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UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE CATALUÑA ESCUELA TÉCNICA SUPERIOR DE ARQUITECTURA DE BARCELONA
DOCTORADO EN TEORÍA E HISTORIA DE LA ARQUITECTURA
TESIS DOCTORAL
URBE EN PALABRAS: LA OTRA CIUDAD VENEZOLANA.
Imaginarios literarios de la urbanización en la temprana modernidad.
MERIDALBA MUÑOZ BRAVO Becaria Universidad de Los Andes – Venezuela
Director: JOSEP MARÍA ROVIRA I GIMENO Co-director: ARTURO ALMANDOZ MARTE
Octubre – 2006
TABLA DE CONTENIDOS
PRESENTACIÓN 1 I.- LA CIUDAD ESCRITA 17 Breve paréntesis sobre el discurso político 25
La vertiente literaria, veedora de la urbanización 27 BREVES PINCELADAS HISTÓRICAS. 32 Nuestra histórica in-conclusión. 37
Aproximaciones sobre el decurso disciplinar. 42 IMAGINARIOS URBANOS. TRES LATENCIAS Y UNA AUSENCIA. 48 Diversidad y mixtura: ciudades híbridas 53 II.- LA CIUDAD TRADICIONAL … DEL PASADO AL FUTURO EN UN PASO. 61 PERVIVENCIAS 68 PARTICULARIDADES PROVINCIANAS. 76 ESPACIOS DE LA VIDA CIUDADANA. 81 La plaza 82
El mercado 90 La calle 98 Los clubes, plataforma progresiva de cambio cultural 103
RECONSTRUCCIÓN DE LA CENTRALIDAD. 108 ANTE LOS CAMBIOS DE PIEL EL RECLAMO POR LA TRADICIÓN 110
III.- UNA MÁS ENTRE LAS NUEVAS BABELES 119 PERO LA CIUDAD CRECIÓ, BABEL SE MATERIALIZÓ Y MODERNA SE LLAMÓ. 121 APUNTES SOBRE LA INMIGRACIÓN. UNA INTENCIÓN FRUSTRADA. 125 DE LAS PUERTAS ABIERTAS. 128 CUANDO SE “FUNDA” HINCANDO TABLAS Y CARTONES 133 CUANDO “EL SUTIL ESPÍRITU DE SU PEQUEÑA Y PROVINCIANA MADRE LE QUEDA CORTO”... 146 LA SOLUCIÓN EN SUPERBLOQUES 163 CARROCRACIA EN LA METRÓMOLIS: la desnaturalización de la calle. 178 IV.- LA CIUDAD Y LA SOCIEDAD DEL PETRÓLEO 193 EL CAMPAMENTO 208 EN TORNO AL CAMPAMENTO LA CIUDAD. 229 Y EN LAS CIUDADES LOS HOMBRES … 251 V.- ¿ANTI-CIUDAD O CIVILIZACIÓN DEL CAMPO? 261 LA CIUDAD, LA MALQUERIDA. 266 CIVILIZANDO EL CAMPO 278 LA NATURALEZA, ESPACIO REGENERADOR.. REFUGIO ÚLTIMO. 297 BIBLIOGRAFÍA 307 ÍNDICE DE IMÁGENES 319 ANEXOS 323
RESUMEN La nueva imagen que la ciudad venezolana adquirió gracias a radicales transformaciones operadas desde la primera mitad del siglo XX, imagen de desorden y caos, fue dramáticamente prevista y/o registrada por nuestros narradores y novelistas del período. Esta tesis rastrea en el imaginario literario de esa moderna urbanización, a fin de comprender las razones expuestas por nuestros intelectuales, y que explicarían en parte el desacierto en la materialización de nuestra modernidad. Procurando un constante entrecruzamiento entre el discurso literario y las más materiales experiencias de la construcción de la ciudad moderna venezolana, intentamos recrear tres grandes escenarios que nos ofrece la literatura: el de la ciudad tradicional que crece y se transforma; el de la ciudad del petróleo y el de un supuesto antiurbanismo. Tres escenarios que aunque en apariencia lucen desvinculados se enlazan por obedecer todos a la procura de una ansiada y necesaria modernización. Las novelas constituyen las fuentes primarias en las que se fundamenta el rastreo, apoyadas además por aleccionadores ensayos de los mismos novelistas y por discursos especializados sobre el urbanismo en Venezuela. Del primer escenario destacamos los espacios de ciudad que los literatos privilegian como más dignos constituyentes de la urbe y que experimentan radicales cambios. En el segundo, acudimos a la confrontación con referencias literarias de pueblos petroleros en los países de origen de empresas explotadoras del petróleo en el país, a fin de responder a la inquietud de si la experiencia previa en aquéllos influyó en la materialización de dichos pueblos en el nuestro. Del tercer y último imaginario destacamos la contradicción entre una aparente actitud anti-urbana y la profunda vocación citadina tanto de los habitantes del país como de los elocuentes narradores y novelistas. Ciudad y literatura se conjugan, pues, para dar cuerpo a esta tesis.
ABSTRACT The new image that the Venezuelan city acquired thanks to radical transformations operated from the first half of the XX century, image of disorder and chaos, was dramatically foreseen and/or registered by our narrators and novelists of the period. This thesis rakes in the imaginary literary of that modern urbanization, in order to understand the reasons exposed by our intellectuals, and that explain in part the mistake in the materialization of our modernity. It offers a constant interconnection between the literature content and the material experiences in the construction of the Venezuelan modern city. The thesis tries to recreate three big scenarios: the traditional city that grows and its transformation; the city of the oil and the one based on a supposed anti-urban attitude. Three scenarios although apparently disconnected, but they are linked to obey all one desired and necessary modernization. The novels constitute the primary sources in which it is based the investigation, also supported by the same novelists' exemplary essays and for specialized references about the urbanism in Venezuela. From the first scenario the city spaces that the writers exalt as principal constituents of the city highlight and that them experiment radical changes. In the second one, a comparison among literary references of oil towns in foreign countries, in order to know if the previous experience in those countries influenced in the materialization of our towns. And finally, in the third one and last imaginary, it is highlighted the contradiction between an apparent anti-urban literature attitude and the deep urban vocation of the inhabitants and the writers of the country. Therefore, city and literature are conjugated to give body to this thesis.
A CAMILO Y JOAQUÍN.
Agradecimientos:
Al Dr. Rovira i Gimeno por su orientación y paciencia en este largo proceso.
Al Dr. Almandoz por su aliento y oportunas observaciones. A la Universidad de los Andes por el financiamiento para la realización
de mis estudios de doctorado. A los compañeros del departamento de historia y autoridades de la
facultad de Arquitectura y Diseño de la ULA, por su valioso apoyo en la siempre dura recta final.
A los colegas y amigos, tanto en mi tierra como en la grata Barcelona, por su auxilio en la consecución de material documental y en los muy
diversos trámites y procesos administrativos, propios de la culminación de una tesis doctoral a distancia.
A mis hijos Camilo y Joaquín, a mi madre y familiares; nunca tendré con qué retribuirles
tanta fe y estímulo. A la vida por esta gran oportunidad.
PRESENTACIÓN
Se escribe sobre la Patria en extrema tensión y apremio; acosado por los problemas
y como una forma de deber cívico más que de arte gratuito.
Mariano Picón Salas (1948).
A la todavía no superada tensión y apremio respecto a la Patria, sumamos hoy la
profunda insatisfacción por la ciudad, pero no la CIUDAD, sino las colchas de retazos
mal estructuradas en que nos ha tocado vivir. Reflexionamos, entonces, desde la desazón
e inconformidad por un escenario cuya materialización ya vislumbraban desacertada
nuestros tempranos escritores del siglo XX.
Aunque el impulso originario de reunión, de superación de la individualidad, de
agrupación haya partido de motivaciones espirituales o incluso de la necesidad más
material de exorcizar los miedos al abandono ante la inmensidad y el poder de la
naturaleza, la complejidad creciente de esas asociaciones humanas hace que la tribu
primigenia se trasmute en aldea, en polis, en urbe, en ciudad. Decurso casi “biorrítmico”
ha acompañado esa maduración o permanente reinvención de lo urbano; cima-sima-cima,
sucesión de cambios que no implican, salvo casos particulares, su muerte definitiva, más
1
bien por el contrario su construcción permanente. Mirar entonces a la ciudad como un
proceso orgánico finito de nacimiento, vida y muerte queda reservado sólo para los
poblados surgidos con una vocación específica temporal, mientras que la ciudad-
metrópolis-megalópolis-metápolis, o los tantos nuevos términos con los que se busca
denominar la experiencia urbana contemporánea, indican el tránsito permanente de la
vida a la vida, del presente eterno. La ciudad contemporánea se muestra como un retablo,
en el que los distintos momentos de su evolución se articulan en un tejido de
superposiciones, yuxtaposiciones y oposiciones, heterogéneo y muy complejo. Es
materia y alma, “lugar de utopías y miedos, riesgos y aventuras, encuentros y
desencuentros, evocaciones y rupturas” (Cruz, 1996).
El lienzo urbano de hoy vivió uno de sus momentos cumbres de transformación
cuando irrumpió la industria como fenómeno económico, y en consecuencia social y
material. La ciudad del XIX derivada de dicha revolución, abigarrada, vertiginosa,
explosiva, espontánea, se convirtió entonces en escenario irrenunciable y dramático para
la obra de muchos escritores: el Londres inclemente de Dickens, el Dublín agobiado de
Joyce, la deshumanizada Nueva York de Dos Passos, el París materialista de Balzac, el
empobrecido de Víctor Hugo o el saqueado de Zola.
La complejidad de la consiguiente vida moderna, determinada por las variadas
interrelaciones sociales, la diversidad cultural y étnica, la velocidad de los cambios, y la
volatilidad que le otorga la satisfacción de necesidades y la inmediata aparición de otras
nuevas, han dejado múltiple impronta en la configuración del espacio urbano. Distintas
2
formas de organización derivan de su amalgama o simple yuxtaposición a las ciudades
preexistentes, que obedecen más a las formas de crecimiento y menos al tiempo de su
consolidación, en virtud de que la Modernidad como fenómeno no se da al mismo tiempo
en todos los lugares.
1 Ver Francesco Dal Co, “Habitar y los lugares de lo moderno” en Dilucidaciones, Modernidad y Arquitectura; Tafuri, Cacciari, Dal Co, De la Vanguardia a la Metrópoli, critica radical a la Arquitectura; Lefebvre, Henri, La revolución urbana; también las tempranas reflexiones de Lewis Mumford, La cultura de las ciudades y el reciente estudio de Horacio Capel, La morfología de las ciudades. I. Sociedad, cultura y paisaje urbano. Sobre América latina ver: García Canclini, Néstor, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad; Sarlo, Beatriz, La imaginación técnica, sueños modernos de la cultura Argentina.
Mucho se ha dicho en torno a su gestación intelectual en el entorno europeo así
como a su materialización en territorio americano. Su condición de territorio virgen para
la experimentación, de infinitud del vacío frente a la dramática congestión de las
ciudades europeas (paradójicamente razón de esas modernas propuestas), hace que
nuestro continente sea visto nuevamente como el lugar propicio para que las utopías
dejen de vagar en atmósferas intelectuales. Mirar luego la modernidad como proceso
cumplido, y superado en su propia condición temporal, ha motivado el surgimiento de
una cantidad ingente de literatura que analiza minuciosamente las implicaciones que
dicho proceso tuvo, tanto en Europa y Estados Unidos como en nuestro particular
contexto latinoamericano. Desde críticas a lo moderno como proceso, fundamentadas en
el fracaso de algunos de sus postulados, hasta análisis de las experiencias particulares de
la modernidad, o las distintas escalas e hibridaciones en su materialización en nuestro
contexto socio-cultural.1
Respecto a nuestra realidad latinoamericana, y en concreto la venezolana, uno de
los temas recurrentes es la compleja y anárquica conformación física de la ciudad
moderna, consolidada a mediados del siglo XX. Como escenario de la vida
contemporánea, nuestras ciudades, resultado, como las demás, de un proceso de
3
acumulación y superposición de tiempos históricos; modeladora y al mismo tiempo
producto, razón y consecuencia de las transformaciones sociales, económicas y políticas,
lucen a nuestros ojos como un escenario abigarrado, complejo, en ocasiones ininteligible,
y la más de las veces caótico. Complejo bosque de signos cuya confusión resultante, en
contraste con el exultante discurso oficial de mediados del siglo XX, en que la ciudad
parecía compendiar las aspiraciones colectivas de progreso y modernidad, la urbe
venezolana contemporánea suscita, casi sin excepción, sentimientos de insatisfacción en
sus habitantes. Resultaría incompleto y tendencioso desconocer las también manifiestas
opiniones favorables acerca de su condición cosmopolita, diversa, seductora,
profundamente viva; opiniones, por cierto, cada vez menos frecuentes.
2 Aquella denominación popularizada en el tercer cuarto del siglo XX, coincidiendo con la consolidación de la ciudad
moderna, si bien atendía a su conversión en metrópolis, su puesta a punto, su vanguardismo, su modernidad, respondía también a las innegables bellezas naturales que en Caracas,
como en el resto de las ciudades venezolanas han sido siempre las protagonistas; el marco, o como lo refiriera Tulio
Hernández: “el modelo armónico de la naturaleza que no llega a superarse”. El final de las reflexiones sobre Caracas,
las de ayer y las de hoy, es ya predecible: ante el amargo sabor del desorden y la hostilidad de la ciudad, queda el
refugio del Ávila amado, monte milagroso o mágica montaña, cuya sóla presencia parece capaz de exorcizar los
demonios de la ciudad material. Sobre el tema ver Tulio Hernández, “Caracas: odiada, amada, desmemoriada y
sensual”; Cabrujas, José Ignacio, “La ciudad escondida”; Echeto, Roberto, “Las Caracas verdaderas”
(textos completos incluidos en anexos).
El caso caraqueño resulta particularmente emblemático. Caracas fue y sigue
siendo motivo y escenario central de numerosas reflexiones, novelas, ensayos. Ciudad
que capitaliza el interés en su doble condición de ciudad capital y de principal receptora
de los afanes de cambio y modernización. Respecto de ella, hace varias décadas referida
como “la sucursal del cielo”, lo que propició en no pocos afecto y profunda admiración,
ha devenido en el decurso de los años capital del infierno.2 Similar realidad viven otras
ciudades venezolanas, que aunque más tarde y a menor escala, han experimentado
análoga conversión en espacios inarmónicos y hostiles.
¿Compartían los demás actores sociales la confianza oficial en los cambios que se
operaban? ¿Existió un norte para la transformación de la ciudad?. De haberlo, ¿qué torció
el rumbo?. Es ante aquella insatisfacción por un escenario que no termina de cobijar
4
armónicamente, que repele más que atrae, que en su vertiginoso deterioro material nos
conmina a buscar explicaciones, que se plantea esta indagación acerca de la emergencia
de la ciudad moderna venezolana. Al imperativo de comprender dichos escenarios, mi
motivación personal obedece además, y principalmente, a la necesidad de ampliar
nuestra visión de esa ciudad venezolana y de rastrear el proceso de urbanización física,
indagando en otras fuentes además de las especializadas. La literatura ofrece un territorio
fértil pues los intelectuales y escritores, habitantes naturales de la urbe, están dotados de
una particular sensibilidad ante el hecho urbano y se asumen cronistas irrenunciables de
las historias de la ciudad. Interesa, pues, esta vertiente, por sobre el trabajo más
particularmente literario que han adelantado otros investigadores, y para ello
entrecruzaremos las visiones estrictamente disciplinares con las aportadas por aquéllos.
3 Investigador sobre temas de cultura urbana, y autor de numerosas y pioneras publicaciones relativas al tema venezolano. 4 Referidas como microhistorias, su mayor delimitación permitiría sustentar desde fundamentados cimientos un ulterior compendio totalizador. Creo positiva esta ida y vuelta en la investigación, en la que de un estadio inicial nutrido de visiones generales, y cumplida la pesquisa, sus resultados retornen para realimentar aquellas, ayudando a corregir sus imprecisiones y errores. 5 Ver City Images: Perspectives from lterature, Philosophy and Film. (Caws, 1991).
ANTECEDENTES:
El estudio histórico de la representación cultural de la ciudad se ha constituido en
tema medular desde las tempranas décadas del siglo XX. Las primeras aproximaciones,
resultantes en obras generales que abarcan amplias escalas temporales y territoriales,
“grandes narrativas” para Arturo Almandoz,3 van dando paso a investigaciones más
acotadas, valiosas por su conveniente focalización temática y provechosa
profundización.4 El abordaje se da desde variadas disciplinas, consolidándose en las
últimas décadas la investigación sobre la presencia de la ciudad en el arte, en el cine, en
la literatura.5 En esta última línea, sumado a los pioneros textos destacados por
5
Almandoz en su “Microhistoria e historia cultural urbana”,6 como: El intelectual contra
la ciudad. De Thomas Jefferson a Frank Lloyd Wright, de Lucia y Morton White (1962);
Literature and the American Urban Experience, de Michael Jaye y Ann Chalmer Watts
(eds.) (1981); o los más ambiciosos Cities perceived. Urban society in European and
American thought 1820-1940, de Andrews Lees (1985), y The city in literature. An
intellectual and cultural history, de Richard Lehan (1998), todos referidos a la
experiencia estadounidense, encontramos posteriores investigaciones aún más
delimitadas, bien en el ámbito geográfico, en el temporal o bien en la consideración de
escritores particulares. El repertorio es amplio, y sólo como referencia podríamos anotar
de la producción española: La literatura en la construcción de la ciudad democrática, de
Manuel Vázquez Montalbán (1998), con un significativo abrebocas de la deconstrucción
de la ciudad socialista; Modernización de España (1917-1939). Cultura y la vida
cotidiana, de Ana Aguado y María Dolores Ramos (2002); La idea de ciudad en la
literatura española del siglo XIX. Las ciudades españolas en la obra de Pedro Antonio
de Alarcón (1833-1891), de Pere Sunyer Martín (1992); Ciudades en mente: Dos
incursiones en el espacio urbano de la narrativa española moderna (1887-1934), de
Carlos Ramos (2002); Literatura, vides, ciutats, de Jordi Castellanos (1997), respecto a
la Barcelona de España, con un repaso desde la ciudad industrial a la de los juegos
olímpicos; Imágenes de la gran ciudad en la novela norteamericana contemporánea, de
Pilar Marín (et al.) (2001), referida a la metrópolis estadounidense; o los cada vez más
numerosos artículos recogidos en libros colectivos o en publicaciones periódicas.
6 En Almandoz, Arturo, (2003a) “Historiografía urbana en Latinoamérica: del positivismo al postmodernismo”. Una primera versión fue presentada como Almandoz, (2002a) “Revisión de la historiografía urbana en Hispanoamérica,
1960-2000”, ponencia invitada al VII Seminário de História da Cidade e do Urbanismo, Salvador, Brasil. A su vez, esta
ponencia se apoya en el trabajo de Almandoz, (2000) “Aproximación historiográfica al urbanismo moderno en
Venezuela. El tema de las ciudades en el pensamiento”, en José A. Rodríguez (ed.), Visiones del oficio. Historiadores
venezolanos en el siglo XXI. pp. 211-231. Referencias aportadas por el autor en una posterior publicación de otra versión apenas modificada, en Almandoz, (2002b) “Notas
sobre historia cultural urbana. Una perspectiva latinoamericana”, en Perspectivas urbanas/Urban
Perspectivas, Vol. 1.
6
Ya en el ámbito latinoamericano, son fundamentales los trabajos de José Luis
Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas, cuya iluminadora periodización y
amplitud de fuentes consideradas ha servido de detonante a nuevas exploraciones; y La
ciudad letrada de Angel Rama; ambos ejemplares por la estimulante incitación a indagar
en este territorio, y por la claridad y orden que aportan a la visión histórica de la ciudad
moderna. Ambos autores son invariablemente referidos como fuentes primordiales por
quienes han abordado temas de historia y cultura urbana en Latinoamérica.
7 La 11th. International Planning History Conference (Barcelona, junio 2004) incluyó la temática. En los últimos años y en el contexto hispanoamericano: I Coloquio Internacional: Literatura y espacio urbano, Universidad de Alicante-1994; Congreso de la Agencia Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos: La Isla Posible, Tabarca, Alicante-1998; Congreso Internacional: Espacio literario en Hispanoamericana, Universidad de Navarra -Pamplona-2001; Seminario ciudad y literatura, Universidad Pontificia de Chile-2004, en ocasión del aniversario de la muerte de Julio Cortazar, entre otros. 8 Elaborado a partir de la tesis doctoral de la misma autora.
El entusiasmo que ha despertado el estudio de la ciudad en la literatura ha
propiciado también la formulación de proyectos de investigación, la realización de
frecuentes seminarios en diversas instituciones académicas o la inclusión de la temática
en Congresos nacionales e internacionales, destacando así mismo las tesis de postgrado
que tocan el tema.7 De todo ello van resultando valiosas publicaciones de las que
destacan algunas de las que consideran el tema latinoamericano: Literatura y espacio
urbano, José Carlos Rovira Soler (ed.) (1995); del mismo editor, Escrituras de ciudad
(1999); De Arcadia a Babel: Naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana,
Javier de Navascués (ed.) (2002); Pensar la ciudad, de Fabio Giraldo y Fernando
Viviescas (comp.) (1996). Sobre temas más singulares: Acoso y ocaso de una ciudad. La
Habana de Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante, de Yolanda Izquierdo (2002),8
enfoque en el que, junto a lecturas antropológicas y psicológicas del habitante y su
ciudad, se penetra en aspectos más vinculados a lo material de esa singular urbe
latinoamericana; La Habana hablada a tres e Invención de la Habana, de Emma
7
Álvarez-Tabío (1994); Los muros invisibles: Lima y la modernidad en la novela del siglo
XX, de Peter Elmore (1993).
9 Esta preponderancia queda evidenciada en un mayor número de publicaciones y en la especialidad profesional de las instituciones y organizadores de la mayoría de los
eventos relacionados con el tema. Podemos destacar algunos como el Coloquio Imaginarios de la ciudad,
celebrado en Mérida en 1999, organizado por el Centro de Investigaciones en Ciencias Humanas de la Universidad de
Los Andes, que ofreció miradas desde distintos campos disciplinares además de la Literatura; las últimas ediciones
de los Simposios de Docentes e Investigadores de la Literatura Venezolana (SILVE), celebrados en Caracas, en
cuyos programas han figurado mesas relativas a ciudad y literatura; de igual manera las últimas ediciones de la
Bienal de literatura Mariano Picón Salas, celebradas en Mérida; o revistas como Fermentum, de la Universidad de Los Andes; Extra-Muros, de la Facultad de Humanidades
de la Universidad Central de Venezuela; Argos, de la División de Ciencias Sociales y Estudios, del
departamento de lengua y literatura, ambas de la Universidad Simón Bolívar, entre otras.
10 Caracas: UCV, 1970, trabajo de ascenso,
mecanografiado, investigación solicitada como parte del estudio y posterior publicación Estudio de Caracas, según
información del autor.
11 Doctor en Letras, profesor de la Universidad Central de Venezuela. Proyecto inserto en el proyecto macro: Los
procesos de modernización en América Latina, promovido por el CELARG (Centro de estudios latinoamericanos
Rómulo Gallegos), con productos parciales como Retórica de la imaginación urbana. La ciudad y sus sujetos en
Cecilia Valdes y Quincas Bordas. Caracas: Fundación CELARG, 1997. También “Urbes e intemperies. Retórica
de la imaginación urbana (1840-1900)”.
12 De Nilda Bermúdez e Isabel Portillo (1996). El artículo referido se basó exclusivamente en relatos y crónicas de
viajeros e intelectuales nativos.
Ya en el contexto venezolano, el estudio de la ciudad desde diversas ópticas
disciplinares como el urbanismo y la arquitectura, la sociología, la economía e incluso la
geografía, y más contemporáneamente la propia literatura, está siendo abordado
estimulado por la revalorización de lo socio-cultural como conformador de ciudad. De lo
anterior se van consolidando las investigaciones sobre historia y cultura urbanas, y dentro
de ellas el estudio de la ciudad a partir de textos literarios. En este sentido destacan por
su número, como en otros entornos, las aproximaciones a lo urbano desde los ámbitos
literario y sociológico,9 con énfasis principal en los cambios socio-culturales, políticos,
costumbres, modas, conductas, aspectos todos que ilustran acerca del moderno hombre
de la ciudad y del hombre de la ciudad moderna. Podríamos mencionar trabajos iniciales
como el iluminador Caracas en la novela venezolana, de Guillermo Meneses (1966),
seguido de la revisión académica adelantada por Oswaldo Larrazabal Henríquez, Imagen
literaria de Caracas en la novela (1970).10 Más contemporáneamente encontramos
proyectos de investigación como El escenario urbano en la novelística latinoamericana,
coordinado por Jorge Romero León;11 o el trabajo “Un viaje ilustrado” de Rafael Castillo
Zapata, que indaga en la vida cultural e intelectual de Caracas en el siglo XIX. En el
ámbito de las escuelas de arquitectura cabe mencionar el proyecto de investigación La
ciudad a través del tiempo, producto parcial del cual fue publicado “Maracaibo a finales
del siglo XIX e inicios del siglo XIX. El reencuentro con la imagen de una ciudad, a
través de los relatos y las fotografías,”12 intentando una re-construcción de aquella
8
realidad que pareciera habitar apenas en la memoria del papel. También en el ámbito
venezolano, aunque no referido a él, vale mencionar los trabajos: La ciudad invisible de
Jorge Luis Borges, y La representación del espacio en Borges, de Henry Vicente, quien
destaca el irreductible compromiso simbólico de la literatura de Borges en la
construcción de su idea del espacio.
Desde la disciplina urbanística, aunque buscando nuevos referentes, es cardinal la
enjundiosa investigación que ha venido desarrollando Arturo Almandoz, inquieto por la
búsqueda del imaginario y la representación de la urbe moderna, y estimulado por el
horizonte que ofrecería una mirada interdisciplinaria y más abierta acerca de la ciudad -
inquietud y convicción que comparto y que ha motivado también mi trabajo-: “En mi
caso particular, estas inquietudes han alimentado la necesidad de buscar en el
pensamiento humanístico en general, antes que en la literatura urbanística
especializada, las claves de los cambios y las transformaciones impuestas por la
urbanización moderna en sociedades occidentales.”(Almandoz, 2002b) Para ello ha
acudido a fuentes diversas como las crónicas de viajeros, el relato, la novela, entre otras,
y cuyas reflexiones son reflejo de la lectura sociológica a la que se ha aludido
anteriormente. De ello han resultado numerosas aproximaciones; desde visiones
generales como su precursor trabajo Ciudad y literatura en la primera industrialización
(1993), pasando por su tesis doctoral: Urbanismo europeo en Caracas, 1870-1940
(1997), referida a la influencia del urbanismo europeo en la Venezuela de fines del siglo
XIX y principios del XX, hasta las más recientes y conclusivas: La ciudad en el
imaginario venezolano. Del tiempo de Maricastaña a la masificación de los techos rojos
9
(2002c), y su segunda parte La ciudad en el imaginario venezolano. De 1936 a los
pequeños seres (2004).13 Marca su indagación el reconocimiento fundamental de las
transformaciones que en el orden socio-cultural y material han obrado en la ciudad y su
sociedad. A esta ya larga lista de publicaciones habría que sumar las numerosas y muy
interesantes que viene recogiendo la “Fundación para la Cultura Urbana” de Caracas.
13 A estas publicaciones se sumarían capítulos en libros y un amplio repertorio de artículos en
revistas y memorias de congresos.
Apoyados en este interesante y pionero conjunto de investigaciones, se plantea la
aproximación, además y más detalladamente, a la conformación de los espacios y la
forma urbana que han testimoniado los escritores en sus obras, enmarcada ésta en la
emergente ciudad moderna venezolana.
10
PRESENTACIÓN DEL CONTENIDO
Interesó para esta tesis el análisis de la ciudad moderna venezolana, tal y como
ella fue registrada, intuida y/o ambicionada en algunas de las novelas escritas en las
primeras seis décadas del siglo XX. Consolidada dicha ciudad a mediados de la centuria,
se busca ahondar en la comprensión de su fase germinal, a objeto de dilucidar su
compromiso con su ordenamiento final, ese que despierta tantas y tan duras críticas
contemporáneamente.
La investigación se inició con la revisión de un grupo de novelas, obra de algunos
de los más representativos escritores y escritoras venezolanos de la primera mitad del
siglo XX: Rufino Blanco Fombona, Mario Briceño Iragorry, Teresa de la Parra, Manuel
Díaz Rodríguez, Ramón Díaz Sánchez, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Antonia
Palacios, Miguel Eduardo Pardo, Mariano Picón Salas, José Rafael Pocaterra, entre otros.
A este grupo de autores se suman tres que no siendo venezolanos escribieron, en la
época, novelas que recrean vivencias, historias y/o escenarios de esta tierra. Se trata de:
Los pasos perdidos (1953) del cubano Alejo Carpentier; Mancha de aceite (1935) del
11
colombiano César Uribe Piedrahita y Venezuela imán (1954) del hispano-venezolano
José Antonio Rial.14 Provee el conjunto de obras estudiadas distintas visiones de lo
urbano y/o anti-urbano en el país, y su revisión y ordenación permitió estructurar el
corpus de la tesis. Sin pretender agotado el tema, los imaginarios presentes en las obras
revisadas nos sugieren tres grandes escenarios:
14 Los dos primeros vivieron y trabajaron en Venezuela durante varios años; el último
adoptó la nacionalidad venezolana en 1955 y a sus 95 años reside aún en nuestro país.
15 Unas cuarenta novelas (ver listado completo
en bibliografía).
La ciudad tradicional que se transforma,
La ciudad del petróleo,
La reivindicación del campo.
Una vez esbozada la trilogía de temas sugeridos por las novelas, se inició una
segunda revisión de las obras y se completó la selección con la revisión de nuevas
novelas que trataban temas puntuales dentro de aquéllos. Destacan cuatro piezas de
autores extranjeros, fuentes primarias y de importancia cardinal para uno de los
escenarios a desarrollar, el de la ciudad del petróleo: Nuestro petróleo (1959) del
mexicano José Mancisidor; ¡Petróleo! -¡Oil! (1929)- de Upton Sinclair; Ciudad violenta
-Wild Town (1957)- de Jim Thompson y Petróleo -Oil (1974)- de Jonathan Black, estos
tres estadounidenses. Si bien la práctica totalidad de las obras revisadas son consideradas
en el análisis,15 se hizo especial énfasis en aquellas que aportaban mayor profusión de
datos: Los Riberas de Briceño Iragorry, Oficina Nº 1 de Otero Silva, Mene y Casandra
de Díaz Sánchez, Mancha de aceite de Uribe Piedrahita, Doña Bárbara de Gallegos,
Venezuela imán de Rial, Los tratos de la noche de Picón Salas; así como un conjunto de
valiosos ensayos de estos y otros autores y las cuatro novelas de los escritores extranjeros
12
referidos.16 Valga decir que del repertorio de novelas venezolanas escritas en esas
primeras seis décadas del siglo XX, unas 350 según el registro ofrecido por José Ramón
Medina en su Noventa años de literatura venezolana (1991), muchas más que el grupo
revisado para esta investigación ofrecen un territorio fértil de estudio, trabajo que sin
duda valdría continuar. Valga también reiterar la preponderancia que tiene la ciudad de
Caracas como escenario de la mayoría de las novelas revisadas; lo que determina su
recurrente y predominante consideración en la presente investigación. Resultaría
oportuna y muy valiosa una revisión, clasificación y análisis de novelas por ciudades, lo
que aportaría datos acerca de lo local.
16 Para simplificar la lectura, en los capítulos en que se hagan recurrentes citas a algunas de estas novelas, las citas estarán seguidas de un paréntesis donde se indicarán las iniciales de su nombre y el número de la página; ejemplo: Los Riberas (L.R.: 21); Venezuela imán (V.I.: 75). 17 Muy numerosa es la producción crítica y teórica respecto a la autonomía de la literatura y la novela como arte en sí mismo, enfoque que escapa totalmente de nuestro abordaje. 18 Ferreras (1980); Barthes, Lefebvre, Goldmann (1971); Deleuze (1997); Goldmann (1967) y (1971); Lukács (1968).
Dado el interés central y exclusivo en destacar los elementos materiales y socio
culturales que marcaron la conformación de la ciudad moderna venezolana; así como
entendiendo la novela en su ser reflejo de un momento histórico, cultural, social, político,
más allá de su propia entidad como obra de arte,17 se procedió a un análisis instrumental
de las obras, orientados por una revisión más sociológica de la literatura.18 Tal análisis se
fundió con la lectura histórica y arquitectónico-urbanística de la ciudad, configurando el
corpus definitivo en el que se intenta iluminar los aspectos más materiales de la forma
urbana recreada por los escritores en sus obras. Por la claridad y precisión con que los
escritores describen en sus novelas las escenas y los paisajes urbanos en formación,
haremos uso de citas textuales cuando una explicación nuestra resultara insuficiente para
exponer esa imagen que nos interesa iluminar.
13
Aún cuando las épocas en que se enmarcan los distintos escenarios o imaginarios
sugeridos por las obras pudieran coincidir o sucederse de manera secuencial, la
disposición de los temas en la tesis no responde a un ordenamiento diacrónico, excepto
en los capítulos La ciudad tradicional… y Una más entre las nuevas Babeles, dada su
total interdependencia. Los otros dos temas: La ciudad del petróleo y ¿Anti-ciudad o
civilización del campo?, en virtud de sus particularidades, aparecen tratados como temas
independientes, no obstante su relación con aspectos analizados en las secciones
precedentes. La consideración en esta tesis de ciertas peculiaridades provincianas, de
algunos espacios centrales –la plaza, el mercado, la calle, el club- en la definición de la
urbe; la puesta en relación del proceso vivido en las ciudades del petróleo venezolanas
respecto al caso norteamericano, y la aproximación a un supuesto antiurbanismo desde la
literatura, aspira contribuir con otras investigaciones a la comprensión del proceso de
consolidación de la ciudad moderna venezolana.
AYALA, Ramón (1842 – 1920)
BENDAHAN, Daniel (1925) BLACK, Jonathan (Bela von Block) (1922-1991)
BLANCO FOMBONA, Rufino (1874 – 1944) BRICEÑO IRAGORRY, Mario (1897 – 1958)
CARPENTIER, Alejo (1904 – 1980) CROCE, Arturo (1907)
DE LA PARRA, Teresa (1889 – 1936) DÍAZ RODRÍGUEZ, Manuel (1871 – 1921)
DÍAZ SÁNCHEZ, Ramón (1903 – 1968) GALLEGOS, Rómulo (1884 – 1969)
MATA GIL, Milagros (1951) MANCISIDOR, José (1894 – 1956)
OTERO SILVA, Miguel (1908 – 1985) PADRÓN, Julián (1910 – 1954)
PALACIOS, Antonia (1904 – 2001) PARDO, Miguel Eduardo (1868 – 1905) PICÓN SALAS, Mariano (1901 – 1965)
POCATERRA, José Rafael (1889 – 1955) RIAL, José Antonio (1911)
SINCLAIR, Upton (1878 – 1968) THOMPSON, James Mayer (Jim) (1906 – 1977)
TREJO, Oswaldo (1928-1996) URIBE PIEDRAHITA, César (1897 – 1951)
14
Manuel Díaz Rodríguez Rufino Blanco Fombona Rómulo Gallegos Teresa de La Parra José Rafael Pocaterra Mario Briceño Iragorry
Mariano Picón Salas Ramón Díaz Sánchez Antonia Palacios Miguel Otero Silva Julián Padrón Oswaldo Trejo
Alejo Carpentier Upton Sinclair Jim Thompson Bela Von Block César Uribe Piedrahita
15
I
LA CIUDAD ESCRITA Una ciudad es un complicado bosque de signos
que suele ocultar más que delatar. Álvaro Abos
La literatura sobre las ciudades las dota de una segunda
realidad y las convierte en ciudades míticas. Julio Ramón Ribeyro
La hipertrofia y hostilidad de muchas de nuestras ciudades contemporáneas nos
hacen preguntarnos insistentemente sus razones, sus porqué. Explicaciones políticas,
económicas, históricas, sociales abundan, aún así ello no nos satisface; quedan muchas
incógnitas: ¿eran esas las ciudades imaginadas por sus habitantes?, ¿eran esas las
ciudades esperadas y buscadas?, ¿eran ellas las ciudades deseadas?. En esta búsqueda de
explicaciones nos encontramos con la emergencia de investigaciones, de títulos, de
nombres, repetidos muchos de ellos, re-citatorios otros, y que evidencian similitudes de
base: la ciudad escrita, la ciudad letrada, escrituras de ciudad... No implica transitar los
mismos análisis, ni siquiera acudir necesariamente a los mismos referentes, la comunidad
está en la motivación, en el impulso primigenio: encontrar la ciudad.
19
¿Cuál ciudad? será la pregunta obligada; pues aquella que existió con y además
de su estructura material, de su forma física; aquella que habita en la memoria de sus
ciudadanos y que se nutre de su propia materialidad en cuanto constitutiva del escenario
de la vida, “la ciudad misma es la memoria colectiva de los pueblos; y como la memoria
está ligada a hechos y a lugares, la ciudad es el locus de la memoria colectiva” escribía
Aldo Rossi (1995: 226); pero es además aquella que se nutre de las aspiraciones de su
resolución como constitutiva de los ideales. La escrutadora mirada contemporánea
intenta rastrear las huellas de esa otra en las ciudades actuales, esas que, como Las
ciudades invisibles de Calvino, no diciendo su pasado, lo contienen como las líneas de
una mano. Un primer escollo hay que salvar, el de la confusión que supone la
superposición de tiempos históricos y el entrecruzamiento de culturas en los tejidos
urbanos. La ciudad como organismo vivo va adoptando y adaptando formas de vida, de
relación y de organización, que se traducen a su vez en formas físicas. Formas resulte
quizás un término discutible, puesto que el resultado de ese complejo ensamblaje es, la
más de las veces, la dialéctica de las formas informes del espacio urbano. Contradicción
aparente que sólo puede ser resuelta cuando al análisis de los principios disciplinares
urbanísticos, que han entendido la ciudad más como un plan, como un programa de áreas
y sistema de relaciones funcionales, se ofrezca una aproximación, una lectura más abierta
que incluya, y en este caso privilegie, su evolución como organismo.19
19 Señala Arturo Almandoz (2000: 211) la pertinencia de distinguir entre historia
urbanística e historia urbana al abordar aspectos historiográficos y metodológicos en la actual
proliferación de literatura relativa a la ciudad. Se trata, en este caso, de ampliar las visiones
urbanísticas, con las de historia y cultura urbana.
Es para aquella lectura más abierta para la que la literatura –relatos y novelas- se
ofrece como fuente reveladora, dada su doble condición: de mapa virtual en el que
coexisten realidades y proyectos, vivencias y aspiraciones, vida en el sentido mismo de la
20
palabra; y de materia versátil que se puede modelar en las interpretaciones y a la que se
puede volver como esencia inalterable: “El libro vive en la tensión de dos tiempos
contrarios: el de la escritura y el de la lectura; y en esa tensión la capacidad de
interpretación se hace ilimitada...” (Bravo, 2001)
20 Aspectos estos profusa y tempranamente analizados por George Simmel en su Sociología, estudios sobre las formas de socialización, publicado en 1908, y en Metrópolis y vida mental, publicado en 1903.
Para la literatura, la ciudad representó y representa el escenario por excelencia.
Con el explosivo crecimiento urbano experimentado a partir de la revolución industrial,
la consecuente contradicción de mayor riqueza material frente al empobrecimiento del
espacio físico, y las transformaciones que se operan en las ciudades como respuesta a
dicho deterioro, se da paso a una nueva sociedad cada vez más masificada y marcada por
una creciente soledad e individualismo.20 Esa nueva sociedad y su entorno se constituyen
en el tema preferido de los escritores de finales del XIX y principios del XX, quienes se
erigen en veedores, reporteros, fotógrafos y analistas de las realidades condicionadas por
aquel violento crecimiento, que conjugadas con su natural talante creativo “construyen”
en muchos casos una otra realidad en la que habitan también los sueños, los deseos, los
ideales. La indisoluble relación existente entre la novela y la ciudad modernas, se explica
por la simultaneidad entre la vertiginosa y expansiva urbanización que se opera en el
mundo occidental, ya desde fines del siglo XVIII, y el auge que las nuevas formas de
habitar y socializar dan a dicho género literario como instrumento de difusión de las
ideas, y de acción crítica frente al entorno social que se genera. De allí la característica
más destacada de la novela moderna: su profundo sentido de la historia.
21
Elegir la novelística venezolana de la primera mitad del siglo XX obedece a que
la narrativa de ese período, especialmente atenta a la situación política reinante en el país,
constituye un documento histórico de valor innegable para conocer y re-conocer aspectos
fundamentales de nuestro proceso histórico y de nuestro “ingreso” en la modernidad
secular. Un primer intento puede ubicarse en los ensayos de modernización
arquitectónica y cultural bajo las presidencias de Guzmán Blanco (1870-1887),21
prometedora base para una ulterior estructura de la ciudad, y la consolidación, en la
primera mitad del XX, de la forma física “moderna” de la urbe venezolana, que
irrespetuosa e infortunadamente da la espalda a aquel intento. Queda aún por esclarecer
la incongruencia entre una aparente renovación cultural en la América moderna -
renovaciones en el campo del pensamiento y del arte- y una urbanización incontrolada y
caótica; un aparente progreso económico frente a un más que relativo desarrollo
industrial: modernidad sin modernización, “crecimiento sin desarrollo”.22 Ya en 1842, el
humanista venezolano Fermín Toro (1963: 83-92) daba cuenta de esta temprana
incongruencia en la sociedad venezolana y más específicamente caraqueña de mediados
del siglo XIX, en su ensayo “Ideas y necesidades” publicado en 1842. En él hablaba de
una Venezuela “remolcada, si puede decirse, por Europa, recibiendo sus ideas, sus usos
y costumbres, su civilización entera sin haber pasado por la penosa faena de adquirirla
del propio desarrollo, poco a poco y en el transcurso de los siglos; en esta situación,
decimos, ¿no progresará en ideas y, por consiguiente, en necesidades más que en medios
de satisfacerlas?.”23
21 Gobierno en tres períodos: el septenio (1870-1877); el quinquenio (1879-1884) y el bienio
(1886-1887).
22 A este respecto ver Venezuela, Crecimiento sin desarrollo, VV.AA. (1978) y Rodolfo
Quintero (1964) Antropología de la ciudades latinoamericanas.
23 Ver también Castillo Zapata, Rafael, (1998)
“Ciudad, fantasma y utopía. Un folletín dickensiano en la Caracas de 1842”.
22
El proceso de urbanización que se cumple en Venezuela es posterior y
sensiblemente diferente al europeo y norteamericano; aunque como en aquéllos, la
literatura asume un rol crítico y de denuncia de las ingratas transformaciones de la ciudad
y la sociedad, producto del desmesurado crecimiento que también se opera en ella.
Cuando para las tercera y cuarta décadas del siglo XX se inician estas transformaciones,
muchos de los escritores venezolanos se despiden de la literatura modernista y criollista,
volcándose en una poesía y narrativa de vanguardia, en las que las temáticas histórica y
política tienen un papel estelar, dado el inestable ambiente que en estos asuntos se vivía
en el país. Los escritores más jóvenes “sintieron que la novela criollista tradicional, con
toda su carga folklórica de lenguaje simplemente pintoresco y de psicologismo
naturalista o estilizante, no daba ya para más, que se habían agotado sus formas y que
era necesario renovarlas, incorporando los nuevos contextos de la época en una nueva
manera de novelar, es decir, buscando una nueva estructura” (Araujo, 1972: 19). La
mayoría de los escritores venezolanos de la primera mitad del siglo XX comparten o
combinan su rol de narradores con el de ensayistas, historiadores, periodistas y hasta
políticos. Resultado de ello son novelas cargadas de un profundo realismo, revestidas de
ficción. Personajes imaginarios, suerte de máscaras tras las que se esconden hombres y
mujeres reales; o personajes autobiográficos en los que el escritor consigue expresar sus
propias angustias y experiencias.24 Relatos imaginativos, artificio del que se valen dichos
escritores para registrar eventos, intentar recrear verdades, y aderezar la crónica histórica.
La narrativa venezolana de ese tiempo se caracteriza fundamentalmente por la novela
histórica y testimonial; historia novelada de nuestra realidad. Con más o con menos
intensidad, lo indiscutible es que la casi totalidad de la producción narrativa de ese
24 Como el “don Alejo Solórzano” de los Riberas, en quien Mario Briceño Iragorry parece retratarse. Don Mario advierte expresamente que ha elegido para su única novela, Los Riberas, “el relato imaginativo por juzgarlo más fácil para la pintura de ideas, de emociones, de realidades, de esperanzas, de angustias, de pasiones y de juicios, arraigados en el tiempo abarcado por los relatos”. Así también aclara que si bien muchos de los personajes son inventados, o según su opinión “símbolos”, quitar la máscara a otros desnudaría a reconocibles personajes de la vida real (Briceño, 1991: 18). Por su parte José Antonio Rial, en la “Nota segunda” de su Venezuela imán (1974) es categórico al afirmar que ningún personaje de esta novela es de ficción, así como que todo lo que en ella se dice o se describe fue oído o visto en alguna parte del país que pinta.
23
período tiene como tema recurrente la situación política y social del país y las
transformaciones que la vida tradicional y la ciudad van experimentando.
25 “... aunque siempre dejando, a través del camino polvoriento y congestionado, toda una
secuencia pedagógica de aquello cuanto fue, pudo ser y en realidad existió matizado de
extravíos y desilusiones.” Tal opina Ramón Urdaneta en el prólogo a la novela Mene de
Ramón Díaz Sánchez (1993: 9), acerca de su sino narrativo. Rómulo Gallegos, por ejemplo, se muestra constructor de ideas, orientador del
camino civilizador, o simplemente esperanzado a través de personajes como el Santos Luzardo
de Doña Bárbara, o la Remota Montiel de Sobre la misma tierra. Ver Rafael Fauquie
(2003); Jesús David Medina (1998). Refiriéndose a los novelistas precedentes
Rafael Fauquie (2003) escribe: “Creían en la dignidad de su rol y confiaban en la justicia de su misión. Contemplaban su escritura como un
esfuerzo digno y necesario a través del cual podrían corregirse errores, señalarse rumbos,
mostrarse metas, denunciarse excesos.”
Agotados por una espiral de desencuentros políticos, por la nefasta ambición de
poder de interminables caudillos regionales y por la sucesión también interminable de
gobiernos autoritarios y gobiernos de transición, los escritores sienten la necesidad de
exorcizar las frustraciones políticas y sociales ante una sociedad que consideran
decadente y un pueblo reprimido y alienado. A pesar del pesimismo que los escritores
experimentan, merece decir que muchos asumieron la novela como un vehículo para
“educar” al pueblo, valiéndose de constantes críticas a la degradación moral, a la
corrupción, a la decadencia de la sociedad,25 sumergida entonces en la vorágine del
petróleo.
Una buena parte de los escritores venezolanos del momento estuvieron directa o
indirectamente vinculados a la actividad política, bien asesorando y apoyando las
decisiones de algún gobernante o adversándole y enfrentándole seria y categóricamente.
Dicho período histórico representa para Venezuela un momento extraordinariamente
fértil para la reflexión y la producción intelectual, y ello queda testimoniado en dos
vertientes del discurso: la de la narrativa capitaneada por la novela, y la de la reflexión
política ejemplificada en innumerables manifiestos, discursos y ensayos.
24
26 Dentro de un listado de unas quince, recogido en el Diccionario de Historia de Venezuela, de la Fundación Polar. Esas y otras tantas “revoluciones” asolaron, por violentas, la tierra: “Concluida la guerra, regresa a su hacienda enmontada; hipoteca, como su padre hiciera, su esfuerzo y comienza de nuevo a sembrar, hasta que retorne el expreso (otra revolución) a despertarlo con su voz segura en la noche”. Julián Padrón en La Guaricha (1972: 4) El paréntesis es nuestro. En 1937 Ramón Díaz Sánchez (1973: 106-108) ofrecía una reflexión sobre un sano, constructivo y necesario sentido de la Revolución, dado el hastío ante tanto ímpetu autodestructivo. 27 Esta reiteración de objetivos a lo largo de esa primera mitad del siglo, de un gobierno tras otro, pone en evidencia que muchos de los objetivos no llegaban a alcanzarse. Inquieta pensar que aún hoy, muchos de esos aspectos no han sido todavía resueltos. Martín Frechilla (1994: 74) comentaba “Insalubridad, analfabetismo, pobreza y hambre definen cualquier trecho de la historia contemporánea de Venezuela como para que nos pongamos demasiado presumidos frente a algún segmento en particular. Imaginar entonces 1908, dentro de esta perspectiva es fácil. Como los absolutos terminan siendo odiosos, “casi todo” estaba por hacer entonces, y si nos observamos con menor o mayor relatividad, desde otra distancia y otro tiempo, hoy también.”
BREVE PARÉNTESIS SOBRE EL DISCURSO POLÍTICO.
No siendo estos últimos considerados piezas literarias, muchos de ellos
constituyen un apartado igualmente valioso para rastrear las consideraciones sobre lo
urbano. Tesis políticas, ideológicas, históricas llenan el panorama de la primera mitad del
siglo XX; más plurales y abiertas entre 1935 y 1948, cuando no estar sometidos a las
dictaduras que marcaron el resto del período, permitió la confrontación y la discusión. No
menos elocuentes fueron algunas de las formuladas en aquellas. La gran mayoría de los
discursos pronunciados tanto por mandatarios, como por otros actores políticos tienen
dos denominadores comunes: uno es el de su misión “salvadora”, en consonancia con la
esperanza mesiánica del pueblo venezolano; de allí que a lo largo de esa primera mitad
del XX, e incluso con más fuerza en la segunda del XIX, cada proyecto de gobierno,
autodenominado siempre Revolucionario, haya sido adjetivado en consecuencia: la
revolución Liberal Conservadora (1853), la Reconquistadora (1867), la Reivindicadora
(1878), la Legalista (1892), la Liberal Restauradora (1899), la Libertadora (1903), la
Rehabilitadora (1908), la de octubre (1945);26 o términos como la Regeneración o la
Reconstrucción Nacional. El sino o estigma del eterno re-comenzar, por ende de la
sempiterna in-conclusión. El otro denominador común lo constituye la enumeración de
los aspectos a resolver en esa tarea “mesiánica”, y que tal como lo reitera Martín
Frechilla (1994: 74), coinciden casi mayoritariamente en todos los planteamientos de la
primera mitad del siglo XX, tanto de parte de los caudillos, como de los socialitas, los
demócratas, los comunistas, los social-cristianos.27 Dentro de esa suerte de letanía que se
25
repite casi invariablemente a lo largo de ese período, las consideraciones en torno a la
modelación de la ciudad son ciertamente escasas, o por lo menos no expresas. Más
común resulta encontrar alusiones a temas más pragmáticos, como el de la necesidad de
viviendas para las clases medias y las más desfavorecidas; de sistemas de dotación de
aguas blancas y de disposición de aguas servidas, de electrificación de las ciudades,
entendida ésta como un medio necesario para la modernización definitiva. Dos asuntos
interesaban principalmente: el referido al saneamiento, ensanche o reforma interior de las
poblaciones, y el correspondiente al plan de colonización y repoblación, muy vinculado a
la política de inmigración requerida indistintamente por gobernantes y opositores dado el
inefable despoblamiento de nuestro territorio.28
28 Tanto en discursos y proclamas políticas, como en ensayos y libros de muchos de los
escritores de la época, el tema de la inmigración necesaria es recurrente. Ramón Díaz Sánchez lo
trata en 1937 en Transición. (Política y realidad en Venezuela). Alberto Adriani y
Arturo Uslar Pietri, desde los inicios del gobierno de López Contreras (1936-1941)
reclamaron insistentemente sobre la necesidad de aumentar y “mejorar” la población nacional.
Susan Berlung (2000) en un detallado reporte del tema de la inmigración en Venezuela,
explica que ya en la segunda década del siglo XIX se elevaron públicamente las primeras voces reclamando la necesidad de poblar el
territorio. Sobre el tema de la inmigración se volverá en el capítulo Una más entre las nuevas
Babeles.
29 La normativa para los distintos estados de la provincia es indiscutiblemente deudora de las
ordenanzas establecidas para la capital del país. Para el caso merideño, tales normativas se
corresponden cronológicamente con las de la capital. Meridalba Muñoz Bravo,
“Aproximación a la legislación urbana en Mérida en la primera mitad del XX” (2000: 65-
67).
30 En el caso de ciudades de provincia, como Mérida o Guanare, por ejemplo, tales planos reguladores sin haber sido aprobados, se han
limitado a sucesivas modificaciones de sus postulados iniciales, a una implementación
discrecional y aún hasta la fecha muchos de ellos siguen siendo sólo instrumentos
referenciales.
Respecto al ensanche o reforma de las poblaciones, y en consonancia con la
importancia que se reconocía a las municipalidades como entes que deberían operar
autonómicamente en materia de competencia urbana, a partir de 1925 es cada vez más
frecuente la aparición de ordenanzas y modificaciones a ellas. Ordenanza Municipal
sobre Arquitectura, del año 1926; Ordenanza sobre Arquitectura Civil, de 1930;
Ordenanza sobre Arquitectura, Urbanismo y Construcciones en general, de 1942.29 En
cada caso se observa la creciente aproximación a lo específicamente urbano. Cabe
destacar, sin embargo, que las consideraciones son bastante generales, lo cual queda
justificado por tratar sólo de normativas; las precisiones dependerían entonces del diseño
de planos reguladores para el crecimiento de la ciudad; planos que en la casi totalidad de
las ciudades no fueron sancionados oportunamente.30
26
Para cerrar este apartado conviene señalar que, además de las aproximaciones
disciplinares desde la arquitectura y el urbanismo, algunas investigaciones y
publicaciones contemporáneas sobre el imaginario de la ciudad moderna venezolana se
apoyan en esta vertiente del discurso político, de los programas de gobierno y de los
resultados materiales.31 Junto al discurso de los mandatarios, a los textos de las
ordenanzas, a los razonamientos de los intelectuales, convive entonces el de los relatos
literarios, que como se señalaba anteriormente asume un irrenunciable compromiso con
la realidad. Queda, entonces, esta alternativa y fértil indagación a través de la literatura:
“Una vía analítica que no ha sido explorada por los estudios sobre urbanización, ni
tampoco por los de historia de las ideas en Venezuela, es entender cómo esa
urbanización ha sido asimilada dentro de la identidad venezolana a través de la visión
de nuestros grandes pensadores nacionales” señalaba Almandoz (2000: 222).
31 Los años del bulldozer. Ideología y política 1948-1958), de Ocarina Castillo D’Imperio (1990); o el ya referido Planes, planos y proyectos. Venezuela (1908-1958), de J. J. Martín Frechilla (1994), como algunos de los más destacados.
LA VERTIENTE LITERARIA, VEEDORA DE LA URBANIZACIÓN
Sobre la presencia de la ciudad en nuestra literatura, conviene reiterar que algunos
de los más destacados novelistas fueron, así mismo, pródigos ensayistas y activistas
políticos. Su deambular constante entre el pragmatismo del discurso político y la sutileza
de la poesía y la novela nos permiten intuir, o al menos esperar, la presencia de vínculos
entre ambas expresiones literarias; la existencia en estas últimas, y quizás con más
facilidad y libertad que en los primeros, del eco de sus propios ideales. Así como en el
27
campo político, en el cultural, el final del siglo XIX y más abiertamente los comienzos
del XX fueron tiempos fértiles para la reflexión. Herederos de una preocupación
americanista, cultivada pacientemente desde los tiempos de la independencia, nuestros
escritores y artistas van decantando hacia una preocupación más nacionalista, abocándose
a reflexionar sobre el tema en las distintas manifestaciones de la cultura. Esta mirada
hacia adentro, este hurgar en nosotros mismos, movidos por la conciencia de los
innumerables problemas que el país atravesaba en los distintos órdenes de la vida
nacional, tuvo como fruto una abundante producción literaria y ensayística, que evidencia
una comunidad temática: lo nacional, los valores y las ausencias, el reclamo por una más
clara definición de identidades, exaltado por un contexto muy marcado por las
influencias extranjeras. Muchos de nuestros escritores venezolanos experimentaron el
complicado pero fértil juego del disfrute de lo extranjero, más fuerte primero la impronta
europea, desplazada luego por la anglosajona dada la proximidad física con los Estados
Unidos de Norteamérica, su progresiva hegemonía económica en el continente y su
creciente protagonismo mundial; y la búsqueda de una construcción de lo nacional.
Si bien el pueblo venezolano no se caracterizó por procesos migratorios fuera del
país, una élite de venezolanos adinerados, políticos destacados e intelectuales mantuvo
contactos constantes con el extranjero y, además de la más superficial asimilación de
modas y maneras en el vestir, el comer, el beber; la incorporación y digestión de las
vanguardias fue evidente. Aparte de los espontáneos viajantes a Europa y, desde la
segunda década del siglo XX también a los Estados Unidos, la situación política del
momento condicionó dos grupos distintos de movilización: por un lado los enviados del
28
gobierno para entablar relaciones comerciales y solicitar empréstitos a las bancas
internacionales, que además de sus logros en este orden, mantenían fluido el puente
cultural entre ambos; y por otro lado los exiliados políticos, para quienes la familiar
España y la apetecida Francia resultaban destinos preferentes.32 Vale acotar que en un
entorno tan inestable políticamente, como lo era el de la Venezuela de fines del XIX y
primera mitad del XX, los que ayer estaban en el gobierno, poco tiempo después pasaban
a ser perseguidos políticos del gobierno entrante. El panorama es, entonces, muy diverso,
motivador de discursos también muy variados. Lo que sí luce claro es que entre los
viajeros el grupo de intelectuales y especialmente de escritores, a la par de cautivado por
las metrópolis y las costumbres extranjeras, se mostraba irreductiblemente movido por un
entusiasmo de exaltación nacional,33 evidenciado en la mayor parte de sus obras. La
discusión sobre los valores autóctonos y los importados propició la confrontación entre
un nacionalismo irrenunciable y la apertura a nuevas influencias externas, generando
polémica entre los intelectuales del momento, a la que voces serenas y asertivas como la
de don Mariano Picón Salas (1973: 23) respondieran:
32 También algunos países latinoamericanos sirvieron de acogida a este contingente de ideólogos del cambio en el país, aunque por afinidades culturales su impronta en ellos será menos evidente. 33 Conviene señalar que, paradójicamente, mucha de la narrativa venezolana aparecida desde los inicios del siglo XX, se mostró profundamente teñida de crítica y desencanto por la perniciosa corrupción moral de muchos de sus hombres, especialmente los vinculados a la actividad política. Dicha persistente actitud crítica, a la par de ilustrar sobre lo que se evidencia como una lastimosa costumbre, va conformando también en los lectores un doble sentimiento de escepticismo ante la realidad nacional presente y futura, y un como desgano que termina afectando también a la recepción de la propia literatura. Los venezolanos hemos mostrado, históricamente y con escasas excepciones, visiones críticas y en ocasiones poco constructivas sobre nuestra realidad. Varias publicaciones han abordado el tema: Luis López Álvarez en su Literatura e identidad en Venezuela (1991) -producto de su investigación doctoral- indaga sobre esa extendida y nociva manía; también Manuel Barroso en Autoestima: ecología o catástrofe (1987) y La autoestima del venezolano. Democracia o marginalidad (1991).
“La Cultura y los métodos que uno pudo aprender al contacto de otros
libros, lenguas o civilizaciones quiere emplearse como reactivo para juzgar o mejorar lo próximo. El nacionalismo eficaz no es el de aquellos que suponen que un misterioso numen nativo, la voz de una Sibila aborigen ha de soplarles porque cruzaron el Orinoco en curiara o les azotó la ventisca del páramo de Mucuchíes, sino de quienes saben comparar y traer a la tierra otras formas de visión, técnicas que les aclaren la circunstancia en que están sumidos. Los países como las personas sólo prueban su valor y significación en contacto, contraste y analogía con los demás”.
29
34 Sobre el tema de la imitación de las modas extranjeras se volverá más adelante. Mucho se ha discutido en torno a si se trató de simple copia o de un verdadero
mestizaje cultural. La visión de nuestra cultura como imitadora o re-productora de los
cánones establecidos en los países más desarrollados, ha sido progresivamente sometida
a juicio, y las más recientes interpretaciones arrojan como resultado una explicación de la
cultura latinoamericana como híbrida, es decir, no imitativa de lo ajeno, sino crítica al
seleccionar, analizar e integrar lo externo y lo propio. Al respecto García Canclini (1990:
75) ha escrito:
“No fue tanto la influencia directa, trasplantada, de las vanguardias europeas lo que suscitó la veta modernizadora en la plástica del continente, sino las preguntas de los propios latinoamericanos acerca de cómo volver compatibles su experiencia internacional con las tareas que les presentaban sociedades en desarrollo...”.34
Vale destacar entonces la significación de las visiones de nuestros más lúcidos
pensadores, la idea de aprendizaje, adecuación y desarrollo cultural; nunca simple
imitación a la que fueron –y siguen siendo- tan proclives algunos venezolanos. La válida
postura de los intelectuales se ve contrapuesta por una actitud más imitativa y menos
crítica por parte de muchos de los representantes del orden político y económico, e
incluso de las altas esferas sociales en el país.
Educación y civilización serían pues los preceptos de nuestros intelectuales.
Ciudad y campo son los escenarios en que su proyecto civilizador podría materializarse y
es así como en sus obras optan por recrear los ambientes en los que se desenvuelve la
cambiante vida del venezolano. Elementos propios, incorporación de elementos foráneos,
30
exaltación de lo nacional, miradas críticas, aspiraciones van conformando una totalidad
en el discurso literario y en la elaboración de nuevos imaginarios urbanos.
De entre las distintas expresiones literarias elegimos preferentemente la novela,
en virtud de, como se dijo anteriormente, la inclinación que muchos de nuestros
escritores sintieron en esa primera mitad del siglo XX por recrear en ellas historias o
ficciones, y cuyo telón de fondo o, en ocasiones, cuyas co-protagonistas eran ciudades
venezolanas. En conjunción con la novela se contemplan algunos ensayos de los mismos
y de otros autores, cuya consideración de lo urbano los convierte en material de
inestimable valor para la presente investigación.
31
J.V. Gómez Medina Angarita R. Gallegos
Guzmán Blanco López Contreras Junta Revolucionaria Pérez Jiménez
35 A inicios del siglo se resuelve la definitiva independencia del país del yugo español.
36 Dentro de la numerosa bibliografía que se ha
escrito respecto del caudillismo como fenómeno socio-político en el país, destacamos
los trabajos Próceres, caudillos y rebeldes: crisis del sistema de dominación 1830-1908, de
Gastón Carvallo (1995) y El ocaso de una estirpe: la centralización restauradora y el fin
de los caudillos históricos, de Inés Quintero (1989). Si bien el término caudillo se ha emparentando siempre con la condición
guerrera y el control de una determinada localidad o región, lo que circunscribe su
presencia en Venezuela al período señalado, la otra condición: la del control de huestes
armadas o ejércitos y su carácter personalista y en ocasiones autoritario, nos permite afirmar
que el espíritu caudillesco no había desaparecido totalmente de la escena política venezolana todavía a mediados del siglo XX. Marcos Pérez Jiménez insuflado de un inicial
espíritu nacionalista, tan necesario como peligroso –ya se han visto sus consecuencias en
el mundo-, y teniendo ascendiente sobre el ejército venezolano por ser él mismo militar,
marcó uno de los últimos episodios del caudillismo en Venezuela que, sin embargo, en nuestros tiempos actuales ha parecido mostrar
que aún goza de buena salud.
BREVES PINCELADAS HISTÓRICAS
El escenario venezolano en el que la modernidad irrumpe se caracteriza por la
preocupación política, asunto inherente e inseparable de nuestra realidad histórica.
Desde el emblemático comienzo del siglo XIX35 el venezolano se veía arrastrado, o
según el caso se dejaba arrastrar, por los timonelazos que daban los distintos “capitanes”.
Tema espinoso el de nuestros gobernantes del temprano período republicano, en virtud de
que se trató en muchas ocasiones de autócratas, ilustrados algunos, aventureros otros,
inmersos en constantes revueltas, cuyo detonante era el deseo de derrocar de la jefatura
del Estado a quien en cada caso, y en casi todos, ascendió a ella por la fuerza o por medio
de fraudulentos manejos electorales. La frecuente toma del poder por la fuerza y las
innumerables revoluciones a las que se aludía anteriormente, determinaron el caudillismo
venezolano de casi todo el siglo XIX.36
32
En medio de ese espíritu político que marcó nuestra realidad desde mediados del
siglo XIX y hasta los primeros lustros del XX, la ciudad fue una cuestión soslayada. No
se puede afirmar que entonces las ciudades no crecieron, o que mantuvieron inalterable
su fisonomía y densidades de población, o que no se construyeron obras importantes; el
minucioso trabajo de Leszek Zawisza Arquitectura y obras públicas en Venezuela. Siglo
XIX nos lo confirma; sin embargo, el inestable ambiente político dificultaba grandemente
la consolidación de transformaciones, y la ciudad apenas vivió un paréntesis de brillo
entre 1870 y 1887. Fueron los años del gobierno de Antonio Guzmán Blanco, “el
tremendo nivelador” -como lo nombra Pardo en su novela Todo un pueblo- quien con su
fuerza de carácter, su curtiembre en las relaciones internacionales,37 su roce político y
social, su condición de hombre ilustrado y su abierta devoción por Europa, especialmente
por París, propició que se introdujeran en Venezuela cambios tanto en la infraestructura
como en las costumbres. Ejemplos de ello en Caracas son obras como el Capitolio
Nacional, las plazas y bulevares, los teatros, el ferrocarril Caracas-La Guaira; en el orden
intelectual, los positivistas asociados al régimen, como Adolfo Ernst y Rafael
Villavicencio, difundieron el conocimiento de los avances científicos y técnicos del
mundo más desarrollado; en el orden social la asimilación y/o imitación de modas y
conductas europeas, fundamentalmente francesas, que van penetrando indefectiblemente
en la sociedad, dando paso a una nueva “manera de ser” del venezolano.38 Hay que sumar
a esto la impronta que van dejando en nuestra cultura los inmigrantes, que captan la
atención de los naturales del país. En este punto resulta imprescindible destacar la
paradoja de un mundo dual que se está edificando en un mismo momento respecto de
estas transformaciones: si bien la alta sociedad venezolana, constituida en ese momento
37 Guzmán Blanco (1829-1899) se inicia en la actividad política desde muy joven, gracias a la representación que del país hubo de cumplir, tanto en 1856 como cónsul de Venezuela en Filadelfia y Nueva York y como secretario de Legación de Venezuela en Washington. Hacia 1863, durante el gobierno de Juan Crisóstomo Falcón, como ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda, es enviado a Europa para solicitar un empréstito para el país. 38 ¿Cambios de fondo o de superficie?. Opinaba Mariano Picón Salas (1976: 119) acerca de Guzmán Blanco que: “Imbuido de la suntuosidad ornamental y aparatosa del Segundo Imperio Francés, inteligente e intuitivo, pero al mismo tiempo vanidoso y cerrado en su providencialismo, Guzmán olvidó por la obra de ornato o por la empresa entregada al capital extranjero las cuestiones inmediatas de la tierra; su progreso se quedó en la periferia y no llegó a lo profundo de la vida nacional”. Referido al aspecto arquitectónico, Leszek Zawisza (1998: 29) minucioso y erudito en sus investigaciones, escribía acerca de la arquitectura del período “la arquitectura venezolana del siglo pasado [XIX] evidencia una asincronía en la aceptación de las formas estilísticas procedentes de Europa; las obras neoclásicas o neogóticas aparecieron aquí cien años más tarde y muchas veces mantuvieron sólo las apariencias formales, sin que sus estructuras las respaldaran. Carecían también de una base teórica, de un trasfondo cultural que pudiera rescatarlas de su carácter superficialmente imitativo.” No obstante, las intervenciones de Guzmán terminaron por definir una nueva imagen para la ciudad. Sobre la influencia europea en el urbanismo venezolano de la época guzmancista ver el enjundioso trabajo de Arturo Almandoz (1997) Urbanismo europeo en Caracas,(1870-1940).
33
no sólo ya por los terratenientes y aristócratas tradicionales, sino también por una
burguesía incipiente, mixta y ubicua, en el sentido referido por José Luis Romero (1976);
y a la que podríamos añadir el grupo de intelectuales que participan a favor o en contra
de las fuerzas políticas del país, está interesada en un “progreso” material, en una mejoría
de las condiciones del país; sin embargo, no vincula a todos estos componentes un
programa concreto de acción, lo que conduce a que los intentos de cambio se den
siempre de forma aislada y no conduzcan a transformaciones coherentes.39 No se
consolidan los cambios previstos y se disipan las ideas y esfuerzos en sempiternos
comienzos, en reflexiones siempre germinales, quedando junto a esa clase alta una
población mayoritariamente pobre y atrasada, que no dejará de serlo completamente e
incluso se incrementará a pesar de los posteriores avances en el orden económico y
político.
39 Desde finales del siglo XIX, empeñados en un proceso de formación nacional, se comenzó
a pensar en una política cultural para el país. Esta discusión, además de provenir, como era
natural, de una minoría poderosa en lo social y en lo intelectual, se vio frecuentemente
interrumpida por la inestabilidad propia de una nación en formación. El contacto cultural que
propicia Guzmán Blanco con los países más desarrollados y que, con motivaciones distintas,
se mantiene durante la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935), además de la
conciencia de estar dentro de un proceso formativo, facilita la reflexión en esas altas
esferas; pero la falta de continuidad y de proyectos y programas hacen que dichas
reflexiones se mantengan en el marco de esa élite, y que las discusiones casi nunca penetren
a las mayorías.
40 El filtro de la posición ideológica y política ha intervenido siempre en la lectura que de la
historia hacemos. La dictadura de Gómez, y el natural desdén con que miramos cualquier
gobierno de corte dictatorial como el suyo y otros, han determinado nuestros análisis.
Intentando quitar velos a ciertos espinosos períodos de nuestra historia, Martín Frechilla (1994: 80) expresa que aún cuando los logros
materiales durante el gobierno de Gómez hayan sido pocos no debería obviarse su importancia y
lo ejemplifica señalando que “La diferencia abismal entre los alcances de las proposiciones
(en relación al Primer Congreso de Municipalidades instalado en Caracas el 19 de abril de 1911) y la magnitud de los resultados
no puede disminuir la importancia de este –creemos- primer diagnóstico general del país”. El paréntesis es nuestro. Respecto a Gómez ver de Elías Pino Iturriera Positivismo y gomecismo
(1978) y Juan Vicente Gómez y su época (1988).
Ya bien entrado el siglo XX, cuando el proceso de formación nacional se ve
acentuado por la liberación de muchas ataduras impuestas por la larga dictadura de Juan
Vicente Gómez (1908-1935), se sucede en el país un período fructífero y prometedor en
cuanto a las reflexiones y discusiones sobre el camino a seguir. Negar que en la época del
Benemérito se hubiese contemplado el mejoramiento del país sería un error,40 de todos es
conocido que el General Gómez se rodeó de los más destacados científicos e intelectuales
de la época: positivistas como Luis Razetti y José Gil Fortoul quienes, entre otros,
hicieron explícitas las intenciones de enrumbar al país hacia su modernización. Sin
embargo, a pesar de las iniciativas transformadoras gomecistas: logros como el de una
inicial comunicación material del territorio nacional gracias a las carreteras construidas
34
en el período,41 importantes medidas sanitarias, o la tan anhelada pacificación nacional
que, aunque lograda a fuerza de represión y tiranía,42 consiguió con esa pausa horadar las
bases de una práctica casi centenaria: el nefasto caudillismo; y a pesar también de la
prometedora riqueza petrolera que anunció a chorros su presencia, decíamos, los intentos
bajo la égida de un caudillo más intuitivo que instruido y rodeado de mucho astuto
adulador fructificaron a medias y el balance continuó siendo insatisfactorio para finales
de dicho régimen.
41 El interés por comunicar el territorio era una motivación arraigada en el sentir nacional; esto queda reflejado en un temprano artículo de Enrique Soublette publicado en el primer número de la revista Alborada, de enero de 1909, apenas comenzando el gobierno gomecista, en el que reclamaba la necesidad de dotar de carreteras al país para solventar el aislamiento en que se encontraba la mayor parte de la población venezolana. Dado dicho aislamiento, la construcción de carreteras supuso la inestimable apertura a la comunicación y la alternativa de salir del atraso. Vale acotar que una motivación fundamental fue la del “control del territorio” que las carreteras ofrecían a Gómez, interesado en mantener a raya a los caudillos y montoneras que venían asolando al país desde la segunda mitad del siglo XIX favorecidos por la práctica incomunicación reinante. 42 Período cuya crueldad retratara tan vivamente José Rafael Pocaterra en sus Memorias de un venezolano de la decadencia. Escritas durante la prisión del autor en La Rotunda –Caracas (1919-1922)-, publicadas por primera vez en entregas parciales entre 1923 y 1926, y en forma de libro en Colombia en 1927. En 1936 apareció en Venezuela la edición definitiva y corregida por el autor. Para la presente investigación se ha utilizado la edición de Monte Ávila, Caracas, 1997. 43 Como “tres o cuatro grandes caminos militares que los áulicos apellidan «política de carreteras»” las refería el indignado Pocaterra, en Memorias…, tomo II, p. 356) 44 Uno de los tantos presos políticos de Gómez, Pocaterra no evita, inflamado por un malestar casi visceral, testimoniar en su juicio a Juan Vicente Gómez, la pobre, desorganizada e interesada acción de la oposición constituida por muchos de los exiliados de dicha dictadura. Ver “La oposición. Apéndice documental”, capítulo XXXIV de la referida novela.
El pueblo se encontraba en un profundo atraso cultural tras veintisiete años de
gobierno autocrático y muy represivo. Una profunda fractura se muestra entre los
intelectuales adeptos al gobierno -por convicción o por interés- y los contestatarios que
llenaron las cárceles, unos ataviados de pesados grillos contribuyendo en la construcción
de muchas de las carreteras de que alardeara el Benemérito,43 y otros saliendo al exilio.
Ambos, desde sus ópticas distintas, protagonizaron una ingente reflexión que, del lado de
los adeptos al gobierno, produjo más discursos políticos, mientras que del lado contrario
hubo de servirse de la literatura para intentar manifestar su desacuerdo.44
La dificultad de cohesionar grupos por la férrea represión a la disensión, impidió
que tras aquel gobierno existiera un proyecto político plural y claro hacia el cual
encaminar al país, involucrando a las distintas fuerzas sociales. No obstante, un período
fructífero comenzaba, indiscutiblemente propiciado, además de por una mejor situación
económica, por la pacificación nacional heredada de Gómez. Consistentes propósitos de
modernización que comenzaron por una temerosa aunque irrefrenable apertura hacia la
35
democracia, bajo el gobierno de Eleazar López Contreras (1936-1941). Más evidentes
son los cambios en la época de Isaías Medina Angarita (1941-1945), caracterizados por
un importante incentivo para el desarrollo de obras públicas (sanidad, educación,
viviendas, sistemas de riego) y un estímulo fundamental para el desarrollo económico, al
sancionarse la primera Ley sobre reforma agraria. La impaciencia de los jóvenes actores
políticos, quienes reclamaban al gobierno cambios en las políticas petroleras así como la
urgente institucionalización del voto popular para la elección de autoridades, fue el
detonante para que en octubre de 1945 Medina fuera depuesto por la fuerza, quedando el
gobierno en manos de una Junta Revolucionaria (1945-1948). Fue tiempo de
efervescencia y consolidación de numerosos partidos políticos, proceso iniciado ya en
el gobierno anterior. Se celebraron elecciones y en el orden económico se obtuvieron
nuevos porcentajes de beneficios para el país por concepto de explotación petrolera,
pasando de un 43/57 de distribución de ingresos a favor de las compañías extranjeras, a
un 50/50.45 Tras el gobierno de la Junta Revolucionaria y de un presidente electo -el
insigne escritor venezolano Rómulo Gallegos, autor de Doña Bárbara (1929)-, en 1948
de nuevo hay un golpe de estado y el presidente, quién sólo gobernó durante 9 meses, es
derrocado. En medio de aquella marea política con escasa o ninguna solución de
continuidad, se impuso una nueva Junta, integrada sólo por militares en principio, luego
por un civil y dos militares, que en sólo 4 años tuvo que enfrentar el asesinato de su
presidente, el Teniente Coronel Carlos Delgado Chalbaud, y el ascenso al poder del
también Teniente Coronel Marcos Pérez Jiménez. Se inicia entonces nuevamente un
período dictatorial para Venezuela, caracterizado por una cruenta represión política y por
una innegable disposición para la concepción y construcción de ambiciosas y colosales
45 Esta reconsideración de beneficios del petróleo para el país –el famoso fifty-fifty-
había sido postulada en el gobierno de Medina Angarita, aunque no llegó a aplicarlo. Mayores
ingresos, aunque inadecuada y erróneamente forjados desde el concepto de “renta”. Más
ingresos por impuestos pero no por real apropiación del petróleo. El error lo demuestra el posterior fracaso económico del país. Sobre
el tema ver: Asdrúbal Baptista y Bernard Mommer (1992), El petróleo en el pensamiento económico venezolano; María Sol Pérez Schael
(1993), Petróleo, cultura y poder en Venezuela.
36
obras de infraestructura, enmarcadas en su proyecto de transformación del medio físico.46
Muchas de ellas, todavía vigentes, definieron el umbral de una material modernidad,
algunas otras desnaturalizadas en su megalomanía y su ausencia de razón social; junto a
esto un ya acostumbrado y ruin afán de enriquecimiento individual, exacerbado por la
caudalosa afluencia de dinero proveniente de la cada vez más próspera actividad
petrolera. Aciertos y desaciertos poblaron la construcción material de la ciudad, y es
finalmente entonces cuando percibimos la consolidación de aquella ciudad moderna, que
se venía gestando desde fines del XIX y de la que darán cuenta los escritores.
46 Así como sobre el período gomecista, también Martín Frechilla (1994) intenta reivindicar los que considera logros del gobierno perezjimenista, en un minucioso registro de las distintas iniciativas adelantadas durante ambos gobiernos. Más tempranamente Ocarina Castillo D’Imperio -1990-, abordó importantes aspectos del gobierno de Pérez Jiménez en su obra: Los años del bulldozer. Ideología y política 1948-1958. 47 El cultivo del café que dominaba en la economía nacional antes del auge petrolero, representaba para fines del siglo XIX el 83% del total de exportaciones del país. Aunque la producción aumentó en los años siguientes, teniendo su tope en 1919, ya para 1909 las exportaciones de dicho rubro se habían reducido a un 48,4% del total, disminuyendo progresivamente hasta la inversión de los porcentajes a favor del petróleo a partir de 1925 (Harwich, 1997, tomo 2: 165-167).
NUESTRA HISTÓRICA IN-CONCLUSIÓN.
Venezuela, con cierto retraso frente a otros países, recibe a la modernidad más
que ingresar en ella, enfrentándose a la contradicción de una nueva forma de vida
irreductiblemente unida a la mecanización, a la industrialización, al intercambio
comercial, habitando aún un estadio rural generalizado y una mono-dependencia
económica que sustituía los cultivos agrícolas por la explotación del petróleo:47 “... nos
modernizamos y civilizamos a pesar de nosotros, porque la vida moderna nos llega en el
avión, el trasatlántico, la creciente influencia de Europa y Estados Unidos” escribía
Picón Salas (1976: 149). A los innumerables males que padecía moral y físicamente el
país, se sumaban la falta de escrúpulos y la imprevisión para enfrentar una posible vía de
arranque: el nunca bien ponderado oro negro. Su irrupción en nuestra economía
determinó cambios radicales, uno de los cuales lo constituye la migración del campo a la
37
ciudad y la explosiva urbanización de partes del territorio nacional. Venezuela, para
1920, cuenta con poco más de dos millones de habitantes dispersos en un amplio
territorio de cerca de un millón de kilómetros cuadrados. El crecimiento vegetativo de la
población, antes estancado o disminuido por las epidemias y una deplorable situación
higiénica, se vio estimulado gracias a la adopción de acertadas medidas sanitarias y a los
beneficios innegables que ofrecía estar cerca de la “civilización”.
La derivación hacia lo urbano en el país se inicia de forma inmediata; dos factores
principales primaron en este cambio: en primer lugar las crisis mundiales, como la gran
depresión del 29, que afectaron nuestra economía basada en exportaciones agrícolas, con
el consecuente abandono del trabajo de la tierra impulsado, además, por la irrupción
violenta y avasalladora de la negra sierpe del petróleo; y en segundo lugar y como
consecuencia de lo anterior, la avalancha inmigratoria tanto de habitantes de la geografía
campesina y provinciana venezolana, como de extranjeros que veían en esta “tierra de
gracia” esa rama oportuna a la que asirse, ante el desconcierto y la desesperanza que
pesaban en su alma de emigrantes de tierras estremecidas por el infortunio. Ambas
razones tenían en común su condición de espontaneidad, de sorpresa, en fin, de
imprevisión. Un ejemplo de esta simultaneidad de incertidumbre y esperanza lo
constituyen los barcos Caribia y Koenigstein, que zarpan de Hamburgo en febrero de
1939 cargando con 86 judíos el primero y 165 el segundo, dejando atrás la tierra
encendida y la certeza de adentrarse en lo incierto. “Dos barcos de bandera alemana
emergieron del horizonte con una inesperada carga de condenados a muerte. Venían de
una desesperada ronda, sin que ningún gobierno aceptara otorgarles refugio y con ello
38
la única oportunidad de salvarse de las garras del nazismo. Los barcos Caribia y
Koenigstein habían salido del puerto de Hamburgo con intensiones de atracar en
Trinidad y Barbados, sin imaginar que el destino los llevaría a dejar su molesto fardaje
en orillas venezolanas”. 48 Similar idea encontramos en el cuadro recreado por José
Antonio Rial en su novela Venezuela imán, cuando Miguel Moro, viejo amigo y
compañero de cárceles y campos de concentración, al reencontrarse en la plaza Bolívar
de Caracas con el protagonista, le recuerda el inesperado hallazgo en aquellos aterradores
lugares, de una vieja revista venezolana En ésa, una fotografía de dicha plaza
venezolana -Venezuela, para muchos tierra ignota y extraña- propició el esperanzador y
vivificante pacto: “Un día, quizá dentro de diez, de quince, de veinte años, tú y yo nos
encontraremos en esa Plaza de América.” (Rial, 1974: 212-213)49 También Dora, la
inmigrante europea de Los tratos de la noche “estaba en Venezuela porque fue el primer
nombre remoto, y por eso mismo conjurador, que le salió al paso en los días que
siguieron a la liquidación de la guerra”; “Venezuela -palabra tan extraña que antes no
estuvo en su experiencia” (Picón, 1997: 136 y 138).
