Miedo michael grant

Preview:

Citation preview

Ha pasado un año desde que todoslos adultos desaparecieron…

A pesar del hambre y las mentiras,a pesar incluso de la plaga loschavales de Perdido Beach estándecididos a sobrevivir. Sin embargo,en la nueva y precaria vida que sehan construido comienza aarrastrarse la que probablementesea la peor encarnación del enemigoconocido como la Oscuridad: elmiedo.

En la oscuridad surgen los peoresmiedos, y se cumplen lasintenciones más crueles. Pero

incluso en los momentos másterribles, los habitantes de la ERAconservan la voluntad de sobrevivir yel deseo persistente de cuidar delos demás en su grupo devastado.Cueste lo que cueste.

Michael Grant

MiedoOlvidados - 5

ePub r1.0macjaj 20.10.14

Título original: FearMichael Grant, 2012Traducción: Raquel Herrera Ferrer

Editor digital: macjajePub base r1.1

Para Katherine, Jake y Julia

Señor, de día ayudate pido,y de noche tereclamo…Me hundiste en elpozo más hondo,en lo más oscuro yprofundo.Tu ira sobre mírecae, y con tus olasme abrumas.Has hecho que misamigos me rehúyan,por el horror en queme has convertido.Encerrado, ahora no

puedo escapar;de tristeza la vistase me ha nublado…Me crie afligido y ala muerte próximo.Sufro tus terrores;estoy indefenso.Tu ira en mídesborda; tustemidos ataquesme destruyen…Has hecho que misamores y amigos merehúyan;y por eso de laoscuridad me

acompaño.

Salmo 88: 1, 6-9, 15-16, 18

FUERA

LA ENFERMERA CONNIE Temple estabaactualizando su diario en su pequeñoportátil, y al instante siguiente habíadesaparecido.

Así.Desaparecida.Sin hacer puf. Sin destellos. Sin

explosiones.Connie Temple había ido a parar a

la playa. Boca arriba. Estaba sentada

cuando ocurrió, y de repente cayósentada en la arena y de espaldas, conlas rodillas levantadas.

A su alrededor yacían otros. Gente ala que no conocía. Y otros a los que síreconocía de la ciudad.

Algunos estaban de pie, otrossentados, algunos seguían sentados comosi continuaran al volante. Algunos ibanvestidos con prendas deportivas yparecían haber llegado a la playa por lacarretera, corriendo.

Un hombre a quien Connie reconocióporque era profesor en la escuela deSam estaba de pie, parpadeando, con lamano levantada, como si hubiera estado

escribiendo algo en la pizarra.Connie se incorporó despacio,

aturdida, sin acabar de creerse queaquello fuera real. Se preguntaba si lehabía dado un ataque. Se preguntaba sise trataba de una alucinación. Sepreguntaba si era el fin del mundo. O elfinal de su vida.

Y entonces la vio: una pared lisa,gris, sin ninguna característicadestacada. Era increíblemente elevada yparecía curvarse hacia arriba.

Se extendía hasta el océano.Interrumpía la carretera. CortabaClifftop, un hotel pijo, por la mitad. Seextendía hacia el interior, donde ya no

alcanzaba la vista, cortando todo lo queencontraba a su paso.

Pasó un tiempo hasta quedescubrieron que se trataba de unaesfera de más de treinta kilómetros dediámetro. Enseguida empezaron aaparecer vistas aéreas por todo internet.

Pasó un tiempo, tras días de nocreérselo y de negarlo, hasta que elmundo aceptó que no se habíatransportado a los niños. Todas laspersonas menores de quince años habíandesaparecido.

No había muerto ningún adulto de lapoblación de Perdido Beach, California,ni de parte del área circundante, aunque

algunos habían resultado heridos cuandose encontraron de repente en el desierto,en el agua, cayendo colina abajo. Unamujer se encontró de pronto en casa deotra persona. Otro hombre apareciómojado, en bañador, en mitad de lacarretera, y los coches tuvieron que darvolantazos para no atropellarlo.

Pero al final solo hubo una muerte:la de un vendedor de San Luis Obispoque se dirigía a hablar sobre un segurocon una pareja de Perdido Beach. Nohabía visto la barrera que atravesaba lacarretera en el Parque Nacional StefanoRey, y su Hyundai chocó a más de cienkilómetros por hora.

Connie ya no se acordaba de sunombre.

Muchos nombres habían entrado ysalido de su vida desde entonces.

Con esfuerzo, la mujer se obligó adejar de recordar aquel día. El coronelMatteu estaba diciendo algo importante.

—La firma energética ha cambiado.—¿La qué?Connie Temple miró a Abana

Baidoo. Se habían hecho buenas amigasdurante esos meses largos y terribles.Abana solía entender mejor los detallescientíficos que Connie. Pero en esemomento se limitó a encogerse dehombros.

George Zellicoe, que había sido eltercer portavoz de las familias, hacíatiempo que había desconectado. Aúnasistía a las reuniones, pero habíaenmudecido. Tanto Connie como Abanahabían intentado comunicarse con él,pero ahora estaba perdido. La depresiónse había apoderado de George, yquedaba muy poco del hombre enérgicoy dogmático que había sido en otrotiempo.

—La firma energética —repitió elcoronel Matteu—. Lo que hemosempezado a denominar la onda J.

—Y eso ¿qué significa exactamente?—preguntó Connie.

El coronel no se parecía mucho a uncoronel. Llevaba el uniformeperfectamente planchado del ejército,claro, y el pelo pulcramente recortado,pero tendía a hundirse dentro deluniforme. Daba la impresión de que obien le iba una talla grande o se habíaencogido desde que lo compró.

Era el tercer oficial asignado paradirigir las fuerzas de la Pecera, de laBurbuja de Perdido Beach. Era elprimero capaz de contestar sinceramenteuna pregunta sencilla.

—Pues no lo sabemos. Lo único quesabemos es que desde el comienzohemos captado una firma energética que

iba solo en un sentido. Y ahora estácambiando.

—Pero no sabe lo que quiere decir—intervino Abana.

Tenía una manera de hablar con laque parecía cuestionarse, incrédula,cada pregunta.

—No, señora. No lo sabemos.Connie notó que el coronel

enfatizaba levemente la palabra«sabemos».

—Y ¿qué sospechan? —preguntóConnie.

El coronel suspiró.—Antes de continuar debo recordar

que ya hemos pasado por una docena, un

centenar, de teorías distintas. Y ningunaha resultado acertada hasta ahora.Teníamos unas teorías cuando lasgemelas aparecieron sanas y salvas. Y,entonces, cuando Francis…

Nadie necesitaba que le recordaranlo de Francis. Lo que salió de Francisfue un horror captado por la cámara endirecto, y reproducido una y otra vezpara un mundo enfermo. Setentamillones de reproducciones enYouTube.

Poco después apareció Mary, lo cualgracias a Dios no se grabó. Laencontraron y se llevaron lo quequedaba de la chica a unas instalaciones

donde la mantenían con vida. Si es que aeso se lo podía llamar vida.

De repente, el aire acondicionado seencendió. Tendía a hacer calor en lostráileres, incluso en días frescos comoaquel en que soplaba la brisa delocéano.

—Ahora ya sabemos que nodebemos creernos todo lo que oímos —afirmó Abana, mordaz.

El coronel asintió.—Creen que podría haber un… un

ablandamiento, lo llaman. —Levantó lamano e interrumpió la reaccióninmediata—. No, siguen sin poderpenetrar en la barrera. Pero antes,

cuando intentaban bombardear partes dela barrera con rayos X o gamma, labarrera hacía de espejo perfecto, hacíarebotar un cien por cien de la energíaque la alcanzaba.

—¿Y eso ha cambiado?—El último test ha mostrado una

refracción del 98,4 por ciento. Noparece mucho. Y puede que nosignifique nada. Pero ha sido del cienpor cien desde el primer día, y todos losdías desde entonces. Y ahora no lo es.

—Se está debilitando —dijo Abana.—Puede.Los tres, Connie, Abana y George

(que eran los padres de Sam, Dahra y

E. Z., respectivamente) salieron deltráiler. El campamento de la GuardiaNacional californiana, que tenía elnombre grandilocuente de Camp CaminoReal, se encontraba en el lado interiorde la carretera, en un tramo vacío quequedaba a tan solo cuatrocientos metrosdel límite sur de la Pecera. Habíandesplegado dos docenas de tráileres ycabañas, distribuidos con precisiónmilitar. Y se estaban construyendoedificaciones más permanentes, como uncuartel, un parque automovilístico y unedificio de mantenimiento.

Cuando instalaron Camp CaminoReal, estaba solo en las encantadoras

alturas azotadas por el viento quequedaban por encima de la playa. Perodesde entonces habían terminado elCourtyard de Marriott, así como elCarl’s Jr. Del Taco había vendido suprimer burrito hacía pocos días, y elHoliday Inn Express había abierto un alamientras continuaba la construcción delresto.

Solo quedaban dos camiones conconexión vía satélite aparcados a unlado de la carretera. Pero ya noconectaban en directo prácticamentenunca: el país y el mundo habíanperdido el interés, aunque todavía unosdos mil turistas hacían el recorrido cada

día desde la carretera principal hasta elmirador, y aparcaban ocupando más deun kilómetro y medio.

Y un puñado de vendedores desouvenirs aún se ganaba la vida conpuestos entoldados.

George se subió a su coche y semarchó sin decir palabra. Connie yAbana vivían allí ahora, compartían unaWinnebago que disponía de una plazaprivilegiada de aparcamiento con vistasal Pacífico. Tenían una buena barbacoade gas que les había cedido HomeDepot, y cada viernes por la nochecocinaban hamburguesas o costillas conla gente de los medios de comunicación

o con los guardias, soldados o policíasque estuvieran por allí fuera de servicio.

Las dos mujeres atravesaron lacarretera desde el campamento y sesentaron en sillas plegables orientadashacia el océano. Connie hizo café y pasóuna taza a Abana.

—¿Organizamos unateleconferencia? —preguntó Abana.

Connie suspiró.—Las familias querrán saberlo.«Las familias». Ese el término que

habían escogido los medios decomunicación. Al principio los llamaban«los supervivientes». Pero esoimplicaba que los demás, los niños,

habían muerto. Ya desde el comienzo,los padres y madres, los hermanos yhermanas, se habían negado a aceptaresa idea.

En el mar, un cúter surcaba las olassuaves, vigilando el perímetro acuáticode la anomalía. Enloquecida por eldolor, una familia había colocado uncargamento de explosivos sobre lacúpula unos meses atrás. La explosiónresultante no había tenido ningún efecto,claro.

—Estaba empezando a… —comenzó a decir Connie.

Abana esperó y sorbió el café.—Estaba empezando a pensar que

necesitaba volver a dedicarme a otrascosas, ¿sabes? Como que igual habíallegado la hora de pasar a otras cosas.

Su amiga asintió.—Y ahora esto… Este

ablandamiento. Este cambio del 1,6 porciento.

—Y ahora, y ahora, y ahora —dijoConnie agotada—. La esperanza escruel.

—Un tipo, un físico de Stanford,dice que si alguna vez baja la barrerapodría ser catastrófico.

—No ha sido el primero en decirlo.—Sí, bueno, igual no. Pero es el

primero que tiene un premio Nobel.

Cree que la barrera es una especie decapa protectora que cubre una esfera deantimateria. Le preocupa que pudieradesencadenar una explosión tan fuertecomo para aniquilar la mitad occidentalde Estados Unidos.

Connie soltó un bufido desdeñoso.—Teoría número ocho mil

setecientos cuarenta y dos.—Sí —Abana le dio la razón. Pero

parecía preocupada.—Eso no va a ocurrir —afirmó

Connie—. Porque lo que va a ocurrir esque la barrera bajará. Y mi hijo Sam y tuhija Dahra van a venir caminando poresa carretera…

Abana sonrió y concluyó la bromagastada que compartían:

—… y pasarán de largo por nuestrolado para ir a Carl’s, a buscar unahamburguesa.

Connie le cogió la mano.—Así es. Eso es lo que va a pasar.

Dirán: «Oye, mamá, nos vemos luego:voy a por una hamburguesa».

Se quedaron calladas durante unrato. Ambas mujeres cerraron los ojos yelevaron los rostros hacia el sol.

—Si hubiéramos recibido algunaadvertencia… —se lamentó Abana.

Lo había dicho antes: lamentabahaber discutido con su hija la mañana

antes de lo sucedido.Y, como de costumbre, Connie tenía

la respuesta en la punta de la lengua: yosí la recibí.

Yo sí la recibí.Pero aquella vez, como todas,

Connie Temple no dijo nada.

UNO

65 HORAS, 11 MINUTOS

VESTÍA TEJANOS y una camisa a cuadrosde franela sobre una camiseta que le ibavarias tallas grande.

Un cinturón de cuero le daba dosvueltas a la cintura. Era un cinturón dehombre, y de hombre corpulento. Peroera resistente y soportaba el peso delrevólver del 38, el machete y la botellade agua.

Tenía la mochila sucia, con las

costuras deshilachadas, pero la llevabacómodamente sobre los hombrosdelgados. En la mochila había tresvaliosos paquetes de macarronesdeshidratados sacados de campamentoslejanos. Bastaba con añadirles agua.También tenía una paloma cocida en untupperware, una docena de cebollastiernas, un frasco de vitaminas —setomaba una cada tres días—, papel ylápiz, tres libros, una bolsa pequeña demaría y una pipa pequeña, aguja e hilo,dos mecheros Bic y otra botella de agua.Y llevaba una bolsa con medicamentos:unas cuantas tiritas, un tubo casi gastadode Neosporin y una docena de valiosos

tylenoles, así como tamponesinfinitamente más valiosos.

Astrid Ellison había cambiado.Llevaba el pelo rubio corto, cortado

de mala manera con un cuchillo y sincontar con un espejo. Tenía la cara muymorena, y las manos encallecidas ymarcadas debido a los innumerablescortecitos que se había hecho para abrirmejillones. Se había roto una uñacuando se resbaló por la ladera de unacolina empinada y, al intentar salvarse,se agarró como una loca a las rocas ylos arbustos.

Astrid se deslizó la mochila de loshombros, aflojó el cordón que la cerraba

y extrajo un par de guantes pesadoshechos para un hombre adulto.

Inspeccionó la zarzamora en buscade moras maduras. No maduraban todasal mismo tiempo, y nunca se permitíacomerse alguna si no habían maduradodel todo. Esas eran sus moras, las únicasque había localizado, y había decididono dejarse llevar por la gula.

Le hacía ruidos el estómago mientrasquitaba las espinas tremendamentepuntiagudas, tanto que a veces incluso leatravesaban los guantes, pero así soltabalas moras. Cogió media docena: eran elpostre para más tarde.

Se encontraba en el extremo norte de

la ERA, donde la barrera atravesaba elParque Nacional Stefano Rey. Allí losárboles —secuoyas, robles negros,álamos temblones, fresnos— crecíanmucho. Algunos quedaban atravesadospor la barrera, y algunas de sus ramas seadentraban en ella. Astrid se preguntabasi salían por el otro lado.

No se había adentrado mucho, puedeque estuviera a medio kilómetro oquizás un poco más de la costa dondesolía buscar ostras, almejas, mejillonesy cangrejos no mucho mayores quecucarachas grandes.

Astrid solía tener hambre. Pero nose moría de hambre.

El agua le preocupaba más. Habíaencontrado un depósito en el puesto delguardabosques, y un arroyo de lo queparecía agua limpia y fresca procedentede un acuífero subterráneo, pero ningunode los dos quedaba cerca de sucampamento. Y, dado que el aguapesaba mucho para cargarla, tenía quevigilar con cada gota y…

Un ruido.Astrid se agachó, se sacó la

escopeta del hombro, la levantó y alineólos cañones con agilidad y muchapráctica.

Escuchó atentamente. Oía cómo lelatía el corazón y lo obligó a aminorar

sus latidos, a aminorarlos, a callarsepara escuchar.

Respiraba de forma irregular, peroal menos consiguió calmarse un poco.

Examinó despacio el lugar con lamirada, girando el torso de izquierda aderecha, otra vez hacia la izquierda,repasando los árboles de los quepensaba que procedía el ruido. Escuchóatentamente en todas direcciones.

Nada.¡Un ruido!Hojas secas y tierra húmeda. Fuera

lo que fuera, no era pesado. No era unruido pesado. No sonaba como Drake.Ni como un coyote.

Astrid se relajó un poco. Tenía loshombros tensos y los hizo girar,esperando evitar acalambrarse.

Algo pequeño se escabullía. Debíade ser una zarigüeya o una mofeta.

Pero no Drake.No el monstruo con un tentáculo por

brazo. No el sádico. No el psicópata.No el asesino Mano de Látigo.Astrid se incorporó del todo y se

llevó otra vez la escopeta al hombro.¿Cuántas veces al día tenía que

soportar ese mismo miedo? ¿Cuántoscentenares de veces había mirado hacialos árboles, arbustos o rocas en buscade aquel rostro estrecho y de ojos

muertos? Día y noche. Mientras sevestía. Mientras cocinaba. Mientrashacía sus necesidades en la trinchera.Mientras dormía. ¿Cuántas veces? Y¿cuántas veces se había imaginadodisparar ambos cañones de la escopetadirectamente a su rostro, destruir susrasgos, salpicarlo todo de sangre… asabiendas de que a pesar de todo esovolvería a ir tras ella?

Le dispararía una y otra vez yseguiría siendo Astrid quien echara acorrer y jadeara al quedarse sin aliento,quien recorriera el bosque atrompicones, llorando, pues sabía queno podía hacer nada para detenerlo.

El mal al que no se podía matar.El mal que tarde o temprano la

acabaría derribando.Tras poner las moras a buen recaudo

en su mochila, Astrid se dirigió otra vezhacia su campamento.

El campamento constaba de dostiendas: una beige, donde dormía, y otraverde con forro marrón oscuro, queutilizaba para guardar artículos nocomestibles que había sacado de variaszonas de acampada, oficinas de guardasforestales y pilas de basura de StefanoRey.

En cuanto llegó al campamento,Astrid guardó las moras y el resto de

comida que había traído consigo en unanevera roja y blanca de plástico. Habíacavado un agujero pegado a la barrera, yla nevera encajaba perfectamente en elagujero.

Había aprendido muchas cosas enlos cuatro meses transcurridos desdeque abandonó a todos y todo y semarchó a los bosques. Una cosa quehabía descubierto era que los animalesevitaban la barrera. Incluso los insectosse mantenían apartados varios metros.Así que si almacenaba la comida pegadaa esa pared gris perlada que engañaba ala vista, mantenía sus provisiones asalvo.

También a ella misma le servía paramantenerse a salvo. Al acampar allí, tancerca de la barrera y justo en el bordedel acantilado, los depredadorescontaban con menos maneras deacercársele.

Había extendido un cable alrededordel campamento. Del cable colgabanbotellas con canicas y latas oxidadas. Sialgo chocaba contra el cable, armaríamucho ruido.

No podía afirmar que se sintierasegura. Un mundo donde Drake debía deseguir con vida nunca sería seguro. Perose sentía tan segura allí como encualquier otro lugar de la ERA.

Astrid se hundió en su hamaca denailon, apoyó los pies cansados sobreuna segunda silla y abrió un libro. Suvida actual consistía en la búsquedaconstante de comida, y sin linterna solole quedaba una hora de luz al atardecerpara leer.

Se encontraba en un lugar bonito enlo alto de un acantilado escarpado juntoal océano. Pero se volvió hacia el sol,que se estaba poniendo, para que losrayos rojos alcanzaran la página de sulibro.

El libro era El corazón de lastinieblas.

Intenté romper el hechizo, elhechizo pesado y mudo de lajungla, que parecía atraerlo a supecho inmisericordedespertándole brutales instintosolvidados, recordándolemonstruosas pasionessatisfechas. Yo estabaconvencido de que aquello, ysolo aquello, lo había conducidoal límite de la selva, al monte, albrillo de fuegos, al latido detambores, al zumbido deextraños conjuros; que soloaquello había cautivado su almatransgresora más allá de losconfines de aspiracionespermitidas.

Astrid levantó la vista hacia losárboles. Su campamento se encontrabaen un pequeño claro, pero los árboles locercaban por ambos lados. No eran tanelevados cerca de la costa como tierraadentro. Parecían árboles másacogedores que los que había en laentrada del bosque.

—«El hechizo pesado y mudo de lajungla» —leyó en voz alta.

Para ella el hechizo consistía enolvidar. La dura vida que vivía ahoraera menos dura que la realidad quehabía dejado atrás en Perdido Beach.Eso sí que era una jungla. Allí se lehabían despertado brutales instintos

olvidados.Aquí, solo la naturaleza intentaba

privarle de alimento, romperle loshuesos, cortarla y envenenarla. Lanaturaleza era implacable, pero no teníamalicia. La naturaleza no la odiaba.

No era la naturaleza la que le habíallevado a sacrificar la vida de suhermano.

Astrid cerró los ojos y el libro, eintentó calmar las emociones que seagolpaban en su interior. La culpa eraalgo fascinante: no parecía debilitarsecon el paso del tiempo. En todo caso, sehabía fortalecido a medida que lascircunstancias se desvanecían de la

memoria, cuando el miedo y lanecesidad se volvieron abstractos. Yahora solo sus acciones destacaban conuna claridad cristalina.

Había arrojado a su extrañohermanito enfermo a las enormescriaturas atroces que la amenazaban aella y a todos los seres humanos de laERA.

Su hermano había desaparecido.Y las criaturas también.El sacrificio había surtido efecto.

Y Dios dijo: «Toma a tu hijo, túúnico hijo, Isaac, a quien amas, yve a la región de Moria.Sacrifícalo en holocausto en una

de las montañas que te indicaré».

Solo que, al comprobar su fe, ningúnDios bondadoso había intervenido paradetener el asesinato de Pete.

Por el excelente motivo de que nohabía ningún Dios bondadoso.

La avergonzaba que hubiera tardadotanto en darse cuenta. A fin de cuentas,era Astrid la genio. Así la habíanllamado durante años. Y, sin embargo,Sam, que siempre se encogía dehombros, indiferente a todos los temasreligiosos, se había aproximado muchomás a la verdad.

¿Qué clase de idiota podía

considerar el mundo tal y como era —yel mundo de la ERA era especialmenteterrible— y creer en Dios? En un Diosque realmente prestara atención, ya nodigamos que se preocupara por suscreaciones.

Había asesinado al pequeño Pete.Asesinado. No quería disfrazarlo

con una palabra bonita. Quería que fueraduro. Quería que la palabra fuera comopapel de lija frotado contra su crudaconciencia. Quería emplear esa palabrahorrible para borrar lo que pudieraquedar de Astrid la genio.

Menos mal que había decidido queno había Dios, porque si lo hubiera

estaría condenada al infierno eterno.A Astrid le temblaron las manos.

Apoyó el libro sobre el regazo y sacó labolsa de maría de la mochila.Racionalizaba el uso de la drogabasándose en que solo así lograbadormirse. Si viviera en un mundonormal, puede que le recetaran pastillaspara dormir. Y eso no sería malo,¿verdad?

Es que necesitaba dormir. Cazar ypescar eran actividades matutinas ynecesitaba dormir.

Encendió el mechero y lo acercó a lacazoleta de la pipa. Dos caladas: teníaesa regla. Solo dos.

Entonces dudó. Sintió un recuerdocomo una punzada. Algo la reconcomía,le advertía de que había visto algoimportante y no se había dado cuenta.

Astrid frunció el ceño y recorriómentalmente sus acciones. Dejó la maríay el libro a un lado y se dirigió otra veza la despensa oculta. Levantó la nevera.Estaba demasiado oscuro para ver en elagujero, así que decidió gastar unospocos segundos de preciadas pilas yencendió una linterna pequeña.

Se arrodilló y sí, ahí estaba. Trescuartas partes del agujero eran de tierra,y una cuarta era la barrera. Nada sepegaba nunca a la barrera, nada. Y, sin

embargo, unos terrones pequeños habíanhecho precisamente eso.

Astrid sacó el cuchillo y dio unosgolpecitos en la tierra, que sedesprendió.

¿Se lo estaba imaginando? Labarrera parecía distinta en el agujero.Ya no parecía brillar débilmente. Eramás oscura. La ilusión translúcida habíadesaparecido. Ahora parecía opaca.Negra.

Astrid pasó el extremo puntiagudodel cuchillo por la barrera, por encimadel agujero hasta abajo.

Era un cambio sutil, casiimperceptible. Pero la punta del cuchillo

se deslizó sin oponer resistencia hastaque alcanzó la parte más oscura, y ahí lapunta se detuvo. Un poco. No mucho.Solo como si hubiera pasado de cristalpulido a acero bruñido.

Astrid apagó la linterna y soltó unarespiración honda y trémula.

La barrera estaba cambiando.Cerró los ojos y se quedó allí un

instante largo, balanceándose levemente.Volvió a colocar la nevera en el

agujero. Tendría que esperar alamanecer para ver más. Pero ya sabía loque había visto. El comienzo del juego.Y aún no sabía de qué iba ese juego.

Astrid encendió la pipa, aspiró

hondo, y luego, al cabo de unos minutos,otra vez. Sintió que sus emociones sevolvían confusas e indistintas. La culpase desvanecía. Y al cabo de media horael sueño la atrajo hacia la tienda, dondese arrastró hasta el saco de dormir y sequedó echada con los brazos enroscadosen torno a la escopeta.

Astrid se rio. Así que no tendría queir al infierno. Porque el infierno seestaba acercando a ella.

Cuando llegara la noche final, eldemonio Drake la encontraría.

Y Astrid echaría a correr. Peronunca lo bastante rápido.

DOS

64 HORAS, 57 MINUTOS

—¡PATRICIO, MENUDO genio estáshecho! —exclamó Terry en un tono defalsete muy agudo.

—¿Aaah, sííí? —preguntó Philip envoz baja y muy estúpida.

Se tapó con las manos y el públicoreunido se echó a reír.

Era el festival Viva el Viernes dellago Tramonto. Cada viernes, los chicosse regalaban una noche de

entretenimiento. En esta ocasión, Terry yPhilip recreaban un episodio de BobEsponja. Terry se había puesto unacamiseta amarilla pintada con agujeros,como si fueran de esponja, y Philllevaba una camiseta que podríacalificarse de rosa para el papel dePatricio Estrella.

El «escenario» era la cubiertasuperior de una casa flotante grande quehabían empujado hasta el agua, de modoque se bamboleaba a pocos metros delpuerto. Becca, que interpretaba aArenita Mejillas, y Darryl, que hacíamuy bien de Calamardo, estaban en elcamarote esperando que llegara el

momento de salir.Sam Temple observaba desde el

despacho del puerto deportivo, una torreestrecha y gris de dos pisos que lepermitía ver con claridad por encima delas cabezas de la multitud. La casaflotante era suya, pero no cuando habíaun espectáculo montado.

La multitud en cuestión estabaformada por ciento tres chavales, queiban desde al año hasta los quince años.Pero Sam se sentía culpable al pensarque nunca antes un público formado porchicos había tenido ese aspecto.

Nadie menor de cinco años ibadesarmado. Había cuchillos, machetes,

bates de béisbol, palos con pinchosatravesados, cadenas y pistolas.

Nadie iba a vestido a la moda, porlo menos según los estándares normales.Los chavales llevaban camisetas rotas ytejanos varias tallas más grandes de loque les correspondía. Algunos llevabanponchos hechos con mantas. Muchosiban descalzos. Algunos se habíanadornado con plumas que lessobresalían del pelo, grandes anillos dediamantes ajustados con cinta adhesiva,la cara pintada, flores de plástico, todaclase de bandanas, lazos y cinturonesentrecruzados.

Pero al menos iban limpios. Mucho

más limpios de lo que iban en PerdidoBeach hacía casi un año. El traslado allago Tramonto les había proporcionadoun suministro en apariencia inacabablede agua potable. Hacía tiempo que se leshabía acabado el jabón, y también eldetergente, pero el agua potable ya hacíamaravillas. Ahora se podía estar en ungrupo de chavales sin tener arcadas porel mal olor.

Por doquier, mientras el sol sehundía y las sombras crecían, Sam veíael destello de colillas de cigarrillo. Y,pese a todos los intentos por evitarlo,aún había botellas de priva, original odestilada recientemente, corriendo entre

los grupitos de chavales. Y,probablemente, si se hubiera molestadoen hacerlo, podría haber detectado eltufillo a marihuana.

Pero, en general, las cosas ibanmejor. Entre los productos quecultivaban, el pescado que pescaban enel lago y la comida que intercambiabancon Perdido Beach, nadie se moría dehambre. Se trataba de un logroexcepcional.

Y luego estaba el proyecto deSinder, que tenía un potencial tremendo.

Así que ¿por qué tenía la sensaciónpersistente de que algo iba mal? Era másque una sensación. Era como si lo

hubiera visto. No tanto… Tenía lasensación de que había algo que tendríaque haber visto, que habría visto si sehubiera vuelto lo bastante rápido.

Así era. Como si quedara fuera delalcance de su visión periférica. Cuandose volvió a mirar continuaba ahí.

Lo miraba.Lo estaba mirando ahora mismo.—Paranoia… —murmuró Sam—.

Te estás volviendo majara lentamente,tío. O igual no tan lentamente, ya quehablas solo.

Suspiró y negó con la cabeza,sonriendo con la esperanza de que lasonrisa se extendiera de fuera adentro.

Es que no estaba acostumbrado a tanta…paz. Cuatro meses de paz. Por Dios.

Oyó pasos en las escalerasdesvencijadas. La puerta se abrió. Samlevantó la vista y dijo:

—Diana.Se levantó y le ofreció su silla.—De verdad que no hace falta.

Estoy embarazada, no lisiada —afirmó,pero la chica se sentó de todas formas.

—¿Cómo te encuentras?—Se me han hinchado las tetas y me

duelen —respondió la chica. Inclinó lacabeza hacia un lado y lo miró conafecto—. ¿De verdad te estásruborizando por eso?

—No me estoy ruborizando. Esque… —empezó a decir, pero no se leocurría otro motivo para ponerse rojo.

—Pues bien, te voy ahorrar algunasde las cosas más inquietantes que leestán pasando a mi cuerpo ahora mismo.Lo bueno es que ya no vomito cadamañana.

—Sí, eso es bueno.—Lo malo es que me paso todo el

día meando.—Ah.La conversación empezaba a

incomodar a Sam. El mero hecho demirar a Diana lo incomodaba. Tenía unbulto claro, evidente, bajo la camiseta.

Y, sin embargo, no era menos atractivaque antes, y seguía mostrando la mismasonrisita cómplice y desafiante.

—¿Comentamos el oscurecimientode las aureolas? —se burló la chica.

—Por favor, te lo suplico: no.—La verdad es que es pronto para

algunas cosas —continuó Diana.Quiso decirlo como si no fuera gran

cosa, pero no lo consiguió.—Ajá.—No debería estar tan hinchada.

Tengo todos los libros sobre elembarazo, y todos dicen que no deberíaestar tan hinchada. No si estoy de cuatromeses.

—Estás bien —afirmó Sam concierta desesperación en la voz—.Quiero decir, que tienes buen aspecto.Bueno. Mejor que bueno. Quiero decir,ya sabes, que estás guapa.

—¿De verdad me estás tirando lostrastos?

—¡No! —exclamó Sam—. No. No,no, no. No es eso…

Sam dejó de hablar y se mordió ellabio.

Diana se rio encantada.—Es tan fácil meterse contigo —

dijo y, a continuación, se puso seria—.¿Sabes lo de las pataditas?

—¿Qué, alguien se ha peleado?

—No, no, Sam. Las pataditas que dael feto cuando empieza a moverse.

—Ah, sí, eso.—Dame la mano.Sam estaba absolutamente seguro de

que no quería darle la mano. Tenía elpresentimiento de que iba a hacer algoterrible con ella. Pero no se le ocurríacómo negarse.

Diana lo miró adoptando unaexpresión inocente.

—Vamos, Sam, tú eres el quesiempre encuentra una salida para unacrisis de vida o muerte. ¿No se te ocurrecómo negarte?

Sam sonrió ante ese comentario.

—Lo he intentado. Pero se me haparado el cerebro.

—Vale, pues dame la mano.Lo hizo, y Diana le colocó la palma

sobre el vientre.—Ajá, sí…, esto… es…, desde

luego es un vientre.—Sí, esperaba que estuvieras de

acuerdo con que es un vientre.Necesitaba consultarlo con otra persona.Espera… ¡Ahí!

Sam lo había notado. Un movimientoleve en su bulto apretado.

El chico forzó una sonrisa y retiró lamano.

—Así que pataditas, ¿eh?

—Sí. —Diana ya no bromeaba—. Ymás que eso. Yo las llamaría patadas. Y¿sabes qué? Empezaron hace unas tressemanas, en lo que sería midecimotercera semana. Y ahora puedeque pienses: «Pues vaya, qué grancosa». Pero pasa lo siguiente, Sam:todos los bebés humanos crecenbásicamente a la misma velocidad.Funcionan como un reloj. Y los bebéshumanos no empiezan a dar patadas a lastrece semanas.

Sam dudó, pues no sabía si debíatener en cuenta el uso de esa palabra,«humano». Lo que Diana temiera,sospechara o incluso solo se imaginara

no quería que fuera también suproblema.

Ya tenía muchos problemas.Problemas lejanos: en una playaabandonada había un contenedorcargado con misiles que se disparabanapoyándolos en el hombro. Por lo quesabía, su hermano, Caine, no los habíaencontrado. Si Sam trataba de moverlosy Caine se enteraba, seguramenteempezaría una guerra con PerdidoBeach.

Y tenía problemas más próximos asu corazón: Brianna había descubierto laguarida de Astrid en Stefano Rey. Sabíaque seguía viva. Le habían contando que

se pasó varios días cerca de la centralnuclear tras la gran batalla contra losbichos, y la Gran Ruptura que habíaseparado a los chicos de la ERA entrelos grupos de Perdido Beach y el lagoTramonto.

También se enteró de que durante untiempo había dormido en una Winnebagovolcada en una carretera secundaria delas tierras cultivadas. Sam esperópacientemente a que volviera. Pero no lohizo, y no supo nada de ella durante porlo menos tres meses.

El día anterior, por la mañana,Brianna la había localizado. Lasupervelocidad de Brianna la hacía

efectiva para buscar por las carreteras,pero le había costado más atravesar elbosque: no era aconsejable tropezar conla raíz de un árbol a más de cienkilómetros por hora.

Claro que buscar a Astrid no era lamisión principal de Brianna. Su misiónprincipal era encontrar a la criaturaDrake-Brittney. Nadie había visto nioído a Drake, pero nadie se creía quehubiera muerto. No de verdad.

Sam se concentró otra vez, reticente,en el problema de Diana.

—¿Qué lees en el bebé?—El bebé tiene tres barras —

contestó Diana—. La primera vez que lo

leí tenía dos. Así que sigue aumentando.Sam estaba sorprendido.—¿Tres barras?—Sí, Sam. Él o ella es mutante. Un

mutante poderoso. Y va en aumento.—¿Se lo has dicho a alguien más?Diana negó con la cabeza.—No soy idiota, Sam. Caine vendría

tras de mí si se enterara. Nos mataría alos dos si tuviera que hacerlo.

—¿A su propio hijo?A Sam le costaba creer que Caine,

por malo que fuera, pudiera llegar a sertan depravado.

—Puede que no. Cuando se lo conté,me dejó muy claro que no quería tener

nada que ver con el bebé. Diría que lasola idea le horrorizaba. Pero ¿y si es unmutante poderoso? Entonces ya es otrahistoria. Puede que nos ataque. Puedeque quiera controlar al bebé, o matarlo,pero para él no hay una tercera vía.Cualquier otra cosa resultaría… —Diana inspeccionó la cara de Sam comosi fuera a revelarle la palabra adecuada— humillante.

El chico sintió que se le revolvía elestómago. Habían tenido cuatro mesesde paz. Durante ese tiempo, Sam, Edilioy Dekka se habían dedicado a montaruna especie de ciudad medio acuática.Bueno, sobre todo Edilio. Habían

dividido en parcelas las casas flotantes,los veleros, las lanchas motoras, lasautocaravanas y las tiendas. Habíandispuesto que se cavara una fosaséptica, bien alejada del lago para evitarenfermedades. Para asegurarse, habíanorganizado un sistema para transportaragua que iba desde la mitad de la costahasta el este en lo que llamaban «lastierras bajas», y prohibido a todo elmundo que se bebiera el agua en la quese bañaban y nadaban.

Había sido increíble observar laautoridad tranquila con la que Ediliodesempeñaba sus tareas. Sam figuraba almando, pero nunca se habría preocupado

tanto de la salubridad.Los botes pesqueros, cuyas

tripulaciones había entrenado Quinn enPerdido Beach, seguían trayéndolespesca decente a diario. Habían plantadozanahorias, tomates y calabazas en unhuerto bajo junto a la barrera, y estabancreciendo muy bien bajo el cuidado deSinder.

Habían guardado con llave suprecioso alijo de Nutella, fideosinstantáneos y Pepsi, y los utilizabancomo moneda de cambio para comprarmás pescado, almejas y mejillones dePerdido Beach, donde seguían pescandolos pescadores de Quinn.

También habían negociado el controlde parte de las tierras de cultivo, demodo que continuaban consumiendoalcachofas, repollo y algún que otromelón.

Lo cierto era que Albert seencargaba de todo el comercio entre ellago y PB, como la llamaban, pero lagestión diaria del lago quedaba a cargode Sam. Lo cual quería decir Edilio.

Casi desde el comienzo de la ERA,Sam vivía fantaseando con una especiede juicio final a su persona. Seimaginaba ante jueces que lo miraríancon desprecio y le exigirían quejustificara todas y cada de las cosas que

había hecho.Que justificara cada fracaso.Que justificara cada error.Que justificara cada cuerpo

enterrado en la plaza mayor de PerdidoBeach.

Durante los últimos meses, habíaempezado a tener esas conversacionesimaginarias con menos frecuencia.Había empezado a pensar que quizás, afin de cuentas, verían que había hechoalgunas cosas bien.

—No se lo digas a nadie —advirtióa Diana, y añadió—: ¿Has pensadoen…? Bueno, supongo que no podemossaber cuáles pueden ser los poderes del

bebé.Diana le mostró su sonrisita irónica.—¿Quieres decir si me he planteado

lo que podría ocurrir si el bebé pudieraquemar cosas como tú, Sam? ¿O situviera el poder telequinético de supadre? ¿U otras tantas habilidades? No,Sam, no, no he pensado lo que pasarácuando él, o ella, o lo que sea, tenga unmal día y me perfore un agujero desdedentro.

Sam suspiró.—Él o ella, Diana. No lo que sea.Sam esperaba una réplica chistosa.

Pero la expresión cuidadosamentecontrolada de Diana se desmoronó.

—Su padre es malvado. Y tambiénsu madre —susurró. Se retorció losdedos entrelazándolos. Tan fuerte, tanto,que debía de resultarle doloroso—.¿Cómo puede ser distinto el bebé?

—Antes de que dicte sentencia —dijoCaine—, ¿tiene alguien algo que decirpor Cigar?

Caine no llamaba «trono» a su silla.Habría resultado demasiado ridículo,aunque se hiciera llamar «rey Caine».

Era una silla de madera oscurapesada que había cogido de una casavacía. Le sonaba que ese estilo se

llamaba «morisco». Estaba colocada aescasos centímetros del comienzo de losescalones de piedra que conducían a laiglesia en ruinas.

No era un trono de nombre, pero síera un trono. Caine estaba sentadoerguido, no rígido, pero sí adoptaba unapose regia. Llevaba un polo de colorpúrpura, tejanos y botas de cowboynegras con la punta cuadrada. Una de lasbotas descansaba sobre un taburete bajotapizado.

A la izquierda de Caine seencontraba Penny. Lana la curandera lehabía arreglado las piernas rotas. Pennyllevaba un vestido de verano que le

colgaba lánguidamente de los hombrosestrechos. Iba descalza. Por algúnmotivo se negaba a ponerse zapatosdesde que había vuelto a andar.

A su izquierda se hallaba Turk, quese suponía que se encargaba de laseguridad de Caine, aunque resultabaimposible imaginarse una situación a laque Caine no pudiera enfrentarse élsolo. Lo cierto es que Caine podía hacerlevitar a Turk y utilizarlo de garrote siquería. Pero lo importante para un reyera tener a gente que le sirviera. Eso lehacía parecer más regio.

Turk era un gamberro huraño yestúpido con una escopeta recortada de

doble cañón al hombro y una llaveinglesa grande colgando de una trabillade su cinturón apretado.

Turk custodiaba a Cigar, un chavalde trece años con las facciones dulces ylas manos duras, la espalda fuerte y lacara morena de pescador.

Había unos veinticinco chavales alpie de las escaleras. En teoría, todo elmundo debía presentarse ante eltribunal, pero Albert había sugerido —ysu sugerencia era como un decreto—que los que tenían que trabajar podíansaltárselo. El trabajo era lo primero enel mundo de Albert, y Caine sabía quesolo seguiría siendo rey mientras Albert

mantuviera a todo el mundo alimentadoy sin pasar sed.

En algún momento de la noche habíaestallado una pelea entre un chicollamado Jaden y el chico a quien todosllamaban Cigar, porque una vez se fumóun cigarro, un puro, y se puso muyenfermo.

Tanto Jaden como Cigar habíanestado bebiendo la priva ilegal deHoward, y nadie estaba realmenteseguro del motivo de la pelea. Pero loque sí estaba claro, pues lo habíanpresenciado tres chavales, era que habíaestallado una pelea, y que en un abrir ycerrar de ojos habían pasado de las

palabras furiosas a los puños y lasarmas.

Jaden balanceó una tubería de plomoen dirección a Cigar, pero falló. Cigarhizo lo mismo con la pata de una mesapesada de roble tachonada con clavosgrandes, y no falló.

Nadie creía que Cigar, que era buenchico y uno de los pescadorestrabajadores de Quinn, tuviera laintención de matar a Jaden. Pero el casoes que los sesos de Jaden habíanterminado desparramados en la acera.

Había cuatro castigos en el PerdidoBeach del rey Caine: multa, encierro,Penny o muerte.

Una infracción pequeña, por ejemplono mostrar al rey el debido respeto,escaquearse del trabajo o engañar aalguien al hacer un trato, se saldaba conuna multa. Podía ser un día de comida,dos días de trabajo impagado o laentrega de un objeto valioso.

El encierro se hacía en unahabitación del Ayuntamiento dondeanteriormente estuvo un chico llamadoRoscoe, hasta que los bichos se locomieron desde dentro. El encierroimplicaba dos o más días solo con agua,dentro de esa habitación. Las peleas o elvandalismo también se castigaban con elencierro.

Caine había puesto varias multas yhabía encerrado a gente en variasocasiones.

Solo una vez había impuesto lasentencia de Penny.

Penny era una mutante con el poderde generar ilusiones tan reales que eraimposible no creérselas. Poseía unaimaginación espantosamente truculenta.Una imaginación enferma, perturbada.La chica que se ganó treinta minutos dePenny perdió el control de las funcionescorporales y terminó gritando ygolpeándose a sí misma. Dos díasdespués, aún no era capaz de trabajar.

La pena máxima era la muerte. Y

Caine aún no se había atrevido aimponerla.

—Yo hablaré por Cigar —dijoQuinn; por supuesto.

Antes, Quinn era el mejor amigo deSam, su colega surfero. Al principio,Quinn se había mostrado débil,vacilante, inseguro, era uno de esos queno había encajado muy bien la ERA.

Pero con el tiempo se había hechovaler como jefe de los pescadores. Losmúsculos se le marcaban en el cuello,los hombros y la espalda porque pasabalargas horas remando. Tenía la piel decolor caoba.

—Cigar nunca ha dado ningún

problema —empezó a decir Quinn—. Sepresenta en el trabajo cuando toca ynunca vaguea. Es buen tipo y muy buenpescador. Cuando Alice se cayó y sequedó noqueada al darse con un remo, élfue quien saltó y la sacó del agua.

Caine asintió, pensativo. Habíaoptado por una expresión como de sabiosevero. Pero por dentro estaba muynervioso. Por un lado, Cigar habíamatado a Jaden. No se trataba de un actovandálico cualquiera o de un robo depoca importancia. Si Caine no imponíala pena de muerte en este caso, ¿cuándoiba a hacerlo?

Y quería hacerlo… De hecho, quería

imponer la pena de muerte. No a Cigar,pero sí a alguien. Así demostraría supoder, se lo demostraría a sus súbditos.

Por otra parte, no le conveníapelearse con Quinn, que igual decidíaponerse en huelga, y la gente no tardaríaen tener hambre.

Y luego estaba Albert. Quinntrabajaba para Albert.

Caine pensaba que estaba bien esode llamarse a sí mismo «rey». Pero nocuando quien ostentaba el poder deverdad era un chico negro, flaco ysabiondo con un libro de contabilidad.

—Ha cometido un asesinato —afirmó Caine, intentando posponer la

decisión.—Nadie dice que no debería

castigarse a Cigar —intervino Quinn—.La ha cagado. No debería beber. Él sabeque no.

Cigar dejó caer la cabeza.—Jaden también era buen chico —

habló una chica con el nombreinverosímil de Alpha Wong, y sollozó—. No se merecía que lo mataran.

Caine apretó los dientes. Estupendo.Una novia.

Ya no tenía sentido posponerlo más.Tenía que decidirse. Era mucho peorcabrear a Quinn y probablemente aAlbert que a Alpha.

Caine alzó la mano.—Como rey, os he prometido

impartir justicia —comenzó a decir—.Si hubiera sido un asesinatopremeditado, no me habría quedado otraopción que la pena de muerte. PeroCigar ha sido buen trabajador. Y nopretendía matar al pobre Jaden. Lasiguiente pena es pasar tiempo conPenny. Suele ser media hora. Pero nobasta para algo tan grave como loocurrido. Así que ahí va mi regioveredicto.

Caine se volvió hacia Penny, quetemblaba, expectante.

—Penny tendrá a Cigar del

amanecer al anochecer. Mañana, cuandoel sol salga por las montañas, empezará.Y cuando el sol alcance el horizontesobre el océano, terminará.

Caine vio que los ojos de Quinn loaceptaban con reticencia. La multitudmurmuró mostrando su aprobación.Caine soltó un suspiro silencioso.Incluso Cigar parecía aliviado. PeroCaine pensó que ni Quinn ni Cigar teníanidea de cuán sumida estaba Penny en lalocura desde su largo suplicio plagadode dolor atroz. Siempre había sido unacriatura cruel, pero el dolor y el poderla habían convertido en un monstruo.

Su monstruo, afortunadamente.

Por ahora.Turk arrastró a Cigar hasta el

encierro, y la multitud empezó adispersarse.

—¡Tú puedes con esto, Cigar! —exclamó Quinn.

—Sí —respondió Cigar—. No hayproblema.

Penny se rio.

TRES

53 HORAS, 52 MINUTOS

DRAKE SE HABÍA acostumbrado a laoscuridad, a ver solo junto a la débil luzverde de su dueña, la gayáfaga.

Se encontraban a más de quincekilómetros por debajo del suelo. Elcalor era intenso. Deberían haberlomatado el calor intenso, la falta de aguay el aire escaso. Pero Drake no estabavivo a la manera modo habitual. Costabamatar lo que no estaba realmente vivo.

Era consciente de que habíatranscurrido un tiempo. Pero ¿cuánto?Podían ser días o años. No había ni díani noche ahí abajo.

Lo único que percibía era laconciencia eterna de la mente furiosa yfrustrada de la gayáfaga. En el tiempoque había pasado ahí abajo, Drake habíallegado a conocer íntimamente aquellamente. Era una presencia constante en suconciencia. Un hambre persistente. Unanecesidad. Una necesidad apremiante,constante, inquebrantable.

La gayáfaga necesitaba al Enemigo.«Tráeme al Enemigo».Y al Enemigo, Peter Ellison, no se le

veía por ninguna parte.Drake había informado a la

gayáfaga de que el pequeño Pete habíamuerto, de que había desaparecido. Suhermana, Astrid, lo había arrojado a losbichos y, presa del pánico, el pequeñoPete no solo había provocado ladesaparición del más cercano yamenazador de los enormes insectos,sino que había eliminado a toda laespecie.

Era una demostración impactante delpoder inconcebible del pequeño Pete.

Un mocoso de cinco años conautismo agudo era la criatura máspoderosa de aquella burbuja enorme. Lo

único que lo limitaba era su propiocerebro, extraño y distorsionado. Elpequeño Pete era poderoso pero no losabía. No planeaba, no entendía, soloreaccionaba.

Reaccionaba con un poder increíble,inimaginable. Como un bebé con el dedopuesto sobre una bomba nuclear.

El Enemigo asustaba a la gayáfaga.Y aun así le resultaba necesario.

Una vez, Drake le preguntó: «¿Porqué, dueña?».

«Debo nacer».Y entonces la gayáfaga lo torturó

con punzadas de dolor intenso, locastigó por atreverse a cuestionarla.

La respuesta molestó a Drake másque el dolor. «Debo nacer». Había algoduro y extremo en su respuesta. Unanecesidad que iba más allá del simpledeseo y se adentraba en el miedo.

Su diosa no era todopoderosa. Drakese quedó impactado: la gayáfaga aúnpodía fracasar. Y entonces ¿qué sería deél?

¿Había jurado lealtad a una diosamoribunda?

Drake trató de ocultar el miedo en suinterior. La gayáfaga podría sentirlo sidirigía su atención hacia él.

Pero a medida que pasaban los díassin contar, mientras escuchaba día y

noche la desesperación y la rabiaimpotente de la gayáfaga, Drakeempezó a dudar. ¿Cuál sería su lugar enun universo donde no hubiera gayáfaga?¿Seguirían sin poder matarlo?¿Implicaría el fracaso de la gayáfaga ladestrucción de Drake?

Deseaba hablarlo con Brittney. Perotal y como estaban las cosas no podía.Brittney surgía de vez en cuando,retorciéndose al fundirse la carne deDrake, y ocupaba su lugar durante untiempo.

Durante esos ratos, Drake dejaba dever, oír o sentir.

Durante esos ratos, se veía

arrastrado a un mundo aún más oscuroque la guarida subterránea de lagayáfaga, a un mundo tan estrecho quele oprimía el alma.

La cosa iba así: la gayáfagapresionaba para satisfacer susnecesidades, Drake era incapaz decomprender qué podía o debía hacer, yluego pasaba periodos inexistentes en elvacío.

El psicópata ocupaba el tiempo confantasías maravillosas. Reproducía losrecuerdos del dolor que había causado.Como cuando azotó a Sam. Y maquinabacon todo detalle el dolor que aún teníaque causar. A Astrid. A Diana. A ellas

dos especialmente, pero también aBrianna, a quien detestaba.

La guarida profunda estabacambiando. Semanas atrás, el fondo, ellímite inferior de la barrera, habíacambiado. Ya no era de un gris perlado.Se había vuelto negro. Drake percibióque la barrera teñida de negro bajo suspies tenía un tacto distinto, ya no eraigual de lisa.

Y se percató de que partes de lagayáfaga que descansaban sobre labarrera también se estaban tiñendo denegro. Hasta el momento, la mancha sehabía extendido apenas un poco a lagayáfaga, como si la gayáfaga fuera

una especie de esponja verderadioactiva extendida y la mancha solofuera café derramado.

Drake se preguntaba qué queríadecir, pero no lo había preguntado. Derepente, sintió una sacudida en la mentede la gayáfaga. Como si él mismo sehubiera sobresaltado.

«Siento…».—¿Al Enemigo, mi dueña? —

preguntó Drake a las paredes de lacueva que brillaban con destellosverdes.

«Coloca el brazo encima de mí».Drake se retrajo. Había tocado a la

gayáfaga unas cuantas veces. Nunca

resultaba una experiencia agradable. Laconciencia de mente a mente de lagayáfaga era horriblemente potentecuando entraba en contacto físico conella.

Pero Drake carecía de fuerza devoluntad para negarse. Así que soltó eltentáculo de más tres metros dealrededor de su cintura. Se acercó a unbulto grande de masa verde bullente, unaparte que no podía evitar imaginarsecomo el centro, como la cabeza deaquella criatura sin centro ni cabeza, ycolocó el tentáculo delicadamenteatravesado por encima.

—¡Aaaah!

El dolor fue agudo y repentino y lehizo caer de rodillas. Drake abrió losojos de golpe y se esforzó por abrirlosmás hasta que sintió como si se leabriera la cara hacia atrás.

Las imágenes explotaron en sumente.

Imágenes de un huerto.Imágenes de un lago con barcos

flotando tranquilamente.Imágenes de una chica guapa con el

pelo oscuro y media sonrisa irónica.«¡Tráemela!».Drake había pasado varios meses sin

apenas hablar. Tenía la garganta seca, yla lengua se le trababa. Así que

pronunció el nombre en un susurroáspero:

—Diana.

Quinn no estaba contento mientrasremaba, mientras se alejaba de la costade espaldas al horizonte negro. Mirabapreocupado las montañas donde el solno tardaría en aparecer.

Ninguno de los suyos estabacontento. Lo habitual eran los gruñidosbondadosos, los chistes gastados, lasburlas. Normalmente, las barcas selanzaban insultos alegres,menospreciaban sus respectivas técnicas

de remo, lo que podrían llegar a pescaro las pintas que llevaban.

Pero hoy no hacían bromas. Lo únicoque se oía eran gruñidos de esfuerzo, elcrujido de los remos en los toletes, elgoteo musical del agua a los lados y elruido leve de las olitas al golpear laproa.

Quinn sabía que los pescadoresestaban enfadados por lo de Cigar.Todos estaban de acuerdo en que Cigarla había cagado de manera monumental.Pero ¿qué iba a hacer Quinn? El otrochaval había atacado antes. Si Cigar nole hubiera replicado, puede que Jaden lohubiera matado.

Estaban mentalizados para que Cigarpagara una multa, para que tuviera queaguantar un tiempo encerrado, o puedeque incluso unos minutos con Penny paraenseñarle que debía tomarse las cosascon calma en el futuro.

Pero un día entero de ataque mentala manos de aquella chica chunga… Esoera demasiado. Cigar sufría los miedospropios de cualquier chaval normal, y,si le daban un día entero para dedicarsea su maldad, Penny los detectaría todos.

Quinn se preguntaba si debía deciralgo. Lo afligían la hosquedad, lapreocupación generalizadas. Pero ¿quépodía decir? ¿Qué palabras podía

utilizar para que esos chavales dejarande preocuparse por el pobre Cigar?

Él también estaba preocupado. Ytambién estaba enfadado consigo mismoy con Albert. Esperaba que Albertinterviniera. Podría haberlo hecho sihubiera querido. Todos sabían queCaine se hacía llamar «rey», pero queAlbert era el emperador.

Las barcas se alejaron las unas delas otras cuando los pescadores concaña se fueron en un sentido y los quearrojaban redes se dirigieron hacia labarrera. Habían visto un banco demurciélagos azules por allí el díaanterior, a tan solo un centenar de

metros de la barrera.Quinn indicó que se detuvieran e

hizo señas a Elise para que prepararalas redes. En su barca iban Elise, Jonasy Annie. Elise y Annie eran más débilescon los remos que Quinn y Jonas, peroeran hábiles con las redes; las arrojabanformando círculos perfectos y notabancuándo los pesos habían arrastrado lared hacia abajo antes de cerrar latrampa.

Quinn estaba sentado en la popa, ycon un remo y el timón mantenía la barcaestable mientras las chicas y Jonasrecogían dos murciélagos azules y unpescado sin ningún rasgo distintivo de

casi veinte centímetros.Era un trabajo agotador, pero Quinn

estaba acostumbrado a hacerlo, ymanejaba el remo y el timón con elpiloto automático. Levantó la vista paraver que las otras barcas ocupaban suspuestos.

Entonces oyó una salpicadura y sevolvió hacia la barrera, donde vio unpez volador —que no estaba muy bueno,pero era comestible— dando un saltocorto.

Pero no fue eso lo que le hizoentrecerrar los ojos y tratar de enfocarla vista en la débil luz matutina.

Elise y Annie se estaban preparando

para volver a lanzar las redes.—Esperad —indicó Quinn.—¿Qué? —replicó Elise.Siempre estaba quejosa por la

mañana. Y más aún aquella mañana.—Jonas, coge un remo —pidió

Quinn.Mientras Elise limpiaba la red,

quitándole trocitos de algas, la barca sedeslizó hacia la barrera. Levantaron losremos a seis metros de distancia.

—¿Eso qué es? —preguntó Jonas.Los cuatro miraban la barrera. En lo

alto se veía la ilusión de un cielo.Delante de ellos la barrera era de ungris perlado, como siempre. Como había

sido desde que empezó la ERA.Pero justo por encima de la línea de

agua la barrera no era gris sino negra.La sombra negra se alzaba formando unpatrón irregular. Como las curvas de unamontaña rusa.

Quinn apartó la mirada para ver queel sol se asomaba por encima de lasmontañas. El mar entero pasó de oscuroa claro en pocos y rápidos minutos.Quinn esperó a que la luz del solalcanzara el agua que había hasta labarrera.

—Ha cambiado —comentó.Se quitó la camiseta y la arrojó al

banco. Buscó unas gafas de buceo en el

armarito, escupió en ellas, restregó lasaliva, se encajó las gafas en la cabeza ysin decir nada más se lanzó por laborda. El agua estaba fría y, al instante,desapareció la última de las telarañasmatutinas que aún tenía en la cabeza.

Nadó con cautela hacia la barrera,con cuidado de no tocarla. Dos metrospor debajo la barrera estaba negra.

Quinn salió a la superficie, respiróhondo y volvió a sumergirse. Deseótener aletas, no le resultaba fácilempujar el cuerpo flotante hacia abajo.Debió de bajar unos seis metros antes desalir otra vez.

Entonces volvió a subirse a la barca

con la ayuda de Jonas.—Está así hasta abajo de todo, por

lo que he podido ver —informó Quinn.Los cuatro se miraron.—¿Y? —preguntó Elise—. Tenemos

trabajo que hacer. Los peces no sepescan solos.

Quinn reflexionó. Deberíacontárselo a alguien. ¿A Caine? ¿AAlbert? La verdad es que no quería tenerque tratar con ninguno de los dos. Yhabía murciélagos azules justo debajode la barca esperando a que lospescaran.

Tanto Caine como Albert podríanatacarlo por retrasarse en el trabajo,

solo para informar de algo que igual nosignificaba nada.

No por primera vez, Quinn deseótener que informar a Sam, y no a esosotros dos. De hecho, si había alguien aquien realmente quería contárselo era aAstrid. Qué lástima que nadie la hubieravisto. Incluso puede que estuvieramuerta. Pero Astrid era la única que lovería y de verdad intentaría averiguarqué significaba.

—Vamos, volvamos al trabajo —lesordenó Quinn—. Seguiremosvigilándolo, veremos si cambia al finaldel día.

CUATRO

50 HORAS

DURANTE SUS CINCO primeros años devida, Pete Ellison había vivido dentrode un cerebro retorcido y deformado.Pero ya no.

Había destruido su cuerpomoribundo, enfermo, febril.

Puf.Todo eso había desaparecido.Y ahora estaba… ¿Dónde? No tenía

una palabra para definirlo. Se había

liberado del cerebro que hacía que loscolores gritaran y que convertía cadaruido en un golpe de platillo.

Pete se deslizaba por un lugarsilencioso y feliz. Sin ruidos fuertes. Sincolores demasiado intensos. Sin lacomplejidad demoledora del furorexaltado. Sin la hermana rubia con elpelo rubio brillante y los ojos de un azulpunzante.

Pero la Oscuridad seguía allí.Seguía buscándolo.Seguía susurrándole. «Ven a mí, ven

a mí».Sin la cacofonía de su cerebro, Pete

veía más claramente a la Oscuridad. Era

una mancha resplandeciente en el fondode una bola.

La bola de Pete.Se sorprendió al darse cuenta. Pero

sí, ahora se acordaba: mucho ruido,gente gritando, su propio padre presadel pánico, todo eso se vertió como lavacaliente en el cráneo de Pete.

No entendía lo que estabaocurriendo, pero veía claramente elmotivo del pánico. Un zarcillo verdehabía alcanzado y tocaba largas barrasbrillantes, las acariciaba con un tactoávido, ansioso. Y entonces ese brazo dela Oscuridad alcanzó a mentes débiles ymaleables y exigió que la alimentaran

con la energía que emanaban aquellasbarras.

Si lo hubieran hecho se habríaliberado toda clase de luz, y todosexcepto la Oscuridad se habríandesintegrado.

Fusión. Esa era la palabra empleadapara definirla. Y, cuando el padre dePete empezó a correr de un lado a otromientras Peter gemía y se balanceaba, lafusión ya había empezado, y erademasiado tarde para detenerla.

Demasiado tarde para detener lareacción y la fusión de un modo normal.

Así que Peter tuvo que hacer la bola.¿Sabía lo que hacía? No. Se

maravillaba al pensarlo ahora. Habíasido un impulso, una reacción de pánico.

Nunca había pretendido queocurrieran muchas de las cosas quehabían sucedido.

Era como ese tipo que solíaaparecer en las historias que Astrid leleía. Ese al que llamaban Dios. El quedijo: «¡Puf, hazlo todo!».

El mundo de Pete estaba lleno dedolor, enfermedad y tristeza. Pero ¿noera también así el mundo de antes?

Ya no tenía su consola. Ya no teníasu cuerpo. Ya no tenía su antiguocerebro mal conectado. Ya no hacíaequilibrios sobre una placa de cristal.

Pete añoraba su antiguo juego. Eralo único que tenía.

Flotaba en una especie de bruma, enun mundo de vapores e imágenesdesconectadas y sueños. Estaba ensilencio, y a Pete le gustaba el silencio.Y, en aquel lugar, nadie se acercabanunca a decirle que era hora de haceresto o lo otro o ir hacia allí o correrhacia allá.

Ya no estaban el pelo amarillochillón de la hermana, ni sus ojos de unazul punzante.

Pero a medida que transcurría eltiempo —y estaba seguro de que lohacía, en algún lugar aunque no fuera ese

—, empezó a imaginarse a su hermanasin sentir que su sola imagen loabrumara.

Y eso lo sorprendía. Podía recordaraquel día en la central nuclear y casipensar en la confusión y los aullidos delas sirenas y el pánico sin llegar a sentirpánico. Seguía afectándole mucho,demasiado, pero ya no tanto como paraperder totalmente el control.

¿Es que los recuerdos eran mástranquilos? ¿O algo había cambiado enél?

Tenía que ser lo segundo, porque lamente de Pete ya no parecía la misma.Para empezar, sentía como si pudiera

pensar en sí mismo por primera vez ensu crispada vida. Preguntarse dóndeestaba e incluso quién era.

Lo único que sabía era que estabaaburrido de su existencia desconectada.Durante gran parte de su vida solo habíasentido paz y placer en su juego deconsola. Pero ya no tenía juego al quejugar donde se encontraba.

Quería un juego.Había ido a buscar uno, pero no

había nada como su antigua consola.Solo avatares que parecían pasar por sulado. Avatares, símbolos con arabescosdentro. Formaban grupos o conjuntos. Oa veces iban solos.

Pete notaba que podía haber unjuego, pero sin mandos, ¿cómo jugarlo?Muchas veces observaba las formas, y aveces casi le parecía como si loestuvieran mirando.

Se acercaba a mirar los avatares.Eran interesantes. Tenían formasgeométricas pequeñas, pero tanretorcidas y enroscadas por dentro quele parecía que podía caerse dentro decualquiera de ellos y ver todo un mundoen su interior.

Se preguntaba si era uno de esosjuegos donde lo único que tenías quehacer era… tocar. Le parecía que estabamal y que era peligroso. Pero Pete

estaba aburrido.Así que tocó un avatar.

Se llamaba Terrel Jones, pero nadie lollamaba así, sino Jonesie. Solo teníasiete años, pero era muy grande para suedad.

Se dedicaba a recoger alcachofasdel campo. Era un trabajo duro, muyduro. Jonesie se pasaba seis horas al díarecorriendo las hileras de alcachofasque le llegaban a la altura del pecho conun cuchillo en la mano derechaenguantada y una mochila a la espalda.

Las alcachofas más grandes estaban

en la parte más elevada de la planta, ylas más pequeñas, en la parte inferior.Las «altachofas», que era comollamaban los recolectores a las dearriba, debían de medir unos trececentímetros de ancho. Las «bajachofas»,que eran las que quedaban más abajo,debían de medir ocho. Así seaseguraban de que los recolectores noremataban la cosecha entera de una solavez.

Nadie estaba seguro de si esa reglatenía sentido, pero Jonesie no veíamotivos para protestar. Iba recorriendola hilera cortando con facilidad, puestenía práctica, y arrojaba las alcachofas

por encima del hombro para que cayeranen la mochila. Solo tenía que subir poruna hilera y bajar por la siguiente parallenar la mochila. Luego se la quitaría yla arrojaría en la vieja carretilla, untrasto grande y destartalado de maderaque descansaba sobre cuatro neumáticosgastados.

Y eso era lo único de lo que teníaque preocuparse Jonesie. Solo que cadavez le resultaba más cansado. Le parecíacomo si no pudiera respirar.

Alcanzó el final de la fila cargadocon el peso habitual de alcachofas, perofue tambaleándose hacia la carretilla.Jamilla se encargaba de ella, y su

trabajo era relativamente cómodoporque solo tenía ocho años y eramenuda. Lo único que tenía que hacerera recoger las alcachofas que se habíancaído al suelo y apilarlascuidadosamente en la carretillaformando una capa regular, y anotar loque llevaba cada mochila en una hoja depapel para Albert que servía de registrode la cosecha diaria.

—¡Jonesie! —exclamó Jamillaenfadada cuando el chico no logrólevantar su mochila lo bastante alto y sele resbaló entre las manos, con lo quecayeron alcachofas por todas partes.

Jonesie iba a decir algo, pero le

falló la voz. Ya no tenía voz.Intentó tomar aliento para gritar,

pero al aire no le circulaba por la bocay hacia los pulmones. Sintió un dolorrepentino, agudo, como un corte, comosi le clavaran un cuchillo en la garganta,atravesándola de oreja a oreja.

—¡Jonesie! —gritó Jamilla cuandoJonesie cayó al suelo, boca abajo.

El chico trataba inútilmente de tomaraire. Trató de tocarse la garganta, perono podía mover los brazos.

Jamilla se había bajado de lacarretilla. Jonesie veía una imagenbrumosa, distante, distorsionada de lachica por encima de él. Un rostro con la

boca totalmente abierta, gritando ensilencio.

Y, detrás de ella, una figura. Eratransparente, pero no invisible. Unamano enorme con un dedo extendido.Ese dedo le alcanzó el cuerpo. No lonotó.

Y a continuación no sintió nada.

El grito de Jamilla atrajo a Eduardo yTurbo, que estaban en los campos de allado. Se acercaron corriendoprocedentes de direcciones distintas,pero Jamilla apenas reparó en elloscuando llegaron. Miraba fijamente y

gritaba sin parar.Y entonces se dio la vuelta de golpe

y echó a correr. Turbo la cogió entre susbrazos. Tuvo que levantarla del suelopara evitar que siguiera corriendo.

—¿Qué pasa? ¿Son los bichos?Había bichos, gusanos carnívoros

que habitaban en muchos de los camposy a los que había que sobornarentregándoles murciélagos azules ypescado malo.

Jamilla se quedó quieta. Turboestaba allí, y también Eduardo. Eran susamigos, trabajaban juntos.

Jamilla se serenó para intentarexplicar lo que acababa de ocurrir.

Pero, antes de que pudiera controlar lavoz desgarrada, Eduardo preguntó:

—¿Qué es eso?Jamilla sintió que Turbo estiraba el

cuello para ver detrás de ella. La dejóen el suelo. La chica ya no sentía eldeseo de correr, ni de gritar. Turbo diodiez pasos para acercarse a Eduardo.

—¿Qué es eso? —preguntó Turbo—. ¿Eso es lo que te ha asustado,Jammy?

—Parece una especie de pez raro oalgo.

—Grande. Y raro —repitió Turbo—. He trabajado un par de días desuplente con Quinn, y nunca había visto

algo así.—Es como un pez, pero con…, no

sé, con armadura. ¿Qué hace aquí enpleno campo de alcachofas?

Jamilla no se atrevía a acercarsemás. Pero había recuperado la voz.

—Es Jonesie —respondió la chica.Los dos chicos se volvieron

despacio a mirarla.—¿Qué has dicho?—Estaba… Algo lo ha tocado. Y el

cuerpo entero…Jamilla describió un movimiento

como de retorcimiento con las manos.Retorció los dedos entrelazados comosi, de alguna manera, las partes del

cuerpo de Jonesie se hubiesenentrelazado, se hubieran vuelto haciafuera y hubieran formado aquella…cosa.

Los chicos miraban a Jamilla.Probablemente se alegraban de tener unaexcusa para no mirar a aquella cosa a laque Jamilla llamaba Jonesie.

—¿Algo lo ha tocado, qué lo hatocado?

—Dios —contestó Jamilla—. Lamano de Dios.

Turk llevaba a Cigar con las manosatadas a la espalda.

—Desátalo —pidió Penny.Cigar estaba nervioso. Penny le

sonrió, y pareció relajarse un poco.—No creo que tenga ningún

problema con Cigar —comentó Penny aTurk—. Básicamente es un buen chico.

Cigar tragó saliva y asintió.Habían clavado contrachapado en

las ventanas. La habitación estaba vacía.Antes de abandonar la ciudad, Samhabía dejado un pequeño sol de Sammybrillando en una esquina. Proporcionabala única luz que había, y producía unefecto lúgubre, al proyectar sombrasverde oscuro en las esquinas. Habíaamanecido, pero era imposible saberlo

en aquella habitación. Ni la luz delmediodía podría penetrar en ella.

—Lo siento mucho —dijo Cigar—.Me refiero a lo que ha ocurrido. Dehecho, tienes razón. Quiero decir, que nosoy malo.

—No, claro que no eres malo —intervino Penny—. Solo un asesino.

Cigar palideció. Su mano izquierdaempezó a temblar. No sabía el motivo.¿Por qué solo la mano izquierda?Reprimió el impulso de agarrársela paramantenerla quieta. Se la metió en elbolsillo e intentó no respirar demasiadofuerte.

—¿Qué es lo que te gusta, Cigar? —

preguntó Penny.—¿Que qué es lo que me gusta?Penny se encogió de hombros. Lo

iba rodeando, sin que sus pies desnudoshicieran ruido.

—¿Qué cosas echas de menos? Delos viejos tiempos, quiero decir. Deantes.

Cigar se movió incómodo. No eraidiota. Sentía que estaba jugando al gatoy al ratón con él. Conocía la reputaciónde Penny. Había oído hablar de ella. Yel modo en que casi pasaba por su lado,pero entonces retrocedía y le lanzabauna mirada inquisitiva y penetrante, lointranquilizaba.

Cigar decidió darle una repuestainocua.

—¿Las golosinas?—¿Las barritas, por ejemplo?—Los Skittles. O los Red Vines.

Cualquier cosa, supongo.Penny sonrió.—Mira en el bolsillo.Cigar se palpó el bolsillo delantero

de los vaqueros y notó que había unpaquete que antes no estaba ahí. Lo sacóy miró maravillado una bolsa nueva deSkittles.

—Vamos, cómete unos cuantos —lesugirió Penny.

—No son de verdad, ¿no?

Penny se encogió de hombros yentrelazó las manos detrás de la espalda.

—Pruébalos, ya me contarás.Cigar abrió la bolsita con dedos

temblorosos. Se le cayó media docenade bolitas brillantes al suelo antes decoger las siguientes, y se las metió en laboca.

Cigar nunca había probado nada quefuera ni la mitad de maravilloso.

—¿De dónde… de dónde los hassacado?

Penny se detuvo. Se inclinó hacia ély de repente le clavó un dedo en lacabeza. Le hizo daño, pero solo un poco.

—De ahí. De dentro de tu cabeza.

Cigar miró dudoso los Skittles queaún estaban en la bolsa. Se le hacía laboca agua. Casi se había olvidado delazúcar. Pero estaba bastante convencidode que los caramelos nunca habían sidotan buenos. Estos estaban buenísimos.Podría comerse un millón, y puede queno fueran de verdad, pero lo parecían ensu mano, y sabían mejor que los deverdad.

—Están buenos, ¿eh? —comentóPenny.

Seguía estando demasiado cerca.—Sí, muy buenos.—La gente cree que si algo no es

real el placer no será igual de bueno. Yo

antes también pensaba así. Pero lascosas que tienes en la cabeza pueden serpuras, ¿sabes? Más reales que las deverdad.

Cigar se dio cuenta de que se habíaterminado la bolsa entera. Y quería más.Nunca había querido nada ni la mitad delo que quería más Skittles.

—¿Puedo comer más? —preguntó.—Igual si me lo pides bien.—¿Por favor? Por favor, ¿puedo

comer más?Penny le acercó los labios a la oreja

y suspiró:—Arrodíllate.El chico apenas dudó. Cuanto más

tiempo pasaba sin caramelos másquería. La necesidad era increíblementeapremiante. Lo dejaba sin habla, teníatantas ganas de comer caramelos…

Cigar se puso de rodillas.—¿Puedo comer más?—Es fácil entrenarte —contestó

Penny sonriendo.De repente había un puñado de

Skittles en la mano de Cigar, y se losmetió en la boca.

—Por favor, ¿más?—¿Y unos Red Vines?—¡Sí, sí!—Lámeme el pie. ¡No, no la parte

superior, idiota!

La chica levantó el pie para quepudiera lamerle la planta sucia, ysalieron Red Vines de la mano de Cigar.El chico se volvió boca abajo y losengulló, y volvió a chuparle el pie yconsiguió más; le daba vueltas lacabeza, todo se arremolinaba, el sabordel regaliz rojo era abrumador, no separecía a ninguna otra cosa, a nada quehubiera comido en la vida, pero estabantan buenos… Necesitaba más,desesperadamente.

Los Red Vines estaban en su mano y,por algún motivo, le costaba cogerlos.Como si se hubieran fundido con su piely tuviera que arrancarlos con las uñas, y

eso hizo, y chupó los extremos en cuantolos soltó.

De repente, tras un bandazo horrible,resultó que los Red Vines ya no erantiras de regaliz rojo, sino las venas desus muñecas.

—¡Aaah, aaah, aaah! —gritó Cigarhorrorizado.

Penny aplaudió.—¡Ah, jo, jo, jo, Cigar; nos vamos a

divertir un montón!

CINCO

44 HORAS, 12 MINUTOS

ASTRID METIÓ toda la comidaperecedera en la mochila. No eramucho, pero puede que estuviera untiempo fuera, y no soportaba la idea dedejar que algo se estropeara.

Comprobó la escopeta. Tenía cuatrocartuchos cargados y cinco más en lamochila.

Nueve cartuchos de escopetaservirían para matar a cualquier cosa.

Excepto a Drake.Drake la aterrorizaba hasta lo más

hondo. Había sido la primera persona entoda su vida que la había pegado.Todavía recordaba el escozor y lafuerza de su bofetada. Recordaba loconvencida que estaba de que notardaría en pasar a los puños. De que lagolpearía y de que hacerlo le produciríaplacer, por lo que nada de lo que dijeralo detendría.

La había obligado a insultar alpequeño Pete. A traicionarlo.

Claro que a Petey no le habíaimportado. Pero a Astrid la habíadestrozado. Casi le resultaba extraño

recordar el sentimiento de culpa.Entonces no tenía modo de saber que enel futuro le iría mucho, mucho peor.

El miedo al psicópata justificaba enparte que necesitara manipular a Sam.Necesitaba la protección de Sam paraella y más aún para el pequeño Pete.Drake no era Caine, un sociópata cruel eimplacable que haría cualquier cosapara aumentar su poder. Pero Caine nose regodeaba con el dolor, la violencia yel miedo. Aunque fuera amoral, Caineera racional.

A los ojos de Caine, Astrid no eramás que otro peón del tablero deajedrez. Para Drake era una víctima

esperando que la destruyeran, porqueeso le produciría un placer absoluto.

Astrid sabía que no podía matar aDrake con la escopeta. Podía reventarlela cabeza y seguiría sin matarlo.

Pero esa imagen le generaba ciertatranquilidad.

Se colgó la escopeta del hombro. Elpeso y la extensión del arma, junto conla mochila cargada de botellas de agua,la hacían un poco más lenta y torpe quecuando corría libre por el senderoconocido.

Astrid nunca había calculado ladistancia que había entre su campamentoy el lago Tramonto, pero se imaginaba

que debían de ser unos diez u oncekilómetros. Y, si seguía la barrera parano perderse, el camino se volveríaagreste, con colinas empinadas sinsenderos. Tendría que avanzar a buenritmo para llegar antes de queanocheciera y ver a Sam.

Sam.Al pensar en él sentía un nudo en el

estómago. Tendría preguntas quehacerle. La acusaría. Se enfadaría.Estaría resentido con ella. Pero todo esopodía asumirlo. Era fuerte.

Pero ¿y si no estaba enfadado niresentido? ¿Y si le sonreía? ¿Y si larodeaba con sus brazos?

¿Y si Sam le decía que aún laquería?

Estaba mucho menos preparada paraenfrentarse a eso.

Astrid había cambiado. La chicamojigata que estaba segura demuchísimas cosas había muerto con elpequeño Pete. Había hecho algoimperdonable. Y había visto quién eraen realidad: una persona egoísta,manipuladora, implacable.

No era una persona a quien Sampudiera amar. No era una persona quepudiera devolverle su afecto.

Probablemente era un error verloahora. Pero fueran cuales fueran sus

fallos y tonterías, aún tenía cerebro. Aúnera, aunque de forma atenuada, Astrid lagenio.

—Sí, claro, la genio —murmuró.Por eso vivía en el bosque con

picaduras en las axilas, oliendo a humoy carroña, con las manos encallecidas yrepletas de cicatrices y los ojosdisparados, alerta y tensa paraidentificar cualquier ruido a sualrededor, y por eso practicaba parasacarse rápidamente la escopeta delhombro. Porque desde luego así era lavida de un genio.

Ahora el sendero se acercaba más ala barrera. Conocía bien ese sendero,

que se adentraba en ella. El terreno sevolvería escarpado en el kilómetrosiguiente antes de que apareciera otrosendero. O puede que fuera el mismosendero que se doblaba sobre sí mismo.¿Cómo saberlo?

Y ahí, de repente, observó que laparte oscura de la barrera había crecido.Dos puntas de color negro se elevabanpor la barrera, como dedos saliendo dela tierra. La más elevada se extendíaentre cuatro y seis metros.

Astrid se armó de valor para unexperimento necesario. Extendió undedo y toco la parte negra de la barrera.

—¡Aaah! —maldijo en voz baja.

Seguía doliendo al tocarla. Eso nohabía cambiado.

Mientras se abría paso entrearbustos densos y aparecía en un benditoclaro, reflexionó sobre el problema demedir el avance de la mancha. En elclaro también vio franjas de oscuridadque se alzaban, no tan elevadas como lasotras, y más finas. Observó atentamenteuna de las manchas durante media hora.Estaba ansiosa por si perdía el tiempo,pero quería observarla de todos modos.La parte de su cerebro que teníaaptitudes científicas había quedadointacta, mientras otros aspectos habíandisminuido o desaparecido.

Estaba creciendo. Al principio no sehabía dado cuenta porque esperaba quela mancha se alzara, y lo que habíahecho era ensancharse.

«¿Aún te acuerdas de cómo secalcula el área de una esfera? —sepreguntó Astrid—. Cuatro pi por r alcuadrado».

Hizo el cálculo mentalmentemientras caminaba. El diámetro de labarrera era de treinta y dos kilómetros,con lo que el radio era la mitad,dieciséis kilómetros.

«Cuatro veces pi es casi 12,6; r alcuadrado es 256. Así que el área es 12,6por 256. Tres mil doscientos veinticinco

kilómetros. Claro que la mitad quedanbajo tierra o sumergidos, así que son milseiscientos kilómetros de cúpula. Todoconsiste en ver cuán rápido se extiendela mancha», se dijo Astrid, disfrutandode la precisión de los números.

Se preguntaba cuánto tardaría enennegrecerse la cúpula.

Porque Astrid no dudaba que lamancha continuaría extendiéndose.

Recordó algo de hacía muchotiempo: cuando Sam reconoció que teníamiedo de la oscuridad. Fue en suhabitación, en su antigua casa, en la casaque compartía con su madre. Puede queese fuera el motivo por el que, presa de

un pánico repentino, creó el primero delos que llegarían a conocerse como«soles de Sammy».

Sam tenía muchas más cosasterribles que temer ahora. Seguro que yase le había pasado ese antiguo terror.

Eso esperaba Astrid. Porque tenía laterrible sensación de que se acercabauna larga noche.

El bebé no la miraba. Diana lo mirabapese a que, al hacerlo, sentía un temorhorrible.

Ya podía caminar. Pero se trataba deun sueño, por lo que las cosas no tenían

por qué tener sentido. Era un sueño.Estaba segura de ello porque sabía queel bebé no podía caminar.

Lo tenía dentro. Un ser vivo dentrode su cuerpo. Un cuerpo dentro de uncuerpo. Se lo imaginaba ahí dentro conlos ojos cerrados, retorcido para que suspiernecitas estuvieran alineadas con supecho ancho.

Dentro de su cuerpo.Pero ahora también en su cabeza. En

su sueño. Se negaba a mirarla.—No quieres enseñarme los ojos —

decía ella.Llevaba algo en la mano. Los dedos

palmeados del feto se aferraban a un

muñeco.El muñeco era blanco y negro.—No —suplicó Diana.El muñeco tenía la boca descontenta

en forma de puchero. La boca pequeña yroja.

—No —suplicó otra vez Diana,asustada.

El bebé pareció oír su voz y letendió el muñeco. Como si quisiera quelo cogiera. Pero la chica no podíacogerlo porque tenía los brazos deplomo y le pesaban terriblemente.

—Nooo —gimió—. No quieroverlo.

Pero el bebé quería que mirara,

insistía en que mirara, y Diana no podíaevitarlo, no podía apartar la vista, nopodía moverse ni volverse ni echar acorrer, por muchas ganas que tuviera.

—¿Qué pasa, mamá?La voz no tenía personalidad, solo

eran palabras, sin voz, sin sonido, comosi alguien las escribiera en un tecladopara que pudiera de algún modo oír perotambién ver las letras de las palabras,pum, pum, pum, cada letra golpeaba ensu cerebro.

