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Ponencia preparada para el XIII Congreso Nacional de Ciencia Política “La
política en entredicho. Volatilidad global, desigualdades persistentes y
gobernabilidad democrática”, organizado por la Sociedad Argentina de Análisis
Político y la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 2 al 5 de agosto de
2017.
Ponencia: “Teología y representación en el Leviatán de Hobbes”
Area temática: Relecturas de los clásicos del pensamiento político
Autor: José Luis Galimidi (UdeSA- UBA)
En el primer párrafo de la Introducción de su Leviatán, Thomas Hobbes plantea una
analogía que, entiendo, no es una mera forma de hablar como si, sino que tiene un
sentido tético, sustantivo. La síntesis del argumento, que se despliega a lo largo de todo el
libro, sería como sigue: así como la Naturaleza genera seres vivientes en general, de los
cuales la obra más excelente -por racional- es el hombre, así también el hombre puede
crear máquinas en general, que son como animales porque son autómata. Y en particular
es capaz de generar un Estado (Civitas), que es como un hombre artificial, de tamaño y
fortaleza muy superiores a los del hombre natural. Puesto que Hobbes define la
Naturaleza como el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, la analogía arroja
un resultado que corrobora la afirmación bíblica de los primeros episodios del Génesis. El
hombre, con su capacidad de generar artificios, es imagen y semejanza de Dios, porque,
con su arte política, mediante la celebración de pactos y convenios, insufla el aliento vital,
el fiat, que origina el Common Wealth. En el Capítulo 17, la propuesta analógica se
intensifica, porque hace del hombre un creador de seres superiores al hombre mismo. Allí
Hobbes dice que, mediante el contrato originario, se genera un Leviatán, en alusión
directa al monstruo marino del Libro de Job, la más poderosa de todas las criaturas
vivientes, a la cual no hay poder sobre la tierra que se le pueda comparar. Y para abundar
con las imágenes que explican al Estado, equipara a este último con un Dios Mortal,
gracioso dador de paz y protección, sólo inferior en cuanto a su capacidad benéfica, al
único Dios Inmortal.
2
Diferentes como son entre sí, todas estas imágenes -hombre artificial enorme,
Leviatán y Dios Mortal- plantean una situación paradójica. De un lado, son figuras
magnífcas, sumamente elevadas. Es razonable que Hobbes las presente investidas con el
temor reverencial que les profesan los súbditos: “a common power to keep them all in
awe”. Pero, del otro, al ser artificios, obra del arbitrio y de la inteligencia práctica del
hombre, están en una posición subsidiaria de utilidad y servicio. El hombre, que es un ser
vulnerable y carente, es como un Dios para el Estado, el que, a su vez, es como un Dios
protector y juzgador para el ciudadano. La misma tensión aparece en la dualidad esencial
que Hobbes atribuye a la condición humana: de un lado, somos la matter -desordenada,
turbulenta- a partir de la cual se elabora la asociación política, el barro primal al que se le
imprime la forma racional de los pactos. Del otro, somos los makers, los que diseñamos la
estructura y tratamos de realizarla. El hombre como materia, sugiere Hobbes al comienzo
del Capítulo 29, es intemperie (lobuna) del hombre, de la cual, ahora como Arquitectos,
nos podríamos proteger si diéramos con el diseño edilicio adecuado.
Todo lo anterior aparece concentrado en el tratamiento de la cuestión de la
representación política, que para Hobbes siempre es autoridad autorizada: el soberano es
auctoritas -es decir, legisla, gobierna, juzga, defiende y castiga- por delegación autorizante
de quienes necesitan de –desesperan por- su actividad ordenadora y protectora. El
Leviatán manda sobre sus mandantes, la máquina sobre su ingeniero, la copia sobre el
demiurgo. Hay, esquemáticamente, dos maneras de interpretar esta tensión en la teoría
hobbesiana de la autorización, novedad decisiva que diferencia al Leviatán de los otros
dos tratados políticos, De Cive y Elements of Law. Si se privilegia una mirada
procedimental, asociada a una lectura positivista, se diría que Hobbes presenta su teoría
de la autorización con una intención retórica, un poco explicativa y otro poco ideológica.
Lo real y originario, para el filósofo, lo que cuenta como ultima ratio, sería el individuo
aislado, con su estructura motivacional, cognitiva y práctica. Las construcciones colectivas
y los dispositivos de representación son artificios que tienen una existencia figurada, o de
segundo orden. Útiles para ilustrar con imágenes aproximadas un campo fenoménico muy
complejo, como lo es el de lo político, y también para persuadir a las gentes sencillas de
3
cuál es la actitud más conveniente que deben observar respecto de los poderes
constituidos. Si una sociedad política disfruta de una existencia continuada, próspera,
segura e internamente pacífica es porque un número relevante de habitantes se porta
como si cada uno hubiese pactado, y porque considera la persona y las acciones de las
autoridades políticas como si las hubiese autorizado él mismo. El relato ficcional de la
autorización que acompaña al del contrato fundante es un refuerzo mítico que, al modo
de una religión civil, complementa el poder fáctico de los agentes estatales, y contribuye a
disminuir las fricciones propias de la puja de intereses, siempre individuales y
mayormente prosaicos.