48 Jacqueline Goldberg, “Tierra de Gracia, tierra prometida”, en www.analitica.com/bitblioteca/jgoldberg/tierra_de_gracia.asp (consultada en octubre de 2003). 49 Sobre esta novela se tratará en detalle en el capítulo Una más entre las nuevas Babeles. 50 Poco ha cambiado la situación. Definitivamente el problema de nuestro país no era ni es el petróleo, sino la imprevisión, la falta de escrúpulos y de una política concreta y concertada de acción a mediano y largo plazo para enfrentar los cambios. No es entonces el petróleo sino el manejo que de él se ha hecho. Esto queda patente en que, luego de 80 o 90 años del inicio real de la industria petrolera en el país, Venezuela continúe padeciendo muchos de los males que le caracterizaban en aquellos tiempos, y que aún se culpe al petróleo por ello. 51 Conviene aclarar el sentido del término marginal como el de persona marginada, ser que vive al margen, para distinguirlo del sentido peyorativo que tal término adquirió en el contexto venezolano de persona miserable, ordinaria, pobre e inculta.
El incremento natural de la población, sumado entonces al importante número de
inmigrantes, se convirtió en el detonante de una urbanización repentina e incontrolada.
No habiendo una política de poblamiento premeditada, ni acciones ordenadas para
enfrentar el importante arribo a las ciudades de gentes nuevas que venían tras la
negriáurea estela del petróleo, permitió que se diera la ocupación espontánea de las áreas
cercanas a ellas, sin que esos ocupantes tomaran en cuenta la posibilidad de dotación de
infraestructura ni de servicios.50 Se constituyeron entonces en población marginal.51
39
En un contexto como el de Venezuela, en el que la expansión urbana ha
irrumpido como un magma violento, encontrar las claves de su conformación es tarea
complicada; máxime cuando notamos que su propia morfología revela una condición de
construcción interrumpida o, más bien, de perenne construcción. Reservar sólo para su
capital y las principales ciudades venezolanas la condición de metamorfosis permanente
sería un error, pues todo lo que depende de la ejecución humana tendrá por naturaleza
que ser mutante; sin embargo, en las ciudades venezolanas, como sucede en la gran
mayoría de las latinoamericanas, esa transformación sostenida va de la mano de una in-
conclusión también permanente, de un atrofiante mientras tanto. La nueva Caracas era
para el insigne dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas (1990) lo que hemos
fabricado, mientras tanto y por si acaso, y para quien sólo una nueva arqueología
permitiría acceder a los códigos secretos de esa escondida ciudad. Sin restar peso al
impacto que la construcción de barriadas de míseros ranchos -techo urgente para el hoy
que muchas veces es para siempre- ha tenido en la conformación de nuestras ciudades, es
indudable el papel que en una situación de violento cambio económico como el vivido en
la primera mitad del XX también ha tenido la cuantiosa e inesperada afluencia de dinero,
que permitió a algunos, entre ellos al propio Estado, acometer monumentales iniciativas
no siempre enmarcadas en planes a largo plazo. A ese peligroso cortoplacismo y al
mientras va viniendo vamos viendo de los menos favorecidos, se suma la asunción a-
crítica de las maneras importadas de los países más desarrollados -ávidos del “stercus
demonis” que brotaba espontáneamente en nuestras tierras-52 sin que aquéllas se
adecuaran a las condiciones particulares del país. Ya se refirió antes acerca del
crecimiento sin desarrollo; a este respecto Rodolfo Quintero (1967, vol. II, tomo I: 164-
52 Como tal: “stercus demonis” -estiercol del demonio- fue referido el petróleo, en 1535, por
el primer cronista del Nuevo Mundo Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, señalando que
así decían ser llamado por los naturales. La presencia del petróleo en el país -motor de
nuestra vida económica, política y social desde su violenta irrupción a inicios del siglo XX- se
remonta a la época prehispánica y la primera exportación del mismo a los orígenes de la
Colonia. El referido cronista de la Venezuela “española” reseña que para la primera mitad del
siglo XVI, la Reina de España había ordenado que en todos los navíos que partieran de la isla
de Cubagua, debía enviársele “del aceite petróleo" para aliviar la gota de su hijo Carlos
V, en Aníbal Martínez (1997, tomo 3: 614).
40
53 El petróleo, atractivo principal para las empresas extranjeras, desplaza violentamente a la agricultura como fuente de ingresos para el país. La consecuente urbanización estimuló el mayor desarrollo de algunas ciudades condenando al país a la “macrocefalia” y a que sucumbieran pequeñas ciudades prósperas de ayer. Marco Negrón (2001) insiste en aclarar lo que considera un equívoco: la hipótesis tradicional de la primacía de Caracas; para ello argumenta que su crecimiento poblacional desde 1936 fue superado siempre por otros conjuntos de ciudades. Señala que el foco productivo del país durante la primera mitad del siglo XX nunca estuvo en Caracas, sino en otras regiones como la zuliana y la andina y que, previo al petróleo, la economía venezolana había sido también mono-exportadora, primero del cacao y luego del café. Los datos poblacionales aportados por Negrón avalan su tesis; sin embargo el carácter centralizador de los distintos gobiernos, y sobre todo la creciente preeminencia que tiene Caracas hacia finales del siglo XIX y principios del XX como capital del país, queda ya refrendado en el proyecto ferrocarrilero nacional en el que ella es el centro al que convergerían o del que emanarían las distintas líneas. Samuel Hurtado (1990: 183) refiere que en un informe presentado en 1879 por los ingenieros civiles Ernesto Souka y Rafael Henrique Díaz, señalan como el mayor defecto del proyecto ferrocarrilero venezolano el “atender sólo a la comodidad de la capital, perdiendo de vista que todo ferro-carril debe recorrer (cuando posible sea) comarcas habitadas y cultivadas.”
54 La población del país se duplicó y más entre 1926 (3.026.878 habitantes) y 1961 (7.523.999 habitantes), pero en la capital entre 1920 y 1950 ésta ya se había sextuplicado. Datos tomados de Censos Nacionales, Oficina Central de Estadística e Informática. Caracas. Respecto a la inmigración interna, el proceso fue similar al vivido en la mayoría de los países latinoamericanos para la misma época. El caso brasilero, por ejemplo, emblemático por su cuantía y por el impacto que tuvo en la “colonización” del territorio con las favelas, favelización, ranchificación, o “bidonvillisation” en el decir de Didier Drummond, supuso la inversión de sus porcentajes de población 70% rural y 30% urbano en 1940, a 30% rural y 70% urbano en 1980 Drummond, (1981: 18).
165) en el capítulo “El desarrollo tecnológico del área metropolitana de Caracas”
señalaba: “La industrialización de Caracas es expresión de un cambio impuesto desde el
exterior sin que hubieran madurado las condiciones internas, levantando estructuras
artificiales que sólo en apariencia revelan progreso y no corresponden en lo esencial a
la situación que prevalece.” Provisionalidad convertida en signo o estigma.
El vértigo con el que se inicia la actividad urbanizadora en Venezuela se afinca
fundamentalmente en los centros más importantes, tanto productivos como
administrativos. Caracas, como capital, absorbe en mayor medida el excedente del
ingreso petrolero así como de población: pasó de 118.312 habitantes en 1920, a 258.718
en 1936; 354.303 en 1941 y a 693.896 en 1950, según datos de los censos nacionales
respectivos. A pesar de las precisiones que sobre un aparente menor crecimiento
poblacional en ella expone Marco Negrón (2001) es indiscutible que el crecimiento
económico del país, operado desde la década de 1930, puso su acento en la capital.53 La
sustitución del énfasis productivo agrícola por el de los hidrocarburos aceleró la
conversión en urbano de un país cuya población rural era de poco más del 80% en 1920.
Tal conversión se produjo de forma violenta y sin que el propio país estuviese preparado
para enfrentarlo. Sólo cuarenta años más tarde, el porcentaje de población urbana era ya
del 62,1 %.54 Además de las rémoras propias de la inmadurez y la imprevisión nacional,
y de una vertiginosidad que dificultaba grandemente consolidar los cambios, en parte, la
minusvalía del país para enfrentar desde adentro los violentos cambios materiales de la
ciudad, se explicarían por la aún incipiente preparación de sus cuadros técnicos. A
continuación un breve recuento de los estudios de arquitectura y urbanismo en el país.
41
55 Sobre el tema consultar: Zawisza, Leszek
(1988) tomo 1, pp. 171-192) , Tomo 3, pp. 247-60; Almandoz, (1997); Arcila Farias (1961);
Leal, Ildefonso (1981).
56 Creada en octubre de 1831. Los estudios se completaban en seis años, y quienes
culminaban el primer bienio obtenían el título de “Agrimensor del Estado”, el segundo bienio “Ingeniero Civil”, y el tercer bienio “Ingeniero militar”. Zawisza (1988), Tomo 1, pp. 173-4.
A la Academia ingresaban en los primeros cursos, jóvenes de incluso 14 años de edad.
APROXIMACIONES SOBRE EL DECURSO DISCIPLINAR.
En los años precedentes a la emergencia de la ciudad moderna venezolana el país
cuenta apenas con unos pocos arquitectos, la casi totalidad de ellos formados en los
cursos de Arquitectura para Ingenieros, que se dictaban en el país desde fines del siglo
XIX. Se trataba en realidad de una suerte de módulos de especialización que abordaban
fundamentalmente aspectos formales de la arquitectura; cursos de tres años,
complementarios de los de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, que se
dictaban en la Academia Nacional de Bellas Artes.55 Avance indiscutible respecto a los
iniciales cursos, menos especializados, que se dictaban en la Academia de Ciencias
Físicas y Matemáticas, a mediados del siglo XIX.
Si bien desde los tiempos iniciales de la Academia de Matemáticas en los años
1830, bajo la dirección del ingeniero y matemático Juan Manuel Cajigal, se enseñan
algunas materias relacionadas con la arquitectura, 56 también es cierto el hecho de que en
general los estudios se limitaban a los aspectos teóricos, en un contexto de obras públicas
prácticamente inexistentes: “todavía no existe en Venezuela ni una carretera”
(Zawisza,1988, tomo 1: 176). Y a juzgar por lo expresado por Fermín Toro en marzo de
1842, en el ya referido ensayo “Ideas y necesidades”, muy deficientes debieron ser tales
42
estudios. Así se manifestaba Toro (1963: 91): “El estudio de las ciencias en Venezuela
está limitado a las medicales y algunas especulativas”, reprochando a continuación el
desconocimiento de la industria, que metafóricamente llamó “los prodigios de la fuerza
inanimada”; también sus aplicaciones para “los usos y goces de la vida. (…) por eso, en
fin, nuestras construcciones de hoy son peores que las de ahora un siglo, como si
retrocediésemos en conocimientos de arquitectura y de construcción civil.” 57
57 Ejemplificaba su crítica aludiendo a algunas nuevas edificaciones, como la iglesia de la Trinidad, o el Palacio de Gobierno. Señalaba la enorme inferioridad de las obras modernas, inferioridad tan grande que aflige e irrita a la vez. 58 Egresado como Ingeniero Militar en la primera promoción de la Academia, en 1837. Zawisza ofrece sendos análisis de Meneses en: Arquitectura y obras públicas en Venezuela, siglo XIX; y en La crítica de la arquitectura en Venezuela durante el siglo XIX.
Olegario Meneses,58 director de la Academia de Matemáticas de 1841 a 1845 en
sustitución de Cajigal, amplía el programa de estudios, considerando de manera más
franca y explícita lo relativo a las obras de construcción. De Meneses es, según Zawisza,
el primer escrito sobre crítica y teoría de la arquitectura en el país. Publicado en el primer
número de la revista “Liceo Venezolano”, de enero de 1842; ya en él Meneses destaca la
utilidad social como el principal propósito de la disciplina, tal como lo reiterara Carlos
Raúl Villanueva un siglo más tarde. El énfasis en los estudios de arquitectura seguirá
acentuándose en las posteriores direcciones de Agustín Codazzi (1845) y Juan José
Aguerrevere (1846). La Academia vive años de severa crisis, marcados
fundamentalmente por la inestabilidad política y la escasez de recursos, libros,
instrumentos, etc. El decreto de Guzmán Blanco de noviembre de 1872 elimina la
Academia como instituto autónomo, adscribiéndola a la Universidad; casi una década
más tarde dispone, según decreto de diciembre de 1881, que satisfecho un examen por
demás ambicioso, “todo ciudadano que se considere suficientemente instruido en el arte
de construir y de hacer edificios, puede optar al título de Arquitecto de la República.”
(Zawisza, 1988, tomo 3: 250)
43
Desde aquel categórico decreto, y no obstante el esfuerzo de Guzmán por afianzar
la enseñanza de la arquitectura, en razón de su interés por “edificar” la imagen de
civilización y modernización del país, la formalización de la disciplina arquitectónica y
urbanística en Venezuela todavía se retrasa. Seguirán formándose los futuros arquitectos
en los cursos de dos años de “estudios libres”, adscritos a ingeniería civil, o en los cursos
de tres años de arquitectura en el Instituto de Bellas Artes, creado por Guzmán Blanco,59
complementarios de los de ingeniería que, no obstante, permitieron un cierto despegue de
la disciplina en el país. Así también crea en 1874 el Ministerio de Obras Públicas (MOP),
bastión fundamental de la construcción en Venezuela durante más de un siglo e
instrumento para el fortalecimiento de la disciplina arquitectónica. Es en este período
cuando al antiguo anonimato de la obra edilicia le sucede el respaldo de personalidades
identificables.
59 Como Academia Nacional de Bellas Artes es referida por Almandoz (1997: 89-90)
Al ímpetu guzmancista siguió un período de menores realizaciones materiales en
la ciudad, aunque de iniciativas en el orden administrativo y político de la construcción.
Un breve paréntesis provinciano ilumina las modestas aunque ininterrumpidas obras de
los viejos alarifes de muy graciosa invención quienes, parafraseando a Picón Salas,
levantaron edificios antes de que los arquitectos e ingenieros viniesen a planificar las
ciudades. Recuerda Picón (1981: 159-160) a Lisímaco Puentes, el “constructor de torres”
quien de modestísimas obras domésticas terminó erigiendo a fines del siglo XIX
emblemáticos campaniles en muchas de las iglesias de la serranía venezolana, como la
torre gemela de la Catedral de Mérida, o la muy famosa de la iglesia de Escuque.
44
60 El ingeniero Carlos Guinand Sandoz, en 1915, formado en la Technische Hochschule de Múnich; Gustavo Wallis, en 1925, graduado de ingeniero en Caracas, con especialización en arquitectura en los Estados Unidos; Manuel Mujica Millán, en 1927, procedente de la Escola d’Arquitectura de Barcelona-España; Carlos Raúl Villanueva, en 1928, procedente de l’École de Beaux Arts de París, entre otros.
Desde la segunda década del siglo XX el país recibe arquitectos formados en
escuelas extranjeras, especialmente europeas,60 y si bien restaban aún algunos años para
la más radical explosión demográfica vivida por las principales capitales del país, los
tempranos reclamos por el incipiente deterioro y caos de la ciudad expresados por
profesionales o por personeros del gobierno -Carlos Linares del Ministerio de Obras
Públicas en tiempos de Gómez, o el general Elbano Mibelli, gobernador del distrito
Federal en tiempos de López Contreras- evidenciaban la problemática que la ciudad
experimentaba y la pronta búsqueda de soluciones. Ya en 1936 el Ministerio de Obras
Públicas (MOP) propone un Plan de Urbanismo de Caracas. Así mismo se crean
comisiones y organismos públicos para enfrentar los problemas materiales que los
vertiginosos cambios iban ocasionando en la ciudad; vale destacar una primera Comisión
Técnica sobre circulación urbana (21 de mayo de 1936) para encarar el ya complicado
tema de la congestión por tráfico automotor en la ciudad de Caracas; la Dirección de
Urbanismo (6 de abril de 1938) creada por Mibelli, poco antes de contratar los trabajos
del grupo francés compuesto por Prost, Lambert, Rotival y Wegenstein para la
formulación de un plan urbano para Caracas; la Comisión Técnica de Urbanismo –o
Consultiva- (18 de abril de 1938) también nombrada por Mibelli e integrada por tres de
los más emblemáticos arquitectos venezolanos: Carlos Guinand, Gustavo Wallis y Carlos
Raúl Villanueva; una Comisión Especial nombrada por el Concejo Municipal (10 de julio
de 1939) con el objeto de estudiar en detalle y fijar posición sobre los planes propuestos
por el Ejecutivo; la Comisión Nacional de Vialidad (10 de noviembre de 1945) con el
objetivo de diseñar un sistema vial que facilitara el intercambio de productos y una
45
eficiente movilización de pasajeros; o la Comisión Nacional de Urbanismo (10 de agosto
de 1946) con el propósito de diseñar planes urbanos para las distintas regiones del país;61
se supera con esta última la limitada escala local para asumir una más completa escala
regional y nacional de la planificación. En ocasiones, los tradicionales enfrentamientos
políticos entre los gobiernos ejecutivo y municipal dificultaron la puesta en práctica de
los planes propuestos; tal fue la situación durante el gobierno de Mibelli en Caracas
(1936-1940) quien promovía las propuestas del grupo francés, y el gobierno municipal,
en manos de la oposición, que defendía el Plan de Urbanismo de Caracas propuesto por
el MOP.
61 Martín Frechilla (1994: 346-395) ofrece un detallado registro cronológico de dichos organismos y comisiones. Ver también
Almandoz (1997).
62 Más tarde se crearán nuevas escuelas y facultades de Arquitectura en otros lugares del
país: en Maracaibo, 1960 y 1963 respectivamente, o en Mérida, 1962 y 1970. En
1945 los más destacados y activos arquitectos del país -entre ellos algunos de los referidos anteriormente- se unieron para constituir en
Caracas la Sociedad Venezolana de Arquitectos.
63 Esta mocedad de la disciplina en el país se
manifiesta en el carácter un tanto especulativo del trabajo adelantado desde entes
gubernamentales, y un ejemplo de ello fue la subestimación por parte de la Comisión
Nacional de Urbanismo en 1938, acerca del futuro crecimiento de la ciudad de Caracas.
Reconociendo la escasa información y los precarios instrumentos de que disponían en
dicha Comisión para el análisis y proyecciones sobre el futuro crecimiento de la ciudad,
Leopoldo Martínez Olavarría explica el error -en la entrevista que le hiciera Marco Negrón
para el libro El Plan Rotival. La Caracas que no fue (VV.AA., 1989; 151)-, por la
imprevisible capacidad de adaptación para la supervivencia del sector informal y la espera de
una inflexión en los índices de construcción y crecimiento por la ausencia de empleo
industrial.
Tras casi un siglo de lenta y accidentada maduración de los estudios de
arquitectura, aunque de intensa confrontación sobre lo urbano fuera de la academia -en
las primeras décadas del siglo XX, verdadera primera escuela de urbanismo del país- es
finalmente en octubre de 1941 cuando se crea la primera Escuela de Arquitectura, en la
Universidad Central de Venezuela dependiente de la Facultad de Ciencias Físicas y
Matemáticas; y en 1953 cuando ésta es elevada a la condición de Facultad de
Arquitectura y Urbanismo.62 El estadio germinal de los estudios disciplinares, el aún
escaso número de profesionales específicos de la arquitectura y el urbanismo en el país, y
la escasez de instrumentos de los entes gubernamentales63 se evidenciaban en una aún
exigua documentación escrita sobre la ciudad.
Coincide la formalización de los estudios disciplinares con la materialización de
los más radicales cambios en la fisonomía de la ciudad venezolana. Cambios que se
46
sucedieron, entonces, en la infancia de una institución académica, que contaba en sus
filas con profesionales responsables de indiscutibles tesoros de nuestra arquitectura
moderna, aunque más impuestos de los temas arquitectónicos que de los urbanos, dada la
demanda efectiva de los clientes reales: gobierno, propietarios de terrenos y empresarios
privados-. La juventud de la disciplina arquitectónica en el país no constituía en sí misma
un impedimento para una acertada previsión y postulación de planes de crecimiento
urbano, pero a la falta de experticia se sumó el vértigo de los cambios, la adopción –en
ocasiones inadecuada- de modelos foráneos, el predominio de intereses individuales de
muchos promotores inmobiliarios,64 la inestabilidad política de la primera mitad del
siglo, así como la interrupción de los proyectos y ejecuciones. El arquitecto venezolano
Julián Ferris opinaba en 200165: “La experiencia me indica que Venezuela es uno de los
países donde más se ha estudiado y ejecutado un conjunto de planes y proposiciones,
realizados por excelentes profesionales nacionales y extranjeros... a costos que es mejor
no recordar demasiado. El destino de estos estudios, trágicamente, ha sido el de reposar
en las gavetas de los organismos que han debido ponerlos en práctica. En mi condición
de arquitecto y urbanista no me canso de protestar por los kilos de informes, estudios y
planes de óptima calidad que han sido desperdiciados, precisamente por nuestra
proverbial falta de continuidad y por nuestra inconsistencia, esa que con tanta alegría
representan los que he dado en llamar los técnicos instantáneos, esos burócratas sin
preparación allegados a puestos de comando por razones políticas o de compadrazgo.”
Entonces, planes, planos y proyectos –parafraseando a Martín Frechilla- hubo, lo que no
parece haber habido es tiempo ni sosiego para la maduración de ideas, ni voluntad de
continuidad en los planes propuestos. 66
64 Ya señalaba Juan Pedro Posani (1965: 108) la habilidad de los grupos económicos de fines del siglo XIX y principios del XX, para lograr “que el Estado invierta a favor de sus intereses.” Respecto a las urbanizaciones adelantadas por propietarios y empresarios inmobiliarios opina Martín Frechilla (1994: 314): “Pareciera más bien que nos encontramos con un proceso similar al de construcción de los barrios caraqueños, según el cual primero se urbaniza –o se invade- y luego se obtienen –o se conquistan- la vialidad y los servicios.” 65 Discurso en el 40 aniversario de la fundación del Cendes (Centro de Estudios del Desarrollo), celebrado en octubre de 2001; recogido en Cuadernos del Cendes/ Año 18, Nº 48 “Segunda Época”. Caracas Septiembre-Diciembre 2001, pp. 197-202. Versión digital http://www.revele.com.ve//pdf/cuadernos_del_cendes/vol18-n48/pag195.pdf. El arquitecto Ferris fue Decano de la Facultad de Arquitectura de la UCV en el período 1959-1962, y miembro fundador del Cendes. 66 Este último, por cierto, un problema que no se ha corregido en el país ni siquiera en las etapas de mayor estabilidad económica. Las autoridades tanto nacionales como estadales, con visión cortoplacista, han hecho casi siempre borrón y cuenta nueva con las ejecuciones de proyectos y obras de quienes les precedieron, respondiendo principalmente a razones políticas, perversión exacerbada por la ausencia de planes a mediano y largo plazo y una inexistente actitud “contralora” por parte de los propios habitantes del país.
47
67 “Por la ciudad, hacia el mundo” (1957), en
Obras Completas (1989: vol. 1: 382)
IMAGINARIOS URBANOS
TRES LATENCIAS Y UNA AUSENCIA
“La ciudad, sobre el valor de la piedra y el peso del ladrillo, es una fornida comunidad de hombres que, sintiéndose comprometidos en una misma
empresa de cultura, se esfuerzan tanto por levantar su propia conciencia de humanidad como por alzar el tono que les hace sentir y amar
más vivamente la existencia misma.” Mario Briceño Iragorry 67
En las páginas anteriores se han señalado reiteradamente las circunstancias claves
que desencadenan la transformación física de la ciudad venezolana: por un lado la
coyuntura de esa prometedora fuente de ingresos para la “construcción” del país: el
petróleo, y el consecuente incremento de la población urbana; por el otro el temprano
aunque discontinuo abordaje de planes y programas de acción para canalizar dicho
proceso. Luego de un prolongado período de letargo en cuanto a realizaciones materiales,
entre la iniciativa modernizadora de Guzmán Blanco y el final del gobierno de Juan
Vicente Gómez, Venezuela se vio despertar con la iniciativa del gobierno de impulsar
una definitiva modernización del país, -con marcado énfasis en la capital-, ejemplarizada
en el diseño de un Plan Urbano para Caracas en la década de 1930; –recordemos la
adelantada por el MOP en 1936 y la formulada por Rotival et al. en 1939, según
requerimiento del gobernador Mibelli-, y en la creación de los distintos organismos y
48
comisiones a las que se hizo referencia en el apartado anterior. Comenzó entonces una
explícita tarea teórica y práctica en torno a la ciudad, que involucró a ingenieros y
arquitectos naturales y extranjeros. Si bien para el común de la población,
mayoritariamente pobre y analfabeta, estos temas resultaban complicados o simplemente
carentes de interés, en cambio para los escritores pareció suponer una brillante ocasión
para la creación. Siendo que tradicionalmente los intelectuales y escritores se anticipan
en la tarea de reflexión sobre los caminos futuros, esta situación histórica se muestra
propicia para un abordaje del tema urbano y nos permiten analizar el grado de
expectativa, de satisfacción, o de resignación e incluso de frustración con la ciudad de su
tiempo.
68 No obstante las referencias a ciudades del interior como Mérida, Trujillo, El Tigre o Maracaibo, entre otras, la mayoría de las novelas revisadas tienen como escenario principal la ciudad de Caracas, evidenciando el protagonismo capitalino y el preponderante centralismo en el país.
Ahondando en lo señalado en la introducción, la revisión de una parte de la
novelística de la época nos muestra la existencia de tres imaginarios distintos en torno a
la ciudad; dos de ellos con un fuerte componente descriptivo de la realidad. El primero,
constituido por dos grandes escenarios: el de la nostalgia, el recuerdo y la evocación de
la ciudad decimonónica, o la de los albores del siglo XX albergue de una cierta dignidad
urbana; y el de su dilución en la vorágine de la vida moderna; entonces, el de la ciudad
conocida, familiar, espacio material de la vida cotidiana, y el de la ciudad mutante que no
puede ocultar sus dramáticos cambios. Dos citas, inexorablemente referidas a Caracas,
nos lo ilustran respectivamente:68
Briceño Iragorry (1990: 275) hablándonos de la ciudad de hacia 1920 escribía:
“Caracas era aún una ciudad romántica, enmarcada en las normas del señorío antiguo,
49
y salpicada por las rientes burbujas de gracia y de buen tono aprendidas por los señores
y las damas en el gran París de principios de siglo.”
Por su parte, Picón Salas (1976: 231) refiriéndose a la de los años 1957, decía:
“«Caracas allí está», pero no como en la paz casi agraria añorante de la vieja elegía de
Pérez Bonalde, sino como la más desvelada, quizá la más demoníaca ciudad del
Caribe.”
El segundo imaginario, el de la ciudad que emerge nueva, aunque subsidiaria.
Ciudad que crece a orillas del campamento, a la sombra alucinógena del petróleo,
novelas que recrean Cabimas, Lagunillas de Agua, campamentos del Oriente
venezolano:
“Pero ni el fuego ni el veneno de las sierpes y del zancudo anofelino
eran bastante para desalentar a los ilusionados. Nuevos contingentes de carne moza y sana llega sin cesar a las playas petroleras; hombres que acaban de arrojar el lazo y la azada, que acaban de abandonar la pampa, la huerta y la paneta de la canoa pesquera... Hombres enardecidos por la gula áurea”. (Díaz, 1993: 54)
Y un tercer imaginario bastante extendido y fuertemente marcado por la
conciencia histórica, el de un tímido antiurbanismo y una viva exaltación de la tierra; el
dramático reclamo de la vuelta al campo frente a su abandono inexorable. En este caso
las narraciones pueden o no referirse a un lugar en particular, aunque con mayor
frecuencia se escenifican en las llanuras venezolanas. No es entonces en sí misma la
ciudad, incluso tampoco su negación; es más bien la atención a la tierra, a la naturaleza,
50
esa que representando la garantía de subsistencia de los habitantes del país se ve
intempestivamente desamparada por ellos. Su presencia es cónsona con los
requerimientos que, en el orden económico, aparecen reflejados en discursos y proclamas
políticas de la época: la necesidad de equilibrar el peso entre la tierra y el cemento, entre
el campo y la ciudad. Esta vertiente es resumida por José, protagonista de Casandra,
quien se debate entre el rechazo y la aceptación de la ciudad, esta hechicera que seduce
con su belleza y que en su sortilegio amaina el anidar de los ideales en el espíritu del
hombre. Al escuchar al poeta Beltrán calificar de pendejada69, heroica pero pendejada al
fin, su intención de luchar por un ideal -el de contribuir a que su gente abriera los ojos y
participara en la construcción de su futuro-, se sintió defraudado:
69 El término, empleado por Díaz Sánchez en su novela, tiene una acepción particular en el argot venezolano, equivalente a tontería, cosa insignificante, pérdida de tiempo, empeño absurdo. 70 La ciudad corrompe dice el personaje de Díaz Sánchez; la ciudad adormece y ablanda, dice Gallegos en las primeras páginas de Doña Bárbara.
“Ya no le quedaba la menor duda: la ciudad corrompe a los hombres aún sin que estos lo adviertan. «Las ciudades –oyó decir cierta vez a Pío- son organismos parasitarios que consumen lo que producen los campos.» Y bien que lo había comprobado, primero en Caracas y luego en Maracaibo. El trabajo fecundo es el que crea; en cuanto su producto se convierte en género de comercio se pierde su categoría creadora y se reduce a materia de explotación.” (Díaz, 1980: 60)70
De este rastreo de ciudad surge paralelamente la búsqueda de la urbe deseada,
aquella otra que, entre líneas, entre frases y diálogos en las novelas, en virtud de no haber
ninguna intención expresa de describirla, recogería parcialmente una visión ideal. Es la
ciudad del sentimiento, de la demanda, del futuro, del imaginario que articula la vivencia
y el deseo, el proyecto, la utopía. Respecto a este imaginario conviene señalar que en las
novelas seleccionadas para esta investigación tal tema no es abordado de forma expresa,
incluso en muchas ni siquiera de forma soterrada.
51
Sorprende esta situación dado el momento propicio para ello por el despertar a la
urbanización, la irrupción de una nueva y promisoria fuente de recursos y el sentido de
oportunidad de una coyuntura política nueva.71 Esta impresión no descarta que de una re-
lectura -lectura “entre líneas”- de la novelística de la época pudiera emerger un esbozo de
la utopía urbana, asunto del que sí de manera explícita y precisa se ocuparon un siglo
antes los dos principales artífices de la independencia venezolana: Francisco de Miranda
con su Colombo y Simón Bolívar con su Las Casas; ciudades utópicas, emparentadas con
la Argirópolis de Sarmiento, escenario para la concreción del panamericanismo latino
que tanto defendieron. (Ardao, 1983)72
72 Ver también Lorena Amaro Castro (2003).
71 A pesar de que entre 1908 y 1935, y luego entre 1952 y 1958 Venezuela estuvo sometida a
gobiernos dictatoriales, es indiscutible que durante esa primera mitad del siglo los ideales
democráticos, tan caros a los ciudadanos desde los inicios de su vida republicana, comienzan a
madurar a través de la emergencia y consolidación de grupos intelectuales y
políticos, protagonistas futuros de la vida democrática.
En relación con este tema destaca, por la contemporaneidad de esta novela y por
recrear una región virgen de Venezuela, el protagonismo fundacional en Los pasos
perdidos (1953), del cubano Alejo Carpentier.
Pudiendo la utopía urbana ser el reclamo expreso por el malestar ante la realidad,
por la urgencia de un nuevo escenario para la vida, pareciera lógico que en Venezuela tal
visión ideal aparezca más bien en la novelística de la modernidad ya instaurada. En este
caso no se correspondería con el período de la emergencia urbana moderna que es el que
contempla esta investigación. Quedaría abierta la puerta para el rastreo de la ciudad de la
utopía.
52
DIVERSIDAD Y MIXTURA: CIUDADES HÍBRIDAS 73 El tema de la corrupción y la inmoralidad en la esfera política aparece frecuentemente en toda la novelística venezolana, y su antigüedad y generalización es tal que carcome la moral del estamento social, terminando por ser visto como algo normal. En la casi totalidad de las novelas venezolanas de la primera mitad del siglo XX se alude a este cáncer moral que ha demostrado ser en nuestra historia nacional la causa principal de la rémora para el desarrollo y la modernización. Mario Briceño Iragorry ejemplifica esta situación en su novela Los Riberas (1991: 74), cuando Alfonso Ribera, propietario de un establecimiento comercial y, por influencias de su familia ante el gobierno, concesionario del servicio de aprovisionamiento del leprocomio local, abastecía dicho hospicio con los rezagos de su bodega: “Fácil es imaginar lo que de La Primavera se enviaba para la dieta de los desgraciados leprosos: arvejas y frijoles picados, manteca y queso rancios, tasajo podrido, papelón del más negro, sal revenida, papas nacidas, plátanos casi podridos, pan viejo y mohoso”. “El no era moralista, sino comerciante. (...) Demás de esto, la suya era una conciencia chiquita, eslabonada con las grandes conciencias que dirigían a la sociedad”. “Ni el más flaco jerónimo de inquietud pudo jamás mover su espíritu frente a la especulación realizada a costa del dolor de los enfermos infelices. Quizá, muy por el contrario, él podía sentirse caritativamente satisfecho de ser brazo de la sociedad en la generosa y diligente asistencia prestada a unos hombres perezosos para morir, que habían terminado por convertirse en molesta carga pública”. 74 Escrita y terminada en el calabozo Nº. 21 de “La Rotunda”, el año de desgracia de 1921, sólo fue publicada en 1946, según lo recoge Oswaldo Larrazábal Henríquez en el prólogo a la edición de Monte Ávila de 1991.
Aún cuando para efectos de la investigación relacionemos las vertientes del
imaginario con novelas específicas, es imprescindible aclarar que en muchos de los
casos, quizá en la mayoría, varias de aquellas son abordadas en una misma obra. Tanto
pueden referirse a las comunidades petroleras emergentes, al embrujo del petróleo, a la
transformación rutilante de las grandes ciudades y también de los espíritus provincianos
que a ellas llegan, como pueden sancionar el abandono del campo, o las corruptelas y la
especulación en la ciudad capital o incluso en la provincia;73 o bien la devoción o las
reservas ante otras culturas. Lo anterior no sorprende puesto que corresponden a
problemáticas que afectan a la totalidad del país, y en su tendencia realista y de denuncia,
los escritores entremezclan y recrean esa multiplicidad y heterogeneidad de sentimientos.
Un ejemplo de una obra que recoge el tratamiento de las distintas temáticas lo constituye
la novela La casa de los Ábila, de José Rafael Pocaterra.74 En esta obra, el agudo escritor
se desplaza entre las críticas descripciones de una ciudad -Caracas- desnaturalizada por
su superficialidad, su vacuidad y vanidad, pasando por la construcción de un campo
productivo y sólido en los sembradíos de caña y el proyecto de central azucarero de la
hacienda de Valle Hondo; culminando en la prometedora otra arteria nutricia para la
economía venezolana representada en los pastosos y fétidos pozales del mene, que
negreaba entre los herbazales de la vieja hacienda de los Terecayes. Otra novela que
aborda casi todas las temáticas es Los Riberas de Mario Briceño Iragorry. Por la
diversidad de aspectos que trata, por su minuciosa observación de aspectos específicos
del ciclo de la ciudad: antes y durante su “modernización” y por la consideración de
53
temas medulares dentro de la investigación, esta novela tendrá un carácter guía en la
estructura de la tesis.
Aún cuando la univocidad no es ni pretende ser criterio de nuestra búsqueda, lo
que sí destaca en el conjunto de las novelas es el consenso en torno a los principales
problemas que aquejan a la sociedad venezolana del momento. La diversidad como
distintivo de las ciudades modernas toca aún a la Venezuela que no se ha modernizado.
Más allá de las diferencias naturales que existen entre pobladores de distintas regiones
del país, destaca la impronta de las importantes corrientes migratorias desde fuera del
propio territorio nacional, así como la presencia de capitales extranjeros en las primeras
empresas de explotación de recursos a gran escala y en el desarrollo de planes
ferrocarrileros en el siglo XIX. Ellos inoculan nuevos elementos culturales en muchos
lugares del país, especialmente en los centros de producción más dinámicos en las
regiones occidental y central, que en un medio tan frágil y permeable a los cambios
fraguarían en su asimilación sin resistencia. De esta diversidad, ya no de problemáticas,
sino de constitución del alma venezolana dan cuenta los escritores. Para ilustrarlo, un
ejemplo sencillo y tangencial, aunque elocuente: una provinciana y modesta bodega de
los primeros años veinte:
“...especie compendiada de Naciones Unidas en la fuerza de sus excedentes de producción, eran, en realidad, aquellos negocios mixtos...”. “Estaban abastecidos los comercios de esta clase de todo género de productos extranjeros. En La Primavera se vendía desde el mitológico jamón de Westfalia hasta los finos paños ingleses; desde el percal y el budare de hierro colado hasta la delicada encajería de Bruselas; desde el sombrero pelodeguama, de
1. Tradicional bodega caraqueña, principios s. XX.
54
acabada manufactura inglesa, hasta el género blanco de los mejores telares alemanes; desde el rico Sauterne de Francia hasta los Diablitos de Chicago.” (Briceño, 1991: 25)
2. Típico botiquín caraqueño, principios s. XX
Esta multi-culturalidad se fraguó, como ha quedado dicho, gracias a los procesos
migratorios desde dentro y fuera del país; la coexistencia de esas diversas culturas
propició mixturas sociales que de una u otra manera habían sido demandadas por los
propios escritores. El fatal despoblamiento de nuestro territorio es un asunto central en la
narrativa de la época y son constantes los llamados a abrir las compuertas para una
“necesaria” inmigración. Aquel poco más de un millón de kilómetros cuadrados sólo
estaba ocupado en 1921 por unos dos millones y medio de habitantes. Ramón Díaz
Sánchez, autor de numerosas novelas que recrean la realidad de la Venezuela de entre
1920 y 1950: Mene, Cumboto, Casandra, Borburata, la primera de las cuales constituye
material clave para la comprensión de los pueblos petroleros emergentes en la época, es
autor también de diversos escritos políticos. En toda su obra un asunto presente, bien
explícitamente o sólo latente es su requisitoria de poblar al país.
75 Su discurso parece marcado por una cierta visión de minusvalía del hombre nativo. En este sentido es oportuno recordar la percepción decimonónica respecto del Trópico como tierra del más langoroso calor, donde se anula y amortigua el impulso del batallar humano. Si bien no ya siguiendo esa visión, rebatida con argumentos por algunos intelectuales venezolanos, Mariano Picón Salas entre otros, sí insiste Díaz Sánchez en una minusvalía del hombre llanero respecto al de la alta montaña, marcado sobre todo por los mayores rigores de aquellas tierras abandonadas a su suerte y avasalladas por las fiebres palúdicas, en oposición a una región montañosa productiva y aparentemente más cuidada por los distintos gobiernos.
Cuando Díaz esboza sus propuestas para la “construcción” de una economía y una
política venezolanas, que él considera inexistentes, clama porque “hay que crear un
nuevo tipo de venezolano capaz de realizar estas concepciones”.75 Sentencia que “La
inmigración es una de nuestras más urgentes necesidades” y que sólo de ella dependería
poder subsanar las deficiencias de carácter, de psicología, y en fin, de complejo étnico
que él encuentra en el hombre nativo. “No se trata en Venezuela sólo de poblar, sino de
55
seleccionar la raza (...) De modo que no se logrará la trascendental modificación sino
por la inyección de un nuevo elemento capaz de aportar a nuestro carácter las
condiciones afirmativas de la acción y las cuales hemos de buscar preferentemente en la
panmixia” (Díaz, 1973: 171-173).76 En ese clamor por una inmigración selectiva,
privilegia Díaz Sánchez en ese escrito al mundo anglosajón frente al europeo, y más
específicamente al español, del que según su criterio depende nuestro talante exótico,
místico, fanático e individualista.77 Esta consideración sorprende en tanto que inicia la
sección Rojo, segunda de su novela Mene –escrita sólo 4 años antes, en 1933-, con una
impecable metáfora sobre la toma de nuestra tierra; y en ella aquella primera “violación”
de la colonia se percibe menos amarga que la del vértigo de los años 1920 y 1930:
76 Estas citas corresponden al sub-tema “Hacia una nueva psicología venezolana” en
Transición (Política y realidad en Venezuela). En la alusión que el autor hace a la panmixia
como vía para encontrar esos elementos de aporte positivo, podría entenderse como una
inversión de sentido del término puesto que este significa la evolución por selección natural, o
bien la mezcla de todos sin prevención, en tanto que una selección controlada de la “raza”
implicaría más bien el concepto de eugenismo, asunto por cierto muy polémico dada su
contemporaneidad con los arrestos xenofóbicos alemanes.
77 “De haber sido como la de Inglaterra en
Norteamérica quizá no nos viésemos hoy expuestos a seguir sufriendo la intervención
imperialista. Nos bastaríamos a nosotros mismos sin constituir una rémora para la
civilización. Pero España nos dio sólo aquello que tenía: su misticismo crucial, su fanatismo y su feroz individualismo” (Díaz, 1973: 120-124).
“La linfa gris se escinde, himen roto de América en su latitud himenal. Hace cuatrocientos años dolió por primera vez este desgarramiento. Sin embargo era más lento, más parsimonioso entonces. Ni esta impetuosidad de tajo que acuchilla ni este voltijear que cava, ahonda y remueve las entrañas líquidas (...) Aquellas proas antiguas avanzaban la sonrisa de sus mascarones con gesto de dominio y enamoramiento. Aquellas popas levantaban sus castillos altos como para que la voz latina llegara, lírica, al oído de la sirena indiana.” (Díaz, 1993)
Señala Díaz (1973: 147) la necesidad de poblar a Venezuela y de edificar
ciudades sanas:
“No se vé [sic], pues, otra fórmula eficiente para iniciar la urgente nivelación nacional que la concentración, en determinados puntos previamente seleccionados con un alto sentido de la estrategia sanitaria, de todas esas parcialidades pseudo-urbanas diseminadas hoy como pavesas en la llanura. Crear ciudades nuevas, dotadas de los elementos indispensables para la vida social y concentrar en ellas a los pobladores de los caseríos y los hatos enfermos, a fin de que la nueva fuerza humana así formada pueda vencer luego
56
la resistencia mortal de la naturaleza y explotar sus productos en provecho de la nación”.
Para fines de la tercera década del XX ya Venezuela ha iniciado su explosión
demográfica. El proceso migratorio de la época tuvo dos destinos: los campos petroleros
y las antiguas ciudades más importantes del país. Esto no excluye algunas migraciones
que se asentaron en regiones intermedias, como los altos llanos occidentales.
Paralelamente a la emergencia de nuevas ciudades –que no obedecen a una intención
fundacional per-se-, se da la aparición de urbanizaciones aisladas, pequeñas ciudades
dentro de la ciudad, en el decir de Picón Salas, a partir de cuya expansión la ciudad
comienza a integrar en su área antiguas parroquias distantes. Estas urbanizaciones
contemplan en principio sólo la construcción de viviendas, puesto que los centros de
actividad comercial y mercantil seguían estado concentrados en el centro tradicional de
las ciudades. Caracas, desde la muy temprana de El Paraíso (1891), es de las primeras en
el país que experimenta este fenómeno con urbanizaciones como La Florida, Campo
Alegre, Las Delicias, Sebucán, Country Club, Los Palos Grandes, Los Chorros -todas
ellas iniciadas hacia 1928 y para un nivel social alto-, así como urbanizaciones obreras
como San Agustín (1927), Agua Salud y Cútira (1928), Nueva Caracas (1929); éstas
últimas promovidas por el Banco Obrero, organismo creado en 1928, durante el gobierno
de Juan Vicente Gómez, para atender los problemas de vivienda de las clases media y
obrera. La iniciativa de las nuevas urbanizaciones para el sector de mayores recursos es
emprendida por entes privados, generalmente propietarios de las tierras. No existiendo
para le época un plan estructurado que previera el crecimiento de la ciudad, su expansión
quedó supeditada a los criterios particulares que el arquitecto, ingeniero o promotor
57
inmobiliario adoptara en cada urbanización. Esto trajo como consecuencia indiscutible un
crecimiento desestructurado que se tornó anárquico a lo largo de las siguientes décadas,
básicamente por el cambio de escala de la ciudad y la ejecución fraccionada de la misma.
No existía solución de continuidad entre una y otra urbanización, lo que obligó a
acciones posteriores de ensamblaje para atender la necesidad de dotación de servicios
que no estuvieron contemplados como el caso de acueductos, sistemas de disposición de
aguas servidas, electricidad, entre otros.78 El instrumento de ensamblaje por antonomasia
lo constituyó la vialidad, de allí que se planifiquen amplias autopistas que interconectan
estas urbanizaciones con el entramado tradicional. El automóvil, componente
característico y emblema por excelencia de la cultura moderna, “coloniza” el territorio.
Las grandes avenidas, con su amplitud y propensión para las altas velocidades, se erigen
en una suerte de muros virtuales, que ocasionan en muchos casos verdaderos
seccionamientos y división entre zonas de la ciudad. La nueva morfología era, de suyo,
fragmentaria, y tales incisiones, antes que resolver la carencia de estructura, generan a su
paso más fragmentos de ciudad con espacios residuales inoperantes. A aquella
fragmentación se suma una diversidad no siempre negativa: en las nuevas
urbanizaciones, la presencia del elemento extranjero en la arquitectura se observa desde
los más pequeños detalles ornamentales hasta en la configuración del conjunto.
78 La espontaneidad y anarquía en la urbanización de nuestras ciudades no se
diferencia mucho entonces del proceso seguido por las barriadas marginales erigidas por los
inmigrantes del interior del país.
Esta ciudad diversa que se consolida a lo largo de la primera mitad del siglo XX,
y en la que la afición por lo foráneo se institucionaliza, paradójicamente ve también
emerger en su seno la inquietud por los valores autóctonos, enmarcados en un entusiasmo
que sobrepasaba las fronteras nacionales, para insertarse en una más amplia
58
preocupación latinoamericana.79 La discusión sobre las identidades y los nacionalismos
fue plato servido en este tiempo de contradictoria expansión de lo internacional,
discusión que alcanzó, por supuesto, el ámbito de lo arquitectónico y urbano.
Simultáneamente a las primeras transformaciones “modernas” de las ciudades surgieron,
en lo edilicio, ciertas propuestas que hablaban de una arquitectura nuestra. En el contexto
venezolano tal condición de “nuestra” se cifró casi exclusivamente en las referencias
coloniales,80 y hacia los años treintas del siglo XX junto a modernas formas
arquitectónicas que comenzaban a abrirse paso se consolidó, aunque por corto tiempo,
cierta arquitectura neo-colonial, reivindicando como propios aquellos caracteres que
distinguían a las construcciones tradicionales.81 Este intento tuvo como motor principal el
rescate o la construcción de una identidad, que permitiera enfrentar los bruscos cambios
que se avecinaban, y la casa de patio y corredores, la calle, la plaza, el mercado, el
campo, se erigen en destinatarios de loas a la tradición, escenarios de la vida idílica del
venezolano. En este sentido uno, quizás el mejor, de los ejemplos de esta tarea de rescate
de valores tradicionales de nuestra arquitectura lo constituye –por su escala e impacto- la
reurbanización de El Silencio, de Villanueva, con el patio -redimensionado- como
elemento central del conjunto.
79 Tal entusiasmo fue, sin embargo, efímero. Varias décadas más tarde, en el contexto de los SAL -Seminarios de Arquitectura Latinoamericana-, inaugurados en Buenos Aires en 1985, se revela la irresuelta y persistente preocupación y aún las contradicciones que hoy todavía subsisten respecto al tema de una identidad arquitectónica latinoamericana. Entre las motivaciones principales de los SAL se cuentan la de analizar la evolución de la arquitectura en la región y la “afirmación de propuestas arquitectónicas propias surgidas en torno de las ideas de identidad y modernidad”, como lo expresaron los panelistas del primer encuentro. “Primer Seminario de Arquitectura Latinoamericana: mesa redonda”, en Arquitectura Latinoamericana. Pensamiento y propuesta. México: Universidad Autónoma Metropolitana – Xochimilco, 1991. 80 Es necesario referir el escaso desarrollo arquitectónico de nuestras culturas aborígenes. 81 La casa de habitación que Carlos Guinand Sandoz se construye en la urbanización El Paraíso, en 1925, muestra ya esa revitalización de aspectos formales tradicionales. En la década de 1930, Manuel Mujica Millán fue uno de sus más claros impulsores, y posteriormente Carlos Raúl Villanueva reinterpreta algunos de estos caracteres en la Reurbanización de El Silencio (1944), que aunados a criterios más funcionales y modernos dan como resultado una expresión renovada y auténtica a la arquitectura venezolana. Ver Juan Pedro Posani (1969); William Niño Araque (1998: 23-24).
Acerca de la re-visitación de los valores autóctonos de la arquitectura tradicional
venezolana, William Niño Araque (1998: 24) defiende la tesis de que tal reutilización
obedeció en mucho al influjo recibido en Venezuela en su relación de dependencia con la
economía norteamericana. En tal sentido, según Niño más que el carácter directamente
español de aquellos valores, prima el entusiasmo que despertaba el estilo neo-hispano del
59
sur de los Estados Unidos. Según su criterio esto no implicó una ruptura ni apuesta
radical en el país; por el contrario, representó una serena intención de cambio sin
pretensión de transformación definitiva. Bien sea por el influjo norteamericano, o bien
por ese espíritu del tiempo, según el cual muchos países se vieron impelidos a revisar los
caracteres distintivos propios, lo cierto es que junto a esa revalorización de formas
arquitectónicas tradicionales como ingrediente clave de una construcción de la identidad,
la idea de Nación, o de Región articulada por valores culturales marca las nuevas ideas.
Esta simultaneidad entre lo nuevo y lo tradicional sucedido de forma más o menos
espontánea, fue configurando ciudades modernas, plurales, diversas aunque muy
fragmentadas.
60
II
LA CIUDAD TRADICIONAL …
DEL PASADO AL FUTURO EN UN PASO.
La fisonomía de la ciudad venezolana, a pesar de los lógicos cambios por su
natural crecimiento poblacional y físico, mantuvo prácticamente inalterado su carácter a
lo largo del siglo XIX e incluso hasta las primeras décadas del XX, salvo el paréntesis de
la afrancesada intervención de Guzmán Blanco entre 1870 y 1887. Luego, tras el letargo
de la época gomecista (1908-1935), comienza a operarse una verdadera y explosiva
transformación, y la que era tradicional comienza a sucumbir ante el “progreso” y los
afanes modernizadores. Conviene aclarar a qué nos referimos cuando decimos ciudad
tradicional: corresponde a la ciudad venezolana que se fue gestando y consolidando
desde sus inicios, y a lo largo de los casi tres siglos de dominación española y primeros
cien años de vida republicana -a comienzos de mil novecientos-; basada en la cuadrícula
fundacional, en las formas habituales de construir; que mantuvo una fisonomía estable y
cuyo sereno proceso de cambios alentó en sus habitantes el sentimiento de arraigo, de
pertenencia, de re-conocimiento. Es la ciudad recatada, de aspecto sobrio y noble, muy
63
modesto en ocasiones, asiento de una sociedad claramente jerarquizada aunque de
indiscutible impulso democratizador. Ciertamente que esta acepción induce de inmediato
a pensar en una valoración del pasado, siempre positiva. Las añorantes narraciones de
nuestros poetas sobre la ciudad y las costumbres antiguas, consiguieron heredar también
para quienes no vivimos esos tiempos sus afectos. Junto al natural entusiasmo por lo
nuevo, lo relativo a nuestro tiempo, nos hicieron estimar aquello que no conocimos sino
por sus evocaciones; y aunque se pudiera, luego de tanto “cemento” y tiempo
transcurrido, percibir tal tipo de ciudad como conservadora, resistente al cambio, una
suerte de tía solterona refugiada en sus recuerdos, lo cierto es que los violentos,
dramáticos y traumáticos cambios operados luego en aquélla parecieron unirse a ellos
para sumar plusvalía a la ciudad tradicional.
82 Se enmarca en la Caracas finisecular.
Dentro del conjunto de acercamientos ofrecido por los novelistas, es esta
temática una de las más persistente e incisivamente abordadas. La ciudad tradicional, que
para unos representaba un marco chato, pobre y adormecido que refrenaba aspiraciones;
para otros, en tanto ambiente reconocible y familiar, parecía sólido y pertinente escenario
para su presente, sin menoscabo de sus ímpetus de progreso. Dentro del primer grupo,
autores como Miguel Eduardo Pardo, Manuel Díaz Rodríguez o Teresa de la Parra
recrean similares visiones respecto a Caracas, Pocaterra lo hizo también sobre
Maracaibo. El primero en Todo un pueblo (1899),82 refiere el paisaje finisecular
villabravense -Villabrava es el nombre que Pardo elige para su representación de la
Caracas finisecular- como “aquel enmarañamiento de tejados sucios y azoteas mohosas y
calles estrechas que se retorcían locamente sobre la falda de la montaña.” (Pardo, 1941:
64
99). Los dos siguientes, a través de sus protagonistas, que tras repetidas estancias en
países europeos, a su regreso se sienten desengañados o desilusionados con el paisaje
urbano que encuentran. Respecto a Alberto Soria, protagonista de Ídolos rotos (1901),83
Díaz Rodríguez (1982: 24) escribía: “lo marea y lo turba cierto contraste repentino entre
lo que ve y lo que él esperaba ver, porque la ausencia había en él poco a poco borrado
la memoria de las proporciones: en su recuerdo no eran las calles tan estrechas, ni tan
bajos los edificios.” Por su parte de la Parra (1986: 42) en Ifigenia (1922),84 recreaba el
sentir de la protagonista -María Eugenia Alonso-:
83 Recrea la Venezuela cercana a 1860. 84 Trata la Caracas de la época en que fue escrita la novela. 85 Novela escrita en 1917, recrea la Maracaibo de la época.
“¿El centro de Caracas?… ¡El centro de Caracas!... y entonces… ¿qué se habían hecho las calles de mi infancia, aquellas calles tan anchas, tan largas, tan elegantes y tiradas a cordel?... (…) ¡qué intactas habían vivido siempre en mi recuerdo y qué cruelmente las desfiguraba de pronto la malvada, la infame evidencia!...
Unas casas de un solo piso, chatas, oprimidas bajo los aleros, pintadas de colorines, adornadas las fachadas con el enrejado de las ventanas salientes, se extendían a uno y otro lado de las calles desiertas, angostas y muy largas.” Respecto a la Maracaibo de los albores del XX, Pocaterra refería, como primera
impresión del recién llegado protagonista de Tierra del sol amada85 Armando Mijares, su
chatura, monotonía, estrechez de las calles y mal gusto arquitectónico. La emparentaba
además con “cierto barrio de Sevilla, como los pueblos levantinos, como alguna de esas
ciudades españolas que él viera un día, al paso de un tren, recordando la patria
lejana…” (Pocaterra, 1991a: 49)
De otra parte, autores como Briceño Iragorry, Mariano Picón Salas, Enrique
Bernardo Núñez, distintos cronistas de ciudades venezolanas, entre otros, se explayan en
65
descripciones impregnadas de un innegable afecto por la ciudad familiar y tradicional,
aquella que habiendo cobijado las vivencias infantiles y juveniles, en la madurez sigue
capitalizando el carácter y la personalidad propicios para una digna vida ciudadana.
Esta dualidad de sentimientos frente a la ciudad pareciera, en principio,
corresponderse con la diversa procedencia provinciana o capitalina y hasta extranjera de
los personajes novelescos. Respecto a Caracas, protagonistas como Alberto y María
Eugenia, entre otros, viajeros imbuidos como sus creadores de un seductor
cosmopolitismo, producto de largas estadías en importantes ciudades del mundo, se
extrañan a su regreso, tal como se vio en las citas anteriores, ante la aparente mengua en
la escala de su ciudad, aquella que en la infancia lucía hidalga, amplia, mágica. Otros
personajes, algunos caraqueños, otros simples hombres de provincia llegados a la capital,
se muestran en cambio estimulados por la nobleza y señorío que reconocen en ella y
también en otras ciudades y hasta pueblos propios; nobleza y señorío que estos escritores
vinculan siempre con la ciudad tradicional, heredera de la decimonónica. Tal
reconocimiento de estos personajes, creados como los primeros por también gozosos
degustadores de los atractivos de aquellas urbes foráneas, con solera y cultura,
cosmopolitas y modernas, evidencia que el disfrute de lo extranjero no era óbice para un
real sentimiento de identificación y afecto con la ciudad venezolana.
Un aspecto a destacar es la dualidad que ofrecen algunos autores, que a la par de
formular escritos de denuncia sobre realidades urbanas contemporáneas hostiles e
insatisfactorias, al ser convocados para pronunciar discursos en aniversarios o fiestas de
66
la ciudad se explayaban en palabras laudatorias a la misma, aunque en ellas o bien
obviaban la realidad presente o simplemente se solazaban en el recuerdo de las bondades
de la ciudad de la infancia, la del recuerdo, nuevamente la tradicional. En este orden, y
dada la preeminencia de tal visión entre los escritores, este capítulo aborda tanto la
aproximación exaltadora de la ciudad tradicional como su pronta dilución en la dinámica
de la emergente ciudad moderna. Para ello acudiremos de manera preferente a una obra
que recoge ampliamente estos dos escenarios; se trata de la novela Los Riberas (1957),
de Mario Briceño Iragorry (1897-1958). Singular en su condición de única novela en la
dilatada obra escrita de su autor, historiador y prolífico ensayista, esta pieza resulta
significativa y valiosa en tanto recoge impresiones comunes a muchos contemporáneos, y
es representativa de quienes se erigieron en celosos guardianes de una tradición que
amenazaba con desaparecer, lo que les dejaría ante la incertidumbre de un futuro
imprevisto y sin referentes conocidos. Resume esta novela el sentimiento de toda una
vida en defensa de los valores históricos, sociales y morales de una sociedad, así como
físicos de la ciudad tradicional, que para Briceño Iragorry condensaban la base y soporte
de la identidad venezolana, así como la desazón por algunos cambios ya perceptibles y
que el escritor advertía como negativos. Esta obra recrea principalmente –aunque no
sólo- la ciudad de Caracas, y en ella el futuro mediato del resto del país urbano. En su
estructura se materializa el punto de inflexión urbano y social, el antes y el después de la
ciudad venezolana. De la supervivencia amorosa de la ciudad antigua, legible en los
primeros capítulos, a la emergente ciudad moderna de la segunda mitad del libro: “la
Caracas romántica, alegre, ilusionada que empezaba a boquear.” (Briceño, 1991: 360)
67
PERVIVENCIAS
hacia 1910.
4. Avenida sur, entre las esquinas de Gradillas y La Torre, Caracas, 1920.
3. Vista noroeste de la ciudad de Caracas,
Referíamos antes la persistencia del carácter tradicional de la ciudad a lo largo del
XIX. Las obras que se construyeron antes de Guzmán Blanco -en los tiempos iniciales de
la historia republicana del país, en el segundo tercio del siglo-, constituyeron, no obstante
su escasez y modestia, un impulso autónomo apenas superadas las luchas
independentistas.86 Posteriormente, la intervención guzmancista, más ambiciosa e
impregnada del gusto francés, va imponiendo una nueva imagen a la ciudad. Esto no es
un caso singular, pues el entusiasmo despertado por la cultura europea motivó muchas de
86 Cortados los lazos con España y “desaparecidos los últimos personajes del Cuerpo Real de Ingenieros
Militares, Venezuela se encontró sola frente a las tareas de organizar su propio Estado y toda su vida económica y cultural. Este momento revistió un particular significado,
porque a diferencia de otros países latinoamericanos, como Brasil, no hubo aquí continuidad entre los
arquitectos provenientes del viejo continente y aquellos que actuaban bajo la República. En este campo tuvimos
que partir de cero.” (Zawisza, 1998: 23).
68
las intervenciones urbanas de la época, no sólo en nuestro país, sino en el resto de
América Latina. Razones de orden económico, político e ideológico apuntalaron estas
iniciativas.
Si bien en Venezuela los cambios se hicieron a una escala más modesta, su
impacto representó igualmente una suerte de puesta a punto respecto a las experiencias
de países más desarrollados. Se construyó el ferrocarril Caracas-La Guaira, a comienzos
de los 1880; tranvías recorrieron las calles caraqueñas desde la década siguiente; se
ajardinaron las plazas mayores de las principales ciudades y se colocó en su centro la
estatua de Bolívar; el mercado, actividad que se reservaba para sí las antiguas explanadas
de las plazas ciertos días de la semana, fue desplazado hacia edificios construidos para tal
fin. Se arborizaron y pavimentaron algunas calles del centro de Caracas, conformando
modestos pero emblemáticos bulevares; se edificaron numerosos puentes, comenzaron a
aparecer urbanizaciones de casas aisladas, pequeños palacetes en las afueras de la ciudad.
Desde finales del XIX muchas casas urbanas se vistieron de ropajes europeos y se
agregaron una planta alta.
6. Postal Palacio Federal en Caracas, fines s. XIX.
7. Postal Teatro Municipal de Caracas, fines s. XIX.
8. Puente de Curamichate, Caracas, s. XIX. 9. Puente de hierro, Caracas, s. XIX.
69
11. Bulevar entre las esquinas de Monjas y San Francisco - Caracas, hacia 1930.
10. Plaza Bolívar de Caracas, hacia 1920.
Si bien nos valemos de las miradas exclusivas a los elementos arquitectónicos y
modestos ejercicios urbanos de Guzmán Blanco, simplificación que según Almandoz
(1997) ha impedido ver las mayores implicaciones de un verdadero programa de
modernización y actualización durante el guzmanato, es indiscutible que tales
intervenciones permitieron forjar un primer estadio de transformación de la ciudad. A
pesar de la reticencia y continuas críticas que en su tiempo se hiciera a sus obras, el
natural proceso de sedimentación y acostumbramiento, y la consecuente identificación
con el entorno que nos rodea, permitió que la nueva imagen que se dio a la capital se
convirtiera en el referente visual y espacial -primero admisible como moderno-
reconocido por los escritores de la primera mitad del siglo XX. En medio de estas
transformaciones se afianza la novelística venezolana, para la que recrear el nuevo 13. Vista panorámica de Caracas a fines del siglo XIX.
70
entorno urbano que se iba consolidando constituyó, junto al retrato de tipos y de
conductas humanas, uno de los motivos recurrentes.
12. Ferrocarril Caracas – La Guaira (inaugurado en 1883).
Subyugados por la preeminencia de la moda y el refinamiento parisinos, muchos
venezolanos acomodados viajaban a aquella meca de la cultura, como lo hacían
ciudadanos del mundo entero, consignando a su regreso al país la imitación de sus
maneras. París, pero también Londres, Madrid, Nueva York.87 Surgen, sin embargo,
visiones críticas, una de las cuales destaca por provenir de un importante exponente de
nuestro modernismo literario y reconocido cultor de los valores europeos: Díaz
Rodríguez (1871-1927), quien vivió prolongadas temporadas en París, Viena o Italia, en
su novela Sangre patricia (1902) refería como beso impuro de los bárbaros en sus altas
frentes patricias, algunos de los cambios experimentados por las antiguas casonas
coloniales en esas décadas finales del XIX. Tulio Arcos, protagonista de la novela,
respetó siempre la majestad de la casona que le habían legado sus antecesores: “Ni una
vez pensó en dejarse guiar de la moda, de voluble tiranía extranjera. Porque de una
parte la moda y de la otra el comercio, desde muy atrás venían transformando los nobles
caserones antiguos en viviendas comunes. Uno tras otro se desfiguraban, decayendo de
su esplendor, perdiendo su belleza propia; aquella firme serenidad robusta que tenían
del convento o del palacio. Muchos lucían ya en sus fachadas, en vez de las recias y
angulosas ventanas de abolengo, ventanillas frágiles y balconcetes ridículos. Poco a
poco, una sonrisa de afeminados disfrazaba, como una máscara impúdica, las augustas
reliquias de la antigua fuerza.” (1982: 172-173)88
87 Principalmente francés era el referente, y junto a él habría que mencionar la presencia que lo alemán tiene tanto en el occidente del país como en Ciudad Bolívar. La preeminencia del capital germano en actividades de crédito se materializaba a través de importantes compañías como los Blohm, Breuer, Müller, Beckmann, Steinvorth. Si bien las distintas ciudades del occidente mantenían vínculos crediticios con los alemanes, su mayor influjo se produjo en el Zulia específicamente en Maracaibo, en donde se asentaron las casas comerciales germanas. 88 Parecía debatirse Díaz Rodríguez entre esta defensa de los tradicional, y el cuestionamiento de la modestia y pobreza de su Caracas natal.
71
En Ídolos rotos, Díaz (1982) insiste a través de sus personajes: el ya referido
Alberto Soria o Emazábel –médico joven e idealista, de inquieta conciencia nacional-,
entre otros, acerca del riesgo que escondía París -“fascinador señuelo de todas las almas
jóvenes”- para muchos jóvenes que allí acudían en busca de ideas, luz y energía. Llamaba
la atención sobre la perniciosa influencia que en las almas simples, casi bastas e
inocentes de los jóvenes pueblos latinoamericanos ejercía ese “París, que en el mal, en
los vicios y en la seducción compendia a todas las ciudades.” (Díaz, 1982: 94) Necesario
resulta recordar los urticantes comentarios del mordaz Miguel Eduardo Pardo (1941: 79)
acerca de los devotos francófilos de su novela -Todo un pueblo-89: “Pero donde había
que ver a los villabravenses era en París… (…) Magníficos, estupendos, milagrosos,
dignos de epopeya, únicos en su especie y en su historia! Todos smarts, todos lyones,
todos dandys, todos spotstmans (sic), estetas, decadentes, rubios, arrebatadores,
haciendo de aristócratas y de fatuos y provocando la sonrisa irónica de las mujeres
cuando los veían chupándose, por único alimento intelectual, el puño de sus bastones á
la moda.”90 ¿Simple imitación de maneras, vulgar lujo de oropel?. Destacando que esto
no era una tendencia natural de las sociedades criollas con estilo propio, y acusándole de
propósito deliberado del nuevo patriciado, siutiquería o cursilería de una sociedad esnob
empeñada en parecer más que ser, escribe Romero (1976: 234): “Era, pues, un lujo sin
estilo, ostentado incoherentemente a través de una forma de vida que sí tenía estilo y
cuyo predominio acusaba la simple superposición de elementos extraños”. Es una
realidad explicable en el entorno venezolano de la época, en que junto al extraordinario
brillo de las culturas admiradas, está el deseo de modernidad y ascenso social de la
burguesía emergente; sin embargo, “pasó mucho tiempo hasta que todo eso cambiara el
89 La ortografía usada por Pardo corresponde a la usual en su época y es la recogida por la edición revisada.
90 Acerca del dandy también escribió Díaz Rodríguez en
Sangre patricia. Borja, Don Miguel Borja, era - contrariamente a los frívolos dandis villabravenses que
recreara Miguel Eduardo Pardo- un verdadero ejemplo de elegancia, cultura y educación para la caraqueña sociedad
finisecular. Por su parte Blanco Fombona (1999) en El hombre de hierro, recrea la figura de Julio de Nájera, apellidado Brummel por su dandismo irreprochable;
donjuán, gorrón, canalla, emparentado con los de Pardo.
72
tinte del estilo acriollado de convivencia que se había elaborado después de la
emancipación.”
91 Picón Salas (1976: 211-219), en su ensayo “Caracas (1920)” habla de escasa conciencia social y de superficialidad y rezago en los intelectuales venezolanos ya consagrados de aquellas primeras décadas del XX: La filosofía oficiosa más audaz se había quedado en el Positivismo; habla también de impulsos contradictorios y de atrasado romanticismo juvenil en las nuevas generaciones.
Sin desmerecer la innegable inquietud de que -en el orden intelectual- hacían gala
muchos venezolanos, en aquella sociedad tradicional la modernidad parece manifestarse
casi exclusivamente en la imitación y asimilación de maneras burguesas.91 El resultado
fue una reedición de yuxtaposiciones culturales: de la convivencia acriollada del híbrido
y plural nuevo patriciado de mediados del XIX, pasamos a una burguesía con rezagos
tradicionalistas. Heredera de indiscutibles valores sociales y numerosos históricos, la
ciudad de principios del siglo XX subsistía en su estructura material, marcada por su
modestia y no exenta del deterioro ocasionado por su progresivo abandono y escaso
mantenimiento de sus infraestructuras, contradicción ésta percibida en las críticas de un
Miguel Eduardo Pardo, frente a las exaltaciones de un Briceño Iragorry.
Al ímpetu modernizador de Guzmán sucede en la capital una ralentización
durante los primeros años del gobierno de Juan Vicente Gómez, en medio del cual se
produjo en Caracas y en muchas de las demás ciudades además de su progresivo
deterioro, una disminución de la actividad constructiva gubernamental que ya era de por
sí escasa. No obstante, el ordenamiento social conservó su perfil y sus referentes
culturales se mantuvieron: “Los modelos entonces vigentes de la sociedad criolla eran
todavía franceses y españoles, lo que quiere decir que la vida tenía menos prisa y más
gracia” escribió Picón Salas (1976: 216). Referente europeo que también exaltara
Briceño Iragorry (1991: 275) al hablarnos de las normas del señorío antiguo (hispano), y
73
la gracia y buen tono aprendidos en el gran París de principios de siglo que refiriéramos
antes.
92 Tiempo, sin embargo, de pugilato entre permanencias y transformaciones. La clase alta de la sociedad capitalina se regodea en la asimilación de nuevas costumbres, queriendo
distanciarse del atraso que para ellos suponía la pervivencia de maneras provincianas. Ello lo veríamos
sintetizado en la conversación que Alfonso Ribera, recién llegado a Caracas desde Mérida, sostiene con su hermana
Adelaida: aquel le inquiere: “-No te entiendo con tus modas y palabras raras. ¿Por qué ustedes se cambian
tanto cuando llegan a Caracas?” a lo que ella responde: “-No es que nos cambiemos, hermanito querido. Es que
tomamos el buen estilo de la capital. No pretenderás tu que sigamos con la lana encima.” (Briceño, 1991: 337)
Las negritas son nuestras.
Vistas las distintas perspectivas y no obstante la adopción fragmentaria y
superficial de elementos de aquel referente europeo, el conjunto termina constituyendo
en nuestro contexto una suerte de firme tegumento. Aprendizaje para unos, simple
imitación y artificial tendencia al lujo para otros, con la emulación de formas de vida y de
modas de grandes metrópolis, y junto a una mayor sofisticación en las maneras de los
habitantes de las principales ciudades venezolanas, convive entonces, a principios de
siglo, un cierto espíritu provinciano preñado de valores tradicionales. Si bien aquel
tradicionalismo en un país aún dependiente de la producción agrícola y de una cada vez
más modesta comercialización de sus excedentes, determinaba un tiempo pausado y
lento92 que encorsetaba cambios requeridos por la sociedad, destaca sin embargo una
aparente coherencia entre la pervivencia de costumbres y el grado de desarrollo del país.
Habría que acotar que al revisar datos sobre la economía del país en el cambio de siglo,
casi tendríamos que dudar de las amables visiones de algunos escritores, en virtud de la
precariedad derivada de una menor producción, baja en los precios internacionales,
pérdida de mercados, inestabilidad política, entre otras razones.
La ciudad, aunque modesta, condensaba los valores tradicionales de unidad
política, administrativa y económica. El incipiente crecimiento poblacional no había
operado aún cambios tan drásticos como los que se observarían en las principales
ciudades en el segundo cuarto del siglo XX.
74
94 Comprensible y justificable en un primer momento; sin embargo, dada la fuerza y la impronta de este tópico de la historia nacional, él ha sido inconvenientemente convertido en casi único referente de los valores nacionales incluso hasta la actualidad.
93 Incluyendo las descripciones ofrecidas por Arístides Rojas a fines del XIX, destacan los ensayos de Bolet Peraza, Guillermo José Schael, Briceño Iragorry, Picón Salas, entre otros.
Aquella casi invariabilidad de viejas formas se observa en las similares
descripciones que de las calles, las plazas y los ambientes tradicionales aparecen en
muchas de las novelas, escritas a todo lo largo de la primera mitad del siglo XX. Junto a
las novelas destaca también la gran producción ensayística que aborda el tema de la
ciudad tradicional, y en la que también los cronistas tienen un rol preponderante.93
Corresponde esto con un momento histórico central, en el que la construcción de una
identidad nacional se postulaba no sólo como una motivación política, sino como una
imperiosa necesidad cultural. Dicha construcción, que desde fines del XIX se venía
fraguando en torno al tópico de los héroes de la Independencia,94 en la primera mitad del
XX se ve estimulada como reacción a una marcada presencia de elementos foráneos. La
naciente industria petrolera en el país, capitaneada por empresas angloholandesas y
norteamericanas, determinó la progresiva inserción de gustos y costumbres propias de
aquellos colectivos, con el consecuente desplazamiento de maneras que aunque imitadas
de otros países –cómo se ha señalado anteriormente- formaban ya parte de la “tradición”
venezolana. Se acentuó entonces aquella búsqueda de identidad de la que casi sin
excepción aportaron visiones nuestros escritores contemporáneos. Fueron los valores más
acendrados de nuestras modestas ciudades tradicionales algunos de los tópicos
esgrimidos y recreados en la literatura.
75
PARTICULARIDADES PROVINCIANAS.
Aunque más conservadora y un poco rezagada de los afanes modernizadores –por
introversión, por recelos propios o por la pobreza del propio Estado-, en ocasiones
también la provincia se vio impregnada de aquellos entusiasmos y su sencillez y armonía
le permitieron reservarse la atención de algunos escritores. Tales serían los casos de
Mérida y Trujillo, por ejemplo. Cuando Alfonso Ribera –protagonista de Los Riberas-
decide salir de Mérida para probar suerte en Caracas, deja atrás una que, en el
sentimiento de don Mario, era ciudad por excelencia. Reconocía para ella las virtudes de
la ciudad culta, armoniosa y calma, cuyo marco natural la regia Sierra Nevada, su
magnífico clima, los acordes esparcidos por las innúmeras fuentes de aguas subterráneas
y acequias, Arpa sonora la llamó, hacían juego con el señorío y educación de sus
habitantes: Mérida, Ciudad de los Caballeros. Tal era -y continúa siendo- la esplendidez
de su arquitectura natural por la que para don Mario “sería tanto como tirar sal al mar
esto de meter en las casas cuadros con representación de paisajes, cuando con sólo
echar los ojos hacia cualquier viento, ya se está en presencia del más primoroso cuadro,
pintado por el propio divino pincel de la Madre Naturaleza.” (L.R.: 31) La ciudad de
Mérida está asentada en una alta meseta flanqueada por dos importantes ríos y sendas
serranías de la Cordillera de los Andes. Dos imágenes, una antigua y otra contemporánea,
sirven para ilustrar la imponente naturaleza que ha servido de marco a la ciudad.
76
77 15. Vista panorámica de Mérida hacia 1990, de fondo la sierra de La Culata.
14. Cordillera de los Andes – Sierra Nevada. Plaza Sucre de Mérida hacia 1930.
Belleza natural, pervivencia de los valores tradicionales y dignidad
cultural eran pues los distintivos de Mérida. Cultura recurrentemente medida en
función de su vínculo con las más desarrolladas del mundo:
95 El rol que la actividad intelectual en la ciudad -incluso desde los iniciales días del Seminario de San Buenaventura (1787)- tuvo en la inclinación cultural
de muchos de sus hijos, determinó la reputación de Mérida como ciudad culta. Conviene señalar que para
1950 el 77% de la población del estado vive en el campo, por lo que el porcentaje de alfabetizados (36,4
%) correspondería a la práctica totalidad de quienes habitaban en las ciudades. Datos estadísticos tomados
de Ardao, A., “Mérida, Estado” en Diccionario de Historia de Venezuela. Fundación Polar.
96 Según Censos nacionales – Instituto nacional de
estadística.
“En las casas de la gente acomodada lucían pianos, alfombras, espejos, vajillas
de finísima calidad, comprados directamente en Europa por los pudientes señores, a
quienes agradaba visitar a París, Madrid o Londres, antes que a la capital de la
República. Tardo el paso de la acémila, que en tres días comunicaba a la ciudad con la
más próxima estación ferroviaria, no era, en cambio, óbice para que a Mérida llegasen
muchas veces los libros de Europa primero que a Caracas” (...) “Comodidad y
esplendor, buena lectura, lujo en la mansión de los señores, todo coincidía para hacer
de Mérida una verdadera ciudad.” (L.R.: 29)95
A pesar de la intensa actividad económica que la región occidental capitalizó,
previo a la eclosión petrolera, así como los atributos de cultura y buen hacer que
destacaba Briceño para ciudades como Mérida, vale acotar a la vez el carácter
pueblerino, la modestia y una innegable pobreza material que obstaculizaba el avance:
-¿Y cómo está el progreso en Mérida? –preguntó con gran interés don Isidro Briceño. -A paso de morrocoy. No se hace mayor cosa. Tenemos carretera hasta Ejido y nada más. No tenemos acueducto y nos faltan cloacas. El Estado es pobre, usted sabe. (L.R.: 134)
16. Calle Independencia, Mérida hacia 1920.Con una población que para la década de los cuarenta del siglo XX apenas si
alcanzaba los veinte mil habitantes,96 y con una economía en mengua dada su casi
78
exclusiva vocación agrícola97 –recordemos la conversión del país de productor agrícola a
petrolero, de república agraria a república minera-, Mérida, junto a otras ciudades de la
provincia, mantiene su apariencia tradicional aún por más tiempo que las principales
ciudades del país, receptoras primeras del progreso nacional. Mérida apenas evidenció un
tiempo de significativos y positivos cambios en su fisonomía, con las edificaciones de
indiscutible vocación urbana que el arquitecto Manuel Mujica Millán -nacido en Vitoria
y formado en Barcelona- dispuso para el casco central de la provinciana ciudad. El
Palacio de Gobierno (1953), el Rectorado de la Universidad de Los Andes (1956) y la
imponente remodelación de su Catedral (1958) constituyeron clases magistrales de
arquitectura, al impulsar en la ciudad un cambio de escala y una indiscutible
dignificación de su imagen urbana.98
97 Reconociendo la muy importante y culturalmente enriquecedora actividad universitaria -principal motor de la ciudad-, aunque poco lucrativa en lo económico. 98 Mujica comienza su obra en Mérida en 1945 y allí se residencia hasta su muerte en 1963. Sobre La obra merideña de Mujica Millán ver Meridalba Muñoz Bravo (2000). No obstante el impacto de tales obras en la ciudad, y la significación que ésta tenía para Briceño Iragorry, no conocemos ningún escrito suyo que aluda a los cambios que allí se operaban. Briceño se exilió a Madrid en 1952 y no regresó a Venezuela sino hasta 1958, donde muere cuatro o cinco meses más tarde de su llegada. Sus numerosos escritores sobre el país en esos seis años de exilio muestran que no perdió el contacto con lo que aquí ocurría. 99 “Mi infancia y mi pueblo (Evocación de Trujillo) (1951), en Obras Completas, vol. 1, pp. 70-73.
Otra ciudad, Trujillo, particularmente significativa en el sentir de Briceño
Iragorry por ser su tierra natal, poseía para el escritor esa solera, sencilla pero sólida, a la
que torpes iniciativas modernizadoras amenazaban con socavar. Vale acotar que no
obstante los permanentes elogios a lo tradicional en sus muy numerosos escritos sobre
Trujillo, acudiendo como se refirió antes a las remembranzas infantiles, Briceño no dejó
de referir el carácter en extremo sedentario de la ciudad, el discurso monótono de la vida
en la ciudad pacífica, el aislamiento urbano a pesar de lo reducido de su tamaño,
aislamiento condicionado además de por el carácter de sus habitantes, por la muy
accidentada topografía lugareña.99 Dichas confesiones, tienen más de evocación que de
censura. Ilustrativo de lo pequeño de la ciudad resulta la expresión del protagonista de
Los Riberas: -¿Y esto es la ciudad?. Tan corto le resultó a Alfonso Ribera el recorrido en
79
carro que por allá por 1918 hiciera junto a sus amigos por Trujillo, cuyas pocas calles se
aprestaban a recibir como símbolo de progreso el moderno manto de macadam. Ciudad
capital y ciudad de provincia comparten entonces en los relatos de principios del siglo un
talante que, no obstante la modestia de aquellas y el atraso que se atribuye al país,
revelan cierta sincronía. Pero el cambio se imponía. De aquellas pervivencias urbanas, de
aquel pausado tránsito del tiempo en la ciudad, en el que convivían sin alteración sensible
elementos de tiempos distintos, se pasa a una nueva fisonomía determinada por el
crecimiento vertiginoso de la población y la consecuente transformación de la ciudad, y
es que una renovación es siempre estimulante y augura mejorías, ¿porqué no habrían de
desearla sus habitantes?.