—¿Qué pasa, mamá?El bebé sostenía el muñeco de

peluche blanco y negro tendido hacia surostro, y volvió a preguntarle:

—¿Qué pasa, mamá?Diana tenía que contestar. No le

quedaba opción. Tenía que contestar.—Panda —dijo, y al decir aquella

palabra un torrente de tristeza y odiohacia sí misma estalló en su mente.

—Panda —dijo el bebé, y sonrió sindientes, sonrió con la boca roja dePanda.

Diana se despertó y abrió los ojos.Las lágrimas le emborronaban la

vista. Se bajó de la cama. El tráiler eradiminuto, pero lo mantenía limpio yordenado. Tenía suerte: era la únicapersona aparte de Sam en el lago que nocompartía habitación.

Panda.El bebé lo sabía. Sabía que se había

comido parte de un chico apodadoPanda. Su alma quedaba al descubiertopara el bebé. Veía dentro de ella.

Ay, Dios, ¿cómo iba a ser madrecargando con ese crimen terrible en sualma?

Se merecía el infierno. Y tenía lasospecha terrible de que el bebé en suinterior era el demonio enviado parallevarla hasta allí.

—No me hace ninguna gracia la idea dedejar esos misiles ahí sin más —insistía

Sam.Edilio no decía nada. Se movía

nervioso y volvía la vista hacia elpuerto para asegurarse de que nohubiera nadie escuchándoles paracotillear.

Sam, Edilio, Dekka y MohamedKadeer estaban en la cubierta superiorde la casa flotante a la que todosllamaban la Casa Blanca. No erarealmente blanca, sino más bien de unrosa sucio. Pero era allí donde sereunían los líderes, en la cubiertasuperior abierta. Así que era la CasaBlanca.

También era la casa de Sam, una

casa que compartía con Dekka, Sinder,Jezzie y Mohamed.

Mohamed era un miembro sin votodel Consejo del lago Tramonto. Pero lomás importante es que era el enlace deAlbert en el lago Tramonto.

Algunos lo llamaban «enlace».Otros, «espía». No había muchadiferencia. Desde el comienzo, Samhabía decidido no tener secretos conAlbert, pues tenía que saber lo queestaba pasando. Y en cualquier caso loacabaría averiguando: Albert era lo másparecido que había en la ERA a unmillonario, aunque su riqueza se medíaen la moneda llamada bertos, que eran

piezas de juego de McDonald’s, comiday trabajos.

En la Casa Blanca había doscamarotes en la popa, cada uno con unasola litera sobre una cama doble. Sindery Jezzie compartían uno de esoscamarotes; Mohamed y Dekka, otro. Samtenía el camarote relativamenteespacioso de proa para él solo.

—Si la gente de Caine se entera…—intervino Dekka.

—Pues entonces puede que tengamosun problema —asintió Sam—. Peronunca usaremos esas cosas. Solo nosaseguraremos de que Caine tampoco lasuse.

—Sí, y Caine se creerá esaexplicación porque es muy confiado —dijo Dekka, mordaz.

Los misiles habían formado parte deuna estratagema desesperada para ir dela Base Aérea de la Guardia Nacionalde Evanston a la costa. Dekka habíaconseguido utilizar el contenedor comoplataforma: con su poder había anuladola gravedad, y el contenedor habíapasado rozando por la barrera.

Decididamente el plan eraimperfecto. Pero casi había salido bien.Más o menos. Para algo había servido.Pero también habían trasladado lasarmas hasta un lugar donde podrían

encontrarlas.Encontrarlas y utilizarlas.La quinta persona que había en la

cubierta no formaba parte del Consejo.Era un chico llamado Toto, a quienhabían encontrado en unas instalacionesen el desierto —o parte de unasinstalaciones, pues el resto se hallabamás allá de la barrera—, donde lotenían prisionero para estudiar lasmutaciones que se daban en la zona dePerdido Beach.

Habían montado aquellasinstalaciones ante de que llegara laERA. En los meses precedentes a laaparición de la barrera, el Gobierno

sabía, o por lo menos sospechaba, queestaban empezando a ocurrir cosas muyraras.

Toto debía de estar clínicamenteloco. Había pasado siete meses solo,totalmente solo. Aún tenía la costumbrede hablar con Spiderman. Ya no con suviejo busto de Spiderman de espuma depoliestireno, que Sam incineró llevadopor la irritación, sino con el fantasmadel busto. Lo cual desde luego era unalocura. Pero, tanto si estaba loco comosi no, tenía el poder de distinguir alinstante la verdad de la mentira.

Incluso cuando no convenía.—Sam no dice la verdad —dijo

Toto.—¡No tengo intención de usar los

misiles! —protestó Samacaloradamente.

—Es verdad —dijo Toto sinlevantar la voz—. Pero no es verdadcuando dices que nunca los usarás. —Entonces añadió, en un aparte solapado—: Sam cree que igual tendrá queusarlos.

Sam apretó los dientes. Totoresultaba extremadamente útil. Exceptocuando no lo era.

—Creo que todos lo hemosentendido, Toto —añadió Dekka.

La chica había recuperado las

fuerzas tras la terrible e impactanteexperiencia sufrida cuando los bichos sele metieron en el cuerpo. Pero no sehabía recuperado del todo de lo quepensaba que sería su confesión en ellecho de muerte, de su declaración aBrianna. Las dos chicas seguían sinpoder estar juntas en la mismahabitación sin que resultara violento.

Dekka no le había contado a Samqué había susurrado exactamente al oídode Brianna. Pero él estaba bastanteseguro de saberlo. Dekka estabaenamorada de Brianna. Y era evidenteque Brianna no sentía lo mismo.

—Sí, ella debe de haberlo entendido

—ahora Toto hablaba a su manga.—Mohamed, ¿qué piensa Albert de

todo esto?Mohamed tenía la costumbre de

hacer una larga pausa antes de contestarcualquier pregunta, incluso a «¿cómoestás?». Probablemente era una de lascosas que le hacían granjearse el cariñode Albert, quien se había vueltosuspicaz, algunos dirían que paranoico,respecto a los secretos.

—Albert nunca me ha hablado deello. No sé si sabe lo de los misiles ono.

—Ajá —dijo Dekka, y puso los ojosen blanco. Extendió la palma en

dirección a Toto—. Ni te molestes,Toto; todos sabemos que son tonterías.

Pero Toto replicó:—Dice la verdad.Mohamed hizo otra pausa larga. Era

un chaval guapo con un atisbo inicial devello en el labio superior.

—Pero, claro, ahora que lo sé,tendré que decírselo.

—Si los dejamos donde están, tardeo temprano alguien los encontrará —opinó Sam.

—Tío, con todos los respetos, estásintentando convencerte para llevártelos—intervino Edilio.

—Y ¿por qué iba a hacer eso? —

exigió saber Sam.Se inclinó hacia delante en la silla y

abrió brazos y piernas, como queriendoindicar que no tenía nada que ocultar.

Edilio sonrió afectuosamente.—Porque hemos tenido cuatro meses

de paz, amigo mío. Y estás aburrido.—Eso no es… —empezó a decir

Sam, pero se quedó callado cuando miróa Toto.

—Aunque, si los misiles han deestar en alguna parte, es mejor que lostengamos nosotros —admitió Edilio,reticente.

A Sam le avergonzaba un poco lomucho que deseaba aferrarse a ese

razonamiento. Sí, era verdad, estabaaburrido. Pero aun así tenía sentidosalvaguardar las armas.

—De acuerdo —dijo Sam—. Vamosa cogerlos. Dekka, Jack y tú losmoveréis. Brianna inspeccionará lazona, asegurándose de que no hay nadiepor allí. Quedan justo dentro de loslímites de Caine. Tendremos quellevarlos hasta nuestra frontera tanrápido como sea posible. Cargarlos enuna camioneta.

—¿Y gastar gasolina? —preguntóMohamed.

—Vale la pena —respondió Sam.Mohamed abrió las manos como

excusándose.—La gasolina la controla Albert.—Mira, si Albert nos da gasolina es

que nos apoya —replicó Sam—. Asíque ¿qué te parece si hacemos esto y ya,solo esta vez? No gastaremos más desiete litros. La sacaremos de variosdepósitos para que no aparezca envuestra contabilidad.

Mohamed hizo una pausa aún máslarga de lo normal.

—Tú no lo has dicho, y yo no te heoído.

—Eso no es verdad —dijo Toto.—Ya —contestó Dekka, poniendo

los ojos en blanco—. Lo sabemos.

—Vale, pues lo haremos esta noche—dijo Sam—. Brisa, ve tirando. Dekka,Jack y yo iremos en la camioneta. Laaparcaremos y los tres nos dirigiremos ala playa. Con un poco de suertehabremos vuelto por la mañana.

—¿Y yo qué, jefe? —preguntóEdilio.

—Tío, a veces lo de teniente dealcalde es una carga pesada.

Sam sonrió, y de repente sintió quese aceleraba al pensar en su audazmisión nocturna. Edilio tenía razón: trasel primer mes de frenesí, llevar el lagoresultaba aburrido. Lo cierto es que Samdetestaba encargarse de todos los

detallitos y decisiones. Tenía la mayorparte del día ocupado con peleasestúpidas por nada: chavales que sepeleaban por un juguete o algo decomer, ideas alocadas para salir de laERA, descontento por los alojamientos,violaciones de las reglas sanitarias.Cada vez más, y no sin sentirseculpable, Sam se había dedicado a pasarla mayoría de esos asuntos a Edilio.

Habían transcurrido meses desdeque Sam se había visto involucrado enalguna locura importante. Y aquellamisión era bastante alocada, pero nocomportaba ningún peligro real.

La reunión terminó. Sam se levantó,

se estiró y se fijó en que Sinder y Jezziese acercaban corriendo por la costa,procedentes del extremo oriental dondecultivaban un huerto pequeño.

Algo en su lenguaje corporalindicaba que había un problema.

La casa flotante de Sam estaba atadaal extremo de lo que quedaba delmuelle, y también había servido deescenario para el Viva el Viernes. Samesperó hasta que Sinder y Jezzie seencontraran debajo de él en el muelle.

—¡Sam! —exclamó Sinder sinaliento.

Estaba en su fase gótica un tantomodificada. Le costaba encontrar

maquillaje, pero aún conseguíaencontrar ropa negra.

—¿Qué pasa, Sinder? ¡Hola, Jezzie!Sinder se serenó, respiró hondo y

dijo:—Te va a parecer una locura, pero

la pared… está cambiando.—Estábamos arrancando zanahorias

—añadió Jezzie.—Y entonces la hemos visto, como

una mancha negra en la barrera.—¿Qué?—La barrera —repitió Sinder—.

Está cambiando de color.

SEIS

43 HORAS, 17 MINUTOS

QUINN DEJÓ a sus pescadoresdescargando la pesca en el muelle.Normalmente iba directo a ver a Albertpara informarle de la redada del día,pero hoy tenía una preocupación másacuciante. Quería ver cómo estabaCigar.

Aún quedaba una hora o así para quese pusiera el sol. Quería por lo menosgritarle unas palabras de ánimo a su

amigo y compañero.La plaza del pueblo estaba vacía. La

ciudad estaba casi toda vacía… Losrecolectores seguían en los campos.

Turk vagueaba en los escalones delAyuntamiento. Se había dormido con unagorra de béisbol encajada sobre los ojosy el rifle entre las piernas cruzadas.

Una chica atravesó la plaza a pasorápido, y miró temerosa hacia elAyuntamiento. Quinn la conocía, así quela saludó levantando un poco la mano.Pero ella lo miró, negó con la cabeza yse escabulló.

Preocupado, Quinn entró en eledificio.

Subió las escaleras hasta la sala decastigo donde debía de estar Cigar.

No le costó encontrar la puerta. Sepuso a escuchar pegado a ella y no oyónada dentro.

—Cigar, ¿estás ahí?La puerta se abrió y apareció Penny.

Aún llevaba un vestido veraniego, yseguía descalza. No quería dejarlepasar.

—Aún no es la hora —indicó Penny.Había sangre en su vestido.Sangre en sus pies pequeños.Tenía los ojos febriles. Iluminados.

Extáticos.Quinn lo comprendió todo de un solo

vistazo.—Apártate de mi camino —le

ordenó el chico.Penny lo miró como si intentara ver

en el interior de su mente. Analizando.Calculando.

Anticipándose.—¿Qué has hecho, bruja? —exigió

saber Quinn.Se estaba quedando sin aliento. El

corazón le latía con fuerza. La piel desus brazos tostados se estaba agrietando,se volvía de un blanco cadavérico y seagrietaba como el barro seco. Se leformaban grietas profundas.

—No me estarás amenazando,

¿verdad, Quinn?La erupción en el brazo del chico se

detuvo, se invirtió, y su piel volvió a sercomo siempre.

—Quiero ver a Cigar —dijo Quinn,tragándose el miedo.

Penny asintió.—Vale, vale, Quinn. Entra.Quinn la empujó para pasar.Cigar estaba en una esquina. Al

principio le pareció dormido. Pero teníala camisa empapada de sangre.

—Cigar, tío, ¿te encuentras bien?Cigar no se movía. Quinn se

arrodilló junto a él y le levantó lacabeza. Quinn tardó unos pocos y

terribles segundos en entender lo queveía.

Los ojos de Cigar habíandesaparecido. Dos agujeros rojos ynegros con el rostro de Cigar lomiraban.

Entonces Cigar gritó, y Quinn dio unsalto atrás.

—¿Qué has hecho, qué has hecho?—No lo he tocado —afirmó Penny

con una risa feliz—. ¡Mírale los dedos!¡Mírale las muñecas! Se lo ha hechotodo él solo. Ha sido divertido verlo.

El puño de Quinn cogió impulsoantes de que pudiera pensarlo siquiera.La nariz de Penny explotó, inclinó

bruscamente la cabeza hacia atrás y secayó de culo.

Quinn agarró con fuerza el antebrazoensangrentado de Cigar. Mientras Cigargritaba, Quinn repetía:

—Vamos a ver a Lana.Penny gruñó, y de repente la carne

de Quinn se incendió. El chico aulló deterror. Las llamas no tardaron enquemarle la ropa y devorarle la carne.

Quinn sabía que no era real. Losabía. Pero no podía creérselo. Nopodía negarse a sentir la agonía de lailusión. No podía evitar oler el humo dela carne que ardía, saltaba y…

Entonces apuntó, desesperado, para

dar una patada.Su zapatilla alcanzó a Penny en un

lado de la cabeza, y el fuego se apagó alinstante.

Penny se dio la vuelta y se puso enpie, intentando controlar su mentedispersa, pero ahora tenía a Quinndetrás, que le agarraba el cuello con supotente brazo.

—Te partiré el cuello, Penny, te lojuro por Dios. Te partiré el cuello. Nopodrás hacer nada para impedírmelo.

Penny relajó los músculos.—¿Crees que el rey te permitirá

salirte con la tuya, Quinn? —le siseó lachica.

—Si alguien se mete conmigo,Penny, tú u cualquier otro, haré huelga.Ya veremos cómo disfrutas de la vidasin mí y sin mis pescadores. Sin comida.

Quinn la apartó y volvió a agarrar aCigar del brazo.

Algunos trabajos eran más duros queotros. Blake y Bonnie tenían el peortrabajo posible: el mantenimiento de lafosa séptica, también conocida como elHoyo.

Dekka había utilizado sus poderespara ayudar a cavar el hoyo, pero aunasí habían necesitado veinte chavales

más para sacar la tierra que había hecholevitar. De ese modo, se había formadoun agujero en el suelo de más de tresmetros de profundidad, más de tresmetros y medio de largo y casi un metrode ancho. Más o menos. No es quealguien lo hubiera calculado con unacinta métrica.

Básicamente era una trinchera larga.La trinchera estaba cubierta con ellateral de uno de los furgones de acerodel tren de la Nutella. Sam lo habíacortado para soltarlo, y Dekka y Orc lohabían cargado durante varioskilómetros procedente del lugar dondese había estrellado el tren.

Sam había perforado cinco agujerosde más de medio metro en el acero.

Y entonces fue cuando pasaron aintervenir Blake y Bonnie. Ninguno delos dos tenía, de por sí, un talentoespecial para la construcción, pero, dealgún modo, juntos poseían una especiede genialidad extraña reconocida porEdilio, su supervisor directo. Juntos (ycon un poco de ayuda de Edilio) sehabían dedicado a crear cincoexcusados exteriores que quedaban porencima de los agujeros. Lo habían hechocogiendo cajones de embalaje,quitándoles la parte superior y serrandouna especie de entrada. El resultado era

un cajón de madera abierto por arriba,con una puerta estrecha cubierta con unacortina de ducha para tener un poco deintimidad.

La parte de arriba descubierta teníael inconveniente de que se veían lascabezas de las personas altas. Laventaja, no obstante, era que el olor dela fosa séptica no quedaba retenido enun espacio cerrado.

Los excusados individuales teníanbancos hechos con escritorios traídos dela Base Aérea de la Guardia Nacional.Sam había perforado agujeros en cadauno de ellos, y Blake y Bonnie les habíapegado asientos de baño con sumo

cuidado.Había algo agradable, una vez te

acostumbrabas, en eso de orinar bajo lasestrellas o el sol. Excepto que no habíapapel higiénico.

Blake y Bonnie solucionabanparcialmente el problema vendiendohojas, informes oficiales y registros delas instalaciones de la GuardiaNacional, así como obras de consultadesfasadas.

Y, por supuesto, los dos B eranresponsables de mantener limpias lasinstalaciones. Lo cual no solía resultarmuy duro, porque Bonnie en particularno dudaba en reñir a alguien si la liaba.

Y no eran tantas horas. Comoabsolutamente nadie quería su trabajo,Blake y Bonnie disfrutaban de muchotiempo libre. Y como tenían siete y seisaños, respectivamente, se pasaban eltiempo libre nadando, recogiendopiedras y jugando a un juego bélico máso menos continuado en el queparticipaban varias figuritas de acción,las cabezas cortadas de muñecas Bratz einsectos interesantes.

Eso era lo que estaban haciendo,jugar a la guerra en el cajón de arenaque habían excavado a unos treintametros del Hoyo. De hecho, estabandiscutiendo sobre si una cabeza de Bratz

maltratada había logrado apuntarprimero a un grupo de tres escarabajosque no pegaban entre sí.

Dos de los excusados exterioresestaban ocupados: en el primero estabaPat y en el cuarto Diana, que solíapasarse por allí a menudo porque estabaembarazada.

Enfadado, Blake agarró la cabeza demuñeca Bratz y exclamó:

—Vale, si no sigues las reglas…Lo cual ocurría unas seis veces al

día. En realidad, no había ninguna regla.Bonnie estaba a punto de negar con

vehemencia que estuviera haciendotrampas cuando se le emborronó la cara.

Como si su rostro fuera una pinturatodavía húmeda, y alguien le hubierapasado un pincel por encima.

Blake se quedó mirando la cara quemejor conocía del mundo y la vioachatarse, como si de repente solotuviera dos dimensiones. Y algo que eratransparente, pero por algún motivo noresultaba invisible, la atravesaba.

Bonnie se levantó agitándose comouna marioneta de la que tirara unacuerda. Abrió mucho los ojos y su carase emborronó otra vez hasta que la bocase le deslizó hasta la barbilla.

Un dedo hecho de aire, tan grandecomo un árbol, se abalanzó sobre ella,

retrocedió para tocarla y a continuacióndesapareció.

Bonnie sufrió un solo espasmoterrible, dejó de moverse y aterrizósobre su ejército.

Blake se quedó mirando algo que yano era Bonnie. Ni nada que hubiera vistoantes. Lo que yacía en la tierra tenía unbrazo y media cara, y el resto, que nomedía más de medio metro de largo, eraigual que un tronco muerto y podrido.

Blake se puso a gritar y Diana y Patse acercaron tan rápido como pudieron,pero Blake no era de quedarse quietogritando, sino que entró en acción.Agarró el tronco con media cara humana

pegada a su brazo y lo arrojó tan fuertecomo pudo en dirección al Hoyo.

No llegó muy lejos, así que volvió aagarrarlo gritando mientras tanto a plenopulmón, y lo arrastró hacia el excusadonúmero cinco mientras Diana y Pat legritaban que parara, que parara, queparara, pero no podía: tenía que librarsede eso, de aquella cosa, de aquelmonstruo que había sustituido a suamiga.

Diana casi lo alcanza. Pero no.Blake arrojó aquella cosa por el

agujero del excusado número cinco.—¿Qué está pasando? —preguntó

Pat, acercándose a toda prisa.

Blake guardaba silencio.—Ha tenido una especie de… —

empezó a decir Diana. Hizo una mueca yañadió—: No sé qué ha sido.

—Era un monstruo —dijo Blake.—Jo, tío, casi me matas del susto —

se quejó Patrick—. Quiero decir,disfruta del juego o lo que sea, pero note pongas a gritar cuando estoy haciendomis cosas —se quejó, y bajó dandozancadas por la colina en dirección allago.

Diana no gritó a Blake.—¿Dónde está la otra? ¿Cómo se

llama? ¿La chica?Blake negó con la cabeza

débilmente. Un velo le cubrió los ojos.—No lo sé —dijo el chico—. Creo

que ha desaparecido.

Orc estaba sentado leyendo.La imagen de Orc sentado en una

piedra con un libro en las manos aúnresultaba inexplicable para Howard.

Orc y Howard habían ido con Samal lago Tramonto durante la GranRuptura. Sam era un coñazo, pero eraimprobable que decidiera hacerteatravesar una pared como podría hacerCaine.

El único problema del lago era que

la mayoría de la gente que bebía y sedrogaba se había quedado en PerdidoBeach. Howard se encargaba de unadestilería de whisky en Coates, perodesplazarse de Coates al lago no eraprecisamente fácil. Y Howard no podíallevar más de una docena de botellas enla mochila.

Orc podía cargar mucho más, claro.Pero Orc ya no le ayudaba. Orc estabaleyendo. Estaba leyendo la Biblia.

Orc borracho era depresivo,peligroso, impredecible, y en ocasionesmortífero. Pero Orc sobrio erasencillamente inútil. Inútil.

Le habían encargado el trabajo de

vigilar el pequeño huerto de Sinder, yeso quería decir que se pasaba la mayorparte del tiempo sentado en unafloramiento rocoso, leyendo.

El huerto de Sinder no era muchomás grande que un patio, era una parcelaen forma de cuña que había sido el lechode un arroyo cuando aún llovía en lasmontañas y los arroyos reabastecían ellago. Orc les había ayudado a cavar unared de canales poco profundos quedesviaba agua del lago para que irrigaralas hileras pulcras.

Sinder y Jezzie se pasaban todo eldía, todos los días, plantando yocupándose del huerto. Orc pasaba el

mismo tiempo allí. De hecho, se habíainstalado una pequeña tienda decampaña junto a la piedra y dormía enella la mayoría de las noches.

Howard también había pasado unpar de noches acampado, intentandomantener viva su amistad con Orc,intentando que Orc pasara de ese rollonuevo de la sobriedad.

No es que a Howard le gustara Orcborracho. (Orc no tenía dinero, así quelo que se bebía se restaba directamentede los beneficios de Howard). Lo quepasaba era que el Orc sobrio que sededicaba a leer la Biblia resultaba inútila Howard. Inútil para intimidar y

recaudar deudas, e inútil para cargarpriva.

—¿Qué quiere decir «manso»? —preguntó Orc, y lo deletreó paraasegurarse de que lo decía bien.

—Yo ya sé deletrear «manso» —replicó Howard—. Significa debilucho,débil. Patético. Lamentable. Un imbécil.Una víctima. Un estúpido. Un tonto conpinta de monstruo que lee la Biblia, esoes lo que quiere decir.

—Pues aquí dice que los mansos sonbienaventurados.

—Ya —dijo Howard ferozmente—,porque así es como funciona siempre:los peleles siempre ganan.

—Heredarán la tierra —continuóOrc, pero parecía dudar al respecto—.¿Qué quiere decir que «heredarán»?

—Me estás matando con tuspreguntas, ¿sabes, Orc?

Orc se movió y giró el libro para vermejor. El sol se estaba poniendo.

—¿Dónde están las chicas, lagranjera Gótica y la granjera Elmo?

—Han ido a buscar a Sam —gruñóOrc.

—¿Sam? Y ¿por qué no me lo hasdicho, tío?

Howard miró a su alrededor enbusca de un lugar donde ocultar sumochila. Iba a hacer una entrega. Y

aunque Sam no se esforzaba por cerrarel negocio de Howard, podíaemperrarse en confiscarle el producto.

—Creo que «heredarán» significaalgo así como que «se apoderarán» —dijo Orc.

Howard deslizó la mochila detrás deun arbusto y retrocedió para comprobarsi aún se veía.

—Sí. Apoderarse. Los humildes.Igual que los conejos se apoderan de loscoyotes. No seas idiota, Orc.

Howard nunca habría insultado aOrc en los viejos tiempos, cuando Orcera Orc. Pero incluso ahora veía cómoentrecerraba los ojos, una de las pocas

partes humanas que le quedaban. Orc eraun escorial de grava viva con un trozode piel humana donde tenía la boca yparte de una mejilla.

Howard casi deseaba que Orc selevantara y lo aporreara. Al menos asívolvería a ser Orc. Pero Orc entrecerrólos ojos y comentó:

—¿Sabes? Hay muchos más conejosque coyotes.

—¿Por qué han ido las chicas abuscar a Sam?

Howard miró en dirección al puertodeportivo, el centro de la vida del lago.Efectivamente, Sam, Jezzie y Sinder seacercaban a paso rápido.

—«Bienaventuradosss los que tienenhambre y sssed de justicia» —leyó Orca su manera lenta y laboriosa.

—¿Quieres preguntarme lo quequiere decir, Orc? —saltó Howard—.Porque no creo que la justicia te interesemucho.

El rostro de Orc no era capaz demostrar muchas emociones. PeroHoward se dio cuenta de que le habíaafectado. Borracho y rabioso, Orc habíamatado accidentalmente a un chico enPerdido Beach. Solo Howard lo sabía.

—Y eso ¿qué es? —preguntóHoward, señalando.

Acababa de detectar una mancha en

la cúpula detrás de Orc.—Por eso han ido a buscar a Sam.En ese momento llegaron Sam y las

chicas. Sam asintió en dirección aHoward y preguntó:

—Orc, ¿cómo va?Sam se dirigió hacia la barrera y se

quedó mirando el pico negro quesobresalía tras la piedra de Orc.

—¿Lo habéis visto en otro lugar? —preguntó Sam a Sinder.

—Nunca vamos a otro lugar —respondió Sinder.

—Gracias por el tiempo quededicáis al huerto —dijo Sam, pero noprestaba ninguna atención ni a Sinder ni

a Jezzie. Iba recorriendo la barrera endirección al lago.

Howard avanzó hasta ponerse a sulado. Le aliviaba que Sam no hubieradetectado su mochila.

—¿Qué crees que es? —preguntóHoward.

—Ahí. Otra. —Sam señaló un bultooscuro mucho más pequeño que salía dela tierra. Se dirigió hacia él y alcanzaronel límite del lago. Ahí volvía a haberuna protuberancia baja y ondulante enforma de mancha negra—. Pero ¿qué…?—murmuró—. ¿Tú habías visto algo así,Howard?

Howard se encogió de hombros.

—Probablemente no me habríafijado. Sea como sea, no me paseomucho cerca de la barrera.

—No —reconoció Sam—. Telimitas a ir y venir a tu destilería deCoates.

Howard sintió un escalofríorepentino.

—Claro que sé lo de tu destilería —comentó Sam—. Sabes que queda alotro lado de la frontera. Es territorio deCaine. Si te pilla, no te gustará lo que tehaga, a no ser que estés compartiendolos beneficios con él.

Howard se estremeció y decidió nodecir nada.

Sam se quedó mirando la mancha.—Está creciendo. Acabo de verla

crecer. Ahora mismo.—Yo también lo he visto —añadió

Sinder.Miró a Sam para que la

tranquilizara. Qué raro. Howard tambiénse había dado cuenta de que miraba aSam para que lo tranquilizara. Por muyenemigos que hubieran sido enocasiones, y que lo siguieran siendo máso menos, Howard quería que Samtuviera una respuesta rápida para lo dela mancha.

Pero la expresión preocupada en elrostro de Sam no resultaba

tranquilizadora.—¿Qué es? —volvió a preguntar

Howard.Sam negó con la cabeza despacio.

De repente, su rostro moreno parecíamucho mayor que sus quince años casirecién cumplidos. Howard se imaginó aSam de viejo, con el pelo gris y fino y lacara arrugada por la preocupación. Erauna cara marcada por todo el dolor y lapreocupación que había soportado.

Howard tuvo el impulso repentino,ridículo, de ofrecerle un trago. Parecíanecesitarlo.

SIETE

36 HORAS, 19 MINUTOS

ASTRID ESTABA mirando el lago desdelas alturas que quedaban al oeste. Labarrera por supuesto atravesabadirectamente el lago, cortándolo por lamitad. La costa del lago sobresalía, asíque no podía seguir la barrera sindesviarse. En cualquier caso, prontoestaría demasiado oscuro para ver lamancha. Había llegado la hora dedirigirse hacia las viviendas.

El sol se estaba poniendo, y unapequeña hoguera lejana ardía en uncírculo de tiendas y tráileres. Astrid noveía a los chicos alrededor del fuego,pero sí figuras que ocasionalmentepasaban por delante de las llamas.

Ahora que se encontraba allí ya nopodía seguir fingiendo y reprimiendo susemociones. Iba a ver a Sam. Y a otrostambién, y desde luego tendría quesoportar miradas y saludos yprobablemente insultos.

Todo eso lo podría aguantar. Peroiba a ver a Sam. Esa era la cuestión. ASam.

Sam, Sam, Sam.

—Para —se dijo.Se acercaba una crisis. Tenía la

obligación de ayudar a sus amigos aentenderla.

—Débil —murmuró.Cada vez sospechaba más que lo

único que había hecho era pensarse unaexcusa para ver a Sam. Y al mismotiempo sospechaba que buscaba unaexcusa para retraerse y eludir suobligación de ayudar.

Pensó que quizás en los viejostiempos se hubiera puesto a rezar enbusca de consejo, y la nostalgia la hizosonreír. ¿Qué había pasado con aquellaAstrid? ¿Adónde había ido? No había

rezado desde…—Deja atrás las cosas de niño —

citó mentalmente.Una cita de la Biblia, lo cual le

parecía irónico. Se recolocó la mochilay deslizó la escopeta del hombroderecho dolorido al izquierdo. Y seechó a andar en dirección al fuego.

De camino, ingenió un métodosencillo para medir la extensión de lamancha oscura en la barrera. Si alguientuviera una cámara digital quefuncionara, resultaría bastante fácil.Hizo los cálculos mentalmente. Puedeque bastara con cinco muestras distintas.Si calculara la progresión día a día,

obtendría datos bastante buenos.Los números aún le producían

placer. Eso era lo fantástico de losnúmeros: no necesitaba la fe para creerque dos y dos eran cuatro. Y las matesnunca, jamás, te condenaban por tuspensamientos y deseos.

—¿Quién es? —preguntó una vozprocedente de las sombras.

—Tranquilo —dijo Astrid.—Dime quién eres o disparo —dijo

la voz.—Soy Astrid.—Ni de coña.Un chico, que probablemente no

tendría más de diez años, salió de detrás

de un arbusto. La apuntaba con un rifle,con el dedo cerca pero no directamentesobre el gatillo.

—¿Eres tú, Tim? —preguntó Astrid.—¡Uala, eres tú! —exclamó el chico

—. Pensaba que estabas muerta.—¿Sabes lo que dijo Mark Twain?

«La noticia de mi muerte ha sido unaexageración».

—Sip, eres tú, desde luego. —Timse llevó el arma al hombro—. Supongoque está bien que pases. No tengo quedejar pasar a nadie si no lo conozco.Pero a ti te conozco.

—Gracias. Me alegro de que estésbien. La última vez que te vi tenías la

gripe.—Ya ha desaparecido. Esperemos

que no vuelva.Astrid continuó caminando, y a

partir de ahí el sendero quedaba másclaro y resultaba más fácil seguirlo,aunque avanzara la noche.

Pasó junto a varias tiendas y untráiler Airstream anticuado. Entoncesalcanzó un círculo de tiendas y tráileresque rodeaba la hoguera. Oyó a loschavales reírse.

Se acercó, nerviosa. La primera enverla fue una niñita que codeósuavemente a la chica mayor que tenía allado. Astrid reconoció de inmediato a

Diana, quien la miró sin mostrar la másmínima sorpresa.

—Vaya, hola, Astrid. ¿Dónde hasestado?

La conversación y las risas seapagaron, y treinta rostros o más, todosiluminados de naranja y dorado, sevolvieron a mirar.

—He estado… fuera —respondióAstrid.

Diana se levantó y Astrid se percató,perpleja, de que estaba embarazada.

Diana vio la mirada en el rostro deAstrid, sonrió y comentó:

—Sí, han pasado un montón de cosasinteresantes mientras estabas fuera.

—Tengo que ver a Sam —dijoAstrid.

Diana se echó a reír.—Sin duda. Te llevo.Diana la condujo hasta la casa

flotante. A pesar del bulto, aún se movíacon gracia natural. Astrid deseaba podermoverse así.

—Por cierto, ¿no habrás visto a unaniña de camino hacia aquí, verdad? Sellama Bonnie. Tiene siete años, creo.

—No. ¿Se ha perdido alguien?Edilio estaba sentado en una silla

plegable en la cubierta superior,vigilando las tiendas esparcidas, lostráileres, las Winnebagos y los barcos.

Tenía un rifle automático sobre elregazo.

—Hola, Edilio.Edilio se levantó de golpe y bajó

por la escalera de cuerda hasta elmuelle. Apartó el rifle y rodeó a Astridcon los brazos.

—Gracias a Dios. Ya era hora.Astrid sintió que los ojos se le

llenaban de lágrimas.—Te he echado de menos —

reconoció.—Supongo que quieres ver a Sam.—Sí.Edilio asintió en dirección a Diana

para que se marchara. Condujo a Astrid

hasta el barco y entraron en un camarotevacío.

—Hay un pequeño problema —susurró Edilio.

—¿No quiere verme?—Es que… Esto… Está fuera.Astrid se rio.—¿Asumo por tu mirada cómplice

que es que anda metido en algopeligroso?

Edilio sonrió y se encogió dehombros.

—Sigue siendo Sam. Debería volverpor la mañana. Vamos; vamos a buscartealgo de comer y beber. Puedes dormiraquí esta noche.

La furgoneta bajaba deslizándose por lacarretera. Se deslizaba por variosmotivos. En primer lugar, para ahorrargasolina. En segundo lugar, conducíancon las luces apagadas porque los farosse verían desde muy lejos.

En tercer lugar, la carretera quebajaba desde el lago era estrecha yestaba poco pavimentada.

Y en cuarto lugar: Sam nunca habíaaprendido a conducir.

Iba al volante con Dekka a su lado.Jack el del ordenador iba encajado en elespacio estrecho detrás del asiento

delantero, nada contento.—No te ofendas, Sam, pero te estás

saliendo de la carretera. ¡De lacarretera! ¡Sam! ¡Te estás saliendo de lacarretera!

—Que no, cállate —le espetó Sammientras volvía a orientar la furgonetaenorme hacia la carretera. Por pocovuelca en la zanja.

—Así moriré —insistió Jack—. Así,encajado en una zanja.

—Venga, vamos —dijo Sam—.Aunque nos estrelláramos, eres lobastante fuerte como para abrirte paso agolpes.

—Hazme un favor y rescátame a mí

también —añadió Dekka.—Vamos bien. Ahora ya controlo —

afirmó Sam.—Se nos comerán los coyotes —se

lamentó Jack—. Nos abrirán las tripasy… —se quedó callado.

Sam miró por el retrovisor y vio quela boca de Jack decía «lo siento».

Dekka suspiró.—Odio cuando os ponéis así. Dejad

de tratarme como si me fuera a venirabajo. No ayuda.

Habían tenido que abrir a Dekkapara salvarle la vida y sacarle losbichos de dentro. Lana la había curado,pero Dekka no había salido indemne. Se

esforzaba por hacerse la fuerte, pero yano era la chica intrépida e indestructibleque parecía antes.

Por lo de los bichos, y por elrechazo evidente de Brianna, se habíavuelto retraída. Parecía derrotada,abatida.

—Espero que Brianna esté bien —intervino Jack—. No debería correr porahí en la oscuridad.

—Mientras siga la carretera y se lotome con calma, le irá bien —opinóSam, esperando impedir que siguieranhablando de Brianna.

Jack era extremadamente listo paratemas que tenían ver con la tecnología.

Pero podía ser un completo y absolutonegado cuando se trataba de sereshumanos.

Así que, claro, tuvo que meterse delleno en el tema.

—Brianna está rara últimamente —continuó comentando Jack—. Desde quevinimos al lago. Está así como…

Sam se negó a pedirle quecontinuara.

Dekka miró a Sam de soslayo ypreguntó:

—¿Así como qué, Jack?—Como si… No sé. Como si

quisiera…, ya sabes…—No, no lo sé —gruñó Dekka—.

Así que, si tienes algo que decir,suéltalo.

—No sé. Como que se poneamistosa conmigo. Como que se enrollóconmigo el otro día.

—Pobre de ti —dijo Dekka con unavoz que habría paralizado a cualquierotra persona más sensible.

Jack abrió las manos.—Yo estaba ocupado, veía que

estaba ocupado.Llegado ese punto, Sam pensó que

podría ser una buena idea desviarse dela carretera y chocar contra el poste deuna valla.

—¡Sam, Sam, Sam, Sam! —gritó

Jack.Se sobresaltó de miedo. Lo cual,

debido a su fuerza increíble, provocóque empujara el asiento con tanta fuerzaque Sam se dio contra el volante.

—¡Ay! —Sam pisó el freno—. Oye,ya vale. ¿Alguno de vosotros dos quiereconducir? ¿No? Pues callaos. Jo, mesangra la cabeza.

La furgoneta se puso en marcha otravez y las ruedas no tardaron en pasar dela grava al pavimento liso de lacarretera. Sam condujo durante mediokilómetro hasta que detectó un puntoseñalado y aparcó en el arcén de lacarretera.

—Cortamos por aquí, ¿verdad? —preguntó.

Dekka se asomó a mirar y asintió.—Sí, eso parece.Se bajaron del coche y estiraron las

piernas. Aún quedaba casi un kilómetrohasta la costa. Un kilómetro pasando porun campo de bichos.

Los bichos no habían molestado anadie desde que seres humanos ygusanos habían hecho un trato, y losseres humanos arrojaban murciélagosazules y otros animales no comestibles—para los seres humanos— a loscampos, alimentando así a los gusanos.Pero, por si acaso, Dekka llevaba unas

bolsitas con entrañas de pescado,trocitos de mapache, tendones de ciervoy similares en un fardo. Vació una deesas bolsas a sus pies, y al instante losbichos salieron como un hervidero de latierra y se abalanzaron sobre la comida,pero no atacaron a los chicos.

—A qué cosas nos acostumbramos—comentó Jack meneando la cabeza.

—Escuchad, chicos, no tardaréis enenteraros —intervino entonces Sam—.Algo ha salido de la barrera.

—¿Hay un salido en la barrera?—No, ha salido una cosa, una cosa

rara —y Sam les explicó lo que habíavisto.

—Igual lo ha provocado los poderesde Sinder —sugirió Jack.

Sam asintió.—Es posible. Así que mañana

tendremos que explorar un poco, ver siestá pasando lo mismo en algún puntomás.

Ya habían cruzado los campos yahora tenían que recorrer una hilera demalas hierbas y algas que ocupaban laparte superior del acantilado.

Sam llevaba tiempo sin ver elocéano. No había vuelto desde que sehabían mudado al lago. Estaba negro, ysolo lo cubría el debilísimo brillo de lasestrellas. La luna aún no había salido. El

ruido del océano llevaba tiemposilenciado: no había olas de verdad enla ERA. Pero el susurro, sh, sh, sh, delagua lamiendo la arena hacía quesintiera algo.

Se habían equivocado al calculardónde se encontraban, y aún tenían querecorrer cientos de metros en direcciónnorte por la arena para encontrar elcontenedor aplastado. El contenedor deacero, que tenía la palabra «MAERSK»escrita en un lateral, cayó cuando Dekkadejó de controlarlo a varios centenaresde metros del suelo.

Lo que contenía, que eran cajones deembalaje largos y reforzados, se volcó

en la arena. Uno de los cajones se habíaabierto. Sam decidió usar las pilas yencendió una linterna. Se veían unasaletas.

Sam apagó la linterna e hizo unapausa.

Algo no estaba en su sitio.—Que nadie se mueva —ordenó, y

recorrió la arena con la luz—. Alguienha alisado la arena.

—¿Qué has dicho? —preguntó Jack.—Mira qué plana y ordenada está la

arena por aquí. Es como cuando draganlas playas por la noche y por la mañanaya no quedan huellas ni nada.

—Tienes razón —añadió Dekka—.

Alguien ha estado aquí y luego hacubierto sus huellas.

Nadie dijo nada durante variosminutos, mientras cada uno pensaba enlas implicaciones de lo que habían visto.

—Caine podría levantarlos ymoverlos sin problemas —opinó Sam.

—Así que, ¿por qué siguen aquí? —preguntó Jack. Entonces respondió a supropia pregunta—. Igual se llevaron losotros misiles y solo han dejado este.Deberíamos comprobar los precintos.

Sam dio un paso lento y cauto haciadelante. Apuntó con el haz de luz haciala cinta de un amarillo intenso queprecintaba cada cajón. Habían cortado

la cinta con cuidado y la habían vuelto apegar.

—No están —dijo Sam sin mostraremoción—. Los tiene Caine.

—Entonces ¿por qué dejar este? —preguntó Jack.

La respiración de Sam se aceleró.—Es una trampa.

OCHO

36 HORAS, 10 MINUTOS

—¡NO PUEDES dejar que se vaya derositas! —chilló Penny.

Pero Caine no daba su brazo atorcer.

—¡Bruja estúpida! ¡Nadie te dijoque lo llevaras tan lejos!

—Era mío durante todo el día —siseó la chica, y se llevó un trapo a lanariz, que había empezado a sangrarleotra vez.

—Se ha arrancado los ojos. ¿Quépensabas que haría Quinn? ¿Qué creesque hará Albert ahora?

Caine se mordió ferozmente elpulgar, un hábito nervioso.

—¡Pensaba que tú eras el rey!Caine reaccionó sin pensar, y le dio

un fuerte revés en la cara. No acertó conel golpe, pero sí con el pensamiento.Penny salió disparada hacia atrás comosi la hubiera alcanzado un autobús,chocando bruscamente contra la pareddel despacho.

El golpe la dejó perpleja, y antes deque pudiera pensar con claridad ya teníaa Drake delante.

Turk irrumpió en el despachoapuntando con el arma.

—¿Qué está pasando?—Penny ha tropezado —informó

Caine.La cara pecosa de Penny estaba

blanca de furia.—No —le advirtió Caine, y le rodeó

la cabeza con una mano que no se veía,retorciéndola hacia atrás de un modoimposible, hasta que la soltó.

Penny jadeaba y lo fulminaba con lamirada. Pero ninguna pesadilla seapoderó de la mente de Caine.

—Más te vale que Lana puedaarreglar al chico, Penny.

—Te estás ablandando —le soltóPenny jadeando.

—Esto de ser rey no va de ser unchungo enfermizo —protestó Caine—.La gente necesita a alguien al mando. Lagente son ovejas y necesitan un granperro pastor que les diga qué hacer ydónde ir. Pero no funciona si te pones amatar a las ovejas.

—Tienes miedo de Albert —dijoPenny, y soltó una risa burlona.

—No tengo miedo de nadie, y menosde ti, Penny. Vives porque yo te dejovivir. Recuérdalo. ¿Y los chavales deahí fuera? —Caine señaló con la manohacia la ventana, en dirección a la

población de Perdido Beach—. Esoschavales de ahí fuera te odian. No tienesun solo amigo. Ahora sal de aquí. Noquiero volver a verte en mi presenciahasta que estés dispuesta a arrastrarte ypedirme perdón.

Penny dijo una palabra queempezaba con «j» y acababa con «te».

Caine se rio.—Creo que lo que has querido decir

es: «J---te, Su Alteza».Caine levantó a Penny con el

movimiento leve de una mano y la lanzópor la puerta abierta hacia el pasillo.

—Podría dar problemas, Su Alteza—comentó Turk.

—Ya da problemas. Primero, Drake;ahora, Penny. Estoy rodeado depsicópatas e idiotas.

Turk parecía dolido.—Una cosa, Turk. Si alguna vez ves

que me entra un ataque, como que Pennyme está haciendo algo, pues dispara a labruja, ¿está claro?

—Por supuesto, Su Alteza.—Pillas que eres el idiota, ¿verdad,

Turk?—Esto…Caine salió furioso, murmurando:—Echo de menos a Diana.

Quinn aún bullía de rabia cuando llegó aClifftop. De rabia, y de miedo también.Se había granjeado un enemigo muypeligroso al liberar a Cigar del controlde Penny. O puede que dos. O inclusotres, según qué partido tomara Albert.

Al atravesar el pasillo enmoquetado,palpando en la oscuridad, Quinn se diocuenta, sorprendido, de que oía voces.Pertenecían a niños que jugaban en lahabitación del final del pasillo, dondeLana tenía la suya con vistas al océano.

Se detuvo y escuchó.—Tú pierdes, lo pierdes todo,

Peace.—¡Porque has mentido, ladronzuelo!—Chicos, bajad la voz, ¿eh?Quinn reconoció la voz de Virtue, a

quien a menudo también llamaban Choo.¿Sanjit había trasladado a sus

hermanos a Clifftop? ¿Y eso cuándo?Todo el grupito, los chavales isleños, sehabían trasladado al lago con Lana. Perola chica tardó poco en volver. Clifftophabía pasado a formar parte de Lana.Era allí donde se sentía segura.

Quinn sintió una punzada de celos alpercatarse de que Lana había accedido aque los chavales se instalaran con ella.Nadie discutía con Lana. Y, hasta

entonces, había prohibidocategóricamente que alguien compartierani siquiera un rinconcito de su reductoen Clifftop.

Sabía que Lana se veía con Sanjit, elchico nuevo. Pero ¿dejarle quetrasladara a toda su familia a Clifftop?

Hubo una época en la que Quinnpensó que Lana y él igual… Pero lossucesos y las circunstancias habíanacabado con su fantasía. Quinn no eramás que un trabajador, un pescador.Lana era la curandera. Y, como tal, erala persona más protegida, respetada eincluso venerada de la ERA. Ni siquieraCaine soñaba con meterse con Lana.

Y, por si eso no resultara bastanteintimidatorio, Lana era tan dura como unbate de béisbol con pinchos.

Parecía estar muy muy por encimade Quinn.

Patrick lo oyó y se puso a ladrarfuerte y sin parar.

Quinn llamó, aunque le pareciósuperfluo. La mirilla se oscureció. Sanjitabrió la puerta.

—¡Es Quinn! —gritó por encima delhombro—. Entra, hombre.

Quinn entró. Bajo el brillo extrañodel pequeño sol de Sammy, latransformación de la habitación de Lanaresultaba impactante: estaba limpia.

Realmente limpia. Con la camahecha y la mesita de café despejada. Elcenicero normalmente rebosante no seveía por ninguna parte; ni se olía.

Incluso parecía que hubieran bañadoy cepillado a Patrick. El perro echó acorrer y comenzó a restregarse contraQuinn, probablemente porque esperabaque se le pegara el olor agradable delpescado en lugar de todos los olores quele habían quitado bruscamente allavarlo.

Sanjit, un chico flaco indio desonrisa contagiosa y pelo largo y negro,detectó la sorpresa de Quinn, pero nodijo nada.

Lana se apartó del balcón y seacercó. Al menos ella no habíacambiado mucho. Aún llevaba la enormepistola semiautomática metida en uncinturón grueso. Seguía siendo atractiva,pero no guapa. Y su expresión oscilabaentre lo vulnerable y lo severo, como sipudiera romper a llorar o dispararte enel estómago con la misma facilidad.

—Hola, Quinn, ¿qué pasa?No había nada violento o incómodo

en su tono de voz. Si sabía que Quinnestaba celoso, no lo revelaba.

Quinn se recordó que no había ido averla por eso. Se sentía culpable pordejarse llevar por sus sentimientos,

cuando aún tenía la imagen de Cigarfresca en la mente.

—Es Cigar —explicó—. Está dondeDahra —y explicó rápidamente lo quehabía pasado.

Lana asintió y agarró su mochila.—No me esperes levantado —

indicó a Sanjit.Quinn tragó saliva al oír la última

frase. ¿De verdad estaba Sanjit viviendocon Lana? ¿En la misma habitación? ¿Loestaba entendiendo mal? Porque eso eralo que parecía.

Patrick se acercó a Lana, puesdetectaba una aventura en ciernes.

Lana le llevó la delantera por el

pasillo, las escaleras y la planta baja,donde atravesaron un vestíbulo negrocomo boca de lobo hasta salir a lanoche, que por contraste resultabaluminosa.

—Así que… —empezó Quinn, sinterminar la frase.

—Me siento sola —explicó Lana—.Tengo pesadillas. A veces ayuda tener aalguien aquí.

—No es asunto mío —dijo Quinnentre dientes.

Lana se detuvo y lo miró.—Sí que es asunto tuyo, Quinn. Tú y

yo… —No sabía cómo terminar, así queadoptó un tono más áspero y añadió—:

Pero no es asunto de nadie.Caminaban rápidamente.—Y ¿a quién iba a contárselo? —

preguntó Quinn retóricamente.—Tendrías que tener a alguien a

quien contárselo —respondió Lana—.Ya lo sé, suena raro viniendo de mí.

—Un poco.Quinn intentaba alimentar su

resentimiento, pero la verdad era que legustaba Lana. Desde hacía muchotiempo. No podía seguir enfadado conella. Y, en cualquier caso, se merecíaalgo de paz en la vida.

—A veces aún me habla —comentóla chica.

Quinn sabía que se refería a laOscuridad, a esa cosa que se hacíallamar la gayáfaga.

—Y ¿qué quiere de ti? —preguntóQuinn.

Sentía una sombra al hablar de lagayáfaga, le costaba respirar y leretumbaba el pecho.

—Quiere al Enemigo, lo estábuscando.

—¿El Enemigo?—Tío, no te enteras de los cotilleos

buenos, ¿eh?—Me paso la mayor parte del

tiempo con mi gente.—Al pequeño Pete, al Enemigo —

explicó Lana—. Lo quiere día y noche, ya veces es como si esa voz me gritara enla cabeza. A veces es chungo. Entoncesnecesito a alguien que, bueno, ya sabes,que me devuelva hasta aquí.

—Pero el pequeño Pete está muertoy desaparecido. —Lana se rio brusca ydespiadadamente.

—¿Ah, sí? Cuéntaselo a la voz de micabeza, Quinn. La voz de mi cabezatiene miedo. La gayáfaga tiene miedo.

—Eso debe de ser bueno, ¿no?Lana negó con la cabeza.—Pues no es así como lo siento,

Quinn. Algo importante está pasando.Algo que desde luego no es bueno.

—Yo he visto… —Quinn seestremeció; debería contárselo a Albertprimero. Pero ya era demasiado tarde—.La barrera. Parece que esté cambiandode color.

—¿Cambiando de color? ¿Quécolor? —preguntó Lana.

—Negro. Puede que se estévolviendo negra.

NUEVE

35 HORAS, 25 MINUTOS

HASTA AHORA, Pete habíaexperimentado muy poco con su nuevojuego. Era un juego muy complicado,con muchas piezas. Podía hacer tantascosas con él…

Había avatares, unos trescientos, locual era mucho. No le habían parecidomuy interesantes hasta que los miróatentamente y vio que cada uno de ellosformaba una espiral compleja, como si

fueran dos escaleras largas de caracolunidas, luego retorcidas y comprimidas,de modo que si mirabas el avatar desdelejos no veías más que un símbolo.

Había tocado un par de avatares,pero cuando lo hacía se difuminaban yse rompían y desaparecían. Así queigual no era eso lo que tenía que hacer.

Pero la pregunta importante era:¿para qué servía el juego? No veíaninguna puntuación.

Lo único que sabía era que todoestaba dentro de la bola. El juego noestaba fuera de la bola. Estaba todo ensu interior, con la Oscuridad brillandoal fondo y la bola en sí, y ninguna de las

dos se veía afectada por el juego. Habíaintentado mover a la Oscuridad pero susmandos no la afectaban.

En algunos sentidos no era un juegomuy bueno.

Pete escogió un avatar al azar, y seconcentró en él hasta ver las espiralesdentro de las espirales. Eran realmentebonitos. Delicados. No era de extrañarque sus movimientos anteriores loshubieran destruido; lo único que habíahecho era desordenar su complejoentramado.

Esta vez intentaría algo distinto. Yahí, revoloteando mágicamente de unsitio a otro, encontró a su avatar

perfecto.

Taylor disfrutaba de lo mejor de los dosmundos. Utilizando su poder, podía«saltar» de la isla a la ciudad y el lago.Había resultado que tenía el poder másútil imaginable. Brianna podía quedarsecon su supervelocidad y sus zapatillasdesgastadas y sus muñecas rotas cuandose caía, y con todo lo demás.

A Taylor le bastaba imaginarse unlugar en el que hubiera estado y, ¡pop!,ahí estaba. En carne y hueso. Así que, encuanto Caine hizo que visitara la isla, laisla de San Francisco de Sales que antes

pertenecía a Jennifer Brattle y ToddChance, pudo saltar de vuelta encualquier momento.

Lo cual quería decir que Taylordormía en un dormitorio fabuloso en unamansión fabulosa. También podríahaberse puesto la ropa maravillosa deJennifer Brattle, pero le iba grande envarios sentidos.

Y, si se sentía sola, le bastabaimaginarse Perdido Beach para estarallí.

Se había vuelto muy útil. Y por esemotivo había terminado trabajando parael rey Caine y para Albert. Caine queríainformación sobre Sam y sobre lo que

estaba pasando en el lago. Y Alberttambién quería lo mismo, másinformación sobre Caine.

Taylor se sabía todos los cotilleosde la ERA. Era el canal TMZ de laERA.

O la CIA de la ERA.Pero, en cualquier caso, la vida le

iba bien a esta chica lista con el poderde saltar de un sitio a otro sin esfuerzo.Y lo que era igual de importante: deretroceder directamente.

En ese momento yacía en la cama.La habitación en la que se encontraba sellamaba Amazon porque las paredeseran de un verde hoja y la ropa de cama

tenía un estampado de jaguar. Habíamuchos dormitorios en la mansión, eincreíblemente aún quedaban sábanaslimpias.

¡Sábanas limpias! Era el equivalentea vivir en un palacio comparado con elresto de la miserable ERA, donde teníassuerte si nadie se acababa de mear en tucolchón.

Taylor estaba en la camamordisqueando unas galletas saladas unpoco rancias —tenía que controlarsecon los asaltos a la despensa, puesAlbert había hecho inventario— yviendo un viejo DVD de Hey Arnold! Elcombustible del generador también

estaba controlado y muy limitado, perodisponía de electricidad de vez encuando como parte de su sueldo.

De repente, Taylor sintió que habíaalguien más en la habitación. Se le erizóel vello de la nuca.

—Vale, ¿quién anda ahí?No hubo respuesta. ¿Podría ser Bug?

Taylor lo sabría si lo hubieran traído ala isla.

Pero nada. Estaba dejando volar suima…

Algo se movió. Justo delante deTaylor. La pantalla del televisor sedifuminó durante un instante. Como sialgo transparente pero con efecto

deformante hubiera pasado por delantede ella.

—¡Oye!Taylor estaba dispuesta a saltar y

salir de allí en un abrir y cerrar de ojos.Escuchó atentamente. Nada. Lo quehubiera ya se había ido. O puede quenunca hubiera habido nada; eso era lomás probable. Se estaba imaginandocosas.

Taylor estiró un brazo para coger elmando a distancia y vio que su piel erade oro. Su primera reacción fue pensarque era un efecto de la luz de los dibujosanimados. Pero al cabo de unossegundos decidió que no. No, algo raro

pasaba.Taylor se bajó de la cama y se

dirigió hacia la ventana. Bajo la luz dela luna, su piel seguía siendo dorada.

Qué locura. No podía ser.Taylor buscó en la oscuridad y

encontró una vela. Torpemente,encendió un mechero y prendió lamecha.

Sí. Tenía la piel de oro.Con la vela en la mano, Taylor se

dirigió hacia el baño para mirarse en elespejo.

Era de oro. De la cabeza a los pies.Su pelo negro seguía siendo negro, perocada centímetro de su piel era del color

del oro amarillo.Se inclinó hacia delante para mirar

el reflejo de sus ojos. Y entonces fuecuando gritó, porque los iris eran de undorado aún más intenso.

—Ay, Dios mío —susurró.Temblando, se quitó la camisa de

dormir y se puso unos vaqueros y unacamiseta. Porque igual estabaalucinando, así que necesitaba quealguien más la mirara.

Taylor pensó en el hotel de Lana, enel pasillo.

Y saltó hasta allí.El dolor fue instantáneo e

insoportable. Nunca había sentido ni

imaginado nada así. Como si hubieracolocado la mano izquierda y la carneexterior de la pantorrilla izquierda sobreun acero al rojo vivo.

Taylor gritó y pataleó y el dolorempeoró. Colgaba de la mano y lapierna, colgaba sin más, no estabaapoyada en nada, solo colgaba de…Volvió a gritar cuando se dio cuenta deque no estaba en Clifftop. Estaba en elbosque, colgada de un árbol alto. Lamano izquierda y el borde exterior de lapantorrilla izquierda se habíanmaterializado en el árbol.

En el árbol.Estaba colgada, gritando, con el

brazo derecho y el izquierdo intentandoalcanzar, agarrarse, como locos,descontrolados. Su piel dorada brillabadébilmente bajo la luz de la luna.

Y ¡qué dolor!Tenía que ser un sueño. No podía

ser cierto. No había saltado hasta allí.No, no era más que una pesadillahorrible. Tenía que volver a saltar,aunque fuera un sueño, saltar otra vez aldormitorio.

Taylor se esforzó por imaginarse lahabitación. Hizo retroceder el dolordurante solo… un segundo…

Y saltó.La mano había desaparecido. Se

había separado con un corte limpio de lamuñeca. Sin sangre, terminaba derepente. Taylor no se veía la pantorrilla.Ni la sentía.

No estaba en su habitación. Estabaen un coche a la entrada de Clifftop.

En un coche. Tenía las dos piernasdentro del coche, pero ella seencontraba encima, sobre el techopolvoriento de un Lexus. Habíaaparecido allí con las piernasatravesando el techo.

Taylor aulló de dolor y terror.Se cayó de tanto agitarse. Los

muñones de sus piernas no la ayudaban amantenerse en pie. Rodó una vez, cayó

el metro que quedaba hasta elpavimento, y aterrizó boca abajo.

Temblando de miedo, tanteó hastaalcanzar el tirador de la puerta y loutilizó para auparse hasta quedarsentada. Sus piernas terminaban enmuñones bien definidos, justo porencima de las rodillas. Igual que sumano izquierda.

No sangraba.Pero le dolía mucho.Taylor gritó, cayó hacia atrás y se

desmayó.

A Astrid le había resultado muy

inquietante la imagen de una Dianavisiblemente embarazada.

Ya era bastante raro ver a una chicade quince años embarazada en cualquiercontexto. Pero en la ERA aún resultabamás discordante. La ERA era unatrampa, una prisión, un purgatorioquizás. Pero ¿una guardería?

Cada semana transcurrida desde elprimer día de la ERA, el número deniños vivos descendía. Siempredescendía, nunca aumentaba. La ERAera un lugar de muerte repentina yhorripilante. No un lugar de vida.

Y ¿quién había provocado todoaquello? Una chica cruel y mordaz y un

chico que nunca había sido otra cosa quemalvado.

Astrid había acabado con una vida, yDiana iba a traer otra al mundo.

Astrid estaba sentada sobre loscojines de plástico pegajoso querodeaban la mesita diminuta de la casaflotante. Apoyó los codos sobre la mesay se aguantó la cabeza con las manos.

Edilio entró, asintió en dirección aAstrid y se sirvió un vaso de agua de lajarra que había en la encimera. Semostraba discreto, no le hacía preguntas,probablemente no quería asustarla.

—¿Te gusta la ironía, Edilio?Durante un instante, Astrid pensó

que lo había avergonzado utilizando unapalabra que no comprendía. Pero, trasuna larga pausa de reflexión, Ediliocontestó:

—¿Te refieres a la ironía de que unemigrante ilegal de Honduras terminesiendo lo que soy?

Astrid sonrió.—Sí, algo así.Edilio la miró adoptando una

expresión sagaz.—¿O quizá la de que Diana vaya a

tener un bebé?Astrid se rio por ese último

comentario, y negó con la cabeza comolamentándose.

—Eres la persona más infravaloradade la ERA.

—Ese es mi superpoder —contestóEdilio muy seco.

Astrid lo invitó a sentarse. Ediliodejó su arma a un lado con cuidado y sedeslizó a un asiento frente a ella.

—¿Quiénes dirías que son las diezpersonas más poderosas de la ERA,Edilio?

El chico alzó una ceja con unaexpresión de escepticismo.

—¿De veras?—Sí.—La primera es Albert —empezó

Edilio—. Luego Caine. Sam. Lana. —

Pensó durante un instante más largo yañadió—: Quinn. Drake, por desgracia.Dekka. Tú. Yo. Diana.

Astrid cruzó los brazos.—¿Y Brianna no? ¿Ni Orc?—Ambos son poderosos, claro. Pero

no tienen la clase de poder que mueve ala gente, ¿sabes? Brianna mola, pero noes alguien a quien los demás sigan. Lomismo pasa con Jack. Y más aún conOrc.

—¿Te has fijado en algo de las diezpersonas que has mencionado? —preguntó la chica, y a continuaciónrespondió a su propia pregunta—.Cuatro de ellas no tienen poderes o

mutaciones.—¿Una ironía?—Y la importancia de Diana no se

basa en su poder, sino en su bebé. DianaLadris: madre.

—Ha cambiado —comentó Edilio—. Y tú también.

—Sí, estoy un poco más morena —dijo Astrid mostrándose evasiva.

—Creo que hay algo más. La antiguaAstrid nunca habría desaparecido comohiciste tú. No se habría quedado ahífuera ella sola.

—Es verdad —reconoció la chica—. Estaba… estaba haciendopenitencia.

Edilio sonrió cariñosamente.—A la antigua usanza, ¿eh? Como un

ermitaño. O un monje. Hombressantos… y mujeres, también. Supongoque… vas al bosque para hacer laspaces con Dios.

—No tengo nada de santa.—Pero ¿has hecho las paces?Astrid respiró hondo.—He cambiado.—Ah, ¿dicho y hecho? —El silencio

de Astrid se lo confirmó—. Mucha gentepasa malas épocas y pierde la fe. Peroluego la recupera.

—No he perdido la fe, Edilio: la hematado. La puse a contraluz y la miré

directamente y, por primera vez, no meoculté detrás de algo que hubiera leídoen alguna parte, o de algo que hubieraoído. No me preocupó lo que pensaranlos demás. No me preocupó que pudieraparecer una tonta. Estaba yo sola y notenía que dar cuentas a nadie… exceptoa mí misma. Así que me limité a mirar, ycuando lo hice… —Astrid hizo un gestocon los dedos, como si algo se lollevara y esparciera el viento—, allí nohabía nada.

Edilio parecía muy triste.—Edilio —continuó la chica—, has

de creer lo que te parezca correcto, loque sientas. Pero yo también. Resulta

difícil para alguien que lleva el apodo«Astrid la genio» reconocer que seequivocaba. —La chica sonrió conironía—. Pero he descubierto que soyasí… Puede que no más feliz… No esesa la palabra… No es que estécontenta. Pero soy más… sincera. Mássincera conmigo misma.

—¿Así que crees que me miento amí mismo? —preguntó Edilio en vozbaja.

Astrid negó con la cabeza.—Nunca. Pero yo sí lo hacía.Edilio se levantó.—Tengo que volver a salir —el

chico se acercó hasta Astrid, la rodeó

con sus brazos, y ella también lo abrazó.—Me alegro de que hayas vuelto,

Astrid. Deberías dormir un poco —dijo—. Usa la litera de Sam.

La chica sintió cómo se agolpabatodo el agotamiento que sentía y casicerró los ojos donde estaba sentada. Unasiesta. Cortita. Se dirigió hacia la literade Sam y se dejó caer en ella.

La cama olía a sal y a Sam. Esos dosolores siempre estaban enlazados en sumente.

Se preguntaba con quién debía estar.Ya debía de haber encontrado a alguien.Pues bien. Bien. Sam necesitaba aalguien que cuidara de él, y esperaba

que lo hubiera encontrado.Astrid palpó a su alrededor

buscando una almohada. Hacía muchomucho tiempo que no usaba almohada, yahora le parecía algo increíblementelujoso.

En vez de almohada, su mano tocóuna tela muy fina y sedosa. Astrid laatrajo hacia sí y la deslizó por lamejilla. La conocía. Era su viejocamisón, aquella cosita blanca vaporosaque llevaba cuando no tenía que dormirvestida y con la escopeta acurrucada enel pecho.

Su viejo camisón. Sam lo guardabaen su cama.

DIEZ

34 HORAS, 31 MINUTOS

—ME VOY A ARRIESGAR a hacer un pocode luz —propuso Sam.

—Creo que un poco de luz nosvendría fenomenal —dijo Dekka.

Sam alzó las manos, y una bola deluz como un sol verde pálido se formóen el aire. Generaba más sombras queluz, así que se inclinó hacia la derechatanto como pudo sin mover los pies, yformó una segunda luz en el aire. Las

dos luces eliminaron parte de lassombras.

—Vale, arrodillaos muy despacio ymirad alrededor de vuestros pies —lesordenó Sam.

—¡Aaah! —gritó Jack.—¡No os mováis!—No me muevo, no me muevo.

Tengo el pie bajo un cable. No memuevo. Ay, Dios, ¡voy a morir!

Sam formó una tercera luz bajo lospies de Jack. Ahora veía bien el cabletirante que atravesaba la bota de Jack.

—Dekka, ¿puedes moverte?—Creo que sí. Bueno, ahora veo por

dónde pasa el cable.

—Vale, pues retrocede hasta unadistancia segura.

—Y ¿cuánto es una distancia segura?—Lejos —respondió Sam—. Vale,

Jack, quédate quieto. Voy a sacar laarena de debajo de tu pie. Así serelajará la presión del cable.

Sam utilizó los dos dedos índicespara empezar a sacar arena con sumadelicadeza. Luego se puso con dosdedos de cada mano.

La bota de Jack se soltó uncentímetro. Y luego un poco más.

—Vale, ahora mueve el pie haciaatrás.

—¿Estás seguro?

—Estoy justo a tu lado, ¿no? —replicó Sam.

Jack movió el pie. Nada estalló.—Y ahora nos retiramos todos y ya.—Eh, ¿qué estáis haciendo, chicos?

—Brianna estaba en lo alto delacantilado—. ¿Qué hacéis con toda esaluz? Pensaba que íbamos en plan…

—¡Quédate ahí! —gritó Dekka.—Vale, jo, no hace falta que grites.Sam explicó lo que estaba pasando.—No podemos dejar esta trampa.

Algún inocente podría tropezar con ella.O la desactivamos o la hacemosexplotar.

—Como yo soy el técnico, y

desactivar una trampa digamos que es unproblema técnico, voto por que lavolemos desde una distancia segura.

—Anda, vamos, Jack, no seasgallina —le tomó el pelo Dekka.

—Brisa —la llamó Sam—,encuentra una cuerda o un cordel largo.

Brianna se esfumó formando unborrón.

—Vale, bajemos todos al agua —indicó Sam.

No tuvieron que esperar mucho.Cinco minutos más tarde, Brianna vibróhasta detenerse a su lado.

—No creo que puedas correr másque una explosión, ¿verdad? —preguntó

Sam, dubitativo.Jack puso los ojos en blanco y

suspiró con condescendencia geek.—¿Lo dices en serio? Brianna corre

varios kilómetros por hora. Lasexplosiones ocurren a metros porsegundo. No te creas lo que ves en laspelículas.

—Sí, Sam —dijo Dekka.—En los viejos tiempos siempre

tenía a Astrid para humillarme cuandohacía una pregunta estúpida —recordóSam—. Qué bien que ahora Jack seencargue de eso.

Lo había dicho alegremente, pero almencionar a Astrid se hizo un silencio

incómodo en la conversación.Entonces intervino Brianna:—No puedo correr más que una

explosión, pero ataré la cuerdaalrededor del cable.

Salió disparada hacia el cable, yvolvió disparada con el extremo suelto.

—¿Quién va a tirar de la cuerda?—Quien ata la cuerda tira de ella —

propuso Sam—. Pero primero…¡BUUUM!Los contenedores, la arena, trozos de

madera y los arbustos del acantiladoestallaron formando una bola de fuego.Sam sintió una ráfaga de calor en lacara. Le zumbaban los oídos. La arena le

escocía en los ojos.Y los escombros parecían tomarse

su tiempo para volver a caer en la tierra.Sam interrumpió el silencio que se

había formado y comentó:—Iba a decir que primero

deberíamos tirarnos al suelo para noexplotar. Pero supongo que también hasalido bien así, Brisa.

Sam miró hacia el norte. Desdedonde se encontraba no veía claramentePerdido Beach. No había luces exceptolos eternos soles de Sammy, y de nocheestarían solamente tras las cortinas.

Ahí abajo en la ciudad, su hermanoCaine estaba… ¿Qué estaba haciendo

exactamente? Esa era la pregunta.¿Había sido idea de Caine, lo de latrampa? ¿Había oído o visto laexplosión y ahora se estaba regocijando,al creer que Sam había muerto?

¿Qué haría Caine si pensaba queSam estaba muerto? ¿Atacaría el lago?¿Podría detenerlo Albert?

Caine no se atrevería a atacar ellago mientras Sam estuviera vivo.Mientras Sam viviera y pudiera unirse aAlbert, Caine tendría cuidado.

Pero Sam se preguntaba cuántotardaría en ir contra Albert y él. ¿Deverdad dejaría que Diana tuviera a suhijo y se quedara con Sam?

Durante un breve instante, a Sam sele pasó por la cabeza que puede que nofuera Caine quien se hubiera llevado losmisiles. Pero realmente solo había otraposibilidad. Otra posibilidad ridícula.

Ridícula.No. Caine tenía los misiles. Lo que

significaba que la paz que había duradocuatro meses estaba llegando a su fin.Estaba oscuro, y nadie lo miraba, asíque no se sintió demasiado culpable porsonreír.

Cigar sintió que unas manos lo tocaban.Puede. Puede que fueran manos. O

puede que fueran las patas de unmonstruo que le clavaría sus garrasterribles y le arrancaría la piel delbrazo.

Cigar gritaba.Puede. No estaba seguro. ¿Había

dejado de gritar en algún momento?Oyó un llanto lejano, un ruido

desesperado, de impotencia. ¿Procedíade él?

—Nunca he conseguido que volvieraa crecer un órgano —comentaba la vozde Lana—. La última vez que lointenté… Esperemos que no terminescon ojos de látigo.

Conocía su voz. Sabía que se

encontraba junto a él. Sí. Era ella quienlo tocaba. A no ser que fuera la criaturaque sonreía antes de arrancarte losdedos y comerte los brazos, con lasonrisa emborronada por la sangre y laboca llena de dientes como agujas, quese reía de su dolor, que lo masticaba ydesgarraba hasta que Cigar gritaba yvolvía a gritar, y la garganta que gritabase convertía en un animal que rugía, enla boca de un león rugiendo al salir desu garganta…

—¡Mira! Está pasando algo.Cigar no reconocía esa voz. Era una

voz de chico, ¿no?—¿Quién eres? —preguntó Cigar.

—Soy Lana.—¿Quién eeeeres?—Creo que se refiere a mí. Soy yo,

Sanjit.Había serpientes en las cuencas con

sangre seca de Cigar. Las notaba. Seestremecían como locas.

—Nervios —dijo Sanjit.—Puede que estés sintiendo algo —

le avisó Lana.—¡Aaaah! —gritó Cigar.Intentó arañarse los ojos, pero tenía

las manos sujetas. Estaba indefenso. Lehabían arrancado los brazos amordiscos, ¿verdad? Ya no tenía brazos.Así que, ¿cómo se había arrancado las

cucas de los ojos si no tenía brazos?Contesta a eso, Bradley. Su nombre deverdad era Bradley.

Contesta a eso.Y si no tienes brazos, ¿cómo te

encendías esos puros, esos cigarrosgrandes, y aspirabas hasta que la puntabrillaba y estaba muy caliente y luegohundías la punta ardiendo en el agujerovacío del ojo y luego chillabas de dolory suplicabas a Dios: «Mátame, mátame,mátame»?

—Los nervios vuelven a crecer.Increíble —intervino Sanjit.

—Otra vez intenta arrancarse losojos —dijo Lana.

—Sí —le dio la razón Sanjit—. Estono puede volver a pasar. Hay que parara esa bruja.

—Es culpa de Caine —comentóLana, enfadada—. Ya sabe cómo esPenny. Está para que la encierren. Esmalvada. Siempre fue retorcida, pero,con lo de las heridas, algo se quebró enesa chica.

—¡Mis ojos! —gritó Cigar.Algo. Una franja de luz débil,

distante. Como cuando empieza aentreverse el amanecer, como si lanegrura fuese solo un poco menos negra.

—Algo está pasando —señaló Sanjit—. ¡Mira, mira!

—¡Mis ojos!—Todavía no, tío, pero algo está

creciendo. Unas bolitas blancas, no sonmás grandes que bolitas de caramelo.

Sanjit puso la mano sobre el pechode Cigar y le hundió los dedos de agujaque cortaban y desgarraban y…

No, no, no era verdad. No eraverdad.

La franja de luz, el brillo débil,estaba aumentando. Cigar la miraba,deseando que fuera real. Necesitaba quealgo fuera real. Necesitaba que algo nofuera una pesadilla.

—Cigar —dijo Sanjit con un tono devoz amable—. Parece que los boquetes

y los cortes se están curando. Y pareceque se están formando unos ojitos.

Pero entonces Lana añadió, con vozmás cáustica:

—No te hagas muchas ilusiones.La curandera puso las manos sobre

las sienes de Cigar. Sobre su frente.Lenta, muy lentamente, Lana explorabaen dirección a sus cuencas negras.

—¡No, no, no, noooo! —aulló elchico.

Los dedos de Lana se retrajeron.Lana era real. Su tacto era real. La

luz que Cigar veía era real. Se esforzabatanto por aferrarse a todo eso…

—Te vamos a tapar los ojos con un

trapo, ¿vale? —le explicó Sanjit—. Sete mueven mucho los globos, e igual esporque les molesta la luz del sol deSammy.

Transcurrió una eternidad durante lacual Cigar perdía el conocimiento ydespertaba de pesadillas que le hacíangritar. A veces estaba en llamas. Otras,su piel crujía como el beicon. Otras,unos escorpiones le hurgaban en lacarne.

Mientras tanto, Lana tenía las manosen su cara.

—Escúchame —dijo finalmente lachica—. ¿Me oyes?

¿Cuánto tiempo había pasado? La

locura no había quedado atrás, peroestaba diluida, debilitada. Los gritos aúnamenazaban con desgarrarle la garganta,pero podía contenerlos, al menos podíaresistirse un poco.

—Llevamos aquí toda la noche —comentó Lana—. Así que lo que tieneses lo que hay. Ya no puedo hacer más.

—Yo también estoy aquí, hermano.Soy yo, Quinn. —El chico apoyó unamano callosa en el hombro de Cigar, yese gesto hizo que le entraran ganas dellorar—. Escúchame, tío, pase lo quepase, tienes un sitio con tu tripulación.Eres uno de los nuestros.

—Ahora vamos a sacarte el trapo —

indicó Sanjit.Cigar sintió que el trapo se

deslizaba.Quinn ahogó un grito.Cigar vio algo que se parecía mucho

a Quinn, pero era Quinn con unatormenta de luz morada y roja alrededorde la cabeza. Quinn envuelto en lo queparecía el comienzo de un tornado.

Y veía a Sanjit detrás de él. Brillabadébilmente, con una luz plateadacontinua.

Entonces vio a Lana. Sus ojos eranbonitos. Arcoíris en movimiento. Rayosrepentinos y penetrantes como la luzbrillante de la luna. Eclipsaba tanto a

Quinn como a Sanjit. Era la luna de susestrellas.

Pero rodeando a la chica había unzarcillo de un verde enfermizo, comouna serpiente infinitamente larga que seestremecía y tanteaba, buscando unmodo de entrar en su cabeza.

Y eso era todo lo que veía Cigar.Porque lo que rodeaba a los tres chicosera una oscuridad vacía y absoluta.

No hubo bromas ni conversación nisiquiera en el viaje de vuelta al lago.Sam conducía despacio. Jack dormía,roncando de vez en cuando, pero no tan

alto como para molestar a Sam.Dekka miraba por la ventanilla.

Habían esperado hasta el amanecer,pues no tenía sentido arriesgarse aconducir otra vez a oscuras. A fin decuentas, hacía tiempo que se habíaesfumado la necesidad de mantener todoaquello en secreto.

A Sam no le cabía duda de queCaine tenía los misiles.

Sin duda. Pese a la voz que en elfondo de la mente le insistía en que siCaine tuviera los misiles los habríautilizado para asaltar el lago tiempoatrás.

No. Esa idea era una estupidez.

Seguramente Caine esperaba el momentooportuno. Esperaba.

Brianna se acercó corriendo a lafurgoneta e hizo la señal de «baja laventanilla».

—¿Me necesitas para algo más? —preguntó Brianna—. Si no, me iré aechar una cabezada.

—No, estoy bien, Brianna.Pero no salió disparada, les siguió

el ritmo. La furgoneta no iba a más decincuenta kilómetros por hora, lo cualresultaba un agradable paseo paraBrianna.

—No vas a dejar que Caine sequede con esas cosas, ¿verdad? —

preguntó Brianna.—Esta noche no, ¿vale? Estoy

derrotado. No quiero pensar en ello.Solo quiero arrastrarme hasta mi litera ytaparme con las mantas.

Parecía que Brianna fuera adiscutirle, pero suspiró dramáticamente,guiñó un ojo a Sam como si ya lehubiera leído el pensamiento, y saliódisparada por la carretera.

Sam se dio cuenta de que Dekka senegaba a mirarla. Pensó en hablarlo conella, pero decidió que no. Apenas podíamantener los ojos abiertos.

Y aun así seguía teniendo lasensación de que no acababa de ver

algo. Notaba que unos ojos lo miraban,que lo observaban desde ahí fuera, en lanoche oscura del desierto.

—Coyotes —murmuró. Y casi se locreyó.

Llegaron al lago cuando la luz débildel amanecer empezó a brillarprocedente del sol falso de la ERA. Losamaneceres eran bonitos en el lago, si teolvidabas de que el «sol» era unailusión que subía arrastrándose por unabarrera que no quedaba ni a unkilómetro de la orilla.

Sam estaba tenso y cansado. Sedeslizó hasta la casa flotante concuidado de no despertar a nadie, y

recorrió sigilosamente el pasilloestrecho hasta su litera. Las cortinasestaban echadas y por supuesto no habíaluces, así que fue palpando hasta elborde de su cama y gateó por ella paraencontrar la almohada.

Cayó rendido de espaldas.Pero, aunque estaba a punto de

dormirse, se dio cuenta de que habíaalgo distinto en su cama.

Entonces notó el aliento suave en lamejilla.

Se volvió, y los labios de ellaestaban sobre los suyos. No lo besódelicada ni suavemente, sinointensamente, y fue como si lo hubiera

despertado un cable eléctrico.Ella lo besó y se deslizó encima de

él.Sus cuerpos hicieron el resto.En algún momento, en las horas

posteriores, Sam preguntó:—¿Astrid?—¿No crees que tendrías que

haberte asegurado de eso hace tresveces? —preguntó Astrid en su tono devoz habitual, levementecondescendiente.

Después se dijeron muchas cosas eluno al otro, pero ninguna con palabras.

FUERA

MARY TERRAFINO había atravesado labarrera cuatro meses atrás. Saltó por elacantilado de la ERA en el precisoinstante en que cumplía quince años.

Y aterrizó. No en la arena y lasrocas bajo el acantilado, sino a treskilómetros de la barrera. Apareció en unbarranco seco, y habría muerto de nohaber sido por los dos motoristas quecorrían entre baches y pendientes,

gritando y bramando, y sin buscar lo queencontraron.

Los motoristas no llamaron a unaambulancia, sino a control de animales.Porque pensaban que habían visto unanimal destrozado. Fue un errorcomprensible.

Mary se encontraba en una salaespecial del hospital de UCLA, en LosÁngeles. En aquella sala había dospacientes: Mary y un chico llamadoFrancis.

La doctora al mando se llamabaChandiramani. Tenía cuarenta y ochoaños y llevaba la bata blanca sobre unsari tradicional. La doctora

Chandiramani tenía una relación tensapero correcta con el comandante Onyx.Se suponía que el comandante era elenlace con el Pentágono, y en teoría soloestaba allí para ofrecer a la doctoraChandiramani y su equipo el apoyo quenecesitaran.

En realidad, el comandante parecíaconvencido de que estaba al mando dela sala. Los doctores y el comandantesolían chocar.

Todos eran muy educados, nadiealzaba la voz. Pero las prioridades delPentágono eran un tanto distintas de lasde los médicos. Los médicos queríanmantener a sus dos pacientes, que habían

sufrido daños terribles, con vida y agusto. Los soldados necesitabanrespuestas.

El comandante Onyx había hechoque instalaran equipos en esa habitación,y en las dos contiguas, que no teníannada que ver con el estado de Mary. Ladoctora Chandiramani fingía que noentendía nada, pero no siempre se habíadedicado a la medicina. Antes de sermédico había empezado a estudiar físicamuy en serio, por lo que sabía reconocerun espectrómetro enorme. Sabía queaquella habitación, y la de Francis, seencontraban dentro de una especie deespectrómetro enorme supersensible.

