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REPUBLICANOS ANTES DEL REPUBLICANISMO. ESPAÑA 1793- c. 1848.
El republicanismo alcanzó, en España, su primera expresión como partido formal en el
Sexenio Democrático (1868-1874). Fueron los trabajos previos a la Revolución de
Septiembre de 1868 los que dieron origen al Partido Republicano Democrático Federal.1
No obstante, para llegar a ese punto se habían dado, previamente, otros pasos. El de
mayor relieve tuvo lugar en 1849 al constituirse, en pleno reflujo de las revoluciones
europeas de 1848, el Partido Demócrata.2 En el interior de esa plataforma convivían,
todavía, monárquicos y republicanos. Les unía el anhelo de ensanchar los espacios de
participación ciudadana y la voluntad de adecuar las modalidades de representación
parlamentaria a dicha ampliación. Eran demócratas en tanto que deseaban conseguir el
sufragio universal masculino y llegar a hacer realidad los principios de soberanía
nacional y popular. Eran demócratas en la medida, pues, que esperaban forjar, sobre las
glorias de una vieja historia, una nueva Nación de ciudadanos.
En las páginas siguientes ensayaremos una reflexión sobre la prehistoria, si se
permite la expresión, de un democratismo que acabó siendo republicano.
Una cultura política de combate
A menudo se explica la gestación del republicanismo como un largo proceso de
decantación. En términos ideológicos, la izquierda del progresismo, desengañada por las
omisiones de sus líderes durante las décadas de liquidación del Antiguo Régimen,
evolucionó, dentro de la gran familia liberal española, hacia la democracia.3 En el plano
social, la mudanza fue señalada, ya a principios del Novecientos por un conocido
republicano, Nicolás Estévanez: “Sabido es que en el primer cuarto del siglo [XIX] no
había partido republicano, pero rendían culto al ideal los artilleros, los ingenieros, los
marinos, los hombres de ciencia en su totalidad, que eran francmasones cuando el
pueblo era realista”. A medida que pasan los años, recordará, esos sectores fascinados
por el ideal republicano acabarán desarrollando considerables prevenciones ante la
democracia, y ello porque “el pueblo se ha[bía] liberalizado”. La evolución llegó hasta
el punto de que, a principios del siglo XX, “todos los progresos de la democracia han
venido a estrellarse en las preocupaciones de origen y de fortuna; la lucha de clases la
mantienen con torpeza inconcebible, precisamente los mismos que sucumbirán en
1 Carmen Pérez Roldan, El Partido Republicano Federal, 1868-1874, Endymion, Madrid, 2001.2 Antonio Eiras Roel, El Partido Demócrata Español (1849-1868), Rialp, Madrid, 1961.3 Florencia Peyrou, “La formación del Partido demócrata español: ¿Crónica de un conflicto anunciado”, en Historia Contemporánea 2008 (II), pp. 343-372.
1
ella”.4 Lo que empezó siendo un proyecto cultivado por segmentos de las élites
militares, políticas e intelectuales, se transformó en una cultura que se alimentaba de la
presencia de profesionales liberales en el espacio urbano, de la transición del mundo
gremial, menestral y artesano al de la fábrica y de la erosión de las solidaridades
agrarias tradicionales.
Que entre 1808 y 1849, o incluso antes de 1868, no se identifiquen estructuras
republicanas no quiere decir que no hubiese individuos y sociedades que deban ser
contemplados como los hilos conductores que permitirán, con el paso del tiempo, la
emergencia de aquellas. Los estudios recientes, en especial los llevados a cabo por
Florencia Peyrou y Román Miguel González, han dejado establecido que la forja del
republicanismo tiene lugar mediante tres procesos estrechamente conectados entre sí.5
En primer lugar, la recepción de ideas republicanas procedentes del exterior o el cultivo
de las que, a través del estudio de las sociedades de la antigüedad, surgieron en
ambientes eruditos. Cultivo y recepción imprecisos – no queda claro qué se entiende por
república- y facilitados tanto por las secuelas de la Ilustración como por la coyuntura
revolucionaria de la Europa de esos años. La interacción con las dinámicas europeas es
un hecho. Las convulsiones que desde 1789 tienen Francia por escenario conmueven a
España, una nación mucho menos cerrada al exterior de lo que pregonarán los
republicanos tardíos. La fluidez en el contacto se da en todas direcciones. Los
emigrados que huyen del Terror y recalan en comarcas próximas a la vertiente
meridional de los Pirineos facilitan, sea cual sea su intención, no poco del instrumental
teórico que permitirá al liberalismo exaltado leer los problemas de su tiempo. La
conflictiva dinámica del reinado de Fernando VII y la expansión bonapartista en la
península ibérica actuarán como catalizadores de un proceso que, en sus sucesivos
ciclos, expedirá hacia el norte de la frontera, o en dirección a Portugal e Inglaterra,
oleadas de exiliados liberales.6 Con las personas andan las ideas y los conceptos; y
escondido en el equipaje que trasiegan viajará la acepción moderna de república.
4 N. Estévanez, Mis memorias, 1838-1914, Tebas, Madrid, 1975, p. 46.5 F. Peyrou, El republicanismo popular en España, 1840-1843, Universidad, Cádiz, 2002 y Tribunos del Pueblo: demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2008. R. Miguel González, La Pasión revolucionaria: culturas políticas republicanas y movilización popular en la España del siglo XIX, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007.6 Luis Barbastro Gil, Los afrancesados. Primera emigración política del siglo XIX español (1813-1820), CSIC-Inst. de Cultura J. Gil-Albert, Madrid-Alicante, 1993. Rafael Sánchez Mantero, Liberales en el exilio, Rialp, Madrid, 1975.
2
Los procesos de movilización en el interior del país también favorecieron la
siembra de la semilla republicana. De hecho, fueron las más fecundas de las simientes.
Estamos hablando de movilizaciones con diversos objetivos y de impacto desigual. De
entrada, del combate contra la reacción. Combate asociado a la labor de definir la
moderna Nación de ciudadanos. Las guerras entre liberales y legitimistas carlistas
radicalizaron las dinámicas de violencia y los conflictos de ideas, frenaron en ciertos
momentos, aunque coadyuvaran en otros, la deriva republicana de los elementos
progresistas más exaltados. La lucha contra las lógicas de exclusión política fue el
segundo de los empeños. Se trataba de acciones que rechazaban los mecanismos
creados por las corrientes más moderadas y doctrinarias del liberalismo a fin de
controlar un proceso, el de la transición a la sociedad liberal, que, en ocasiones, se les
iba de las manos. A la sombra de exaltados y progresistas, los republicanos propugnaron
las medidas más avanzadas, las recetas de choque contra el sufragio censatario y contra
las limitaciones puestas al ejercicio de libertades y derechos. En última instancia, ese
perfil propio culmina al pregonar la incompatibilidad radical entre Corona y Nación.
La movilización que alimentaría el republicanismo hispánico tendría un tercer
propósito en el rechazo a la hegemonía cultural del clericalismo y al poder que la Iglesia
Católica conservaba en España. Frailes y sacerdotes habían salido en masa a las calles y
a los caminos cuando las guerras contra los franceses; la de 1794 y la de 1808. De ahí
en adelante, la batalla que libran con la finalidad de recuperar el control sobre las
conciencias de los ciudadanos marcará las expectativas liberales y, más adelante, las
republicanas. La renovada presencia de eclesiásticos a finales del siglo XVIII y
primeros momentos del XIX hizo florecer los comportamientos y los escritos
violentamente anticlericales.7 Se había activado un mecanismo de interacción que
alcanzaría su plenitud a inicios del siglo XX: el activismo católico contra los progresos
del laicismo o en pro de las potestades eclesiásticas creaba la respuesta agresiva de los
círculos librepensadores y republicanos, y al revés.
Junto a la influencia exterior y a los combates políticos, hubo un último factor
que contribuyó al desarrollo de los primeros focos republicanos: las luchas sociales. Los
7 Emilio La Parra y Manuel Suárez Cortina (eds.), El anticlericalismo español contemporáneo, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998, pp. 34-45. Jean-René Aymes, “Las repercusiones culturales de la Guerra gran y de la Guerra del francés: esbozo de una síntesis ordenada”, en Segon Congrés Recerques. Enfrontaments civils: postguerrres i reconstruccions, v.I, Lleida, Recerques/Universitat de Lleida/Pagès editors, 2002, p. 246. M. Suárez Cortina, “Secularización y laicismo en la cultura política del republicanismo español del siglo XIX”, en C. Cabrero Blanco, X. F. Bas Costales, V. Rodríguez Infiesta, S. Sánchez Collantes (coords.), La escarapela tricolor. El republicanismo en la España contemporánea, Oviedo, Universidad-KRK ediciones, 2008, pp. 55-85.
