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Tiempos de vela y candil_2
Emilio Marín Tortosa
TIEMPOS DE VELA Y CANDIL
Emilio MARÍN TORTOSA
Un telón imaginario, cae sobre el escenario donde se representa esta historia de pequeñas historias. Dejaremos la sala en una suave penumbra, para que los espectadores, en caso de que los hubiera, puedan tener un pequeño descanso. También servirá de respiro antes de la ingrata tarea de intentar poner un poco de orden en todo esto. También los actores reclaman, según Convenio Colectivo, su merecido descanso. Seamos solidarios con esa reivindicación, y vayamos todos a tomar un café bien cargado.
Dejemos un espacio en blanco, para que cada uno de los muchachos llegue a su destino, y así, una vez adaptados a su nueva circunstancia, puedan enviar señales con cierta coherencia que nos permita mantener la ligazón entre los personajes que van a vivir hechos tan dispares. Nuestros jóvenes protagonistas, separados de manera tan drástica, van a permanecer un tiempo fuera de nuestro control protegidos por los altos muros de las instituciones donde se alojan. Por ahora, ninguno de los dos, sabe dónde está el otro.
Cuando retomemos el relato, nos ocuparemos, al menos esta es nuestra intención, en la vida de los que quedaron en el pueblo. Tal vez no podamos recuperarles a todos, aunque eso no nos debe de extrañar, cada uno de los personajes es dueño de su destino, y por mucho empeño que pongamos en controlarles, poca es nuestra influencia sobre sus decisiones personales.
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Tiempos de vela y candil_2
Emilio Marín Tortosa
II
NUBES DE TORMENTA
La mañana llega envuelta en una túnica borrosa de niebla que enmascara montañas,
valles, caseríos, y hace que los campos se arruguen apretujados en un gesto de solidaridad,
mientras los viajeros que llegan al pueblo desde lejos ya han podido oír campanas llorando una
pena colectiva. En las calles los balcones muestran crespones negros, y el ánimo de la gente
soporta el peso doloroso de la lápida que cubre los restos mortales de Doña Engracia, el Ama.
La congoja coloca negros visillos en las ventanas del alma, y un gran manto de luto viste la
alegría en aquel mundo. Los cronistas callejeros, variopinto muestrario de filias y fobias,
cantan que la Gran Señora ha muerto de soledad y tristeza en el cumplimiento de un doloroso
deber, y lloran.
Don Rogelio Rodales, libre de la tutela de su
madre, guarda el luto en el arcón de la ignominia, y
se decide a darle un nuevo rumbo a su vida. Ahora él
es el Gran Señor, y eso supone una nueva realidad
para todo, y para todos, también para él. A su mujer
la envía a casa de sus padres, y él, con nuevos bríos,
vuelve a la Ruta de los Descarriados. Aquella era su
verdadera y única vocación. También abre de nuevo
la oficina que su padre tenía en la casa en los tiempos
en que vivía allí con su barragana.
El pueblo queda huérfano de la mano que había
dirigido, con justicia y compasión, su destino durante tanto tiempo. La gente, desde su pena,
busca su nuevo norte, y solo encuentra en el horizonte la imagen de Don Rogelio Rodales,
Golfo Mayor del Reino. Ante aquella visión de desesperanza, el pueblo cae en un largo letargo.
Desde la buena voluntad se podía entender la quietud como tranquilidad, sin embargo, debajo
de aquella paz aparente, se iba tramando una inquietud preocupante. Las buenas costumbres,
mimadas bajo el mando de Doña Engracia, se iban relajando, y el equilibrio de la sociedad se
resentiría.
Esta circunstancia tan especial que se está viviendo en aquel pueblo, bajo la tutela de Don
Rogelio, coincide en el tiempo con una marea de malestar en el mundo conocido y más
cercano. La crisis económica, está sumiendo a una gran cantidad de trabajadores en el mundo
del paro, y por lo tanto sujetos a una mayor precariedad en sus vidas. La creciente miseria les
va uniendo en la identificación de un enemigo común: Los Ricos. Y surgen estrategias de lucha
contra ellos y lo que representan. Están resentidos contra aquellos que han ido amasando su
fortuna con el esfuerzo de todos, y que ahora les abandonan en circunstancias tan adversas
condenándoles al hambre. La marea de justo resentimiento, llega hasta aquel pueblo perdido
entre montañas.
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Tiempos de vela y candil_2
Emilio Marín Tortosa
Don Rogelio está en el despacho principal. Sentado frente a él, tiene a su
Administrador. Era un hombre cercano a la jubilación, y por ello, a la vuelta de muchas cosas.
Lleva muchos años al servicio de la familia, y es de las pocas personas que todavía mantiene
una cierta fidelidad a Don Rogelio. Es por esa fidelidad que todavía queda en él, que ha
insistido para que tuvieran esa reunión. Hay muchas cosas que decidir, y muchas cosas que
hacer, y para ello necesita el permiso del Amo. El problema viene porque Don Rogelio no suele
interesarse por todo aquello relacionado con la Administración de la casa, y teme que no haga
caso de lo que le diga.
Virgilio, que es como se llama el administrador, con el torpe pincel de su escasa oratoria,
trata de componer el mosaico de la realidad a la que tienen que enfrentarse. Una
desagradable realidad que afecta, directa y gravemente, a los intereses de Don Rogelio. Debe
enterarle de las inquietantes noticias que llegan desde la ciudad. Los trabajadores, en defensa
de sus intereses, se han vuelto violentos. Él, como el propietario más importante de aquella
comarca, debe tomar medidas antes de que la situación se vuelva insostenible. En los campos,
a los problemas que ha traído la sequía, hay que añadir el mal ambiente debido al descontento
de los trabajadores. Este año, con malas cosechas, enfrentarse a los trabajadores, es lo que
menos conviene. Solo Don Rogelio, con su autoridad, puede salvar una situación tan delicada.
Pero el Señorito vive en su mundo. Un mundo personal y distante de toda realidad. Todo
aquel ruido que le anuncia su empleado, llega hasta él como un eco amortiguado e
ininteligible. Los trabajadores, sus trabajadores, nunca serán capaces de hacer algo por propia
iniciativa. Nada de eso iba a cambiar ahora. Él es, y seguirá siendo, el Amo.
El pobre administrador, al que empieza a ahogar la angustia, insiste en hacerle comprender
lo grave de la situación. Se estaban organizando los sindicatos campesinos, y sus trabajadores
empiezan a interesarse por aquellas organizaciones que dicen defender sus intereses. Algunos,
ya manejan las bombas mejor que la azada. Estas aprensiones de su empleado, al Gran Amo le
dan risa.
-“¿Qué quieren esos desarrapados? ¿Qué van a hacer si les retiro la comida de sus manos? Lo
que ocurre es que hemos relajado mucho el trato con ellos, y se toman libertades que no les
corresponde. Por lo tanto, la medicina a aplicar, está clara: ¡Palo y mano dura! Desde ahora,
nada de contemplaciones con esos ganapanes desagradecidos.”
El hombre insiste en sus argumentos.
-“Se ha visto a forasteros por los alrededores del pueblo. Hablan con la gente y tratan de que
se organicen y se afilien a los sindicatos. El ambiente se está calentando por momentos, y
puede volverse muy peligroso. Hace días que yo quería hablar con usted sobre esto, pero
como el Señor está siempre tan ocupado no lo he podido hacer. Yo creo que lo mejor…”
El Señorito pierde la paciencia y corta el discurso de su empleado.
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-“¡Para qué te estoy pagando! Tú eres mi administrador, y estás para solucionar los
problemas que se presenten, y no para traerlos a mi despacho. Tú eres quien tiene que
ocuparse de arreglar todo eso que has venido a contarme. ¡A mí no me importa! Acude a la
Guardia Civil, que para eso está. Que averigüen quienes son esos forasteros que pululan por el
pueblo con toda libertad. Pero tú, no me vengas más con esas monsergas.”