Solo podía hacer conjeturas respecto aqué eran los demás instrumentos queocupaban las paredes, el techo y elsuelo.

Francis estaba vivo. Pero aún nohabían hallado el modo de comunicarsecon él. Había actividad cerebral, así queestaba consciente. Pero no tenía boca niojos. Tenía un apéndice que podía ser unbrazo, pero sufría espasmos constantes,así que, aunque los dedos no hubieransido garras pegadas de un modo extraño,no habría podido utilizar ni un teclado niun lápiz.

En cierto sentido, Mary presentabamás potencial. Tenía boca y parecía

disponer de una funcionalidad limitadapara el habla. Le habían quitado parte delos dientes grotescos que le habíansalido por las mejillas. Y también lahabían operado para arreglarle lalengua, la boca y la garganta, lo mejorque habían podido.

Por lo que Mary podía hablar.Por desgracia, lo único que había

hecho era gritar y llorar a través delborrón que era su único ojo.

Pero ahora acababan de dar con lacombinación adecuada de sedantes ymedicamentos para que no tuvieraataques, y la doctora Chandiramani porfin había accedido a que un psicólogo

del ejército interrogara a la chica.Las primeras preguntas fueron

demasiado amplias.—¿Qué puedes contarnos de las

condiciones de vida de ahí dentro?—¿Mamá? —preguntó la chica con

una voz que apenas era un susurro.—Tu madre vendrá más tarde —

respondió el psicólogo con voztranquilizadora—. Soy el doctor Greene.Conmigo está el comandante Onyx. Y ladoctora Chandiramani, que ha cuidadode ti estos últimos meses desde queescapaste.

—Hola, Mary —dijo la doctoraChandiramani.

—¿Y los peques? —preguntó Mary.—¿Qué quiere decir? —preguntó el

doctor Greene.—Los peques. Mis niños.El comandante Onyx tenía el pelo

negro muy corto, los ojos de un azulintenso y estaba bronceado.

—La información de la quedisponemos es que cuidó de los niñospequeños.

El doctor Greene se acercó a lachica, pero la doctora Chandiramani vioque se esforzaba por reprimir lasnáuseas que la gente siempre sentía alver a Mary.

—¿Te refieres a los niños pequeños

a los que cuidaste?—Los maté —dijo Mary.Brotaron lágrimas del único

conducto por el que podían, y corrieronpor su piel quemada y hervida como delangosta roja.

—Seguro que no —dijo el doctorGreene.

Mary gritó. Era un grito dedesesperación y lamento.

—Cambie de tema —pidió ladoctora Chandiramani, mirando elmonitor.

—Mary, esto es muy importante:¿Alguien sabe cómo empezó todo esto?

Nada.

—¿Quién lo hizo, Mary? —preguntóla doctora Chandiramani—. ¿Quién creóla anom… el lugar al que llamáis laERA?

—El pequeño Pete. La Oscuridad.Los dos médicos y el soldado se

miraron, perplejos.El comandante frunció el ceño y

sacó su iPhone. Tocó varias teclas.—Wiki de la ERA —explicó—.

Tenemos dos «Pete» o «Peters» en lalista.

—¿De qué edades? —preguntó ladoctora Chandiramani.

—Uno de doce; otro de cuatro. No,perdone, ahora tendrá cinco.

—¿Tiene usted hijos, comandante?Yo sí. A ningún chaval de doce años legustaría que lo llamaran «pequeñoPete». Debe de estar hablando del decinco años.

—Son delirios —dijo el doctorGreene—. Un niño de cinco años nocreó la anomalía —frunció el ceño,pensativo, y garabateó una nota—.Oscuridad. Quizá teme a la oscuridad.

—Todo el mundo teme a laoscuridad —replicó la doctoraChandiramani. Greene empezaba aponerla nerviosa, y también elcomandante y su mirada horrorizada.

El monitor situado encima de la

cama de Mary pitó de repente conurgencia.

La doctora Chandiramani pulsó elpanel de llamada y gritó: «Código azul,código azul», pero no fue necesarioporque las enfermeras ya entraban a todaprisa por la puerta.

Al mismo tiempo, el smartphone delcomandante Onyx empezó a sonar. Nocontestó, pero abrió una aplicación.

Un médico alto y delgado vestidocon bata verde entró tras las enfermeras.Miró el monitor, se llevó el estetoscopioa los oídos y preguntó:

—¿Dónde tiene el corazón?La doctora Chandiramani señaló un

punto improbable. Pero sabía que nohabía nada que hacer. Todas las líneasdel monitor se habían vuelto planas.Todas al mismo tiempo. Y no era asícomo sucedía. El corazón, el cerebro,todo había muerto, repentina eirreversiblemente.

—Verán que el otro también se haido —afirmó el comandante Onyx concalma, consultando su teléfono—.Francis. Alguien lo ha desenchufado.

—Pero ¿de qué me habla? —leespetó la doctora Chandiramani.

El comandante sacudió la cabeza,indicando que el médico y las demásenfermeras debían salir. No se lo

discutieron.El comandante Onyx cerró la

aplicación y guardó el teléfono.—Las personas que fueron

expulsadas cuando se creó la cúpulasalieron limpias. Y las gemelas también.El resto, los que han aparecido desdeentonces…, siempre han tenido unaespecie de… cordón umbilical… quelos conectaba a la cúpula. Lo llamamos«ondas J». Pero no me pregunte lo queson, porque no lo sabemos. Laspodemos detectar, pero no se encuentranen la naturaleza.

—¿Qué significa «onda J»? —preguntó la doctora.

El comandante Onyx ladró una risa.—Un físico sabihondo del CERN las

llamó «ondas de Jehová». Según él, yapodrían venir de Dios, porque desdeluego no sabemos qué efecto tienen o dedónde vienen. El nombre se ha quedado.

—Pero ¿qué es lo que acaba decambiar? ¿Ha ocurrido algo con estasondas J?

El comandante iba a contestarle,pero, esforzándose mucho, y mirandohorrorizado a Mary por última vez, secontuvo.

—Esta conversación que acabamosde tener… nunca la hemos tenido.

El comandante se marchó, y la

doctora Chandiramani se quedó sola consu paciente.

Cuatro meses después de suespantosa aparición, Mary Terrafinoestaba muerta.

ONCE

26 HORAS, 45 MINUTOS

SAM SE DESPERTÓ con una sensación decompleto, profundo e increíble alivio.

Cerró los ojos en cuanto los abrió,temiendo que estar despierto incitara aque ocurriera algo horrible.

Astrid había vuelto. Y estabadormida con la cabeza sobre su brazo.Sam tenía el brazo dormido,completamente entumecido, pero,mientras esa cabeza rubia estuviera allí,

su brazo podía seguir entumecido.Astrid olía a hojas de pino y humo

de fogata.El chico abrió los ojos con cuidado,

casi resistiéndose, porque la ERA noacostumbraba a permitir la alegría puray absoluta. La ERA tenía la costumbrede aplastar cualquier cosa que separeciera ni que fuera un poco a lafelicidad. Y aquel nivel de felicidadseguro que animaba al contraataque. Lacaída podía ser muy muy dura desdeaquella altura.

El día anterior, Sam estaba aburridoy ansiaba el conflicto. Le horrorizabarecordarlo. ¿De verdad había sonreído

en la oscuridad ante la perspectiva depelearse con Caine?

Seguro que no. No era esa clase detipo, ¿verdad?

Y si lo era, ¿cómo podía haber dadoun giro repentino de 180 grados y ahorasentirse tan distinto? ¿Por Astrid?¿Porque estaba en su cama?

Sin moverse, veía la parte superiorde la cabeza de la chica. Parecía comosi le hubieran cortado el pelo con unamáquina de desbrozar. Veía parte de sumejilla derecha, sus pestañas, el final dela nariz, y más abajo una pierna larga ytorneada, repleta de cicatrices ymoretones y enroscada a la suya.

Una de las manos de Astrid estabasobre el pecho del chico, justo encimade su corazón, que empezaba a latir másrápido, tan rápido y con tanta insistenciaque temía que la vibración la despertara.Su aliento le hacía cosquillas.

La mente de Sam estaba encantadacon que aquello siguiera eternamente. Sucuerpo tenía una idea distinta. Tragósaliva.

Astrid parpadeó. Su respiracióncambió, y acabó diciendo:

—¿Cuánto tiempo nos queda hastaque tengamos que hablar?

—Un rato más —respondió él.Ese rato más llegó a su fin. Astrid

acabó apartándose e incorporándose.Sus miradas se encontraron.

Sam no sabía qué esperaba ver ensus ojos. Culpa quizás. Remordimientos.Odio. Pero no vio ninguna de esascosas.

—Me he olvidado de que por quéestaba tan en contra de hacerlo… —comentó Astrid.

Sam sonrió.—Yo no te lo voy a recordar.Astrid lo miró con una franqueza que

lo avergonzó. Como si hicierainventario. Como si estuviera guardandoimágenes en la memoria.

—¿Has vuelto? —preguntó Sam.

La mirada de Astrid se apartó,evasiva. Entonces pareció pensárselomejor, y lo miró directamente.

—Tengo una idea. ¿Y si solo te digola verdad?

—Eso estaría bien.—No estés tan seguro. Pero es que

me falta práctica mintiendo. Supongoque lo de vivir sola me ha vueltointolerante a las tonterías. Sobre todolas mías.

Sam se incorporó.—De acuerdo, hablemos. Pero

primero bañémonos en el lago unminuto.

Se dirigieron a cubierta y se

sumergieron en el agua helada.—La gente nos verá —dijo la chica,

alisándose el pelo hacia atrás ymostrando la línea del bronceado en lafrente—. ¿Estás preparado para eso?

—Astrid, ahora no solo todos losdel lago, sino todos los de PerdidoBeach y probablemente quienquiera queesté en la isla sabe lo que ha pasado.Taylor debe de haber ido y vuelto, yseguramente Bug también.

Astrid se rio.—Estás sugiriendo que los cotilleos

se mueven a velocidades imposibles.—¿Un cotilleo tan jugoso como

este? La velocidad de la luz no es nada

comparada a la velocidad en que semoverá esto.

—¿Se moverá «esto»? —se burló lachica—. Tu «esto» queda colgandoahí…

Sam recordó fragmentos de chistesverdes sobre cosas que colgaban, peroAstrid fue más rápida, negó con lacabeza y añadió:

—No. No lo digas. Sería un chistemuy bajo, incluso para ti.

Qué gusto daba que hubiera vuelto.Se subieron a bordo y se secaron. Se

vistieron y salieron a la cubiertasuperior con el desayuno: zanahorias,pescado a la brasa del día anterior y

agua.Entonces Astrid fue al grano.—He venido porque la cúpula está

cambiando.—¿La mancha?—¿Lo has visto?—Sí, pero pensamos que igual la

había provocado Sinder.Astrid alzó las cejas.—¿Por qué Sinder?—Está desarrollando un poder.

Puede hacer que las cosas crezcan a unritmo acelerado. Tiene un pequeñohuerto pegado a la barrera. Estamosexperimentando, comemos un poco deverdura, vemos si produce alguna clase

de…, ya sabes, de efecto.—Muy científico por tu parte.El chico se encogió de hombros.—Bueno, mi novia científica estaba

en el bosque. He hecho lo que hepodido.

¿Acababa de reaccionar Astrid a lapalabra «novia»?

—Lo siento —dijo Sam rápidamente—. No pretendía… —se disculpó, perono estaba seguro de lo que no pretendíadecir.

—No ha sido por la palabra «novia»—explicó la chica—. Ha sido por elposesivo. El «mi». Pero me doy cuentade que ha sido una estupidez por mi

parte. No hay otra manera mejor deexpresarlo. Es que hace tiempo que nopienso en mí misma como si fuera elalgo de alguien.

—Ninguna chica es una isla.—¿De verdad me estás citando mal

a John Donne? ¿A mí?—Oye, igual me he pasado los

últimos cuatro meses leyendo poesía. Túqué sabes.

Astrid se rio. A Sam le encantabaesa risa. Entonces se puso seria.

—La mancha está por dondequieraque he mirado, Sam. He recorrido labarrera. Está por todas partes, a vecessolo se ven unos centímetros, pero he

visto zonas donde se alzaba más de seismetros.

—¿Crees que está creciendo?La chica se encogió de hombros.—Sé que está creciendo: lo que no

sé es cuán rápido. Me gustaría intentarmedirla.

—Y ¿qué crees que es? —preguntóSam.

La chica negó con la cabezadespacio.

—No lo sé.Sam sintió como si una mano le

estrujara el corazón. La ERA castigabala felicidad, y él había cometido el errorde ser feliz.

—¿Tú crees…? —empezó apreguntar, pero no conseguía que lesalieran las palabras, así que cambió lapregunta—: ¿Y si sigue creciendo?

—La barrera siempre ha sido un tipode ilusión óptica. Mira la que te quedadelante y verás una superficie gris lisa,no reflectante. Una nada continua. Mirahacia arriba y verás la ilusión de uncielo. Cielo diurno, cielo nocturno…,pero nunca un avión. La luna crece ydecrece como debería. Es una ilusión,pero también es nuestra única fuente deluz. —Astrid pensaba en voz alta, delmodo en que a veces lo hacía. Del modoque Sam había echado de menos—. No

sé, pero esto parece una avería.¿Recuerdas cómo a veces la imagen delproyector de una película, como el queteníamos en la escuela, se vaoscureciendo hasta que tienes queentrecerrar los ojos para ver algo?

—¿Estás diciendo que se va aoscurecer totalmente?

Sam sintió alivio al comprobar quesu voz no revelaba el temor que sentía.

Astrid hizo el gesto de tocarle lapierna y se detuvo. Entonces entrelazólos dedos para tener algo que hacer. Nomiraba al chico directamente a los ojos,sino un poco por detrás de él, primero asu izquierda y luego a su derecha.

—Es posible —dijo ella—. Esocreo, sí. Quiero decir, esa fue miprimera idea. Que se está oscureciendo.

Sam respiró hondo. No iba avolverse loco; de eso estabaconvencido. Pero el único motivo por elque se sentía seguro era porque élmismo tenía el poder de generar luz.Lastimosos solecitos de Sammy y rayoscegadores, no soles amarillos brillanteso incluso lunas. Pero él tendría luz. Notendría que estar completamente aoscuras.

No podía estar en la oscuridad. Noen la oscuridad absoluta.

Se dio cuenta de que tenía las

palmas de las manos húmedas y se lassecó en los pantalones cortos. Cuandoalzó la vista, supo que Astrid lo habíavisto, y que sabía lo que sentía.

Sam intentó esbozar una sonrisairónica.

—Qué estúpido, ¿eh? La cantidad decosas por las que hemos pasado, yseguir teniendo miedo a la oscuridad.

—Todo el mundo tiene miedo a algo—afirmó Astrid.

—Como si fuera un niño pequeño.—Eres un ser humano.Sam miró alrededor del lago y el sol

que centelleaba en el agua. Algunos delos chavales se reían, había niños

pequeños jugando en la orilla del agua.—La oscuridad absoluta —dijo Sam

para oírlo, para ver si podía aceptarlo—. No crecerá nada. No podremospescar. Va… vagaremos en la oscuridadhasta morirnos de hambre. Los chicos sedarán cuenta, y les entrará el pánico.

—Puede que la mancha se detenga—intervino Astrid.

Pero Sam no la escuchaba.—Es el fin.

Sanjit y Virtue se encontraron a Tayloraquella mañana cuando salieron a hacerun poco de ejercicio: Sanjit iba y venía

corriendo, rodeando a un Virtue quejadeaba y resoplaba; correr no era losuyo.

—Vamos, Choo, esto te irá bien.—Ya lo sé —dijo Virtue apretando

los dientes—. Pero no significa quetenga que disfrutarlo.

—Oye, tenemos una buena vista dela playa y del…

Sanjit se detuvo, porque Virtue habíadesaparecido detrás de un coche. Volviósobre sus pasos, vio a su hermanoinclinado sobre algo y a continuaciónvio el qué.

—Pero ¿qué…? Ay, Dios mío, Pero¿qué le ha pasado?

Sanjit se arrodilló junto a Virtue.Ninguno de los dos la tocó. Ahí estabala chica con la piel del color de unlingote de oro, a la que le faltaban lasdos pantorrillas y le había desaparecidouna mano. Amputadas.

Virtue contuvo el aliento y acercó laoreja a la boca de Taylor.

—Creo que sigue viva.—¡Traeré a Lana! —Sanjit volvió

corriendo a Clifftop hasta la habitaciónque compartía con Lana. Entró gritando—: ¡Lana, Lana!

Y se encontró mirando el extremomalo de la pistola.

—¡Sanjit, cuántas veces tengo que

decirte que no me des sustos! —bramóLana.

El chico no dijo nada, se limitó acogerla de la mano y se la llevó con él.

—Sí que respira —informó Virtuecuando se acercaron corriendo—. Y lehe encontrado el pulso en el cuello.

Sanjit miró a Lana como si ellapudiera entender qué quería decir todoaquello. De repente, había aparecidouna chica con la piel dorada sin mano ysin las dos piernas. Pero Lana selimitaba a mirarla con el mismo horrorque él.

Entonces vio un destello desospecha, la mirada dura y furiosa que

traslucía Lana cuando sentía el tactolejano de la gayáfaga. Seguida, como decostumbre, por los músculos tensos y lamandíbula apretada.

Movido por un instinto siniestro,Sanjit miró por las ventanillas sucias delcoche.

—He encontrado las piernas.—Cógelas —dijo Lana—. Virtue, tú

y yo la llevaremos dentro.

—¿Y vamos a salir? ¿Después de lo quehan hecho a Cigar?

Phil estaba indignado. Y no era elúnico.

Quinn no decía nada. No se fiaba delo que pudiera decir. Sentía un volcán ensu interior. La cabeza le daba vueltaspor no haber dormido. Recordaba laimagen de Cigar, con los globosoculares espeluznantes y aterradores deltamaño de canicas colgándole denervios serpenteantes dentro de unascuencas que eran como cráteresnegros…

Se había arrancado los ojos.Quinn no dejaba de pensar que era

uno de los suyos, y se repetía la mismafrase una y otra vez: «Es uno de losmíos».

Cigar había obrado mal, había hecho

un daño terrible. Merecía un castigo.Pero no que lo torturaran. Ni que lovolvieran loco. Ni que lo convirtieranen una criatura monstruosa a la quenadie podría mirar sin ahogar un grito.

Quinn se subió a su barca. Los tresmiembros de su tripulación dudaron, semiraron los unos a los otros y sesubieron tras él. Las otras tres barcashicieron lo mismo.

Soltaron amarras y subieron losremos, dirigiéndose mar adentro.

Habían recorrido doscientos metros,una distancia a la que la gente de lacosta aún podría verlos fácilmente, yQuinn dio una orden tranquila.

—Remos adentro —indicó.—Pero no hay pescado tan cerca —

protestó Phil.Quinn no dijo nada. Los remos

entraron en las barcas, que sebalanceaban casi imperceptiblementesobre el débil oleaje.

Quinn observaba el muelle y laplaya. No tardarían mucho en informar aAlbert y/o a Caine de que la flotapesquera no estaba pescando.

Se preguntaba quién reaccionaríaprimero.

¿Sería Albert o Caine?Caine cerró los ojos y se hundió el

sombrero en la cabeza.

—Voy a dormir un poco —anunció—. Usad los remos solo paramantenernos en nuestro sitio, si hacefalta. Avisadme si viene alguien.

—Hecho, jefe.

Albert fue el primero en enterarse de lode Quinn. Tanto Caine como Alberttenían espías —a veces eran los mismoschicos—, pero Albert pagaba mejor.

Ahora Albert llevabaguardaespaldas las veinticuatro horas.Había estado a punto de morir cuando loque quedaba de la Pandilla Humanaentró en su casa, le robó y disparó.

Caine había ejecutado a uno de losvillanos, un chaval llamado Lance. Elotro, Turk, fue indultado y ahoratrabajaba para Caine. Así amenazabaCaine a Albert: quedándose con Turk.

Drake había matado al anteriorguardaespaldas de Albert.

Ahora Albert tenía contratados acuatro. Cada uno trabajaba un turno deocho horas, siete días a la semana. Elcuarto estaba de guardia, y vivía en elnuevo complejo de Albert. Cada vez queAlbert salía por la puerta iba aacompañado del guardia que estuvierade servicio, más el que estuviera deguardia. Dos chavales duros, armados

hasta los dientes.Pero todo eso no bastaba para la

seguridad de Albert. Él también se habíaacostumbrado a llevar un arma. Solo unapistola, no un arma larga, pero tenía unanueve milímetros metida en una funda depiel marrón, un arma importante,peligrosa. Y también había aprendido adispararla.

Y, para rematar, Albert había hechosaber a todos que pagaría a quien letrajera pruebas de un complot en sucontra. Siempre salía más a cuentaponerse de parte de Albert.

Por desgracia, aún quedaba Caine.El rey ungido a sí mismo.

Albert sabía que nunca podríaderribar a Caine en una pelea. Así quese aseguraba de saber exactamente quétramaba. Alguien muy próximo a Cainetrabajaba en secreto para Albert.

Y a pesar de todo eso, pese a todosaquellos preparativos, Albert habíadejado que se le presentara ese nuevoproblema.

Había una buena caminata desde elcomplejo de Albert, situado al límite dela ciudad, hasta el puerto deportivo. Seapresuró, pues tenía que resolver lo queestaba pasando antes que Caine. El reytenía mal genio. La gente con mal geniono era buena para el negocio.

Lo que vio Albert desde el final delmuelle no pintaba bien. Cuatro barcas yquince chavales sin hacer nada. Alberthizo cuentas: comida para tres días, ysolo dos días de murciélagos azules. Sidejaban de suministrar murciélagos, nopodrían atravesar los campos infestadosde gusanos.

—¡Quinn! —gritó Albert.Se puso furioso al ver que había tres

chicos en la playa, escuchando aescondidas. ¿Es que no tenían nadamejor que hacer?

—Hola, Albert —le respondióQuinn.

Parecía angustiado. Y Albert estaba

seguro de haber visto que hacía señas aalguien para que no se levantara.

—¿Cuánto se supone que va a duraresto? —preguntó Albert.

—Hasta que consigamos justicia —respondió Quinn.

—¿Justicia? La gente llevaesperando justicia desde la época de losdinosaurios.

Quinn no dijo nada, y Albert seenfadó consigo mismo por permitirse uncomentario sarcástico.

—¿Qué es lo que quieres, Quinn? Entérminos prácticos.

—Queremos que Penny desaparezca—anunció Quinn.

—No puedo permitirme pagarte más—replicó Albert.

—No hablo de dinero —comentóQuinn, perplejo.

—Ya lo sé: quieres justicia.Normalmente, lo que la gente quiere deverdad es dinero. Así que ¿por qué nome dices lo que quieres?

—Que Penny se vaya de la ciudad.Y que no vuelva. Cuando eso ocurra,pescaremos. Hasta entonces, nosquedaremos sentados —dijo Quinn, y sesentó para enfatizar sus palabras.

La frustración extrema hizo queAlbert se mordiera el labio.

—Quinn, ¿te das cuenta de que si no

resuelves este tema conmigo tendrás quehacerlo con Caine?

—No creemos que sus podereslleguen tan lejos —opinó Quinn.Parecía, si no arrogante, al menosdecidido—. Y nos parece que tambiénle gusta comer.

Albert reflexionó mientras hacíacálculos mentales.

—Vale. Mira, Quinn: puedo subir tuporcentaje un cinco por ciento. Pero eslo máximo que puedo hacer.

Hizo el gesto de lavarse las manos,indicando que o lo tomaba o lo dejaba.

Quinn se encajó el sombrero encimade los ojos. El fedora era casi

irreconocible, pues estaba manchado,cortado, rayado, roto y retorcido. Apoyólos pies en la borda.

Albert lo observó durante un rato.No, no podría sobornar a Quinn.

Respiró hondo para liberar sufrustración. Caine había provocado unproblema que podría hacer que todo sedesmoronara. Todo lo que Albert habíaconstruido.

Sin Quinn no había pescado, y sinpescado no había cosechas. Era así desimple. Caine no cedería, no era deesos. Y Quinn, conocido en el pasadopor su cobardía, se había hecho mayor,había madurado y se había convertido en

una persona útil.Uno de los dos tenía que

desaparecer, y, si había que elegir entreCaine y Quinn, la respuesta estaba clara.

Lo peliagudo sería cómo darle lanoticia a Caine. La trampa que hacíatiempo que había tendido al rey estabalista para usar. Y ojalá hubiera algúnmodo de librarse de Penny al mismotiempo. Ya estaba harto de los dos,ambos le resultaban insoportables:Albert estaba intentando llevar unnegocio.

Igual había llegado la hora de contara Caine que había unos juguetes muyinteresantes metidos en cajones de

embalaje en una playa poco frecuentada.Puede que hubiera llegado la hora de

matar al rey.Por el bien del negocio.

DOCE

25 HORAS, 8 MINUTOS

CAINE:

TE ESCRIBO porque no mequeda más remedio.Probablemente pensarás quetramo algo. Así que cuandoacabe de escribir esta carta laleeré en voz alta delante de Totoy Mohamed. Mo podráconfirmarte que Toto declaraque digo la verdad.

Algo le pasa a la barrera. Seestá volviendo negra. Lollamamos «la mancha». Estamos

intentando averiguar con quérapidez se extiende. Aún nosabemos nada, pero es posibleque siga creciendo. Es posibleque toda la barrera se oscurezca.Y entonces estaremos en laoscuridad más absoluta.

Estoy seguro de que teimaginas lo malo que sería quepasara eso.

Si la ERA se oscurece, harélo posible por colgar soles deSammy por donde pueda. Nobrillan mucho, pero esperemosque eviten que la gente se vuelvaloca hasta que sepamos…

Lo siento, tengo que dejar deescribir. Empezaba a sonarcomo si tuviera algún plan. Y nolo tengo. Si tú tienes alguno, me

gustaría oírlo.Mientras tanto, envío una

copia de esta carta a Albert y ospido que me dejéis ir a PerdidoBeach a hacer unas cuantasluces.

Sam Temple

Sam leyó la carta en voz alta, comohabía prometido. Toto murmuró «esverdad» un par de veces. Mohamedesperó mientras Sam escribía una copiapara Albert. Cogió las dos cartas y selas metió en el bolsillo de los vaqueros.

—Escúchame, Mo, otra cosa más: dia Caine, a mi hermano, que esperaba queusara los misiles en nuestra contra. Y

que estaba preparado para la guerra.Pero todo eso ha quedado atrás.

—Vale.—Toto, ¿he escrito y dicho la

verdad?Toto asintió, y añadió:—Él cree que sí, Spidey.—¿Es suficiente, Mo?Mohamed asintió.—No te retrases —dijo Sam, y

añadió en tono mordaz—: Y disfruta dela luz del sol.

—Tráeme un cuchillo —pidió Lanacuando extendieron lo que quedaba de

Taylor en una habitación de hotel vacía.Sanjit había cargado con las piernas,

una en cada mano, y las había colocadoen la cama junto a la chica.

—¿Cuchillo?Ahora solo estaban Lana y Sanjit.

Virtue estaba cuidando del resto de lafamilia. No tenía estómago para eso. Yno quería que los niños entraran y vieranese horror.

Lana no se explicó, así que Sanjit lepasó su cuchillo. Lana observó la hojadurante un instante y a continuación miróa Taylor, cuya respiración ahoraresultaba un poco más audible; emitía unruido débil y vacilante. Lana levantó un

poco la camiseta de Taylor y le pasó lahoja por el abdomen. Era un corte pocoprofundo, por lo que la chica apenassangró.

—Y eso ¿para qué es?Sanjit no dudaba de Lana, pero

quería saberlo, y al seguir conversandoevitaba pensar en Taylor.

—He intentado que volvieran acrecer unos globos oculares y me hansalido una especie de caramelos. Yantes, cuando intenté que saliera unaextremidad entera, tampoco conseguí loque esperaba —comentó Lana.

—¿Te refieres a Drake?—A Drake. Solo quiero probar mis

poderes con Taylor antes de…Lana se quedó callada al tocar la

herida que le había hecho. La herida nose cerraba sino que burbujeaba, como sialguien le hubiera vertido peróxido.

Lana se retrajo.—Algo no va bien.Sanjit vio que fruncía mucho la

frente. Casi parecía apartarse de Taylorcon rechazo.

—¿Es la Oscuridad? —trató deadivinar Sanjit.

Lana negó con la cabeza.—No. Algo… algo más. Algo va

mal.Lana cerró los ojos y se balanceó

despacio hacia atrás. Entonces, como siintentara sorprender a alguien, volvióbruscamente la cabeza para mirar trasella.

—Te lo diría si alguien te estuvieraespiando.

—No es la Oscuridad —repitióLana—. Esta vez no. Pero noto… algo.

Sanjit era de naturaleza escéptica.Pero Lana le había explicado con detallesus batallas desesperadas con lagayáfaga. Entendía que la chica aúnsintiera que la mente de la criaturaalcanzaba la suya, que su voz lallamaba. Cosas que habría desdeñadocomo imposibles en los viejos tiempos,

cosas que eran imposibles ocurrían en laERA.

Pero aquella vez se trataba de algodistinto, o eso decía Lana. Y sus ojos noestaban llenos de la rabia apenascontenida y el miedo que mostrabacuando la Oscuridad la alcanzaba.Ahora parecía perpleja.

De repente, Lana agarró a Sanjit delbrazo, tiró de él para que se acercara ypuso la palma de la mano sobre sufrente. Entonces lo soltó y colocó lapalma sobre la frente de Taylor.

—Está fría —indicó Lana. Lebrillaban los ojos.

—Ha perdido mucha sangre —le

recordó Sanjit.—¿Tú crees? Porque a mí me parece

que tiene todas las heridas cerradas.—Entonces ¿por qué está tan fría?Sanjit también lo había notado. Tocó

las piernas amputadas, luego la frente deTaylor y luego la suya. Las piernas deTaylor estaban a la misma temperaturaque su torso.

A temperatura ambiente.—Sanjit, date la vuelta —pidió

Lana.Levantó la camiseta a Taylor y

Sanjit apartó la vista rápidamente.A continuación, Sanjit oyó que Lana

le bajaba la cremallera de los vaqueros.

—De acuerdo —anunció Lana—.Nada que no debieras ver.

Sanjit se volvió y ahogó un grito.—Es… Vale, no sé qué es…—He olvidado cuáles son las

características exactas de un mamífero—dijo Lana sin exaltarse—. Pero sesupone que dan a luz a los bebés y luegoles dan de mamar. Y, aunque es desangre caliente, Taylor ya no tieneninguna de… esa… esas… —Lana negócon la cabeza, intentando aclararse—.Taylor ya no es un mamífero.

—Pelo —añadió Sanjit—. Losmamíferos tienen pelo. —El chico tocóel pelo de Taylor. Era como una lámina

extendida de plastilina—. ¿Así que esuna rara? —sugirió.

—Ya era una rara —le recordó Lana—. Y a ninguno de los raros les hasalido nunca un segundo poder. Ni handejado de ser humanos. Incluso Orcparece humano bajo su armadura.

—Así que las reglas estáncambiando —comentó Sanjit.

—O alguien las está cambiando —añadió Lana.

—¿Qué hacemos con ella? Sigueviva.

Lana no respondió. Parecía mirar elespacio que quedaba a unos cuantoscentímetros de su cara. Sanjit quería

tocarla, acariciarle el brazo, recordarleque no estaba sola. Pero se contuvo. Elmuro de soledad de Lana se estabaalzando, encerrándola en el mundo quecompartía con fuerzas que Sanjit nopodía entender.

Sanjit la dejaba estar, se limitaba amantenerse cerca, pero le hacía sentirsemuy aislado. La mirada se le iba demanera irresistible hacia la monstruosaparodia de Taylor.

La boca de Taylor se abrió de golpe.Una lengua bífida larga y oscura saliódisparada, como si quisiera probar elaire, y se retrajo. Afortunadamente lachica seguía con los ojos cerrados.

Sanjit sintió como si volviera a lascalles de Bangkok. Uno de los mendigosde allí tenía un perro de dos patas al quellevaba con una correa. Y el mendigo notenía piernas y sus manos estabanformadas por dos dedos gruesos y unmuñón por pulgar.

Otros chavales de la calle lollamaban «el monstruo de dos cabezas»,como si el hombre y el perro fueran unasola criatura deforme. A veces learrojaban piedras. Era un raro, unmonstruo. Los asustaba.

Pero Sanjit pensó que no eran losmonstruos completamente distintos losque daban miedo, sino los que son

demasiado humanos. Pues llevanconsigo la advertencia de que lo que lespasó a ellos también te podría pasar a ti.

Una parte de Sanjit le decía quematara a ese monstruo. No había manerade ayudarla. Sería un acto caritativo. Afin de cuentas, Taylor no era más que lamanifestación de una conciencia quecontinuaría eternamente. De samsara. Elkarma de Taylor determinaría susiguiente encarnación, y Sanjit obtendríabuen karma por su obra caritativa.

Pero Sanjit también había oído agente de su misma religión decir: «Nopuedes arrebatar una vida, porque si lohaces interrumpes el ciclo correcto de

renacimiento».—¿Alguna vez tienes sentimientos

que no sabes explicarte? —le preguntóLana.

Sanjit se sobresaltó al salir de suspensamientos.

—Sí, pero ¿qué quieres decir?—Como… como cuando sientes que

se acerca una tormenta. O que más tevale no subirte a un avión. O que si giraspor la esquina equivocada en elmomento equivocado te encontrarás caraa cara con algo terrible.

Sanjit sí que le cogió la manoentonces, y ella no lo rechazó.

—Una vez iba a ver a un amigo al

mercado. Y era como si mis pies senegaran a moverse. Como si me dijeran:«No, no camines».

—¿Y?—Y explotó un coche bomba.—¿En el mercado al que no querías

ir?—No. A tres metros del lugar donde

me encontraba cuando mis pies medijeron que no me moviera. Ignoré a mispies y fui al mercado. —Sanjit seencogió de hombros—. La intuición meestaba diciendo algo. Pero no lo quepensaba que me decía.

Lana asintió. Su expresión era muyadusta.

—Está pasando.—¿Qué está pasando?Lana agitó la mano y la dejó caer.

Entonces sonrió con ironía y volvió acoger la mano a Sanjit, sujetándola entrelas suyas.

—Parece como si se acercara unaguerra. Hace ya tiempo.

Sanjit sonrió abiertamente.—Ah, ¿y eso es todo? En ese caso,

lo único que tenemos que hacer esaveriguar cómo sobrevivir. ¿No te hedicho lo que significa «Sanjit»? Es«invencible» en sánscrito.

Lana sonrió de verdad, algo tan pocohabitual que a Sanjit se le partió el

corazón.—Me acuerdo: no eres vencible.—No soy vencible, cariño.—La Oscuridad se acerca.La sonrisa se esfumó del rostro de

Lana.—No puedes adivinar el futuro —

afirmó Sanjit—. Nadie puede. Nisiquiera aquí. Así que, ¿qué hacemoscon Taylor?

Lana suspiró.—Búscale una habitación.

TRECE

25 HORAS

NO SE PODÍA DIBUJAR en la superficiede la cúpula ni marcarla. Así que Astridpensó un plan para Sam, y Sam pidió aRoger, a quien le gustaba que lollamaran Roger el artero, queconstruyera diez marcos de maderaidénticos. Como marcos de cuadros, demedio metro por medio metro.

Los marcos se colocaron sobrepostes de metro y medio cada uno.

Y entonces Astrid, acompañada deEdilio por seguridad y Roger ayudandoa cargar, recorrió la barrera de oeste aeste. Dieron trescientos pasos, y, usandouna cinta métrica larga, calcularontreinta metros desde la base de labarrera. A continuación, cavaron unagujero y colocaron el primer marco.Luego dieron trescientos pasos más,volvieron a calcular cuidadosamentetreinta metros, y colocaron otro marco.

Tras poner cada marco, Astridretrocedía diez pasos perfectamentecalculados. Y hacía una foto a través decada uno, apuntando cuidadosamente eldía y la hora y aproximadamente qué

parte de la superficie dentro del marcoparecía cubierta por la mancha.

Ese era el motivo por el que habíavuelto. Porque puede que Jack fuera lobastante listo como para plantearsemedir la mancha, pero también que no lofuera.

No se trataba de que Astrid sesintiera sola. Ni de que lo único quebuscara fuera una excusa para ver aSam.

Y, aun así, todo lo que había pasadocuando, por fin, había ido a verlo.

Astrid sonrió y se volvió para queEdilio no la viera y no sentirseavergonzada.

¿Eso era lo que había querido desdeel principio? ¿Encontrar una excusa paravolver corriendo a ver a Sam y echarseen sus brazos? Esa era la clase depregunta que habría preocupado a Astriden los viejos tiempos. A la antiguaAstrid la habrían preocupado mucho susmotivos, tendría mucha necesidad dejustificarse. Siempre había necesitadoun marco moral y ético, un estándarabstracto que le sirviera para juzgarse.

Y, claro, juzgaba a los demás delmismo modo. Pero cuando tuvo quesobrevivir, que hacer lo que fuera paraterminar con el horror, hizo algoimplacable. Sí, una cruda lección moral

podía derivarse de lo sucedido: habíasacrificado al pequeño Pete por un bienmayor. Pero todos los tiranos ymalhechores de la historia habíanrecurrido a esa misma excusa: sacrificara uno o a diez o a un millón por una ideadel bien común.

Lo que Astrid había hecho erainmoral. Estaba mal. Había dejado delado su fe religiosa, pero el bien seguíasiendo el bien, y el mal seguía siendo elmal, y arrojar a su hermano a las faucesliterales de la muerte…

No es que dudara de que hubieraobrado mal. No es que dudara de que semereciera un castigo. De hecho, era la

idea misma del perdón lo que lasublevaba. No quería perdón. No queríalibrarse de su pecado. Queríareconocerlo y llevarlo como unacicatriz, porque era real, lo habíacometido y ya no podía retroceder.

Astrid había hecho algo terrible. Yeso formaría parte de ella para siempre.

—Y así debe ser —susurró—. Y asídebe ser.

Astrid pensó que era muy extrañoque reconocer tus pecados, negarte alperdón pero jurar no repetirlos, pudierahacerte sentir más fuerte.

—¿Cuándo volveremos a revisarlo?—le preguntó Edilio cuando acabaron

de instalarlo todo.La chica se encogió de hombros.—Probablemente mañana, por si la

mancha se mueve más rápido de lo queparece.

—Y ¿qué haremos? —preguntóEdilio.

—La mediremos. Veremos cuántoavanza en las primeras veinticuatrohoras. Y luego cuánto avanza en elsegundo y el tercer periodo deveinticuatro horas. Veremos cuántocrece y si se está acelerando.

—Y luego ¿qué haremos? —volvióa preguntar Edilio.

Astrid negó con la cabeza.

—No lo sé.—Supongo que rezaré —añadió

Edilio.—Daño no hará —reconoció Astrid.Se oyó un ruido.Los tres se volvieron hacia él.

Edilio se sacó la metralleta del hombro,la montó y le quitó el seguro en un abriry cerrar de ojos. Roger se deslizó detrásde Edilio.

—Es un coyote —siseó Astrid.No se había traído la escopeta

porque cargaba con la mitad de losmarcos de medir. Pero llevaba surevólver, y lo sacó.

Quedó claro casi de inmediato que

el coyote no era una amenaza. En primerlugar, estaba solo. En segundo, apenaspodía caminar. Iba arrastrándose, yparecía andar torcido.

Y tenía algo raro en la cabeza.Tan raro que Astrid apenas lo

entendía. Lo miró fijamente y pestañeó.Negó con la cabeza y volvió a mirarlo.

Lo primero que se le ocurrió fue queel coyote llevaba la cabeza de un niñoen la boca.

No.No era eso.—Madre de Dios —sollozó Edilio.Echó a correr hacia la criatura que

ahora se encontraba a tan solo seis

metros de distancia y resultabaterriblemente visible. Roger le puso unamano en el hombro para confortarlo,pero él también parecía angustiado.

Astrid se quedó clavada dondeestaba.

—Es Bonnie —afirmó Edilio, convoz estridente—. Es ella. Es su cara.Noooo… —gritó, y soltó un larguísimogemido.

La criatura ignoró a Edilio, se limitóa seguir caminando con dos patasdelanteras de coyote y dos piernasretorcidas, sin pelo animal, en la partetrasera. Siguió avanzando como si susojos humanos azules y vacíos estuvieran

ciegos, y sus orejas humanas rosadas yparecidas a unas conchas fueran sordas.

Edilio se echó a llorar.Astrid apuntó con el revólver al

corazón de la criatura, justo detrás delhombro, y disparó. Sintió el retroceso enla mano, y apareció un agujero pequeño,redondo y rojo que empezó a gotear.

Entonces volvió a disparar,alcanzando a la criatura en el cuellocanino.

El coyote cayó. Manaba sangre de sucuello, y se formó un charco en la arena.

Una vez más, el avatar se había roto.

Peter había intentado jugar con elavatar saltarín y el avatar se había roto,había cambiado de color y de formahasta detenerse.

También había intentado jugar conotro avatar que se había fundido yconvertido en algo distinto.

¿De eso iba el juego?Pues no era divertido.Y Pete empezaba a sentirse mal

cuando los avatares se rompían. Comosi fuera un chico malo.

Así que volvió a imaginarse losavatares como eran al principio.

No pasó nada. Pero siempre pasabancosas cuando Pete lo deseaba con mucha

fuerza. Quería que los gritos y lassirenas terribles pararan y el mundo nose quemara, y había creado la bola en laque todos vivían.

También había deseado otras cosasque habían pasado. Si deseaba algo losuficiente, pasaba, ¿no era así?

Pero ahora se sentía mal y queríaque los avatares volvieran a estar bien,como antes, pero no lo estaban.

Pete se corrigió. No. Siempre habíatenido miedo cuando pasaban cosasimportantes y repentinas. No bastabacon que las deseara e hiciera quepasaran. Siempre había tenido miedo.Pánico. Oía gritos en su cerebro

sobrecargado.Pero ahora no tenía miedo. El

frenesí que solía dominarlo ya no podíaalcanzarlo. Ese era el Pete de antes. Elnuevo Pete no tenía miedo de los ruidos,los colores y las cosas que se movíandemasiado rápido.

El nuevo Pete simplemente estabaaburrido.

Un avatar pasó flotando y Pete loreconoció. Incluso sin los ojos de unazul brillante y punzante, sin la vozaguda, Pete la reconoció. Era suhermana, Astrid. Un patrón, una forma,una espiral.

Se sentía muy solo.

¿Se había sentido solo alguna vez,antes?

Ahora sí que se sentía solo. Yansiaba comunicarse, y, tocándolaapenas, hacerle saber que estaba allí.

Pero es que eran tan delicadosaquellos avatares… Y Pete solo teníapulgares por dedos…

Esa tontería le hizo reír.¿Se había reído antes?Ahora se reía. Y eso bastaba, al

menos durante un rato.

Desde el comienzo, Albert habíadecidido jugar al ridículo juego de la

lealtad con Caine. Si Caine queríallamarse a sí mismo «rey», y quería quela gente lo llamara «Su Alteza», puesbien, eso no le costaba un solo berto.

La verdad es que Caine no manteníala paz, sino que obligaba a que lasreglas se cumplieran, y a Albert legustaban las reglas y las necesitaba.

Robaban muy poco en el centrocomercial, que era como llamabanirónicamente a los puestos de comida ymesas plegables que formaban elmercado fuera de la escuela.

Había menos peleas. Menosamenazas. Incluso había percibido undescenso en el número de armas que

llevaba la gente. No es que hubieradescendido mucho, pero de vez encuando veías a algún chaval que sehabía olvidado de cargar con su bateremachado con clavos o con su machete.

Todo eso eran buenas señales.Y la mejor de todas, los chavales

acudían al trabajo y se quedaban todo eldía.

El rey Caine asustaba a los chavales.Y Albert les pagaba. Y, entre laamenaza y la recompensa, las cosas ibanmejor que cuando estaban Sam o Astrid.

Así que si Caine quería hacersellamar «rey»…

—Su Alteza, he venido con mi

informe —se presentó Albert.Albert esperó de pie, paciente,

mientras, sentado en su escritorio, Cainefingía estar concentrado leyendo algo.

Finalmente alzó la vista, fingiendoindiferencia.

—Adelante, Albert —indicó.—La buena noticia es que sigue

saliendo agua de la nube. Sale limpia, lamayor parte de la tierra, los detritos y elaceite viejo ya se los ha llevado lacorriente. Así que probablemente sepuede beber en el embalse de la playa ytambién de la lluvia. Fluye a setenta ycinco litros por hora. Lo cual son milochocientos litros al día, que es más de

lo que necesitamos para beber, y nossobra para regar huertos y demás.

—¿Y para lavarse?Albert negó con la cabeza.—No, y tampoco podemos dejar que

los chavales se duchen bajo la lluvia. Selavan el culo en lo que acabará siendoagua de beber en cuanto abramos elembalse.

—Haré una proclama —anuncióCaine.

Había veces en que Albert casi nopodía resistir el impulso de echarse areír. Una proclama. Pero se manteníaserio, impasible.

—La comida no va igual de bien —

continuó Albert—. He hecho un gráfico.Sacó un póster de veinte por tres

centímetros de su maletín, y se lo pasó aCaine para que lo viera.

—Aquí está la producción dealimentos durante la última semana.Buena y constante. Y hoy ves una caídaporque no tenemos nada de lospescadores. Y esta línea punteada es elsuministro de comida de la semana queviene, proyectado.

El rostro de Caine se oscureció. Semordió el pulgar, pero enseguida secontuvo.

—Como sabes, Cai… Su Alteza…,el sesenta por ciento de nuestra fruta y

verdura procede de los camposinfestados de gusanos. Y el ochenta porciento de nuestras proteínas viene delmar. Sin Quinn, no tenemos con quéalimentar a los gusanos. Lo que significaque lo de recolectar y plantar estáparado. Y, para empeorar las cosas,corre por ahí una historia de locos deque uno de los recolectores dealcachofas se ha convertido en un pez.

—¿Qué?—No es más que un rumor loco,

pero ahora mismo no hay nadiecosechándolas.

Caine maldijo y negó con la cabezadespacio.

Albert dejo el gráfico a un lado yprosiguió:

—De aquí a tres días el hambre serágeneralizada. Dentro de una semana loschavales empezarán a morir. No tengoque recordarte lo peligrosas que seponen las cosas cuando pasan hambre.

—Podemos sustituir a Quinn. Ponera otros en las barcas —propuso Caine.

Albert negó con la cabeza.—Hay una curva de aprendizaje.

Quinn tardó mucho en llegar a ser tanbueno y eficiente como es. Además,tiene las mejores barcas, y todas lasredes y cañas. Si decidiéramossustituirlo, seguramente nos costaría

cinco semanas que la producciónvolviera a subir hasta no pasar hambre.

—Entonces más nos vale ponernosen marcha —replicó Caine.

—No —lo interrumpió Albert, yañadió—: Su Alteza.

Caine dio un puñetazo en elescritorio.

—¡No dejaré que Quinn se salga conla suya! ¡Quinn no es el rey! ¡Lo soy yo!¡Yo!

—Le he ofrecido dinero, pero noquiere más —explicó Albert.

Caine se levantó de un salto de lasilla.

—Claro que no. No todos son como

tú, Albert. No todos son unos avaros…—Caine decidió no terminar de decir loque estaba pensando, pero siguiódespotricando—. Lo que quiere espoder. Quiere derrocarme. Sam Templey él son amigos desde hace muchomucho tiempo. No debería haberledejado quedarse. ¡Debería haber hechoque se fuera con Sam!

—Quinn pesca en el océano, ynosotros estamos en el océano —señalóAlbert.

Esa clase de arrebatos irritaban aAlbert. Eran una pérdida de tiempo.

Parecía que Caine no lo había oído.—Mientras tanto, Sam está sentado

ahí arriba con el lago repleto de peces, ysus propios campos, y no sé cómo haconseguido Nutella, Pepsi y fideosinstantáneos, y ¿qué crees que pasará silos chavales de aquí empiezan a pensarque no tenemos comida? —Caine estabarojo de ira. Furioso. Albert se recordóque, aunque fuera un ególatradescontrolado, también eraextremadamente poderoso y peligroso, ydecidió no responder a la pregunta—.Ambos sabemos lo que pasará —continuó Caine amargamente—. Loschavales se marcharán de la ciudad y seirán al lago. —Fulminó a Albert con lamirada como si todo fuera culpa suya—.

Por ese motivo no está bien que hayados ciudades distintas. Pueden irse a laque más les guste.

Caine se reclinó en la silla, pero segolpeó la rodilla contra el escritorio.Con un gesto enfadado, lanzó elescritorio contra la pared. El impactofue lo bastante fuerte para que cayeranfotos antiguas, todas esas fotografías quese había hecho el engreído del alcalde.El escritorio marcó una abolladura largay triangular en la pared.

Caine se quedó sentado mordiéndoseel pulgar y Albert se quedó de pie,pensando en todas las otras cosas útilesque podría estar haciendo. Al fin, Caine

utilizó sus poderes para volver acolocar el escritorio rápidamente en susitio. Parecía necesitar algo en lo queapoyarse de un modo melodramático,porque eso fue lo que hizo: colocar loscodos sobre la mesa con los dedos enforma de tienda de campaña, casi comosi rezara, y darse golpecitos con laspuntas en la frente, como si pensara.

—Tú eres mi consejero, Albert —dijo al fin—. ¿Qué me aconsejas?

¿Desde cuándo Albert era suconsejero? Pero respondió:

—De acuerdo, ya que me lo pides,creo que deberías hacer que Penny semarche.

Caine se dispuso a llevarle lacontraria, pero Albert, mostrando por finsu impaciencia, alzó la mano.

—En primer lugar, porque Penny esuna persona enferma e inestable. Yasabíamos que iba a causar problemas, ymás que causará. En segundo lugar,porque lo que le ha ocurrido a Cigar losvuelve a todos en tu contra. No se tratasolo de Quinn: todos creen que haestado mal. Y, en tercer lugar, si no lohaces y Quinn se mantiene firme, estaciudad se vaciará.

«Y si no lo haces —añadió Alberten silencio—, de repente me enteraré deque hay un alijo de misiles en la costa.

Y tú, rey Caine, irás a buscarlos».Las manos en posición de rezo de

Caine cayeron planas sobre elescritorio.

—Si cedo, todos pensarán… —Soltó una respiración entrecortada—.Soy el rey. Pensarán que se me puedevencer.

Albert estaba realmentesorprendido.

—Claro que se te puede vencer, SuAlteza. Se puede vencer a todo elmundo.

—¿Excepto a ti, Albert? —preguntóCaine con amargura.

Albert sabía que no debía morder el

anzuelo. Pero el golpe bajo le dolió.—Turk y Lance me dispararon —

recordó, con la mano en el pomo de lapuerta—. Solo estoy vivo por suerte ypor Lana. Créeme: he dejado de pensarque fuera invencible.

Y pensó en los planes que habíahecho al respecto, pero no se los contó.

CATORCE

24 HORAS, 29 MINUTOS

OBSERVARON A MOHAMED marcharse.Y luego, tras asegurarse de que Sam

dispondría de al menos dos minutos parapensar con claridad, Astrid le explicó loque habían encontrado en el desierto.

—Edilio lo va a traer para quepodamos echarle un vistazo. He venidodirectamente. Cuando lo traigan, veréqué puedo averiguar.

Sam apenas parecía prestar atención.

Tenía los ojos concentrados en labarrera. No era el único. La mancharesultaba claramente visible a loschavales mientras trabajaban.Seguramente los chicos que estaban enlos campos no se habían dado cuenta,pero los que seguían en la ciudad,alrededor del puerto deportivo, nopodían evitar verla.

Llegaban solos o en parejas o tríos apreguntarle qué quería decir. Y Samrespondía:

—Volved al trabajo. Ya os harésaber si tenéis que preocuparos.

Y cada vez que lo decía, y debía dehaberlo dicho un montón de veces,

empleaba el mismo tono de voz bruscoaunque tranquilizador.

Pero Astrid sabía que no estabatranquilo, que supuraba tensión portodos los poros. Veía cómo hundía lascomisuras, cómo se le formaban arrugasverticales dobles de preocupación en elentrecejo.

No necesitaba nada nuevo de lo quepreocuparse. Así que el monstruohorripilante que acababan de encontrartendría que esperar. Porque ahora Samsolo tenía tiempo para el avancehipnótico de la mancha. La imaginaciónlo estaba torturando. Astrid lo percibíaen cómo cerraba los puños, los tensaba

y enseguida los soltaba, pero lo hacía deun modo forzado, consciente,acompañándolo cada vez de unaexhalación deliberada.

Se estaba imaginando un mundo deoscuridad absoluta.

También Astrid. Y, aunque no teníasentido, se preocupaba por sus tiendas.Había que ir tensando las cuerdasperiódicamente o empezarían aaflojarse. Y había que comprobar cómoestaba la tela de la tienda en sí, porquelas roturas se agrandaban enseguida, y alos escarabajos y hormigas se les dabamuy bien encontrar esas aberturas.

Recordó una vez en que se despertó

en la tienda y se encontró con un torrentecontinuo de hormigas que le pasaban porencima de la cara y mordisqueaban unbocado que se le había caído. Se levantóde un salto y corrió al agua, pero lashormigas ya se habían asustado de supánico, y le mordieron una docena deveces.

Ahora sonreía al recordarlo.Entonces había llorado por lo rara ytriste que era su estúpida vida.

Pero aprendió de la experiencia, ynunca más volvió a dejar una miga en sutienda.

¿Y aquella vez que se encontró unaserpiente en la bota? Entonces también

había aprendido una lección.Si nadie cogía las moras, los pájaros

las cogerían.Se pasó un rato así, plenamente

consciente de que añoraba cosas que engeneral habían resultado bastantelamentables, y se dio cuenta de queestaba tan atrapada como Sam,esperando incesantemente la fatalidad.

Y entonces recordó de repente laimagen del coyote con rostro humano ypiernas, y sintió que no podía respirar.

PUM, PUM. Oía mejor el ruido delarma al recordarlo que cuando disparó.En ese momento se había quedado comoatontada. Pero ahora también recordaba

el retroceso, y cómo se habíadesangrado la abominación en la arena.

Cómo se había relajado la cara de laniñita al morir, y cómo se le habíannublado los ojos ciegos.

¿Qué cosa terrible había sucedido?¿Por qué no podía descifrarlo? ¿Por quéno podía ayudar a Sam a lograr otravictoria imposible?

Uno de los grandes alivios de vivirpor su cuenta era que no tenía quecumplir con ninguna expectativa. Notenía que ser Astrid la genio, ni Astrid laalcaldesa, ni Astrid la novia de Sam, nipor-qué-no-te-callas-Astrid.

Lo único que tenía que hacer era

conseguir comida suficiente cada día.Un logro enorme que le pertenecía enexclusiva.

Sam había cogido unos prismáticos einspeccionaba la barrera. Acontinuación los volvió hacia el interior.

—Mo está de camino —comentó, yse movió levemente—. Y tambiénHoward. Va delante de él, está a menosde medio kilómetro. Solo está… Vale,ahora no lo veo. —Bajó los prismáticos—. Vaya. Howard se dirige a sudestilería a traer otra remesa de priva.

Astrid sonrió con ironía.—La vida continúa, supongo.Sam frunció el ceño.

—Me estabas contando algo. Antes.—Vuelve al trabajo. Si necesito que

te preocupes te lo haré saber.—Muy graciosa —replicó Sam, a

punto de esbozar una sonrisa.De repente le pareció muy joven.

Bueno, es que lo era, pensó Astrid. Yella también. Pero se habían olvidado deser jóvenes en aquel mundo en que eranlos mayores. Le parecía un chaval, unadolescente, un chico que tendría queestar gritando alegremente mientras seencaramaba a la ola con su tabla.

Esa imagen le resultaba dolorosa, yse le formó una lágrima. Astrid fingióque tenía una mota de polvo en el ojo y

se lo secó.Pero Sam no se dejó engañar. La

rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él.Astrid no podía mirarlo porque temíaecharse a llorar. No veía miedo en elchico, y no quería abrazarlo como sifuera un niño pequeño.

—No —susurró Sam—. Tienes queabrir los ojos, Astrid. No sé cuántasveces más los veré.

La chica tenía la mejilla mojadacuando la apretó contra la suya.

—Quiero volver a hacer el amorcontigo —dijo Sam.

—Y yo quiero hacer el amorcontigo, Sam —contestó la chica—.

Tenemos miedo.Sam asintió y vio que apretaba la

mandíbula.—No es el momento, supongo.—Es humano —dijo ella—. La gente

se ha pasado la mayor parte de lahistoria de la humanidad acurrucada,temiendo la oscuridad. Viviendo enchozas con sus animales. Creyendo quelos bosques que los rodeaban estabanhabitados por espíritus. Lobos yhombres lobo. Terrores. La gente seabrazaba para no tener miedo.

—Pronto tendré que pedirte quehagas algo peligroso —indicó Sam.

—Quieres que salga y vuelva a

comprobar las medidas.—Sé que habíamos pensado en

mañana por la mañana…La chica asintió.—Pero se está extendiendo

rápidamente. Creo que tienes razón.Creo que hemos de saber si amanecerámañana.

El rostro de Sam había adoptado unaexpresión sombría. No miraba a Astrid,sino detrás de ella. Parecía que quisieraecharse a llorar, pero que supiera queresultaba inútil hacerlo.

Una vez más, Astrid lo vio comodebía de ser mucho mucho tiempo atrás.Como un chico grande y guapo en las

olas, contando chistes con Quinn,excitado porque iban a saltarse laescuela. Feliz y despreocupado.

Se lo imaginaba cogiendo fuerzasdel sol que le daba en los hombrosmorenos.

Por fin la ERA había hallado elmodo de vencer a Sam Temple. Sin luzno podría sobrevivir. Cuando llegara lanoche final, sin perspectivas deamanecer, estaría acabado.

La chica lo besó. Él no le devolvióel beso, sino que se quedó mirando lamancha que crecía.

Tiempo atrás, a Sinder le gustaba muchoel color negro. Se pintaba las uñas denegro. Se teñía el pelo castaño de negroazabache. Se ponía ropa que o bien eranegra o de un color secundario queacentuara el negro.

Ahora su color era el verde. Leencantaba el verde. Las zanahorias erande color naranja, y los tomates, rojos,pero cada uno de ellos vivía dentro delverde. El verde convertía la luz encomida.

—¿A que mola la fotosíntesis? —ledecía a Jezzie, que estaba arrodillada a

media docena de hileras de distancia,concentradísima en buscar malashierbas, bichos o enfermedades quepudieran poner en peligro sus queridasplantas. Una madre sobreprotectora noera nada en comparación con Jezzie. Lachica odiaba las malas hierbas con todasu alma.

Jezzie no contestó. No solía hacerlocuando Sinder se ponía locuaz.

—Quiero decir, recuerdo que loestudié en la escuela, pero, tío, ¿a quiénle importaba, verdad? ¿Foto… qué?Pero es que convierte la luz en comida.La luz se convierte en energía que seconvierte en comida y vuelve a

convertirse en energía cuando nos lacomemos. Es que es un… Ya sabes…

—Es un milagro —gruñó Orc.—No —dijo Jezzie—. Sería un

milagro si no pasara lo mismo con lasmalas hierbas. Entonces sí que sería unmilagro.

Había encontrado la raíz de algo queno le gustaba y tiraba de ella,resoplando del esfuerzo.

—Podría arrancarlo por ti —seofreció Orc.

—¡No, no, no! —exclamaron las doschicas—. Pero gracias, Orc.

Orc no llevaba zapatos, pero sihubiera llevado habrían sido del número

cincuenta y tantos. Muy muy anchos.Cuando pisaba el huerto, tendía aaplastar las verduras.

A Sinder le gustaba agacharse ymirar sus plantas de cerca. Por un lado,veía las hojas milagrosas recortadascontra el fondo del lago y el puertodeportivo. Por el otro, las veía casicomo especímenes colocados sobre elvacío gris perlado de la barrera.

Y ahora miraba la estructuraplumosa de la parte superior de unazanahoria contrastada con la manchanegra lisa. Producía un efecto extraño,como si la hoja fuera una obra de arteabstracto.

Sinder levantó la vista y vio que lamancha salía disparada de repente haciaarriba. Lo que había sido una ondairregular de color negro que se extendíasolo tres metros y medio por encima desu cabeza floreció como una de lasplantas que cuidaba y se convirtió enuna flor negra terrible de diez, quincemetros de altura, hasta que aminoró y sedetuvo.

Sinder esperaba que Jezzie no lohubiera visto. Pero cuando su amiga selevantó le corrían lágrimas por lasmejillas.

—Me encuentro mal —dijo Jezziesin más.

Sinder asintió y miró a Orc, pero elchico estaba absorto en la lectura.

—Yo también, Jezz. Como… —Notenía palabras para describirlo. Así quenegó con la cabeza.

Jezzie trató de quitarse la tierra quetenía en la frente, pero lo que consiguiófue mancharse más. Miraba hacia elpuerto deportivo. Sinder siguió sumirada y vio a Sam y Astrid abrazadosen la cubierta superior de la CasaBlanca flotante.

—Al principio, cuando me han dichoque había vuelto, he pensado que erabuena señal. Pensaba que Sam sepondría contento. Ya sabes, como ha

estado solo… —comentó Jezzie.Era una realidad de la ERA que los

chicos sin TMZ ni Facebook ni las idasy venidas de Hollywood y los realityshows concentraban sus ansias decotilleo en lo más cercano a los famososcon lo que contaban: Sam, que gustaba ala mayoría de la gente y por quien todosse preocupaban; Diana, que no gustaba ala mayoría de la gente pero por quientodos se preocupaban; el bebé,apostando sobre todo respecto a su sexoy posibles poderes; saber de Caine enPerdido Beach; la especulación cariñosasobre Edilio y la naturaleza de suamistad con Roger el artero; las teorías

sobre Astrid, en las que se discutíaapasionadamente si era buena persona ybuena para Sam o si no lo era, si era unaespecie de Jadis, la bruja blanca deNarnia; y, por supuesto, susurrar yespecular muchísimo sobre la relación(o falta de ella) entre Brianna y Jack y/oBrianna y Dekka.

Los comentarios sobre el estado deánimo de Sam no eran más inusuales delo que habían sido las especulacionessobre Lindsay Lohan o Justin Bieber.Solo que cada persona del lago sentíaque su destino estaba estrechamenteligado al de Sam Temple.

—No tiene buen aspecto —comentó

Jezzie.Sam formaba una figura diminuta y

lejana desde donde ella se encontraba.Y puede que Sinder se lo hubieraseñalado algún otro día. Pero lo ciertoes que había algo en el modo en queSam abrazaba a Astrid que resultabamala señal.

Sinder recorrió el huerto con lamirada, las plantas que conocía como sifueran personas, muchas con nombresque les habían puesto con Jezzie. Y vioque la línea de la marca empujaba lenta,lenta pero incesantemente, en direcciónal cielo.

La luz resultaba casi insoportable paraDrake. El sol que se ponía le provocabapunzadas de dolor en los ojos. ¿Cuántotiempo había transcurrido desde laúltima vez que había visto el sol?¿Semanas? ¿Meses?

No había tiempo en la guarida de lagayáfaga, ni luna que se alzara o sepusiera, no había hora de comer, debañarse, de despertarse.

Los coyotes lo estaban esperando enla ciudad fantasma que quedaba bajo laentrada de la mina. El líder de lamanada —bueno, el actual líder de lamanada, no el original— se lamía una

costra de la pata delantera derecha.—Llévame al lago —pidió Drake.El líder de la manada lo miraba

fijamente con sus ojos amarillos.—Manada hambrienta.—Pues lo siento. Llévame.El líder de la manada le mostró los

dientes. Los coyotes de la ERA no eranlos alfeñiques de antaño. No eran tangrandes como lobos, pero eran grandes.No costaba darse cuenta de que noestaban bien. Tenían la piel sarnosa.Todos mostraban trozos sin pelo, dondese veía carne gris y roja. Tenían los ojosapagados. Las cabezas les colgabanbajas y arrastraban la cola.

—Humanos tienen todas presas —explicó el líder de la manada—.Oscuridad dice no matar humanos.Oscuridad no alimenta manada.

Drake frunció el ceño y contócuántos eran. Vio siete. Todos adultos,no había cachorros.

Como si le leyera la mente, el líderde la manada explicó:

—Muchos mueren. Mata ManosBrillantes, mata Chica Rápida. No haypresas. No hay comida para manada.Manada sirve Oscuridad y manada pasahambre.

Drake soltó una risa incrédula.—¿Te estás quejando de la

gayáfaga? ¡Te arrancaré la piel alatigazos!

Drake desenroscó su tentáculo deltorso.

El líder de la manada se retiró unospocos metros. Puede que la manadaestuviera debilitada por el hambre, peroseguían siendo demasiado rápidos paraque los atrapara. Se sentía intranquilo. Al a gayáfaga no le interesaban lasexcusas. Drake tenía una misión. Habíaestado en el lago antes, pero nunca solo.Sabía que podía seguir la barrera, perola barrera en sí quedaba muy lejos.Puede que lo detectaran si se dedicaba adeambular. El éxito de su misión

radicaba en el sigilo y la sorpresa.Y luego estaba el problema de

Brittney. ¿Le había dicho la gayáfagaqué hacer? Y ¿lo haría? ¿Sabríaorientarse si los coyotes no la guiaban?

—Y ¿cómo voy a alimentaros? —exigió saber Drake.

—Oscuridad dice coyote: no matarhumano. No dice no comer humanomuerto.

Drake se rio con deleite. El actuallíder de la manada era desde luego máslisto que el original. La gayáfaga habíaordenado a las bestias que no mataranseres humanos por miedo a que, sinsaberlo, mataran a alguien útil: a Lana, o

al Enemigo. Pero Drake sabía quéhumanos eran prescindibles.

—¿Sabes dónde puedo encontrar unhumano? —preguntó.

—Líder de manada sabe —respondió el líder de la manada.

—Pues vale. Voy a conseguiros algode cena. Y luego iremos a buscar aDiana.

Astrid se encontró a Edilio que volvíadel Hoyo. Roger el artero y Justin, elniñito al que Roger cuidaba, iban con él,pero Edilio les pidió que se marcharancuando vio a Astrid.

—He metido esa cosa, esa… lo quefuera… bajo una lona. ¿Quieres echarleun vistazo? —preguntó Edilio.

—No. Siento que hayas tenido quehacerlo. No debe de haber sido muyagradable.

—No lo ha sido —dijo Edilio sincambiar la entonación.

—Oye, parece que la mancha se estáacelerando. Sam quiere que vaya antes acomprobarlo con los marcos.

—La he visto crecer. Más rápido.Mucho más rápido —comentó Edilio—.Pero entiendo que Sam quiera másinformación.

Cansado, el chico dejó escapar aire

de los pulmones, y bebió agua de unabotella.

—No hace falta que vengas. Envía auno de tus chicos.

Edilio la miró incrédulo.—¿Y contarle a Sam que te ha

pasado algo porque yo no estaba?Astrid se lo tomó como un chiste y

se echó a reír, pero Edilio no se rio conella.

—Sam es lo único que tenemos. Túeres lo único que tiene. Vamos, será unpaseo rápido y fácil sin tener que cargarcon esos marcos.

El plan había sido dejar que pasaranveinticuatro horas antes de volver a

comprobar cómo estaban los marcos. Laidea era que en un marco donde lamancha ocupaba un diez por cientopodría haber crecido hasta un veinte porciento, y que así Astrid podría calcularla velocidad de crecimiento.

Pero ahora el plan parecíaabsurdamente optimista. Todos losmarcos estaban cubiertos de negro alcien por cien. No se podía hacer uncálculo preciso, la mancha habíacrecido demasiado, demasiado rápido.Y la aceleración solo podía aumentarexponencialmente.

Astrid alzó la vista y estiró el cuellopara ver el dedo negro más largo que

había. Se extendía casi cien metros envertical por el lateral de la cúpula.

Y mientras miraba seguíaaumentando. Lo veía moverse.

Entonces, desde un punto bajo de lamancha, un nuevo zarcillo negro saliódisparado hacia arriba tan rápido comoun coche por la autopista. Parecíaexplotar hacia arriba. Seguía subiendo, yAstrid inclinó la cabeza para verlo, yseguía y seguía subiendo.

La mancha atravesó la línea entre elcielo gris perlado vacío y la luz del sol,hasta que aminoró. Pero ese dedo negroflaco profanaba el cielo como un grafitiencima de la Monalisa. Era vandálico.

Era feo.Era el futuro escrito claramente,

para que Astrid pudiera verlo.

QUINCE

22 HORAS, 16 MINUTOS

MOHAMED SALIÓ del lago siguiendo elcamino pesado hasta Perdido Beach encuanto consiguió una botella de agua yse metió algo de comida en la panza.

Llevaba pistola y cuchillo, pero noestaba realmente preocupado. Todo elmundo sabía que estaba bajo laprotección de Albert. Y nadie se metíacon la gente de Albert.

Desde que empezó la ERA,

Mohamed había pasado desapercibidola mayor parte del tiempo, se habíamantenido apartado de todos los pecesgordos que estaban ocupados matando ymatándose.

Por alocadas que fueran las cosas enla ERA, lo inteligente era hacer lomínimo para conseguir comida y cobijo,y a veces ni siquiera cobijo.

Mohamed tenía trece años, ya era unhombre. Estaba delgado y empezaba acrecer, había crecido de repente y lospantalones cortos se le habían quedadodemasiado cortos, y los zapatosdemasiado pequeños. Su familiaacababa de trasladarse a Perdido Beach

porque su madre había conseguido untrabajo en la central nuclear. Se suponíaque la escuela era mejor que a la quehabía ido en King City. Su padre seguíatrabajando allí, trabajaba diez horas aldía en el Circle K de la familiavendiendo gasolina, cigarrillos y leche auna población mayoritariamente hispana.El trayecto era largo, y algunas nochessu padre no volvía a casa, lo cual hacíaque todos se sintieran extraños yabandonados.

Pero su padre le había explicado queasí eran las cosas. Un hombre trabajabay hacía lo que tuviera que hacer paracuidar de su familia, aunque lo vieran

menos.A veces Moomaw, la abuela paterna

de Mohamed, hablaba de volver a Siria.Pero el padre de Mohamed la frenabaenseguida. Se marchó de Siria cuandotenía veintidós años y no lo echaba demenos, ni un poco, no, señor. Sí, allí eraestudiante de medicina y ahora vendíaperritos calientes a peones del campo,pero aun así las cosas eran mejoresahora.

¿A veces resultaba duro ser el únicomusulmán en la escuela de PerdidoBeach? Sí. Orc lo había mandoneadounas cuantas veces. Los chavales seburlaban de él por rezar. Por negarse a

comer pizza de pepperoni. Pero Orchabía perdido el interés enseguida, y lamayoría de los chavales no seplanteaban de dónde procedían suspadres ni cómo rezaba.

Por suerte, la familia de Mohamednunca había sido demasiado estrictarespecto a las reglas alimentarias. Nohabía comido cerdo desde el comienzode la ERA, pero lo habría hecho en unsantiamén si alguien tuviera. Habíacomido rata, gato, perro, pájaro ypescado y cosas asquerosas que nosabía cómo se llamaban, así que sehabría abalanzado sobre una pizza depepperoni si alguien hubiera tenido.

Mantenerse con vida no era pecado: Alálo veía todo; Alá lo entendía todo.

Algún día todo aquello terminaría;Mohamed estaba seguro de ello.

O al menos eso intentaba pensar.Algún día la barrera bajaría y su padre ysu madre y sus hermanos y su hermanaestarían esperándolo.

¿Cómo se llevaría con sushermanos? Le harían todas las preguntasque sus padres no harían. Lepreguntarían qué había hecho. Lepreguntarían si los había dejado en buenlugar. Le preguntarían si había dado lacara o se había acobardado. Así eran loshermanos, al menos los suyos.

Cuando bajara la barrera, habríatoda clase de personas hablando con losmedios de comunicación y contandotoda clase de historias. Y la gente notardaría en darse de cuenta de que no sehabían limitado a quedarse sentadoshaciendo los deberes.

La gente se daría cuenta de que másbien había sido como una guerra. Yluego vendrían todas las preguntas:«¿Tenías miedo, Mohamed?». «¿Semetieron contigo?». «¿Te enfrentastealguna vez con esos raros chalados delos que hemos oído hablar en la tele?».

«¿Mataste a alguien?». «Y ¿cómofue?».

No había matado a nadie. Se habíametido en un par de peleas, una de ellasbastante dura. Le clavaron un clavo en elculo y le rompieron la muñeca.

Mohamed pensó que cambiaría unpoco la historia. Lo del clavo en el culosonaba divertido. Sí que había pasado,pero, si alguna vez llegaba a salir,contaría otra historia.

Y respecto a los raros, el único conel que había pasado tiempo era Lana,quien le había curado el culo y lamuñeca.

Así que sí, no te metas con los raros,no delante de Mohamed.

Cuando llegó el momento de la Gran

Ruptura, Mohamed se vio obligado atomar partido en uno u otro sentido, fuea ver a Albert y le pidió consejo. Hastaentonces, Mohamed se había dedicado atrabajar en los campos, pero Alberthabía visto algo en él.

A Albert le gustaba porque no teníaamigos de verdad, no tenía familiadentro de la ERA. Le gustaba cómohabía conseguido pasar desapercibido.Todas esas cosas, además de lainteligencia básica de Mohamed, lohacían perfecto para el trabajo queAlbert le tenía reservado: representar aAlberCo en el lago.

Mohamed seguía sin tener amigos.

Pero tenía trabajo. Un trabajoimportante. Albert querría enterarse delos detalles del retorno de Astrid.Querría saber que estaba midiendo unaespecie de mancha en la cúpula. Puedeque quisiera oír hablar del animal raro ymutante al que supuestamente habíamatado Astrid. Y desde luego querríaenterarse de lo que Mohamed sabíaacerca de la misión secreta a la quehabían acudido Sam y Dekka.

Mohamed caminaba por la conocidacarretera polvorienta.

Solo.

Howard ya se encontraba de camino aCoates. Le esperaba un largo día detrabajo. Confiaba en que sus socioshabrían subido un poco de maíz,verduras y frutas surtidas a Coates, yguardado los materiales en los armariosde acero a prueba de ratas de la cocina.

Howard tendría que trocear losalimentos tan menudos como supaciencia le permitiera, y luegollevarlos al alambique. Había preparadoun poco de leña que esperaba bastarapara encender la cocina. Y luego,mientras hirviera la mezcla, tendría que

ir a dar vueltas por los bosques en buscade árboles caídos, para luego cortarlos.

Todo eso solía hacerlo Orc, quepodía cargar muchas botellas y muchaleña. Orc blandía el hacha de forma muydiferente de Howard. A Orc le bastabandos golpes y, zas, el leño quedabacortado. Howard podía tardar quinceminutos en hacer lo mismo.

Lo del contrabando se estabavolviendo menos divertido. Se parecíamucho más al trabajo de verdad.Perplejo, de repente Howard se diocuenta de que ahora trabajaba más quecasi cualquier otro. Ni siquiera loschavales que recogían verdura en los

campos trabajaban tanto como Howard.—Tengo que conseguir que Orc sea

normal otra vez —murmuró Howard alos arbustos—. El tío tiene que tomarseun trago o seis y volverá a ser comoantes.

A fin de cuentas, Orc y él eranamigos.

Drake estaba subido a un promontorio.Acababa de volver tras un episodio deBrittney, y se sorprendió al ver quehabía seguido avanzando con loscoyotes.

—Humano —dijo el líder de la

manada.Drake siguió la dirección de la

mirada intensa del animal. Un chaval,Drake no veía bien quién era, seencontraba muy por debajo, avanzando aritmo constante por la carretera de tierray grava.

—Sip —dijo Drake—. Ahí estávuestro almuerzo.

DIECISÉIS

22 HORAS, 5 MINUTOS

—ASÍ QUE… ¿QUÉ es? —preguntó Sam.Sam preguntaba por lo que habían

subido a una mesa de picnic no muylejos del Hoyo. Habían extendido unalona de plástico por encima y pordebajo. A fin de cuentas, los chavales aveces utilizaban esas mesas. La zona depicnic tenía una ubicación incómodalejos de la ciudad, pero seguíadisfrutando de una vista agradable del

lago.—Es un coyote —indicó Astrid—.

Con cara humana. Y piernas traseras.Sam la miró para comprobar si

estaba tan calmada como parecía. No,no lo estaba, pero Astrid era capaz deponerse así, de fingir que controlabacuando en realidad estaba flipando.

Parecía calmada cuando volvió desu salida rápida con Edilio. Se habíamantenido calmada mientras decía:

—Puede que salga el sol mañana, ypuede que no. A no ser que cambie algo,mañana será el último amanecer.

El propio Sam se había esforzadomucho por parecer tranquilo. Había

ordenado a Edilio que pensara una listade lugares donde podría colgar soles deSammy, y habían discutido, muycalmados también, otras maneras deprepararse: empezar a racionaralimentos; probar el efecto de los solesde Sammy en el cultivo de plantas; a finde cuentas, quizá su luz podíadesencadenar la fotosíntesis, y pasar autilizar más redes para pescar; puedeque si hubiera un sol de Sammycerniéndose sobre el agua saliera máspescado a la superficie.

Sabían que sus planes eranchorradas.

Sabían que solo servían para

prolongar la agonía.Sabían que fracasarían en cuanto los

chavales de Perdido Beach se dierancuenta de que la única luz que iban a verestaba allí arriba en el lago.

Sam hacía lo que le correspondía.Fingía. Se hacía el valiente para retrasarel colapso social, total e inevitable.

Su mente daba vueltas como unaloca. Una solución, una solución, unasolución. ¿Cuál era la solución?

Astrid había preparado un cuchillogrande de chef, de carnicero, que habíanpedido prestado a un chaval de sieteaños que lo llevaba para protegerse, yun cúter con la cuchilla imperfecta.

—Pero qué grima —comentó Sam.—No tienes por qué estar aquí, Sam

—indicó ella.—No, me encanta ver autopsias de

monstruos mutantes asquerosos —replicó Sam.

Ya tenía ganas de vomitar, y Astridni siquiera había empezado.

Una solución, una solución, unasolución…

Astrid se había puesto unos guantesrosa de Playtex.

Dio la vuelta a la criatura.—Se ve la línea donde acaba la cara

humana y empieza el pelo. No hay pelohumano, solo de coyote. Y fíjate en las

piernas. No se difumina, es una líneaclara. Pero ¿y los huesos de dentro? Sonde coyote. Está articulada como una patade coyote cubierta de piel humana yprobablemente también de músculo.

A Sam se le habían acabado lascosas útiles que decir, o la energía paradecirlas. Se esforzaba por contener labilis que se le acumulaba en la garganta,y esperaba no vomitar. Una ráfagarepentina de viento trajo el olor delHoyo, lo cual no ayudó. Además, lacriatura ya olía. A perro mojado, orina ydescomposición dulce y pegajosa.

Y, mientras tanto, Sam seguíabuscando una solución. ¿Dónde estaba?

¿Dónde estaba la respuesta?Astrid cogió el cuchillo y lo clavó

en el vientre descubierto de la criatura.Hizo un corte de más de quincecentímetros. No sangró: las cosasmuertas no sangran.

Sam se preparó para quemar lo quesaliera de repente del corte, como sifuera un alien. Pero no salió nada degolpe ni retorciéndose. Los recuerdos delo que había tenido que hacer con Dekkaeran terribles. La quemó para abrirla ysacarle los bichos de dentro. Había sidola cosa más asquerosa que había hechoen la vida. Y ahora que Astrid utilizabael cuchillo grande para serrar y abrir el

corte lo recordaba todo.La chica se apartó del olor para

recobrar la compostura. Sacó un trapo yse lo ató alrededor de la boca y la nariz.Como si fuera a servir de algo. Pero erauna bandida muy guapa.

Por increíble que resultara, unasegunda idea se abría paso a empujonesen la conciencia de Sam. El chicodeseaba a Astrid. No aquí ni ahora, perosí pronto. Pronto. El carrusel imparabley desesperado del cerebro que cantabala canción de la solución tambiéncantaba otra canción mucho másagradable. ¿Por qué no podía limitarse aarrastrarse a su litera con Astrid y dejar

que alguien más se partiera el almabuscando una solución inexistente?

Ahora la chica cortaba en vertical,estaba abriendo al animal a lo largo.

—Mira esto.—¿Tengo que hacerlo?—Se ven órganos pegados que no

encajan. Es raro. El tamaño delestómago no corresponde con el delintestino grueso. Es como si un fontaneromuy malo intentara enganchar tuberíasde distintos tamaños. No me puedo creerque esta cosa viviera tanto como lo hahecho.

—¿Así que es un mutante? —preguntó Sam, ansioso por llegar a algún

tipo de conclusión y luego enterrar loshuesos y hacer todo lo posible porolvidarse de lo sucedido y volver apensar en las dos corrientes paralelas de«solución» y «sexo».

Astrid no respondió. Continuómirando la criatura en silencio un ratomás, hasta que dijo:

—Todos los mutantes que ha habidohasta ahora han sobrevivido. Túdisparas luz por las manos y nunca tequemas. Brianna corre a cientos dekilómetros por hora pero no se parte lasrodillas. Las mutaciones aún no handañado a nadie. De hecho, en realidad,las mutaciones han sido herramientas de

supervivencia. Como si el objetivo fueraconstruir un ser humano más fuerte ycompetente. Pero no, esto es distinto.

—Vale, y ¿qué es?La chica se encogió de hombros, se

quitó los guantes y los arrojó sobre laherida abierta.

—Tiene partes de ser humano,probablemente de la niña perdida, y decoyote. Juntas y revueltas. Como sialguien hubiera cogido al azar partes deuno y las intercambiara por partes delotro.

—Y ¿por qué habría…? —empezó apreguntar Sam.

Pero Astrid continuaba hablando,

más consigo misma que con él.—Como si alguien agitara dos ADN

distintos en un sombrero y sacara esto ylo otro e intentara encajarlos… Qué…qué estúpido, ¿verdad?

—¿Estúpido?—Sí, estúpido —Astrid lo miraba

como si ahora le sorprendiera hablarcon Sam—. Quiero decir que no tienesentido. No sirve para nada. Es evidenteque no funcionaría. Solo un idiotapensaría que puedes pegar trozos de serhumano a un coyote.