3
núcleos democráticos nacen en la clandestinidad y se ven marcados por las
contradicciones surgidas de la industrialización y la urbanización. Los antagonismos de
clase que se hacen visibles en las comarcas fabriles, o en ciudades como Madrid,
Málaga o Barcelona,8 dan lugar a agitaciones del naciente obrerismo y de fracciones
nada desdeñables de las clases medias. Exigen democracia, federalismo y reforma
social. Esto resultó ser así, sobre todo, desde el momento en que los obreros vieron que
los progresistas, su primera opción hasta mediada la centuria, les dejaban en la estacada
en lo relativo a lo que Miguel González designa como “resistencia a la proletarización”.
La acumulación de desengaños hizo posible, en un breve lapso, que el obrerismo, el
socialismo utópico y el republicanismo acabasen compartiendo espacios y perspectivas.
Sería la variante española de lo que W.H. Sewell caracterizó como república obrera: el
espacio de encuentro, y enriquecimiento mutuo, entre los demócratas más avanzados y
los militantes más activos de las sociedades populares y obreras que habían tomado el
relevo a las tramas gremiales.9
Llegados a este punto hay que introducir, creo, un par de matices. El primero
para anotar que la conexión entre democracia política y mundo obrero es, en ambas
direcciones, instrumental. El demócrata de 1840, como el republicano de 1860, verá en
el trabajador de taller o de fábrica un componente del Pueblo. Es éste último, todo él, el
sujeto colectivo que debe protagonizar la transición a la modernidad. Los trabajadores, a
su vez, perciben en el republicano, como antes en el progresista y siempre en el liberal,
la llave que puede abrirles las puertas de la reforma social o un aliado que les defiende
ante los tribunales de justicia y, si se da el caso, en los plenos de los ayuntamientos o en
sede parlamentaria.
El segundo matiz que hay que contemplar es que la conexión democracia-
ambientes populares no se dio sólo en las ciudades. Una de las imágenes heredadas del
pasado es la de una dualidad que opondría la ciudad liberal al campo retardatorio y
obscurantista, a unas comarcas rurales que constituían, en toda España, el bastión de la
reacción. En realidad las cosas fueron más complicadas y las agitaciones agrarias
8 A esta problemática ha estado atenta la más reciente generación de historiadores catalanes. Conviene recordar, por ejemplo, a Genís Barnosell, Orígens del sindicalisme català, Vic, Eumo, 1999, a Juan José Romero, La construcción de la cultura de oficio durante la industrialización: Barcelona, 1814-1860, Barcelona, Icaria-Universida de Barcelona, 2006 y a Albert Garcia Balañà, La fabricació de la fàbrica: treball i política a la Catalunya cotonera, 1784-1884, Barcelona, Publicacions de l'Abadia de Montserrat, 2004.9 R. Miguel González, “La república obrera. Cultura política popular republicana y movimiento obrero en España entre 1834 y 1873”, en C. Carrero et alii, La escarapela tricolor, pp.22-54. W.H. Sewell, Gens de métier et révolutions: le langage du travail de l'Ancien Régime à 1848, Paris, Aubier Montaigne, 1983.
4
tuvieron manifestaciones democráticas y republicanas. Conocemos, en sentido
contrario, de la capacidad de penetración tradicionalista en los ambientes urbanos. No
fueron pocas las gentes de oficio, los propietarios urbanos o los profesionales que
encontraron en don Carlos, el hermano de Fernando VII, y en sus herederos, una causa y
una promesa de solución a los males que padecían.
Además, conocemos que la práctica social del primerísimo liberalismo hispánico
veía en los militares, en los propietarios y en los profesionales a los agentes activos de
los proyectos de modernización. Al pueblo anónimo estos liberales podían adularlo,
pero el espanto que les despertaba la posibilidad de que actuase con autonomía les hacía
prescindir de él cuando diseñaban sus estrategias de acceso y, sobretodo, de gestión del
poder.10 Más adelante, ya mediada la centuria, el riesgo de las derivas autónomas de
sabor neojacobino -lo que Miguel González caracteriza como “república obrera”-
llevaría a los elementos conservadores del primer republicanismo a poner en cuestión la
validez de una construcción nacional tan decididamente partidaria de la incorporación
plena e inmediata del mundo del trabajo a la vida nacional. Sería la ocasión idónea para
recuperar el liberalismo político, el librecambismo económico y el idealismo
filosófico.11
Conceptos y primeros protagonistas
Los primeros pasos de las palabras república y republicanismo están relacionados con el
impacto de la República francesa de 1793. Alberto Gil Novales probó que con
anterioridad a ese momento hubo un uso intelectual y erudito de la idea de república. Se
establecía la equivalencia entre república y el sentido tradicional de nación como
colectividad humana definida por unos límites. Así mismo, de las repúblicas de la
antigüedad, y su universo discursivo, se tomaba el concepto de democracia como un
gobierno racional en donde los hombres tenían iguales derechos y en donde cualquiera
podía elevarse por sus méritos. De ese mismo universo procedía, también, la noción que
la democracia era un diálogo constante en el seno de la sociedad civil. Obviando todo
tipo de matices lo cierto es que Roma, y en ocasiones Atenas, Esparta y el conjunto de
la Hélade aportarían, a la cultura política de la izquierda española, “la perduración
10 Irene Castells, “Antonio Alcalá Galiano”, en Joan Antón y Miquel Caminal (comps.), Pensamiento político en la España contemporánea 1800-1950, Teide, Barcelona, 1992, pp. 123-131. François-Xavier Guerra, Modernidad e Independencias, Mapfre, Madrid, 1992, p. 362.11 R. Miguel González, Historia, discurso y prácticas sociales. Una contribución a los futuros debates sobre el republicanismo decimonónico y las culturas políticas”, en Historia Contemporánea 2008 (II)* 37, p. 394.
5
admirativa de un concepto: el de virtudes republicanas, virtudes siempre austeras e
imponentes”.12
Con anterioridad a 1793 hubo una circunstancia que comportó que el término
república desbordase la mera significación filosófica. La independencia de los Estados
Unidos de América afinó el sustantivo. Habiendo colaborado Carlos III con aquellos
que debilitaban al Imperio británico, “propuso a sus nacionales en términos no hostiles
un concepto de República, casi diría, una utopía que al haberse ya realizado en una parte
de nuestro planeta, resultaba factible”. De la noción norteamericana de república se dirá
que influyó en los demócratas españoles en el sentido de llevarles a pensar en un
régimen basado en la soberanía nacional mediante la representación, en la división de
poderes y en un sistema de ordenamiento interior de tipo federal. Es cierto que, por
ejemplo, en 1836 el diario madrileño El Corsario, dirigido por Ramón Xaudaró,
anunció la publicación en cuadernos, y a precios especiales para sus suscriptores, de la
Esplicación de los principios del gobierno republicano tal cual ha sido perfeccionado
en los Estados Unidos de América; obra de Aquiles Murat traducida por Gabino Gasco.
Con todo, el caso norteamericano contribuiría poco, y sólo en ciertos aspectos, a fijar un
proyecto para España. Al tratarse de un mundo nuevo, distante de Europa, a esa
república se la podía admirar, pero “se la ve[ía] siempre como algo muy peculiar,
irrepetible, lejano, siempre en otro contexto”.13 La barrera no era sólo geográfica, ni de
distancia entre viejas y nuevas naciones. Mientras en Estados Unidos la idea de libertad
social se convirtió en el cimiento que sostenía el debate en el parlamento, la prensa o
entre la ciudadanía, en el continente europeo dicha idea era profundamente subversiva.