En opinión del administrador aquella no era una solución, pero se lo calla. Él es ya un
hombre mayor, y ha visto muchas cosas, y sabe que aquella situación es distinta a todo lo
vivido por él. Todo es como consecuencia de un movimiento internacional que preocupa a
muchos países. Cualquier acto de fuerza por su parte, será muy peligroso, pues se puede
tomar como una provocación. Para apoyar su argumentación, entrega al Amo una octavilla,
donde los sindicatos daban a conocer sus reivindicaciones. Aquellas eran las exigencias de las
organizaciones campesinas.
Don Rogelio toma y lee el papel. Conforme avanza en la lectura su rostro se va tornando
ceniciento, y en su frente
surgen surcos de preocupación.
Las venas en su cuello se
enrojecen, señal de que su
presión arterial está subiendo.
Su respiración se agita. Quien
conoce bien a Don Rogelio,
sabe lo peligroso de aquellos
síntomas. Su primera reacción
es estrujar el papel y lanzárselo
al hombre a la cara. Ahora,
Dueño y Amo, mira fijamente a
su empleado, mientras su
rostro se está convirtiendo en una máscara marmórea donde se refleja el espíritu conservador
de su estirpe. Un instinto conservador que no se detendrá en nada para defender sus
privilegios. Unos sentimientos de los que el mundo tiene suficientes muestras como para
temer sus trágicas consecuencias para quienes osen desafiar al Poder.
-“¿Cómo se atreven esos muertos de hambre a pedir esas cosas? ¿Qué es eso de trabajar
menos horas? ¿Qué es lo de tener unas condiciones de trabajo más dignas? ¿Y quieren un
salario más justo? ¿Una seguridad social? ¿Se han vuelto locos? ¿Es que mis trabajadores no
comen todos los días? ¿Es que no tienen un techo donde guarecerse? ¡Están locos! La
seguridad que yo les doy es suficiente. Si viven, es gracias al trabajo que yo les doy todos los
días. ¿A dónde vamos a parar?”
Estas y otras preguntas salen de boca del Amo y rebotan en la cara del pobre
administrador. El hombre, que ya ha sufrido en sus propias carnes la ira de los trabajadores,
trata de calmar a su jefe.
-“Es necesaria una reflexión tranquila y objetiva. Hay que pensar en la mejor actitud al
enfrentarse a aquel serio problema. Un enfrentamiento directo sería peligroso e inútil. Hay
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que pensar en algo más positivo. El peligro anda suelto por las calles, y pronto, si no se le pone
freno, lo que correrá será la sangre.”
¿Qué le dice aquel hombre? Las reflexiones del administrador, tienen dificultad para
encontrar un hueco en la cabeza del Señorito.
-“Seguramente ya te has puesto del lado de los revoltosos que me quieren amedrentar. ¡Eres
un traidor! Don Rogelio Rodales Cardona, nunca se va a acobardar por los ladridos de cuatro
perros rabiosos. Si es necesario, y parece que sí lo va a ser, yo se usar la violencia mejor que
nadie. ¿Quién si no es el poderoso? Yo soy el más fuerte. ¡El Amo! ¡Que no lo olviden!”
El Amo ha tomado una determinación: ¡Tomara el mando en aquel asunto! Como primera
medida a tomar: despedir al miedoso administrador. Es un traidor, y le denunciará a la Guardia
Civil. El hombre, que no puede seguir escuchando los desatinos de su jefe, abandona el
despacho para dirigirse a su habitación; allí hace la maleta, y abandona la casa a toda prisa.
La noche ha sido larga para Don Rogelio. Un sincesar de entretejer pasos de un lado a
otro de la habitación, se ha hecho interminable. El engranaje de su cerebro, tanto tiempo
ocioso, toma su ritmo normal. Como el animal herido, agudiza su ingenio en busca de una
solución rápida, contundente, y en su beneficio, para calmar la marejadilla, que al parecer se
anuncia en el horizonte social.
Rogelio, al contrario de lo que opinaba su administrador, cree que el verdadero problema
no vendrá desde los surcos. El peligro, él está seguro, se está incubando en las fábricas. Una de
las cosas más negativa que había traído la Revolución Industrial, era la masificación de los
obreros. Las fábricas necesitan mucha mano de obra, y los trabajadores se mueven en un
espacio pequeño. Han surgido barrios obreros en las ciudades, a donde acude gente de todas
partes, desconocidos fuera del control de los caciques. Un peligro para personas como él, pues
era gente resabiada, y llena de odio hacia los ricos.
Por su cultura tan diferente, a aquellos obreros, era muy difícil integrarles en la cadena de
intereses que había montada desde siempre, y en la que los únicos beneficiarios eran los
empresarios. Al aire de aquellos nuevos aires, comenzaban a salir líderes a quienes no les iba a
ser difícil que le siguieran los trabajadores. De ahí vendría el verdadero peligro, y eso es lo que
tiene que cortar de raíz. A esto ha dedicado las largas horas de la noche un estratega Rogelio.
Encontrado un buen plan, abre las ventanas, y los primeros rayos de sol entran en el santuario.
Da órdenes a sus criados, y se dirige a tomar un buen desayuna, se lo había ganado. Debe
mantenerse en buena forma. Ahora todo depende de él. Él es el Amo. No debe fiarse ni de
quienes le han jurado fidelidad eterna. Seguramente, la actitud de su administrador, era
producto del miedo. Y a él, un hombre miedoso, no le sirve para nada. ¡Mejor que se haya
marchado!
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Ramón, “El Tuerto”, capataz de la hacienda “Los Pinos”, acude a la llamada de su
patrón. Ha puesto el caballo al trote. Las órdenes del Amo no se pueden desatender, y pronto
recorre el trayecto hasta el pueblo. Ahora está en la antesala del despacho esperando que le
permita entrar. A Ramón le falta el ojo derecho. Según cuentan, perdió ese ojo en una pelea
defendiendo al viejo Don Cándido. Fuese o no cierto, desde aquel suceso, Ramón ocupa un
cargo de confianza en la finca de los Rodales.
“El Tuerto”, era uno de esos hombres cuyo único horizonte estaba en el trabajo duro, mal
remunerado, y condenado a vivir en precario durante toda su vida. Por eso él erraba el
objetivo de su ira: odiaba a sus iguales en fortuna, porque ni siquiera se igualaba a ellos, él, en
el fondo, era más desgraciado que ellos. Sus convecinos se ganaban la vida, su dura vida, con
el trabajo diario, en cambio, él vivía bajo un vergonzoso servilismo inconfesable. Lo que se
veía forzado a hacer en su empleo, es lo que le hacía sentirse incómodo entre sus iguales. Les
odiaba porque eran capaces de mantenerse limpios en aquel mundo tan injusto. La falta de
uno de sus ojos, le había sumido en un submundo donde la moral le manda causar el mayor
daño posible a sus iguales. Y a ese principio dedica todos sus esfuerzos.
Este hombre goza fama de duro, y esa fama era justa. Ramón es un hombre duro y malvado.
Por esto, así lo dice la gente, está al servicio de Don Rogelio y cuenta con la total confianza del
Amo. Era encargado general en la hacienda “Los Pinos”. Rara vez interviene en los problemas
de la fábrica, pero cuando se hacía necesario, el Amo le llamaba. Había intervenido más de una
vez en quitarse de en medio a algún contramaestre poco fiel, o para apalear a algún trabajador
revoltoso. Y todo ocurría con total impunidad. Si el Amo tenía un problema gordo, allí estaba
“El Tuerto” para solucionarlo por la vía rápida. Aunque a Ramón siempre le asaltaba una
pregunta: ¿Puede la fidelidad forzar a cometer toda clase de tropelías repudiables como
muestra de agradecimiento? Y la respuesta siempre es tan pertinaz como la pregunta:
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¡No siempre debe ser así! ¡No siempre tiene porqué serlo! A veces, esa fidelidad, solo es
una excusa para satisfacer un sentimiento propio de venganza. ¿Pero de quién iba él a
vengarse, cuando sin saberlo, su enemigo es él mismo? Cuando ese sentimiento de venganza
no tiene un objetivo concreto, y sus causas son variadas, las consecuencias de los actos de
venganza se reparten sin control. Por esto, el espíritu vengador de estos personajes atípicos,
solo se alimenta del ogro que habita su interior.