—Espera un momento. Lo dicescomo si lo estuviera haciendo alguien,una persona. ¿Cómo sabes que no se

trata de algo natural? —Sam reflexionóun instante, suspiró y añadió—: O almenos de lo que puede considerarsenatural en la ERA.

Astrid se encogió de hombros.—¿Qué ha pasado hasta ahora? Los

coyotes han desarrollado una capacidadde hablar limitada. A los gusanos lessalen dientes y se vuelven agresivos yterritoriales. A las serpientes les salenalas y desarrollan un nuevo tipo demetamorfosis. Algunos de nosotrosdesarrollamos poderes. Hasta ahora hanpasado muchas cosas extrañas, pero noestúpidas. Pero esto, esto —y apuntócon el dedo hacia los restos de la

monstruosidad— es estúpido.—¿Ha sido la gayáfaga? —preguntó

Sam, aunque intuía que no era larespuesta correcta.

Astrid lo miró a los ojos durante uninstante, pero su cerebro estaba en otraparte.

—No es estúpida —comentó.—Acabas de decir…—… Me he equivocado. No es

alguien estúpido. Es ignorante. Alguienque no tiene ni idea.

—¿Es un…?Sam no se sorprendió cuando Astrid

lo interrumpió como si no hubieraestado hablando.

—… poder increíble, y unaignorancia absoluta.

—Y eso ¿qué quiere decir?Astrid no escuchaba. Volvía la

cabeza lentamente, con la miradaorientada hacia la derecha, como sipensara que alguien la espiaba.

Era tan hipnótico que Sam siguió ladirección de su mirada. No vio nada,pero reconoció el movimiento: ¿cuántasveces durante los meses pasados habíahecho él lo mismo? Mirar de soslayo,como un paranoico, hacia algo que noestaba allí…

Astrid negó con la cabeza despacio.—Me… me tengo que ir. No me

encuentro bien.Sam la vio marcharse. Resultaba

irritante, y eso era quedarse corto.Exasperante.

En los viejos tiempos la habríareñido por eso, le habría exigido saberlo que estaba pensando.

Pero notaba que lo que tenía conAstrid era frágil. Había vuelto, pero nodel todo. No quería empezar a pelearsecon ella. Se acercaba una guerra, no erael momento de discutir con alguien aquien quería.

Pero su marcha abrupta produjo elefecto de dejarle con un solo hilo aseguir, una sola cosa en la que pensar: la

solución.La solución que no existía.

Penny vivía sola en una casa pequeñasituada en el extremo oriental de laciudad. Veía una franja estrecha delocéano desde su dormitorio en el pisode arriba, y eso le gustaba.

Habría querido trasladarse aClifftop, pero Caine había denegado supetición. Clifftop era para Lana, paraque hiciera lo que quisiera con el lugar.Incluso cuando Lana se trasladó al lago—lo cual resultó temporal—, Clifftopquedó como zona prohibida.

—Nadie se mete con Lana —habíadecretado Caine.

Lana, Lana, Lana. Todos amaban aLana.

Penny había pasado algún tiempocon ella cuando le arregló las piernas.Tardó mucho, de hecho, porque teníamuchos huesos rotos. A Penny le habíaparecido una estirada. Realmente era unalivio que le arreglaran las piernas, ymuy agradable no sentir dolor, pero esono le daba derecho a mostrarse tanarrogante y tan por encima de todo…

Y, además, tenía el hotel entero,enorme, para ella sola. Y decidía quiénentraba o salía.

A Penny le molestaba que Lanasuscitara tanto respeto. Porque Pennysabía que podía hacer que se arrastrara,llorara y se arrancara los ojos comohabía hecho Cigar.

Claro que sí. Claro que sí. Cincominutos a solas con la señoritacurandera… y a ver qué le parecía. Aver si se mostraba tan arroganteentonces…

El único problema era que Cainemataría a Penny. No sentía nada porella. La chica esperaba que después demarcharse Diana… Pero no, Caine noocultaba su mirada de desprecio cuandoveía a Penny.

Todavía, pese al poder que Pennyacumulaba, Caine seguía siendo el pezgordo, el chico popular, el chico guapoque escupiría a alguien como ella, consu pelo quebradizo, sus brazos torpes yhuesudos y el pecho plano como unatabla de planchar. Todavía la vida sebasaba en quién estaba bueno y quiénno.

Pero Caine no era el único chico quehabía.

Llamaron suavemente a la puerta deatrás. Penny la abrió para Turk.

—¿Has tenido cuidado? —preguntóla chica.

—Me he apartado del camino. Y

luego he saltado un par de vallas.El chico tenía la respiración agitada

y sudaba. Penny se lo creyó.—¿Y has hecho todo eso solo para

verme? —preguntó Penny.Turk no contestó. Se dejó caer en

una de las poltronas y soltó una nube depolvo. Apoyó el arma contra un lado dela silla y se quitó las botas para ponersecómodo.

De repente, un escorpión se le subiópor el brazo. El chico gritó, le diomanotazos como un loco y se levantó deun salto de la silla.

Entonces vio la sonrisa en el rostrode Penny.

—¡Oye, no me hagas eso! —gritó.—Pues no me ignores —replicó

ella.Detestaba el tono suplicante en su

voz.—No te estaba ignorando.El chico volvió a sentarse

inspeccionando cuidadosamente por sihabía escorpiones, como si hubiera sidoreal.

Penny reconoció suspirando queTurk no era el chico más listo delmundo. No era Caine. Ni Sam. Nisiquiera Quinn. Puede que ellospudieran ignorar a Penny y no tratarlacomo a una chica, y poner mala cara,

asqueados, al verla. Pero Turk no.Turk no era más que un gamberro

tonto.Penny sintió que una furia muy

intensa se acumulaba en su interior, ytuvo que apartarse para ocultarla. Pennyera la ignorada, la olvidada, la quepasaban por alto.

Era la mediana de tres chicas en sufamilia. Su hermana mayor se llamabaDahlia. Su hermana menor se llamabaRose. Las dos tenían nombres bonitos deflor. Y la fea de Penny quedaba enmedio.

Dahlia era una belleza. Desde quePenny podía recordar, su padre amaba a

Dahlia. La vestía con toda clase deconjuntos…, plumas, ropa interior deseda…, y le tomaba cientos de fotos.Hasta que Dahlia empezó adesarrollarse.

Y cuando su padre perdió el interéspor Dahlia, Penny asumió que ella seríala elegida, la amada, la admirada.Asumió que ella sería la que posaría, laque se inclinaría hacia un lado y el otro,la que enseñaría y ocultaría, la quepondría carita tímida o asustada segúnlo que su padre necesitara.

Pero su padre apenas reparó en ella,y pasó a la pequeña y bonita Rose.

Y Rose no tardó en protagonizar las

fotos que su padre subía a internet.Penny tardó unos años en entender

que lo que su padre hacía iba en contrade la ley.

Entonces, tuvo que esperar hasta quesu padre estuviera en el trabajo parallevarse el portátil a la escuela ymostrar las fotos a sus compañeros. Unprofesor las vio y llamó a la policía.

Arrestaron a su padre. La madre dePenny empezó a beber más que nunca. Yenviaron a las tres chicas a vivir con eltío Steve y la tía Connie.

Y, oh, sorpresa, las pobres víctimasDahlia y Rose —las pobres y bonitasDahlia y Rose— acapararon toda la

compasión y la atención.Su padre se colgó en su celda

después de que unos reclusos le dieranuna paliza.

Penny vertió desatascador detuberías en los cereales de Rose paraver lo guapa que estaría con la gargantaquemada, y entonces fue cuando lamandaron a Coates.

No había sabido nada de sushermanas durante los dos años que habíapasado en Coates. Ni de sus tíos. Sumadre le había escrito una vez, unapostal de Navidad incoherente yautocompasiva.

En Coates, la ignoraban tanto como

siempre. Hasta que empezó a desarrollarsu poder. Le vino tarde, tras la primeragran batalla de Perdido Beach, cuandoCaine se marchó al desierto con el líderde la manada.

Cuando por fin volvió,despotricando y aparentementeenloquecido, Penny se guardó susecreto. Sabía que no debía enseñárseloa Drake, que era implacable y la habríamatado. Caine era más dulce y listo queDrake. Cuando por fin recuperó ciertacordura, Penny comenzó a enseñarle loque era capaz de hacer.

Pero Caine seguía ignorándola afavor de Drake y, lo que es peor, de esa

bruja de Diana, que nunca lo habíaquerido, que siempre lo criticaba, queincluso lo había traicionado y se habíapeleado con él.

En ese momento terrible en que seencontraron en el borde del acantiladode la isla de San Francisco de Sales,cuando Caine solo podía salvar a una delas dos, a Diana o a Penny, el chicoeligió.

Penny había soportado un dolorhasta entonces desconocido. Pero lesirvió para aclararse, para fortalecerse.Eliminó cualquier eco débil de piedadque aún quedara en ella.

A Penny ya no la ignoraban.

La odiaban.La temían.Ya no la ignoraban.—¿Tienes algo para beber? —

preguntó Turk.—¿Quieres decir agua?—No seas estúpida; ya sabes que no

quiero decir agua.El agua ya no escaseaba. El

chaparrón inquietante creado por elpequeño Pete seguía cayendo. Unacorriente bajaba por la calle. Habíanbloqueado cuidadosamente todas lasalcantarillas para que fuera a parar a unaabertura en la pared que formaba undepósito en la arena de la playa.

Penny cogió una botella de lacocina. Estaba medio llena del líquidovomitivo que había preparado Howard.Olía a animal muerto, pero Turk tomó untrago largo.

—¿Quieres que nos enrollemos? —preguntó Turk.

Penny se deslizó encima de él,imitando sin ser consciente cosas quehabía visto hacer a Dahlia y Rose.

Turk puso mala cara.—No, así no. No si eres tú.Penny lo sintió como una bofetada en

la cara.—Como hiciste la otra vez. Ya

sabes, en mi cabeza. Hazlo como la otra

vez.—Ah, así —dijo ella sin cambiar la

voz.Penny tenía el poder de provocar

visiones horripilantes. Pero tambiéntenía el poder de generar ilusioneshermosas. Eran lo mismo. Y esasilusiones le habían servido para llevar aCigar al límite. Había descubierto unaimagen de su madre y le había hechover…

Entonces creó una visión de Dianapara Turk.

Al cabo de un rato, usó la imagen deDiana para decir:

—Turk, ha llegado la hora.

—¿Mmmm?—Caine me ha humillado —dijo

Penny con la voz de Diana.—¿Qué?—Él es el único que puede

detenerme —prosiguió Penny—. Él es elúnico que puede humillarme de esamanera.

Turk era tonto, pero no tanto, y laapartó.

Penny volvió a ser ella misma.—Un día te matará, Turk —le

advirtió Penny—. ¿Recuerdas lo quehizo a tu amigo Lance? —preguntó, ydibujó un arco largo en el aire, puntuadocon un ¡paf!

Turk miró nervioso a su alrededor.—Sí, me acuerdo; por eso soy leal

al rey. Él es el rey, y yo no me meto conél.

Penny sonrió.—No, solo acabas de fantasear con

su novia.Turk abrió mucho los ojos y tragó

saliva, nervioso.—Ya, bueno, ¿y tú qué?Penny se encogió de hombros.—Sea como sea, ya no es su novia

—replicó Turk.Penny se quedó callada, esperando.

Sabía que era muy débil y miedoso.—Pero ¿de qué me hablas, Penny?

—exclamó Turk—. Estás loca.Penny se rio.—Todos estamos locos, Turk. La

única diferencia es que yo sé que loestoy. Lo sé todo sobre mí. ¿Sabes porqué? Porque estuve sentada con laspiernas rotas y con ganas de gritar acada minuto del día, comiendo lassobras que Diana me traía, y todo eso tehace pensar con claridad y empiezas aver las cosas como son.

—¡Me largo de aquí! —gritó Turk, yse levantó de un salto.

Había recorrido poco más de mediometro cuando se encontró a Caine en sucamino. Turk dio un paso atrás y le

flaqueó una pierna. Estuvo a punto decaerse.

La ilusión de Caine desapareció.—Déjame ir, Penny —suplicó Turk

con voz temblorosa—. Nunca se lo diréa nadie. Déjame ir. Caine y tú…, lo quesea, ¿vale?

—Creo que acabarás haciendo loque quiero que hagas —dijo Penny—.Estoy harta de que me ignoren y estoyharta de que me humillen.

—No voy a matar a Caine. Digas loque digas.

—¿Matar? ¿Matarlo? —Penny negócon la cabeza—. ¿Quién ha hablado dematar? No, no, no. Nada de matar. —La

chica sacó un frasco del bolsillo, loabrió y vertió seis pastillas pequeñas,pálidas y ovaladas, en la palma—.Pastillas para dormir.

Volvió a meter las pastillas en elfrasco y lo cerró.

—Las he sacado de Howard. Es muyútil. Le dije que me costaba dormir y lepagué con… Bueno, digamos queHoward tiene sus propias fantasías.Que, por cierto, no te las creerías.

—¿Pastillas para dormir? —repitióTurk en tono agudo y desesperado—.¿Crees que vas a cargarte a Caine conpastillas para dormir?

—Pastillas para dormir —repitió

Penny, y asintió satisfecha—. Pastillaspara dormir y cemento.

La cara de Turk se volvió lívida.—Encuentra un modo de traérmelo,

Turk. Tráemelo. Entonces nosotros treslo manejaremos todo.

—¿Qué quieres decir con «nosotrostres»?

Penny sonrió y dijo con los labios deDiana:

—Tú, yo y Diana.

Howard los oyó antes de verlos. Loscoyotes olían a carne podrida.

El chico reprimió el impulso de

echar a correr presa del pánico cuandoel líder de la manada aparecióarrastrándose en la carretera delante deél. No podía correr más rápido que uncoyote. Pero hacía mucho tiempo que loscoyotes no atacaban a nadie.

Se rumoreaba que Sam los habíaamenazado. Eso era lo que decía lagente, que Sam había impuesto la ley yamenazado con ponerse medieval contoda la población de coyotes si semetían con alguien.

Los coyotes temían a ManosBrillantes. Todo el mundo lo sabía.

—Oye —empezó Howard, tanbravucón como pudo—. Soy buen amigo

de Manos Brillantes. ¿Sabes de quiénhablo? De Sam. Así que voy a seguircaminando.

—Manada hambrienta —dijo elcoyote con su voz arrastrada, aguda yalterada.

—Ay, qué divertido —replicóHoward. Tenía la boca seca. Le latía elcorazón muy fuerte. Dejó la mochilapesada en el suelo—. No tengo muchacomida. Solo una alcachofa hervida. Tela puedes quedar. —Metió la mano en lamochila, tanteando ruidosamente entrebotellas vacías, buscando el tacto delmetal. Lo encontró, cerró las manos entorno a un cuchillo pesado y lo sacó.

Entonces lo agitó delante de él yexclamó—: ¡No hagas ningunaestupidez!

—Coyote no mata humano —dijo ellíder de la manada.

—Sí, sí, más te vale que no. ¡Michico Manos Brillantes os quemaráenteros, perros sarnosos!

—Coyote come. No mata.Howard intentó hablar un par de

veces, pero no le salían las palabras. Derepente, los intestinos se le habíanvuelto agua. Le temblaban tanto laspiernas que temía desmayarse.

—No puedes comerme sin matarme—acabó diciendo.

—Líder de manada no mata. Él mata.—¿Él?Howard sintió un pinchazo en la

nuca. Se volvió despacio. El horror leestaba debilitando los músculos.

—Drake… —susurró.—Sí. Eh, hola, Howard. ¿Cómo te

va?—Drake.—Sí, eso ya lo has dicho.Drake desenroscó la mano de látigo.

Parecía más lobuno que los coyotes quesalían al descubierto para formar uncírculo en torno a Howard.

—Drake, tío, no, no. No, no, no. Nolo hagas, Drake, tío.

—Solo te dolerá un rato —afirmó elpsicópata.

Y chasqueó su látigo. Era comofuego en el cuello de Howard.

El chico se volvió y echó a correrpresa del pánico, pero Drake lo alcanzóen la pierna y lo hizo caer boca abajo enla tierra. Howard alzó a la vista y vioque uno de los coyotes lo miraba congula intensa y se relamía el hocico.

—¡Soy útil! —exclamó Howard—.Debes de estar tramando algo. ¡Puedoayudarte!

Drake se sentó a horcajadas sobreél, y despacio, casi delicadamente,enroscó su brazo de tentáculo alrededor

de la garganta de Howard y empezó aapretar.

—Puede que seas útil —concedióDrake—. Pero mis perros tienen quecomer.

A Howard se le salían los ojos delas órbitas. Parecía que le fuera aestallar la cabeza de la presión de lasangre. Sus pulmones no aspiraban nada.

Mohamed vio el círculo de coyotes y seagachó rápidamente tras un arbustopelado que no lo ocultaría si alguien loestuviera buscando. Pero fue lo únicoque encontró para resguardarse. La

carretera ascendía un poco llegado esepunto y, tras subir la cuesta, el chicoestaba prácticamente encima de loscoyotes antes de verlos.

Entonces se dio cuenta de que veíaalgo más que coyotes.

Veía a Drake.Mohamed respiró con fuerza de

repente, y las orejas del coyote máscercano, que debía de encontrarse avarios centenares de metros dedistancia, se agitaron un poco.

Había algo…, no, alguien… en elsuelo. Drake tenía su mano de látigo entorno al cuello de alguien. Mohamed noveía quién era.

Mohamed tenía una pistola. Y uncuchillo. Pero todos sabían que no sepodía matar a Drake con un arma. Siintentaba hacerse el héroe, también lomatarían.

No había una solución correcta. Nohabía manera de parar lo que estabapresenciando. Solo le quedabasobrevivir.

Mohamed se apartó arrastrándosecomo un cangrejo a gatas. En cuantodejó de ver el horror sangriento, se pusoen pie y echó a correr hacia el lago.

Corrió y siguió corriendo sindetenerse. Nunca había corrido tanto nitan rápido en su vida. Alcanzó el

bendito, bendito lago, se abrió pasó aempujones entre unos chavales quepreguntaron: «¿Cómo te va?», y corrióhasta la casa flotante.

Sam estaba en cubierta, sentado conAstrid. Mohamed se dio cuenta de quehabía salido a explicar a Albert queAstrid estaba allí, y se dio cuenta de lopoco que le importaba contarle nada aAlbert.

Saltó al barco, se volvió como siestuviera medio convencido de que loscoyotes lo habían seguido, y cayójadeando en la cubierta. Sam y Astrid sele acercaron. Astrid le puso una botellade agua sobre los labios resecos.

—¿Qué pasa, Mo? —preguntó Sam.Al principio Mohamed no lograba

responder. Sus pensamientos formabanuna maraña de imágenes y emociones.Sabía que debía intentar controlar lasituación, encontrar una manera de daruna imagen más favorable, pero no lequedaban fuerzas.

—Drake —dijo Mohamed de formaentrecortada—. Coyotes.

De repente, Sam se quedó muyquieto. Su voz bajó de volumen yregistro.

—¿Dónde?—Yo estaba… en la carretera a PB.—¿Drake y los coyotes? —apuntó

Astrid.—Estaban… Tenían a alguien. En el

suelo. No he visto quién era. ¡Queríapararlos! —Mohamed exclamó la últimafrase en tono suplicante—. Tenía unarma, pero… Yo…

Mohamed miró a Sam, intentómirarlo a los ojos, buscando algo:¿comprensión?, ¿perdón?

Pero Sam no lo miraba. El rostro deSam era como de piedra.

—Te habrían matado —añadió lachica.

Mohamed agarró a Sam de lamuñeca.

—Pero ni siquiera lo he intentado.

Sam lo miró como si acabara derecordar que Mohamed estaba allí. Sumirada fría parpadeó y volvió a serhumana.

—No es culpa tuya, Mo. No podríashaber parado a Drake. El único quepodría haberlo hecho soy yo.

DIECISIETE

20 HORAS, 19 MINUTOS

—HAZ SONAR la alarma —ordenó Sam.La alarma era una gran campana de

latón que habían cogido de uno de losbarcos y colgado sobre la oficina de dospisos del puerto deportivo.

Edilio corrió hasta la torre, trepó ytocó la campana.

La mente de Sam sentía curiosidadpor ver lo bien que se portaría todo elmundo. Lo habían practicado tres veces:

cuando sonara la campana, algunoschavales debían correr a los campos yalertar a los chavales que allí hubiera.

Cada tienda o tráiler tenía un barcoasignado para salir, tanto si se trataba deuna casa flotante, de un velero o de unbarco más pequeño; mientras fuera másgrande que un bote de remos serviría.

Edilio tocó la campana, y los pocoschavales que había cerca se quedaroninmóviles, perplejos.

—¡Oíd! —gritó Sam—. ¡Esto no esun simulacro, esto va en serio! ¡Hacedlo que os enseñó Edilio!

Como de costumbre, Briannaapareció sorprendiéndolos.

—¿Qué pasa?—Drake —respondió Sam—. Pero,

antes de que te preocupes por él,asegúrate de que traemos a todos de loscampos. ¡Ve!

Dekka se acercó corriendo, aunquemás despacio que Brianna.

—¿Qué ocurre?—Drake.Algo eléctrico circuló entre ellos y

Sam tuvo que contenerse para no reírseen voz alta. Drake. Algo definido. Algoreal. Un enemigo real y tangible. No unproceso vago, ni una fuerza misteriosa.

Drake. Sam se lo imaginabaclaramente.

Y sabía que Dekka estaba haciendolo mismo.

—Lo han visto con una manada decoyotes. Parece que han matado aalguien. Seguramente a Howard.

—¿Crees que viene hacia aquí?—Probablemente.—Y ¿cuánto tardará? —preguntó

Dekka.—Pues no lo sé. Ni siquiera estoy

seguro de que venga. En cuanto Briannaesté libre la mandaré a inspeccionar.

—Esta vez sin compasión —dijoDekka.

—Ninguna —Sam estaba de acuerdo—. Ocúpate de tu parte.

«Tu parte» se refería básicamente aser Dekka. Los chavales la respetabanhasta la reverencia. Todos sabían que sehabía enfrentado a una muerteterriblemente truculenta. Y tambiénhabía salvado a los peques cuando Maryhizo puf. Y, claro, todos sabían que Samla tenía muy bien considerada.

Así que, durante los simulacros,Dekka se había quedado en el muellemientras todos corrían a los barcos. Erala presencia antipática. No podíasfliparte cuando Dekka te repasaba.

Torrentes de chavales volvían de loscampos cargando con toda la comidaque podían, vigilados por una Brianna

que los recorría revoloteando.A los que estaban acampados ya los

habían sacado de sus tráileres y tiendas,y habían empezado a ocupar sus sitiosen los barcos del puerto.

En cuanto tenían a todos suspasajeros asignados, los barcoszarpaban y remaban, o se impulsabancon pértiga o sencillamente iban a laderiva, hacia el interior del lago.

Orc apareció acompañando a Sindery Jezzie, los tres cargados de verduras.Sam no sabía si compartir sus sospechascon Orc, pero decidió que no. Puede quenecesitara su fuerza y su carácter casiindestructible. No podía permitir que el

chico monstruo atacara por su cuenta.En treinta minutos, la mayor parte de

la población estaba a bordo del conjuntovariopinto de veleros, lanchas motoras,yates a motor y casas flotantes queformaban la armada del lago Tramonto.

Al cabo de una hora, los ochenta ytres chavales se encontraban repartidosen diecisiete embarcaciones distintas.

Sam miraba hacia el lago y se sentíasatisfecho. Habían planeado ese día e,increíblemente, el plan habíafuncionado. Toda esa gente estaba en elagua. El agua era potable, así que notenían que preocuparse por la sed. Ellago proporcionaba una cantidad

razonable de peces, y todas sus reservasde comida se encontraban en los barcos.

Así que los chavales podíansobrevivir en los barcos durante unasemana larga, puede que incluso dos, sinproblemas.

Si ignorabas que habría accidentes.Y estupideces.

Y si ignorabas que el mundo enterose oscurecería muy pronto.

Y que había algo que se dedicaba amezclar chavales y coyotes como quienhace una tortilla.

El único barco que no salió fue laCasa Blanca flotante. Sam, Astrid,Dekka, Brianna, Toto y Edilio se

encontraron en cubierta, donde loschavales ansiosos de las embarcacionesdisparejas que los rodeaban pudieranverlos. (Habían mandado a Sinder,Jezzie y Mohamed a otros barcos). Eraimportante transmitir la idea de quetenían las cosas bajo control. Sam sepreguntaba cuánto duraría esa ilusión.

—Vale, lo primero es lo primero —empezó a decir Sam mirando a Brianna.

—Allá voy —respondió la chica.Llevaba su mochila de corredora. La

de la escopeta recortada con doscañones que salía por abajo, de modoque la mochila también hacía de funda.

—¡Espera! —gritó Sam antes de que

pudiera desaparecer—. Encuentra,mira… —Sam apuntó a Brianna con eldedo y se inclinó hacia delante,asegurándose de que así lo oyera— yvuelve.

Brianna adoptó una expresión falsacomo si se sintiera herida, y replicó:

—¿Qué, crees que voy a empezaruna pelea? ¿Yo?

El comentario provocó la risa detodos excepto de Dekka, y el sonido deesa risa resultó tranquilizador para loschavales asustados de los barcos.

Brianna se convirtió en un borrón ySam oyó que la vitoreaban desde variosbarcos.

—¡Vamos, Brisa!—¡Sí, la Brisa!—¡La Brisa contra Mano de Látigo!Sam miró a Edilio y comentó:—Justo lo que Brianna necesita: que

le suban el ego. —Y añadió—: ¿Alguientiene idea de a quién han matado?¿Quién falta?

Edilio se encogió de hombros. Selevantó, se dirigió a la borda y gritó alos barcos:

—Eh, escuchadme. ¿Falta alguien?Durante un rato, nadie respondió.

Entonces Orc, que estaba en la proa deun velero, y pesaba tanto que el barcoentero se hundía más de medio metro

por la parte delantera, comentó:—No he visto a Howard. Pero él

siempre…, ya sabes…, anda solo porahí.

Las miradas de Sam y Edilio seencontraron. Ya se habían dado cuentade que era quien faltaba.

Sam vio que Orc se levantaba, conlo que el barco entero se movió y asustóa Roger, Justin y Diana, que estaban allícon él. Orc volvió a sentarse.

—Qué bien que hayas vuelto —dijoSam a Astrid—. Orc confía en ti. Puedeque más tarde…

—No creo que Orc y yo… —empezó a contestar ella.

—No me importa. Puede quenecesite a Orc. Así que igual tendrás quehablar con él —replicó Sam.

—Sí, señor —dijo ella con unlevísimo tono de sarcasmo.

—¿Dónde está Jack? —preguntóentonces Edilio, malhumorado—. Sesupone que tiene que fichar.

—De camino —respondió Dekka, yseñaló con la barbilla—. Lo veo. Solose está entreteniendo.

—¡Jack! —aulló Sam.Jack se encontraba a unos cien

metros de distancia, y levantó la cabezaal oír su nombre. Sam puso los puños enjarras y lo fulminó con la mirada,

impaciente. Entonces Jack se puso acorrer como lo hacía, a grandes saltospotentes.

En cuanto alcanzó el muelle, Ediliole preguntó qué pensaba que estabahaciendo.

—Se supone que has de ir armado yse supone que has de estar en el Hoyo.

—¿Qué está pasando? —preguntóJack tímidamente—. Estaba dormido.

—¿Brianna no te ha despertado? —preguntó Sam.

Jack parecía incómodo.—No nos hablamos.Sam señaló enfadado los barcos que

cabeceaban en el lago.

—Tengo a niños de cinco añosmetiendo a niños de dos años donde sesupone que tienen que estar, ¿y uno demis dos genios oficiales se ha dormido?

—Lo siento —dijo Jack.—Así es —confirmó Toto.Sam lo ignoró. Rebosaba adrenalina.

Estaba dispuesto a olvidar la mutaciónasquerosa que había bajo de la lona.Dispuesto a olvidar, al menos por elmomento, que puede que fuera el últimodía de verdad con el que contaban.Dispuesto a olvidar su preocupación porCaine y los misiles. Dispuesto a dejar aun lado todos esos problemas intratablesy preguntas sin responder, porque ahora

—ahora, por fin— se presentaba unapelea directa.

Astrid lo agarró del hombro y lollevó aparte. Sam no quería discutir conella; tenía cosas que hacer. Pero nopodía decirle que no. No sin escucharlaprimero.

—Sam, esto significa que tu carta nova a llegar ni a Caine ni a Albert.

—Ya, ¿y?—¿Y? —Astrid se mostró tan brusca

en su incredulidad, que Sam tuvo quedar un paso atrás—. ¿Y? Las luces van aapagarse igualmente, Sam. Y aún nosenfrentamos a un posible desastre. Y nosabes lo que pueden hacer Albert o

Caine.—De eso me encargaré cuando

pueda —dijo el chico, cortando el airecon la mano para interrumpir el debate—. Tenemos una pequeña urgencia entremanos.

—A todo esto, ¿dónde está latontaina de Taylor? —preguntó la chica,enfadada—. Si no se presenta, manda aBrianna a entregar la nota a Albert yCaine.

—¿A Brianna? ¿Y apartarla de lacaza de Drake? Te deseo suerte…

—Entonces manda a Edilio y a unpar de sus…

—Ahora no, Astrid. Prioridades.

—Tú estás estableciendoprioridades, Sam. Te encargas de lofácil en vez de ser listo.

A Sam le dolió que le dijera eso.—¿Lo fácil? Drake se presenta de

repente tras cuatro meses desaparecido.¿No te parece que igual todo es lomismo? ¿Drake, la mancha, lo que seaesa fuerza «ignorante»?

—Claro que sospecho que todo es lomismo —replicó Astrid apretando losdientes—. Por eso quiero que busquesayuda.

Sam levantó un puño y empezó arecorrer una lista, sacando un dedo porcada punto a tratar.

—Uno: Brisa lo localiza. Dos:Dekka, Jack y yo nos reunimos. Tres:tanto si se trata de Drake como deBrittney, lo cortamos, lo quemamos afondo, trozo a trozo, y hundimos lascenizas que queden en el lago, dentro deuna caja de metal cerrada y pesada. —Sam volvió a cerrar los dedos en unpuño—. Vamos a acabar con Drake deuna vez por todas.

Drake oyó el repique de la campana. Eraun ruido lejano, pero resultabaestridente y penetrante. Sintió elapremio que implicaba. Se imaginó lo

que quería decir.Maldijo a los coyotes, y no

precisamente en voz baja.—Han encontrado el desastre que

habéis dejado en la carretera. Ahoraestarán preparados para nosotros.

El líder de la manada no le dijonada.

¿Cuánto tardarían en mandar aBrianna tras él? Poco. Si los encontraba,despacharía a los coyotes en escasos ysangrientos segundos. Y luego evitaríaque Drake avanzara.

Había luchado con Brianna antes. Lachica no podía matarlo, pero síretrasarlo. Le había cortado

extremidades, y esa clase de dañotardaba en arreglarse.

Y por supuesto se traería a Sam. ASam y sus pequeños ayudantes. Puedeque esta vez no lo retrasara elsurgimiento de Brittney. Puede que estavez lo quemara centímetro a centímetro,como empezó a hacer cuando…

—¡Aaaarrrg! —gritó Drake.Alzó su tentáculo y lo dejó caer con

un chasquido estentóreo.Los coyotes lo observaban

impasibles.—Tengo que esconderme —anunció

el psicópata. Le avergonzabareconocerlo—. Tengo que esconderme

hasta que llegue la noche.El líder de la manada inclinó la

cabeza y dijo como pudo:—Cazador humano ve. No huele ni

oye.—Una observación brillante,

Marmaduke. —Pero era verdad: Briannano era un coyote. No podía olerlo nioírlo, a no ser que hiciera mucho ruido.Solo necesitaba que no lo vieran—.Vale, buscadme un lugar donde no mevean hasta que se haga de noche.

—Sitio alto con grietas profundas.—Vamos rápido, antes de que se

decidan a mandarnos a vuestra amigaChica Rápida.

Los coyotes no se entretuvieron. Semarcharon al trote, esquivando losobstáculos con una especie de fluidezincesante. Fueron subiendo hasta llegara la cima de un promontorio. Allí Drakevio que la barrera se encontraba a unoscuatrocientos metros.

Se detuvo y se quedó mirando.Era como si su dueña se alzara

desde lo más hondo de la tierra congarras negras. Como si intentara agarrary envolver aquel mundo antinatural conmiles de dedos.

Debería haberlo motivado. Pero sesintió inquieto. Se trataba de la mismamancha negra que había empezado a

extenderse por la gayáfaga.Le recordaba que puede que la

Oscuridad no estuviera bien del todo. Lerecordaba que aquella misión no sebasaba solamente en la ambición de lagayáfaga, sino también en el miedo.

—Muévete —le instó el líder de lamanada, ansioso.

Sus siluetas se recortabanparcialmente sobre el risco. Drake seagachó. Veía el lago extendido pordebajo. Si él podía verlos, ellostambién.

Corría tras el líder de la manada,que desapareció rápidamente entre unlaberinto de piedras caídas y el risco

erosionado por la lluvia.Drake tuvo que tomar aire para

encajarse en la grieta que habíanencontrado para él. Una de las ventajasde ir con coyotes era que nadie conocíamejor el terreno.

No había espacio para sentarse, yapenas para mantenerse en pie. PeroBrianna no lo encontraría; de eso estabaseguro.

Y desde allí veía una franja estrechadel lago, unos pocos barcos y unfragmento del cielo.

La noche se acercaba.

FUERA

LA ENFERMERA CONNIE Temple setragó el Zoloft. Le iba mejor que elProzac, la dejaba menos cansada.

Y a continuación se tomó casi unacopa de vino tinto, lo cual la haría sentircansada.

Encendió el televisor y fuecambiando de canal, aunque en verdadno le interesaban las películas queofrecían. No estaba en su tráiler. Estaba

en el Avania Inn de Santa Bárbara. Allíera donde se veía regularmente con elsargento Darius Ashton.

Habían empezado a salir unos mesesatrás. Se había presentado uno de losviernes que Connie cocinaba. Y pocodespués se dieron cuenta de que debíanmantener su relación en secreto.

Connie oyó que llamaban a la puertade una forma familiar, y dejó entrar aDarius. Era bajo, solo unos cincocentímetros más alto que ella, pero teníaun cuerpo compacto y duro decoradocon tatuajes y cicatrices que se habíatraído de Afganistán.

Llevaba seis latas de cerveza en una

mano, y sonreía avergonzado.A Connie le gustaba. Le gustaba que

fuera lo bastante listo como para saberque en parte estaba con él —no del todo,solo en parte— porque lo utilizaba parasacarle información. Había perdido casitoda la vista de un ojo, así que Dariusnunca volvería a combatir. Actualmentese encargaba del mantenimiento enCamp Camino Real. No tenía accesodirecto a nada clasificado, pero oíacosas. Veía cosas. Odiaba su trabajo, ysi no podía ser soldado de combateestaba decidido a dejar el serviciocuando terminara el periodo dereclutamiento.

Básicamente, el sargento DariusAshton se dedicaba a matar el tiempo. Yle gustaba hacerlo con Connie.

La mujer estaba sentada en la camabebiendo vino tinto. Darius se estababebiendo su tercera cerveza y se dejócaer en la silla con los pies subidos alextremo de la cama; a ratos jugaba conlos dedos de los pies de Connie.

—Algo pasa —dijo sin máspreámbulos—. He oído que el coronelamenazaba con dimitir.

—¿Por qué?Darius se encogió de hombros.—Y ¿se ha ido? —preguntó Connie.—Nooo. El general ha venido en

helicóptero. Han tenido una charla quese oía a cierta distancia. Entonces elgeneral se ha ido, y ya está.

—¿Y tienes idea de qué iba?Darius negó con la cabeza despacio.

Dudó si continuar, y Connie supo queiba a decirle algo importante. Algo queno se atrevía a contarle.

—Mis hijos están ahí dentro —lerecordó la mujer.

—¿Hijos, en plural? —Darius lamiró con dureza—. Solo te he oídohablar de tu chico, Sam.

Connie tomó un trago largo de vino.—Quiero que confíes en mí —dijo

—. Así que te voy a contar la verdad.

Así va lo de la confianza, ¿verdad?—Me suena que sí.—Tuve gemelos. Sam y David.

Supongo que entonces me gustaban losnombres bíblicos.

—Nombres buenos y fuertes.—Bivitelinos, no idénticos. Sam era

el mayor, por unos minutos. Aunque fueel pequeño, pesó casi doscientos gramosmenos.

Connie se sorprendió al detectar quesu voz la traicionaba y temblaba. Perose forzó a seguir, decidida a no echarsea llorar.

—Tuve depresión posparto. Muyfuerte. ¿Sabes lo que es eso?

Darius no respondió, pero Connie sedio cuenta de que no lo sabía.

—A veces, tras dar a luz, a la mujerse le alteran las hormonas. Yo ya losabía. A fin de cuentas soy enfermera,aunque no trabaje mucho de enfermeraúltimamente.

—Así que hay pastillas y cosas así—sugirió Darius.

—Las hay —confirmó Connie—. Yno se me fue la cabeza. Pero desde elprincipio tenía una… una fantasía,supongo…, de que había algo malo enDavid.

—¿Malo?—Sí, malo. No quiero decir

físicamente. Era un bebé precioso. Ylisto. Era muy raro, porque mepreocupaba preferirlo a Sam, porque eramás grande, y tan despierto y guapo…

Darius dejó a un lado su cervezaahora vacía y abrió otra.

—Entonces pasó lo del accidente, lodel meteorito.

—Me suena —comentó Darius,interesado—. Pero eso fue hace veinteaños, ¿no?

—Trece.—Debió de ser para verlo. ¿Un

meteorito que destroza una centralnuclear? La gente debió de alucinar.

—Se podría expresar así —dijo

Connie muy seca—. Sabes que siguenllamando «El Rincón Radioactivo» aPerdido Beach. Claro que nos dijeronque todo iba bien… Bueno, a mí no. Dehecho, lo que me dijeron fue que mimarido, el padre de mis dos hijos, habíasido la única víctima.

Darius se incorporó, inclinó lacabeza y se acercó a ella.

—¿Por la radioactividad?—No, por el impacto en sí. No

sufrió. Ni siquiera supo lo que seavecinaba. Solo estaba en el lugarequivocado en el momento equivocado.

—Muerto por un meteorito.Darius negó con la cabeza. Connie

sabía que había visto la muerte de cercaen Afganistán.

—Después de eso, volví adeprimirme. Fue peor que nunca. Yentonces me convencí, estabatremendamente convencida de que habíaalgo malo en David. Algo muy muymalo.

El recuerdo de aquellos días seapoderó de Connie, y no pudo seguirhablando. La locura resultó tan real…Lo que empezó como síntoma dedepresión posparto había llegado aconvertirse en una especie de síntomapsicótico. Como si tuviera una voz en lamente susurrándole, susurrándole que

David era peligroso, que era malvado.—Tenía miedo de hacerle daño —

reconoció Connie.—Qué duro.—Sí, qué duro. Yo lo quería, pero le

tenía miedo. Temía lo que pudierahacerle. Así que… —Connie soltó unarespiración entrecortada—. Así que loentregué. Lo adoptaron de inmediato. Ydurante mucho tiempo desapareció de mivida. Concentré mi atención en Sam, yme dije que había hecho lo correcto.

Darius frunció el ceño.—Me he leído el Wiki. No hay

ningún David Temple. Me habría fijado,por el apellido.

Connie sonrió levemente.—Nunca supe quién lo había

adoptado. Nunca supe quién era. Hastaque un día estaba en el trabajo, enCoates. Por aquel entonces ni siquierame habían contratado: sustituía a laenfermera de siempre, que estaba debaja por maternidad. Y trajeron al chico.Lo supe de inmediato, sin dudarlo. Lepregunté cómo se llamaba, y me dijo quese llamaba Caine.

—Y ¿cómo era? Quiero decir, quetenías la idea de que se volvería malo…

Connie bajó la cabeza.—Seguía siendo hermoso. Y muy

listo. Y tan encantador… Tendrías que

haber visto cómo se congregaban laschicas a su alrededor.

—La belleza le viene de su madre—comentó Darius, intentando mostrarsegalante.

—También era cruel, manipulador,implacable. —Connie pronunciaba laspalabras con sumo cuidado, pensándosecada una de ellas—. Me asustaba. Y fueuno de los primeros en empezar a mutar.Al mismo tiempo que Sam, de hecho,pero Sam era una personacompletamente distinta. Sam arremetíacon su poder, perdía el control y luegose quedaba destrozado. Pero Caineutilizaba su poder sin preocuparse por

nadie más que por él mismo.—¿Misma madre, mismo padre, y

sin embargo tan distintos?—Misma madre —afirmó Connie,

sin cambiar la voz—. Yo entonces teníauna aventura. Nunca les hice una pruebade ADN, pero es posible que tuvieranpadres distintos.

Connie percibió que Darius estabasorprendido. No le parecía bien lo quehabía contado. Pero ¿por qué tendría queparecerle bien? Ni a ella misma leparecía bien.

De repente la habitación parecióenfriarse.

—Más vale que me vaya —dijo

Darius—. ¿Harás costillas el viernes?—Darius, te he contado mi secreto

—dijo Connie—. Te lo he dado todo.¿Qué es lo que no me estás contando?

Darius se detuvo en la puerta.Connie se preguntaba si volvería algunavez. Había visto una faceta de ella queno se esperaba.

—No te lo puedo contar todo —repuso Darius—, excepto que a losmilitares les encantan los acrónimos.Justo el otro día vi uno nuevo que noreconocí, en unos vehículos que entraronal campamento. EAUN. Parece inocente,¿eh?

—¿Qué es EAUN?

—Búscalo. Te veré el viernes sipuedo.

Darius se marchó.Connie abrió su portátil y se conectó

a la red inalámbrica del hotel. AbrióGoogle y escribió EAUN. Tardó unossegundos en averiguar que EAUNsignificaba Equipo de Apoyo enUrgencias Nucleares.

Eran científicos, técnicos eingenieros a los que llamaban paraenfrentarse a un incidente nuclear.

Un equipo para intervenir enurgencias nucleares.

Y el coronel amenazando condimitir.

Algo estaba ocurriendo. Puede quese tratara de un nuevo y polémicoexperimento. De algo peligroso. De algorelacionado con la posible extensión deuna radiación.

Que puede que fuera el origen detodo aquello.

DIECIOCHO

18 HORAS, 55 MINUTOS

NOCHE CERRADA.Sam había convocado a Brianna

cuando el sol descendió. La oscuridadera mortal para ella. Un solo tropiezo, ysería un saco de huesos rotos.

Brianna se enfureció y exigió que ladejara libre otra vez. Pero sabía que nodebía. Sam la envió a una de las literaslibres de debajo y le ordenó quedescansara. Pocos segundos después la

oyó roncar.Cambiaron los guardias. Edilio

estaba sentado y pestañeaba para nodormirse. Dekka rumiaba. Hacía un ratoque Sam no había visto a Astrid. Seimaginaba que estaría en su litera. Puedeque estuviera furiosa con él.Probablemente. Y puede que se lomereciera. Había sido cortante con ella.

Sam quería bajar al camarote y estarcon ella. Pero sabía que si cedía a esanecesidad, si encontraba la paz y elolvido, puede que no tuviera fuerzaspara volver a salir.

La luz estaba desapareciendo. Perose alzaba la luna, o la ilusión de una

luna. Aún no había oscuridad de verdad.Pero se acercaba.

—¿Dónde está? —se preguntó Sampor millonésima vez.

Inspeccionó la playa, ya oscurecida.Recorrió los bosques y el acantilado conla mirada. Drake podía estar encualquier de esos sitios. Bajo esosárboles oscuros. O subido a aquellasrocas.

Sam se hundió en la silla de lona.—¿Estás lo bastante despierta como

para mantener los ojos abiertos? —preguntó a Dekka.

—Échate una cabezada, Sam.—Sí —dijo el chico, y bostezó.

Astrid lo estaba esperando.—Siento haber saltado antes —se

excusó Sam.Ella no dijo nada, sino que lo besó

sujetándole la cara con las manos.Hicieron el amor despacio, en silencio,y cuando terminaron Sam se quedódormido…

Cuando Cigar miraba a Sanjit veía a unacriatura feliz que bailaba y daba vueltas,parecida a un galgo que caminaraerguido. El otro al que llamaban Chooparecía un gorila dormido, cuyo corazónrojo latía despacio.

Cigar sabía que no veía lo que veíanlos demás. No sabía si lo que veía eraproducto de tener nuevos ojos, o si lalocura lo había vuelto todotremendamente extraño e increíble.

Ojos extraños. Cerebro extraño. ¿Ouna combinación de ambos?

Incluso los objetos —las camas, lasmesas, los escalones de Clifftop—brillaban de manera inquietante,vibraban, formando una luz continuacomo si, en vez de estar fijos en un sitio,se movieran.

Ojos locos, cerebro loco.Recuerdos que hacían que salieran

gritos de su garganta descarnada.

Cuando eso pasaba, Sanjit, Choo oel pequeño, Bowie, que parecía ungatito blanco espectral, se le acercabany le decían palabras tranquilizadoras. Enesas ocasiones, a Cigar le parecía veralgo parecido al polvo en un rayointenso de sol, y esa… esa…, no sabíacómo llamarla, pero esa… cosa…calmaba el pánico.

Hasta el siguiente ataque.Había otra cosa, muy distinta del

polvo que brillaba iluminado por el sol,una cosa que extendía zarcillos por elaire, atravesando los objetos, alzándosea veces como humo desde el suelo, yotras veces como un látigo lento de un

verde pálido.Cuando Lana se acercaba, el látigo

verde la seguía, intentaba tocarla, seapartaba deslizándose y lo intentaba otravez, insistente.

Y a veces a Cigar le parecía que lobuscaba. No tenía ojos. No podía verlo.Pero sentía algo… algo que leinteresaba.

Cuando se acercaba a Cigar, elchico tenía visiones de Penny, y visionesde él mismo haciéndole cosas terribles,escalofriantes.

Haciéndola sufrir.Cigar se preguntaba si el humo que

se alzaba, el látigo verde lento, aquella

cosa, le daría poder respecto a Penny.Se preguntaba si, si decía que sí —«sí,alcánzame; aquí estoy»—, podríavengarse de Penny.

Pero los pensamientos de Cigarnunca duraban mucho. Reunía imágenesen su mente, pero luego se dispersabancomo si un rompecabezas explotara.

A veces venía el niño pequeño.No era fácil verlo. El niño pequeño

siempre se quedaba a un lado. Cigarsentía su presencia y miraba endirección al niño, pero por rápido quemoviera la cabeza no lo veíaclaramente. Era como ver a alguien através de la abertura estrecha de una

puerta. Apenas alcanzaba a verlo, y elniño desaparecía.

Más locura.¿Si tenías ojos inhumanos y la mente

destrozada, cómo podrías llegar a saberlo que era real y lo que no?

Cigar se dio cuenta de que debíadejar de esforzarse. No importaba,¿verdad? ¿Realmente alguien llegaba aver lo que lo rodeaba? ¿Tan perfectoseran los ojos comunes o tan despejadasestaban las mentes normales? ¿Quiénpodía afirmar que lo que Cigar veíaahora no era tan real como lo que veíaen los viejos tiempos?

¿Acaso los ojos comunes no eran

ciegos a toda clase de cosas? A losrayos X, a la radiación y a los coloresmás allá del espectro visible.

El niño pequeño le había metido esaidea en la cabeza.

Cigar se dio cuenta de que volvía aestar junto a él, justo donde no lealcanzaba la vista. El indicio de unapresencia estaba justo ahí, donde niCigar podía verlo.

Los pensamientos de Cigarvolvieron a fragmentarse.

Se levantó y se dirigió hacia lapuerta que vibraba y latía y lo llamó.

Llamaron a la puerta de Penny.La chica no temía que llamaran, así

que la abrió sin mirar siquiera por lamirilla.

Caine estaba allí, enmarcado por laluz plateada de la luna.

—Tenemos que hablar —dijo.—Es noche cerrada.El chico entró sin esperar que lo

invitaran.—Primero, lo más importante: si

veo cualquier cosa que no me guste,aunque solo sea una pulga, cualquiercosa que salga de tu imaginación

enferma, Penny, no dudaré. Teestamparé contra la pared más cercana.Y luego haré que te caiga encima.

—Hola a ti también, Su Alteza.La chica cerró la puerta.Caine se dejó caer en la silla

favorita de Penny. Como si la casa leperteneciera. Se había traído una vela.La encendió con un mechero Bic y lapuso sobre la mesa. Muy propio deCaine: lo disponía todo para que tuvierauna iluminación melodramática, aunquecostaba más encontrar velas quediamantes en la ERA.

El rey Caine.Penny reprimió la rabia que

amenazaba con desbordarse. Lo haríaarrastrarse. ¡Lo haría gritar una y otravez!

—Sé por qué has venido —dijo lachica.

—Turk me ha dicho que estásdispuesta a ser realista, Penny. Me hasdicho que querías negociar unascondiciones. Me parece bien. Suéltalo.

—Mira —empezó Penny—, la hecagado con lo de Cigar. Y sé lo queocurre si el suministro de comida seagota. No soy tan guapa como Diana,pero no por eso soy estúpida.

—Vale —dijo él sin estarconvencido.

—Así que, como he dicho a Turkque te dijera, me voy a ir de la ciudad.Ya he guardado algunas cosas. —Señalóuna mochila que se encontraba en unrincón—. Pero creo que no deberíaparecer que has hecho que me fuera,porque entonces es como si ganaraQuinn. Creo que debería parecer que ladecisión de marcharme ha salido de mí.

Caine la miró fijamente; era evidenteque intentaba entender qué tramaba.

Entonces Penny dejó translucircierto enfado.

—Oye, a mí tampoco me hacegracia, ¿vale? Pero me las arreglaré.Aunque no lo creas puedo sobrevivir sin

ti, rey Caine.—Llévate toda la comida que

quieras —dijo el chico.—Qué generoso por tu parte —

replicó ella—. El trato es que memarcho, pero tienes que asegurarte deque no me muera de hambre. Una vez ala semana me encontraré con Bug en lacarretera, junto al camión volcado deFedEx. Si necesito algo, él me lo traerá.Eso es lo que pido por marcharme yponértelo fácil.

Caine se relajó un poco. Inclinó lacabeza hacia un lado y la miró,pensativo.

—Me parece bien.

—Pero tenemos que hablar sobrecómo hacer que pinte bien. Reconócelo,Caine: tú y podemos sernos útiles en elfuturo, ¿verdad? Así que necesito quesigas al mando. Es mejor que laalternativa.

—¿Qué tienes en mente?Penny suspiró.—Ahora estoy pensando en

chocolate caliente. Taylor me trajo unpoco de la isla. Tómate una tazaconmigo y pensaremos algo.

Caine no le preguntó por qué Taylorle había traído algo tan preciado comochocolate de la isla. Sin duda, Taylorutilizaba el poder de generar fantasías

de Penny para algo.Penny vio la mirada de desagrado de

Caine mientras se lo pensaba. Se dirigióa la cocina y encendió el hornillo queutilizaba para calentar el agua y elcacao.

Caine no la siguió.Seguía sentado, perplejo, cuando

Penny le pasó la taza.Ambos sorbieron.—Así que supongo que, si me voy y

hago que parezca que no es culpa tuya,tendríamos que comportarnos como siestuviéramos peleados —propusoPenny.

—Tendríamos que hacerlo donde la

gente pueda oírnos. Pero no aldescubierto, porque entonces pareceráfalso. —Caine volvió a sorber—. Unpoco amargo —comentó, haciendo unamueca.

—Podría añadirle un poco deazúcar.

—¿Tienes azúcar?Penny fue a buscarlo. Cogió dos

terrones y los metió en la taza de Caine,que el chico hizo girar para que elazúcar se disolviera.

—Tienes razón en una cosa, Penny—reconoció Caine—. Eres útil. Estásloca, pero eres útil. Nadie tiene azúcar,pero tú sí.

Penny se encogió de hombrosmodestamente.

—A la gente le gusta desconectar,¿sabes? Pensar en algo más divertidoque la vida, el trabajo y todo eso.

—Ya, pero aun así, ¿azúcar deverdad? Eso vale mucho.

—Supongo que sabes que estoycolada por ti…

—Ya, bueno, no te ofendas, pero yono.

Penny tuvo que controlarse para noatacarlo y hacer que le ardiera yburbujeara la piel.

—Pues qué pena. Porque puedo sercualquiera… en tu imaginación.

—Hazme un favor… No me desdetalles. Ahora… —Caine bostezó—.Vamos a hacer planes. He tenido dosdías muy largos, y quiero acabar conesto.

Así que Penny hizo una sugerencia.Y Caine contraatacó con otra.Y ella sonrió y puso una pequeña

objeción.Y él bostezó, largo y tendido.—Pareces cansado, Caine. ¿Por qué

no cierras los ojos y descansas unosminutos?

—No puedo… —empezó a decir,pero volvió a bostezar—. Yahablaremos… por la mañana.

El chico intentó levantarse. Apenaspodía, y volvió a hundirse. Parpadeó ymiró fijamente a Penny.

La chica casi lo veía pensar, lenta,muy lentamente. Caine frunció el ceño,se obligó a abrir los ojos y preguntó:

—¿Me has…?Ella no se molestó en responder. El

juego la aburría, y estaba harta dehacerse la simpática.

—Te mataré.Caine alzó una mano, pero se

tambaleó en el aire. La chica se levantórápidamente y se hizo a un lado. Acontinuación, se puso detrás de él.

El chico trató de volverse, pero no

podía. No lograba que el cuerpo lerespondiera.

—No te preocupes, Su Alteza. Dehecho, no creo que vayas a preocupartepor nada ahora mismo. Además delAmbien he puesto un poco de Valium.

—Te… m… —empezó a balbucearel chico, y resopló, incapaz decontinuar.

—Que sueñes con los angelitos —dijo Penny, y cogió una bola de nievepesada de la estantería con adornos.

Sin duda había sido una posesiónpreciada de quienquiera que fuera eldueño de aquella casa. La bola de nievetenía un pequeño casino Harrah’s

dentro. Un recuerdo hortera.Penny estampó la bola contra la nuca

de Caine, y el chico se desplomó haciadelante.

El cristal se rompió, con lo que hirióa Caine en el cuero cabelludo y Penny secortó el pulgar.

La chica miró la sangre de la mano.—Ha valido la pena —gruñó.Se enrolló una toallita en el corte y a

continuación trajo una ensaladera demadera grande y una jarra de agua.

Luego sacó a rastras la bolsa pesadade cemento del armario.

DIECINUEVE

17 HORAS, 37 MINUTOS

ASTRID SALIÓ del camarote silenciosacomo una sombra. Costaba tantoabandonar la calidez del cuerpo de Sam.El chico era un imán, y Astrid unalimadura de hierro, por lo que la atraíade manera casi irresistible.

Casi.Astrid se deslizó por el pasillo.

Brianna roncaba. A Astrid casi se leescapó la risa al darse cuenta de que

roncaba a una velocidad normal, comotodo el mundo.

Encontró su ropa y se vistió entre lassombras. Camiseta, vaquerosremendados múltiples veces y botas.Revisó su mochila. Los cartuchosseguían allí. Rellenaría la botella deagua en el lago. Le vendría bien un pocode comida, pero hacía tiempo que sehabía adaptado a pasar largo periodossin ella.

Con un poco de suerte la salida noduraría mucho. Si no ocurría nada,llegaría caminando a Perdido Beach enqué, ¿cinco horas? Suspiró. Caminarhasta Perdido Beach de noche o

arrastrarse otra vez a la cama con Sam ydejar que la rodeara con sus fuertesbrazos y entrecruzar sus piernas con lasde él y…

—O ahora o nunca —susurró.Tenía las cartas, las que Mohamed

no había logrado entregar. Las dobló yse las metió en el bolsillo delantero,donde no podrían caérsele.

El plan se basaba en lo que seencontrara cuando subiera a cubierta. Lacasa flotante seguía atracada en elmuelle como forma simbólica derebeldía, pero habría alguien de guardia.

Astrid salió por el lado del muelle.Puede que quien estuviera en la cubierta

superior no se diera cuenta. Puede quelograra marcharse sin más.

—¡Alto ahí! —dijo una voz. EraDekka.

Astrid maldijo entre dientes. Yahabía recorrido dos metros, pero seguíaa su alcance, con lo que no tenía ningunaposibilidad de escapar. Dekka anularíala gravedad bajo sus pies, y costabacorrer mientras flotabas en el aire.

Dekka se dirigió al límite de lacubierta superior y saltó. Anuló lagravedad durante medio segundo, losuficiente como para caer en silencio.

—¿Has salido a buscar untentempié? —preguntó, muy seca—.

Pues cógeme una bolsa de pastelitos.—Voy a Perdido Beach —explicó

Astrid.—Ah. ¿Te vas a hacer la gran

heroína y a entregar la carta de Sam?—Pues sí, quitando lo de «gran

heroína».Dekka inclinó el pulgar hacia tierra.—Drake está ahí fuera. Y también

los coyotes que se han comido aHoward para almorzar. No te ofendas,querida, pero tú eres el cerebro, no elmúsculo.

—He aprendido algunas cosas —repuso Astrid.

Sin dejar de mirar a Dekka, inclinó

la culata de su escopeta hacia arriba yde lado. La culata de madera alcanzó aDekka en un lado de la cara. No llegó anoquearla, pero la hizo caer de rodillas.

Astrid se desplazó rápidamentehasta colocarse detrás de Dekka yaprovecharse de su conmociónmomentánea. La empujó hasta dejarlaboca abajo, sobre los tablones ásperos.

—Lo siento, Dekka —dijo, yenroscó un trozo de cuerda alrededor desus muñecas. Luego le metió un calcetínviejo en la boca—. Escúchame, Dekka.Necesitamos a Caine. Caine nosnecesita. Así que tengo que hacer esto.Y aquí no me necesitáis.

Dekka tironeaba para quitarse lasataduras y escupía la mordaza de laboca.

—Si despiertas a Sam, mandará aBrianna tras de mí.

Así consiguió que Dekka dejara deforcejear.

—Ya sé que es una mierda, ya me lodevolverás luego —continuó Astrid—.Dame veinte minutos antes de ir a buscara Sam. Dile que alguien te ha noqueado.Tendrás un buen moretón paraenseñarle, te creerá.

Astrid se apartó. Dekka noforcejeaba.

—Dile que te he dicho que

necesitaba hacerlo. Dile que no pararéhasta que lo consiga.

Dekka había conseguido escupir lamordaza. Podría gritar y todo se iría altraste. Pero se limitó a decir:

—Ataja por el bosque, y mantentealejada del risco. Te apuesto lo que seaa que Drake está en las cuevas y grietasdel risco. La Brisa ha peinado bastantebien los bosques.

—Gracias.—¿Quieres que le diga alguna otra

cosa a Sam?Astrid sabía qué le estaba

preguntando.—Sabe que lo quiero —entonces

añadió, con un suspiro—: Vale. Dileque lo quiero con todo mi corazón. Perodile también que esta batalla no dependesolo de él. Yo también estoy metida enesto.

—Vale, rubita. Buena suerte. Y oye,dispara primero; ya te lo pensarásdespués, ¿eh?

Astrid asintió.—Sí…Se marchó rápidamente. En parte se

sentía cruelmente decepcionada porhaber podido dejar atrás a Dekka. Si lahubiera detenido, habría recibido ciertoreconocimiento por su valiente intento.Y habría vuelto con Sam, en vez de

seguir avanzando, tensa y temerosa,hacia el límite de los bosques.

Diana no pensaba que fuera capaz dedormirse en un velero. No es quehubiera olas, pero aún recordabaintensamente los días de las náuseasmatutinas. Y tampoco le hacía graciaalgo que pudiera alterar la delicada pazque había conseguido alcanzar en suestómago.

Pero se había dormido en uno de losbancos estrechos acolchados que habíaen la popa del velero.

En ese barco iban Roger, Justin y

una de las amigas de Justin, una niñitaque tenía el nombre interesante de Atria.Estaban dormidos. O por lo menosestaban callados, lo cual desde el puntode vista de Diana era igual de bueno.

Había visto a Roger con los dospequeños. Se preguntaba si conseguiríaaunar esa misma paciencia y espíritulúdico. Roger había encontrado tiza enalguna parte, y había conseguidomantenerlos tranquilos dibujandopersonajes divertidos en la cubierta.Justin y Atria parecían pensar queestaban en una especie de picnic.

El otro ocupante del barco era Orc.Había decidido que su sitio se

encontraba en la cubierta delantera, enla proa o como quiera que la llamaran.Su peso elevaba la popa, de modo quese inclinaba y amenazaba con arrojar aDiana de su asiento. Pero la chica habíaenganchado un brazo alrededor de unposte de cromo y el otro,incómodamente, en torno a unacornamusa, se había cubierto bien conuna manta que la tapaba hasta labarbilla, y así sí que se había dormido.

Pero tenía uno de esos sueñosextraños. No estaba del todoinconsciente, sino sumida en una especiede sueño agradablemente difuso quebordeaba su conciencia y la hacía

sonreír.Diana oía voces, pero no las

entendía o no quería entenderlas.Notaba cómo el barco se levantaba y

hundía cuando Orc se movía, o cuandootro barco se deslizaba y empujaba alsuyo.

Fue en ese estado en el que Dianaoyó la voz. Era una voz nueva yconocida al mismo tiempo. Resonabadesde su vientre.

Sabía que era un sueño. Aunqueestuviera un poco avanzado para suedad, el bebé aún no tenía el cerebro enfuncionamiento, y ya no digamos elpoder de formular palabras,

pensamientos y frases.El bebé estaba caliente…El bebé estaba a oscuras…El bebé estaba a salvo…Era un sueño, una fantasía agradable

inventada por su subconsciente.Diana sonrió.—¿Qué eres? —preguntó su mente

soñadora.—Un bebé.—No, tonto, quiero decir, que si

eres niño o niña.Sintió que su bebé soñado estaba

confundido. Pues sí, claro, ya le parecíanormal. A fin de cuentas, todo aquelloera un sueño, y la conversación era una

fantasía; ambas voces procedían de susubconsciente, y como no sabía qué…

—Me quiere.De repente, el sueño vago de Diana

se llenó de nubes de tormenta.Desapareció su sonrisa, y apretó losmúsculos de la mandíbula.

—Me susurra.—¿Quién? ¿Quién te susurra?—Ya sabes quién…El corazón de Diana dio un vuelco, y

empezó a latir con fuerza paracompensar.

—¿Te refieres a Caine?—Dice que debo ir a verl…—Te he hecho una pregunta: ¿te

refieres a Caine? ¿Te refieres a Caine?—Diana estaba despierta y tenía la pielde gallina—. ¿Te refieres a Caine?

Respiraba con esfuerzo. Tenía gotasde sudor en la frente. Se notabasudorosa.

Los otros chavales la miraban. Veíaojos blancos en la oscuridad que eracasi de boca de lobo.

Había estado gritando.—Estaba soñando —susurró, y

añadió—: Lo siento. Volved a dormir.No podía mirarlos. No podía

soportar que la miraran.—¿Te refieres a Caine? —susurró

Diana.

Ninguna voz contestó. Pero noimportaba. Diana había sentido larespuesta. Sabía la respuesta desde elprincipio.

No…Se envolvió en la manta raída y se

dirigió hacia la cubierta. Necesitabaaire fresco para contrarrestar suimaginación hiperactiva. Seguramenteera culpa de las hormonas. Ahora teníael cuerpo muy raro.

Vio a Orc sentado, dándole laespalda. Sus escasas característicashumanas resultaban invisibles desdedonde lo observaba. Pero aún había algohumano en sus hombros de grava

hundidos. La cabeza le colgaba tan bajaque apenas sobresalía.

—¿No tienes frío aquí fuera? —preguntó Diana.

Era una pregunta estúpida. Nisiquiera estaba segura de que Orcpudiera sentir frío.

Orc no respondió. Diana dio unospasos hacia él.

—Siento lo de Howard —dijo.Intentó pensar en algo agradable que

decir acerca del ladrón y traficante dedrogas. Tardó demasiado, así que nodijo nada.

Se preguntaba si Orc había estadobebiendo. Orc borracho podía resultar

peligroso. Pero cuando por fin habló,pronunció las palabras con todaclaridad:

—He mirado en el libro y no heencontrado nada.

—¿En el libro?—No decía nada de benditos sean

los chicos que son como comadrejas.Ah, ese libro. Diana no tenía nada

que decir, y ahora lamentaba haberempezado a decirle cosas. De repente elcatre le resultaba atractivo, y tenía quemear.

—Howard era… único, supongo —acabó diciendo la chica, preguntándosemientras pronunciaba las palabras qué

quería decir.—Yo le gustaba —dijo Orc—.

Cuidaba de mí.Diana pensó que sí, que hacía lo

posible por mantenerlo borracho, que loutilizaba. Pero se lo calló.

Como si Orc le hubiera leído elpensamiento, continuó:

—No digo que no fuera malapersona muchas veces. Pero yo también.Todos hacemos cosas malas. Yo, peoresque la mayoría.

Diana volvió de repente a susrecuerdos. A cosas que había hecho y enlas que no soportaba pensar.

—Bueno, igual está en un sitio

mejor, como dice la gente.Qué comentario más estúpido por su

parte. Pero ¿no era eso lo que decía lagente? En cualquier caso, ¿dónde podíahaber un sitio peor que aquel? AHoward lo habían estrangulado hastamatarlo, y luego le habían roído la pielde los huesos.

—Me preocupo porque igual está enel infierno —dijo Orc, con un tono devoz torturado.

Diana maldijo sin que pudiera oírla.¿Cómo se había metido en aquellaconversación? De verdad que tenía quemear.

—Orc, se supone que Dios perdona,

¿verdad? Así que seguramente haperdonado a Howard. Quiero decir, queese es su trabajo, ¿verdad? Perdonar…

—Si haces algo malo y no tearrepientes, vas al infierno —comentóOrc, como si ansiara que se lo refutaran.

—Ya, bueno, ¿sabes qué? SiHoward está en el infierno, supongo quelos demás no tardaremos en reunirnoscon él —respondió, y se volvió paramarcharse.

—Yo le gustaba —insistió Orc.—Seguro que sí —replicó Diana. Se

estaba cansando de la conversación—.Eres un osito grande y adorable, Orc.

«Y un matón y un asesino», añadió

en silencio.—No quiero empezar a beber otra

vez —dijo Orc.—Pues no lo hagas.—Pero nunca jamás he matado a

nadie sobrio.A Diana se le había acabado el

tiempo. Bajó corriendo las escaleras,encontró el orinal que todos compartían,se agachó y suspiró aliviada.

El barco se balanceó bruscamente.Uno de los niños gritó, adormilado:

—¡Oye!Diana volvió a la cubierta y vio que

Orc había desaparecido. El bote deremos pequeño que antes estaba atado a

una de las cornamusas se encontraba atreinta metros de distancia y avanzabarápidamente hacia la costa, movido porla propulsión potente y sobrehumana delos remos.

Caine seguía dormido. Penny no sabíacuánto tardaría en despertarse. Pero notenía prisa.

En absoluto. Ahora no.Estaba sentada observándolo. La

verdad es que se encontraba en unapostura muy incómoda. Se habíaquedado sentado hundido hacia delanteen el sofá. Tenía las manos metidas

hasta las muñecas en la ensaladera. Elcemento se había secado muy rápido.

El rey Caine.Por lo menos no intentaría abrirse

los ojos. No con casi veinte litros decemento en las manos, el volumen de laensaladera. Apenas podría levantarse.

Penny lo examinó. El tremendocuatro barras. El raro más poderoso dePerdido Beach, solo uno de los dos quetenían cuatro barras.

Indefenso.Derrotado, totalmente derrotado, por

la huesuda y nada atractiva Penny.La chica cogió unas tijeras de la

cocina. Caine se movió un poco y gimió

algo mientras le cortaba la camisa y sela quitaba.

Mucho mejor. Así tenía un aspectomucho más vulnerable. Después de todolo que había sufrido, aún tenía muy buentorso. Los músculos destacaban en suestómago plano.

Pero antes de exhibirlo, necesitabaalgo más. Se le ocurrió algo que la hizoreír, encantada.

Había un rollo de papel de aluminioen la cocina. Lo encontró, lo desenrolló,y se puso manos a la obra a la luz de lasvelas.

Drake lo había visto todo desde elpromontorio que quedaba por encimadel huerto de Sinder. Se alegró mucho alver que Sam y los pequeños a su cargoestaban aterrados en los barcos. Esodemostraba el poder de Drake.

Pero, por desgracia, así le costaríamucho llegar a Diana. No tenía modo desaber dónde estaba. Podría estar encualquiera de las varias docenas debarcos.

Se había pasado todo el anocheceragazapado ahí arriba porque cada mediahora pasaba un torbellino. Brianna.

Cada vez que pasaba, Drake sedeslizaba otra vez entre las rocas. Loscoyotes volvían las orejas hacia el ruidoy se quedaban quietos. Temían a ChicaRápida.

Pero Brianna no los había visto. Yahora era noche cerrada, y Chica Rápidano era igual de rápida en la oscuridad.

Drake tuvo suerte. Envuelta en unchal o algo parecido, la mismísimaDiana apareció en uno de los barcos. Enel velero en cuya proa estaba sentadoOrc.

La reconocía pese a la débil luz delas estrellas. Nadie más se movía comoDiana.

Claro. Tendría que haberlo pensado.Sam quería asegurarse de que contabacon un protector fuerte, así que, claro,estaba en el barco con Orc.

El látigo de Drake tembló al verla.Lo desenroscó de la cintura. Queríasentir su poder interno mientras lamiraba.

Al principio se haría la valiente.Podías decir lo que quisieras de Diana,pero no era ni blanda ni débil. Pero ellátigo la haría cambiar de actitud. Drakeno haría nada para dañar al bebé, peroaun así le quedaban muchasposibilidades.

Si supiera cómo llegar hasta ella. Y

dejar atrás a Brianna. Y a Orc.Drake miró en dirección a la casa

flotante grande, lo único que seguíaatado al muelle. Quedaba más alejada, yno estaba bien situado para ver nadamás que la cubierta superior. AntesDekka estaba de guardia. Ahora habíadesaparecido. Pero Drake sabía quehabían dejado la casa flotante allí paraatraerlo. Querían que fuera tan estúpidocomo para atacar.

Sintió una rabia repentina. Pero miraqué listo Sam, trasladando a toda sugente vulnerable a los barcos. No lepareció tan listo cuando lo azotó hastaarrancarle la piel y lo hizo gritar de

dolor y llorar a lágrima viva…Drake emitió un gruñido de placer

que puso nerviosos a los coyotes.Entonces ocurrieron dos cosas:

primero, que Orc se bajó pesadamentedel velero a un bote de remos queresultaba cómico de lo pequeño que era.

¡Perfecto! Que Orc se acercara conel bote. Drake esperaría hasta que elmastodonte se fuera, y entonces podríahundir el velero para coger a Diana.

El único problema fue lo segundoque ocurrió: Drake tuvo la sensaciónmareante que sentía cuando surgíaBrittney.

Chasqueó su látigo, frustrado. Pero

el látigo ya se había consumido hastaquedar reducido a un tercio de suextensión habitual.

Drake se mordió rápidamente eldedo índice y salió sangre. Encontró unasuperficie plana de roca y en los pocossegundos que le quedaban garabateó lapalabra: «Vele…».

VEINTE

17 HORAS, 20 MINUTOS

SAM SE DESPERTÓ de repente y supo quehabía ocurrido algo.

Se quedó echado con la mantaretorcida durante unos segundos,intentando reunir los hilos de percepcióninconsciente. Movimientos, sonidos,nociones vagas de conversaciónmurmurada.

Hasta que se levantó rápidamente.Se vistió y salió al pasillo principal. Se

dirigía hacia las escaleras cuando sedetuvo, se volvió y vio la confirmación:la mochila de Astrid ya no estaba.

Abrió un armarito con puertadeslizable. Su escopeta tampoco estaba.

Entonces Dekka bajó las escaleras.Se sorprendió al verlo levantado. A Samle pareció detectar una mirada culpableen su rostro antes de que la reprimiera.

—Ha cogido las cartas —afirmóSam sin cambiar el tono de voz.

—Me ha noqueado —explicó lachica, y señaló el moretón en un lado dela cabeza.

A continuación, giró la cara para quelo viera bajo la luz de un solecito de

Sammy.Sam torció el gesto hasta emitir un

gruñido salvaje.—Vale, Astrid… te ha noqueado.—Me ha dado con la culata de la

escopeta.—Ya lo veo. Y también sé lo que

cuesta derribarte, Dekka. —La chica seencendió, enfadada, pero Sam sabía queera la verdad, y ella sabía que él losabía—. Voy a mandar a Brianna abuscarla.

—Astrid tiene razón: necesitamosque PB sepa lo que está pasando, ytenemos que colaborar con ellos.Alguien tiene que llevar esa carta a

Albert y Caine.—Astrid no —replicó Sam.Hizo el gesto de empujarla para

acercarse a donde Brianna dormía,felizmente inconsciente. Dekka se lepuso delante.

—No, Sam.Sam se encaró con ella. Se acercó

tanto que casi se tocaban.—No me digas que no, Dekka.—Si mandas a Brianna a buscarla,

pasará una de estas dos cosas: la Brisala encontrará y la traerá a rastras. YAstrid te odiará por eso. O la Brisachocará con una roca a más de cienkilómetros por hora y terminará muerta o

destrozada.Sam iba a replicarle, pero se le

quebró la voz:—¡Drake está ahí fuera! —intentó

decir algo más, pero las palabras nolograban atravesar el nudo que se lehabía formado en la garganta, así queapuntó con el dedo, furioso, hacia latierra.

—Está haciendo lo que debe —insistió Dekka—. Y no puedes enviar amorir a la chica que amo para rescatar ala que amas tú.

Sam sintió que le temblaba el labio.Quería estar furioso, pero emocionarsede una manera tan evidente lo estaba

debilitando. Tragó saliva y negó con lacabeza una vez, sirviéndose de la rabiapara zafarse del miedo y la sensación depérdida que se acumulaban en suinterior.

—Yo iré tras ella. Yo la traeré.—No, jefe —intervino Edilio. Salió

de detrás de Dekka—. Si los chavales sedespiertan mañana por la mañana y venque te has ido sin dar explicaciones, seacabó todo, tío. Tienes que parecerfuerte y mantenerte fuerte. Tú tienes laluz, Sam, y eso es lo único quemantendrá unida a la gente.

—No lo entiendes —le suplicó Sam—. Drake está enfermo. Odia a Astrid.

No sabes lo que puede hacer.—Drake odia a todo el mundo —

replicó Edilio.De repente, Sam halló la ira que se

le escapaba.—No entiendes nada, Edilio; tú no

tienes a nadie, no tienes a nadie quenecesites o ames o que te importe, estástú solo.

Sam lamentó las palabras en cuantoacabó de pronunciarlas, pero ya erademasiado tarde.

Los ojos tristes y normalmentecálidos de Edilio se entrecerraron y sevolvieron fríos. Se abrió pasoempujando a Dekka y se puso delante de

Sam, apuntándole a la cara con el dedo.—Hay muchas cosas que no sabes,

Sam. Hay muchas cosas que no tecuento. Sé quién soy —afirmó con unaferocidad equivalente a la ira de Sam—.Sé lo que hago, y qué soy para estelugar. Sé lo que soy para ti, y cuántodependes de mí. Puede que tú seas elsímbolo, y puede que seas a quien todosrecurren cuando algo va mal y que seasla hostia, pero yo soy el que se encargade que las cosas funcionen día sí díatambién. Así que no hago que todo girealrededor de mí. —Prácticamenteescupió la palabra «mí»—. No vivo lavida para que todos me presten atención.

Hago mi trabajo sin convertirme ennoticia, y sin que la gente se preguntequé me pasa.

Sam parpadeó. Lo inundaban lassensaciones, y ninguna de ellas casabacon las demás. En el tornado de miedo yfuria que experimentaba sintióvergüenza. Todo lo que decía Edilio eraverdad.

Pero Edilio no había terminado. Eracomo si se hubiera guardado muchascosas durante mucho tiempo, y ahora quela presa había reventado iban a salir.

—Astrid y tú dais el espectáculo.Los chavales están muertos de miedo, ylo que ven es a Astrid y a ti pasándooslo

en grande. No juzgo lo que hacéis, no esasunto mío, pero antepones tu vidaprivada, y eso no lo puedes hacer: eresSam Temple. Toda esta gente dependede nosotros, de ti, de Dekka y de mí, yde Astrid ahora que ha vuelto, y ¿quéven? A Astrid y a ti sacudiendo la casaflotante cada vez que podéis, y a Dekkagruñendo a todos porque Brianna no eslesbiana y no quiere ser su novia. Elúnico que se guarda sus asuntospersonales soy yo. Y ¿te vas a ponerchungo conmigo?

Edilio se volvió y apartó a Dekka,enfadado.

—Poneos las pilas, vosotros dos,

que ya tenemos suficientes problemas —sentenció Edilio, y se alejó caminando agrandes zancadas.

Brianna continuó roncando.

La luz de la luna hizo destacar a Orc enun montón de piedras revueltas. Astridse preguntó si Sam sabía que Orc habíadesembarcado. Se preguntó si tenía queavisar.

Pero no. Su misión era másimportante. Tenía que llegar a PerdidoBeach. Puede que Albert y Cainesupieran lo que se avecinaba. O no. Silos chavales de la ciudad no estaban

preparados, les entraría el pánico yentonces todos estarían perdidos.

Una imagen le vino a la mente,espontánea y no deseada: la imagen deniños en una oscuridad absoluta,andando perdidos por el desierto.Caminarían hasta que un bichohambriento, un coyote o Drake losatraparan. Y esos serían los afortunados.La mayoría moriría de una muerteespantosa, de hambre y sed.

Astrid se apartó de Orc, que buscabaalgo o a alguien. Seguro que buscaba aDrake, lo cual era bueno.

Intentó pensar en algo distinto a laimagen que su mente había creado, la

imagen de morir lentamente de hambreen la oscuridad más absoluta.

Tenía que pensar.La oscuridad no era el estado final,

¿verdad? Seguro que algo estabaprovocando que se oscureciera labarrera. Detrás de la mancha había unmotivo o incluso un objetivo.Significaba algo. Pero ¿qué?

Debía de estar vinculada a lagayáfaga, ese mal incognoscible. ElSatán de la ERA.

Nadie sabía gran cosa al respecto. ALana no le gustaba hablar de ella. Elpequeño Pete había estado en contactocon ella, y lo había manipulado. La

quimera que se hacía llamar Nerezzahabía sido su criatura. También habíaatraído a Caine en un determinadomomento, o eso contaban, pero Caine sehabía liberado.

Astrid echó a correr, vigilando elcamino que pisaba. En cuanto se alejaradel lago, su intención era mantenerselejos de la carretera de grava. No estabasegura de si era un plan astuto o muyestúpido, pero razonó que cualquieraque la buscara miraría primero en lascarreteras.

Así tardaría más. Pero nadieesperaría que ella, precisamente ella,atravesara un terreno agreste.

Bueno, pues no la conocían. En losúltimos cuatro meses se habíaacostumbrado bastante al terrenoagreste.

Iba trotando, disfrutando de lasensación de poder suscitada porsuperar el miedo. Sí, estaba oscuro. Sí,había fuerzas malvadas sueltas. Pero lasvencería corriendo, pensando o inclusoluchando, si fuera necesario.

Y si no lograba hacer ninguna deesas cosas, entonces lo soportaría.

Una punzada de culpa le sobrevinosin avisar. Tendría que haber presentadosus argumentos a Sam e intentarconvencerlo para que accediera a que se

marchara. No tendría que haber huidosin decirle nada.

Pero él nunca habría accedido.Estaba haciendo lo que debía. Por

una vez había decidido actuar. Nomanipular o convencer, sino actuar.

Con un poco de suerte llegaría aPerdido Beach por la mañana.

Y, con un poco más de suerte,estaría de vuelta con Sam al díasiguiente por la noche.

Brittney sabía lo que tenía que hacer lamayor parte del tiempo. La diosa que sehacía llamar gayáfaga les había dicho a

Drake y a ella qué hacer. Pero lagayáfaga no le había concedido elpoder de conservar los recuerdos deDrake como si fueran suyos. Cada vezque surgía, se encontraba en unasituación completamente inesperada.

En aquel momento reconoció lagrieta del risco y supo que se estabaocultando de Brianna. Pero se habíahecho de noche, y eso sí que lasorprendía.

Casi tanto como el hecho de quecuando se asomó a mirar vio a Orcalzándose, enorme, a poco más dequince metros de la abertura.

Brittney se quedó paralizada. Los

coyotes ya estaban tan callados y quietoscomo estatuas.

Orc subía con esfuerzo la colina,buscando de un modo constante ymetódico que no se parecía a nada quehubiera visto antes en su antiguocarcelero.

Inspeccionaba meticulosamente elterreno pisoteando arbustos y apartandorocas grandes. Orc tardaría enencontrarlos, y los coyotes mostraríanotro escondite a Brittney si lonecesitara, pero había algo inquietanteen el modo en que Orc buscaba.Metódico. Tranquilo. Peligroso.

Los coyotes no le servirían de nada

contra Orc. Y Brittney estaría indefensa.Orc era potente. Podía hacerla pedazos.Esas manos enormes de grava podíandesgarrarla tan fácilmente como sicortara un pedacito de pan.

No podía matarla, y tampoco aDrake, o eso parecía. Pero inclusoahora, pese a hallarse lo más lejosposible de su vida anterior, laaterrorizaba pensar en lo que Orc haría.Puede que ya no sintiera el dolor comoantes, pero algo sentiría.

Orc avanzaba pesadamente, comouna bestia iluminada por las estrellas.Brittney no entendía por qué la buscaba,o por qué buscaba a Drake, pero estaba

segura de que ese era su objetivo.La mano de la chica rozó la cara lisa

de la roca y sintió algo húmedo.—Mano de Látigo ha hecho sangre

—señaló el líder de la manada.—Está demasiado oscuro para ver

—comentó Brittney—. ¿Podrías…?No, eso era una estupidez. El líder

de la manada no sabía leer. Pero aun así,puede que supiera algo. No tuvo quepreguntarle.