En Europa, escribirá Emilio Castelar, la revuelta es necesaria en la medida que hay que
cerrar el largo paréntesis de oscuridad en el que la historia sumió a sus pueblos y
naciones. El caso de América, en general, y de los Estados Unidos en particular,
razonará, es bien distinto. El ideal democrático que habría anidado en el corazón de los
individuos libres y de los filósofos pudo levantarse en un escenario incontaminado por
12 A. Gil Novales, “Del liberalismo al republicanismo”, en J. A. Piqueras y M. Chust (comps.), Republicanos y repúblicas en España, Siglo XXI, Madrid, 1996, p. 82; y “El primer vocabulario de la Revolución Francesa en España, 1792”, en Eluggero Pii, I linguaggi politici delle rivoluzioni in Europa, XVII-XIX secolo, Leo S. Olschki, 1992, pp. 285-298. Carmen Mc Evoy a la reedición de Juan Espinosa, Diccionario para el pueblo: republicano democrático, moral, político y filosófico (Lima, 1855), Pontificia Universidad Católica del Perú-Instituto Riva-Agüero/University of the South-Sewanee, Lima, 2001, p. 12.13 A. Gil, “Del liberalismo al republicanismo”, p. 85. F. Peyrou, El republicanismo popular, pp. 16-17. El Corsario, 18.X.1836. Anna M. García Rovira, “Radicalismo liberal, republicanismo y revolución (1835-1837)”, en Ayer 29 (1998), pp. 63-90, y “Republicanos en Cataluña. El nacimiento de la democracia (1832-1837)”, en M. Suárez Cortina (de), La redención del pueblo. La cultura política progresista en la España liberal, Santander, Universidad, 2006, pp.115-143.
6
la historia. Ello comporta que se tenga “por la mejor de las sociedades aquella en que el
individuo puede manifestar libremente su pensamiento y su voluntad, encarnar su vida
en las instituciones, levantarse a la conquista del progreso por medios pacíficos,
llevando como lleva en su alma el eterno tipo de lo verdadero, de lo bello, es decir,
todas las dulcísimas armonías del mundo moral”.14 Definitivamente, algo muy lejano.
Los republicanos, salvo contadas excepciones, no defendieron la traslación de un
tipo de comunidad liberal como la estadounidense. Aquí, las condiciones de civilización
eran muy diversas y la noción norteamericana de libertad social resultaba explosiva:
“está cargada de dinamita”. Retengamos, no obstante, que la idea de la repartición de la
soberanía entre un gobierno federal y los Estados, mayoritaria en el republicanismo
español de las décadas centrales del Ochocientos, se desarrolló a partir del ejemplo
americano. Complementariamente, el modelo republicano francés dejará su huella -una
cierta impronta jacobina- en la importancia dada al sufragio universal, a las políticas
orientadas a obtener el mayor grado de nivelación social -sin atentar a la noción de
propiedad privada- y a la virtud cívica.15
Y no es que la entrada del referente galo fuese la mejor posible. En 1793,
durante la guerra que España sostuvo con la República francesa ésta contó con unos
pocos, y aislados, colaboradores. Guipuzcoanos o catalanes a los que se suele presentar
como figuras anticipadoras del republicanismo y que, para regocijo de sus censores,
nace con el estigma de la importación. Mala cosa, la de la raíz extranjera, en un siglo
presidido por los esfuerzos de nacionalización. Peor aún si se trata de un extranjero
ocupante. En las comarcas fronterizas con Francia los contactos con los soldados
republicanos no podían ser más que impopulares; como, de hecho, lo eran todos los que
procuraba un ejército que vivía sobre el terreno. La herida, convenientemente reabierta
por los elementos del clero hostiles a la revolución, no dejaría de sangrar durante mucho
tiempo. 16
Los primeros personajes cuyo nombre aparece asociado a una conspiración o
proyecto republicano no pueden calificarse de elementos populares. Los implicados en
14 Louis Hartz, La tradición liberal en los Estados Unidos. Una interpretación del pensamiento político estadunidense desde la Guerra de Independencia [1955]. México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 71-72. E. Castelar, prólogo a F. Garrido, La República democrática federal universal, Madrid, 1856, p. 19. 15 Demetrio Castro Alfín, “Jacobinos y populistas. El republicanismo español a mediados del siglo XIX”, en José Álvarez Junco (Comp.), Populismo, caudillaje y discurso demagógico, Madrid, CIS-Siglo XXI, 1987, pp. 181-217.16 Jean-René Aymes, La guerra de España contra la Revolución francesa, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1991. A. Gil, “Del liberalismo al republicanismo”, pp. 87-88.
7
la Conspiración de San Blas, de 1795, por ejemplo, eran profesores, abogados y
comerciantes que se reunían en la logia La España. El manifiesto que dirigieron al
pueblo madrileño exigía reducir a sus justos límites la dignidad real; en otras palabras,
recuperar el horizonte de intervención de los súbditos. Las referencias republicanas eran
un argumento de presión en favor de la evolución constitucional de las instituciones
monárquicas. En el caso de que el monarca no emprendiera ese camino, los
complotados hacían constar que seguían con interés todo aquello que ocurría allende los
Pirineos.17 Estamos ante un tipo de republicanismo que o nace de la predisposición a
cooperar con los hijos de la revolución francesa o es entendido como una arma de
presión para forzar el cambio desde dentro. Un republicanismo instrumental, en fin, que
flaqueó con prontitud. El Terror, primero, la ascensión de Napoleón, más tarde, y, al fin,
la que más adelante se conocerá como Guerra de la Independencia, bloquearían las
afinidades retóricas y debilitarían el alcance de las simpatías.18
El exilio de 1814 o, tras la entrada de los Cien mil hijos de San Luis, el de 1823
facilitaron la revisión del bagaje cultural previo. Los liberales obligados a fijar su
residencia en el exterior perfilaron los rasgos de la democracia hispánica. En las décadas
de 1820 y 1830 personajes como el liberal gaditano Joaquín Abreu vivirán situaciones
germinales. Lo explicó Antonio Elorza. Abreu sale en 1817 y en 1823. En esta última
ocasión había sido incluido en el decreto de la regencia de 23 de junio, uno de los que
cerró el Trienio Liberal. Había votado la Regencia y ello le convertía en “culpable de
lesa majestad”. La confiscación de bienes y la condena a muerte eran las penas
previstas. De esta última se escapó viajando a Gibraltar, Tánger, Argel, Bélgica y
Holanda. El itinerario aclara cual será la puerta de salida, y las etapas, del exilio
meridional. El destino final pone de relieve las posibilidades de aprendizaje que ofrece
la expatriación. Fue en los Países Bajos donde Abreu pudo completar sus conocimientos
y ampliar sus perspectivas a propósito de las cuestiones agrarias. Cierto que ya en 1823
había tomado parte en la redacción de la Ley de reparto de bienes comunales, pero en
Holanda tuvo la oportunidad de conocer in situ modelos de gestión social y económica
de la tierra que le abren perspectivas de trabajo para cuando retorne a España. Del
17 A. Eiras, El partido demócrata, p. 47. D. Castro Alfín, “Orígenes y primeras etapas”, p. 36. Coincide, en líneas generales, con la evaluación de A. Elorza, La ideología liberal en la Ilustración española, Madrid, Tecnos, 1970. Enrique Rodríguez Solís, Historia del partido republicano español, Madrid, F. Cao y D. de Val, 1892-1893, t. I, p. 606.18 A. Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, en Obras escogidas, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1955, t. I., p. 23. A. Gil Novales, “Del liberalismo al republicanismo”, p. 91. A ese tipo de republicanismo parece referirse Manuel Godoy en sus Memorias; cf. Javier Figuero, Si los curas y frailes supieran... Una historia de España escrita por Dios y contra Dios, Madrid, Espasa, 2001, p. 190.
8
mismo modo, será en Marsella donde caiga en sus manos el periódico societario La
réforme industrielle, hoja que se ocupa de divulgar los proyectos de reforma social de
Charles Fourier.19
El exilio no sólo modifica los puntos de vista del liberal exaltado sino que crea
una categoría humana muy arraigada en el republicanismo español. El exiliado es
alguien al que se supone integrado en toda suerte de redes clandestinas, conspirativas.
Es así como conecta con el interior. Ahí nacen, crecen y mueren rápidamente las
sociedades de comuneros y carbonarios. Articuladas por elementos profesionales e
intelectuales, los miembros de dichas sociedades secretas procuraron, de forma
progresiva, la participación política de “la clase más infame de la sociedad”. Entendían
esas voces críticas por lo más ruin “un albañil, un zapatero, un tripero, un carnicero, un
relojero,...”. Esos habían sido los asistentes a una reunión de exaltados en la Zaragoza
del abril de 1822.20 Esos serían, más tarde, durante el reinado de Isabel II, el Sexenio o
la Restauración, las bases sociales sobre las que el republicanismo construirá un
movimiento de masas, integrado, como señalaban exageradamente diversas fuentes de
los años 1820, por decenas de miles de personas.