En esta batalla, un hombre como él, siempre sale perdedor, y en vano se esfuerza por
buscar una alternativa a su censurable proceder. Ni siquiera puede pensar en una suma de
agravios, o de herencia maldita. Sus iguales, con su proceder honrado, le desmonta la
argumentación. Cada vez se ve más aislado de su entorno próximo, pero cuando el Amo le
llama a su despacho, le vuelven aquellas dudas sobre su forma de actuar. Aunque en su
determinación está seguir en la fidelidad a Don Rogelio.
Hasta él llega la voz autoritaria del Amo.
-“¡Ramón! ¡Entra!“
Remigio, el cartero del pueblo, es un hombre con boca de soplillo y nariz afilada, de
tanto husmear en asuntos ajenos, y ahora mira con sorpresa el nombre del destinatario de la
carta que ahora tiene en la mano: Vicente Sáez. Nunca hasta sus manos había llegado una
carta con ese destinatario, y menos con un remite del extranjero. Ante la novedad, decide
retirar la carta del reparto ordinario. Su puesto de trabajo, como tantas cosas, depende de la
voluntad de Don Rogelio. Su obligación, más que con sus conciudadanos, está al servicio de los
intereses del Amo. Por la tarde, cuando haya terminado el reparto, irá hasta la mansión a
llevarle la extraña carta.
El cartero está trastornado, durante el reparto, la cartera que cuelga de su hombro parece
que le pesa más de lo normal. Hoy, más de un vecino se preguntará por qué le llega a él una
carta que es para otro. Virgilio, cuando ventea una buena propina del Amo, pierde el norte.
Después de comer, y luego de tomar un par de copas en el bar de la plaza, se dirige a la casa de
Don Rogelio, y se hace anunciar.
Apenas ha pasado media hora, y el cartero sale de la mansión. La gente puede verle con
aquella carta en la mano, mientras con la otra mano sopesa las monedas de la propina. Lo que
nadie puede ver es la luz de hombre humillado que brilla en sus ojos. El Amo le ha recibido con
amabilidad, le ha agradecido su gesto, pero que aquello no tenía nada que ver con él. Que le
lleve la carta a Vicente, y que si por casualidad se entera de su contenido, le gustaría saberlo. Y
le ha advertido, muy serio, que la próxima vez que venga a aquella casa, lo haga por la puerta
de servicio. No es conveniente que te vean por aquí en horas fuera de servicio. ¡Ahora vete!
Se dirige a su casa contento por la gestión llevada a cabo. Mañana, abrirá la carta, la
copiará, y se la llevará a Don Rogelio. Por la calle, sus vecinos le ven con su figura más
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desgarbada. Parece que se haya inclinado un poco hacia uno de sus lados, aquel donde en el
bolsillo lleva las treinta monedas, el precio de su traición.
Vicente es un trabajador muy estimado en la fábrica. Su vinculación con ella le viene
de lejos. Su padre entró a trabajar allí, el primer día que las máquinas se pusieron en marcha. Y
él, apenas un niño, entró de su mano. Desde entonces pertenece como fijo a la nómina de la
empresa. La antigüedad en aquel trabajo le daba un perfecto conocimiento de su
funcionamiento, tanto de la parte administrativa, como del personal que trabaja en ella.
Como un diente más en el engranaje de aquel trabajo, vive en el rutinario pasar de días y
días. Ha heredado de su padre el espíritu conformista de la clase obrera. Cree que aquella es la
única forma de vida para él y los suyos, y da gracias por la consideración especial que le tiene
el Amo. Él es un hombre prudente y respetuoso, dócil, y por lo tanto está bien considerado en
la Empresa. No entiende que pueda haber una vida, como trabajador, más digna. No conoce la
curiosidad que hace a los hombres inquietos, y les impulsa a buscar el progreso. No conoce
más horizonte que el que marca los muros de la fábrica. Y en ese mundo, el único mundo que
conoce. (Por el tejado de la casa de los pobres no entra la luz.) Su estado de lasitud, lo
confunde con felicidad.
El cartero entra en la casa de Vicente para entregarle la carta. Ha calculado la hora en que
llega del trabajo una vez terminado su turno. Quiere estar presenta. Quiere ver la reacción del
hombre al recibir aquella extraña carta. Vicente, una vez leído el remite, no reconoce a quien
le manda la carta. Por el apellido, podría tratarse de un pariente de su padre que emigró hacía
muchos años. Mercedes, su mujer, tampoco reconoce a nadie por ese nombre. El cartero,
satisfecha su curiosidad, abandona la casa dejando a la pareja confusa por aquella novedad,
ellos nunca habían recibido carta alguna.
El matrimonio, una vez desaparecida la presencia del cartero, se disponen a leer la
misteriosa carta. Decía así:
-“Vicente:
Supongo que el recibo de la presente, es una gran
sorpresa para ti y los tuyos, a quienes deseo salud y
felicidad.
Quiero decirte que entiendo esa reacción, por
otra parte lógica, la entiendo y la comprendo. No fue
menor mi sorpresa, cuando, a la muerte de mi padre
hace unas semanas, entre sus papeles descubrí noticias de los parientes que tenía en ese
pueblo, “su pueblo”, y yo hasta ese momento desconocía vuestra existencia.
Habrás comprobado que al comenzar esta carta he puesto solo tu nombre. No sé si es
correcto que te tutee, pero ante la duda he preferido comenzar mostrando mi confianza en
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que será bien recibida. El motivo de la presente carta, es el de ponerme en contacto con unos
parientes, que yo desconocía, y con los que deseo comenzar un contacto que nunca se debió
romper. Espero que vuestros deseos coincidan con los míos.
Perdona si voy demasiado deprisa, pero entiende mi impaciencia. Ahora paso a decirte mi
nombre. Soy Esteban Sáez. Mi abuelo era hermano de tu abuelo Nicolás. Mi familia, un día ya
lejano, emigró en busca de una vida mejor. Lo que no he podido conocer es el motivo por el
cual se perdió el contacto con la familia que quedaba ahí. No sé si fueron tan graves como para
tener esa consecuencia. Yo entiendo que pocos motivos justifican, que para en la distancia no
se pueda mantener una relación cordial.
Por mi trabajo me veo obligado a viajar a menudo, resulta que en uno de estos viajes tengo
que hacer escala en el puerto más cercano a ese pueblo. Con tal ocasión, mi intención es
visitaros, y espero, por vuestra parte, ser bien recibido en tu casa, y así conocernos. Tenemos
mucho de qué hablar, y esta es una buena oportunidad para ello.
Espero de todo corazón, que esta carta llegue a su destino. Quedo con la misma ansiedad
que el náufrago que arroja a las olas del mar, una botella con un mensaje dentro.
Recibid un fuerte abrazo de vuestro primo Esteban.”
La carta tiene remite de la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Don Rogelio está sentado tras la imponente mesa de su despacho. Ante él, de pie y
con la gorra en las manos, está Ramón “El Tuerto”. El humo acumulado en las almorlás del
techo, da muestra del mucho tiempo que llevan allí dentro. El asunto que están tratando es
muy delicado, hasta puede ser peligroso, y cuesta poner las ideas en claro. El confía, que al
final el Amo dará con la manera de hacerlo.
-“Ramón, te he llamado a ti, y no a otro, por la confianza que tengo depositada en ti. Te
considero un hombre valiente y fiel. Yo, más que como un empleado, te considero como
amigo, tú lo sabes bien. Te recuerdo, que gracias al aprecio que te tengo, tú y los tuyos
disfrutáis de una buena vida. Y que gracias a la fidelidad que siempre me demuestras, no estás
pudriéndote en la cárcel y puedes presumir de hombre importante en el pueblo.
Si te recuerdo todo esto, no es para que te sientas agradecido y en deuda conmigo. He
querido destacar esto, porque esto, y todo lo demás, lo podemos perder si no actuamos con
diligencia y contundencia para atajar el peligro. Te he llamado porque necesito que hagas un
trabajito delicado para mí. No te oculto que puede ser peligroso, pero tú tienes experiencia en
estas cosas y sabrás capearlo. Yo confío mucho en ti. Eres un hombre valiente y no tienes
miedo a nada. Necesito saber si puedo contar contigo.”