80
ESPACIOS DE LA VIDA CIUDADANA
La organización jerárquica de la ciudad tradicional de herencia hispana se
materializaba en una distribución centralizada y en forma de retícula, destacando las
calles principales como ejes ordenadores de un sistema cuyo núcleo fundamental lo
constituía la plaza Mayor. Calles, plazas y una coherente integración funcional,
aquilatada tras los modestos aunque significativos aportes de la época guzmancista,
valores a los que renunció la ciudad por su crecimiento irracional y la nociva segregación
del urbanismo moderno, constituían los soportes del habitar que exaltara Briceño
Iragorry. Modestos espacios públicos que la ciudad ganó tardíamente pero que perdió
temprano. Hacia 1804 François Depons, tras su visita a tierras americanas escribe su
Viaje a la parte oriental de tierra firme en la América Meridional, referido al territorio
venezolano. El viajero francés, indiscutiblemente marcado por su propia e intensa
experiencia urbana, ofrecía agudas observaciones sobre las ciudades venezolanas,
especialmente la capital. En tal sentido decía: “Si Caracas poseyera paseos públicos,
liceos, salones de lectura, cafés, sería ahora la oportunidad de hablar de ellos. Pero por
vergüenza de esta gran ciudad, debo decir que allí se ignoran estas características de los
progresos de la civilización. Cada español vive en su casa como en prisión. No sale sino
a la iglesia o a cumplir con sus obligaciones.” (Depons, 1960: 229). Muy simple y
aburrida debió ser la ciudad en esos tiempos. Los cambios sucedieron, no podían ni
debían evitarse, y las descripciones que siglo y medio después ofreciera Briceño Iragorry
81
revelan que, aunque modestos, los cambios operados en ciertas zonas de la ciudad le
inyectaron dinamismo, y permitieron la consolidación de espacios públicos de un
innegable valor para la vida ciudadana; así que la renovación había valido la pena.
100 Sobre aquel tópico de la moda, y su actualidad en nuestro país daban cuenta
Briceño y Picón. Briceño Iragorry lo ejemplifica en modestos almacenes como La
Primavera, especie compendiada de Naciones Unidas en la fuerza de sus excedentes de
producción, o bien en las calles caraqueñas del centro histórico y tradicional donde estaban
instaladas las grandes tiendas de modas (...) siempre llenas de los ecos del dernier cri de la
moda de París (L.R.: 25 y 353).
101 Algunos autores refieren el cambio de plaza Mayor a plaza Bolívar durante el gobierno de
Antonio Guzmán Blanco; Carlos Eduardo Misle (1997: 663) señala 1874 como el año en que recibe tal denominación, coincidiendo con la inauguración que se hace de la nueva plaza
Bolívar tras las renovaciones guzmancistas. Sin embargo, tal designación corresponde a un
decreto de la Diputación Provincial de Caracas, de diciembre de 1842. Ver Zawisza (1988,
tomo 2: 30).
102 Ver el extraordinario trabajo La plaza Mayor. El urbanismo, instrumento de
dominación colonial, de Rojas-Mix (1978).
De la ciudad la Plaza principal -centro físico y neurálgico de la vida urbana-, el
mercado, las calles que les circundaban -especie de escaparate de las modas del
mundo100-, las iglesias, y en algunas ciudades las viejas estaciones del ferrocarril, en
cuyos andenes se agolpaba la gente para presenciar la llegada de los viajeros, eran los
lugares de la ciudad venezolana que habían capitalizado a lo largo de su historia la vida
de relación entre los vecinos. Más tarde las nuevas urbanizaciones, los nuevos
establecimientos: cafeterías, cervecerías, y los cada vez más numerosos clubes sociales
complementan y comparten, y en muchos casos desplazan, el interés de aquellos.
LA PLAZA
Plaza Mayor o plaza de Armas desde la colonia, es dotada a mediados del siglo
XIX de un ingrediente simbólico adicional, al convertirse en plaza de Bolívar.101 Había
sido y continuó siendo lugar de síntesis de las distintas funciones urbanas: sociales,
políticas, religiosas, comerciales. El valor de la plaza Mayor como centro neurálgico de
la ciudad de fundación hispanoamericana es indiscutible.102 Valor asignado y heredero de
las plazas originarias, aquel espacio de la vida cívica, ágora, escenario de la actividad
política, comercial y social ciudadana, conserva incluso hasta las primeras décadas del
82
siglo XX su rol preponderante y central dentro de la ciudad. La emergencia de nuevas
formas de socialización y de especialización de funciones urbanas tendieron en corto
tiempo a desposeerla de su inicial papel, restando para ella casi exclusivamente el de
lugar de encuentro social. A ello contribuyó también uno de los ejercicios formales de
europeización implementados durante el gobierno de Guzmán Blanco: el ajardinamiento
de las plazas urbanas. Si bien su conversión nominal en plaza Bolívar y la consecuente
colocación en ella del busto o estatua en homenaje al Libertador le asignó un papel cívico
preciso, en la realidad adquirió más bien un sentido simbólico. Atrás quedaban el tiempo
en que pastaban en ella las reses, se tomaba de su fuente el agua para ser llevada a las
casas, se colocaba en sus predios la tienda temporal para el mercado de la semana -
desplazado a nuevos edificios-, así como iba dejando de ser lugar de congregación del
pueblo para escuchar la palabra de sus gobernantes o para atender la convocatoria a la
participación política. Gradualmente al rol político le sucedió el de representación social,
justamente aceptado en razón de los cambios y de la evolución política de los pueblos.
17. Fragmento del Primer plano de Santiago de León de Caracas, de 1578.
De su valor y significación en la Venezuela del naciente siglo XX encontramos
distintas aproximaciones. Ya Díaz Rodríguez (1982: 138-142) refiriéndose a la plaza
finisecular, desdeñaba la fealdad a que era sometida la Plaza por el cónclave de
burdéganos que eran los politicastros que en ella se reunían para urdir sus trampas. Otros
escritores destacan, en cambio, valores positivos que le aporta a dicho espacio la
conjunción de actividades y personajes que allí se daban cita. El siguiente fragmento de
la reseña que ofrece Briceño explica en si misma la significación de que se habla: “Llena
de sol, de alegría, de música, de risas, la Plaza Bolívar era el propio corazón de
83
Caracas. No sólo se reunían en ella las damas para lucir sus galas y para tentar con las
más dulces sonrisas. Iban, también, los políticos, los escritores, los comerciantes, los
profesionales. (...) Se reunían en ella la angustia, la gracia, el talento, el humor de la
gente de Caracas y de la gente venida del interior. Se hacían amistades nuevas, se
remataba alguna operación comercial, se ganaba algún contacto con personas
influyentes. En la Caracas recoleta y familiar del primer cuarto del siglo XX, la Plaza
Bolívar era la sala común de la gran familia venezolana.”(L.R.: 291-292) Abunda
Briceño, explicando con lujo de detalles los rituales que se cumplían en sus cuarteles, en
las habituales reuniones de los domingos después de misa para escuchar la retreta, en las
que rutinaria y ceremoniosamente se iban distribuyendo los atildados grupos; bien de
escritores, bien de profesionales, o sencillamente de elegantes damas y circunspectos
señores de la ciudad que veían en aquélla, la ocasión de ver y dejarse ver: “En las anchas
avenidas de la plaza y bajo los sombrosos árboles del tupido jardín, se formaban las
animadas tertulias, una vez que se había cumplido el peripatético rito de dar dos o tres
vueltas a la redonda.” (L.R.: 289)
18. Antigua plaza mayor de Mérida, fines del siglo XVIII.
19. Grabado de la plaza Bolívar y catedral de Caracas, finales del siglo XIX.
84
85
20. Plaza Bolívar de Caracas, finales del siglo XIX.
21. Plaza Bolívar de Caracas, primer cuarto del siglo XX. 22. Plaza Bolívar de Caracas, hacia 1935.
103 “Franklin, Vito Modesto”, Diccionario de Historia de Venezuela. Fundación Polar. 1997, tomo 2, p. 390.
También la plaza Bolívar y las calles adyacentes constituían el escenario
predilecto de los dandis criollos, entre los que destacaba la curiosa figura de Vito -Vito
Modesto Franklin, el duque de Roca Negras-, ese popular personaje de la Caracas de los
años veintes, extravagante y excéntrico, émulo de Brummel en su elegancia y de Oscar
Wilde en su mundanismo refinado, según el humorista venezolano Aquiles Nazoa.103
Petronio de gallinero lo llamó Briceño en Los Riberas (1991: 290-291).
23. Caricatura de Franklin “Vito” Modesto. 24. Dandis caraqueños hacia 1930.
86
Las pamelas, los elegantes trajes, el sombrero de pajilla, el pañuelo, el bastón de
puño de oro y hasta el palto levita, eran atuendos acostumbrados para el paseo dominical
por la plaza. Junto a las plazas las calles, los teatros, los sitios de “veraneo”, las nuevas
urbanizaciones y las fiestas privadas eran lugares y ocasiones propicios para la
interacción de los criollos hidalgos en los relatos de Briceño, rastacueros en los de
Pocaterra.104 En el tránsito cotidiano eran la plaza Bolívar y sus calles adyacentes un
lugar al que acudía el ciudadano común, y que cualquier día de la semana servía de
escenario, como algunas otras plazas, para el diálogo fecundo, para la tertulia ligera, para
el lustre de los zapatos a manos del festivo limpiabotas, para el acostumbrado pregón del
frutero, de la confitera o del vendedor de lotería, o para el referido ejercicio de observar y
mostrarse como en una suerte de lúdica y hasta vanidosa representación, en que la gente
de sociedad alternaba sin aparentes arrestos de discriminación con los de a pie.105
104 Si bien Briceño señala en su novela lo que considera desviaciones en las maneras de la sociedad, no deja de expresar su complacencia por la pervivencia de ciertas costumbres tradicionales, emparentadas con las rancias élites criollas. Por su parte Pocaterra exalta hasta ridiculizarles, por la ostentación y snobismo del que hacen gala muchos de los burgueses representados en personajes de su novela La casa de Los Ábila. Minuciosas y esclarecedoras son las descripciones que sobre este aspecto ofrece José Luis Romero (1976: 233 y 285) cuando habla sobre las costumbres del nuevo patriciado, emergido a raíz de la emancipación y, más tarde, de la nueva burguesía. 105 Lorenzo Garza -gallego quien entre los años veinte y treinta del siglo XX trabajó como redactor en el diario El Universal, de Caracas-, atendiendo la solicitud de Luís Teófilo Núñez, director del diario para 1961, le envía desde Huelva –España-, donde estaba radicado, unas crónicas de la Caracas que él conoció. Su descripción de la plaza, de la ciudad y de las costumbres caraqueñas resulta muy similar a la que unos años antes ofreciera Briceño Iragorry en Los Riberas. Ver “Lorenzo Garza, añoranza de la Caracas de los Treintas”, en Guillermo José Schael (1966: 227-60). 106 A la imagen democrática nacional hay quienes oponen la de simple y vulgar igualitarismo, que no igualdad. Las luchas de emancipación equipararon las distintas capas sociales, desdibujándose las diferencias y jerarquías que antes las distinguían. En Venezuela hay mucho cacique y poco indio dice el refrán popular.
Espacio claro de conjunción democrática,106 al que más tarde arribarían también
muchos inmigrantes en su primera incursión urbana, antes de trepar por los cerros junto a
los nuevos ‘colonizadores’ de la ciudad. Ya referíamos en capítulo anterior que unas
fotos de la Plaza Bolívar de Caracas en una vieja revista venezolana, sirvieron de
aliciente a la necesidad de libertad de dos jóvenes españoles recluidos en campos de
concentración, en los difíciles días de la posguerra civil española: “-Un día, quizá dentro
de diez, de quince, de veinte años, tu y yo nos encontraremos en esa Plaza de América.”
Una vez cumplido el periplo oceánico comentaban: “Y ahora, pasados los diez años, los
doce... los, no sé cuántos, estamos aquí, vivos seguros, sin haber matado a nadie, sin
haber sucumbido a la miseria, ni al terror, ni a la desmoralización.”(Rial, 1974: 213).
87
El carácter nodal de la plaza principal significó, en el ordenamiento de la ciudad,
un punto de anclaje o eje en torno al cual giraba. En principio, el moderado crecimiento
siguió la cuadrícula originaria de tradición hispana, conservando aquélla su centralidad y
manteniendo la ciudad su modesta escala. Aquellas, las tradicionales plazas de la ciudad,
se distinguían por su sentido de lugar, de espacio para estar, para permanecer, opuesto al
de simple lugar de tránsito adquirido con la modernidad. Lugar, pues, de encuentro, en el
que la vida ciudadana se cumplía de manera espontánea, y cuya significación, incluso
junto a la referida pose, vanidad y snobismo de algunos, la convertía en lugar
privilegiado de la ciudad.
Ya entrada la quinta década del XX, la aceleración en el crecimiento urbano, la
complejidad creciente de la vida política y comercial, la propia limitación física de los
lugares de emplazamiento de la ciudad y las transformaciones físicas operadas en su
estructura condicionaron la pérdida violenta de aquellos valores tradicionales; y muchas
de las antiguas plazas sucumbieron al vértigo constructivo. Mediado el tiempo hasta la
actualidad pareciera que algunas de ellas, la capitalina principalmente, recupera por
circunstancias políticas nacionales -y por un acentuado centralismo que casi la convierte
en plaza Bolívar no ya de Caracas sino del país entero- un rol político muy activo y
polémico en la ciudad.
88
EL MERCADO
Primeros tiempos en la plaza...
La explanada junto a las antiguas arcadas de la plaza caraqueña sirvieron de
escenario para la tradicional actividad del mercado. Allí acudían gentes distintas de la
sociedad: los adinerados señores, la gente común, la empleada doméstica, el peón.
Representaba este, junto a la plaza, la materialización plena de la vida democrática.
27. Plaza Mayor de Caracas.
Dibujo de Lessmann anterior a 1865.
90
En su artículo titulado Mercados de ayer – El mercado de la Plaza Mayor,
publicado hacia fines del siglo XIX, escribía Nicanor Bolet Peraza (1951) acerca de la
variedad, colorido, entusiasmo y riqueza de la actividad del mercado cuando se celebraba
en la explanada de la plaza. Junto a los vendedores de verduras, de carnes, de granjerías,
de arepas107 y demás comidas confeccionadas se disponían, en una absoluta convivencia
democrática, los vendedores de quincallería:
107 Torta de harina de maíz típica de la dieta venezolana.
“No todos los vendedores de baratijas podían proporcionarse copioso
surtido de ellas ni cajones trameados, ni anaqueles para exponerlas; y estas diferencias de proporciones hacían dividir el comercio allí congregado, en dos categorías: el alto y el bajo comercio. Al primero pertenecían los que contaban por lo menos con un tonel volcado, cuya tapa inferior fungía de mostrador, mientras que el bajo comercio sólo tenía el santo suelo, sobre el cual el comerciante extendía en un lienzo, una colcha o un pañuelo, acomodaba en ello su mercancía y despachaba en cuclillas.” (Bolet, 1951: 102)
En el mismo artículo Bolet denunciaba la indolencia y hasta morboso placer que
la juventud experimenta de manera natural, ante la demolición y desaparición de las
viejas edificaciones y espacios de la ciudad. La plaza principal de la capital, cuando aún
no era plaza Bolívar, fue dotada de un conjunto de arquerías que la enmarcaban, y que
tras un siglo de existencia, a efectos de su modernización Guzmán Blanco decretó su
demolición. Adalid de la tradición, Bolet escribía:
“¿Qué se les daba, por tanto, a los mocetones de entonces, el que cien
obreros, armados de piquetas se ensañasen contra la vetusta y maciza arcada de mampostería que circundaba o enclaustraba la hermosa plaza de la Catedral, desde que lo fue de armas bajo el marcial poder de la colonia española?”
91
“A cada lienzo de arcada que caía, los granujas, que son comparsa obligada de toda urbana catástrofe, aplaudían y chillaban con delirante entusiasmo; los jóvenes sonreían complacidos del espectáculo, pero detrás de ellos, como en fila de respetuosos doloridos, ponían cara de funeral los espectadores de pelo cano, y les miraban con airados ojos, como diciéndoles: ¡sacrílegos!.” (Bolet, 1951: 97-98)
Admitía que la actividad del mercado en la plaza, armada de tenduchos innobles,
de armatostes de quita y pon, de harapos de lona figurando toldos para las legumbres,
de garzos grasosos para las carnes, de cajones fementidos para las baratijas, de toneles
embreados por el sucio del continuo manoseo, daban un aspecto deplorable al espacio, y
convenía en que dicha actividad fuera suprimida de la plaza; defendía, sin embargo, el
aspecto seductor que a su entender, a eso de las ocho de la mañana presentaba la plaza
llena del bullicio y la algarabía que le confería la multitud de gentes y mercancías
conjugadas con los otros múltiples y disímiles sonidos de la ciudad.
Menos complacencia se percibe en otras reseñas sobre el mercado en la plaza a
mediados del siglo XIX. En su libro El Capitolio de Caracas, un siglo de historia en
Venezuela, Manuel Alfredo Rodríguez (1980: 38-39) comenta un artículo laudatorio a
Guzmán Blanco -en prosa muy Bolet Peraza dice Rodríguez-, según el cual aquél
(Guzmán Blanco) “asiendo valerosamente la piqueta, emprendió la demolición de la
vetusta arquería, los afrentosos postes y los sucios tugurios y portales.” Maremágnum,
pandemonium, madriguera de todas las horruras, gran pocilga, son los términos con los
que el supuesto Bolet de Rodríguez designa a la Plaza del Mercado.108 Destacan también
las duras críticas que respecto a su inmundicia, precariedad y desorden vertiera el viajero
28. Plaza Mayor de Caracas antes de 1865, con las arquerías y tiendas construidas por el gobernador Ricardos en 1755.
108 No parece pues, a pesar de lo sugerido por Rodríguez, que el referido artículo corresponda a Nicanor Bolet
Peraza; podría en cambio, pertenecer a Fernando Bolet, pariente de aquél, médico y filántropo, promotor de la
construcción de calles, mercados populares y puesta en práctica de medidas sanitarias para la población. Ver
“Bolet Fernando”, en Lehman (1997: 468-469).
92
dominicano Pedro Núñez de Cáceres, en su “Memoria sobre Venezuela y Caracas”.
Pocilgas llama a los puestos de ventas de verduras; y sobre las ventas de carnes las
descripciones son perturbadoras: “En la plaza del mercado se vende esta carne colgada
sobre unos palos curtidos y toscos y allí vienen a lamerla los perros hambrientos que
vagan por las calles en gran número. Como la putrefacción comienza a desarrollarse, se
le asoma a la carne una espuma lívida que el carnicero cuida de enjugar a ratos con un
trapo sucio de coleta que humedece en una tina de agua inmunda. Esta tina le sirve para
todo y jamás la ha hecho lavar desde que la compró.”109
109 Boletín Nº 85, Academia Nacional de la Historia, Caracas-Venezuela, citado por Zawisza (1988, tomo 2: 133)
Después de 1874, una vez aprobaba la ley promovida por Guzmán Blanco para el
cierre de todos los conventos del país, el mercado de la capital, que hasta entonces se
celebrara en los predios de la plaza Mayor o Bolívar, fue trasladado definitivamente al
espacio que antes ocupara el Convento de San Jacinto. La toma de este nuevo lugar ya
venía operándose desde 1809, como lo refiriera Briceño Iragorry en su artículo de 1929
“El mercado de San Jacinto. Caracas de antaño” (1988-1997, vol. 17: 45-47), al
informarnos de la queja que elevaron los Padres Predicadores de dicho Convento al
Capitán General Vicente Emparan, en virtud de la inconsulta ocupación de su plazuela
por las casillas de madera q existían antes en la plaza mayor; lo que dada su estrechez
ocasionaría una confusión de cosas, como de bestias, carruages, gentes de ambos sexos y
mezclados indistinta y maliciosamente.
No obstante lo pintoresco de aquellos mercados ambulantes en las plazas
mayores, son innegables los problemas de desorden, basura y malos olores que 29. Convento de San Jacinto, Caracas, antes de 1870.
93
originaban y la necesidad de su traslado a instalaciones especialmente destinadas a tal
fin. Así, en Caracas como en algunas ciudades de provincia, a fines del XIX e inicios del
XX se cumplió la mudanza a nuevos espacios, convenientemente ubicados no muy lejos
de su anterior localización en los cascos antiguos de las ciudades.
30. Plaza de San Jacinto, Caracas, hacia 1925.
31. Mercado en la plaza de San Jacinto, inicios s. XX.
32. Mercado de San Jacinto, Caracas a inicios del siglo XX.
94
33. A la derecha de la fotografía, edificio del mercado en la plaza Baralt de Maracaibo, hacia 1930. 34. Vista aérea del viejo mercado de Maracaibo, hoy centro de Arte Lía Bermúdez
(fotografía de 1974).
De la novela Los Riberas, escenas como la del Mercado Nuevo de Maracaibo y el
paseo que realizan el protagonista y su hermano por el centro de Caracas, nos sirven para
ilustrar la preeminencia de aquellos ambientes. Resulta casi fotográfico el registro de los
ambientes que nos narra; menciona nombres de calles, de esquinas110, de plazas; retrata
los encuentros entre los viandantes, el saludo cordial y respetuoso, el trato cortés y
educado entre las gentes; logra dar una imagen casi vívida del tiempo pausado y amable
en el que se mueven los personajes. El relato del paseo adquiere mayor intensidad cuando
110 Aún en Caracas pervive la costumbre de referir algunas direcciones en el casco histórico por el nombre que las esquinas de las manzanas asumieron desde antaño. Ver Las esquinas de Caracas, de Carmen Clemente Travieso (2001).
95
describe los alrededores del mercado de Maracaibo, con sus vendedores de flores, de
frutas, de verduras; o llega a niveles de experiencia casi olfativa para el lector, cuando en
páginas anteriores describe minuciosamente “el milagro de mieles y (de) la fiesta de
colores” de los puestos de frutas. El campo obsequia a la ciudad sus frutos que llevados
luego a casa, se convertirán en los manjares -también tradicionales- que ofrecerán las
señoras a sus invitados y amigos en sus elegantes casas de las primeras urbanizaciones de
la ciudad.
111 La palabra enratonado es un venezolanismo y hace referencia al estado físico y anímico que se experimenta
luego de una borrachera.
A las puertas del mercado los burros con sus cargamentos, los vendedores de
mercancías, de dulces, de granjerías, junto “a las ventas de tostadas y fritangas, que
democráticamente reunían al peón venido de los lejanos campos, cargando sus vituallas,
sus flores y sus frutas, con el señorito enratonado111 que, después de dejar la fiesta
encopetada, iba a reforzarse con la caliente arepa y el espumoso café con leche” (L.R.:
358-359), dan vida a un espacio urbano que luce amable, grato, familiar.
Similar era la realidad en otras ciudades de la provincia. También fue la plaza
mayor el escenario primero de la actividad del mercado, que luego se desplazó a
instalaciones propias para ella. Picón Salas, en Viaje al amanecer describe con lujo de
detalles el recorrido que de niño hiciera con su abuelo por los predios del mercado de
Mérida. Prima en el cuadro ofrecido por Picón la familiaridad y cordialidad en el trato
entre las gentes. En una ciudad tan pequeña como lo era la Mérida de la época que
registra su relato (hacia 1915 apenas si llegaba a los 9 mil habitantes) era natural que
todos se conocieran, y la oportunidad de ir al nuevo mercado era, tanto en Mérida como
96
en el resto de las ciudades del país, aprovechada como principal ocasión de reforzar los
lazos sociales y comunitarios entre los ciudadanos.
Poco precisan sobre aspectos físicos de los edificios, pero el lujo de detalles con
que Picón y los demás escritores nos describen las vivencias del mercado, revelan la
significación de ellos en la configuración de su imaginario de la ciudad. Aquellos nuevos
espacios se integraron de tal manera a la ciudad, que lejos de suponer rupturas se
asimilaron como elementos propios de una tradición, y la vigencia de formas de vida
tradicionales permitieron que el habitante de la ciudad se complaciera cultivando ese
detalle de la vida doméstica que era acudir al mercado. De esta manera la ciudad permitió
que, racionalizando el uso del espacio público, el ritual del paseo y del intercambio social
acostumbrado se siguiera cumpliendo sumando a los tradicionales un nuevo espacio
mejor dotado y más higiénico. Se enriqueció con ello la vida en la ciudad; ganó ella con
el cambio.
97
LA CALLE
En el marco de la centralidad urbana característica de la ciudad tradicional
venezolana hasta bien entrado el siglo XX, sumado a su pequeña escala y al todavía
escaso número de automóviles existentes, la vivencia de la ciudad se cumplía -como en
casi todas las ciudades antiguas del mundo- en el callejeo, en el grato “bulevardeo”. Así,
además de comunicar lugares de la ciudad, las calles permitían la ocasión de interactuar
con el resto de ciudadanos. Calles que eran lugares, no meros canales de circulación;
lugares sí de escala muy modesta y de muy precaria dotación. Pocas ciudades del país
contaron con verdaderos bulevares o paseos; incluso éstos, o bien se circunscribían a
espacios muy limitados como los que bordeaban el edificio del Palacio Federal
Legislativo de Caracas; o se erigían en las afueras de la ciudad en lugares de menor carga
social y dinamismo, como los paseos de nuevas urbanizaciones residenciales como el de
El Paraíso (Caracas), a los que la gente bien acudía por las tardes para cumplir el ritual de
ver y dejarse ver, que ya referíamos como típico de la sociedad finisecular venezolana.
Gallegos, en La Trepadora, lo recrea cuando Victoria Guanipa acude impaciente con su
abuela para contemplar y curiosear, desde el carruaje, las vestimentas, las maneras, los
portes de quienes, también en coche o caminando, recorrían el paseo. Briceño en Los
Riberas alude, además, al cultivado arte del saludo que con gracia se intercambiaban
hombres y mujeres en aquellos gratos paseos.
Pero no sólo las calles y plazas de la ciudad servían para esta representación.
Algunos bulevares o paseos marítimos también valían como escenario para el revoloteo
98
de pamelas, pañuelos, bastones. El malecón de Macuto, por ejemplo, pueblo costero
aledaño a Caracas y preferido por los capitalinos y muchos gobernantes de la época como
lugar de descanso y diversión. Su significación y preferencia le valió la dotación con
espacios públicos e infraestructura adecuada a sus fines, como el paseo marítimo, los
edificios de los baños, casinos y numerosos hoteles. “El balneario resultaba para la
gente de Caracas una especie de Bosque de Bolonia. A Macuto se bajaba, no tanto para
tomar el yodo del aire marino, sino, también, para lucir trajes. A la tarde, el paseo de la
playa era como un desfile de modas, en el cual alternaban con las vaporosas telas y los
graciosos pliegues, elegantes sombreros y finos quitasoles. Ya alrededor de la mesa
donde eran servidos los refrescos, ya caminando a lo largo del malecón, más que grupos
aquello era una verdadera masa humana, empeñada en echar al aire la risa y la alegría
de rostros y de trajes.” (L.R.: 240) 112
112 También Gallegos en La Trepadora, Díaz Rodríguez en Ídolos rotos, y Blanco Bombona en El hombre de hierro nos describen aspectos del balneario de Macuto.
36. Edificios de los baños frente al paseo marítimo, Macuto. Hacia 1920. 35. Paseo marítimo en Macuto, hacia 1908.
99
Pero volvamos a la ciudad; en ella la Calle cumple un muy importante y complejo
papel. Es el espacio por excelencia; permite la material y orgánica estructuración de la
vida ciudadana. En ella convergen multiplicidad de funciones, desde las más domésticas
de la distribución a domicilio de alimentos y utensilios de uso cotidiano: verduleros,
lecheros, leñeros; las del simple tránsito, hasta las más sublimes del encuentro social. A
ella abren las puertas y ventanas de las casas, de los comercios, de los edificios públicos,
de los teatros. Las edificaciones de la ciudad se vuelcan hacia el espacio exterior
sucediéndose entre la calle y el edificio una franca comunicación. Briceño Iragorry
atribuía a la plaza Bolívar el papel de sala común de la gran familia venezolana; junto a
esa sala podemos asegurar que el entramado de calles que la circundan, y que se
extienden vivas más allá de aquel centro material de la ciudad tradicional, constituyen el
gran recinto, el significativo escenario de la vida urbana venezolana, desde sus inicios y
hasta la incursión desmedida del rápido automóvil. Un evento, marginal aunque muy
elocuente, nos sirve para ilustrar aquella imbricación de la calle, el edificio y la gente. Se
trata de la imagen ofrecida por Díaz Rodríguez en Ídolos rotos (1982: 52), al referirse a
las barras, grupos de curiosos congregados en el exterior de una casa, en que un
importante ministro diplomático ofrecía un baile en obsequio de lo más granado de la
sociedad caraqueña. La casa tradicional se presentaba a la calle compuesta de tres, cuatro
o cinco grandes ventanas, además de la puerta que daba acceso a su interior y, cuando los
había, a los locales comerciales allí dispuestos. En el caso referido, el grupo de curiosos
ocupaba un lugar privilegiado, dos de las ventanas del salón donde bailaban los invitados,
y que se abrían a la calle, una calle como cualquiera otra del centro de la ciudad. De igual
manera sucedía durante las fiestas de carnaval. Calles y casas constituían una indisoluble
100
unidad, franqueándose éstas al exterior a través de las referidas ventanas, o de los
balcones cuando eran de más de un piso.
37. Grupos agolpados en aceras y ventanas durante la celebración de carnaval, Caracas. Postal fechada en 1916.
38. Burros y lecheros en escenas típicas de las calles venezolanas entre fines del XIX y primeros años del XX.
Lugar, entonces, de confluencia de la actividad comercial, de tránsito, de
abastecimiento, de distracción, de relación social. Explica Briceño en Los Riberas la
importante actividad que se cumplía en aquellas céntricas calles. En la popular esquina
de Las Gradillas en Caracas, y en dos de las calles que la conformaban, se encontraban
instaladas las más reputadas tiendas de moda del país: “El Louvre, Liverpool, Au bon
Marché, La Galería Parisiense, El Gallo de Oro, La Perla de Margarita, la Compañía
101
113 Lo que suponía la retreta como toque para el regreso de la tropa a los cuarteles, adquirió en nuestra tierra un
sentido más festivo y social. Además, o quizás más que la música militar, las bandas marciales interpretaban
piezas tomadas del repertorio popular venezolano.
114 Granjerías eran llamadas en Venezuela y lo son todavía entre algunas personas mayores, ciertos dulces, galletas, panes, en fin, confiterías y bollerías hechas en
casa.
Francesa, siempre llenas de los ecos del dernier cri de la moda de París.” A ellas
acudían de compras las damas, “y los jóvenes lechuguinos montaban guardia a la puerta
de los establecimientos mercantiles, (…) para flecharlas con los salerosos piropos,
llenos de gracia y del buen tono que aún duraba entre la gente de la capital.” (L.R.: 353)
A estas famosas tiendas debemos sumar las numerosas heladerías, cervecerías y
restaurantes, a donde acudían los grupos, complacidos y hasta con un poco de
afectación, cualquier día de la semana, o más ceremoniosamente los domingos después
de oír la retreta113 en la plaza Bolívar. Esto lo recrea casi planimétricamente el escritor,
paseándonos por ese principalísimo centro de la ciudad. El salón La Francia, el de La
Glaciere, la cervecería Strich, la muy famosa heladería La India, o el propio mercado de
San Jacinto, un poco más alejado, a donde también se acudía a degustar los jugos de
frutas naturales y las granjerías114 tradicionales, se encontraban todos en los alrededores
de la plaza o en las calles más inmediatas a ella.
39. Fotografía y postal de la esquina de Gradillas con el popular pasaje comercial Ramella.
102
Cierto es que muchas calles de las ciudades tradicionales -la mayoría- eran
estrechas, estaban arruinadas, con mínimas aceras, ocupadas por bestias de carga, por
carruajes, vendedores diversos, tranvías, postes de alumbrado y sus correspondientes
tendidos eléctricos, prolongados y bajos aleros, fachadas atiborradas de anuncios
comerciales sin concierto, dando un total de desorden que esgrimieron como -y con
razón- gobernantes, ciudadanos comunes y numerosos apologistas del progreso para
reclamar un cambio. No obstante tantos males, el conjunto todo de las calles, las plazas y
los edificios, constituían un articulado ensamblaje en el que el peatón era pieza
fundamental y la multifuncionalidad el principio rector, valores estos indiscutibles de una
eficiente forma urbana.
40. El popular establecimiento La India, “con aire de café europeo” según Guillermo José Schael.
LOS CLUBES, PLATAFORMA PROGRESIVA DE CAMBIO CULTURAL
En Venezuela existían desde antaño clubes y centros sociales destinados a la
recreación, y frecuentados mayoritariamente por los hombres. En relación a los viejos
clubes, y que a manera de inventario registra Briceño Iragorry en Los Riberas, refiere,
sobre los de Caracas, (el club Venezuela, el Caracas, el Paraíso, el Alianza, el Central)
que ellos abrían sus puertas a la colectividad sólo en las grandes ocasiones sociales. De la
provincia, al hablar del club del Comercio,115 el de Valera fundado a fines del siglo XIX,
escribía que: 115 El club del Comercio tenía sedes en muchas de las ciudades del país.
103
“El Club se estableció, no sólo como lugar de entretenimiento a base de billares, naipes, ajedrez y dominó, sino como centro de cita amable y de ilustrativa lectura. En los escaparates de cristal, los lujosos libros son aún testigos del gusto y de la preocupación intelectual de los hombres que empujaron y orientaron el gran movimiento económico-social, que terminó por dar a Valera el primado de la industria y de la iniciativa creadora en el Estado. (...) Si alguien se acercase a cualquiera de los armarios y abriese al azar algunos libros, encontraría textos en alemán, en francés y en italiano, como recuerdo de la aportación fecundísima de las antiguas colonias forasteras, que sumaron su esfuerzo para la construcción de la patria nueva.” (L.R.: 127)
116 Expresión de la época referida especialmente a las jóvenes casaderas, de quince años en adelante.
Esta distinción del club de provincia revela el importante papel que dichos
espacios desempeñaban para colectivos menores, ciudades más pequeñas con una vida
comercial y social menos intensa que en las principales ciudades, como la capital. Duraba
para 1920, sin embargo, la costumbre y la preferencia de las familias por reunirse en la
plaza Bolívar, suerte de galería en la que la moda, la poseía, la tertulia, la “flânerie”, el
flirteo, la amistad y hasta el chismorreo tenían cabida, mientras el club se reservaba sólo
para ciertos grupos y actividades, como la muy estimulante del baile al que acudían
entusiastas los grupos de hombres y mujeres, tanto mayores como de jóvenes en edad de
merecer.116 El club Mérida y el club Libertador, en los años previos al gobierno de Pérez
Jiménez, y luego el club Juvenil a un año escaso de la caída del dictador, satisfacían los
requerimientos de una pequeña ciudad como Mérida, de apenas unos 53.000 habitantes.
La calle y la plaza polarizaban el gusto; sin embargo, la creciente diversificación de la
sociedad, el incremento poblacional, la apropiación creciente de la calle por parte de los
vehículos, entre otros, propiciaron en todo el país el fortalecimiento de los clubes como
centros de reunión. Refiriéndose al club como reducto de las nuevas burguesías, escribía
104
Romero (1976: 286) “centro de un grupo relativamente cerrado, el club reflejaba el
designio de mantenerlo lo más cerrado posible. Sólo la fortuna rompía el cerco.”
El valor nodal que había tenido y conservado desde sus orígenes la plaza mayor
comenzó a verse desplazado con la consolidación de los clubes en la ciudad. De la
tradicional vida social más comunitaria, escenificada en el centro material de la ciudad,
se dio paso a una progresiva estratificación social y a una sustitución de formas sociales
con la incorporación de los clubes y en estos la mujer y la actividad deportiva. La
naturalidad y libertad con que se manejaba la mujer extranjera fue un importante
detonante para un cambio social. Ya la impronta de la mujer europea fue un estímulo
muy significativo a fines del XIX, pero acaso por su anticipación en un país reprimido y
deprimido moralmente como la Venezuela de principios del XX, los cambios no se
mostraron tan rotundos. Teresa de La Parra dejó en evidencia tales despertares en su
novela Ifigenia (1922), calificada aún como la novela femenina venezolana por
antonomasia. Allí, en un minucioso y sugerente recorrido por ambientes y estados de
ánimo, María Eugenia Alonso es juventud y hastío, deseo y resignación ante una
sociedad conservadora que da la espalda al goce estimulante de la vida, goce al que esa
inquieta jovencita se había acostumbrado tras su adolescencia vivida en ciudades
europeas, y la tensión por lo que percibe como puritanismo y hasta una cierta gazmoñería
de la sociedad venezolana.
Habitualmente los clubes eran lugares para el encuentro, la conversación y el
baile; dado el rancio conservadurismo que para inicios del siglo XX aún caracterizaba a
105
la sociedad venezolana, la figura femenina ataviada de falda corta y zapatos deportivos -
según la moda norteamericana- compartiendo cancha con los hombres, supuso al menos
un fuerte impacto. La práctica del tenis se erigió en uno de los elementos distintivos de la
nueva sociedad venezolana, influida por la forma de vida en los campos petroleros. Junto
al whisky, el póquer y el fox trot, jugar al tenis se convirtió en una moda en los círculos
sociales altos de las más importantes ciudades del país, aún pequeñas y con ciertos
arrestos conservadores. El atractivo que estas costumbres despertaban en el habitante de
la ciudad y el afán por estar al día respecto a los países más desarrollados, implicaron
cambios en la forma de vida urbana. Las costumbres norteamericanas encontraron, por
intermedio de la actividad petrolera, un canal franco para introducirse en la sociedad
venezolana de la época. El corazón de Caracas comienza a latir en inglés escribió
Briceño Iragorry.117 Es, pues, el nuevo club, uno de los productos más singulares de la
modernidad venezolana.
117 En Los Riberas, p. 553; en Mensaje sin destino, pp. 69-73.
Con la aparición de la quinta como nueva tipología edificatoria, en
urbanizaciones relativamente distantes del centro de la ciudad, y por ende lejos de la
plaza y los bulevares, sumado a los nuevos patrones sociales, se propició la edificación
de nuevas infraestructuras para ampliar los clubes tradicionales y albergar actividades
como la natación y el tenis, entre otras. Junto a los clubes, o seguidos de ellos, las
modernas urbanizaciones, extrañas barriadas de régimen privado las llama Briceño
Iragorry. Forma moderna de habitar que indiscutiblemente rompía con la tradicional en
tanto no constituía con la ciudad una continuidad; más bien, por el contrario, parecía
querer poner distancia con ella: juntas pero no revueltas, próximas pero separadas. En
106
1928 se inicia el proceso con el concurso para el Caracas Country Club a ser construido
en los terrenos de la hacienda Blandín, al este de la ciudad. El arquitecto norteamericano
Wenderheak es el ganador del concurso, con un edificio de estilo colonial, pero un
colonial pasado por el tamiz de Norteamérica (L.R.: 553); y este se constituye a partir de
entonces, según lo plantea Briceño Iragorry, en el nuevo corazón social de Caracas.
118 El afán constructivo del gobierno de Marcos Pérez Jiménez, que privilegiaba así mismo la actividad social, estimuló y financió la construcción de nuevos centros sociales, sobre todo en Caracas y Maracay, principales puntos de atención política en la época.
41. Edificio sede del Caracas Country Club,
Así también en la provincia, aunque un poco más tarde, se forman clubes
juveniles. Es sobre todo hacia la década de 1950, cuando estimulados por un gobierno
que privilegiaba altamente la actividad social y el afán constructivo118 y una sociedad
más abierta y expectante, que se potencia la aparición de nuevos centros en todo el país.
De la ciudad democrática en que sin demasiados problemas todos compartían los
espacios que la componían se va dando paso a complejos privados, cada vez mejor
equipados, más atractivos, preferidos además por la posibilidad de elegir quienes entran
y quienes no al convite. Los clubes contribuirían al desvanecimiento de la urbana
costumbre de reunirse en el Centro: en las tradicionales calles, plazas y cafeterías de la
ciudad, confirmándose la creciente fragmentación e individualismo que llevó a los demás
habitantes de la ciudad a renunciar al espacio público en aras de los espacios privados.
107
119 Ver también Soucy (1969).
RECONSTRUCCIÓN DE LA CENTRALIDAD
Briceño Iragorry nos ofrece relatos de parsimoniosos y estimulantes recorridos
por los centros de diversas ciudades, enfatizando las numerosas y variadas inter-
relaciones que se establecían a lo largo de dichos paseos; desplazamientos que en su
multidireccionalidad, comienzan y terminan siempre mirando hacia el centro. Tal sucede
cuando, una vez transitada en carro la ciudad de Caracas, Alfonso Ribera decide salir a
pie a recorrer con su hermano las calles caraqueñas; y a lo largo del paseo parecen
siempre orbitar en torno al corazón físico y espiritual de la ciudad: su plaza Bolívar.
Sucede en el paseo de los hermanos, pero ocurre también en los recorridos de las fiestas
de carnaval, o en los paseos por ciudades y pueblos de la provincia. Aquel imán que lo
fue desde su nacimiento polarizaba la vida de la ciudad, y perdió fuerza cuando, con la
emergencia moderna, la construcción de nuevas y necesarias centralidades -sin el
reforzamiento de las ya existentes o con el deseo de no vincularse con ellas- condicionó
la mengua de su importancia. En La cuestión urbana Castells (1976: 264) se refería a ello
al hablar de la diferencia entre la centralidad tradicional medieval –en el caso europeo- y
los centros comunitarios de los nuevos desarrollos, que conceptualmente nacían
descentralizados de la estructura tradicional de la ciudad.119
108
Briceño, pues, como sus personajes, orbita en torno al corazón de la ciudad
tradicional, y perturbado por los cambios que comenzaban a desdibujar sus contornos,
postula una como consigna de reconstrucción de su significación. La calle, la plaza, el
edificio, conforman un todo articulado que nace y palpita en el centro de la ciudad. Para
el caso caraqueño, el acostumbrado paseo hacia el Calvario, o al Ávila, permitían desde
las alturas contemplar la totalidad de la ciudad a sus pies. Lo experimenta el Alberto
Soria de Díaz Rodríguez, entretenido en descubrir con la mirada los edificios más
notables de la Caracas finisecular; pero lo hace también el José Guillermo Torres de Rial,
refiriéndose a la de los cincuentas, quien sorprendido y hasta consternado por la
vorágine, en un socorrido alejamiento, mira desde lo alto la ciudad que se transforma
implacablemente. Viajes que suponen siempre la posibilidad de alejarse para, en la
distancia, volver nuevamente la vista a la ciudad y así reconocer o bien re-construir su
centro. En fin, una suerte de viaje espiral que naciendo del centro, al alejarse no renuncia
a mirar hacia su comienzo.
Para Briceño Iragorry el corazón de la ciudad es el lugar a preservar, el de los
valores sociales, históricos y culturales. Urbanidad en la urbe, civilidad en la ciudad, son
los atributos que defiende. Es la vida de relación que la urbe promueve lo que en el
pensamiento de Briceño Irragorry distingue a la ciudad, no obstante debamos admitir el
fuerte componente elitesco de sus añoranzas.
109
ANTE LOS CAMBIOS DE PIEL EL RECLAMO POR LA
TRADICIÓN
Referíamos anteriormente la aparente armonía de la ciudad tradicional con su
grado de desarrollo, no obstante la cual algunos escritores nos ofrecen otras miradas
reveladoras. Blanco Fombona en El hombre de hierro, o Pocaterra en La casa de los
Ábila, describen aspectos característicos de las casas de principios del siglo XX,
mostrándonos una realidad como de virtual estancamiento, en la que forcejean el celo de
los protagonistas por conservar el carácter tradicional de las casas heredadas de sus
padres, y el creciente agobio y decadentismo de unos interiores cargados de huellas.
Como aquellas que señalara en 1933 en “Experiencia y pobreza” Walter Benjamín al
hablar de la casa burguesa de fines del XIX: adornitos sobre las repisas, un tapete sobre
un sillón, una cortina sobre las ventanas, una pantalla frente a la chimenea; huellas que
definen un interior que obliga a su habitante a adoptar el mayor número de hábitos, más
110
ajustados al interior en el que vive que a sí mismo. La burguesía venezolana de
principios de siglo, un tanto aparente, émula de gustos foráneos y limitada por el relativo
desarrollo nacional deriva hacia una imagen también abigarrada y hasta decadente, de la
que las descripciones de Pocaterra (1991b: 30-31) son muy elocuentes: “el zaguán de
mosaicos multicolores; la bombilla incandescente figurando un lirio; los medallones de
una heráldica de pastelería; la jaula con un canario artificial de peluche amarillo;
mesas atestadas de “bibelots”; un Napoleón Bonaparte de yeso, pensativo y tricolor”.
Un sin fin, pues, de huellas de un eclecticismo pobre y recargado, aderezado con estilos,
formas, códigos con los que se quería proyectar una imagen de cultura, modernidad y
“buen gusto”.
42. Interior con balcón. Óleo del pintor venezolano Federico Brandt. 1931.
Por su parte, la decoración que Briceño nos detalla de la casa de los viejos
Riberas, aunque un tanto abigarrada y ecléctica, no luce decadente ni de mal gusto; por el
contrario, a los ojos de Alfonso ésta era un verdadero palacio. Ni figurillas de porcelana,
ni litografías fungiendo de cuadros. No obstante, la yuxtaposición de estilos, de formas,
de gustos, de costumbres revelaba un agotamiento de lo propio que empujaba con fuerza
hacia su desvanecimiento, a lo que las quejas por el olvido de la tradición no se hicieron
esperar. Ya en 1901 Manuel Díaz Rodríguez, a quien le reprocharon un aparente
desligamiento de su tierra y un escaso apego por lo criollo,120 en Ídolos rotos (1982: 96-
100) formulaba, sin embargo, una inteligente invocación a la creación de un alma
nacional, apoyada en las tradiciones y abierta a una nutricia y permanente renovación de
ideales.
120 Ver el prólogo de Orlando Araujo en Manuel Díaz Rodríguez, Narrativa y ensayo, p. XX.
111
Las rancias tradiciones, como la misma ciudad, perdían terreno en una sociedad
indefectible y afortunadamente vinculada con otros horizontes. La preocupación
apareció cuando el deslumbramiento por el progreso material y cultural que adquirían
otros países, en especial los Estados Unidos, sedujo a muchos venezolanos, lo que
propició en el nuestro el abandono progresivo y deliberado de las costumbres propias y la
imitación de las de aquéllos, poniendo en riesgo las raíces y soporte de nuestra cultura
nacional. La defensa de la tradición se convirtió en motivo principal de reflexión para
muchos de nuestros escritores. Destacamos dos intelectuales por el compromiso asumido
con el asunto, por sus elocuentes argumentos, por el afán de apuntalar los valores
nacionales y, en su condición de hombres de mundo, por trabar sus defensas con una
positiva valoración del futuro: Picón Salas y Briceño Iragorry; incluso para este último la
tradición constituyó el tema medular de casi toda su literatura. Picón Salas (1938),121
viajero impenitente y convencido de que sólo en contraste y analogía con los demás es
como se puede mostrar el valor de las gentes y los pueblos, consideró al pasado germen
capaz de reverdecer en nuevas creaciones. Más tarde y con más vehemencia, Briceño
Iragorry, acusado de conservadurismo y ardoroso hispanismo, argumentó que su defensa
de los valores tradicionales se fundamentaba en un reconocimiento justo de las raíces de
nuestra cultura, y en el propósito de anchar y pulir los contornos de la venezolanidad,
como instrumento para, sobre sólidos cimientos, empujar los ideales constructivos y
apuntalar el desarrollo futuro. La tradición como onda creadora que va del ayer al
mañana, escribía en su Mensaje sin destino (1951); y en carta a Picón Salas: “Para
animar el decadente pulso cívico, he defendido el precio de nuestra amable tradición, no
con un pueril propósito de evocación melosa, sino con el empeño de acicatear el
121 En el primer número de una de sus obras magistrales, la Revista Nacional de Cultura.
112
tegumento entumecido del cuerpo nacional.”122 Era esta una preocupación central que
trató largamente en Los Riberas; reservando para los hombres de pensamiento maduro la
delicada tarea de “procurar que la fiebre de la novedad no llegue a arruinar los valores
sutiles, imponderables, que forman la médula de la cultura y que sirven de estribadera a
pueblos y naciones”. (L.R.: p. 489) Defensa constante de la tradición a la que reconoce
como única argamasa posible; llamado de alerta frente al olvido de la historia y ante las
afrentas contra las que él consideraba indiscutibles raíces culturales del pueblo
venezolano, cuyo olvido o negación conduciría a un insalvable descabezamiento de
nuestra historia y la consecuente des-estructuración nacional. Mientras unos se
entusiasman con la vorágine de la metamorfosis urbana y entonces social, a él como a
otros le conmueve el cambio de las cosas, la mudanza de sus viejos meridianos
emocionales (Picón, 1997: 5).
122 Carta fechada el 26 de agosto de 1956, en Epistolario: Briceño-Iragorry y Picón Salas, pp. 154 -155. Respecto a la real existencia de una tradición -culta y a la vez popular-, la invitación a la creación de un alma nacional, de Díaz Rodríguez o la referencia al tegumento entumecido del cuerpo nacional, de Briceño, nos haría pensar en la fragilidad de tales valores de unidad. Miguel Ángel Campos en Desagravio del mal (2005: 55) escribe: “Si hubiéramos tenido culturas locales afianzadas en algo que fuera más allá de los articuladores del paisaje y el territorio, el nomadismo petrolero no se impone con la facilidad que lo hizo, instrumento del desarraigo (…).”
Al riesgo de perder el soporte histórico por el abandono de la tradición, suma
Briceño Iragorry el del error de intentar resolver los problemas generales del país
prestigiando lo material por encima de lo espiritual, de lo que responsabilizaba a los
positivistas criollos, intelectuales y gobernantes de fines del siglo XIX y principios del
XX. Estocada final a los vestigios de un sistema jerárquico del que el aspecto físico de
sus ciudades apenas resistía en unos pocos reductos urbanos: Sin jerarquía no puede
haber sino caos (Briceño-Guerrero, 1981: 102)
Desaprensión por las tradiciones, desconocimiento de las raíces, irreverencia ante
la autoridad, materialismo, elementos todos que conjugados con el cáncer de la
113
corrupción política que socavaba la moral del pueblo, devenían en la aguda crisis de país,
crisis de pueblo como la llamó Briceño Iragorry. Frente al pasado el olvido, y frente a la
tradición la ruptura, necesaria ésta en su cuota de vanguardia, pero riesgosa en su dosis
de improvisación y nociva en su carencia de soportes. En 1956, desde su destierro
madrileño, le escribía Briceño a su amigo Picón Salas: “Una nación que se sienta sin
soportes históricos carece de autenticidad;”123 de allí su defensa del sentido dinámico de
la tradición y la historia: la exaltación de los valores propios, de sus creadores, de la
autenticidad, y de la independencia económica. En manifiesta metáfora explicitaba su
visión: “Para que el tableteo de las máquinas que edifican la nueva ciudad no falsee los
muros de la ciudad antigua, urge, antes de comenzar la edificación moderna, calar la
fuerza y la resistencia de las bases viejas. No se trata de defender las paredes de adobe y
las rojas tejas de los techos que dieron tipicidad al pueblo antiguo. Se trata de defender
la estructura concencial del hombre venezolano.”124
123 En carta referida de Briceño Iragorry a Picón Salas, Epistolario, p. 151.
124 “Por la ciudad, hacia el mundo”, Obras Completas, vol. 1, p. 362. Este llamado lo
formulaba Briceño al referirse a la necesidad de cimentar y afirmar nuestros valores propios,
para recibir sin riesgos el aporte del extranjero.
125 Su oposición a la dictadura perezjimenista es políticamente comprensible dada la represión y
persecución de que fueron objeto muchos de sus contemporáneos, además de haber sido
directamente afectado por el fraude electoral cometido por Pérez en 1952 y objeto de un atentado en 1954. Esta circunstancia pudo
determinar, como en otros escritores, su renuencia para valorar más objetivamente las
iniciativas que en el orden urbano se adelantaron en el período. Por otra parte vale
señalar la suerte de exculpación, y hasta de apología que en la misma novela parece hacer
de Juan Vicente Gómez (pp. 316-325), descargando la responsabilidad de sus errores
en sus ministros, sus adláteres, y sus astutos aduladores incoloros aprovechadores del
Poder, hombres sin doctrina, sin principios, sin otros propósitos que servirse de las fuerzas de
la Nación. En este sentido escribió en 1952 una pieza duramente crítica que tituló La traición de los mejores. Esquema interpretativo de la realidad política de Venezuela (recogido en Obras completas, vol. 11, pp. 311-357). No
obstante, más adelante en la página 527 de Los Riberas, alude al “forzado compromiso con el Caudillo, (…) la tragedia de verse al servicio
de un orden que juzgaban injusto” que vivieron algunos, uno de ellos el propio Briceño, quien
desempeñó importantes cargos públicos durante dicho gobierno.
La defensa de la ciudad tradicional y la crítica por unos cambios sociales y
materiales que el autor vislumbra equivocados, aparecen conjugados en la referida novela
Los Riberas (1957), escrita durante su exilio en España (1952-1957) cuando ya Caracas
ha vivido parte de su más radical transformación (el tiempo de la novela se desenvuelve
entre 1918 y mediados de los cuarenta). El escritor no aborda en ella su circunstancia
política, aunque pareciera no poder sustraerse al tiempo real, el de la dictadura de Pérez
Jiménez (1952-1958), impregnado como los precedentes de Castro y Gómez de
represión, corrupción y falta de conciencia cívica.125 Entonces, como en acto
reivindicativo, recrea la supervivencia amorosa de la ciudad antigua, y su inminente
114
colapso ante el gesto desaprensivo de los modernos. Mientras destacan las quejas por los
cambios que en el orden social y cultural se están comenzando a operar, y que son vistos
por el autor como una amenaza de degeneración, no se percibe en el relato desagrado ni
insatisfacción con la expresión material de aquella ciudad tradicional, indiscutiblemente
modesta, que habitaba en los albores del XX. Podría atribuirse al autor la extrema
idealización de la vida de principios de siglo; el maquillar las imágenes con el color de la
nostalgia; incluso parecer más flemático que pausado el tiempo de acción de los
personajes; sin embargo, si se analizan los estudios sobre la sociedad urbana y la
actividad productiva del país a comienzos de siglo y se comparan con la realidad de tres
décadas más tarde, comprobaríamos que, como ya se sugirió anteriormente, las ciudades
venezolanas de ese tiempo vivían un ritmo bastante coherente con su estado de desarrollo
(o subdesarrollo según se mire).
126 Carta de Briceño Iragorry a Picón Salas, Epistolario, p. 154. A continuación de la frase citada, en sintonía con su defensa del pasado como herramienta para la construcción futura, agregaba: “No se las evoca para revivirlas ni para recomendarlas por mejores que las construcciones modernas. Se las asocia a una memoria de mayor plenitud espiritual.” Ver el prólogo de Orlando Araujo en Manuel Díaz Rodríguez, Narrativa y ensayo, p. XX. 127 Subrayado nuestro.
“El alero, la casa de adobe, las tapias humildes del viejo hogar venezolano, son
símbolos de un mundo que gozó de una apacible libertad interior y, sobre todo, de una
autarquía económica”, valorada esta última como uno de los principales atributos de la
ciudad tradicional.126 Autonomía económica, verdadera condición de emancipación de
que se hacía gala, a través de los modestos ejercicios de microempresas en que se
constituían muchas de las viviendas o pequeñas haciendas de la época. Picón Salas en
Las nieves de antaño (1981: 158-159) lo ejemplifica para el caso serrano: “En los Andes,
la casa con su huerta doméstica, su horno para el gran amasijo, su gallinero, sus árboles
frutales y hasta las colmenas de abejas, era una unidad de producción en que las
mujeres trabajaban como la “Penélope” de la “Odisea”.127 A lo antes dicho suma una
115
diversidad de productos manufacturados: exquisitos trabajos de talabartería, de tejidos,
de artesanía, de confitería, aderezados a satisfacer los requerimientos de sus gentes y
también los de habitantes de otras ciudades del país.
128 Fundamentalmente porque Gómez estaba menos interesado en ello, que en la pacificación
del país y en el fortalecimiento de su principal proyecto: la actividad agrícola y ganadera, que
además le reportaba beneficios directos.
Se trataba, por supuesto, de intentos modestos, valiosos en su calidad, aunque
indiscutiblemente insuficientes para la aspiración de progreso que apuntaba a rebasar las
exclusivas instancias locales. Por lo tanto, no obstante la armonía de aquella ciudad
tradicional, un impulso, una aceleración, la búsqueda de un nuevo ritmo de vida más
intenso, lucen a nuestros ojos no sólo necesarios sino imperiosos. Había sido incluso la
demanda expresa de algunos gobernantes y muchos intelectuales desde los remotos
tiempos de la Independencia; sin embargo, poco se había logrado en el orden económico
y por ende en el físico y en el social. Es indiscutible el atraso material que nuestro país
experimentaba a comienzos del siglo XX, y aún cuando hasta los años treinta la ciudad
no fue destinataria directa de la riqueza petrolera inicial,128 aquella modesta armonía
urbana a que referíamos, comenzará pronto a romperse por la afluencia de personas -y las
consecuentes nuevas costumbres y productos- que van asentándose en los centros
tradicionales, alumbrando así la rutilante ciudad de la modernidad.
Plazas, calles, mercados y edificios, que aparecían como amalgamados en la
ciudad tradicional, van desprendiéndose de sus valores conocidos para ceder paso a
nuevas significaciones. La plaza, muy modesta por cierto, que ya casi había perdido
desde fines del XIX su pertinencia para los actos cívicos, fue perdiendo además su
condición de gran salón de la familia caraqueña, o merideña, o maracayera, o valenciana.
116
La sociedad –la alta sociedad- apostó por su segregación, y las reuniones ahora
resultaban más estimulantes entre los selectos grupos de los clubes privados; el común de
la gente siguió transitando las pequeñas y como entristecidas caminerías que hasta hacía
poco habían alojado a todos en su seno; la plaza perdió mucha de su vitalidad. Las calles,
antigua red que conformaba unas como plazas extendidas, ya agobiadas por su material
incapacidad para albergarlos a todos aceptaron el progresivo cambio de dueño: los
automóviles norteamericanos y europeos colonizaron el territorio y el viandante se fue
recluyendo en las pequeñísimas acercas que, como las calles, poco o nada habían
cambiado en tantos años. Los mercados, esos exquisitos compendios de colores, sabores,
texturas y olores siguieron siendo por mucho tiempo preferidos del ciudadano,
fortaleciéndose, creciendo, diversificándose. Se construyeron más amplias y confortables
instalaciones, segregándose sí cada vez más del centro tradicional; por otra parte
comenzaron a aparecer, promovidos por los acuerdos económicos del gobierno con la
Internacional Economy Basic Corporation, de las empresas Rockefeller, los centros de
distribución de alimentos (CADA entre otros)129 consolidándose otra manera alternativa,
más aséptica, más distinguida, bien surtida de productos importados y también menos
olorosa de hacer las compras; allí cuajó otra parte de la modernización aunque también
lamentablemente otro poco de la segregación social en la ciudad. El ciudadano mudó de
costumbres y la ciudad y sus tradiciones también. Ante este moderno y atractivo
panorama, la constancia y obstinación con que Briceño y Picón, entre otros, se dedicaron
al delicado tema de la pérdida de la tradición, lucen a nuestros ojos contemporáneos
como de un excesivo conservadurismo, capaz -de habérseles prestado oído- de haber
129 Ver Martín-Frechilla (1994: 208-210)
117
detenido cualquier posibilidad de progreso; la realidad, lo veremos en el siguiente
capítulo, nos mostrará que habían razones para sus fundadas angustias.
130 Tras la preponderante presencia de compañías europeas en Venezuela durante el
siglo XIX, a raíz de la explotación petrolera a comienzos del XX, las compañías
norteamericanas desplazarán a aquéllas.
Al aburguesamiento de las costumbres en la alta sociedad seguirá entonces la
asimilación de los patrones de consumo de la influyente cultura estadounidense130 que,
además, se convertirán en modelos a emular por el resto de la población menos menos
favorecida. La transformación física de la ciudad no se hizo esperar, y poco tiempo
bastaría -sólo un par de décadas-, para que en un frenesí exacerbado, a Caracas –
parafraseando a José Antonio Rial (1974: 18 y 30)- el sutil espíritu de su pequeña y
provinciana madre le quede corto, y aquella ciudad noble y sencilla sucumba en el parto
y de a luz un monstruo altivo y escaso de cerebro.
118
III
UNA MÁS ENTRE LAS NUEVAS BABELES 131 Partes de este capítulo fueron presentadas por la autora bajo el título: Crónicas urbanas de un inmigrante en la Venezuela de mediados del siglo XX, en la 11th. Internacional Planning History Conference; organizada por la Internacional Planning History Society, celebrada en Barcelona-España en julio de 2004. 132 La población nacional pasó de 2.814.131 hab en 1926 a 3.364.347 en 1936; 3.850.771 en 1941 y 5.034.838 en 1950, de donde se extrae que en sólo 24 años la población del país se duplicó. Así también, como se ha referido anteriormente buena parte de ese incremento de pobladores se localiza en las ciudades, cambiando a urbano el carácter rural de la población nacional. Las densidades de población nacionales lucen muy bajas (3,1 hab/km² en 1926 a 5,6 hab/km² en 1950), hasta que se considera que ella se localiza en apenas el 20% del territorio nacional que es de 916.445 km². Datos de José Eliseo López (1997, tomo 2, p. 66). 133 Aunque las primeras concesiones petroleras se otorgaron en 1865, es sólo en 1913 cuando los yacimientos empiezan a producir, y en un lapso de sólo 30 años, los ingresos al Estado por concepto de petróleo llegaron a representar entre 1944 y 1957 cerca del 66% de las rentas ordinarias del Estado y el 94% de los ingresos por exportación de bienes (Harwich, 1997, tomo 2: 165-167), desplazando definitivamente los ingresos por exportación de productos agrícolas (café y cacao especialmente), que ostentaron hasta mediados de la década del veinte la primacía en las rentas fiscales del país.
PERO LA CIUDAD CRECIÓ,
BABEL SE MATERIALIZÓ
Y MODERNA SE LLAMÓ131
La Venezuela agraria de alrededor de 1920, con un índice de urbanización
inferior al veinticinco por ciento y un acentuado despoblamiento en su casi millón de
kilómetros cuadrados de territorio, debido a la eclosión petrolera se trasmuta hacia 1940
en república minera y su población pasa a ser urbana súbitamente. Experimenta entonces
un progresivo incremento demográfico,132 propiciado entre otras razones por importantes
medidas sanitarias como la construcción de infraestructuras médico-asistenciales en las
ciudades y el control de enfermedades como la malaria, muy extendida en el país para los
años veinte, que disminuyeron los altos índices de morbilidad y mortalidad y permitieron
un aumento en el promedio de vida y un mayor crecimiento vegetativo de la población. A
lo anterior se suma la creciente riqueza derivada de la actividad petrolera nacional que,
además de aumentar sustancialmente los ingresos económicos al país133 permitiendo
mayores niveles de inversión interna, favoreció también la importación de numerosos
productos y bienes de consumo (y con ello la asimilación de nuevas costumbres). Así, las
121
principales ciudades del país: Caracas, Maracaibo, Maracay, Valencia, se convierten en
polos de atracción para los interioranos, y Venezuela toda fue imán también para
habitantes del resto del orbe.
134 José Antonio Rial nace en Cádiz en 1911; vive en Canarias y tras prisión política y dos
condenas a muerte conmutadas, emigra a Venezuela en 1950 donde se nacionaliza y
reside desde entonces. En 1955 Edime le publica Venezuela, imán, y asignándole la
paternidad de la obra a un supuesto periodista –José Guillermo Torres- protagonista de la
historia, Rial pretende acceder a un público venezolano que le desconocía, obviando la
condición política de su exilio para “traspasar las barreras españolas, cerrada (sic) para todo lo que fueran ideas (...).” (Cacheiro, 1995: 58)
Sometida a la censura, finalmente la novela fue prohibida en España. Serrano Poncela, profesor suyo en Caracas, le propone una nueva edición con Losada en Argentina, para lo cual tuvo que
reducir la extensión de la novela (todas las ediciones y reimpresiones posteriores
corresponden a la de Losada). En conversación de Rial con quien esto escribe, afirmó que la eliminación de partes o fragmentos fue de su
único criterio y autoría y respondieron básicamente a una limpieza de lo que sobraba.
En el cotejo de ambas ediciones se observa que, en lo general, tales supresiones no afectaron el
sentido del texto, incluso le depuraron de redundancias y de cierto exceso descriptivo. De
los fragmentos suprimidos que tienen mayor relevancia se da cuenta en el contenido del
presente capítulo. Las citas de esta obra corresponden a la edición de 1974, de G.P.
Cuando se hagan citas recurrentes se acompañarán éstas de un paréntesis contentivo
de VI, además del número de la página; ejemplo (V.I.: 82). Sobre Rial ver también
Requena (1992).
La Venezuela de la emergencia petrolera, playa y cobijo para tanto náufrago de
aquende y allende los mares, lugar donde la fusión no sólo era previsible sino pretendida,
recogió en su seno un universo de gentes, ideas, miedos, esperanzas. Esa “nueva Babel”
que emerge siempre en tierras de gracia, bien por el magnetismo propio de éstas, bien por
las irrenunciables diásporas culturales que pueblan la milenaria historia del hombre,
representó para el país la concreción de múltiples contradicciones y transformaciones
radicales en su estructura social y material. Este proceso, común a casi todos los países
latinoamericanos y cuya antigüedad habría que ubicar en la llegada misma de los
hispanos a nuestras tierras, tiene entre las décadas de 1930 y 1950 una magnitud sin
precedentes. Es pues la inmigración uno de los aspectos que va inseparablemente unido
al crecimiento y transformación de la ciudad venezolana, y bien puede afirmarse que fue
uno de los principales condicionantes de la nueva forma que ella adquirió.
“Venezuela, Caracas, el sueño de los hombres que dormían en barracones tras
las alambradas, y el de los desplazados de media Europa, señalaba hacia aquí, como la
aguja magnética marca el Norte. Este valle es ahora playa de náufragos, donde unos
llegan con anhelos y los más con sus heridas y terrores” escribía José Antonio Rial en
Venezuela imán (1955), novela de múltiples ejes discursivos en el que la estructuración
material de la ciudad tiene un papel destacado. El autor134: escritor, periodista y
122
dramaturgo español, residenciado en el país desde 1950, estimulado por el vértigo de los
cambios que observa en esa nueva tierra, y que en una “venezolanización” de sus sueños
y esperanzas como muchos otros extranjeros le elige como su residencia definitiva,
decide escribir una novela -su primera novela en el exilio- en la que intenta recoger la
imagen de aquellas mutaciones. Testigo del vértigo constructivo que invadió la entraña
de la ciudad, Rial teje un complejo tapiz en el que suma a su propia percepción la del
hombre venezolano inquieto y afectado por la desconcertante realidad emergente. Junto a
referencias de otras novelas y ensayos -algunos ya aludidos en capítulos anteriores-,
Venezuela imán nos servirá de guía para ilustrar en éste algunos de los aspectos más
significativos en la conformación de la ciudad moderna venezolana.
135 Marra-López en 1963 intenta clasificar las motivaciones en la narrativa de los escritores españoles en el exilio (pp. 95-130); ver también Sanz Villanueva (1997: 117). En los últimos diez años ha habido una ingente investigación en torno al tema de los exiliados, destacando lo recogido por GEXEL -grupo que estudia el exilio español en Latinoamérica-. En estas se ha abordado específicamente lo relativo a los intelectuales, escritores, artistas, dramaturgos; y respecto a José Antonio Rial, aparece referido someramente en un par de sus publicaciones: una con el registro de parte de su obra; otra en la que José Monleón (1998) hablando de los dramaturgos, lo menciona como dentro de la categoría de quienes, aún manteniendo su interés en entrar dentro de la escena española, consiguieron integrarse sólidamente a sus nuevos países.
Múltiples son las miradas que hacia su realidad de inmigrantes tienen estos
náufragos en tierras americanas. En el ámbito de la narrativa y en el caso específico de la
España peregrina de después de 1939, se habla de varias inquietudes abordadas en su
literatura “trasterrada”, destacando entre ellas la remembranza de la tierra nativa, el
fantasma de la guerra, el deseo del retorno, y la descripción de los nuevos ambientes que
les acogen.135 Enmarcada en este último abordaje, Venezuela imán resulta una obra muy
significativa, y su principal valor para esta investigación radica en su explícito interés en
recrear el imaginario de la construcción de la nueva ciudad, de esa urbanización en
ciernes en un país en el que sólo unas tres décadas atrás casi el ochenta por ciento de sus
habitantes vivía en zonas rurales.
123
La referida novela tiene como escenario la ciudad de Caracas, de cuya
transformación física y social da cuenta el autor. Hombre culto y sensible, interesado en
ese lugar que le cobija tras su salida de España, se muestra atraído por las vivencias de
sus homólogos inmigrantes, palabra preferida por él en una acertada elección con la que
evita exclusiones;136 están allí tanto los más favorecidos por su cultura y habilidad, como
aquellos muy numerosos cuya principal credencial es su afán de sobrevivir. El Torres
protagonista y alter ego del escritor, relata en primera persona las vicisitudes vividas por
un grupo de inmigrantes -dentro del que se incluye-, así como su atormentada relación
sentimental con su coterránea y también exiliada Silveria. Este drama, aunque muy
intenso, transcurre como historia paralela del que luce como verdadero eje “vertebrador”
de la novela: la nueva sociedad emergente y junto a ella la ciudad en transformación.
Escritos posteriores y entrevistas al autor reiteran muchas de sus tempranas reflexiones
en Venezuela imán.137 Del dramático pasado que motivó el exilio Rial recoge su fruto: la
pugna entre el hombre enfermo, desengañado y la esperanza por el surgimiento del
Hombre Nuevo en la Sociedad Nueva. Aún cuando sea esa compleja sociedad emergente
el tema estructural y a pesar del enorme interés que su abordaje despierta,
consideraremos preferentemente los aspectos sociales y materiales más destacados que
intervienen en la conformación física de la “nueva” ciudad, según la visión ofrecida por
el escritor.
136 Sobre los nombres con que se busca denominar a esos viajeros forzados, ver Los nombres del exilio, de José Solanes (1993).
137 Rial dejó constancia de su interés en el
impacto de la presencia extranjera en nuestro país en varias de sus obras posteriores: Jezabel (novela, 1965), Cypango (Teatro, 1989), entre
otras, así como en escritos periodísticos y programas de televisión. También en
entrevistas, entre ellas la que le hace Maximino Cacheiro Varela, recogida en Retrato hablado de José Antonio Rial (1995). Un registro de su
obra narrativa y dramática puede seguirse en Aznar Soler (1995); Torrealba (1991). Quien
esto escribe sostuvo sendas conversaciones con Rial a inicios del año 2004, ocasiones en las
que el autor explicó y confirmó aspectos referidos cincuenta años atrás en la novela
tratada.
124
138 Excepción a resaltar -a pesar de las iniciales dificultades y su escasa integración social al país- la constituye la Colonia Tovar, fundada en 1843. Ubicada en tierras altas cercanas a la capital, la misma resulta emblemática por la capacidad de adecuación al medio físico que mostró el grupo fundador (374 alemanes). Leszek Zawisza (1988) refiere que en su etapa inicial, y casi durante su primer siglo de existencia, ella funcionó de manera semejante a las comunidades tipo «falansterio». Ver también Zawisza (1980). 139 El trece de junio de 1831 se sancionó la primera ley de inmigración del estado venezolano, dirigida a los canarios por sus afinidades con los venezolanos. Ver “Inmigración”, Susan Berlung (1997).
APUNTES SOBRE LA INMIGRACIÓN. UNA INTENCIÓN
FRUSTRADA.
Ante el perjuicio y las limitaciones que la escasa población del país suponían para
el incremento y fortalecimiento de la producción nacional, se cifró en la inmigración la
esperanza de resolución de las dificultades que aquello entrañaba. Ella se convertiría en
la panacea, situación que no era nueva; ya en el siglo XIX distintos gobiernos habían
propiciado la llegada de mano de obra a través de proyectos de colonización con
extranjeros, que resultaron fallidos en su casi totalidad.138 Entre 1832 y 1857 llegaron al
país cerca de trece mil inmigrantes, principalmente canarios, que se establecieron de
manera muy dispersa, dedicándose en muchos casos a actividades agrícolas y
comerciales.139 Por su parte las ciudades no experimentaron grandes cambios, y se
continuó la tendencia de concentración de la población en las regiones norte y centro-
occidental del país.
Transitados los difíciles años que median entre la Independencia a principios del
siglo XIX, y la apabullante aparición del petróleo a comienzos del XX, mediando en ello
la impronta del período guzmancista en la transformación de la ciudad, nace Venezuela a
125
un tiempo nuevo del que la emergencia urbana sería su sino. Los naturales huían del
campo sometido al flagelo de las epidemias, al descuido de los gobernantes, y a la
carencia de fuerza y medios de trabajo, seducidos además por el embrujo petrolero.
Nuevas oleadas migratorias fueron requeridas insistiendo en la necesidad de población y
mano de obra para un campo cada vez más improductivo, aunque abriéndose
paulatinamente a individuos más capacitados técnicamente para una necesaria
industrialización. Los programas demográficos y de colonización previstos por el Estado
insistían apropiadamente en la necesidad de poblar el territorio, sugiriendo la creación de
colonias de población mixta en la otra parte –casi toda- de Venezuela que se encontraba
desierta. No obstante, muchas de las colonias creadas nacieron y vivieron en estado de
aislamiento del resto del país. Sus carencias en lo atinente a la propia nación obedecieron
principalmente a la falta de planificación, fomento y seguimiento de las mismas, a las
dificultades ofrecidas por un medio natural inhóspito y poco o nada acondicionado y a la
escasez de vías de comunicación y políticas socio-culturales que facilitaran su
integración. En lo que respecta a los inmigrantes extranjeros, a la carga de rechazo que
ya traían de sus tierras de origen por las limitaciones de la vida campesina, a las
dificultades de aclimatación a un entorno sensiblemente diferente al suyo, y a la
preferencia por establecerse en la cercanía de las ciudades importantes.
Respecto a los contingentes llegados hacia mediados del siglo XX, los estudiosos
de la inmigración europea a América ofrecen cuadros estadísticos distintos; sin embargo,
la mayoría coincide al señalar, respecto de Venezuela, la paridad de italianos y españoles
siendo además los grupos más significativos. De los últimos, aunque llegaron desde casi
126
todos los rincones de España, diáspora avivada por la dramática Guerra Civil, destacaban
numéricamente los isleños (Canarias) y los gallegos, representando dos tercios del
total.140 Aquellos gozaban de simpatía entre los naturales, pues habían demostrado desde
antaño su capacidad para el trabajo y su adaptabilidad a nuestras tierras. Requeridos
antiguamente para tareas domésticas y agrícolas, eran solicitados ahora para cumplir un
trabajo adicional: colonización y poblamiento de territorios. Con un poco más de rigor se
ensayaron algunas colonias con población mixta nacional y extranjera,141 solventada ya,
en parte, la dotación de vías de comunicación para facilitar su acceso e integración, al
menos física, de sus habitantes. A pesar de la contribución que algunas colonias agrícolas
tuvieron para el aumento y desarrollo de ciertos cultivos en el país, y la incorporación de
nuevas tierras saneadas y productivas, el balance final evidencia que ellas no prosperaron
en el grado en que se esperaba. Si bien casos como el de la colonia Turén, que según lo
reseñado por Martín Frechilla (1994: 258) estarían dotados de servicios urbanos
completos, incluso aeropuerto, lo cierto es que la gran mayoría de las otras no sólo no
resultaron eficientes, sino que en muchos casos fueron parcialmente abandonadas. Los
nuevos poblados espontáneos que siempre surgen a la vera de cada nueva carretera, o de
cada nuevo foco productivo, se fueron consolidando muy lentamente en torno a
incipientes lugares para el abastecimiento de los colonos, sin que muchas veces se
concretaran los servicios necesarios. Salvo los casos en que las iniciales colonias fueron
asimiladas a ciudades cercanas -como sucediera durante el gobierno de Cipriano Castro
(1899-1908)- si aún persisten los poblados que nacieron a su sombra, las colonias
agrícolas no conformaron en el orden físico estructuras de carácter urbano, y siguieron
siendo las antiguas ciudades los destinos preferidos.
140 Datos de Palazón (1995). 141 Respecto a las políticas de inmigración así como los proyectos de colonias agrícolas ver Zawisza (1997); Martín Frechilla, (1994: 239-262).
127
Por su parte, la explotación del petróleo -bajo control y tecnologías
principalmente inglesa, holandesa y norteamericana- ejerció gran atracción de población.
Así, los propios centros de extracción del oro negro, campamentos convertidos en
pueblos, junto a Caracas y las ciudades centros del control administrativo, fueron los
principales receptores de inmigrantes, tanto internos como externos. De esta suerte, el
mayor porcentaje terminará asentándose en ciudades en la franja centro-norte y centro-
occidental del país siguiendo el patrón de ocupación acostumbrado.142
142 Los censos nacionales hablan de cerca de un 60% de la población del país asentada en
ciudades en poco menos del 10% del territorio.
DE LAS PUERTAS ABIERTAS.
“Las escotillas de los barcos arrojaban en el terminal de La Guaira
o en los muelles de Puerto Cabello millares de inmigrantes. Y el que fue hace diez años obrero, ahora puede ser propietario de una empresa de
construcción.” Mariano Picón Salas (1976: 225)
Las políticas de inmigración adelantadas durante la primera mitad del siglo XX
y hasta el final de la dictadura de Pérez Jiménez (1952-1958), cuando se franquearon las
puertas del país, dejaron el camino expedito para que nueva sangre irrigara nuestra tierra.
En 1936 se sancionó la ley de Inmigración y Colonización y dos años más tarde se creó
el Instituto Técnico de Inmigración y Colonización. Según se extrae de los textos de las
128
leyes y reglamentos aprobadas desde 1936, no habían muchos más límites para los
inmigrantes que el no tener deudas pendientes con la justicia de sus países de origen, ser
joven y sano, conocer algún oficio, costearse el viaje hasta Venezuela y no interferir en la
política de este país. Sin embargo, contaminada de la misma falta de previsión, control y
continuidad que había caracterizado anteriores intentos, lo que a su vez facilitaba la
inmigración ilegal, la política de “puertas abiertas” coadyuvó al caos y la precariedad
ante el incremento no previsto de pobladores urbanos, “como si abrir las puertas no
significara dejar de estar en casa y transformar el hogar apacible en posada de
camino”; así el protagonista de Venezuela imán escuchaba en sueños hablar al hidalgo
criollo don Fernando Lara. (Rial, 1974: 84).143
143 Lara, personaje surgido a instancias de un hombre real a quien el escritor conoció en el barco que le llevó a Venezuela, y quien en un gesto generoso le empleó de inmediato, representó para Rial una buena opción para recrear tanto el sentir de muchos intelectuales venezolanos como algunas de sus más agudas reflexiones. 144 Es reconocido el aporte positivo al país de muchos inmigrantes, bien como individualidades o bien como parte de un colectivo que trajo al nuestro el aprendizaje y los avances conseguidos en los suyos. La bibliografía sobre la inmigración en Venezuela es abundante. Sobre el caso español, destacado por su cuantía e impronta, textos como los de Pedro Grases: Venezolanos del exilio español; Víctor Sanz: El exilio español en Venezuela; Marquès Sureda y Martín Frechilla: La labor educativa de los exiliados españoles en Venezuela, entre otros, nos ofrecen una panorámica amplia y documentada de un importante número de españoles (unos setecientos treinta casos recoge Sanz, quien reconoce lo incompleto de su registro), procedentes muchos del país Vasco y de Cataluña y que se distinguían, según lo señalan estos autores, por su capacitación intelectual y profesional, lo que les permitió insertarse con rapidez en el aparato productivo y gubernamental, así como en las universidades. Martín Frechilla (1994: 249)
Heterogénea fue la riada: europeos, americanos, asiáticos, africanos; en su
mayoría gentes doloridas que abandonaban sus tierras forzados por las crisis políticas y
económicas. De quienes acreditaban formación profesional muchos accedieron a
ocupaciones relacionadas con su preparación, contribuyendo con su aporte a la
modernización del país.144 Para otros comenzó el drama de aquel mayúsculo error
transoceánico: “Hay entre los inmigrantes –y eso si resulta trágico- uno que fue profesor
de latín y lenguas clásicas en la venerable Universidad de Cracovia, o un actor cómico
de la Opera de Budapest. ¿Dónde colocarlos? A veces terminan de vendedores en un
puesto de gasolina o de “contables” en una casa de abastos.” (Picón, 1976: 234) A ellos
se suma un grupo mucho más numeroso de gentes que optaron por actividades
comerciales, de industria doméstica, construcción y servicios en las principales ciudades
129
del país, dedicándose en muchos casos a oficios distintos de aquellos para los que
declararon estar preparados.145
145 Respecto a los inmigrantes españoles, por ejemplo, tanto hacia el interior de la propia
España como hacia el exterior, aparte de intelectuales, profesionales, artesanos,
mecánicos, industriales, algunos autores insisten en el predominante carácter campesino
de los grupos: “La emigración tradicional, y aún la de los años cincuenta, era en su
abrumadora mayoría, aunque nunca exclusivamente, de obreros agrícolas.” (Pérez Díaz, 1974: 36), también Siguán (1959). Esto contrasta con lo señalado por Chi-Yi Chen en
Procesos migratorios en Venezuela (1968), donde habla de una mayoritaria presencia de obreros calificados, técnicos y profesionales,
empresarios y ejecutivos diversos. Resultó común, como en muchos procesos migratorios, que al embarcar en Europa muchos declararan
ser campesinos en concordancia con los grupos requeridos, aunque al arribar a tierras
venezolanas y ser preguntados sobre sus competencias, declaraban ser mecánicos,
técnicos o albañiles, por ser éstas las áreas con más oferta de empleo en las ciudades.