Era en los cafés madrileños donde los miembros de las sociedades secretas salen
a la luz. Como el audaz Juan Romero Alpuente dirigiendo la palabra a los congregados
clamando por la República y la repartición de bienes. En rigor, lo que se esconde tras el
gesto es un entramado oscuro de plataformas de vida breve que tenían por finalidad la
apología de la Constitución de 1812. Objetivo que, ciertamente, les situaba en abierta
oposición a Fernando VII, y, por ello, a esa monarquía. En febrero de 1823, la
comunería, que contó, incluso, con la aquiescencia de militares de prestigio, como los
generales Riego o Espoz y Mina, daría origen a dos líneas de desarrollo: la
confederación comunera El Zurriago y los comuneros constitucionales.21 Algunas de
estas sociedades cooperaron en los levantamientos exaltados que cuestionaban los
límites que Fernando VII imponía a las transformaciones liberales. Conspiraciones que
involucran, en abigarrada mezcolanza a emigrados piamoneteses, napolitanos o
franceses con gentes del país y aún con agentes al servicio de la monarquía absoluta
interesados en desacreditar y desestabilizar al conjunto del liberalismo. No es menos
19 Antonio Elorza, “Estudio preliminar” a El fourierismo en España. Selección de textos y estudio preliminar de..., Madrid, Revista de Trabajo, 1975, p. XV.20 Iris M. Zavala, Masones, comuneros y carbonarios, Madrid, Siglo XXI, 1971, pp. 74-75.21 I. Castells, “José María Torrijos (1791-1831). Conspirador romántico”, en Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma, Liberales, agitadores y conspiradores. Biografías heterodoxas del siglo XIX, Espasa, Madrid, 2000, p. 83.
9
evidente que estos episodios respondían a un genuino malestar por las incertidumbres
políticas y, aún, por las condiciones de existencia de diversos grupos sociales.22
Tiempos difíciles
La última fase de la monarquía de Fernando VII, la Década Ominosa, pudo ser un
paréntesis en la historia del lento emerger del republicanismo; pero no un vacío. Cuando
en 1918 el republicano Josep Puig Pujades biografía a Narcís Monturiol, patriarca de la
democracia federal al tiempo que inventor y hombre de ciencia, pintará para sus lectores
un cuadro de época cuyas tonalidades cromáticas son transparentes: las persecuciones
políticas y religiosas se cebaban sobre los liberales sometidos a la férula del monarca
absoluto, toda propaganda impresa era imposible y el fuego sagrado de la idea se
mantenía en las logias masónicas o en reuniones privadas. Tanta precaución no impidió
que muchos inocentes expiaran, en patíbulos y presidios, sus delitos políticos y sociales.
Por lo demás, estas acechanzas generaron pobreza y miseria, la extensión de la
ignorancia y la agonía de la vida intelectual. La frontera era, ahora sí, una barrera física
que impedía conectar con las fuentes exteriores de progreso. La tiranía absoluta solo
podía dar de sí la creación de la Escuela Nacional de Tauromaquia.23 En otras palabras,
los diez últimos años de la vida de Fernando VII no fueron el mejor momento para el
progreso de la mentalidad republicana, aunque facilitaron muchas de las imágenes que,
después, permitirían a la democracia cobrar fuerza y dibujar su perfil.
Los contornos del republicanismo se definen en los años 1830 al hacerse
proclamas menos prudentes en este sentido, tanto en las sociedades secretas como en las
juntas municipales revolucionarias que emergen en las coyunturas de crisis políticas.
También las publicaciones, tanto en forma de periódicos como en hojas sueltas o
folletos, circulan prolijamente. De nuevo la influencia francesa resulta notable. En
septiembre de 1830 la más importante de las asociaciones republicanas, la Société des
amis du peuple, publica un llamado a sus conciudadanos en el que proclama que “En
Espagne, au Portugal, dans toute l’Allemagne, en Italie, à nos portes en Belgique, à
l’extrémité du continent en Russie même, la victoire du Peuple français a réveillé tous
les sentiments nationaux et populaires: partout les idées de liberté renaissent, se font
22 D. Castro Alfín, “Republicanos en armas. Clandestinidad e insurreccionalismo en el reinado de Isabel II”, en Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, n. 23, CNRS, VI.1996, p. 32. 23 J. Puig Pujadas, Vida d’heroi. Narcís Monturiol, Barcelona, L’Avenç, 1918, pp. 31-33.
1
jour et dominent les intérêts ordinaires de la vie”.24 Algo exagerado el diagnóstico, sobre
todo en lo que se refería a España. Pero no inexacto del todo.
El efecto combinado de dinámicas internas e incentivos exteriores estimuló la
creatividad de los republicanos. En 1832 Xaudaró redacta las Bases de una Constitución
Política o principios fundamentales de un sistema republicano. La obra, conocida por
su edición de 1868, inauguraba una fecunda tradición de proyectos federales
encaminados a recrear la nación. Los ciudadanos que reunían las capacidades
correspondientes tenían que estar en contacto directo con un poder que había emanado
de ellos. La relación entre ciudadano e instancias de poder permite la libertad y la
representatividad. Ahora bien, la participación sólo se garantiza en estados de pequeñas
proporciones. El despotismo opera a sus anchas en las naciones extensas, mientras que
no logra imponerse en los distritos reducidos. Es, pues, por razones prácticas, y no con
argumentos de tipo histórico o étnico, que se propone que el país se organice como una
confederación de 25 estados uniprovinciales que contarían, cada uno, con medio millón
de habitantes.25 La fórmula no tuvo incidencia. El choque entre moderados y
progresistas, así como entre todos ellos y los carlistas marcaban la agenda política del
momento.
No obstante, de Xaudaró en adelante, demócratas y republicanos, desde la
oposición, el exilio o la clandestinidad, fueron enemigos del centralismo y partidarios de
un abanico de propuestas que iba de la descentralización al federalismo. En este orden
de cosas, debe recordarse que la adopción del federalismo lleva consigo la consigna de
la unión con Portugal, aconsejable “por el paralelismo histórico de ambos países y con
base social en las grandes masas de jornaleros y de pequeños propietarios que en los
dos reinos existen, y que continúan en el estado de miseria y de abatimiento en que las
puso la crueldad de los tiranos”.26 El Huracán, de Madrid, o El Nacional, de
Barcelona, serán algunos de los periódicos que dan a conocer, ya en la década de 1840,
diversos programas con el objetivo de la unidad peninsular. Los ejemplos se multiplican
hasta 1859, cuando Sixto Cámara publicaba en Lisboa A Uniao Iberica. El fascículo
contaba con un prólogo del iberista Manuel de Jesús Coelho, e incluía todo un plan
24 Société des amis du peuple à ses concitoyens (suivi du procès-verbal de la séance du 25 septembre 1830), p.3. 25 A. M. Garcia Rovira, “Los proyectos de España en la revolución liberal. Federalistas y centralistas ante la inserción de Cataluña en España (1835-1837)”, Hispania, Madrid, T. LIX, n. 203, 1999, pp. 1017-1020. 26 J. J. Trías Vejarano y A. Elorza, Federalismo y Reforma Social en España, 1840-1870, Seminarios y ediciones, Madrid, 1975, p. 150. El Peninsular, 15.III.1842.
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ideado para facilitar el lento e inexorable acercamiento de los dos pueblos: mejora de las
comunicaciones entre los dos países, progresiva asimilación de los derechos políticos a
un lado y otro de la frontera, suspensión de aduanas, fomento de instituciones de cultura
compartidas, enseñanza del idioma adyacente en las escuelas nacionales,... Un cúmulo
de propuestas que llevaban implícita la noción que sólo la común deriva republicana
podía facilitar un camino que de otra manera sería impracticable.27
El proyecto de Xaudaró no surge en el vacío, no es el resultado aislado de una
mente febrilmente imaginativa. En el Madrid de 1833, o en la Barcelona de las
bullangas (1835-1837), se lanzan octavillas en las que se alude a la República. En 1836
sale a la luz el periódico Sancho Gobernador en el que se deslizan argumentos de corte
republicano. El mismo Xaudaró se encuentra tras las páginas del periódico El Catalán y
de las de El Corsario. Allí refleja su noción de gobierno representativo, expresión de la
soberanía nacional y de la voluntad general; su ambigüedad en la definición del poder
moderador; su preferencia por una democracia basada en la clase media como motor de
la vida nacional; su interés por aportar soluciones a la problemática social que crece en
la Barcelona industrial y en sus alrededores. Esa Barcelona de las bullangas que
alimenta “espiritualmente” a un joven Francisco Pi y Margall que, tras dejar a los trece
años el Seminario, y junto a un amigo, se complace en acercarse a los barrios
revoltosos, visitar las barricadas y conversar con sus defensores. Esa Barcelona en la
que el cónsul francés podía hacer afirmaciones alarmantes a sus superiores.