-“Don Rogelio, puede contar conmigo para lo que mande. Dígame a quién hay que liquidar, y
me lo cargo en menos que canta un gallo.”
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-“No Ramón, no. No te he llamado para que mates, se trata de algo más sencillo. Escucha con
mucha atención: Como sabes, hace algún tiempo que se dejan ver por el pueblo algunos
forasteros. Gente extraña que no tienen ninguna vinculación con este pueblo, y no vienen a
trabajar, parece que solo se dedican a hablar con los trabajadores de mi fábrica, y les están
llenando la cabeza con ideas inútiles y peligrosas. Quiero que te dediques a vigilarles, que
hables con los trabajadores y te enteres de qué es lo que buscan. Entérate de con que gente
del pueblo es con quienes más hablan, y quiero una lista con los nombres de esa gente. ¡Y
pronto! No quiero que la situación se nos vaya de las manos. Para esto te necesito a ti Ramón.
Sin tu ayuda no puedo hacer nada. ¿Puedo contar contigo?”
-“Ya le he dicho que puede usted contar conmigo para lo que mande.”
-“Ahora márchate, y ve con los ojos bien abiertos. Y recuerda: Nadie debe saber de esta
conversación.”
-“¡Lo que usted mande Don Rogelio!”
Rogelio ha leído la carta que le había traído el cartero. No ha encontrado nada de
cuidado en ella. La carta era coherente con lo que quería comunicar el remitente, solo que su
llegada, al coincidir con los disturbios que se estaban produciendo, le preocupaba, y como no
le cuesta nada, ha puesto a trabajar a su peón. Hará una llamada a su abogado en busca de
información sobe aquel Esteban Sáez. Quiere saber de quién se trataba. Pese a su aparente
tranquilidad, al cacique los dedos se le están volviendo duendes.
Una mañana, apenas trascurrido un mes de la llegada de la misteriosa carta, un coche
de alquiles entra en el pueblo y se detiene a la puerta de la posada. El primo de Vicente llega al
pueblo. Efectivamente, el viajero era Estaban que llegaba a visitar a sus parientes. Se alojará
en la posada, no quiere causar molestias. En el pueblo nadie recordaba a aquella familia que
emigró hacía tantos años.
El hijo prodigo no es un hombre joven, aunque su buen porte, y su vestir ciudadano, le daba
cierto aspecto juvenil, mundano, y de persona adinerada. Dinero indiano. La gente, a su paso,
ríe satisfecha. Tal vez aquel forastero regresaba al pueblo de sus antepasados para instalarse
allí. Él, y todo su dinero. Los ahorros de toda una vida de trabajo. Los indianos eran así.
Aquellas conjeturas de la gente estaban lejos de la realidad, pero Esteban no pensaba
enmendarles el error, antes al contrario, solía alimentarlo con algún comentario intencionado.
Él todavía tiene muchas energías como para encerrarse en aquel pueblo perdido entre
montañas. Su intención al llegar al pueblo era muy otra, pero de eso ya se enterarán más
adelante.
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En casa de Vicente le recibieron con la alegría y la expectación que su presencia
representaba. Desde ese día, en el pueblo, se le podían ver siempre juntos. A la hora que
Vicente terminaba su trabajo en la fábrica, Estaban estaba esperándole en la puerta. Llegados
a casa, sentados en el porche, disfrutando de la bondad de las noches, hablaban largamente.
Algunos vecinos, solían acercarse a la casa para disfrutar de las historias que solía contar el
viajero. En su dedicación a la actividad comercial, había visitados muchos países, y vivido
muchas aventuras interesantes y peligrosas. Y a esas historias se enganchaban los pueblerinos.
Y para mejor ganarse la confianza de los oyentes, decidió contar su propia historia:
-“Mi bisabuelo, cuando abandonó este pueblo, al llegar a la ciudad, encontró empleo como
carretero para una empresa que operaba en Sudamérica. Así es como recaló en aquellas
lejanas tierras. Allí comenzó a conducir un carromato en una caravana que recorría el
continente en viajes de ida y vuelta. Mi bisabuelo, en una de los viajes, intimó con la hija del
dueño de una posta donde la caravana solía detenerse. Mi bisabuelo era un hombre joven y
bien parecido. A la vuelta, se vio obligado a casarse con ella para reparar su desmán.
Abandonó el trabajo de carretero, y se quedó a vivir en la posta como ayudante de su suegro.
Allí había trabajo para él y dejaría la pesada vida de ir y venir por las duras rutas.
Era muy trabajador, y con el tiempo llegó a dirigir el negocio. Tuvieron un hijo, que luego
sería mi padre. Pasado un tiempo, con la experiencia adquirida de tanto viajar con las
caravanas, decidió montar su propio negocio de trasportes. Ahora no desde lo alto de un carro,
si no detrás de una mesa de despacho al otro lado del negocio. Se dedicaría a almacenar las
mercancías que otros trasportaban. Vendió la posta que heredó de su suegro, marchó a una
ciudad portuaria, compró unos almacenes abandonados, y comenzó el negocio.
La decisión de mi bisabuelo fue acertada, pronto el negocio comenzó a prosperar, y decidió
abrir agencias en otros puertos. Siempre contó con la ayuda y colaboración de mi padre que se
dedicaba a visitar sus agencias. Se casó, y yo nací en un hotel durante uno de aquellos viajes.
Trabajé con ellos, y ello me hacía viajar y conocer países y lugares increíbles, y tratar con
personas de todas las partes del mundo, hasta que yo quise montar mi propia empresa
complementaria del negocio de mi padre. Mi bisabuelo ya había muerto. Me dediqué a la
importación de materias primas. En la ciudad de Buenos Aires, y su puerto, se podía encontrar
buenas ocasiones para las personas emprendedoras, y allí me instalé. Amasé un buen capital,
que me permitirá retirarme a una vejez tranquila en un lugar que me guste.”
Este era el mensaje que Esteban quería que calase en la curiosidad de los habitantes
del pueblo. Es lo que ahora convenía, que creyesen que él, y su dinero, podían quedarse en el
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pueblo. Pero había llegado el momento de que Esteban abandonara el pueblo, como visita de
cortesía había durado mucho. Pero antes de marchar, decide sincerarse con Vicente.
-“Vicente, contigo quiero ser sincero, y voy a decirte la verdadera razón de mi presencia en tu
casa. Es cierto que yo ignoraba la existencia de este pueblo. Mi padre guardó silencio sobre sus
orígenes. Según me dijo, él había obrado igual que lo había hecho su padre. Ambos guardaron
silencio sobre el tema. En cuanto, lo que he venido contando a tus vecinos, sí es cierto, pero
solo a medias. Mi nombre es Esteban, pero no soy pariente tuyo. Tus parientes, si aún viven,
deben estar en la ciudad donde llegaron como emigrantes. Yo he tomado esa personalidad,
para no remover viejos y malos recuerdos, si decía mi verdadero nombre. Mi bisabuelo, ocultó
su verdadera identidad porque cuando salió de este pueblo, lo hizo como fugitivo huyendo de
una justicia en manos del cacique de turno, y acusado de un delito que él no había cometido.
En el lecho de muerte, le pidió a su hijo que nunca debían saber en este pueblo de su
existencia. El poder de su enemigo era mucho, y aún temía que su mal llegase hasta este lado
del océano. MI padre, antes de morir, me reveló toda la verdad.
.-Mi verdadero nombre es Esteban Castaño. ¿No te recuerda nada mi apellido? Mi bisabuelo
tuvo un pleito, por unas tierras, con el poderoso Rodales, y del cual salió perdiendo, y acusado
de un intento de asesinato en la persona del mismo Rodales. Por eso tuvo que huir del pueblo
y del país. De haberse quedado, su destino, era la cárcel. Ahora comprenderás por qué he
tenido que venir con otro nombre. Quiero, en la medida de mis posibilidades, destapar aquella
injusticia, y restituir el buen nombre de mi bisabuelo.”