No evade Rial ese delicado tema, que subyacía en el sentimiento criollo y en el
de muchos extranjeros, y sobre ello señala: “¡Qué tráfico de mentiras en esta ciudad!
¡Cuántos títulos imaginarios, cuántas profesiones inventadas, cuántas dudosas fortunas,
cuántos prestigios amañados, en esos náufragos que salen del mar!” (V.I.: 28) Si para
poder estar en la ciudad había que ser albañil o “doctor” ¿de qué servía ser agricultor?.
Tras la falacia gravitaba la penuria que reinaba entre tantos desplazados hacia esa
Venezuela urbana germinal. A este tópico acude reiteradamente el autor, y pone en boca
de criollos el reclamo por una inmigración demasiado cargada de opresión y desencanto.
Ante la suma de desengaños y frustraciones nacionales, una evidente contradicción se
muestra entre las aspiraciones de nuestros intelectuales y las de los obligados viajeros.
Así continuaba hablando en el sueño del protagonista el hidalgo don Fernando Lara:
“Aquí sólo necesitamos campesinos y albañiles, no filósofos ni arquitectos ni psiquiatras,
y menos aún subproductos de guerras y revoluciones. Vengan todos los que quieran,
pero limpios, y no sueñen con enriquecerse en poco tiempo con el oro petrolero, sino en
asentarse en nuestra tierra, sumisa, desdeñada siempre por los locos buscadores de
Manoa, la ciudad de oro.” (V.I.: 86)
En Los Riberas, con una intensidad y pulcritud admirables, Briceño Iragorry
pone en boca de otro personaje -símbolo en su novela- el ejemplar Vicente Alejo,
palabras que recogen lo dicho por el escritor en numerosos trabajos anteriores y que
130
coincide con lo expresado por el hidalgo de Rial: “Santo y bueno que entren cada día
más extranjeros sanos, laboriosos e inteligentes. Pero que se les asimile, que no se nos
desplace de nuestra posición rectora, y menos que se nos cuelen insignificantes
aventureros, que sobre el falso prestigio de apellido desprovistos aún de valor en sus
propias patrias, vienen a atrapar herencias e influencias de los tontísimos nuevos
ricos.”146
146 Incisivas son las ideas expresadas en Los Riberas acerca de la inmigración (1991: 592-596)
En la primera edición -Edime- de Venezuela imán (1955: 436-445) aparecen
unos fragmentos, suprimidos en la de Losada, en la que el mismo Fernando Lara, esta
vez no en un sueño sino en una tertulia del protagonista con un grupo de extranjeros ya
holgadamente establecidos en el país, señalaba apropiadamente la necesidad de abrirse a
una inmigración más amplia, ya no exclusivamente de campesinos y albañiles como
había defendido anteriormente. Mucha fue la polémica interna respecto al tipo de
inmigración necesaria al país. El requerimiento de mano de obra campesina se muestra
como una visión lógica y asertiva por parte del Estado para encaminar el fortalecimiento
de la agricultura nacional; sin embargo, es indudable que en un proceso tan vertiginoso
de transformación, el país requería además aportes intelectuales y profesionales que
ayudaran a canalizar los cambios en otros órdenes. Aunque las leyes de inmigración
hicieron más explícito el requerimiento, no hubo programas efectivos de captación
profesional que garantizaran su adecuada consecución y más pronta y eficiente inserción
laboral e integración. Sin control llegaron y ante las difíciles condiciones iniciales, en su
preferencia por las ciudades se sumaron muchos pobladores a los crecientes grupos
marginales que ya las habitaban. Así, nacionales y extranjeros, buscando alternativas de
131
vida, algunos ocupando inicialmente fonduchos, viviendas modestas y ranchos o
viviendas miserables en la ciudad, arrastrando fobias y angustias aunque esperanzados en
poder triunfar, son retratados en Venezuela imán.
147 La referencia a las ciudades como Babeles nuevas la encontramos contemporáneamente en
obras de otros escritores venezolanos: Picón Salas en 1949 (1976: 221-238) y 1955 (1997:
7); Gallegos en 1943 (1982: 92), esta vez aludiendo a Nueva York. Había sido tema
recurrente en la novelística latinoamericana desde fines del XIX, ver De Arcadia a Babel
(Navascués, 2002).
148 Obrado por un personaje anónimo y excusa que vale al escritor para comenzar a hilvanar su
historia.
149 Díaz de Castro y Quintana (1984: 82-83) refiriéndose al caso catalán, destacan el
desplazamiento del centro hacia el ensanche, lugar defendido por la burguesía y deseado por el proletariado (lumpen), en la novela Últimas
tardes con Teresa, de Joan Marsé.
150 Esto lo recrea el escritor venezolano Arturo Croce (1959: 155-170) en la breve pero viva y
dramática historia: “Un hombre anda en la calle”.
Rial inicia su novela con una asimilación de Caracas a la bíblica Babel; una
nueva ciudad llena de hombres confundidos, de lenguas distintas; ciudad sin dueño: Esta
ciudad no es ahora de nadie dice, al plantear la masiva llegada de gentes que en su
diversidad se aglutinan en aquella tierra de gracia, y van construyendo junto a los
naturales una “nueva Babel”147 sin que se den cuenta de lo que crean ni de lo que
destruyen. De un cierto espíritu quijotesco en la formulación del «poema» de la nueva
ciudad,148 se pasa muy prontamente al desconcierto por una vertiginosidad que impide la
sedimentación, la maduración de ideas. La ciudad crece sin control, sin enraizar y sin
mirar atrás. La ciudad se va llenando de gentes nuevas. Los inmigrantes (nacionales y
extranjeros) desde un primer momento ocupan las áreas centrales que los propietarios,
viejos y nuevos burgueses, van abandonando en su carrera frenética hacia las residencias
en las afueras de la ciudad.149 El centro se hace mucho más complejo enfatizando su ya
natural diversidad, y al mismo tiempo se va degradando físicamente por el abandono y
tugurización de sus antiguas edificaciones. Muchas de las viejas casonas son convertidas
paulatinamente en casas de vecindad, o en improvisadas posadas que terminan acogiendo
aquella avalancha de nuevos ciudadanos. Así mismo, los espacios intersticiales y los
residuales que colman la dilatada ciudad van siendo igualmente ocupados por numerosas
barriadas populares. Juntos propios y extraños se suman a la frenética construcción de la
nueva ciudad.150
132
CUANDO SE “FUNDA” HINCANDO TABLAS Y CARTONES. 151 Esta reflexión de Gallegos (1982) referida a los pueblos surgidos a la vera de los campos petroleros, se ajusta perfectamente a cualquiera de los barrios de las ciudades modernas venezolanas. 152 Los principales centros administrativos o de incipiente industrialización reciben el mayor contingente de inmigración extranjera, donde por cierto se establecen el 87% de los inmigrantes españoles que llegan entre 1936 y 1960. Caracas destaca por alojar al 69% de dicha población española (unos ciento sesenta y siete mil según el cuadro elaborado por Martín Frechilla (1994: 249), seguida de los estados Miranda, Carabobo, Aragua y Zulia que aglutinan otro 18%, quedando apenas un 13% diseminado en el resto del territorio (Palazón, 1995: 198); ver también Berlung (1997). Sobre la inmigración interna más del 40 % de la población de Caracas en 1950 estaba constituida por migrantes procedentes de pueblos y áreas rurales del país (Chen: 1979). 153 Tesis Doctoral, mimeografiada, 1998.
“La barraca de tabla de cajones, de latas abiertas y aplanadas,
de tela de fardos, ¡de lo que hubiere a mano! La zahúrda. ¿No eran ya sórdidos cobijos de todas las miserias el rancho del monte o el
cuarto de vecindad, de donde se salió para la aventura petrolera?”. “¡Los pueblos nuevos a la orilla de la estupenda riqueza!
Nacían desmirriados, torcidos, tarados, como engendros de la vieja miseria en la irremediable incuria, mal paridos por la brisa aventurera (...)”
Rómulo Gallegos 151
“La urbanización marginal comienza por ser una ciudad irregular,
incompleta, a veces ilegal, desde el punto de vista del planeamiento, pero acaba –en general- por ser un barrio más de la ciudad.”
Joan Busquets i Grau (1999)
Se generaliza, pues, la presencia junto a los nacionales, no sólo de obreros sino
también de jóvenes provenientes mayoritariamente de zonas rurales del viejo continente,
quienes, desencantados de la exigente vida en el campo prefirieron sumarse a las riadas
de inmigrantes propios y continentales hacia la ciudad, para edificar junto a ellos, en una
verdadera tarea colonizadora, los innumerables cerros y espacios intersticiales de la
ciudad expansiva.
Nacionales y extranjeros en avalancha tras los augurios de prosperidad dejaban el
campo para vestirse de ciudad.152 La transformación fue violenta y muchos campesinos
abandonaron la pobreza del campo para habitar la miseria de la ciudad, pasando a vivir,
como diría Uslar Pietri (1953) “en una especie de sub-cultura o de infrasociedad, que ya
no es ni ciudad ni campo”. Dyna Guitián en Biografía y sociedad: una lectura desde la
sociología del habitar,153 al hablar de algunas de las barriadas que se fueron formando a
133
lo largo de la autopista del Centro,154 ilustra acerca de la dualidad campesina y citadina
de los pobladores, en la que los más viejos se mantienen aferrados a sus prácticas
agrícolas en sus conucos, mientras los más jóvenes, sin entenderlas, se van asimilando a
costumbres más urbanas:
154 Arteria vial que conecta los principales centros de actividad industrial y económica del
centro del país, incluyendo la capital (Carabobo, Aragua, Miranda y Caracas)
155 Interesantes acotaciones sobre el tema ofrece
el ya viejo texto Antropología de las ciudades latinoamericanas, a partir de la tesis doctoral
de Rodolfo Quintero presentada en la UCV en 1964. De igual manera son iluminadores los
comentarios emitidos por el jurado evaluador, compuesto por una tríada de reputados venezolanos: el arquitecto Carlos Raúl
Villanueva, el economista Tomás Enrique Carrillo Batalla y el antropólogo Federico Brito
Figueroa.
“En la misma casa vivían los hijos que habían nacido campesinos y aprendido algunas tareas agrícolas pero que en el traslado a la ciudad habían logrado obtener un trabajo en la fábrica o de obrero de construcción, una hija que era servicio doméstico de alguna familia de los ejecutivos de las empresas locales, otra que había abandonado el hogar para dedicarse a trabajar en un botiquín en el centro y la tercera generación que ya estaba asistiendo a la escuela, mientras ayudaba a los abuelos a acarrear la leña para el fogón de las arepas, en el ranchito de atrás de la cocina, recogía el cambur y se encargaba de alimentar los animales de la casa. (…) Aún sin entender mucho la diferencia entre el campo y la ciudad, unos niños que acarreaban leña con los abuelos o lavaban la ropa en el río con las abuelas, asistían a una escuela donde les enseñaban matemáticas, castellano, historia y geografía para que algún día pudieran trabajar como sus padres, en las fábricas locales. Una familia que no podía seguir pensando en el conuco pero que tampoco tenía claro cómo iba a desenvolverse en la vida de la ciudad.” (Guitián, 1998: 18-19)
Tal como sucedió en los predios del estado Aragua y con población
predominantemente nacional, como lo ilustra la anterior descripción de Guitián, sucedía
también en otros estados del país y con población nacional y extranjera. Emigraban
primero los hombres más aptos para el trabajo, les seguían luego las mujeres y los hijos.
En muchas ocasiones los más viejos, así como los enfermos o menos aptos, permanecían
en los campos, desangrados éstos de su fuerza laboral y quedando aquellos en una
especie de orfandad nutrida de desidia y apatía.155 Poblábase entonces la ciudad con los
nuevos conquistadores.
134
En Venezuela imán, así como en otras novelas venezolanas, la descripción de los
abigarrados cerros poblados de ranchos miserables, que a manera de antesala recibían al
viajero que ingresaba a la ciudad de Caracas, es componente fundamental para
comprender cómo se configura la morfología final de esa nueva ciudad venezolana.
Otros escritores abordaron antes el mismo tema, en tiempos en que Caracas era todavía
una modestísima ciudad,156 lo que evidencia que las construcciones precarias y
espontáneas tienen larga data en el país. Así se expresaba Rial: “Caracas recibe al
extraño mostrándole primero sus miserias, sus ranchos multicolores que se escalonan en
los cerros y forman una perspectiva pintoresca, una especie de belén vivo e hirviente.”
(V.I.: 41)157 También recreaba estas imágenes Briceño en Los Riberas: “El arrabal
pobre, de casas de madera y latas viejas, anunciaba la proximidad de la urbe. (…) Lo
que se miraba era ya Caracas. La Caracas del barrio pobre, donde la gente esconde la
miseria en hórridas barracas. A la puerta de las casuchas se asomaban para ver pasar el
tren viejas escuálidas y tripudos niños. En el estrecho ventanal de algunas de aquellas
covachas lucían, como paradójico contraste, alegres matas de geranio y amaranto,
sembradas en viejas bacinillas, arrojadas por los carros del aseo urbano en el vecino
basurero. Era el regalo de la ciudad abundante al barrio donde viven los infelices.”
(L.R.: 259-61)
156 Díaz Rodríguez y de La Parra entre otros. 157 Salvador Garmendia, en un ameno escrito suyo “Veinte años de calles, ruidos y superficies” sancionaba: “Por su parte, una escama ulcerosa fue extendiéndose rápidamente por los cerros y pronto hizo saltar en pedazos la estólida imaginación que los comparaba a bellos nacimientos.” En Así es Caracas, Soledad Mendoza (1980). Ver contenido completo del artículo al final de este capítulo.
El caso caraqueño, si bien emblemático por su precedencia y cuantía, no deja de
ser representativo de una realidad común al resto del país. Esta forma improvisada,
espontánea y vertiginosa de edificar la nueva ciudad aparece en todas las de incipiente
135
industrialización, y materialmente se asemeja mucho a la manera como se edificaron
morfogenéticamente muchas antiguas ciudades medievales, a partir de la agregación de
edificios. Similares son las condiciones en que han nacido y crecido en muchos países
aquella suerte de ciudades dentro de la ciudad, en que se constituyen las espontáneas
barriadas de inmigrantes. Francisco Candel, catalán de agudo y sensible criterio, recreó la
situación vivida en la pujante Barcelona de mediados del siglo XX en su emblemático
Els altres catalans.158 Aquella industrial e industriosa ciudad española recibió hacia la
década de los veintes, con la misma virulencia que pocos años más tarde lo hiciera
Caracas, un contingente enorme de inmigrantes, sólo que en aquel caso provenían casi
exclusivamente del propio territorio nacional y dados los indiscutibles controles urbanos
y el estricto ordenamiento derivado del plan Cerdá, el centro tradicional se vio
medianamente protegido, por lo que las barriadas de inmigrantes se localizan en las
zonas del extrarradio.159 Además de la difícil amalgama entre los naturales y los recién
llegados, unos de los principales problemas que Candel reconoce en aquellas barriadas de
casuchas de madera, cartón cuero, uralita, chapas, ladrillo recién surgidas, son el
barraquismo y la promiscuidad que las caracteriza, problemas que según el escritor se
reproducen en muchas soluciones habitacionales ofrecidas luego por el gobierno. Unas y
otras, barriadas espontáneas y soluciones habitacionales del Estado van arrastrando sus
miserias y adolescencias. En las ciudades venezolanas ambas surgen incluso en la
inmediatez de los viejos centros tradicionales, lo que abigarra aún más su estructura
urbana. La ciudad, pues, se va conformando de manera expansiva, aditiva y en la
mayoría de los casos espontánea.
158 Nacido en la Valencia de España en 1925, con sólo dos años de edad se residenció en
Barcelona -también la de España-. Las vicisitudes de los otros catalanes, como llamó a los inmigrantes que en avalancha arribaron y se enraizaron en aquella más firme y prometedora
tierra de trabajo, se constituyó en temática central de su preocupación literaria y social. De ello resultaron obras tan significativas como la
ya referida, conjunto de ensayos poblado de vívidas imágenes literarias; o su novela Donde
la ciudad cambia su nombre; elocuente título para hablar de las periferias; texto de un
realismo y una dureza casi hirientes, en el que describen con detalle aspectos tanto físicos de
los nuevos poblados como humanos de los nuevos pobladores de la ciudad.
159 No obstante, la especulación inmobiliaria y la ocupación ilegal de los centros de manzana
del Ensanche condicionaron su nefasta tugurización.
136
A manera de nuevos conquistadores, esos seres náufragos en la ciudad van
ocupando terrenos y escalando gradualmente los cerros, hincando en ellos tablas, latas y
fardos, sin el componente mítico de las fundaciones legendarias, pero sí con una
profunda significación para esos buscadores de trabajo y de fortuna. Casuchas de tablas y
cartones que poco a poco consolidarán con materiales más resistentes. Ese proceso de
conquista y colonización de “tierras de nadie”, carentes de servicios y vías de acceso que
terminaron constituyéndose en feudos de aquellos nuevos pobladores, definió una
modalidad alternativa de urbanizar el territorio. Pueblos surgidos en las horas
penumbrosas, por si acaso se asomaban los dueños de la tierra.160 Junto a las precarias
viviendas fueron apareciendo pequeñas bodegas, garajes de reparaciones diversas,
hoteluchos. Marginados, informales, desordenados, precarios, pobres; sin embargo, en
ellos los habitantes reproducen las formas de vida del barrio tradicional. Son entonces
aquellos barrios con sus “casas mal nacidas” pequeñas ciudades dentro de la ciudad:
“claro que en muchos de estos ranchos había nevera eléctrica, radiogramola y
automóvil a la puerta...” (V.I.: 176).
160 Domingo Alberto Rangel en “Como se hace un barrio” (1994: 103-115), recreó el proceso de construcción de barriadas propiciadas por oportunistas reclutadores de gentes sin casa: el astuto tuerto Juan Luis, o el manco Pedro Pablo, o el propio presidente del Concejo, o hasta el mismo dueño de las tierras invadidas. Didier Drummond (1981: 63-72) hace una pormenorizada descripción de las distintas etapas que se suceden en la construcción y consolidación de las barriadas marginales brasileras, proceso asimilable en gran medida al caso venezolano.
137
43. Cerros caraqueños que van poblándose de ranchos. 1958.
44. Barrio de ranchos en Caracas. Forma de crecimiento generalizada a lXX.
o largo del siglo
138
Podría decirse que la individualidad con que esos barrios marginales y
marginados se estructuraban respecto a la propia ciudad, es una muestra representativa de
lo que en un orden institucionalmente aceptado cumplieron también los propietarios y
promotores de nuevas urbanizaciones. La ciudad “formal”, rodeada entonces por
grandes haciendas agrícolas, comenzó a extenderse hacia el este, con urbanizaciones de
clase media y alta y hacia el noroeste y sur-oeste con otras de clase media, media baja y
viviendas obreras. Este tema, principalísimo para comprender los cambios de la ciudad,
es recreado en Los Riberas, evidenciando la transmutación de la reposada ciudad
tradicional en la urgente ciudad moderna, en la que comienza a afianzarse la segregación
material por una intencional segregación social. Nos habla de los sustanciosos negocios
de los nuevos ricos -gracias a las gruesas entradas del dinero petrolero- con los que no
sólo se infló el precio de las casas de Caracas, sino que se construyeron nuevos
desarrollos residenciales sin sentido de amplitud y funcionalidad hacia el oeste de la
ciudad. Los nuevos -y los no tan nuevos- ricos se reservaron la zona del este donde se
edificaron urbanizaciones aisladas de lujosas quintas (L.R.: 493-494). La apertura de
importantes avenidas y autopistas, que además de incorporar zonas anejas a la ciudad
permitía una comunicación más fluida con el resto del país, siguió o en algunos casos se
anticipó a la aparición de esas urbanizaciones privadas. La dotación de vías y servicios
en la ciudad obedeció, en muchos casos, a las necesidades creadas por dichas
urbanizaciones.
139
Junto a los barrios espontáneos, la ciudad nueva se fue haciendo de la
agregación de desarrollos privados, que aunque valiosos -algunos- por su calidad como
conjunto y por sus edificaciones, tanto en el orden material como estético, coadyuvaron,
sin embargo, a un nefasto crecimiento fragmentario de la urbe. Tras el Plan Monumental
de Caracas, ideado por Maurice Rotival en 1939, y los lineamientos del plan director de
calles y avenidas de 1940, empezaron a gestarse propuestas de crecimiento y
ordenamiento urbano, y es en 1952 cuando se aprueba el primer plano Regulador de
Caracas; aunque en el ritmo endemoniado, ciudad formal y ciudad informal definieron un
tejido cada vez más laberíntico. Planificación y espontaneidad se juntaban y observadas
desde las alturas del Ávila apacible, motivaban la siguiente reflexión en aquel inmigrante
narrador:
“Mientras contemplaba en la noche la ciudad fabulosa, en la que las
luces creaban, en algunas zonas, como una fiesta fantástica, en tanto en otras eran como un monte en brasas y más allá, en la lejanía, un recamado de dragón chino o de armadura de oro, pensaba que la ciudad rica que fulguraba en las líneas de las nuevas avenidas, toda orden y simetría, quedaba vencida en cuanto a belleza, no sólo en la noche, sino a la luz del sol, por el pueblo medieval de las alturas. Los mil detalles torpes y feos, en la artesanía primitiva de los cerros, daban un total de belleza, del mismo modo que las líneas perfectas de la arquitectura urbana de abajo, en la gran perspectiva, eran demasiado pensadas para resultar graciosas.” (V.I.: 147)
Más de cinco décadas atrás y también desde un cerro El Calvario en Caracas,
Alberto Soria el protagonista de Ídolos rotos tuvo “la visión de la ciudad nativa como
una visión de ciudad oriental, inmunda y bella.” Para entonces apenas si comenzaban a
insinuarse los primeros emplazamientos espontáneos que marcaron el crecimiento de la
140
ciudad. La referencia de Rial a la belleza de las barriadas populares genera un tanto de
duda, puesto que su informalidad y provisionalidad, además de aportar poco a la ciudad
en términos espaciales -por su precaria integración física al conjunto de la misma- en
términos visuales se suma a la saturación y aspecto caótico que en ella se iba
consolidando. La razón que explicaría esta empatía es la condición de los barrios
tradicionales y de muchas nuevas barriadas -“pueblo medieval de las alturas”-161 como
lugares donde se suscitaba el verdadero encuentro entre los vecinos, en contraste con el
individualismo y marginación propiciados por los nuevos desarrollos de bloques y
urbanizaciones, y su ineficiente estructuración de espacio público. Significación de la
belleza en razón de su valor social y tejido comunitario. Aún hoy, a pesar del progresivo
deterioro de muchas zonas viejas de la ciudad, o de otras que ya nacieron degradadas y
del peligro que en estas se corre -entre otras razones por la delincuencia-, es indudable
que es allí donde persisten con mayor fidelidad los caracteres de vida de barrio, de
estructura social integrada que pueblan la narración y que, respecto a la ciudad formal,
exaltara como virtud aquel don Fernando Lara.
161 En “El cerro iluminado” de su libro La ciudad aledaña Arturo Croce (1959: 107-123), testigo de aquellos dramáticos cambios, un hombre profundamente sensibilizado por las vivencias del hombre pobre de las ciudades y los pueblos, como lo revela la práctica totalidad de su literatura, nos ofrece en una visión inversa que no solemos contemplar, la del habitante de las barriadas marginales desde su rancho en los cerros hacia la ciudad; aquella que se extiende a sus pies vertiginosa, tensa, indiferente, y en la que él vino a buscarse la vida. También, y con mayor intensidad, nos muestra en su novela Petróleo, mi General, (1967) recreada en Caracas, uno de los dramas que la pujante capital de la riqueza petrolera va regando en su desmedido e incontrolado crecimiento: los hombres de la basura, los que viven y se alimentan -in stricto sensu- en los botaderos de basura de la gran ciudad.
En la ciudad tradicional, respecto al nodal asunto de la integración social, una de
las condiciones fundamentales para el control administrativo y político, y más
significativo aún, para preservar el carácter colectivo o societario, era el mantener
reunido el vecindario. Frente a la dispersión urbana y social en la gran ciudad, la
recuperación de la comunidad, o barrio, sería la gran alternativa. A este respecto, en
nuestro país vale referir una disposición muy antigua, establecida en las últimas
Ordenanzas sancionadas por el Ayuntamiento caraqueño durante el régimen colonial,
141
según la cual, a objeto de reunir el vecindario y hermosear la Población, se prohibía la
construcción en terrenos fuera del perímetro fijado para la ciudad mientras hubiera en
ella solares vacíos, a menos que lo que se fuese a edificar prestase un servicio a la
población. Así mismo disponía que toda la ciudad, o terreno demarcado para ella, se
dividiría en barrios.162 El tamaño previsto de sólo cuatro manzanas cada uno, aunque
apropiado para las realidades demográficas de la época (finales del siglo XVIII),
resultaría evidentemente inadecuado para las de la incipiente ciudad moderna; sin
embargo, valdría considerar la relevancia que el ordenamiento de la ciudad en función de
barrios163 tiene para garantizar, además del sentido de pertenencia al lugar, la dotación y
equipamiento de cada sector de la misma; aspectos estos ciertamente muy precarios en
las nuestras y en muchas otras modernas ciudades latinoamericanas.
162 Texto de las Ordenanzas recogido en “El viejo urbanismo caraqueño”, en Mario Briceño
Iragorry, Obras Completas, Vol. 19, p. 487-490.
163 Sin que ello implicara el aislamiento de
unos respecto de los otros.
En este sentido, y ante la proliferación de barriadas marginales el Estado se
empeñó en enfrentar tan grave problema construyendo barriadas obreras. Como lo
refiriéramos anteriormente, uno de los mejores ejemplos se realizó durante el gobierno
del presidente Medina Angarita (1941-1945) en el antiguo barrio El Silencio. Dicho
barrio, espacio tremendamente degradado tanto física como socialmente, considerado
uno de los lugares más depauperados de la Caracas de los años treinta, se encontraba
ubicado a escasas cuadras de la Plaza Bolívar, dentro del perímetro a intervenir por el
proyecto de Maurice Rotival.
45. Vista aérea del antiguo barrio El Silencio, Caracas hacia 1930 (la línea blanca enmarca el espacio ocupado por dicho barrio).
142
El proyecto de reurbanización ideado por Carlos Raúl Villanueva (1942-1945) se
resolvió en un sensible cambio de escala por el incremento de la densidad de habitantes,
la introducción del concepto de vivienda multifamiliar y una estimulante vigorización del
sentido colectivo de la vida en el barrio, al mantener la valiosa mezcla de usos y rescatar
redimensionándolo el patio como lugar comunitario. Adicionalmente incorpora valores
nuevos como el de los bloques compactos de edificios que aportan dos logros
fundamentales: 1) cohesión material de ese espacio de la ciudad por la definición de un
frente de fachada continuo en las nuevas manzanas propuestas, atributo de exitosas
experiencias urbanas en el mundo; 2) conformación de espacio público a través de la
plaza y de los extraordinarios corredores cubiertos que ocupan la práctica totalidad de las
plantas bajas de los edificios, y que conectan la calle con los locales comerciales
permitiendo reavivar el fuerte carácter social que animó siempre la vida del venezolano.
Mariano Picón Salas, en un paréntesis de esperanzado entusiasmo en sus impresiones
sobre Caracas hacia 1945 escribió: “En los grandes bloques del actual “Silencio” en que
han trabajado arquitectos de fina sensibilidad como Villanueva y Bergamín no se
escatiman el aire, la luz, los prados verdes para que corran los niños. Son como una
maqueta y prefiguración de una nueva Caracas más aséptica, justiciera y luminosa que
la que desapareció con la dictadura.” (Picón, 1976: 111-112). La obra tuvo sus
detractores, quienes razonablemente denunciaban el que los antiguos pobladores del
barrio, dadas sus limitadas posibilidades económicas, no podrían acceder a las nuevas
viviendas. No obstante la gravedad de este problema, en términos espaciales y materiales
tal reurbanización aportó elementos muy positivos a considerar en un futuro plan
143
regulador para la ciudad. Tradición y modernidad magistralmente resueltas. Pero El
Silencio sólo constituyó un caso singular y lamentablemente no influyó en futuros
proyectos, ni siquiera los del propio Villanueva. Otras soluciones se propusieron para
resolver el problema de la vivienda, ya veremos sus características y resultados más
adelante.
46. Vista aérea de la reurbanización del barrio El Silencio, del arquitecto Carlos Raúl Villanueva. 1942-1945.
144
CUANDO “EL SUTIL ESPÍRITU DE SU PEQUEÑA Y PROVINCIANA MADRE LE QUEDA CORTO”...
Se había dejado prolongar hasta el infinito la fina trama del damero colonial. Pasan los años y Caracas
sigue extendiéndose como una mancha de aceite por todos los rincones del valle, sin orden y sin principios definidos. No es ya propiamente una ciudad, sino que la forman diferentes moléculas: es la distorsión del
centro urbano; la ciudad colonial explotó literalmente en poco tiempo. Carlos Raúl Villanueva (1966)
Con las riquezas técnicas del mundo actual, con gigantescas palas
mecánicas y arietes, que hunden de un golpe casas donde se vivió en paz durante un siglo, se mezclan los escombros de la ciudad romántica y detritus
de todo el planeta. José Antonio Rial (1974: 19)
50. Edificios demolidos para dar paso a la construcción de la avenida Bolívar, Caracas hacia 1950.
48. Hotel Majestic, Caracas, hacia 1920. 49. Demoliciósus ruinas c
n del hotel Majestic, 1949. Desde omenzó la nueva Caracas. 51. Construcción de la Avenida Bolívar. Caracas, década de
1950.
146
Una de las principales denuncias esgrimida por el escritor, y reiterada fuera de la
novela, habla de la falta de tradiciones y la impunidad e indolencia con que la nueva
ciudad arrasaba los pocos vestigios de su historia. Desde el gobierno de López Contreras
(1936-1941), primero que promueve en el siglo XX la renovación urbana de Caracas -
Plan Rotival-, hasta el de Pérez Jiménez (1952-1958) caracterizado por ambiciosas obras
de vialidad e infraestructura -y en el que Rial escenifica su novela-, la ciudad
experimentó notorios cambios. La rotundidad con que las nuevas construcciones, que
superaban con creces la escala de las antiguas, edificios y avenidas que
intempestivamente irrumpieron en la ciudad avivando el sentimiento de estar por fin
saliendo del “atraso”, supuso, sin embargo, una dual recepción marcada también por las
simpatías o antipatías hacia los distintos regímenes. En las novelas tratadas hay pocas
alusiones a las propuestas urbanas de la época, incluso de obras muy significativas que
fueron definiendo un cambio de rumbo, entre otras las magníficas edificaciones
educativas construidas por los gobiernos de López Contreras (1935-1941) y Medina
Angarita (1941-1945) o el emblemático complejo de la ciudad Universitaria (1944-
1957), de Villanueva, a pesar de su impacto e indiscutible valor; sin embargo, más allá
de los intríngulis políticos, es innegable que muchas de las obras, entre ellas los
ambiciosos programas de construcción de viviendas obreras y de erradicación de
ranchos, resultaron emblemáticas desde el comienzo.
En muchos de los casos es evidente que las antiguas estructuras urbanas
resultaban limitadas e inadecuadas para los cada vez más numerosos grupos de habitantes
147
de la ciudad. Los espacios se iban densificando y los servicios y equipamientos -cuando
existían- eran insuficientes. La renovación era necesaria y acometer planes para resolver
las nuevas demandas de un colectivo que crecía tan aceleradamente era urgente; sin
embargo, la política del bulldozer y el cemento ocurrió sin que se hubiese operado un
adecuado entendimiento y valoración de lo tradicional, de aquello que tenía vigencia en
el imaginario y en el sentir del ciudadano. Nacionales y extranjeros participaron de la
vorágine en la que parecía no reconocerse méritos a la ciudad preexistente. En la euforia
constructiva, el centro tradicional de Caracas, como el de muchas otras ciudades se
transformaba; su fisonomía, apenas reconocible en una tímida persistencia del trazado
urbano tradicional, experimentaba cambios radicales: “La ciudad crece por días y de la
amable y señorial villa antigua, de aquella Santiago de León de Caracas, cuadriculada,
hecha de casonas andaluzas con ventanas enrejadas, grandes patios soleados y
aposentos umbríos y conventuales, no va quedando sino el barrio de la Pastora” (Rial,
1974: 30). 52. Calle del barrio La Pastora – Caracas.
La población nacional procedente mayoritariamente del campo y la provincia
con ciudades caracterizadas por su pequeño tamaño y su modestia constructiva, estaba
poco entrenada en los oficios de la construcción. Con un aún reducido número de
profesionales nacionales hacia 1950 destacó la presencia del colectivo extranjero,
principalmente italiano que ostentó la preeminencia en el oficio de la construcción,
seguido de españoles y portugueses y luego también de colombianos. De la nueva ciudad
venezolana, en la que como en una obra de teatro se sustituye el antiguo decorado por
uno nuevo, alude José Antonio Rial (1974) al papel del inmigrante en el producto de
148
aquella acción. Un tema muy delicado fue el de la competencia que los inmigrantes
representaban para la mano de obra nacional, lo que explicaría en parte el rechazo y
malestar que se generalizó hacia los extranjeros entre los criollos. “«Como a Babel, como
a la torre prodigiosa, a Caracas le están cociendo ladrillos hombres que no se
entienden. Los portugueses y los italianos son los más frenéticos artesanos y cada día
crece su número; cada mes llegan nuevos contingentes que forcejean con los obreros
blancos, negros o mestizos, hijos del país, y acaban desplazándolos. Los patronos
criollos prefieren a los albañiles europeos y despiden a sus compatriotas».” (V.I.: 29).164
A pesar de aquellas pugnas, Caracas era mostrada por Rial como un lugar propicio para
el diálogo y aunque faltarían varios años para que se diera una más efectiva integración
de los extranjeros al país,165 la habilidad de éstos, el talante abierto y desenfadado del
venezolano y unos ingresos petroleros que disipaban las angustias, permitió que esas
prevenciones cedieran paso y el inmigrante pudiera con relativa prontitud hacerse de una
situación estable.
164 En varias momentos e instancias de la vida nacional se percibe cierto recelo y hasta rechazo por la presencia extranjera en el país. Refiriéndose a principios del siglo XX y no ya a la mano de obra trabajadora sino a comerciantes y empresarios, Blanco Fombona (1999: 76-77) aludía a las ventajas de las que disfrutaban los extranjeros frente a los nacionales ante una hipotética quiebra de sus negocios por la inestabilidad política del país; al final siempre conseguían de los gobiernos recuperar, por vía diplomática, sus inversiones. En los discursos de algunos de nuestros intelectuales la presencia extranjera es percibida como un riesgo para nuestra soberanía, sobre todo cuando se refiere a empresas extranjeras que explotan recursos en nuestro país. Indudablemente es un escenario contradictorio puesto que se reclama la necesidad de inmigración, y al mismo tiempo se recela de su presencia. En el capítulo referido al petróleo volveremos sobre el tema. 165 Todavía en 1965 Nicolás Mille insistía en dicha evidente y nefasta falta de integración, en 20 años de “musiues”. Aspectos históricos, sociológicos y jurídicos de la inmigración europea de Venezuela 1945-1965. 166 Unos párrafos suprimidos en la edición de Losada privan a la novela de una sentida reivindicación del inmigrante ante el rechazo de algunos criollos. Ver la edición de Edime de 1955, pp.144-148.
El protagonista se muestra emotivo en la defensa de sus homólogos inmigrantes.
Una carga enorme de mentes idealistas “víctimas de un error gigantesco, que merecía un
gran borrón y un olvido eterno”.166 “De verdad, cuando hablábamos de Caracas entre
las alambradas, y era tema de nuestras exaltadas charlas, no pensábamos en el petróleo,
sino más bien en esa ciudad ideal de la que Omar, Vallejo y hasta, a su modo, el mismo
Müller, traían ingenuamente planos inverosímiles. Lo que soñábamos era una metrópoli
ideal para un mundo que no puede ser.” (V.I.: 87)
149
Llamárase Caracas, Manoa,167 o Araucania, en todo caso fue la ciudad la estación
a la que los extranjeros, pero también los nacionales, querían llegar, y allí arribó esa
mixtura de nacionalidades, creencias, costumbres y búsquedas. Esa ciudad laberíntica en
su esencia, ese país complejo representa, entonces, un lugar de redención, la tierra
prometida, “la Babel alegre a la cual los hombres venían a rehacerse, frente a las
Babeles horribles del otro lado del mar” (V.I.: 185). Lugar para un re-nacimiento que tan
balsámico resultaba a aquellas gentes de espíritu carcomido por la angustia, el
desencanto y el desarraigo.168
167 Legendaria ciudad de oro capital de El Dorado, que motivó numerosas y desoladoras expediciones de los conquistadores españoles en América y que nunca pudieron encontrar.
168 Tempranamente abandona el protagonista el
tema de la ciudad como babel alegre, sucumbiendo al hechizo del mar, la selva y los
ríos y ante un previsible naufragio de la Ciudad.
Aquellos colectivos extranjeros en cuyos imaginarios habitarían las sólidas
estampas de sus ciudades de origen, conducen a pensar en la recreación de ellas en las
nuevas edificaciones y conjuntos que se construyen en el país. Del maridaje resultante
una de las principales huellas -además de las más evidentes: la mezcla étnica, y la
cultural- se materializa en la conformación física de la ciudad de mediados de siglo. A la
antigua seducción por las cosmopolitas metrópolis extranjeras, y los modestos y
discontinuos ejercicios de emulación material, le sigue una irrefrenable mixtura formal:
”Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto –a veces caótico-
resumen de las más variadas ciudades del mundo: hay pedazos de Los Angeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johanesburgo, de Jakarta. Hay casas a lo Le Corbusier, a lo Niemayer, a lo Gino (sic) Ponti. Hay una especial, violenta y discutida policromía que reviste de los colores más cálidos los bloques de apartamentos. Se identifica la mano de obra y el estilo peculiar de cada grupo de inmigrantes en ciertos detalles ornamentales: los buenos artesonados de madera de que gustan los constructores vascos; ciertos frisos de ladrillo
150
contrastando con el muro blanco como en las “masías” catalanas y levantinas; los coloreados y casi abusivos mármoles de los genoveses. (...) 169 Mariano Picón Salas, en “Caracas (1957)”,
prólogo al volumen 390 años de Caracas, (Caracas: ARS Publicidad), recogido luego en la edición aumentada de Comprensión de Venezuela publicada por Monte Ávila en 1976, pp. 221-2. 170 En su “Pequeña confesión a la sordina”, prólogo de sus Obras Selectas publicado cuatro años antes, en 1953, Picón Salas escribía: “Vivo en una ciudad como Caracas, que si en algunas viejas calles, balcones y patios puede recordar algo de Cádiz y de la bisabuela provincia andaluza, en otra es un remedo de Houston, Texas y de Los Ángeles, California. Muchos artistas y escritores no quisiéramos que sucediese así; aún defendemos el ancestral de lo nuestro, pero nosotros no pertenecemos al mundo de los negocios, que ahora determina el rostro de las ciudades.” Abierto reconocimiento del divorcio que existía -y que hoy no ha desaparecido totalmente- entre las aspiraciones e ideas de los intelectuales y ciudadanos comunes, y las decisiones de quienes manejan las instancias de poder y el dinero.
Hay dentro de la ciudad pequeñas ciudades italianas como Los Chaguaramos y el novísimo barrio de La Carlota; hay calles que se «aportuguesaron» con sus pequeños hoteles, fondas y bodegas de lusitanos, y hay trozos muy yanquis con «supermercados» y bombas de gasolina que recuerdan a Houston, Texas, Denver; Colorado, Wichita, Kansas.”169
Así describía Picón Salas la Caracas de 1957; así la observaba, casi más que
como crisol de arquitecturas, como un abigarrado catálogo de ellas.170 La ciudad
moderna venezolana se nos revela tempranamente fragmentaria, y casi voluntariamente
segregada, según nos sugeriría la anterior cita de Picón Salas. No obstante en el caso
venezolano la mezcla se cumplió y tal segregación no lo fue más que como ejercicio de
inicial localización “identitaria”, de los tan disímiles grupos humanos que arribaron a
nuestro país. A una primera caracterización del lugar siguió la mixtura que se cumplió
también casi sin excepción en el orden étnico, de lo que derivó un aún más complejo
panorama social, además de arquitectónico y urbano.
Respecto a la mixtura de formas arquitectónicas, y por su similitud con lo nuestro,
vale referir lo expuesto para La Habana por Alejo Carpentier. Grosso modo, el escritor
cubano recrea la ciudad de mediados del siglo veinte como respondiendo a dos formas
físicas, o más bien a dos maneras de habitarla: la ciudad colonial -centro tradicional- y el
sector de El Vedado -nuevo centro- refiriendo que, en oposición a la diversidad
trasmutada en amalgama armónica de la zona antigua, en la nueva “se entremezclan
todos los estilos imaginables: falso helénico, falso romano, falso Renacimiento, falsos
151
castillos de la Loira, falso rococó, falso modern style, sin olvidar los grandes remedos,
debidos a la ola de prosperidad traída por la primera guerra mundial (…).” (Izquierdo,
2002: 105) Collage de formas coadyuvando al caos que ya comenzaba a incubarse en
muchas de nuestras ciudades latinoamericanas y más específicamente las venezolanas.
171 Nacionales y extranjeros, ambos con sus particulares sueños y utopías. Arellano (1972:
162) habla respectivamente de un 40 y un 20 % en la población del área metropolitana de
Caracas para inicios de la década de 1960.
172 Ya había experimentado Caracas otros momentos de forzada improvisación, por
ejemplo más de un siglo atrás, en 1812, cuando a raíz del histórico terremoto sus habitantes
debieron enfrentar con urgencia la reconstrucción de la ciudad: “El apuro (...) ha
sido en parte la causa de las deficiencias, porque los pocos artesanos de cualquier
especialidad: zapateros, sastres y otros, se vieron obligados, de repente, a convertirse en
improvisados albañiles.” Esto expresa Zawisza (1988, tomo 2: 149-169) refiriéndose a un
escrito pionero en Venezuela: “Arquitectura”, publicado por el ingeniero Olegario Meneses en
enero de 1842, en el que éste escribía: “Los artesanos o desaparecieron o tuvieron que
olvidarse de su arte para plegarse a la necesidad; los que esta misma arrancó de otras industrias, para cubrir la falta de albañiles, no
tuvieron otra escuela que el desorden y la confusión.”
La violenta densificación poblacional, el déficit de viviendas, la ruptura del
tejido urbano impuesta por amplias avenidas que terminan fragmentándola en sectores, y
la aparición de urbanizaciones concebidas como unidades separadas del resto de la
ciudad, son algunos de los temas más importantes. Ante la ausencia de planes urbanos
integrales aprobados por parte del Estado, la avalancha inmigrante,171 los propietarios
particulares, los urbanizadores –no urbanistas- y los agentes inmobiliarios -con su natural
talante especulativo- fueron quienes determinaron el perfil de la nueva ciudad
venezolana. La siguiente cita de Ramón Gutiérrez (1983: 673) referida a Iberoamérica se
ajusta con precisión a nuestra realidad particular: “la construcción de la ciudad quedó en
manos de la improvisación y la corrupción especulativa. Oleadas de inmigrantes
decididos a «hacer la América» confluyeron con «urbanizadores» locales donde
abundaban los militares inversionistas, las «cucharas» convertidos en arquitectos y los
abogados promotores de construcción.”172 Aunque distante en el tiempo, por su relación
y precedencia con el tema vale remontarnos a lo referido por Blanco Fombona en El
hombre de hierro (1907), donde nos ofrece un simple pero elocuente retrato de uno de
esos hacedores de ciudad. Ramón Luz, hermano de Crispín el protagonista, hombre
astuto y torcido de valores quien, decidido a hacer el gran negocio, buscaba convencer al
negociante señor Perrín (¿alegoría de perro?) para construir casas de vecindad en
152
Caracas, caserones de tres pisos, de cuartos pequeñitos, baratos, para menestrales. Lo
de baratos huelga, pues hasta al usurero Perrín pareció desmedido el alquiler mensual de
cinco pesos que Ramón le sugería para mejor obtener réditos. Como prenda final del
negocio Ramón añadió con una sonrisa: “como nos proponemos obra de utilidad pública,
pediremos -usted pedirá y le acordarán- exoneración de derechos aduaneros para los
materiales. Ya usted sabe lo que esto significa. Haremos un buen negocio.” (Blanco,
1999: 109-110) Plaga de desalmados los llamó Briceño Iragorry “a quienes, para
madrugar a millonarios, nada importaría borrar hasta el alma del pueblo antiguo.”173
173 En “La ciudad sin alma”, publicado originalmente en el diario El Nacional el 4 de mayo de 1958 Briceño-Iragorry (1989: vol. 19: 219-224). 174 Para 1920 el 85% de las tierras de cultivo estaban en manos del 8% de la población (Brito, 1966-1975). 175 Ya referíamos en el capítulo I los nombres de un significativo grupo de urbanizaciones surgidas entre 1927 y 1929. 176 Ese tiempo real de la escritura lo resuelve Briceño en una suerte de mudos soliloquios de un personaje omnipresente, que con otro: el abuelo don Alejo Solórzano, parecen condensar el pensamiento del escritor.
La vorágine constructiva determinó cambios radicales. Quienes antes poseían
como principal caudal la propiedad de las tierras agrícolas -grandes haciendas-,174 se
interesaron, cuando éstas se encontraban en la proximidad de la ciudad, en su conversión
en urbanizaciones; grandes cañaverales cedieron paso al cemento edificador. Otros de los
terratenientes cuyas propiedades estaban retiradas de la ciudad, las desatendían u optaban
por venderlas para adquirir en ésta terrenos urbanizables, e incorporarse a esa dinámica y
muy rentable actividad de la construcción fuertemente estimulada por los gobernantes de
turno. Se disparó así el crecimiento de la ciudad.175
Respecto a algunas ciudades de la provincia que, aunque con más rezago, también
recibieron los efectos del impulso modernizador, referiremos lo recogido por Briceño
acerca de Mérida. En un juego sincrónico entre escenas tradicionales del tiempo narrado
en Los Riberas (1918-1946) y del contemporáneo a su escritura (1956-1957),176 e
insistiendo en su defensa de la tradición, el escritor refería la desaparición de los
153
encantos de la modesta ciudad “cuya alfombra de yerba cedió al progreso del macadam
y cuya música subterránea ha sido sustituida por el angustioso vocerío de los raudos
automóviles. Queda, apenas, en recuerdo el espíritu de la ciudad antigua. Los rojos
techos y las altivas torres caen al imperativo del progreso. El perímetro urbano varía y
mejora en el orden arquitectónico. Las costumbres se distancian de los viejos, apacibles,
modosos hábitos, y hasta la vértebra interior donde halló sostén la tradición brillante y
altiva de la ciudad parece tomada de la polilla que ha invadido el esqueleto nacional.”
(L.R.: 30-31) Se desprende del comentario de Briceño sobre el mejoramiento en el orden
arquitectónico, frente al desmantelamiento de los rojos techos y las altivas torres una
tácita admonición a la incapacidad o quizás a la falta de interés de los gestores de la
ciudad, en intentar una consubstanciación entre una modernidad y una tradición
necesarias y complementarias. La primera, clave de la puesta a punto de la ciudad; la
segunda, fundamento sólido del carácter de sí misma y de sus habitantes.
Para mediados del siglo XX y ante el imperativo del progreso, el alma de Mérida,
su poesía, se había refugiado en antiguas parroquias o en las afueras de la ciudad: Milla,
la Otra Banda, Pie del Llano. La proximidad entre el más compacto escenario urbano y
las tierras de cultivo, que hasta casi los años cuarenta todavía conformaban un límite
bastante inmediato a la ciudad, permiten dibujar una idea de la fuerte presencia que el
campo tenía en el imaginario del hombre merideño de principios de siglo. Campos de
cultivo y paisaje natural conformaban los marcos prodigiosos de nuestra ciudad, a la que
pequeñas o grandes haciendas delimitaban, y en cuyas casas se habitaba a escasos metros
del centro urbano: “El señor no se desdeñaba del vínculo que lo unía con la tierra
154
generosa. Como culminación de una verdadera comunidad rural, vivía cerca del mundo
donde crecía y se afincaba su poder.” (L.R.: 58) Situación similar se podría bosquejar
para muchas otras pequeñas ciudades del país, e incluso para la propia capital, aunque el
florecimiento en ésta ya desde fines del siglo XIX de nuevas urbanizaciones, tanto para
la burguesía emergente como para la clase trabajadora, a la par de los numerosos
asentamientos de inmigrantes que ocupaban el espacio con el mínimo de recursos
imaginable, expandían y densificaban la ciudad a un ritmo acelerado, anticipando la
mengua del campo. El marco natural de Caracas lo constituían las propias extensiones
del valle inmediatas a la ciudad, y el irisado espectro de su amado Ávila, cerro familiar
con su giba de camello amigo cargado de algodón (Pocaterra, 1991: 401);177 caja de
resonancia cromática, donde la luz del cielo adquiere forma, voz y sentido corporales
(L.R.: 277) y que tan magistralmente captara el pintor catalano-venezolano Manuel
Cabré.178
177 También como un dromedario fue referido por Gallegos en su novela El último Solar. 178 Manuel Cabré nace en Barcelona (España) en 1890 y a los seis años de edad se residencia en Venezuela en donde muere en 1984. Conocido como el pintor del Ávila.
54. Vista al Ávila desde la laguna de Boleíta (Óleo de 1930).
53. El Ávila (Óleo de 1920).
155
56. El Ávila desde Maripérez (Óleo de 1954).55. El Ávila desde Blandín (Óleo de 1937).
Hasta aquel límite natural, menos dramático que las altas y escarpadas cumbres
andinas pero más próximo y no menos imponente, llegaron las ráfagas modernizadoras,
ramalazos que para Briceño eran una como profanación: “Hoy, en cambio, ¡ay Dios!, el
cerro se ha vuelto loco, también, como la gente que vive en el antes dulce valle de
Caracas. ¿Pensarían, acaso, alguna vez los extraordinarios cantores del Ávila –manes
de Pérez Bonalde, de Díaz Rodríguez, de Fombona Pachano- cómo llegaría el tiempo
infeliz en que al monte singular se hicieran «labores de maquillaje tecnológico», para
trocarlo en cabaret, donde tuviese lujurioso altar el delirante Rock and Roll?.” (L.R.:
276-277). Entre 1955 y 1956 se construyen en la cúspide del Ávila la estación del
teleférico y el hotel Humboldt,179 dos atrevidas y paradigmáticas obras de la modernidad
caraqueña a las que parece aludir Briceño en su mordaz comentario.180 La profunda
discrepancia política con el gobernante de turno, el dictador Marcos Pérez Jiménez, por
su megalomanía así como por su costumbre de mostrar en obras muchas veces suntuarias
179 Para diciembre de 1955 fue inaugurado el Teleférico de Caracas (construido por la
compañía alemana Saarbrucken), y un año más tarde, en diciembre de 1956 son inaugurados el
Hotel Humboldt y la estación Ávila del teleférico (diseño original del arquitecto Tomás
Sanabria, construidos por la compañía venezolana Eneca). El Ávila fue declarado
Parque Nacional en diciembre de 1958. 180 Ninguna otra obra notable tecnológicamente
se había construido en el Ávila antes del teleférico y el hotel Humboldt, lo que nos hace
presumir la referencia a ellas.
156
el progreso del país, fueron quizás las razones de aquel desmedido calificativo de
maquillaje tecnológico. En la práctica, tales obras, de aparente interés estratégico para
comunicar Caracas con el litoral, resultaron de exclusiva utilidad turística y
propagandística para el régimen; a pesar de su valor arquitectónico poco tiempo
transcurrió hasta que cayeran en el abandono.181 Neronescos caprichos materiales,
expresión de su “Proyecto Faraónico”182 que, si bien permitieron una indiscutible
modernización física, su abandono una vez superados los primeros tiempos de bonanza
fiscal, evidenciaron su relativo valor social y la ausencia de un plan unitario y coherente
para la ciudad.
181 Hoy se busca rescatarlas del olvido y se apela a su valor como imagen e historia de la ciudad moderna. Reiterativamente, la escasa o relativa utilidad pública de muchas construcciones, en un entorno social y económicamente deprimido y la consecuente ausencia de identificación del habitante con su entorno construido, exponen a la desaparición a obras de gran valor arquitectónico.
182 La expresión es de Ocarina Castillo (2003: 200).
57. El hotel Humboldt en la cima del Ávila caraqueño.
157
El rechazo de Briceño podría confrontarse con otras visiones más esperanzadas,
que vislumbraban en obras como estas un futuro prometedor, la materialización de
sueños que cabalgaban en la mente de los caraqueños desde tiempo atrás. Una corta y
poco acudida novela venezolana: Elvia, de Daniel Rojas, publicada en 1912, asoma
aquellos sueños de futuro. El joven Enrique Bustamante, cumplido un gozoso periplo por
el Ávila, exclamaba: “¡Oh tiempos envidiables aquellos en que Galipán será un gran
sanatorio científico, y la Silla de Caracas y sus nobles montañas vecinas se poblarán de
villas, palacios y hoteles que las convertirán en Pirineos familiares, comunicados con la
Capital y Macuto por medio de todos los vehículos del progreso, inclusive el aeroplano o
Torre de Babel flotante con que el hombre reincide en la bella utopía de conquistar el
cielo! Más que de lo pasado las encantadoras cumbres del Avila inspiran la nostalgia
del futuro.” (Rojas, 1912: 92-93).
Junto a ejemplos como el del Teleférico de Caracas, habría que registrar otros de
muy buena factura que venían poblando la ciudad de significativos eventos
arquitectónicos desde la tercera década del siglo XX, con la infausta inmediata
consecuencia de que en su progresivo engreimiento, la arquitectura asumida escultura e
indiferente al entorno contribuyó a la desnaturalización de la ciudad. Una desviación de
la arquitectura moderna que se pretende urbana pero sucumbe a la vanidad. Hubo
excepciones; una obra fundamental, la más ambiciosa de la primera modernidad en el
país, fue el conjunto del Centro Simón Bolívar (1949-1957) de Cipriano Domínguez, que
se distingue por haber podido resolver adecuadamente ambos aspectos: lo arquitectónico
y lo urbano. Combinó Domínguez distintos esquemas: por una parte los famosos
158
postulados de Le Corbusier: planta libre sobre pilotis, ventanas horizontales continuas,
terraza-jardín y parasoles; mezclado con principios de concentración urbana y en vertical
común en los grandes centros de negocios norteamericanos, y aderezado con una
organización absolutamente simétrica, más propia de la arquitectura académica
ochocentista. Localizado sobre el eje de la avenida Bolívar proyectada por Rotival, este
conjunto buscó conformar el remate urbano hacia el oeste que la no menos valiosa
reurbanización El Silencio de Villanueva le despojara a la propuesta de aquél.183 Se trata
de un enorme conjunto que ocupa un terreno de unas 2 hectáreas, liderado por dos
imponentes torres de 25 pisos de altura (las más altas de la ciudad para el momento)
dispuestas por encima de una amplia planta baja libre, suerte de plaza cubierta y varios
niveles subterráneos destinados a estacionamientos, calles, comercios, galerías,
restaurantes y servicios. Dichas torres en conjunto con dos cuerpos laterales compactos y
simétricos, de diez pisos de altura, estructuran un espacio claramente definido, coherente,
monumental que, no obstante su gran dimensión, ofrece como logro un irrestricto y bien
resuelto carácter urbano: se conecta con el entorno, conforma un homogéneo y continuo
frente de fachada y estructura espacios de generosísimas dimensiones para el uso
peatonal. Un indiscutible acierto de la modernidad que, en lugar de negar la obra que le
disputara primacía al remate propuesto por Rotival, la urbanización El Silencio, se
articula a ella en respetuoso diálogo; enfoques morfológicos y funcionales distintos que
construyen en conjunto un extraordinario fragmento de ciudad.
183 Ver Hernández de Lasala (1991).
159
58. Vista aérea del Centro Simón Bolívar. Detrás se observa el conjunt
El Silencio y al fondo los superbloques de la urbanización o de la reurbanización de 23 de enero.
Pero las reservas existían, quizás más que hacia la propia arquitectura, hacia lo
que ella encumbra y lo que relega: “floración funcional, elevada como un templo ciego al
dios del petróleo, en el centro de la ciudad vieja, con la austera modestia del paisaje
urbano de ayer”, así la refiere Rial en Venezuela imán (1974: 32). En esa vorágine
edificatoria languidecía pues el ya menguado patrimonio construido, y a la ciudad
tradicional, de retícula ortogonal modesta aunque ordenada, le sucedía una abigarrada,
160
voluptuosa, confusa y expansiva. Es un “crecer por crecer, como si fuera una ciudad
iguanodonte, a la que el sutil espíritu de su pequeña y provinciana madre le queda
corto.” (V.I.: 18). “«La madre sensible y grácil sucumbe en el parto y da a luz un
monstruo altivo y escaso de cerebro».” (V.I.: 30). Dura sentencia la del escritor que
vislumbra en aquella ciudad moderna emergente los signos inequívocos de un seguro
fracaso. La nueva ciudad que crece desconociendo a su predecesora, vuelta de espaldas a
la tradición. Ciudad sin alma “entregada al destrozo de mercaderes de tierras, a quienes
asesoraban arquitectos que sólo pensaron en probar pericia para contorsionar la
geometría y a quienes fue fácil deponer la lógica ante los caprichos neronescos del
gobernante (Pérez Jiménez) empeñado en arrasar la vieja ciudad” opinaba Briceño
Iragorry.184
184 El escrito “La ciudad sin alma” (1958) de Briceño Iragorry –ya mencionado- se refiere a Caracas, y se apoya en una carta enviada cinco años atrás por honorabilísimas señoras caraqueñas a la esposa del dictador Pérez Jiménez, abogando porque en el afán modernizador no fuesen demolidas dos antiguas y valiosas edificaciones de la ciudad: el colegio Chávez y el Museo Colonial. Ambas casas sitas entre las esquinas de Llaguno y Carmelitas, a sólo dos cuadras de la plaza Bolívar, hacían frente con una calle que en los planes urbanos que venían adelantándose desde 1936 debería ampliarse. Así, durante el mandato del referido dictador aquella modesta calle de sólo 9 metros de ancho se convirtió en la amplia avenida Urdaneta, de 26 metros de ancho, y entre los escombros de la demolición se contaron los de las casas señaladas. 185 Contralor General de la República de Colombia en 1935, exiliado en Venezuela tras la crítica situación colombiana de fines de la década de los cuarenta. En nuestro país se convirtió en importante empresario editorial, según lo recoge Edgar Otálvora, en http://www.geocities.com/otalvora/libros/redlibsoc/redlib06.htm (consultada en julio 2005)
Aunque difícilmente discutible lo de los mercaderes de tierras, respecto a los
arquitectos modernos venezolanos Briceño no hace distinciones. Movería a escepticismo
encontrar que, junto a escritos como este de 1958 en el que Briceño objeta las
intervenciones que desde los años veinte se hacen en la ciudad, y los otros muchos que
en sintonía con lo allí expuesto publicara desde antaño, sólo 7 años atrás, en 1951, el
mismo escritor, atendiendo la solicitud de Plinio Mendoza Neira,185 le prologara el libro
Así es Caracas, en el que -según Briceño- el referido editor “revela en forma artística y
sugestiva el progreso acelerado que está transformando la vieja «ciudad de los techos
rojos» en masa imponente de edificios de moderna y empinada arquitectura, con anchas
y vistosas avenidas y verdes y lucidas plazas. Un sueño constante de progreso ha venido
a realizarse, gracias a las fuertes posibilidades económicas de que dispone la República
161
y a la audacia constructiva del Gobierno y de los particulares. La justicia obliga por ello
a rendir parias a los actuales mandatarios del país.”186 Dentro de la Junta que gobernaba
en dicho momento -1951- se encontraba el mismo Pérez Jiménez, el de los caprichos
neronescos. Confundiría, así mismo, al revisar otras ideas expresadas por Briceño en el
mismo año de 1951 en una de sus obras capitales: Mensaje sin destino, libro aleccionador
y de indiscutible valor nacionalista, en el que haciendo referencia al ya tratado tema de
nuestra agonizante autarquía económica, señalaba el peligroso desplazamiento de que
eran objeto nuestros productos nacionales por los extranjeros; desplazamiento que
condicionó una “menuda y espantosa realidad de decadencia y desfiguración nacional,
(que) creemos compensarla con vistosos rascacielos armados con materiales forasteros:
con lujo de todo género, a base de productos importados, y hasta con una aparente
cultura vestida de postizos.” (Briceño, 1998: 64-65) Se impone decir en descargo de
Briceño que para 1951 cuando escribe la reseña sobre el libro Así es Caracas, aunque se
habían realizado obras ambiciosas aún no se había desatado la furia constructiva que
caracterizó los años 1952-1957; además en su reseña Briceño se cuidó de alertar sobre la
necesidad de que, frente a la desaparición de la casi totalidad de las casas y calles de la
Caracas tradicional, por “la ausencia de un oportuno plan urbanístico, (cuidemos) la
otra Caracas, más fuerte y más durable que los edificios echados a tierra por la pica
implacable del progreso.” La del espíritu, las raíces y el recuerdo de sus hechos y
hombres singulares.187
186 Briceño Iragorry, “Libro sobre Caracas y su gente. Así es Caracas”, en Obras Completas,
volumen 19, p. 345 (Publicado originalmente en Crónica de Caracas, (1951). Caracas, Nº 6-7, pp.
208-210). Su relación con Mendoza Neira la refiere el propio Briceño en dicho artículo.
187 Algo incómodo debió resultarle a Briceño el compromiso adquirido con su amigo cordial y
colega de andanzas diplomáticas, habida cuenta de la preeminencia numérica de sus críticas a la
ciudad moderna.
Se suman pues las reservas y críticas hacia la ciudad moderna. Ciertamente
había miedo de los cambios, del alejamiento de lo conocido; la nueva arquitectura se
162
posaba orgullosa sobre la vieja ciudad y su altivez incomodaba a muchos que no veían en
ella más que presunción e irreverencia. Edificios públicos, hoteles, instalaciones
turísticas, clubes, viviendas de lujo, nuevas urbanizaciones, grandes avenidas; y junto a
ellos las precarias viviendas de la creciente población pobre. Las barriadas populares de
desarrollo espontáneo y no controlado plantearon nuevas dificultades, y junto a la nueva
configuración urbana y la desafiante arquitectura, uno de los temas neurálgicos y más
controversiales lo constituye el de las soluciones que el Estado dispuso, para atender la
necesidad de vivienda de los sectores de menores recursos.
188 118.312 habitantes en 1920 a 693.896 habitantes en 1950. Según Censos Nacionales. 189 Pasó de 359,1 hab/km² en 1926 a 1440,4 hab/km² en 1950, elevándose a 2577, 9 hab/km² en 1960. Datos del Instituto Nacional de Estadísticas –INE-, Censo 2001.
LA SOLUCIÓN EN SUPERBLOQUES
Ya referíamos en el primer capítulo cómo Caracas en sólo treinta años vio casi
sextuplicada su población188 y quintuplicada su densidad poblacional.189 La escasez de
vivienda y las limitadas condiciones económicas de muchos de los nuevos ciudadanos,
provocaron el crecimiento de aquellas barriadas espontáneas de casas de tablas y cartones
en muchos de los cerros que poblaban la ciudad. De reposadas colinas verdes que antes la
rodeaban -en una armonía destacada siempre por los novelistas-, insufladas de vida por
sus numerosos pobladores parecían luego emerger como lava presta a engullir a la ciudad
que ahora las envolvía:
“San Agustín del Sur está en el centro de la ciudad, al pie de unos cerros o colinas que, como los que asoman sobre París o sobre Roma, se hallan rodeados por la ciudad urbana cual islotes por el mar.
163
Pero en estos montículos crece la vegetación áspera, espesa como el vellón de los carneros, y de un verde irritado, entre los ranchos donde viven los humildes, los negritos, las lavanderas, las criadas de servir y los albañiles y peones italianos o portugueses que están ayudando a levantar la nueva Caracas.” (V.I.: 21)
La ciudad hecha por adición, compuesta en la agregación de barrios
conformados a su vez por la agregación de nuevos ranchos, o de ampliaciones de los
anteriores. Así se fueron edificando muchos barrios caraqueños, que a poco de haberse
operado la cuantiosa inmigración, parecieron tapizar todos y cada uno de los cerros que
envolvían a la ciudad.
59. Cerro tapizado de ranchos. Caracas, década de 1960.
164
El dictador Pérez Jiménez (1952-1958) se empeñó en la erradicación de los
ranchos y en la transformación del medio físico, dentro de lo que regular el crecimiento
de la ciudad era prioritario. Se contrató la asesoría de un grupo de profesionales
extranjeros, que ya participaban en proyectos urbanos en el país desde la creación de la
Comisión Nacional de Urbanismo (1946), y algunos incluso antes, en el Plan
Monumental para Caracas de 1939. Estos profesionales introdujeron en la planificación
urbana venezolana el tema de las unidades vecinales. Maurice Rotival, Francis Violich, y
José Luis Sert, conjuntamente con Jacques Lambert y Gaston Bardet fungieron de
asesores en la realización del “Estudio Preliminar del Plano Regulador de Caracas”,
aprobado en 1952.
60. Estudio preliminar del Plano regulador de Caracas.
165
La propuesta de dicho Plano Regulador, estructurada sobre la base de 12
comunidades constituidas por unidades vecinales, se atiene al concepto fundamental de la
ciudad funcional: “separar, clasificar y organizar los diversos elementos que integran la
ciudad conforme al concepto de sus funciones básicas: habitación, trabajo, circulación,
educación”, preceptos estos tratados en el IV CIAM.190 Según Villoria Siegert (2004) en
la transferencia del modelo de la Unidad Vecinal a Venezuela, las propuestas para
Caracas respondieron a una variación o adaptación del esquema ideado a comienzos del
siglo XX por el estadounidense Clarence Perry. Mediadas tres décadas y frente a las
particularidades locales, una de las principales variaciones estuvo en la asignación de una
mayor densidad de población para los desarrollos estatales, resueltas por los proyectistas
en bloques en altura. Tal incremento en la densidad de población implicó que los
servicios requeridos fueran mayores, lo que planteaba nuevos retos para garantizar su
accesibilidad; por otra parte, en lugar de organizarse en torno a la escuela primaria, como
lo establecía Perry, el centro de dichas unidades lo constituiría la plaza, seguida de la
iglesia, curiosa coincidencia con valores y espacios de la ciudad tradicional venezolana.
190 Recogidos por Sert en Can our cities survive? -publicado en 1942-, y por Le Corbusier en
Urbanisme des CIAM. La Charte d’Athènes, publicado en 1943. Sobre José Luis Sert ver
Rovira (2000).
Los centros comunales de Perry, luego centros cívicos de Sert, dotarían a los
nuevos conjuntos con los servicios necesarios. La aplicación de los principios de la
unidad vecinal, moderno concepto de los barrios o comunidades, aunque prometedor y
eficaz en el contexto norteamericano, no garantizó el éxito de la ciudad en el nuestro,
entre otras razones por su incompleta ejecución. Además de lo deficitario de los servicios
dispuestos, en muchos de los casos los promotores inmobiliarios se limitaron a la
construcción de la infraestructura básica y las viviendas, quedando muchas veces las
166
áreas previstas para los servicios sin completar,191 debiendo servirse sus habitantes de los
ya colapsados e insuficientes de la vieja ciudad. En tal sentido la idea de barrio, tan
estimada por los defensores de la ciudad -recordemos la exaltación de Rial de las
barriadas populares- y presumible garantía de un más armónico e integrado ordenamiento
de la nueva ciudad no se cumplía a cabalidad. Por otra parte, los principios de
segregación funcional192 y la propuesta de gigantescos bloques de apartamentos ofrecida
por los profesionales como respuesta al muy pertinente incremento de la densidad
poblacional, resultaban totalmente contrapuestos a la forma habitual de vida del
venezolano. Ramón Hernández (2000), en un contemporáneo, agudo y mordaz artículo
de prensa titulado “Elogio a Caracas sin rascacielos”193 escribió: “La errónea
especialización que divide espacialmente los centros urbanos -aquí se duerme, allá se
compra, acullá se divierte, en aquel sitio se educa y en ese otro lado está la perversión-,
que puede ser una desnaturalización no intencional de la ciudad jardín propuesta por
los utopistas, (…) ha traído como consecuencia ciudades más inseguras, con sitios que
se tornan fantasmales cuando finaliza la jornada laboral.”
191 Ver Martín-Frechilla (1994: 314-315). 192 Algunas consideraciones a este respecto en Almandoz (2002d: 605). 193 Ver el texto completo del artículo en anexos.
De las iniciativas emprendidas por el gobierno Rial no habla en Venezuela imán, a
pesar de que los masivos nuevos conjuntos de viviendas tenían un notorio impacto en la
imagen que de la ciudad se iba conformando, y de ser los barrios populares tema central
de su novela. Su silencio, considerado cómplice por muchos opositores al régimen de
Pérez Jiménez, podría entenderse más bien como desacuerdo político con la dictadura:
Rial sale de España decepcionado por la instauración de la dictadura franquista y
buscando un espacio de libertad, y a dos años de su llegada a Venezuela se inicia allí un
167
gobierno autocrático; sin embargo, en 2003, a sus noventa y dos años de edad y quizás
movido por los sucesivos desaciertos que ha visto a lo largo de medio siglo de malos
gobiernos en Venezuela opinaba “Pérez Jiménez no es lo peor que ha tenido este país.”
(Arráiz, 2004, p. 13).194 Respecto a las obras de Pérez Jiménez, podríamos también
suponer en Rial su desacuerdo material con algunas de aquellas. La desproporcionada
dimensión de algunos de los edificios de apartamentos, en contraste con el reducido
tamaño de cada unidad de vivienda, así como el aislamiento entre los distintos edificios,
se oponían radicalmente a la tradicional forma de habitar de los colectivos a quienes iban
dirigidos, y que Rial ponderaba en su novela. El laboratorio urbano que constituyeron
experiencias tan radicales como la de la urbanización 2 de diciembre, luego llamada 23
de enero, demostrarían pronto que no todos los modelos arquitectónicos y urbanos se
ajustan al colectivo, y en particular al de la incipiente clase trabajadora venezolana. Obra
del TABO (Taller de arquitectura del Banco Obrero) liderado por el arquitecto Carlos
Raúl Villanueva, este conjunto mezcla los conceptos de la Unidad Vecinal -
estadounidense- y de la Unidad Habitacional -corbuseriana-, resuelto en poco más de
9.000 apartamentos en un total de 26 superbloques (de 150, 300 y 450 apartamentos) de
15 pisos de altura y 42 bloques pequeños de 4 pisos, además de 17 jardines de infancia, 8
guarderías, 25 edificios de comercios, 5 escuelas primarias, 2 mercados y 2 centros
cívicos.
194 Su silencio, según propias palabras, obedeció a su deseo de no meterse en
problemas “no me gustaba meterme en asuntos políticos porque no estaba nacionalizado.”
(Arráiz, 2004, p. 13). En 1978 se publicó una entrevista a Rial en una separata en la revista
bimensual de teatro Pipirijapa, en la que ya aparecen algunos de estos aspectos señalados
luego por Arráiz.
168
Se adopta en él el lenguaje de la arquitectura moderna pero con un esquematismo
despiadado y una masificación riesgosa -60.000 mil habitantes-195 que condicionaron,
entre otras cosas, su poca adecuación y pronto fracaso dada la incompatibilidad de las
formas de vida que su propia configuración imponía, frente a las predominantes
costumbres rurales de sus ocupantes; recordemos que se trataba fundamentalmente de
población inmigrante del interior del país. Aunque la cultura y costumbres de sus
destinatarios no tenía porqué conducir a soluciones unifamiliares, similares a las que
ellos ocupaban en sus lugares de origen, o incluso en las mismas precarias barriadas que
habían construido en el lugar que fuera desalojado para edificar los superbloques
(alternativa aquélla más que inconveniente frente a la alta población de la ciudad y sus
límites físicos), la excesiva masificación en vertical del conjunto significó una
desacertada elección, a la luz de su inmediato deterioro y sus pocos logros respecto al
papel auto-educador de sus ocupantes, que el gobierno y los ideólogos del proyecto
cifraban en tales desarrollos.196 Por otra parte la separación excesiva entre los cuerpos
edificados no permitieron, ni permiten hoy, constituir un continuum que articulara al
conjunto, percibiéndose como simples cajas sueltas sobre una gigantesca sabana no
siempre cubierta de césped. Además de sus escasos o nulos hábitos de vida en tal tipo de
desarrollos, los elevados costos de mantenimiento de las áreas comunes frente a los más
que exiguos recursos económicos de sus ocupantes, fue otra de las causas de su pronto
deterioro. Este conjunto, el más representativo por su dimensión y quizás el más
polémico, se inició en 1955, un año después de que José Antonio Rial culminara su
novela, lo que justificaría su no consideración en ella; sin embargo, la urbanización El
195 Riesgosa por el modelo elegido de excesiva concentración en grandes cuerpos verticales,
aunque la considerable superficie total del terreno revela densidades menores.
196 Una triunfalista y encendida defensa de este conjunto habitacional la expuso Sibyl Moholy-
Nagy, profesora de arquitectura en el Pratt Institute de Nueva York y amiga de Villanueva, en Carlos Raúl Villanueva y la arquitectura de Venezuela (1ª edición español-inglés, Lectura:
1964)
170
Paraíso, o la de Cerro Piloto, también según los lineamientos de Villanueva, ya se habían
construido en 1954.
62. Urbanización El Paraíso. Caracas 1954.
Acerca de los bloques de apartamentos en forma de pastilla, como denominó
Kevin Lynch (1985: 284) a proyectos similares al del 23 de enero en Caracas, este autor
escribía: “Es un hábitat especialmente difícil para las familias con menores, y a casi
nadie le gusta. Produce un entorno monótono, superior a toda escala humana. Las
superficies del terreno deben usarse de forma intensiva como accesos: aparcamientos,
servicios y juegos organizados. Gran parte de esa superficie está, por tanto,
171
197 Para el tema de las “viviendas baratas, y los polígonos de viviendas en España ver Horacio
Capel (2002). pavimentada o poco cuidada. Es difícil controlar el gamberrismo y la seguridad. Casi en
todo el mundo es un tipo de vivienda tolerable sólo cuando los ocupantes están
obligados a vivir allí debido a razones políticas, al precio o a la escasez de viviendas.”
Fue, sin embargo, uno de esos modelos que se repitió indiscriminadamente en muchos
lugares del orbe.
“Casilleros de cementerio”; así, más cargada de poesía pero también de amarga
significación fue la denominación que el ya referido escritor catalán Francisco “Paco”
Candel (1965: 182) dio a los bloques de apartamentos; esos que desde mediados de la
década de 1950 también construía el gobierno español en Barcelona y en casi toda
España, dentro de las políticas de viviendas económicas para solventar el agudo
problema que ciudades como aquella padecían, como secuela de su explosivo
crecimiento poblacional por las fuertes corrientes migratorias.197 Según Candel,
solucionado -¡bueno, solucionado!- el problema del barraquismo que se refirió
anteriormente se va creando el del monobloque, producto de las masivas soluciones
habitacionales ideadas por el Estado. En éstos “se vive de espaldas a la ciudad, fuera de
la ciudad. Es un vivir abigarrado, tipo colmena, tipo carcelario, con sensación de poca
intimidad, de estar desnudo dentro de estos pisos. Todo se oye, se huele, se ve…”
(Candel, 1965: 219). Así, aquellos numerosos bloques de minúsculos apartamentos,
aunque menos precarios, parecían incorporar nuevas problemáticas a la ya difícil
adaptación de los emergentes grupos urbanos. Oriol Bohigas en su “Elogio de la barraca”
(1963: 151-152) refería que junto a las precarias construcciones levantadas por el
huérfano inmigrante en la ciudad -consideradas con demasiada ligereza frágiles, 63. Urbanización 23 de Enero, Caracas.
172
propicias a la inmoralidad y la promiscuidad parece decirnos- hemos ayudado a nacer un
monstruo nuevo, más escandaloso, más vergonzoso: el barraquismo con firma de
arquitecto. Criticaba, como Candel, los suburbios de viviendas construidos en las afueras
de la ciudad, nuevos núcleos exiliados de la vida auténtica de la urbe, compuestos por
“unos extraños bloques lineales, en la disposición urbanística más poco razonable, en el
más absoluto desligamiento de todo aquello que tiene de vivo y de aglutinador la ciudad
vieja.” Frente a tanto despropósito exaltaba como cualidad la vida de relación de los
barrios de barracas.
Respecto a las soluciones habitacionales del gobierno español en Barcelona, tanto
de edificios como de viviendas unifamiliares, Candel refiere ejemplos como el de Casas
Baratas, La Trinitat, La Verneda, Barón de Viver, Can Clos, Polvorín, entre otras, en los
que la inmisericorde estrechez del espacio físico y en ocasiones de dotación material -
como lo refiere para las barracas construidas en la calle 21-bis del conjunto Casas
Baratas (grupo Eduardo Aunós)-, obligaban a hacer malabarismo para habitarlas:
“Constan de dos habitaciones y otro compartimiento. Las habitaciones son tan pequeñas
que tuvieron que acortar las camas para que cupieran. Hay que desnudarse en la cocina
o comedor, porque dentro de la habitación, aparte de la mutilada cama, no cabe nada
más. Y desde allí zambullirse. (…) La cocina, el comedor y el water, son una misma
cosa, constituyen el tercer departamento. Este water, que no es water, puesto que carece
de agua corriente, sino retrete, un simple hoyo, está en el ángulo de un rincón,
triangularmente, sin puerta también, sólo una cortinilla. Se come y se defeca al mismo
173
tiempo. El olor del guiso y de la porquería se mezcla y se confunde.” (Candel, 1965:
206).198
198 Según datos ofrecidos por Carlos Sambricio (2000: 80) un decreto del gobierno español de mayo de 1954 fijaba en 35 m.² el área para la
vivienda social más pequeña. Las viviendas para el sector de menores ingresos, denominadas como
de renta limitada, se clasificaban en tres tipos: la “reducida” con superficie entre 100 y 60 m.², la “mínima” entre 58 y 35 m.² y la “de tipo social”
con un máximo de 42 m.².
199 Como referimos en el capítulo I se construyeron las primeras urbanizaciones obreras,
entre ellas San Agustín (1928), Agua Salud y Cútira (1928), Nueva Caracas (1929), Bella Vista
(1937), Pro-Patria (1939). La solución habitacional de viviendas unifamiliares se ha
seguido construyendo aunque, en Caracas, no ya en áreas centrales de la ciudad.
En Venezuela también se edificaron casas unifamiliares para el grupo de menores
recursos, aunque más tempranamente durante la primera etapa de los proyectos
gubernamentales de viviendas obreras (1929-1940).199 Según los datos recogidos por
Martín Frechilla (1994: 338) un estudio de 1938 del ingeniero Poinçot proponía 64 m.²
como área de vivienda para una familia con hijos, y 38 m.² para una sin hijos, medidas
explicables si pensamos en términos de costos de construcción y capacidad adquisitiva de
sus destinatarios, pero impugnables en los más elementales términos humanos. Más
extremas resultan las dimensiones de la vivienda mínima de la urbanización Lídice, de
sólo 21 m.² según propuesta del gobernador Francisco Leopardo (Martín-Frechilla, 1994:
340). A partir de los años cincuentas predominó, en cambio, la solución habitacional de
edificios aislados de apartamentos, también de viviendas muy reducidas, menos flexible
pues impedía futuras ampliaciones en función del crecimiento del grupo familiar y
dudosamente acertada por su impacto fragmentador del espacio urbano, aunque más
ventajosa en cuanto a ocupación del suelo, costos, y dotación de servicios, así como
aireación y ventilación de los apartamentos -temas impostergables y conquistas
irrefutables del movimiento moderno-, impulsando definitivamente la ciudad
concentrada y densa frente a la difusa que devendría de las soluciones unifamiliares.
A la política de erradicación de ranchos seguiría, en nuestro país, la de la
renovación urbana de viejos sectores de la ciudad. El sociólogo Roberto Briceño León
174
200 Más contemporáneamente, aunque en la Barcelona de España, similar realidad fue tratada en el documental-película En construcción, de José Luis Guerin (2000), recreando la mutación que un sector del Barrio Chino barcelonés y sus habitantes sufrían, durante la demolición y posterior construcción de un edificio al que -por supuesto- no pudieron acceder sus antiguos dueños. Es indiscutible que cualquier proceso de cambios supone la pérdida por parte de unos y la ganancia de otros, pérdida que sería asimilable en la medida de sus beneficios para la ciudad; y una de las claves que nos da la práctica es que los planes de renovación urbana deberían empezar por fortalecer -de haberla-, o de crearla -de no haberla-, la identificación de los usuarios con el lugar, es decir, el sentido de pertenencia.
refiriéndose a los planes de renovación previstos en los años setenta en dos tradicionales
parroquias caraqueñas: San José y La Pastora, aludía a estas políticas hurgando en las
que -según su parecer- eran las verdaderas razones económicas y políticas que
apuntalaban tales acciones: “Los desalojos de barrios nos habían mostrado un tipo de
acción pública, de renovación de un sector de la ciudad en el cual se tumbaban ranchos
para construir edificios, se derrumbaban viviendas de cartón y zinc para construirlas de
ladrillo y cemento, pero la ciudad no son piedras, ni ladrillos, ni maderas, ni cartones.”