—Piedra Que Vive vino de allí.El líder de la manada no podía

señalar con el dedo, pero sí con lamirada. A través de la abertura en laroca, Brittney vio lo que podía ser un

bote de remos pequeño. Avanzódespacio, en silencio, temiendo que unamano enorme de piedra la alcanzaradesde arriba. Fue centímetro acentímetro hasta que salió de la cueva.Se quedó quieta. Escuchó. Y oyó almonstruo moviendo piedras, pero nomuy cerca.

La luna brillaba e iluminaba el boteabandonado. Tenía una banda pintada,seguramente de verde, era imposibleasegurarlo.

Brittney examinó los barcosanclados, que cabeceaban lentamente alfinal de los cabos, o que en algunoscasos parecían ir a la deriva sin motivo.

Un velero le llamó la atención. Teníauna banda muy parecida a la del bote.

—Tenemos que irnos —dijoBrittney al líder de la manada—. Cogeréel bote de Or… de Piedra Que Vive.Espera en la costa para enfrentarte aquien venga.

Los ojos fríos e inteligentes del líderde la manada la miraban fijamente.

—Manada se esconde de ChicaRápida y Piedra Que Vive.

—No —dijo Brittney—. Ya nopodemos seguir escondiéndonos.

—Chica Rápida mata muchoscoyotes.

—Tendréis que arriesgaros. La

Oscuridad manda.El líder de la manada meneó la cola.—Mano Brillante está allí. —Señaló

la casa flotante con el hocico—. PiedraQue Vive está cerca. Líder de manadano ve Mano de Látigo. No ve Oscuridad.

Brittney apretó los dientes. Asíestaban las cosas. Los coyotes estabancalculando las probabilidades de éxitoque tenían, y no les gustaba lo que veían.Qué cobardes.

—¿Es que sois perros? —lesprovocó Brittney.

Pero el líder de la manada no seinmutó.

—Manada casi ida. Solo hay tres

cachorros.—¡Si Drake estuviera aquí, os

arrancaría la piel a latigazos!—Mano de Látigo no está aquí —

dijo el líder de la manada plácidamente.—Bien. Pues espera aquí. Iré sola.El líder de la manada no discutió, ni

se mostró de acuerdo.Brittney empezó a descender en

silencio, con mucho cuidado, hacia lacosta. Avanzaba resguardada por lasrocas cuando podía, y muy agachadacuando no le quedaba otra opción querecorrer un espacio abierto.

No dejaba de vigilar la casa flotante.No necesitaba los recuerdos de Drake

para saber que allí estaría Sam. Yescuchaba atentamente los ruidos deOrc.

En los últimos cincuenta metros notenía dónde resguardarse, no podíahacer nada para esconderse al cruzar lacosta pedegrosa en dirección al bote. Seagachó y miró atentamente la casaflotante. No vio a nadie en la cubiertasuperior. Lo cual no quería decir que nohubiera alguien mirándola desde lasventanas. Pero si Brittney apenas losveía, lo lógico era que solo pudieranverla si miraran directamente hacia ella.

En cuanto el barco empezara amoverse…

Brittney corrió hasta el bote y seagachó bajo su sombra sin dejar demirar la casa flotante. Si intentabamover el bote, detectarían su presencia.Puede que Drake lo consiguiera, pues semovía con rapidez, de un modo en queella no podía. Pero Brittney no tenía niidea de remar, y probablemente haríaruido.

Si nadaba aún sería peor. Sabíanadar, pero solo a crol, y el ruidoatraería a todos los oídos de aquellaflota pequeña.

Sam y su gente la oirían y laatraparían, y Sam la quemaría hastaconvertirla en cenizas.

Fallaría a Drake. Fallaría a lagayáfaga.

Entonces tuvo una ocurrencia genial.Casi se echa a reír en voz alta.

Soltó aire, aunque no necesitabarespirar.

Brittney empezó a coger piedrecitasy a metérselas en los bolsillos. Se ató laparte inferior de la camiseta tan fuertecomo pudo y se metió más piedras pordelante, aguantándolas con los brazoscomo si fuera el vientre de una mujerembarazada.

Con el peso a cuestas se metió en elagua. Mientras el agua se alzaba a sualrededor mantenía la mirada fija en el

velero. Caminaba directamente hacia él,con la dirección fija en su mente.

El agua se alzaba por encima de sucintura, de su pecho, de su boca y nariz.Y acabó rodeándole la cabeza.

No veía prácticamente nada en elagua. La única luz procedía de la luna, ysolo parecía penetrar unos pocos metrosen el lago.

Brittney concentró su energía enavanzar en línea recta. Las piedrasevitaban que saliera a la superficie, peroaún flotaba un poco, con lo que lecostaba mucho seguir en línea recta.

El agua helada le llenaba lospulmones. Notaba que estaba fría, pero

el frío no la molestaba. Lo que sí lamolestaba era la certeza de que seestaba desviando de su rumbo. ¿Cuántospasos debería dar? ¿Cuán lejos quedabael velero? Le parecía que debían de serunos doscientos pasos, pero habíaperdido la cuenta tras tropezar y perderparte de las piedras que la manteníanhundida.

Ahora no le quedaba más remedioque salir a la superficie. Se abrió laparte inferior de la camiseta y dejó quecayeran las piedras. Sus pies se alzarondel fondo pedregoso del lago y comenzóa ascender.

Tardó mucho. No era muy boyante.

Mientras tanto miraba a sualrededor, y no vio nada hasta casillegar a la superficie. Entonces vio uncabo inclinándose hacia la oscuridadpor debajo de ella.

Brittney nadó bajo el agua, ensilencio, sin que le salieran burbujas dela boca. Agarró el cabo y empezó aauparse hacia arriba, procurando notirar de él.

Salió de cara. Los alambresretorcidos de su aparato dental brillabanbajo la luz de la luna. Un barco, unvelero con el mástil elevado y lo queparecía ser una banda verde, quedabajusto por encima de ella.

Brittney no estaba segura de sicorrespondía pronunciar una oración deagradecimiento a la gayáfaga. Puedeque fuera así en el caso de su antiguoDios. Pero sonrió con la fe renovada detener un objetivo, y de estar sirviendobien a su señora.

VEINTIUNO

15 HORAS, 12 MINUTOS

EL PLAN DE ASTRID habría sidobrillante, pero al distanciarse de lacarretera por seguridad se habíaperdido.

Aquel casi desierto no era el bosqueconocido. Y lo curioso de una carreteraera que a lo lejos, de noche, no podíasverla realmente si no veías farolas oluces de coches.

Pero en la ERA no había ninguna de

esas dos cosas.Así que la carretera de grava

desapareció de su vista y, aunque estabasegura de que iba en paralelo en ella,ahora parecía encontrarse en un campomucho menos austero que el que lacarretera atravesaba.

La luna se había puesto y lasestrellas proporcionaban muy poca luz.Así que iba cada vez más despacio. Yluego había intentado girar bruscamenteen ángulo recto para cruzar a lacarretera. Pero no estaba allí. O, si loestaba, quedaba mucho más lejos de loque se había imaginado.

—Qué estúpida —se dijo Astrid.

Vaya con la nueva Astrid lacompetente. Había logrado perderse ensolo dos horas.

Y, por mucho que detestarareconocerlo, lo único inteligente quepodía hacer era quedarse donde estaba yesperar a que amaneciera. Si es queamanecía. Se le hizo un nudo de miedoen el estómago al pensarlo. Pese a la luzde las estrellas, estaba indefensa. En laoscuridad absoluta podría vagareternamente. O, para ser más precisos,vagar hasta que el hambre y la sed lamataran.

Se preguntaba qué sería lo primero.La gente asumía que tenía que ser la sed.

Pero había leído en un libro que elhambre…

—Eso no ayuda —dijo en voz alta,solo para tranquilizarse al oír su propiavoz—. Si… Cuando salga el sol, podrélocalizar las crestas y colinas y puedeque incluso vea un poquito el océano.

Así que encontró un terreno conhierbas altas y se sentó con cuidado.

—Empezamos mal —reconoció.Perdida en la jungla. ¿Cuánto tiempopasaron Moisés y los hebreos perdidosen la península del Sinaí antes deencontrar la tierra que queríanreconquistar? ¿Cuarenta años?—. Conuna columna de humo de día y otra de

fuego de noche. Y aun así no supieronsalir del Sinaí —murmuró Astrid—. Meconformo con un solo día más de sol.

Llegó un punto en que se durmió yempezó a tener sueños inquietantes. Ycuando por fin se despertó vio que elúnico deseo que había pedido no sehabía cumplido.

Al levantar la vista vio un círculo deun azul intenso y muy oscuro queempezaba a iluminar el extremo orientaly apartaba las estrellas.

Bajo ese negro azulado, el cieloestaba negro. No negro como la noche ylas estrellas y la Vía Láctea y lasgalaxias lejanas, sino negro como una

mancha continua, absoluta.El cielo ya no se extendía de

horizonte a horizonte. El cielo era unagujero encima de un cuenco puesto envertical. El cielo era el círculo en loalto de un pozo. Y, antes de queterminara el día, el cielo habríadesaparecido del todo.

Caine se despertó. El corazón le latíacon fuerza. Le dolía tanto la cabeza quepensó que estaba a punto de desmayarsedebido al dolor repentino.

Entonces sintió otra cosa. Parecíancortes. Le picaban y pinchaban al mismo

tiempo, por toda la cabeza.Intentó levantar la mano para

tocarse. Pero no podía mover las manos.Caine abrió los ojos.Vio el bloque de cemento gris en

forma de ensaladera. Apoyado sobre lamesa de centro. Tenía las manos metidasen un bloque, hundidas hasta lasmuñecas.

Le entró miedo. Pánico.Intentó controlarlo pero no pudo. Y

gritó:—¡No, no, no, no!Intentó sacarlas, soltar las manos,

pero estaban encajadas en el cemento,que le irritaba y apretaba la piel. Él

había hecho lo mismo a otra gente, habíaordenado que hicieran eso mismo ysabía lo que pasaría, sabía lo queprovocaba, sabía que el cemento no sesoltaba sin más; sabía que estabaatrapado, impotente.

¡Impotente!Se puso en pie de un salto, pero el

bloque de cemento le pesaba y le hizocaer hacia delante y darse con la rodillaen el borde puntiagudo del cemento.Sintió dolor, pero no era nadacomparado con el pánico, con el dolorde cabeza terrible.

Caine gimoteó como un niñoasustado.

Entonces aunó fuerzas para levantarel bloque de cemento. Se golpeaba conel bloque en los muslos, pero sí, podíalevantarlo, podía cargar con él.

Aunque no mucho. Quiso apoyarlopero no alcanzó la mesa, así que cayó degolpe al suelo, y se dobló en forma de Uinvertida.

Tenía que controlarse. No debíaentrarle el pánico.

Tenía que averiguar…Estaba en casa de Penny.Penny.No.Un temor tremendo, terrible, se

apoderó de él.

Levantó la vista como pudo y allíestaba Penny, avanzando hacia él. Sedetuvo a escasos centímetros de sucabeza inclinada. Caine le veía los pies.

—¿Te gusta? —preguntó Penny.La chica sostenía un espejo ovalado

para que Caine pudiera verse la cara. Lacabeza. Los chorritos de sangre seca quehabían salido de la corona de papel dealuminio que Penny había hecho y que lehabía grapado a la cabeza.

—No se puede ser rey sin corona —afirmó la chica—, Su Alteza.

—¡Te mataré, gusano enfermo yretorcido!

—Qué gracia que menciones a los

gusanos.Caine vio uno. Un gusano. Solo uno.

Salía retorciéndose del bloque decemento. Pero en realidad no salía delcemento, sino de la piel de la muñeca.

Lo miró fijamente. ¡Le había metidogusanos en las manos!

Y ahora salía otro. No era mayorque un grano de arroz. Le iba devorandola piel, le salía de…

No, no, era una de las ilusiones dePenny. Ella le hacía ver todo eso.

Le hurgarían en la piel y…«¡No, no! ¡No te lo creas!».No era real. El cemento era real,

pero nada más, aunque ahora los notaba,

no eran uno ni dos, sino cientos, cientosde ellos que se le estaban comiendo lasmanos.

—¡Para, para! —gritó Caine. Teníalágrimas en los ojos.

—Claro, Su Alteza.Los gusanos desaparecieron. Caine

dejó de sentir que le hurgaban. Pero elrecuerdo persistía. Y, aunque sabíaperfectamente que no eran reales, lassensaciones que acompañaban alrecuerdo eran intensas. Era imposibleignorarlas.

—Ahora vamos a dar un paseo —anunció Penny.

—¿Qué?

—No seas tímido. Vamos a exhibiresa tableta de chocolate que tienes. Yque todos vean tu corona.

—Yo no voy a ninguna parte —replicó Caine.

Pero entonces le cayó algo en laspestañas del ojo izquierdo. No lo veíacon claridad, pero era pequeño yblanco, y se retorcía.

La resistencia de Caine sedesmoronó.

En pocos minutos había pasado derey, de ser la persona más poderosa dePerdido Beach, a esclavo.

Dio un tirón desesperado, levantó elbloque y fue tambaleándose hacia la

puerta.Penny la abrió y vaciló al dar otro

paso.—Aún es de noche —señaló Caine.Penny negó con la cabeza.—No, tengo reloj. Es de mañana.Penny lo miró angustiada y

preocupada, como si sospechara quehubiera hecho algún truco.

—Pareces asustada, Penny.Pero la chica volvió a mirarlo con

dureza.—Vámonos, rey Caine. No tengo

miedo de nada —se rio, encantada derepente—. ¡No tengo miedo, soy elmiedo!

Le gustó tanto que lo repitió,cacareando como una criaturaenloquecida.

—¡Soy el miedo!

Diana se encontraba en la cubierta delvelero. Tenía una mano en el vientre,que se frotaba distraída.

Veía a los líderes, a Sam, Edilio yDekka, de pie en la Casa Blancaflotante, mirando el punto por dondedebía salir el sol.

«Mi bebé».En eso pensaba. «Mi bebé».Ni siquiera sabía qué quería decir.

No comprendía por qué le ocupaba lamente y le apartaba sin más cualquierotro pensamiento.

Pero, al mirar cada vez máshorrorizada el cielo oscuro, lo único enque podía pensar era: «Mi bebé, mibebé, mi bebé».

Cigar deambulaba sin saber muy biendónde estaba. Nada tenía el aspecto quedebía tener. En su mundo, las cosas —las casas, los bordillos, las señales dela calle, los coches abandonados— noeran más que sombras. Solo alcanzaba averles la silueta para evitar tropezar con

ellos.Pero los seres vivos eran fantasmas

retorcidos de luz. Una palmera seconvertía en un tornado estrecho ysilencioso. Los arbustos junto a lacarretera formaban un millar de dedosretorciéndose como las manos de unavaro de dibujos animados. Una focaflotaba por encima de su cabeza como sifuera una mano pequeña y pálidadespidiéndose.

¿Había algo real en todo aquello?¿Cómo podía saberlo?Cigar tenía recuerdos de cuando era

Bradley. Recordaba cosas muy distintasa las de ahora: gente que parecía plana y

en dos dimensiones, como si fueranfotos de una revista envejecida, sitiostan iluminados que estabandescoloridos.

—Bradley, ¿ya has limpiado tuhabitación?

Su habitación. Sus cosas. Su Wii. Elmando estaba en las mantasdesordenadas de la cama.

—Tenemos que irnos, Bradley, asíque hazme un favor y limpia tuhabitación, ¿vale? No me hagas gritar.No quiero tener otro día igual.

—¡Ya me pongo! ¡Jo, ya he dichoque lo haría!

Delante de él había alguien parecido

a un zorro. De aspecto raro. Se movíamás rápido que él, se alejaba, volvía lavista con ojos duros de zorro y luego sealejaba corriendo.

Cigar siguió al zorro.Más gente. Uau. Era como un desfile

de ángeles y diablos que brincaban yperros que caminaban erguidos y, ah,incluso un pez andante con aletas finas.

Levantaban polvo rojo, que se ibaespesando a medida que se congregabanmás chavales. El polvo rojo se puso alatir como un corazón, como una luzestroboscópica lenta.

Cigar sintió que el miedo le oprimíael corazón.

Ay, Dios; ay, no, no, no. El polvorojo era miedo, y, mira, también salía deél, y cuando lo miraba atentamente veíaque no eran partículas de polvo: erancentenares y miles de gusanitos que seretorcían.

Ay, no, no; todo aquello no era real.Era una visión de Penny. Pero el polvorojo fluía por encima de las cabezas y sehundía en las bocas, orejas y ojos de laconcurrencia enloquecida que brincaba,giraba y corría.

Entonces Cigar sintió la presenciadel niño pequeño.

Se volvió a mirar, pero no estabadetrás de él. Ni delante. Ni a un lado.

Estaba en algún punto al que no podíavolverse a mirar. Pero estaba allí, en elespacio que quedaba justo a un lado,justo donde sus ojos no alcanzaban averlo, en esa franja de realidad que noestaba donde pudieras verla.

Pero lo sentía.El niño pequeño en realidad no lo

era tanto. Puede que fuera inmenso.Puede que pudiera alcanzarlo con undedo gigante y volverlo del revés.

Pero puede que el niño pequeñofuera tan sospechoso como todas lasotras cosas que veía Cigar, que siguió ala multitud que se dirigía hacia la plaza.

Lana se encontraba en su balcón. Habíaluz suficiente para ver la mancha negraque había cubierto gran parte del cielo.En realidad, el cielo en lo alto estabaempezando a ponerse azul. Azul cielo.La cúpula era como un globo ocularvisto desde el interior: donde tendríaque ser blanca era de un negro opaco,pero con un iris azul encima.

Lana estaba rabiosa. Menuda farsa.Una luz falsa en un cielo falso mientrasla oscuridad se cernía para apagar loque quedaba de luz.

Había tenido la oportunidad dedestruirla, a la Oscuridad. Estaba

convencida de ello. Y todas las criaturasmalvadas que habían surgido de aquellaentidad monstruosa eran culpa suya.

Pero la Oscuridad la habíaderrotado, la había vencido con sufuerza de voluntad.

Lana había terminado a gatas.La Oscuridad la había utilizado, la

había convertido en parte de ella. Hizoque salieran palabras de su boca. Hizoque apuntara a un amigo y le disparara.

La mano de Lana se dirigió a lapistola que tenía en su cinturón.

Cerró los ojos y casi podía ver elzarcillo verde que se extendía paratocarle la mente e invadirle el alma.

Respiró entrecortadamente, e hizodescender el muro de resistencia quehabía construido a su alrededor. Queríadecirle que aún no estaba derrotada, queno estaba asustada. Y quería que looyera.

Una vez más, como había ocurridoalgunas veces en los últimos tiempos,Lana sentía el hambre, la necesidad dela gayáfaga. Pero sentía algo más.

Miedo.La que provocaba el miedo también

tenía miedo.Lana había cerrado los ojos, y los

abrió de golpe. Sintió escalofríos.—¿Tienes miedo? —susurró Lana.

L a gayáfaga necesitaba algo. Lonecesitaba desesperadamente.

Lana volvió a cerrar los ojos degolpe, obligándose a hacer lo que sehabía negado a hacer antes: intentarcomunicarse a través del vacío y tocar ala gayáfaga.

—¿Qué es lo que tanto ansías,monstruo? ¿Qué necesitas? Dímelo paraque puede matarlo y matarte a la vez.

Una voz —Lana habría jurado queera una voz de verdad, una voz de chica— susurró:

—Mi bebé.

Albert observaba a la multitud dechavales que se abría paso a empujonesen dirección a la plaza. Sentía el miedo.Sentía su desesperación.

No se recogerían cosechas. Elmercado no volvería a abrirse.

Era el fin. Y quedaba poco tiempo.Unos niños pasaron por su lado

rozándolo, se pararon, se dieron cuentade con quién habían tropezado y uno deellos preguntó:

—¿Qué va a pasar, Albert?—¿Qué significa esto?—¿Qué se supone que vamos a

hacer?«Tener miedo», pensó Albert. Tener

miedo, porque ya no queda nada porhacer. Así que hay que tener miedo, yluego pánico, y luego propagar laviolencia y la destrucción.

Se sentía fatal.En pocas horas, todo lo que había

construido habría desaparecido. Lo veíamuy claramente.

—Pero siempre supiste que acabaríamal —susurró.

—¿Qué?—¿Qué ha dicho?Albert miró a los chavales. Ahora

había una multitud rodeándolo. Las

multitudes eran peligrosas. Tenía quemantenerlos calmados el tiemposuficiente para escapar.

Alzó una ceja con un gesto dereproche.

—Podéis empezar por no flipar. Elrey se encargará de ello. —Y luego, consu fría arrogancia característica, añadió—: Y si no lo hace, lo haré yo.

Albert se volvió y se alejó de ellos.Oyó un par de vítores vacilantes a susespaldas, y algunas palabras de ánimo.

De momento se lo habían tragado.Qué idiotas.Mientras avanzaba repasaba una

lista mental. Su criada, Leslie-Ann,

porque le había salvado la vida. YAlicia, porque sabía manejar un armapero no era ambiciosa. Y era mona.¿Uno de los chavales de seguridad? No.Cualquiera de ellos podría volverse ensu contra. No, se llevaría a esa chicallamada Pug: era muy fuerte, ydemasiado tonta para causar problemas.

Solo ellos cuatro subirían a la barcaen dirección a la isla.

Eso bastaría para vigilar y cargarlos misiles que había conseguido robarhasta la isla. Y para echar a cualquierotro que se presentara sin haberloinvitado.

VEINTIDÓS

14 HORAS, 44 MINUTOS

—VEN, REY Caine —lo provocó Penny.Caine arrastraba la piedra entre las

piernas, doblado. La sangre de lasgrapas en la cabeza se había secado,pero de vez en cuando las heriditassangraban otra vez. Y entonces la sangrese le metía por el ojo derecho, y soloveía de color rojo hasta que alparpadear lograba eliminarla.

A veces cogía fuerzas, levantaba la

piedra y avanzaba dolorosamenteerguido. Pero no aguantaba mucho rato.

Había una larga y lenta caminata,infinitamente dolorosa y humillante,hasta la plaza.

Estaba exhausto, al límite. Tenía laboca y la garganta resecas.

Y durante mucho rato pensó que aúnera de noche. La calle estaba a oscuras,pero de un modo extraño e inquietanteque no correspondía a la luz de la luna.La luz parecía brillar débilmente desdearriba, como una linterna casi apagada.

Las sombras también eran extrañas einquietantes. Eran como sombrasestrechas del mediodía, pero muy

débiles. El aire parecía haber adoptadoun tono sepia, como si mirara unafotografía antigua.

Caine se fijó en que Penny estirabael cuello y miraba hacia el cielo.Parpadeó para sacarse la sangre de losojos y retorció dolorosamente el cuellopara mirar.

La cúpula estaba negra. El cielo eraun agujero azul en una esfera negra.

Caine empezó a fijarse en los chicosen la calle. Todos iban hacia la plaza.Sus voces sonaban alocadas y nerviosas,como ocurría cuando tenían miedo.Observaba sus nucas mientras estirabanel cuello para mirar el cielo.

La gente caminaba agachada, comosi pensaran que pudiera caérselesencima.

Pasó un rato hasta que una personase fijó en Penny y Caine. Los gritos delniño hicieron que todas las miradas sevolvieran hacia Caine.

No sabía qué esperar. ¿Indignación?¿Alegría?

Lo que obtuvo fue silencio. Habíachavales hablando, y cuando se volvíany lo veían arrastrando el bloque decemento las palabras se apagaban en suboca. Abrían mucho los ojos. Si lesproducía algún placer, lo ocultaban muybien.

—¿Qué le está pasando al cielo? —exigió saber Penny, al fijarse por fin enalgo más aparte de sí misma, y fulminócon la mirada al chico que le quedabamás cerca—. ¡Respóndeme o haré quedesees estar muerto!

Los chicos se encogían de hombros.Negaban con la cabeza. Se apartabanrápidamente.

—Sigue avanzando —gruñó Penny aCaine.

Ya habían llegado a la plaza, y lachica lo empujó en dirección alAyuntamiento.

—Necesito agua —dijo Caine convoz áspera.

—Sube las escaleras —ordenóPenny.

—¡Vete al diablo!Y al instante, un par de perros

rabiosos con collares de hierro enormesen el cuello, y cuyos dientes brillabanrosados tras bocas repletas de espumarabiosa, lo atacaron por detrás.

Caine sintió cómo le clavaban losdientes en el trasero.

El dolor… Pero él se decía que no,que no y que no…, que era una ilusión,una ilusión. Pero era demasiado real:resultaba imposible no creérselo cuandolos perros lo desgarraban y él gritaba deagonía y rabia y arrastraba su carga

hacia el primer escalón.Los perros se quedaron atrás, pero

gruñían y sacaban espuma y ladraban tanalto que Caine pensó que se quedaríasordo.

Siguió arrastrando su carga unescalón tras otro, y al llegar arriba, en elmismo lugar donde solía dirigirse a lamultitud como rey, se desmayó,temblando de agotamiento. Cayó sobresus manos aprisionadas.

Al cabo de un rato, alguien le tiró dela cabeza hacia atrás y sintió que unajarra le alcanzaba los labios. Cainebebió el agua de un trago, se ahogabapero no le importaba.

Entonces abrió los ojos y vio que lamultitud había aumentado. Y que habíaavanzado. Sus rostros reflejaban horrory miedo.

Caine había hecho enemigos durantelos cuatros meses que había estado almando. Pero lo que estaba ocurriendoahora lo borraba todo. La multitudestaba asustada. Muerta de miedo. Losojos salían disparados hacia el cielo unay otra vez, comprobando si aún habíaluz, algo de luz.

Caine examinó a la multitud con ojosllorosos. Tenía una esperanza: Albert.

Seguramente no dejaría que la cosasiguiera así. Albert tenía guardias

armados. Ya debía de estar pensandocómo salvarlo.

Pero otra parte de la mente de Cainese lamentaba de que no hubiera modo deescapar del cemento. Él ya lo sabía: leshabía hecho lo mismo a los raros cuandocomenzó la ERA. Y la única razón porla que habían logrado escapar habíasido porque el pequeño Pete intervino.

Entonces no sabía que lo habíahecho el pequeño Pete. Había actuadocomo un sordo, tonto, ciego y estúpidoal no darse cuenta de que el niño autistay raro era el que tenía el auténticopoder. Y ahora el pequeño Pete estabamuerto y desaparecido.

Solo le quedaba la opción de romperel cemento trocito a trocito con un mazo.

El dolor resultaría insoportable. Sele romperían todos los huesos de lasmanos. Puede que Lana pudieraayudarle, pero primero sentiría muchodolor.

En cuanto Albert se encargara dePenny.

—¡Aquí está vuestro rey! —exclamóla chica, regodeándose—. ¿Lo veis?¿Veis la corona que le he puesto? ¿Osgusta?

Nadie respondió.—He dicho, ¿no os gusta? —chilló

Penny.

Un par de chavales asintieron omurmuraron:

—Síí.—Vale —dijo Penny—. Pues vale.

—No parecía estar segura de qué hacera continuación. Su fantasía no habíallegado más lejos. Y ahora Caine sabíaque intentaba discurrir cómo disfrutar desu victoria. De su victoria temporal—.¡Ya sé! Veamos si el rey Caine puedebailar. ¿Qué os parece?

Una vez más, el público aturdido ytraumatizado no sabía cómo responder.

—¡Baila! —bramó Penny con unavoz que acabó convertida en un chillido—. ¡Baila, baila, baila!

De repente, la piedra caliza bajo lospies de Caine se incendió. El dolor fueinstantáneo e insoportable.

—¡Baila, baila, baila! —gritabaPenny, dando saltos.

Agitaba los brazos torpes endirección a los chavales, instándoles aque gritaran con ella.

Como las llamas le quemaban la pielde las piernas, Caine se puso a pataleary a agitarse como un loco en lo queparecía una parodia extraña de un baile.

Entonces las llamas se detuvieron.Caine jadeaba a la espera del

siguiente asalto.Pero ahora parecía que Penny se

había quedado sin gas. Se hundió unpoco y lo miró. Sus ojos se encontraron,y Caine le lanzó una mirada de odio queno tuvo ningún efecto. El chico sabíaque estaba loca. Siempre había sabidoque era una psicópata, pero lospsicópatas podían resultar útiles.

Pero aquello no era tan simple comola maldad implacable de Drake. Lo dePenny era auténtica locura. Miraba aunos ojos que ya no formaban parte de larealidad.

Estaba loca, y Caine habíacontribuido a enloquecerla.

Y ahora toda su rabia, sus celos,todo el odio que Caine había utilizado

en beneficio propio se estaba volviendoen su contra.

Era un juguete indefenso en manosde una lunática con el poder deenloquecerlo tanto como lo estaba ella.

Sin ánimo, pensó que en esoconsistía la ERA. Siempre había sabidoque terminaría en locura y muerte.

Por primera vez pensó en el bebé deDiana. Su hijo o hija. Lo único quequedaría de Caine cuando Pennyacabara con él.

Pero no estaba claro cómo pintabanlas cosas para Penny en ese momento.La multitud estaba nerviosa e indecisa.

—Ahora soy la reina, soy la que

manda —anunció la chica—. Y no hacefalta que os recuerde lo que puedohacer, ¿verdad?

No hubo respuesta. Solo un silenciocauto.

Entonces se oyó una voz procedentede atrás.

—¡Déjalo marchar! ¡Lonecesitamos!

Caine no reconocía la voz. Y alparecer tampoco Penny.

—¿Quién ha dicho eso?Silencio.Caine oía jadear a Penny. Estaba

muy excitada. No sabía qué hacer acontinuación. Se esperaba… algo. Pero

no se esperaba quedar eclipsada poraquella oscuridad terrible.

—¿Dónde está Albert? —exigiósaber, petulante—. Quiero que vengapara decirle cómo irán las cosas a partirde ahora.

No hubo respuesta.—¡He dicho que traigáis a Albert!

—insistió Penny—. ¡Albert, Albert!¡Sal, cobarde!

Nada.Pero la multitud pasó de mostrarse

temerosa a furiosa. No les gustaba loque estaba ocurriendo. Estabanasustados y habían venido en busca dealguien que los tranquilizara. En cambio,

se encontraban con una chica chillonaque había lisiado a la persona máspoderosa de la ciudad justo cuandonecesitaban desesperadamente quealguien hiciera algo respecto al hecho deque la luz se estaba apagando.

—¡Déjalo marchar, bruja estúpida!Caine agradeció el apoyo, pero la

parte fría y calculadora de su mente sepreguntaba dónde diablos estaba Albert,quien contaba con media docena dechavales que dispararían a Penny si selo ordenaba. Bastaba con que Albertdijera algo así como: «Quien quiera untrabajo mañana que la ataque ahora».

¿Dónde estaba?

El tercio superior de la cúpula seestaba iluminando. Pero eso solo servíapara ver mejor los tentáculos de lamancha que, como un círculo de dientes,avanzaban despacio.

¿Dónde estaba Albert?

Quinn condujo sus barcas al puertodeportivo.

Pensó que quizá por última vez, y lepareció que se le iba a romper elcorazón.

Se había despertado muy tempranoen su campamento de la costa, pues teníael reloj biológico de pescador, y había

visto que la mancha se comería el sol.Habían pescado lo que habían

podido durante las primeras horas de lamañana. Pero estaban descorazonados.La huelga había terminado, quisieran ono: su mundo estaba muriendo, y teníanproblemas más graves que la injusticiacometida o la lealtad que debían aCigar.

Albert y tres chicas bajaban por elmuelle en dirección a Quinn. Cada unade ellas llevaba una mochila. Albertcargaba con el libro grande decontabilidad que utilizaba para hacer elseguimiento de sus negocios.

—¿Por qué no estás pescando? —

preguntó Albert.Quinn no se dejó engañar.—¿Dónde vas, Albert?Albert no dijo nada. Quinn pensó

que era muy raro que no respondiera.—No es asunto tuyo, Quinn —

contestó finalmente Albert.—Estás huyendo.Albert suspiró, y dijo a sus tres

acompañantes:—Adelantaos y meteos en la barca,

en la Boston Whaler. Sí, en esa. —Yañadió, volviéndose hacia Quinn—. Meha gustado hacer negocios contigo. Siquieres, puedes venir con nosotros. Nosqueda sitio para otro más. Eres un buen

tipo.—¿Y mi gente?—Recursos limitados, Quinn.Quinn se rio un poco.—Eres un sinvergüenza, ¿no,

Albert?Albert no pareció molestarse.—Soy un hombre de negocios. Todo

se basa en sacar beneficios y sobrevivir.Y así he mantenido a todo el mundo vivodurante meses. Así que…, en fin…,siento que no te guste, Quinn, pero loque se nos viene encima no sonnegocios. Lo que se nos viene encima eslocura. Volvemos a la época de pasarhambre. Pero esta vez a oscuras. Locura.

Demencia.Sus ojos brillaron al pronunciar la

última palabra. Quinn vio miedo enellos. Demencia. Sí, eso aterrorizaría alhombre de negocios tan racional.

—Lo único que pasará si me quedo—continuó Albert— es que alguiendecidirá matarme. Ya estuve a punto demorir una vez.

—Albert, eres un líder, unorganizador. Te necesitamos.

Albert agitó la mano, impaciente, ymiró por encima del hombro para ver sila Boston Whaler estaba lista.

—Caine es un líder. Sam es un líder.¿Yo? —Albert reflexionó un segundo y

desdeñó la idea—. No. Yo soyimportante, pero no soy un líder. Pero tediré una cosa, Quinn: en mi ausencia,habla por mí. Si eso te ayuda, pues mealegro.

Albert se subió a la Boston Whaler.Pug puso en marcha el motor y Leslie-Ann soltó amarras. Parte de la pocagasolina que quedaba en Perdido Beachhizo que la barca saliera resoplando delpuerto deportivo.

—¡Oye, Quinn! —gritó Albert—.¡No vengas a la isla sin enseñar unabandera blanca! ¡No quiero hacertepedazos!

Quinn se preguntaba cómo podría

llegar siquiera a la isla. Y cómo podríaAlbert ver una bandera blanca. A no serque cambiara algo, nadie vería nada.Sería un mundo de ceguera universal.

Eso le hizo pensar en Cigar y susojos chungos de caramelo. Tenía queencontrarlo. Pasara lo que pasara,seguía siendo uno de los suyos.

Oyó un ruido repentino procedentede la plaza, de voces que gritaban, y unavoz aguda que chillaba. Reconocía esechillido.

Empezó a caminar hacia la ciudad,hasta que se detuvo y esperó a que suspescadores se reunieran en torno a él.

—Chicos. Yo… yo…, esto…, no sé

qué está pasando. Puede que nopodamos volver a pescar juntos nuncamás. Y ya sabéis… Pero creo que esmejor que sigamos juntos.

Como discurso para inspirarlos yunirlos, era bastante malo. Pero aun asífuncionó. Quinn se dirigió hacia lossonidos de miedo y rabia con toda sugente tras él.

Lana llevaba la capucha bienencasquetada. No quería que nadie de lamultitud la reconociera. Había bajado ala ciudad solo para ver si Caine pondríauna escolta armada a su servicio, y se

había encontrado con una escena sacadade una desquiciada novela de terror.

En las sombras extrañas einquietantes, una multitud de unosdoscientos chavales armados con batesde béisbol con pinchos, palancas, patasde mesas, cadenas, cuchillos y hachas,vestidos con trapos que no combinabany restos de disfraces, se enfrentaban auna lunática descalza de ojos salvajesque brincaba y amenazaba con lospuños, junto a un chico guapo con unacorona grapada en el cuero cabelludo ylas manos presas en un bloque decemento.

Ahora entonaban:

—¡Déjalo marchar, déjalo marchar!Gritaban por Caine. Estaban muertos

de miedo, y ahora, por fin, de verdadquerían un rey. De verdad querían acualquiera que pudiera salvarlos.

—¡Déjalo marchar, déjalo marchar!Y a continuación:—¡Queremos al rey, queremos al

rey!Entonces se oyeron gritos repentinos

de los que estaban más próximos a losescalones. Lana veía que los chavalesretrocedían, arañándose la cara,gritando.

¡Penny había atacado!—¡Matad a la bruja! —aulló una

voz.Un palo salió volando por los aires,

pero no acertó. También un trozo decemento, un cuchillo… Todos fallaron.

Penny alzó las manos por encima dela cabeza y se puso a gritarobscenidades. Un trozo de algo laalcanzó en el brazo y le salió sangre.

A los chavales que se habían vistoafectados por sus visiones les entró elpánico y salieron corriendo, pero otroschavales empujaban hacia delante. Eraun tumulto, un caos de brazos y piernas yarmas, gritos, órdenes; y de repente,procedente del otro extremo, se acercóuna cuña de chavales disciplinados que

avanzaban con los brazos unidos,abriéndose paso entre los escalones y lamultitud.

Lana reconoció al chico en el centrode la cuña y se rio, sorprendida ycompungida.

—Quinn —se dijo a sí misma—.Vale.

Penny se estaba mirando,petrificada, la herida del brazo, pero alfinal reaccionó y atacó a Quinn.

—¡Tú!El chico gritó de agonía. No había

modo de saber lo que Penny le estabahaciendo, pero debía de ser espantoso.

Lana estaba harta. Había chavales

heridos. Y más que iba a haber. Nopodría cumplir con su misión de advertira Diana.

Así que sacó su pistola.—Apartaos de mi camino —gritó a

dos chavales que le bloqueaban el paso.Se movía rápido, sin que repararan

en ella. Bajó por First Avenue y rodeó ala multitud siguiendo la direcciónopuesta de Quinn.

Reinaban el caos y el terror en labase de los escalones mientras Pennyprovocaba todo el daño que su menteenferma era capaz de imaginar. Loschavales se atacaban los unos a losotros, pues veían monstruos donde no

los había.Lana se estremeció cuando una

palanca se alzó y se oyó un crujidoescalofriante cuando descendió.

La chica llegó hasta los escalones dela iglesia y desde allí cruzó hasta elAyuntamiento. Caine miró hacia su ladoy la vio. Penny no.

Entonces Lana apuntó a Penny con lapistola.

—Para —dijo Lana.El rostro enrojecido de Penny

palideció. Las visiones que infligía a lagente cesaron. Los chavales gritaban dedolor, sollozaban por los recuerdos.

—Ah, todos tienen que seguirte el

rollo, ¿verdad, curandera?Penny escupió la última palabra.

Formó unas garras con las manos yarañó el aire. Tenía los labios retraídosy mostraba los dientes gruñendo comoun animal.

—Si te disparo, no te curaré —dijoLana sin perder la calma.

La amenaza pilló desprevenida aPenny, pero se recuperó enseguida. Bajóla cabeza y comenzó a reírse. Empezó envoz baja, y fue aumentando poco a pocolos decibelios.

El brazo de Lana se incendió.Una soga colgaba de la pared en

ruinas de la iglesia. La soga le cayó por

la cabeza, le aterrizó en los hombros yse estrechó en torno a su garganta.

De repente, la piedra caliza bajo suspies era un bosque de cuchillos, todosdispuestos a apuñalarla.

—Ya —dijo la chica—. Eso no teresultará conmigo. Me he enfrentado a lagayáfaga, que te podría enseñar unascuantas cosas. Para. Ahora. O pum.

La risa de Penny se interrumpió.Parecía herida. Como si alguien lehubiera dicho una crueldad. Las visionescesaron tan repentinamente como sialguien hubiera apagado un televisor.

—Como que me opongo al asesinato—comentó Lana—. Pero si no te das la

vuelta y te vas, te haré un agujero dondese supone que tienes el corazón.

—No puedes… —empezó a replicarPenny—. Tú… No…

—Una vez intenté matar al monstruoy fallé. Siempre lo he lamentado —explicó Lana—. Pero tú eres humana. Oalgo parecido. Así que te daré unaoportunidad: camina. Sigue caminando.

Durante lo que pareció un rato muylargo, Penny se quedó mirando a Lana.No con odio, sino incrédula. Lana laveía con mucha claridad: era una cabezaque descansaba sobre la mira de supistola.

Penny dio un paso atrás. Y luego

otro. La seguía mirando desafiante, hastaque esa mirada se esfumó.

Se dio la vuelta sobre sus talones yse marchó a toda prisa.

Quinn hizo señas a tres de los suyospara que la siguieran.

Una docena de chavales o másgritaban pidiendo su sangre, pidiendoque la mataran.

Lana se metió otra vez la pistola enla cinturilla.

—No creo que Caine esté encondiciones… —empezó a decir.Entonces alzó la voz para que la oyeran.Como de costumbre, parecía irritada eimpaciente—. Así están las cosas:

Quinn es el jefe. Por ahora. Si os metéiscon él, os metéis conmigo. Y no oscuraré. Si perdéis una pierna, mequedaré mirando cómo os desangráis.¿Queda claro?

Al parecer quedaba claro.—Bien. Ahora tengo trabajo que

hacer. Apartaos de mi camino —ordenó,y bajó al escenario sangriento que Pennyhabía dejado a su paso.

Quinn se acercó hasta ponerse a sulado.

—¿Yo? —dijo el chico.—Por ahora. Asegúrate de que

Penny se marcha de la ciudad. Mátala siquieres, porque dará problemas si vive.

Quinn puso mala cara.—No creo que sea la clase de tipo

que se dedica a matar gente.Lana mostró su sonrisa tan poco

común.—Ya, ya me había dado cuenta. Que

uno de los tuyos traiga a Sanjit. Tieneque localizar a Sam, así que búscale unarma. Taylor está acabada, y tenemosque colaborar con Sam, así que noscomunicaremos a la antigua usanza. Siseguimos divididos, moriremos todos.

—Hecho.La sonrisa de Lana se esfumó.—La Oscuridad está buscando a

Diana. Hay que advertirle.

—¿A Diana, por qué?—Porque tiene un bebé en su

vientre. Y la Oscuridad necesita nacer.

VEINTITRÉS

14 HORAS, 39 MINUTOS

SURGIÓ DRAKE.No tenía ni idea de dónde estaba.

Era un lugar estrecho y húmedo que olíaa aceite. Movió levemente la cabeza ysintió un impacto que en los viejostiempos habría resultado doloroso.Había chocado con algo de acero.

Parpadeó. Había muy poca luz.Procedía de un cuadrado en el techobajo. Se dio cuenta de que era el borde

de una escotilla, que quedaba a pocoscentímetros por encima de él.

Con la mano y el tentáculo, Drakepalpó el espacio diminuto. Tardó un ratoen entender cómo iban las cosas. Elobjeto de metal complejo. El cuadradode luz. El modo en que el suelo parecíamoverse levemente bajo sus pies. Elolor a aceite.

Estaba en un barco.En el cuarto de máquinas.Y apenas tenía espacio para

moverse.Drake sonrió. Vaya, vaya: qué lista,

Brittney. Buen trabajo. De algún modohabía conseguido subirse a escondidas a

uno de los barcos.Probablemente no al mismo en el

que había visto a Diana. ¿Lo habríaconseguido? ¿Brittney la simple, la de laboca de metal?

No. Pero era un barco. Desde luego.Qué bien.Y ahora ¿qué? Aún tenía que

encontrar a Diana.Del dicho al hecho… Primero tenía

que saber dónde estaba. Se pasó veinteminutos largos intentando escurrirsepara apoyar la cabeza en la escotilla. Nopodía aguantar mucho en la mismapostura.

Se aguantó apoyando la mano en el

bloque del motor, y luego utilizó lapunta del tentáculo para empujar muydelicadamente la escotilla hacia arriba.

Se desplazó con bastante facilidad.Menos de un centímetro. Un centímetro.Y entonces vio una franja muy larga yestrecha del mundo que quedaba porencima. El radio de un timón. Un cubo.Luego un pie.

Bajó la escotilla tan silenciosamentecomo la había levantado.

Algo había chocado contra la bordadel barco. Oyó una voz amortiguada, dechico.

Luego oyó una segunda vozmasculina que lo heló hasta la médula.

Sam.¡Sam!Entonces oyó los ruidos de alguien

que subía por la borda. Y ahora oía lasvoces más claramente.

—¿Qué passa, Roger? —dijo Sam—. Eh, Justin. Eh, Atria. ¿Cómo lolleváis, chicos?

La primera voz masculina,presumiblemente la de «Roger»,quienquiera que fuera, respondió:

—Estamos bien. Vamos bien.—Vale. Bien. Solo he venido a

colgaros unas luces.—¿Soles de Sammy? Así que… —

Roger titubeó—. ¿Por qué no os vais a

jugar, niños? Los mayores tenemos quehablar. —Se oyeron pies que corrían,pero no voces agudas, y a continuación—: Así que… ¿así están las cosas?

—Bueno, Roger, no lo sabemosseguro —dijo Sam, exhausto.

¿Podría Drake derribarlo? ¿Aquí yahora que estaba solo, sin Brianna oDekka para sumarse a su poder?

Pero Drake se dijo que no. Noconseguiría salir de la escotilla antes deque Sam se dispusiera a quemarlo. Y sumisión era llevarse a Diana, no matar aSam.

—¿Va a estar totalmente oscuro? —preguntó Roger con un leve temblor en

la voz.—No del todo —respondió Sam

intentando tranquilizarlo—. Por eso hevenido. Tendréis mucha luz a bordo.¿Está levantada o dormida?

Se alejaron y Drake ya no podíaoírlos, debían de haber entrado en elcamarote. Pero había oído la últimafrase.

¿Podía ser? ¿Estaba Diana en esemismo barco?

El psicópata sonrió en la oscuridad.Esperaría hasta asegurarse. Ya sepresentaría la oportunidad. Habíadepositado su fe en la gayáfaga y aún nole había fallado.

Sam remaba de barco en barco, uno trasotro.

Subía a cada barco y se agachabapara entrar en el camarotecorrespondiente. En los veleros olanchas más pequeñas instalaba uno odos soles de Sammy.

Los soles de Sammy eran lamanifestación duradera de su poder. Envez de disparar luz con un rayo asesino,podía formar bolas de luz, que ardíansin calentarse y se cernían en el aire.Habían experimentado un poco ydescubierto que el sol de Sammy se

quedaba en su sitio cuando el barco semovía, lo cual era algo a tener en cuenta.

Algunos de los barcos, por ejemplolas casas flotantes, conseguían hasta treso cuatro soles de Sammy.

A mitad de camino, Sam se percatóde que estaba muy cansado. Habíatenido la misma sensación tras lasbatallas en las que había utilizado suspoderes. Siempre pensó que no era másque el abatimiento posterior a la pelea,pero ahora se preguntaba si utilizar supoder no resultaba agotador de por sí.

Puede. Pero no importaba. Los solesde Sammy tranquilizaban a los chavales.Nadie, y mucho menos Sam, podía

soportar la idea de quedarse atrapado enuna oscuridad permanente. Erainconcebible. Los aterrorizaba hasta lomás hondo.

Los últimos soles de Sammy eranpara la casa flotante grande. Cinco entotal, incluido uno particularmentegrande que flotaba junto a la barandilladelantera.

Estarían a oscuras, pero nototalmente ciegos.

—Eso ayudará —comentó Edilio,recibiéndolo de nuevo.

—Un rato —dijo Sam en tono grave.—Un rato —reconoció el otro.Sam no pudo evitar coger los

prismáticos e inspeccionar la zona. Orcseguía ahí fuera, buscando. Bien. Sitenían suerte, puede que encontrara aDrake, y Sam correría a ayudarlo.

Pero no le interesaba especialmenteobservar a Orc. Era a Astrid a quienbuscaba.

Si llegaba a Perdido Beach, ¿cuánrápido podría volver? Tendría que serantes de que el cielo se cerrara. Si sequedaba atrapada en la oscuridad,tendría que arrastrarse literalmente porla carretera. Y no todo necesitaba de laluz para cazar y matar. La oscuridadpodría mantener a Drake a raya, pero loscoyotes, las serpientes y los bichos…

Sam tenía que hacer algo, pero nosabía el qué. Y eso lo devoraba pordentro, no saber qué hacer.

—Podría colgar soles de Sammy porla carretera —propuso.

—En cuanto hagamos un trato conAlbert y Caine —concedió Edilio—.Pero si los ponemos ahora, no será másque un faro animando a todo PerdidoBeach a venir. Y no estamos preparadospara eso.

Sam apretó los labios al cerrar laboca. No esperaba que Edilio dijeranada al respecto. Lo único que hacía erapensar en voz alta. Y seguía furioso conEdilio. Necesitaba estar furioso con

alguien, y Edilio estaba allí.Y lo que era peor, Edilio no parecía

temer a la oscuridad que se avecinaba.Estaba como siempre, calmado ydispuesto. Normalmente, eso a Sam leresultaba tranquilizador. Pero le costabael simple hecho de tomar y soltar aire.Estaba exhausto de colgar soles y dedecir cosas tranquilizadoras a su genteen los barcos.

No se creía lo que decía. Astridestaba ahí fuera en alguna parte. Laoscuridad se acercaba. Se estabaacercando al juego final. Y él no teníaun plan.

No tenía ningún plan.

Sam levantó la vista. Ahoraempezaba a parecer como si el sol sealzara por encima del límite de lamancha. Estaba muy arriba, demasiadoarriba, en el cielo. Pero la luz erabienvenida. Bienvenida ydescorazonadora, cuando Sam sepercató de que puede que no volviera averla.

El agua destelló. Los cascos blancosse iluminaron. El pueblo, el pequeñocampamento y los bosques cercanos seiluminaron.

Edilio estaba observando uno de losbarcos a través de los prismáticos.

—Es Sinder —informó—. Pide

permiso para ir a la costa con Jezzie yrecoger sus verduras.

—Ya, me parece lógico. —Sam alzóla voz hasta gritar—. ¡Brisa, Dekka, acubierta! —Entonces, con voz normal,añadió a Edilio—: Sinder necesitaráque alguien le cubra las espaldas.

Brianna apareció segundos despuésde que el sonido de su apodo seapagara. Dekka llegó unos instantes mástarde.

—Hay suficiente luz para ti, Brisa—comentó Sam.

—Sí, es como Florida en julio.Brianna puso los ojos en blanco ante

la luz extraña, como manchada de té.

—Pensé que querías volver a salir—replicó Sam, lacónicamente.

—Tío, claro que quiero. Calma.Solo era un chiste.

—Ya —dijo Sam con los dientesaún apretados. Le dolía la mandíbula.Tenía los hombros llenos de nudosdolorosos—. En cuanto Sinder seacerque a la costa, ve donde ella. Yquédate con ella hasta que Jezzie ySinder hayan terminado.

—No tengo que quedarme sentadaahí encima, ¿verdad? —comentóBrianna fingiendo inocencia—. Quierodecir, que puedo entrar y salir, ¿no?Vigilarlas, correr requetelejos por la

carretera, ver qué está…Antes de que Sam pudiera

replicarle, Edilio intervino:—Necesitamos una estrategia, no un

montón de gente corriendo en variasdirecciones. Astrid ya debe de estar enPB. Si Drake nos ataca, tenecesitaremos, Brianna. Pero si te topascon él sin Sam, como máximoconseguirás empatar.

Tenía todo el sentido del mundo.Pero no respondía al deseo desesperadode Sam de hacer algo. De hacer. No dehablar, o de mirar, o de preocuparse,sino de hacer.

La misión de capturar los misiles le

había servido de muy poco paraapaciguar el deseo de acción. Samlevantó las palmas ante su rostro sinpensar en lo que hacía. ¿Cuánto tiempohabía transcurrido desde la última vezque disparó la luz cegadora en vez delimitarse a colgar luces?

Entonces se dio cuenta de que Edilioy Dekka lo miraban con expresiónsolemne. Brianna mostraba unasonrisita. Los tres le habían leído elpensamiento.

—Bueno, por lo menos podremoscomernos unos rábanos que no veas —murmuró Sam tontamente.

—Pero esto solo es para ir tirando

—añadió Dekka—. No sirve para ganar.—Drake está aquí. En alguna parte.

L a gayáfaga está… nadie sabeexactamente dónde —recordó Edilio—.Ni siquiera sabemos qué está pasandoen Perdido Beach. No sabemos qué estátramando Albert. No sabemos dónde sesitúa Caine en todo esto. No sabemospor qué Taylor no ha saltado paracontarnos qué está pasando.

—Ya, ya lo pillo —dijo Samamargamente—. Astrid tiene razón en lode intentar llegar a Perdido Beach. Ymientras estamos atascados. Atados.Como las moscas en esas tiraspegajosas.

A Sam le picaban las manos. Apretófuerte los puños.

Estaba la lógica. Y luego estaba elinstinto. El instinto de Sam le gritabaque con cada segundo, pasivo y pacienteque dejaba que pasara, más probable eraque perdiese la pelea.

El sol que se alzaba proyectaba sombrasprofundas en el alma de Astrid. Unacosa era saber qué iba a ocurrir, y otramuy distinta verlo.

El cielo estaba desapareciendo. Esesería el último día de luz de la ERA.

La chica miró a su alrededor

intentando orientarse, y estuvo a puntode dejarse llevar por el pánico. Lacarretera del lago a Perdido Beach ibaen dirección sudoeste por la laderaoccidental de las colinas de SantaKatrina, y luego se cruzaba con lacarretera principal.

Pero Astrid había perdido de vistaesa carretera. Y sin saber cómo habíaido deambulando hasta una aberturaentre las dos colinas.

Las de Santa Katrina no eran lascolinas más grandes, aunque de cercapodían resultar imponentes. Estabansecas, claro, porque en la ERA no habíallovido. Astrid recordaba haberlas visto

desde la carretera principal muchotiempo atrás, después de la lluvia dediciembre, cuando de repente sevolvieron verdes. Pero ahora no teníanmás que piedras y hierbas secas yárboles pequeños y anchos que seesforzaban por sobrevivir.

La carretera que buscaba debía deencontrarse retrocediendo directamentehacia el oeste. Pero igual había querecorrer una gran distancia, y puede queacabara dando con ella a uno o doskilómetros del lago Tramonto. Esoresultaría humillante si Sam habíamandado a Brianna a buscarla: la misiónde advertir a Perdido Beach parecería

mucho menos digna de un héroerevolucionario americano, y mucho másel plan descabellado de una chicaincompetente.

Ya se había visto retrasada. Elamanecer, si es que se lo podía llamarasí, había llegado. La gente de PerdidoBeach lo vería sin su ayuda.

Lo cual quería decir que lo únicoque podía hacer ahora era esperarllevarles un mensaje de solidaridad yofrecer los servicios de Sam comoportador de luz.

Pero incluso eso dependía de lavelocidad. Estaba segura de que yahabía chavales saliendo de Perdido

Beach.Si quería ir más rápido, tendría que

ir por las colinas. Si ese paso seguía unalínea más o menos recta, no habríaproblema. Si acababa de golpe enalguna colina tendría que escalar, y esosería peliagudo.

Astrid echó a correr al trote. Estabamuy en forma tras los meses que habíapasado corriendo por los bosques, ymientras tuviera agua podría avanzarmedio corriendo medio caminandodurante horas.

Las colinas se alzaban a amboslados. La de la derecha empezaba aresultarle opresiva, empinada y ceñuda.

El pico era roca descubierta donde unatormenta o terremoto acontecido tiempoatrás había eliminado la fina capasuperior del suelo. Así que la rocaexpuesta parecía una cara adusta.

El sendero continuaba resultandobastante fácil. Antiguamente había aguacorriente, pero ahora el lecho del arroyoestrecho estaba enmarañado con hierbassecas.

Astrid vio algo moverse a suderecha, en la ladera escarpada de loque le parecía Monte Caralarga. No sedetuvo, sino que siguió avanzando, miróy ya no vio nada.

—No te dejes asustar —se dijo.

Muchas veces pasaban cosas así enel bosque: un ruido, un movimientorepentino, un destello de una cosa u otra.E inevitablemente temía que fueraDrake. E igual de inevitablemente setrataba de un pájaro, una ardilla o unamofeta.

Pero ahora le costaba dejar de sentirque la observaban. Como si MonteCaralarga fuera realmente una cara y laestuviera observando y no le gustara loque veía.

Más adelante el camino se curvabahacia la izquierda, y Astrid agradeció laoportunidad de alejarse de la montañasiniestra, pero al mismo tiempo, al coger

la curva, tuvo la sensación casiinaguantable de que lo que fuera que lahabía estado observando ahora seencontraba detrás de ella.

Y se estaba acercando.No pudo resistir el impulso de echar

a correr del todo. Pero no podría mirarmientras huía, presa del pánico.

Astrid llegó a una esquina ciega ycasi se estrella contra él.

La chica se detuvo y se quedómirándolo, gritando.

Gritando de tal manera que se olvidóde sacar el arma, hasta que ya estabagritando y alejándose, hasta que acabósacando la escopeta y buscó a tientas el

gatillo. Alzó el arma hasta la altura delhombro y bajó el cañón.

Apuntó a los ojos. Esos ojoshorribles como canicas en cuencas de unnegro sanguinolento.

Era un chico, lo cual tardó unoscuantos latidos largos en penetrar en suconciencia. No era un monstruo gigante,sino un chico. De hombros fuertes y muybronceado. Tenía cortes en la cara,como marcas de garras de un animalsalvaje. Parecían recientes. Y vio sangreen sus uñas.

Era imposible descifrar suexpresión. Los ojos, esos ojos horriblescomo guisantes, impedían interpretar

cualquier emoción.—No te muevas o te vuelo la cabeza

—amenazó Astrid.El chico dejó de caminar. Los ojos

parecían incapaces de localizarla,miraban hacia arriba y hacia laizquierda y hacia todos lados menosdirectamente a Astrid.

—¿Eres de verdad? —preguntó elchico.

—Soy de verdad. Y mi escopetatambién.

Astrid sintió el temblor en la voz,pero tenía el arma bien sujeta y lamantenía fija en el blanco. Bastaba conapretar el dedo índice derecho y se oiría

un ruido fuerte y aquella cabezahorripilante explotaría como un globo deagua.

—¿Eres… eres Astrid?La chica tragó saliva. ¿Cómo sabía

su nombre?—¿Quién eres?—Bradley. Pero todos me llaman

Cigar.El arma bajó varios centímetros por

sí sola.—¿Qué? ¿Cigar?La boca del chico dibujo una

especie de sonrisa. La sonrisa mostródientes rotos y que le faltaban dientes.

—Te veo —dijo Cigar, y alargó una

mano ensangrentada en dirección a ella,como un ciego que intentara tocar algoque no llegaba a localizar.

—No te acerques —replicó la chica,y volvió a colocarse el arma sobre elhombro—. ¿Qué te ha pasado?

—Yo…Cigar intentó sonreír otra vez, pero

la sonrisa se convirtió en mueca y luegoen un gruñido terrible, en un grito deagonía que se alargó y se alargó hastaacabar en un ataque de risa enloquecido.

—Escúchame, Cigar, tienes quecontarme lo que ha pasado —insistióAstrid.

—Penny —susurró—. Me ha

enseñado cosas. Tenía las manos…Cigar alzó las palmas para mirarlas,

pero sus ojos estaban en otra parte, y ungemido salió de lo más hondo de sugarganta.

—¿Penny te ha hecho esto?Astrid bajó el arma. Hasta la mitad.

A continuación, dudosa, la bajó deltodo. Pero no se la colgó del hombro. Latenía bien agarrada, con el dedoapoyado en el seguro.

—Mira, me gustan las golosinas, ehice una cosa mala y luego teníagolosinas en el brazo y luego me lasestaba comiendo y, ah, estaban tanbuenas, ya sabes, y Penny me dio más,

así que me las comí y me dolía y habíasangre, igual, mucha sangre, igual,igual…

Los ojitos se volvieron de repentepara mirar detrás de Astrid.

—Es el niño pequeño —comentóCigar.

Astrid miró por encima del hombro,echó un vistazo rápido, casiinvoluntario, porque no estaba lista parabajar la guardia, no estaba lista paravolverse. Ya estaba mirando otra vez aCigar cuando se dio cuenta de lo quehabía visto.

¿Visto? No mucho. Una distorsión.Un retorcimiento del campo visual.

Volvió a mirar. Nada.Y miró otra vez a Cigar.—¿Qué ha sido eso?—El niño pequeño. —Cigar se rio

tontamente y se llevó la mano a la bocacomo si hubiera dicho una palabrota.Luego añadió, susurrando bajito—: Elniño pequeño.

La garganta de Astrid estaba entensión. Se le puso la piel de gallina.

—¿Qué niño pequeño, Cigar?—Te conoce —comentó Cigar en

tono muy confidencial, como si leestuviera contando un secreto—. Peloamarillo que grita. Ojos azules quepinchan. Me ha dicho que te conoce.

Astrid trató de hablar, pero no pudo.No podía hacer la pregunta. No podíaaceptar la respuesta posible. Pero,finalmente, unas palabras ahogadassalieron de su boca:

—El niño pequeño… ¿se llamaPete?

Cigar hizo ademán de tocarse un ojo,pero se detuvo. Durante un instantepareció como si estuviera escuchandoalgo, aunque no se oía nada salvo labrisa suave y los saltamonteschirriantes. Entonces asintió entusiasta yrespondió:

—El niño pequeño dice: «Hola,hermana».

FUERA

EL SARGENTO DARIUS Ashton era muyhábil con el motor de un camión. Lo cualno quería decir que se le dieranecesariamente bien un compresor deaire. Pero su teniente había dicho quenecesitaban un mecánico en el otroextremo de la cúpula.

—Esa es la base aérea, teniente —protestó Darius—. ¿No tienen unmecánico de climatización allí?

—No tienen a nadie habilitado —explicó el teniente.

—¿Se necesita habilitación deseguridad para un aire acondicionado?

El teniente no era mal tipo, era jovenpero no arrogante, y respondió:

—Sargento, yo pensaba que con sularga experiencia vistiendo uniforme yano se esperaría que todo tuviera sentido.

Darius no se lo podía discutir. Losaludó y se volvió sobre sus talones.Una conductora alegre, una cabo que seconocía muy bien el camino, lo esperabatras el volante de un Humvee. Dariuscargó sus herramientas en la partetrasera. ¿Cómo saber qué llevarse si ni

siquiera sabía qué se suponía que teníaque reparar?

La cabo había estado destinada enKabul, igual que Darius, así que de esohablaron durante el largo y tortuosoviaje en coche. Y hablaron de ese nuevolanzador cubano supuestamentemaravilloso que había llegado a EstadosUnidos en balsa. Los Angels lo iban acontratar.

Subieron por la carretera principal yluego continuaron por varias carreterassecundarias de grava. Había otro modode llegar a la Base Aérea de la GuardiaNacional de Evanston, pero entoncestendrían que recorrer toda la I-5 y luego

retroceder hacia el sur. En el trayectoactual había muchos baches y polvo,pero era más rápido.

Gran parte del recorrido lo hicieroncon la pecera a la vista. Darius ya sehabía acostumbrado. Quince kilómetrosde altura y treinta y dos de diámetro.Parecía como si alguien hubiera dejadocaer una luna pequeña y pulida en lacosta del sur de California.

Pero no había cráter ni fisuras. Nohabía aterrizado; no había explotado:había empezado a existir así, de repente.Como un terrario gigante.

—¿Llevas tiempo aquí? —preguntóDarius, señalando la cúpula.

—Me trasladaron el mes pasado —respondió la cabo—. Lo vi en la tele,como todos. Pero en personaimpresiona.

—Pues sí…—Qué raro pensar que hay chavales

ahí dentro.Se detuvieron en un complejo que

era evidente que acababan de construir,y que presentaba la pulcritud y el ordenobsesivos propios del mundo militar.Constaba de una docena de edificios enfilas rectas como reglas. Había uncuartel, alojamiento para oficiales,varios tráileres de control centralizado,y un edificio de comunicaciones repleto

de antenas parabólicas y de otras clases.La base era un hervidero de

actividad. Hombres y mujeres iban yvenían con expresiones concentradas ensus rostros. Nadie vagueaba ni fumabaun cigarrillo ni charlaba por teléfono.Eran muy conscientes de que Algo MuyImportante estaba pasando.

El complejo estaba rodeado por unaalambrada rematada por cuchillas conpinta de ser muy peligrosas. La puertaestaba custodiada por policías militaresque no sonreían. Contrastaron susidentificaciones con un manifiesto queindicaba que sí, que a los dos losestaban esperando.

Uno de los policías militares losacompañó hasta uno de los tráileres. Lacabo se fue por su lado y Darius semetió en un chorro de aireacondicionado.

Un sargento volvió a pedirle laidentificación, y acto seguido le pasó unpapel para que lo firmara. El papel leexigía que no revelara nada respecto almotivo de su visita, la existencia delcomplejo, el trabajo que hacían allí o elpersonal asignado.

Había mucha jerga oficial y algunaspalabras definitivamente amenazadoras.

—¿Comprende, sargento, que rigeeste protocolo de seguridad?

—Sí, sargento, lo comprendo.—¿Comprende que cualquier

violación del protocolo derivará enacciones penales?

Habían enfatizado la palabra«derivará», y no de maneraprecisamente sutil.

—Creo que ya lo capto, sargento.El sargento sonrió.—Lo mantienen oculto. Preséntese

en el edificio cero-uno-cuatro. Suconductor sabrá dónde está.

El conductor lo sabía.El edificio 014 quedaba a menos de

un kilómetro del resto del campamento,y a un kilómetro entero de la pared de la

cúpula. Era una estructura enorme dehojalata tipo hangar. Enorme eimponente. Estaba pintada del color deldesierto que la rodeaba.

Darius cargó con su bolsa deherramientas y en la puerta lo recibió unpolicía militar, que volvió a comprobarsu identificación. Entonces Darius entróen el hangar.

Se quedó mirando sorprendido loque veía. Había media docena decamiones repletos de tierra, y una torreque parecía hecha de pedacitos sueltosde un puente colgante, o puede que de laTorre Eiffel.

El policía militar lo condujo hasta

un civil que llevaba un casco detrabajador de la construcción, y lo dejóa su cargo.

—Charlie. Solo Charlie —seidentificó el civil al darle la mano—.Sentimos haberlo arrastrado hasta aquí,pero nuestra mecánica de climatizaciónestá de baja por maternidad, y suayudante se ha roto un tobillo haciendosurf. No tendrá claustrofobia, ¿verdad?

La pregunta sorprendió a Darius.—¿Por qué?—Porque vamos a las

profundidades. La unidad quenecesitamos que mire es un calefactordel kilómetro seis.

—Y eso ¿qué quiere decir?—Quiere decir que vamos a bajar

tres kilómetros, amigo mío. Dos clicksdirectamente hacia abajo y cuatro haciael sur. El kilómetro seis.

Darius sintió frío.—Pero entonces están… pegados a

la cúpula… Por qué…, quiero decir,qué…

Charlie se encogió de hombros yañadió:

—Amigo mío, lo primero que seaprende al trabajar aquí es a no hacerpreguntas.

La bajada en ascensor parecíaeterna.

Y aun así fue más rápida que el trende vía estrecha que transportó a Darius através de un túnel impresionante yopresivo, lo bastante ancho como paraque cupieran dos líneas férreas conespacio a ambos lados. El túnel estabareforzado con traviesas a intervalosregulares.

El kilómetro seis resultó ser unacaverna más grande que el hangar. Elextremo más alejado lo ocupaba labarrera, que estaba negra, no de un grisperlado.

—Fue una suerte encontrar estacueva —explicó Charlie—. Habríacostado mucho tiempo y esfuerzo

cavarla. Ya sabe, lo normal sería tener aun centenar de tipos aquí abajo. Pero,como puede oler, el aire se estávolviendo un poco espeso.

—Para eso he venido, ¿verdad?En la cueva había unos andamios

elevados inclinados de manera extraña,como la Torre de Pisa. Darius sabía lobastante de maquinaria como parareconocer una plataforma deperforación.

Desde aquel punto estabanperforando todavía más, por debajo dela cúpula. No un túnel para sereshumanos, sino un pozo redondo al que sepodría bajar una bomba, hasta el punto

más bajo por debajo de la cúpula.Charlie debía de haber visto la cara

que ponía Darius, porque lo agarró delbrazo y lo empujó a un lado. Estabansolos, pero Charlie susurraba de todosmodos.

—Vale, no es usted tonto. Sabe loque está ocurriendo aquí. Pero tiene quesaber que los de seguridad vigilan atodos lo que entran y salen de este lugar.Quiero decir, que a partir de ahoraescucharán lo que diga por el móvil, ypuede que haya micros en su habitación.A buen entendedor…

Darius asintió.—¿Qué le pasó de verdad al tipo de

climatización?Charlie se rio amargamente.—Abrió la boca en un bar. Treinta

minutos más tarde, el FBI lo recogiócuando entraba en su coche.

VEINTICUATRO

14 HORAS, 2 MINUTOS

ASTRID HABÍA conseguido que Cigar lasiguiera al apartarse del camino. Lepreocupaba que alguien apareciera: siella se perdía del lago a Perdido Beach,también podían perderse otros.

Encontró un sitio junto a lo quehabía sido el arroyo, oculto por unenorme rododendro mortecino. Pidió aCigar que se sentara, y lo ayudó amoverse para que lo hiciera sobre un

saliente polvoriento que casi formaba unbanco.

Ella se sentó a pocos metros,procurando no apartar la vista de lacolina con expresión adusta. Inclusoahora, su sombra la inquietaba de unmodo que no era capaz de definir.

Astrid sentía el tictac implacable, eltictac que la instaba a seguir haciaPerdido Beach. Pero puede que lo quetenía entre manos fuera aún másimportante.

Y, en cualquier caso, no podíamarcharse. No teniendo en cuenta lo quele había explicado Cigar.

—Bradley, quiero ponértelo fácil.

Te voy a hacer unas preguntas. Lo únicoque tienes que decir es sí o no, ¿vale?

Los globos oculares diminutosgiraban como locos, pero el chicorespondió:

—Vale. ¿Por qué dice que tu pelogrita? Eres un ángel con alas y brillas,brillas, y llevas una larga espada conllamas y…

—Solo escúchame, ¿vale?Cigar asintió, y mostró una sonrisa

tímida.—Has hecho algo malo.—Sí —dijo él solemnemente.—Y te han castigado entregándote a

Penny durante media hora.

—Media hora. —Cigar se rio yretorció tanto la mandíbula que Astridpensó que igual se la había dislocado.Como si intentara romperse los dientes—. No media hora.

—Te han entregado a Penny —repitió Astrid con paciencia.

—Del anochecer al amanecer.Al principio Astrid pensó que

hablaba del cielo extraño e inquietante.Pero poco a poco sus sospechas fueronaumentando y tomaron forma.

—¿Te han entregado a Penny un díaentero? ¿Todo el día?

—Sí —dijo Cigar, calmado derepente, y adoptando un tono de voz

bastante razonable.Astrid no se sentía igual. ¿Qué clase

de pirado era capaz de sentenciar a esechaval a un día con Penny? No leextrañaba que estuviera loco.

Entonces a Astrid se le ocurrió queél mismo se había arrancado los ojos.Esa imagen hizo que le entraran ganas devomitar. Pero no podía vomitar. Ahorano.

—Estos ojos nuevos, ¿son de Lana?—preguntó Astrid.

—Lana también es un ángel. Peroella la toca, intenta cogerla.

—Sí que lo hace…, pero Lana esmuy fuerte.

—¡Poderosa!Astrid asintió. Así que Penny lo

había vuelto loco. Y Lana había hecholo que había podido. Y por alguna razónhabía terminado vagando hasta salir dela ciudad, él solo.

Lo cual quería decir que las cosasestaban muy mal en Perdido Beach.Cigar era uno de los pescadores deQuinn, o lo había sido, por lo que ellasabía.

—Eres uno de los pescadores deQuinn, ¿verdad?

—¡Sip! —Cigar sonrió como unlunático, al tiempo que arrugaba lafrente mostrando su ansiedad—.

Pescado, ja, ja…—Ahora, el niño pequeño…—¡Pescado, pescado!—El niño pequeño —insistió Astrid.

Tendió la mano y la puso sobre la deCigar, quien reaccionó como si loelectrocutaran. El chico retiró la manode golpe y Astrid temió que salieradisparado—. Quédate, Cigar. Quédate.Quinn te diría que te quedaras y hablarasconmigo.

—Quinn —dijo Cigar. Acontinuación, sollozó y acabó gritando—. ¡Ha venido a por mí! Ha pegado aPenny. Yo no podía verlo, pero lo heoído… Quinn y pum y uaaa y vamos a

ver a Lana te mataré bruja.—Es un buen tipo, Quinn.—Sí.—Quiere que me hables del niño

pequeño.—¿El niño pequeño? Está junto a ti.Astrid reprimió el impulso de

volverse a mirar. No había nadie junto aella.

—No lo veo.Cigar asintió como si ya lo supiera,

como si fuera un hecho consumado.—Es un niño pequeño. Pero también

es grande. Puede tocar el cielo.Las palabras se trabaron en la

garganta de Astrid.

—¿Puede?—Ah, sí. El niño pequeño es mejor

que un ángel, ¿sabes? Tiene una luz tanbrillante que brilla a través de ti.¡Fiuuuu! A través de ti.

—Y ¿se llama Petey?Cigar se quedó callado y bajó la

cabeza. Otra vez era como si estuvieraescuchando. Pero puede que lo únicoque oyera fueran los gritos terribles,pesadillescos, de su cabeza.

A continuación, con una lucidezperfecta que a su manera resultaba másextraña que todos los tics y brotesrepentinos y gestos raros, Cigar dijo:

—Era Pete.

Astrid sollozó.—Ese era el nombre de su cuerpo.—Sí —dijo Astrid, demasiado

paralizada para secarse las lágrimas—.¿Me… me oye?

—¡Lo oye… todo! —y Cigar volvióa emitir el cacareo enloquecido, unruido casi extático.

—Lo siento, Petey —dijo Astrid—.Lo siento mucho.

—El niño pequeño está libre ahora—afirmó Cigar con voz cantarina—.Está jugando a un juego.

—Lo sé —dijo Astrid—. ¿Petey?No puedes jugar a eso. Estás haciendodaño a la gente.

Una vez más, Cigar bajó la cabezapara escuchar. Pero, aunque Astridesperó mucho rato, no dijo nada más.

Así que, en voz baja, Astrid pidió:—Petey, la barrera se está

oscureciendo. ¿Puedes pararlo? ¿Tienesel poder de pararlo?

Cigar se rio.—El niño pequeño se ha ido.Y Astrid sintió que era verdad. La

sensación de que algo invisible la estabamirando había desaparecido.

Sanjit no viajaba solo. Pretendíahacerlo, y Lana le había dicho que debía

hacerlo así, pero cuando llegó a lacarretera principal en dirección a lasalida al lago se encontraba en un grupode niños.

La gente huía de Perdido Beach.Sanjit veía por lo menos a veintepersonas, formando grupos de dos otres. Había un grupo de tres a sualrededor. Dos chicas de doce años,Keira y Tabitha, y un niño pequeño deunos tres años con nombre muy depersona mayor, Mason.

Mason intentaba ser un buensoldadito, pero no habían recorrido niun kilómetro y ya tropezaba porque teníalas piernas muy cansadas. Las chicas

eran más duras: ambas echaban horastrabajando en los campos, así que eranfuertes y tenían energía para pasar largashoras en la carretera. Pero Mason era unniño pequeño cargado con una mochilarepleta de sus cosas favoritas: juguetesrotos, un libro ilustrado sobre bebés debúho, y una foto enmarcada de sufamilia.

Las chicas empujaban sus cosas, asícomo comida y agua, en un carrito de lacompra de Ralph’s con una ruedatorcida. Traqueteaba a medida queavanzaban. Sanjit sabía que nosobreviviría a la carretera de tierra ygrava que conducía al lago.

Mason complicaba aún más lascosas al insistir en llevar un casco deplástico de Iron Man que le cubría lacabeza entera. Tenía un cuchillo a juegoen un cinturón blanco de mujer.

Lana había contagiado la necesidadde darse prisa a Sanjit cuando le entregóel sobre mugriento con la nota dentro. Yel chico sabía que podía dejar atrás asus tres compañeros de viaje. Pero poralgún motivo, como iba con ellos, noconseguía hacerlo, y había terminadocargando con Mason.

—Lana y tú… como que… ¿estáisjuntos? —preguntó Tabitha.

—Mmm… Sí. Supongo que se puede

decir que sí.—He oído que es mala —sugirió

Keira.—No —protestó Sanjit—. Es dura.

Eso es todo.—¿Sabes quién es realmente malo?

—comentó Tabitha—. Turk. Una vez meempujó y me caí y me despellejé las dosrodillas.

—Siento que…—Y luego fui a ver a Lana y me dijo

que fuera a lavarme al océano y no lamolestara. —Tabitha bajó la voz yañadió—. Pero lo dijo peor, con unmontón de palabrotas.

Sanjit reprimió la sonrisa que quería

extenderse por su cara. Esa era Lana,desde luego.

—Quizás estaba ocupada en esemomento.

Venía muy bien un poco de cotilleotonto para distraerlos. Y las dos chicasparecían contar con una fuenteinagotable: quién le gustaba a quién,quién no le gustaba a quién, quién podríagustarle a quién.

Sanjit no conocía a la mitad de lagente de la que hablaban, pero seguíasiendo mejor que levantar la vista alcielo y observar que la mancha crecía yel círculo irregular de luz disminuía.

¿Qué iban a hacer cuando se

apagaran las luces?Como si le leyera el pensamiento, o

quizá porque se había fijado en suexpresión preocupada, Keira recordó:

—Sam Temple puede hacer luces.—Con las manos —explicó Tabitha.—Como lámparas. —Entonces, sin

que la animaran, Keira dio unaspalmaditas en el casco de Iron Man deMason y dijo—: No te preocupes, Mase:por eso vamos al lago.

Y entonces Mason se echó a llorar.Sanjit no podía culparlo. Nada

sonaba más falso que un comentariotranquilizador en aquel lugar.

En cuanto entregara el mensaje a

Sam, tendría que averiguar cómo volvera Perdido Beach. ¿Habría algo de luzpara entonces? ¿Cómo iba a volver conLana si tenía que atravesar más dequince kilómetros de vacío en laoscuridad?

Pero de una cosa estaba seguro: deque volvería.

—Tengo que hacer caca —dijoMason.

Sanjit lo deslizó hasta tocar el suelo.Más retraso. Menos probabilidades

de que hubiera luz en el camino devuelta.

El sol ya había atravesado la mayorparte del cielo reducido. Sanjit sabía

que debía separarse de ellos, salircorriendo. Podía correr todo el caminohasta allí. Entregaría antes el mensaje yvolvería antes y…

Entonces vio que algo se movía en elarbusto, en el límite hasta donde lealcanzaba la vista excelente. Algo bajo yrápido atravesaba con sigilo el arbusto.

Coyotes.Lana le había ofrecido una pistola,

le había instado a cogerla.—No sé disparar —le había dicho,

devolviéndosela.—Cógela o yo misma te dispararé

con ella.Luego se habían besado. Había sido

un beso precipitado a la sombra de laiglesia, mientras Lana se desplazabaentre chavales heridos. Y Sanjit habíasonreído con desenfado, y con esemismo desenfado había hecho un gestode despedida con la mano y se habíamarchado.

¿Y si nunca volvía a verla?Mason terminó con lo suyo. Ya no se

veía a los coyotes. El sol alcanzaba elextremo más alejado del cielo quequedaba.

Caine esperaba. Con paciencia, pues lascircunstancias lo obligaban a ser

paciente. Lana estaba ayudando a lasvíctimas del ataque de Penny.

Quinn se dedicaba a dar vueltas.Cogía la escasa pesca de aquellamañana y la cocinaba en un fuego en laplaza. Caine reconocía su astucia. Elolor del pescado a la parrilla y el ruidotranquilizador de la hogueracontribuirían a evitar que los niños semarcharan.

Por lo menos algunos.Ahora Quinn ya podía encargarse de

él.—Sácame de aquí —le exigió

Caine.—No es fácil —dijo Quinn—. Ya

deberías saberlo: tú eres el cerdo queinventó lo del cemento.

Caine no replicó. No tenía elección.Primero, porque era verdad. Segundo,porque estaba indefenso. Y, por último,porque se había meado encima. No sehabía dado cuenta cuando ocurrió, peroen algún momento, durante uno de losataques feroces y pesadillescos dePenny, lo había hecho, y ahora olía mal.

Con lo cual se encontraba en unaposición vulnerable.

—Tendremos que ir desconchándolopoco a poco —opinó Quinn—. Siintentamos darle con un mazo grande,alguien se equivocará y te dará en la

cabeza o las muñecas.Quinn encargó a un par de

pescadores, Paul y Lucas, que sepusieran con la tarea. Tenían un mazopequeño con el mango corto y un cincel.Les había costado un poco conseguirlos,ya que ambos se usaban como armas.Había que pagar a los chicos que se loshabían cedido. Y ya nadie aceptababertos: solo había trueque.

—Avisa si duele —pidió Paul, ygolpeó con el mazo el cincel quesujetaba Lucas.

¡PING!Le dolió. La intensidad del golpe se

tradujo en un dolor sordo que Caine

sintió en los huesos de las manos. No tanfuerte como si le hubieran golpeadodirectamente con el mazo, pero casi.

Caine apretó los dientes.—Seguid.Lana se acercó caminando con aire

arrogante, con un cigarrillo encendidocolgándole de los labios. Aún habíaniños heridos que lloraban, pero Caineno veía que quedaran muchos casosgraves. Dahra Baidoo estaba con Lana,ayudando con los heridos. A Caine leparecía que tenía una pinta un poco rara,como si fuera sonámbula, o una enfermamental colgada de las pastillas. Pero ¿y?La locura empezaba a ser la norma. Y

Dahra tenía más motivos para estar locaque la mayoría: había sufrido losestragos del ataque de bichos en laciudad.

Lana se puso junto a Dahra, le llevóla mano a la cabeza, y durante unsegundo le hizo apoyarla sobre suhombro. Dahra cerró los ojos durante uninstante, y parecía que iba a echarse allorar. Entonces se frotó la cara con lasmanos y negó con la cabeza casi conviolencia.

Lucas dio un segundo golpe y sedesprendió un trozo de cemento de másde siete centímetros.

—Caine… —empezó a decir Lana.

—Sí, Lana. ¿Quieres hacer algúncomentario malicioso sobre la ironía yel karma?

