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la fiesta del árbol en Portugalete
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Estimado Carlos: Aunque estos días estemos
abrumados por el peso de las informaciones
que nos llegan sobre la endeble calidad moral
de los sujetos que nos gobiernan, hoy me ha
dado por reflexionar sobre el paso del tiempo.
La fotografía es un medio excepcional para
constatar los cambios que ocasionan nuestros
sucesivos giros planetarios, como pudimos
comprobar en esta sección al ver documentada
la disminución de los glaciares en el Pirineo central.
El tiempo no solo modela los glaciares, sino que
nos va modelando a todos nosotros.
Parece que no cambiamos, que nada cambia con
el discurrir de los otoños. Todas las mañanas,
cuando nos peinamos frente al espejo, comprobamos que somos los mismos del día
anterior. Pero no es verdad y la fotografía es
uno de los medios para demostrarlo. Es cierto
que los cambios diarios son imperceptibles y que
únicamente cuando vemos fotografías de hace
muchos años, nos damos cuenta del cambio que
hemos ido experimentando ( y casi siempre a
peor).
Los que disponemos de un archivo en el que
hemos ido atesorando imágenes desde hace
muchos años somos gente peligrosa, porque a
veces sacamos a relucir instantáneas de otros
tiempos que llegan a herir ciertas
sensibilidades. A veces hay facetas que ya
pasaron, que deseamos olvidar, y que los
documentos gráficos, implacables, nos las
recuerdan. Otras veces, las más, vemos
con nostalgia los cambios operados y lo
hacemos con cierto regusto de haber
superado con éxito esa dura prueba de
la supervivencia.
Y nos volvemos a sorprender de nuestra
apariencia, de los vestidos, los tocados,
el pelo que teníamos, o los kilos gloriosos
que hemos ido acumulando.
Esa faceta que destapamos hace poco
en esta sección comentando el valor
histórico de la fotografía, tiene en lo cotidiano un destacado protagonismo.
Hay miles de cosas que vamos olvidando
en el día a día y que la fotografía se
encarga de recordar. Estos evocadores
recuerdos que nos remiten a épocas ya
superadas, como las "Pequeñas cosas" de la
inolvidable canción de Serrat, nos acechan
desde los viejos álbumes donde dormitan.
Pero tienen una segunda función, además
de la evocación. Sirven para constatar que
en la vida, todos nuestros actos, incluso los
más pueriles, tienen una trascendencia que
solo el paso de los años pone de manifiesto.
Verás Carlos, en la fotografía contigua se nos ve
sonrientes en la fiesta del árbol, donde acabamos
de plantar un modesto ciprés.
Era nada menos que el 10 de octubre de 1976.
Hace poco la descubrí en mi archivo y me
pregunté qué habría sido de nuestra modesta
contribución a la repoblación forestal.
No pienses que me acordaba muy bien de la
zona de plantación, pero por el edificio que
había detrás deduje el portugalujo rincón y
una soleada mañana me fui de Sherlock Holmes.
Tras una corta indagación tuve la emoción de
reencontrarme con él. La zona, que antes estaba
en el extrarradio, se ha convertido ahora en un
parque rodeado de urbanizaciones.
Nuestro esqueje es ya un ejemplar adulto que
abanica el aire con sus ramas. No llama la atención
por su porte mayestático precisamente, pero ante mis ojos tiene un valor especial. Si lo
piensas es un ser vivo a quien ayudamos a desarrollarse. Por mi parte fue un hallazgo
emotivo y conmovedor e incluso por un momento llegué a pensar que se alegró al verme.
Naturalmente la segunda parte es muy fácil de deducir. No sólo él ha cambiado, los
padres de la criatura también lo han hecho. Servidor, treinta y seis años más tarde,
está ya en fase otoñal y la verdad, no soporta el viento del norte tan bien como
entonces.
El encuentro con nuestro árbol me ha traído a la memoria otra de esas acciones
insospechadas que tienen consecuencias. Lo que comentábamos, Carlos, al comienzo,
sobre la trascendencia de nuestros actos, incluso de los más inocentes.
Te voy a contar que por aquellos mismos años, los setenta del pasado siglo, un día que
te visitaba, pasadas ya las navidades, encontré a tu hijo Errapel que lloraba con gran
tristeza.
Yo le pregunté la causa y el niño, entre hipos, me habló de su bello árbol de Navidad,
que pasadas las fiestas se estaba muriendo. Se ve que le había tomado cariño y no podía
soportar la pérdida de aquel amigo verde que regaba de agujas el parquet.
Le tranquilicé como pude y le dije que no
se preocupara, que yo iba a replantarle y
que el tiempo y mis cuidados lo harían
revivir. Y así ha sido. Me lo llevé mientras
Errapel me despedía con la esperanza
retratada en su mirada y hoy levanta sus
más de quince metros en el borde de mi
huerto sin saber que le debe la vida a la
sensibilidad de un niño, que posiblemente
ya no recuerde nada de esta vieja historia.
Así discurre el tiempo. El hombre es un
ser contingente al que los hechos de la
vida le marcan y le condicionan. Todo lo
que hacemos tiene repercusiones, nos
demos cuenta o no.
En este caso la fotografía, esa afición que
compartimos, ha servido para demostrarlo.
Espero Carlos, haber removido la zona
sepia de tu memoria y me despido, como siempre, enviándote el mejor de mis abrazos.
Tu viejo amigo
Javier
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