Ahora bien. Hay otra perspectiva de lectura, que, a los efectos expositivos, llamaré
provisoriamente metafísico-teológica. En esta interpretación, el hombre de Hobbes es un
ser de representación, igual que las organizaciones sociales y las entidades estatales en los
que se realiza. La condición de persona que actúa, autoriza y representa es una cualidad
del ser, del percibir y del hacer que es propia y específica de lo humano. Y que, además,
vincula al hombre con lo teológico. En ambas dimensiones, cada una con su jerarquía, se
da la dualidad esencial de una riqueza interior, “invisible”, que es universal y primado
ontológico respecto de sus diferentes apariciones, siempre particulares. Estas apariciones,
de Dios o de cada hombre, como acciones, palabras o construcciones, lo revelan ahí
afuera ante un otro, el cual, para ser intérprete e interlocutor competente de dicha
aparición, también debe ser capaz de una dualidad ser-aparecer correlativa. Lo teológico,
en esta segunda perspectiva, no es en Hobbes un mero dispositivo ficticio de conjetura
cognitiva y de consecuente control social, sino que, por el contrario, es fuente analógica
del ser del hombre, y, por vía del proceso de secularización, antecedente genealógico de
la dignidad de sus estructuras políticas de representación.
En el presente trabajo, justamente, vamos a concentrarnos en la teoría hobbesiana
de la personalidad y de la representación, tal como aparece en el Leviatán. Este tópico,
entendemos, puede ser fructífero como vía de acceso a la comprensión de la relación de
fundamentación que entendemos existe entre la visión teológica de Hobbes y su
concepción de la soberanía. A tal fin, nos apoyaremos previamente en un repaso
4
ordenado por lo que creemos que significa para nuestro autor el gesto filosófico de
fundamentar la soberanía, y también presentaremos, de manera esquemática, la visión
que el pensador argentino Jorge Dotti ofrece respecto de la centralidad de la figura de la
representación, que, como forma secularizada de la cristología, articula la estructura
conceptual de la estatalidad en la modernidad temprana.
1. ¿Qué entiende Hobbes por fundamentar?
En lugares del texto relativamente exteriores al desarrollo argumentativo in extenso,
como “Introducción”, “Repaso y conclusión”, y hasta el título y subtítulo mismos, Hobbes
ofrece, en pocas palabras, una síntesis de su intención de escritura y de las bases para su
pretensión de validez. Una lectura atenta de estos pasajes arroja que el asunto principal
de su doctrina es el equilibrio adecuado entre el poder del soberano en lo civil y lo
eclesial, de un lado, y los derechos y libertades de los súbditos, del otro.1 O, dicho de un
modo más tético, “la observancia inviolable … de la relación recíproca entre protección y
obediencia”.2 Esa es la “naturaleza del hombre artificial” que hay que describir.3 Para
dicha descripción, Hobbes encuentra que su raciocinio es sólido, y que sus principios son
verdaderos y adecuados, porque fundamenta (“I ground”) las conclusiones de su discurso
en las inclinaciones naturales de la humanidad y en las leyes divinas, a las que se puede
acceder tanto mediante razón cuanto por revelación positiva, que consta en los Textos
Sagrados.
La síntesis precedente supone el compromiso de desarrollar las implicancias de
preguntas como las siguientes: ¿qué clase de actitudes ponen en acto los seres humanos
cuando se encuentran con sus semejantes? ¿cuántas maneras básicas hay de pensar la
situación de una multitud de hombres que ocupan un cierto territorio? La respuesta,
sabemos, Hobbes la busca recurriendo a una conjetura en abstracto: el análisis resolutivo
retrocede desde la aparición de una característica determinada hasta las capacidades y
1 Cf. “A Review and Conclusion ”, p. 489. Cito el texto según la siguiente edición: Thomas Hobbes, Leviathan.
Edited by Richard Tuck. New York, Cambridge University Press, 1991. 2 Ibid., 491.
