no pude y me caí de nuevo al
suelo.
Ya no recuerdo si fueron cuatro, cinco o seis horas las que estuvieron
mirándome de arriba abajo, pruebas por aquí por allá, caras tristes…
Nadie hablaba. Era una situación muy rara y, a la vez, muy tensa. Yo sentía
que algo iba mal, muy mal. Pero si mi hermano nunca me había querido
dar un beso, ¿por qué ahora no paraba de besuquearme? Pronto entendí
por qué. ¿Alguna vez habéis pensado cómo reaccionarías si alguien os
dijera que no volveríais a andar? Yo nunca. Y creo que por eso, porque
nunca imaginé que algo así me podría ocurrir a mí tardé mucho tiempo en
darme cuenta de ello.
La idea de no poder caminar jamás me asustaba. Al principio me negaba a
aceptar la idea de no volver a montar a caballo nunca más. Llevaba
montando desde los 3 años y era lo que más me gustaba en este mundo.
Luego, cuando vi la cara de mi familia y el médico me explicó que debía
acostumbrarme a hacer las cosas de otro modo, empecé a sentirme triste.
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Muy triste. Por mis piernas y por todo lo que ya no podría hacer: jugar a la
pelota, correr, ir al parque, saltar en la cama, columpiarme, etc.
“¡Qué rabia! Tan sólo a unos días de mi cumpleaños. Con las ganas que
tenía de celebrarlo con mis amigas en el club de hípica…” Empecé a llorar.
Pero no quería que nadie me preguntase qué me pasaba. Así que, cerré
los ojos y me hice la dormida hasta la hora de comer.
Durante los días siguientes estuve curándome las heridas. Seguía sin sentir
las piernas y escuchaba a mi padre decirle a mi madre que los médicos no
eran optimistas. No sé qué significaba esto, pero viendo la cara de mis
padres, pensé que no era algo bueno.
Por fin llegó el día de mi cumpleaños. Después de tanto tiempo en el
hospital, pensé que nada me haría feliz. Pero me llevé una sorpresa (la
primera del día) cuando mi madre vino con una silla de ruedas y me dijo
que me cambiase. ¡Nos íbamos a casa!
Tenía muchas ganas de salir de allí, aunque ya me había hecho amiga de
las enfermeras y los médicos. Vinieron a decirme adiós, y me regalaron
una bolsa de chuches. Mi madre me llevó en la silla de ruedas hasta el
coche. Mis padres me ayudaron a sentarme y nos fuimos a casa.
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Cuando llegamos a casa encendimos las luces y de repente toda my
familia salió de sus escondites y gritaron ¡Sorpresa! Me di un susto
tremendo. Pero la alegría fue aún mayor al verlos a todos reunidos para
celebrar mi cumpleaños.
Yo estaba triste porque no podía levantarme de la silla y correr a
abrazarlos a todos. Pero a ellos no les importó que no pudiera hacerlo y
no me dieron tiempo ni de pensarlo.
Antes de que me pudiese dar cuenta, llegó el momento de abrir los
regalos. Mis tías, abuelos y primos me entregaron paquetes de todos los
colores y tamaños. Eran una preciosidad. No sabría decir cuál me gustó
más. Bueno sí. El que me dieron a continuación. Fue la segunda sorpresa
del día.
Mi madre me tapó los ojos con un pañuelo y me sacó al jardín. Escuché un
ruido extraño y todos gritaron “¡Ya puedes abrir los ojos!” Me quedé
petrificada. Delante de mí había un maravilloso caballo blanco, con una
larga melena a juego. Se acercó a mí, me olisqueó y me dio un lametón.
Parece que seríamos buenos amigos.
La tercera sorpresa fue la silla de montar que tenía el caballo. Era la silla
más extraña que había visto jamás. Según me explicó mi padre, habían
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diseñado esta silla para mí. Ya que no podía sujetarme encima de la silla
yo sola, la silla me permitía agarrarme a ella
Fue pasando el tiempo. Yo me hice muy amiga del caballo y él de mi. Fui
ayudando a mi caballo trayéndole la comida y el agua y él me ayudaba a
andar, montándome en él. Había días que estaba cansada o sin ganas
pero cuando mi caballo empezaba a andar tras indicárselo con mi voz,
todo cambiaba. Todos los días al despedirnos ya nos empezábamos a
echar de menos y siempre sentía que entendía todo lo que le decía.
Ya no me preocupaba tener silla de ruedas, ya no me preocupaba no
poder jugar en el parque, ya no me preocupaba que me mirase la gente y
ya no me preocupaba no poder balancearme en los columpios.
Cuando superas los obstáculos y nunca dices nunca, consigues lo que te
propones.
He aprendido a mirar la vida de otro modo, a disfrutarla. Y tú ¿Lo has
aprendido ya?
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