Lana se encogió de hombros.—Nooo. Sería demasiado fácil. —

La chica se arrodilló junto a Caine, y, alnotarse agotada, se sentó con las piernascruzadas—. Escúchame, Caine, heenviado a Sanjit que advierta a Samde…

—¿De que una oleada de refugiadosestá en camino? Pronto lo averiguará,¿no? Puede hacer luz. —Caine fulminóel cielo con la mirada, como si fuera suenemigo particular—. Dentro de un parde horas la gente solo se preocupará por

la luz.—No he enviado a Sanjit por eso.

Iba a ir yo misma antes de este últimofiasco. Lo he enviado porque creo queDiana está en peligro.

El corazón de Caine dio un vuelco.Su reacción lo sorprendió. Igual que elnudo que se le hizo en la gargantacuando preguntó, tan fríamente comopudo:

—¿En peligro? Quieres decir, ¿másque todos nosotros?

¡PING!Mientras tanto, Paul y Lucas se

dedicaban a descascarillar el cemento.Caine se estremecía con cada martillazo.

Se preguntaba si se le estabanrompiendo los huesos. Se preguntabacómo quitarían la parte final delcemento, la que tenía pegada a la piel.Además del dolor agudo repentinosentía un dolor sordo constante y unpicor exasperante.

—A veces noto su mente —comentóLana.

Caine la miró con dureza.—¿Su mente?—No te hagas el tonto, Caine.Lana le tocó en la cabeza, donde los

pinchazos de las grapas aún sangraban.Casi al instante, el dolor en la cabezadisminuyó. Pero de nada sirvió cuando,

con el siguiente golpe del mazo y elcincel, sintió como si le rompieran losdedos.

¡PING!—¡Aaaah! —gritó.—Tú estuviste con ella —insistió

Lana—. Sé que a veces aún la notas.Caine frunció el ceño.—No, no la noto.Lana resopló.—Ajá…No iba a discutir con Lana por eso.

Ambos sabían la verdad. Era algo quecompartía con la curandera: habíanpasado demasiado tiempo con y cercade la gayáfaga. Y sí, dejaba cicatrices,

y sí, a veces era como si la criaturapudiera alcanzar el filo de la concienciade Caine.

El chico cerró los ojos y la pesadillavino como una ola que trajera latormenta. Entonces solo pensaba en elhambre. La gayáfaga necesitaba eluranio de la central nuclear. El hambreera tan intensa, tan frenética, que Caineaún tenía la sensación agobiante que leoprimía el corazón y la garganta.

¡PING!—¡AAAAH! —advirtió Caine, con

los dientes apretados—: No dejo que laOscuridad me toque.

El cincel estaba cortando más cerca

ahora. Más de la mitad del cemento sehabía soltado. La verdad es que Pennyno lo había mezclado muy bien. Lo habíahecho sin grava, y la grava era lo que loendurecía. Drake y él ya lo habíandescubierto.

—Lo siento —dijo Lucas, aunque nolo pensara.

¡PING!Caine pensó que no, que no se

preocupaban por él. Lo necesitaban,pero eso no quería decir que les gustara.

—Se está poniendo el sol —señalóLana casi sin emoción—. A los chicosse les va a ir… Incendiarán cosas. Esaes la gran preocupación, supongo, que

acabarán lo que Zil empezó, quemandoel resto de la ciudad.

—Si alguna vez salgo de esta, losdetendré —gruñó Caine, reprimiendo ungrito de dolor cuando el mazo se alzó yvolvió a caer.

—Va tras Diana —insistió Lana—.Quiere el bebé. Tu bebé, Caine.

—¿Qué?El mazo esperó, suspendido. No era

una conversación que tuvieranprecisamente en privado, y Paul estabaimpactado. Pero reaccionó y volvió adar otro golpe terrible.

¡PING!—¿No la notas? —exigió Lana.

—¡Lo único que noto es que meestán rompiendo los dedos! —gritóCaine.

—Yo te arreglaré los dedos —dijoLana, impaciente—. Te lo estoypreguntando. ¿La notas? ¿La notas?¿Dejarás que…?

—¡No!—¿Tienes miedo?Los labios de Caine se retrajeron y

gruñó.—Maldita sea, claro que tengo

miedo. Escapé de ella. ¿Y dices quedebería abrirme a ella otra vez?

¡PING!—Yo no le tengo miedo —afirmó

Lana, y Caine se preguntó si erarealmente cierto—. La odio. Me odiopor no haberla matado cuando tuve laoportunidad. La odio.

La chica tenía los ojos oscuros, peroardían como el carbón.

—La odio —repitió Lana.¡PING!—¡Aaaaah! —Caine respiraba

soltando gritos breves—. Yo no… ¿Porqué estás tan segura de que va trasDiana?

—No lo estoy. Por eso estoyhablando contigo. Porque me haparecido que te podría importar que esemonstruo vaya tras tu hijo.

Caine sentía las manos más ligeras.El bloque de cemento se había roto.Había una cuña del tamaño de un trozodoble de pastel colgando de su manoizquierda. Pero seguía teniendo lasmanos pegadas a una masa desmigajada,que parecía la piedra a partir de la cualun escultor cincelaría un par de manos.

Paul y Lucas cambiaron de postura.Caine levantó las manos y con mucho,mucho cuidado, utilizó un trocito decemento para rascarse la nariz.

—Caine… —dijo Paul.—Dadme un minuto. Todos

vosotros. Un minuto.Cerró los ojos. Sentía dolor en las

manos, la sensación intensa de que algo—o quizá varias cosas— se le habíaroto. El dolor era terrible.

Pero lo peor sin duda era lahumillación.

Penny había sido más lista que él.Un fallo. Le había hecho soportar latortura que habían inventado con Drake.Otro fallo.

Caine se sentó en los escalones delAyuntamiento, los escalones donde nohacía ni dos días que ejercía de rey. Sesentó con los pantalones oliéndole a pis,sintiéndose débil, pequeño y cobardepor culpa de Lana.

No había caído tan bajo desde que

se marchó derrotado al desierto con ellíder de la manada. Desde que searrastró llorando y desesperado, y elmonstruo malévolo y brillante le sorbióel seso.

Lana podía dejarle que le alcanzarala mente. Lana era fuerte.

Pero él no podía. Porque no lo era.Caine se preguntaba por qué aún era

importante para todos. Por fin habíallegado el final. Caería la oscuridad y elsol nunca volvería a salir ydeambularían en una negruraimpenetrable hasta morir de hambre. Loslistos se meterían en el océano ynadarían hasta ahogarse.

¿Por qué importaba Caine? Y ya nodigamos Diana… O el… como sellamara. El bebé. El niño. Como sellamara.

El chico cerró los ojos y se imaginóa Diana. Una chica bonita, Diana. Lista.Lo bastante lista como para seguirle elritmo. Lo bastante lista como para jugara sus juegos con él.

Habían sido felices la mayor partedel tiempo en la isla, Diana y Caine.Fueron buenos tiempos. Entonces llegóQuinn con el mensaje de que necesitabasalvar a Perdido Beach.

Tenía que volver. Diana le habíaadvertido que no lo hiciera. Pero había

vuelto. Y se había proclamado rey a símismo. Porque los chavales necesitabanun rey. Y porque tras salvar susestúpidas vidas se merecía ser rey.

Diana también le había advertido alrespecto.

Y en cuanto quedó al mando se diocuenta de que el jefe de verdad eraAlbert. Y nadie respetaba realmente aCaine. No se daban cuenta de lo muchoque hacía por ellos.

Desagradecidos.Y ahora lo querían, pero solo porque

todos temían a la oscuridad.—Ahora probaremos con un mazo

más pequeño —comentó Paul, ansioso.

Caine apretó los dientes,anticipándose al golpe.

¡PING!—¡Aaaah!El cincel no acertó. El cincel de

acero endurecido se desvió y se le clavóen la muñeca. Salió sangre que sederramó sobre el cemento.

Caine quería echarse a llorar. No dedolor, sino por lo absolutamenteespantosa que era su vida. Tenía que iral baño. Y ni siquiera podía bajarse lospantalones o limpiarse.

Lana le cogió la muñeca, y lahemorragia remitió.

—Tienes que dejarles que sigan —

indicó la chica—. Será mucho peor en laoscuridad.

Caine asintió. No tenía más quedecir.

Bajó la cabeza y gritó.

VEINTICINCO

12 HORAS, 40 MINUTOS

SINDER LLORABA mientras arrancabanlas verduras con Jezzie. Todo habíaterminado. El trabajo duro casi habíaterminado. Esa sería la última cosecha.

Su sueño de contribuir a que lascosas fueran mejor para todos se estabaacabando. Y, como todas las esperanzasfallidas, ahora les parecía estúpida.Habían sido idiotas por tener esperanza.Idiotas.

Así era la ERA. Cuando teníasesperanza, te daba una patada en la cara.

Idiotas.Llenaban bolsas de basura de

plástico con zanahorias y tomates. Ylloraban en silencio mientras Briannalas vigilaba, y fingía que no se dabacuenta.

A Orc le costaba inclinar la cabezahacia atrás y mirar hacia el cielo. A sucuello de piedra no le gustaba doblarsede esa manera. Pero hizo el esfuerzocuando, a una velocidad vertiginosa, elsol se vio devorado por el extremo

occidental del agujero dientudo quehabía en el cielo.

Justo delante de él, por encima de sucabeza, el cielo estaba azul, del azuldespejado propio de primeras horas dela tarde en California. Pero por debajoese cielo era una pared lisa negra. Orcse encontraba a escasos metros de él.Podía acercarse y tocarlo si quería.

Pero no quería. Era… demasiado.No sabía cómo llamarlo. Howard síhabría sabido.

Orc emanaba una energía extraña.No había dormido. Se había pasado lanoche buscando, pues estaba seguro deque Drake estaba ahí fuera, y seguro de

que podría encontrarlo. O, si no loencontraba, al menos quería estarcuando apareciera.

Y entonces lo destrozaría. Lo haríapedacitos y se los comería y los cagaríay los enterraría en la tierra.

¡Sí! Por Howard.A nadie le importaba que Howard ya

no estuviera. A Sam, a Edilio, a esoschicos: no les importaba. No lesimportaba Howard. Solo les importabaque estuviera pasando algo malo. Aalguien tenía que importarle queHoward estuviera muerto ydesaparecido. Y que nunca fuera avolver.

Pero a Orc sí que le importaba. ACharles Merriman tenía que importarleque su amigo Howard hubieradesaparecido.

La gente no lo sabía, pero Orc aúnpodía llorar. Todos pensaban que no…Pero no, no era así; no tenían ni idea. Noveían otra cosa que un monstruo hechode grava.

No podía culparlos.El único que veía otra cosa era

Howard. Puede que Howard utilizara aOrc, pero ya le parecía bien, porque Orctambién lo utilizaba. La gente hacía esascosas, incluso la gente que se gustaba.Era su buen amigo, su mejor amigo.

Su único amigo.Orc seguía un recorrido adelante y

atrás. Caminaba desde casi la cúpulahasta llegar al muelle, y luego unos cienmetros más; iba y venía, y cada vez cienmetros más. Había seguido todo elcamino hasta el otro extremo alejado dellago y había vuelto. Pero algo le decíaque Drake no daría la vuelta de esamanera.

No, Drake no. Orc lo conocía decuando Drake se encargaba de las cosasde Caine mucho tiempo atrás, enPerdido Beach. De cuando Drake no eramás que un chungo, pero un chungo serhumano.

Y había llegado a conocerlo encierta manera mientras fueron suscarceleros con Howard. Se habíapasado horas oyéndolo despotricar ydesvariar.

Era culpa de Orc que Drake hubierallegado a escaparse.

Claro que Drake podía ser astuto,pero no era como Astrid, Jack u otro deesos chavales realmente listos. Notendría ningún gran plan. Se esconderíahasta que viera un modo de…

¿Un modo de qué? Orc no lo sabía.Sam y los demás no le habían explicadonada al respecto. Solo que Drake habíamatado a Howard y dejado que se lo

comieran los coyotes. Y que andabasuelto.

Orc mantenía la mirada baja lamayor parte del tiempo. Así era másfácil avanzar. Además estaba buscandoalgo: una huella, puede. Huellas decoyote, si lograba encontrarlas. Pero aúnsería mejor encontrar las huellas deDrake.

Había oído lo que contaban, que nose lo podía matar. Podías destrozarlo ycortarlo en pedacitos y aún sería capazde recomponerse.

Pues bien. La mayoría de la gente sedesanimaría con eso. Pero mientras Orcborracho se agotaba bastante rápido,

Orc sobrio y decidido tenía muchotiempo y mucha energía. No leimportaría desmontar a Drake una y otravez. Y no se notaba cansado. Se notabamás despierto todo el rato.

Orc avanzaba bajo la sombrasiniestra de un risco escarpado. Habíagrietas en todas esas rocas, y ahorahabía decidido inspeccionar cada una deellas. Una a una. Cada grieta. Bajo cadaroca.

Entonces se quedó paralizado. ¿Esoera…? Sí, era una huella. Gran parte deuna huella. La tierra estaba dura, y elúnico motivo por el que la veía eraporque una ardilla o lo que fuera que

hacía agujeros ahí arriba había sacadoun poco de tierra fresca.

Y en esa tierra había media huella.De un pie descalzo, no de un zapato.

Orc se la quedó mirando, y puso supie junto a ella, con lo que aún parecíamás pequeña. Parecía tremendamentepequeña para ser de Drake, que era untío bastante grande. Más bien era de unniño pequeño, o de una chica.

Veía tres dedos del pie, los máspequeños. Tres dedos que apuntabanhacia el agua.

Orc siguió la dirección de los dedoscon la mirada. Qué rara la luz, qué rara.La costa del lago parecía extraña. Algo

no iba bien.Entonces se distrajo al ver a Sinder

y Jezzie arrancando las verduras delhuerto. Y allí estaba también Brianna,vigilándolo, cuando tendría que haberestado vigilando a Sinder y Jezzie.

Orc alzó un brazo enorme parasaludar a Brianna, y segundos más tardela chica estaba a su lado.

—Oye, Orc: cámbiame el trabajo.Sam me tiene de canguro de esasjardineras lloronas. Tú podríasvigilarlas.

—No —contestó Orc, negando conla cabeza.

Brianna inclinó la suya, como un

pájaro. Orc recordó cuando la conoció;acababa de bajar de Coates con Sam. Sehabía vuelto muy creída desde aquellaépoca.

—Estás buscando a Drake, ¿verdad?—preguntó Brianna—. ¿Quieresvengarte por lo de Howard? Ya lo pillo,de verdad. Howard era tu chico.

—No finjas que te importa —gruñóOrc.

—¿Qué? No te he entendido bien.Orc rugió:—¡No finjas que te importa! ¡A

nadie le importaba Howard! ¡A nadie leimporta que esté muerto! ¡Solo a mí! —gritó tan alto que su voz hizo eco.

Entonces, presa de una frustraciónviolenta, agarró una piedra pequeña y lalanzó. La piedra salió volando más deseis metros y chocó contra el risco, locual provocó dos cosas: una pequeñaavalancha de guijarros y piedrasmedianas, y el movimiento repentino deunos coyotes aterrorizados.

Orc se los quedó mirando. Los ojosde Brianna se iluminaron.

Se acercó a Orc, y susurró condureza:

—Te apuesto a que esos son loscoyotes que se lo han comido. Puedeselegir: ¿quieres que los coja o no?

Orc tragó saliva. Los coyotes ya se

habían subido al risco, y al cabo depocos segundos estarían en terreno llanoy echarían a correr, libres. Nunca losatraparía.

—Guárdame uno —dijo Orc.Brianna le guiñó un ojo y salió

disparada.

Albert lo había pensado todo con sumocuidado.

El mero hecho de salir al mar yllegar a la isla resultaba muy difícil paraquienes no tenían poderes como Caine oDekka. Así que había dispuesto queTaylor llevara una soga enrollada hasta

la isla, la atara en torno a un árbol muyrobusto y la dejara caer sobre elacantilado.

Estaba ahí mismo, a simple vista.Cualquiera que rodeara el ladooccidental de la isla, pasado el yateestrellado, podría verla. Albert le habíaatado —bueno, había pagado a unchaval para que le atara— trocitos detela de colores, de modo que inclusoahora, bajo la sombra marrón extraña einquietante, no costaba encontrarla.

Guio la barca hasta allí. No habíaolas, solo el oleaje suave habitual. Nose le daba muy bien manejarla, perohabía aprendido lo suficiente, lo

bastante como para colocarla junto a lasoga, que cayó al mar, por lo que eramás larga —y, por lo tanto, más cara—de lo necesario. Pero ya no importaba.La soga estaba donde había dispuestoque estuviera.

Los nudos la convertían casi en unaescalera. Una escalera muy incómodaque tenía la tendencia lamentable aapartarse cuando intentabas engancharlos pies en los nudos. Pero si lograbasempezar se podía trepar bien, sobre todocuando sujetaron el final de la cuerda alarcón en el fondo de la barca.

El ascenso era largo, y Albertlamentaba no haber llegado antes. No

debería haber esperado tanto. Sihubieran tardado una o dos horas más nohabría podido ver la escalera, y ya nodigamos trepar por ella.

Fue el primero en subir hasta elborde del acantilado. Dio un últimoempujón y se encaramó hasta las hierbasaltas, rodó a un lado y se quedó mirandoel cielo boca arriba.

Qué extraño todo. Era como estar enel interior de un huevo pasado por aguacon la parte superior desconchada. Eraun cielo, un cielo aparentemente normal,pero solo cubría lo que debía de ser unacuarta parte del espacio.

Y la mancha que crecía no era la

noche. No había estrellas. No habíanada en absoluto. Solo negrura.

Albert se levantó y ayudó a las otraschicas a medida que, una a una, fueronalcanzando la cima.

El mar se extendía varios kilómetroshasta chocar con la cúpula negra. A lolejos, hacia el sur y el este, quedabaPerdido Beach, iluminada en sepia comouna foto vieja y arrugada de hace muchotiempo.

Albert se volvió y miró la mansióncon satisfacción contenida. Estaba aoscuras, claro. Nadie había accionado elgenerador, lo cual quería decir queTaylor no estaba allí.

Eso era lo que preocupaba a Albert.Taylor podía entrar y salir de un saltocuando quisiera, por lo que podíaresultarle útil: podía hacerle saber loque estaba pasando en Perdido Beach yen el lago.

Por otra parte, costaba controlarla.Y por eso Albert se había traído un sacopequeño de cerraduras de combinación.Una de ellas iría a la despensa, otra a lafunda del interruptor del generador. Soloél se sabía las combinaciones, de modoque solo él controlaría la comida y lasluces. Así limitaría un poco laindependencia de Taylor.

Albert ordenó a las chicas que

subieran la cuerda y la enrollaran bienapartada del borde del acantilado. Acontinuación, examinó el mar entrePerdido Beach y la isla. No se veíanbarcas. Lo cual quería decir que nadievendría en breve.

Pero acabarían haciéndolo. Sentadosen la oscuridad, aterrorizados,hambrientos y desesperados, loschavales verían un punto lejano de luz.Se darían cuenta de que era la isla, y esaluz implicaría esperanza.

Así que en cuanto descansaran unpoco, comieran algo y echaran unvistazo, Albert las pondría a cargar unpar de misiles hasta la planta superior

de la mansión. Porque cuando llegarauna barca, cuando fuera, también tendríauna luz. Un solo punto de luz en laoscuridad.

Albert suspiró. Había sobrevivido.Pero había tenido que renunciar a todo.A todo AlberCo. A todo lo que habíalogrado. A todo lo que había construido.

Echaría de menos el reto de losnegocios.

—Vamos, chicas —comentó—.Venid a ver nuestro nuevo hogar.

Drake estaba bastante seguro de queBrittney había surgido por lo menos una

vez desde que estaba metido en esecuarto de máquinas estrecho y aceitoso.Pero ahora Drake había vuelto, yBrittney no se había movido.

Se concentró por si oía la voz deSam, pero no oyó nada. Lo cual nodemostraba que se hubiera ido, peroquería decir que Drake podríaarriesgarse un poco.

Con el brazo de tentáculo levantó laescotilla poco más de medio centímetro.

Desde luego la luz era distinta.Extraña. Como si brillara a través deuna botella de Coca-Cola o algo así.

No era natural, sino perturbadora.Empujó la escotilla un poquito más.

Había un pie que no se movía. Ahímismo, unos dedos dirigidos hacia él.Drake se movió. Un segundo pie. Habíaalguien sentado ahí mismo, a pocoscentímetros. Dirigido hacia él.

¿Problema u oportunidad?Esa era la pregunta.La escotilla cayó de repente,

volvieron a encajarla de golpe unos piesque correteaban.

—¡Eh, chicos, tened cuidado!¡Era la voz de Diana! La reconocería

en cualquier parte.—¡Justin, te vas a partir el cuello!Drake cerró los ojos y dejó que el

placer se apoderara de él. Estaba allí

mismo. Y, por lo que podía oír, habíaniños pequeños a bordo.

Era perfecto.Absolutamente perfecto.

Más allá de la carretera principal, en elvacío en el límite del desierto, Pennypisó una botella rota.

Era el culo de una botella, la base delo que seguramente había sido unabotella de vino. Cristal verde. Irregular.Un trocito atravesó la planta del pieencallecida y se le clavó en la carne deltalón.

—¡Aaaah!

¡Qué daño!Se le llenaron los ojos de lágrimas y

le empezó a salir sangre del pie,encharcándose en la arena. Penny sesentó bruscamente, se acercó el pie a lacara y vio el corte. Lana tendría que…

Vendas. Tiritas.—¡Aaaay, aaay!Penny se puso a llorar en alto. Se

había hecho daño y nadie la ayudaría. Y¿qué le ocurriría cuando estuviera aoscuras?

¡Era todo tan injusto! Muy injusto.Estaba muy mal.

No había salido ganando, ni siquieradurante unos minutos. Tenía a Caine

justo como quería, pero a nadie legustaba, y lo único que hacían eraodiarla, y ahora se había hecho daño enel pie y le sangraba.

Aunque no era tan malo comocuando se rompió las piernas. No tanto.Y a eso había sobrevivido, ¿verdad?Había sobrevivido y había salidoairosa. Se preguntaba qué le parecería aCaine tener las manos metidas en unbloque de cemento. Si intentabansacárselo, le romperían las manos comose le habían roto a ella las piernas.

Solo Lana lo ayudaría, ¿verdad?Tendría que haberse encargado de

Lana cuando tuvo la oportunidad. Podía

ser casi inmune al poder de Penny, Pero¿sería inmune a un arma? Penny tendríaque haber hecho que Turk matara a lacurandera. Sí, eso es lo que tendría quehaber hecho.

Las sombras no se alargaban; la luzno procedía de un solo sitio. Era comosi Penny estuviera metida en un pozo conel sol brillando en lo alto justo porencima, de modo que la luz tenía querebotar para alcanzarla.

Pronto estaría a oscuras.Y entonces ¿qué?

Diana se puso en pie con esfuerzo justo

cuando Justin pasó otra vez a todavelocidad, repleto de alegría alocada yenergía.

Atria se había quedado sin cuerda.Ahora estaba en la proa, leyendo. Justintropezó y cayó de cabeza, como unproyectil dirigido directamente alvientre gigantesco de Diana.

Pero no le dio.El niño pequeño salió disparado

hacia delante, con la boca abierta y losbrazos extendidos a modo de defensa,hasta que se detuvo, retrocedió y cayóbruscamente sobre la cubierta.

Diana se estaba acercando al niño,preocupada, cuando vio el tentáculo

alrededor de su tobillo. Se quedóparalizada. No tenía sentido. ¡Eltentáculo venía del suelo!

No… La escotilla.Y de repente la escotilla se abrió y

Drake se empujó torpemente haciaarriba.

Diana miró como una loca en todasdirecciones, buscando un arma. Nada.

Drake había salido del cuarto demáquinas. Estaba de pie en la cubierta.Le sonreía.

Diana sabía que debía gritar, pero sehabía quedado sin aliento. El corazón lelatía sin ritmo, le aporreabadesenfrenadamente el pecho.

Drake levantó al chaval de lacubierta sin esfuerzo, lo cargó hasta laborda y lo hundió en el agua.

Diana se lo quedó mirandohorrorizada. ¿Qué hacía allí? ¿Cómopodía ser?

—¿Qué? ¿Te has quedado sinréplica mordaz, Diana?

Diana vio unas piernas que pateabanpor debajo de la superficie del agua.Drake retorció su tentáculo solo un pocopara que la cara del niño pequeñoresultara visible. Para que Dianapudiera ver sus ojos blancos muyabiertos. Para que pudiera ver queestaba desperdiciando con sus gritos el

poco aire que le quedaba, en unaexplosión de burbujas suicidas.

—Déjalo marchar —dijo Diana,pero sin fuerza, porque sabía que Drakeno la escucharía.

—Hay un bote amarrado. Sube tuculito a bordo, Diana. En cuanto estés,subiré al niño. No antes. Así que si yofuera tú me daría prisa.

Diana sollozó una sola vez,exhalando brusca y profundamente.

Veía el miedo en los ojos del niño.La súplica.

Si dudaba, se ahogaría. Y Drakeseguiría allí.

Diana corrió hasta la proa, trepó por

la barandilla y se dejó caer torpementeen el bote.

—¡Ya estoy! —gritó—. ¡Déjalomarchar!

Drake se fue paseando por el velero,con el brazo de látigo metido en el agua.Arrastraba al niño a través del agua, lomantenía sumergido.

Atria lo vio entonces y se puso agritar.

Se oyeron unos pasos aceleradosque venían de debajo. Roger apareció encubierta, jadeando. Drake le sonrió.

—Me parece que no he tenido elplacer —comentó.

Entonces sacó a Justin del agua. El

niño pequeño estaba callado, con losojos cerrados, pálido como la muerte.

La expresión de Roger se volvióasesina, y echó a correr, rugiendo, haciaDrake, quien utilizó a Justin como unabola de demolición mojada y golpeó tanfuerte a Roger que lo hizo caer por laborda.

Cuando alcanzó la proa, Drake seencontró con la mirada llorosa de Diana.Soltó a Justin como una bolsa de basuraen el bote y comentó antes de subirse:

—Creo que se está echando unasiesta.

Diana se arrodilló junto a Justin. Elniño tenía los ojos cerrados y los labios

azules. Cuando le tocó la cara la teníahelada.

Recordó cosas muy antiguas. ¿Unvídeo que habían enseñado en clase?¿En otro mundo?

Con su vientre actual, a Diana lecostaba agacharse lo suficiente paraponer la boca sobre los labios del niñopequeño. Tuvo que levantarle la cabeza,y apenas tenía fuerzas para hacerlo.

Respiró en la boca del niño e hizouna pausa. Volvió a respirar. E hizo unapausa.

Drake desató el cabo y se instaló enlos remos. Enroscó más de medio metrode tentáculo en torno al remo derecho.

Respirar, pausa, respirar.Pulso. Diana debía comprobar el

pulso, y colocó dos dedos sobre elcuello del chico.

Drake se había puesto a cantar. Erauna canción de la atracción de Piratasdel Caribe que había en Disney World.

Diana sintió algo. Una palpitación enel cuello del niño.

Respirar, pausa, respirar.El niño tosió. Volvió a toser y

escupió agua. Diana tiró de él hasta quequedó sentado.

—Vaya, quién te ha visto y quién teve, Diana: acabas de salvarle la vida —se burló Drake—. ¿Quieres mantenerlo

con vida? —Y esperó como si realmenteesperara respuesta. Como ella no dijonada, continuó—. Si quieres mantenerlocon vida, no abras la boquita. Un soloruido y lo ahogaré como un cachorrito.

El bote ya se estaba acercando a laorilla. No faltaban más de veinte golpesde remo.

La chica volvió la vista hacia lacasa flotante. Vio a Dekka en la cubiertasuperior, pero no miraba en dirección aellos, sino hacia el cielo que se encogía.

No estaba Sam. No estaba Edilio.—Ya, ¿vaya mierda, no? —dijo

Drake alegremente—. Sea como sea,Dekka no podría hacer nada. No desde

tan lejos.Dianna examinó la costa a la que se

estaban acercando. Nadie.Espera. Sinder. Estaba arrastrando

un saco enorme de algo por la costa.Jezzie iba detrás de ella.

Drake vio la mirada esperanzada deDiana y le guiñó un ojo.

—Ah, no te preocupes: pararemos ahablar con ellas. Les contaremos que hasdecidido tomarte unas pequeñasvacaciones. Diles que vas a volver conCaine.

¿Podía Drake ser tan estúpido comopara creerse que alguien iba a tragarseesa historia? ¿Imaginarse que Sinder y

Jezzie se quedarían hablandotranquilamente de las cosas con Manode Látigo?

Puede. ¿Quién sabía qué tramabaDrake? ¿Cómo saber cuánto se habíadeteriorado su mente psicopática?

—¿Qué quieres, Drake? —exigiósaber Diana, haciéndose la valiente.

Drake sonrió.—¿Te he dado alguna vez las

gracias por serrarme el brazo, Diana?Entonces estaba furioso. Pero, si no lohubieras hecho, no sería Mano deLátigo.

—Tendría que haberte serrado elcuello —escupió Diana.

—Ya. —Drake le devolvió lamirada furiosa y aterrorizada sinestremecerse—. Tendrías que haberlohecho. De veras.

FUERA

EL SARGENTO DARIUS Ashton vio queen su ausencia habían entrado en suhabitación. La mayoría de la gente no sehabría dado cuenta, pero Darius estabaacostumbrado a ser muy organizado.Tenía una habitacioncita en el cuartel desuboficiales, no más grande que unvestidor. La litera era estrecha, y lamanta del ejército estaba tan apretadaque si lanzaras una moneda rebotaría. La

almohada estaba igual de ajustada. Peroahora había una marca mínima porquealguien se había sentado en el borde dela cama y luego había intentado alisarla.

—Puf, no me cuadra —comentódesdeñoso—. No en mi ejército.

A continuación, pasó al cajón dondeguardaba sus cosas. Sip. Habían ido concuidado, pero lo habían registrado.

La pregunta era… ¿dónde habíanpuesto el micro? Seguro que le habíanpinchado el móvil —eso lo daba porsentado— y utilizaban el GPS delteléfono para seguirle el rastro. Pero¿habían puesto también un micro en sucuarto?

Darius apagó la opción de rastreodel móvil. Aún podrían ver con quétorres entraba en contacto la señal, peroresultaba mucho menos preciso paraseguirle el rastro. El GPS concretaría suubicación a pocos metros. Las señalesde las torres solo podrían situarlo a unkilómetro de donde se encontraba.

Hecho eso, se puso a buscar elmicro. No tardó mucho en encontrarlo.Era una habitación pequeña, y no habíamuchas opciones. El micro estaba en labase de la lámpara. Alguien habíaperforado un agujerito muy pequeño enla base para que tuviera mejor recepciónun micrófono no más grueso que un fideo

de cabello de ángel.De acuerdo. Pues vale.Así que tendría que ir con mucho

cuidado.Ya había decidido contárselo a

Connie. Seguía órdenes: había firmadoel documento de confidencialidad. Peroel sargento Darius Ashton llevabatiempo suficiente en el ejército comopara saber que, cuanto mayor era elsecreto, más probabilidades había deque fuera algo «totalmente jodido».

Y eso de hacer estallar un armanuclear bajo un grupo de chavales queluchaban por sobrevivir era «totalmentejodido». Y por supuesto estaba mal.

Si se corría la voz, el puebloestadounidense no dejaría que ocurriera.Darius era un soldado que obedecía lacadena de mando, de su teniente a sucapitán, de este al coronel y al general, yasí hasta llegar al presidente de EstadosUnidos.

Pero a ningún soldadoestadounidense se le exigía, al menos nolegalmente, matar a ciudadanosestadounidenses en territorioestadounidense. De ninguna manera. No.No era eso lo que había prometido hacercuando alzó la mano y tomó juramentocomo soldado.

«Yo, Darius Lee Ashton, jurosolemnemente que apoyaré y defenderéla Constitución de Estados Unidoscontra todos los enemigos, extranjeros ynacionales; que seré fiel y leal a lamisma, y que obedeceré las órdenes delpresidente de Estados Unidos y lasórdenes de los oficiales nombrados porencima de mí, según las regulaciones yel Código Uniforme de Justicia Militar.Con la ayuda de Dios».

En primer lugar: defender laConstitución. Darius no era un erudito

de la ley constitucional, pero estababastante seguro de que no exigíabombardear con armas nucleares a ungrupo de chavales en California.

¿Y lo de obedecer órdenes? Serefería al Código Uniforme de JusticiaMilitar. Que desde luego no decía nadade que un soldado estadounidensedebiera ponerse a matar a chavalesestadounidenses.

No.Al mismo tiempo, a Darius no le

interesaba pasar el resto de su vida enuna celda sin ventanas de FortLeavenworth. Eso sería lo difícil: lo dehacer lo que debía y que al mismo

tiempo no lo pillaran haciéndolo.Se tumbó en la litera y le dio algunas

vueltas. Quedaba poco tiempo, de esoestaba moralmente convencido. Habíademasiada actividad ahí fuera. Loschicos tenían prisa.

Si dejaba el teléfono móvil en lahabitación y salía sabrían que tramabaalgo. Tendrían que ver moverse sumóvil. Los mensajes de texto, loscorreos electrónicos…, todo eso lointerceptarían. Así que tendría quehacerlo a la vieja usanza. Cara a cara.Y, si luego todo se iba al diablo, notendría que haber dejado ninguna pruebade ninguna clase.

Trató de recordar todo lo que sabíasobre Connie Temple. ¿Qué debía deestar haciendo en ese momento? ¿Dóndeestaría? ¿En qué día estaban? ¿Jueves?No. Era viernes.

Demasiado temprano para queestuviera cocinando costillas. Pero nodemasiado para que estuvieracomprando para la barbacoa al airelibre de los viernes.

Era una posibilidad remota.Pero si Connie Temple iba a cocinar

costillas, entonces solo podíacomprarlas en dos sitios. Por suerte, latienda Vons y el puesto de costillas FatN’ Greezy estaban en el mismo tramo

comercial.Darius se metió el teléfono en el

bolsillo. Pasó por la habitación de uncompañero al salir, y le comentó que ibaa Vons a buscar algo para picar ycerveza. Su compañero le pidió quecogiera unos Cheetos, de los picantes.

Había veinte minutos en coche hastaVons. Y, dado que el recorrido era enlínea recta por la carretera, estababastante seguro de que no lo seguían. Encualquier caso, no tenían motivos parasospechar de él, y tenían mucha otragente a la que vigilar.

Darius pasó por delante del tráilerde Connie de camino a Vons. Su Kia

plateado no estaba en su sitio habitual.Por desgracia, tampoco lo estaba en

el aparcamiento de Vons.Darius se entretuvo llenando el

depósito del Chevron. Desde ahí se veíabien el aparcamiento.

Y se acercó hasta el McDonald’spara buscar un café.

Solo le quedaba esperar. Podíajustificar una hora. Pero ¿dos horas? Esosería forzar las cosas.

Entonces halló la solución: loscines. Ponían tres películas, las tres eranuna mierda, pero una la había visto.Perfecto. Fue al cine y compró unaentrada con la tarjeta de crédito. Entró y

se gastó quince dólares en palomitas ycaramelos.

En cuanto empezaron los tráileres,dejó la comida basura allí y salió poruna puerta lateral. Tuvo cuidado yconservó el resguardo de la entrada.

Fuera detectó el Kia plateado caside inmediato.

Habría cámaras de seguridad dentrode Vons, que era adonde iba Connie. Asíque Darius movió su coche hastaaparcarlo junto al de ella. Y esperó.

La mujer salió con un carro mediolleno de bolsas de plástico. No reparóen él hasta encontrarse tras el volante desu coche. Entonces Darius bajó la

ventanilla.Y ella también.El hombre la miró.—Pongo mi vida en tus manos, Con.—¿De qué me hablas?—Mi vida en prisión si me pillan y

condenan.Connie frunció la frente, lo que la

hacía parecer mayor. Y a Darius ya leparecía bien: le gustaba una mujer quepareciera una mujer.

—¿Qué pasa, Darius?—Van a bombardear la cúpula con

armas nucleares.

VEINTISÉIS

11 HORAS, 28 MINUTOS

ROGER EL ARTERO gritó desde lacubierta del barco. Edilio lo oyó y alinstante supo que había pasado algoterrible.

Roger agitaba las manosfrenéticamente, apuntando hacia la costa.

Edilio sintió que se le caía el alma alos pies. Un bote de remos se acercabarápidamente hacia tierra. Edilio bajócorriendo las escaleras, agarró los

prismáticos de Sam y subió corriendootra vez con Sam y Dekka, hastaquedarse sin aliento.

Edilio se clavó los prismáticos enlos ojos. El bote quedaba a escasoscentímetros de la costa, ya estabarozando la grava. No había duda de aquién pertenecía el brazo tentacular quetiraba bruscamente de Diana y lalanzaba a la tierra.

—Es Drake —dijo Edilio—. Tienea Diana. Y a Justin.

Como si hubiera oído su nombre porarte de magia, Drake se volvió haciaEdilio, alzó uno de los remos y lo agitóen su dirección.

Entonces lo dejó caer de golpe, demodo que se partió en dos. Ahora teníaun trozo de madera irregular cogido conel tentáculo, y lo apuntó hacia lagarganta de Justin. El niño pequeñolloraba. Edilio veía cómo le caían laslágrimas por la cara.

Drake hizo un gesto burlón con lamano de «ven a buscarme».

El mensaje estaba claro. Y Edilio notenía duda que de Drake lo haría.

—¿Dónde está Brisa? —bramó Sam—. ¡Edilio, dispara una vez!

Edilio no lo oyó, o al menos noasoció esas palabras con ningunaacción. Se volvió para mirar a Roger,

que parecía como si lo hubierandestripado.

Edilio alzó un puño para que Rogerlo viera. Para que Roger supiera queEdilio lo entendía y que no habíaperdido la esperanza.

Sam sacó la pistola de Edilio ydisparó tres veces al aire.

Si Brianna estaba cerca, lo oiría ysabría qué quería decir.

Drake se dirigía a toda prisa hacia elrisco, con Diana avanzando atrompicones por delante y Justinintentando lastimosamente ayudarla. Losperderían de vista al cabo de pocossegundos.

Sam maldijo a Brianna por ser unaidiota imprudente e irresponsable.Dekka ya estaba corriendo por elmuelle. Pero no tenía ningunaoportunidad de atrapar a Drake, no a esadistancia.

Sam giró sobre sus talones paracorrer tras ella. Puede que tampoco laalcanzara, pero Edilio sabía que nopodía quedarse ahí sin más.

—¡Sam, no! —gritó Edilio. Samdudó y se detuvo. Miró a Edilio,perplejo, quien insistió—: Estamosdispersos. Y no podemos ponerte enpeligro. Si mueres, la luz morirácontigo.

—¿Estás loco? ¿Crees que voy adejar que Drake venga y se lleve aDiana?

—Tú no, Sam. Dekka sí. Orc sí. Éltambién está allí. Y manda también aJack. Cualquiera menos tú.

Parecía que hubieran pegado a Sam.Como si alguien lo hubiera dejado sinaliento. Parpadeó e iba a decir algo,pero se detuvo.

—No eres sustituible, Sam.Entiéndelo, ¿vale? Se va a oscurecertodo, y tú haces luz. Esta no va a ser tubatalla. Ahora no. Somos los demás losque tenemos que dar la cara. —Edilio sepasó la lengua por los labios. Parecía

abatido—. Yo también tengo quequedarme aquí. No puedo derribar aDrake. No sería más que otra víctima —dijo, y volvió a mirar a Roger, quienextendió las manos en un gesto deincomprensión que a Edilio no le costóinterpretar.

¿Por qué no vas tras Justin?¿Por qué estáis Sam y tú ahí de pie

sin hacer nada?Edilio veía que la población entera

se había subido a las cubiertas de losbarcos desperdigados. Todos habíanoído los disparos. Y ahora todosmiraban duramente a sus líderes, a Samy a Edilio. Algunos se fijaron en que

Dekka corría con esfuerzo por la costa,intentando alcanzar el lugar donde habíadesembarcado Drake. La señalaron yvolvieron a mirar, ceñudos, a Sam yEdilio.

Miraban fijamente a sus líderes derepente impotentes.

Edilio detectó a Jack en una lanchamotora. Estaba demasiado lejos paraoírlo, pero Edilio lo señalódirectamente.

Jack hizo el gesto de «¿quién, yo?».Sam recalcó la orden de Edilio

señalando inequívocamente con el dedoen dirección a Jack. Luego movió elbrazo para señalar la costa.

Reticente, Jack se dirigió conesfuerzo hacia la parte trasera de lalancha y se oyó cómo el motorfueraborda se encendíaentrecortadamente.

Edilio volvió a levantar losprismáticos para mirar a Roger. Estabadolorido, indefenso.

Se obligó a apartar la vista y seguircon los prismáticos a Jack mientras sedirigía hacia la costa, y a recorrerlahasta el risco donde Dekka levitabasobre los promontorios.

Y allí, acercándose a ella, estabaOrc.

Edilio sintió una leve esperanza.

Orc, Jack y Dekka… ¿loconseguirían?

Los coyotes trotaban con el movimientoincesante que los había convertido endepredadores de éxito.

Brianna los detectó a menos de unkilómetro.

—Je.Detrás de ellos, donde casi no le

alcanzaba la vista, había un segundogrupo. El resto de la manada. ¿O era unamanada distinta? En realidad noimportaba: los mataban en cuanto losveían, hasta el punto de que había muy

pocos.Primero, cargarse a la manada más

cercana. Luego, echar un vistazo rápidopara ver o encontrar a Drake antes deque Sam se diera cuenta de que Briannase había marchado.

Uno de los coyotes la vio y le entróel pánico, lo cual resultó muysatisfactorio para ella. La chica habíadivisado a cuatro, que ya huían a todavelocidad.

La luz era bastante mala, y el terrenomuy agreste. Así que de ninguna manerapodía trepar a toda velocidad. Pero esono era problema: un coyote podía correra cuarenta o cincuenta kilómetros por

hora, pero, incluso cuando iba despacio,Brianna ya duplicaba esa velocidad.

Corrió hasta acercarse al coyote máspróximo, que la miró con una expresiónmortífera en sus ojos estúpidos.

—Sí —comentó Brianna—. Todoslos perros van al cielo. Los coyotes vana otro sitio.

Sacó el machete.El coyote dio dos pasos, tropezó con

la cabeza y cayó dando tumbos en latierra.

Dos coyotes decidieron quedarsejuntos y oponer resistencia. Jadeabancon las lenguas colgando, exhaustos.Uno tenía el collar apelmazado con

sangre seca.—Eh, perritos —dijo Brianna.Avanzó a saltos e intentaron

morderla. Pero no había competencia.Brianna decapitó a uno. Su compañero,el que iba marcado con sangre seca queseguramente había dado vida a HowardBassem, se dio media vuelta y echó acorrer, pero Brianna le rompió lacolumna.

—Nunca me gustó Howard —dijoBrianna al cuerpo—. Pero tú me gustastodavía menos.

No encontraba al cuarto animal.Seguramente había decidido agacharse yocultarse. Costaba verlo bajo la luz

débil. Todo era marrón sobre marrón,incluso el aire parecía de ese color.

Brianna esperó paciente,observando.

Pero si el coyote decidía esperar,podría escaparse cuando llegara laoscuridad final.

En cualquier caso, quedaba pocotiempo, y Brianna tenía un objetivo másimportante. Los coyotes no eran más quecómplices: Drake era el objetivoprincipal.

Brianna se marchó al ritmo cauto deun purasangre al galope. La agobiaba lasensación de culpa y la preocupaciónpor lo que Sam diría si volvía con solo

tres coyotes muertos para enseñarle.Tenía que atrapar a Drake. Así Sam

dejaría de quejarse.

¿Dónde estaban los coyotes? Drake seesperaba que lo rodearan en cuantoalcanzara el risco. Tendrían que haberestado allí esperándolo.

Pero no había coyotes.Mala señal. Lo habían abandonado.

Lo cual quería decir que tambiénabandonaban a su señora. Como ratasque abandonan un barco que se hunde.

No por primera vez, Drake sintióuna punzada de miedo. Puede que los

perros estúpidos hicieran bien enapartarse. Puede que el poder de lagayáfaga estuviera menguando. Puedeque estuviera sirviendo a un amafracasada.

Pero no si Drake conseguía lo que seproponía. En ese caso, la gratitud de lagayáfaga sería aún mayor.

Tenía que moverse rápido. ¡Rápido!En cuanto llegara la noche estaría asalvo…, quizás…, pero hastaentonces…

Drake temía dos cosas. Una de ellasera que Brittney apareciera justo cuandoDrake necesitara luchar.

La segunda era Brianna.

Hasta ahora no la había visto. PeroBrianna era así: podía presentarse rauday veloz.

La noche la volvería inútil. Yaaquella luz débil, como de té helado,resultaba peligrosa para Chica Rápida.Pero no dejaría de preocuparse por ellahasta que llegara la oscuridad deverdad.

Y luego estaba el problema deorientarse para volver con la gayáfaga.Los coyotes podían hacerlo con el olor ysu sentido innato de la orientación, peroDrake no era un coyote.

—Déjanos marchar, Drake —pidióDiana—. No hacemos más que

retrasarte.—Pues muévete más rápido —le

espetó Drake, y chasqueó el látigo,rasgándole la camisa y dibujándole unaraya roja en la espalda.

Qué agradable. Qué bien. No teníatiempo para disfrutarlo, pero, ah, sí, québien estaba aquello.

Diana gritó de dolor. Eso también legustaba. Pero no era ese el trabajo deDrake. No, tenía que andarse concuidado: ya había cometido ese mismoerror antes. Había dejado que suspropios placeres lo distrajeran.

Esta vez tenía que conseguirlo.Tenía que entregar a Diana a su ama.

—Si te mueves, veremos si al niñole gusta el viejo Mano de Látigo.

Drake oyó un ruido y miró porencima del hombro. Se estremeció alesperarse un machete que se le acercarade repente a la velocidad de unamotocicleta.

Tendría que haber rematado aBrianna en Coates. Entonces no eranadie, no era más que una pesada.Apenas reparó en su presencia. Pero sehabía convertido en una pesadillaandante. Tendría que haberla rematado.

Maldita mocosa. El recuerdo de susprovocaciones le había dejado unaherida roja en la psique. Drake la

odiaba. Como odiaba a Diana. Y a esamojigata glacial, a Astrid.

Le encantaba recordar cómo habíahumillado a Sam, pero, incluso ahora, elrecuerdo de cómo había vencido aAstrid le hacía sentir un brillo cálidopor todo el cuerpo. Podía odiar a loschicos, desear destruirlos, disfrutarhaciéndolos sufrir, pero nunca resultabatan profundo e intenso como con laschicas. No, las chicas eran especiales.Su odio por Sam era una brisa frescacomparado con la rabia ardiente,bullente, que sentía por Diana, Astrid oBrianna.

Las tres eran tan arrogantes… Se

sentían tan superiores…Drake extendió el látigo y lo

enganchó al tobillo de Diana, haciéndolacaer y que aterrizara bruscamente sobreel vientre.

El psicópata se asustó. Podría haberhecho daño al bebé. No se atrevía apensar en las consecuencias que esotendría.

Justin se volvió, apretó los puños ygritó:

—¡Déjala en paz!Drake sonrió. Niño valiente. Cuando

viniera Brianna, encontraría el modo deutilizarlo de escudo. A ver lo dura quese ponía Brianna cuando tuviera que

cortarlo a través de un niño.Pero ¿dónde estaba?¿Dónde estaba la Brisa?Diana dejó de moverse y se volvió

para mirar a Drake, desafiante.—¿Por qué no me matas y acabas

con esto, Drake? Es lo más parecido alplacer que vas a sentir, hijo de…

—¡Muévete! —rugió Drake.Diana se estremeció, pero no echó a

correr.—¿Tienes miedo, Drake? —

Entrecerró los ojos—. ¿Miedo de Sam?—Inclinó la cabeza hacia un lado,juzgándolo—. Ah, no, claro que no. Perosí de Brianna, ¿verdad? Claro, un tío

que odia a las mujeres como tú… Porcierto, ¿se puede saber qué es lo que tepasa con las féminas? ¿Descubriste quetu madre era puta o algo así?

La explosión sorprendió incluso aDrake. Gritó llevado por una rabiarepentina, candente, asesina. Saliódisparado hacia Diana, la golpeó con elpuño, la derribó y se puso encima de lachica con el látigo levantado.

—¡Justin, corre! —gritó Dianacuando bajó el látigo.

El niño pequeño aulló:—¡No!Pero echó a correr tan rápido como

sus cortas piernas se lo permitían.

Drake chasqueó el látigo endirección al chico, pero falló por varioscentímetros.

Su aullido de furia fue un sonidoanimal en estado puro. Un velo rojo lenubló la vista.

—¡Oye! —chilló una voz.Drake tuvo que volver a oírla para

concentrar la mirada en su origen.Jack el del ordenador flexionó las

rodillas y saltó lo que debieron de sermás de quince metros. Drake nuncahabía visto nada parecido. La neblinaroja estaba retrocediendo. Eravagamente consciente de que Diana sealejaba gateando.

—¡Oye! —volvió a gritar Jack el delordenador.

Aterrizó a menos de cien metros.Justin echó a correr hacia él.

Lo de los saltos era un problema.Jack podía moverse más rápido queDrake, sobre todo de un Drake que teníaque conducir a Diana como una vacareticente a través del desierto que seoscurecía.

Drake caminó directamente haciaJack.

—Hola, Jack; cuánto tiempo sinverte, tío. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada —dijo Jack a la defensiva.—¿Nada? Dando un paseo, ¿eh?

Drake seguía acortando la distanciaentre los dos.

—Deja que Diana y Justin se vayan—pidió Jack.

Le temblaba la voz. Justin lo alcanzóy se lanzó a sus piernas, aferrándoseleaterrorizado.

Drake echó a correr directamentehacia Jack, quien apartó a Justin.

El látigo rasgó el aire y trató de dara Jack en el cuello. Falló, y le dio en elhombro.

Jack gritó de dolor.Drake no dudó, sino que

rápidamente enganchó el tentáculo entorno al cuello de Jack y apretó con

fuerza. Para su sorpresa, Jack se limitó atensar los músculos y resistirse a lafuerza de Drake. Era como intentarestrangular el tronco de un árbol.

Jack agarró el látigo, intentandoapoderarse de él. Drake reaccionó muyrápido, pero por los pelos. Se apartócontorsionándose pero tropezó, dio dospasos torpes hacia atrás y estuvo a puntode caer.

Si Jack hubiera atacado justoentonces, en ese momento, habría tenidouna oportunidad. Pero Jack no era unluchador. Se había vuelto más fuerte, nomás malvado. Drake lo vio dudar ysonrió.

Volvió a atacar al instante, haciendogirar el brazo de látigo por encima de sucabeza y lo flageló una y otra vezmientras Jack retrocedía, y de nuevoechó a correr hacia él.

Azotó a Jack en el pecho. En elbrazo. Y entonces le hizo un corterepentino y feroz en el cuello.

Empezó a salir sangre de la gargantade Jack.

El chico se llevó la mano al cuello,la apartó y se quedó mirando,completamente perplejo, una mano nosolo manchada sino empapada desangre.

La garganta. No podía ahogarlo,

pero podía cortársela.Justin yacía gimoteando a su lado.

Jack cayó de rodillas en tierra.Drake enroscó su látigo en torno al

niño pequeño y se limitó a arrojarlo endirección a Diana.

Entonces, mientras Jack caía decostado sangrando en la arena, Drake ledijo a Diana:

—Muy bien, nos lo hemos pasadotodos muy bien. Ahora movámonos antesde que pierda el buen humor.

Orc y Dekka se parecían en que ningunode los dos era muy rápido. Jack los

había adelantado a saltos. En opinión deDekka, había sido algosorprendentemente valiente, puede queincluso temerario. Puede que incluso unpoco estúpido.

Pero valiente.No quería que le gustara Jack. Pero

Dekka valoraba una virtud por encimade las demás, y Jack había demostradoque la tenía.

Lo encontraron tendido de costadoen el barro que formaba su sangre.

—Tiene pulso —dijo Dekka. Nonecesitaba tocarlo. Lo veía.

—Sí… —dijo Orc—. Drake.—Sí. —Dekka apretó la mano contra

la herida que sangraba en el cuello deJack—. Arráncale la camiseta.

Orc se la arrancó fácilmente, comosi rasgara papel de seda, y se la pasó.Dekka no levantó la palma, sino quemetió la camiseta por debajo,presionándola contra la herida.

No dejaba de salir sangre.—Vamos, Jack, no te me mueras —

pidió Dekka. Y entonces le dijo a Orc—: Es una arteria o algo parecido. Nopuedo pararla. ¿Qué se supone que tengoque hacer? ¡No para! Tú eres más fuerteque yo: ¡aprieta!

Orc hizo lo que le pidió, y apretó eltrapo sangriento contra la garganta de

Jack. La hemorragia se detuvo, pero alparecer, debido a cómo presionaban, larespiración de Jack se estaba volviendoáspera y fatigosa.

Dekka miró alrededor, frenética,como si esperara ver de repente un kitde primeros auxilios.

—Necesitamos aguja e hilo. ¡Algo!—maldijo furiosa—. Tenemos quellevarlo otra vez al lago. Al menos allíalguien puede coserlo. Tenemos que irenseguida. Ahora mismo.

—¿Qué pasa con Drake? —preguntóOrc.

—Orc, tienes que llevarlo tú. Yo nopuedo evitar que se desangre. Tenemos

que llevarlo de vuelta. Luego iremostras Drake.

—Pronto será de noche.—No podemos dejarlo morir, Orc.Orc miró en la dirección en la que se

había ido Drake. Durante un instante,Dekka se preguntó si iría tras él. Y partede ella, una parte de la que no seenorgullecía, deseaba que Jack semuriera y ya está, porque probablementese iba a morir de todos modos, y Drakese iba a escapar.

—Yo lo llevaré —dijo Orc—. Túve tras Drake. Pero no pelees con élhasta que yo te alcance.

—Créeme, estaré encantada de

esperar refuerzos —comentó Dekka.Y, en silencio, se dio cuenta de que

ella sola no tenía manera de vencer aDrake.

Echó a correr tras el psicópata, puessus huellas —y dos pares de huellas más— aún resultaban visibles apenas bajola luz que se iba desvaneciendo.

Ahora Sanjit formaba parte de unamultitud creciente de chavales asustadosy vacilantes. El retraso le hacía echarhumo. Nada estaba yendo bien. Yatendría que haber llegado al lago. Y laoscuridad, real, grave, la oscuridad de

«llegó la hora» se acercabarápidamente.

La segunda manada de coyotes atacósin avisar después de que el grupitoruidoso y desorganizado girara en lacarretera principal hacia el camino detierra que conducía al lago.

Había colinas a la derecha, y a lolejos en dirección oeste se veía unahilera oscura de árboles. Alguien habíacontado a Sanjit que debía de ser ellímite del Parque Nacional Stefano Rey.

Las dos chicas de doce años, Keiray Tabitha, y el niño, Mason, no fueronsus objetivos inmediatos. TampocoSanjit. Los coyotes se acercaron dando

saltos por la carretera, como si losmandaran del lago. Por la carretera,cinco de ellos evitaron a unos cuantoschavales mayores y se encontraron derepente con una niña de dos años.

Lo primero que oyó Sanjit fueron losgritos cuando los coyotes iniciaron suataque acelerado. Echó a correr y sacóla pistola que Lana le había dado, perono había manera de disparar y acertar.Los chicos presa del pánico corríanhacia él. Otros se desperdigaban aizquierda y derecha, gritando, gritando yllamándose los unos a los otros.

El coyote jefe mordió el bracito dela niña y la hizo chillar. El coyote la

arrastró de los pies por la carretera,pero se le soltó y la niña se incorporó.

Casi sin darle importancia, loscoyotes formaron un semicírculo,dispuestos a derribarla.

—¡Apartaos! —gritó Sanjit—.¡Apartaos!

Los gritos se habían generalizado.Se levantaba polvo. La luz inclinada decolor té proyectaba sombras pálidas deniños que huían y de los caninosamarillos.

Un segundo coyote agarró a la niñadel vestido y empezó a tirar de ella.

Sanjit disparó al aire.Los coyotes se estremecieron. Un

par se alejó al trote hasta una distanciasegura. Pero el que tenía a la niñitaagarrada con los dientes no.

Ahora Sanjit se encontraba a pocosmetros de ellos, y veía sangre, veía losdientes amarillos del coyote y sus ojosinteligentes.

Apuntó con la pistola desde esadistancia y disparó.

¡PUM!El coyote soltó a la niña y echó a

correr. Pero no se fue muy lejos. Nadalejos.

Sanjit alcanzó a la niña al tiempoque lo hizo su hermana. La niña estabaensangrentada, pero viva. Y gritaban,

todos gritaban y lloraban. Los chavaleshabían sacado sus garrotes y cuchillasdemasiado tarde, y estaban erizados demiedo ante la amenaza.

Los coyotes daban saltos, ansiosos,y podía pegarles un tiro desde donde seencontraba. Pero Sanjit sabía que nolograría darles.

—¡Moveos! —gritó bruscamente—.¡Si seguimos aquí cuando llegue lanoche moriremos todos!

El grupo de unas dos docenas dechavales avanzaba por la carreteraformando una piña, mientras los coyoteshambrientos los observaban con lalengua fuera, a la espera de carne fresca.

Brianna había recorrido la carreterahasta llegar a las colinas. Cuando vio alos chavales que venían de PerdidoBeach supo que Drake no había pasadopor allí.

Lo cual quería decir que puede quese hubiera retirado hacia la Base Aéreade la Guardia Nacional. Así que corrióhasta allí y la inspeccionó. Pero noencontró nada.

Se quedó perpleja. Seguro que lohabría visto si hubiera estado cerca dellago. Seguro que no había pasado por lacarretera. Y no estaba en la base ni en

un ninguno otro lugar entre esos trespuntos.

Brianna estaba cansada y frustrada.Y preocupada por que Sam fuera agritarle. Por eso se dirigió hacia Coates,porque no podía volver con las manosvacías. Era la Brisa; era la anti Drake,por lo menos en su cabeza. Y si estabapor ahí, corriendo suelto, ella tenía queencontrarlo y derribarlo.

Pero no lo había encontrado. Sehabía encontrado con chavales queabandonaban Perdido Beach y nodejaban de parlotear sobre el cielo quese estaba apagando, y se habíaencontrado con que proliferaban los

conejos cerca de Coates, y se habíaencontrado un tarro de Nutella caído enel límite entre el lago y la base aérea yse la había zampado rápidamente.

Pero no había visto a Drake.El cielo era muy raro. La luz era muy

chunga. Esa negrura lisa que lo rodeabatodo, que se alzaba desde el horizontepara formar un nuevo horizonteirregular…, todo eso era muy chungo.

¿Y si se volvía negro de verdad yasí se quedaba? Entonces ¿qué? ¿Quépasaría con la Brisa? Pues iríatropezando en la oscuridad como todoslos demás. Pasaría de ser importante aser otra chica más.

Sam ni siquiera la necesitaría. No lepediría que fuera a las reuniones. Nosería su persona de confianza. Lapoderosa Brianna. Chica Rápida. Lapersona más peligrosa de la ERA trasSam y Caine.

Tenía que buscar cierta altitud; deeso se trataba. Disponer de una vistamás amplia mientras aún hubiera vistas.

Echó a correr hacia las colinas deSanta Katrina. Pasó volando junto a dosjuegos de huellas, se percatótardíamente y retrocedió a toda prisapara localizarlas.

Estaban bastante claras. Eran de unpar de botas. Y de un par de zapatillas.

Ambas procedían de las colinas e ibanhacia Perdido Beach. Ninguna era lobastante grande como para ser de Drake.Y él no iría en esa dirección.

Brianna miró ansiosa el cielo. Nopodía quedarse ahí fuera. Y no podíavolver con Sam con las manos vacías.Sería el fin de la Brisa. Habíadesobedecido órdenes antes, pero ahorahabía fracasado tanto, lo único quehabía conseguido había sido cargarse aunos pocos coyotes…, y fracasaríacuando sus poderes se volvieranprácticamente inútiles…

No era nada si no era la Brisa.Corrió hasta lo alto de la colina más

próxima, una cosa totalmente pelada quedebía de medir seiscientos metros.Desde allí veía el lago, que brillaba deun modo extraño bajo la luz nadanatural. Al otro lado veía el océano. Lacarretera quedaba oculta.

¿Qué hacer?Entonces vio lo que parecía una

persona caminando. Hacia el norte.Costaba saberlo, debido a la luz y a loestrecha que era la abertura entre las doscolinas. Pero le parecía ver a una solapersona moviéndose.

Brianna rezó para que fuera Drake.Tenía un plan para enfrentarse a él. Unplan que haría que Sam se

enorgulleciera. Iba a hacerlo pedacitos,y utilizaría su velocidad para repartirlos trozos por toda la ERA.

¡Ja! A ver si entonces Drake podíarecomponerse.

Sería genial. Si pudiera hacerlo.

VEINTISIETE

10 HORAS, 54 MINUTOS

A DIANA LE DOLÍAN las piernas, y teníalos pies descalzos ensangrentados.Justin intentaba ayudarla, pero no habíamanera de aliviar el dolor de las plantasdesnudas sobre la piedra puntiaguda.

Cada vez que aminoraba otropezaba, Drake hacía restallar ellátigo, y el dolor que le causaba eramucho peor.

No conseguía imaginarse llegar viva

hasta la gayáfaga.Sabía que ese era el objetivo. Drake

se había puesto a alardear al respecto. Ya Diana se le habían ocurrido muchoscomentarios mordaces, pero cadacomentario le costaba otra raja en lapiel. O, peor aún, en la de Justin. Asíque avanzaba a trompicones, pero sindecir nada.

—No sé qué quiere de ti —comentóDrake, no por primera vez—, pero loque deje será mío. Es lo único que sé.Guárdate los comentarios ingeniosospara la gayáfaga. Ja. A ver cómo te va.

Drake seguía mirando todo el tiempopor encima del hombro. A Diana se le

había ocurrido que era brisanoia, unmiedo terrible a la Brisa.

—Puede acercarse zumbando cuantoquiera —insistió Drake—. A ver sipuede rajarme sin rajar al mocoso. Aver si puede.

Drake se estaba hundiendo tanrápido como la propia Diana. Su miedoera palpable. Y no solo temía a Brianna.Que la luz se apagara también loasustaba.

—Tenemos que llegar antes de queanochezca —murmuraba.

Diana se dio cuenta de que en cuantofuera completamente de noche Drakeestaría tan perdido como cualquiera. Y

entonces ¿cómo controlaría a Diana yJustin?

Pero eso no bastaba para consolarla.Podían huir de Drake. Quizás. Y luego¿qué?

Diana se llevó la mano al estómago.El bebé pataleó.

El bebé. El bebé con tres barras. Elbebé era lo que quería, claro. Diana notenía ninguna duda al respecto. Lacriatura oscura quería al bebé.

Cuando conseguía que su mente seolvidara de la agonía de los pies, laspiernas y la espalda, cuando lograbasuspender durante breves segundos elmiedo apabullante que la oprimía, Diana

intentaba entenderlo. ¿Qué quería delbebé?

¿Por qué estaba pasando todoaquello?

La chica dudó, tropezó y aterrizóbruscamente de rodillas. Gritó de dolor,y volvió a gritar cuando el latigazo leatravesó la espalda.

Presa de la rabia, salió disparadahacia Drake. Trató de darle puñetazos yclavarle las uñas, pero Drake erademasiado rápido. La golpeó en la cara.No fue una bofetada. Fue un puñetazoduro, total. La cabeza le dio vueltas yvio las estrellas.

Diana pensó que era como un dibujo

animado, y cayó de espaldas.Cuando recuperó el sentido, se

encontró a Justin a su lado, sujetándolela mano y llorando.

Brittney estaba sentada a pocosmetros.

El círculo de cielo azul era del colordel tejano nuevo, y más pequeño,significativamente más pequeño queantes. El cielo formaba un cuenco negrocontinuo.

—Estás embarazada, ¿verdad? —preguntó Brittney casi tímidamente.

Diana tardó unos instantes enentender qué pasaba. Drake no estabaallí. Drake no podía estar allí mientras

estuviera Brittney.Mano de Látigo no estaba allí.Diana se puso en pie rápidamente.—Vámonos, Justin, salgamos de

aquí.—He encontrado unas piedras —

explicó Brittney. Sostenía una piedragrande en cada mano—. Puedo darte conellas.

Diana se rio en su cara.—Adelante, zombi rara. No eres la

única que puede encontrar una piedra.—Sí, es verdad —reconoció

Brittney—. Pero, cuando me des, no meharás daño. Y no me puedes matar. —Después se le ocurrió otra cosa y añadió

—: Sea como sea, no soy una zombi. Nocomo personas.

—¿Por qué haces todo esto,Brittney? Tú te peleaste con nosotros enla central nuclear. Estabas de parte deSam. O ¿es que ya no te acuerdas?

—Me acuerdo.La mente de Diana daba vueltas a

toda velocidad. Si ordenaba a Justin quevolviera corriendo al lago, ¿hasta dóndellegaría antes de que la oscuridad lorodeara? ¿Qué era peor? ¿Deambularsolo en la oscuridad hasta que se cayerapor un precipicio, o lo oliera un coyote,o se metiera en un campo de bichos o…o… o…?

—¿Qué te ha pasado? ¿Por quéayudas a Drake? ¿No deberíasenfrentarte a él cada vez que se presentala oportunidad?

Brittney sonrió, y Diana vio elalambre roto del aparato dental que lesobresalía.

—Ni siquiera puedo pelearme conDrake, ya lo sabes. Nunca estamosjuntos.

—Exacto. Así que cuandodesaparece puedes…

—No lo hago por Drake —dijoBrittney muy seria—. Lo hago por miseñor.

—Tu… ¿tu qué? ¿Tu qué? ¿Crees

que Dios quiere que hagas todo esto?¿Te has vuelto estúpida además de nomorirte?

—Todos debemos servir —recitóBrittney, como una lección aprendidatiempo atrás.

—Y ¿crees que Jesús quiere quehagas todo esto? ¿Todo esto? ¿Amenazara una chica embarazada con una piedra?¿Esa es tu teoría religiosa? ¿Jesúsquiere que ayudes a un loco sádico paraque me entregue a un monstruo? Debo dehaberme saltado esa parte de la Biblia.¿Es la de «El sermón de la montaña»?

Brittney se la quedó mirando muyseria, y esperó hasta que Diana se quedó

sin aliento, ya que su desdén erainagotable.

—Ese era el Dios de antes, Diana.Ese Dios estaba antes. No vive en laERA.

Diana tenía ganas de estrangular a lachica. Y si sirviera de algo lo habríahecho encantada. Se preguntaba sipodría aturdirla durante el tiemposuficiente para huir. Seguro que unapiedra grande la aturdiría.

Pero, por desgracia, todos sabían loque había ocurrido cuando Brianna sepeleó con Drake. Lo seccionó como uncarnicero a un cerdo, y aun asísobrevivió. Lo mismo ocurriría con

Brittney. Y Diana no tenía machete.—Dios está en todas partes —

comentó Diana—. Tú ibas a la iglesia,tienes que saberlo.

Los ojos de Brittney brillaron,ansiosos, cuando se inclinó haciadelante.

—No, no. Ya no tengo que seguir aun Dios invisible. ¡Lo veo! ¡Lo toco! Sédónde vive, y qué aspecto tiene. Yabasta de cuentos para niños. Te quiere.Por eso hemos venido a buscarte. —Hizo el gesto de reprender a Diana—.Deberías estar emocionada.

—¿Sabes qué? Estoy lista para quevuelva Drake. Es malvado, pero al

menos no es idiota.Diana se levantó. Y Brittney

también.—Justin —dijo Diana.—¿Sí?—¿Ves ahí donde terminan las

colinas? El lago queda justo detrás.Échate a correr.

—¿Tú vienes? —exclamó Justin.—Justo después de ti. Ahora…,

¡corre!Brittney no fue tras Diana, aunque

Diana trató de darle otra vez. Brittneyechó a correr tras Justin.

Lo atrapó fácilmente. Diana intentóagarrar a Brittney, pero una chica

embarazada corriendo en la arena…Brittney agarró a Justin con un brazo,

y con la mano libre sostenía una piedrapuntiaguda muy cerca de la boca delniño, que castañeteaba de miedo. Eracomo una parodia desgarradora de laactitud protectora materna.

Diana volvió a recordar quién habíasido Brittney. La chica valiente ydecente que se negó a decepcionar aSam y Edilio.

Había sido Diana, junto con Caine yDrake, quien la había hecho cambiar.Ellos y, por supuesto la Oscuridad,habían formado un grupito mortal.Cuánto daño habían hecho los cuatro.

Ahora iban a encontrarse tres deellos. Y su hijo o hija interpretaría elpapel de Caine.

Diana tenía tantas ganas de escaparde todo… Durante un brevísimo instantecreyó haber cambiado a Caine. Y fueentonces cuando crearon al bebé en suinterior.

—Sigue caminando —dijo Brittney,mientras acariciaba la cara de Justin conla piedra—. Por favor.

No era Drake. La figura que Briannahabía visto a lo lejos no era la de Drake.Era Dekka. Sin pensarlo siquiera,

Brianna corrió hasta donde pudiera oírlagritar con el machete en la mano.

Patinó hasta detenerse y vio queDekka estaba cubierta de sangre de lamano al codo, y que tenía salpicaduraspor la cara.

—¿Dónde has estado? —exigiósaber Dekka sin saludarla siquiera.

Brianna envainó el machete ydecidió no contestarle.

—¿Y esa sangre?—Es de tu novio —replicó Dekka,

irritada.—¿Mi qué?—De Jack. Ha atacado a Drake él

solo. Y Drake le ha cortado la garganta.

Brianna la miró fijamente.—¿Estás loca? ¿Jack ha ido tras

Drake? Jack es incapaz de hacer algoasí.

—Las hace cuando no le quedaelección.

Dekka no dejaba de mirar tras ella, yBrianna hacía lo mismo. El mundo seestaba acabando; Jack estaba herido,puede que muriéndose, puede que yahubiera muerto, y estaban incómodas launa con la otra.

—Drake tiene a Diana y a Justin. Sedirige al pozo de la mina, hacia lagayáfaga.

Brianna negó con la cabeza. Le

parecía como si se hubiera perdido algo.—¿Quién es Justin?—¿Dónde estabas? Se suponía que

tenías que estar donde pudiéramos oírte.Sam ha disparado varias veces y no hasaparecido.

—Estaba buscando a Drake —replicó Brianna poniéndose a ladefensiva.

Dekka la fulminó con la mirada,furiosa.

—Tú no quieres a Jack. Ni siquierate importa, ¿verdad? Ni me haspreguntado cómo está.

Brianna dio incluso un paso atrás.—¿Por qué me odias?

Dekka abrió la boca de par en par.Casi habría resultado divertido, si nofuera Dekka.

—¿Tan ciega estás? ¿Cómo es queno entiendes lo irresponsable que eres?Orc está de vuelta al lago con las manosmanchadas de la sangre de Jack. YDrake debe de andar azotando a Dianapor el desierto.

Brianna negó con la cabezaviolentamente.

—¡Yo no tengo la culpa! ¡Esa no mela voy a cargar! ¡Estaba buscando aDrake!

De repente, el puño ensangrentadode Dekka salió disparado hacia la nariz

de Brianna, que la esquivó fácilmente, yDekka tropezó hacia delante.

Brianna se quedó demasiadoperpleja para devolverle el golpe.

Pero Dekka no había terminado, yacabó dando una patada a Brianna, loque le hizo perder el equilibrio y caerbruscamente de lado.

De repente, Brianna se encontró enel interior de una columna de arenaflotante. Intentó correr, pero no habíatierra firme bajo sus pies. La gravedadestaba anulada.

Esa fue la gota que colmó el vaso.Brianna sacó su recortada y apuntó aDekka.

—¡Bájame o te disparo!Dekka se había puesto en pie.—Lo harías, ¿verdad? —Agitó la

mano furiosa, y Brianna cayó más demedio metro hasta el suelo—. ¿Algunavez piensas en alguien más que en ti? —gritó Dekka.

Brianna estaba asombrada porquehabía lágrimas en sus ojos, y se las secótan violentamente como si se abofetearaa sí misma. Se dejó un rastro de sangrecomo si fuera pintura roja.

—Oye, lo siento o lo que quieras —exclamó Brianna, acalorada—. ¿Quéquieres que te diga? Espero que Jackesté bien. Y mataré a Drake si tengo

oportunidad. ¿Qué quieres de mí?El rostro de Dekka formaba una

máscara fea de emociones impenetrablepara Brianna, aparte de queevidentemente Dekka estaba furiosa poralgo.

—Cuatro meses, y no me has dichonada —le espetó Dekka.

—He hablado contigo —replicóBrianna.

Apartó la mirada al decirlo. Derepente aún estaba más incómoda. Sabíalidiar con el enfado. La necesidad eraalgo distinto.

—Te dije… —empezó a explicarDekka, pero se quedó sin voz. Tardó

varios segundos en dominarla. Yentonces añadió, incapaz de mirar aBrianna a los ojos—: Pensé que estabaacabada. Quiero decir, que no me asustofácilmente. Pero el dolor… —Entoncesvolvió a detenerse y negó con la cabeza,enfadada, como si se estuviera abriendopaso a través de él—. Pintaba muy mal,eso es. Me estaba muriendo. Tendríaque haberme muerto. Pero no queríamorirme sin decírtelo.

—Sí, vale —contestó Briannamoviéndose de lado a lado, incapaz deresistir el deseo de salir disparada acien kilómetros por hora.

—Te dije que te quería.

—Ajá.—Y no me has dicho nada. Nada. En

cuatro meses.Brianna se encogió de hombros.—Mira, vale, mira. —Tragó saliva

—. Mira, aparte de mí, eres la tía másvaliente y más dura de la ERA —empezó a decir Brianna—. Quiero decir,que siempre he pensado que éramoscomo hermanas, ¿sabes? Comohermanas cañeras.

La mirada de Dekka, encendida yfuriosa, se vació. Se quedó mirando elvacío durante mucho rato. El espacioque había junto a Brianna. Hasta queacabó suspirando:

—Como hermanas…—Sí, pero hermanas de esas que lo

bordan haciendo de chicas duras.—Pero… tú no…Brianna no estaba preparada para

esta Dekka. Parecía más pequeña.Parecía una muñeca de trapo grande a laque hubieran quitado la mitad delrelleno. La oscuridad se acercaba conrapidez. Las sombras eran másprofundas, y eran sombras de otrassombras.

Dekka enderezó los hombros.Parecía estar discutiendo consigomisma, y acabó diciendo:

—No eres lesbiana. No te gustan las

chicas.Brianna frunció el ceño.—Me parece que no.—Y ¿te gustan los chicos? —

preguntó Dekka, forzando la voz.Brianna se encogió de hombros. La

conversación la incomodaba.—No lo sé, jo. Me he enrollado con

Jack un par de veces. Pero lo he hechoporque me aburría.

—Te aburrías…—Sí. Y no me ha servido de mucho.—¿No estás enamorada de Jack?Brianna ladró una risa sorprendida.—¿De Jack? ¿De Jack el del

ordenador? Quiero decir, me gusta. Está

bien. Quiero decir, es majo. Y si estoyleyendo un libro que no entiendosiempre me puede explicar cosas. Eslisto. Pero no es… —Y entonces sedetuvo.

Los últimos comentarios provocaronla risa incrédula de Dekka, lo cualsorprendió a Brianna.

—Tú eres así, ¿verdad? Así deverdad.

Brianna entrecerró los ojos. Pero¿qué le estaba preguntando?

—Durante todo este tiempo… —Dekka no acabó la frase—. ¿Por qué nome lo has dicho y ya está?

—¿El qué?

Dekka cerró los puños.—¡Te juro por Dios que te mataré si

sigues haciéndote la tonta!—Me gustan los chicos, ¿vale?

Supongo. Probablemente. Quiero decir,¡que solo tengo trece años! ¡Jo! Sé queestamos en la ERA y todo eso, pero nosoy más que una… niña.

Brianna se ruborizó. ¿Por qué habíadicho eso? No era una niña. Era laBrisa. Era la persona más peligrosa…,vale, la tercera persona máspeligrosa…, pero no era una niña. Noera una niña pequeña.

Bueno, era rápida, pero no podíaretirar lo dicho. Jack seguramente se

estaba muriendo. La luz se estabaapagando. Igual estaba bien decir cosas.

Dekka inhaló profundamente.—Lo eres, ¿verdad? —dijo en voz

baja—. Se me olvida… —Y lo repitió,triste—: Se me olvida…

—Quiero decir que es como…, yasabes…, me mola Sam o lo que sea…como a cualquier otra chica, bueno,excepto a ti, supongo, pero no tanto.Quiero decir…, ya sabes… —concluyóde manera poco convincente, y luegoañadió—: Solo me gusta ser la Brisa.Con B mayúscula.

La ira de Dekka se había esfumadocompletamente.

—Se me olvida, Brianna. Quierodecir, que te veo hacer cosas tan locas yvalientes… Y veo lo mucho quedepende Sam de ti… Todo el mundo…Y veo cómo te metes en peleas conDrake y, uau, quiero decir, te veo y erescomo… todo lo que siempre he queridoen una novia. Y se me olvida que noeres más que una niña.

—No soy tan joven —replicóBrianna, que ahora realmente deseabaretirar parte de lo que había dicho.

Dekka suspiró larga yprofundamente.

—Quiero decir, que igual dentro deun par de años… —dijo Brianna.

Ahora estaba convencida de que eraella la que estaba saliendo peor paradaen aquella conversación.

Dekka se rio.—No, Brianna. ¿Te mola Sam? ¿Te

enrollas con Jack? No, no. Había dejadoque mi… Veía lo que quería ver. Esohacía. No te veía a ti.

—Pero tú y yo… ¿estamos en paz?Dekka volvía a llorar, pero esta vez

se secó las lágrimas riendo.—Brisa, ¿cómo no? Desde luego que

somos las hermanas cañeras.—Y ¿qué hacemos ahora? No puedo

correr muy rápido en la oscuridad.—Sip. Pero aún tenemos que ir tras

Drake. Tiene a Diana, y no podemosdejársela. Odia a las mujeres, ya losabes.

—Sí, ya me he dado cuenta. —Brianna sintió que volvía a fluirle laenergía. El cansancio, la frustración…habían desaparecido. ¿Y si se acercabala oscuridad? Pues, bueno, aún podíaatacar con el machete—. Ese chico odiaa las tías, ¿verdad? Pues vamos a darleun buen motivo para hacerlo.

Astrid avanzaba llevando a Cigar de lamano. A veces el chico se asustaba y seconvencía de que se lo iba a comer. Se

le iba la cabeza. Igual no para siempre,pero por ahora sí. Y seguiría así hastaque de alguna manera lo ayudaran.

Pero veía lo que ella no podía ver.Veía a su hermano. Astrid lo habíaintuido desde el comienzo, al ver alcoyote con rostro humano. Había algoque no era estúpido, sino ignorante,inconsciente. Algo o alguien con unpoder asombroso, que no tenía ni ideade cómo utilizarlo.

El pequeño Pete era un diosinvisible y todopoderoso que jugaba ajuegos ignorantes e inconscientes con lascriaturas indefensas de la ERA.

Puede que la mancha también fuera

obra suya.Puede que fuera él quien estuviera

apagando la luz.Pero se acabaría sabiendo, ¿verdad?

Tarde o temprano el juego tenía queterminar.

Astrid caminaba con pies cansadoshacia Perdido Beach, a sabiendas de queera un esfuerzo inútil.

A fin de cuentas, todos ellos no eranmás que seres humanos. Y lo máscercano que tenían a un dios era un niñoinsensato e indiferente.

VEINTIOCHO

10 HORAS, 35 MINUTOS

—ES TODO LO QUE SÉ HACER —seexcusó Roger.

La parte inferior de su rostro y laparte delantera de su camiseta estabancubiertas de sangre. La cubierta tambiénestaba ensangrentada.

Sam miró a Jack, que estaba tapadocon una manta. No podían moverlo. Nopodían hacer gran cosa por él a no serque hallaran un modo de traerle a Lana.

Roger había empezado con un hiloverde. Al principio no encontró nadamás. Lo había utilizado para coser laarteria, la vena o lo que fuera queestuviera rajado y expuesto por ellatigazo furioso que había recibido Jacken el cuello.

La parte exterior de la herida estabacosida con hilo blanco, aunque eramejor decir que antes era blanco. Ahoraera rojo.

Habían embadurnado la herida conun poquito de su preciada reserva deNeosporin y la habían cubierto con unvendaje hecho con una bandera antigua.El cuello de Jack estaba rojo, blanco y

azul, aunque el vendaje también estabaempapado de sangre que rezumaba.

Roger era el enfermero no oficial.Sobre todo porque parecía agradable yse le daban bien los niños. Por eso sehabía encargado de coser el cuello aJack.

Había dicho que era como intentarcoser un trozo de pasta. Un trozo depasta que latía y salpicaba sangre.

—Gracias, Roger —dijo Sam—. Lohas dado todo, tío.

—Está muy pálido —comentó Roger—. Como un trozo de tiza.

Sam no tenía nada que decir alrespecto. Lana podía salvar a Jack. Pero

estaba muy lejos, y muy pronto no habríaprácticamente ninguna manera decontactar con ella.

¿Dónde estaba la tontita de Taylor?La necesitaban.

Ya no estaba furioso con Brianna,porque ahora estaba demasiadopreocupado por ella. Si andaba por ahífuera corriendo tras Drake, Sam lamataría. Primero la abrazaría. Y luegola mataría.

No podía ser todo lo que estabapasando. No podía. Pobre Jack. Puedeque no siempre hubiera sido el chicomás honorable del mundo, pero no teníaun ápice de maldad en su cuerpo geek.

Brisa perdida. Y Diana. Howardmuerto. Orc… en alguna parte.

Y Astrid…A Sam se le estaba desmoronando

todo alrededor. Observaba cómo elmundo entero se desangraba como Jack.