3 Cf. “Introduction”, p.10.
5
necesidades elementales de un ficticio hombre en soledad. A partir de ese modelo de
individuo atomizado, entendido en función de las condicionantes elementales de sus
movimientos, la argumentación progresa en dos etapas. La primera de ellas conjetura
cómo es (cómo sería) la dinámica de interacción más probable en la que se encontraría
una multitud de individuos si no hubiesen desarrollado y actualizado ciertas capacidades
de racionalidad, cooperación y autolimitación. Esta es la “condición de naturaleza”, a la
que, con una pretensión teoremática (porque la muestra como resultado de desarrollos
deductivos previos) y no meramente aforística, Hobbes caracteriza como de guerra de
todo hombre contra todo hombre.4 Que dicha condición, además de inconveniente, es, en
cierto sentido, insuficiente en cuanto a potencial no actualizado, lo muestra el
celebérrimo pasaje del Capítulo 13 que concluye diciendo que la vida se vuelve “solitaria,
miserable, desagradable, brutal y breve”.5 En efecto, allí Hobbes enumera las principales
ventajas y bienestares que la falta de acuerdo sensato entre los hombres está impidiendo
que se desplieguen y persistan, como el cultivo de las tierras, la industria, el desarrollo de
las artes, el comercio, la navegación y hasta la misma medición del tiempo. La pregunta
platónicamente fundamental -“¿qué es un Estado?”-, asumida por el subtítulo del libro
(“Materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil”), aparece en el orden
expositivo como un intento de solución a esta situación que ha descubierto
conjeturalmente la investigación. La pregunta -retórica, en tanto cargada con las vías de
solución- sería: “Dado que la naturaleza de los hombres es tal que la dinámica más
probable para su coexistencia es la de un desorden violento, dinámica que impide abrigar
la esperanza razonable del disfrute de sus escenarios más placenteros, productivos y
decentes, ¿cuál sería el diseño del orden en común más adecuado, que, a la vez que no
exija utópicamente que los hombres aspiren a practicar virtudes que suelen estar alejadas
de sus estados de conciencia más habituales, también garantice una sustentabilidad
prolongada en el tiempo?”. Dicho de otra manera, la pregunta por la naturaleza de un
verdadero Estado, para Hobbes, implica indagar por una construcción colectiva, voluntaria
y artificial (en el sentido de que no fluye espontáneamente de las cualidades naturales de
4 Lev., Cap. 13, p. 88.
5 Ibid., p. 89.
6
los hombres sin la mediación de un gesto práctico, libre e inteligente), que sea factible
porque -como diría Rousseau un tiempo después- considere a los hombres tal como estos
son, y que se ocupe de garantizar las condiciones para que cada uno se procure una vida
acompañada, próspera, agradable, civilizada y prolongada tanto como la naturaleza haya
previsto (es decir, lo contrario de solitary, poore, etc.).
Lo anterior se puede decir de este otro modo. El hombre tiene, por naturaleza, una
variedad de capacidades y necesidades, las cuales son analizadas en los primeros doce
capítulos del libro: sensibilidad, imaginación, pasiones, voluntad, lenguaje, raciocinio
teórico y práctico, y religiosidad. Esta variedad de competencias y motivaciones se
organiza según dos lógicas diferentes y complementarias, la del poder y la de las maneras.
Hobbes define el poder, de manera general, como la disposición presente de medios que
podrían procurar a una persona lo que ésta considera que es bueno para ella.6 Pero la
naturaleza del desear consiste en aspirar a la posesión actual y futura, por un tiempo
indefinido del objeto (del mismo tipo de objetos, si este es consumible), y también sucede
que entre los bienes más preciados por los hombres está la estima que cada uno cree que
todos los demás le deben. De esto resulta que la cuota de poder que cada uno necesitaría
para conseguir y persistir en el disfrute de los varios objetos que desea, y para lograr el
reconocimiento de sus semejantes, es siempre fatalmente superior a su habilidad y a sus
recursos presentes. La vida del hombre, concluye Hobbes, está universal y lógicamente
signada por “una búsqueda de poder tras poder que sólo cesa con la muerte”.7 Si ésta
fuera la única dinámica posible de la vida de relación, la organización política sería
indispensable, pero absolutamente irrealizable, porque el desarrollo parcial de una
capacidad cualquiera -bajo la lógica del poder- sólo sirve para incrementar la intensidad
de la puja por los bienes materiales y simbólicos. Existe, afortunadamente, otra forma de
ordenar y jerarquizar los impulsos que guían la actitud recíproca de las personas. Las
maneras, dice, Hobbes, son principios actitudinales que inclinan a los hombres a ceder, en
determinadas circunstancias, sus pretensiones de dominio y hasta de autogobierno, en
6 Lev. Cap. 10, p. 62.
7 Lev., Cap. 11, p. 70.
7
pos de acceder a escenarios de tranquilidad y seguridad.8 En situaciones dilemáticas
donde la vocación de poder llevaría a atacar, desconfiar, ofender, etc., la necesidad -
igualmente existencial- de tranquilidad podría aconsejar moderación, conciliación,
humildad. En estos términos, un verdadero Estado, parece decir Hobbes, es aquél en el
cual la vocación de poder de los gobernantes y de los gobernados está bien nutrida, pero
equilibrada con la disposición a la tranquilidad, a la obediencia y al cuidado personal y
recíproco de aquellos mismos agentes. Fundamentar el Leviatán, precisamente, es una
operación filosófica compleja, tan compleja como la cosa misma que motiva la reflexión.