Afirmaciones como que en las sociedades secretas se ocultaba un partido puramente
republicano que contaría con 1.800 exaltados que “revent la République Universelle”, o
como aquella otra que anunciaba una asonada, para la noche del 16 al 17 de diciembre
de 1836, en la que se procedería a “proclamer l’independance de la Catalogne et la
république”. Era en el ámbito de las agitaciones urbanas en donde, como anota García
Rovira, el liberalismo radical mostraba cuatro rasgos definidores: la continuidad del
modelo insurreccional moldeado por los liberales durante la Década Ominosa; el
acuerdo sobre la prioridad de acabar con el absolutismo; en consecuencia, la aceptación
del principio monárquico para no introducir más fisuras en el liberalismo; y la confianza
en la respuesta positiva de los sectores populares al llamado liberal.28
27 F. Garrido, Los Estados Unidos de Iberia, 2ª ed., Madrid, Imp. de Juan Iniesta, 1881. 28 A. M. Garcia Rovira, “Radicalismo liberal, republicanismo y revolución (1835-1837), en Ayer 29, 1998, pp. 63-91. María Cruz Romeo, “La sombra del pasado y la expectativa de futuro: «jacobinos», radicales y republicanos en la revolución liberal”, en I. Castells y L. Roura, Revolución y democracia. El jacobinismo europeo, Ediciones del Orto, Madrid, 1995. I. Castells, La utopía insurreccional del liberalismo. Torrijos y las conspiraciones liberales de la década ominosa, Barcelona, Crítica, 1989.
1
Nos hallamos en el mismo camino que dejamos en 1823; aunque ahora algunas
leguas más adelante. Al margen de alguna toma de posición en la que el monarquismo
constitucional se presenta como una tránsito suave a la república, lo significativo será la
aparición de una retahíla de sociedades y de periódicos que forman, unas y otros, la
débil osamenta del primer republicanismo. Algunas de las sociedades tomaban nombres
que las relacionaban con entidades similares de la Europa romántica y revolucionaria -
así la Joven España-, otras de inequívoco gusto y, probablemente, vinculación franceses
optaban por titularse Defensores de los Derechos del Hombre, o Vengadores de Alibaud
y parecían responder a la voluntad de no dejar sin respuesta las agresiones que
precursores de la democracia y defensores de los intereses populares habrían padecido
en los años anteriores. No faltaban las modalidades más castizas como Santa
Hermandad o Lágrimas de Torrijos.29 Por lo que hace referencia a los periódicos
destacarán El Graduador, La Revolución, El Huracán, El Peninsular, El Correo de los
Pobres y Guindilla, en Madrid, El Republicano y El Popular, en Barcelona, el
Centinela de Andalucía, en Sevilla o el Demócrata y El Santo del Día, en Cádiz. El
diario pasa a ser consustancial al partido republicano: es su mecanismo de relación, el
espacio en el que maduran y se difunden los principios y los horizontes sociales
alternativos, el instrumento que hace visibles a quienes han de moverse con prudencia.
Un par de trabas: la guerra civil y la equiparación con la anarquía
Los tímidos progresos que la voz república hizo en el mercado de proyectos e ideales de
la España liberal se vieron limitados tanto por la centralidad que adquirió la guerra civil
entre liberales y carlistas como por la equiparación, muy prematura, entre república y
caos.
Es cierto que la coyuntura bélica dio origen, incluso, a episodios de colaboración
carlo-republicana. Se trataba de hacer frente, en un contexto de crisis social y
económica como la registrada a principios de la década de 1840, a las modalidades que
había adoptado la transición al liberalismo y al capitalismo. Con todo, lo relevante sería
lo que no llegó nunca a producirse, aquello que insinuaban los camaradas el otro lado de
la frontera: “La défaite du parti libéral hâtera la mise en place du parti républicain”.30 El
riesgo de una reacción pura y dura evitó el desplazamiento hacia el campo de la
democracia republicana federal de un número notable de liberales avanzados.
29 A. Eiras, “Sociedades secretas republicanas en el reinado de Isabel II”, en Hispania n.86, Madrid, CSIC, 1962, pp. 251-310. Le National, 22.I.1838.30 La Tribune, 9.XI.1834.
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Tampoco ayudo a deslindar el campo de la democracia la costumbre, usual entre
sus enemigos, de asociar república a caos, a opresión y a anarquía. Éste es un hábito que
viene de lejos. Mediante el rótulo republicano se estigmatiza a aquellos que, en 1814, se
muestran poco proclives a aceptar el retorno de un rey absoluto así como a aquellos que
han cooperado con los franceses. Se les presenta como demócratas, impíos y libertinos,
como gente que da vida a todo tipo de sectas: los republicanos, individuos que se
oponen al monarca o que manifiestan animosidad a las bases católicas que legitiman el
poder real, serían los agentes de una trama oculta al servicio de una agenda enigmática y
terrible. Los diputados absolutistas que firmaron el Manifiesto de los Persas, presentado
a Fernando VII en abril de 1814, unieron, sin matices, anarquía, impiedad y república.
Según los elementos absolutistas, que preconizaban el rechazo real a la Constitución de
1812, “Los más sabios políticos han preferido esta monarquía absoluta a todo otro
gobierno. El hombre en aquélla no es menos libre que en una república; y la tiranía aun
es más temible en ésta que en aquélla”.31
También en las décadas de 1820 y 1830 se constata el uso denigratorio de la
categoría republicana. Tanto los reaccionarios como los liberales moderados injuriarán a
los partidarios del liberalismo exaltado acusándoles de veleidades republicanas. Los
periódicos moderados atribuirán a los exaltados que se agrupaban en las sociedades
comuneras una intención republicana y federal, cuando no confederal. Aunque el epíteto
anarquista ganaba terreno al inicial de jacobino entre los detractores del republicanismo,
estos críticos continuaban achacando tales frivolidades a que los elementos más
avanzados del liberalismo español eran “serviles y servilones copiantes de la revolución
francesa”. De nuevo la acusación de forastero, que el republicanismo hispánico se
apresuraba a rechazar. Un año más tarde, en 1822, El Zurriago, órgano de los exaltados,
advertía contra quienes “Fingiendo huir del republicanismo” y “Hablando de facción, de
revoltosos” frenaban el desarrollo de los clubes y sociedades patrióticas, y conspiraban
en pro de una restauración moderada. En otras palabras, desmentía el carácter
republicano de la izquierda liberal y atribuía la acusación a un manejo propagandístico
tendente a desacreditarla.32
Carlistas y católicos utilizarán la visión catastrofista de la vida en república. No
fueron, sin embargo, los únicos en debelar a la República. Ésta era una amenaza, real o 31 Citado en F. Díaz-Plaja, La Historia de España en sus documentos S. XIX, Plaza Janés, Barcelona, 1971, p. 127. 32 I. Zavala, Masones, comuneros, p. 110. D. Castro, “Orígenes y primeras etapas del republicanismo”, en Nigel Townson (e.), El republicanismo en España (1830-1977), Alianza, Madrid, 1994, p. 38.