A Vicente se le abre de pronto la ventana de la memoria. Recuerda que aquella era
una vieja historia que había oído contar a su abuelo. Esteban era tenido por un hombre
honrado, por eso costó tanto creer en la acusación que hicieron contra él los hombres del viejo
Rodales. Era difícil creer que un solo hombre, con solo sus manos, pudiera hacer algún mal a
otro rodeado de matones. Aquello quedó en la memoria de la gente del pueblo como una
grave injusticia. Una más del cacique. Y todo por un pequeño trozo de tierra.
A Vicente le hubiera gustado decirle que allí en el pueblo todo sigue igual que en aquel
tiempo. Ahora el Amo se llama Rogelio Rodales. Un cacique amoral y sin conciencia. Tampoco
los que intenta oponerse a sus deseos ahora lo pasan bien. Tiene un matón que se cuida de
quitar de en medio a quien le molesta. Pero teme, que enterando de la presencia de aquel
extraño en su casa, y su intención de alterar la actualidad de la vida en el pueblo, ponga en
peligro su buena situación en la empresa.
-“Mira Vicente, antes de venir, me he informado bien de la situación en este pueblo. Sé que
todo sigue igual, y lo que le pasó a mi bisabuelo, le habrá ocurrido a alguno más, y que puede
volver a ocurrir en la actualidad. Pero esto puede cambiar, De hecho, creo que va a cambiar.
Hay un movimiento internacional para librar a los trabajadores de la tiranía de los empresarios,
y pronto llegará aquí. La gente se está organizando. Este país no saldrá de la actual crisis hasta
que uno de los dos bandos salga victorioso. Y yo quiero que sea el nuestro. ¡Hay que terminar
con el dominio de los caciques!
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Tiempos de vela y candil_2
Emilio Marín Tortosa
En estos días, he podido comprobar, que nada ha cambiado desde que mi bisabuelo tuvo
que huir. Los pobres seguís estando en manos del rico de turno. Pese a tener trabajo, y ser
buenos trabajadores, no podéis salir de la pobreza, mientras vuestro empresario cada vez es
más rico. En este pueblo tenéis que despertar y luchar por vuestros intereses. Habrás notado
que desde hace tiempo se ven forasteros por el pueblo. Hablan con los trabajadores
intentando que se organicen en algún sindicato. Pero esta gente necesita un líder, alguien que
les guíe. Y tiene que ser alguien conocido. Un hombre de este pueblo, conocido y respetado
por todos. Yo he venido a este pueblo con la misión de encontrarle. Y ese hombre, a mi
parecer, eres tú.
Si tú les hablas, ellos te escucharán. He visto como la gente te quiere, como te saludan con
respeto. Ellos, tal vez sin darse cuenta, están esperando a alguien que les despierte y les guíe.
Y esta es vuestra oportunidad, si no lo aprovecháis ahora, tal vez no se presente nunca más.”
En la casa se hace un silencio.
-“No quiero que me contestes ahora. Piénsalo bien. Esta noche consúltalo con tu mujer. Yo
he de marcharme del pueblo. Mañana vendré para despedirme, entonces espero que me des
una respuesta. No puedo permanecer más tiempo aquí. El tiempo es muy precioso, y el mío,
como embajador, ha terminado.”
Esteban abandona la casa.
Vicente queda entre pensamientos hasta entonces ajenos. Su mujer le ve sentado frente al
hogar, cabizbajo y triste. Ello no entiende mucho de lo que han hablado los dos hombres, pero
presiente que algo importante estaba por ocurrir, y viendo a su marido, triste y pensativo,
siendo de normal jovial, reafirma su sensación. Ella, mujer, es poco lo que puede hacer, pero
se acerca a su hombre, le coge una de sus manos, y con aquel acto trata de trasmitirle su
solidaridad y apoyo.
-“Mercedes, las palabras de Esteban me han abierto los ojos. Yo también quiero vivir en un
mundo mejor y más justo. Quiero que nuestros hijos crezcan en un hogar alegre, y no
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Emilio Marín Tortosa
envueltos en el conformismo. Nuestro trabajo debe servir para darnos una vida digna, y no
para enriquecer al amo de turno. Sabes, si tú me apoyas, estoy dispuesto a luchar por ello.”
La mujer le escucha, en sus ojos se ven destellos de esperanza y miedo a la vez, pero se
abraza a su marido, y los dos lloran penas antiguas. Así, abrazados en la fuerza de su amor y
solidaridad, suben camino del lecho, donde sellarán un pacto de decisión y firmeza.
El día amanece encapotado con un toldo de nubes que se enrollan y apretujan, para
impedir que algún rayo de sol desate sus nudos, y cumpla con su obligación de regalar una
hermosa mañana de sol. Una pelea, premonición de lo que tenía por venir en el pueblo.
Esteban llega a casa de Vicente. Va a despedirse y a recoger una respuesta. De lo que le
dijera Vicente, iba a depender que su visita fuese un éxito o un fracaso. Antes ha pedido un
coche de alquiler, que ya le espera a la puerta de la fonda para viajar hasta la capital. Vicente
le recibe serio, pero con una nueva luz en sus ojos. Una luz desconocida hasta entonces.
Mercedes ha preparado un desayuno especial. Les deja solos, los hombres tenían que hablar.
-“Bien Vicente, ¿Cuál es tu respuesta?”
Vicente, serio de responsabilidad, da la respuesta acordada con su mujer.
-“Estoy dispuesto a colaborar con vosotros. Ahora tienes que decirme qué es lo que tengo
que hacer.”
Esteban agradece la sinceridad de la respuesta.
-“El plan es el siguiente: Antes de marchar, pasaré por el banco y depositaré una cantidad de
dinero a tu nombre. Podrás disponer de él como mejor creas conveniente. El dinero crea
lealtades. Seguramente el cacique querrá saber de dónde procede el dinero, tú debes decir
que aunque ese dinero esté a tu nombre, el dinero es mío. Tienes el encargo de comprar, o
construir una casa para mí. Esto te dará tiempo y libertad para disponer de él sin levantar
sospechas. Si en algún momento temes por tu vida, huye de aquí. En la ciudad siempre habrá
gente dispuesta a ayudarte. Somos muchos en este proyecto. Ahora debo marcharme. Dale las
gracias, y un abrazo a Mercedes. Habéis sido muy atentos y pacientes conmigo. ¡Salud!”
Y Esteban, sin hacerle los honores al estupendo desayuno preparado para él, sale de la
casa. Tiene prisa. Se nota que aquella despedida le ha sido penosa, y no ha querido alargarla.
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Emilio Marín Tortosa
Le ha tomado afecto a Vicente y a Mercedes, y en ese negocio aquello no era conveniente.
Vicente es un hombre honesto, que se va a ver metido en la peligrosa vorágine de aquellos
tiempos.
-“¡Amigos! ¡Esto no puede seguir así!”
La voz de Rodales suena como si un trueno seco hubiese entrado en la estancia, rebotando
por las paredes hasta chocar en los acobardados oídos de sus convocados. Todos están allí por
orden del Amo: ¡Venid!, y ellos, obedeciendo a aquel imperativo, acuden a donde se les
reclama. Todos han acudido prestos a la llamada, y aunque todos están bajo la obediencia del
miedo, las motivaciones para ello son diferentes. Ello hacía posible que, ejemplares tan
dispares, formaran parte de un mismo rebaño.
Ramón “El Tuerto”, está allí porque su obediencia es ciega, aunque en el fondo de su
desnaturalizado corazón, él también tiene su interés particular. Se había comprometido mucho
en la defensa de los intereses de los Rodales, y si ahora las cosas marchaban mal para ellos, él
también podía sufrir las consecuencias de sus propios actos. Estas últimas noches, sueña con
los actos violentos que empezaban a producirse entre los dos bandos, ahora no era él solo el
que usaba el palo. Le habían salido competidores expertos en el manejo de toda clase de
armas, y más de una vez ha pensado en cambiarse de bando. Al fin y al cabo también era un
trabajador. En esa batalla siempre perdía él, aunque en su parte más innoble estaba tocado
por el poder. Aquellos descamisados anunciaban una sociedad sin pobres, pero también sin
ricos. Sin personas como Don Rogelio Rodales, lo iba a pasar mal, gracias al pago que recibe de
él por sus servicios, su familia tiene una vida cómoda. Si los alborotados ganaban aquella
guerra, se acababa el chollo para él. Y eso no le conviene, la causa de aquel despacho, será
siempre su causa.