Es, en primer lugar, ofrecer los elementos teóricos que permitan entender qué es lo que
hace tan difícil la continuidad próspera y pacífica de las asociaciones políticas, lo cual, en
segundo lugar, debería dar ocasión a encontrar la mejor arquitectónica que pusiera fin al
problema. Para lo primero, en el aspecto diagnóstico, diríamos, Hobbes dice que la
experiencia histórica corrobora las líneas principales de su análisis. Para lo segundo, en
cambio, se trata de confiar en que alguna vez un soberano con suficiente lucidez y
carácter, se anime a intentar transformar mediante la educación pública “estas verdades
de especulación en la utilidad de la práctica”.9 Hobbes, en este sentido, es, con pleno
derecho, un antecesor eminente del despotismo ilustrado.
Hasta aquí, la primera rama de los fundamentos: las generales inclinaciones de la
naturaleza del hombre. La otra rama, como ya vimos, son las leyes que expresan la
voluntad divina, que se pueden conocer tanto por vía racional cuanto por lectura de la
Palabra Revelada. A grandes rasgos, se puede decir que esta segunda corriente del
movimiento de fundamentación transcurre de la siguiente manera. Hacia el final del
Capítulo 13 Hobbes ofrece una pista que nos parece muy relevante. Dice que existe una
posibilidad de salirse de la condición natural de guerra de todos contra todos, propiciada
en parte por las pasiones y en parte por la razón. Las pasiones relevantes, es sabido, son el
deseo de obtener mediante la propia industria los bienes que hagan a una vida
confortable y el temor a una muerte violenta, y la razón es la que sugiere artículos que
8 Ibid.
9 Lev., Cap. 31, p. 254.
8
conduzcan a los hombres al acuerdo, llamados leyes de naturaleza. Este pasaje, decimos,
es relevante porque da cuenta de una zona de mediación entre la cruda condición de
naturaleza y las leyes de naturaleza. Lo mismo que provoca el enfrentamiento
embrutecedor es lo que, reorganizado y comprendido, puede propiciar su superación. En
la guerra de todos contra todos están operando, sin duda, pasiones disociadoras como la
soberbia, la ambición y el temor a todo lo desconocido. Pero también hay otras, como el
deseo de autopreservación, y de cuidado de los seres queridos y de los bienes que, aun sin
ser todavía propiedades, hacen a la mínima subsistencia. En este contexto, también hay
que reconocer entonces que la razón, entendida como capacidad de cálculo para
optimizar recursos con vistas a una meta determinada, no está del todo ausente. No es
completamente irracional anticipar el ataque cuando se ha logrado una cierta situación de
ventaja relativa (segunda causa natural de guerra), y tampoco lo es recurrir a la amenaza o
al combate cuando alguien nos burla o nos insulta ante la presencia de terceros (tercera
causa natural de guerra), porque de lo contrario se estaría incentivando una conducta
similar por parte de otros. La estima de los demás es, según argumenta Hobbes en el
capítulo 10, una de las principales fuentes de poder instrumental.
Pues bien. El sistema hobbesiano de legalidad natural, decimos, toma los mismos
elementos -pasiones y razón- y los organiza de una forma superadora. En primer lugar,
eleva a rango de derecho natural, y universaliza, la inclinación de los hombres a persistir
en la existencia. Combatir por la propia vida, libertad y un mínimo confort no sólo que es
un impulso digamos biológico, sino que también, creemos que da a entender Hobbes,
hace a la dignidad del hombre. Es legítimo echar mano de todos los recursos al alcance, y
hasta es indicio de responsabilidad confiarse sólo al propio criterio cuando no hay una
autoridad visible reconocida en común. Pero, en segundo lugar, la juridicidad natural
también indica que hay una manera más elevada y poderosa de hacer uso de la propia
razón y del propio derecho natural. El hombre artificial del que habla la Introducción es
superior al natural no sólo en tamaño y fuerza, sino también, y especialmente, en cuanto
al grado de racionalidad que lo genera y que luego ejerce y propicia para la propia
preservación. Es una racionalidad que, con una visión de largo alcance, ordena in foro
9
interno, es decir conmina a la misma facultad judicativa que reivindicaba el derecho
natural, a disponerse al reconocimiento de la dignidad de los demás que cada uno reclama
para sí. La ley de naturaleza ordena tratar de restringir el propio derecho de naturaleza
sobre todas las cosas, lo cual incluye el derecho sobre la vida y el cuerpo de todos los
semejantes, cuando, a criterio de cada uno, hay otros que están dispuestos a un
reconocimiento similar. A partir de este primer y fundamental reconocimiento recíproco
(segunda ley de naturaleza), es que se puede empezar a pensar en reconocer el derecho
de los demás sobre terceras cosas, y entonces sí, a concebir la justicia como el
complimiento de los pactos de intercambio, y a partir de ello especificar una serie de
implicancias referidas a la vida productiva y cooperativa, o al menos, ya no violentamente
competitiva. Las leyes de naturaleza, interpretamos, se pueden entender de dos maneras
complementarias. En primer lugar, según el orden de la exposición del texto, son la
condición indispensable para que los hombres en multitud entiendan y consientan la
realización del convenio originario que iniciará la vida política en común. Para ser un
miembro competente de la asamblea que determinó la existencia del Leviatán hace falta
haber comprendido y querido el salto de calidad en la vida espiritual de cada uno que
implica el hecho de reconocer a cada uno de los futuros conciudadanos como un poseedor
de un derecho natural a la propia vida, libertad y confort. Y, por lo mismo, de suponerlo
como a alguien capaz de comprometerse a un intercambio futuro de bienes, de ofrecer
bienes gratuitos, de fungir como juez imparcial o como testigo veraz, de postergar ciertos
reclamos en pos de una situación de necesidad más urgente, etc. Y, en segundo lugar, las
leyes de naturaleza pueden leerse como las condiciones de posibilidad a priori, sin las
cuales la existencia próspera, pacífica y segura de un grupo grande de personas que ocupa
un territorio, es impensable. Las virtudes morales de la justicia, la equidad, el
agradecimiento, la moderación, la disposición al perdón de las ofensas y a someterse a un
arbitraje en caso de controversia, etc., no sólo son las únicas actitudes que pueden
hacernos salir de la condición miserable de naturaleza, sino que, recíprocamente, son
aquellas cuyo incumplimiento reiterado y generalizado pueden hacer que esta situación
10
retorne, con mayor virulencia si cabe, a pesar de que se esté viviendo dentro de los
marcos formales de una asociación política.