(Briceño-León, 1987: 233) Se quiere renovar sectores ocupados por grupos populares en
aras de una mayor salubridad, en contra de la miseria, del atraso, de la apatía, el
desempleo y la delincuencia, aunque detrás de aquellos “nobles intereses” lo que
realmente privaba, según Briceño León (1987: 250), era “un enfrentamiento entre el
rancho y las casas de zaguán y patio, como símbolo del atraso, contra los edificios de
apartamentos, como señal de lo moderno; es una lucha entre los espacios tradicionales
propios del país enfrentados a los espacios internacionales, «como los de cualquier país
desarrollado». Es, en definitiva, una lucha entre lo propio como tradicional y atrasado
frente al progreso representado por lo moderno y lo internacional.” Los nuevos
conjuntos previstos en las áreas renovadas resultarían en la práctica inaccesibles para sus
habitantes tradicionales, lo que les obligaría a buscar opciones de vivienda en áreas
alejadas del centro; consiguiendo eliminarse algunos problemas aunque perdiéndose,
entre otras cosas, el sentido de pertenencia al lugar. El Estado se mostraría como efectivo
combatiente de la pobreza, cuando lo que en realidad habría conseguido era trasladarla a
las afueras de la ciudad.200
175
Ante la imposibilidad material de erradicar los ranchos, evidenciada por el
creciente número de quienes habitan en ellos, más de un 50% de la población nacional
actual,201 algunos profesionales que defienden la revitalización y consolidación de
barrios como la mejor alternativa, abundan en argumentos acerca del extraordinario
valor social de tales entornos, razonamientos que podríamos emparentar con visiones
recreadas por Rial en su novela. Frente a la ciudad formal segregada carente de espacios
urbanos adyacentes a las viviendas, que estimulen el verdadero intercambio social, estos
profesionales oponen los lugares del barrio; en ellos “no existen parques ni plazas ni
bulevares, pero existen por doquier, en estrecha relación con el interior de las viviendas,
esos pequeños espacios urbanos muy bien definidos y animados por la variedad y textura
de los volúmenes que los conforman, la riqueza que les dan las perspectivas cambiantes
y los desniveles, y llenos de escalones y muros que funcionan como el mejor mobiliario
urbano. Techos, patios, callejones, escaleras. Espacios donde es muy placentero
sentarse a conversar, tender la ropa al sol, jugar o simplemente ver el cielo o el
paisaje.” (Bolívar; 1994: 85). Ya mencionamos antes una visión española, menos
detallada, pero igualmente identificada con ésta en “Elogio de la barraca” (Bohigas,
1963)
201 Según las proyecciones de Caraballo, Aldana y López (1997, tomo 4: 288). Según Maza Zavala
(1997, tomo 2: 167-170) para 1995 un 80% de la población nacional (cercana a los 21 millones)
vivía en ranchos en condición de pobreza relativa, mientras que la pobreza extrema afectaba ya a un
tercio de esta. La situación pareciera agravarse; sin embargo, el discurso oficial afirma que “al 31
de diciembre de 2005 la pobreza alcanza el 37,9%, y el nivel de pobreza extrema es de
15,3%” -Instituto nacional de estadística, 2006. A estas dramáticas cifras se suma el elevado número
de damnificados consecuencia de los desastres naturales (inundaciones y terremoto) que han azotado regiones del país en los últimos años.
Ambas condiciones: la elevada demanda de viviendas y la pobreza de los demandantes,
dificultan tanto la posibilidad material de construir el número requerido de viviendas como
la de los destinatarios de adquirirlas.
202 Importantes iniciativas y proyectos se adelantan hoy en diversos países latinoamericanos
para el “reconocimiento” y “regularización” de los barrios y su incorporación definitiva a las
ciudades, destacando ejemplos como el proyecto Favela-Barrio en el Brasil.
No obstante esta defensa del barrio, la crítica a la arquitectura provisional,
precaria, caótica que los informa ha estado siempre presente en cualquier análisis de la
ciudad. Vista la precariedad de sus espacios y construcciones no termina de
convencernos lo de lo “placentero” que describe la cita, y la opción de su reconocimiento
y consolidación genera no pocas dudas.202 No obstante el valor que les asignan,
176
preferiríamos contar con ciudades mejor organizadas, plenas de espacios públicos
eficientes, con buena arquitectura, bien equipadas, amables, gratas, estimulantes; aunque
nuestros errores y la predominancia numérica de tales barriadas, la no resolución de los
problemas económicos y sociales que generan tanta pobreza, y que junto a la ineficiencia
gubernamental para cumplir las ofertas de vivienda y empleo no hacen más que
coadyuvar a su incremento, parece inevitable e incluso justo tal “reconocimiento”.
Regularizados los barrios, su mejoramiento físico e incorporación a la ciudad deberían
constituir un primer paso para recuperar la urbe; luego, ante la insatisfactoria ciudad, la
formal y la informal, que hemos construido, observar, analizar y comprender el mayor
valor comunitario que dichas barriadas tienen sería una importante lección para las
ejecuciones presentes y futuras de los gestores urbanos, los arquitectos, los urbanistas, en
fin todos los ciudadanos.
Hacer ciudad para ser vivida no ocupada; hacer arquitectura que forme ciudad,
no que la desintegre. Además de la mixtura funcional, el equipamiento y la continuidad
urbana, un elemento fundamental para una grata vivencia de la ciudad, al menos de la
manera como la entendían nuestros escritores, y nosotros con ellos, es la existencia de
espacio público, y dentro de él la calle ocupa un lugar preponderante. La calle en el
sentido de lugar, que articula lo público y lo privado, que aglutina la multifuncionalidad
de su entorno. Otra muy distinta fue la experiencia de la modernidad venezolana.
177
CARROCRACIA EN LA METRÓMOLIS 203: la desnaturalización de
la calle.
203 El término carrocracia fue utilizado por Ramón Díaz Sánchez como título de un artículo
que publicó en el diario El Universal, el 23 de agosto de 1948, referido a la preeminencia del
automóvil en la ciudad; por su parte Briceño Iragorry utilizó el de metrómolis dentro del
título de un ensayo contenido en el libro Aviso a los navegantes (publicado por Edime en
1953), en el que destaca el papel subordinado del hombre frente a la máquina, y en tal sentido
sugiere los términos modades en lugar de ciudades, moblos en lugar de pueblos y
metrómolis en lugar de metrópolis. Recogido en Obras Completas, vol. 8, pp. 269-71. En Los
Riberas insiste en su cuestionamiento al imperio de la misma máquina que el hombre
hoy mira a su servicio.
204 En prólogo a El derecho a la ciudad, de Lefebvre (1969: 6-7)
"...se le apareció una ciudad toda borrosa, sin edificios, sin casas y sin quintas. Los habitantes habían hecho un plebiscito para eliminar estas
manifestaciones de la comodidad ciudadana, resolviéndose a cumplir la mayor parte de sus vidas en los automóviles de todas las marcas y modelos,
hecho que necesariamente convirtió a la ciudad en un despejado valle de carreteras y avenidas, de autopistas y garajes, de señales de tráfico y
accidentes. Sin embargo, todos los habitantes eran felices con aquella forma de vida un tanto nómada e impulsada por la gasolina..."
Oswaldo Trejo (1969: 129) Consolidada la mixtura y el colapso, la calle es asociada frecuentemente a lo
aberrante y temible, a lo inseguro y problemático. Los postulados de la carta de Atenas
fueron determinantes. A este respecto Mario Gaviria señalaba “La separación de
funciones allí donde se ha llevado a rajatabla ha llevado a la destrucción de la vida
urbana. Lo más urbano, la calle, el cuarto de estar en la ciudad, es odiado por la Carta.
La calle es peligrosa, nociva, multifuncional, tierra de todos y de nadie, debe
desaparecer, dice la Carta.”204
En el capítulo anterior referíamos el papel central de la calle en el
funcionamiento de la ciudad tradicional, espacio en el que en apretada convivencia se
mezclaban, en las primeras décadas del siglo XX, transeúntes, automóviles, carretas,
caballos, burros, y hasta alguna que otra res en busca de su comedero. El reducido ancho
de las calles (entre 8 y 10 metros) que los cascos centrales de nuestras principales
ciudades conservaban hacia 1930 y 1940, configuraron con esos múltiples y
heterogéneos ocupantes un escenario abigarrado, confuso y en rápido deterioro. Al
178
64. Plan Rotival: plano de la circulación futura por las nuevas avenidas y calles.
interés del gobierno por resolver los problemas de congestión e insuficiencia de sus
calles Rotival da una primera respuesta, en su Plan Monumental de 1939,
específicamente en su propuesta de la avenida principal o central (Bolívar). En ella toma
la calle y la constituye en elemento fundamental reorientando y revalorizando su
significación; así también dispuso un entramado de calles y avenidas para una circulación
futura en la ciudad, por medio del cual la conectaba con poblados cercanos,
especialmente hacia la zona oriental. No obstante lo ambicioso e imponente de su
propuesta, la red adicional de calles, una simple disposición de vías sin proposición de
una trama urbana que se conjugara con él, frente a la particularización de la referida
avenida principal y la edificación de sus entornos adyacentes, revela el modesto e
incompleto carácter del proyecto, una suerte de “plan especial” contemporáneo en el que
se desarrolla un sector muy localizado y de relativo poco tamaño.
179
Interrumpido el avance y aprobación del referido proyecto, su propuesta se
tradujo en un plan director de calles y avenidas aprobado en 1941; a este siguió un plan
municipal de vialidad aprobado en 1951205 que seguía en buena medida lo establecido en
el de Rotival.206 En ambos la significación de la calle coincide con la de vías de tránsito
rápido como las que exaltara la Carta de Atenas. El desmesurado crecimiento tanto de
población como de número de vehículos en Caracas207 y en casi todas las ciudades del
país, condicionó que las nuevas calles y avenidas resultaran tempranamente insuficientes
y que el peatón quedara siempre excluido de ellas, o supeditado a un golpe de suerte para
poder atravesarlas sin ser embestido por un vehículo. La desproporción en el número de
carros existentes en la ciudad trajo como colofón las ya familiares colas y atascos; los
conductores se veían y se ven obligados a disminuir la velocidad o simplemente a
moverse como si un paso cristiano los precediera; esto ha promovido que el peatón
armado de un buen poco de osadía y mucho de necesidad, se mueva por las calles como
reptando entre los carros estacionados, los que circulan y las innúmeras motos, ocupando
ambos cada centímetro cuadrado de su extensión. Junto a estas calles de la ciudad,
algunas nuevas grandes avenidas, necesarias y hasta pertinentes aunque
inconvenientemente erigidas como simples vías de circulación, terminaron por seccionar
la ya insuficiente aunque más articulada ciudad tradicional.
205 Ver Martín-Frechilla (1994: 381)
206 Alfonso Arellano (2001: 211) refiere una propuesta vial para Caracas del norteamericano
Robert Moses (1948), en la que postula el desarrollo de express ways, impulsando como
los demás el uso del automóvil.
207 Referíamos en el primer capítulo el extraordinario crecimiento poblacional de
Caracas, superior a cien mil habitantes por década: de 118.312 habitantes en 1920 a
693.896 en 1950, llegando a 1.836.286 en 200 (Datos de los Censos Nacionales – INE).
Respecto al número de vehículos, aunque no se cuenta con censos específicos y las cifras varían
mucho en diferentes autores, podemos referir que entre las décadas de 1950 y 1960 se
estimaba que había en el país un automóvil por cada 4 habitantes, proporción que aunque ha
disminuido considerablemente en la actualidad, a uno por cada 11 habitantes, el incremento es
preocupante y se estima en unos 9 mil vehículos por año. En 1995 el parque automotor era de unos 2,7 millones de
vehículos, de ellos un 23 % se localizaba en Caracas. Mérida, una ciudad pequeña, de unos 200 mil habitantes en 2006, posee una red vial
con capacidad para 30 mil vehículos, y transitan por ella 70 mil. Datos de la OCEI
(Oficina central de estadística e informática), del INE (Instituto nacional de estadística) y del
Centro de información y documentación empresarial sobre Iberoamérica.
180
181
68. Vista de la avenida Bolívar hacia el Calvario.
66. Edificios y casas que fueron demolidas para dar paso a la
avenida Bolívar.
65. Aerofotografía de la zona de Caracas antes de la construcción de la avenida Bolívar.
67. Aerofotografía de la zona de Caracas tras la construcción de la avenida Bolívar en la década del 50.
Este desplazamiento del peatón por el automóvil venía fraguándose en algunas
ciudades desde las primeras décadas del siglo XX. Algunos de los paseos de Alfonso
Ribera tanto en Caracas como en Trujillo o en Maracaibo, revelan el progresivo
abandono del caminar, aún para cortos recorridos. Trujillo era una pequeñísima ciudad
recorrible a pie en poco tiempo, ejercicio, sí, agotador dada su accidentada topografía. En
Maracaibo, desde el muelle en que Alfonso desembarcó del pequeño vapor Nuevo fénix,
y mediando algunas paradas para tomar unas cervezas o visitar el club hasta llegar al
hotel, sólo se recorrían unas pocas cuadras; sin embargo tal itinerario lo hizo en carro,
sustituto inexorable de los cortos y tónicos paseos a pie. El automóvil no sólo terminó
suplantando las vivificantes caminatas, sino que desde la segunda década del siglo XX,
desplazó incluso al tranvía eléctrico -una manera más colectiva y social de interacción y
transporte- que desaparece definitivamente hacia 1935, no sólo en Caracas sino en otras
importantes ciudades como Maracaibo.
182 69. Distribuidor El Pulpo, construido en la década del 50. Caracas.
70. Distribuidor La Araña, construido en la década del 50. Caracas
Ocuparon la ciudad colosales avenidas; dolorosas cicatrices urbanas, muros no ya
de piedra sino de asfalto y motores. Presuntuosas arterias que sembraron de vacío
terrenos donde la ciudad pudo haber florecido victoriosa. El peatón capituló ante el poder
inefable del automóvil. La máquina se apoderó del espacio urbano y como en casi todas
las demás ciudades del mundo moderno, más que recorrer la ciudad ahora lo estimulante
era correr por la ciudad. Las calles, que junto a las plazas constituían el escenario para
vivir la urbe, sucumbieron y dieron paso a las calles corredor, a las autopistas, a las
playas de estacionamiento. La urbe cometió su pecado capital y se atiborró de carros; se
impuso pues el angustioso vocerío de los raudos automóviles. Caracas apocalíptica,
183
esquiliana y esquizofrénica la llamo Otero Silva;208 ciudad kafkiana y enemiga de los
peatones la llamo Picón Salas.209
208 En carta a Mariano Picón Salas (1961). En Delia Picón (2004: 607)
209 En carta a Héctor Fuenzalida (1962),
embajador de Chile en Caracas. En Delia Picón (2004: 626)
210 Sentimiento extendido también a algunos
intelectuales que veían en la alianza tecnología-desarrollo, la clave del progreso salvador. Al cabo de los años los múltiples fracasos en la
implementación del modelo desarrollista modificaron sus discursos. Un caso a destacar
sería el de Arturo Uslar Pietri, entusiasta propagandista de la renovación vanguardista y
del proyecto modernizador en sus tempranos escritos de los años veinte y treinta, quien sólo
un par de décadas más tarde hubo de registrar el fracaso de su materialización en nuestro país.
A la construcción de la ciudad articulada desde y en torno al espacio urbano, en
la que lo edilicio -sin servilismo- atendía a su entorno, la ciudad con arquitectura, le
sucedió en primera instancia la del tecnicismo, la de la segregación funcional, la de la
“planificación urbana”, de la sumatoria de áreas y porcentajes, la del zoning, para
sucumbir totalmente en la de la arquitectura de las avenidas y autopistas y del flamante
edificio escultura. El triunfalismo que animó a muchos de los jóvenes profesionales
venezolanos,210 que veían en la nueva arquitectura postulada por los grandes del
movimiento moderno, la panacea para “curar” los males de la ciudad no repararon en los
efectos secundarios de las pócimas recetadas. Se impusieron entonces brillantes
edificaciones aisladas, que a pesar de su gracia -no todas-, por sí solas no contribuían a
un verdadero orden urbano dada su general indiferencia hacia el espacio que la
circundaba y su carencia de compromiso urbano; se trató en general de una
yuxtaposición de engreídas individualidades materiales adolescentes de valor colectivo.
La arquitectura de la autosuficiencia “indiferente a los estímulos del sitio o a los
requerimientos de sus usuarios, es algo que no puede ni debe existir. (…) La ciudad no
se explica ni se comprende sin Arquitectura, pero ésta tampoco tiene sentido más que en
su entorno.”(Martínez-Caro, 1990: 9)
En la reseña al libro de Oriol Bohigas Contra la incontinencia urbana.
Reconsideración moral de la arquitectura y la ciudad, Manuel Guardia Basols (2004)
184
formula unas críticas perfectamente aplicables a la particular experiencia urbana moderna
venezolana:
“La prioridad dada a la organización por funciones mediante el zoning y una morfotipología urbana basada en el bloque aislado en espacios sin forma ni significación propia, resultaba de unas expectativas de revolución social que no se cumplieron, y de una percepción tecnológica que se demostró esquemática. Sin embargo, aún hoy los planes generales utilizan estas herramientas que se han convertido en instrumentos de control inoperantes, han permitido, especialmente en España o en Italia, una gestión permisiva ante la especulación y, sobre todo, han sido generadores de antiurbanidad. Contra las rutinas del planeamiento, contra la facilidad de gestión y producción de los bloques monofuncionales, contra su aceptación por los starchitects que privilegian su lucimiento personal por encima de la resolución de los problemas colectivos, se reafirma la defensa de la mezcla y superposición de funciones diversas, y de distintos tipos de vivienda en un mismo barrio y en un mismo edificio.”
La continuidad espacial, la mixtura funcional, la escala humana, el barrio, la calle,
la plaza, elementos todos que constituían el marco unitario de la vida urbana en la ciudad
tradicional, perdieron la partida, y en su lugar se entronizaron el automóvil, la
segregación e individualismo del centro comercial, el edificio como ente aislado. Perdió
lo social y gobernó lo material. Arturo Uslar Pietri, testigo y actor de ese complejo
período, decía años más tarde: “Yo creo que lo que ha marcado más el proceso de
urbanización en Venezuela es la falta de dirección, la falta de concepción y la falta de
sentido de lo que se iba a hacer” (Almandoz y Cecconi, 1983: 11).
Conscientes de la responsabilidad que en su fracaso tienen las incompletas
ejecuciones de los planes, falla atribuible a promotores y gestores urbanos, así como a
185
autoridades municipales, estadales211 y nacionales, compartimos la creencia de que la
excesiva especialización funcional en la ciudad, postulada como solución por el
Movimiento Moderno y difundida en nuestro país a través de la Comisión Nacional de
Urbanismo, coadyuvó a la des-integración de la ciudad. Son incuestionables los méritos
de dicha comisión, sobre todo por su afanosa búsqueda de alternativas para orientar el
crecimiento de la ciudad; su historia está preñada de éxitos, sin embargo, respecto a la
elección del modelo de segregación funcional y de la primacía de las grandes vías de
circulación como principio de la planificación urbana, además de los masivos bloques en
altura ensayados en nuestro país por el Banco Obrero, la realidad contemporánea
evidencia que lejos de ayudar han obstaculizado la necesaria integración urbana.
211 El estado equivaldría a la figura político-administrativa de la provincia en España.
212 En el marco del XXI Congreso Panamericano
de Arquitectos celebrado en México, el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez (2000) formulaba un
llamado a la descentralización y el fortalecimiento de las potencialidades locales, como alternativa
para contrarrestar los problemas de pobreza, desigualdad y desintegración social tan agudos en
nuestros países de América Latina.
213 Como refiriéramos en el capítulo I. La desatención a este llamado de Díaz Sánchez, de
1937, maduro eco del formulado casi una década atrás por Alberto Adriani, cuando planteaba la
necesidad de colonizar la región de Guayana como estrategia para poblar el territorio y para
desarrollar nuevos polos productivos para el país (ver Martín Frechilla (1994: 239-262); e incluso
de los primeros hombres de la República: Miranda, Simón Rodríguez, Bolívar, quienes
también mostraron su preocupación por el despoblamiento de nuestro territorio, nos hizo
perder una gran oportunidad de conseguir más y mejores lugares para la vida urbana venezolana.
Actualmente debatiéndonos entre concentración y dispersión, el reclamo por repartir la población
en el territorio sigue vigente.
214 Sobre Ciudad Guayana ver Lloyd Rodwin (1967) y (1969); Turner y Smulian (1974);
Appleyard (1976), todos ellos miembros del grupo que elaboró el proyecto para la nueva
ciudad.
La exagerada concentración poblacional y administrativa en unas pocas ciudades
del país,212 elevadas por fuerza del vértigo en angustiosas metrómolis, riesgo advertido
por la mayoría de nuestros novelistas, condicionó muchos de los innumerables problemas
que éstas enfrentaron y aún padecen, y revela la falta de atención al oportuno y previsivo
llamado a formar nuevos ciudadanos en ciudades nuevas, ubicadas en puntos
previamente seleccionados con un alto sentido de la estrategia sanitaria y dotadas de los
elementos indispensables para la vida social. 213 Algunas ciudades se fundaron, entre
ellas Puerto Ordaz (1961) en Ciudad Guayana-, proyecto nacido bajo los mismos
lineamientos maquinistas y segregadores que ya hemos analizado,214 y que chocó desde
sus tiempos germinales con las incontenibles migraciones de gentes menesterosas
buscando trabajo y fortuna.
186
Varios podrían considerarse, pues, los principales y más sensibles cambios
operados en la ciudad venezolana de mediados del siglo XX. A raíz de la intempestiva
conversión de la casi total población nacional en urbana, devino la adopción de nuevos
hábitos propios de la vida citadina y la incorporación de usos y costumbres foráneas,
introducidas por la actividad petrolera; la marginalización creciente de la población y de
la propia ciudad, por la escasez de empleo frente al número de habitantes y la
imprevisión e incapacidad de los gestores políticos para atender las crecientes
necesidades de vivienda y servicios de las nuevas masas urbanas. Respecto a Caracas, el
triunfo de un simple plan de vías, con grosera preeminencia del automóvil en detrimento
de la necesaria estructura de ciudad (edificios, plazas, calles). No ha sido muy distinto el
proceso en las demás ciudades del país. De ello derivan: la entronización del automóvil
y el consecuente desplazamiento del peatón; la segregación funcional y la imposibilidad
de alcanzar una ciudad racional; la fragmentación del espacio urbano por la sumatoria de
iniciativas individuales inconexas, la especulación y la ausencia de un plan coherente y
preciso de desarrollo. La consecuencia principal: la pérdida del espacio público, de la
calle, de la plaza, del sentido de lugar; por tanto, la pérdida de la ciudad. A esto se suma
el propio y continuo afán de cambio. Construimos para destruir y volver a construir y
volver a destruir. Caracas, mejor ejemplo de ese afán motivó la siguiente opinión de
Elisa Lerner en “El sueño de un mundo” (1980): “Caracas es una ciudad que nunca
termina de madurar: nunca termina de crecer. Una ciudad hecha a fragmentos. Vasta
colcha que nunca termina de arroparnos (de protegernos), cosida con retazos febriles,
sorprendentes.” Por su parte, José Ignacio Cabrujas (1990) contaba que en una ocasión
invitó a su novia a conocer el barrio caraqueño en dónde él había crecido, y que sólo
187
pocos años atrás había dejado, y no pudo encontrarlo porque sencillamente había
desaparecido, en aquella “destrucción irracional de los años cincuenta, (que) se
descargó sobre Caracas”, según la visión del novelista de la ciudad venezolana por
antonomasia Salvador Garmendia (1980). Éste a su vez escribía: “El ciudadano común
perdía el tino y alguna vez no conseguía regresar a su casa. Algo le había succionado la
memoria, hacia la cual no había vuelto a mirar desde hacía tiempo. En medio del
vertiginoso y dislocado cambio de apariencias que se efectuaba alrededor de él,
consultaba un espejo en la vidriera de una tienda y no conseguía reconocerse.”215
Cumplióse pues lo anunciado por nuestros novelistas Briceño, Rial, Picón Salas: el
habitante de la ciudad perdió la memoria, la raíz, el piso.
215 Ver texto completo de su escrito “Veinte años de calles, ruidos y superficies” en anexos.
La complejidad que caracteriza la emergente ciudad moderna venezolana, en la
que se yuxtaponen sin freno las avasallantes avenidas y autopistas con los espacios
“cualificados” de las urbanizaciones -planificadas aunque encerradas en sí mismas-, así
como con las espontáneas barriadas populares, dan como resultado un espacio
abigarrado, confuso, “caótico”, de difícil comprensión. Se evidencia aquí una importante
contradicción: la idealización que mueve el ideario de Briceño Iragorry y Picón Salas, y
hasta de Rial en la defensa de la ciudad tradicional, y la insufrible cotidianidad y el
colapso que induce a sus habitantes a abandonarla.
Como se ha señalado desde el comienzo, la ciudad venezolana de los años
treintas es, en general, una ciudad aún con rezagos provincianos, con incipiente
actividad industrial, de carácter predominantemente artesanal -localizada
188
mayoritariamente en la región central- y aunque con reveladores problemas de pobreza,
crecimiento caótico, y deterioro de su infraestructura, con una escala demográfica y
física menor a las de las ciudades industriales que habían, en otros contextos,
estimulado radicales críticas a sus males. Lo anterior no evitaba los problemas. El
indiscutible crecimiento violento de la población dificultaba la acertada atención a las
necesidades y solución a los problemas que esto ocasionaba; sin embargo, tal
crecimiento se dio paralelamente a la eclosión de una nueva y representativa fuente de
ingresos para el país: el petróleo. Recursos hubo, pues, para un oportuno y acertado
cambio de rumbo, pero la inexistencia de un plan integral de crecimiento tanto local
como regional en las distintas ciudades, sumada a una redomada ineficacia en las más
que evidentes incapaces clases dirigentes, impidió que se corrigiera el rumbo a tiempo.
No se trataba de imponer autoritariamente planes urbanos, se trataba más bien de
canalizar el crecimiento y anticiparse un poco a las previsibles consecuencias. Muchos
de los cuestionamientos de nuestros escritores, y que hemos intentado exponer a lo
largo de esta trabajo, lo son especialmente sobre la sociedad que habita las ciudades,
más específicamente sobre las clases dirigentes y sobre la decadente oligarquía y la
creciente burguesía, devotas imitadoras de modelos extranjeros.
La ciudad, su escala, su infraestructura, su equipamiento eran ya insuficientes,
inadecuados para el número de sus pobladores; éstos, y la propia ciudad exigían cambios.
Muchas de las obras construidas tienen el gran valor de haber enfrentado temas
neurálgicos: vivienda, vías, infraestructura, servicios; sin embargo, además de los
problemas particulares acarreados por la ausencia de un plan coherente y preciso, las
189
numerosas construcciones improvisadas, la adopción de modelos arquitectónicos y
urbanos desacertados y la ausencia de una verdadera acción fiscalizadora por parte del
Estado y de los propios ciudadanos, coadyuvaron al evidente fracaso de la ciudad
moderna venezolana. La ciudad cambió definitivamente su modesta imagen antigua; se
preñó pues de “modernidad”, y cosmopolita con sus populosas y complejas barriadas,
con sus bloques de apartamentos y oficinas, y aún más, con sus apabullantes avenidas y
autopistas fue un escenario nuevo para un hombre con ganas de novedad, aunque con un
destino incierto. En la urbe abigarrada fue el automóvil el que tomó el relevo a unos
habitantes que aunque quizás sí del desorden, no se habían cansado de la Ciudad; pero no
tenían suficientes armas ni argumentos ni tiempo para reflexionar y postular sus mejores
atributos frente a las enérgicas palas mecánicas, a las frías toneladas de cemento, a las
interminables cintas de asfalto. La realidad urge, no espera.
216 Marco Negrón (2004), terco defensor de la ciudad insiste en la sostenida animosidad contra
ésta por parte de intelectuales y gobernantes, e insiste en que estos últimos se han empeñado
desde los años sesenta en impedir el crecimiento de las principales ciudades y en
pretender la desconcentración urbana, especialmente de la región capital. Abandono y
odio por la ciudad sentencia.
Si la idea moderna de la ciudad no necesariamente tenía que resultar nefasta, y
contrariamente podía aportar salidas a los problemas de la ciudad de la que parecían estar
saturados al menos los europeos; la ciudad latinoamericana, menos densa y saturada,
podría haber disfrutado y no padecido los postulados de una moderna concepción de
ciudad, si en una adecuada adaptación de principios, su acento se hubiese puesto en la
regulación del uso del espacio preservando los valores positivos que se hubiesen
heredado de la ciudad tradicional, la definición de lugares, la preeminencia en la
constitución de espacio público a través de la defensa de la calle-recinto, frente a la de
calle corredor que lamentablemente prevaleció en la modernidad. Devino entonces su
rechazo por parte de los intelectuales y también de muchos habitantes de la ciudad.216
190
El caos, la corrupción, la anarquía en la ciudad repelieron a algunos y el campo
pareció constituirse en reducto posible para la salvación: “«¡Yo no quería venir a
Caracas, a estar preso entre las calles y el cemento, yo busco el corazón de Guayana!»”,
así se expresaba el protagonista de Venezuela imán. Similar sentimiento hacia la ciudad
albergaba el Alfonso Segovia de Los tratos de la noche, novela que el propio autor
Mariano Picón Salas definía en carta a su amigo, el crítico chileno Ricardo Latcham,
como reflejo “de la angustia casi existencial de los venezolanos de este momento”
(Picón, 2004: 298). Esa actitud intelectual antiurbana aparece en diversos autores de la
literatura occidental, y sobre su presencia en el discurso de algunos escritores
venezolanos trataremos, más adelante, en el capítulo ¿Anti-ciudad o civilización del
campo?.
191
IV LA CIUDAD Y LA SOCIEDAD DEL PETRÓLEO
217. “Gasolina” (1952), Obras completas, V. 18, p.7. 218 “Estiércol del diablo” (1941), Obras Completas, V. 18, p. 6. 219 En “Sembrar el petróleo”, ver anexos.
Ya la ranchería cayó a golpe de invasión: un día, algunos “españoles” montaron sobre tres patas largas, de ave zancuda, un
aparato oscuro, una especie de garza grotesca con ojos de cristal; dibujaron algo, fijaron a lo lejos una vara llena de jeroglíficos
negros y rojos y entraron en la selva por donde ellos abrieron picas inverosímiles, y recorrieron la ribera a lo largo del
curso de las aguas y salieron luego a la llanura, fijando estacas, encerrando en ellas la montaña, la sabana, el río paternal… En lo adelante irían por allí
otros “españoles” abriendo caminos, removiendo piedras, perforando la tierra desde lo alto de torres fantásticas, extrayendo el chorro fétido, rico de grasas, el oro líquido
convertido en petróleo… José Rafael Pocaterra (1990: 88)
Riqueza nuestra, maravillosa, mitológica, que paradójicamente ha servido en parte
para empobrecernos. 217
Buen abono para sembrarlo en el corazón providente de la tierra, según lo indicó Uslar Pietri, se ha utilizado, en cambio, para la gran carrera de la riqueza fácil y perecedera,
para el ablandamiento de toda manera de voluntades, para la fiesta loca de los millones transitorios que han terminado por destruir nuestra propia potencialidad de vida. 218
Mario Briceño Iragorry
Que en lugar de ser el petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e inútil, sea la afortunada coyuntura
que permita con su súbita riqueza acelerar y fortificar la evolución productora del pueblo venezolano en condiciones excepcionales.
Arturo Uslar Pietri219
Detrás de los derribadores vinieron los edificadores.
Siempre más adelante, hacia los cuatro vientos. Donde hubo charcas y montes surgían casas robustas, amplias calzadas, torres agudas,
tanques ventrudos. Las cuadrillas engrosaban sin cesar, organizándose bajo una disciplina férrea como las máquinas. Ya no eran sólo rubios e indios sobre la tierra mordida.
Cada mañana arribaban nuevos buques repletos de hombres extraños, de lenguas extrañas, de colores extraños. Babel hizo carne su mito sobre este trozo de tierra calenturienta.
Todos traían la misma fiebre, las mismas ansias. Ramón Díaz Sánchez (1993: 28)
195
Tal como se ha venido señalando, la aparición del petróleo en nuestro país supuso
significativas transformaciones en lo económico, político y social, y entonces en lo
cultural. De su mano se abrió un universo de descubrimientos, de oportunidades, de
prometedora riqueza, de logros que supusieron un real despegue para Venezuela; pero
fue también ocasión de deslumbramientos, de tentaciones, de seducciones, y de graves
errores. Un universo de contrastes que junto a innegables cambios positivos, propiciados
fundamentalmente por el mayor ingreso de dinero al país, en la impresionable sociedad
de la época, aún inmadura y sumergida en genéticas efervescencias políticas,
determinaron muchas veces acciones y conductas reñidas con el propio sentido de nación
que en sus discursos nuestros intelectuales nos querían revelar. Junto a los progresos
materiales del país, las reprobables actuaciones de muchos venezolanos, pero también de
empresarios y trabajadores extranjeros, todos ávidos de riqueza fácil y rápida -común
aspiración-, las sospechosas negociaciones con venezolanos y con las empresas
extranjeras y el insatisfactorio uso que el Estado hacía de la renta producida,
condicionaron el que, en consecuencia, el petróleo representara y represente para muchos
causa principal de nuestros males, como puede extraerse de escritos de Briceño Iragorry,
Uslar Pietri,220 Díaz Sánchez, Otero Silva, Uribe Piedrahita entre otros.221
220 Entre otros, escribió “Petróleo de vida o muerte” (1966).
221 Arturo Almandoz aborda este aspecto en
“Demonios urbanos del oro negro.” (2004: 65-76)
En contraposición y animados por el deseo de desmitificar los discursos
entronizados, y encontrar explicación a tantos y tan reiterados fracasos en el manejo de
nuestra economía petrolera, diversos especialistas han discutido abundantemente sobre el
tema. Nuevas miradas intentan reivindicar el valor de aquella denostada riqueza.
Refiriéndose a la visión de los intelectuales y literatos destacan las de Maria Sol Pérez
196
Schael (1993) y Miguel Ángel Campos (2005), quienes execran lo nocivo que, según su
parecer, resultó la abominación del petróleo que marcó el discurso de muchos
intelectuales y escritores de la primera mitad del siglo XX; según su criterio, tales autores
escribieron piezas generadoras de la mala reputación del petróleo en nuestro país y que
condicionaron en parte las políticas nacionales para su usufructo. “Demonización”, sub-
valoración, temor, desconocimiento, incapacidad o indisposición de asumir el petróleo
como fundamento económico estructural, son algunos de los más contundentes y serios
señalamientos que hacen a los intelectuales de la época; no obstante aquella no
disposición, el petróleo se entronizó como elemento central de nuestra economía.222 “El
petróleo nos ha salvado la vida”; así, en una suerte de divinización que se opone y supera
la humanización en negativo que acusó en los intelectuales, Pérez Schael (1993: 9)
consagra la nueva riqueza. De estos, por ejemplo, califica de ingenuo y hasta cruel a
Uslar Pietri, por lanzar al imaginario del venezolano la -casi parece decir perversa- frase
“sembrar el petróleo”:223 “más [que] un ritual obsesivo y neurótico (…). Su vacuidad ha
hecho de ella el fértil recurso para destruir todo logro anterior, por precario que sea.
Obviamente porque la ausencia de sentido puede ser colmada con deseos infinitos. En
esencia, sembrar el petróleo es el espacio de nuestras pobres utopías, que como el
paraíso, son inalcanzables (…).” (Pérez, 1993: 218) Similares señalamientos hace
Miguel Ángel Campos (2005: 105), y sugiere: “el slogan ha debido ser vivir el petróleo”.
Pocas precisiones asoma sobre la manera de conseguirlo, sin el riesgo de los dudosos
buenos oficios de tantos señores Rasvel224 que efectivamente han vivido el petróleo de
nuestro país. No obstante lo abstracto, inaprensible y hasta utópico de la frase, “sembrar
el petróleo”, orquestado como programa de acción, articulado sobre planes y proyectos
222 Ya para 1922 los ingresos por exportación de petróleo igualaban a los de la suma de los rubros de producción agrícola. Apenas una década atrás sólo el café aportaba más del 85% de los ingresos por exportación en el país. 223 Tesis formulada por el escritor en editorial homónimo, publicado por el diario caraqueño Ahora, el 14 de julio de 1936. Ver el texto completo del artículo en anexos. 224 Personaje literario, protagonista de la homónima novela de Toro Ramírez (1934); ejemplar aunque desatendida obra a la que acuden primero Pérez y luego Campos. El señor Rasvel recrea los tantos pícaros y tramposos ladinos criollos, hombres de negocios, que marcaron la etapa inicial de la economía petrolera en el país, y que hoy parecen reeditados y multiplicados como la mala hierba según sentencia Pérez Schael al final de su libro. Aceptando algunos de los análisis de Pérez, si bien extrañando y hasta sospechando de la casi total ausencia de una revisión crítica sobre otros muy determinantes actores sociales: los empresarios o el alto mundo, dentro de los que encontraríamos aventajados señores Rasvel, frente a la incisiva crítica al comportamiento de la gente del común, indiscutiblemente émulos de aquellos -en los fragmentos de la locura urbana que describe en “La Venezuela profunda” (Pérez, 1993: 169-180)- recomendamos la lectura de su libro.
197
específicos, pudo haber resultado un eficaz instrumento para contrarrestar el despilfarro
de recursos, y la sí perversa mono-dependencia en la que fatalmente hemos incurrido.225225 Nuestra realidad contemporánea revela dramáticamente la sostenida sordera ante
aquellos oportunos llamados. Una economía rentista y dependiente, una enorme burocracia -
considerada de las más altas del mundo-, así como la corrupción, la improvisación política y
la falta de continuidad han refrendado el despilfarro de un futuro posible, en el que el
petróleo podía ser el mejor aliado.
Sobre aquellos sospechosos venezolanos, en la ya tratada novela Los Riberas,
refiriéndose al viejo Vicente Ribera, decía Jacinto Fernández, joven escritor que concluía
la carrera de abogado:
“Ese grandísimo muérgano está empujando a Gómez a la entrega total del país a las compañías petroleras. (…) Ese carajo de Ribera, con su baba de político viejo y con sus trácalas de abogado, ha enredado a toda la gente del Gobierno y se ha vendido a los yanquis y a los ingleses al mismo tiempo. (…)”. A lo que su interlocutor le pregunta:
“¿Y tú no crees que el país gane con la explotación de los ricos
yacimientos de hidrocarburos? -Claro que ganaría, si no hubiera el espíritu de lucro de quienes están
entregando irrestrictamente la República a la penetración de capital extranjero. (…) ¿Por qué se está entregando el petróleo en la forma en que lo hace el Gobierno? ¿Sabes tú lo que representará mañana en el país el poder absorbente de las compañías? Sobre el señuelo personal de lo que representará la futura riqueza minera, se está arruinando a la República.”
Más adelante, y en una suerte de monólogo:
“La historia es vieja, vale; y si tú escarbas el revestimiento de muchas reputaciones honorables y examinas el sostén de los pujos que se gastan los famosos impecables de la oligarquía, encuentras el sucio negociado o el fino servicio hecho al capital extranjero con detrimento de los intereses venezolanos.”
“Mientras no se acabe esa cáfila de bandoleros y mientras el Estado siga siendo el gran dispensador de favores, Venezuela continuará en su papel de mercado para lucro de cuatro vivos y para provecho de los musiúes. A veces
198
pienso si nuestro pueblo no tomó el hábito de la veleidad cuando miró a los mantuanos corriendo de uno a otro bando durante los años formativos de la República.” (L.R.: 365-368)
226 Desde el “Código de Minas” de 1909 hasta la “Ley de Hidrocarburos” de 1938, el Estado aceptó y aplicó la total exoneración de derechos de importación a las compañías extranjeras, a pesar del enorme perjuicio que esto acarreaba a nuestra economía. Gumersindo Torres, ministro de Fomento durante el gobierno de Gómez, elocuentemente señaló que más ganaría el país regalando a las compañías el petróleo mientras ellas pagaran los impuestos. Sólo fue con la Ley de 1938 cuando lo que antes se había asumido como obligación quedó en adelante estipulado como una concesión graciosa y potestativa del Estado venezolano: quedarían exonerados todos aquellos implementos y equipos que no se produjeran en el país. Sobre el tema ver Luis Vallenilla (1975: 64, 94-96). 227 José Rafael Pocaterra, uno, quizás el más enconado crítico de la dictadura gomecista en el país, período de aquel negriáureo florecimiento, recreó agriamente el despojo del que eran objeto el país y los agricultores que ocupaban las tierras a explorar, en lo que tituló “Un episodio de los orígenes de la incursión de los yanquis en Venezuela”, en el capítulo XVIII del referido Memorias de un venezolano de la decadencia. En el estricto sentido testimonial que su obra comporta, Pocaterra mismo, en su condición de Intendente de Tierras Baldías del estado Zulia, cargo que desempeñó entre 1914 y 1916, relata su enfrentamiento con los representantes de una empresa petrolera estadounidense, empeñados en posesionarse de unas tierras. Como respuesta a la inicial victoria de Pocaterra, la compañía incendió las tierras en cuestión, obteniendo además el favor del gobierno al distinguirla luego como legítima propietaria.
A los dañosos manejos de algunos venezolanos en la obtención y posterior
traspaso de concesiones para la exploración y explotación petrolera a compañías
extranjeras (europeas y estadounidenses), pretendiendo su lucro personal, se suman en
una primera etapa lesivos acuerdos entre ellas y el gobierno nacional, según los cuales
dichas compañías eran exoneradas del pago de impuestos de importación de sus
equipos,226 pero inadmisible, de mercancías extranjeras, que aunque en inicial pequeña
escala bien podrían haber sido producidas en el país; o favorecidas en el pago de bajas
regalías por el usufructo de la materia prima extraída; amén de las prerrogativas de que
disfrutaban para posesionarse de áreas de exploración.227
El tema de la exoneración de los impuestos por importación a las empresas
extranjeras, se consolidó en un tiempo de primeros aprendizajes de los manejos
petroleros por parte de los nacionales, y a tal punto fue política la decisión de las
exoneraciones, que el propio ministro de Fomento Gumersindo Torres (1917-1920), -
quien formuló una nueva Ley de Minas en 1918, y en 1920 la Primera Ley de
Hidrocarburos del país, en la que, entre otras cosas, se reducía el tamaño de las
concesiones y también la lista de artículos de libre importación-, hubo de separarse de su
cargo por la presión ejercida al Gobierno Nacional por parte de las empresas extranjeras,
en virtud de que aquella Ley disminuía sus beneficios y limitaba su campo de acción. A
la destitución de Torres se convocó una comisión integrada por representantes de las
199
principales compañías extranjeras, para que colaboraran en la elaboración de una ley
adaptada a sus aspiraciones, y de la que resultó una nueva a su medida (Brito, 1979). 228 Vale acotar que en Venezuela tal
sentimiento antiimperialista se incubó hacia los Estados Unidos desde los tempranos tiempos de
nuestra República. En 1829 Simón Bolívar pronunciaba su famosa sentencia: “Los Estados
Unidos de Norteamérica parecen destinados por la Providencia a plagar a la América
española de miserias en nombre de la libertad.”
229 “Las divisas petroleras, allí donde persistían
no pocas rémoras del crecimiento, en vez de sufragar el costo de un desarrollo continuo y
ponderado, eran destinadas a financiar un modelo de modernización dependiente que con el tiempo acentuaba más la brecha estructural
entre el sector externo y el interno de la economía.” (Malavé, 1997: 126)
Respecto a las negociaciones acordadas entre Gómez y las compañías petroleras
Pérez Schael (1993: 10, 83-84) las califica de “estratégicamente razonables”. Sanciona,
así mismo, que el Estado incapaz para acometer la empresa petrolera -parece excluir a
Gómez pero incluye allí políticos e intelectuales como Betancourt o Uslar Pietri, como
modeladores del pensamiento político de la época y en adelante-, en lugar de admitir su
incompetencia o incapacidad, opta por transferir culpas a las compañías y
concesionarios, convirtiéndolos en inmorales (1993: 208). Ciertamente en aquellos
tempranos tiempos del petróleo en el país se alimentó un sentimiento de rechazo hacia las
compañías extranjeras, entre otras razones por su desmedido interés en lucrar con nuestro
petróleo, exaltado por una crecientemente extendida animosidad anti-imperialista a la que
se suscribieron muchos de los venezolanos.228 Todo lo anterior, según Pérez Schael,
formó parte de un perverso y desatinado constructo ideológico de muchos líderes e
intelectuales nacionales para obviar nuestra incapacidad. La escasa preparación y
competencia nacional para enfrentar la actividad petrolera autónomamente, hacen lucir la
dependencia inicial de las empresas extranjeras como única salida. Indiscutiblemente que
reconocer y asumir nuestra inaugural incapacidad, solventándola a corto plazo con la
preparación de profesionales y personal criollo para que timonearan la empresa petrolera
en el país -cosa que se hizo en parte-, hubiese reportado mejores resultados de no
habernos escudado en la perniciosa economía rentista229 y el perverso paternalismo de
Estado, que tanto daño nos ha hecho –incluso en el presente-.
200
Frente al discurso hipercrítico de muchos intelectuales encontramos, por el
contrario, obras en las que se exaltan méritos y nobles acciones de las compañías
extranjeras, o bien se les exime de responsabilidades en las negociaciones. El primero de
los casos lo ejemplifica bien El petróleo. Su origen, historia general, y desarrollo de la
industria en Venezuela, pequeño libro sin indicación de autor, publicado en 1942, en
ocasión de la “Gran Exposición Industrial de Venezuela” en Caracas. En él son
innumerables las loas a las compañías extranjeras por los tantos beneficios que su
presencia en nuestro país nos dejó. En el segundo de los casos destacamos lo señalado
por Thomas Rourke (1940: 192 y 195), pseudónimo del norteamericano Daniel Joseph
Clinton, en su libro GOMEZ Tirano de los Andes, publicado en 1936. En el capítulo
XVII titulado “Petróleo” se refiere a la ley de Hidrocarburos de 1918 y sus sucesivas
modificaciones, asegurando que ellas no hicieron más que preservar los intereses
nacionales y los particulares de Gómez:
230 La edición consultada, primera en español (traducida del inglés por Mariano Antonio Barrenechea), contiene algunos datos biográficos de Gómez que no se corresponden con los ofrecidos por historiadores nacionales en fechas posteriores; además presenta errores, muchos de ellos en la grafía de nombres de personas y lugares del país allí reseñados. No se pudo cotejar la edición original en inglés para saber el origen -de escritura o de traducción- de tales errores.
“Una excelente ley para la nación. No deja margen a manejos
deshonestos por parte de las grandes compañías extranjeras. Ninguna de ellas cayó en la tentación, en lo que puede ser probado. Conocemos muchísimos ejemplos de procedimientos deshonestos por parte de las compañías extranjeras en los países que los norteamericanos designamos como «países de la banana». No lo decimos, pues, por las compañías, sino para mostrar la perspicacia del inculto montañés que era Gómez, y su habilidad para utilizar los talentos de sus consejeros técnicos (…).
Las compañías petroleras extranjeras no robaron a Venezuela; todos los robos, en el negocio del petróleo, fueron realizados por Gómez y sus paniaguados.”230
201
Rourke refiere las disposiciones de dicha Ley de condicionar el otorgamiento de
las concesiones sólo a ciudadanos venezolanos, indiscutiblemente una muy patriótica
decisión; no obstante esta patriótica resolución, en última instancia lo que permitió fue
favorecer económicamente a los elegidos del dictador. Lo cierto es que el destino final de
las concesiones era las compañías extranjeras, habida cuenta de nuestra incapacidad
financiera y operativa para enfrentar la tarea petrolera, de lo cual estaban perfectamente
conscientes los poderosos dueños y los hábiles gerentes de aquellas. El también
norteamericano Upton Siclair recreaba en su novela ¡Petróleo!231 (1929: 557) -
temeraria defensa de las tendencias políticas de izquierda en su tan prevenida y hostil a
ellas tierra nativa-, el cuadro de las desenfrenadas celebraciones por el triunfo de Calvin
Coolidge -1923- y los sustanciosos beneficios de las grandes compañías o de los astutos
aventureros: “Algún negociante, favorecido en más de un millón por las rebajas de
impuestos que representaba la elección de Coolidge, o capaz de cotizar el poderío
militar de los Estados Unidos para obtener concesiones petrolíferas en Mesopotamia o
en Venezuela, lanzaría un vítor y recordaría, bailando en medio del salón, sus tiempos
de jornalero, cayendo luego en el regazo de su amante, enjoyada con un millón de
dólares.”
231 Escrita en 1929, una década después de nuestra Ley de Hidrocarburos, y siete años
antes del libro de Rourke.
Volviendo a los señalamientos de Pérez Schael, de ellos se colige: las compañías
petroleras no son hermanitas de la caridad ni se guían -y no tienen por qué hacerlo- por
sentimientos filantrópicos. Considera el lucro como una pretensión lícita y lógica dentro
de la estructura capitalista a la que pertenecen las compañías. Si bien esto es válido, no lo
es menos que en su condición de empresas foráneas, sin más vínculo con el país que las
202
propias negociaciones económicas, el riesgo para el país era supremo. En tal sentido, y en
respuesta al salvajismo que el afán de lucro podía promover y a los paniaguados, aquellos
destacados intelectuales y líderes venezolanos de la época pretendiendo los mejores
beneficios económicos para el país, formularon discursos -tachados de moralistas por
Pérez-, con los que buscaban modelar un pensamiento fundamentado en valores
nacionalistas que implicaban primeramente la defensa de nuestra Soberanía y nuestros
bienes. Tras casi un siglo de vida republicana, aún seguía por construirse el sentido de
nación y de pertenencia -indiscutible rémora que aún hoy persiste-.232
232 En capítulos anteriores hemos abordado la visión de nuestros intelectuales sobre la defensa de la tradición y de la identidad nacional, columna vertebral del proyecto de Nación que postulaban. 233 “tres o cuatro novelas propiamente de la clasificación específica no pueden constituir un cuerpo novelístico suficiente”; Gustavo Luis Carrera (1972), en la presentación de su libro La novela del petróleo en Venezuela. En su trabajo Carrera hace referencia a diecinueve novelas, considerando que de ellas son pocas las que están verdaderamente sustentadas por el ambiente petrolero. 234 Novela testimonial recreada en el occidente venezolano, nutrida de la experiencia del escritor en su estancia como laboratorista y luego cirujano y director del Hospital de una de las empresas petroleras -la Sun- entre 1924 y 1925. Mancha de aceite es considerada por Gustavo Luis Carrera, en el año 1972, como la primera y más vigorosa novela del petróleo en Venezuela hasta el presente. La experiencia vivencial de Uribe, reflejada en la novela, avala en buena medida esta consideración, además del valor que ésta tiene en tanto alegoría de la mácula y de la voluntad perniciosa de enriquecimiento de las compañías extranjeras y los gobernantes criollos, en relación directamente proporcional a la pobreza de los poblados surgidos y de los despojos de hombres que eran los obreros enfermos desechados por las compañías. Un amargo y sentido acto reivindicativo para el pueblo. Conviene acotar que la novela Mene de Díaz Sánchez fue escrita dos años antes de aquella, pero las circunstancias políticas del país impidieron que ella fuera publicada con anterioridad a la de Uribe.
Pocos fueron los que se abocaron en aquellos tiempos germinales a escribir
novelas específicas sobre el petróleo; no obstante seguir siendo éste el nervio rector de
nuestra economía, nuestra política y nuestra sociedad, la afirmación hecha a inicios de los
setenta de que Venezuela no contaba con una novelística del petróleo233 puede sin duda
extenderse hasta la actualidad, a menos que aceptemos la inocultable realidad de que sin
ser nombrado, la sociedad derivada de sí es la protagonista de casi toda la novelística
posterior en el país. Para estudiar la morfología de las ciudades del petróleo en
Venezuela, nos apoyaremos en las descripciones hechas en algunas de las emblemáticas
novelas publicadas en aquellos años de la emergencia urbana en nuestro país: Mene, de
Ramón Díaz Sánchez -escrita en 1933 y publicada en 1936-; Oficina Nº 1, de Miguel
Otero Silva, -publicada en 1961 aunque referida a los años treinta y cuarenta-; y Mancha
de aceite, del colombiano César Uribe Piedrahita -publicada en 1935.234 La elección
obedece a que aportan referencias muy claras en cuanto a la conformación de la “nueva”
ciudad que surge junto al petróleo. Ciudades o pueblos que emergiendo ex novo en
203
desoladas tierras del interior, en su aislamiento podían ofrecer la posibilidad de una
mejor planificada y más coherente modernización urbana para el país.
Más tarde, inmersos nuestros escritores en los más intensos vapores ideológicos
que dominaron la escena política nacional y mundial desde fines de los cincuentas,
algunos escribieron historias en las que el petróleo -igualmente visto como siniestro y
corruptor- dejaba de ser protagonista material para constituirse en una suerte de oscura
alma omnipresente que sostiene la ciudad y la sociedad. Entre 1965 y 1967 Arturo Croce
escribe Petróleo, mi general, (publicada en 1977); desgarradores cuadros escenificados
en lo que el escritor considera un fatal subproducto de la pujante sociedad petrolera: el
sub-mundo del botadero de basura (relleno sanitario) de Caracas, con sus famélicos
habitantes, su particular y bizarra economía basada en la comercialización de los
desperdicios de la gran ciudad; en fin, un macabro paisaje. En 1979 se publican
Abrapalabra de Luis Britto García, novela en la que el petróleo es movilizador de gran
parte de las tramas como su mismo autor refiriera (2002: 54), y Zona de tolerancia de
Benito Irady, un complicado -por el estilo narrativo- pero sentido retrato de la vida en los
campos petroleros. En 1984 Memorias de una antigua primavera de Milagros Mata Gil,
en la que las evocaciones, entre ellas las de uno de los personajes principales, don Castor
Subero, fundador del imaginario pueblo petrolero Santa María del Mar, revela su deseo
de revertir el entuerto, componer las torceduras con que crecía el campamento, equívoco
germen de ciudad que contenía inexorablemente, al menos eso parece transmitir la
historia, el designio de su propia muerte. Además de otros vínculos, y su condición
tributaria de códigos y temas de referidas novelas emblemáticas del petróleo venezolano,
204
en particular las de Otero Silva, la elección de Mata Gil de la muerte y demasiado corta
vida del imaginario pueblo Santa María del Mar -ciudad muerta como reedición de
aquella Casas muertas de “El gran novelista” (Miguel Otero Silva), que ella incluye
como personaje en su novela-, revela la efímera antigua primavera de aquél y casi todos
los poblados petroleros. El mismo año de 1984 Daniel Bendahan publicó Petrolerías:
cuentos del petróleo; y más recientemente y con enfoque diametralmente opuesto al que
prevaleció en las primeras novelas del petróleo en Venezuela, Las generaciones del
Zumaque (1991), novela en la que recoge desde dentro de la industria misma sus
impresiones del elemento humano, en un contexto pragmático y operativo como lo es el
de la comunidad petrolera en su fase germinal. Vale insistir en la total contraposición de
miradas entre la visión amable y positiva de la industria y las compañías ofrecida por
Bendahan y la ofrecida antes por escritores como Díaz Sánchez, Otero Silva, Uribe
Piedrahita, entre otros. ¿Desagravio.... ? Aunque sólo algunas serán consideradas en la
presente investigación, se reconoce su pertinencia para un análisis más amplio del
tema.235
235 María Elena D’Alessandro ofrece un registro de la novela petrolera venezolana en: “El petróleo en la ficción literaria del siglo XX” (1997). Julia Elena Rial en sus “Petro-narrativas latinoamericanas” (2003), brinda una rica aproximación a la literatura del petróleo en Latinoamérica. Al criterio de la virtual inexistencia de una novelística del petróleo, podríamos sumar el de la práctica adolescencia de estudios sobre la arquitectura del petróleo propiamente dicha. Esto lo explicita Juan Pedro Posani en su prólogo al trabajo La arquitectura del petróleo, de Pedro Romero (1997).
La preocupación por la manera como se estaban conformando los pueblos
petroleros en el país, motivó desde los tiempos iniciales de la industria reflexiones y
reclamos en torno a las acciones a seguir para revertir su impacto negativo. Males todos
derivados de una implantación no planificada, de una material ausencia de compromiso
por parte del Estado y de la contraposición de intereses económicos y hasta políticos,
devinieron en el aislamiento, la segregación, la precariedad social y el contraste entre el
orden y firmeza de los campamentos y la precariedad material de los circundantes
205
poblados espontáneos. Desde la demanda obrera por la supresión de las vallas divisorias
en los años treintas, pasando por las exigencias gubernamentales a las compañías acerca
de dotación e integración material en dichos poblados en los cincuentas, hasta la aún viva
reiteración de demanda por la perentoria necesidad de su apertura e integración a las
comunidades vecinas. Escritos como la ponencia de Julián Ferris en el IX Congreso
Panamericano de Arquitectos celebrado en Caracas en 1955, convocando la necesidad de
creación de ciudades abiertas en lugar de los campamentos cerrados y autosuficientes,
referido por Ricardo Pacheco Santana y Luis Rodríguez Villasmil en su escrito de 1968
“El desarrollo urbano de las comunidades petroleras”; los estudios de Rodolfo Quintero
La cultura del petróleo (1968), El petróleo y nuestra sociedad (1971), Estudio del campo
petrolero venezolano, o Antropología del petróleo (1972), filtrados los de Quintero por
su irrestricta postura de izquierdas y de corte antiimperialista; son sólo algunos pocos de
los muchos surgidos en el propio país. Fuera de ellos destacaríamos, por lo minucioso de
su análisis, el del francés Bernard Marchand: Vénézuéla. Travailleurs et villes du pétrole
(1971),236 en el que hace un pormenorizado registro de aspectos relevantes en la
implantación de la actividad petrolera en el país, de las comunidades de pobladores, de
sus costumbres, de sus méritos y adolescencias.237 Más contemporáneamente, y
considerando como en nuestro caso el tema literario como registro de lo urbano, destacan
las impresiones ya citadas de Pérez Schael y Miguel Ángel Campos, y la visión ofrecida
por Almandoz en “Revolución petrolera y urbanización” (2004: 17-76).238 Allí el autor
puntualiza aspectos como el cambio en los referentes culturales, la contraposición entre
el ordenado campamento y los improvisados nuevos poblados, repulsivos demonios
urbanos del oro negro. Aunque estudiadas las características de los pueblos surgidos,
236 Tesis doctoral de Tercer Ciclo, presentada en la Universidad de Paris en 1966.
237 Aunque no hemos podido consultarlo vale
también mencionar el ensayo de Nicole Saint-Gille: L’implantation de l’industrie petroliere
au Venezuela, vue par les ecrivains: romanciers, conteurs et essayistes, de 1959,
referido por Miguel Ángel Campos (2005: 105). Se trata de una Memoria para obtener el diploma de estudios Superiores en el Instituto
de Estudios Hispánicos de París.
238 Primeras ideas presentó el autor en “Dos percepciones de la urbanización en el
humanismo venezolano del siglo XX: Picón-Salas y Uslar Pietri” (1999); “Campamento y urbanización en la literatura del petróleo. De
Mene a 1958” (2000); “De los andes a la capital con Alfonso Ribera. Crítica a la urbanización petrolera en Briceño Iragorry y Picón Salas.”
(1999)
206
tanto de los campamentos de las compañías extranjeras como de los poblados
espontáneos nacidos a su vera, queda pendiente, dada la reiterada crítica de los novelistas
y escritores a la división que se impuso entre ellos o a la precaria sociedad que los
componía, indagar el valor real de aquellas comunidades -ordenadas y desordenadas
respectivamente-, y la relación existente entre estas formas urbanas y la forma de hacer
ciudad petrolera de los extranjeros en su tierra de origen, o en otras colonias petroleras:
¿se constituían igualmente como enclaves?, ¿estaban también poblados por una sociedad
tan heterogénea y conflictiva?; si muchos pueblos petroleros extranjeros surgieron antes
que los venezolanos ¿se tomaron en cuenta los aciertos y defectos de aquellos para una
implantación en nuestro país?; ¿cómo eran percibidas por los extranjeros sus propias
ciudades petroleras?. Elegido el marco literario, en especial la novela, como soporte del
imaginario de los intelectuales, para responder a estas incógnitas hemos complementado
los análisis de las obras venezolanas, con los brevísimos pero muy significativos
señalamientos de los autores extranjeros referidos en la introducción, en sus novelas de
tema petrolero: Nuestro petróleo (1959) del mexicano José Mancisidor, y ¡Petróleo! -
¡Oil! (1929), ya citada-, Ciudad violenta -Wild Town (1957)- y Petróleo -Oil (1974)- de
los norteamericanos Upton Sinclair; Jim Thompson; y Jonathan Black
respectivamente.239 Se constituyen estas obras en fuentes primarias y muy importantes
para el rastreo que nos proponemos, tal como lo refiriéramos en la introducción. Pasemos
entonces a considerar las dos expresiones particulares de la ciudad petrolera venezolana y
su relación con las extranjeras.240
239 Varios escritores han abordado el tema del petróleo y de las polémicas grandes compañías, destacando, además de los ya referidos, escritos y novelas como O escandalo do petroleo e ferro (1979) de José Bento Monteiro Lobato; Nigeria: The Brink of Disaster (1991) y Genocide in Nigeria: the ogoni tragedy (1992) de Ken Saro-Wiwa, entre otras. 240 Bernard Marchand (1971: 91) intentando una clasificación para estudiar el hombre y la ciudad petrolera en Venezuela habló de tres grandes tipos de aglomeración: dos extremas: el campamento aislado -apenas unas decenas de habitantes- y la región petrolera -en ocasiones cercana a los doscientos mil habitantes-, y entre ellos la ciudad petrolera -de unos diez mil a treinta mil habitantes. Para efectos de nuestro trabajo abordaremos sólo dos: la del campamento y la de la ciudad petrolera. La región, aunque elemento muy significativo dado que se terminan constituyendo ejes o sistemas de ciudades -ejemplos: El Tigre-Puerto La Cruz en el oriente del país; o el eje Bachaquero-Judibana en el occidente- no será tratada en esta investigación.
207
EL CAMPAMENTO
En medio del frenesí de las perforaciones y hallazgos de yacimientos emergen las
que se convirtieron en el germen de nuevas ciudades. Campamentos de las compañías
junto a poblados espontáneos que surgían a su vera; conjuntos en los que destacaba el
orden de los primeros. El campamento era mucho más que un conjunto urbano, suponía
una estructura de ordenamiento jerárquico; extensión y expresión de una institución
económica, con sus propias normas y reglamentos, sus costumbres y sus leyes.
No fueron fáciles los tiempos iniciales. Ursula Bayne, esposa de uno de los
extranjeros empleados por las compañías petroleras en la región zuliana en los años
veintes, haciendo un poco de memoria escribía en 2002: “Los hombres vivían cuatro en
un cuarto en dos grandes bunkhouses (casas litera) -dos pisos cada una. No habían
baños o cuartos de duchas, había puestos de regaderas y bateas grandes de madera para
lavar las manos y caras. En La Salina mi marido, Russell Bayne, trabajó en el depósito
por un salario inferior a 100 dólares por mes. Había sólo unos 15 o 20 hogares en el
208
campo. La casa que nosotros teníamos a principios de los años 30 era de un dormitorio,
un cuarto de baño diminuto y un segundo espacio para comedor, un pequeño pórtico
delantero cerrado, usado como un espacio de estar. De noche teníamos ratas del tamaño
de gatitos que corrían a través de las vigas abiertas en nuestro dormitorio -una pesadilla
pues no sabíamos si alguna podría caer sobre nosotros. Muchas veces cuando salías de
la ducha tenías grandes manchas de petróleo sobre tu cuerpo.”
71. Campo Lago, en La Salina (estado Zulia), 1925-1926. 1) comedor; 2 y 3) casas colectivas; 4 y 5) oficinas; 6) comisariato.
209
Esta inicial estrechez fue solventada en un par de años con la construcción de los
primeros campamentos. Al Hollywood Camp fue trasladada la familia Bayne. Allí, en
casas de dos y tres habitaciones, dos cuartos de baño, amplios comedores y agradables
cocinas, clubes, canchas de tenis, piscina, escuela y profesores estadounidenses para
educar a sus hijos, la vida de los empleados se hizo más confortable (Bayne, 2002).241
241 Traducción nuestra. También aporta datos de la vida en los campos petroleros venezolanos Steve Sleightholm -hijo de Harold Sleightholm, empleado petrolero estadounidense-, en su “Oil
Camp History”.
73. Viviendas unifamiliares en La Salina, Lago Petroleum (Creole)La fotografía original refiere el incendio debido al petróleo que se obser
de la imagen.
, hacia 1930. va a la izquierda
72. Hollywood Camp, La Salina.
210
Andrés De Chene en su trabajo La transformación de las comunidades petroleras
(1969: 48-49) afirmaba respecto a los campamentos:
242 El subrayado es nuestro y obedece a la necesidad de aclarar que si bien las compañías se encargaron de suministrar casi todo lo que necesitaban sus trabajadores –bienes y servicios-, su disfrute por ellos no era del todo gratuito. En los comisariatos -de las compañías-, por ejemplo, estos adquirían con su sueldo los alimentos, equipos electrodomésticos, ropa, etc., que requerían, y comparando los sueldos que aquellas pagaban a estos -7 a 9 bolívares en 1937- respecto a los más altos que daban a trabajadores de igual condición en sus tierras nativas -4 dólares en adelante a principios de siglo (un dólar equivalía a poco más de 3 bolívares)-, nos permite asumir que con ello los nacionales pagaban buena parte de los servicios que ellas ofrecían; por lo tanto mantenidos de ellas no podría afirmarse que eran. 243 Bendahan en Las generaciones del Zumaque se encarga de contradecir totalmente estas afirmaciones, al recrearnos una ideal mancomunidad entre nacionales y extranjeros; al punto que la práctica totalidad de las parejas que definen la trama sentimental de su novela son binacionales -hombres ingleses, holandeses o norteamericanos casados con mujeres venezolanas, y algún caso inverso-.
“tanto en la época primitiva de los barracones y las carpas como en la más evolucionada de los campamentos con casas y calles, los habitantes de éstos eran los mismos, es decir, los jefes, los técnicos, los operarios calificados, los caporales y los obreros rasos.”
Luego de acotar que no todo allí era armonía continuaba:
“Sin embargo, los habitantes de estos campamentos, que eran mantenidos totalmente por las compañías, fueron acostumbrándose a vivir concentrados en un solo lugar, y fueron adquiriendo conciencia de amistad hasta que nativos y extranjeros se fundieron en una especie de gran hermandad para el propósito común de explotar el petróleo.”242
Suena estimulante la idea, y algunos personajes como el Tony Roberts de Oficina
Nº 1 sirven para ilustrarlo; no obstante, la generalidad de las impresiones, entre ellas las
ofrecidas por Díaz Sánchez o Uribe, nos hablan de una material separación entre
nacionales y extranjeros, y más concretamente de los trabajadores menores y los no
adscritos a las compañías respecto de los más calificados.243
El desarrollo de los campamentos petroleros, emparentados con las más antiguas
“Company-towns” o “ciudades-fábricas”, respondían a ese común interés de concentrar
fuerza de trabajo y medios de producción en un único lugar, para aumentar eficiencia y
rendimiento. Esto produce como lógica consecuencia la estructuración física de los
campamentos como conjuntos concentrados, en la mayoría de las ocasiones excluyentes
del entorno; y aunque volcados hacia el interior, eran de economía exógena en tanto sus
211
directrices y hasta suministros provenían del exterior; los insumos que les eran ofrecidos
a sus habitantes a través de los almacenes o comisariatos, así como las maquinarias y
equipos de trabajo de las empresas. En los campamentos petroleros, una experiencia más
madura que la de las originarias company-towns, los trabajadores residentes disfrutaban
de condiciones de vida mejores que las de quienes habitaban los poblados espontáneos
circundantes. Tanto las infraestructuras puestas a su servicio, como las dotaciones e
insumos a los que tenían acceso, eran, al menos en toda la primera etapa petrolera
venezolana, propiedad de las empresas petroleras extranjeras. (González, 1984)
244 Además de los animales salvajes, con las cercas buscaban defenderse de las incursiones
de indios, que lanzaban contra ellos flechas envenenadas al verse interferidos y hasta
desplazados de su espacio natural; así como rehuir el ingreso de gentes que sin lograr ser
enganchadas por las compañías se habían llegado hasta las prometedoras tierras del
petróleo, y de los crecientes grupos de trabajadores que aupados por incipientes grupos
sindicalistas iniciaron huelgas y reclamaciones de mejoras en sus condiciones de trabajo.
Para preservar su seguridad y estatus las compañías petroleras edificaron sus
residencias como una suerte de ciudadelas cerradas custodiadas por guachimanes –
venezolanización del término watchman-, sólo que los “muros” que las franqueaban no
negaban la visión de sí mismas. Se trataba de mallas metálicas que marcaban un límite,
menos rígido materialmente pero irrestrictamente excluyente.244 El acceso a aquellas
“ciudadelas” según se recoge en las novelas de Díaz y Uribe, y a diferencia de lo
expresado por De Chene, estaba vedado para los obreros, como también parecía estarles
vedado el uso de ciertas áreas en las zonas de trabajo; como el retrete del Departament of
Labor, al que el infortunado trinitario Enguerrand Narcisus Philibert entró por material
imposibilidad de aguantar un minuto más a causa de sus tripas. Luego de largos minutos
en el retrete gimiendo como un cachorro con frío, y de pedir excusas, la violencia de un
¡Never mind! del hombre rubio acabó en un Vaya a recoger su orden de pago. (Díaz,
1993: 62)
212
Los campamentos seguían un ordenamiento urbano simétrico e irreprochable, en
el que las viviendas se posaban ordenada y aisladamente sobre la tierra, quedando
rodeadas de cuadros de césped, peinaditos como cabelleras.... Estos estaban a su vez
dotados de las instalaciones sociales necesarias para el disfrute de sus ocupantes. Sergio
González (1984) refiere la no disposición de planos, gráficos ni detalles, dadas las
particularidades de los objetos arquitectónicos propios de los primeros campamentos, y
de las dificultades logísticas de aquellos primeros tiempos; supone, sin embargo, que la
organización de conjunto primigenia respondía a un ordenamiento volcado hacia el
interior, un poco constituyendo las casas o carpas, una suerte de “pared” para separarse
del medio vegetal circundante. González establece una diferenciación entre Campamento
petrolero y Campo petrolero. El campamento tiene carácter más provisional por
corresponder a la fase de exploración. El campo, en cambio, corresponde a la fase ya más
estable de la extracción.
Los escritores destacan dos aspectos en ellos: el orden y modernidad del conjunto,
y la significación de los espacios sociales y deportivos.
“Mas allá todavía, nuevas actividades. Casas de madera resplandecientes, sobre pilastras, con techumbres aisladoras. Jardinillos recién plantados, con acusado aire de forasterismo. Todo un pueblo nuevo y exclusivista, aislado del mundo circundante por una extensa verja de hierro donde enreda su perdida esperanza una trepadora trasplantada. Allí predomina el blanco, un blanco neto, agresivo como el de los modernos hospitales y salones de barbería. Sugiere el confort de aquellos chalets cierta idea de cartujismo, con todo lo necesario para no carecer de nada. Sin superfluidades.
213
-Ahí van a vivir los jefes extranjeros. Eso da gusto, cámara”. (Díaz, 1993: 32)
Tales campamentos se distinguían, como sugieren las citas, por su carácter
exclusivo, y su propia entidad no podía resultarle indiferente al hombre criollo:
“Aldana llegó a la altura de una verja de alambre muy alta, donde dos hombres y cuatro muchachos miraban atentamente, e iba a proseguir cuando aquello llamó su atención. -¿Qué mirarán esos zoquetes?
Era un lugar barrido, reluciente casi... Había arbolillos recién plantados, postes con focos eléctricos y banderolas triangulares.
Se aproximó. Al otro lado de la verja dos mujeres y dos hombres rubios jugaban al tenis. (…)
Teófilo miró también. Hermosos aquellos cuatro diablos rubios de ojos de acero y cabellos de oro. Duros, como tallados en roca de río”. (Díaz, 1993: 34)
75. Viejo campo La Salina, estado Zulia.
74. Campo residencial en Maracaibo, 1930.
214
Pero aquellos hermosos diablos rubios estaban materialmente apartados de él, los
separaba una antipática alambrada. Arturo Almandoz (2004: 27-36) ofrece una apretada
síntesis de este tema en su sección “Dentro y fuera de las alambradas”, ahondando en el
generalizado rechazo de aquella expresado por los escritores. Respecto a la más material
separación representada por las cercas divisorias de los campamentos, la impresión
general no era de armonía si atendemos el sentir de los trabajadores petroleros. En el
pliego de peticiones formuladas por los obreros petroleros venezolanos, a raíz del Primer
Congreso de Trabajadores de Venezuela celebrado en diciembre de 1936, figuraba la
“abolición de las cercas de alambre de los campos petroleros”(De la Plaza, 1962). Tal
era el sentimiento de rechazo que generaban, aunque la contemplación desde afuera de la
alambrada estimuló en muchos de ellos una gran fascinación por el hombre extranjero.
No todos, sin embargo, como el caso del colombiano Gustavo Echegorry, médico de una
compañía petrolera en Mancha de aceite, quien se mostraba siempre reticente, o aquel
Teófilo Aldana de Mene, imaginativo y febril, que ante ellos sentía una gran
desconfianza, aunque ante aquellas mujeres con las piernas desnudas y al aire la melena
gótica sentía despertar su imaginación y pasión desenfrenada, erotismo de venganzas y
desquites, según Miguel Ángel Campos (2005: 104).245 En los análisis de Campos y
Pérez Schael, de los que se extrae que el criollo sólo aspira por medio de la posesión
sexual de la mujer extranjera, una como búsqueda de venganza y de afirmación de
superioridad sobre el hombre extranjero, queda sin desarrollar un aspecto singular: el
reflejo compensatorio que propone Uribe, el del mutuo interés de la mujer extranjera y el
hombre criollo. Peggy, la “joven esposa del superintendente de taladros pensaba
continuamente en el médico aventurero cuya vida imaginaba llena de romance y hechos
245 Ya antes Pérez Schael (1993: 147-154) introducía el tema en la sección que tituló “El paradigma del bobo y el vivo una díada intercambiable”.
215
maravillosos”, aburrida de la soledad y monotonía de su vida (Uribe, 1992: 206).
¿Realidad o simple proyección de los deseos del hombre criollo? El aparente desgano
con que el doctor Echegorry se dejaba querer de la señora McGunn y su continuo
rechazo de los extranjeros por percibir en ellos cierto sentimiento de superioridad y
ningún interés en vincularse realmente con el país, harían pensar en un sentimiento de
retaliación; sin embargo, aunque convencido que ella no comprendía realmente su mundo
y sus preocupaciones, hasta el final el protagonista siguió atrapado por su niña Peggy.
El orden, la pulcritud y lo previsible de los campamentos nada tenían que ver con
los que de manera espontánea edificaban para sí los obreros. Señalamientos como el de la
separación infranqueable entre las residencias de los extranjeros y luego las
urbanizaciones de los empleados criollos de las compañías, respecto al resto de los
pobladores; o las breves descripciones de las casas, consideradas bastante confortables y
equipadas con modernos aparatos como cocinas eléctricas o baños con regadera, y
protegidas con mallas metálicas para frenar al temido anófeles, son agotadas por los
escritores en un par de párrafos. Mancha de aceite poco acota a este respecto; y su autor
al igual que algunos escritores venezolanos, prefiere ahondar en lo que considera el
subproducto de la actividad petrolera: la miseria de los poblados obreros. Poco de novela
parecían tener para los escritores aquellas vidas simples y monótonas de los extranjeros,
que novelarlas no pareció motivarles; en cambio, lo enmarañado, complejo, inestable y
precario del mundo que brotaba en derredor capitalizaría toda su atención.
216
En un país que por su precariedad y atraso exige del hombre trabajador la labor
sostenida y fatigosa, la presencia de la distensión en la vida de los extranjeros y, más allá
de los campos petroleros, en la vida de adinerados generó rechazo y hasta una cierta
envidia. Si bien la alta sociedad venezolana disfrutaba como lo había hecho siempre de
una vida cómoda, la impronta de aquella en las clases menos favorecidas potenció otro
inconveniente: la búsqueda del trabajo fácil o del menor esfuerzo. Mucho se ha
argumentado acerca de la “pereza histórica” del hombre venezolano; sin embargo, es
indudable que frente a aquel contraste social y material, en el sentimiento del hombre
inculto, explotado o excluido, la imitación, la desidia, la devoción irracional o la envidia
eran respuestas posibles.
Díaz Sánchez en Mene (1993: 77-78) recrea el deseo de algunos nativos por
congraciarse con los extranjeros, en una breve y hasta urticante escena de la novela, en la
que un grupo de trabajadores petroleros nacionales y sus familiares, deslumbrados por el
verbo gracioso -aunque para ellos casi incompresible- de los misters, el atrevimiento de
las mujeres que no vestían medias, la delicadeza del trato, o la sofisticación de las
urbanizaciones frente a la sencillez de las viviendas propias, se proponen agasajarlos para
retribuir la amabilidad que percibían en ellos y para tratar de ingresar en su medio.
Desafortunadamente “ni la función del club, ni el melífluo saludo de los maridos en la
calle, ni las tarjetitas aduladoras, ni los dulces de hicacos pudieron romper el hielo y
franquear el paraíso de la intimidad. Pudieron regocijarse hablando de los clubs
exclusivistas y de algunas otras conquistas protocolares, pero nunca de una invitación
217
privada, de hogareño calor.¿Cómo serán por dentro las casas de los musiúes? siguió
siendo la pregunta que se hacían los lugareños.
246 Titulado “Remodelación de los campos petroleros”, recogido por Mailer Mattié (De la
Plaza, 1996: 203-206).
Junto al deseo de aceptación está, entonces, el rechazo recurrente hacia las
compañías extranjeras, y como consecuencia, hacia los forasteros. Este aspecto resulta
central para nuestro análisis urbano, pues más allá del aparataje ideológico, es indudable
la separación que se materializó entre sus campamentos -o campos- y las ciudades de los
nativos. Dentro de la Babel explosiva, la ciudad del petróleo se encontraba material y
socialmente dividida en dos. La presencia de capital humano extranjero, tanto gerentes
como técnicos de las empresas extractoras del crudo y beneficiarios de su explotación,
junto a grupos de técnicos nacionales, determinaron la construcción de campamentos
petroleros en los que se residenciaban y se abastecían de mercancías y servicios traídos
también del extranjero, habida cuenta del aislamiento y ausencia de dotación y
equipamiento por parte del estado, y de las propias disposiciones de las empresas
foráneas para aprovechar, proteger y favorecer la comercialización de sus propios
productos. De ello derivó el escaso o nulo vínculo con otros poblados y ciudades, e
incluso con el mismo país. La autonomía de los campamentos petroleros, típica expresión
de las economías de enclave, como lo fue la petrolera venezolana durante las primeras
dos décadas de su existencia, condicionó el aislamiento característico de aquellos. Como
lo refería Salvador de la Plaza en un manuscrito suyo fechado en noviembre de 1959,246
al inicio de la actividad extractiva en el país, los trusts concesionarios “instauraron los
«campos petroleros» o lugares sólidamente cercados, sustraídos a las leyes venezolanas,
rigiéndose por reglamentos expresamente elaborados y accesibles sólo al personal
218
enganchado.” Emparentándolos con los Bateyes de los Centrales azucareros de los
yanquis en Cuba, y con los Centros Petroleros que existieron en México antes de la
nacionalización de la industria en 1938, de la Plaza los llamó: pequeños estados dentro
del Estado venezolano. Del mismo tenor, José Antonio Mayobre formulaba en “La
verdad sobre el petróleo” (1967): “Las instalaciones y campamentos constituían distritos
ajenos al resto del país con sus cercas, sus barrios discriminados, su fuerza armada
propia, sus exoneraciones aduaneras para todo tipo de mercancía, su economía aislada.
La nación recibía las regalías y los otros bajos impuestos como si vinieran de un país
extranjero.” Sobre el caso mexicano y frente a una muy dramática realidad, un pasaje de
la reveladora novela del mexicano José Mancisidor: Nuestro petróleo (1929) -
pormenorizado registro de la defensa de su soberanía y los avatares que condujeron a la
definitiva nacionalización del petróleo en México-, alude al insistente empeño de las
compañías extranjeras en defender “el derecho de extraterritorialidad que por nuestra
condición de grandes potencias que representamos se deriva.” (Mancisidor, 1956: 29)247
Reclamo de autonomía en lo económico, legal y hasta político, y por supuesto en lo
social y cultural.
247 Énfasis nuestro. Novela originalmente publicada bajo el título: El alba en las simas, y ganadora ese mismo año de 1953 del primer lugar en el concurso del diario mexicano El Nacional. Aquel aludido reclamo del derecho de extraterritorialidad, surgía en respuesta a las consideradas indebidas y muy incómodas injerencias del entonces presidente Lázaro Cárdenas, invitando a sentarse en la mesa del diálogo a patronos -compañías- y los obreros huelguistas; iniciativa que poco después vería materializarse la nacionalización de las propiedades de dichas compañías extranjeras, y la creación de la empresa nacional PEMEX (1938).