Don Gaspar Bonillo, Comandante del Puesto de la Guardia Civil, al escuchar la voz de Don
Rogelio, nota como un escalofrío le recorre el uniforme, ensanchando las costuras,
amenazando con ceder dejándole expuesto al frío exterior con sus innobles vergüenzas al aire.
Él también ha recibido la orden del Amo. Además, ha recibido una de inexcusable obediencia:
El Comandante de Zona le ha ordenado ponerse al servicio de Don Rogelio Rodales, en todo, y
para todo. Él no discute las órdenes de su superior, pero conociendo los métodos que solía
usar Don Rogelio con sus enemigos, en una situación como la actual, a pesar de ser un hombre
curtido en mil avatares, no deja de sentir un escalofrío de miedo. Y él está obligado a obedecer
las órdenes del Amo. También Bonillo tiene su alma en su armario, y también atesora una
buena ración de odio y resentimiento contra la sociedad en general. Viéndole ahora, sucio,
descuidado, fondón y marchito, nadie podía reconocer en él al joven que un día salió de su
Salamanca natal para dar sus primeros pasos en El Cuerpo, intactas las ilusiones por hacer
carrera en la Guardia Civil. Iba a ser una carrera brillante, en cambio, allí le ven, desterrado en
aquel pueblo perdido del mundo, con una menguada paga que no le permitía mantener con
dignidad a su numerosa familia, por lo que se ve forzado a complementarla con la protección
de Don Rogelio. La pechera de su guerrera, a falta de medallas, luce unos hermosos
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Emilio Marín Tortosa
lamparones de chorizo y otros embutidos confiscados en sus días de ronda por los caseríos de
la sierra. En el despacho, en esos momentos, se estaba jugando su bienestar. Aquella también
era su causa. Por eso estaba allí.
Otro de los sillones está ocupado por Don Aniceto. El castoreño de Párroco, ha quedado en
el recibidor junto al tricornio de Don Gaspar. Los dos tocados parece que se encuentran a
gusto allí tan juntos, pues los intereses que ambos representan caminan de la mano hace ya
mucho tiempo, sin embargo los nuevos tiempos que se ventean, amenazan con romper
aquella sociedad. Él, con la autoridad que le da la sotana, también sucia y ajada, va a luchar
para impedir que tal cosa ocurra. Hace poco tiempo que ocupa la Parroquia de aquel pueblo,
pero en su maleta, con su escaso ajuar, trajo la sabia recomendación de su Obispo: “Aniceto,
nuestro corazón está con los pobres, pero los intereses de la Iglesia, que son nuestros
intereses, están en defender a Don Rogelio Rodales, que representa el orden en la comarca.
Tienes que obedecerle bajo pena de pecado mortal.” Él, siervo obediente, acata la orden de su
Obispo. La gente, cuando se ve privada de sus necesidades, acude a la iglesia en busca de un
milagro que les saque de aquella angustiosa situación, y allí está él para aconsejar paciencia y
resignación: “Nuestro Señor nos manda esta dura prueba, y tenemos que recibirlo así.” Y
mientras dirigían sus ruegos en busca de ayuda a Vírgenes y Santos, no le pedían a quien sí
podía ayudarles. Y a él, por ese servicio, recibía migajas del festín. También la información
acumulada en el confesionario, tenía su recompensa. Y ahora, con las noticias de desorden que
llegan, amenazan con cambiar el estatus
actual. Y él no lo podía permitir. Por eso está
allí, la causa de Don Rogelio es la causa de su
Iglesia. Amén.
Don Bautista Barrón, Alcalde Putativo,
ocupa otro sillón, y no es el mejor colocado
según correspondía a su autoridad. El
sobrenombre de putativo, él lo luce como
Bastón de Mando, el otro, el de verdad, está en una vitrina en la casa de Don Rogelio, sobre la
cabecera de una cama donde la mujer de Bautista acudía en busca de entorchados para su
marido. Batiste era un peón en el molino del Amo, cuando se le convenció para casarse con la
Inés, una muchacha ligera de cascos, para tapar un indeseado embarazo culpa de sus
devaneos con Don Rogelio. Como compensación, recibió aquel simulacro de cargo. Desde
aquel día, no sin dificultad, se dedica a poner su firma en los papeles que el Amo le pone
delante. No lee ninguno, por la sencilla razón de que él no sabe leer. No tiene clara conciencia
de dónde están sus intereses, pero como su mujer le repite, un día y otro también, que en
aquella casa se come todos los días gracias a la generosidad de Don Rogelio, y como su única
preocupación es la de tener algo que comer cada día, acepta que en aquella reunión están sus
intereses. El Amo le ha llamado, y como de allí salían sus lentejas, él ha acudido sin rechistar.
Este es el Estado Mayor con que cuenta Don Rogelio Rodales para librar sus batallas: Un
matón sin conciencia, un Guardia Civil embrutecido por la decepción y la bebida, un Cura sin
criterio propio y bragueta suelta, y un Alcalde figurón menos que un cero a la izquierda. Poco
podía presumir Don Rogelio por la compañía. A él le importaban poco los allí reunidos, a él lo
que le interesa es poder manipular los poderes que ellos representaban en aquel pueblo. Le
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Emilio Marín Tortosa
hubiera gustado ver ocupados otros dos sillones, el del Médico, y el del Maestro de Escuela.
Pero Don Moisés, republicano y judío, y Don Atilano, un Médico masón, no estaban por servir
a sus intereses. Esas negativas le duelen al ricacho, y lo siente en su orgullo. Algún día pagarán
sus desprecios.
El rico y poderoso, también tiene sus miedos particulares para estar allí esa noche. La
situación se estaba deteriorando día a día, y está obligado a tomar medidas. Por eso ha
convocado esa reunión. El orden del día tiene un único punto: ¡Orden, orden, y salvar el honor
de España! Algo genérico y bastante inconcreto, pero donde estaban enmascarados sus
intereses particulares. Pero eso a los reunidos allí no les importa. Desde que le informaron de
la cantidad de dinero que el forastero había depositado en el banco a nombre de Vicente, no
dormía tranquilo. Ese dinero no puede estar fuera de su control. Con la excusa de detener el
desorden que se había instalado en el pueblo, él tenía pensado deshacerse de Vicente que se
estaba volviendo peligroso. Ese dinero tiene que ser suyo. Y quién sabe que si en el mismo
saco entren el Médico y el Maestro.
- “¡Esto no puede seguir así!”
Silencio. Y el roce de los pantalones sobre el terciopelo de las sillas, suena como una
burlona sonrisa. La ausencia de ideas propias, y la ignorancia de lo que se les va a proponer,
hace que sobre los asientos se inicie una danza de impaciencia, ceremonia que siembra la
inseguridad sobre los motivos del porqué de estar allí.
-“Supongo que todos estáis al corriente de los desagradables acontecimientos que desde hace
un tiempo está perturbando el buen orden y la vida diaria de nuestra gente. Sabéis que lo que
se persigue con todo ello es una revolución para cambiarlo todo. ¡Para quitarnos todo! Para
apartarnos de este pueblo, o lo que es peor: ¡Matarnos!”
Silencio.
-“Ya es hora de que nosotros, hombres de orden, reaccionemos para parar a esos
revolucionarios. Yo no tengo duda, que si actuamos juntos y con contundencia, ganaremos
esta guerra, porque esto, no lo dudéis, es una guerra.”
Silencio.
-“Durante varios días he estado madurando un plan. Solo os pido, que lo que aquí tratemos
quede en secreto entre nosotros. No es un capricho, va en ello nuestra seguridad. El enemigo
está localizado.”
Silencio.
-“¡Vicente Sáez es el enemigo eliminar!”
El terciopelo suena ahora como una ametralladora.