—Tenemos a Astrid, Dekka, Diana yespero que a Brianna, ahí fuera en eldesierto, con Drake —resumió Sam—.Orc ha vuelto a salir. Y dentro de unahora todos estarán en la oscuridad másabsoluta.

—Justin también —recordó Roger,insistiendo.

—Justin también —concedió Sam.Edilio se limpió la cara con la mano,

una señal de nerviosismo en elmuchacho habitualmente impasible.

De repente, Sam recordó cuando loconoció tras la llegada de la ERA.Había sido en Clifftop. Edilio habíaintentado cavar bajo la barrera. Yaentonces era un chico práctico.

—Mirad —presionó Sam—, la gentetiene luces. No es mucho, pero algunastienen; al menos ven. ¿Qué pasará conesos chavales que están en el desierto?

—Drake ya debe de haber llegado alpozo de la mina —comentó Edilio.

—No —replicó Roger bruscamente—. No. No hagas eso. No des a Justinpor perdido de esa manera…

Sam vio vergüenza en el rostro deEdilio.

—Lo siento, cariño; ya sabes quequiero al pequeñín. No quería decir eso.

Edilio hizo el gesto de tocar aRoger, pero entonces, mirando de reojorápidamente a Sam, se contuvo.

Roger hizo el mismo movimiento, ytambién se detuvo tras miraravergonzado a Sam.

Sam se quedó muy quieto, y duranteunos segundos muy incómodos nadiehabló.

Hasta que Sam acabó diciendo:—Edilio, tengo que ir tras ellos.—No podemos ponerte en peligro,

Sam. ¿Y si te matan? ¿Y si ya no haymás luz, y tú no estás? Tú eres lo únicoque se interpone entre nosotros y laoscuridad total.

—Entonces moriremos todosigualmente. —Sam abrió las manoshaciendo un gesto que indicaba que nopodía hacer nada—. Si a duras penasseguimos con vida en este sitio tal ycomo es ahora, ¿qué pasará en laoscuridad absoluta? Unos pocos solesde Sammy no nos salvarán.

—Mira, tenemos que mantener a lagente tranquila. Eso es lo másimportante.

Y su trabajo se volvió de repente

mucho más duro, cuando una docena dechavales bajó a toda velocidad por laladera, pasado el Hoyo.

—¡Ayudadnos, ayudadnos,ayudadnos!

Los coyotes sabían que sus presas seacercaban a un lugar seguro. Esa fue laconclusión que sacó Sanjit mientras losobservaba acercarse.

La multitud de la carretera habíaaumentado. Los niños avanzaban cadavez más apiñados al crecer la oscuridad.Los que habían salido más tarde corríanhasta caerse, desesperados por alcanzar

al resto.Los que habían comenzado a la

cabeza empezaban a dudar si lesconvenía ir al frente. Así que la cabeza yla cola se habían unido en el centro, yahora formaban un grupo de treintachavales que desbordaban la carreteramoviéndose al unísono, caminando tanrápido como podían, llorando,gimiendo, quejándose en voz alta,exigiendo… ¿Exigiendo a quién? Sanjitno lo sabía.

El chico reconocía que aquello eraoficialmente un fiasco. Uno de esosesfuerzos condenados al fracaso desdeel principio. Su misión de contar a Sam

lo que estaba ocurriendo en PerdidoBeach, de entregarle la petición de Lanade que hubiera luces en PerdidoBeach…, todo era una pérdida detiempo.

Había salido demasiado tarde. Y detodas formas era innecesario, pues lamultitud de refugiados habríatransmitido la misma idea.

Un esfuerzo estúpido, undesperdicio.

No culpaba a Lana por haberlomandado. Nunca se le ocurriría culparla.Estaba coladísimo, completa yprofundamente enamorado de ella. Peroestaría de acuerdo —si es que alguna

vez volvía a verla— en que su plan nohabía salido muy bien.

Sanjit apenas veía treinta metros acada lado de la carretera. El brillo queantes era de un tono té extraño ahorahabía aumentado y se había desplazadoen el espectro. El aire en sí parecía azuloscuro. Había algo opaco en la luzrestante. Como si hubiera niebla, aunqueclaro que no la había.

Treinta metros bastaban para ver ala manada de coyotes. Las lenguascolgantes. Los ojos amarillosinteligentes, alerta. El modo en quelevantaban y giraban las orejas antecada nuevo ruido.

Se acercarían en cuanto estuvieraoscuro, si los chavales no alcanzabanantes el lago. Sanjit notaba la ansiedaden sus expresiones ávidas y en cómoiban y venían.

—No os separéis y seguidavanzando —insistió.

Por algún motivo estaba al mando.Puede que fuera porque era el único conpistola. Otros contaban con el surtidohabitual de armas, pero él tenía la únicapistola.

O puede que porque estabavinculado a la venerada Lana. O porqueera uno de los tres chavales mayores.

Sanjit suspiró. Echaba de menos a

Choo. Echaba de menos a todos sushermanos y hermanas, pero sobre todo aChoo. Choo era el pesimista, lo cual lepermitía ser el alegre optimista.

Uno de los coyotes se había hartadoy empezó a avanzar decidido hacia lamultitud de chavales.

—¡No lo hagas! —gritó Sanjit, yapuntó con la pistola.

No podría alcanzar al animal desdeallí, con aquella luz, considerando suabsoluta falta de destreza. Pero elcoyote se detuvo y lo miró. Más curiosoque asustado.

Sanjit sabía que el animal estabaevaluando la situación. Según los

cálculos de un coyote, lo inteligente eramatar a tantos como la manada pudiera.No necesitaban que la carne estuvierafresca; podían llevarse los cuerpos arastras como les conviniera y comerdurante semanas.

Entonces el coyote habló. La vozimpactaba. Era gutural y arrastraba laspalabras como si arrastrara una pala porgrava húmeda.

—Danos a los pequeños.—¡Os mataré! —exclamó Sanjit, y

avanzó sujetando el arma con las dosmanos, a sabiendas de que imitabacientos de series policíacas que habíavisto en la tele.

—Danos tres —pidió el coyote sinque se detectara un ápice de miedo.

Sanjit dijo algo desagradable ydesafiante.

Pero alguien más gritó:—¡Es mejor que nos coman a todos!—No seas idiota —replicó Sanjit—.

Saben que estamos cerca del lago.Intentan distraernos para que…

Entonces se percató de la realidadhorrible que anunciaban sus palabras.

Demasiado tarde.Sanjit se dio la vuelta de golpe y

gritó:—¡Cuidado!Tres coyotes, que habían pasado

desapercibidos porque todos los queestaban allí tenían la mirada fija en ellíder de la manada, atacaron a los chicosque iban los últimos.

Hubo gritos de dolor y terror. Gritosque hicieron sentir a Sanjit como si ledesgarraran la carne.

El chico retrocedió corriendo, peroesa fue la señal para que el líder de lamanada y dos más atacaran la partedelantera.

Todos echaron a correr, algunosincluso noqueando a otros, pisándose, ya su vez los noqueaban entre lloros,gritos y súplicas y los gruñidos terriblesde coyotes que atacaban a niños lentos e

indefensos.Sanjit disparó.¡PUM, PUM, PUM!Si los coyotes se habían percatado,

no lo indicaban.Sanjit vio que Mason caía derribado

por dos bestias que gruñían. Las chicasmayores ya estaban mucho másadelantadas en la carretera. Keira sevolvió, se quedó mirando fijamente, conla boca abierta de horror, y huyó.

Sanjit saltó por los aires y aterrizócon ambos pies sobre uno de loscoyotes. El animal rodó y ya se habíaincorporado cuando Sanjit aún se estabarecuperando del aterrizaje. Un coyote o

un niño, no vio cuál de los dos, lonoqueó, y un coyote le saltó encima alinstante, intentando morderle en la caracon los colmillos.

¡PUM!El ojo derecho del coyote explotó y

la bestia se derrumbó sobre Sanjit.Dos coyotes se estaban peleando por

Mason como si fueran perros luchandopor un juguete. Muerto. Ya estabamuerto, muerto.

Sanjit apuntó, pero falló el tiro. Letemblaban las manos, respirabaagitadamente.

¡PUM!Uno de los coyotes echó a correr con

una pierna de niño en la boca.A los chicos de delante, y a otros de

detrás, los coyotes los estabandesgarrando. Y la multitud, el rebaño —porque eso formaban ahora, un rebañoaterrorizado no muy distinto de losantílopes a los que les entraba el pánicocuando los atacaban los leones—, corríatan rápido como podía.

Sanjit no podía hacer nada.El líder de la manada estaba quieto

con las patas abiertas. Tenía algoterrible en las mandíbulas. Miró a Sanjity gruñó.

El chico echó a correr.

Diana levantó la vista hacia el cielo. Yase había convertido en un hábito. Unhábito terrible.

El cielo era un esfínter en lo alto deun cuenco negro. Diana pensó que esoresumía muy bien la ERA, un esfíntergigante.

Justin se agarraba a ella mientrasavanzaban, y Diana a él.

La chica se preguntaba qué seríapeor: ¿alcanzar el pozo de la mina antesde que se hiciera de noche o no?

Se había dedicado a avanzararrastrando los pies y parándose todo loque había podido durante el camino

porque tenía la teoría de que, fuera loque fuera lo que la gayáfaga quería, ellaquerría lo opuesto. Pero entonces volvíaa surgir Drake, y cualquier retraso pormínimo que fuera implicaba dolor.

Los hacía avanzar con su látigo.Como un patrón antiguo a sus esclavos.Como un egipcio antiguo golpeando a unhebreo, o un capataz no tan antiguoazotando a un esclavo negro.

Pero Diana veía que Drake tambiénmiraba hacia el cielo. Él también estabapreocupado por la oscuridad que seaproximaba.

Habían alcanzado la ciudadfantasma, de la que apenas quedaba

nada, solo unos palos y unos tablones.Restos de lugares donde puede que anteshubiera un bar, un hotel y un establo.Había un edificio mejor conservadoapartado de los demás, y fue de eseedificio, a través de una puerta quecrujía, del que salió Brianna.

Diana casi se desmaya de alivio.—Hola, chicos —dijo Brianna—.

¿Dando un paseo?—Tú —bufó Drake.—¿Es que no me esperabas? —

preguntó la chica, y puso cara deavergonzada—. ¿No estaba invitada?

Drake chasqueó su látigo y loenroscó en torno a Justin. Tiró del chico

aterrorizado, lo alzó por los aires y losostuvo por encima de su cabeza.

—Si te mueves le reviento elcerebro —amenazó Drake.

—¿Y luego qué? —preguntó Briannasusurrando delicadamente.

—Luego a Diana.—Ya… No lo creo, Drake Mano de

Gusano; no creo que te hayas esforzadoen traerla hasta aquí para matarla —dijo, y entonces Brianna se dirigió aDiana—. ¿Tú qué crees, Diana? ¿Te hadicho lo que quiere?

Diana sabía que intentaba retrasarlo,pero ¿y Drake qué? Si alguien tanprecipitado e impetuoso como Brianna

quería retrasarlo, eso quería decir quecontaba con un aliado. Alguien queobviamente era más lento que ella.

—Quiere a mi bebé —respondióDiana.

Brianna fingió sorpresa.—¿Es verdad, Drake? ¿Porque te

encantan los bebés?Drake lanzó una mirada hacia el

camino que conducía de la ciudad hastala colina y el pozo de la mina. Seencontraban a escasos centenares demetros de la abertura. Estaba seguro depoder orientarse hasta allí en laoscuridad. Pero no de que a Briannafuera a importarle Justin. Aunque la

oscuridad la retrasara, probablementepodría adelantar y rajar a Drake.

—Si tropiezas en la oscuridad,Brianna, todo habrá terminado para ti. Sitropiezas a más de cien kilómetros porhora y te das con una roca, te matarás. Ysi no es así, te mataré yo.

Seguía sosteniendo a Justin en alto.—Bájame —gritó el niño

lastimosamente—. Por favor, bájame.Tengo miedo aquí arriba.

—¿Lo has oído, Brianna? Tienemiedo. Tiene miedo de que lo sueltedemasiado rápido. Auu.

Brianna asintió como si se loestuviera pensando. Tenía que

retrasarlo. Respiró hondo y soltó airedespacio. Tenía que retrasarlo.

Diana vio que su mirada sedisparaba hacia la derecha. ¿Quiénvenía? ¿A quién esperaba Brianna?Debía de haberles adelantado de caminoa la ciudad fantasma. Parecía que habíadecidido no derribar a Drake ella sola.En vez de eso, había optado porbloquearle el paso mientras llegabanrefuerzos.

Tenía que tratarse de alguien unpoco más listo que ella. Sam. O quizáDekka. Orc no. Sam o Dekka eran losúnicos que podían ayudar a Brianna enuna pelea con Drake y ser lo bastante

listos e influirle tanto como paraconvencerla de que esperara tal y comoestaba haciendo.

Diana se atrevía a albergaresperanzas. Si se trataba de Dekka,podía evitar que Justin se cayera. Si setrataba de Sam, puede que, por fin,librara al universo de Mano de Látigo.

Entonces oyeron un ruido.Procedía de la penumbra, de la calle

principal tiempo atrás olvidada de laciudad fantasma.

Diana vio la sonrisa traviesa ytriunfal en el rostro de Brianna, que sacóun machete.

Y de la oscuridad apareció

caminando —más bien, cojeando— unachica menuda y descalza con un vestidode verano.

FUERA

—¿PROFESOR STANEVICH?—Sí —la voz era cortante. Molesta.

Con un acento muy marcado—. ¿Quiénes? Este número es privado.

—Profesor Stanevich, escúcheme,por favor —suplicó Connie Temple—.Por favor. Una vez salimos juntos en laCNN. Probablemente no se acuerde. Soyuno de los miembros de las familias.

Se hizo una pausa en el otro extremo

de la línea. Connie estaba en una cabinaantigua repleta de grafiti, fuera delminimercado de una gasolinera enArroyo Grande. No podía usar el móvil,pues temía traicionar a Darius. Tampocohabía llamado al teléfono de la oficinade Stanevich porque temía que tambiénestuviera pinchado.

—¿Cómo ha conseguido estenúmero? —volvió a preguntarStanevich.

—Internet puede ser muy útil. Porfavor, escúcheme. Tengo información.Necesito que me explique algo.

Stanevich soltó un suspiro profundo.—Estoy con mis hijos en el Dave &

Buster. Hay mucho ruido. —Suspiró otravez, y, en efecto, Connie oyó ruido devideojuegos y platos—. Cuénteme loque sabe.

—La persona que me dio estainformación acabaría muy mal si seenteran de que me la ha contado. Elejército ha cavado un túnel secreto; estáen el extremo oriental de la cúpula. Esmuy profundo. Y la seguridad es muymuy estricta.

—Deben de estar perforando paraver el alcance del cambio reciente en lafirma energética…

—Con el debido respeto, no,profesor. Hay equipos nucleares. Y el

túnel que han hecho tiene ochentacentímetros de diámetro.

Solo se oían ruidos del Dave &Buster, así que Connie continuó.

—No necesitan un hueco así paraenviar una sonda o una cámara. Y mifuente dice que hay un tren que bajahasta allí.

Seguía sin haber respuesta.Entonces, cuando Connie pensó que elprofesor había decidido colgar…

—Lo que está sugiriendo esimposible.

—No es imposible, y usted lo sabe.Usted fue uno de los que advirtió de queabrir una brecha en la cúpula podía

resultar peligroso. Gracias a personascomo usted la gente tiene tanto miedo aesa cosa.

Connie contuvo el aliento. ¿Habíaido demasiado lejos?

—Comenté varias posibilidadesteóricas —resopló Stanevich—. No soyresponsable de las tonterías de losmedios de comunicación.

—Profesor. Quiero que me comentequé podría pasar, en teoría, con un armanuclear…, por favor. Una cosa es quesirviera para liberar a los niños, pero sino…

—Claro que no servirá para liberara los niños. —El profesor soltó una

risotada al oído de Connie—. Puedenpasar dos cosas. Ninguna de las dosimplica liberar pacíficamente a losniños que están dentro.

—Esas dos cosas, ¿cuáles son?Apareció un coche patrulla de

carretera y Connie se agarró al teléfono.El coche se deslizó hasta una plaza deaparcamiento. El policía la miró. ¿Lareconocía de la tele?

—Depende —continuó Stanevich,evasivo—. Hay dos teorías sobre lasllamadas ondas J. No quiero aburrirlacon los detalles. De todos modostampoco lo entendería.

El policía salió del coche y se

desperezó. Cerró el coche y entró en elminimercado.

—Un dispositivo nuclear liberaríagran cantidad de energía. Podríasobrecargar la cúpula, hacerla estallar.Imagíneselo como un secador de pelo.Pongamos… Sí, un secador del pelo quefunciona a ciento diez voltios. Y derepente lo enchufan a diez mil. —Elprofesor sonaba tan distante como siestuviera dando clase en un aula repletade estudiantes, encantado con suanalogía del secador del pelo—. Puesestallaría. Ardería.

—Sí —dijo Connie lacónicamente—. Pero ¿entonces no estallaría también

todo lo que quedara cerca?—Ah, claro. No el dispositivo en sí,

ya se puede imaginar, no si estáenterrado muy hondo. Pero ¿y si unaesfera de treinta y dos kilómetros deancho se sobrecarga de repente? Puesprobablemente destruiría lo de dentro. Yquizá, dependiendo de varios factores,destruiría un área en torno a la cúpula.

Connie tenía el estómago en lagarganta.

—Ha dicho que había dosposibilidades.

—Ah —dijo Stanevich—. La otra esmás interesante. Puede que la barrera nose sobrecargue. Puede que logre

convertir la energía. Puede coger laenergía liberada de repente y guardarla.Absorberla como una bateríatremendamente eficaz. O, pongamos,como una esponja. —Stanevich emitióun ruido que indicaba insatisfacción—.No es una analogía perfecta. No, ni delejos. Ah, ya lo tengo: la firmaenergética de la barrera está cambiando,¿verdad? Se está debilitando. Puesimagínese un hombre hambriento quepor fin consigue una buena y sustanciosacomida.

—Si ocurre eso, que absorbe laenergía, ¿qué le pasaría a la barrera?Puede que entonces fuera más fácil

atravesarla…—O que la refuerce —indicó

Stanevich—. Que la altere de manerasque aún no podemos predecir. Perosería fascinante. Saldría más de unatesis doctoral.

Connie colgó el teléfono y se dirigiórápidamente hasta su coche.

La cabeza le daba vueltas. Stanevichse había mostrado tan estúpido como enla CNN. Pero ahora su voluntad deespecular, pese a los detalleshorripilantes, resultaba muy útil.

Aún quedaba tiempo para detenerlo.Tenía que armar un escándalo público.Solo tenía que pensar cómo. Hablar con

los medios de comunicación, porsupuesto, pero ¿cómo presionar mejor alejército y al Gobierno para deteneraquella locura, aquella imprudencia?

Connie se puso a conducir por la101 y casi choca con la columna devehículos del ejército que se dirigíanhacia ella. Eran camiones que llevabanvagones abiertos cargados con tráileres.

A unos tres kilómetros de PerdidoBeach vio las luces parpadeantes decoches de policía. Un control decarretera. Estaba desviando el tráfico auna carretera secundaria, de vuelta alsur.

Connie se subió al arcén y se detuvo,

respirando pesadamente. Claro que lahabían visto. No podía dejarlos atrás: lapolicía de carretera la haría parar y sepreguntaría por qué había huido, y luegole pedirían explicaciones.

Connie se dirigió hacia el control yparó. La policía de carretera junto conla del ejército se encargaban del control.Connie conocía a los militares.

Bajó la ventanilla.—Hola, ¿qué pasa?—Señora Temple —dijo el cabo—,

ha habido un vertido químico peligrosoen la carretera. Un camión que conducíaun agente nervioso.

Connie miró el rostro joven del

cabo.—¿Eso es lo que me vas a contar?—¿Señora?—Esta carretera lleva casi un año

cerrada. ¿Y me cuentas que uncamionero cargado con productosquímicos letales ha hecho qué? ¿Se haequivocado al girar y se ha estrellado?

Entonces intervino el teniente de lapolicía militar.

—Señora Temple, es por suseguridad. Vamos a retirarlo todo hastaque averigüemos cómo contener elvertido.

Connie se rio. ¿Esa era su tapadera?¿Y se suponía que tenía que creérsela?

Costaría un esfuerzo solo fingirlo.—Coja la carretera secundaria por

aquí —indicó el teniente, señalando conla mano como si diera un golpe dekárate. Luego, con voz compasiva y duraa la vez, añadió—: No es optativo,señora. ¿Conoce el aeropuerto deOceano County? Ese es el punto deencuentro. Seguro que los soldados lainformarán de todos los detalles.

VEINTINUEVE

10 HORAS, 27 MINUTOS

SAM SALTÓ de la cubierta principal almuelle y echó a correr hacia losrefugiados que se acercaban.

Se abrió paso empujándolos conpoca delicadeza y siguió corriendo,dejando atrás el Hoyo, hasta la carreterade grava, donde oía gruñidos y disparosde un arma.

Sanjit chocó con él y durante uninstante Sam no supo quién era, hasta

que tomó distancia y le pidió:—Apártate de mi camino.Entonces Sam salió disparado hacia

la carnicería.Era evidente que llegaba demasiado

tarde. Los coyotes habían dejado dematar, y ahora se alimentaban ydesmembraban los cuerpos.

Alzó las manos y un rayo de luzverde y blanca abrasadoramente intensasalió disparado hacia delante. El rayoalcanzó a parte del cuerpo y la cabezade un coyote. La cabeza del coyote sehinchó como en un vídeo acelerado quemostrara un malvavisco ardiendo.

Sam recorrió la carretera con el

rayo. Los coyotes huían a toda prisa,arrastrando cuerpos o pedazos decadáveres por la tierra. Alcanzó a unsegundo coyote en los cuartos traseros,que se incendiaron. El coyote aulló dedolor, cayó, intentó seguir corriendo consolo las dos patas delanteras, y se echóde lado para morir.

Para entonces los demás coyotes yano quedaban a su alcance. Algunosincluso estaban abandonando la carne.

Sanjit se acercó corriendo hastadetenerse junto a un Sam que jadeaba yrespiraba agitadamente.

Un chaval de unos doce años,irreconocible pero vivo, lloraba

lastimeramente mientras yacía partido endos pedazos en un arbusto junto a lacarretera.

Sam respiró hondo, se dirigió haciael chico, apuntó con cuidado y perforópulcramente un agujero en un lado de sucabeza. A continuación, amplió el rayo yrecorrió el cadáver con él hasta que noquedaron más que cenizas.

Entonces lanzó una mirada furiosa aSanjit.

—¿Tienes algo que decir alrespecto?

Sanjit negó con la cabeza. No podíadar forma a un pensamiento entero. Samse preguntaba si se encontraba mal. Se

preguntaba si él mismo se encontrabamal.

—Si de mí dependiera… —empezóa decir Sanjit, y se quedó sin palabras.

La ira de Sam se embotó, pero muypoco. Lo que había ocurrido era culpasuya. Era su trabajo proteger… ¿Por quéno había enviado a Brianna meses atráspara que exterminara a los coyotes quequedaban? ¿Por qué no había pensadoenviar una patrulla a la carretera paraque saliera al encuentro de losrefugiados que inevitablemente habría?

Ahora se enfrentaba a la tarea deincinerar al resto de los muertos. No ibaa permitir que hermanos, hermanas y

amigos vieran lo que habían dejado loscoyotes. Esos trozos deshechos,prácticamente irreconocibles, de carneno podían ser lo que sus seres queridosrecordaran el resto de sus vidas.

—¿Qué haces aquí? —exigió saberSam mientras iniciaba su trabajoespeluznante—. ¿Tú has traído a estoschicos?

—Me envía Lana.—Explícate.Sam no conocía muy bien a Sanjit.

Lo único que sabía era que había obradoprácticamente un milagro al pilotar unhelicóptero desde la isla hasta PerdidoBeach.

—Han pasado cosas malas enPerdido Beach —empezó a explicarSanjit—. De alguna manera Penny haconseguido meter en cemento a Caine.Van a intentar soltarlo, pero la últimavez que lo vi estaba llorando y legolpeaban las manos metidas en cementocon un mazo.

La reacción de Sam le sorprendió:lo primero que sintió fue preocupación,o incluso indignación, por lo que lehabía pasado a Caine.

Había sido su enemigo desde elcomienzo. Era el responsable de unabatalla sangrienta tras otra. Estuvo apunto de matar a Sam en más de una

ocasión. El chico se planteó que igualreaccionaba ante el hecho de que, a finde cuentas, Caine era su hermano.

Pero no. No. Lo que pasaba era queCaine era fuerte. Y, por muchas ansiasde poder que tuviera, intentaría manteneralgún tipo de orden. Probablemente sehabría esforzado por evitar el pánico.Siempre por motivos personales, peroaun así…

—Así que Albert está al mando —dijo Sam, pensativo, y quemó un pie quedescansaba erguido de una manera casicómica.

—Albert se ha largado —comentóSanjit—. Quinn ha hablado con él

cuando se dirigía a la isla con treschicas.

Esa noticia resultó peor que Caineincapacitado. Mucho peor. Había tresgrandes poderes en la ERA: Albert,Caine y Sam. Tres personas cuyacombinación de poder, autoridad yhabilidades podría mantener las cosasen marcha durante unos cuantos días ouna semana hasta que… hasta queocurriera algún milagro.

Albert, Caine y Sam. Ese era elfundamento de la estabilidad y la paz delos últimos cuatro meses.

—¿Has visto a Astrid? —preguntóSam.

—¿A Astrid? No. No sé ni si lareconocería. La vi solo una vez, hacemeses.

—Ha ido a advertiros sobre lamancha. Y a ofrecer mis… mis serviciosde cuelgaluces.

—Bueno, supongo que es un aliviosaber que no soy el único que ha salidoa perder el tiempo.

Sam lo miró atentamente. Ese chicotenía temple. Había sido el último enhuir de los coyotes. Y a juzgar por lapistola grande que tenía en la mano y lasarmas tiradas a lo largo de la carretera,había sido el único en hacerles frente deveras.

Y no había protestado cuando Samse había puesto con lo suyo, en planduro pero misericordioso.

—Eres Sanjit, ¿verdad?Sam le tendió la mano. Sanjit se la

estrechó.—Sé quién eres, Sam. Todo el

mundo lo sabe.—Bueno, ahora estás con nosotros.Sam inclinó la cabeza hacia el cielo.—Tengo familia —explicó Sanjit—.

Tengo que volver.—Ser valiente está bien. Pero ser

estúpido es otra cosa. Esos coyotes nonecesitan luz para encontrarte. Eresamigo de Lana, ¿verdad?

Sanjit asintió.—Vivo con ella en Clifftop.—¿La curandera te deja vivir con

ella? —preguntó Sam, incrédulo—. Hoyme estoy enterando de toda clase decosas.

—Creo que es mi novia —explicóSanjit.

Sam disparó a lo que parecía untrozo de hamburguesa que llevaba partede una camiseta.

—Si estás con Lana, tu familiaestará tan a salvo como la que más. Quete maten no les ayudará. Ahora estás connosotros. Solo una cosa: hablalibremente con Edilio, pero con nadie

más, ¿está claro? Si los chavales seenteran de que Albert se ha largado…—Sam negó con la cabeza—. Pensé queAlbert era mejor persona…

Le había dejado mal sabor de boca.Albert había huido. Claro que eralógico, desde el punto de vista de losnegocios. Pero Sam tenía la palabra«traición» en la punta de la lengua.

Menuda puñalada por la espalda.Qué cobarde.Astrid se dirigía a ofrecer una

alianza con un «rey» derrotado yhumillado y un «hombre de negocios»cobarde.

Sam apartó de su mente la imagen de

los coyotes encontrándola antes de quellegara a la ciudad. No podía permitirsepensamientos tan dolorosos…

Tenía que pensar, y pensar conclaridad, no dejar que imágenesescabrosas de Astrid derribada en unlugar solitario por coyotes, bichos oDrake se apoderaran de su mente y laparalizaran.

Sam cerró los ojos apretándolos.—¿Te encuentras bien? —preguntó

Sanjit.—¿Bien? —Sam negó con la cabeza

—. Pues no, no me encuentro bien. Lagente con la que contaba para queestuviera conmigo no está. Ya estaba

desesperado, ¿y ahora?—Lana sigue allí, y Quinn —le

recordó Sanjit.—¿Quinn? —Sam frunció el ceño—.

¿Qué tiene que ver con todo esto?—Lana lo ha puesto al mando. Tiene

a su gente con él.Sam asintió, distraído. Veía un

tablero de ajedrez en la mente. Lamayoría de las piezas con las que podríahaber jugado, los poderes que podríanhaberle ayudado, sus alfiles, caballos ytorres, habían caído o habíandesaparecido. Dekka, Brianna, Jack,Albert, posiblemente Caine, todoshabían caído o desaparecido. Su caballo

estable, Edilio, tendría que vigilar ellago. Con lo que a Sam solo le quedabanlos peones.

Por otro lado estaban Drake, puedeque Penny, y los coyotes.

Y la reina opuesta, la gayáfaga,estaba tan bien protegida que parecíaimposible alcanzarla. Y ya no digamosdestruirla.

—¿Cómo se llamaba ese programade la tele? —preguntó Sam, frotándosela cara para quitarse el humo de loscuerpos incinerados—. ¿Ese en el quevotaban para que te fueras de la isla?

—¿Supervivientes?—Sí. Decían algo así como que

quien más sabe mejor juega y mástiempo sobrevive, ¿verdad?

—Supongo —comentó Sanjit pococonvencido.

—Pues yo sé menos y juego peor,Sanjit. Te acabas de sumar al equipoperdedor. No me queda nada. Y dentrode muy poco estaré ciego.

—No, tú no, Sam. Tú eres el únicoque no.

—¿Con los soles de Sammy? —Samse rio con sorna—. Más nos valdría quefueran velas.

—En el país de los ciegos el tuertoes el rey —recordó Sanjit.

—En la oscuridad, el único tipo con

una vela es un blanco fácil —replicóSam.

Una cosa la tenía clarísima: no letocaba quedarse ahí sentado y proteger ala gente a su cargo en el lago. No era loque tenía que hacer. Eso solo servíapara esperar a que el enemigo reunierafuerzas para ir a buscarlo. Puede que nosupiera mucho, ni jugara mejor. Peroestaba dispuesto a sobrevivir.

Y, sin decir nada más a Sanjit,volvió al lago.

Diana vio a Penny y le fallaron lasrodillas. Se sentó bruscamente en la

tierra. No podía respirar.«No», dijo sin hacer ruido.Penny miró primero a Drake. Su

tentáculo terrible. Al niñito suspendidoen el aire. Y miró con curiosidad aBrianna, como si no estuviera segura dequién era.

A continuación miró a Diana y abriómucho los ojos, encantada. Una sonrisapequeña fue aumentando hastaconvertirse en una risa de puro placer, ydio una palmada.

—Pero qué bien —dijo Penny—.Demasiado, demasiado bien.

La mente de Diana había dejado defuncionar. No conseguía pensar. No

reaccionaba. El miedo se apoderó deella, y un lamento bajo salió de lo másprofundo de su garganta.

Ya no se trataba de dolor: el terrorhabía llegado.

Drake lanzó una mirada a Penny.—¿Quién eres?—Soy Penny. Solías apartarme de tu

camino cuando estábamos en Coates. Noera nadie para ti.

—¿Tienes algún problema conmigo?—preguntó Drake, un poco preocupado.

Penny sonrió.—Ah, no eras más que un idiota,

Drake. Nada especial. Mientras queDiana… —Penny se rio enloquecida,

encantada—. Yo a Diana la adoro.Cuidó tan bien de mí en la isla…

—Déjame en paz. —Diana se oyósuplicar como si oyera a otra persona,como si las palabras no salieran de ella,porque no tenía palabras en el cerebro;veía lo que se acercaba, sabía lo que seacercaba.

«Sálvame Dios mío —suplicómentalmente Diana—. Sálvame Diosmío, sálvame, sálvame».

—¿Cómo está el bebé, Diana? —preguntó Penny, arrastrando laspalabras. Le brillaban los ojos—.¿Quieres un niño o una niña?

Y de repente el bebé se despertó, y

sacó las garras como un tigre, y su carade insecto con mandíbulas de sabledesgarró a Diana por dentro,atravesándole la carne del vientre,abriéndola para salir, como un animalsalvaje, nada humano. Pero no, no eracierto. Tenía la cara de Caine, su cara,pero extendida en una cara de hormigasin alma, y las garras, y el dolor, yDiana gritaba una y otra vez.

Estaba boca abajo en la arena. Lospies descalzos de Penny, uno de elloscubierto por una costra ensangrentada debarro, estaban delante de ella.

No había ningún bebé monstruo.No le había desgarrado el vientre

para salir.Diana gritó.—Mola, ¿eh? —comentó Penny.—¿Qué le has hecho? —preguntó

Drake, fascinado.—Ah, acaba de ver algo. Ha visto al

bebé como si fuera un monstruo. Y havisto cómo la destrozaba desde dentro.Y lo ha sentido.

—¿Eres una rara? —preguntó Drake.Penny se rio.—La más rara de los raros.—No hagas daño al bebé —le

advirtió Drake.Arrojó a Justin a un lado, dispuesto

a derribar a la intrusa si fuera necesario.

El niño aterrizó bruscamente, pero no serompió nada.

A Penny no le intimidaba Mano deLátigo.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó,y señaló el camino estrecho queconducía al pozo de la mina.

Drake no respondió. Tenía el látigopreparado para azotarla. Pero dudaba,pues no sabía si era amiga o enemiga.

—La he sentido desde que me heacercado —dijo Penny, mirando elcamino detrás de Drake—. Deambulaba.No iba a ninguna parte. Y de repente,poco a poco, me he dado cuenta de quesí iba a algún sitio —comentó con voz

cantarina—. Aquí es donde venía. —Yentonces, como una persona quedespertara de un sueño, añadió—: Esesa cosa que fue a ver Caine, ¿verdad?La Oscuridad. La que te dio la Mano deLátigo.

—¿Te gustaría que os presentara? —sugirió Drake.

—Sí, me gustaría —respondió Pennymuy seria.

Diana había mirado varias veces,llorosa, a Brianna, quien parecíacontentarse con dejar que laconversación siguiera, si servía paraconsumir más tiempo. Pero entoncesintervino:

—No creo que vosotros dos vayáis aninguna parte.

Y se abalanzó sobre Drake.Pero Diana había estado presente

otras veces en las que Brianna se movíaa máxima velocidad. Cuando se movía amáxima velocidad no le veías los brazoso las piernas, ni la veía sacar su machetemortífero. Diana vio todas esas cosas ysupo que la Brisa había aminorado sumarcha.

Pero seguía siendo rápida.El machete atacó y el látigo de

Drake se partió en dos. Metro y mediode tentáculo color carne yacía en latierra como una pitón muerta.

Brianna giró sobre sus talones yvolvió a atacar con rapidez, pero con lamirada cuidadosamente baja, cauta ypreocupada, y de repente gritó, patinó ysaltó a través de algo que Diana no veía.

¡Penny había atacado!Drake recogió su tentáculo

seccionado y juntó los dos muñones.Parecía menos furioso quemalhumorado. En el peor de los casos,la herida era una molestia temporal.

Brianna iba dando saltos como unaloca, saltaba de un sitio a otrotremendamente concentrada en cadamovimiento, agitando los brazos paramantener el equilibrio.

—¿Qué está haciendo? —preguntóDrake.

Penny se rio.—Intentando no caer en la lava. ¿Y

su amiga, Dekka, la que esperaba queapareciera? Está ahí fuera en algunaparte… —Penny inclinó la cabeza haciaatrás, hacia el desierto oscuro como lanoche—. Intentando que su cerebritovuelva a la realidad.

Diana vio preocupación y recelo enel rostro de Drake. Empezaba a pensarque igual no podría manejar a Penny.

—Vámonos. La gayáfaga estáesperando.

—¿Crees que soy mona? —le

preguntó Penny.Drake se quedó quieto, inmóvil.

Ahora su rostro parecía algo más quereceloso.

—Sí. Sí. Eres mona.Le había vuelto a crecer el tentáculo,

los muñones se fusionaban rápido,limpiamente, como si Drake fuera dearcilla y una mano invisible pegara losbordes y luego lo enrollara todo comouna serpiente de plastilina. Alzó ellátigo y lo chasqueó delante de la carade Diana.

—Muévete —dijo.Diana observaba a Brianna saltando

todavía, desesperada, atrapada en una

ilusión de peligro.Y vio al niño pequeño, a Justin,

arrastrarse por delante de ella hacia laoscuridad.

Dekka yacía sollozando en la oscuridad.Apenas se veía las manos.

No sabía qué le había ocurrido. Soloque durante un instante se había quedadoclavada, completamente inmóvil.Paralizada.

La había cubierto una baba blancatranslúcida, como si fuera arcilla omasilla. Y había cubierto todos y cadauno de los centímetros de su cuerpo. Se

le había metido por las orejas. Como siunos dedos invisibles le hurgaran parametérsela, para rellenarla hasta lostímpanos.

De manera que no oía nada más quelos latidos de su propio corazón.

De manera que oía el cartílago delcuello cuando se retorcía inútilmente.

Le introducían la masilla por lanariz, tan profundamente que le llegaba alos senos. Tenía que respirar por laboca, pero en cuanto la abrió se le llenóde esa cosa blanca, que se abrió pasopor el espacio entre los dientes y lasmejillas, bajo la lengua, y le bajó por lagarganta. Dio arcadas, pero no sirvió de

nada: aquella cosa le llenaba la boca yla garganta y la notaba fría, densa ypesada en los pulmones.

Dekka gritaba, pero no emitía ningúnsonido.

En algún rincón de la mente al queno le había entrado el pánico, unapequeña parte de Dekka sabía que todoaquello no era real. No podía serlo.Sabía que era Penny quien le habíahecho eso, quien le había llenado lamente con aquella visión.

Pero no podía respirar. No podía.Estaba enterrada viva en aquella

cosa, enterrada viva, y su cerebrogritaba de un modo en que su cuerpo ya

no podía.Tenía que ser una ilusión. Tenía que

ser un truco. Pero ¿lo era? ¿Tan seguraestaba de que no era real en aquelmundo de pesadilla?

No podía respirar, pero también sedaba cuenta de que no se estabamuriendo. El corazón aún le latía.Estaba cubierta y repleta de aquellacosa blanca, y debería estar muriéndose,pero no se moría.

Entonces sintió que la cosa blanca seendurecía. Ya no era masa, sino arcillaque se secaba rápidamente. Sus dientesmordían algo tan duro como laporcelana.

Entonces sintió los bichos en suinterior.

Los bichos.No era verdad. Sabía en algún

rincón diminuto, encogido de la mente,que no podía serlo. Habían eliminado alos bichos. Los habían aniquilado. Asíque de ninguna manera podían estar otravez dentro de ella, no podían andarpululando por sus tripas sin queestuviera Sam para arrancarlos ysacarlos; estaba atrapada dentro deaquella tumba de porcelana y volvían aestar dentro de ella.

Dekka gritó una y otra vez.De repente, todo desapareció.

Yacía en el suelo. Notaba el aire enla nariz. Y abrió los ojos.

Había una chica allí de pie, que ledijo:

—Esta ha sido nueva para mí. ¿Teha gustado?

Y Dekka, que temblaba como unahoja a punto de caer, no dijo nada. Selimitó a respirar, a respirar.

—No vengas tras de mí —leadvirtió Penny.

Y Dekka no lo hizo.

TREINTA

10 HORAS, 4 MINUTOS

—HAZ SONAR la campana —pidió Sam.Edilio asintió en dirección a Roger,

que corrió a hacer sonar la campanasobre la oficina del puerto deportivo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntóEdilio.

—¿Por qué no me has contado queeres gay? —exigió saber Sam.

Pareció como si a Edilio le hubierandado un puñetazo. Pero se recuperó

rápidamente, y adoptó una expresiónentre recelosa y avergonzada.

—Ya tienes suficientes cosas a lasque enfrentarte.

—Eso no es algo a lo que tenga que«enfrentarme», Edilio. Que se hayaperdido mi novia, que el mundo se estéacabando, tener que salir a buscar aDrake, esas son cosas a las que tengoque enfrentarme. Pero ¿enterarme de quetienes a alguien que te importa tanto?¿Cómo puede ser eso algo a lo que tengaque «enfrentarme»?

—No lo sé. Es que… Quiero decir,que me ha costado un tiempo llegar aentenderlo. Ya sabes.

—¿Lo saben todos menos yo? —preguntó Sam.

Se daba cuenta de que era unapreocupación estúpida. No parecía elmomento para preocuparse, porqueparecía desconectado de las cosas. Peronadie estaba más próximo a Sam queEdilio, casi desde el primer día. Lemolestaba pensar que todos sabían algoque él no sabía. Le ofendía.

—No, tío —lo tranquilizó Edilio—.Y no es que yo…, o sea…, no es que medé vergüenza o algo así. Es que… Mira,tengo muchas responsabilidades. Tengoque hacer que la gente confíe en mí. Yalgunos chavales me llamarían

«maricón» o lo que sea.—¿De verdad? ¿Nos vamos a

sumergir en la oscuridad eterna y creesque esos chavales de ahí fuera se van apreocupar por quién te gusta?

Edilio no respondió. Y A Sam le diola sensación de que sabía más alrespecto. Prefirió cambiar de tema.

—Tengo que serte sincero, tío —dijo Sam negando con la cabezadespacio, de lado a lado, mientrashablaba—. No veo una salida a todoesto. No veo ni el punto de partida de lasalida. No espero que sobrevivamos.

Edilio asintió. Como si ya losupiera. Como si estuviera preparado

para oírselo decir.—Así que, si se ha acabado todo,

Edilio, si salgo ahí fuera y no vuelvo,quiero darte las gracias. Has sido unhermano para mí. Mi hermano deverdad.

Sam evitó mirar a Edilio.—Sí, bueno, aún no estamos

acabados —dijo Edilio bruscamente, yañadió—: ¿Así que te vas?

—Todo lo que has dicho antes esverdad —reconoció Sam—. Nopodemos permitirnos que me maten. Noa corto plazo. Pero, en cuanto enciendaalgunas luces, seguiremos derrotados sino encontramos la manera de dar un

vuelco a todo esto. No podemoscosechar ni pescar ni sobrevivir sivivimos a oscuras. Lo siguiente que harála gente es encender hogueras. Lapróxima vez, Perdido Beach arderáhasta que no quede nada. Arderá elbosque. Todo. Los chavales no viviránen la oscuridad.

Lo interrumpió el repique de lacampana. Cuando acabó, comentó:

—No soy el único que teme a laoscuridad, Edilio. En cualquier caso,todo esto forma parte de algo másimportante. Algo está pasando. No sé elqué, pero es algo importante y…definitivo. Así que, sí, a corto plazo soy

importante. Pero si quiero serimportante a largo plazo tengo que salirfuera y averiguar cómo cambiarlo.

—¿Vas a hablar con todo el mundo?—le preguntó Edilio.

—Sí.Apenas visibles en la oscuridad,

como meras sombras en el agua, losbarcos se balanceaban y deslizabanperezosamente. Los soles de Sammy quebrillaban a través de los ojos de bueyeran las únicas luces que había. Loscuerpos solo se veían cuando pasabanpor delante de esas luces.

—Entonces asegúrate de que lesdices la verdad.

—¡Toto! —gritó Sam—. ¡Sube aquí!Cuando Toto subió a cubierta, Sam

encendió un sol de Sammy justo porencima de su cabeza. Era como un focosiniestro que lo mostraba junto a Toto yEdilio.

—¡Toto está aquí para que sepáisque os digo lo que creo que es verdad!—gritó Sam para que lo oyeran a travésdel agua—. En primer lugar: no creo quetengamos que preocuparnos por Drakeaquí en el lago. Se ha ido… Al menospor ahora.

—Eso cree —dijo Toto, susurrando.—Habla más alto —le pidió Edilio.—¡Eso cree!

—Así que volved todos a la orilla.Tenemos chavales que han venido dePerdido Beach. Han perdido a gente enel camino, así que vamos a acogerlos y acuidar de ellos.

Algunas quejas y un par de preguntasdesafiantes planteadas a gritos salieronde la oscuridad.

—Porque la gente buena ayuda a lagente que necesita que la ayuden. Poreso —respondió Sam—. Escuchadme:las cosas están mal en Perdido Beach.Parece que Caine ya no está al mando. Ytampoco Albert.

—¡Eso cree!—Así que están mal. Astrid está…

—La emoción le oprimía la garganta,pero Sam se esforzó por continuar. Sedio cuenta de que no tenía nada queocultar. No es que alguien no supieraque estaba preocupado por ella—. Estáahí fuera en la oscuridad, en algunaparte. Y también Brianna, Dekka y Orc.Y Jack, pues no sabemos si sobrevivirá.

—Es verdad —dijo Toto, y luego,más alto—. ¡Verdad!

—Drake tiene a Diana y Justin, queno es más que un niño pequeño, y noestamos seguros de lo que trama. Sea loque sea, creo que está conectado con lamancha que está tapando la luz.

Toto se limitó a asentir y a nadie

pareció importarle.Sam alzó la vista. La mancha ya no

estaba en proceso de tapar la luz, sinoque había terminado de hacerlo. Elcírculo pequeño de azul que seoscurecía se había vuelto completamentenegro.

—Así que no tengo un gran plan. Nolo tengo —repitió Sam, maravillado aldarse cuenta de que era verdad—.Tengo fama de ser el tipo que encuentrauna manera de salir de los líos… Puesbien, ahora no sé cuál será.

Alguien estaba llorando, lo bastantealto para que lo oyeran. Alguien lo hizocallar.

—Está bien. Llorad si queréis,porque yo también tengo ganas de llorar.

—Sí —dijo Toto.—Podéis estar tristes, y podéis estar

asustados. Pero hemos construido estelugar y hemos ido tirandomanteniéndonos unidos, ¿verdad?

Nadie respondió.—¿Verdad? —insistió Sam.—¡Claro que sí! —gritó una voz.—Así que seguimos unidos. Edilio

está aquí. Escuchad a Edilio.—¡Pero tú eres el líder! —gritó una

voz distinta, y otras la secundaron—.¡Te necesitamos! ¡Sam!

Sam bajó la vista. No es que

estuviera realmente satisfecho, peropuede que un poco sí. Aunque al mismotiempo empezaba a percatarse de algo.Tardó unos instantes en adoptar unaforma coherente en su cerebro. Tuvo quecontrastarlo con lo que ya sabía, porqueal principio le pareció que seequivocaba.

Hasta que acabó diciendo:—No, no. Soy un líder malísimo.Se hizo una pausa antes de que Toto

dijera:—Eso cree.Sam se rio, maravillado al darse

cuenta de que se lo creía de verdad.—No, soy un líder malísimo —

repitió—. Mirad, mi intención es buena.Y tengo poderes. Pero era Albert quienmantenía a la gente alimentada y viva. Yaquí arriba es Edilio quien realmente seencarga de las cosas. Incluso Quinn esmejor líder que yo. Pero ¿yo? Me enfadocuando me necesitáis, y hago pucheroscuando no. No. Edilio es un líder. Yo…,yo no sé lo que soy, salvo el tipo quehace que le salga luz disparada de lasmanos.

Sam dio un paso atrás. Salió delbrillo directo del sol de Sammy,desconcertado por el giro inesperadoque había dado su discurso. Su intenciónera decir a todos que se mantuvieran

unidos y fueran disciplinados. Perohabía acabado sintiéndose como unestúpido, aprovechando aquella ocasióntrascendental para hacer el ridículo.

Entonces intervino Edilio. Con vozmás suave, y cierto rastro de su acentohondureño:

—Sé lo que es Sam. Puede que,como dice él, no sea un gran líder. Peroes un gran luchador. Es nuestro guerrero;eso es. Nuestro soldado. Así que lo queva a hacer Sam, lo que va a hacer essalir a la oscuridad y pelear connuestros enemigos. Intentar mantenernosa salvo.

—Eso cree —dijo Toto

innecesariamente.—Sí —susurró Sam. Se miró las

manos, con las palmas hacia arriba—.¡Sí! —dijo más alto. Y, entonces, denuevo para sus adentros—: Vale, puesvaya. No soy un líder, soy un soldado.—Se rio y miró a Edilio, cuya cara noera sino sombras bajo la luz del sol deSammy—. Tardo un poco en captar lascosas, ¿verdad?

Edilio sonrió.—Hazme un favor. Cuando

encuentres a Astrid, repítele, palabrapor palabra, eso de que tardas un poco.Fíjate bien en cómo reacciona, y luegome lo cuentas.

Entonces, poniéndose serio otra vez,Edilio añadió:

—Me ocuparé de la gente de aquí,Sam. Vete a buscar a tus amigos. Y, si tetopas con Drake, mata a ese hijo de puta.

El cielo se cerró.Oscuridad. Oscuridad total y

absoluta.Astrid se oía respirar.Y oía los pasos dudosos de Cigar.

Que aminoraba. Que se detenía.—No estamos lejos de Perdido

Beach —señaló la chica.Qué raro resultaba lo que el negro

absoluto provocaba en el sonido de laspalabras, en el sonido de su propiocorazón.

—Tenemos que intentar recordar ladirección. Si no, empezaremos acaminar en círculos.

Astrid se decía que no dejaría que leentrara el pánico. Que no dejaría que elmiedo la paralizara.

Buscó a tientas a Cigar, pero sumano no tocó nada.

—Deberíamos cogernos de la mano—dijo la chica—, para no separarnos.

—Tienes garras —replicó Cigar—.Con agujas venenosas dentro.

—No, no, eso no es verdad. Tu

mente te engaña.—El niño pequeño está aquí —

comentó Cigar.—Y ¿cómo lo sabes?Astrid se acercó al punto donde

creía que se encontraba su voz. Leparecía que estaba bastante cerca de él.Intentó convocar otros sentidos. ¿Sentíalos latidos de su corazón? ¿El calor desu cuerpo?

—Lo veo. ¿Tú no?—No veo nada.Tendría que haber llevado algo para

utilizar de antorcha. Algo que pudieraquemar. Claro que si mostraba luz en elespacio abierto, resultaría visible para

gente y cosas que no quería que lavieran.

Pero es que la presión de laoscuridad —y así la sentía, como unapresión, como si no fuera una ausenciade luz, sino un fieltro negro o algo quecolgaba de cortinas alrededor de ella—la estaba encerrando. Como si fuera unaobstrucción física.

No había cambiado nada exceptoque se había sustraído la luz. Cadaobjeto estaba exactamente donde antes.Pero no lo sentía así.

—El niño pequeño te está mirando—señaló Cigar.

Astrid sintió un escalofrío.

—¿Y habla?—No. Le gusta el silencio.—Sí, siempre fue así —explicó

Astrid—. Y la oscuridad. Le gustaba laoscuridad. Lo tranquilizaba.

¿Lo había provocado todo Petey?¿Solo para conseguir el dichoso silencioy la dichosa oscuridad?

—¿Petey? —llamó la chica.Qué ridículo. Hablaba con alguien

que no podía ver. Alguien queprobablemente no estaba allí. Alguienque, si es que existía, no era humano, nifísico ni tangible.

Se rio en voz alta por lo irónico dela situación. Había dejado de hablar con

una entidad espiritual quizás inexistente.Y ahora volvía a hacerlo otra vez.

—No le gusta que te rías —la hizocallar Cigar.

—Pues lo siento.Pero se hizo el silencio. Astrid oía a

Cigar respirar, así que sabía que seguíaallí. No sabía si aún miraba a Petey. O aalgo que se suponía que era Petey.

—Lo tenía en la cabeza —susurróCigar—. Lo he sentido. Estaba dentro demí. Pero se ha ido.

—¿Me estás diciendo que seapodera de ti?

—Yo le dejo. Quería que me hicieraser como era antes. Pero no puede.

—Y ahora ¿dónde está?—Ahora se ha ido —dijo Cigar con

tristeza.Astrid suspiró.—Sí, igual que un dios, que nunca

está cuando lo necesitas.Escuchó atentamente. Y olió el aire.

Tenía la impresión, una impresiónapenas, de que podía distinguir en quédirección quedaba el océano. Perotambién sabía que la tierra que seencontraba entre el océano y ella estabaformada en buena parte por camposfértiles rebosantes de bichos. Bichos alos que probablemente hacía un tiempoque no alimentaban.

Había campos entre Astrid y lacarretera principal, pero en cuantollegara a esa carretera podría seguirlahasta la ciudad. Aun a oscuras, podíaseguir la carretera asfaltada.

Sam quería seguir la carretera de tierraque iba del lago a la principal, porqueallí es donde estaría Astrid.Seguramente. Aunque ninguno de losrefugiados la había visto en el caminode Perdido Beach al lago.

Pero encontrar a Astrid no era lo quetenía que hacer. Todavía no. Astrid loretrasaría, aun si la encontraba. Y ella

no era un soldado. No era Dekka, niBrianna, ni siquiera Orc. Ellos podríanayudarlo a ganar una pelea; Astrid no.

Pero, ay, Dios, cuánto quería verlaahora. No para hacer el amor, sino solopara tenerla ahí en la oscuridad, a sulado. Para oír su voz. Eso sobre todo. Elsonido de su voz era el sonido de lacordura, y Sam estaba entrando en unvalle de sombra. Adentrándose en laoscuridad pura y absoluta.

Avanzó hasta que salió del débilcírculo de luz proyectado por losnumerosos soles de Sammy del lago.Entonces colgó una nueva luz, y seconsoló con la esfera que le crecía en

las manos.Pero la luz solo alcanzaba unos

pocos metros. Siguió avanzando y aún laveía al volverse, pero solo proyectabauna luz débil, una luz cuyos fotonesparecían agotarse fácilmente.

Entrar en la oscuridad. Paso a paso.Algo le oprimía el corazón.Se le partirían los dientes si los

apretaba más fuerte.—Es igual que antes —se dijo—. Lo

mismo pero más oscuro.—Nada cambia si se va la luz, Sam

—le había dicho su madre un millar deveces—. ¿Lo ves? Clic. Enciendo la luz.Clic. La apago. La misma cama, el

mismo tocador, la misma ropa que hasdesperdigado por el suelo…

Pero el Sam más joven pensaba queno se trataba de eso. La amenaza sabeque estoy indefenso en la oscuridad. Asíque no es lo mismo.

No es lo mismo si la amenaza puedeverte y tú no.

No es lo mismo si la amenaza sabeque no tiene que ocultarse, sino quepuede atacar.

A no ser que pretendas que laoscuridad no es algo distinto.

Pero es distinta.—¿Te ocurrió algo malo en la

oscuridad, Sam?

Siempre querían saberlo. Porqueasumían que todo miedo debe procederde una cosa o lugar. De un suceso.Causa y efecto. Como si el miedoformara parte de una ecuación deálgebra.

No, no y no, es que no entendían lodel miedo. Porque el miedo no era algocon sentido. El miedo eran lasposibilidades. No cosas que ocurrían.Cosas que podían ocurrir.

Cosas que podían ocurrir…Amenazas que podían encontrarse allí.Asesinos. Locos. Monstruos. Quepodían encontrarse a escasoscentímetros, y podían verlo, pero a Sam

los ojos no le servían de nada. Lasamenazas podían reírse en silencio deél. Podían sostener sus cuchillos yarmas, clavarle las garras y no podríaverlas.

La amenaza podía encontrarse… ahímismo.

Ya le dolían las piernas de latensión. Miró otra vez hacia el lago.Había ido subiendo y ahora le quedabapor debajo, formando un grupito tristede estrellas como una galaxia distante ypoco iluminada. Muy distante.

No podía volver la vista durantemucho rato porque ahora lasposibilidades lo tenían rodeado.

La luz del día te mostraba los límitesde las posibilidades. Pero al caminarpor la oscuridad, la oscuridad total yabsoluta, las posibilidades se volvíanilimitadas.

Sam colgó un sol de Sammy. Noquería dejarlo atrás. La luz mostrabapiedras. Un palo. Un arbusto seco.

Casi era mejor no molestarse. Vercualquier cosa hacía que la oscuridadpareciera más oscura. Pero las lucestambién formaban una especie decaminito de migas de pan, como enHansel y Gretel. Lograría encontrar elcamino de vuelta a casa.

Y también esperaba ver si se estaba

desviando hacia la izquierda o laderecha.

Pero las luces tenían otro efecto: lasvería cualquier otro que estuviera ahífuera.

En el país de los ciegos el tuerto esel rey. Pero en la oscuridad el únicohombre que sostiene una vela es unblanco.

Sam siguió adentrándose en laoscuridad.

Quinn los había reunido a todos en laplaza con pescado a la brasa. Lahoguera aún ardía, pero cada vez estaba

más baja.Lana había curado a todos los que lo

necesitaban.Por ahora había tranquilidad.Los chavales habían asaltado la casa

de Albert y habían vuelto con parte desu reserva oculta de linternas y pilas.Quinn se las había confiscadorápidamente. Ahora valían mucho másque el oro, mucho más incluso que lacomida.

Algunos de los pescadores de Quinnestaban utilizando la luz de una solalinterna y varias palancas para arrancarlos bancos de la iglesia y traerlos paramantener el fuego encendido.

Nadie más se había ido. Todavía no.El brillo naranja y rojo proyectaba

una estela de color débil, parpadeante,sobre la piedra caliza del Ayuntamiento,sobre el McDonald’s abandonadotiempo atrás, sobre la fuente rota. Sobrelos rostros jóvenes y adustos.

Pero las calles que se alejaban de laplaza habían desaparecido sin más. Elresto de la ciudad resultaba invisible. Elocéano, que en ocasiones se oíadébilmente por encima del ruido decortar madera y la conversación en vozbaja, bien podría ser un mito.

El cielo estaba negro. Sin rasgosdestacados.

Toda la ERA formaba una hoguera.Caine estaba sentado cerca del

fuego. La gente le dejaba muchoespacio. Olía mal. Y aún gritaba dedolor mientras dos chavales más —eltercer par— le desconchaban el cementode las manos a la luz de la lumbre.Ahora se concentraban en la partepequeña. Daban golpecitos muydolorosos, y a menudo le salía sangre.

De vez en cuando, Lana se acercabay le curaba uno o dos cortes, para evitarque la sangre volviera el cementodemasiado resbaladizo para el cincel.

Quinn se encontraba allí en elinstante en que un golpe firme separó las

manos de Caine, de modo que ya noestaban pegadas.

—Primero las palmas —ordenóCaine.

Seguía dando órdenes a pesar detodo.

Utilizaban unos alicates puntiagudospara arrancar los pedazos de cemento,pero también se llevaban piel. Cada vezque le preguntaban si se encontrababien, Caine apretaba los dientes ygritaba:

—¡Hacedlo!Se le estaban despellejando las

manos. Pedazo a pedazo.Quinn apenas soportaba verlo. Pero

tenía que reconocer una cosa: puede queCaine fuera un matón, un egocéntrico, unasesino, pero no era un cobarde.

Lana llevó a Quinn aparte, hacia laoscuridad donde ya no alcanzaba la luzde la hoguera. Por Alameda Avenuehasta que Quinn ya no veía nada. Nisiquiera la mano delante de su cara.

—Quería ver lo oscuro que está —comentó la chica.

Se encontraba a pocos centímetrosde él. Quinn no veía nada.

—Sí, está oscuro.—¿Tienes algún plan?Quinn suspiró.—¿Para la oscuridad total? No,

Lana. No tengo ningún plan.—Quemarán edificios si la hoguera

se apaga.—Podemos mantener la hoguera

encendida durante un rato.Alimentaremos a la ciudad entera, trozoa trozo si tenemos que hacerlo. Ytenemos agua. La nube del pequeño Petesigue lloviendo. Es la comida…

Ambos recordaban demasiado bienlo que era el hambre. Se hizo el silencio.

—Vamos a traer toda la comida:almacenada en Ralph’s, del complejo deAlbert. La gente no tenía mucho en casa.Si lo juntamos todo puede que tengamosraciones pequeñas para dos días. Luego

empezará…—El hambre…—Sí… —Quinn no sabía para qué

servía aquella conversación—. ¿Tienesalgún plan?

—No tardará dos días, Quinn.¿Sientes lo que te provoca la oscuridad?¿Cómo te encierra? De repente, loschavales se darán cuenta de que están enuna pecera gigante. Tendrán miedo de laoscuridad, miedo de estar encerrados.La mayoría estará bien durante untiempo, pero no me preocupa la«mayoría». Me preocupan los másdébiles. Los que ya están fatal.

—Si alguien se vuelve loco, ya nos

encargaremos de él —afirmó Quinn.—¿Y de Caine?—Tú me has puesto al mando, Lana

—le recordó Quinn—. Espero que nopensaras que tenía una respuesta mágica.

Se oyó una tercera respiración.—Hola, Patrick. Buen chico.Quinn oyó que Lana tanteaba en la

oscuridad, buscando el collar del perro,y a continuación lo rascó enérgicamente.

—Van a empezar a volverse locos—insistió Lana—. Absolutamente locos.Cuando eso ocurra…, pide ayuda aCaine.

—Y él ¿qué va a hacer? —preguntóQuinn.

—Lo que haga falta para mantener ala gente controlada.

—Espera un momento… Uau —Quinn tuvo el instinto de agarrar a lachica del brazo, pero no sabía dónde lotenía—. ¿Me estás diciendo quesoltemos a Caine cuando alguien se pasede la raya?

—¿Tú puedes parar a un grupo dechavales si deciden robarse la comida?¿O si se vuelven locos y empiezan aquemar cosas?

—Lana, y ¿qué más da? —preguntóQuinn. Sentía que se le agotaba laenergía. Lana le había pedido que seencargara de todo. Y ahora le estaba

diciendo que utilizara a Caine de arma.¿Para qué?—. Y ¿qué más da todo,Lana? ¿Me lo puedes decir? ¿Por quédebería hacer daño a un niño porque sele vaya la olla cuando a todo el mundose le podría ir la olla?

Lana no dijo nada. Pasó tanto ratosin decir nada que Quinn empezó apreguntarse si no se había marchado sinhacer ruido. Entonces, con una voz tanbaja que ni siquiera sonaba como ella,susurró:

—En una oscuridad como esta…, lasiento. Mucho más cerca. Resulta másreal para mí que tú, porque la veo. Laveo en mi cabeza. No se ve nada más,

así que la veo.—No me estás diciendo por qué

debería hacer daño a alguien, Lana.—Está viva. Y tiene miedo. Mucho

miedo. Es como si se estuvieramuriendo. Parece esa clase de miedo.Veo… veo imágenes que realmente nosignifican nada. Ya no intentaalcanzarme. No tiene tiempo paraintentar alcanzarme. Quiere al bebé.Todas sus esperanzas están puestas en elbebé.

—¿El bebé de Diana?—Aún no lo tiene, Quinn. Lo que

significa que aún no ha terminado.Incluso aquí a oscuras, con lo asustados

que estamos todos… No ha terminado.Créeme, ¿vale? Créeme cuando te digoque no ha terminado.

—No ha terminado —dijo Quinn,sintiéndose perplejo y con un tono devoz que probablemente lo reflejaba.

—A esos niños… Si empieza aentrarles el pánico, se harán daño. Nopodré encontrarlos y ayudarlos, así quese morirán. Y mira, eso no se lo voy adejar hacer. A la gayáfaga, quierodecir. No puedo matarla, no puedoevitar que se apodere del bebé. Pero loque sí puedo hacer, y tú también, Quinn,es mantener con vida a tantos denosotros como pueda, mientras pueda.

Porque igual eso es lo que hay quehacer… Pero también… también… —Quinn sintió que le tocaba el pecho,tanteaba hasta encontrar el hombro, yentonces le agarraba la mano y lasujetaba con una fuerza sorprendente—.Y también porque no voy a dejarlaganar. Nos quiere a todos muertos ydesaparecidos, porque mientras vivamosseremos una amenaza. Pues no. No. Nonos vamos a rendir.

Lana le soltó la mano.—Es el único modo que me queda

de enfrentarme a ella, Quinn. Nomuriéndome, y no dejando que ningunode esos niños se muera.

TREINTA Y UNO

8 HORAS, 58 MINUTOS

PENNY NUNCA se había sentido asíantes. Nunca antes había experimentadouna impresión semejante. Ni siquierasabía de qué hablaba la gente cuandohablaban y hablaban de una puesta desol o de las estrellas en un cielonocturno despejado.

Pero ahora sentía algo.No lo veía. Estaba tan negro como si

le hubieran arrancado los ojos. Y esa

idea le hizo sonreír al acordarse deCigar. Pero aun así sabía adónde iba.

El corte en el pie ya no importaba.Cuando se golpeaba el dedo en unapiedra no importaba. Que tuviera queorientarse palpando el camino estrechocomo si fuera ciega ya no importaba,nada de todo aquello importaba, porquesentía… sentía algo genial, algomagnífico.

No había estado allí antes, peroigualmente era como volver a casa.

Se rio en voz alta.—La sientes, ¿verdad?A Penny la sorprendió la voz.

Procedía de donde había estado Drake,

pero era una voz de chica. Claro: deBrittney.

—La siento —confirmó Penny—. Lasiento.

—Cuando te acerques oirás su vozen tu interior —le explicó Brittney—. Yno es un sueño o algo así: es verdad. Yluego, cuando llegues al fondo, podrástocarla de verdad.

A Penny le sonaba raro. Y no es quetuviera muchos problemas con las cosasraras. Pero Brittney no era Drake. ADrake lo podía respetar. La Mano deLátigo —y aún más, el deseo deutilizarla— lo hacían poderoso.

Y atractivo, además, por lo que

recordaba de los viejos tiempos.Entonces no se fijaba mucho en élporque Caine era el elegido. Caine erael guapo y el listo…, tan listo… Drakeera un chico muy distinto: como untiburón. Parecía un tiburón, con los ojosmuertos y la boca hambrienta.

Pues se había equivocado con Caine.Diana lo tenía metido en un puño. PeroDrake seguro que no amaba a Diana. Dehecho, la odiaba. La odiaba tanto comoPenny.

Puede que, a fin de cuentas, Draketuviera mejor aspecto. Y, en cualquiercaso, le deseaba suerte a Diana siintentaba robárselo como había hecho

con Caine.Brittney iba detrás de todo. Luego

estaba Penny. Diana y Justin llevaban ladelantera. Avanzaban torpemente,tropezando, llorando y cayéndose.

Por desgracia, Penny no podíamantener la ilusión de que Briannaseguía paralizada a esa distancia. Elefecto ya se habría disipado. Lo cualquería decir que Brianna estaba librepara ir tras ellos.

Penny sonrió en la oscuridad. Suertecon lo de atraparlos. Aunque volviera aestar a su alcance, la velocidad leresultaría inútil. Ahora no era nada. ¿LaBrisa? Ja. Si se les acercaba, Penny la

haría correr, muy muy rápido, hasta quese le rompieran las piernas. ¡Ja!

—Ella hablará conmigo; ella hablarácontigo —dijo Brittney con vozcantarina—. Nos dirá qué hacer.

—Cállate —replicó Penny.—No —la reprendió Brittney con

una voz tremendamente sincera—. Nodebemos pelearnos entre nosotros.

—¿No debemos? —se burló Penny—. Cállate hasta que vuelva Drake. —Yentonces, como no estaba contenta con elsilencio de Brittney, pues le sonaba areproche, añadió—: No acepto órdenesde nadie. Ni de ti, ni de Drake. Nisiquiera de como se llame. —Pero,

nerviosa, se pasó la lengua por loslabios mientras lo decía.

—La gayáfaga —dijo Brittney. Y serio, no cruelmente, sino concondescendencia cómplice—. Ya loverás.

Penny ya lo «veía». No es que vieraalgo, ni siquiera el dedo delante de losojos, pero sentía su poder. Habíanalcanzado la entrada del pozo de lamina. La oscuridad, ya absoluta, sehabía cerrado en torno a ellos.

Resultaba más fácil orientarsetocando las vigas a lo largo de la ladera.Pero costaba más respirar.

A Diana se le escapó un gemido

bajo.Penny tuvo el impulso fugaz de darle

algo de lo que asustarse. Pero ese era elproblema: ahora el miedo era el aire querespiraban.

—Hay algunos puntos difíciles —advirtió Brittney—. Y la caída es muymuy larga. Te partirás las piernas si tecaes.

Penny negó con la cabeza, peronadie veía su gesto.

—De ninguna manera, de ningunamanera. Ya he pasado por eso. No lorepetiré.

La voz de Brittney era suave.—Siempre podrías marcharte.

—¿Crees que yo…? —Penny tuvoque esforzarse por coger aire—. ¿Creesque no lo haré?

—No lo harás —afirmó Brittney—.Vas al sitio al que siempre quisiste ir.

—Nadie me dice… —gruñó Penny.Pero la rebeldía se esfumó a mediafrase. Y volvió a intentarlo—. Nadieme…

—Ten cuidado —dijo Brittney,petulante—. La siguiente sección estállena de piedras revueltas. Tendrás quearrastrarte por encima. —Y entonces,con esa voz rara cantarina que le salíade vez en cuando, comentó—: Derodillas, de rodillas nos arrastramos

hasta nuestra señora.

Brianna respiraba ruidosamente sinmoverse.

La oscuridad era su kriptonita. Nopodías emplear la supervelocidad si noveías adónde ibas.

Estaba tan oscuro… De hecho erapeor que las imágenes que Penny lehabía metido en la cabeza. En ciertosentido, esas habían molado. Pero lo deahora… lo de ahora era la nada.

Solo nada nada y nada más que nada.Bueno, pensándolo bien, nada total

no. Cuando alzó el machete delante de la

cara sintió el olor ácido del acero. Sacóla escopeta y sintió el tacto de la culatacorta y el olor del residuo de pólvora.

Se imaginó el destello de la boca.Sería ruidoso.

Y brillante.Ah, se le había ocurrido algo. ¿Tenía

qué, doce balas?Ya. Interesante.También había ruidos. Los oía subir

por el camino. Ya debían de estar en laentrada del pozo de la mina.

Brianna sentía la presencia oscurade la gayáfaga. No era inmune a esepeso oscuro en el alma. Pero no laparalizaba. Sentía a la gayáfaga, pero

no la asustaba. Era como unaadvertencia, como si una voz terrible yprofunda dijera:

—¡No te acerques, no te acerques!Pero Brianna no se asustaba un

carajo. Oía la advertencia; sentía lamaldad tras ella; sabía que no era unafarsa ni una broma; sabía querepresentaba a una fuerza muy poderosay profundamente malvada.

Pero Brianna no estaba hecha comola mayoría de la gente. Y lo sabía desdehacía un tiempo. Desde antes de la ERA,pero era mucho más consciente de ellodesde que se había convertido en laBrisa.

Recordó una vez cuando erapequeña. ¿Cuántos años tenía entonces?¿Tres, puede? Iba con unos niñosmayores, aquel chico y su estúpidahermana que vivían tres casas más allá.Y dijeron:

—Vamos a colarnos en elrestaurante viejo que se ha quemado.

Era un restaurante italiano grande yviejo. Parecía medio normal por fuera, aexcepción de que había cinta amarilla dela policía alrededor de la fachadacarbonizada.

Los dos niños, que ya no tenía niidea de cómo se llamaban, habíanintentado asustar a la pequeña Brianna.

—Ah, mira, ahí es donde se quemóun tipo. Su fantasma debe de rondar poraquí. ¡Buuuu!

Pero Brianna no se asustó. De hecho,quedó decepcionada al darse cuenta deque no había ningún fantasma.

Entonces llegaron las ratas. Debíade haber dos docenas por lo menos.Salieron disparadas como si laspersiguieran, de la cocina quemada alcomedor, que apestaba a humo, dondeestaban los tres niños, y los Olafson —así se llamaban, Jane y Todd Olafson:no es raro que no se acordara—,gritaron y echaron a correr. La niña,Jane, tropezó y se hizo un corte feo en la

rodilla.Pero Brianna no corrió. Se quedó

ahí resistiendo con su muñeco parlanteWoody en una mano. Recordaba que unade las ratas se detuvo y levantó su carade rata hacia ella. Como si no se creyeraque estuviera corriendo. Como siquisiera decirle:

—Oye, niña, soy una rata enorme:¿por qué no corres?

Y Brianna habría querido decirle:—Porque eres una rata estúpida.Ahora avanzaba a tientas, paso a

paso. Demasiado despacio para unapersona normal, y ya no digamos para laBrisa.

—Ah, te siento, vieja, oscura yespantosa —murmuró—. Pero no eresmás que una rata estúpida.

Sam volvía la vista y veía una hilera dediez luces tras él. La fila que formabantemblaba un poco, pero básicamenteestaba recta. Claro que no veía el lago osus luces de luciérnaga.

Se preguntaba cómo estarían losdemás en aquella oscuridad terrible.Puede que algunos tuvieran linternas quelentamente se iban apagando. Puede queotros hubieran encendido fuegos. Peromuchos se limitaban a adentrarse en la

oscuridad. Asustados, pero sindetenerse.

Adentrarse en la oscuridad.Los pies de Sam subían una colina.

Y él lo consentía. Puede que viera algodesde más arriba. Era extraño. Deseabaque Astrid estuviera allí para hablarsobre lo raro que era moverse así, aciegas, notando una colina sin verla, sinsaber si estaba cerca de la cima o si seacercaba siquiera.

Ahora todo se basaba en el tacto.Sam sentía la cuesta con los tobillos envez de verla con los ojos. La sentía alinclinarse hacia delante. Cuando elángulo aumentaba, lo pillaba por

sorpresa y tropezaba. Pero luegodisminuía, y eso también lo sorprendía.

Colgó un sol de Sammy, y le costóun rato entender el entorno inmediato.

Para empezar, había una lata vieja yoxidada de cerveza.

Y, luego, se encontraba a menos dedos metros de lo que podía ser unprecipicio escarpado. Podría habersematado si hubiera continuado. Claro quetambién puede que la caída fuera solo demedio metro. O de dos. Estaba en ellímite, escuchando atentamente. Casipodía oír el vacío del espacio. Sonabacomo si fuera grande. Daba la sensaciónde ser enorme. Puede que llegara a

desarrollar esos sentidos. Pero no ahora,no al borde de un precipicio con unacaída de treinta, trescientos o tres milmetros.

Sam cogió la lata de cervezaoxidada y la dejó caer por el borde.

Cayó durante lo que debió de ser unsegundo entero antes de alcanzar algo.

Y un poco más.Hasta que se detuvo.Sam respiró, y el ruido de su propia

respiración le resultó dramático en laoscuridad.

Tenía que volver sobre sus pasos, oarriesgarse a una larga caída. Lenta,cuidadosamente, se volvió ciento

ochenta grados. Estaba bastante segurode que la mole de la colina ocultaba ellago. Pero no del todo. Apareció un solopunto de luz. Era tan pequeño como unaestrella, mucho más tenue, y era naranja,no blanco.

Un solo punto lejano de luz apenasvisible. Debía de ser una hoguera enPerdido Beach. O en el desierto. Oincluso en la isla. O puede que solofuera su imaginación.

Esa visión le arrancó un suspiro. Nohacía que la oscuridad fuera menososcura; sino que la hacía parecerinmensa. Interminable. El punto diminutode luz solo servía para enfatizar el

carácter total y absoluto de la oscuridad.Sam empezó a retroceder por la

colina. Hizo acopio de fuerza devoluntad para girar a la izquierdacuando alcanzó la luz más baja de lacolina, y dirigirse hacia la ciudadfantasma.

O donde pensaba, y esperaba, quepudiera estar la ciudad fantasma.

—¡Aaaah, aaaah, aaaah!Dekka gritaba en la tierra. Era un

ruido desesperado. Gritaba y boqueabaen el aire mezclado con tierra y volvía agritar.

Penny había cogido su miedo másintenso —que los bichos pudieranvolver— y lo había duplicado. Dekkapreferiría morir que soportarlo.Preferiría morir un millar de veces.Suplicaría la muerte antes de volver apasar por eso.

Oyó a alguien llorar y luego gritar yluego farfullar, las tres cosas mezcladas,todo procedentes de su boca.

Atrapada y comida viva.Comida desde dentro, para siempre,

sin fin, atrapada en una piedra blanca deuna pieza, de alabastro, en una tumbaque ocupaba su interior, que lainmovilizaba para que ni atacar pudiera,

para que no pudiera moverse mientras ledevoraban las tripas…

No dejaría que volviera a pasar.Nunca jamás.Antes se mataría.Dekka agarró tierra con las manos y

la apretó como si se estuviera aferrandoa la realidad. La tierra se le resbalabaentre los dedos, y cogía más y se levolvía a resbalar y agarraba más y más.Necesitaba algo a lo que aferrarse, algoque doliera. Necesitaba sentir quemovía el cuerpo, que no estaba en esaprisión terrible de piedra blanca y lisa.

No era más que una chica. Unachica. Una chica con el nombre estúpido

de Dekka. Ya había luchado suficiente.Y ¿para qué? Para el vacío. Para lasoledad. Todo se reducía al momentoactual. A aquella nada. A agarrar arenay a resistirse como una loca.

Dekka pensó que estaba bien morirdonde estaba. Que estaba bien quedarseahí echada en la oscuridad y dejar quese le cerraran los párpados, porque nohabía nada más que ver.

—Dekka, ¿me oyes? ¿Me oyes,Dekka? Porque no te queda más que elmiedo. Y la muerte es mejor porque lamuerte es el fin del miedo, ¿verdad?

Silencio. Paz.No sería un suicidio. Eso era lo que

no debías hacer, ¿verdad? Matarte. Pero¿dejarte llevar? ¿Cómo podía ser eso unpecado?

—¿Quieres que justifique cómopuedo desearlo, Dios? ¿Sabes qué? Daleal botón de rebobinar y reproduce laúltima hora… No, no, el último…¿Cuánto tiempo ha pasado, casi un año?

«Ni un año. Vamos, Dios. Tienesganas de verlo, ¿verdad? Te echarásunas risas. Mira lo que me has hecho…Me vuelves valiente y luego medestrozas; me vuelves fuerte y me dejasllorando en la tierra.

»Me haces amar y luego… y luego…»Mátame, ¿vale? Me rindo. Aquí

estoy. Tú ves en la oscuridad, ¿verdad,Dios? ¿No tienes gafas de visiónnocturna? Ya sabes, las que hacen quetodo se vea verde y brillante. Puespóntelas, ay, Señor, ay, Dios, ay,barbudo del cielo, ponte las gafas comosi fueras un comando divino y mírame,¿vale? Mira lo que has hecho.

»¿Me ves? ¿Me ves boca abajo en laarena?

»¿Me oyes? ¿Oyes los ruidos que elcerebro me obliga a sacar por la boca,todas esas tonterías? Parezco una locaempujando un carro del súper por lacalle, ¿verdad?

»¿No hueles mal? Porque cuando me

ha entrado el miedo me lo he hechoencima. Ha sido por el miedo, ya losabes. ¿Lo sabías? Bueno, seguramenteno, como eres Dios y tal y no le tienesmiedo a nada…

»Solo hazme un favor, ¿vale?Mátame. Porque mientras viva puedevolver a hacérmelo, a cubrirme y aestrujarme, y luego igual siento esos… Eigual me enteraría, ya lo sabes, porqueno es que no los viera salir a montonesde las tripas cuando Sam me rajó.

»Así que te lo suplico, ¿vale? Oh,Dios Todopoderoso: mátame. ¿Tengoque suplicarte? ¿Eso quieres? ¿Eso tepone? Pues vale: te suplico que me

mates».—No quiero matarte.Dekka se rio. En su mente febril,

durante un instante le pareció que habíaoído una voz de verdad. La voz de Dios.

Esperó, en silencio.Había algo ahí. Lo notaba. Algo

próximo.—¿Eres tú, Dekka? Creo que eres tú.Dekka no dijo nada. La voz le

resultaba familiar. No debía depertenecer a Dios.

—Andaba por aquí. Te he oídollorar y gritar y rezar —explicó Orc.

—Sí —dijo Dekka.Tenía los brazos cubiertos de tierra

y la nariz tapada. El cuerpo empapadode sudor.

No se le ocurría ninguna otra cosaque decir.

—Como si quisieras morirte…Orc no veía que Dekka estaba

tendida boca abajo en la tierra. No veíaque estaba acabada. Derrotada.

—No puedes matarte —afirmó Orc.—No puedo… —empezó a decir

Dekka, pero no podía pronunciarninguna palabra más sin escupir tierra.

—Si te matas, irás al infierno.Dekka resopló, hizo un ruido

desdeñoso y burlón al escupir tierra.—¿Tú crees en el infierno?

—¿Qué quieres decir, que si es unsitio de verdad?

Dekka esperó mientras Orc se lopensaba. De repente quería oír larespuesta. Como si importara.

—No —acabó diciendo Orc—.Porque todos somos hijos de Dios. Asíque no haría una cosa así. No es más queuna historia que se inventó.

Dekka escuchaba sin querer hacerlo.Le costaba no hacerlo. Hablar detonterías era mejor que recordar.

—¿Una historia?—Sí, porque sabía que a veces

nuestras vidas serían muy malas. Queigual nos habríamos convertido en un

monstruo y que habrían matado a nuestromejor amigo. Así que se inventó estahistoria del infierno, para que siemprepudiéramos decir: «Bueno, podría serpeor. Podría ser el infierno». Para irtirando.

Dekka no sabía qué responderle. Lahabía desconcertado completamente. Ycasi estaba enfadada con él, porqueestar perpleja era muy distinto de estardesesperada. Si estaba perpleja…, seinvolucraba.

—¿Qué estás haciendo aquí, Orc?—Voy a matar a Drake. Si lo

encuentro.Dekka suspiró. Extendió la mano y

acabó encontrando una pierna de grava.—Ayúdame a levantarme. No estoy

bien del todo.Las manos enormes de Orc la

encontraron y auparon. Las piernas deDekka estuvieron a punto de ceder.Estaba agotada, vacía, débil.

Pero no muerta.—¿Te encuentras bien?—No —contestó ella.—Yo tampoco —dijo Orc.—Estoy… —Dekka miró fijamente

la oscuridad. Ni siquiera estaba segurade que estuviera mirando en dirección alchico. Dejó de hablar hasta que reprimióun sollozo—. Me temo que nunca

volveré a ser yo.—Ya, a mí también me pasa. —Orc

suspiró muy fuerte, como si hubierarecorrido un millón de kilómetros yestuviera cansadísimo—. Por cosas quehe hecho. Y por cosas que han pasado.Como que se me comieran los coyotes.Y luego, ya sabes, lo que pasó después.No quería acordarme de nada de eso.Pero nada desaparece, ni cuando estásborracho o lo que sea. Todo sigue ahí.