Para cerrar este resumen intencionadamente sesgado y poder ir en busca del asunto
de nuestra intervención, anticipemos que la comprensión hobbessiana de las figuras de la
autoría, la personalidad y la representación responde a la misma lógica que hemos visto
que articula su concepción iusnaturalista. Por una parte, ya se encuentran presentes y
activas en la condición de naturaleza, y son cualidades anímicas indispensables para la
configuración y efectivización del convenio político inicial. Y por la otra, son, como
decíamos en nuestra Introducción, maneras del ser en relación que mantienen la vitalidad
de la asociación política ya constituida, en cuanto a la interacción societal, en cuanto al
ejercicio de la autoridad soberana, y en cuanto al aporte fundante de la dimensión
teológica.
2. El principio de la personalidad y su aporte fundante.
El Capítulo 16 de Leviatán –“De PERSONAS, AUTORES y cosas PERSONIFICADAS”-
introduce, como novedad teórica, la teoría de la representación y de la autorización. Estos
conceptos, como es bien sabido, revisten una centralidad asiduamente resaltada por el
propio Hobbes. Son los que articulan la aritmética de la realización del contrato originario,
y, por esa misma razón, también son los que dan cuenta de la validación de los derechos
del -justamente- representante soberano, de las principales responsabilidades de su
officium y de su estructura de ministerios y potestades delegables, así como de los
deberes y libertades de los súbditos. Podría decirse, sin temor a exagerar, que la lógica
que soporta a cualquier aspecto relevante de la arquitectura del edificio político diseñado
por Hobbes se remite, en última instancia, a una combinación de estos tres elementos
fundantes: el peligro de la reaparición de la condición de naturaleza –“el caos originario
de violencia y guerra civil”, lo llama en el capítulo 36-, la correlativa observancia del
espíritu de la legalidad natural, y la asunción por parte de cada súbdito, de los contenidos
básicos del compromiso recíproco de autorización.
11
Ajustemos la lente sobre algunos pasajes del citado capítulo, para dejar que
aparezcan ciertos aspectos que nos interesa destacar. Dice Hobbes, abriendo el capítulo:
Una PERSONA es aquél cuyas palabras o acciones son consideradas, o bien como pertenecientes a él mismo
[as his own], o bien como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de otra cosa, a los cuales
aquéllas se atribuyen, ya sea en forma verdadera o ficticia. Cuando se considera que son de él, se lo llama
Persona Natural. Y cuando se las considera como representando las palabras y acciones de otro, entonces es
una Persona Artificial, o Ficticia.10
A continuación, Hobbes explica que el uso corriente de la palabra persona deriva del que
en la antigüedad se le asignaba al término en el contexto teatral. En latín se le decía así al
disfraz o máscara –“la apariencia externa”- con que los actores se mostraban ante el
público. De allí, sigue el filósofo, se extendió el significado a toda forma en general de
representar las acciones y dichos de alguien, como, por ejemplo, en los tribunales:
De modo tal que una Persona es lo mismo que un Actor, tanto en el escenario como en la conversación
corriente. Y Personificar es Actuar o Representar, ya sea a sí mismo o a otro. Y de aquél que actúa a otro [he
that acteth another], se dice porta su Persona, o que actúa en su nombre …
Hay Personas Artificiales cuyas palabras y acciones pertenecen [have their words and actions Owned by] a
aquellos a quienes ellas representan. Y entonces la Persona es el Actor, y el dueño de sus palabras y
acciones, el AUTOR; en tal caso, el Actor actúa por Autoridad. Pues de aquél que, con respecto a bienes y
posesiones, se dice que es Dueño, y en latín Dominus, en griego Kurios; en lo referente a acciones, se dice
que es Autor. Y así como el derecho de posesión se llama Dominio, el derecho de realizar una acción se
llama AUTORIDAD. 11
El capítulo 16 es el último de la Primera Parte del libro. A estar con lo anunciado en la
Introducción, trata, como todos los anteriores, de alguna característica de la naturaleza
humana, la que será materia prima para el edificio político. Pero también sabemos que la
intención de escritura de Hobbes es deductiva, y progresa de argumento en argumento. Y
entonces, así como la virulencia del estado de naturaleza descripta en el Capítulo 13 no
debería ser leída como una ocurrencia intuitiva -genial o equivocada, lo mismo da- sino
como explicitación de una serie de implicancias contenidas en desarrollos previos, en
10
Lev., Cap. 16, p. 111. 11
Ibid. p. 112.