-“Se ha convertido en un líder obrero fuera de mi control, y por lo tanto molesto y peligroso.
La gente está empezando a confiar en él más que en nosotros, y su actitud en la fábrica no es
la que se espera de un buen trabajador. Es soberbio e impertinente. ¡Es un bolchevique que
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quiere quitarme lo que es mío! Y también os quitará lo vuestro. Me odia y quiere acabar
conmigo. Y si termina con mi poder, detrás iréis vosotros. ¡Pensad! ¡Pensad!”
Demanda inútil.
-“Tenemos que acabar con él antes de que sea tarde. ¿Puedo contar con vosotros?”
Silencio. Si Rodales hubiera dispuesto de algún mecanismo que le permitiera conocer los
pensamientos de sus esbirros, sí hubiera sentido miedo de verdad, pero para su desgracia la
ciencia no había adelantado tanto como para permitir aquello. El miedo de los convocados les
ha secado el cerebro y les ha hecho opacos. De momento hacen patente su fidelidad al Amo,
pero peligrosas nubes quedan ocultas entre la niebla de sus intenciones. No solo Vicente debe
tener miedo de ellos. Una vez recogida la cosecha de su adhesión, el ladino Rodales, sigue
exponiendo sus macabros planes.
Vicente, siguiendo los consejos de Esteban, comienza a difundir por el pueblo, un
mensaje de esperanza. Primero entre sus compañeros de trabajo, luego fue ensanchando su
actividad hasta que no quedó ningún circulo ciudadano sin escuchar su voz. Era un trabajo
duro. La gente tenía adormecido el sentido de resistencia y rebeldía, y escuchar el mensaje de:
libertad, pan más seguro, educación para todos, y el derecho a una vida digna y sana, les
sonaba a chino. Solamente la buena consideración que le tenían, y pensar, que si él, una de los
mejores trabajadores de la fábrica decía aquellas cosas, alguna razón tendría, conseguía que le
escucharan.
Poco a poco, aquellos mensajes, iban calando en la conciencia de los más sensibles. Y
pronto contó con un grupo de compañeros dispuestos a secundarle en el esfuerzo para que, el
proyecto que pregonaba, pudiera hacerse realidad en aquel pueblo. Nadie ignoraba el peligro
que suponía colocarse de su lado, pero también saben, que un día u otro, antes o después,
aquello tendrían que hacerlo. Vicente también buscó en el Médico y en el Maestro a dos
aliados en aquella desigual pelea, y que no eran muy partidarios del cacique, consejo sobre
cómo mejor afrontar los acontecimientos por venir.
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- Lo primero que hay que hacer, es nombrar una comisión para que, en una entrevista
personal con el mismo Don Rogelio, darle a conocer las reivindicaciones de los obreros de su
fábrica. Y también hay que conseguir que los campesinos se unan a estas peticiones.
Todo estaba en marcha. Al día siguiente era el acordado para la reunión en el despacho de
la fábrica. Un representante del Sindicato, llegado de la ciudad, les acompañará en la reunión.
Este era el comentario en casa de Vicente. Él y su mujer, al calor de la lumbre, hacen
planes para un futuro cercano, cuando unos golpes en la puerta interrumpen su conversación.
Vicente sale a abrir. Tras la puerta se encuentra la negra boca de un fusil, y desde el charol de
un tricornio le llega una voz: “Vicente Sáez, quedas detenido acusado de ladrón.” La detención
de Vicente tiene lugar con nocturnidad, y fuera de cualquier requisito legal. La gente,
enclaustrada en su sueño, no se enteró hasta la mañana siguiente cuando Mercedes lo contó
en plena calle pidiendo ayuda a sus convecinos. El pueblo lleno de estupor, no pueden creer
que Vicente, un hombre íntegro y honrado, pueda ser un ladrón. Aquello sonaba mal y parecía
imposible. Aunque alguno sí sospechó la razón de aquel acto vil.
El Maestro y el Médico, fueron hasta el Cuartelillo para interesarse por Vicente. Allí les
informan que el detenido había sido llevado directamente a la cárcel del Distrito, donde había
pasado a disposición del Juez. Nada más pudieron averiguar, ni siquiera les dijeron los cargos
que se le imputaban. Había sido detenido por ladrón, y nada más. Desde allí, los dos hombres,
se dirigen a la casa de Don Rogelio Rodales.
Don Rogelio, siguiendo en su plan de hombre de orden, dice que siente mucho lo que le
ocurre a Vicente, pero que él no puede interferir en la acción de la Justicia. Mucho menos
siendo él la victima de su robo. No obstante, hará lo que pueda para informarse de cómo se
desarrollan los acontecimientos. Y no dijo más sobre aquel asunto, pero los dos hombres no
necesitaron más para entender como habían pasado las cosas: el Amo pasaba a la acción.
Eran más o menos las ocho de la tarde, cuando el Sargento Bonillo, acompañado por
dos números, llega a la hacienda “Los Pinos”. Ha sido llamado con urgencia por “El Tuerto”.
Una vez allí, de malhumor por tener que salir de servicio a aquellas horas de la tarde, demanda
del capataz las razones de aquella llamada urgente.
-“Quiero presentar una denuncia por robo”.
-“¡Para eso está el Cuartelillo idiota!”
Pero Ramón era solo un mandado, y el Amo había decidido que se hicieran las cosas así.
Ante el conjuro, Bonillo se aviene sin más protesta.
-“¡Landete! Toma un papel, y levanta acta de la denuncia. Esto hay que hacerlo legal.”
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La orden va dirigida a uno de los guardias que le acompañan. Éste, saca del macuto papel y
lápiz, pide permiso para sentarse, y se dispone a escribir.
-“Y tú Ramón, piensa bien lo que dices, pues todo va a quedar por escrito. Si quieres que algo
quede en secreto, me lo dices a mí solo. ¿Has entendido? ¡Pues empieza a hablar!”
El capataz comienza:
-“Mi nombre es Ramón Abad Cózar, más
conocido como Ramón “El Tuerto”.
Actualmente soy capataz de la hacienda “Los
Pinos” propiedad de Don Rogelio Rodales…”
-“¡Más despacio! ¡Que no soy una máquina!
El guardia Landete se queja por el
esfuerzo, y el Sargento muestra su mala
leche.
-“¡Si vuelves a interrumpir te empapelo
Landete! ¡Sigue Ramón! ¡Y no te pares! ¡Leche!”
-“Ayer tarde, como es mi costumbre y obligación, al terminar los trabajos en el campo, inicié
la ronda de inspección. Tengo que comprobar que la herramienta ha sido guardada, que los
animales quedan bien atendidos, que los almacenes han sido cerrados. Usted no sabe lo
dejados que son los trabajadores. Si no estuviera yo al tanto…”
-“¡No apuntes eso Landete! ¡Leche! ¿Quieres ir al grano? ¡No he venido aquí a perder el
tiempo!”
-“Hace unos días que trajimos del molino diez sacos de harina, y yo quería comprobar que
estaban bien apilados. Cuando he entrado en el almacén, me ha sorprendido que no hubiese
más que ocho sacos. Me ha extrañado, pues yo no sabía que se habían sacado de allí. Aunque
he de decir, que hacía unos días que me parecía notar que faltaba alguna cosa del almacén,
pero no le di importancia, hasta hoy. Hay mucha gente forastera por los alrededores, y dos
sacos de harina, son dos sacos de harina. ¿No sé qué hacen ustedes que no evitan estos
robos?”
-“¡Frena tu lengua Ramón! Ye te he dicho que digas solo lo importante. ¡Y las opiniones
personales te las metes en el culo!”
-“¡Bueno, bueno! ¡No se ponga usted así mi Sargento!”
Ramón traga saliva, y reanuda el relato.
-“Antes de cualquier diligencia, he preguntado en la cocina por si los sacos habían sido
llevados allí. La respuesta fue no. Luego fui a darle cuenta a Don Rogelio de la desaparición de
los sacos. Ya puede usted imaginar cómo se puso el Amo por la noticia. Su primera reacción
fue darme orden de denunciarlo en el Cuartelillo, pero luego pensó que era mejor llamarle a
usted aquí, a una hora prudente, cuando los trabajadores ya se habían marchado, para no
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llamar la atención de la gente, bastante calientes están los ánimos, y que usted sobre el
terreno compruebe los términos de la denuncia, y dada su experiencia, aconsejara lo que
convenía hacer. ¡Y eso es todo!”