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ficticia, para muchos otros segmentos de la vida española en época de mudanza. Un
flanco desde el que emergieron críticas de naturaleza similar fue el de ciertas corrientes
societarias alarmadas por el radicalismo igualitarista de los movimientos sociales en los
que se hallaban implicados los republicanos. Acaso uno de los ejemplos más claros en
este sentido fue el del fourierista Abreu quien en marzo de 1841 escribía que los
republicanos “caminan, no ciertamente a obtener el bienestar de los doce millones de
españoles hambrientos, sino a la desolación de las masas que intentan proteger y al
exterminio de los capitales indispensables a la reproducción de la riqueza misma que
necesitan”.33 Poco antes, con ocasión de la bullanga del 13 de enero de 1837, el liberal
El Vapor hablaba de sus protagonistas como “maratistas en caricatura” y fijaba entre sus
fines la proclamación de la república federativa. Así lo deducían del hecho que los
manifestantes hubiesen gritado “¡Viva la constitución neta!”. Estos mismos medios, y
algunas comunicaciones consulares, enfatizaban las expectativas federales y la
existencia de redes que, de acuerdo con sociedades madrileñas -los Comuneros de la
Joven España, los Hermanos de la Gran Unión, la Sociedad de los Derechos del
Hombre de París o los Vengadores de Alibaud-, pondrían como condición la previa
independencia de las provincias catalanas para proceder a la posterior articulación
federal de la Península Ibérica. Cierto o no, que no lo era en estos términos, lo decisivo
es que parecía creíble. 34 De seguro se trató en la mayoría de ocasiones de intoxicaciones
encaminadas a descalificar, ante las clases acomodadas, no ya a los republicanos sino a
los elementos más radicales presentes en el debate liberal. Pero, en la medida que
reflejan los temores del liberalismo respetable, esos bulos ilustran a propósito de algo
que suena verosímil. El ideal republicano, que ha nacido entre las élites intelectuales
está creciendo con un fuerte matiz clasista. Aquellos que tomen el relevo, con el paso
del ecuador de la centuria, entenderán la república federal como un ideal de
organización del Estado que suponía, junto a un proyecto de modernidad, la subversión
de las jerarquías, tanto las tradicionales como las que cuajaban en la sociedad liberal.35
33 El Nacional, 26.III.1841.34 Pere Anguera, Els precedents del catalanisme. Catalanitat i anticentralisme: 1808-1868, Barcelona, Empúries, 2000, pp. 162-165.35 J. Álvarez Junco, “Cultura popular y protesta política”, en J. Maurice, B. Magnien et D. Bussy Genevois (eds.), Pueblo, movimiento obrero, cultura en la España contemporánea, Saint Denis, PUV, 1990, p. 160.
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Desmarcándose del progresismo
Los motivos que las corrientes radicales del liberalismo tuvieron para avanzar por el
camino de la democracia y del republicanismo estuvieron muy relacionados, a finales de
los años treinta y primeros cuarenta, con un par de decepciones. La primera fue la
provocada por el texto constitucional de 1837. Una vez más, la incapacidad para abrir el
juego político a un número amplio de actores estimulaba la radicalización. La
Constitución de 18 de junio de 1837 mantenía el principio de soberanía nacional, la
división de poderes y la declaración de derechos aprobada en Cádiz en 1812, pero
también introducía el bicameralismo, otorgaba la iniciativa legal a la Corona y adoptaba
criterios censatarios para regular el sufragio: poco más del 2% de la población tenía
derecho de voto. Los mecanismos de participación y de representación eran, pues,
restrictivos y muy alejados de las propuestas democráticas en favor del sufragio
universal para los hombres mayores de 25 años. La monarquía parecía incompatible con
la soberanía popular.36 Por si ello no fuera suficiente, vino, en 1839, la disolución de las
Cortes progresistas. La discusión y promulgación del código estimuló un nuevo ciclo de
insurrecciones que tendría su momento álgido en el alzamiento de 1º de septiembre de
1840 en diversos puntos de España.
Previamente, los esfuerzos conspirativos y propagandísticos de los demócratas
culminaron con un episodio de coordinación. La tendencia a agruparse en momentos de
grandes expectativas y a diseminarse en múltiples expresiones organizativas a renglón
seguido -para volver a empezar a la menor ocasión- fue una constante histórica del
republicanismo español. A diferencia del carlismo, por ejemplo, no hubo ni liderazgos
incontestados ni, excepción hecha de los años 1868-1873, un único partido. En fin, estas
dos circunstancias a las que aludía, para 1837 y 1839, permitieron que surgiera la más
importante de las sociedades secretas, La Federación, que fusionaba algunas de las
anteriores y que ha sido valorada como “el primer ensayo de creación de un partido
demócrata-republicano en la clandestinidad a escala peninsular”37 , o que, hacia 1840 y
alrededor de El Huracán, se coordinasen los notables republicanos: Abdón Terradas
Cuello, en Cataluña; Luis Reverter, Ample Fuster, Guerrero, Sorní y Ayguals de Izco,
36 Garrido, tras señalar que hasta 1837 la constitución de 1812 había servido de bandera al partido revolucionario, sostuvo que “la reforma llevada a cabo por las cortes constituyentes progresistas de dicho año, por la cual quedó convertida en una constitución doctrinaria, hizo que los progresistas dignos de este nombre enarbolasen la bandera republicana”; en Historia del reinado del último Borbón en España, Salvador Manera, Barcelona, 1868-1869, t. II, p. 1262. 37 J. Maluquer de Motes, El socialismo en España: 1833-1868, Crítica, Barcelona, 1977, p. 277.
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en Valencia; Pedro Méndez Vigo, el Conde de las Navas, Patricio Olavarria -fundador
de El Huracán el 10 de junio de 1840- y otros en Madrid.
La acción republicana de los años 1840-1843 tuvo, de nuevo, su expresión más
visible y eficaz en la red de periódicos. El segundo gran diario republicano madrileño,
El Peninsular, será fruto del empeño del diputado demócrata Manuel García Uzal. Por
su parte los hermanos Eduardo y Eusebio Asquerino, contando con la colaboración de
Francisco Javier Moya y de Sixto Sáenz de la Cámara -Sixto Cámara-, animan los
periódicos que surgen en la capital a raíz de la frustrada rebelión centralista de
septiembre de 1843. El Eco de la Revolución, El 1º de Septiembre y La Libertad pueden
ser catalogados de órganos del socialismo fourierista, pero dan cabida, también, a
artículos de clara orientación democrática. En paralelo, las hojas volantes proliferaban
en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Cartagena, Albacete, Teruel, Palencia,
Cádiz, Las Palmas de Gran Canaria y Pamplona. Según El Peninsular, estas hojas
servían para “ilustrar las grandes masas y combatir los torpes abusos de los
gobernantes”.38 La tarea organizativa y periodística, aunque embrionaria, originó una
junta que asumió la responsabilidad de dirigir las acciones a realizar.
La presión gubernamental no fue la menor de las razones por las que el
republicanismo de inicios de la década de 1840 se movió a remolque del progresismo.
Fue junto a los progresistas que los elementos democráticos y populares se levantan
contra la Ley de Ayuntamientos del 15 de Julio de 1840.39 Las Juntas que se
constituyen por todo el país pidiendo la dimisión del gobierno moderado no son ajenas a
la influencia del progresista Mendizábal. De todos modos, en Teruel parece que son
elementos republicanos los que inician la revuelta popular el 23 de septiembre de 1840,
o que la agitación callejera en Barcelona presenta rasgos de radicalidad que hacen
presumir que el movimiento contenga sectores situados a la izquierda del progresismo.
Ciertamente no puede hablarse de participación republicana, en sentido estricto, pero
como en tantas otras circunstancias del agitado primer tramo del Ochocientos, la
problemática del poder municipal o las prácticas juntistas posibilitarán más tarde una
lectura republicana de los acontecimientos. Del mismo modo que el bombardeo de
Barcelona, en noviembre de 1842, por parte de las tropas leales a Baldomero Espartero
con la finalidad de acabar con una Junta Central que sostenía un programa de
38 El Peninsular, 27.V.1842, citado por F. Peyrou, El republicanismo popular, p. 27.39 A. Eiras, El partido demócrata, pp. 93-94. J. Maluquer de Motes, El socialismo en España, p. 282.
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democracia y reforma será etiquetado, falsamente, como el momento de la gran ruptura
entre progresismo esparterista y movimiento popular.
En agosto de 1842 Wencesalo Ayguals de Izco levantará acta del nacimiento del
partido democrático-federal y lo presentará como el único que podía dar la felicidad a
las masas populares.40 La ciudad de Barcelona se verá inmersa en una dinámica de
agitaciones en la que los republicanos adquieren un protagonismo creciente, ya sea en la
Jamancia de verano de 1843 -el movimiento en favor de la Junta Central, apadrinado
por la Junta , y del que se pudo escribir que tuvo tonos revolucionarios “dando la
democracia un paso más avanzado que el precepto monárquico constitucional”- o en los
conflictos armados que se desarrollan en octubre y noviembre de ese mismo año. La
creciente distancia, que no ruptura definitiva, respecto de Espartero abre espacios para
la eclosión del republicanismo. Y aquí es donde encontramos la segunda de las grandes
decepciones, tras la de la Constitución de 1837, que llevan a sectores del liberalismo a
la deriva republicana. El prospecto anunciador del periódico El Porvenir, a finales de la
primavera de 1843, lo exteriorizará con una antinomia reconocible: “¡Abajo Espartero.