Las difíciles condiciones iniciales en las que debieron asentarse las compañías
petroleras, puesto que las actividades de exploración y posterior extracción se sucedieron
en ambientes totalmente aislados, sin dotación y desasistidos por el Estado venezolano,
validarían su decisión de encerrar y proteger sus instalaciones y viviendas. Sobre esto
vale referir la justificación y casi defensa que de ello hacía Andrés de Chene (1969: 45):
“A estos campamentos se les dio carácter de “territorios de excepción” para permitir así
219
que pudieran desarrollarse como núcleos destinados al uso exclusivo del personal de la
empresa petrolera que lo construía. Y constituían además, una excepción, porque debían
ser protegidos con una cerca a fin de conservar el espacio residencial como una
propiedad particular de la compañía respectiva y para impedir que las ulteriores
poblaciones establecidas en las cercanías de cada campamento penetrara los límites
establecidos correspondientes al campamento. Las cercas de alambre se construían, no
por prejuicios separatistas ni por caprichos aislacionistas respecto del resto de la
población o poblaciones circunvecinas, sino sencillamente por necesidad.” En párrafos
siguientes ahonda en justificaciones, sin embargo, por la evidente contradicción que, en
el orden social, supone la supuesta inexistencia de prejuicios separatistas o aislacionistas
y el impedir que las ulteriores poblaciones establecidas en las cercanías de cada
campamento penetrara los límites establecidos correspondientes al campamento, a las a
que alude en el párrafo citado, nos parece importante insistir en la contraposición entre
esta visión y las ofrecidas por los novelistas venezolanos, latinoamericanos y de otros
países del llamado Tercer Mundo.
Además de los indiscutibles problemas de seguridad dado el aislamiento, la
distancia cultural, la molesta precariedad de los nuevos asentamientos espontáneos, la
poca atención por parte del Estado, en ocasiones también la diferencia lingüística,
sumada al escaso interés de muchos de los extranjeros por vincularse con el país,
explicarían en buena medida el poco nexo existente entre aquellos distintos poblados, y
entre éstos y el resto del país.
220
Así pues, el aislamiento de las comunidades o campamentos de las compañías,
fue una práctica habitual en casi todos los que desarrollaron en los más variados lugares
del mundo, con las particulares diferencias de los poblados surgidos en las tierras nativas
de los jefes de dichas compañías, en las que parecían crecer como un todo articulado, o al
menos no segregado por muros y alambradas; y es que estas no parecían ser necesarias.
El diferente estatuto de la propiedad, como es el caso de los Estados Unidos, en el que el
propietario del suelo lo es también del subsuelo, frente a la venezolana en la que los
bienes del subsuelo le pertenecen irrestrictamente a la Nación, permitía que en los
campos petroleros que nacían en tierras despobladas, bajo la exclusiva tutela del
arrendatario o comprador de las mismas, se evitara el crecimiento improvisado
manteniendo un tamaño y un ordenamiento controlado. Vale señalar que junto a un
mayor orden físico coexistían también una mayor tutela patronal y por ende una menor
libertad individual. Todo lo anterior se aprecia en las descripciones que ofrece Upton
Sinclair248 en su novela ¡Petróleo!, (1929: 173, 197) al referirnos el nacimiento del “Ross
Hijo Paradise Nº 1”, pozo petrolero y el subsecuente campamento dentro de las extensas
posesiones -12 mil acres, casi 5 mil hectáreas- que el magnate James (Jim) Arnold Ross
adquirió en tierras californianas. Otra era la realidad para los poblados fuera de las
grandes posesiones.
248 Promotor de la Helicon Home Colony (1906) en Nueva Jersey; una comunidad aislada, influida por los preceptos del socialismo utópico, y en la que también participó el escritor Lewis Sinclair.
221
No obstante la aparente mayor articulación espacial en aquellos pueblos o
ciudades, encontramos fugaces cuadros muy reveladores; tal sería el caso de
Villaharapos (Ragtown), ciudad petrolera del Campo Healdton del vice-distrito de
Seminole, en Oklahoma, recreada por el estadounidense Jim Thompson en su novela
Ciudad Violenta -(Wild Town)-.249 Se trata de una antigua aldea ganadera, que se
trasmuta hacia 1929 en ciudad por la frenética actividad petrolera surgida en tierras
tejanas; y en uno de sus fragmentos nos habla de un espacio materialmente segregado:
“En el pueblo había dos (viejas) zonas residenciales. Una, situada al otro lado de la vía
férrea, ocupada por mejicanos e inmigrados blancos (“white trash” en el texto en
inglés). La otra, sobre la colina, dominaba la ciudad. Unas cuantas calles bordeadas de
árboles y espaciosas villas de dos pisos. Prácticamente eran idénticas (las casas), una
agradable combinación de estilo colonial español (morisco) y americano. En la parte
frontal una terraza con soportal corría a todo lo largo de la fachada. Los colores en que
estaban pintadas, azul ligero, blanco u ocre, marcaban la única diferencia notable entre
las casas. A pesar del problemático abastecimiento de agua de la zona, todas tenían un
cuidado césped y agradables sombras proporcionadas por árboles.” (Thompson, 1976:
19-20) 250 Sobre las características de la zona ocupada por la avalancha de recién llegados
las referiremos en la sección siguiente.
249 En su traducción al español Costa Musté y Gil Olivares la llaman Villatrapos (Thompson, 1976: 16). 250 Incluimos dentro del párrafo, entre paréntesis, palabras o expresiones omitidas o cuyo sentido en la traducción en español consultada no parece corresponder al original en inglés. Incluimos a continuación el texto del párrafo en inglés: “There were two “old” residential sections. One was the traditional wrong-side-of-the-tracks settlement of the Mexicans and “white trash.” The other was up the hill from, and overlooking the town: a few blocks of tree-lined streets, and roomy two-storied houses. Except for color difference –they were usually light blue, white or brown- the houses were almost identical, a comfortable combination of Colonial and Spanish-Moorish architecture. Each had a log porch (“gallery”) extending across the front. Despite the area’s always uncertain water supply, each had a deep shrub –and tree- shaded lawn.” (páginas 13 y 14 de la edición en ingles consultada) 251 Turbador retrato de las rivalidades, tácticas, intrigas y dudosamente éticas estrategias, utilizadas por las grandes compañías petroleras en su lucha por las concesiones de petróleo en Oriente Medio, con prolongados paréntesis sobre la particular realidad estadounidense de la industria. Aunque valido de imaginarias compañías petrolíferas mayores, como las llama, en una nota introductoria del libro su autor escribe: “Aunque esta novela es una obra de ficción, he tomado los hechos históricos como firme base para brindar una imagen verdadera de cómo opera realmente la industria mundial del petróleo.” Black -von Block- con una maestría indiscutible atrapa con su prosa, y logra despertar en el lector sentimientos de simpatía y hasta de solidaridad por el no tan ético James Northcutt, el magnate petrolero protagonista de su novela. Se perciben significativas convergencias temáticas y hasta de personajes entre esta novela de von Block de 1974, y la ya referida pionera novela del petróleo de Upton Sinclair de 1929.
Por su parte, respecto a aquel aislamiento, Jonathan Black, pseudónimo del
escritor norteamericano Bela von Block, en su novela Petróleo (1974),251 al referirse al
confortable barrio de viviendas construido para sus coterráneos trabajadores por una
imaginaria empresa norteamericana, que explotaba petróleo en una remota región del
223
Oriente Medio escribe: “Era un trozo transplantado de un suburbio norteamericano,
independiente y autónomo”, construido para ofrecer a dichos trabajadores “todas las
comodidades que les permitieran un estilo de vida equivalente al normal de la clase
media en los Estados Unidos”,252 razón irrecusable y más que justa, la del confort y buen
nivel de vida al que lícitamente aspiraban aquellos; no, en cambio, la del sostenido
aislamiento, fenómeno que absurdamente en nuestro país se prolongó aún después de la
nacionalización petrolera en 1976, cuando tales campamentos sin integrarse
materialmente pasaron a formar parte del patrimonio de la nación. La descripción de
Mancisidor sobre México revela, en cambio, la profunda discrepancia entre la riqueza de
las compañías y la precariedad de los trabajadores nacionales. La minuciosa
investigación cumplida por la Comisión Técnica especialmente nombrada por el estado
mexicano en 1937, para estudiar el estado financiero de las empresas petroleras, en virtud
de su negativa a atender las demandas de los trabajadores petroleros -mejores sueldos y
contratación colectiva según las leyes mexicanas- alegando imposibilidad económica,
evidenció el crítico contraste entre la apabullante riqueza obtenida por aquellas, mientras
que “ahí estaban, en cambio, los campos petroleros sin escuelas, sin hospitales, como un
cenagoso pantano que devoraba, de generación en generación, a los padres, a los hijos,
y a los hijos de los hijos…”. (Mancisidor, 1956: 179-80)
252 El párrafo siguiente dice: “Había un cierto número de cuidados bungalows y monobloques de dos pisos de
apartamentos. En otras estructuras funcionaban una escuela para los hijos de los empleados, la comisaría de la empresa, un club, un teatro donde pasaban películas
cinematográficas y los Pequeños Grupos Teatrales representaban obras, un hospital y otras comodidades y diversiones. Todo lo que podían desear los expatriados
norteamericanos -desde jugo de piña en lata marca Lobby, hasta canchas de tenis y una cancha de golf de
nueve hoyos- estaba a disposición de ellos.” (Black, 1974: 41).
El caso venezolano revela su propio dramatismo. El tiempo en el que la actividad
extractiva del petróleo ya se ha consolidando en el país, hacia la década de los treintas,
las tendencias políticas de izquierda van tomando gran impulso, de la mano de los
jóvenes estudiantes y noveles políticos. Las expresas extranjeras, tanto por las líneas
224
políticas de sus países de origen, como por sus propios intereses económicos, buscaban
neutralizar en lo posible cualquier intento de sindicalización de sus trabajadores,253
proceso exacerbado en nuestro contexto dada nuestra inmadurez política y el escaso
dominio de la industria del petróleo y sus vericuetos. No obstante ello, se cumplieron
importantes acciones sindicales. Luego de las luchas embrionarias que condujeron a la
primera huelga petrolera en 1928,254 la presión ejercida para que se sancionara la nueva
Ley del Trabajo –aprobada en junio de 1936- y la conocida como Gran Huelga Petrolera,
cumplida entre el 14 de diciembre de 1936 y finales de enero de 1937, las compañías se
vieron forzadas a cumplir, entre otras, una de las ya viejas exigencias: la dotación de
viviendas para sus trabajadores.255 Según refiere Sergio González Araujo (1984: 55), al
menos en los primeros campos petroleros, a los obreros les eran facilitados como
residencia “por parte de las compañías -y no en todos los casos- galpones que oficiaron
como barracones, eufemísticamente llamadas “casas de vecindad”, donde
colectivamente vivían agrupados por sexo.”
253 La novela de Sinclair es un vivo retrato de la trabas impuestas por las empresas petroleras para la sindicalización de sus coterráneos trabajadores en los Estados Unidos. 254 Posterior a la cual el Estado prohibió la formación de sindicatos, a lo que los obreros petroleros respondieron con la clandestinidad, y una vez muerto Gómez las compuertas se abrieron un poco a sus luchas. 255 Para los que no disfrutaran de viviendas en los campamentos, las compañías debían garantizar transporte y un pago adicional, que fue de un bolívar diario en 1937 sobre jornales de entre 7 y 9 bolívares (Prieto Soto, 1975: 24).
Para ilustrar el difícil escenario que desencadenó aquellas demandas, incluiremos
en extenso, por lo explicativas, las descripciones ofrecidas por un viejo obrero minero:
Aquiles Ferrer. Al referir el mejoramiento del campo petrolero de Mene Grande (Zulia)
en 1926 por la construcción de casas para los empleados calificados, describe, a su vez,
las paupérrimas condiciones en que habitaban los obreros petroleros:
“unas casitas de paredes de bahareques y techos de enea, situadas
sobre el cerro que queda cerca de las oficinas de dichas compañías. Esas viviendas fueron eliminándose poco a poco para ser pasadas totalmente a San
225
Felipe y Pueblo Aparte. Donde la estrechez era la misma de sus alojamientos de peores condiciones, porque los techos eran de zinc en una zona más baja y la temperatura era agotadora, en aquellas paupérrimas casuchas, divididas en un espacio de 10 metros cuadrados ... El Dr. Néstor Luis Pérez, a la sazón Ministro de Fomento (1936-1938), en visita oficial para observar el sistema de vida de los obreros petroleros, al detenerse frente a las viviendas, cerca del caserío Tasajera, quedó sorprendido al contemplar aquel cuadro, por lo cual dijo : Cómo es posible vivir en estas casuchas que parecen calabozos?. No se explicaba cómo podían soportar tan asfixiante manera de habitarlas ... Allí se apiñaban en cada uno de los campamentos más de 150 hombres. Las hamacas eran colgadas de los diferentes tirantes de maderas fuertes, para que pudieran soportar el peso de las cargas de 'mapires' en aquel estrecho sitio. Había guindachos casi hasta el tope de la cumbrera, teniendo que trepar en escaleras. Había que ver aquel enjambre humano para poder apreciar la vida en común en esas improvisadas viviendas. Así era Lagunillas en ese entonces.” 256
256 Recogidas por Jesús Prieto Soto (1970: 82-83).
77. Cobertizos colmados de hamacas. Condiciones de habitación bastante primitivas de los
trabajadores petroleros en Lagunillas, estado Zulia hacia 1920. Una nota al reverso de la foto dice que los trabajadores nativos podrían pagar un real al día por un lugar donde dormir en esta casa de pensión,
y si quisieran compañía, eso les costaría 5 bolívares.
226
Se aprobó entonces la Ley del Trabajo de 1936, en la que se dispone que las
empresas petroleras extranjeras debían establecer campamentos para sus trabajadores
cuando el número de ellos fuera igual o mayor de cien y el lugar distara más de dos
kilómetros de la población más cercana. Entonces, simultáneo a las labores de
explotación surgieron campamentos para los obreros, separados de los de los gerentes y
técnicos aunque igualmente abastecidos por comisariatos y servicios suministrados por
las propias empresas. La construcción de aquellos campamentos resolvió en buena
medida la difícil situación inicial en que se encontraban los trabajadores; sin embargo,
muchos de ellos preferían, a pesar de la mayor precariedad y hasta más elevados
alquileres, ubicarse en casas dentro de los poblados nacidos alrededor de las zonas de
extracción petrolera, lugares que habían crecido caótica aunque vigorosamente, a raíz del
impulso provocado por la mayor demanda de petróleo durante y después de la segunda
guerra mundial, ofreciendo nuevas posibilidades de alojamiento y distracción. Esta
preferencia podría atribuirse al deseo de interrelación con un grupo más diverso, y por
tanto más rico, de personas. El venezolano, aún el proveniente de zonas rurales, es
gregario y gusta de incorporarse a colectivos numerosos; y aunque los alquileres en el
pueblo -ciudad- resultaran casi el doble de altos “el trabajador tiene la impresión de ser
más libre y se encuentra más cerca de los lugares de ocio (cines, bares, etc...).”
(Marchand, 1976: 95)257
257 Marchand señalaba que sólo a partir de los años cincuenta, con la presencia en los poblados de una incipiente burguesía comercial, abogados y médicos, se comenzó a construir en ellos viviendas de calidad comparable a las de los campamentos de los trabajadores.
Junto a los campamentos de las compañías emergieron, pues, de forma
vertiginosa e irrefrenable, nuevos poblados aledaños, llenos de gentes venidas de
distintos puntos de la geografía nacional e incluso de otros países; unos intentando
227
nuevas y mejores opciones de trabajo, otros simplemente buscando pescar en río
revuelto, se asentaron todos en aquellos lugares con menor previsión y sin aparente
convicción de que se constituyeran en su lar definitivo.258 Estos poblados se
diferenciaban de aquéllos, entre otras cosas por su desorden, precariedad y aún mayor
provisionalidad. Ambos -campamentos y ciudades- se posaban sobre la tierra juntos pero
no revueltos, a pesar de que desde los años cincuenta las compañías redujeran las
estrictas normas que cerraban el acceso a sus campamentos.
258 La novela de Mata Gil intenta introducir una visión más positiva, al menos en el sentir casi idílico
y hasta utópico del personaje margariteño don Castor Subero, que se proponía fundar un pueblo
petrolero y arraigar en él, como se lee en la primera sección “Fundaciones”, de la novela.
228
EN TORNO AL CAMPAMENTO LA CIUDAD.
Raída, sucia, crujiendo bajo el viento infatigable,
ruinosa aunque recién construida, la ciudad de los harapos brotaba paradójicamente
sobre la gran riqueza que yacía bajo ella. Jim Thompson
Ya referíamos en el capítulo anterior el abandono de sus lugares nativos por
numerosos hombres que seguían la negriáurea estela del petróleo. De todas las regiones
de Venezuela -hasta de otros países- llegaron brazos para succionar la sabia que nos
prometía riqueza y una posible redención social y cultural ante tanta pobreza. En el
capítulo quince de Talud derrumbado, Arturo Croce (1961) recoge en pocas líneas la
esperanza y desolación del campesino de los Andes -representado en Joaquín- que
hastiado de la precariedad en el campo, más que seducido aferrado a la posibilidad de
bienestar por la riqueza petrolera, se lanza a la aventura entusiasmado pero regresa
enfermo, agotado y sin haber conquistado el bienestar esperado. Centenares y millares de
mozos que, según Picón Salas (1981: 162), tras la leyenda de aquel nuevo Dorado
229
emigraron “a hacinarse, perder el buen color y el prudente estilo campesino de vida”.259
Andinos, centrales, orientales, llaneros, extranjeros se aventuraron, y cumplido el arribo
Babel se hizo carne como dijera Díaz Sánchez. Quienes aguantaron el chaparrón se
asentaron y la construcción de ciudad fue una consecuencia lógica, conformando una otra
manera de urbanizar partes del territorio.
259 El hombre de los Andes, trabajador fuerte e incansable, como también lo explicitara Díaz
Sánchez (1973: 141-143), estaba habituado a un ritmo más pausado, amable, reflexivo, y a unos
climas más benignos, por lo que le resultaba difícil acostumbrarse a la rudeza y el vértigo de la
frenética actividad petrolera.
En el capítulo anterior -Una más entre las nuevas Babeles- referíamos el rol de
conquistadores que parecieron asumir los recién llegados a la ciudad; hombres y mujeres
esperanzados que con tablas, cajones y latas escalaron los cerros que bordeaban la
todavía aldeana Caracas del segundo cuarto del siglo XX. Una casi total ausencia de
viviendas e inalcanzables terrenos por sus elevados costos, los convertían en aguerridos y
celosos buscadores de unos escasos metros donde plantar la tienda. Estos otros
conquistadores llegaban a despobladas sabanas en las que el oro negro era sólo una
promesa, y allí el terreno donde plantarse no era el problema, sobraba, como sobró la
improvisación y la ausencia de programas para fundar nuevos poblados. Así pues, a
partir de la segunda década del siglo XX fueron numerosas las nuevas ciudades surgidas
y el desarrollo de antiguos poblados, como consecuencia de la actividad petrolera:
Cabimas, Caripito, El Tigre, Jusepín, Lagunillas, Mene Grande, Punto Fijo, Quiriquire,
Temblador, Tía Juana, son sólo algunos de los nombres. En muchos casos se trata de
poblados cuya vecindad aún hoy día no supera los cuarenta mil habitantes. Es importante
tener presente que la actividad petrolera, a pesar de reportar hacia mediados del siglo más
del 75 % de los ingresos del país, no era una fuente masiva de empleo. El número de
trabajadores contratados por las compañías petroleras para los años cincuenta del siglo
230
pasado apenas si superaba los cuarenta mil, de una población nacional de cerca de cuatro
millones. No obstante esto, los datos censales en los años sesenta, sólo cuatro décadas
después del inicio del surgimiento de poblados petroleros, revelaban según lo señalado
por Rodolfo Quintero (1968: 68) que “más de dos millones de personas se concentran en
«ciudades petróleo», o sea, más del 25 % de la población del país”, números más que
reveladores. Dentro de aquel significativo grupo de habitantes destacaron los que no
consiguiendo engancharse en las compañías, se dedicaron a actividades autónomas y
terminaron edificando lo que sumado al campamento se conoce como pueblo o ciudad
petrolera.
“- Si venden esas provisiones, se las compro a buen precio –dijo Taylor. Carmen Rosa meditaba, o tal vez dudaba, antes de responder. El americano le ofreció entonces otra solución: - También pueden quedarse aquí y montar una tienda que nos hace falta. En mi opinión, tendremos trabajo y gente por largo tiempo en esta meseta. - ¿Quedarnos aquí? –y Carmen Rosa extendió la mano hacia la sabana despoblada-, ¿Dónde?.”
Tal situación, recogida por Otero Silva en Oficina Nº 1 (1996: 9), refleja la
manera improvisada e “inmediatista” como se conformaron los pueblos en torno a los
campamentos petroleros, siempre creciendo en torno a ellos. Hombres y mujeres salían a
raudales de los campos, ávidos de una puerta por la que salir de la pobreza, y llegaban a
los lugares de perforación seducidos por los cuentos sobre la riqueza en los campos
petroleros; en donde se recibía como pago del jornal lo que a ellos les costaría mucha
suerte y días de trabajo en el campo. Contingentes humanos que viajaban con sus
bártulos escasos y raídos, y con la incertidumbre a cuestas. Así, comenzaban a edificar
modestos ranchos que les sirvieran de albergue.
231
“Pueblos obscuros –Cabimas, Lagunillas, Mene-, se incorporaron al frenesí del mundo. Las veredas convertíanse en calles, los cujizales en viviendas: unas viviendas presurosas, hechas con los cajones de las máquinas y tapadas con planchas de zinc. La demencia de un ensueño extravasado de las fronteras oníricas.” (Díaz, 1993: 28)
78. Viejo pueblo de Lagunillas, estado Zulia, década de 1920.
79. Viejo Lagunillas, hacia los años treinta, antes de ser destruido
totalmente por el voraz incendio de 1939.
232
80. Viejo pueblo de Cabimas, hacia 1928. ¾ de milla del Campo Lago, La Salinas,
estado Zulia.
233
81. Cabimas hacia 1929, en los tiempos germinales de la actividad petrolera en la
zona.
Una junto a la otra crecían libre y espontáneamente aquellas viviendas
presurosas, configurando un tejido orgánico, imprevisible y progresivo. Esa forma
urbana tan antigua como la sedentarización del hombre primitivo, ciudades de harapo,
caracterizó buena parte de la primera etapa en la urbanización venezolana del primer
boom petrolero. En 1943, Rómulo Gallegos (1982: 73) parangonaba las viejas viviendas
del hombre pobre en el campo o la ciudad con las que emergían en esa nueva Venezuela:
“La barraca de tabla de cajones, de latas abiertas y aplanadas de prisa, de tela de fardos, ¡de lo que hubiere a mano! La zahurda (sic). ¿No eran ya sórdidos cobijos de todas las miserias el rancho del monte o el cuarto de la casa de vecindad, de donde se salió para la aventura petrolera? El mínimo abrigo de techo para dormir sobre la estera o sobre el desnudo suelo, el angosto pasadizo de todos entre las intimidades sin recato, basurero de los desperdicios. ¡Los pueblos nuevos a la orilla de la estupenda riqueza! Nacían desmirriados, torcidos, tarados, como engendros de la vieja miseria en la irremediable incuria, mal paridos por la prisa aventurera, y en el recién nacido enteco y propenso a todas las lacras abrieron en seguida las fuentes perennes de sus llagas la cantina, el garito, el lupanar...”.
Decir que estas barracas eran para mientras tanto es incurrir en optimismo. Ante
la precariedad en la que vivían los hombres del campo que salen en estampida, sólo
conseguir subsistir ya era mucho soñar. Habiendo partido de aquella indigencia, sin haber
visto en muchos casos más que unos pocos ranchos mal construidos y dispersos por las
enormes sabanas, o bien conociendo la ciudad, pero habitándola desde la miseria y la
necesidad, su imaginario urbano no podía ser distinto. Sorprende grandemente la
semejanza temática y descriptiva del anterior fragmento de Gallegos con pasajes de una
novela escrita y publicada dos o tres lustros más tarde. Se trata de la ya referida Ciudad
violenta del norteamericano Jim Thompson (1976: 8):
234
260 La edición castellana consultada dice -en el
segundo párrafo- medraba en lugar de brotaba, palabra ésta que nos luce más ajustada al texto original. En la edición en inglés consultada (Thompson, 1993: 3-4) dice: “shabby, dingy, creaking with the ever-present wind, senile while still in their nonage: a city of rags, spouting -paradoxically- on the very crest of great riches.”
“Así que las nuevas edificaciones eran provisionales, construidas con cuatro clavos y a toda prisa. Barracas hechas de listones de madera de dos pulgadas y de contrachapado; cobertizos de tablones sin pulir ni pintar. Pero lo más frecuente eran las cabañas de saco, o las casas de harapos, como las llamaban. Sobre un armazón elemental se colocaba una tela de arpillera que se impermeabilizaba con alquitrán. Y en aquella jungla improvisada, corroídas por el sulfuro y los vapores cáusticos, las cabañas se extendían por la pradera en todas direcciones, colándose y metiéndose por entre el bosque de torres petrolíferas.
Raída, sucia, crujiendo bajo el viento infatigable, ruinosa aunque recién construida, la ciudad de los harapos brotaba paradójicamente sobre la gran riqueza que yacía bajo ella.” 260
Recordemos el sugestivo nombre de la ciudad recreada por Thompson:
Villaharapos; incluso el propio título de su novela -Ciudad violenta- ya nos ilustra sobre
el panorama social que la informa. La velocidad con que se movían los torrentes
humanos, sumado a la imprevisión y falta de planificación, condicionaron el que muchas
de las nuevas ciudades y poblados emergieran como apariciones y su forma física
semejara el crecimiento “radicular”, el de la agregación progresiva.
El caso particular de Cabimas, una vieja, tradicional y muy pequeña aldea
zuliana, de apenas unos dos mil habitantes hacia los años veintes, y poco más de
cincuenta mil tres décadas más tarde, cuyo crecimiento y conversión en ciudad petrolera
sirvió de motivo a Díaz Sánchez para escribir Mene, resulta un ejemplo válido para
ilustrar el aspecto de casi todas las ciudades petroleras en el país. Resultan más sombrías
235
las descripciones ofrecidas por Uribe Piedrahita (1992: 279), que sin referir
explícitamente a Cabimas, recrea su novela en los nacientes poblados de la zona. No
pensaríamos en una ciudad cuando nos habla del barrio de los obreros nativos compuesto
por callejuelas carcomidas por arroyos profundos, tropezando en raíces y fragmentos de
cactus (…). Chozas miserables y barracas desparramadas por el campo inculto,
cenagoso. Paisaje umbrío, pestilente lleno de basura y detritus de naturaleza
indescriptible.261 La pujante actividad petrolera hizo que la “ciudad” continuara
creciendo. Así se fue conformado un complicado collage de torres petroleras, casas,
ranchos, nuevas avenidas que enfatizaban el caos inicial, al que por cierto el Estado
pareció prestar poca o ninguna atención, salvo las crecientes exigencias a las compañías
extranjeras para que dotaran a los nacientes poblados de servicios e infraestructuras. Le
resultó más fácil y rentable delegar en las compañías tales funciones, sin asumir la
perentoria tarea de dirigir y reorientar el imparable crecimiento urbano. Ya vimos en
capítulos anteriores cómo el Estado se mostró incapaz de controlar, o al menos
reconvertir el caótico crecimiento de las ciudades. Sobre Cabimas hacia la década de los
sesentas escribía Quintero (1968: 66): “Es una ciudad de calles empetroladas, estrechas,
interrumpidas por casas de madera llenas de moscas y malos olores, de niños desnudos
que se bañan en charcas de agua sucia y aceite mineral. Calles de ambiente caótico, de
las cuales se sale sorpresivamente para caer en una avenida amplia y plana, tendida
entre grandes construcciones. Ciudad donde el lujo contrasta con la miseria, (…).”
261 A estas imágenes se suman las del caserío llamado “La Honda” que describe Uribe entre las
páginas 289 y 292.
236
De la Cabimas recreada en Mene, puede decirse que de la fuerza urbana y social
centrípeta que se percibe en el primer capítulo (titulado “Blanco”), cuando el cura (Padre
Nectario María) llega para celebrar las fiestas patronales de Santa Rosa, en el que todo
gira hacia el interior del pueblo: plaza e iglesia ejercen de imanes; esa condición polar
imantada se diluye en los capítulos siguientes, y junto a la desaparición de las fiestas
tradicionales, se imponen el crecimiento y la dispersión urbana. Además de la región
zuliana, destacable por la importancia de sus yacimientos y por el más copioso desarrollo
de pueblos y ciudades petroleras, una suerte de eje o sistema de ciudades desde
Bachaquero hasta Cabimas, e incluso, más tarde, las surgidas por la construcción de
refinerías en el vecino estado Falcón, como el caso de Punto Fijo, Venezuela vio
desplegarse otros importantes conjuntos urbanos en la región oriental del país,
especialmente en el estado Anzoátegui –El Tigre, Anaco, Puerto La Cruz-.
237
“A las dos y media de la tarde del día 23 de Febrero de 1933 sucedió
uno de los hechos más importantes de la historia de oriente, pues a esa hora y día nació simbólicamente la Ciudad de El Tigre, la capital del Municipio Simón Rodríguez del Estado Anzoátegui.
262 Así aparece en la página web que promociona turísticamente a la ciudad de El Tigre, capital petrolera de Anzoátegui: http://www.lrs.com.ve/un-dia-en-oriente/sitios_de_interes/eltigre.htm (mayo 2004). Aun cuando dicha ciudad tiene sus antecedentes históricos en las efímeras
existencias a fines del siglo XVII de las poblaciones de San Máximo de El Tigre y Santa Gertrudis del Tigre ubicados en el sitio de Merecual entre los ríos El Caris y El Tigre, fue a partir de la citada fecha cuando se inició de hecho el establecimiento de la misma. En aquella oportunidad una cuadrilla de empleados de la empresa Gulf Oil Company conformada por los norteamericanos Julio MacSpadden, Pat Tunner, Ernest Carter y el margariteño Cleto Quijada iniciaron los trabajos de perforación del Pozo Oficina Nº1.”262
El anterior escrito, suerte de partida de nacimiento de la ciudad de “El Tigre”,
ilustra el origen del poblado que sirvió de motivo para la novela de Otero Silva Oficina
Nº 1. Las imágenes ofrecidas por Otero Silva respecto al poblado obrero del oriente del
país, lucen más pintorescas y mucho menos dramáticas e ideologizadas que las descritas
por Sánchez, Uribe y Quintero sobre los pueblos zulianos. Almandoz (2004: 29 y 34)
encuentra un menor tremendismo y un más asentado y verosímil reporte en Otero. Esto
es positivamente cierto y nos habla de un mayor sosiego por parte del escritor; una menor
acritud y hasta una menor virulencia ideológica, no obstante haber militado -Otero Silva-
en las filas del Partido Comunista, una de las organizaciones responsables de las huelgas
y reclamos de reivindicaciones de los trabajadores petroleros. Habría que considerar, sin
embargo, la determinante diferencia entre las vivencias directas en los pueblos petroleros
por parte de autores como Díaz Sánchez, Uribe o el propio Rodolfo Quintero en los
tiempos germinales, frente al trabajo periodístico de reconstrucción histórica, a posteriori
239
y sin la vivencia directa, seguido por Otero Silva en la elaboración de Oficina Nº 1. No
obstante el menor dramatismo, sus descripciones nos revelan un complejo
enmarañamiento de calles y casas, surgidas de forma gradual y sin atender a ningún plan,
que despertó -por cierto- gran interés al personaje de su novela, el perforador
norteamericano Harry Rolfe:
“ -Cuando nosotros clavamos el primer taladro -dijo Tony Roberts- esto
era una sabana sin más habitantes que las matas de chaparro y las lagartijas. Ahora es casi una ciudad.
A Harry Rolfe le interesó el laberinto pintoresco de las calles construidas al azar. A veces desembocaban seis en una misma explanada; a veces una concluía porque se había cruzado inesperadamente con otra que descendía en diagonal; aquí se torcían como serpientes o se quebraban en zig-zag; más allá se estrechaban en callejones absurdamente angostos que remataban en una pared.” (Otero, 1996: 68)
Unas páginas antes, Otero Silva (1996: 29) nos ofrecía un claro paisaje de
aquellos poblados que nacieron sin plan ni concierto siempre bajo el sino de la
provisionalidad. Pocos fueron los que creyeron “que aquel campamento desordenado
pudiera llegar a ser una cosa diferente a lo que era en aquel momento: un puñado de
techos de palma aventados al azar sobre la sabana, en espera de que surgiera el
petróleo y se los tragase.”
240
Y nos refería también Otero de una aparente preocupación de los extranjeros por
aquella improvisada manera de crecer la ciudad. Bien fuera el rechazo del desorden, o la
pérdida del control de algunas tierras que les habían sido dadas a las compañías y parte
de las cuales les habían sido, así mismo, arrebatadas por aquellos improvisados
constructores, lo cierto es que aquellas intentaron establecer algunos nuevos ejes viales
como ordenadores del conjunto que seguía creciendo, pero el intento fracasó. El
personaje Francis Taylor, jefe de operaciones de la compañía norteamericana que
exploraba en el oriente del país, consiguió del comisario Arismendi -autoridad nombrada
por la propia compañía- el compromiso de adoptar medidas enérgicas para contener el
desbarajuste. El comisario habló con los habitantes del pueblo; ellos le oyeron
atentamente; no obstante “siguieron despuntando en cualquier sitio ranchos
desgaritados. Pero eso sí, ahora los construían a media noche, cuando el comisario
Nemesio Arismendi dormía a pierna suelta (…).” (Otero, 1996: 30) Antonio Melo
Pelache (2001: 297)263 nos informa de las intencionadas invasiones que realizaron grupos
de habitantes, a unos terrenos que se tenían dispuestos para fundar “Ciudad Guanipa” a
poca distancia de aquel agobiante laberinto, para mudar allí los pobladores de “El Tigre”.
El objetivo de los invasores -según Melo- era conseguir una indemnización por las
maltrechas viviendas que en un par de noches habían allí levantado. Tal improvisación y
especulación pareció cumplirse también en el cercano poblado de “Anaco”, nacido como
“El Tigre” a la sombra del petróleo.
263 No obstante los numerosos errores -principalmente de sintaxis y ortografía- que presenta la edición del texto escrito de Melo Pelache, resulta interesante y plausible la labor de recolección de tan copiosa información que allí ofrece.
241
83. Aerofotografía del pueblo petrolero de El Tigre, hacia 1949. De fondo se observa el poblado
espontáneo, distinguido en otro tono de sepia el espacio ocupado por el
campamento de la compañía petrolera extranjera.
242
Así, improvisada y apresuradamente se conformaron casi todos los pueblos
petroleros, tal como lo hicieron las expansivas barriadas que poblaron los cerros
caraqueños entre 1940 y 1950, como intentamos explicitarlo en el capítulo “Una más
entre las nuevas Babeles”. Una diferencia sólo inaugural entre ambos fue la diversidad
funcional de aquéllos frente al inicial carácter mono-funcional de estos últimos, en tanto
que al principio eran básicamente lugares para dormir pues el trabajo, si se encontraba,
estaba en el centro de la ciudad: en los mercados, en los talleres, en las incipientes
industrias, o sencillamente deambulando por las calles intentando encontrar una
justificación a la decisión de abandonar el lar nativo.
Las barriadas de los campos petroleros, con equivalente cartujismo -aunque más
precario- al que Díaz Sánchez destacaba en los campamentos de los extranjeros, crecían
con la diversidad funcional y la espontaneidad como principio. Junto a la posada emergía
el bar -botiquín o cantina como se le llamaba en aquellos tiempos- y a su lado la bodega,
y más allá unas humildes casas y a continuación un burdel y otro botiquín, y poco más
allá una gallera, y más casas, y otro burdel, y una bomba de gasolina, y hasta una agencia
de automóviles Chevrolet, como reportaba Tony Roberts a Harry Rolfe. Poblados
vertiginosos en torno a los campamentos que como señaláramos anteriormente crecían
juntos pero no revueltos.
243
Todos los pueblos petroleros crecieron un poco de la misma manera en los tan
similarmente frágiles países pobres o subdesarrollados. Tal fue la realidad en Venezuela,
como en México, en Brasil, en el Medio Oriente, o más tardíamente en África. Pero
también resultaron precarios muchos pueblos petroleros estadounidenses, herederos
irrestrictos de la forma de nacer de los viejos pueblos mineros y hasta de los ganaderos
del sur y el oeste, como lo recrea José Martí en “Cómo se crea un pueblo nuevo en los
Estados Unidos”(Martí, 1964: 202-212). Christopher Tunnard y Henry Hope Reed
(1964) nos ofrecen breves pero elocuentes descripciones. Pueblos mineros como Galeana
(Illinois), Hancock y Houghton (Michigan), Placerville (California), Jerome (Arizona), o
Butte (Montana); que pese a producir ésta un tercio de todo el cobre del país nació pobre
y fea y continuó pobre y fea hasta mediados de los cincuentas. Muchos de estos pueblos
ya no existen, salvo como ciudades fantasma, y fueron precedentes de los
específicamente petroleros; entre ellos Titusville y Pithole City, surgidos en los inicios de
la explotación petrolera en Pensylvania hacia 1860, estado responsable de la mitad de la
producción mundial de petróleo antes del boom de Texas hacia 1901. Sobre Pithole City,
Tunnard y Hope (1964: 156) recogen de un documento de 1865: “Es una ciudad de
madera, no hay ni una sola casa de ladrillo o piedra. Las calles son estrechas con sólo
un tablón por acera… Las edificaciones a un lado y a otro son de todas las formas y
tamaños imaginables, desde un hotel de cuatro pisos hasta el diminuto quiosco de un
vendedor de pan de jengibre o de maní. En todos los lados se percibe un olor a madera
nueva, a pintura fresca y a «crudo». Así puede verse un edificio carente de paredes, sin
piso, sin nada aparte del techo, de donde cuelga un aviso, en el que se dice al público
que los contratos del petróleo se compran y se venden allí…”264
264 Vale recordar el carácter privado de la propiedad del suelo y subsuelo en los Estados Unidos. Si en
este la iniciativa privada y la libre competencia marcaban buena parte de los desarrollos, en nuestro país las decisiones –fuera de aquellos territorios de
excepción o enclaves que eran los campamentos- dependían y dependen del Estado, de allí su
responsabilidad en la concreción urbana de los nacientes poblados.
244
84. Yacimiento petrolífero de Storytown en las afueras de Sistersville (West Virginia - EE.UU), hacia 1890.
85. Sistersville, en la plenitud del segundo auge petrolero en West Virgina, EE.UU, hacia 1890.
245
86. North Breckenridge, Texas y sus fuentes de oro líquido.
Las torres de petróleo están por todas partes. 1922.
246
Jonathan Black en la ya referida novela Petróleo, se vale de Logan -en
Oklahoma- para ilustrarnos los tiempos germinales del campo petrolero. Un pequeño y
polvoriento pueblo de tan sólo unos mil doscientos habitantes permanentes hacia 1921,
aunque con una población flotante mucho mayor: los numerosos trabajadores petroleros
de los alrededores que en él conseguían el lenitivo a sus soledades; que había crecido y
prosperado de forma increíble, con una calle principal, la Cedar Hill Avenue, sin
pavimentar aunque pasmosamente previsiva, pues su anchura satisfaría la de una ciudad
cincuenta veces más grande; pueblo “de estructuras comerciales desvencijadas y en
forma de cajas. La mayoría tenía tan sólo un piso, ninguna de ellas más de dos, y de
estas, muchas ostentaban falsas fachadas.” (Black, 1974: 71).
Los pueblos surgían de prisa, como las fortunas, y también no pocas bancarrotas
propiciadas en gran medida por las asfixiantes tretas de las “mayores”. En tanto, los
pueblos petroleros estadounidenses mostraban en sus primeras etapas los signos de la
premura y la improvisación: casas a medio hacer, ausencia de orden y lodo por todas
partes, o bien, cuando los pozos ya no eran productivos, las ciudades que emergieron
intempestivas de convirtieron con igual velocidad en pueblos fantasmas. Gerald Forbes
(1939: 393-95) describe dos tipos diferentes de desarrollo urbano petrolero en Estados
Unidos, que tuvieron que ver con el tamaño de las tierras arrendadas. Cuando los
arrendamientos eran de grandes extensiones, en manos siempre de poderosas empresas
independientes, disminuía la competitividad y se prevenía el surgimiento incontrolado de
ciudades. Nos refiere el caso de Texon Pool al oeste de Texas, en el que los grandes
247
yacimientos petrolíferos pertenecían a una única compañía, que construyó y poseyó una
pequeña ciudad para el alojamiento exclusivo de sus empleados. Por el contrario, los
lugares de pequeñas propiedades y por tanto de pequeños arriendos, como fue el caso del
Conjunto Healdton en Oklahoma -donde se ubica la Ragtown de Thompson- en el que
además el petróleo se encontró muy cerca de la superficie, permitieron a hombres con
pequeños capitales aventurarse en la exploración y extracción de crudo. La mayor
competitividad produjo una población más dinámica, transitoria y por tanto menos
estable, y el surgimiento de ciudades boom, conocidas por los angloparlantes como
ciudades champiñón, es decir, vertiginosas, improvisadas y caóticas. Las características
morfológicas y sociales que refiere para esos poblados se emparentan casi totalmente con
las de nuestras ciudades o pueblos petroleros venezolanos. La anticipación de casi
cincuenta años entre las pioneras experiencias norteamericanas y las que se materializan
en nuestro entorno venezolano, harían esperar una mayor previsión para la consolidación
de los nuevos poblados petroleros. La realidad, sin embargo, muestra que no hubo tal
previsión, ni los cambios favorables que se operaron en algunos pueblos petroleros de
tierras extranjeras.
265 En 1921 se escenificó allí la conocida como Matanza de Tulsa, desencadenada por el supuesto
insulto de un joven limpiabotas negro a una ascensorista blanca. Murieron en la matanza 300
personas de las que más del 90 % eran negros. Crónica ampliamente recogida en
http://rwor.org/a/v21/1040-049/1044/tulsa_s.htm (consultada abril 2006)
Bonanza económica, diversificación productiva, integración social y material,
pero sobre todo, la diversificación productiva, permitieron en los Estados Unidos un
temprano cambio favorable a las caóticas condiciones iniciales. Un caso ejemplar es el de
Tulsa, ciudad al nor-oeste de Oklahoma, que hacia principios del siglo XX era un
pequeño centro de negocios de unos mil habitantes -por cierto escindido en dos
irreconciliables zonas: la de los blancos y la de los negros-265 y que convertida ya hacia
248
1930 en pujante ciudad de más de ciento cincuenta mil habitantes, dependientes en su
mayoría de la actividad petrolera, la construcción de un moderno hotel en la ciudad -
historia similar a la descrita por Thompson en su Ciudad violenta- motivó a muchos
adinerados operadores a establecer allí las oficinas centrales de sus empresas y negocios.
Esto, junto al consecuente desarrollo industrial, al establecimiento de talleres de
maquinarias y de casas de suministros para la industria petrolera,266 dotó de un carácter
más estable a la ciudad, convirtiéndola en una de las más permanentes: “Tulsa became
the most permanent of the Southwestern oil boom towns, largely because it was not the
product of a single pool of petroleum.”(Forbes, 1939: 399). Sus habitantes alardeaban de
que la ciudad contenía más millonarios que ninguna otra ciudad de similar tamaño en el
mundo.
266 No presente en nuestras iniciales ciudades petroleras dado el poco desarrollo industrial nacional, y por tanto la exclusividad otorgada a las compañías para la importación de sus maquinarias e implementos. A pesar de iniciarse hacia los años cincuentas una prometedora actividad industrial en Venezuela, muchas de aquellas ciudades no se vieron directamente favorecidas por ello.
En Venezuela, ciudades como El Tigre, con mayor dotación según lo recrea Otero
Silva al final de su novela Oficina Nº 1: con nuevos y más modernos hoteles que
imposibilitaban a las venteras fundadoras del pueblo, las hermanas Maita, competir con
sus mejores condiciones y prerrogativas (O.Nº.1: 140); con la polémica resolución del
jefe civil -Gualberto Cova- de mudar lejos del centro, a las afueras del pueblo en plena
sabana, las galleras, garitos y burdeles por los que había recibido tantas críticas de las
familias y las Compañías, y hasta periódicos de Caracas; mudanza a la que se oponían
tanto los regentes de dichos lugares, como las más modestas meretrices, también
fundadoras del pueblo (O.Nº.1: 75); con establecimientos comerciales, como el del turco
Avelino que comenzó con el pueblo vendiendo por cuotas baratijas que cargaba en un
cesto (O.Nº.1: 137); con sucursal de banco; con sindicato que logró sortear la represión y
249
las numerosas trabas y prohibiciones impuestas por las compañías por intermedio del
acomodaticio jefe civil (O.Nº.1: 65-67). En fin, un pueblo que se trasmutó en ciudad,
pero en la que el sector primario de la economía -con predominio de la extracción de
petróleo- y el terciario, sobre todo este último, ocupaba al grueso de los pocos
empleados, sin que se hubiese consolidado un fuerte sector secundario, que garantizara
estabilidad laboral, diversificación productiva y verdadero fortalecimiento económico de
sus pobladores, así como una efectiva planificación e inversión en infraestructura y
adecuada dotación urbana. No muy distinta resultó la realidad para otras ciudades
petroleras, como Cabimas o Punto Fijo, en las que, aunque con un sector secundario
mucho más fuerte, su terciarización y su limitada y mala planificación e inversión
urbana, han tenido escasa repercusión en el mejoramiento físico de la propia ciudad. El
caso de Punto Fijo es emblemático, pues en su condición de Zona franca comercial, con
puerto y aeropuerto internacionales, principal emplazamiento de la industria de
refinación de petróleo del país, atractivo turístico por sus hermosas playas, y con
importantes industrias pesqueras y metalmecánicas, la ciudad luce un aspecto físico
bastante pobre, descuidado, sin correspondencia con la riqueza que allí se mueve.
250
267 En la región oriental del país principalmente sirios, libaneses, chinos, españoles e italianos, quienes controlaban la mayoría de los establecimientos comerciales. Desde el punto de vista arquitectónico ellos fueron determinantes en la definición del perfil de la ciudad, pues las iniciales casuchas de barro y techo de palma o zinc que ocuparon, las sustituyeron desde inicios de los productivos años cuarentas y hasta mediados de los cincuentas por los primeros edificios de dos pisos, de platabanda y paredes de bloques, como lo reseña Melo Pelache (2001, tomo 1: 325-326). Según su impresión “estas mejoras no sólo le dan un mejor aspecto a los negocios, sino también mejora el perfil arquitectónico de la ciudad.” A este respecto diferimos de su opinión, pues considerando el perfil que aún hoy conservan ciudades como El Tigre, a la que alude Melo en su trabajo, así como Punto Fijo y Cabimas entre tanta otras, incluso las no petroleras, sus imágenes actuales, definidas en aquellos años de tanta bonanza, no hablan precisamente de grandes aciertos. Cambiar los materiales de construcción, ampliar los edificios y “arreglar” las fachadas no son garantía, de aciertos arquitectónicos ni urbanos. En muchos casos pasaron de ser pueblitos precarios a pueblotes menos precarios, arquitectónicamente hablando. Esta sensación se hace aún más intensa si comparamos las impresiones de Melo con las que sobre el mismo pueblo de El Tigre nos ofrece Milagros Mata Gil en su novela referida. 268 Buscando mayor rendimiento económico, especialmente a raíz de la crisis petrolera de 1956 por el conflicto del Canal de Suez -crisis ficticias para aumentar sus beneficios según lo recogido por Jonathan Black-, las grandes compañías optaron por subcontratar a compañías medias, algunas de ellas también de capital extranjero pero que ocupaban personal criollo, para la realización de los otros trabajos no directamente petroleros, liberándose de compromisos y conformando un cuerpo de trabajadores de mayor movilidad y menor estabilidad laboral: “Este forma una suerte de ejército de reserva, fácil de contratar y de despedir puesto que las compañías no se comprometen con él más que por una duración corta y limitada por adelantado. (…) Se encargan generalmente de la construcción de vías, a veces de grandes almacenes para el mantenimiento de los jardines, de la limpieza de las oficinas, del lavado de la ropa, etc... (...) Los contractuales son en cierta medida los parientes pobres de los trabajadores petroleros.” (Marchand, 1971: 65 a 67) (traducción nuestra). La temporalidad de su contrato hace que al finalizar este, el trabajador quede desempleado y sin protección. Marchand alude a la importancia que este numeroso grupo tiene en la transformación del paisaje humano y urbano de las nuevas aglomeraciones, tanto más incluso que el petrolero propiamente dicho.
Y EN LAS CIUDADES LOS HOMBRES …
Junto a la precariedad constructiva, el tema social es uno de los más aspectos más
resaltantes de las comunidades petroleras. Sobre ello y referido a nuestro entorno
venezolano, el antropólogo Rodolfo Quintero escribió abundantemente. Quintero fue
fundador en el temprano 1931 de la “Sociedad Obrera de Mutuo Auxilio de los
trabajadores petroleros de Cabimas” y uno de los principales dirigentes de la huelga
petrolera que se desarrolló entre diciembre de 1936 y enero de 1937, mismo año en que
se cumplió la célebre huelga de los trabajadores petroleros mexicanos que dio pie a los
sucesos antes referidos. Sus libros y artículos refieren constantemente la transformación
social que comenzaba a operarse en nuestro país, en la que la actividad petrolera jugaba
un papel fundamental como promotora de la urbanización y al mismo tiempo
estratificadora de la sociedad. En sus distintos trabajos nos ofrece un pormenorizado
registro del complejo y muy diverso cuerpo social que terminó integrando aquellas
nacientes ciudades. Además de los artesanos, comerciantes –la mayoría de ellos
extranjeros,267 trabajadores asalariados, entre ellos un singular tipo, el contractual, del
cual nos da amplias referencias Bernard Marchand (1971) en la primera parte de su
libro,268 destaca un heterogéneo grupo de hombres sin profesión conocida: tahúres,
251
delincuentes, prostitutas, ladrones, proxenetas, traficantes; en fin, un significativo lumpen
como lo denomina siguiendo la clasificación marxista-engelsiana269 de la que fue
impenitente seguidor, y que representan según sus datos cerca de un 30 % de la
población en las ciudades petroleras (Quintero, 1968: 64).
269 Escoria integrada por los elementos desmoralizados de todas las capas sociales y concentrada principalmente en las
grandes ciudades, escribía Engels; elementos que conformando el más bajo escalón en la estructura social y productiva,
“malvivientes” fácilmente comprables, desprejuiciados, sin compromisos, resultaban imprescindibles a las compañías y al
Estado para, entre otras cosas, mantener a raya a los trabajadores que demandaban mejoras.
87. Calle de Cabimas, estado Zulia, a mediados de
1960.
252
Vale referir nuevamente las descripciones de la Ragtown -Villaharapos- de
Thompson, que recreaba como un lugar envuelto en innumerables e intrigantes historias
propiciadas por algunos no tan deseables seres humanos que llegaron a aquéllas; desde el
aventurero y audaz especulador -intermediarios de concesiones en las nuestras- hasta el
ex-presidiario, las prostitutas, los sheriff corruptos -jefes civiles en las nuestras-.
También Black (1974: 62) refería que en los suburbios del lado oeste del pueblo de
Logan se encontraba el barrio de Cedar Creek. “Y era allí donde estaban localizados los
bares, garitos y tabernas de peor fama y los prostíbulos de ínfima categoría de esa
ciudad inmersa en el boom petrolero. A la 1,30 de la mañana era muy probable que los
trabajadores de los campamentos anduvieran tambaleándose por docenas cerca del
camino, o acostados borrachos en medio del mismo.” Estas breves descripciones nos
muestran una realidad común a los distintos tempranos poblados petroleros, sumergidos
en el vértigo de su nacimiento. Grandes compañías, excavadores independientes,
honestos operadores, esperanzados ciudadanos, ilusionadas familias, pero también
cazadores de fortunas, trapaceros promotores de valores, delincuentes cazadores de
arriendos y una significativa pléyade de aventureros; todos se movían de un lado al otro
tras las negras eyaculaciones terrestres, todos corriendo tras la prometedora riqueza.
Quintero no parece execrar ese cuerpo social, más bien cuestiona al Estado y las
empresas extranjeras como productoras de aquel. Los considera representantes de la
“mala vida”, y a ésta la consecuencia más sucia del colonialismo. En cualquier caso,
bien sabemos que tras el dinero y la fortuna corre siempre la estela de los parásitos. Tales
elementos llegaron a las novísimas ciudades desde sus tiempos iniciales, y no obstante
253
las referencias que nos dan nuestros distintos escritores del petróleo, es cierto que salvo
las más pormenorizadas imágenes de los burdeles y cantinas, no se siente tan fuerte en
sus narraciones la presencia de aquella suerte de plaga humana que indudablemente
llegó, y que puebla más agriamente algunas de las novelas petroleras extranjeras
referidas anteriormente.
270 Ya hemos referido la opuesta visión ofrecida por Bendahan en su novela Las generaciones del Zumaque.
Es necesario acotar que en estos pueblos o ciudades tan plurales se materializó
una cierta unidad del hombre venezolano, pues en ellos habitaban juntas gentes venidas
del oriente, de los llanos centrales, de los andes, de la costa, y hasta de otros países.
Unidad ahora orientada por nuevos patrones sociales y culturales, los de la bonanza y la
extranjera cultura del petróleo, y de una pujante actividad política. En fin, fue el oro
negro el detonante de un segundo gran crisol, en el que a los nativos se les sumaba un
nuevo contingente de sangre extranjera. No parecieron precisamente los anglosajones
quienes aportaron desprejuiciadamente la suya en este nuevo mestizaje, a juzgar por las
crónicas de nuestros escritores del petróleo;270 sin embargo, el componente cultural fue
trasvasado inexorablemente, sin liquidar -venturosamente- todas las expresiones
nacionales. Respecto a la distancia social entre los extranjeros y los nacionales, un
territorio neutral, suerte de zona de tolerancia, lo constituían los templos de la mala vida.
Cantinas y burdeles eran los espacios en los que los criollos y los extranjeros se
confundían unos con otros; allí: “beben, cantan y se emborrachan juntos; consiguen
favores fáciles de mujeres de apodos que se relacionan con la actividad petrolera: “La
Tubería”, “Las Cuatro Válvulas”, “La Cabria”, “La Remolcadora” y otras.” “En las
254
mesas de juego y las salas de baile se reduce la distancia social entre el que manda y el
que debe obedecer.” (Quintero, 1968: 38)
88. Campamento petrolero de Judibana, estado Falcón, a mediados de 1950.
Estas visiones de Quintero encuentran su contraparte en los recuerdos positivos
de algunos quienes habitaron los campamentos. Hijos de trabajadores nacionales que
disfrutaron de aquellas cómodas viviendas, que asistieron a sus escuelas, que compraron
en los abastecidos comisariatos, que frecuentaron sus clubes, en fin, que vivieron en
aquellos paraísos, ciudades al margen, en aquellas burbujas que ostentaban arreglo frente
al molesto desorden de las ciudades petróleo.
Vista la confrontación, las sucesivas críticas y la aparentemente imposible
conciliación entre el campamento y los poblados espontáneos que surgían a su vera,
mayoritariamente precarios, desprovistos de servicios, carentes de fuentes de empleo y
ofertas de vivienda, se generalizó la demanda por integrar ambos desarrollos, hecho que
hemos enunciado al inicio de este capítulo refiriendo, entre otros, las huelgas y reclamos
de los trabajadores, o el llamado de alerta que hiciera el arquitecto Julián Ferris en 1955.
En el año 1956, cuando bajo la dictadura de Pérez Jiménez se negoció un importante
paquete de nuevas concesiones petroleras, se estableció dentro de las cláusulas o
exigencias a las compañías petroleras la “obligación de construir ciudades abiertas en
vez de campamentos cerrados.”(Castillo, 2003: 52) Entonces, y en virtud de un seguro
vencimiento de los plazos de concesión, las empresas se propusieron ofrecer en venta a
los trabajadores las casas, no desaprovechando así ni un bolívar de sus inversiones. A
pesar de ciertos logros en este sentido -con ejemplos pioneros como Judibana (1952-56)
255
y Tamare en los estados Falcón y Zulia respectivamente, entre otros- aún hoy persiste el
reclamo por una efectiva integración de las comunidades petroleras. Sobre este tema
resulta ilustrativa la abundante información recogida por Marchand, acerca de los
mecanismos que comenzaron a implementar las compañías para abrir los campamentos.
Aquel nacimiento de los campamentos petroleros como unidades aisladas,
autosuficientes -aunque abastecidas por productos foráneos- no extraña en tanto la
situación de despoblamiento y carencia de servicios de todo tipo en los distintos
escenarios donde ellos nacieron obligaba a que las empresas buscaran alternativas para
garantizar a sus trabajadores un mínimo de condiciones de bienestar. Sin viviendas, luz,
agua, carreteras, fuentes de aprovisionamiento de alimentos ofrecidos por el propio
Estado venezolano, la iniciativa de las empresas de garantizar dichos bienes a sus
trabajadores resultó un acertado ejercicio empresarial. Fue también un innegable acierto,
y en este caso beneficioso además de para las empresas para el país, el impulso
educacional a través de las escuelas y actividades culturales y deportivas promovidas por
las compañías; así también la creación de medios informativos, que aunque
indudablemente sesgados por la visión de la propia empresa -basta leer los artículos
sobre los poblados petroleros en la revista El Farol, órgano divulgativo de la Creole
Petroleum Corporation- conformaban un escenario más abierto frente al atraso y
limitación de muchas escuelas nacionales y de una actividad cultural nacional todavía
muy poco desarrollada. Hubo, no obstante, errores, atribuibles en gran medida a los
distintos gobiernos nacionales. Al no tener conciencia el Estado venezolano de la
magnitud y proyección en el tiempo del impacto de la industria petrolera en nuestra
256
economía, y de la no transitoriedad de muchos de los núcleos urbanos que surgían a la
vera de los centros de extracción, no se diseñaron estrategias nacionales que ofrecieran
reales oportunidades de trabajo a los muchos que no eran enganchados por las
compañías, ni se formularon proyectos de ciudad que garantizaran un crecimiento
ordenado y armónico de los poblados petroleros. Por esto, las elecciones técnicas,
urbanas y arquitectónicas de las compañías en la construcción de sus campos –algunas de
ellas propias de nuestra tradición-271, no formaron parte de un plan que hubiese podido
exigir de aquellas la apertura de sus iniciales refugios. Sergio González (1984) y Pedro
Romero (1997) reconocen el valor de las construcciones en los campos petroleros por su
indiscutible adecuación al medio físico; sin embargo se reitera la problemática, aún
persistente, de su incompleta integración al país. Dichas comunidades no nacieron, no al
menos en el sentimiento ni en el pensar de los empresarios extranjeros, como semillas de
ciudad; fueron inicialmente escenarios para la actividad productiva, por lo que, como
decía González, privó en ellos la organización funcional, sin considerar aspectos
simbólicos, ni jerárquicos distintos de una exclusiva segregación por grupos o clases de
trabajadores. Nacionalizado el petróleo y sus infraestructuras (1975), la integración real y
total de los campamentos o campos a los poblados aledaños no se materializó, y hoy el
reclamo queda reflejado en diversos proyectos recientes, surgidos tanto en el ámbito
profesional como en el académico,272 con propuestas integración para importantes
campos petroleros que aún subsisten aislados. No era ni es suficiente la simple exigencia,
como las postuladas desde los tiempos iniciales de la actividad petrolera en el país, sino
que ello debía ir acompañado de propuestas concretas de aplicación inmediata, que
aunque posiblemente delegada su realización en una primera etapa a las empresas
271 Un caso es el de las casas sobre pilotes construidas por las compañías, a las que se emparenta con los palafitos que los indígenas habitaban desde tiempos inmemorables en las regiones lacustres del país. 272 Ejemplos como Campamentos petroleros - integración a la ciudad, 2004, de la urbanista Sonia Barahona, de la Universidad Simón Bolívar; o diversos trabajos de fin de carrera de alumnos de varias universidades del país.
257
petroleras, su fiscalización y seguimiento, de acuerdo a los planes propuestos, quedara en
manos y fuera rigurosamente aplicado y supervisado por el estado venezolano, principal
destinatario y beneficiario de dicha integración. Rodolfo Quintero (1968: 78), menos
esperanzado y más escéptico por el deterioro de la sociedad petrolera, no cifraba sus
expectativas en la integración física de los campos y ciudades petroleras; su
preocupación estribaba en lo social, y opinaba -sin negar la presencia de algunos
elementos positivos-: “la cultura del petróleo, creadora y destructora de los
campamentos y las “ciudades petróleo” (…) es un complejo dinámico contrario al
progreso nacional. De ahí la conveniencia y la necesidad de su desintegración, de su
eliminación como sistema, como estilo de vida de los venezolanos.” Eliminación de una
cultura y una sociedad y desarrollo de las culturas nacionales -no folklorismos
desarticulados- fue su propuesta. “Los pobladores de Cabimas, Lagunillas, El Tigre,
Caripito y demás “ciudades petróleo” podrán reconstruirlas de acuerdo con sus
tradiciones, costumbres, lengua: vivir mejor en un marco de culturas nacionales y
regionales enriquecidas mediante justos mecanismos de transculturación.” (Quintero,
1968: 84)
La solución no radicaba en destruir las amorfas y precarias ciudades petroleras,
prueba de ello lo fue el caso de Lagunillas de Agua. Holocausto de venganza, de muerte
y purificación (Uribe, 1992: 318), el voraz incendio que se tragó literalmente a la ciudad
dio lugar a que a cierta distancia, en sustitución de ella se construyera una nueva:
“Ciudad Ojeda”, “la primera ciudad debidamente planificada” exalta Bendahan
(1991:198); sin embargo, esa ciudad “debidamente planificada” no garantizó el éxito ni
258
urbano ni social: calles rectas, casas de ladrillo, techos de zinc no eran suficientes. Hoy,
seis o siete décadas más tarde de aquella fertilidad urbana, Cabimas, como Punto Fijo, El
Tigre, Ciudad Ojeda, Anaco, en fin, la práctica totalidad de las ciudades petróleo -con los
lógicos cambios de escala y aparente modernización-, no dejan de resultar un
desagradable conjunto de construcciones, de calles sucias, muchas veces de aspecto
precario, colmadas de pobreza, y hasta de apariencia provisional, a pesar de sus hoteles
de lujo, de sus sobrevivientes campamentos y de la riqueza que aún brota de sus entrañas.
No se trataba entonces de borrar las ciudades petroleras, ni sólo de resolver su
amalgamiento. Era y es menester acompañar los proyectos de mejora e integración, con
efectivos planes de generación de empleos, de diversificación económica y de impulso
cultural y educativo, para que los habitantes de dichas ciudades se transformen en co-
constructores y celosos guardianes de su consecuente cualificación material.
259
V
¿ANTI-CIUDAD O CIVILIZACIÓN DEL CAMPO? “Las ciudades son el abismo de la especie humana.
A la vuelta de varias generaciones las razas perecen o degeneran; hay que renovarlas, y es siempre el campo el que nutre a esta renovación...”
Jean Jacques Rousseau (1755)
“La reacción contra la ciudad se acentúa mientras que la atracción del campo crece cada día y se afirma con una fuerza irresistible. Todo contribuye a este
movimiento instintivo y profundo, el exceso de fatiga de los habitantes de las ciudades, el cansancio de una existencia siempre agitada y vuelta maligna, el desencadenamiento de
todas las pasiones políticas, religiosas y sociales, que engendra la sed del descanso y hace percibir el campo como un oasis protegido contra los ruidos de fuera, en fin la
ruina de la salud cada vez más comprometidas por una existencia desordenada que es causa de desgaste incesante.”
Jules Méline (1905)
¡Oh! ¡si al falaz ruido, la dicha al fin supiese verdadera
anteponer, que del umbral le llama del labrador sencillo, lejos del necio y vano
fasto, el mentido brillo, el ocio pestilente ciudadano! (…)
¿Amáis la libertad? El campo habita (…) Id a gozar la suerte campesina; la regalada paz, que ni rencores
al labrador, ni envidias acibaran. Andrés Bello (1826)
Ya no le quedaba la menor duda: la ciudad corrompe a los hombres aún sin que estos lo
adviertan. «Las ciudades (…) son organismos parasitarios que consumen lo que producen los campos.» Y bien que lo había comprobado, primero en Caracas y luego en
Maracaibo. El trabajo fecundo es el que crea; en cuanto su producto se convierte en género de comercio se pierde su categoría creadora
y se reduce a materia de explotación. Díaz Sánchez (1957)
263
Concluíamos el capítulo Una más entre las nuevas Babeles refiriéndonos a una
difundida actitud intelectual antiurbana, o al menos significativamente crítica hacia la
ciudad; aspecto que ha estado presente en las literaturas del mundo, con especial fuerza
tanto en la etapa de transición de las predominantes economías agrícolas a las más
específicamente industrializadas, como en las inmediatas posteriores cuando la intensiva
industrialización produce lo que Rial denominara monstruos altivos y escasos de cerebro.
Ciudades insatisfactorias ante las que los intelectuales se pronuncian. Existen valiosos
trabajos que han abordado estos temas en contextos como el europeo y el
norteamericano. Para el caso estadounidense destaca la emblemática antología de Morton
y Lucía White, El intelectual contra la ciudad (1962), en el que en orden cronológico,
remontándose a los escritores de sus tempranos tiempos republicanos a fines del XVIII,
discurren desde las más predominantes miradas románticas hacia el campo (Jefferson,
Emerson, Thoreau, entre otros); pasando por las más críticas aunque no siempre
execradoras de lo urbano (Jane Addams, John Dewey); hasta aquellas más tolerantes
hacia la ciudad (Walt Whitman, William James). Los White (1967: 62) perciben una
mayor tendencia en los escritores a criticar la ciudad norteamericana en defensa de la
civilización que a atacarla en nombre de la naturaleza.” Para el caso inglés, Raymond
Williams en su enjundioso libro El campo y la ciudad (1973) acude a la imagen de una
cinta transportadora, que lo lleva atrás en el tiempo (2001: 33-37) y le permite sondear en
un pasado cada vez más remoto el sentimiento de abandono de las costumbres rurales en
la tierra inglesa y de la general antinomia entre el campo y la ciudad. Se remonta a la
antiquísima poesía pastoral del siglo IX a.C., deteniéndose largamente en el siglo XIX,
celebrándola y advirtiéndonos, no obstante, contra las falsificaciones sentimentales de la
264
vida rural y la naturaleza. Horacio Capel (1998) en un brevísimo ensayo: “Gritos
amargos sobre la ciudad”,273 intenta una aproximación acudiendo a autores de distintos
países con especial énfasis en los españoles. Convencido del valor de la ciudad, en su
trabajo invita a descubrir los males que la aquejan y que inspiran su rechazo para
buscarle soluciones, todo esto apoyado en que la ciudad es el mejor invento humano
(Capel, 2005). Sobre el caso francés Bernard Marchand (2005) nos habla de Urbaphobe.
Tal es la denominación francesa propuesta para designar el movimiento que critica y
condena la ciudad. Según su visión Francia y en especial París “sufrieron desde hace
doscientos años de urbaphobie (-urbanofobia-), una hostilidad constante por parte de
grupos diversos de pensamiento: cristianos, políticos, urbanistas, etc.” Este fenómeno,
común en muchos países, es destacado por Marchand como particularmente intensificado
desde Rousseau en el siglo XVIII. En una cronológica y crítica revisión recalca los
excesos en los que incurrían los urbaphobes al exaltar valores del campo denostando o
sin reconocer los que son indiscutibles logros de la civilización urbana; y cuestionando
las visiones antiurbanas sentencia: “la oposición a la gran ciudad es sólo una forma de
rechazo de la modernidad, así como un esfuerzo para evitar el cambio y detener el
tiempo...”.274
273 Incluido en Dibujar el Mundo. Borges, la ciudad y la geografía del siglo XXI (2001). 274 Ver también: R. Lehan (1998) The city in literature. An intellectual and cultural history; J. Salomón (2005) La ville, mal aimée. Représentations anti-urbaines et amenágement du territoire en Suisse; Peter Hall, Las grandes ciudades y sus problemas; VV.AA., El malestar urbano en la gran ciudad.
Para el caso venezolano, si bien algunos críticos literarios han señalado la
inclinación u oposición a la ciudad y al campo en la obra de algunos escritores, no
conocemos ningún texto que lo estudie de manera general. No lo pretende este trabajo,
pues nuestra aproximación se hace sobre sólo algunos escritores, y más específicamente
sobre algunas obras de la primera mitad del siglo XX; intentaremos sin embargo señalar
265
las recurrencias y oposiciones más relevantes que encontramos en ellas.275 De entrada
podemos afirmar que ellas evidencian una estrecha relación entre los dos aspectos
enunciados en el título de este capítulo; campo y ciudad se muestran conformando una
unidad, a veces un poco tensa, pero en general en relación de interdependencia. En esa
primera mitad del siglo XX en Venezuela el campo ofrecía cosas que la ciudad
necesitaba y la ciudad pagaba lo que el campo producía. Con más o con menos
parcialidad, con más o con menos profundidad, todos los autores los pulsan en sus obras,
por tanto resulta difícil no penetrar en los límites de cada uno al tratar de separarlos para
explicarlos, lo intentaremos sin embargo.
275 Un material de singular importancia lo representa la correspondencia epistolar de algunos de los autores
tratados en esta investigación, en la que intercambian, con otros destacados intelectuales nacionales e internacionales, impresiones sobre la realidad del país y su aguda necesidad de fortalecimiento tanto de la actividad agrícola como de la vida urbana. Destacan por el valor de los temas abordados
y la diversidad de interlocutores, los epistolarios de Mariano Picón Salas y de Mario Briceño Iragorry. Buena
parte de sus respectivas correspondencias fueron recogidas en: Mariano Picón-Salas y sus amigos, dos volúmenes compilados por Delia Picón, publicados en 2004; y en
Epistolario, cinco volúmenes previstos incluidos en Mario Briceño-Iragorry. Obras Completas.
LA CIUDAD, LA MALQUERIDA.
“Ya no le quedaba la menor duda: la ciudad corrompe a los hombres aún sin que estos lo adviertan. «Las
ciudades (…) son organismos parasitarios que consumen lo que producen los campos»”
Casandra. Díaz Sánchez
El lógico entusiasmo que despertaba y despierta en cualquier ser humano, la
posibilidad de cambios y modernización en sus hábitat y en sus formas de vida, se vio
confrontado con el crecimiento descontrolado y el cambio negativo que se operó en las
ciudades europeas a fines del XVIII, estadounidenses a fines del XIX y latinoamericanas
a mediados del XX como consecuencia de la industria. Los vicios y las llagas resultantes
266
del comercio, la industria y la inmigración en masa condicionaron un manifiesto rechazo
a la ciudad, elemento que no estaba presente en la literatura sobre las ciudades
precedentes, lo que explica la menor prevención anti-urbana en la literatura urbana
anterior a la industrialización. La nueva ciudad se mostró torva y se afianzó entonces un
creciente antiurbanismo, recogido por los intelectuales y escritores quienes destacaban
como uno de los cambios más negativos en la nueva ciudad la ruptura del sentido de
comunidad. Las principales consecuencias de esa ruptura: desmembramiento y ausencia
de cohesión social y de sentido de pertenencia, motivó su creciente rechazo y el reclamo
por el rescate de los valores de la vida comunitaria que habían caracterizado a las
ciudades pre-industriales y las comunidades campesinas. Desde el paradigmático
Comunidad y sociedad de Tönnies (1887), un llamado que se remontaba a los socialistas
utópicos de inicios del XIX encontró eco en intelectuales del mundo entero, muchos de
los cuales propusieron o se sumaron a la creación de comunidades autónomas y
autosuficientes (que en su aislamiento contenían el germen de su propio fracaso) y otros
propusieron el retorno al campo y a las formas de vida pastoriles dando, ambos, la
espalda a la ciudad. Resulta justo, y a nuestro juicio de valor fundamental, destacar la
existencia de otra mirada que más racionalmente postulaba la recuperación para la nueva
sociedad de ciertos valores de la comunidad, buscando remediar los males sin execrar la
ciudad. Tal es la del sociólogo y educador estadounidense John Dewey, quien llegó a
propugnar a inicios del siglo XX la conversión de la nueva Gran Sociedad devenida de la
industrialización, en una Gran Comunidad;276 así como la de la reformadora social,
también norteamericana, Jane Addams, quien para atender los graves problemas que
enfrentaba un sector muy depauperado del Chicago de fines del XIX, propuso y
276 Ver White (1967: 154, 169-170).
267
materializó la creación de una colonia dentro de la propia ciudad, concebida no como
unidad aislada, ni tampoco agraria, sino como germen recuperador de la vida comunal.277
Pero esta mirada no fue la más extendida, requería un esfuerzo titánico, y en su lugar
predominó la del discurso crítico sobre la ciudad.
277 La Colonia de Hull House (1889) edificada a partir de una casa o centro de comunicación vecinal en un barrio pobre de Chicago resultó muy valiosa por su capacidad
regeneradora del organismo urbano. “En vez de participar en la edificación de una comunidad a partir de cero, ella
(Jane Addams) consideraba que estaba tratando de re-edificar una comunidad, de re-unificar esa cosa caótica y desparramada en que se había convertido la vida urbana
hacia el año 1880” (White, 1967: 146-151), para lo que los principios urbanísticos o la arquitectura solos no resultaban suficientes. Cifraba sus esperanzas en proyectos educativos
para la comunidad, dotación de espacios para la vida de relación, amén de los servicios necesarios, y
fundamentalmente la integración de los numerosos y desasistidos grupos de inmigrantes que poblaban la ciudad.
Experiencia exaltadora del cooperativismo, de la comunicación y de la vida comunitaria que habían
caracterizado lo urbano antes de la era industrial, y que buscaba restituir tales virtudes al organismo urbano
general. Algunas direcciones web sobre Jane Addams y la Hull House: Urban experience in Chicago: Hull House
and its neighborhoods 1889-1963, http://www.uic.edu/jaddams/hull/urbanexp/contents.htm
(consultada, jun. 2006); About Jane Addams, http://www.uic.edu/jaddams/hull/newdesign/ja.html
(consultada, jun. 2006).
En Venezuela los escritores de fines del siglo XIX construyeron numerosas
elegías al paisaje y las bellezas naturales de nuestro país, obras en las que la naturaleza y
el campo son los protagonistas y en las que la ciudad estaba casi ausente, o era una
referencia como de lugar remoto donde habitaban los dueños de la tierra que venían al
campo casi siempre para curarse de sus males. “En el siglo XIX el monte y el llano
indómito sostuvieron una guerra no declarada contra la ciudad” sostiene Silverio
González (2005:73-86). Es con la literatura de finales de siglo y de principios del XX con
la que la ciudad comienza a aparecer, casi siempre como un discreto y hasta difuso telón
de fondo, siendo lo más destacado las referencias a la sociedad urbana sobre la que, por
cierto, son recurrentes las opiniones negativas. Con la nueva literatura de tema urbano
coexiste la que describe ambientes y escenas rurales.
Repasamos, siguiendo los esbozos hechos en capítulos anteriores las distintas
miradas de los intelectuales tratados en esta investigación, para evitar atribuir a ellos un
generalizado y equivalente, pero no tan claro, rechazo de lo urbano. La insatisfacción
frente a una chata capital finisecular demasiado aldeana según Díaz Rodríguez y de la
Parra, o la igualmente insatisfactoria y dudosamente ética ciudad -Villabraba- ilustrada
por Miguel Eduardo Pardo. La posición de un Briceño Iragorry, admirador irrestricto de
268
los valores de nobleza e hidalguía que reconocía en la ciudad tradicional –patricia y
burguesa-, que sucumbía en la anuladora ciudad moderna; o la defensa más humilde y
pragmática de la ciudad tradicional, y hasta romántica de la vida aldeana hecha por Picón
Salas, frente a la febril e indetenible metrópolis moderna. El mordaz cuestionamiento a la
vacua y poco ética sociedad citadina finisecular y de los albores del XX de Pocaterra; o
la mirada complementaria hacia la naturaleza por el idealista Gallegos, llamado de alerta
para cuidar y civilizar el campo, paralelamente a edificar mejores y más sanas ciudades
como lo proponía en sus ensayos Díaz Sánchez; hasta el sorprendente radicalismo de un
José Antonio Rial y de un Picón Salas en su última novela, recriminando perversiones
materiales y psicológicas en la vida urbana, y su final claudicación proponiendo la huída
hacia la naturaleza como aparente único reducto sano. Estas visiones entre las más
numerosas tratadas en esta investigación, nos dan una idea de la variedad de
percepciones sobre lo urbano en nuestros intelectuales.
Marco Negrón (2004: 343) como señaláramos en capítulo anterior, reprocha lo
que considera un injusto e inconveniente desdeño de la ciudad por parte de los
intelectuales y gobernantes, y ubica el más agudo rechazo en los años sesenta del siglo
XX: “Un rasgo recurrente del pensamiento sobre el territorio en los pasados cuarenta
años fue el antiurbanismo retórico, centrado en la condena de las «grandes» ciudades y
de las migraciones campo-ciudad. Aunque las políticas que derivaron fueron más bien
erráticas y en ciertos aspectos contradictorias, su corolario más importante fue la
renuencia del Estado a crear ciudad y, particularmente, a habilitar tierras que
permitieran el asentamiento ordenado de los migrantes más pobres, pues se suponía -
269
infundadamente, pero eso entonces no era tan evidente- que de tal modo se incentivaba
su mudanza a las ciudades.” Los contenidos de las novelas analizadas nos revelan que la
insatisfacción por la ciudad, posible condicionante de aquel desinterés gubernamental de
los sesentas, es sentido con bastante antelación, tanta que incluso a comienzos del siglo
XIX, cuando nuestras ciudades venezolanas eran apenas modestos poblados –Caracas, la
capital, apenas contaba con 40 mil habitantes que disminuyeron a cerca de 30 mil luego
del terremoto de 1812-, nuestros escritores ya criticaban males en la ciudad. ¿Falsas
posturas?; ¿simple emulación por nuestros escritores, de motivos y temas desarrollados
por sus homólogos, en otros entornos sí afectados por los males de la gran ciudad? Nos
cuesta dudar de la sinceridad de los planteamientos de un Andrés Bello, de un Simón
Rodríguez, de un Fermín Toro por ejemplo; podemos, sin embargo, entender que tal
cuestionamiento a la ciudad lo es más a sus parasitarias y poco éticas clases gobernantes
y alta sociedad, responsables históricas de una desacertada gestión urbana, y de no
controlar, dirigir y canalizar su adecuado crecimiento y desarrollo; aspectos que seguirán
siendo motivo de críticas hasta para nuestros escritores del siglo XX y este que apenas
comienza.
Un tema destacado entre algunos de los novelistas tratados en esta tesis es el de
la defensa de los valores comunitarios propios de la ciudad tradicional. No obstante sus
valores positivos, la vida comunitaria en las ciudades venezolanas de principios del XX
había llegado a degenerar en sociedades cerradas, asfixiantemente conservadoras, algo
decadentes y llenas de prejuicios, lo que produjo en algunos de sus habitantes un lógico
malestar y rechazo. Quizás la novela que mejor recoge ese sentimiento es aquella del
270
diario de una señorita que escribía porque se aburría. Ifigenia de Teresa de La Parra
recrea el hartazgo de la joven María Eugenia Alonso, por la chatura física y cultural de la
ciudad y por el rol pasivo que el venezolano, y más específicamente la mujer se ve
obligada a asumir por culpa de esa sociedad pacata y represiva. Su queja evidencia
entonces un reclamo por una ciudad más abierta y estimulante. Por su parte escritores
como Briceño Iragorry o Picón Salas, profusamente tratados en capítulos anteriores,
exaltan las bondades de la vida tradicional en la ciudad correspondiente al mismo tiempo
descrito por de La Parra. Entre 1922 año en que se publica Ifigenia y 1957 cuando se
publica Los Riberas, o incluso antes en 1955 cuando se publica Venezuela Imán, median
sólo poco más de 30 años, y las denuncias formuladas por Briceño y Rial en estas últimas
revelan que ese corto tiempo fue suficiente –como ha quedado evidenciado a lo largo de
esta tesis- para que se modificaran sensiblemente los patrones de comportamiento y
relaciones sociales en la ciudad. Lastimosamente de La Parra no tuvo oportunidad de
presenciar los cambios –murió en 1936-; tampoco Miguel Eduardo Pardo (1905) ni Díaz
Rodríguez (1921), para que nos transmitieran sus impresiones sobre la sociedad más
cosmopolita y la moderna ciudad que sustituyó la chatura de la antigua que tanto les
desagradaba.
Dentro del discurso crítico sobre la ciudad, Briceño, insatisfecho por la
descontrolada y anormal transformación de la ciudad y la sociedad venezolana desde los
años treinta, se muestra enfrentado a ella, y lejos de proponer un nuevo esquema social
adecuado a los nuevos tiempos parece reclamar nostálgicamente el retorno a formas
tradicionales de vida en la ciudad. No obstante ser Briceño el más propagandista de la
271
ciudad entre los autores tratados, critica la ciudad moderna; pero su crítica lo es más al
olvido y descuido de sus valores -los de la Ciudad-, que un cuestionamiento de la vida
urbana, a la que ha reconocido siempre atributos de civilización, cultura y bienestar.
Cierto es que la ciudad que él elogia es aquella cuyo limitado tamaño físico y reducida
concentración demográfica permite la relación entre los vecinos, con un jerárquico
ordenamiento social, de fuerte presencia moral, de celoso resguardo de los valores, que
en la gran ciudad se van diluyendo en favor del aislamiento, del anonimato, de la
segregación social y hasta material de ella misma. Es una valorización de la vida más
comunitaria propia de las ciudades pre-industriales –pre-petrolera en Venezuela-, frente
al individualismo, artificialidad y materialismo de la vida en la metrópolis. No obstante,
atribuir a Briceño un cuestionamiento de la ciudad resultaría inexacto; diríamos, más
bien, que exalta los valores de la vida urbana y en todo caso critica la gran ciudad; crítica
que se corresponde con las que señalábamos al inicio para otros contextos geográficos y
culturales.