12
particular, los referidos a la dinámica de la imaginación y la del poder, así también la
cuestión de la autoría y la representación debe leerse, para jugar el juego, recuperando
afirmaciones ya argumentadas. En particular -creemos- las referidas a la teoría de la
acción voluntaria, del Capítulo 6, y a la dignidad del hombre derechohabiente,
desarrolladas en los capítulos 14 y 15. En esta tesitura resaltemos, entonces, que Hobbes
entiende que los hombres, por naturaleza, estamos cualificados por un desdoblamiento
esencial. Una dimensión externa, de aparición, de representación, de ejecución física de
acciones y palabras. Es la del actor. Y otra dimensión interna, no visible para los demás,
más compleja, constituida por, justamente, aquello de lo cual lo actuado es aparición,
outward appearence. Esta segunda dimensión, la del autor, tiene, a su vez, dos aspectos.
Por un lado, diríamos, fáctico, el referente a los movimientos, impulsos, imágenes,
pasiones y deliberaciones previas a la decisión que determina una acción voluntaria. Y por
el otro, que llamaríamos iusnatural o moral, implicado por el hecho de poder ser sujeto
último responsable de imputación y atribución, aquél -radicalmente diferente de y
jerárquicamente superior a- las cosas que pueden ser apropiadas y las acciones y palabras
que pueden ser actuadas.
Hobbes, además, vimos que propone, como matriz genealógica de la cuestión de la
personalidad, el contexto teatral y tribunalicio. Esto aporta la obviedad de que la
responsabilidad y la representación son cualidades del ser en relación. No se es persona
en soledad, sino ante alguien, público o juez, y el contexto es el que termina de configurar
el carácter natural o artificial de la situación. Veamos un caso (aparentemente) sencillo.
Juan, un ciudadano de Buenos Aires, autoriza a su representante Pedro para que, en su
nombre, gestione determinado negocio inmobiliario en Córdoba. Juan, el mandante y
dueño del dinero involucrado en la operación, confía en la lealtad y en el buen juicio de
Pedro. Por más precisas que sean sus indicaciones, hay cosas imprevisibles o indefinidas
que hay que decidir y manejar in situ y en tiempo real. Pedro, el actor, precisamente,
cobra honorarios por su tiempo y por su expertice. En cierto modo, las acciones y palabras
con las que representa a su cliente, le pertenecen, le son atribuibles. Hay maneras
excelentes y otras no tanto de cantar en público “Nessun Dorma”, de Puccini. El actor, por
13
su parte, confía y ejerce su propio criterio para determinar que su mandante, el autor
Juan, no está loco, por ejemplo, que es capaz de hacerse responsable de las acciones
encomendadas, y también dueño del dinero en juego. Juan, el autor, además, confía en la
idoneidad y buena fe de las personas de Córdoba ante las que cuales Pedro presentará sus
credenciales como enviado. Y éstas, a su vez, confían en que Pedro ha sido válidamente
autorizado en Buenos Aires, en que no hará o dirá cosas que Juan no suscribiría, etc.
Todas estas confianzas recíprocas pueden faltar, obviamente, o ser traicionadas. Pero,
como las leyes de naturaleza, son el supuesto indispensable para propiciar el fluir más o
menos sereno de la vida de intercambio societal. El caso de una situación cualquiera de
respeto al orden civil es similar, aunque, obviamente, más intenso. En el agente que cobra
el impuesto en una localidad rural, Hobbes está suponiendo que el ciudadano que paga la
carga está “viendo” una sucesión superpuesta de imágenes encadenadas, de personas: el
recaudador que representa- es decir, actúa e interpreta- la voluntad del Ministro de
Hacienda, el cual hace lo propio con las indicaciones más o menos precisas del hombre o
asamblea de hombres que detentan el poder soberano, los cuales, a su vez, refieren la
imaginación del campesino al acto originario de intercambio recíproco entre particulares
que, angustiados por el temor la amenaza de una vida miserable, pero iluminados por la
lucidez de la razón natural, convinieron en autorizar a alguien para que los gobernara y
protegiera.