Viva el pueblo, el único soberano!”. La misma llamada a la subversión -más un
explícito “A las armas!!!”- que los republicanos catalanes Francisco Riera, Eduardo
Aviñón, Ignacio Montaldo y Juan Rovira firmarían en junio. Es el momento álgido de la
coalición antiesparterista.41 Entre los meses de mayo y julio de 1843 los republicanos se
alían con los moderados para echar del poder al caudillo militar progresista.
Iniciada en Andalucía la sublevación antiesparterista se extiende por Cataluña,
Aragón y Valencia. Juntas revolucionarias aparecen en distintas ciudades. Los
elementos demócrata republicanos adquieren visibilidad compartiendo protagonismo
con progresistas radicales y moderados. De hecho, serán estos últimos los únicos
beneficiarios. La caída de Espartero comporta la entrega del poder a los espadones
moderados y los demócratas pasarán de las Juntas a las sociedades secretas. El federal
Víctor Pruneda pasará de la Junta Superior de Gobierno Popular a la Sociedad Anónima
de Teruel, de dar “el grito de insurrección” a refugiarse en la clandestinidad y en las
hojas anónimas.42 De hecho, y ello será también un rasgo que sus enemigos
considerarán inherente al partido republicano, el proceder demócrata y republicano tiene
algo de errático. Cuando perciben, demasiado tarde, cual será el resultado de su 40 Guindilla, 21.VIII.1842.41 El Huracán, 9.VI.1843. M. Marliani, La Regencia de D. Baldomero Espartero y sucesos que la prepararon, Madrid, Imp. M. Galiano, 1870, p. 688. 42 José Ramón Villanueva, Víctor Pruneda, una pasión republicana en tierras turolenses, Rolde de Estudios Aragones, Zaragoza, 2001.
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confluencia antiesparterista, intentan dar marcha atrás. El 1 de septiembre de 1843,
diversas Juntas provinciales, partidarias de que al frente del país hubiese una Junta
Revolucionaria Central se levantan de nuevo. La derrota de los centralistas será
completa, pero pasará a ser uno de los hitos de la historia republicana.
El republicanismo español, un movimiento provincial
Es cierto que, más allá de la inevitable imagen madrileña y barcelonesa, las redes del
republicanismo español podían tener por epicentro alguna otra capital provincial. Los
reflejos del auge de la democracia valenciana no eran solo periodísticos: obreros y
campesinos participaban animadamente en las reuniones electorales que preparaban los
comicios del período, lo que facilitó que en las elecciones de 1841 las candidaturas
democráticas obtuvieran resultados notables en las ciudades de Valencia y Alicante.43
En Andalucía se daban, como mínimo, un par de focos notables. El primero, en la
ciudad y provincia de Málaga, había asomado en manifestaciones previas, como la que
recorrió la ciudad el 18 y 19 de marzo de 1835, clamando por la Constitución de 1812.
Obreros demócratas encabezaron esos movimientos, así como los que se registrarán un
año más tarde al pronunciarse la Milicia Nacional en favor de “la Pepa”.44 En marzo de
1841, de nuevo con motivo del aniversario constitucional y en vísperas de la
proclamación de Espartero como regente, tenían lugar una serie de agitaciones en
Málaga, Jerez y otras localidades andaluzas. En diciembre de ese mismo año se
presentaban a las elecciones municipales en Sevilla, Cádiz, Córdoba y Jerez, entre otras
localidades, candidaturas presentadas como filorrepublicanas que obtienen buenos
resultados. El siguiente paso sería la aparición, entre 1842 y 1843, de periódicos que,
aunque con similares imprecisiones, constituyen la osamenta republicana en la ciudad
de Cádiz: El Despertador, Diario del Pueblo, El Demócrata Gaditano.45
Cádiz resultó un escenario idóneo para que cuaje un primer republicanismo,
definido a sí mismo en interacción con el progresismo. Pero hubo más ejemplos, y con
vocación de articular territorialmente a la democracia en ciernes. Entre finales de 1841 y
principios de 1843, El Centinela de Aragón, periódico de Teruel, dispuso de
responsables de distribución y de puntos de suscripción en las nueve localidades más
importantes de la provincia -Albarracín, Alcañiz, Aliaga, Calamocha, Castellote, Híjar, 43 Ferran Archilés i Manuel Martí, “Satisfaccions gens innocents. Una reconsideració de la Renaixença valenciana”, en Afers n. 38, Catarroja, 2001, p. 163. 44 Manuel Morales, El republicanismo malagueño en el siglo XIX, Asukaría, Málaga, 1999, p. 46.45 F. Peyrou, “Republicanos en Cádiz: el Demócrata Gaditano. 1843”, en 1er Congreso: El republicanismo en la historia de Andalucía, Patronato Niceto Alcalá Zamora, Priego de Córdoba, 2001.
1
Montalbán, Mora de Rubielos y Valderrobres-; en el resto de Aragón contó con cinco
enclaves -junto a Zaragoza y Huesca, Barbastro, Cariñena y Daroca- y, finalmente, en el
conjunto de España contactó con 18 ciudades, algunas de ellas capitales de provincia -
Alicante, Barcelona, Cáceres, Cádiz, Castellón, Huelva, Lérida, Madrid, Oviedo,
Pamplona, Santander, Sevilla, Valencia- pero también con otras administrativamente
menos relevantes aunque claves en el mapa del republicanismo -Consuegra, Figueres,
Jerez, Molins de Rey, Vinaroz.
Se trataba de un mecanismo de círculos concéntricos que permite la distribución
del periódico y opera como canal de contacto entre demócratas. Incluso podía llegar a
ser, cuando la represión caía con virulencia sobre los ambientes catalanes, andaluces o
madrileños, el entramado alternativo para el conjunto de la democracia española.46
Como El Huracán y La Revolución, El Centinela se benefició del clima
favorable propiciado con el ascenso de Espartero a la regencia. Como mínimo del
ambiente liberalizador que acompañó sus primeros tiempos. De hecho, El Centinela de
Aragón prolongará su existencia hasta el 13 de enero de 1843. Su salida a la calle se
producirá en dos etapas diferenciadas y separadas por una cesura. Como a tantas otras
publicaciones republicanas les ocurrirá en las décadas siguientes, la inestabilidad de las
garantías a la libertad de prensa genera lapsos. El periódico republicano, acaso más que
cualquier otro, solo crece en libertad. Tres conceptos centrales y dos sujetos sociales
aparecen en el folleto que da a conocer el periódico turolense. Tres voces recurrentes -
soberanía popular, economías y reformas- que remiten a la identificación entre república
y democracia, república y racionalidad en el gasto, república y emancipación social.
Afirmación genérica pero también, como muestra el segundo de los binomios,
adecuación a los grandes problemas nacionales: el de la administración y las economías
recorre el siglo XIX español hasta detonar como gran traca en el juego de artificios que
acompañó a la revisión de 1898. Los sujetos a los que aludía el prospecto aragonés
tampoco serán desconocidos en el futuro, aunque se encubran tras otros sustantivos;
ahora se pide la participación de los jóvenes y los humildes. Los primeros son los
protagonistas iniciales del combate democrático: los patriarcas republicanos se rodean
de una gavilla de jóvenes y entusiastas cooperadores. Al exaltar a la juventud se
identifica a la república con el porvenir, con las nuevas fuerzas a disposición de la
modernización del país y, especialmente, de los sectores populares. En 1841 el pueblo
46 J. R. Villanueva Herrero, El republicanismo turolense durante el siglo XIX, 1840-1898, Mira, Zaragoza, 1993, p. 44.
2
es, ya, el protagonista de la historia. Entendiéndose por tal las masas sumidas en la
miseria y la ignorancia.