278 En el número 496. Recogido en sus Obras Selectas, (Gallegos, 1959: 1616-1630).
Por su parte Rómulo Gallegos, el reconocido por antonomasia como escritor del
llano y la naturaleza venezolanos, a quien se suele atribuir la predominante exaltación de
lo campesino y autóctono, mostró desde sus más tempranos escritos la defensa de los
valores de civilización emparentados con la vida urbana. En su artículo Necesidad de
valores culturales, publicado en 1912, en la emblemática revista venezolana El Cojo
Ilustrado,278 Gallegos expone desnuda y francamente su visión valiéndose y
asimilándose parcialmente a la conocida dicotomía ciudad=civilización, monte=barbarie
esbozada por el argentino Sarmiento, confrontación que tratará más poética y
272
agudamente en su famosa novela Doña Bárbara (1929). El autor no excluye de la ciudad
los males ni las enfermedades sociales, pero sólo en sus valores que le reconoce
inherentes: cultura, educación, avance técnico, en fin civilización, ve el posible remedio
para solventar los suyos propios y los del monte bárbaro e inculto. Tal reconocimiento
de los valores de la ciudad es también el de muchos de nuestros intelectuales de la época
y de los de otros países.
Sobre el discurso artificiosamente exaltador del campo y, entonces, negador de
la ciudad. F. J. Caspistegui en su “«Esa ciudad maldita, cuna del centralismo, la
burocracia y el liberalismo»: la ciudad como enemigo en el tradicionalismo español”
(2002: 84) enfatiza la falsedad del tópico puesto que una vez terminada la guerra civil
(1936-1939) “e iniciado el proceso de industrialización, este conjunto de ideas
contrarias a lo urbano fue difícil de mantener.” Esta visión nos resulta oportuna, en
virtud de los significativos vínculos de España con nuestro país, tanto por enlaces
históricos como por la fuerte riada de inmigrantes que la posguerra arrojó a nuestras
costas, y que vinieron muchas veces apenas salidos de sus ámbitos rurales, quizás
enterados de las literarias e ideológicas construcciones de defensa rural en su país, pero
que ocuparon en el nuestro mayoritariamente las ciudades. Refiere el llamado a la
vuelta al campo como melancólico, negador de la pérdida (2002: 85), e insiste en las
dificultades de la vida rural frente a las ventajas que brinda la urbe, razones que
explican y hacen previsible el tránsito de sus habitantes a las prometedoras fuentes de
empleo en la ciudad. Así también Caspistegui resalta, que en los años del interín
republicano (entre 1931 y 1936) la preeminencia de la tendencia progresista,
273
modernizante e industrializadora, promovía fuertemente el desarrollo urbano del país.
Opuesta, pues, a la publicitada idea del retorno al campo encontramos más bien un
espaldarazo a la ciudad. También en España, el geógrafo Horacio Capel muestra su
defensa irrestricta a la ciudad, y sobre todo a la gran ciudad, lugar que considera “medio
privilegiado de la ciencia, de la cultura, de la creatividad, de la innovación (...) que es
el mejor lugar posible para vivir.” (2001: 146-147) En su defensa y optimismo hacia la
ciudad, dicho autor señala que la visión positiva ha provenido casi siempre de gentes
progresistas, liberales. Refiere que junto a los promotores y empresarios, con intereses
comerciales e industriales en la ciudad, también la ponderan periodistas e intelectuales
que trabajan por encargo de las instituciones, y artistas y personas ligadas al mundo de
la cultura, cuyo mercado y clientela son esencialmente urbanos. Atribuye, en cambio, a
quienes claman contra la ciudad un talante conservador “añorantes del viejo orden,
personas que se sienten amenazadas, o simplemente gentes resentidas que han perdido
su influencia y relevancia por cambios de fortuna que les han afectado individualmente,
o por cambios sociales más generales que han conducido a la sustitución de su grupo
social como grupo dirigente” (Capel, 2001: 144), actitud que además les servía para
enfrentarse a los grupos comunistas y socialistas que iban tomando fuerza en las
ciudades, aumentando la subversión de los grupos populares.
Las observaciones ofrecidas respecto a las ventajas de la vida en ciudad son
difícilmente discutibles, y en efecto, haciendo caso omiso de la opinión de muchos
intelectuales y de las dificultades materiales, el pueblo responde activamente
continuando su emigración a la ciudad. Cabría destacar que en el caso venezolano las
274
opiniones negativas hacia la ciudad no necesariamente provienen de gentes retrógradas
o reaccionarias -antirrevolucionarios según Negrón (2004)-. Díaz Sánchez, por ejemplo,
o Picón Salas -quien aunque perteneció a una familia adinerada venida a menos, fue
siempre un progresista-, cuando critican la ciudad lo hacen no a ella en sí misma, sino a
su contemporánea construcción caótica y a sus perversiones y deformaciones, males que
no son exclusivos de ella, como nos lo ilustran Gallegos o Pocaterra al hablarnos del
campo. Incluso en el propio Briceño Iragorry, más conservador que los demás y hasta
defensor del orden social establecido -retrógrado para muchos-, su rechazo no es a la
ciudad sino a la gran ciudad; y es que ésta, ejemplificada en la Caracas de los años
cincuentas,279 pareció espantar a muchos urbanos espíritus.
279 Marco Negrón insiste en señalar que Caracas no ha llegado nunca a tener la población ni extensión -aunque si las densidades- que distinguen a las grandes ciudades del mundo occidental (Negrón, 2004: 117-120, 127)
La realidad urbana venezolana es sensiblemente diferente a la europea y
norteamericana, especialmente por la ausencia en su consolidación -a mediados del siglo
XX-, de los procesos de industrialización que caracterizaron la de aquellas. Aún cuando
se ha tendido a comparar la revolución urbana de la Venezuela de la primera mitad siglo
XX con la experimentada un siglo atrás por algunos países europeos, es necesario aclarar
el equívoco. En buena medida el error radica en que el patrón de comparación ha sido el
del incremento demográfico. Ciertamente Venezuela, como lo hemos señalado
anteriormente, experimentó un aumento importante de la población a partir de 1920,
comparable con los índices manejados por importantes ciudades europeas durante el
siglo XIX y algunas otras latinoamericanas; y además en poco más de 30 años pasó de un
15 % a un 50 % de población urbana. El campo comenzaba a quedarse abandonado, y
sólo 50 años más tarde en 1970, el 73 % de la población vive en centros urbanos. Estos
275
datos parecieran justificar la homologación que se hace con la revolución urbana europea
(primero Inglaterra, luego Francia, Alemania) en que se dan cambios similares. Sin
embargo resulta fundamental distinguir la razón que relativiza esta homologación, y es
que tal proceso en Europa se cumplió a partir de transformaciones económicas y sociales
internas propiciadas por la Revolución Industrial; revolución que “se basó en un
capitalismo en alto grado desarrollado que tuvo como característica la temprana
desaparición del campesinado tradicional” (Williams, 2001: 26), y en el que en mayor o
menor medida se vio involucrada buena parte de la sociedad; mientras que en Venezuela
no existió tal revolución y el fuerte incremento demográfico en las ciudades no obedeció
a una transformación de las estructuras internas, sino a la inmigración estimulada por la
precariedad del campo y la atracción que la riqueza derivada de la actividad petrolera,
sobre la que sólo el Estado tenía manejo, ejercía en la población nacional.280
280 Sobre esto ya hicimos precisiones en el capítulo III.
Así, algunas de nuestras principales ciudades, como hemos intentado recoger en
este trabajo, pasaron en el marco de unos treinta o cuarenta años, del aldeanismo al
pseudo-metropolitanismo, con la consecuente aparición de numerosos problemas; y
aunque encontremos en nuestros intelectuales muestras de desagrado por la temprana
expresión material de aquélla, o la deformación que en ella se produce más tarde, de una
inicial crítica a la ciudad por demasiado modesta y pueblerina, hasta un radical rechazo
de la subsecuente ciudad explosiva y excesivamente voraz, más que una crítica a la
ciudad y una actitud anti-urbana lo que apreciamos es el reclamo por su insatisfactoria
existencia. Respecto a ese supuesto odio hacia la ciudad, conviene precisar bien qué tipo
de crítica y a qué aspectos de la ciudad se dirigen. En tal sentido, muchas de las que se
276
formulan sobre la ciudad venezolana, tienden a generalizar como males de la ciudad
aspectos exclusivamente atinentes a lo ético y moral, e incluso a lo social, mientras que
no hay hacia el aspecto morfológico críticas precisas. Picón Salas, Briceño Iragorry y
Rial, sí las formulan. Lo hacen de manera explícita, y en especial los dos últimos
condenan la expresión material de la gran ciudad.
Este cuestionamiento de la gran ciudad sucede y en algunos casos se da
paralelamente al florecimiento en el primer cuarto del siglo XX de una literatura
regionalista y criollista, incubada desde el nacionalismo germinado en el marco de las
luchas independentistas a inicios del XIX; literatura caracterizada por destacar las
peculiaridades del país, tanto en la ciudad como en el campo, pero con especial énfasis
en los ámbitos rurales. Así, junto a la literatura realista y naturalista en las que se
enmarcan algunos de los autores tratados, aparecen las novelas de la tierra que exaltan la
vida campesina. Surge entonces la dialéctica ciudad-campo; pero no hay en estas novelas
de la tierra el tono romántico que caracterizó las del XIX, sino una postura más
pragmática y con la mirada puesta en un futuro promisorio. No obstante su mayor
optimismo, además del reclamo por la insatisfactoria existencia de las ciudades,
encontramos en muchas de aquellas novelas el reclamo por la desatención del campo
nutricio, fuente primordial para una adecuada vida de aquellas. En las novelas de tema
campesino más que una exaltación del campo, y a pesar de las críticas a la ciudad, lo que
parece destacar es un llamado civilizador, es decir, una intención de transferir al campo
los valores positivos de la vida civilizada.
277
CIVILIZANDO EL CAMPO
“Sea el Llano o la Montaña, a la tierra le da lo mismo. La tierra siempre está allí, y hasta se abre el corazón para mostrar sus bondades. (…)
Vengan brazos y cultiven la tierra. En la Montaña, haciendo surcos y sembrando las semillas. En el Llano, quemando los pajonales y sembrando ganados.
Pero vengan hombres que pasen sobre la tierra.” “Las guarichas son las hembras jóvenes de la montaña. Mestizas hijas de
las mujeres de los ranchos y de los hombres del monte. (…) Asimismo, una guaricha es esta tierra. Se la lleva a flor de la pupila.
Se la lleva en el corazón cuando uno se aleja de ella, y a flor de la pupila cuando se marcha en pos de ella por veredas y caminos. Después que el hombre la roza,
se le mete por los sentidos y sensualmente lo amarra a sus árboles. Se la quiere en las sementeras, y se encariña uno con ella, abrazado al
invierno de los retoños y al verano propicio de las flores cuajadas. (…) El todo es encariñarse. El todo es enguaricharse.”
Julián Padrón (1934)
Aunque alejados del período que nos ocupa -primera mitad del siglo XX-, la
fuerza y trascendencia de ciertos discursos ejemplarizantes aparecidos en nuestros
tempranos tiempos republicanos obliga referirlos aunque sea sucintamente, puesto que
ellos alimentaron un sentimiento que tuvo importantes intérpretes y seguidores en el
momento que estudiamos. Los albores republicanos a comienzos del siglo XIX, se
encuentran marcados por la tendencia al canto eglógico –y epopéyico- a una supuesta
naturaleza bucólica y hasta arcádica; entusiasmos propios del incipiente romanticismo de
la época y del empeño en la construcción de las nacientes repúblicas americanas. Pero no
eran éstos simples cantos románticos; en un tiempo en el que nos debatíamos entre el
americanismo invocado por los adalides de la independencia, y los irrefrenables impulsos
278
nacionalistas, tales se constituían en himnos que señalaban el campo y la agricultura, no
sólo venezolana sino más bien americana, como el necesario y pertinente camino para
garantizar la libertad e iniciar y fundamentar la construcción nacional. De ese empeño,
don Andrés Bello (1781-1865), uno de los pioneros y principales propulsores en el país,
escribía en su silva A la Agricultura de la zona Tórrida (1826):
“¡Oh jóvenes naciones, que ceñida alzáis sobre el atónito occidente de tempranos laureles la cabeza! honrad el campo, honrad la simple vida del labrador, y su frugal llaneza. Así tendrán en vos perpetuamente la libertad morada, y freno la ambición, y la ley templo.”
Y junto a la invitación a buscar la libertad en el campo y en las labores agrarias,
Juan Liscano (1997: 975) atribuye a Bello, ciudadano de grandes ciudades, la crítica a la
ciudad como disociadora, dispendiosa y bulliciosa. Ciertamente Bello en la misma silva
acusa una crítica al hombre urbano por algunos de sus vicios:
“El vulgo de las artes laborioso, el mercader que necesario al lujo al lujo necesita, los que anhelando van tras el señuelo del alto cargo y del honor ruidoso, la grey de aduladores parasita, gustosos pueblen ese infecto caos”
vicios que son además del de la adulación, el de la lascivia y la vida superficial, y que le
hacen preguntarse dudoso si de ellos saldrá la juventud, esperanza y orgullo de la patria.
E inmediatamente aconseja:
279
“El campo es vuestra herencia; en él gozaos. ¿Amáis la libertad? El campo habita”
No obstante las imágenes eglógicas del campo y las críticas a ciertos vicios de la
ciudad, las ideas de Bello recogidas en su poesía y en algunas de las epístolas que dirige
a su hermano desde Santiago de Chile (Grases, 1979) muestran, además de su gusto por
los progresos de tal capital, que no postula el escritor un irrecusable antagonismo entre
ciudad y campo. En la silva, cumplida la poda y hasta la dañina quema, la tierra fértil
brindaría de nuevo su parto generoso, y con el opimo fruto campo y campesino
tributarían a la ciudad. Complementariedad, pues, entre ésta y aquél, y temprano llamado
a la culturización del primero, que Bello reconoce precario aunque fundamental para la
construcción nacional. Graciela Montaldo en “Andrés Bello: naturaleza, ciencia,
economía” (1995:112) escribe: “La idea de la culturización de la naturaleza ha
cristalizado y Bello mismo se encarga de componer el texto eglógico (épico-descriptivo)
en el que se lamenta de la «escasa industria» (industria en el sentido de cultivo y de
cultura) del territorio patrio.”
Simón Rodríguez (1769-1854), otro autor insigne de la época y de singular
importancia en nuestra historia, aludió al valor del campo con evidente menor
romanticismo y preocupación estilística, aunque con mayor y oportuno pragmatismo. Su
profundo interés en la formación de las nuevas juventudes americanas para una sólida
construcción de la nueva Gran República -Rodríguez fue maestro de Bolívar-, y su
conciencia de que los cambios debían impulsarse desde dentro del cuerpo social y desde
las bases de la población, y no imponerse desde arriba -“Empiécese el Edificio Social,
280
por los cimientos!” no por el Techo… como aconsejan los más: los niños son las
PIEDRAS”-, le movieron a afirmar:
281 Fragmento contenido en la sección “Producción”, del Sucinto extracto de mi obra sobre la Educación Republicana, publicado en 1849 en el periódico bogotano El Neogranadino. Salcedo Bastardo (1997: 972) lo refiere como contenido en Consejos de amigo dados al colegio Latacunga (1851), que está inspirado, por cierto, en el primero. 282 Obras como Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero García; El sargento Felipe de Gonzalo Picón Febres, publicada por entregas desde 1897; más adelante En este país (1916) de Luis Manuel Urbaneja Achelpol o Peregrina (1921) de Manuel Díaz Rodríguez, entre otras, destacan por abordar con entusiasmo el tema rural. Ver Pastori (1979) y Medina (1991).
283 Carlos César Rodríguez (2002: 41) dice: “el bardo es la juventud de Francisco Lazo Martí, que ha convocado en su espíritu todos los vicios palaciegos para mejor asaetearlos.”
“Si los americanos quieren que la revolución política que el peso de las cosas ha hecho y que las circunstancias han protegido, les traiga verdaderos bienes, hagan una revolución económica y empiécenla por los campos: de ellos pasará a los talleres, diariamente notarán mejoras que nunca conseguirán empezando por las ciudades”.281
Proponía la creación de escuelas de agricultura y maestranzas -talleres- en las
capitales de provincia, y que cuando conviniera, se extendieran de allí a los lugares más
poblados. Recelaba de los vicios de la ciudad pero no le daba la espalda. Agricultura e
industria eran, para él, puntales fundamentales para su proyecto de construcción nacional.
Son, entonces, Bello y Rodríguez tempranos ideólogos de la civilización del campo y la
ciudad americanos.
Otros escritores siguieron la senda marcada, abriendo paso desde finales del
siglo XIX a la novela como expresión literaria, y juntas novela y poesía dieron cuerpo al
criollismo, realismo y nativismo como testimonios de un movimiento literario de
inspiración propiamente nacional fundamentados en la observación de lo propio.282 Hay
en la literatura de la época, como lo seguirá habiendo hasta casi mediado el XX, la
censura por el descuido, atraso y poca fe en las potencialidades de la tierra, que parece
privar en el hombre venezolano. Estas ideas, tributarias de la poesía y el tema propuesto
por Bello en La Agricultura de la zona tórrida, las condensa en su Silva Criolla (1901)
Francisco Lazo Martí, quien exhorta la razón de un bardo amigo283 para que abandone la
ciudad corruptora “donde el placer es vórtice que atrae / y deslumbrada la virtud
281
sucumbe”, y regrese al terruño, a sus pampas, a combatir “por el bien de la raza que
abandona / el rincón sin azares / de la vieja ciudad, y repartida / sobre la ardiente,
solitaria zona, / lucha con el dolor y con la vida”; raza acongojada por la guerra que
asoló sus campos y sus gentes. Como lo refiriéramos en el primer capítulo, el siglo XIX
venezolano, especialmente después de los años treinta, estuvo marcado por sucesivas e
innúmeras revoluciones, dificultándose y diluyéndose cualquier esfuerzo constructor en
correspondientes recomienzos. De tal magnitud fue la inestabilidad política venezolana
del siglo XIX que desde 1811, fecha en que se decreta la Primera República, hasta 1895
se aprobaron once constituciones y hubo una veintena de presidentes entre los electos y
los que tomaron el poder por la fuerza.284 Frente a este inestable panorama, muchos de
ese más del 80% de la población (2.221.572 hab. en 1891) que vivía y trabajaba en el
campo, se sumaron a las sucesivas revoluciones, expresos como las llamó Julián
Padrón,285 quedando la tierra y los cultivos intermitentemente abandonados. Aunque
Lazo Martí, como Bello, invita a combatir en defensa de la gente de su tierra, parece
desvanecido en su escritura el papel constructor del trabajo agrícola. No se pierde, sin
embargo, el camino y la huella es seguida más tarde por esclarecidos escritores del
período que nos ocupa. La razón y pertinencia del discurso de los iniciadores, el
entusiasmo nacionalista reavivado por el primer centenario de nuestra independencia del
dominio español (1811-1911) y el material estancamiento de la vida rural venezolana
apuntalan aquel reflorecimiento.
284 Los períodos de gobiernos variaron según las distintas constituciones entre 5, 4 y hasta 2 años, Algunos de los
presidentes del período gobernaron más de diez años, como Páez y Guzmán Blanco, cada uno durante tres
gestiones no consecutivas; otros en cambio no pudieron ni siquiera cumplir la totalidad de su período, debido a los
alzamientos de caudillos.
285 Ver cita 27 del primer capítulo.
Recogen los escritores esta preocupación por el campo, intensificada por su
progresivo abandono: moral por la indiferencia y el desamparo por parte del propio
282
Estado, y físico debido a las enfermedades, a su precariedad y también a las fuertes
migraciones hacia las ciudades y los nacientes pueblos petroleros. Es este, pues, uno de
los filones más prolíficamente aprovechados en nuestra literatura de la primera mitad del
siglo XX; desde internamientos en las devoradoras honduras de la selva inmensa:
Canaima, de Gallegos (1937); pasando por una difundida construcción ideológica en la
que el campo cumple un rol protagónico: La casa de los Ábila (1921) de Pocaterra; Doña
Bárbara (1929) de Gallegos; La Guaricha (1934) de Julián Padrón; Casandra (1957) y
Borburata (1960) de Díaz Sánchez; hasta evocaciones nostálgicas de los pueblos y
ciudades campesinas de la infancia: Viaje al amanecer (1943) y Las nieves de antaño
(1958) de Picón Salas, entre otras. Reconociéndole importancia suprema a este aspecto
para una correcta comprensión de las transformaciones del país, nos limitaremos a
considerar sólo algunas de las novelas, en virtud de que resumen aspectos relevantes de
ese volver a la tierra y civilizar el campo.
286 Aunque hoy en día siguen imprimiéndose calendarios que se obsequian a inicios de cada año, en los tiempos de antaño ellos incluían, además de las fechas patrias, fiestas religiosas y fases lunares, valiosos consejos para los campesinos. 287 Según el diccionario de la Real Academia de la lengua española, pegujal es: “Pequeña porción de terreno que el dueño de una finca agrícola cede al guarda o al encargado para que la cultive por su cuenta como parte de su remuneración anual”.
Invitado en 1952 a colaborar en la preparación de un almanaque, obsequio de la
ciudad al campo,286 Picón Salas (1998: 71-72) destacaba el valor de ese librito que ayuda
a rescatar para los venezolanos la aporreada y fiel tierra labriega. En ella, en el
pegujal,287 las buenas gentes del campo perseveraron junto a la vieja casa de adobes de
sus mayores, sacando de ella los alimentos que nos nutren, sin dejarse seducir por la
tentación de la ciudad y del empellón que sufre el campo por el creciente cosmopolitismo
de los que preferían irse al Centro a tomar whisky, a buscar dinero y poder más fácil.
Sentencia a continuación que “sólo el intercambio benévolo de campo y urbe; sólo esta
piedad con que el higienista, el maestro de escuela, el agrónomo, el ingeniero, el
283
mecánico, el escritor, se acerquen a los problemas de nuestra tierra abandonada y
profunda, la tierra de Doña Bárbara, de la Silva Criolla, de las «Cantas» y de los
Galerones, salvará a Venezuela, no para los inversionistas internacionales, sino para los
que llevamos en la sangre la pasión y el deber del país”.
En sus ensayos, novelas, epístolas, en las tribunas de sus cargos públicos -
diplomático, académico, educador, gerente cultural-, Picón se mostró siempre
profundamente sensibilizado y comprometido con su tierra y con la tarea de contribuir
al progreso del país. No al progreso entendido como puro crecimiento económico, sino
en el sentido cultural, educativo y social, verdaderas garantías de un sólido desarrollo.
Picón, como Andrés Bello, fue también ciudadano de grandes ciudades, y a pesar de su
devoción por muchas cultas y hermosas ciudades del mundo que pudo habitar, postuló
siempre en nuestro país la necesidad de no desamparar el campo y de estimular, como
lo dice la cita, un intercambio benévolo de campo y urbe. Unidad de dos que en la
Caracas de principios del 1900, o en Maracay, San Cristóbal, o la Mérida de 1920 y
más, daba forma a la vida de sus habitantes. Justamente sobre esta última Briceño
Iragorry en Los Riberas destaca como un atributo de la provinciana y culta ciudad, la
comunidad que existía entre la vida urbana y su entorno rural; y no podía ser de otra
manera si es que además de su vocación agrícola, la ciudad se encuentra literalmente
sembrada entre las altas y verdes serranías de la cordillera andina, con el espectáculo
majestuoso de sus cinco grandes picos, coronándola el Bolívar (5007 m de altitud). Ya
referíamos en capítulo anterior el comentario de Briceño acerca de que, colocar un
cuadro con representación de paisajes en una casa merideña era como tirar sal al mar,
284
pues ya era el más primoroso cuadro el paisaje natural que la rodea. Tierra propicia para
el cultivo, por su alta calidad, temperatura y abundantes fuentes de riego, Mérida fue
junto con otros estados de la región andina, responsable de un alto porcentaje de las
cuotas de producción cafetalera para exportación, así como de cultivos para consumo
local y nacional
288 Poder cubrir el trayecto caminando refleja la relativa cercanía que había entre la hacienda y los términos de la ciudad. Hoy dicha hacienda es un parque de la ciudad.
En Los Riberas, aludiendo Briceño a una fiesta de despedida que los familiares y
amigos ofrecían al protagonista Alfonso Ribera a su partida de Mérida para Caracas,
escenifica la misma en la hacienda La Isla, uno de los muchos rincones cafetaleros y de
sembradíos de caña de azúcar de la ciudad. Luego de la tradicional misa del domingo a
la que asistían las familias en pleno, luciendo trajes, pamelas y abrigos, al salir de la
iglesia los grupos se formaron en la plaza Bolívar para subir caminando288 hacia la parte
alta de la ciudad, donde se encontraba la referida hacienda. Eran los merideños por la
pequeñez de su ciudad y por la influencia del medio: las bajas temperaturas y la altitud
de la meseta en que ella se asienta -1640 metros sobre el nivel del mar-, así como el
mágico entorno que la recrea, gente de temperamento sosegado, reflexivo; gente
silenciosa, prudente y bastante conservadora que disfrutaba como los demás
venezolanos, con menos frenesí aunque con igual goce, de la dinámica social puertas
afuera de la casa. Recorrer, pues, la ciudad desde la plaza hasta la casona de la hacienda
era un ritual que se cumplía con entusiasmo y bajo la atenta mirada de los mayores. Una
vez llegados, Briceño colorea el relato aludiendo al matrimonio en el que conviven los
hermosos rosales y los altivos cafetos en derredor de la casona, “símbolo de la
concomitancia existente entre la subida expresión de cultura correspondiente a la clase
285
que disfrutaba el dominio de los instrumentos de producción y el propio campo
generador de la riqueza, donde tenía estribadero aquella cultura. El señor no se
desdeñaba del vínculo que lo unía con la tierra generosa. Como culminación de una
verdadera comunidad rural, vivía cerca del mundo donde crecía y se afincaba su
poder.” (Briceño, 1991: 58). Ciertamente modesto y provinciano resultaría a nuestros
urbanos ojos actuales, este regusto por la vida semi-rural de las pequeñas ciudades de
provincia; no obstante en ellas, ciudad y campo coexistían en armoniosa convivencia.
Por su parte, Caracas, la tradicional, la tan estimada hidalga capital, ciudad de
los afectos de Briceño, no era, por su misma condición capitalina y metropolitana, vista
por él en tan bucólica y serena relación con el campo circundante. Aceptaba para ella su
condición principalísima en el orden político, social y económico, sin menoscabo de
otras importantes ciudades venezolanas, como queda recogido en Los Riberas; sin
embargo, y tal como lo referíamos en el capítulo Una más entre las nuevas Babeles,
reclama para ella, le recuperación de la condición ciudadana, de las formas de relación
tradicionales, más emparentadas con las modestas comunidades antiguas que con las
aceleradas e impersonales ciudades modernas. Allí el contacto con la tierra -más
distendido- lo cifra en el imponente marco natural que la contiene: el cerro Ávila, con
su pico Naiguatá de 2765 m de altura, los bucólicos parajes de Antímano, Macuto, o en
la suerte de maqueta de la vida campesina que se recreaba en el mercado de pájaros,
frutas y flores que se instalaba en la plaza caraqueña llamada de El Venezolano
(Briceño, 1991: 357-361). Admirando las bellezas naturales del país, respecto al campo
es categórico al llamar a someter a la naturaleza: “La obra del hombre frente al suelo
286
consiste en dominar la Geografía y ponerla al servicio de la cultura.” “«Vencer la
Naturaleza», en orden a que sirva cabalmente a los fines de nuestro desarrollo”.289
Pero se lamentaba que ello tampoco había sido logrado por los venezolanos: “escasos y
dispersos, nuestros estudios geográficos han carecido del carácter funcional que
persiga, por medio del examen del ambiente, las posibilidades de hacer mejor la vida
del hombre. Ni siquiera se nos ha ofrecido una geografía alegre que incite nuestro
esfuerzo para el arraigo de la tierra.” Si bien este ensayo, y su obra en general, muestra
una postura rezagada del problema rural, en un artículo titulado “De la propiedad
agraria”,290 intenta asomar ideas -ciertamente muy generales- para resolver una de las
principales causales de la improductividad de nuestro campo: el resabio feudal, en el
que el dueño de la tierra no se ocupa de su cuidado. Para la época, y sin cambios
sustanciales hasta los años sesenta, y aún con rezagos contemporáneos, la estructura
agraria en el país se caracterizó por el latifundismo. Briceño proponía, sin perjuicio del
propietario de las tierras, el arrendamiento a terceros que sí se dedicaran al cultivo, y
comenta la relación simbiótica hombre-tierra en la que el propietario, hombre de la
ciudad, debería invertir algunas horas de su tiempo en el trabajo directo del agro para
fomentar el carácter vegetal de la cultura. Si bien existieron iniciativas muy tempranas
tendientes a corregir problemas del sistema de posesión de la tierra en nuestro país
(Jiménez, 1997), no es sino hasta la Constitución de 1936, cuando se establece la
obligatoriedad del Estado de fomentar la pequeña y mediana propiedad rústica y la
colonización rural, todo esto en un tiempo en que la actividad petrolera se enseñorea y
desplaza definitivamente la antigua preeminencia de la actividad agrícola en el país.291
A pesar de los intentos de aplicación de una Ley de Reforma Agraria desde el gobierno
289 En el ensayo “Suelo y hombres”, Obras completas, volumen 4, pp. 233-243. Se evidencia en este ensayo su aceptación de un cierto determinismo geográfico. 290 Contenido en el libro Temas inconclusos, publicado en 1942. En Obras Completas, volumen 6, pp. 117-118. 291 Ya referíamos en el capítulo Una más entre las nuevas Babeles, los intentos de creación de colonias agrícolas en el país.
287
de Medina Angarita (1941-1945), y el efímero de Rómulo Gallegos (1948), no es sino
hasta 1960 cuando dicha Ley entra en vigencia. Su objetivo fundamental era lograr la
transformación de la estructura agraria del país -caracterizada como se dijo antes por
el latifundismo-, y la incorporación de su población rural al desarrollo económico,
social y político de la nación; sin embargo, la aplicación de la Ley tuvo escasa
repercusión en una real transformación productiva del agro.
En los primeros cincuenta o sesenta años el siglo XX, el campo venezolano
abandonado resultaba, pues, precario y hostil. Solemos generalizar, y la realidad del
llano no fue la misma que la de los andes, tierra que aunque no óptimos, mantuvo hasta
la definitiva imposición petrolera hacia 1940 unos altos niveles de producción agrícola.
Nos faltaban sí grandes cuotas de tecnificación, y la baja de los precios del café en el
mercado internacional, fuertemente afectado por la crisis mundial de 1929, dio al traste
con un cultivo que entre 1909 y 1929 se cuadruplicó y llegó a representar el 25% del
total de exportaciones del país. Nuestro país, aunque de absoluta vocación agrícola
antes del petróleo, nunca manejó niveles de producción que garantizaran una economía
verdaderamente holgada para el país; prueba de ello es el alto nivel de pobreza que
mostraba su economía hasta finales de los años veintes. He aquí una sensible diferencia
con algunos países extranjeros. En Europa, por ejemplo, la predominante vida rural
estuvo siempre marcada por la dependencia y más alta productividad del campo,
resultado de una tradición ancestral cada vez más desarrollada y en la que su
subordinación a la industria se sucede de forma más gradual, reconociendo el
importante punto de inflexión a raíz de la Revolución Industrial. Nuevamente Briceño
288
Iragorry,292 esta vez elogiando la simultánea celebración de la Feria del campo y la
Feria del libro en el Madrid de 1953, donde se funden cultura agrícola y cultura
intelectual, afirma que España sabe que el campo es la realidad inmutable sobre la cual
descansa la nación. Pueblo que no se desdeña de seguir fiel a la humildad creadora de
sentirse labrador. Briceño le celebra, en un escrito exultante por la posibilidad de juntar
alta cultura y agricultura, los adelantos que en materia agrícola él observa que se van
incorporando, para fortalecer y acrecentar la verdadera riqueza nacional de España:
trabajo del suelo, racionalización de los riegos, mejora de crías, selección de las
semillas, perfeccionamiento de los instrumentos de labranza, mejora en los sistemas de
crédito rural, fortalecimiento de los consorcios de gente campesina.
292 “Campo y letras”, en Obras completas, volumen 9, pp. 85-87.
Mientras tanto en Venezuela, la escasamente desarrollada tradición de los
monocultivos -cacao, tabaco, café- con una bajísima densidad poblacional (3,7 hab/km²
en 1936 según Censos nacionales), contraria a los requerimientos de la actividad
agrícola de un país subdesarrollado tecnológicamente, implicaban una agricultura muy
poco eficiente. Muy escasos beneficios obtenía el campesino por la siembra; la suya era
una economía de subsistencia, así que aún antes de la fuerte migración del campo a la
ciudad entre 1920 y 1950, ya podría hablarse de un campo abandonado no física sino
productivamente. Se habitaba en él porque no habían más alternativas, y una vez que se
abrieron las compuertas de las ciudades volver a él en esas condiciones no parecían la
salida. En éste el campesino se encontraba sólo y desasistido, tristemente abandonado a
su suerte. El paludismo, la anquilostomiasis, la hematuria, la sífilis fueron algunos de
los infernales aliados de su orfandad. Díaz Sánchez (1973: 146-147) reconoce la
289
responsabilidad que todos estos males tienen en el abandono del campo, y en sus
ensayos se erige en uno de los más tenaces defensores de una necesaria inmigración,
apoyada en la concentración en nuevos asentamientos higiénicos y dotados de lo
indispensable para una vida digna en el campo, aspecto este que ya desarrollamos en
Diversidad y Mixtura. Ciudades híbridas. Esto permitiría contener el éxodo estimulado
por la precariedad del campo, la preeminencia de los centros urbanos y la seductora
riqueza petrolera.293 En el capítulo Una más entre las nuevas Babeles referíamos
algunos ejemplos de nuevas comunidades, como alternativa a la congestión de la
ciudad; ninguno de nuestros escritores consideraron tales alternativas dentro de sus
novelas.
293 Varias acciones se acometieron. La creación en 1928 del Banco Agrícola y Pecuario, encargado de los
créditos agrícolas, y del Banco Obrero encargado de los créditos inmobiliarios. En 1930 se crea el Ministerio de
Salubridad y de Agricultura y Cría, tras una serie de Comisiones y Juntas encargadas de la sanidad, que
contaron con el trabajo de médicos norteamericanos para el estudio y tratamiento de enfermedades tropicales. En 1948 se crea la Oficina de la Vivienda Rural, dentro de la División de Malariología, luego de algunos años en
los que el gobierno fue persuadido de que las viviendas antihigiénicas del campo y la ciudad eran focos
fundamentales de enfermedades. Ver Martín Frechilla (1994). Pocos años y muchos bloques de cemento y
detestables láminas de zinc, que dieron como resultado una imagen más precaria a las pequeñas nuevas casas del
campo y también de los barrios urbanos, fueron suficientes para que varios escritores (Uslar Pietri entre
ellos) terminaran ponderando como más sanas y hasta bonitas, las típicas casas de bahareque y techo de palma que poblaban antes los campos venezolanos, y de donde
se salió para la aventura en la urbe.
Pero no sólo aquellas, las enfermedades, eran los problemas. Robarse el ganado,
apoderarse de las tierras corriendo algunos metros los frágiles alambrados, parecía
práctica común en las infinitas extensiones llaneras. Rómulo Gallegos recogió éste y
otros de los más significativos problemas en el campo: el autoritarismo, la falta de
escrúpulos, la deshonestidad y la falta de conciencia cívica que reinaba entre los
habitantes, y más especialmente los gobernantes de los poblados y aldeas de ese campo
inculto. Como humanos instrumentos para orientar la salida a tantos males, construye
significativos personajes que con su idealista consigna de volver a la tierra contribuirían
a civilizar la llanura: el gran proyecto del Santos Luzardo en Doña Bárbara (1929), el
más emblemático de todos; el menos impulsivo pero igualmente propositivo Gabriel
Ureña en Canaima; la Remota Montiel de Sobre la misma tierra, entre algunos otros.
Imbuido como estaba Gallegos de la importancia del mundo rural venezolano, y sin
290
ignorar su estado de semi o total salvajismo, sigue su doctrina positivista, y en esa
Venezuela de los primeros años del XX en la que todo estaba por hacerse, a pesar del
angustioso reclamo de sus primeros escritos, se muestra más esperanzado. Es así como
Santos Luzardo294 vuelve de la ciudad al campo para domarle, y como cachilapiando295
enlazarle para conducirle sereno al corral. Santos inicia su proyecto civilizador con la
idea de cercar los terrenos: “Por ella empezaría la civilización de la llanura; la cerca
sería el derecho contra la acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación del
hombre ante los principios.” 296 A tal punto es su apuesta civilizador que en otra de sus
más reconocidas novelas, Canaima, llega a hablar de corregir la naturaleza, tarea del
hombre para adecuarla a sus necesidades (Gallegos, 1959: 309). Es pues, no la reversión
a un mundo natural artificialmente visto como bucólico y paradisíaco, el sueño de la
Arcadia virgiliana, sino la transformación de la naturaleza indómita para adecuarla a las
humanas necesidades. ¿Podríamos acaso decir, a las necesidades urbanas?.
294 Santos Luzardo simboliza la civilización, orden y modernidad, mientras que Doña Bárbara simboliza la barbarie, expresada en el campo indómito e inculto. 295 Cachilapiar es cazar a lazo el ganado no herrado que se encuentra dentro de los términos del hato. Este y otros términos aparecen en un glosario contenido en edición de Vadell hermanos. Caracas, sin fecha, p. 151. 296 Doña Bárbara, capítulo XII, primera parte: “Algún día será verdad”.
Casandra de Ramón Díaz Sánchez, resulta un caso singular en tanto que más que
una exaltación del campo o una negación de la ciudad, su llamado es a una inmunización
contra la embriaguez irracional por el petróleo hechicero, ante el que sucumbieron el
campo y los hombres y, sobre todo, a una recuperación inmediata de la tierra como
fuente de seguridad y estabilidad. Esta novela, escrita en 1957, recrea los años cercanos
al final del gobierno de Gómez (1908-1935), y parecen coexistir en ella el tiempo de la
narración y una como materialización futura de la negra premonición de Casandra. A la
sordera ante su llamado a volver a la tierra ella advierte sobre los perros muertos que
andan por la calle sin sepultura -como llama a las piltrafas humanas que quedan del
291
297 Cassandra recibe de Apolo el don de la adivinación, pero carece a su vez del de la persuasión. A su regreso a Troya avisó en vano
del contenido del Caballo. embrujo petrolero-. Tal fue la sordera de los siguientes veinte años; entre 1930 y 1960 el
campo quedó prácticamente abandonado. Ya referíamos en fragmentos anteriores los
intentos de implementación de una Reforma agraria, que sólo se materializa, y sin
demasiado éxito, en 1960. La lluvia negra agobia al escritor, pues de su experiencia
directa como trabajador en los campos petroleros, y luego de muchos años observando la
evolución de la nueva sociedad venezolana, parece responsabilizarle no sólo del
abandono de la tierra, sino del más grande de los males: la muerte espiritual del hombre.
La vieja, alcohólica y harapienta Casandra, protagonista de la novela homónima,
acriollado símbolo de aquella mitológica hija de Priamo,297 hablaba al bodeguero Roso
Morales:
298 Ya aludíamos en el capítulo anterior acerca de la divisa de
Uslar Pietri “sembrar el petróleo”, que expresa magistralmente lo que debió y no llegó a ser el gran proyecto nacional, no obstante las
limitaciones que algunos autores han señalado en su formulación. Ver “Arturo Uslar Pietri: «sembrar el petróleo», una primera visión” (Baptista y Mommer, 1992: 15-30). “Otra vez a sembrar… es decir,
culpar”, y “Un abismo, de los líderes para el país” (Pérez, 1993).
“Mira, mira esos perros muertos que andan por la calle sin sepultura.
(...) todos esos perros que ves por ahí (sí, esos que parecen gentes), todos están muertos. Son muertos que se mueven y que caminan, pero que están muertos... -De pronto bajó la voz y miró a todos lados-. ¿Y sabes quién los mató?” (Díaz, 1980: 26-7)
En 1936 se alertaba sobre la necesidad de sustraerse al embrujo de la riqueza
petrolera, abundante pero temporal y corruptora según el parecer de algunos escritores, y
el mal uso de cuyos beneficios fiscales ya comenzaba a hacer estragos; para, en cambio,
abocarse al más inteligente aprovechamiento de esa riqueza, y cimentar las bases de una
producción agrícola e industrial que evitara una catástrofe futura.298 En el ánimo de los
escritores habita el temor ante un presente urbano ya desorientado y un campo desolado,
y la vieja Casandra encarna el incomprendido llamado a volver a la tierra redentora, a la
tierra abandonada por sus hijos. Dirigiéndose a un campesino Casandra decía:
89. Casandra según ilustración de Ramón Díaz Sánchez. 292
“Tú si que estás vivo -lo palpaba mientras hablaba-; sí, tú estás vivo. No eres como los otros. Ellos creen que están vivos, pero están muertos... Si tú no quieres morirte como ellos, vete ligero para tu tierra.” (Díaz,1980: 34-35)
299 Gómez asumió la presidencia del país en 1908 siendo propietario de un par de buenas haciendas en el estado Táchira, de donde era oriundo; pero a su muerte tras 27 años de gobierno -beneficiado por la actividad petrolera y por su particular manera de manejar la hacienda pública como si fuera suya-, era dueño de una inmensa riqueza constituida además de por dinero, por grandes extensiones de terreno en varios lugares del país, así como por muchas de las industrias que impulsó: productos lácteos, telares, industria de papel, jabón, velas y ganadería industrial. Su riqueza fue estimada en unos 115 millones de bolívares (Velásquez, 1997, tomo 2: 518) que, según la tasa de cambio para 1935 de 3,93 bolívares por cada dólar, ascendía a 30 millones de dólares. A su muerte, fue confiscada por el Congreso y sumada al patrimonio nacional.
Ese “tu tierra” simbolizaría las dos vertientes: la de la tierra como cuna, lugar de
procedencia, frente a una tan marcada migración de las poblaciones rurales a las
ciudades; y de la tierra como medio presente y futuro de subsistencia productiva. Así
como Casandra, otros personajes igualmente animados por la posibilidad de la tierra,
pueblan la literatura y muestran una fuerza de base que clama por un cambio de rumbo,
clamor que luchó en desventaja contra los miserables intereses del poder. Finalmente el
campo mal repartido, primero por el arraigado latifundismo, y luego insuficientemente
productivo por la escasa tecnificación y la incapacidad para competir frente a las
facilidades otorgadas a la importación, a pesar de las tempranas acciones de reforma
agraria, sucumbió a la cultura del oro negro: el nunca bien ponderado petróleo.
De las dificultades de la vida en el campo también se ocupó Pocaterra en su
novela La casa de Los Ábila (escrita en 1921). Se generalizaban los llamados a volver a
la tierra, no sólo por ser tema abordado por algunos escritores sino por ser la actividad
agrícola y ganadera el motor de los negocios del propio dictador Juan Vicente
Gómez;299 pero la realidad del campo no era fácil. Por lo elocuente y fehaciente de sus
referencias, citaremos in extenso lo escrito por Pocaterra:
“El campo, el trabajo. Es muy fácil aconsejarlo desde el bufete, en la ciudad, asistido por todas las ventajas de una existencia civilizada, cuando se
293
está bien alimentado, bien abrigado, bien instalado y se ven las lindas fotografías de las publicaciones agrícolas con haciendas feracísimas y hermosas granjas y vacas cuya ubre pletórica se hincha en una promesa de veinte litros… El trabajo que se admira en las películas del Oeste, montando hermosos caballos, haciendo números en una cabaña de ópera donde hay teléfono, agua filtrada, y los periódicos de la mañana… Todo eso muy bonito, muy pintoresco para ser visto… Pero venir acá, tierras adentro, a soportar la humedad y el frío de las madrugadas, con un mal trago de café; a galopar entre peligros de alimañas y de hombres por luengas extensiones sin una sombra para el sol tórrido, como plomo derretido en la cabeza, ni un sorbo de agua para la sed de los desiertos por leguas y leguas que son las más largas de este mundo, cuando el metal de los estribos quema los pies y las bestias agotadas arrastran casi el vientre sudoroso… El temporal descuaja, de raíz, los árboles, signan cien relámpagos un cielo negro: es un marchar inacabable, bajo una luz de pesadilla, por sabanas que son piélagos.” (Pocaterra, 1991: 383-385)
300 En “José Rafael Pocaterra”, Enciclopedia Encarta, Microsoft Corporation 1993-2003.
y continúa con perfección de detalles describiendo el sin fin de dificultades a que se
enfrenta el solitario y desprotegido trabajador del campo venezolano. Pero no es sólo
negativo lo que trata en la novela; el propio Pocaterra respondía, en entrevista que le
hiciera Juan Liscano: “por supuesto, en este libro todo no es negación. Su pesimismo
vital admite el florecimiento de una voluntad en uno de los personajes, en aquel que
reacciona contra el medio ambiente parasitario, frívolo, y cumple con su deber de
hombre. En contacto con la tierra y el medio de la raza agricultora, descubre su propia
medida interior.”300 Es Juan Ábila el singular personaje que abandona la ciudad para
entregarse a la vida del campo. Juan, consciente del disvalor de una generación perdida,
la de sus contemporáneos, la de sus hermanos “que pasó en un ambiente «de sociedad»,
de frases de ópera, de elegancias de barbería, de diletantismo liberal y artístico, nula,
294
superficial, vacua” (Pocaterra, 1991: 417), busca más que refugio, una reconstrucción
personal en el campo, un poco lo que otros protagonistas como el José Guillermo Torres
de Venezuela imán (Rial, 1974), o el Alfonso Segovia de Los tratos de la noche (Picón,
1997).
Nicolás de la Rosa, amigo del protagonista de Venezuela imán, también eligió el
campo para vivir, la naturaleza libre y la pesca; no era la suya, sin embargo, una vida de
privaciones; en su modesta vivienda había libros, sillones, refrigeradora, radio con
tocadiscos, modernos aparejos de pesca (Rial, 1974: 286). Aunque sin correspondencia
ni en el alcance de tal forma de vida, ni en el carácter de las viviendas, se nos antoja
oportuno señalar una distinción ofrecida por Raymond Williams en su libro El campo y
la ciudad (2000: 308): la diferencia abismal entre el carácter de la casa solariega,
propia del campo inglés anterior al siglo XIX, expresión más auténtica de la vida rural,
aunque específicamente perteneciente a la clase privilegiada del terrateniente, y la casa
campestre, “que corresponde no a la tierra sino al capital (…) Placentero lugar de
reunión de una rutina social metropolitana e internacional.” En la casa campestre se
materializa la evasión de la ciudad, pero no de sí misma sino del caos y el estrés
resultantes en ella. Incorporación de formas de vida propias de la urbe, transpuestas al
campo. No se operaba en el caso venezolano tal transposición, puesto que al mayor
alejamiento que los habitantes de la ciudad, violentamente crecida y progresivamente
depauperada aspiraban, era al de los terrenos y haciendas vecinas: vivir en el campo
pero a pocos minutos de la ciudad era el lema utilizado por los promotores de las
nuevas urbanizaciones. Por su parte, los intelectuales sí postulan esa transposición de
295
elementos de la vida civilizada al campo como mecanismo para sacarlo de su estado de
postración.
Vemos, entonces, como la exaltación del campo termina siendo más una
construcción intelectual, dado el poco eco que encontró entre los gobernantes y los
propios ciudadanos. Obedece, como lo hemos tratado de mostrar, a la atenta y
preocupada visión de los intelectuales de su inminente desolación y la comprensión de
su importancia en la seguridad económica futura del país. La exaltación del campo es
más un reclamo de no abandonarlo y no dejarse pervertir por la ciudad, sin embargo no
es nunca un rechazo absoluto de ésta, por el contrario, busca llevar al entorno natural
costumbres y avances técnicos que permitan su modernización. En el contexto europeo
la mirada complaciente hacia el campo obedece quizás a un pasado real de vida
bucólica en él y de tranquilidad por la madura tradición de su cultivo; mientras que en el
venezolano, en especial el más cercano a la emergencia urbana moderna es de pobreza y
decadencia. Una visión algo distinta, de exaltación no del campo propiamente, sino de
la vida rural de la aldea, nos la ofrece Picón Salas, recreando íntimas historias de la vida
comunitaria que en ellas era habitual y que la gran ciudad hace desaparecer. En Europa
y Estados Unidos florecen propuestas de ciudades ideales de fuerte carácter rural, las
autárquicas ciudades jardín, en las que además de su imagen campestre y bucólica, la
vida se cumpliría sin dependencia de la ciudad. Diferente es el caso venezolano, pues
aquí unas décadas más tarde, la ciudad-jardín se descontextualiza y deviene una forma
de publicitar nuevos desarrollos residenciales que, en la práctica, requerían siempre de
la ciudad que, odiada y amada, quedaba a cómodos escasos minutos. No se trata
296
entonces de glorificar el campo, sino de exaltar como atributos vendibles, ese vivir en la
ciudad como si estuvieras en el campo, o de vivir en el campo, pero a pocos minutos de
la ciudad a que referíamos antes. Campo y ciudad como complementarios y no como
opuestos.
LA NATURALEZA, ESPACIO REGENERADOR...
REFUGIO ÚLTIMO.
Decíamos antes que el rechazo de las ciudades percibidas como cárceles,
castrantes, corruptoras, y la exaltación del campo liberador, sanador, puro, son un
aspecto común en la literatura universal, y aunque sin posiciones extremas salvo los
casos de Rial y Picón Salas, también ha estado presente en la nuestra. El malestar hacia la
ciudad venezolana, ya no sólo por parte de sus intelectuales, sino por la generalidad de
sus habitantes, se agudizará a partir de la década de los cincuenta.
La preocupación por la cada vez más crítica situación de la ciudad y la sociedad
del momento encuentra -dentro del grupo de novelas tratadas- los cuadros más
dramáticos en Venezuela imán de José Antonio Rial y Los tratos de la noche de Mariano
Picón Salas; coincidentes en temática, en el tiempo de su publicación -1955 y 1954- y
hasta en ciertos personajes y detalles. Podríamos sumar a estas, aunque no de autor
297
venezolano, pero sí recreada en nuestras tierras del alto Orinoco y la Gran Sabana
venezolana, ciertos pasajes de la novela Los pasos perdidos de Alejo Carpentier,
publicada sólo un año antes.301 Se trata de posturas más radicales, más inconformes, o en
ocasiones más desilusionadas; son las que no parecen vislumbrar salida a los males de la
urbe. En ellas se materializa la oposición ciudad-campo, constituyéndose éste en
supuesta Arcadia salvadora
301 Carpentier vivió en Venezuela de 1945 a 1959, durante ese tiempo realizó diversos viajes al interior del
país, entre ellos uno a la zona del alto Orinoco, y que eligió como marco para su novela.
“«¡Yo no quería venir a Caracas, a estar preso entre las calles y el cemento, yo
busco el corazón de Guayana!»”. Si bien esta sentencia del protagonista de Venezuela
imán, esbozada en sus primeras de la novela, respondía al doble sentimiento de
frustración por un pasado de guerra, represión y cárcel, así como por una relación
amorosa enferma; el decurso de la novela nos ofrece, como ya lo señalábamos en
capítulo anterior, el cuestionamiento de la vida en la ciudad. Aunque el deseo del
protagonista de escapar hacia ambientes naturales, nobles, descontaminados de las
miserias humanas aparece explícito desde las primeras páginas, el prematuro abandono
del interés por la construcción del poema de la nueva ciudad, podría suponer una
temprana claudicación al sueño de la urbe, esa “metrópoli ideal para un mundo que no
puede ser”. Respondería también a la clave de su discurso, quizás el nodo de lo que veía
como única salvación verdadera: “Mi espíritu pedía a voces el silencio de los espacios
deshabitados, el aire, el viento, la lluvia torrencial, gozados en lugares donde no hubiera
techos, ni calles, ni habitaciones cerradas. Me parecía que todos mis tormentos y
angustias se habían fraguado en las sórdidas ciudades superhabitadas, y que el campo
seguía inocente de los crímenes humanos.” “Noto que sólo al aire libre, bajo las
298
estrellas, en el silencio de las noches inmensas de la noche vacía, me apaciguo y vuelve
a ser verdad en mí esto de vivir, que se ha hecho tan extraño.” (Rial, 1974: 140 y 276)
La aceleración en el ritmo de vida y la progresiva insensibilización ante los
estímulos del medio que se operan en la ciudad, se suman al agotamiento por el caos
que reinaba en ellas. Sin tiempo para disfrutar y percibir lo que vive y lo que le rodea, el
hombre de la ciudad se siente alienado y busca en la paz de los ambientes naturales
sosiego para su ánimo. También el Alfonso Segovia de Los tratos de la noche,
albergaba el doble sentimiento de rechazo por las grandes y antinaturales ciudades
modernas, y de esperanza en el espacio regenerador del campo; deseaba abrazarse a la
tierra, echar raíces: “Era, a su modo, como un retorno a la inconclusa infancia labriega,
al hato perdido, los árboles, los pájaros, la tempestad. Y ambos (él y su amante),
ansiosos de nueva vida, querían recobrar contra el tiempo mecánico de las ciudades, el
hondo y sosegado tiempo cósmico que esculpe el cauce de los ríos y dora los
frutos.”(Picón, 1997: 34-35). O como Dora, su amante y amada inmigrante europea,
quien inicialmente sorprendida y esperanzada en el ritmo de la ciudad tan vivaz, tan
activamente despierta que es la nueva Caracas, tras la separación por los absurdos celos
de Alfonso, también sonó que juntos abandonaban la ciudad cruel y neurótica y
buscaban amparo en la naturaleza (Picón, 1997: 144 , 168)
Se valen, tanto Rial como Picón, de algunos personajes secundarios, quienes
parecen haber desbrozado el camino que se ofrecería despejado para aquellos
atormentados hombres de ciudad: Eulalio Gutiérrez, un “campesino” amigo de Alfonso
299
Segovia: “Bajaba del «jeep», de su «burrito de lata» -como él lo llamaba- y luego de
obsequiarles frutas que en él traía, les decía a Alfonso y Dora: “-Si se cansan de
Caracas y de sus ruidos e intrigas inútiles, de los pocos metros cuadrados de aires y de
luz que les mezquinan en estas casas de apartamentos, habrá tierra y trabajo para
ustedes en mi colonia agrícola. Allí empecé a comprender aquellos versos de Don
Andrés Bello que nos enseñaron en el Liceo y que yo encontraba muy fastidiosos:
«Amais la libertad? ¡El campo habita!» Allí se olvidan las neurastenias y malos
sueños.” (Picón 1997: 154-155)
Ciertamente sorprenden las numerosas coincidencias en el enfoque de la novela
de ambos autores. El Eulalio Gutiérrez de Picón Salas tiene su equivalente en el Miguel
Moro de Rial, aquel compañero de prisión del protagonista de Venezuela imán, quien
había elegido en su país adoptivo la naturaleza libre en lugar de la ciudad, pues le
entusiasmaba sentirse rodeado por los montes salvajes, la vegetación indómita y los
grandes ríos “que para otros era motivo de angustias y temores.” La elección de Miguel
-que también tenía un viejo «jeep»- y la de Nicolás de la Rosa, el otro coterráneo
compañero de cárceles, de vivir la vida del campo, de la pesca, de oficios rutinarios
pero menos mecánicos y más reposados que los de la ciudad (cap. XV y XIX de
Venezuela imán), pareció hacerle decidirse al protagonista –el Guillermo Torres-, por la
mayor libertad que ofrecía la naturaleza.
Por su parte el cubano Alejo Carpentier en Los pasos perdidos -ya se señaló
anteriormente que se escenifica en tierras venezolanas- habla también de renuncia a la
300
gran ciudad. El innominado protagonista, procedente de un también innominado lejano
país que él identifica como “allá”, se interna en nuestra selva para reunir algunos
instrumentos musicales aborígenes americanos, que le encargó el curador del Museo
Organográfico de su ciudad de origen. Acostumbrado a la vida predecible y rutinaria de
la ciudad, luego de sólo dieciséis días del inicio de su viaje, y a sólo ocho de haber
llegado a Puerto Anunciación, el protagonista, seducido ya por el embrujo de la selva, se
enfrenta a un como descubrimiento: asombrado y curioso ante la revelación de que el
Adelantado, suerte de cacique moderno, había fundado una ciudad, el protagonista se
sumerge en ensoñaciones:
“Yo fundo una ciudad. El ha fundado una ciudad. Es posible conjugar
semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad...”(Carpentier, 1995: 196)
Cuando el Adelantado le muestra emocionado su obra, quedan reproducidos en
ella los elementos emblemáticos del orden físico y social conocido: la Plaza Mayor, la
Casa de Gobierno, los depósitos de grano, al fondo el barrio de los indios…, y frente a la
Casa de Gobierno se levantaría la Catedral.
“Le confieso, sin embargo, que la palabra ciudad me había sugerido algo
más imponente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile con sorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yo había pensado en algo distinto... No comprendo cómo el Adelantado, en oportunidad impar de fundar una villa fuera de la Época, se echa encima el estorbo de una iglesia que le trae el
301
tremendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiraciones e intransigencias...” (Carpentier, 1995: 197)
302 El allá de Carpentier en esta novela es una alusión explícita al mundo en exceso civilizado.
Aunque sueñe mundos nuevos, renovados, distintos, el hombre va cargando con
sus referentes y con su imaginario poblado de cosas conocidas. Son ellas la que le
transmiten seguridad, calma, estabilidad. Esos referentes conocidos podrían desembocar,
cumplido el mismo o semejante periplo, en experiencias similares respecto a la ciudad, es
por ello que el innominado de Carpentier se siente desanimado ante esa nueva ciudad que
según él nace vieja, ante esa oportunidad desaprovechada de transitar un camino distinto
que no conduzca a aquel allá fantasmagórico en donde habitan el egoísmo, la mentira, la
falta de libertad, y por ello eleva un reclamo instintivo. Pero en esta ciudad primitiva,
émula de Utopía, la ciudad de Moro, en la que no hay cárcel por no ser necesaria, y en la
que la naturaleza implacable y terrible que les rodea es aceptada como parte de un orden
superior, sus pobladores habitan serenos. El protagonista descubrirá un mundo edénico, y
a modo de “fundación” personal dice:
“Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá.” (...) “Voy a
sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras, el girar de la ardilla presa en tambor de alambre, del tiempo medido y de los oficios de tinieblas. Los lunes dejarán de ser, para mí, lunes de ceniza, ni habrá por qué recordar que el lunes es lunes, y la piedra que yo cargaba será de quien quiera agobiarse con su peso inútil. Prefiero empuñar la sierra y la azada a seguir encanallando la música en menesteres de pregonero”. (Carpentier, 1995: 201-205)302
Sobre esta elección definitiva vale reiterar la idea, común en las distintas obras
analizadas, de que sólo parece posible estar bien en la naturaleza, en el campo, mientras
302
éste se encuentre urbanizado, es decir, dotado de las comodidades a que está
acostumbrado el hombre de ciudad, que es el que busca ansiosamente redimirse del
agobio citadino en aquellos regeneradores entornos. Ninguno opta definitivamente por
la naturaleza virgen, a no ser ciertos extraños personajes como el Marcos Vargas de la
Canaima de Gallegos, que tras el señuelo de un adánico renacimiento se interna en las
infinitas selvas venezolanas y termina como poseído por Canaima, el dios o demonio
que según la leyenda habitaba esas tierras. Lejos de encontrar la paz anhelada, la
naturaleza virgen, que no es como la pintan los cuadros ni los poemas románticos serena
ni amable, termina engullendo a quienes osen poseerle. Luego de muchos milenios de
estimulante vida urbana, sólo domeñándolo para que sirva a los fines de nuestro
desarrollo, como escribía Briceño (citado supra), parece ser posible la vida en el campo.
No dejan de ser como vemos, las tres novelas venezolanas referidas en esta
sección, una continuación de la apuesta por una civilización del campo, aunque a él
acuda el ser atormentado por los cánceres de la sociedad deseoso del surgimiento de un
nuevo hombre, más libre, menos contaminado, más humano. Conforman pues la
práctica totalidad de las novelas tratadas en esta investigación ese fuerte cuerpo literario
que, a pesar de nacer de la ciudad y de nutrirse de la compleja vida urbana, no dejan de
cuestionarla: “El intelecto, cuyo hogar es la ciudad, según ciertos sociólogos, ha
producido las críticas más punzantes sobre la ciudad.” (White, 1967: 12). Se trata de un
sentimiento contradictorio dada la preferencia urbana de los propios novelistas; y en
obras como la de Rial es, además, la preferencia de los miles de inmigrantes que
llegaron a aquella Venezuela de “tierras vírgenes, donde el civilizado pervertido por la
303
máquina y por el pensamiento, puede curarse.” (Rial, 1974: 37) Arcadias y Babeles en
permanente litigio.303
303 Aunque el caso venezolano no es tratado, son asociables muchas de las ideas que respecto a otros
países del conjunto hispanoamericano trata el texto De Arcadia a Babel (2002).
Hoy la situación parece no haber cambiado. Respecto a la asunción del campo
como destino y el cuestionamiento de la ciudad, vale destacar las duras críticas
formuladas por el arquitecto Negrón, especialmente en sus artículos periodísticos
recogidos en el ya referido libro La cosa humana por excelencia (2004). En ellos,
además de la defensa irrestricta que hace de la ciudad, de la gran ciudad, la concentración
urbana y el privilegio capitalino de Caracas, señala los que considera constantes
atentados contra la urbe por parte de los gobernantes; y condena al afán gubernamental
actual por promover una reordenación poblacional y territorial, y una desconcentración
poblacional de la región capital. Menos cáustico aunque igualmente crítico y en sintonía
con las tesis de Negrón, Elías Cordero (2001) señala el inconveniente de tal empeño
mientras las políticas gubernamentales no superen el simple interés de desconcentrar sin
apoyarse en un fortalecimiento de ejes productivos. Compartimos el criterio de los
valores y mayores beneficios inherentes a la vida en ciudad, así también defendemos el
modelo de ciudad compacta y continua propicia para la integración de la comunidad;
creemos inaplazable el fortalecimiento equilibrado de las ciudades ya establecidas y
pertinente un posible desarrollo de nuevos núcleos urbanos productivos, que incuben el
germen urbano en lugares estratégicos de las inmensas extensiones todavía deshabitadas
de nuestro país. En cambio, encontramos desventajas en la acentuación -manteniéndose
las caóticas condiciones actuales- de la “megalopolización” de la región capital. Esto
intensificaría la negativa condición “macrocéfala” capitalina, en detrimento de otros
304
nodos urbanos; y aquélla sólo sería aceptable si se lograra el balance fortaleciendo otros
sistemas de ciudades de alto valor para la economía nacional, que coadyuvaran a resolver
los dramáticos problemas de pobreza que imposibilitan cualquier acción correctiva en la
capital.
304 Nos referimos predominantemente al habitante de la ciudad. A pesar del elevado analfabetismo de la época en que escribieron los autores tratados en esta investigación, era usual que la gente del común conociera cuentos y poemas -o fragmentos de ellos- de autores nacionales y hasta extranjeros. La plaza, el teatro, la calle eran escenarios para la difusión oral de la cultura.
Es indiscutible el poco e ineficaz empeño que han puesto nuestros gobernantes
en la construcción de la ciudad, especialmente desde su explosivo crecimiento hacia el
segundo tercio del siglo XX, que incluye los últimos cuarenta años que refiere Negrón, y
que parece acentuarse en la actualidad; experiencia ciertamente lamentable y reprochable
dada la posibilidad de haber prevenido a tiempo y evitado los males. Respecto a nuestra
literatura del XX, es lamentable, por su ascendiente en el pueblo,304 el generalizado
pesimismo paralizante que coadyuvó a recelar de la ciudad, sin que albergaran y
estimularan necesarias esperanzas de cambio. Nos adherimos a la idea de que la ciudad
no es en sí misma el problema, por el contrario, puede ser ella la mejor creación humana;
convendría sí, para una más democrática y acertada construcción de la ciudad, escuchar
las quejas de los intelectuales y habitantes de la urbe que, no obstante su pesimismo,
daban y dan luces sobre los aspectos concretos que generan molestia y rechazo de
nuestras ciudades actuales, pero también aquellos que se reclaman como positivos.
305
V
¿ANTI-CIUDAD O CIVILIZACIÓN DEL CAMPO? “Las ciudades son el abismo de la especie humana.
A la vuelta de varias generaciones las razas perecen o degeneran; hay que renovarlas, y es siempre el campo el que nutre a esta renovación...”
Jean Jacques Rousseau (1755)
“La reacción contra la ciudad se acentúa mientras que la atracción del campo crece cada día y se afirma con una fuerza irresistible. Todo contribuye a este
movimiento instintivo y profundo, el exceso de fatiga de los habitantes de las ciudades, el cansancio de una existencia siempre agitada y vuelta maligna, el desencadenamiento de
todas las pasiones políticas, religiosas y sociales, que engendra la sed del descanso y hace percibir el campo como un oasis protegido contra los ruidos de fuera, en fin la
ruina de la salud cada vez más comprometidas por una existencia desordenada que es causa de desgaste incesante.”
Jules Méline (1905)
¡Oh! ¡si al falaz ruido, la dicha al fin supiese verdadera
anteponer, que del umbral le llama del labrador sencillo, lejos del necio y vano
fasto, el mentido brillo, el ocio pestilente ciudadano! (…)
¿Amáis la libertad? El campo habita (…) Id a gozar la suerte campesina; la regalada paz, que ni rencores
al labrador, ni envidias acibaran. Andrés Bello (1826)
Ya no le quedaba la menor duda: la ciudad corrompe a los hombres aún sin que estos lo
adviertan. «Las ciudades (…) son organismos parasitarios que consumen lo que producen los campos.» Y bien que lo había comprobado, primero en Caracas y luego en
Maracaibo. El trabajo fecundo es el que crea; en cuanto su producto se convierte en género de comercio se pierde su categoría creadora
y se reduce a materia de explotación. Díaz Sánchez (1957)
263
Concluíamos el capítulo Una más entre las nuevas Babeles refiriéndonos a una
difundida actitud intelectual antiurbana, o al menos significativamente crítica hacia la
ciudad; aspecto que ha estado presente en las literaturas del mundo, con especial fuerza
tanto en la etapa de transición de las predominantes economías agrícolas a las más
específicamente industrializadas, como en las inmediatas posteriores cuando la intensiva
industrialización produce lo que Rial denominara monstruos altivos y escasos de cerebro.
Ciudades insatisfactorias ante las que los intelectuales se pronuncian. Existen valiosos
trabajos que han abordado estos temas en contextos como el europeo y el
norteamericano. Para el caso estadounidense destaca la emblemática antología de Morton
y Lucía White, El intelectual contra la ciudad (1962), en el que en orden cronológico,
remontándose a los escritores de sus tempranos tiempos republicanos a fines del XVIII,
discurren desde las más predominantes miradas románticas hacia el campo (Jefferson,
Emerson, Thoreau, entre otros); pasando por las más críticas aunque no siempre
execradoras de lo urbano (Jane Addams, John Dewey); hasta aquellas más tolerantes
hacia la ciudad (Walt Whitman, William James). Los White (1967: 62) perciben una
mayor tendencia en los escritores a criticar la ciudad norteamericana en defensa de la
civilización que a atacarla en nombre de la naturaleza.” Para el caso inglés, Raymond
Williams en su enjundioso libro El campo y la ciudad (1973) acude a la imagen de una
cinta transportadora, que lo lleva atrás en el tiempo (2001: 33-37) y le permite sondear en
un pasado cada vez más remoto el sentimiento de abandono de las costumbres rurales en
la tierra inglesa y de la general antinomia entre el campo y la ciudad. Se remonta a la
antiquísima poesía pastoral del siglo IX a.C., deteniéndose largamente en el siglo XIX,
celebrándola y advirtiéndonos, no obstante, contra las falsificaciones sentimentales de la
264
vida rural y la naturaleza. Horacio Capel (1998) en un brevísimo ensayo: “Gritos
amargos sobre la ciudad”,273 intenta una aproximación acudiendo a autores de distintos
países con especial énfasis en los españoles. Convencido del valor de la ciudad, en su
trabajo invita a descubrir los males que la aquejan y que inspiran su rechazo para
buscarle soluciones, todo esto apoyado en que la ciudad es el mejor invento humano
(Capel, 2005). Sobre el caso francés Bernard Marchand (2005) nos habla de Urbaphobe.
Tal es la denominación francesa propuesta para designar el movimiento que critica y
condena la ciudad. Según su visión Francia y en especial París “sufrieron desde hace
doscientos años de urbaphobie (-urbanofobia-), una hostilidad constante por parte de
grupos diversos de pensamiento: cristianos, políticos, urbanistas, etc.” Este fenómeno,
común en muchos países, es destacado por Marchand como particularmente intensificado
desde Rousseau en el siglo XVIII. En una cronológica y crítica revisión recalca los
excesos en los que incurrían los urbaphobes al exaltar valores del campo denostando o
sin reconocer los que son indiscutibles logros de la civilización urbana; y cuestionando
las visiones antiurbanas sentencia: “la oposición a la gran ciudad es sólo una forma de
rechazo de la modernidad, así como un esfuerzo para evitar el cambio y detener el
tiempo...”.274
273 Incluido en Dibujar el Mundo. Borges, la ciudad y la geografía del siglo XXI (2001). 274 Ver también: R. Lehan (1998) The city in literature. An intellectual and cultural history; J. Salomón (2005) La ville, mal aimée. Représentations anti-urbaines et amenágement du territoire en Suisse; Peter Hall, Las grandes ciudades y sus problemas; VV.AA., El malestar urbano en la gran ciudad.
Para el caso venezolano, si bien algunos críticos literarios han señalado la
inclinación u oposición a la ciudad y al campo en la obra de algunos escritores, no
conocemos ningún texto que lo estudie de manera general. No lo pretende este trabajo,
pues nuestra aproximación se hace sobre sólo algunos escritores, y más específicamente
sobre algunas obras de la primera mitad del siglo XX; intentaremos sin embargo señalar
265
las recurrencias y oposiciones más relevantes que encontramos en ellas.275 De entrada
podemos afirmar que ellas evidencian una estrecha relación entre los dos aspectos
enunciados en el título de este capítulo; campo y ciudad se muestran conformando una
unidad, a veces un poco tensa, pero en general en relación de interdependencia. En esa
primera mitad del siglo XX en Venezuela el campo ofrecía cosas que la ciudad
necesitaba y la ciudad pagaba lo que el campo producía. Con más o con menos
parcialidad, con más o con menos profundidad, todos los autores los pulsan en sus obras,
por tanto resulta difícil no penetrar en los límites de cada uno al tratar de separarlos para
explicarlos, lo intentaremos sin embargo.
275 Un material de singular importancia lo representa la correspondencia epistolar de algunos de los autores
tratados en esta investigación, en la que intercambian, con otros destacados intelectuales nacionales e internacionales, impresiones sobre la realidad del país y su aguda necesidad de fortalecimiento tanto de la actividad agrícola como de la vida urbana. Destacan por el valor de los temas abordados
y la diversidad de interlocutores, los epistolarios de Mariano Picón Salas y de Mario Briceño Iragorry. Buena
parte de sus respectivas correspondencias fueron recogidas en: Mariano Picón-Salas y sus amigos, dos volúmenes compilados por Delia Picón, publicados en 2004; y en
Epistolario, cinco volúmenes previstos incluidos en Mario Briceño-Iragorry. Obras Completas.
LA CIUDAD, LA MALQUERIDA.
“Ya no le quedaba la menor duda: la ciudad corrompe a los hombres aún sin que estos lo adviertan. «Las
ciudades (…) son organismos parasitarios que consumen lo que producen los campos»”
Casandra. Díaz Sánchez
El lógico entusiasmo que despertaba y despierta en cualquier ser humano, la
posibilidad de cambios y modernización en sus hábitat y en sus formas de vida, se vio
confrontado con el crecimiento descontrolado y el cambio negativo que se operó en las
ciudades europeas a fines del XVIII, estadounidenses a fines del XIX y latinoamericanas
a mediados del XX como consecuencia de la industria. Los vicios y las llagas resultantes
266
del comercio, la industria y la inmigración en masa condicionaron un manifiesto rechazo
a la ciudad, elemento que no estaba presente en la literatura sobre las ciudades
precedentes, lo que explica la menor prevención anti-urbana en la literatura urbana
anterior a la industrialización. La nueva ciudad se mostró torva y se afianzó entonces un
creciente antiurbanismo, recogido por los intelectuales y escritores quienes destacaban
como uno de los cambios más negativos en la nueva ciudad la ruptura del sentido de
comunidad. Las principales consecuencias de esa ruptura: desmembramiento y ausencia
de cohesión social y de sentido de pertenencia, motivó su creciente rechazo y el reclamo
por el rescate de los valores de la vida comunitaria que habían caracterizado a las
ciudades pre-industriales y las comunidades campesinas. Desde el paradigmático
Comunidad y sociedad de Tönnies (1887), un llamado que se remontaba a los socialistas
utópicos de inicios del XIX encontró eco en intelectuales del mundo entero, muchos de
los cuales propusieron o se sumaron a la creación de comunidades autónomas y
autosuficientes (que en su aislamiento contenían el germen de su propio fracaso) y otros
propusieron el retorno al campo y a las formas de vida pastoriles dando, ambos, la
espalda a la ciudad. Resulta justo, y a nuestro juicio de valor fundamental, destacar la
existencia de otra mirada que más racionalmente postulaba la recuperación para la nueva
sociedad de ciertos valores de la comunidad, buscando remediar los males sin execrar la
ciudad. Tal es la del sociólogo y educador estadounidense John Dewey, quien llegó a
propugnar a inicios del siglo XX la conversión de la nueva Gran Sociedad devenida de la
industrialización, en una Gran Comunidad;276 así como la de la reformadora social,
también norteamericana, Jane Addams, quien para atender los graves problemas que
enfrentaba un sector muy depauperado del Chicago de fines del XIX, propuso y
276 Ver White (1967: 154, 169-170).
267
materializó la creación de una colonia dentro de la propia ciudad, concebida no como
unidad aislada, ni tampoco agraria, sino como germen recuperador de la vida comunal.277
Pero esta mirada no fue la más extendida, requería un esfuerzo titánico, y en su lugar
predominó la del discurso crítico sobre la ciudad.
277 La Colonia de Hull House (1889) edificada a partir de una casa o centro de comunicación vecinal en un barrio pobre de Chicago resultó muy valiosa por su capacidad
regeneradora del organismo urbano. “En vez de participar en la edificación de una comunidad a partir de cero, ella
(Jane Addams) consideraba que estaba tratando de re-edificar una comunidad, de re-unificar esa cosa caótica y desparramada en que se había convertido la vida urbana
hacia el año 1880” (White, 1967: 146-151), para lo que los principios urbanísticos o la arquitectura solos no resultaban suficientes. Cifraba sus esperanzas en proyectos educativos
para la comunidad, dotación de espacios para la vida de relación, amén de los servicios necesarios, y
fundamentalmente la integración de los numerosos y desasistidos grupos de inmigrantes que poblaban la ciudad.
Experiencia exaltadora del cooperativismo, de la comunicación y de la vida comunitaria que habían
caracterizado lo urbano antes de la era industrial, y que buscaba restituir tales virtudes al organismo urbano
general. Algunas direcciones web sobre Jane Addams y la Hull House: Urban experience in Chicago: Hull House
and its neighborhoods 1889-1963, http://www.uic.edu/jaddams/hull/urbanexp/contents.htm
(consultada, jun. 2006); About Jane Addams, http://www.uic.edu/jaddams/hull/newdesign/ja.html
(consultada, jun. 2006).
En Venezuela los escritores de fines del siglo XIX construyeron numerosas
elegías al paisaje y las bellezas naturales de nuestro país, obras en las que la naturaleza y
el campo son los protagonistas y en las que la ciudad estaba casi ausente, o era una
referencia como de lugar remoto donde habitaban los dueños de la tierra que venían al
campo casi siempre para curarse de sus males. “En el siglo XIX el monte y el llano
indómito sostuvieron una guerra no declarada contra la ciudad” sostiene Silverio
González (2005:73-86). Es con la literatura de finales de siglo y de principios del XX con
la que la ciudad comienza a aparecer, casi siempre como un discreto y hasta difuso telón
de fondo, siendo lo más destacado las referencias a la sociedad urbana sobre la que, por
cierto, son recurrentes las opiniones negativas. Con la nueva literatura de tema urbano
coexiste la que describe ambientes y escenas rurales.
Repasamos, siguiendo los esbozos hechos en capítulos anteriores las distintas
miradas de los intelectuales tratados en esta investigación, para evitar atribuir a ellos un
generalizado y equivalente, pero no tan claro, rechazo de lo urbano. La insatisfacción
frente a una chata capital finisecular demasiado aldeana según Díaz Rodríguez y de la
Parra, o la igualmente insatisfactoria y dudosamente ética ciudad -Villabraba- ilustrada
por Miguel Eduardo Pardo. La posición de un Briceño Iragorry, admirador irrestricto de
268
los valores de nobleza e hidalguía que reconocía en la ciudad tradicional –patricia y
burguesa-, que sucumbía en la anuladora ciudad moderna; o la defensa más humilde y
pragmática de la ciudad tradicional, y hasta romántica de la vida aldeana hecha por Picón
Salas, frente a la febril e indetenible metrópolis moderna. El mordaz cuestionamiento a la
vacua y poco ética sociedad citadina finisecular y de los albores del XX de Pocaterra; o
la mirada complementaria hacia la naturaleza por el idealista Gallegos, llamado de alerta
para cuidar y civilizar el campo, paralelamente a edificar mejores y más sanas ciudades
como lo proponía en sus ensayos Díaz Sánchez; hasta el sorprendente radicalismo de un
José Antonio Rial y de un Picón Salas en su última novela, recriminando perversiones
materiales y psicológicas en la vida urbana, y su final claudicación proponiendo la huída
hacia la naturaleza como aparente único reducto sano. Estas visiones entre las más
numerosas tratadas en esta investigación, nos dan una idea de la variedad de
percepciones sobre lo urbano en nuestros intelectuales.
Marco Negrón (2004: 343) como señaláramos en capítulo anterior, reprocha lo
que considera un injusto e inconveniente desdeño de la ciudad por parte de los
intelectuales y gobernantes, y ubica el más agudo rechazo en los años sesenta del siglo
XX: “Un rasgo recurrente del pensamiento sobre el territorio en los pasados cuarenta
años fue el antiurbanismo retórico, centrado en la condena de las «grandes» ciudades y
de las migraciones campo-ciudad. Aunque las políticas que derivaron fueron más bien
erráticas y en ciertos aspectos contradictorias, su corolario más importante fue la
renuencia del Estado a crear ciudad y, particularmente, a habilitar tierras que
permitieran el asentamiento ordenado de los migrantes más pobres, pues se suponía -
269
infundadamente, pero eso entonces no era tan evidente- que de tal modo se incentivaba
su mudanza a las ciudades.” Los contenidos de las novelas analizadas nos revelan que la
insatisfacción por la ciudad, posible condicionante de aquel desinterés gubernamental de
los sesentas, es sentido con bastante antelación, tanta que incluso a comienzos del siglo
XIX, cuando nuestras ciudades venezolanas eran apenas modestos poblados –Caracas, la
capital, apenas contaba con 40 mil habitantes que disminuyeron a cerca de 30 mil luego
del terremoto de 1812-, nuestros escritores ya criticaban males en la ciudad. ¿Falsas
posturas?; ¿simple emulación por nuestros escritores, de motivos y temas desarrollados
por sus homólogos, en otros entornos sí afectados por los males de la gran ciudad? Nos
cuesta dudar de la sinceridad de los planteamientos de un Andrés Bello, de un Simón
Rodríguez, de un Fermín Toro por ejemplo; podemos, sin embargo, entender que tal
cuestionamiento a la ciudad lo es más a sus parasitarias y poco éticas clases gobernantes
y alta sociedad, responsables históricas de una desacertada gestión urbana, y de no
controlar, dirigir y canalizar su adecuado crecimiento y desarrollo; aspectos que seguirán
siendo motivo de críticas hasta para nuestros escritores del siglo XX y este que apenas
comienza.
Un tema destacado entre algunos de los novelistas tratados en esta tesis es el de
la defensa de los valores comunitarios propios de la ciudad tradicional. No obstante sus
valores positivos, la vida comunitaria en las ciudades venezolanas de principios del XX
había llegado a degenerar en sociedades cerradas, asfixiantemente conservadoras, algo
decadentes y llenas de prejuicios, lo que produjo en algunos de sus habitantes un lógico
malestar y rechazo. Quizás la novela que mejor recoge ese sentimiento es aquella del
270
diario de una señorita que escribía porque se aburría. Ifigenia de Teresa de La Parra
recrea el hartazgo de la joven María Eugenia Alonso, por la chatura física y cultural de la
ciudad y por el rol pasivo que el venezolano, y más específicamente la mujer se ve
obligada a asumir por culpa de esa sociedad pacata y represiva. Su queja evidencia
entonces un reclamo por una ciudad más abierta y estimulante. Por su parte escritores
como Briceño Iragorry o Picón Salas, profusamente tratados en capítulos anteriores,
exaltan las bondades de la vida tradicional en la ciudad correspondiente al mismo tiempo
descrito por de La Parra. Entre 1922 año en que se publica Ifigenia y 1957 cuando se
publica Los Riberas, o incluso antes en 1955 cuando se publica Venezuela Imán, median
sólo poco más de 30 años, y las denuncias formuladas por Briceño y Rial en estas últimas
revelan que ese corto tiempo fue suficiente –como ha quedado evidenciado a lo largo de
esta tesis- para que se modificaran sensiblemente los patrones de comportamiento y
relaciones sociales en la ciudad. Lastimosamente de La Parra no tuvo oportunidad de
presenciar los cambios –murió en 1936-; tampoco Miguel Eduardo Pardo (1905) ni Díaz
Rodríguez (1921), para que nos transmitieran sus impresiones sobre la sociedad más
cosmopolita y la moderna ciudad que sustituyó la chatura de la antigua que tanto les
desagradaba.