En otras palabras. Las situaciones de autorización y representación, cuando
transcurren con normalidad, suponen una actitud relativamente confiada (las cláusulas de
penalización en los contratos, o el derecho del ciudadano a pedir las credenciales del
funcionario estatal son prueba de que, después de todo, la confianza en el otro no es
absoluta. Si lo fuera, la estatalidad sería superflua) por parte de todos los agentes
involucrados. Y también una cierta idoneidad interpretativa, similar a la que hace falta
para ser un espectador competente en una pieza teatral, por virtud de la cual aquellos
ante quienes aparece el artificio de la representación son capaces de imaginar, y, en cierta
medida, de creer, adecuadamente todo lo que la situación no ofrece literalmente a sus
sentidos. En el funcionario que recauda impuestos tengo que ser capaz de “ver” al
14
Ministro, en él al representante soberano, en él a la República, y en ella, todavía, a los
miembros de una multitud aterrada (es decir, a mí mismo), lúcida y agotada de tener a
cada otro por enemigo mortal. La actitud moral propia de la situación de personificación
es correlativa con la de la segunda ley de naturaleza: de un lado, aplaza el ejercicio pleno
del derecho natural de cada uno a disponer de todo lo que considere adecuado para
mejor preservarse, lo cual incluye, si es del caso, el cuerpo y la vida de los semejantes.
Solo dando a entender que el otro para mí ha dejado de ser una cosa más entre las cosas,
y que, como yo, tiene un derecho legítimo de aspirar a ser considerado poseedor exclusivo
de cosas y bienes, y autor responsable de acciones y dichos, es que estoy en condiciones
de ingresar a la asamblea originaria. Y, de manera inversa, este crédito recíproco
elemental y esta capacidad imaginativa de ver lo múltiple y moral en lo concreto de una
situación física particular, sólo se desarrollan y se afirman como hábito normal colectivo,
cuando la angustia y el terror a la muerte violenta han quedado atrás. El Estado
hobbesiano es, a la vez generado por y garante de, la dinámica de la representación.
3. Representación y teología.
Ahora bien. La representación se puede dar en varias direcciones. En un sentido
figuradamente descendente, el emisario es alguien subordinado al mandante, ya en
cuanto a la amplitud de visión, ya por limitación de las funciones delegadas. A veces
alguien tiene que ocuparse con asuntos que lo afectan pero que no son lo suficientemente
importantes como para que exijan su presencia física y su atención plena. Entonces
autoriza a otro para que lo personifique y actúe, con las limitaciones del caso, en su
nombre. Es lo habitual en cualquier organización jerárquica y más o menos compleja.
Otras veces, la representación es horizontal. Un grupo de personas necesita nombrar un
representante que cuide sus intereses comunes en determinada situación, y autorizan a
uno de ellos. Es razonable pensar que habrán de elegir a alguien sensato y leal, pero estas
virtudes no están necesariamente indicando una diferencia de jerarquía entre los autores
y el actor. Finalmente, y este es el caso más problemático, la representación puede ser
ascendente. El representante se ubica en una posición de franco liderazgo sobre los
representados, y entonces, a pesar de que necesita de su apoyo y, si el contexto está
15
formalizado, también se requiere de un procedimiento de designación y autorización, la
situación para la que fue delegado exige un nivel de conciencia, de integridad y de
carácter que es poco habitual. El representante, en este caso, no debería ser un mero
exponente promedio de las virtudes y defectos del grupo que lo ha designado. Sin
embargo, es precisamente esta situación la que parece plantear Hobbes cuando dice que
la autoridad del hombre o grupo representante soberano, el mismo que dispondrá de un
poder absoluto, no revocable y que sólo responde legítimamente ante Dios en el fuero
interno de su conciencia, pero que no debe rendir cuentas ante sus gobernados, el que
tiene la responsabilidad de mantener a raya el siempre amenazante retorno de la
condición de naturaleza, no es más que un actor que porta las palabras y acciones de sus
mandantes-autores.12
La dificultad aparece cada vez que se vuelve sobre el ascenso instantáneo de la
condición de la naturaleza a la condición política. Si el pacto de generación del Leviatán es
indispensable porque la coexistencia sin autoridad común se ha vuelto inhumana,
entonces la factibilidad de las condiciones de realización del mismo son imposibles. Nadie
con un mínimo grado de introspección estará dispuesto a confiar en las virtudes políticas y
personales de nadie. Y, a la inversa, nadie realmente sensato y políticamente prudente
podrá persuadir a un número crítico de miembros de la multitud de que él tiene las
cualidades que la hora necesita, como para que se lo autorice en sentido figuradamente
ascendente. El grado de desconfianza recíproca y disolución moral es inversamente
proporcional a la capacidad colectiva para percibir la diferencia entre un líder decente y
un aventurero sin escrúpulos. Y aún supuesto el caso de que alguien haya logrado ese
consenso tan esquivo que permite unificar la voluntad y las voces de todos bajo una sola
voz, ¿cómo garantizar su lealtad para con los mandantes sin atarle las manos? Entregarle
un poder irrevocable y confiar en que la necesidad fructifique en virtud no parece muy
propio del espíritu hobbesiano. Da la impresión de que nuestro autor se hubiese
esmerado en extremar la intensidad dinámica y peligrosa, según la célebre frase
12
Cf. Lev., Cap. 16, p. 112.