El federalismo del núcleo turolense es nítido, aunque se trata de una adscripción
a la lógica federal más moderada, alcanzable sin “motines ni asonadas”. En el seno del
republicanismo federal de los primeros años cuarenta, en particular entre los elementos
que con posterioridad se sentirán cómodos con Castelar y lo que éste representa, no son
raras afirmaciones del siguiente jaez: “Deseamos con toda nuestra alma el
establecimiento de la república federada, y como no somos demagogos aspiramos a
plantearla en España sin lágrimas, sin los horrores de la revolución francesa; por eso
quisiéramos pan y garantías para las masas; quisiéramos hacerlas virtuosas por medio
del trabajo para que cuando llegue el caso de una mudanza de instituciones, no se
entreguen furiosamente a excesos y a desórdenes lamentables”.47 Prevenir las derivas
catastróficas exige dar respuesta a la cuestión agraria. El Centinela de Aragón
desarrollará una campaña para que el pequeño campesinado turolense pueda acceder a
los bienes rústicos recién desamortizados. El 7 de diciembre de 1841 criticaba con
dureza la forma en que se había llevado a cabo la desamortización de Mendizábal. Esas
subastas que habían puesto en manos de la burguesía, de los ricos, la posibilidad de
concentrar la propiedad. Como consecuencia de ello, estimaban que sólo una tercera
parte, de los doce millones de españoles de la época, “disfrutan en nuestra nación de
goces y prerrogativas”. La alternativa consistiría en facilitar lotes pequeños a los
labradores pobres, artesanos y jornaleros. El objetivo, alcanzar una clase media agraria
compuesta por 4 millones de antiguos proletarios dotados de una propiedad regular. Un
tanto impreciso, pero orientador del sentido social último de la propuesta republicana:
alcanzar, como en Francia, una franja central de pequeños y medianos propietarios
agrarios prestos a defender con las armas de la moderación la estabilidad de una
democracia mesocrática.48
El republicanismo de provincias sostenía un programa “ilustrado” acorde con
sus bases humanas, con ese perfil de pequeña burguesía de carácter urbano, comercial y
funcionarial dispuesta a entenderse con los sectores sociales populares. Entre los
cuadros políticos del primer republicanismo turolense, como en los del coruñés,
alicantino o gaditano, abundaban los funcionarios. Unos funcionarios que eran
destituidos si asomaban la cabeza con reiteración y que eran exhibidos ante sus
47 El Centinela de Aragón, 7.XII.1841, en J. R. Villanueva, El republicanismo turolense, p. 48.48 J.R. Villanueva, El republicanismo turolense, pp. 50-51.
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conciudadanos como una amenaza social, como los portadores de la anarquía, debido a
la combinación de radicalismo político y reformismo social. Algunas de sus opciones, y
de sus presencias, daban pábulo a esas percepciones terribles.
En el caso de Teruel, por seguir con el ejemplo escogido, podrían aducirse tres
causas muy claras. La primera, el hecho de que mostraron abiertamente su sintonía con
la rebelión antiesparterista de Barcelona en noviembre de 1842. La segunda, que la
ciudad vivía con una cierta dosis de malestar social. Una crisis de subsistencias se
combina con una crisis de trabajo entre los jornaleros. Esto hizo, por ejemplo, que los
actos oficiales de celebración del bombardeo de Barcelona resultasen deslucidos. No se
trataba tanto de que los republicanos estimulasen la tensión social -que se desarrollaba
con autonomía- sino de que esta constituía el telón de fondo de la presencia republicana.
La tercera, y acaso más importante de las razones, era la sólida presencia republicana en
las filas y aún en los mandos electos de la Milicia Nacional. En las elecciones de
mandos que tuvieron lugar el 2 de septiembre de 1842, los republicanos federales
obtuvieron éxitos significativos.
En suma, aquello que, con razón o sin ella, constituirán las dos grandes
acusaciones a los republicanos en los primeros años 1840, aquello con lo que se les
intenta denigrar son acusaciones de igualitarismo social -aspirar a realizar la nivelación
de fortunas-, y de implicaciones conspirativas con el recurso a la Milicia Nacional. La
Milicia es, por entonces, un espacio en el que se hace factible una larga experiencia
política liberal. Es, por lo demás, una institución que recluta muchos tejedores, así como
trabajadores cualificados de otros sectores industriales y del comercio. Desde sus filas
viven de cerca la amenaza carlista y cultivan una serie de valores claves en el desarrollo
del republicanismo: la noción de ciudadanía (se ven a sí mismos como lo que son:
ciudadanos en armas), el carácter central del derecho de asociación (habrán de mantener
arduas batallas, normalmente perdidas, para la no disolución de la Milicia), y,
finalmente, irán asumiendo que su labor es un servicio a la patria llevado a cabo
voluntariamente por parte de la gente corriente, del pueblo sencillo. Lo cual, por cierto,
no deja de ser un factor decisivo en la nacionalización de amplios sectores sociales.
Para acabar: el republicanismo se concreta
Todo este abanico de realidades locales y sectoriales en las que emergía el primer
republicanismo llegó a dotarse de una estructura de coordinación. La Dirección central
provisoria de la Escuela Federal Ibérica articulaba las “escuelas”, embriones de lo que
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luego devendría en rico entramado de ateneos y casino republicanos. Algunos de los
servicios que esas otras formas complejas de sociabilidad facilitarían -hasta llegar a
configurar una contrasociedad republicana- ya se empezaron a dar en los primeros
cuarenta. También en ese momento, se aseguró, desde la prensa democrática, de la
existencia de una Reunión patriótica española de Amigos de la paz y libertad del país
que, con Calvo de Rozas, Calvo y Mateo y Antonio Gutiérrez Solana, banqueros y
comerciantes, al frente coordinaría las sociedades republicanas.49 Con estos núcleos
directivos de ámbito nacional se relaciona José María Orense, marqués de Albaida,
agitador liberal de origen aristocrático que deviene diputado desde octubre de 1844 y
que, al debatirse la Constitución de 1845, hizo una declaración que, recogida en
diversos medios, se presentara andando el tiempo como la primera enunciación
republicana. Como ha señalado Octavio Ruiz-Manjón, la actividad parlamentaria de
Orense facilita la articulación de un programa que integra la soberanía nacional y el
sufragio universal como principios fundamentales y manifestación suprema de los
derechos individuales, al mismo tiempo que, haciéndose eco de algunos elementos del
corpus teórico de Fourier o Saint-Simon y de la apertura al republicanismo de Pierre
Leroux, Philippe Buchez o Louis Blanc, anticipa medidas de carácter igualitario y
reformista en relación al servicio militar o a los impuestos.50 Ese programa trasciende
las paredes del parlamento para llegar a la calle a través de la prensa. De hecho, la
eficacia de la labor periodística en esa fase embrionaria del movimiento democrático es
tal que las autoridades procurarán cortar en seco la posibilidad de que la prensa
democrática derive en vocero de la república. La limitación de la libertad de imprenta se
plasma en las leyes de 10 de abril de 1844 y de 6 de julio de 1845. En ellas se
calificaban de subversivos “los impresos contrarios al principio y forma de Gobierno
establecido en la Constitución del Estado, cuando tienen por objeto excitar a la
destrucción o mudanza de la forma de Gobierno”.51
Al lado de los organismos de coordinación semiclandestinos, y de la labor de
diputados como Orense, hubo un último factor que procuró la coordinación nacional de
los embriones del republicanismo: la represión. Veamos un ejemplo. En 1844 el coronel
Pantaleón Boné, antiguo oficial carlista pasado al progresismo más exaltado, intentaba
acabar con la nueva hegemonía moderada mediante un levantamiento. En Alicante, 49 J. Maluquer de Motes, El socialismo en España, pp. 283-284.50 O. Ruiz Manjón, “La parti républicain espagnol au XIXe siècle”, en Les familles politiques en Europe occidentale au XIXe siècle. Actes du colloque international organize par l’École française de Rome…, Roma, École Française de Rome-Palis Farnèse, 1997, p. 239.51 F. Peyrou, El republicanismo popular, p. 26.
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contando con los efectivos de una compañía de infantería y con la milicia ciudadana
local, designa una Junta revolucionaria para Valencia, Aragón y Murcia. El llamamiento
sedicioso obtiene eco en lugares tan distantes como Figueres o Málaga. Sin embargo el
gobierno no tiene mayores dificultades para abortar la intentona. El fracaso de la
tentativa convirtió a Boné, fusilado junto a otros veintidós implicados, en un mártir a
recordar por los republicanos de las generaciones venideras, en particular los
alicantinos. Pero, por el momento, las represalias que desencadenó tuvieron unos
efectos singulares. Los hechos de Alicante provocaron detenciones en Huesca y en
Barcelona, llevaron a las autoridades gubernativas a vigilar a los demócratas de Madrid,
Cádiz o Málaga. El resultado de tales presiones era que se sucedían los confinamientos,
las expatriaciones y los destierros –en las Canarias o en Orán - lo que favorecía los
contactos y la forja de amistades. Las condenas a muerte, bastante abundantes, eran
revisadas en última instancia.
La estrategia, pensada no tanto para decapitar físicamente al enemigo como para
comerle la moral, acababa teniendo efectos contraproducentes: convertía a los
conspiradores -a los republicanos- en abnegadas víctimas. Daba realce a su presencia en
la España de mediados del siglo XIX.
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