-“¡Y no es poco Ramón, no es poco! Un robo en “Los Pinos”. Es la primera vez que ocurre algo
así. ¡Landete! ¿Has tomado buena nota de todo? Veamos, lo primero es ver el lugar de los
hechos. Hay gente que se está volviendo muy insolente. ¡Hay que meter mano dura!”
Y el Sargento Bonillo se balancea sobre sus retacas piernas como queriendo dar más fuerza
a su amenaza.
-“Ahora, vayamos a ver el lugar de los hechos.”
Los cuatro se dirigen al almacén. El local está algo alejado de la casa principal, y su parte
trasera linda con un olivar. Al llegar, comprueban la solidez de la puerta, y que no hubiera sido
forzada. Ya dentro, se detienen ante el montón de sacos. Allí cuentan hasta un total de ocho
sacos, si en realidad del molino se habían traído diez sacos de harina, en efecto, allí faltaban
dos. Todos llevan impreso el nombre de “Los Pinos”, y numerados. Iban del uno al diez, y
faltaban el número tres y el siete.
-“Creo que no me va ser difícil dar con el ladrón, o ladrones. ¿Cómo se puede ser tan torpe?
Es como si hubieran robado billetes numerados. Sigamos la inspección.”
Las paredes tienen varias ventanas, pero todas aparecen bien cerradas y sin señales de
haber sido forzadas, salvo una. El sargento Bonillo, perito en aquellos menesteres, inspecciona
la ventana en cuestión, y dictamina que por aquella ventana habían salido los sacos robados.
Según él, el ladrón o ladrones, se habían introducido en el almacén durante el día que
permanecía abierto, allí se habían escondido hasta la noche. No les había sido difícil llevarse el
botín por los campos donde nadie les podía ver.
-“Ahora miremos por la parte de afuera.”
Allí fuera encuentran la confirmación del pronóstico del Sargento. Bajo la ventana, y sobre
la hierba, se ve claramente la huella de la rueda de una carretilla. Debía ir bien cargada porque
la rodada es profunda. Siguiendo la huella de la rueda, cruzan el campo de olivos, y llegan al
camino que va desde la hacienda
hasta el pueblo. La pista les lleva a
seguir ese camino. La comitiva se
detiene ante la tapia de una de las
primeras casas del pueblo, allí se
había detenido la carretilla. Sobre
la tierra, se puede ver el rastro de
harina que les lleva hasta la
misma puerta.
-“¡Ya le tenemos! ¡Vamos!”
-“¡Un momento mi Sargento! Esta es la casa donde vive Vicente, ¿no pensará usted que él…?”
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-“¡Lo que yo piense no tiene ninguna importancia! Las evidencias son claras. ¡Vicente es el
ladrón! ¡Vamos a por él!
-“¿Estás seguro de que nadie te vio con la carretilla y los sacos?”
-“¡No Don Rogelio! Nadie pudo verme.”
-“Algún vecino pudo verte. Alguien pudo salir al huerto para hacer sus necesidades. ¡Tienes
que estar seguro! Es mucho lo que nos jugamos en esto.
-“La noche era negra como boca de lobo. Además los civiles hicieron una ronda para
asegurarse que nadie andaría por la calle a esas altas horas de la noche.”
-“¡Bien Ramón! ¡Bien! Has hecho un buen trabajo. Ahora solo queda declarar en el juicio
contra él, y nos habremos quitado de en medio esa molestia.
-“Eso será pan comido. Los guardias encontraron en el corral de Vicente la carretilla, y
escondidos bajo un montón de leña, los sacos. El Sargento Bonillo estaba presente. Nada
fallará. Vicente no tiene escapatoria, y si podemos probar que alguien le ayudó en el robo,
también caerá.”
-“Sí, pero no podemos dejar ningún cabo suelto. El molinero, tiene que acudir a declararán, y
reconocer los sacos. Y la misma pareja que actuó en la detención, es la que tiene que declarar
en el juicio. Cuida de que Bonillo no está muy bebido el día del juicio. Y vuelve a hablar con la
viuda de Blay. Que no se vuelva atrás. Ella es la que tiene que jurar que vio a Vicente con la
carretilla metiendo los sacos en el corral. Su testimonio será definitivo.”
-“Por eso no debe preocuparse usted. Desde que quedó viuda, no tiene más sustento que lo
que yo le doy por ser mi barragana. Su fidelidad la tengo asegurada.”
-“Quiero que todo tenga la apariencia legal. Por eso dispuse que al preso se le trasladase
directamente a la cárcel del Distrito. Quiero que el juicio tenga lugar fuera de este pueblo.
Cuanto menos me relacionen a mí con ese suceso, mejor.”
-“Déjelo usted de mi cuenta. La gente, pasados unos días, volverán a la calma. Vicente es muy
apreciado en el pueblo, y cuesta creer que sea un ladrón. Mis hombres se ocuparán en meter
la duda en la gente, estoy seguro, que el día del juicio, muchos estarán dispuestos a afirmar
que es capaz de ese delito, y de otros más graves.”
-“Vigilad muy de cerca al Médico y al Maestro. No me fío de ellos. Pueden intentar saber la
verdad de lo ocurrido. Sería conveniente que cuanto menos molesten, mejor.”
-“¿Quiere usted que me ocupe de ellos? Tengo un par de amigos que les tienen ganas. Unas
palabras, dichas en el lugar adecuado, y esos dos no nos molestarán más.”
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-“Puedes hacer lo que quieras siempre que no me comprometas a mí. Ahora, retírate.”
Ramón deja solo a Don Rogelio. Éste, satisfecho, mira los campos que se extienden hasta
juntarse con el horizonte. Aquel era su reino. Nadie se lo iba a arrebatar. Gracias a su plan,
todo estaba saliendo bien.
La reunión entre Don Rogelio y Ramón “El Tuerto”, tiene lugar en la hacienda. Allí, en
medio del campo, estaban fuera de la curiosidad, pues en caso de verles, a nadie podía
extrañar que estuvieran juntos allí, Ramón era su capataz. Lo que no ha dicho Rogelio a su
hombre de confianza, es que el juez, que se encargaría de juzgar a Vicente, también estaba en
su nómina. También se ha cuidado de que, por la ciudad, corriese la voz de que había un
testigo que puede reconocer a Vicente como el hombre que robó los sacos. El Alcalde, por
supuesto, estaba dispuesto a secundar todos sus actos. Ha telefoneado al Gobernador, para
que el día del juicio, los sindicalistas que asesoraban a Vicente, estuvieran a buen recaudo. Así,
el acusado, se vería solo y traicionado. El cepo estaba bien prieto. Aquella presa no se le iba a
escapar, y descabezada la rebelión, él volvería a tomar el timón del pueblo libre de peligros. Y
el dinero caerá en su poder.
El “general” Rodales, en el ajedrez donde se juega la partida de sus intereses, ha colocado
sobre el tablero sus piezas en posición de Jaque Mate. La partida ya estaba ganada de
antemano. Todo iba a suceder lejos de allí, nadie podrá relacionarle a él con la mala suerte de
su trabajador. Entre la gente, su disposición a que el juicio se celebrase en la ciudad, era
muestra de su neutralidad, a pesar de que él era la víctima del robo. Él, para la gente,
apreciaba a Vicente y le dolía lo que le está pasando.
Lo que él no ha contemplado en su plan, era que ganar una batalla no era ganar la guerra. Y
aquella que se estaba iniciando, deparará momentos no favorables para el cacique. El paso de
los días le traerá alegrías, pero también penas que no tendrá tiempo de evitar. Los tiempos
estaban cambiando muy deprisa, y desde el reducto de aquel pequeño pueblo, no se podían
cambiar. Las ruedas de carretas más grandes, en la vorágine de tiempos por venir, arrastrarán
la pequeñez de su poder hasta un abismo de odios y venganza.
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