16
schmittiana, de la condición de naturaleza, haciendo que la solución estatal aparezca más
lejana a medida que se hace más urgente.
El texto ofrece una serie de respuestas parciales a esta dificultad. Mencionamos
tres:
- (i) La garantía de que el representante soberano pondrá lo mejor de sí en gobernar
con prudencia y sin dañar innecesariamente los derechos de sus súbditos está
dada por el peligro que corre su persona natural en caso de que el descontento
popular sea tan extremo que lleve a una rebelión.
- (ii) En línea con la anterior, en caso de que el soberano haya accedido por
adquisición o conquista, su voluntad de protección quedaría probada por el hecho
mismo de haber ofrecido el convenio de vida a cambio de obediencia. Es decir, por
haber transformado su situación de victoria militar en otra de conquista política.
- (iii) La inimputablidad del representante soberano es una regla de hierro de la
lógica de su constitución. El Leviatán, la república, es un animal artificial que cuyo
poder corporal está compuesto por la suma de los poderes cedidos por cada
individuo, pero que no puede ver ni juzgar más que por los ojos y la boca de la
persona artificial que le confiere unidad. La unidad de la multitud ocurre por virtud
de la unidad de su representante, y, entonces, no hay, por fuera de la multitud, un
tercero legítimo ante quien responder.
Pero este tipo de argumentos, todos parcialmente válidos, no alcanzan para contener
la severidad de la cuestión planteada, que, para repetirla, sería: ¿cómo confiar en la
estatura moral y prudencial de alguien que ha sido designado “desde abajo”, cuando
lo que hay abajo, precisamente, es desorden, furia y necedad? Aquí es cuando la
dimensión teológica de la representación viene en apoyo de su doctrina. En primer
lugar, porque la historia bíblica -hobbesianamente leída- corrobora que ya hubo un
pueblo que contó con un sistema de soberanía absoluta, y que por virtud de esa
lógica, fue capaz de superar situaciones de extrema adversidad. El poder político
ejercido por Moisés durante la travesía del desierto, interpreta Hobbes, es un modelo
17
para toda forma de estatalidad moderna, porque fue ejercida por un hombre y
supervisada y aprobada por la voluntad revelada de Dios, la misma que, en forma
natural se hace escuchar como de ley de naturaleza para quien tenga la humildad y la
sensatez apropiadas. El representante soberano, dice Hobbes, se sienta en el trono de
Moisés, significando con ello que la misma voluntad divina que dispuso con su
inteligencia omnipotente el orden natural del mundo también es buena guía para
confiar en la idoneidad de quienes conduzcan el esquema que su racionalidad
aconseja. Y, en segundo lugar, porque el acontecimiento decisivo para la condición
espiritual de la humanidad tiene la forma de la representación. En la lectura teológico-
política de Jorge Dotti,13 de neto corte schmittiano, los contenidos de la Encarnación y
la presentificación mesiánica equivalen a la representación cristológica de lo
trascendente en lo inmanente. Esta espiritualización del mundo tiene la virtud doble
de conferir la dignidad de la capacidad de representación a cada hombre, como
imagen y semejanza de la chispa divina, y, por vía del proceso de secularización, de
investir al orden estatal con la santidad de la iglesia originaria. Ambos órdenes
comparten, en esta perspectiva, una misma lógica paradigmática en cruz: legitiman en
fuente trascendente su autoridad para actuar en lo inmanente; introducen un
principio de validación vertical para ordenar una grey horizontal de iguales, tanto en
su radical pecaminosidad cuanto en su común esperanza de obtener un tránsito
sereno en la tierra y la salvación trasmundana. La conciencia individual solitaria, en
este planteo, es motor de inherente conflictividad, y no puede, por tanto, se la
exclusiva base última del orden que propicie su acceso a un nivel más elevado d
humanización. Para que lo Universal prime sobre lo particular es necesario un
descenso desde la teología hacia lo político, argumenta Dotti, y entonces sí, mediante
la secularización de la novedad cristiana, Hobbes está en condiciones de atribuir al
soberano una capacidad análoga a la del Cristo, para mediar entre la ley divina y la ley
humana, y para hacerla valer, en forma personal, por vía de sucesivas autorizaciones,
13
Dotti, Jorge, “La repreentación teológico-política en Carl Schmitt”, Avatares filosóficos, #1, 2016 (27- 54).
18
en cada caso concreto. El Hobbes de Dotti, así, elabora, en clave representacional, el
acta de nacimiento teológico-político de la soberanía moderna.
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