Dentro del discurso crítico sobre la ciudad, Briceño, insatisfecho por la
descontrolada y anormal transformación de la ciudad y la sociedad venezolana desde los
años treinta, se muestra enfrentado a ella, y lejos de proponer un nuevo esquema social
adecuado a los nuevos tiempos parece reclamar nostálgicamente el retorno a formas
tradicionales de vida en la ciudad. No obstante ser Briceño el más propagandista de la
271
ciudad entre los autores tratados, critica la ciudad moderna; pero su crítica lo es más al
olvido y descuido de sus valores -los de la Ciudad-, que un cuestionamiento de la vida
urbana, a la que ha reconocido siempre atributos de civilización, cultura y bienestar.
Cierto es que la ciudad que él elogia es aquella cuyo limitado tamaño físico y reducida
concentración demográfica permite la relación entre los vecinos, con un jerárquico
ordenamiento social, de fuerte presencia moral, de celoso resguardo de los valores, que
en la gran ciudad se van diluyendo en favor del aislamiento, del anonimato, de la
segregación social y hasta material de ella misma. Es una valorización de la vida más
comunitaria propia de las ciudades pre-industriales –pre-petrolera en Venezuela-, frente
al individualismo, artificialidad y materialismo de la vida en la metrópolis. No obstante,
atribuir a Briceño un cuestionamiento de la ciudad resultaría inexacto; diríamos, más
bien, que exalta los valores de la vida urbana y en todo caso critica la gran ciudad; crítica
que se corresponde con las que señalábamos al inicio para otros contextos geográficos y
culturales.
278 En el número 496. Recogido en sus Obras Selectas, (Gallegos, 1959: 1616-1630).
Por su parte Rómulo Gallegos, el reconocido por antonomasia como escritor del
llano y la naturaleza venezolanos, a quien se suele atribuir la predominante exaltación de
lo campesino y autóctono, mostró desde sus más tempranos escritos la defensa de los
valores de civilización emparentados con la vida urbana. En su artículo Necesidad de
valores culturales, publicado en 1912, en la emblemática revista venezolana El Cojo
Ilustrado,278 Gallegos expone desnuda y francamente su visión valiéndose y
asimilándose parcialmente a la conocida dicotomía ciudad=civilización, monte=barbarie
esbozada por el argentino Sarmiento, confrontación que tratará más poética y
272
agudamente en su famosa novela Doña Bárbara (1929). El autor no excluye de la ciudad
los males ni las enfermedades sociales, pero sólo en sus valores que le reconoce
inherentes: cultura, educación, avance técnico, en fin civilización, ve el posible remedio
para solventar los suyos propios y los del monte bárbaro e inculto. Tal reconocimiento
de los valores de la ciudad es también el de muchos de nuestros intelectuales de la época
y de los de otros países.
Sobre el discurso artificiosamente exaltador del campo y, entonces, negador de
la ciudad. F. J. Caspistegui en su “«Esa ciudad maldita, cuna del centralismo, la
burocracia y el liberalismo»: la ciudad como enemigo en el tradicionalismo español”
(2002: 84) enfatiza la falsedad del tópico puesto que una vez terminada la guerra civil
(1936-1939) “e iniciado el proceso de industrialización, este conjunto de ideas
contrarias a lo urbano fue difícil de mantener.” Esta visión nos resulta oportuna, en
virtud de los significativos vínculos de España con nuestro país, tanto por enlaces
históricos como por la fuerte riada de inmigrantes que la posguerra arrojó a nuestras
costas, y que vinieron muchas veces apenas salidos de sus ámbitos rurales, quizás
enterados de las literarias e ideológicas construcciones de defensa rural en su país, pero
que ocuparon en el nuestro mayoritariamente las ciudades. Refiere el llamado a la
vuelta al campo como melancólico, negador de la pérdida (2002: 85), e insiste en las
dificultades de la vida rural frente a las ventajas que brinda la urbe, razones que
explican y hacen previsible el tránsito de sus habitantes a las prometedoras fuentes de
empleo en la ciudad. Así también Caspistegui resalta, que en los años del interín
republicano (entre 1931 y 1936) la preeminencia de la tendencia progresista,
273
modernizante e industrializadora, promovía fuertemente el desarrollo urbano del país.
Opuesta, pues, a la publicitada idea del retorno al campo encontramos más bien un
espaldarazo a la ciudad. También en España, el geógrafo Horacio Capel muestra su
defensa irrestricta a la ciudad, y sobre todo a la gran ciudad, lugar que considera “medio
privilegiado de la ciencia, de la cultura, de la creatividad, de la innovación (...) que es
el mejor lugar posible para vivir.” (2001: 146-147) En su defensa y optimismo hacia la
ciudad, dicho autor señala que la visión positiva ha provenido casi siempre de gentes
progresistas, liberales. Refiere que junto a los promotores y empresarios, con intereses
comerciales e industriales en la ciudad, también la ponderan periodistas e intelectuales
que trabajan por encargo de las instituciones, y artistas y personas ligadas al mundo de
la cultura, cuyo mercado y clientela son esencialmente urbanos. Atribuye, en cambio, a
quienes claman contra la ciudad un talante conservador “añorantes del viejo orden,
personas que se sienten amenazadas, o simplemente gentes resentidas que han perdido
su influencia y relevancia por cambios de fortuna que les han afectado individualmente,
o por cambios sociales más generales que han conducido a la sustitución de su grupo
social como grupo dirigente” (Capel, 2001: 144), actitud que además les servía para
enfrentarse a los grupos comunistas y socialistas que iban tomando fuerza en las
ciudades, aumentando la subversión de los grupos populares.
Las observaciones ofrecidas respecto a las ventajas de la vida en ciudad son
difícilmente discutibles, y en efecto, haciendo caso omiso de la opinión de muchos
intelectuales y de las dificultades materiales, el pueblo responde activamente
continuando su emigración a la ciudad. Cabría destacar que en el caso venezolano las
274
opiniones negativas hacia la ciudad no necesariamente provienen de gentes retrógradas
o reaccionarias -antirrevolucionarios según Negrón (2004)-. Díaz Sánchez, por ejemplo,
o Picón Salas -quien aunque perteneció a una familia adinerada venida a menos, fue
siempre un progresista-, cuando critican la ciudad lo hacen no a ella en sí misma, sino a
su contemporánea construcción caótica y a sus perversiones y deformaciones, males que
no son exclusivos de ella, como nos lo ilustran Gallegos o Pocaterra al hablarnos del
campo. Incluso en el propio Briceño Iragorry, más conservador que los demás y hasta
defensor del orden social establecido -retrógrado para muchos-, su rechazo no es a la
ciudad sino a la gran ciudad; y es que ésta, ejemplificada en la Caracas de los años
cincuentas,279 pareció espantar a muchos urbanos espíritus.
279 Marco Negrón insiste en señalar que Caracas no ha llegado nunca a tener la población ni extensión -aunque si las densidades- que distinguen a las grandes ciudades del mundo occidental (Negrón, 2004: 117-120, 127)
La realidad urbana venezolana es sensiblemente diferente a la europea y
norteamericana, especialmente por la ausencia en su consolidación -a mediados del siglo
XX-, de los procesos de industrialización que caracterizaron la de aquellas. Aún cuando
se ha tendido a comparar la revolución urbana de la Venezuela de la primera mitad siglo
XX con la experimentada un siglo atrás por algunos países europeos, es necesario aclarar
el equívoco. En buena medida el error radica en que el patrón de comparación ha sido el
del incremento demográfico. Ciertamente Venezuela, como lo hemos señalado
anteriormente, experimentó un aumento importante de la población a partir de 1920,
comparable con los índices manejados por importantes ciudades europeas durante el
siglo XIX y algunas otras latinoamericanas; y además en poco más de 30 años pasó de un
15 % a un 50 % de población urbana. El campo comenzaba a quedarse abandonado, y
sólo 50 años más tarde en 1970, el 73 % de la población vive en centros urbanos. Estos
275
datos parecieran justificar la homologación que se hace con la revolución urbana europea
(primero Inglaterra, luego Francia, Alemania) en que se dan cambios similares. Sin
embargo resulta fundamental distinguir la razón que relativiza esta homologación, y es
que tal proceso en Europa se cumplió a partir de transformaciones económicas y sociales
internas propiciadas por la Revolución Industrial; revolución que “se basó en un
capitalismo en alto grado desarrollado que tuvo como característica la temprana
desaparición del campesinado tradicional” (Williams, 2001: 26), y en el que en mayor o
menor medida se vio involucrada buena parte de la sociedad; mientras que en Venezuela
no existió tal revolución y el fuerte incremento demográfico en las ciudades no obedeció
a una transformación de las estructuras internas, sino a la inmigración estimulada por la
precariedad del campo y la atracción que la riqueza derivada de la actividad petrolera,
sobre la que sólo el Estado tenía manejo, ejercía en la población nacional.280
280 Sobre esto ya hicimos precisiones en el capítulo III.
Así, algunas de nuestras principales ciudades, como hemos intentado recoger en
este trabajo, pasaron en el marco de unos treinta o cuarenta años, del aldeanismo al
pseudo-metropolitanismo, con la consecuente aparición de numerosos problemas; y
aunque encontremos en nuestros intelectuales muestras de desagrado por la temprana
expresión material de aquélla, o la deformación que en ella se produce más tarde, de una
inicial crítica a la ciudad por demasiado modesta y pueblerina, hasta un radical rechazo
de la subsecuente ciudad explosiva y excesivamente voraz, más que una crítica a la
ciudad y una actitud anti-urbana lo que apreciamos es el reclamo por su insatisfactoria
existencia. Respecto a ese supuesto odio hacia la ciudad, conviene precisar bien qué tipo
de crítica y a qué aspectos de la ciudad se dirigen. En tal sentido, muchas de las que se
276
formulan sobre la ciudad venezolana, tienden a generalizar como males de la ciudad
aspectos exclusivamente atinentes a lo ético y moral, e incluso a lo social, mientras que
no hay hacia el aspecto morfológico críticas precisas. Picón Salas, Briceño Iragorry y
Rial, sí las formulan. Lo hacen de manera explícita, y en especial los dos últimos
condenan la expresión material de la gran ciudad.
Este cuestionamiento de la gran ciudad sucede y en algunos casos se da
paralelamente al florecimiento en el primer cuarto del siglo XX de una literatura
regionalista y criollista, incubada desde el nacionalismo germinado en el marco de las
luchas independentistas a inicios del XIX; literatura caracterizada por destacar las
peculiaridades del país, tanto en la ciudad como en el campo, pero con especial énfasis
en los ámbitos rurales. Así, junto a la literatura realista y naturalista en las que se
enmarcan algunos de los autores tratados, aparecen las novelas de la tierra que exaltan la
vida campesina. Surge entonces la dialéctica ciudad-campo; pero no hay en estas novelas
de la tierra el tono romántico que caracterizó las del XIX, sino una postura más
pragmática y con la mirada puesta en un futuro promisorio. No obstante su mayor
optimismo, además del reclamo por la insatisfactoria existencia de las ciudades,
encontramos en muchas de aquellas novelas el reclamo por la desatención del campo
nutricio, fuente primordial para una adecuada vida de aquellas. En las novelas de tema
campesino más que una exaltación del campo, y a pesar de las críticas a la ciudad, lo que
parece destacar es un llamado civilizador, es decir, una intención de transferir al campo
los valores positivos de la vida civilizada.
277
CIVILIZANDO EL CAMPO
“Sea el Llano o la Montaña, a la tierra le da lo mismo. La tierra siempre está allí, y hasta se abre el corazón para mostrar sus bondades. (…)
Vengan brazos y cultiven la tierra. En la Montaña, haciendo surcos y sembrando las semillas. En el Llano, quemando los pajonales y sembrando ganados.
Pero vengan hombres que pasen sobre la tierra.” “Las guarichas son las hembras jóvenes de la montaña. Mestizas hijas de
las mujeres de los ranchos y de los hombres del monte. (…) Asimismo, una guaricha es esta tierra. Se la lleva a flor de la pupila.
Se la lleva en el corazón cuando uno se aleja de ella, y a flor de la pupila cuando se marcha en pos de ella por veredas y caminos. Después que el hombre la roza,
se le mete por los sentidos y sensualmente lo amarra a sus árboles. Se la quiere en las sementeras, y se encariña uno con ella, abrazado al
invierno de los retoños y al verano propicio de las flores cuajadas. (…) El todo es encariñarse. El todo es enguaricharse.”
Julián Padrón (1934)
Aunque alejados del período que nos ocupa -primera mitad del siglo XX-, la
fuerza y trascendencia de ciertos discursos ejemplarizantes aparecidos en nuestros
tempranos tiempos republicanos obliga referirlos aunque sea sucintamente, puesto que
ellos alimentaron un sentimiento que tuvo importantes intérpretes y seguidores en el
momento que estudiamos. Los albores republicanos a comienzos del siglo XIX, se
encuentran marcados por la tendencia al canto eglógico –y epopéyico- a una supuesta
naturaleza bucólica y hasta arcádica; entusiasmos propios del incipiente romanticismo de
la época y del empeño en la construcción de las nacientes repúblicas americanas. Pero no
eran éstos simples cantos románticos; en un tiempo en el que nos debatíamos entre el
americanismo invocado por los adalides de la independencia, y los irrefrenables impulsos
278
nacionalistas, tales se constituían en himnos que señalaban el campo y la agricultura, no
sólo venezolana sino más bien americana, como el necesario y pertinente camino para
garantizar la libertad e iniciar y fundamentar la construcción nacional. De ese empeño,
don Andrés Bello (1781-1865), uno de los pioneros y principales propulsores en el país,
escribía en su silva A la Agricultura de la zona Tórrida (1826):
“¡Oh jóvenes naciones, que ceñida alzáis sobre el atónito occidente de tempranos laureles la cabeza! honrad el campo, honrad la simple vida del labrador, y su frugal llaneza. Así tendrán en vos perpetuamente la libertad morada, y freno la ambición, y la ley templo.”
Y junto a la invitación a buscar la libertad en el campo y en las labores agrarias,
Juan Liscano (1997: 975) atribuye a Bello, ciudadano de grandes ciudades, la crítica a la
ciudad como disociadora, dispendiosa y bulliciosa. Ciertamente Bello en la misma silva
acusa una crítica al hombre urbano por algunos de sus vicios:
“El vulgo de las artes laborioso, el mercader que necesario al lujo al lujo necesita, los que anhelando van tras el señuelo del alto cargo y del honor ruidoso, la grey de aduladores parasita, gustosos pueblen ese infecto caos”
vicios que son además del de la adulación, el de la lascivia y la vida superficial, y que le
hacen preguntarse dudoso si de ellos saldrá la juventud, esperanza y orgullo de la patria.
E inmediatamente aconseja:
279
“El campo es vuestra herencia; en él gozaos. ¿Amáis la libertad? El campo habita”
No obstante las imágenes eglógicas del campo y las críticas a ciertos vicios de la
ciudad, las ideas de Bello recogidas en su poesía y en algunas de las epístolas que dirige
a su hermano desde Santiago de Chile (Grases, 1979) muestran, además de su gusto por
los progresos de tal capital, que no postula el escritor un irrecusable antagonismo entre
ciudad y campo. En la silva, cumplida la poda y hasta la dañina quema, la tierra fértil
brindaría de nuevo su parto generoso, y con el opimo fruto campo y campesino
tributarían a la ciudad. Complementariedad, pues, entre ésta y aquél, y temprano llamado
a la culturización del primero, que Bello reconoce precario aunque fundamental para la
construcción nacional. Graciela Montaldo en “Andrés Bello: naturaleza, ciencia,
economía” (1995:112) escribe: “La idea de la culturización de la naturaleza ha
cristalizado y Bello mismo se encarga de componer el texto eglógico (épico-descriptivo)
en el que se lamenta de la «escasa industria» (industria en el sentido de cultivo y de
cultura) del territorio patrio.”
Simón Rodríguez (1769-1854), otro autor insigne de la época y de singular
importancia en nuestra historia, aludió al valor del campo con evidente menor
romanticismo y preocupación estilística, aunque con mayor y oportuno pragmatismo. Su
profundo interés en la formación de las nuevas juventudes americanas para una sólida
construcción de la nueva Gran República -Rodríguez fue maestro de Bolívar-, y su
conciencia de que los cambios debían impulsarse desde dentro del cuerpo social y desde
las bases de la población, y no imponerse desde arriba -“Empiécese el Edificio Social,
280
por los cimientos!” no por el Techo… como aconsejan los más: los niños son las
PIEDRAS”-, le movieron a afirmar:
281 Fragmento contenido en la sección “Producción”, del Sucinto extracto de mi obra sobre la Educación Republicana, publicado en 1849 en el periódico bogotano El Neogranadino. Salcedo Bastardo (1997: 972) lo refiere como contenido en Consejos de amigo dados al colegio Latacunga (1851), que está inspirado, por cierto, en el primero. 282 Obras como Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero García; El sargento Felipe de Gonzalo Picón Febres, publicada por entregas desde 1897; más adelante En este país (1916) de Luis Manuel Urbaneja Achelpol o Peregrina (1921) de Manuel Díaz Rodríguez, entre otras, destacan por abordar con entusiasmo el tema rural. Ver Pastori (1979) y Medina (1991).
283 Carlos César Rodríguez (2002: 41) dice: “el bardo es la juventud de Francisco Lazo Martí, que ha convocado en su espíritu todos los vicios palaciegos para mejor asaetearlos.”
“Si los americanos quieren que la revolución política que el peso de las cosas ha hecho y que las circunstancias han protegido, les traiga verdaderos bienes, hagan una revolución económica y empiécenla por los campos: de ellos pasará a los talleres, diariamente notarán mejoras que nunca conseguirán empezando por las ciudades”.281
Proponía la creación de escuelas de agricultura y maestranzas -talleres- en las
capitales de provincia, y que cuando conviniera, se extendieran de allí a los lugares más
poblados. Recelaba de los vicios de la ciudad pero no le daba la espalda. Agricultura e
industria eran, para él, puntales fundamentales para su proyecto de construcción nacional.
Son, entonces, Bello y Rodríguez tempranos ideólogos de la civilización del campo y la
ciudad americanos.
Otros escritores siguieron la senda marcada, abriendo paso desde finales del
siglo XIX a la novela como expresión literaria, y juntas novela y poesía dieron cuerpo al
criollismo, realismo y nativismo como testimonios de un movimiento literario de
inspiración propiamente nacional fundamentados en la observación de lo propio.282 Hay
en la literatura de la época, como lo seguirá habiendo hasta casi mediado el XX, la
censura por el descuido, atraso y poca fe en las potencialidades de la tierra, que parece
privar en el hombre venezolano. Estas ideas, tributarias de la poesía y el tema propuesto
por Bello en La Agricultura de la zona tórrida, las condensa en su Silva Criolla (1901)
Francisco Lazo Martí, quien exhorta la razón de un bardo amigo283 para que abandone la
ciudad corruptora “donde el placer es vórtice que atrae / y deslumbrada la virtud
281
sucumbe”, y regrese al terruño, a sus pampas, a combatir “por el bien de la raza que
abandona / el rincón sin azares / de la vieja ciudad, y repartida / sobre la ardiente,
solitaria zona, / lucha con el dolor y con la vida”; raza acongojada por la guerra que
asoló sus campos y sus gentes. Como lo refiriéramos en el primer capítulo, el siglo XIX
venezolano, especialmente después de los años treinta, estuvo marcado por sucesivas e
innúmeras revoluciones, dificultándose y diluyéndose cualquier esfuerzo constructor en
correspondientes recomienzos. De tal magnitud fue la inestabilidad política venezolana
del siglo XIX que desde 1811, fecha en que se decreta la Primera República, hasta 1895
se aprobaron once constituciones y hubo una veintena de presidentes entre los electos y
los que tomaron el poder por la fuerza.284 Frente a este inestable panorama, muchos de
ese más del 80% de la población (2.221.572 hab. en 1891) que vivía y trabajaba en el
campo, se sumaron a las sucesivas revoluciones, expresos como las llamó Julián
Padrón,285 quedando la tierra y los cultivos intermitentemente abandonados. Aunque
Lazo Martí, como Bello, invita a combatir en defensa de la gente de su tierra, parece
desvanecido en su escritura el papel constructor del trabajo agrícola. No se pierde, sin
embargo, el camino y la huella es seguida más tarde por esclarecidos escritores del
período que nos ocupa. La razón y pertinencia del discurso de los iniciadores, el
entusiasmo nacionalista reavivado por el primer centenario de nuestra independencia del
dominio español (1811-1911) y el material estancamiento de la vida rural venezolana
apuntalan aquel reflorecimiento.
284 Los períodos de gobiernos variaron según las distintas constituciones entre 5, 4 y hasta 2 años, Algunos de los
presidentes del período gobernaron más de diez años, como Páez y Guzmán Blanco, cada uno durante tres
gestiones no consecutivas; otros en cambio no pudieron ni siquiera cumplir la totalidad de su período, debido a los
alzamientos de caudillos.
285 Ver cita 27 del primer capítulo.
Recogen los escritores esta preocupación por el campo, intensificada por su
progresivo abandono: moral por la indiferencia y el desamparo por parte del propio
282
Estado, y físico debido a las enfermedades, a su precariedad y también a las fuertes
migraciones hacia las ciudades y los nacientes pueblos petroleros. Es este, pues, uno de
los filones más prolíficamente aprovechados en nuestra literatura de la primera mitad del
siglo XX; desde internamientos en las devoradoras honduras de la selva inmensa:
Canaima, de Gallegos (1937); pasando por una difundida construcción ideológica en la
que el campo cumple un rol protagónico: La casa de los Ábila (1921) de Pocaterra; Doña
Bárbara (1929) de Gallegos; La Guaricha (1934) de Julián Padrón; Casandra (1957) y
Borburata (1960) de Díaz Sánchez; hasta evocaciones nostálgicas de los pueblos y
ciudades campesinas de la infancia: Viaje al amanecer (1943) y Las nieves de antaño
(1958) de Picón Salas, entre otras. Reconociéndole importancia suprema a este aspecto
para una correcta comprensión de las transformaciones del país, nos limitaremos a
considerar sólo algunas de las novelas, en virtud de que resumen aspectos relevantes de
ese volver a la tierra y civilizar el campo.
286 Aunque hoy en día siguen imprimiéndose calendarios que se obsequian a inicios de cada año, en los tiempos de antaño ellos incluían, además de las fechas patrias, fiestas religiosas y fases lunares, valiosos consejos para los campesinos. 287 Según el diccionario de la Real Academia de la lengua española, pegujal es: “Pequeña porción de terreno que el dueño de una finca agrícola cede al guarda o al encargado para que la cultive por su cuenta como parte de su remuneración anual”.
Invitado en 1952 a colaborar en la preparación de un almanaque, obsequio de la
ciudad al campo,286 Picón Salas (1998: 71-72) destacaba el valor de ese librito que ayuda
a rescatar para los venezolanos la aporreada y fiel tierra labriega. En ella, en el
pegujal,287 las buenas gentes del campo perseveraron junto a la vieja casa de adobes de
sus mayores, sacando de ella los alimentos que nos nutren, sin dejarse seducir por la
tentación de la ciudad y del empellón que sufre el campo por el creciente cosmopolitismo
de los que preferían irse al Centro a tomar whisky, a buscar dinero y poder más fácil.
Sentencia a continuación que “sólo el intercambio benévolo de campo y urbe; sólo esta
piedad con que el higienista, el maestro de escuela, el agrónomo, el ingeniero, el
283
mecánico, el escritor, se acerquen a los problemas de nuestra tierra abandonada y
profunda, la tierra de Doña Bárbara, de la Silva Criolla, de las «Cantas» y de los
Galerones, salvará a Venezuela, no para los inversionistas internacionales, sino para los
que llevamos en la sangre la pasión y el deber del país”.
En sus ensayos, novelas, epístolas, en las tribunas de sus cargos públicos -
diplomático, académico, educador, gerente cultural-, Picón se mostró siempre
profundamente sensibilizado y comprometido con su tierra y con la tarea de contribuir
al progreso del país. No al progreso entendido como puro crecimiento económico, sino
en el sentido cultural, educativo y social, verdaderas garantías de un sólido desarrollo.
Picón, como Andrés Bello, fue también ciudadano de grandes ciudades, y a pesar de su
devoción por muchas cultas y hermosas ciudades del mundo que pudo habitar, postuló
siempre en nuestro país la necesidad de no desamparar el campo y de estimular, como
lo dice la cita, un intercambio benévolo de campo y urbe. Unidad de dos que en la
Caracas de principios del 1900, o en Maracay, San Cristóbal, o la Mérida de 1920 y
más, daba forma a la vida de sus habitantes. Justamente sobre esta última Briceño
Iragorry en Los Riberas destaca como un atributo de la provinciana y culta ciudad, la
comunidad que existía entre la vida urbana y su entorno rural; y no podía ser de otra
manera si es que además de su vocación agrícola, la ciudad se encuentra literalmente
sembrada entre las altas y verdes serranías de la cordillera andina, con el espectáculo
majestuoso de sus cinco grandes picos, coronándola el Bolívar (5007 m de altitud). Ya
referíamos en capítulo anterior el comentario de Briceño acerca de que, colocar un
cuadro con representación de paisajes en una casa merideña era como tirar sal al mar,
284
pues ya era el más primoroso cuadro el paisaje natural que la rodea. Tierra propicia para
el cultivo, por su alta calidad, temperatura y abundantes fuentes de riego, Mérida fue
junto con otros estados de la región andina, responsable de un alto porcentaje de las
cuotas de producción cafetalera para exportación, así como de cultivos para consumo
local y nacional
288 Poder cubrir el trayecto caminando refleja la relativa cercanía que había entre la hacienda y los términos de la ciudad. Hoy dicha hacienda es un parque de la ciudad.
En Los Riberas, aludiendo Briceño a una fiesta de despedida que los familiares y
amigos ofrecían al protagonista Alfonso Ribera a su partida de Mérida para Caracas,
escenifica la misma en la hacienda La Isla, uno de los muchos rincones cafetaleros y de
sembradíos de caña de azúcar de la ciudad. Luego de la tradicional misa del domingo a
la que asistían las familias en pleno, luciendo trajes, pamelas y abrigos, al salir de la
iglesia los grupos se formaron en la plaza Bolívar para subir caminando288 hacia la parte
alta de la ciudad, donde se encontraba la referida hacienda. Eran los merideños por la
pequeñez de su ciudad y por la influencia del medio: las bajas temperaturas y la altitud
de la meseta en que ella se asienta -1640 metros sobre el nivel del mar-, así como el
mágico entorno que la recrea, gente de temperamento sosegado, reflexivo; gente
silenciosa, prudente y bastante conservadora que disfrutaba como los demás
venezolanos, con menos frenesí aunque con igual goce, de la dinámica social puertas
afuera de la casa. Recorrer, pues, la ciudad desde la plaza hasta la casona de la hacienda
era un ritual que se cumplía con entusiasmo y bajo la atenta mirada de los mayores. Una
vez llegados, Briceño colorea el relato aludiendo al matrimonio en el que conviven los
hermosos rosales y los altivos cafetos en derredor de la casona, “símbolo de la
concomitancia existente entre la subida expresión de cultura correspondiente a la clase
285
que disfrutaba el dominio de los instrumentos de producción y el propio campo
generador de la riqueza, donde tenía estribadero aquella cultura. El señor no se
desdeñaba del vínculo que lo unía con la tierra generosa. Como culminación de una
verdadera comunidad rural, vivía cerca del mundo donde crecía y se afincaba su
poder.” (Briceño, 1991: 58). Ciertamente modesto y provinciano resultaría a nuestros
urbanos ojos actuales, este regusto por la vida semi-rural de las pequeñas ciudades de
provincia; no obstante en ellas, ciudad y campo coexistían en armoniosa convivencia.
Por su parte, Caracas, la tradicional, la tan estimada hidalga capital, ciudad de
los afectos de Briceño, no era, por su misma condición capitalina y metropolitana, vista
por él en tan bucólica y serena relación con el campo circundante. Aceptaba para ella su
condición principalísima en el orden político, social y económico, sin menoscabo de
otras importantes ciudades venezolanas, como queda recogido en Los Riberas; sin
embargo, y tal como lo referíamos en el capítulo Una más entre las nuevas Babeles,
reclama para ella, le recuperación de la condición ciudadana, de las formas de relación
tradicionales, más emparentadas con las modestas comunidades antiguas que con las
aceleradas e impersonales ciudades modernas. Allí el contacto con la tierra -más
distendido- lo cifra en el imponente marco natural que la contiene: el cerro Ávila, con
su pico Naiguatá de 2765 m de altura, los bucólicos parajes de Antímano, Macuto, o en
la suerte de maqueta de la vida campesina que se recreaba en el mercado de pájaros,
frutas y flores que se instalaba en la plaza caraqueña llamada de El Venezolano
(Briceño, 1991: 357-361). Admirando las bellezas naturales del país, respecto al campo
es categórico al llamar a someter a la naturaleza: “La obra del hombre frente al suelo
286
consiste en dominar la Geografía y ponerla al servicio de la cultura.” “«Vencer la
Naturaleza», en orden a que sirva cabalmente a los fines de nuestro desarrollo”.289
Pero se lamentaba que ello tampoco había sido logrado por los venezolanos: “escasos y
dispersos, nuestros estudios geográficos han carecido del carácter funcional que
persiga, por medio del examen del ambiente, las posibilidades de hacer mejor la vida
del hombre. Ni siquiera se nos ha ofrecido una geografía alegre que incite nuestro
esfuerzo para el arraigo de la tierra.” Si bien este ensayo, y su obra en general, muestra
una postura rezagada del problema rural, en un artículo titulado “De la propiedad
agraria”,290 intenta asomar ideas -ciertamente muy generales- para resolver una de las
principales causales de la improductividad de nuestro campo: el resabio feudal, en el
que el dueño de la tierra no se ocupa de su cuidado. Para la época, y sin cambios
sustanciales hasta los años sesenta, y aún con rezagos contemporáneos, la estructura
agraria en el país se caracterizó por el latifundismo. Briceño proponía, sin perjuicio del
propietario de las tierras, el arrendamiento a terceros que sí se dedicaran al cultivo, y
comenta la relación simbiótica hombre-tierra en la que el propietario, hombre de la
ciudad, debería invertir algunas horas de su tiempo en el trabajo directo del agro para
fomentar el carácter vegetal de la cultura. Si bien existieron iniciativas muy tempranas
tendientes a corregir problemas del sistema de posesión de la tierra en nuestro país
(Jiménez, 1997), no es sino hasta la Constitución de 1936, cuando se establece la
obligatoriedad del Estado de fomentar la pequeña y mediana propiedad rústica y la
colonización rural, todo esto en un tiempo en que la actividad petrolera se enseñorea y
desplaza definitivamente la antigua preeminencia de la actividad agrícola en el país.291
A pesar de los intentos de aplicación de una Ley de Reforma Agraria desde el gobierno
289 En el ensayo “Suelo y hombres”, Obras completas, volumen 4, pp. 233-243. Se evidencia en este ensayo su aceptación de un cierto determinismo geográfico. 290 Contenido en el libro Temas inconclusos, publicado en 1942. En Obras Completas, volumen 6, pp. 117-118. 291 Ya referíamos en el capítulo Una más entre las nuevas Babeles, los intentos de creación de colonias agrícolas en el país.
287
de Medina Angarita (1941-1945), y el efímero de Rómulo Gallegos (1948), no es sino
hasta 1960 cuando dicha Ley entra en vigencia. Su objetivo fundamental era lograr la
transformación de la estructura agraria del país -caracterizada como se dijo antes por
el latifundismo-, y la incorporación de su población rural al desarrollo económico,
social y político de la nación; sin embargo, la aplicación de la Ley tuvo escasa
repercusión en una real transformación productiva del agro.
En los primeros cincuenta o sesenta años el siglo XX, el campo venezolano
abandonado resultaba, pues, precario y hostil. Solemos generalizar, y la realidad del
llano no fue la misma que la de los andes, tierra que aunque no óptimos, mantuvo hasta
la definitiva imposición petrolera hacia 1940 unos altos niveles de producción agrícola.
Nos faltaban sí grandes cuotas de tecnificación, y la baja de los precios del café en el
mercado internacional, fuertemente afectado por la crisis mundial de 1929, dio al traste
con un cultivo que entre 1909 y 1929 se cuadruplicó y llegó a representar el 25% del
total de exportaciones del país. Nuestro país, aunque de absoluta vocación agrícola
antes del petróleo, nunca manejó niveles de producción que garantizaran una economía
verdaderamente holgada para el país; prueba de ello es el alto nivel de pobreza que
mostraba su economía hasta finales de los años veintes. He aquí una sensible diferencia
con algunos países extranjeros. En Europa, por ejemplo, la predominante vida rural
estuvo siempre marcada por la dependencia y más alta productividad del campo,
resultado de una tradición ancestral cada vez más desarrollada y en la que su
subordinación a la industria se sucede de forma más gradual, reconociendo el
importante punto de inflexión a raíz de la Revolución Industrial. Nuevamente Briceño
288
Iragorry,292 esta vez elogiando la simultánea celebración de la Feria del campo y la
Feria del libro en el Madrid de 1953, donde se funden cultura agrícola y cultura
intelectual, afirma que España sabe que el campo es la realidad inmutable sobre la cual
descansa la nación. Pueblo que no se desdeña de seguir fiel a la humildad creadora de
sentirse labrador. Briceño le celebra, en un escrito exultante por la posibilidad de juntar
alta cultura y agricultura, los adelantos que en materia agrícola él observa que se van
incorporando, para fortalecer y acrecentar la verdadera riqueza nacional de España:
trabajo del suelo, racionalización de los riegos, mejora de crías, selección de las
semillas, perfeccionamiento de los instrumentos de labranza, mejora en los sistemas de
crédito rural, fortalecimiento de los consorcios de gente campesina.
292 “Campo y letras”, en Obras completas, volumen 9, pp. 85-87.
Mientras tanto en Venezuela, la escasamente desarrollada tradición de los
monocultivos -cacao, tabaco, café- con una bajísima densidad poblacional (3,7 hab/km²
en 1936 según Censos nacionales), contraria a los requerimientos de la actividad
agrícola de un país subdesarrollado tecnológicamente, implicaban una agricultura muy
poco eficiente. Muy escasos beneficios obtenía el campesino por la siembra; la suya era
una economía de subsistencia, así que aún antes de la fuerte migración del campo a la
ciudad entre 1920 y 1950, ya podría hablarse de un campo abandonado no física sino
productivamente. Se habitaba en él porque no habían más alternativas, y una vez que se
abrieron las compuertas de las ciudades volver a él en esas condiciones no parecían la
salida. En éste el campesino se encontraba sólo y desasistido, tristemente abandonado a
su suerte. El paludismo, la anquilostomiasis, la hematuria, la sífilis fueron algunos de
los infernales aliados de su orfandad. Díaz Sánchez (1973: 146-147) reconoce la
289
responsabilidad que todos estos males tienen en el abandono del campo, y en sus
ensayos se erige en uno de los más tenaces defensores de una necesaria inmigración,
apoyada en la concentración en nuevos asentamientos higiénicos y dotados de lo
indispensable para una vida digna en el campo, aspecto este que ya desarrollamos en
Diversidad y Mixtura. Ciudades híbridas. Esto permitiría contener el éxodo estimulado
por la precariedad del campo, la preeminencia de los centros urbanos y la seductora
riqueza petrolera.293 En el capítulo Una más entre las nuevas Babeles referíamos
algunos ejemplos de nuevas comunidades, como alternativa a la congestión de la
ciudad; ninguno de nuestros escritores consideraron tales alternativas dentro de sus
novelas.
293 Varias acciones se acometieron. La creación en 1928 del Banco Agrícola y Pecuario, encargado de los
créditos agrícolas, y del Banco Obrero encargado de los créditos inmobiliarios. En 1930 se crea el Ministerio de
Salubridad y de Agricultura y Cría, tras una serie de Comisiones y Juntas encargadas de la sanidad, que
contaron con el trabajo de médicos norteamericanos para el estudio y tratamiento de enfermedades tropicales. En 1948 se crea la Oficina de la Vivienda Rural, dentro de la División de Malariología, luego de algunos años en
los que el gobierno fue persuadido de que las viviendas antihigiénicas del campo y la ciudad eran focos
fundamentales de enfermedades. Ver Martín Frechilla (1994). Pocos años y muchos bloques de cemento y
detestables láminas de zinc, que dieron como resultado una imagen más precaria a las pequeñas nuevas casas del
campo y también de los barrios urbanos, fueron suficientes para que varios escritores (Uslar Pietri entre
ellos) terminaran ponderando como más sanas y hasta bonitas, las típicas casas de bahareque y techo de palma que poblaban antes los campos venezolanos, y de donde
se salió para la aventura en la urbe.
Pero no sólo aquellas, las enfermedades, eran los problemas. Robarse el ganado,
apoderarse de las tierras corriendo algunos metros los frágiles alambrados, parecía
práctica común en las infinitas extensiones llaneras. Rómulo Gallegos recogió éste y
otros de los más significativos problemas en el campo: el autoritarismo, la falta de
escrúpulos, la deshonestidad y la falta de conciencia cívica que reinaba entre los
habitantes, y más especialmente los gobernantes de los poblados y aldeas de ese campo
inculto. Como humanos instrumentos para orientar la salida a tantos males, construye
significativos personajes que con su idealista consigna de volver a la tierra contribuirían
a civilizar la llanura: el gran proyecto del Santos Luzardo en Doña Bárbara (1929), el
más emblemático de todos; el menos impulsivo pero igualmente propositivo Gabriel
Ureña en Canaima; la Remota Montiel de Sobre la misma tierra, entre algunos otros.
Imbuido como estaba Gallegos de la importancia del mundo rural venezolano, y sin
290
ignorar su estado de semi o total salvajismo, sigue su doctrina positivista, y en esa
Venezuela de los primeros años del XX en la que todo estaba por hacerse, a pesar del
angustioso reclamo de sus primeros escritos, se muestra más esperanzado. Es así como
Santos Luzardo294 vuelve de la ciudad al campo para domarle, y como cachilapiando295
enlazarle para conducirle sereno al corral. Santos inicia su proyecto civilizador con la
idea de cercar los terrenos: “Por ella empezaría la civilización de la llanura; la cerca
sería el derecho contra la acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación del
hombre ante los principios.” 296 A tal punto es su apuesta civilizador que en otra de sus
más reconocidas novelas, Canaima, llega a hablar de corregir la naturaleza, tarea del
hombre para adecuarla a sus necesidades (Gallegos, 1959: 309). Es pues, no la reversión
a un mundo natural artificialmente visto como bucólico y paradisíaco, el sueño de la
Arcadia virgiliana, sino la transformación de la naturaleza indómita para adecuarla a las
humanas necesidades. ¿Podríamos acaso decir, a las necesidades urbanas?.
294 Santos Luzardo simboliza la civilización, orden y modernidad, mientras que Doña Bárbara simboliza la barbarie, expresada en el campo indómito e inculto. 295 Cachilapiar es cazar a lazo el ganado no herrado que se encuentra dentro de los términos del hato. Este y otros términos aparecen en un glosario contenido en edición de Vadell hermanos. Caracas, sin fecha, p. 151. 296 Doña Bárbara, capítulo XII, primera parte: “Algún día será verdad”.
Casandra de Ramón Díaz Sánchez, resulta un caso singular en tanto que más que
una exaltación del campo o una negación de la ciudad, su llamado es a una inmunización
contra la embriaguez irracional por el petróleo hechicero, ante el que sucumbieron el
campo y los hombres y, sobre todo, a una recuperación inmediata de la tierra como
fuente de seguridad y estabilidad. Esta novela, escrita en 1957, recrea los años cercanos
al final del gobierno de Gómez (1908-1935), y parecen coexistir en ella el tiempo de la
narración y una como materialización futura de la negra premonición de Casandra. A la
sordera ante su llamado a volver a la tierra ella advierte sobre los perros muertos que
andan por la calle sin sepultura -como llama a las piltrafas humanas que quedan del
291
297 Cassandra recibe de Apolo el don de la adivinación, pero carece a su vez del de la persuasión. A su regreso a Troya avisó en vano
del contenido del Caballo. embrujo petrolero-. Tal fue la sordera de los siguientes veinte años; entre 1930 y 1960 el
campo quedó prácticamente abandonado. Ya referíamos en fragmentos anteriores los
intentos de implementación de una Reforma agraria, que sólo se materializa, y sin
demasiado éxito, en 1960. La lluvia negra agobia al escritor, pues de su experiencia
directa como trabajador en los campos petroleros, y luego de muchos años observando la
evolución de la nueva sociedad venezolana, parece responsabilizarle no sólo del
abandono de la tierra, sino del más grande de los males: la muerte espiritual del hombre.
La vieja, alcohólica y harapienta Casandra, protagonista de la novela homónima,
acriollado símbolo de aquella mitológica hija de Priamo,297 hablaba al bodeguero Roso
Morales:
298 Ya aludíamos en el capítulo anterior acerca de la divisa de
Uslar Pietri “sembrar el petróleo”, que expresa magistralmente lo que debió y no llegó a ser el gran proyecto nacional, no obstante las
limitaciones que algunos autores han señalado en su formulación. Ver “Arturo Uslar Pietri: «sembrar el petróleo», una primera visión” (Baptista y Mommer, 1992: 15-30). “Otra vez a sembrar… es decir,
culpar”, y “Un abismo, de los líderes para el país” (Pérez, 1993).
“Mira, mira esos perros muertos que andan por la calle sin sepultura.
(...) todos esos perros que ves por ahí (sí, esos que parecen gentes), todos están muertos. Son muertos que se mueven y que caminan, pero que están muertos... -De pronto bajó la voz y miró a todos lados-. ¿Y sabes quién los mató?” (Díaz, 1980: 26-7)
En 1936 se alertaba sobre la necesidad de sustraerse al embrujo de la riqueza
petrolera, abundante pero temporal y corruptora según el parecer de algunos escritores, y
el mal uso de cuyos beneficios fiscales ya comenzaba a hacer estragos; para, en cambio,
abocarse al más inteligente aprovechamiento de esa riqueza, y cimentar las bases de una
producción agrícola e industrial que evitara una catástrofe futura.298 En el ánimo de los
escritores habita el temor ante un presente urbano ya desorientado y un campo desolado,
y la vieja Casandra encarna el incomprendido llamado a volver a la tierra redentora, a la
tierra abandonada por sus hijos. Dirigiéndose a un campesino Casandra decía:
89. Casandra según ilustración de Ramón Díaz Sánchez. 292
“Tú si que estás vivo -lo palpaba mientras hablaba-; sí, tú estás vivo. No eres como los otros. Ellos creen que están vivos, pero están muertos... Si tú no quieres morirte como ellos, vete ligero para tu tierra.” (Díaz,1980: 34-35)
299 Gómez asumió la presidencia del país en 1908 siendo propietario de un par de buenas haciendas en el estado Táchira, de donde era oriundo; pero a su muerte tras 27 años de gobierno -beneficiado por la actividad petrolera y por su particular manera de manejar la hacienda pública como si fuera suya-, era dueño de una inmensa riqueza constituida además de por dinero, por grandes extensiones de terreno en varios lugares del país, así como por muchas de las industrias que impulsó: productos lácteos, telares, industria de papel, jabón, velas y ganadería industrial. Su riqueza fue estimada en unos 115 millones de bolívares (Velásquez, 1997, tomo 2: 518) que, según la tasa de cambio para 1935 de 3,93 bolívares por cada dólar, ascendía a 30 millones de dólares. A su muerte, fue confiscada por el Congreso y sumada al patrimonio nacional.
Ese “tu tierra” simbolizaría las dos vertientes: la de la tierra como cuna, lugar de
procedencia, frente a una tan marcada migración de las poblaciones rurales a las
ciudades; y de la tierra como medio presente y futuro de subsistencia productiva. Así
como Casandra, otros personajes igualmente animados por la posibilidad de la tierra,
pueblan la literatura y muestran una fuerza de base que clama por un cambio de rumbo,
clamor que luchó en desventaja contra los miserables intereses del poder. Finalmente el
campo mal repartido, primero por el arraigado latifundismo, y luego insuficientemente
productivo por la escasa tecnificación y la incapacidad para competir frente a las
facilidades otorgadas a la importación, a pesar de las tempranas acciones de reforma
agraria, sucumbió a la cultura del oro negro: el nunca bien ponderado petróleo.
De las dificultades de la vida en el campo también se ocupó Pocaterra en su
novela La casa de Los Ábila (escrita en 1921). Se generalizaban los llamados a volver a
la tierra, no sólo por ser tema abordado por algunos escritores sino por ser la actividad
agrícola y ganadera el motor de los negocios del propio dictador Juan Vicente
Gómez;299 pero la realidad del campo no era fácil. Por lo elocuente y fehaciente de sus
referencias, citaremos in extenso lo escrito por Pocaterra:
“El campo, el trabajo. Es muy fácil aconsejarlo desde el bufete, en la ciudad, asistido por todas las ventajas de una existencia civilizada, cuando se
293
está bien alimentado, bien abrigado, bien instalado y se ven las lindas fotografías de las publicaciones agrícolas con haciendas feracísimas y hermosas granjas y vacas cuya ubre pletórica se hincha en una promesa de veinte litros… El trabajo que se admira en las películas del Oeste, montando hermosos caballos, haciendo números en una cabaña de ópera donde hay teléfono, agua filtrada, y los periódicos de la mañana… Todo eso muy bonito, muy pintoresco para ser visto… Pero venir acá, tierras adentro, a soportar la humedad y el frío de las madrugadas, con un mal trago de café; a galopar entre peligros de alimañas y de hombres por luengas extensiones sin una sombra para el sol tórrido, como plomo derretido en la cabeza, ni un sorbo de agua para la sed de los desiertos por leguas y leguas que son las más largas de este mundo, cuando el metal de los estribos quema los pies y las bestias agotadas arrastran casi el vientre sudoroso… El temporal descuaja, de raíz, los árboles, signan cien relámpagos un cielo negro: es un marchar inacabable, bajo una luz de pesadilla, por sabanas que son piélagos.” (Pocaterra, 1991: 383-385)
300 En “José Rafael Pocaterra”, Enciclopedia Encarta, Microsoft Corporation 1993-2003.
y continúa con perfección de detalles describiendo el sin fin de dificultades a que se
enfrenta el solitario y desprotegido trabajador del campo venezolano. Pero no es sólo
negativo lo que trata en la novela; el propio Pocaterra respondía, en entrevista que le
hiciera Juan Liscano: “por supuesto, en este libro todo no es negación. Su pesimismo
vital admite el florecimiento de una voluntad en uno de los personajes, en aquel que
reacciona contra el medio ambiente parasitario, frívolo, y cumple con su deber de
hombre. En contacto con la tierra y el medio de la raza agricultora, descubre su propia
medida interior.”300 Es Juan Ábila el singular personaje que abandona la ciudad para
entregarse a la vida del campo. Juan, consciente del disvalor de una generación perdida,
la de sus contemporáneos, la de sus hermanos “que pasó en un ambiente «de sociedad»,
de frases de ópera, de elegancias de barbería, de diletantismo liberal y artístico, nula,
294
superficial, vacua” (Pocaterra, 1991: 417), busca más que refugio, una reconstrucción
personal en el campo, un poco lo que otros protagonistas como el José Guillermo Torres
de Venezuela imán (Rial, 1974), o el Alfonso Segovia de Los tratos de la noche (Picón,
1997).
Nicolás de la Rosa, amigo del protagonista de Venezuela imán, también eligió el
campo para vivir, la naturaleza libre y la pesca; no era la suya, sin embargo, una vida de
privaciones; en su modesta vivienda había libros, sillones, refrigeradora, radio con
tocadiscos, modernos aparejos de pesca (Rial, 1974: 286). Aunque sin correspondencia
ni en el alcance de tal forma de vida, ni en el carácter de las viviendas, se nos antoja
oportuno señalar una distinción ofrecida por Raymond Williams en su libro El campo y
la ciudad (2000: 308): la diferencia abismal entre el carácter de la casa solariega,
propia del campo inglés anterior al siglo XIX, expresión más auténtica de la vida rural,
aunque específicamente perteneciente a la clase privilegiada del terrateniente, y la casa
campestre, “que corresponde no a la tierra sino al capital (…) Placentero lugar de
reunión de una rutina social metropolitana e internacional.” En la casa campestre se
materializa la evasión de la ciudad, pero no de sí misma sino del caos y el estrés
resultantes en ella. Incorporación de formas de vida propias de la urbe, transpuestas al
campo. No se operaba en el caso venezolano tal transposición, puesto que al mayor
alejamiento que los habitantes de la ciudad, violentamente crecida y progresivamente
depauperada aspiraban, era al de los terrenos y haciendas vecinas: vivir en el campo
pero a pocos minutos de la ciudad era el lema utilizado por los promotores de las
nuevas urbanizaciones. Por su parte, los intelectuales sí postulan esa transposición de
295
elementos de la vida civilizada al campo como mecanismo para sacarlo de su estado de
postración.
Vemos, entonces, como la exaltación del campo termina siendo más una
construcción intelectual, dado el poco eco que encontró entre los gobernantes y los
propios ciudadanos. Obedece, como lo hemos tratado de mostrar, a la atenta y
preocupada visión de los intelectuales de su inminente desolación y la comprensión de
su importancia en la seguridad económica futura del país. La exaltación del campo es
más un reclamo de no abandonarlo y no dejarse pervertir por la ciudad, sin embargo no
es nunca un rechazo absoluto de ésta, por el contrario, busca llevar al entorno natural
costumbres y avances técnicos que permitan su modernización. En el contexto europeo
la mirada complaciente hacia el campo obedece quizás a un pasado real de vida
bucólica en él y de tranquilidad por la madura tradición de su cultivo; mientras que en el
venezolano, en especial el más cercano a la emergencia urbana moderna es de pobreza y
decadencia. Una visión algo distinta, de exaltación no del campo propiamente, sino de
la vida rural de la aldea, nos la ofrece Picón Salas, recreando íntimas historias de la vida
comunitaria que en ellas era habitual y que la gran ciudad hace desaparecer. En Europa
y Estados Unidos florecen propuestas de ciudades ideales de fuerte carácter rural, las
autárquicas ciudades jardín, en las que además de su imagen campestre y bucólica, la
vida se cumpliría sin dependencia de la ciudad. Diferente es el caso venezolano, pues
aquí unas décadas más tarde, la ciudad-jardín se descontextualiza y deviene una forma
de publicitar nuevos desarrollos residenciales que, en la práctica, requerían siempre de
la ciudad que, odiada y amada, quedaba a cómodos escasos minutos. No se trata
296
entonces de glorificar el campo, sino de exaltar como atributos vendibles, ese vivir en la
ciudad como si estuvieras en el campo, o de vivir en el campo, pero a pocos minutos de
la ciudad a que referíamos antes. Campo y ciudad como complementarios y no como
opuestos.
LA NATURALEZA, ESPACIO REGENERADOR...
REFUGIO ÚLTIMO.
Decíamos antes que el rechazo de las ciudades percibidas como cárceles,
castrantes, corruptoras, y la exaltación del campo liberador, sanador, puro, son un
aspecto común en la literatura universal, y aunque sin posiciones extremas salvo los
casos de Rial y Picón Salas, también ha estado presente en la nuestra. El malestar hacia la
ciudad venezolana, ya no sólo por parte de sus intelectuales, sino por la generalidad de
sus habitantes, se agudizará a partir de la década de los cincuenta.
La preocupación por la cada vez más crítica situación de la ciudad y la sociedad
del momento encuentra -dentro del grupo de novelas tratadas- los cuadros más
dramáticos en Venezuela imán de José Antonio Rial y Los tratos de la noche de Mariano
Picón Salas; coincidentes en temática, en el tiempo de su publicación -1955 y 1954- y
hasta en ciertos personajes y detalles. Podríamos sumar a estas, aunque no de autor
297
venezolano, pero sí recreada en nuestras tierras del alto Orinoco y la Gran Sabana
venezolana, ciertos pasajes de la novela Los pasos perdidos de Alejo Carpentier,
publicada sólo un año antes.301 Se trata de posturas más radicales, más inconformes, o en
ocasiones más desilusionadas; son las que no parecen vislumbrar salida a los males de la
urbe. En ellas se materializa la oposición ciudad-campo, constituyéndose éste en
supuesta Arcadia salvadora
301 Carpentier vivió en Venezuela de 1945 a 1959, durante ese tiempo realizó diversos viajes al interior del
país, entre ellos uno a la zona del alto Orinoco, y que eligió como marco para su novela.
“«¡Yo no quería venir a Caracas, a estar preso entre las calles y el cemento, yo
busco el corazón de Guayana!»”. Si bien esta sentencia del protagonista de Venezuela
imán, esbozada en sus primeras de la novela, respondía al doble sentimiento de
frustración por un pasado de guerra, represión y cárcel, así como por una relación
amorosa enferma; el decurso de la novela nos ofrece, como ya lo señalábamos en
capítulo anterior, el cuestionamiento de la vida en la ciudad. Aunque el deseo del
protagonista de escapar hacia ambientes naturales, nobles, descontaminados de las
miserias humanas aparece explícito desde las primeras páginas, el prematuro abandono
del interés por la construcción del poema de la nueva ciudad, podría suponer una
temprana claudicación al sueño de la urbe, esa “metrópoli ideal para un mundo que no
puede ser”. Respondería también a la clave de su discurso, quizás el nodo de lo que veía
como única salvación verdadera: “Mi espíritu pedía a voces el silencio de los espacios
deshabitados, el aire, el viento, la lluvia torrencial, gozados en lugares donde no hubiera
techos, ni calles, ni habitaciones cerradas. Me parecía que todos mis tormentos y
angustias se habían fraguado en las sórdidas ciudades superhabitadas, y que el campo
seguía inocente de los crímenes humanos.” “Noto que sólo al aire libre, bajo las
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estrellas, en el silencio de las noches inmensas de la noche vacía, me apaciguo y vuelve
a ser verdad en mí esto de vivir, que se ha hecho tan extraño.” (Rial, 1974: 140 y 276)
La aceleración en el ritmo de vida y la progresiva insensibilización ante los
estímulos del medio que se operan en la ciudad, se suman al agotamiento por el caos
que reinaba en ellas. Sin tiempo para disfrutar y percibir lo que vive y lo que le rodea, el
hombre de la ciudad se siente alienado y busca en la paz de los ambientes naturales
sosiego para su ánimo. También el Alfonso Segovia de Los tratos de la noche,
albergaba el doble sentimiento de rechazo por las grandes y antinaturales ciudades
modernas, y de esperanza en el espacio regenerador del campo; deseaba abrazarse a la
tierra, echar raíces: “Era, a su modo, como un retorno a la inconclusa infancia labriega,
al hato perdido, los árboles, los pájaros, la tempestad. Y ambos (él y su amante),
ansiosos de nueva vida, querían recobrar contra el tiempo mecánico de las ciudades, el
hondo y sosegado tiempo cósmico que esculpe el cauce de los ríos y dora los
frutos.”(Picón, 1997: 34-35). O como Dora, su amante y amada inmigrante europea,
quien inicialmente sorprendida y esperanzada en el ritmo de la ciudad tan vivaz, tan
activamente despierta que es la nueva Caracas, tras la separación por los absurdos celos
de Alfonso, también sonó que juntos abandonaban la ciudad cruel y neurótica y
buscaban amparo en la naturaleza (Picón, 1997: 144 , 168)
Se valen, tanto Rial como Picón, de algunos personajes secundarios, quienes
parecen haber desbrozado el camino que se ofrecería despejado para aquellos
atormentados hombres de ciudad: Eulalio Gutiérrez, un “campesino” amigo de Alfonso
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Segovia: “Bajaba del «jeep», de su «burrito de lata» -como él lo llamaba- y luego de
obsequiarles frutas que en él traía, les decía a Alfonso y Dora: “-Si se cansan de
Caracas y de sus ruidos e intrigas inútiles, de los pocos metros cuadrados de aires y de
luz que les mezquinan en estas casas de apartamentos, habrá tierra y trabajo para
ustedes en mi colonia agrícola. Allí empecé a comprender aquellos versos de Don
Andrés Bello que nos enseñaron en el Liceo y que yo encontraba muy fastidiosos:
«Amais la libertad? ¡El campo habita!» Allí se olvidan las neurastenias y malos
sueños.” (Picón 1997: 154-155)
Ciertamente sorprenden las numerosas coincidencias en el enfoque de la novela
de ambos autores. El Eulalio Gutiérrez de Picón Salas tiene su equivalente en el Miguel
Moro de Rial, aquel compañero de prisión del protagonista de Venezuela imán, quien
había elegido en su país adoptivo la naturaleza libre en lugar de la ciudad, pues le
entusiasmaba sentirse rodeado por los montes salvajes, la vegetación indómita y los
grandes ríos “que para otros era motivo de angustias y temores.” La elección de Miguel
-que también tenía un viejo «jeep»- y la de Nicolás de la Rosa, el otro coterráneo
compañero de cárceles, de vivir la vida del campo, de la pesca, de oficios rutinarios
pero menos mecánicos y más reposados que los de la ciudad (cap. XV y XIX de
Venezuela imán), pareció hacerle decidirse al protagonista –el Guillermo Torres-, por la
mayor libertad que ofrecía la naturaleza.
Por su parte el cubano Alejo Carpentier en Los pasos perdidos -ya se señaló
anteriormente que se escenifica en tierras venezolanas- habla también de renuncia a la
300
gran ciudad. El innominado protagonista, procedente de un también innominado lejano
país que él identifica como “allá”, se interna en nuestra selva para reunir algunos
instrumentos musicales aborígenes americanos, que le encargó el curador del Museo
Organográfico de su ciudad de origen. Acostumbrado a la vida predecible y rutinaria de
la ciudad, luego de sólo dieciséis días del inicio de su viaje, y a sólo ocho de haber
llegado a Puerto Anunciación, el protagonista, seducido ya por el embrujo de la selva, se
enfrenta a un como descubrimiento: asombrado y curioso ante la revelación de que el
Adelantado, suerte de cacique moderno, había fundado una ciudad, el protagonista se
sumerge en ensoñaciones:
“Yo fundo una ciudad. El ha fundado una ciudad. Es posible conjugar
semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad...”(Carpentier, 1995: 196)
Cuando el Adelantado le muestra emocionado su obra, quedan reproducidos en
ella los elementos emblemáticos del orden físico y social conocido: la Plaza Mayor, la
Casa de Gobierno, los depósitos de grano, al fondo el barrio de los indios…, y frente a la
Casa de Gobierno se levantaría la Catedral.
“Le confieso, sin embargo, que la palabra ciudad me había sugerido algo
más imponente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile con sorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yo había pensado en algo distinto... No comprendo cómo el Adelantado, en oportunidad impar de fundar una villa fuera de la Época, se echa encima el estorbo de una iglesia que le trae el
301
tremendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiraciones e intransigencias...” (Carpentier, 1995: 197)
302 El allá de Carpentier en esta novela es una alusión explícita al mundo en exceso civilizado.
Aunque sueñe mundos nuevos, renovados, distintos, el hombre va cargando con
sus referentes y con su imaginario poblado de cosas conocidas. Son ellas la que le
transmiten seguridad, calma, estabilidad. Esos referentes conocidos podrían desembocar,
cumplido el mismo o semejante periplo, en experiencias similares respecto a la ciudad, es
por ello que el innominado de Carpentier se siente desanimado ante esa nueva ciudad que
según él nace vieja, ante esa oportunidad desaprovechada de transitar un camino distinto
que no conduzca a aquel allá fantasmagórico en donde habitan el egoísmo, la mentira, la
falta de libertad, y por ello eleva un reclamo instintivo. Pero en esta ciudad primitiva,
émula de Utopía, la ciudad de Moro, en la que no hay cárcel por no ser necesaria, y en la
que la naturaleza implacable y terrible que les rodea es aceptada como parte de un orden
superior, sus pobladores habitan serenos. El protagonista descubrirá un mundo edénico, y
a modo de “fundación” personal dice:
“Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá.” (...) “Voy a
sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras, el girar de la ardilla presa en tambor de alambre, del tiempo medido y de los oficios de tinieblas. Los lunes dejarán de ser, para mí, lunes de ceniza, ni habrá por qué recordar que el lunes es lunes, y la piedra que yo cargaba será de quien quiera agobiarse con su peso inútil. Prefiero empuñar la sierra y la azada a seguir encanallando la música en menesteres de pregonero”. (Carpentier, 1995: 201-205)302
Sobre esta elección definitiva vale reiterar la idea, común en las distintas obras
analizadas, de que sólo parece posible estar bien en la naturaleza, en el campo, mientras
302
éste se encuentre urbanizado, es decir, dotado de las comodidades a que está
acostumbrado el hombre de ciudad, que es el que busca ansiosamente redimirse del
agobio citadino en aquellos regeneradores entornos. Ninguno opta definitivamente por
la naturaleza virgen, a no ser ciertos extraños personajes como el Marcos Vargas de la
Canaima de Gallegos, que tras el señuelo de un adánico renacimiento se interna en las
infinitas selvas venezolanas y termina como poseído por Canaima, el dios o demonio
que según la leyenda habitaba esas tierras. Lejos de encontrar la paz anhelada, la
naturaleza virgen, que no es como la pintan los cuadros ni los poemas románticos serena
ni amable, termina engullendo a quienes osen poseerle. Luego de muchos milenios de
estimulante vida urbana, sólo domeñándolo para que sirva a los fines de nuestro
desarrollo, como escribía Briceño (citado supra), parece ser posible la vida en el campo.
No dejan de ser como vemos, las tres novelas venezolanas referidas en esta
sección, una continuación de la apuesta por una civilización del campo, aunque a él
acuda el ser atormentado por los cánceres de la sociedad deseoso del surgimiento de un
nuevo hombre, más libre, menos contaminado, más humano. Conforman pues la
práctica totalidad de las novelas tratadas en esta investigación ese fuerte cuerpo literario
que, a pesar de nacer de la ciudad y de nutrirse de la compleja vida urbana, no dejan de
cuestionarla: “El intelecto, cuyo hogar es la ciudad, según ciertos sociólogos, ha
producido las críticas más punzantes sobre la ciudad.” (White, 1967: 12). Se trata de un
sentimiento contradictorio dada la preferencia urbana de los propios novelistas; y en
obras como la de Rial es, además, la preferencia de los miles de inmigrantes que
llegaron a aquella Venezuela de “tierras vírgenes, donde el civilizado pervertido por la
303
máquina y por el pensamiento, puede curarse.” (Rial, 1974: 37) Arcadias y Babeles en
permanente litigio.303
303 Aunque el caso venezolano no es tratado, son asociables muchas de las ideas que respecto a otros
países del conjunto hispanoamericano trata el texto De Arcadia a Babel (2002).
Hoy la situación parece no haber cambiado. Respecto a la asunción del campo
como destino y el cuestionamiento de la ciudad, vale destacar las duras críticas
formuladas por el arquitecto Negrón, especialmente en sus artículos periodísticos
recogidos en el ya referido libro La cosa humana por excelencia (2004). En ellos,
además de la defensa irrestricta que hace de la ciudad, de la gran ciudad, la concentración
urbana y el privilegio capitalino de Caracas, señala los que considera constantes
atentados contra la urbe por parte de los gobernantes; y condena al afán gubernamental
actual por promover una reordenación poblacional y territorial, y una desconcentración
poblacional de la región capital. Menos cáustico aunque igualmente crítico y en sintonía
con las tesis de Negrón, Elías Cordero (2001) señala el inconveniente de tal empeño
mientras las políticas gubernamentales no superen el simple interés de desconcentrar sin
apoyarse en un fortalecimiento de ejes productivos. Compartimos el criterio de los
valores y mayores beneficios inherentes a la vida en ciudad, así también defendemos el
modelo de ciudad compacta y continua propicia para la integración de la comunidad;
creemos inaplazable el fortalecimiento equilibrado de las ciudades ya establecidas y
pertinente un posible desarrollo de nuevos núcleos urbanos productivos, que incuben el
germen urbano en lugares estratégicos de las inmensas extensiones todavía deshabitadas
de nuestro país. En cambio, encontramos desventajas en la acentuación -manteniéndose
las caóticas condiciones actuales- de la “megalopolización” de la región capital. Esto
intensificaría la negativa condición “macrocéfala” capitalina, en detrimento de otros
304
nodos urbanos; y aquélla sólo sería aceptable si se lograra el balance fortaleciendo otros
sistemas de ciudades de alto valor para la economía nacional, que coadyuvaran a resolver
los dramáticos problemas de pobreza que imposibilitan cualquier acción correctiva en la
capital.
304 Nos referimos predominantemente al habitante de la ciudad. A pesar del elevado analfabetismo de la época en que escribieron los autores tratados en esta investigación, era usual que la gente del común conociera cuentos y poemas -o fragmentos de ellos- de autores nacionales y hasta extranjeros. La plaza, el teatro, la calle eran escenarios para la difusión oral de la cultura.
Es indiscutible el poco e ineficaz empeño que han puesto nuestros gobernantes
en la construcción de la ciudad, especialmente desde su explosivo crecimiento hacia el
segundo tercio del siglo XX, que incluye los últimos cuarenta años que refiere Negrón, y
que parece acentuarse en la actualidad; experiencia ciertamente lamentable y reprochable
dada la posibilidad de haber prevenido a tiempo y evitado los males. Respecto a nuestra
literatura del XX, es lamentable, por su ascendiente en el pueblo,304 el generalizado
pesimismo paralizante que coadyuvó a recelar de la ciudad, sin que albergaran y
estimularan necesarias esperanzas de cambio. Nos adherimos a la idea de que la ciudad
no es en sí misma el problema, por el contrario, puede ser ella la mejor creación humana;
convendría sí, para una más democrática y acertada construcción de la ciudad, escuchar
las quejas de los intelectuales y habitantes de la urbe que, no obstante su pesimismo,
daban y dan luces sobre los aspectos concretos que generan molestia y rechazo de
nuestras ciudades actuales, pero también aquellos que se reclaman como positivos.
305
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10. Plaza Bolívar de Caracas, hacia 1920. Tomada de la web http://images.andale.com/f2/119/112/11556249/1099939854690_Untitled_97.jpg11. Bulevar entre las esquinas de Monjas y San Francisco - Caracas, hacia 1930. Tomado de Graziano Gasparini. Caracas la ciudad colonial y guzmancista. Caracas: Distribuidora Benedetti, 1978. p. 285. 12. Postal: SALUDO DE VENEZUELA - Boquerón" Ferro - Carril de la Guayra a Caracas. Editó: Gathmann Hnos, Caracas. (8728). Tomada de la web http://www.viejaspostcards.com/latinoamerica/venezuela/venezuela2.htm13. Vista panorámica de Caracas a fines del siglo XIX. Tomado de: Graziano Gasparini, Caracas a través de su arquitectura. Caracas: Armitano Editores, 1998, p. 183. 14. Cordillera de los Andes - Sierra Nevada. Monumento y Plaza Sucre, conocida como Plaza de Milla. Mérida hacia 1930. Foto Archivo personal, cortesía Ministerio de Fomento. 15. Vista panorámica de Mérida hacia 1990. Tomada de la web http://www.lukemastin.com/diary/photos_venezuela/merida_city.jpg16. Calle Independencia, Mérida hacia 1920. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/17. Fragmento del Primer plano de Santiago de León de Caracas, de 1578. Plano original dibujado por Diego de Henares, bajo el gobierno de Juan de Pimentel. Reposa en el Archivo General de Indias de Sevilla. Tomado de "La vida caraqueña en doce mapas", de Oscar Yanes, publicado en fascículos encartados en diario El Universal, octubre-noviembre 2005. 18. Antigua plaza mayor de Mérida, fines del siglo XVIII. Tomada de Revista del IV centenario de la fundación de Mérida. Nº 1 Noviembre de 1957. 19. Grabado de la plaza Bolívar y catedral de Caracas, finales del siglo XIX. Tomada de la web Caracas Virtual http://www.caracasvirtual.com20. Plaza Bolívar de Caracas, finales del siglo XIX. Fuente: Guillermo José Schael. Imagen y Noticia de Caracas, 1958. Fotografía: Colección de Dr. Félix Soublette Saluzo. 21. Plaza Bolívar de Caracas, primer cuarto del siglo XX. Tomada de la web http://i3.photobucket.com/albums/y83/veneradio/Plazas/PlazaBolivar.jpg
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22. Plaza Bolívar Caracas, hacia 1935. “The Plaza Bolivar, Caracas on a Sunday”. Foto tomada por el inglés T. Ifor Rees, encargado de negocios en Caracas. Tomada de la web http://www.bbc.co.uk/wales/mid/sites/history/images/rees_square_400x300.jpg23. Caricatura de Franklin “Vito” Modesto. Tomada de la web de la Fundación Polar www.fpolar.org.ve/nosotros/historia/franklinvitomodesto.gif24. Dandis caraqueños hacia 1930. Tomada de Guillermo José Schael. Caracas de siglo a siglo. Caracas: Gráficas Edición de Arte, 1966. p. 240 25. Plano de Caracas - 1929. Dibujado por el ingeniero Ricardo Razetti. Colección Histórica Mapoteca Instituto Geográfico de Venezuela Simón Bolívar. Tomado de "La vida caraqueña en doce mapas", de Oscar Yanes, publicado en fascículos encartados en diario El Universal, octubre-noviembre 2005. 26. Plano de Caracas - 1954. Ministerio de Obras Públicas - Dirección de Cartografía Nacional. Colección Histórica Mapoteca Instituto Geográfico de Venezuela Simón Bolívar. Tomado de "La vida caraqueña en doce mapas", de Oscar Yanes, publicado en fascículos encartados en diario El Universal, octubre-noviembre 2005. 27. Plaza Mayor de Caracas. Dibujo de Lessmann, anterior a 1865. Tomado de Graziano Gasparini, Caracas a través de su arquitectura. Caracas: Armitano Editores, 1998, p. 35. 28. Plaza mayor de Caracas antes de 1865, con las arquerías y tiendas construidas por el gobernador Ricardos en 1755. Tomada de Carlos Eduardo Misle. Plaza Mayor - Plaza Bolívar. Corazón, pulso y huella de Caracas. Caracas: Ediciones de la Secretaría General-Cuatricentenario de Caracas, 1967, p. 31. 29. Convento de San Jacinto, Caracas, antes de 1870, demolido durante el gobierno de Guzmán Blanco. Tomado de Graziano Gasparini, Caracas a través de su arquitectura. Caracas: Armitano Editores, 1998, p. 81. 30. Plaza de San Jacinto, Caracas, hacia 1925. Foto: A. Müller. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/31. Plaza del venezolano. Mercado en la plaza de San Jacinto, inicios s. XX. Tomada del Archivo del Concejo Municipal de Caracas. 32. Mercado de San Jacinto - Caracas. Principios del siglo XX. Tomado de Guillermo Meneses. El libro de Caracas. Caracas: Concejo Municipal del Distrito Federal, 1972. p. 253. 33. Edificio del mercado en la plaza Baralt de Maracaibo, hacia 1930.
Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/34. Vista aérea del viejo mercado de Maracaibo, hoy centro de Arte Lía Bermúdez (fotografía de 1974). Tomada de la web de la Geoteca del Estado Zulia http://150.185.222.180/geoteca/fotosoblicuas/mcbo1972/042.jpg35. Postal del paseo marítimo en Macuto, hacia 1908. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/36. Edificios de los baños frente al paseo marítimo, Macuto. Hacia 1920. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/37. Postal. Carnaval en Caracas, principios del siglo XX. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/38. Burros y lecheros en escenas típicas de las calles venezolanas. Fines del XIX y primeros años del XX. La fotografía de los lecheros es de A. Müller. Tomadas de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/39. Fotografía y postal de la esquina de Gradillas con el popular pasaje comercial Ramella. Tomadas de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/40. El popular establecimiento La India, “con aire de café europeo” según Guillermo José Schael. Foto de Ely Saúl López. Tomada de Guillermo José Schael. Caracas de siglo a siglo. Caracas: Gráficas Edición de Arte, 1966. p. 236. 41. Edificio sede del Caracas Country Club, hacia 1935.Tomadas de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/42. Interior con Balcón. 1931. Del pintor venezolano Federico Brandt. Óleo sobre tela 65 x 54. Catálogo de pintores venezolanos. Pinacoteca Nacional. III.- UNA MÁS ENTRE LAS NUEVAS BABELES 43. Cerros caraqueños que van poblándose de ranchos. 1958. Tomado de Juan Pedro Posani. Caracas a través de su arquitectura. Caracas: Armitano, 1998, p. 530. 44. Barrio de ranchos en Caracas. Forma de crecimiento generalizada a lo largo del siglo XX.
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Tomado de Teolinda Bolívar (coord.). Densificación y vivienda en los barrios caraqueños. Caracas: MINDUR-CONAVI, 1994, p. 18 45. Vista aérea del antiguo barrio El Silencio (hacia 1930), antes de la construcción del conjunto diseñado por Carlos Raúl Villanueva (1941). Tomado de Sibyl Moholy-Nagy. Carlos Raúl Villanueva y la arquitectura de Venezuela. Caracas: Instituto de Patrimonio Cultural, 1999, p. 24. 46. Vista aérea de la reurbanización del barrio El Silencio, del arquitecto Carlos Raúl Villanueva. 1942-45.Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 47. Vista de uno de los edificios desde la plaza de la reurbanización de El Silencio, 1950. Colección Jonás Figueroa. Tomada de la web http://laalameda.8m.com/paginas/carac.htm48. Hotel Majestic, Caracas, hacia 1920. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/49. Demolición del hotel Majestic, 1949. Desde sus ruinas comenzó la nueva Caracas. Tomada de la web de Ernesto León viejas fotos actuales: http://www.viejasfotosactuales.org/50. Edificios demolidos para dar paso a la construcción de la avenida Bolívar, Caracas hacia 1950. Archivo Histórico de Miraflores. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 51. Construcción de la Avenida Bolívar. Caracas, década de 1950. Archivo Cipriano Domínguez. Foto: H. Gómez. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 52. Calle del barrio La Pastora – Caracas. Foto Vladimir Sersa. Tomada de Así es Caracas. Caracas: Soledad Mendoza & Ateneo de Caracas, 1980, p. s/n. 53. El Ávila (1920). Óleo de Manuel Cabré. En la web: http://www.saladearte.sidor.com/galeria/PDF/cabre.pdf54. Vista al Ávila desde la laguna de Boleíta (1930). Óleo de Manuel Cabré. En la web: http://www.venezuelatuya.com/biografias/historia1/4.jpg55. El Ávila desde Blandín (1937). Óleo de Manuel Cabré. En la web: http://www.saladearte.sidor.com/galeria/PDF/cabre.pdf56. El Ávila desde Maripérez (1954). Óleo de Manuel Cabré. En la web: http://www.saladearte.sidor.com/galeria/img/obras_cabre.jpg
57. El hotel Humboldt en la cima del Ávila caraqueño. Tomadas del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 58. Vista aérea del Centro Simón Bolívar , El Silencio y la urbanización 23 de enero. Foto: Paolo Gasparini. Tomada de El plan Rotival. La Caracas que no fue. Instituto de Urbanismo - FAUUCV, 1991, p. 160. 59. Cerro tapizado de ranchos. Caracas hacia 1960. Foto de Paolo Gasparini. Tomada de J. P. Posani, Caracas a través de su arquitecura. Caracas: Armitano Arte. p. 529. 60. Estudio preliminar Plano Regulador de Caracas. Comisión Nacional de Urbanismo, julio 1951 (aprobado en 1952).Tomado de Alfonso José Arellano. Arquitectura y urbanismo modernos en Venezuela y en el Táchira 1930-2000. San Cristóbal: UNET. 2001, p. 266. 61. Vista aérea de la urbanización 23 de enero. Foto: Alfred Brandler. Tomada de Sibyl Moholy-Nagy. Carlos Raúl Villanueva y la arquitectura de Venezuela. Caracas: Instituto de Patrimonio Cultural, 1999, p. 145. 62. Urbanización El Paraíso. Caracas 1954. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 63. Urbanización 23 de Enero, Caracas. Foto: Susan Arwas. Reproducida por Alfredo Padrón en Caracas en 20 afectos, compilador Tulio Hernández. Caracas: Museo Jacobo Borges, 1999, p. 80 64. Plan Rotival: plano de la circulación futura por las nuevas avenidas y calles. Tomado de: El plan Rotival. La Caracas que no fue. VV.AA. Caracas: Instituto de Urbanismo-UCV, 1991, pp. 114-115 65. Aerofotografía de la zona de Caracas antes de la construcción de la avenida Bolívar propuesta por Rotival. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 66. Edificios y casas que fueron demolidas para dar paso a la avenida Bolívar. Fuente original Etna Mijares. 40 años después. Credival C.A. Nov. 1982. Tomada de El Plan Rotival. La Caracas que no fue. Caracas: Instituto de Urbanismo-UCV, p. 121. 67. Aerofotografía de la zona de Caracas luego de la construcción de la avenida Bolívar. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 68. Vista de la avenida Bolívar hacia el Calvario. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 69. Distribuidor El Pulpo, construido en la década del 50. Caracas. Tomada del cd-rom Caracas la ciudad moderna. Caracas: UCAB-CONICIT, 1999. 70. Distribuidor La Araña, construido en la década del 50. Caracas.Tomada de Así es Caracas, Soledad Mendoza & Ateneo de Caracas, 1980, p. s/n.
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IV.- LA CIUDAD Y LA SOCIEDAD DEL PETRÓLEO 71. Campo Lago, en La Salina (estado Zulia), 1925-1926. Tomada de la web: http://www.cclausen.net/ebvjpgs/lagocamp-lasalinas-1926-large.jpg72. Hollywood Camp, La Salina. Fotografía cortesía de Patti Shalicross. Tomada de la web: http://www.randytrahan.com/ocov/images/LaSalina/LaSalina02/ps031.jpg73. Viviendas unifamiliares en La Salina, Lago Petroleum (Creole), hacia 1930. Tomada de la web: http://www.cclausen.net/ebvjpgs/lasalinasfamilyhouse-1930-large.jpg74. Campo residencial en Maracaibo, 1930. Tomada de Pedro Romero. La arquitectura del petróleo. Maracaibo: Lagoven, 1997, p. 31. 75. Viejo campo La Salina, estado Zulia. Tomada de la web: http://www.cclausen.net76. Campo petrolero en Seminole, estado de Oklahoma. Tomada de la web: http://www.usgennet.org/usa/ok/county/seminole/photos2.htm77. Cobertizos colmados de hamacas. Lagunillas, estado Zulia hacia 1920. Fotografía cortesía de Steve Sleightholm –nieto de un trabajador petrolero norteamericano en Venezuela- tomada de la web: http://www.cclausen.net/ebvjpgs/siesta.jpg78. Viejo pueblo de Lagunillas, estado Zulia, década de 1920. Fotografia cortesía de Steve Sleightholm, tomada de la web: http://www.cclausen.net79. Viejo Lagunillas, hacia los años treinta, antes de ser destruido totalmente por el voraz incendio de 1939. Fotografia cortesía de Steve Sleightholm, tomada de la web: http://www.randytrahan.com/ocov/images/Lagunillas/Lagunillas01/ss14.jpg80. Pueblo de Cabimas, hacia 1928. 3/4 milla del Campo Lago, La Salinas, estado Zulia. Foto Weekend R&R spot. Tomada de la web: http://www.cclausen.net/ebvjpgs/cabimasvillage-1928-large.jpg81. Cabimas hacia 1929, en los tiempos germinales de la actividad petrolera en la zona. Tomada de la web: http://www.cclausen.net82. Localización de los trabajadores del petróleo, hacia 1955. Tomada de Bernard Marchand, Vénézuéla, Travailleurs et villes du pétrole. p. 47 83. Poblado petrolero El Tigre, y campamento de la compañía extranjera, hacia 1949. Tomada de Bernard Marchand, Vénézuéla. Travailleurs et villes du pétrole. p. 124' 84. Yacimiento petrolífero de Storytown en las afueras de Sistersville (West Virginia – EE.UU) hacia 1890.
Tomada de la web: http://little-mountain.com/oilwell/pages/photoalbum.html85. Sistersville, en la plenitud del segundo auge petrolero en West Virgina, EE.UU, hacia 1890. Tomada de la web: http://little-mountain.com/oilwell/pages/photoalbum.html86. North Breckenridge, Texas y sus fuentes de oro líquido. Las torres de petróleo están por todas partes. Fotografía datada en 1922. Potógrafo: Basil Clemons. Museum: Swenson Memorial Museum, Breckenrige, TX Tomada de la web: http://texasrecord.org/results_single.asp?cat=Oil&s=2387. Calle de Cabimas, estado Zulia, a mediados de 1960. Tomada de Rodolfo Quintero. La cultura del petróleo. Caracas: Ediciones esquema, 1968, p. 17. 88. Campamento petrolero de Judibana, estado Falcón, a mediados de 1950. Tomada de la web: http://www.randytrahan.com/ocov/images/Amuay/Judibana_Map4.jpg89. Casandra según ilustración del propio escritor Ramón Díaz Sánchez. Tomada del diario El Universal. Caracas, 7 de junio de 1948, p. 13
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