—Incluso en la oscuridad —señalóDekka—. Sobre todo en la oscuridad.

—¿Hacia dónde deberíamos ir? —preguntó Orc.

—Dudo que importe mucho —

respondió Dekka—. Ponte en marcha.Yo seguiré el ruido de tus pasos.

—¡Aaaaah! —gritó Cigar, y apretó lamano de Astrid con una fuerza increíble.

No era la primera vez que gritaba derepente. Era algo bastante habitual en él.Pero en este caso había otros ruidos.Una ráfaga de viento, un hedor como decarne pudriéndose, y luego un gruñido.

Cigar se separó de Astrid.La chica se agachó instintivamente,

por lo que un coyote falló su embestida,y en vez de cerrar los dientes en torno asu pierna chocó tan bruscamente con ella

que la hizo caer de espaldas.Astrid tanteó en la oscuridad

buscando su escopeta, notó algometálico que no sabía muy bien en quédirección apuntaba, tanteó de nuevo y uncoyote acelerado, con el pelo erizado, laempujó a un lado.

Podían cazar en la oscuridad, peroles costaba más matar de cerca si noveían.

Astrid rodó, se quedó plana y alargóel brazo intentando encontrar laescopeta. Un dedo tocó el metal.

Ahora Cigar gritaba con vozdesesperada y derrotada. Y los gruñidosse intensificaban. Los coyotes también

parecían frustrados al no localizar a suspresas, y trataban de morder a ciegasdonde sus orejas y olfato les indicabanque debían de estar.

Astrid rodó hacia el arma hastaquedar boca abajo. La tenía debajo, lapalpaba con dedos temblorosos, lainspeccionaba y… ¡sí! Ahora la estabaempuñando. La inclinó hacia delante,por lo que el cañón debió de llenarse dearena, y encallarse el gatillo. Trató deaveriguar dónde estaba Cigar, rodó unavez más, levantó la escopeta por encimade ella y disparó.

La explosión resultó tremenda.Surgió una luz mucho mayor de lo

que había parecido nunca.En el fogonazo de medio segundo,

Astrid vio al menos tres coyotesacosando a Cigar, y un cuarto a pocosmetros, con la boca retraída en ungruñido; la escena pareció congelarsemientras duró la luz.

El ruido resultó increíble.Astrid se esforzó por apoyarse en

una rodilla, apuntó hacia donde seencontraba el cuarto coyote, y apretó elgatillo otra vez. ¡Nada! Se habíaolvidado de meter otra bala. Lo hizo,apuntó temblorosa al espacio invisible,y volvió a disparar.

¡PUM!

Esta vez sí que se esperaba elfogonazo, y vio que el coyote al queapuntaba ya no estaba allí. Las bestiasya no estaban acosando a Cigar. Susojos terribles de canica blanca lamiraban fijamente.

Algo había ocurrido a los coyotes.Habían explotado.

El fogonazo no bastaba para mostrarmás. Pero sus tripas estaban dondehabían estado sus cuerpos.

Silencio.Oscuridad.Cigar jadeaba. Astrid también.Olía a tripas de coyote y a pólvora.Astrid tardó un rato en controlar la

voz, en recomponer los pensamientosdesperdigados para formar algocoherente.

—¿Está aquí el niño pequeño? —preguntó Astrid.

—Sí —respondió Cigar.—Y ¿qué ha hecho?—Los ha tocado… Esto… ¿es real?

—preguntó Cigar, indeciso.—Sí —dijo Astrid—. Me parece

que es real.Estaba de pie con la escopeta

humeante en las manos, mirando la nada.Le temblaba todo el cuerpo. Como situviera frío. Como si la oscuridadestuviera hecha de lana húmeda que la

envolviera.—Petey, háblame.—No puede —dijo Cigar.Se hizo el silencio.—Dice que te hará daño —explicó

Cigar.—¿Que me hará daño? Y ¿por qué

no te hace daño a ti?Cigar se rio, pero no de alegría.—A mí ya me han hecho daño. En la

cabeza.Astrid tomó aire y se pasó la lengua

por los labios.—¿Quiere decir que me volverá…?

—buscó una palabra que no hiriera aCigar.

Pero a Cigar ya no le preocupabanlos eufemismos.

—¿Loca? —dijo—. Mi cerebro yaestá loco. Él no sabe hacerlo, e igual tevolvería loca.

A Astrid le dolían los dedos de lofuerte que sostenía el arma. No habíanada más a lo que aferrarse. Los latidosde su corazón eran tan intensos queestaba segura de que Cigar debía deoírlos. Astrid tiritaba.

Cualquier otra cosa… Pero eso no.La locura no.

Podía obtener las respuestas quenecesitaba a través de Cigar. Pero Cigarsolo se mostraba coherente a ratos, antes

de volver a sumergirse en quejas ygritos lunáticos.

—No —dijo Astrid—. No mearriesgaré. Sigamos.

Como si supiera por dónde ir. Sehabía dedicado a seguir a Cigar, quienseguía —o eso decía— al pequeño Pete.

El pánico hormigueaba a Astrid, laprovocaba. Había algo sofocante en laoscuridad. Como si fuera densa ycostara respirarla.

La oscuridad era tan absoluta…Podía caminar en círculos y no llegar adarse cuenta. Podía meterse en un campode bichos y no saberlo hasta tenerlosdentro.

—¡Enciende las malditas luces,Petey! —gritó la chica.

Pareció que sus palabras apenaspenetraban en la oscuridad.

—¡Arréglalo! ¡Tú fuiste quienprovocó todo esto! ¡Arréglalo!

Se hizo el silencio.Cigar se puso otra vez a gemir y a

reírse tontamente, hablando de RedVines y de lo buenas que estaban lasgolosinas.

A Astrid le vino una imagen de símisma en el lago, echada en la litera conSam. Le encantaba tocarle los músculos.Qué vergüenza, qué infantil. Como laschicas a las que despreciaba, que

siempre estaban soñando con algunaestrella del rock, con estrellas de cine,con uno de esos tipos con losabdominales duros, pero, pero ¿no eraen realidad ella quien soñaba con todoeso?

Recordó con todo detalle que teníala mano sobre el bíceps de Sam cuandose dobló para cogerla, y el músculoduplicó su tamaño y se puso duro comosi fuera de roble. La había levantadocomo si no pesara nada. Y la volvió adejar en la cama con gran delicadeza.Las manos de Astrid se deslizaron hastasu pecho para equilibrarse y…

Y ahora estaba aquí. Con un

fantasma y un lunático. En la oscuridad.¿Por qué?Arriesgarte a volverte loca y puede

que descubrir algo. O puede que no.Puede que solo la destruyera. Y ¿quésabría si Petey le revolvía la mente?

Le dejaría el cerebro revuelto,repleto de cosas que tenía que saber,pero que no sabría realmente si quedabadistorsionado al aprenderlas.

—¡Arréglalo, arréglalo! —gritóAstrid a la oscuridad.

—Mi pierna no es mi pierna; es unpalo, un palo con clavos que laatraviesan —gimió Cigar.

Un impulso oscuro y terrible de dar

la vuelta a la escopeta y acabar con elsufrimiento de Cigar hacía que Astridrespirara con dificultad, y apretara lamandíbula. No. No. Ya había hecho deAbraham con el Isaac de Petey, y noquería volver a repetirlo. No sepermitiría matar a un inocente, nuncamás.

Una voz inocente y burlona en lacabeza la provocaba. ¿Inocente? AstridEllison, abogado, juez y verdugo.

La voz le insistía en que no habíanada inocente en Petey. Él habíaconstruido lo que la rodeaba. Todoaquello. Había creado ese universo. Éles el creador, y por lo tanto es culpa

suya.—Vamos, dame la mano, Cigar. —

Astrid se llevó la escopeta al hombro.Fue palpando en la oscuridad hasta queencontró al chico, y palpó un poco máshasta encontrar su mano—. Levántate.

Cigar se levantó.—¿Hacia dónde vamos? —preguntó

Cigar.Astrid se rio.—Tengo un chiste para ti, Cigar. La

razón y la locura se van de paseo poruna habitación oscura, buscando unasalida.

Cigar se rio como si fuera divertido.—¿Sabes siquiera dónde está el

chiste, pobre chico loco?—No —reconoció Cigar.—Yo tampoco. ¿Y si seguimos

caminando hasta que no podamos más?

FUERA

CONNIE TEMPLE estaba sentadasorbiendo café en un reservado deDenny’s. Frente a ella se sentaba unareportera llamada Elizabeth Han, joveny guapa, pero también lista. Habíaentrevistado a Connie varias veces.Informaba para el Huffington Post, yhabía cubierto la Anomalía de PerdidoBeach desde el comienzo.

—¿Van a hacer explotar un

dispositivo nuclear?—El llamado vertido químico es

mentira. Lo que quieren es que todos sealejen de la cúpula. Deben de haberlodejado deliberadamente para el últimomomento, para que parezca unaemergencia de verdad.

Han abrió las manos.—Una explosión nuclear, aunque sea

bajo tierra, aparecerá en los sismógrafosde todo el mundo.

Connie asintió.—Lo sé pero…En ese momento Abana Baidoo entró

en el restaurante, pasó junto a lacamarera y se deslizó en el reservado

junto a Connie, quien la había llamadopero no le había explicado nada.Rápidamente, y sin revelar el nombre deDarius, Connie volvió a contar lahistoria desde el comienzo.

—¿Se han vuelto locos? —preguntóAbana—. ¿Están locos?

—Solo asustados —respondióConnie—. Así es la naturaleza humana:no quieren limitarse a esperar,impotentes. Quieren hacer algo. Quierenhacer que pase algo.

—Todos queremos hacer que pasealgo —replicó Abana. Entonces pusouna mano tranquilizadora sobre el brazode Connie—. Todos estamos agotados

de tanto preocuparnos. Hartos de nosaber.

Elizabeth Han soltó una risa.—No pueden hacerlo sin contar con

la aprobación de los de arriba. Quierodecir, de los de arriba del todo. —Negócon la cabeza, pensativa—. Saben algo.O por lo menos sospechan algo. Estepresidente no hace las cosas a la ligera.

—Tenemos que evitar que pase —insistió Connie.

—Aún no tenemos idea de qué loprovocó —recordó la reportera—. Pero,sea lo que sea, reescribió las leyes de lanaturaleza para crear la esfera. No lohan decidido de un día para otro; deben

de tener un plan pensado desde hacetiempo. Querían que existiera estaopción. Así que ¿por qué, de repente,recurren a ella?

—La cúpula está cambiando —explicó Connie—. Nos han informado.Ha habido cambios en la firmaenergética o no sé qué. —Miró a suamiga—. Abana, no quieren quenuestros niños salgan. Es por eso. Creenque la barrera se está debilitando. Noquieren que nuestros niños salgan.

—No quieren que salga lo queprovocó todo esto —añadió Abana—.No puedo creer que vayan a atacar anuestros niños. La culpa es de lo que

provocó esto.Connie dejó caer la cabeza,

consciente de que así interrumpía laconversación, consciente de que Abanay Elizabeth se miraban, preocupadas.

—Vale —dijo Connie, rodeando lataza de cerámica de café con ambasmanos, y negándose a mirar a cualquierade las dos—. Lo que ha pasado dentro…Quiero decir, los chavales que handesarrollado poderes… Es la primeravez que comparto esto, y lo sientomucho. Pero Sam… —Connie se mordióel labio y alzó la vista bruscamente, conla mandíbula rígida—. Sam y Caine…Sus poderes se desarrollaron antes de la

anomalía. Los vi en los dos. Sabía loque estaba ocurriendo. Los… lo quesean… las mutaciones… se produjeronantes de la barrera. Lo que significa quealgo las provocó, además de la barrera.

Elizabeth Han tecleabafrenéticamente en su iPhone, tomabanotas mientras comentaba:

—¿Por qué se habrá asustado tantoel Gobierno… —frunció el ceño y alzóla vista— si creen que la cúpula es lacausa de las mutaciones?

Connie asintió.—Si es así, cuando baje la cúpula

las mutaciones cesarán. Pero si es a lainversa, si las mutaciones se produjeron

antes de la barrera, puede que causaranla barrera. Lo cual quiere decir que nose trata solo de una rareza, de un flujocuántico o lo que sea, o incluso de unaintrusión de un universo paralelo…,todas esas teorías. Lo cual quiere decirque hay algo o alguien dentro de lacúpula con un poder increíble.

Elizabeth Han se puso muy seriacuando volvió a tomar notas.

—Tiene que darme el nombre de lapersona que le habló del arma nuclear.Necesito la fuente.

Por el rabillo del ojo, Connie vioque Abana se echaba hacia atrás. Unadistancia fría se abrió entre ellas por

primera vez desde que empezó laanomalía. Connie le había mentido.Durante todo ese tiempo que habíansufrido juntas, Connie Temple se habíaguardado algo.

Y ahora Connie sabía que Abana sepreguntaba si su amiga podría haberevitado de alguna manera que todoaquello ocurriera.

—No puedo darle su nombre —respondió Connie.

—Entonces no puedo publicarlo.Abana se levantó de repente, dio un

puñetazo en la mesa y vibraron las tazas.—Voy a parar esto. Voy a llamar a

los padres, a las familias. Voy a

saltarme ese control de carretera, y, siquieren ponerle una bomba a mi niña,que me la pongan a mí también.

Connie la vio marcharse.—¿Qué quiere que haga? —preguntó

la periodista a Connie, enfadada yfrustrada—. Si no me dice quién le hadado esta información…, ¿qué voy ahacer?

—Lo he prometido.—Su hijo…—¡Darius Ashton! —exclamó

Connie con los dientes apretados. Luegoen voz baja, más calmada, pero furiosaconsigo misma, repitió—: El sargentoDarius Ashton. Tengo su número. Pero

si filtra su nombre acabará en la cárcel.—Si no publico todo esto, y no lo

hago ahora, todos los chavales que hayahí dentro morirán. ¿Qué elige?

—¿El sargento Ashton? ¿El sargentoDarius Ashton?

Darius se quedó paralizado. La voz,que procedía de detrás de él, leresultaba familiar. Pero el tono, y elhecho de que repitieran su nombre, leindicaban lo que necesitaba saber.

Se obligó a esbozar una sonrisaagradable y se volvió a mirar al hombrey a la mujer. Ninguno de ellos sonreía, y

llevaban placas en la mano para quepudiera leerlas.

Entonces sonó su teléfono móvil.—Soy Ashton —dijo—. Perdonen.Y se llevó el teléfono a la oreja.Los agentes del FBI parecían

indecisos respecto a dejarle atender lallamada.

Darius levantó el dedo para indicar«denme un minuto». Y escuchó duranteun rato.

Sabía que se estaba destruyendo.Con dos agentes del FBI mirando, iba acometer lo que se consideraba unsuicidio.

—Sí —dijo al teléfono—. Lo que le

ha dicho es verdad al cien por cien.Entonces los agentes del FBI le

confiscaron el teléfono.

TREINTA Y DOS

7 HORAS, 1 MINUTO

DIANA IBA ARRASTRÁNDOSE y se cayó.Se había hecho cortes y moretones entantos sitios que ya había perdido lacuenta. En las palmas, en las rodillas, enlas espinillas, en los tobillos, en lasplantas de los pies…, todo cortado ydesgarrado. Y tenía cortes del látigo deDrake en la espalda, en los hombros, enla parte trasera de los muslos, en elculo.

Pero ahora apenas notaba dolor. Esedolor se había alejado. Lo sufría unapersona real que no era ella, en uncascarón en el que puede que hubieravivido. Pero ya no era esa persona,porque la persona actual, la Diana deahora, sentía algo mucho peor.

Lo tenía dentro, al bebé. Lo teníadentro, empujando y pataleando.

Y estaba creciendo. Sentía cómo lecrecía el vientre cada vez que alargabala mano para agarrárselo. Era cada vezmás grande, como si alguien estuvierallenando un globo de agua con unamanguera y no supiera que tenía queparar, no supiera que acabaría

explotando si continuaba inflan…Un espasmo recorrió el cuerpo de

Diana, agarrándole las tripas, utilizandotodas sus fuerzas y concentrándolas enél.

Una contracción.La palabra le llegó de lo más

profundo de la memoria.Una contracción.¿De verdad le estaba creciendo el

estómago? ¿Era real la impaciencia delbebé que tenía dentro, o es que Pennyestaba jugando a algún juego con surealidad?

Diana sentía la mente oscura de lagayáfaga. Sentía el miedo que atascaba

el aire en sus pulmones. Y, lo que aúnresultaba más horrible, sentía laansiedad de la mente malvada, que seesforzaba por apresurarla, que secomunicaba con ella desde lo máshondo. Como un niño pequeñoimpaciente por un helado. ¡Dame, dame!

Pero aún peor era el eco queprocedía del bebé.

El bebé sentía la fuerza de voluntadde la gayáfaga. Lo sabía. El bebé seríasuyo.

¿Cuánto tiempo llevabaarrastrándose así? ¿Cuántas veces lahabía agarrado bruscamente Drake consu mano de látigo y la había dejado

sobre un precipicio escarpado paratener que aferrarse, con las uñas rotas, ala pared rocosa?

Y a ciegas. Siempre a ciegas.Sumida en una oscuridad tan absolutaque le penetraba en la memoria y tapabael sol de las imágenes que había en ella.

Y entonces, por fin, un brillo. Alprincipio le parecía que debía detratarse de una alucinación. Diana habíaaceptado que la luz había desaparecidopara siempre, y ahora veía un brillodébil y enfermizo.

—¡Ve! —la instó Drake—. ¡Ahoraes todo recto y plano! ¡Ve!

Diana avanzó a trompicones. Su

vientre era extremadamente grande, lacarne estaba extendida como un tambor.Y la siguiente contracción la sacudióentera, un torno en su interior se cerrótanto que le pareció que le debía dehaber roto los músculos.

Hacía calor y no había aire. La chicaestaba empapada en sudor, con el pelopegado al cuello.

El brillo se hacía más intenso.Estaba pegado al fondo y a las paredesde la cueva. Mostraba los contornosrocosos, las estalagmitas que se alzabandel fondo y las pilas volcadas de piedrarota, como cascadas representadas concubos de construcción infantiles.

Y entonces, bajo los pies descalzos,Diana sintió el zas eléctrico de labarrera, lo que la obligó a encaramarsea trozos de la propia gayáfaga paraponerse a salvo.

Notaba cómo se movía bajo suspies, como si pisara un millón dehormigas apiñadas; las células delmonstruo bullían y vibraban.

Drake iba retozando por la cámara,chasqueando el aire con su látigo,mientras gritaba:

—¡Lo he conseguido, lo heconseguido! ¡Te he traído a Diana! ¡Yo,Drake Merwin, lo he conseguido! ¡Manode Látigo! ¡Mano! ¡De Látigo!

Justin. ¿Dónde estaba? Diana se diocuenta de que hacía mucho rato que nolo veía.

¿Dónde estaba? Miró a su alrededor,frenética, maravillada porque aún teníaojos para ver. Su visión se emborronóde verde. No veía a Justin.

Penny captó su mirada frenética.Tenía una expresión sombría. Tambiénse daba cuenta de que habían perdido alniño pequeño en algún momento,mientras recorrían los kilómetrosinterminables hasta la mina.

A Penny tampoco le había ido muybien. Estaba casi tan maltrecha, herida yensangrentada como Diana. La caída por

el túnel negro azabache no le habíasentado bien. En algún punto se habíadado fuerte en la cabeza, porque tenía untajo en el cuero cabelludo que lesangraba hacia el ojo.

Pero Penny ya había perdido elinterés en Justin. Ahora miraba con ojosentrecerrados, celosos, a Drake en todasu plenitud. Drake la ignoraba. No lashabía presentado. «Gayáfaga, esta esPenny. Penny, gayáfaga. Sé que osllevaréis bien».

Esa imagen habría hecho reír aDiana si no fuera por una contracciónque la obligó a ponerse de rodillas.

Fue en esta postura en la que sintió

una humedad repentina. Estaba calientey le corría por la parte interior de losmuslos.

—Imposible —sollozó.Pero en el fondo sabía, hacía un

tiempo, que aquel bebé no era un niñonormal. Ya tenía tres barras, y no eramás que un bebé con poderes pordefinirse.

El hijo de un padre malvado y unamadre que había intentado… querido…intentado… pero por algún motivo habíafracasado.

El arrepentimiento no la habíasalvado. Las lágrimas abrasadoras nohabían bastado para eliminar la mancha.

El agua que había salido a chorrosde su interior no había limpiado lamancha.

Derrotada, azotada y gritando alcielo que la perdonara, Diana Ladrisseguiría siendo la madre de un monstruo.

Brianna guardaba una paloma asadapequeña en la mochila. Gozaba de buenapetito, y le gustaba tener comidasiempre a mano. Eso era lo que ocurríacuando la gente pasaba hambre: que seponía nerviosa con la comida.

Brianna arrancó un trozo de pechugade paloma, y palpó la carne con dedos

sucios por si quedaba algún resto dehueso o cartílago. Entonces localizó lamano del niño pequeño y puso la carneen ella.

—Cómetela. Te sentirás un pocomejor.

Se había adentrado mucho en el pozode la mina. Por poco ataca a Justin conel machete, hasta que se dio cuenta deque estaba gimoteando, no gruñendo.

Pero ¿ahora qué? Podíaacompañarlo hasta la entrada del pozode la mina, Pero ¿de qué serviría?Estaba oscuro tanto dentro como afuera.Aunque por lo menos ahí afuera laopresión del alma que se producía al

aproximarse a la gayáfaga podía versemitigada.

—¿Qué me puedes contar, chaval?¿Has visto a esa cosa?

—No veo nada —gimoteó el niño.Pero ya había llorado todo lo que

tenía que llorar. Más bien sonaba comosi estuviera traumatizado. Brianna sintióuna punzada inusual de compasión.Pobre niño. ¿Cómo podía ser quepasaran esas cosas a un niño pequeño?¿Cómo iba a olvidarlo nunca?

Brianna pensó severamente que se leolvidaría cuando estuviera muerto, yprobablemente no tardaría mucho enestarlo.

Entonces, sorprendentemente, Justincomentó:

—Hay una caída muy larga.—¿Más adelante, quieres decir?—Ahí es donde se han olvidado de

mí.—¿Sí? ¡Muy bien, chaval! Me ayuda

saberlo.—¿Vas a salvar a Diana?—Más bien me estaba planteando

matar a Drake. Pero si eso significa quesalvo a Diana, pues adelante.

Brianna arrancó otro trozo de supreciada carne de paloma y se la dio alchico. ¿Qué importaba? Era una misiónsuicida. No iba a volver. No necesitaría

comer.Qué idea tan poco alegre…—La señora, Diana…, creo que su

bebé va a salir.—Bueno, eso sí que sería todo

perfecto —dijo Brianna, suspirando—.Chico, tengo que seguir, ¿entiendes? Túpuedes continuar de vuelta hacia laentrada. O puedes quedarte aquí yesperarme.

—¿Vas a volver?Brianna soltó una risita breve.—Lo dudo. Pero yo soy así,

pequeñín, soy la Brisa. Y la Brisa nopara. Si consigues salir de esta dealguna manera, y sales de la ERA y

vuelves a casa con tu mamá y tu papá ytodos los demás de ahí fuera, cuéntaseloa la gente, ¿vale? Igual así mi familialogre consolarse…

Se le quebró la voz. Se notabalágrimas en los ojos. Uau, y eso ¿a quévenía? Brianna negó con la cabeza,enfadada, se echó el pelo hacia atrás yañadió:

—Lo único que digo es que lescuentes que la Brisa nunca se rajó, quela Brisa nunca se rindió. ¿Lo harás?

—Sí, señora.—Señora —repitió Brianna en tono

irónico—. Bueno, nos vemos luego,¿vale?

Y empezó a bajar por el túnel. Habíaideado un modo de moverse un pocomás rápido que una persona normal.Usaba su machete, girándolo ante ella deformas diversas para evitar aburrirse: unocho, una estrella de cinco puntas, unaestrella de seis puntas. Lo movía puedeque dos o tres veces más rápido que unapersona normal. Ni de lejos se acercabaa su velocidad habitual, pero una teníaque adaptarse.

Cuando el machete daba con algo,aminoraba hasta que encontraba uncamino abierto. Era como una personaciega con un bastón, pero mucho máscañera.

De vez en cuando palpaba en buscade una piedra y la arrojaba por delante,atenta a si oía algo que pudiera ser «unacaída muy larga», como Justin la habíallamado.

Brianna estaba en contra de lascaídas muy largas.

Lanzó una piedrecita y no la oyórepiquetear en la piedra.

—Ah, me parece que tenemos unacaída larga.

Se inclinó hacia delante hasta quenotó, efectivamente, una abertura en elsuelo.

Se deslizó hasta el borde a gatas. Secolocó de manera que pudiera ver justo

hacia abajo.—Abre los ojos, no te muevas —se

dijo.Apuntó con la escopeta hacia el

agujero y apretó el gatillo.Las escopetas nunca eran

precisamente silenciosas. Pero en losconfines del pozo de la mina era como siexplotara una bomba.

El destello de la boca señaló casidiez metros de profundidad, y pintó unaimagen imborrable de paredes depiedra, con un saliente que debía deencontrarse a unos seis metros.

El eco de la explosión duró un rato.Sonó como si un avión superara la

barrera del sonido. Seguramente Drakelo oiría, a no ser que aquel pozodescendiera aún más de lo que Briannase imaginaba.

La Brisa sonrió.—Así es, Drakey: ahora sí que

vengo a por ti.

Dos explosiones. Dos luces.Era imposible saber lo lejos que

estaban. El ruido indicaba que muylejos. La luz parecía más cercana.Imposible saberlo.

Podía ser cualquiera: Brianna,Astrid, o cualquier montón de niños

armados que igual se habían perdido enla oscuridad.

—Seguro que ha sido un arma —dijo Sam a nadie.

Qué raro resultaba que el disparofuera casi tranquilizador.

No le parecía que viniera del pozode la mina. Había sido a la derecha.Cuadraba más con la dirección hacia laque pensaba que se encontraba PerdidoBeach, que no era su objetivo. Su misiónno era encontrar y rescatar a Astrid, sies que había sido ella. Su misión era…

—Pues mala suerte —replicó,desafiante, de nuevo a nadie.

Si había sido Astrid y se había

metido en una pelea, y dejaba quequienquiera que estuviera peleándosecon ella —puede que incluso Drake—viera una fila de soles de Sammyacercándose, lo revelaría todo. Si habíasido Astrid, y Sam ya se habíaconvencido de que sí, tenía que moverserápido. No podía limitarse a caminarvacilante en la oscuridad, iluminando elcamino a sus espaldas con una hilera deluces. Tendría que correr directamentehacia la oscuridad.

Sam se concentró en la dirección dela que procedían los fogonazos. Empezóa correr, levantando la pierna a cadapaso para evitar tropezar. Llegó

sorprendentemente lejos hasta que chocócon algo duro y cayó boca abajo en latierra.

—Ahí va uno —dijo, se incorporó yechó a correr otra vez.

Era una locura, claro. Correr aciegas. Correr con los ojos cerrados.Correr sin tener ni idea de dóndeaterrizarían sus pies, correr cuando igualhabía una pared o una rama o un animalsalvaje justo delante. A escasoscentímetros de su nariz.

Podía elegir: avanzar lentamente ycon cautela, procurando evitar caersepero sin llegar nunca a ninguna parte. Ocorrer, y puede que llegar a alguna

parte, aunque también pudiera correrhasta caer por un precipicio.

Sam pensó que, en fin, así era lavida, y sonreía irónicamente cuando seestampó contra un arbusto que lo hizocaer, enredarse, y amenazaba con nodejarlo escapar.

Consiguió girar y soltarse, y empezóa correr otra vez, sacándose espinas delas palmas de las manos y de los brazosmientras avanzaba.

Durante toda la vida, Sam habíatemido a la oscuridad. De niño,acostado en la cama de noche, se poníatenso ante el posible ataque de unaamenaza invisible pero que se

imaginaba claramente. Pero ahora, enaquella oscuridad final, le parecía queel miedo a la oscuridad era el miedo a símismo. No el miedo a lo que podríahaber «allí fuera», sino el miedo a cómoreaccionaría a lo que allí hubiera. Sehabía pasado cientos, puede que miles,de horas de vida imaginándose cómo seenfrentaría a las cosas terribles que suimaginación había conjurado. Solíaavergonzarlo, esa fantasía heroicaincesante, ese juego de guerra mentalinterminable para amenazas que nuncase materializaban. Una serieinterminable de escenarios en los que aSam no le entraba el pánico, no salía

corriendo, no lloraba.Porque eso, más que cualquier otro

monstruo, era lo que Sam temía: quefuera débil y cobarde. Tenía un miedoterrible a tener miedo.

Y la única solución que le quedabaera negarse a tener miedo.

Del dicho al hecho había un trechocuando la oscuridad era absoluta, y nadapodía preverse, y realmente habíamonstruos terribles esperándolo.

Sin luz nocturna. Sin Sol de Sammy.Solo con una oscuridad tan total quenegaba la idea misma de la vista.

Pensar en su miedo no lo disminuía.Pero continuar corriendo directamente

hacia él sí.—Así que no llores —se dijo.

—Echo de menos a Howard —dijo Orc.Dekka no estaba precisamente

habladora. De hecho, apenas habíaarticulado palabra. Normalmente, Orcno hablaba mucho, pero no es quehubiera algo que ver, o algo más quehacer.

Orc avanzaba con Dekka detrás deél, siguiendo el ruido de sus pasos. Elchico monstruo pensó que lo bueno deser de piedra era que le costaba muchoencontrar algo con lo que tropezarse.

La mayoría de las cosas lasatravesaba. Y si había un arbusto o unsitio desigual o lo que fuera podíaadvertir a Dekka.

En ciertos sentidos era un paseoagradable. Claro que no había nada quever, jaja. Pero no hacía ni mucho frío nimucho calor. El único problema deverdad era que no sabían adónde iban.

—Siento lo de Howard —dijoDekka, demasiado tarde—. Sé que eraisamigos.

—A nadie le gustaba Howard.Dekka decidió no mostrarse en

desacuerdo.—Todos lo veían como el tipo que

vendía drogas y priva y todo eso. Pero aveces era distinto.

Orc aplastó una lata con un pie, y aldar el siguiente paso aplanó la tierrasobre lo que parecía la madriguera deuna ardilla.

—Pero yo le gustaba —comentóOrc.

Dekka no dijo nada.—Tú tienes muchos amigos, así que

seguramente no entiendes por quéHoward…

—No tengo muchos amigos —lointerrumpió Dekka.

Aún le temblaba la voz. Fuera lo quefuera lo que había pasado, debía de

haber sido muy chungo. Porque en lo quea Orc respectaba, Dekka era una chicamuy muy dura. Howard siempre decíaeso de ella. Y a veces también lallamaba de todo. Probablemente porqueDekka tenía una manera particular demirar a Howard, con la cara hacia abajopero con los ojos fijos en él, como si lovigilara a través de las cejas, digamos.Y solo le veías las trenzas, la frenteancha y los ojos duros.

—Sam —dijo Orc.—Sí —Dekka suavizó la voz—.

Sam.—Edilio.—Trabajamos juntos, pero no somos

realmente amigos. ¿Y Sinder y tú? Tú legustas.

Orc se sorprendió al oírle decir eso.—Es buena conmigo —reconoció. Y

se lo pensó un poco más—. Y tambiénes guapa.

—No estaba diciendo que le«gustes» en ese sentido.

—Ah, no, ya lo sabía —dijo Orc, ysintió que se habría ruborizado si lequedaran algo más que unos centímetrosde piel—. No era eso lo que queríadecir, no. —Se obligó a reírse—. Esetipo de cosas no son para mí. No muchaschicas se interesan por alguien como yo.

No quería que sonara como si

sintiera lástima por sí mismo, perodebió de sonar así.

—Ya, bueno, resulta que tampocohay muchas chicas que se interesen pormí —replicó Dekka.

—Quieres decir chicos.—No, quiero decir chicas.Orc, perplejo, se paró un momento.—¿Eres una de esas bolleras?—Soy lesbiana. Y no soy «una de

esas nada» en este sitio. Parece que aquísoy la única de esas.

Orc se estaba poniendo muyincómodo. «Bollera» era como llamabaa una chica fea en los viejos tiempos,cuando había escuela. No había dado

muchas vueltas a ese tema. Y ahora teníaque pensar en él.

Entonces se le ocurrió algo.—Ah, pues eres como yo.—¿El qué?—La única. Como yo. Soy el único

como yo —dijo Orc.Oyó que Dekka soltaba un resoplido

desdeñoso y burlón. Parecía molesta, noera una risa feliz. Pero era lo mejor quele había salido hasta el momento.

—Sí —continuó Orc—. Tú yosomos únicos, eso somos. La únicapersona hecha de piedra, y la únicabollera.

—Lesbiana —lo corrigió Dekka.

Pero no parecía tan furiosa.Algo golpeó a Orc en la cabeza y le

pinchó en los ojos.—Cuidado, hay un árbol. Agárrate

de mi cintura y lo rodearé.

Lana tenía razón. Los problemas notardaron en empezar. Quinn detuvo a unchaval que había cogido un paloardiendo de la hoguera y se dirigía haciasu casa.

—Solo quiero coger mis cosas.—Nada de fuegos fuera de la plaza

—le advirtió Quinn—. Lo siento, tío,pero no queremos otra movida como la

de Zil y que se incendie la ciudadentera.

—Pues dame una linterna.—No tenemos para…—Pues métete en tus asuntos. No

eres más que un pescador estúpido.Quinn agarró la antorcha y el chaval

trató de arrebatársela, pero, a diferenciade Quinn, no se había pasado meses conlas manos sujetando un remo.

Quinn se la arrancó fácilmente.—Puedes ir a donde te dé la gana.

Pero con fuego no.Y acompañó al chaval a la plaza

justo a tiempo de ver dos antorchas quese alejaban por el otro extremo.

Quinn maldijo y mandó a unoscuantos de sus chicos tras ellos. Pero lospescadores estaban exhaustos. Se habíandedicado a cortar madera, arrastrarla,serrarla, distribuir comida y organizaruna trinchera.

Lana tenía razón. Ahora miraba aQuinn sin decir nada, pero sabía queestaba llegando a la misma conclusiónque ella.

—Caine —dijo Quinn—. ¿Te hasrecuperado?

Caine había desaparecido durante unrato. Luego Quinn se dio cuenta de quehabía bajado al océano y se habíalavado. Tenía la ropa mojada, pero más

o menos limpia. Se había echado el pelohacia atrás, y Lana le había curado lascicatrices de las grapas que Penny lehabía clavado en la cabeza.

Las manos —el dorso, al menos—aún estaban cubiertas de cemento entrevarios milímetros y un centímetro. Lecostaba articular los dedos. Pero teníalas palmas más bien limpias.

Parecía gris, incluso bajo la luz delfuego. Parecía una persona muchomayor, como si hubiera pasadodirectamente de adolescente guapo aviejo agotado y derrotado.

Pero cuando se ponía en piemantenía cierta dignidad.

Caine se volvió hacia los escalones.Habían vaciado la iglesia de cualquiercosa que pudiera quemarse. Lo quequedaba del tejado se había hundidosiguiendo una secuencia estrepitosa, enla que una nube de polvo se habíainflado haciendo chisporrotear lahoguera. Ahora los pescadores cansadosestaban rompiendo barandillas y sillasde oficina antiguas de madera, cuadrosenmarcados y escritorios rotos deledificio del Ayuntamiento.

Caine se concentró en el fragmentomás grande, que era un escritorio casientero. Extendió la mano con la palmahacia fuera, y el escritorio se elevó del

suelo.Salió volando a través de las caras

vueltas hacia arriba, y Caine lo colocódelicadamente sobre una pila en llamas.

Quinn se preparó para el anuncio deque Caine había vuelto, de que estaba almando, de que seguía siendo el rey.

Y lo triste era que Quinn habríarecibido encantado la noticia: estar acargo de todo aquello lo superaba.

—Decidme qué más puedo hacer —comentó Caine en voz baja.

Se sentó, con las piernas cruzadas, yse puso a mirar el fuego.

Lana se acercó paseándose.—Hay que reconocerlo: a este tío se

le da genial hacer lo que no debe.Cuando necesitamos que haga de malo,de repente se convierte en un perrillo.

Quinn estaba demasiado cansadopara pensar una réplica inteligente.Hundió los hombros y dejó caer lacabeza.

—Ojalá supiera cuánto tiempotenemos que aguantar.

—Hasta que podamos —replicóLana.

Entonces cundió el pánico. No habíamotivo aparente que Quinn pudiera ver.De repente, unos chavales del otroextremo del fuego se pusieron a gritar, yalgunos a quejarse. Puede que no se

tratara más que de una rata.Pero los que estaban junto a ellos no

sabían qué ocurría, y el pánico seextendió a la velocidad de la luz.

Lana maldijo y echó a correr. Quinnsalió tras ella. Pero el pánico salió a suencuentro: los chavales gritaban derepente sin saber el motivo, corrían,rodeaban el fuego, se asustaban yechaban a correr otra vez, derribándoselos unos a los otros entre gritos.

La hermana de Sanjit, Peace, chocócon Quinn, quien la agarró de loshombros y gritó:

—¿Qué pasa?No tenía respuesta. La niña se limitó

a menear la cabeza y soltarse.Un chico se adentró corriendo en la

oscuridad. Se le había incendiado laropa, y las llamas le salían por detrásmientras huía gritando. Dahra Baidoo loplacó como un jugador de rugby y le diola vuelta para apagar las llamas.

Otros chavales agarraron antorchas yse apiñaron en puñados y gruposparanoicos, con las espaldas pegadascomo guerreros antiguos rodeados deenemigos.

Y entonces, para horror absoluto deQuinn, una chica corrió a adentrarse enel fuego, gritando:

—¡Mamá, mamá!

Como si la hubiera agarrado unamano divina, la chica salió volandohacia atrás y rodó por el suelo. Fueduro, pero efectivo. El fuego queacababa de prenderle los pantalonescortos se apagó.

Quinn se volvió, agradecido, haciaCaine, pero Caine no lo miró. EntoncesQuinn oyó que Lana gritaba a los niños,y les decía que dejaran de comportarsecomo idiotas, que se calmaran.

Algunos le hicieron caso. Otros no.Más de una antorcha iluminada salióhacia la oscuridad. Quinn se preguntabacuánto tiempo tardarían en ver fuegospor toda aquella pobre ciudad

derrotada.Lana volvió despotricando, furiosa,

prácticamente escupiendo rabia.—Nadie sabe qué ha pasado. Un

idiota ha gritado algo y se han vueltolocos. Como ganado. Odio a la gente.

—¿Salimos tras los que se han ido?—preguntó Quinn en voz alta.

Pero Lana no estaba dispuesta adiscutirlo tranquilamente.

—De verdad que, a veces, deverdad que los odio a todos.

Y se dejó caer en los escalones.Quinn percibió una leve sonrisa en loslabios de Caine, quien le concedió unamirada curiosa.

—Tengo una pregunta para ti, Quinn:¿cuánto tiempo habrías seguido enhuelga?

—¿Qué?—Es que me pareció que estabas

dispuesto a que toda esta gente pasarahambre por Cigar.

Quinn apoyó los puños en loscostados.

—¿Cuánto tiempo habrías defendidotú a Penny?

Caine se rio un poco.—Estar al mando… no es fácil,

¿verdad?—Yo no he torturado a nadie, Caine.

No he entregado a nadie a una chica

psicópata para que lo vuelva loco.Caine se desanimó un poco al oír el

último comentario, y apartó la vista.—Ya, bueno… Casi me habías

vencido, Quinn. Albert ya estabaplanteando cómo librarse de mí.

—Albert ya tenía el plan de fugapreparado.

Los ojos de Caine brillaron a la luzde la hoguera.

—Me gustaba esa isla. No tendríaque haberme ido nunca. Diana me dijoque no lo hiciera. Hay otras barcas.Puede que haga una visita a Albert undía de estos.

—Deberías.

Quinn recordó la imagen de los ojosdiminutos como frijoles en las cuencasoscurecidas de la cabeza de Cigar. QueCaine atacara la isla. Podría estar biencomprobar si esos misiles que Albertafirmaba tener funcionaban.

Pero Caine ya parecía haber perdidoel interés en la ira de Quinn.

—Lo más probable es que prontoestemos todos muertos —comentó.

—Ya.Quinn estaba de acuerdo.—Me habría gustado volver a ver a

Diana. Ahora ya no habrá bebé.—¿Te sientes aliviado? —preguntó

Lana con dureza.

Caine se lo pensó durante tanto ratoque parecía haber olvidado la pregunta,hasta que acabó diciendo:

—No. Más bien triste.

TREINTA Y TRES

5 HORAS, 12 MINUTOS

¿ESO ERA UNA LUZ?Astrid abrió mucho los ojos y se la

quedó mirando fijamente.Sí. Un brillo naranja. Una hoguera.¡Una hoguera!—Cigar, creo que veo la ciudad.

Creo que veo una hoguera.—Yo también la veo. ¡Como diablos

bailando!Avanzaron con ganas. Astrid se

percató de que el suelo bajo sus botas yano era llano ni duro ni se veíaocasionalmente interrumpido por algunamala hierba sin identificar, sino que eramás desigual, y los terrones secos detierra que la hacían tropezar formabanhileras, y de esas hileras salían plantasperfectamente ordenadas.

Astrid se fijó en la luz.Y luego en los gritos de Cigar.Pero Cigar gritaba mucho, así que

Astrid siguió avanzando e ignoró loschillidos alocados de que tenía algo enlos pies.

Entonces todo cuadró, y Astrid losupo. Sintió algo que empujaba el cuero

de su bota.—¡Bichos! —gritó y tropezó, cayó

hacia atrás, rebotó como si el sueloestuviera electrificado, se arrastró, sepuso en pie y corrió por donde habíavenido, hasta donde la tierra volvía aser dura y llana.

Astrid tanteó en la oscuridad,buscando con los dedos hasta queencontró el gusano que se agitaba. Sucabeza ya había atravesado el cuero y letocaba la piel. Lo cogió con ambasmanos aunque se resistía, y tiró de élcon todas sus fuerzas. El bicho se soltó yagitó, rápido como una cobra, y hundióla boca terrible rodeada de dientes en su

brazo, pero Astrid tenía la cola ygritaba: «¡No, no!», y entonces lo alejóde ella.

Lo había arrojado a alguna parte.Mientras, Cigar gritaba de manera

lastimera.Y entonces, lo cual resultó mucho

más terrible, se echó a reír sin parar enla oscuridad.

Con manos temblorosas, Astridagarró la escopeta y disparó una vez.

Vio el límite del campo.Vio a Cigar un instante mientras caía

retorciéndose. En el campo.Astrid oyó a las bocas glotonas

tratando de hurgar en él. Un ruido

parecido a perros famélicos comiendo.—¡Petey, Petey, ayúdalo!—Oh —dijo Cigar en voz baja y

decepcionado.Y lo único que se oía en la

oscuridad era a los gusanosalimentándose sin cesar.

Astrid se quedó ahí escuchando, nole quedaba otra opción más que oírlo.Las lágrimas le inundaban los ojos.

Se sentó con las rodillas juntas y lacabeza sujeta por las manosentrecruzadas, llorando.

No sabía cuánto tiempo tenía quepasar hasta que los gusanos terminaran.Pero el hedor… persistía.

Ahora estaba sola. Completa yabsolutamente sola en una oscuridad quecasi parecía como un ser vivo, como sise la hubieran tragado entera y ahoraestuviera en el vientre de una bestiaindiferente.

—De acuerdo, Petey —acabódiciendo—. No tenías opción, ¿eh,hermano? La locura tras la puertanúmero uno o la locura tras la puertanúmero dos. Muéstrame lo que tengasque mostrarme, Peter.

Y lo vio. No a él, no como sihubiera una luz, sino algo, como si laoscuridad se hubiera enroscado en símisma. El indicio de una forma. Un niño

pequeño.—¿Estás ahí? —preguntó la chica.Sintió algo frío, como si alguien le

hubiera deslizado un carámbano de hielopor el cuero cabelludo y el cráneo y selo hubiera metido en el cerebro. Sindolor. Pero con un frío terrible.

—¿Petey? —susurró.

Peter Ellison no se movió. Se quedómuy muy quieto. La tocó con la mano enla cabeza, pero solo un poco, apenas, yse quedó muy quieto.

El avatar que era su hermanapresentaba una complejidad increíble de

líneas y diseños, signos dentro delaberintos dentro de mapas queformaban parte de planetas y…

Peter se retrajo. Dentro de ella habíaun juego de una complejidad tanhermosa…

En eso consistía ser la chica con elpelo amarillo y los ojos azulespenetrantes. Lo dejaba sin aliento. O lohabría dejado sin aliento si tuvieraaliento y cuerpo.

No debía jugar con esos remolinos ydibujos complejos. Cada vez que lohabía intentado, el avatar se había roto ydeshecho: no podía romper el que estabaviendo.

«Soy yo, Petey», dijo el niño.El avatar se estremeció. Los dibujos

se retorcieron cuando Petey los tocó, eintentaron tocarlo como serpientesluminosas diminutas.

—¿Puedes arreglarlo, Petey, lo de laERA? ¿Puedes hacer que pare?

Peter oía su voz. Procedíadirectamente del avatar, como palabrasde luz que flotaban hacia él.

Se preguntaba si podía arreglarlo. Sipodía deshacer las cosas grandes yterribles que había hecho.

Sintió la respuesta como una especiede pesar. Buscó el poder, lo que lehabía hecho capaz de crear ese lugar.

Pero no había nada.«Estaba en mi cuerpo, el poder»,

dijo.—Y ¿no puedes acabar con ello?«No. No, hermana Astrid, no puedo.

Lo siento».—¿Puedes devolvernos la luz?Peter se apartó. Sus preguntas lo

hacían sentir mal por dentro.—No, no te vayas —pidió ella.Peter recordaba cuánto le dolía su

voz cuando era el antiguo Pete. Cuandotenía cuerpo y el cerebroenloquecidamente conectado, de maneraque las cosas siempre eran demasiadochillonas, incluidos los colores.

Peter dejó de apartarse y contuvo elimpulso de meter la mano dentro delavatar hipnótico y quitarle la tristeza.Pero no, tenía los dedos demasiadotorpes. Ahora ya lo sabía. Habíaintentado mejorar a la chica llamadaTaylor, y había hecho trizas el avatar.

—Petey, ¿qué está haciendo laOscuridad?

Pete reflexionó. No se había fijadoen ella últimamente. La veía, veía elbrillo verde, los zarcillos como unpulpo retorciéndose, tratando dealcanzarlo desde el lugar sin lugardonde Pete vivía ahora.

La Oscuridad era débil. Su poder,

extendido por toda la barrera, se estabadebilitando. Era lo que había utilizadoPete para crear la barrera. En aquelinstante de pánico con los ruidosterribles y el miedo en todos los rostros,cuando Pete gritó dentro de su cabeza yse comunicó con su poder, extendió laOscuridad por la barrera.

Pero ahora se estaba debilitando. Yno tardaría en romperse yresquebrajarse.

Se estaba muriendo.—La Oscuridad, la gayáfaga, ¿se

está muriendo?«Quiere renacer».—Petey, ¿qué pasa si renace?

No lo sabía. Se había quedado sinpalabras. Abrió su mente a Astrid y lemostró imágenes de la gran esfera quehabía construido, de la barrera quehabía eliminado toda regla y ley, de labarrera hecha de la gayáfaga que sehabía convertido en el huevo de surenacimiento, de los númerosmezclados, catorce, y de la distorsiónretorcida y estridente cuando algopasaba de un universo al otro, y ahora lahermana Astrid gritaba y se aguantaba lacabeza; lo veía en el avatar, eran gritosraros, como palabras que saltaran yexplotaran a su alrededor y…

Pete se apartó.

Le estaba haciendo daño.Lo había vuelto a hacer. Con sus

dedos torpes y su estúpida… estúpidaestupidez, le había hecho daño.

El avatar de Astrid giraba como uncopo de nieve en la tormenta.

Petey se volvió y echó a correr.

—¡Ay, Dios mío, que viene! —gritóDiana.

Estaba echada de espaldas, sudando,haciendo fuerza, con las piernas muyabiertas y las rodillas levantadas. Ahoralas contracciones se daban cada pocosminutos, pero duraban tanto que era

como si mientras tanto no pudieradescansar, apenas le daba tiempo atomar un poco de aire fétido y caliente.

Ya no le quedaba energía parallorar. Su cuerpo se había apoderado deella. Estaba haciendo lo que se suponíaque tenía que hacer cinco meses mástarde. No estaba preparada. El bebé noestaba preparado. Pero la hinchazónenorme de su vientre indicaba otra cosa.Decía que tenía que parir ahora.

¡Ahora!¿Quién había allí para ayudarla con

todo aquello? Nadie. Drake la mirabasumido en una fascinación horrorizada.Penny torcía el gesto con desprecio.

Ninguno de los dos interfería ni hablaba,porque quedaba muy claro a cualquieracon corazón o cerebro que la única otracriatura en aquel espacio a quien leimportaba el bebé era al monstruo verdepalpitante.

Diana sentía su voluntad hambrienta.La condena para su bebé.Sabía que el parto sería doloroso. Y,

aunque intenso, no lo era tanto como elazote del látigo de Drake.

No era el dolor lo que la hacíagritar, sino la desesperación, la certezade que nunca sería la madre del bebé.De que había fracasado incluso en eso.En el fondo seguía convencida de que no

se la podía perdonar, de que continuabaexiliada de la raza humana, de que aúnllevaba la marca de sus malas acciones.

Por haber probado la carne humana.Había pasado tanta hambre… Había

estado a punto de morir…«He pedido perdón, me he

arrepentido, he suplicado perdón; ¿quéquieres de mí? ¿Por qué no ayudas a estebebé?».

Penny se acercó, vigilando con lospies lastimados y ensangrentados. Seinclinó para mirar la cara contraída deDiana.

—Está rezando —dijo Penny, y serio—. ¿Debería darle un dios a quien

rezar? Puedo hacer que vea lo que…A través de un velo de lágrimas

ensangrentadas, Diana vio que Pennyreculaba. Como una marioneta, chocóbruscamente, de cara, contra la pared.

Drake se rio.—Tía estúpida. Si la gayáfaga

quiere algo, te lo hará saber. Por lodemás, es mejor no pasar mucho tiempoaquí abajo pensando en lo poderoso queeres. Aquí solo hay un dios, y no es elde Diana, y desde luego tampoco lo erestú, Penny.

Diana intentó recordar lo que habíaleído en los libros sobre el embarazo.Pero apenas se había mirado las

secciones relacionadas con elnacimiento. ¡Quedaban meses para eso,ahora no tocaba!

Otra contracción. Ay, ay, y fuerte. Yseguía y seguía.

«Respira, respira».Otra.—¡Aaaaah! —gritó Diana, lo cual

provocó la burla de Drake.Pero, mientras se reía, cambiaba. El

alambre metálico brillante atravesabasus dientes al descubierto.

«Aguanta, aguanta —se dijo Diana—. No pienses. Solo espera la…».

Otra contracción, como si un puñogigante le estrujara las tripas.

Y entonces ahí estaba Brittney,arrodillándose entre las piernas deDiana.

—Le veo la cabeza. La partesuperior de la cabeza.

—Tengo que… tengo que… tengoque… —jadeó Diana. Y entonces gritó,animándose a sí misma—: ¡Empuja!

Un movimiento repentino. Algo muyrápido. La cabeza de Brittney cayórodando de su cuello, aterrizó sobre elvientre de Diana y rodó pesadamente aun lado.

¡PUM!Un balazo alcanzó parcialmente el

brazo izquierdo de Penny. Un trozo del

tamaño de un filete pequeño sevaporizó, dejándole un terrón en elhombro, un terrón que salpicaba sangre.

Entonces apareció la cara deBrianna mirando a Diana.

—¡Salgamos de aquí!—¡No puedo… no puedo…, ay, ay,

aaayyyy!—¿Vas a parir ahora mismo? —

preguntó Brianna, incrédula y ofendida—. ¿Tiene que ser ahora mismo?

Diana agarró la camiseta de Briannacon un puño de acero.

—Salva a mi bebé. Olvídate de mí.¡Salva a mi bebé!

Sam la encontró, no por la vista sino porel sonido. Porque lloraba y se reíatontamente.

El chico colgó luces, más de una,para iluminar un espacio equivalente alcésped de una casita. Y vio a Astriddesmoronada y ajena a todo.

Entonces Sam vio un esqueleto apoco más de tres metros y medio, aúnplagado de bichos. Se sentó junto a lachica sin decir palabra, y la rodeó consu brazo.

Al principio era como si Sam noestuviera allí. Como si no lo notara.Hasta que de repente, con un sollozo

repentino y estentóreo, Astrid enterró lacara en su cuello.

El tenor de sus ruidos cambió. Losataques de risa tonta cesaron. Y tambiénlos lamentos insistentes ydescorazonadores. Ahora solo lloraba.

Sam estaba ahí sentado totalmentequieto, sin decir nada, y dejó que lecayeran las lágrimas de Astrid por elcuello.

El guerrero que había salido dellago a matar al mal y salvar así a sugente no era más que un chico sentado enla tierra con los dedos hundidos en unamelena rubia.

No miraba nada. No esperaba nada.

No planeaba nada.Estaba sentado sin más.

Brianna recogió la cabeza de Brittney.Le sorprendió que fuera muy pesada. LaBrisa la arrojó tan lejos como pudo porel túnel.

El cuerpo de Brittney se levantó, sebalanceó un poco, y parecía que iba asalir en busca de la cabeza, así queBrianna le disparó en la pierna aquemarropa. La pérdida de una piernasin sangre hizo que se derrumbara elcuerpo entero.

Obviamente Penny estaba en estado

de shock, mirando la herida terrible quele estaba consumiendo la vida, chorritoa chorrito.

Brianna se dijo que debía rematarla.Pero dudaba. Penny era un ser humano.No es que lo fuera mucho, pero lo era.Mientras que esa cosa llamadaDrake/Brittney, fuera lo que fuera, puesno era humana, porque los sereshumanos no se incorporaban e intentabanirse andando después de que lescortaran la cabeza.

Brianna metió una bala en larecámara y apuntó a Penny.

Entonces el arma se hizo pedazos ensus manos. ¡Estalló!

Brianna la dejó caer, pero mientrasla soltaba se dio cuenta de que era untruco, una ilusión provocada por Penny.La chica salpicaba sangre como unapistola de agua y aún era capaz demeterse en la cabeza de Brianna.

Decidida a ignorar cualquier otrainterferencia, la Brisa se agachó paracoger la escopeta, pero Diana soltó ungrito enorme de dolor, y de repente unacabeza desviada salió casi del todo deella, una cabeza que Brianna nuncahabría querido ver.

—¡Aaaah! —gritó Brianna—. ¡Ay,qué mala pinta!

Pero no dejaba de salir mientras

Diana gruñía como un animal, y, siBrianna no se agachaba y hacía lo quetenía que hacer, el bebé iba a aterrizaren el suelo, en la roca.

Brianna agarró su escopeta, disparóun tiro rápido y torcido con una solamano en dirección a Penny —¡PUM!— yahuecó las manos bajo la cabeza quesalía.

—¡Tiene una serpiente alrededor delcuello! —gritó Brianna.

Diana se incorporó —era increíbleque pudiera planteárselo siquiera— ygritó:

—¡Es el cordón umbilical! ¡Lo tienealrededor del cuello! ¡Se ahogará!

—Ay, tío, odio las cosas pringosas—gimió Brianna.

Empujó un poco la cabeza del bebéhacia atrás, lo cual no resultaba fácilporque estaba realmente listo para salir,y gritó: «¡Ecs!» un par de veces al tirardel cordón umbilical y forcejear con élpara sacárselo por la cabeza, hasta quelo consiguió.

Y entonces salió el bebé, de golpe.Hacía ruidos líquidos y llevaba unespantoso saco translúcido pegado, ytenía una especie de serpiente palpitanteque le llegaba al ombligo.

Diana se estremeció.—¡En la vida volveré a hacer esto!

—afirmó Brianna con fervor.Lanzó una mirada a Penny para ver

si estaba viva o muerta, pero no la veía.El cuerpo de Brittney también había

desaparecido, sin duda había salido arastras en busca de su cabeza.

—Tienes que cortar el cordón —indicó Diana.

—¿El qué?—El cordón —jadeó Diana—. La

serpiente.—Ah, la serpiente.Brianna cogió el machete, lo levantó

y cortó el cordón umbilical.—¡Está sangrando!—¡Átalo!

Brianna se arrancó una tira de laparte inferior de la camiseta, la retorciópara manipularla con más facilidad, y laató alrededor del muñón de quincecentímetros del cordón umbilical.

—Ay, tío, ay, qué pringoso.Brianna pasó las manos por debajo

del bebé. También estaba viscoso pordetrás. Entonces bajó la vista y vio algoque la hizo sonreír.

—Oye, es una niña —dijo.—¡Llévatela! —gritó Diana.—Respira —comentó Brianna—.

¿No tendría que llorar? En las películaslloran.

Frunció el ceño al mirar al bebé.

Tenía los ojos cerrados. Había algoextraño en ella. No lloraba. Parecíaperfectamente tranquila. Como si nofuera gran cosa eso de nacer.

—¡Llévatela de aquí! —gritó Diana.Su voz venía de muy lejos.

Brianna levantó a la niñita y, ¡oh!,abrió los ojos. Ojitos azules. Pero esono podía ser, ¿verdad?

Brianna miró esos ojos. Se losquedó mirando. Y la niñita diminuta ledevolvió la mirada con los ojosclaramente concentrados, no con labizquera propia de un recién nacido sinocon ojos de niño astuto.

—¿Qué? —preguntó Brianna.

Porque casi parecía como si el bebéestuviera diciéndole algo. Quería queBrianna la llevara a esa cuna.

Pues claro, ¿quién no querríaecharse en esa cuna blanca y agradable?

Sonaba una sirena en el hospital, unpitido insistente que Brianna se limitó aignorar. Y dejó al bebé en la cuna y…

Pero, espera, no. No era una sirena.Era una voz.—¡Corre, corre, cooooorre! —decía

la sirena.Pero ahora Brianna se estaba

quedando sin aliento; se estabaahogando porque el bebé quería que lodejaran en esa cuna agradable con

sábanas verdes.¿Verdes? Pero ¿no eran blancas?El verde también era un color

agradable.Brianna estaba tan cansada de

sostener al bebé… Debía de pesar unmillón de kilos. Tan cansada, y lassábanas verdes, y…

—¡Coooorre, coooorre! ¡Noooo!Brianna parpadeó y tragó aire.Bajó la vista y vio al bebé yacer en

una roca cubierta de un verde enfermizo,que de cerca se parecía a mil millonesde hormigas diminutas.

El verde se tragaba las piernecitas ybrazos regordetes del bebé.

—¡No, Brianna, nooooo! —gritabaDiana.

Paralizada de horror por lo queacababa de hacer, Brianna observabacómo la masa verde bullente cubría losbrazos, las piernas y el vientre del bebé,y luego brotaba como agua por susorificios nasales y su boca.

Apretando un trapo contra el agujerosangrante del hombro, Penny setambaleó hacia atrás, se rio y de repentese derrumbó en el suelo.

—Pero ¿qué he hecho? —gritabaBrianna.

Oyó un ruido. Se dio la vuelta, seagachó, y casi la alcanza el látigo.

La Brisa agarró su escopeta y,¡PUM!, disparó al vientre de Drake,quien mostraba su sonrisa de tiburón.

Demasiado. ¡Demasiado!Brianna echó a correr.

FUERA

ABANA BAIDOO estaba temblandocuando alcanzó su coche aparcado fuerade Denny’s. Apenas podía respirar.

No. No iba permitirlo, de ningunamanera. Pero si quería detenerlo teníaque concentrarse, y no pensar en loenfadada que estaba con Connie Temple.

¡Mentirosa!Sacó el iPhone del bolso y, pese a

que le temblaban los dedos y le costaba

acertar, encontró la lista de correo delas familias.

Primero, un correo electrónico:

¡Atención todos! ¡Es urgente!Van a hacer estallar la cúpula.Tengo pruebas contundentes deque van a hacer estallar lacúpula. Que todas las familiasllamen inmediatamente a sussenadores y congresistas y a losmedios de comunicación.Háganlo ahora. ¡Y vengan siestán cerca de la zona! ¡Lahistoria del vertido tóxico esmentira! ¡¡¡No dejen que lesdetengan!!!

Luego mandó mensajes de texto. Elmismo mensaje, más corto:

Van a utilizar un explosivonuclear para hacer estallar laanomalía. ¡Llamen a todo elmundo! ¡¡¡Esto no es un chiste niun error!!!

Y a continuación, sin demorarse,abrió su aplicación de Twitter:

#FamiliasdePerdido. Planeanexplosión nuclear. No es chisteni error. Ayuden ahora. ¡Vengansi pueden!

Luego la aplicación de Facebookcon el mismo mensaje, un poco máslargo.

Hecho. Ya era demasiado tarde paraque lo encubrieran.

Connie salió corriendo delrestaurante hasta su coche. Se metió enél, lo puso en marcha y lo acercóhaciendo chirriar los neumáticos hastaponerse junto a Abana, quien bajó laventanilla.

—Ódiame luego, Abana —dijoConnie—. Ahora sígueme. Nosdirigimos a una carretera de tierra.

Connie no esperó para arrancar, y lohizo tan bruscamente que dejó marcas de

neumáticos en el aparcamiento.—¡Claro que sí! —exclamó Abana,

y se puso a conducir con una manomientras los tweets y mensajesempezaban a pitar en su teléfono.

TREINTA Y CUATRO

4 HORAS, 21 MINUTOS

—NO PUEDE CONTROLARLO —fueronlas primeras palabras que dijo Astrid enlo que a Sam le pareció una eternidad.

Pasado un rato, se había dado cuentade que la chica había dejado de llorar.Pero no se había apartado. Y, durantemucho rato más, el chico se preguntó siestaba dormida. Había decidido que siestaba dormida no la despertaría.

Sam sabía que Edilio y los demás

estaban esperando que resolviera algo,que lo resolviera todo. Recordaba elsubidón que había sentido al darsecuenta de que no era el líder, de que notodo dependía de él. Recordaba loliberado que se había sentido al creerseque su papel era el de guerrero. El grany poderoso guerrero, y punto. Lo era. Síque lo era. Tenía el poder en sus manos,y sabía que contaba con la fuerza, lavalentía y la violencia necesarias parautilizar ese poder.

Pero también era, por lo menos igualde intensamente, el chico que amaba aAstrid Ellison. Ahora era incapaz dedejar de lado esa parte de él mismo. No

podría haberla abandonado cuandoestaba así, nunca jamás, ni aunque Drakese hubiera presentado y lo hubieradesafiado a un combate a muerte cuerpoa cuerpo.

Era un guerrero. Pero también eraesto…, fuera lo que fuera.

—¿A quién? —preguntó entonces.—A Petey. A Pete. No parece

correcto llamarlo Petey ahora. Hacambiado.

—Astrid, Petey está muerto.La chica suspiró y apartó a Sam,

quien extendió el brazo y sintió unhormigueo. Se le había dormido.

—Lo he dejado entrar. En mi cabeza

—explicó Astrid.—¿Su recuerdo?—No, Sam. No estoy loca. Me he

acercado mucho, y luego has venido tú.Y voy y te lo echo todo encima. Quédébil, ¿eh? Me avergüenza lo ridículoque es. Pero estaba al límite. Me hatrastornado… Me ha retorcido lospensamientos hasta… Bueno, que me hatrastornado, eso es lo único que puedodecir. Me cuesta hablar. Siento como situviera un morado en el cerebro. Repito:siento no ser más coherente.

Sam la dejó divagar, pero lo quedecía no tenía ningún sentido. Ahora quemencionaba lo de estar loca, el chico se

preguntaba si, bueno, si estaba…estresada.

Casi como si pudiera leerle lospensamientos, Astrid rio suavemente ydijo:

—No, Sam. Estoy bien. He lloradohasta cansarme. Lo siento. Sé que llorarasusta a los chicos.

—Tú no lloras mucho.—Yo no lloro nunca —replicó

Astrid en su habitual tono de voz.—Bueno, rara vez.—Se trata de Pete. Está…, pues no

sé dónde está. —Había algo maravillosoen sus palabras, el tono exaltado decuando descubría algo nuevo—. Hay un

espacio, una especie de realidad queexiste aquí en la ERA. Pete es como unespíritu. Su cuerpo ha desaparecido. Élestá fuera, no en su antiguo cerebro. Escomo un patrón de datos o algo así,como si fuera digital. Sí, sé queparloteo. No es que lo entienda. Escomo una idea que se escapa, y Pete nosabe explicarlo.

—Vale —dijo Sam. No se le ocurríanada mejor que decir.

—Esto es lo que recuerdoclaramente: la gayáfaga, Sam. Ahora loentiendo. Sé lo que ha ocurrido.

Astrid se pasó media horaexplicándose. Empezó yéndose por las

ramas, pero, al ser Astrid, lospensamientos se volvieron más claros,las explicaciones más precisas, y paracuando terminó ya se estaba enfadandocon él porque no captaba algunosdetalles.

Nada tranquilizaba más a Sam queuna Astrid impaciente ycondescendiente.

—Vale. La gayáfaga forma parte dela barrera —resumió el chico—. Y labarrera forma parte de la gayáfaga. Esel material de construcción que utilizóPete para crear la barrera. Y ahora lagayáfaga se está quedando sin energía.Está sedienta de energía. Así que la

barrera está fallando, se estáoscureciendo, y puede que se rompa y seabra. Pues eso estaría bien. De hechosería una gran noticia.

—Sí —dijo Astrid—. Sería la mejornoticia del mundo. A no ser que, dealguna manera, la gayáfaga logreescapar de la barrera.

—Pero ¿cómo va ello o ella o lo quesea a hacer algo así?

—No lo sé, pero puedoimaginármelo. Escúchame, Sam, cuandol a gayáfaga dio a Drake su asquerosobrazo de látigo necesitó los poderes deLana para hacerlo. Desde entonces haintentado volver a atraerla. Y, mientras

tanto, también intentó atraer a Pete.Ahora que Pete ha perdido gran parte desu poder, puede interferir con lo que vecomo patrones de datos, personas yanimales, pero no puede hacer milagroscomo antes. De alguna manera, el poderde Pete era una función de su cuerpo.Igual que el poder de Lana forma partede su cuerpo.

—El bebé —comentó Sam—. Lagayáfaga quiere el bebé. Ya nosimaginábamos que era así, pero nosabíamos realmente el porqué.

—Diana puede leer niveles deenergía. ¿Llegó en algún momento…? —preguntó Astrid.

Sam asintió.—Dijo que el bebé, el feto, tiene

tres barras. Quién sabe lo que tendrácuando nazca. O cuando crezca. Dianasolo está de cuatro o cinco semanas.Debería saberlo exactamente, pero seme olvida. Cuando hablaba de ello meponía…, esto…, bueno, ya sabes…

Sam se estremeció como si lepusiera los pelos de punta.

Astrid negó con la cabeza, no podíacreérselo.

—¿De verdad? ¿Esa es la parte detodo esto que te da grima, el embarazo?

—Me hizo tocarle el…, ya sabes…,la tripa. Y hablaba de sus…, esto…, de

sus cosas. —Sam se señaló el pecho ysusurró—: De los pezones.

—Ya —dijo Astrid muy seca—.Entiendo que puede resultar devastador.

Al oír eso, Sam no tuvo másalternativa que acercarse a ella,rodearla con los brazos y besarla.Porque ahora volvía a ser la Astrid desiempre.

—Y ahora ¿qué? —preguntó la chicaunos cuantos minutos más tarde.

—Drake ha tenido mucho tiempopara llevar a Diana hasta el pozo de lamina. Entrar ahí, tras ellos, es tarea paraun ejército, no para que me encargue yosolo —dijo Sam, pensando en voz alta

—. En cualquier caso, por mal quepinten las cosas para Diana, no lamatarán hasta que tengan el bebé, y esono pasará hasta dentro de varios meses.

—Eso quiere decir que a lagayáfaga le quedan meses hasta que serompa la barrera. ¿Cómosobreviviremos tanto tiempo?

Sam se encogió de hombros.—Pues no lo sé… todavía. Pero, si

vamos a ir tras esa cosa que hay en elpozo de la mina, necesitaremos ayuda. ABrianna, si sigue viva. A Dekka, Taylory a Orc. Y a Caine. Sobre todo a Caine.Si quiere ayudar.

—Entonces, ¿vamos a Perdido

Beach?—Lenta. Cuidadosamente. Sí. Y

dejaremos un rastro de luces paracualquier otro que necesite un caminoseguro. Tengo que volver a reunir a mistropas. Ya nos preocuparemos luego porir tras la gayáfaga.

Al cabo de un rato, Drake levantó elbebé con su mano de látigo. Eradelicado. Sabía lo que era. Quién era.

Y lo depositó con idénticadelicadeza sobre el vientre de Diana.

—Aliméntalo —le ordenó.Diana negó con la cabeza.

Drake pensó sonriendo que ya nopodía replicarle. Aun así, le encantabahacerle suplicar… Pero no. La voluntadde la gayáfaga estaba clara en su mente.Había que alimentar y proteger al bebé.Ese bebé ahora era la gayáfaga, ladiosa de Drake. Y él la seguiría y laobedecería.

Aunque el bebé fuera una niña.Qué lástima. Habría molado más que

fuera el cuerpo de un tío. Pero, claro,¿qué era el cuerpo sino una herramientao un arma?

Drake entregó el bebé a Diana, quiencerró los ojos y soltó una lágrima.

El bebé se agarró y se puso a

mamar.Y entonces, debido a la insistencia

irresistible de la gayáfaga, Drake sedirigió hasta Penny. Estaba blanca comoun fantasma y temblaba como si tuvierafrío, aunque hacía tanto calor comosiempre ahí abajo.

Yacía en un charco de su propiasangre.

A Drake ya le parecía bien. Se lotenía demasiado creído. Laimpresionaba demasiado su propiopoder. La gayáfaga no la necesitaba.

Pero una voz en su mente le hizovolverse. El bebé estaba sentado en elvientre de Diana. Sentado. Mirando a

Drake.Drake no sabía nada sobre bebés,

pero eso no era normal. Eso sí que losabía. Estaba seguro de que eso no eranormal. Los bebés todavía cubiertos debaba no se sentaban y miraban a losojos.

Entonces se sorprendió aún másporque parecía que el bebé intentabahablar. No emitía ningún ruido, peroDrake supo sin duda lo que quería lagayáfaga.

—Yaaa —dijo el psicópata, molestopero sumiso.

Enroscó el brazo de tentáculoalrededor de Penny. Era pequeña, no

costaba cargarla, y se la llevó,temblando y murmurando incoherencias,al bebé gayáfaga.

Drake la dejó en el suelo y el bebése cayó. Habría resultado cómico enotro tiempo y lugar. La cabeza gigantedel bebé era demasiado grande para quesu cuerpo la aguantara bien.

Así que se cayó, pero entonces, auna velocidad sorprendente, se puso agatas y gateó los pocos centímetros quequedaban hasta Penny.

Extendió la mano regordeta y tocó laherida espeluznante.

Penny jadeó, emitió un ruido quetanto podía ser de dolor como de placer.

Drake sintió una punzada de celos alplantearse que la gayáfaga pudieraregalar a Penny una mano de látigo. Perono, lo único que hizo fue curar la herida.

El bebé curó la carne destrozada porla escopeta en cuestión de segundos.

Y entonces volvió gateando hasta sumadre y siguió mamando.

Brianna no se esperaba volver yencontrarse a Justin. Pero ahí estaba,respirando suavemente en la oscuridadnegra como boca de lobo. Y allí estabaella, llena de cortes y moretones, peroviva.

—Soy yo, chaval —dijo, agotada.—¿La has rescatado?—No, no lo he hecho. No he podido.

Era una pelea que no podía ganar. Yosola no. Además… —Se detuvo, puesno quería explicar lo del bebé, y lo delimpulso abrumador de colocarlo sobrel a gayáfaga—. Tengo que encontrar aSam…, y me costará mucho en laoscuridad.

—Llévame contigo, ¿vale?—Sí. Claro, pequeñín, ¿qué voy a

hacer, dejarte aquí?Sí que se le había ocurrido hacerlo.

La oscuridad ya la hacía arrastrarse. Sise llevaba a Justin aún se movería más

despacio.Empezaron a avanzar palpando el

camino, un centímetro doloroso trasotro, hacia la entrada del pozo de lamina. En su imaginación, con suoptimismo ilimitado, Brianna aúnesperaba que cuando salieran seencontrarían el mundo mágicamenterestablecido. El sol brillando. Luz portodas partes.

Pero cuando, tras un ratoterriblemente largo, Brianna sintió porfin el aire más claro y limpio en la cara,supo que su esperanza había sido inútil.

Pasaron de oscuridad estrecha aoscuridad abierta. Seguía siendo ciega.

Y lenta.

Ahora la hoguera de la plaza era muchomás pequeña. Se habían dado cuenta deque tenía que serlo si querían mantenerlaencendida. Pese a la ayuda de Caine,que se mantenía huraño, rompermateriales inflamables sacados de losedificios y cargarlos hasta la hoguera noresultaba fácil. Así que ahora la hogueraera más bien como una fogata pequeña.Y la luz apenas iluminaba al primercírculo de chavales. La mayoría estabasentada en la oscuridad, mirando elfuego, incapaz de ver a quién tenían

sentado al lado.En la oscuridad estallaban peleas. Y

Quinn no podía hacer otra cosa quegritarles.

Una pelea pasó de los insultos a losruidos sordos escalofriantes de un armaafilada clavándose en la carne y elhueso.

Unos segundos más tarde, alguien —nadie sabía quién— salió disparadopara agarrar la pata de una sillaardiendo y echó a correr en la noche.

El primer incendio de una casa habíasurgido en el extremo occidental de laciudad. Las chispas se alzaban más detreinta metros, y Quinn estaba seguro de

que se extendería. No parecía hacerlo,al menos no enseguida, pero el brillomayor había atraído a algunas personas.Se les oía empujándose y llamándoselos unos a los otros mientras seacercaban como polillas a una bombilla.

—Ojalá supiera si Sanjit está asalvo —comentó Lana.

—Yo estaba pensando en Edilio poralguna razón —dijo Quinn—. No sé porqué, siempre tengo la sensación de quesi él aguanta no estamos totalmentederrotados —se rio—. Qué raro,¿verdad?, porque antes no me gustaba.Lo llamaba «espalda mojada». No es lopeor que he hecho en la vida, pero ojalá

pudiera retirarlo.Caine descansaba junto a ellos.

Había utilizado su poder para arrancarruidosamente las puertas de madera deunas casas y luego transportarlas paraalimentar el fuego.

—Es estúpido perder el tiempopreocupándote por lo que hiciste —comentó—. No va a importar.

—Tu hermano, Sam, siempre sepreocupa —replicó Quinn.

Y se estremeció, porque pensó queigual le estaba revelando unaconfidencia. Pero ¿acaso no estabasuperado todo eso? De hecho, ¿no lohabían dejado todo atrás? ¿No estaban

teniendo, quizás, la última conversaciónpacífica antes del fin?

—¿Ah, sí? Pues qué idiota.Vaya con la conversación pacífica.

Caine se estaba recuperando. Notardaría en cansarse de fingir que sellevaba bien con la gente. Claro que porahora le gustaba el fuego como a todoslos demás. No es de extrañar que elhombre de la Antigüedad adorara elfuego. En una noche oscura, rodeado deleones, hienas o lo que fuera, le debía deparecer que era mucho más que quemarramitas.

—¡Tengo hambre! —gritó una vozen la oscuridad.

Quinn la ignoró. No era el primergrito semejante. Y no sería el último. Nimucho menos.

Lana llevaba mucho rato callada.Quinn le preguntó si se encontraba bien.No respondió, así que la dejó en paz.Pero, unos minutos más tarde, Patrick seacercó frotando el morro contra Quinn,así que el chico comentó:

—Lana, creo que Patrick tambiénestá pensando en la cena.

Y otra vez no respondió. Así queQuinn se inclinó detrás de su antiguorey, y vio a Lana mirando el fuego conojos muy abiertos.

—¿Qué? —replicó como si la

hubieran despertado de un sueño.—¿Te encuentras bien?Lana negó con la cabeza y frunció el

ceño, con lo que se le marcaron más laslíneas negras y naranja en el rostro.

—Ninguno de nosotros se encuentrabien. Está libre. Ay, Dios mío, lo haconseguido.

—¿Qué despotricas? —replicóCaine, irritado.

—La gayáfaga. Viene.Quinn vio que Caine cerraba la boca

de golpe, abría mucho los ojos yapretaba la mandíbula.

—La noto —insistió Lana.—Probablemente sea… —Quinn iba

a decir algo tranquilizador, pero Cainelo interrumpió.

—Tiene razón. —Intercambió conLana una mirada extraña y asustada—.Ha cambiado.

—Viene —dijo Lana—. ¡Viene!Entonces Quinn vio lo que no había

esperado ver en la vida: los ojos deLana reflejando un terror absoluto.

TREINTA Y CINCO

4 HORAS, 6 MINUTOS

EL BEBÉ INTENTÓ caminar. Pero nopodía. Se cayó, pues tenía las piernasdemasiado débiles y le faltabacoordinación. Pero no tendría quehaberlo intentado. Ni siquiera tendríaque haber nacido, y ya no digamosintentar levantarse.

—Yo lo llevaré —anunció Drake.—No —dijo Penny—. Puede que

necesites la mano de látigo libre. Yo lo

llevaré. Mis poderes no exigen queutilice las manos.

Diana veía que Drake no estabacontento. No estaba nada contento conPenny. Le habría gustado verla morir.Ahora Drake estaba atrapado conmujeres a las que no podía ni derrotar niintimidar.

—¿Qué hacemos con ella? —señalóPenny.

Miraba a Diana con desprecioabsoluto. Torcía el gesto ante su aspectoalborotado, la ropa rota que apenas leaguantaba, las manchas, las heridas, ladebilidad.

El descontento oscuro de Drake se

incrementó aún más.—La gayáfaga dice que tiene que

vivir.Penny resopló.—¿Por qué? ¿Se está poniendo

sentimental ahora que tiene cuerpo dechica?

—Cállate —replicó Drake—. No esmás que un cuerpo. Es un arma queutiliza. Sigue siendo lo mismo. Siguesiendo lo que siempre ha sido.

—Ajá —asintió Penny con unasonrisa de suficiencia.

Drake se agachó delante de Diana.—Estás hecha un desastre. Como si

te hubieran atropellado en la carretera.

Incluso apestas. Me pones enfermo.—Pues mátame —dijo Diana, y lo

decía en serio. Estaba deseando que lohiciera—. Hazlo, Drake, DonImportante, hazlo.

Drake suspiró con airemelodramático.

—Los bebés necesitan leche. Y túeres la vaca, Diana. Muuu.

Drake se rio de su propia gracia, y,tras un momento de duda en el que Dianadetectó desprecio en la mirada de laloca, Penny se le sumó. Y, lo másterrible de todo, la pequeña, el bebé deDiana, sonrió también, con una sonrisarara que mostraba encías rosadas sin

dientes.—Vamos, vaca —dijo Drake.—¿Es que eres imbécil? —le espetó

Diana—. Acabo de tener un bebé. Nopuedo…

Entonces tanto Drake como Penny lagolpearon, peleándose por ver cuál delos dos podía obligarla a ponerse en pie,la mano de látigo de Drake o lasvisiones enfermizas de Penny. Diana sepuso en pie, atontada, con ganas devomitar, aunque tenía el estómago vacío.

El brillo verdoso de la gayáfaga —porque no todo el verde chillón habíacubierto o penetrado en el bebé— sehabía apagado, así que apenas había luz.

Después de recorrer unos pocos metros,se hallaron en la oscuridad másabsoluta.

Diana recordó que había lugaresdonde podía arrojarse por una grieta yacabar con su vida infernal. Si Drake nola detenía.

Pero no, ahora no era Drake, eraBrittney. El ruido de su respiración eradistinto. ¿Se estaban sucediendo másrápido las apariciones? Diana se atrevíaa esperar que Drake se estuvieradebilitando. Se atrevía a esperar quePenny y Drake se atacaran el uno al otro.

Se relajó un poco. Brittney era unaherramienta de la gayáfaga tanto como

Drake, pero le faltaba la misma locuraalimentada por el odio.

Pero también, desafortunadamente,Brittney se sabía menos el camino. Y nointimidaba a Penny.

—¿Sabes lo que sería chungo,Diana? —preguntó Penny—. Quevolvieras a estar embarazada. Solo queesta vez, pongamos, ¡tuvieras la tripallena de ratas! ¡Ratas hambrientas!

Diana sintió que se le hinchaba elvientre, sintió centenares de…

—No —dijo Brittney calmada—.No. Es la madre de nuestra Señora.

La ilusión, que apenas habíaempezado, terminó abruptamente.

—Cállate, Brittney —le espetóPenny—. Puede que haga caso a Drake,pero a ti no. Tú no eres nadie.

Brittney no se lo discutió, y se limitóa añadir:

—Ha dado a luz a nuestra Señora.Penny debió de tropezar con una

piedra, porque salió disparada con elbebé en brazos y chocó con Diana, aquien estuvo a punto de derribar.

La pequeña chocó con la piedrasólida con un ruido sordo y enfermizo.

Se oyó el leve llanto del bebéfurioso en la oscuridad. Era la primeravez que lloraba. Lloraba como cualquierotro bebé.

Diana sintió que su corazónrespondía. Y también su cuerpo, puessus pechos goteaban leche.

Palpó en la oscuridad y tocó elbrazo del bebé. Lo agarró como pudo ylo acunó. El bebé se le agarró y se pusoa chupar enérgicamente.

Diana había leído el nivel de poderdel bebé en un primer contacto. Ahoratenía cuatro barras, lo mismo que Caineo Sam.

Cuatro barras. ¡Y todavía era unbebé!

—Ella debería llevar a nuestraSeñora —indicó Brittney.

—¿Estás chiflada? —Penny no se lo

podía creer—. ¿Tan estúpida eres?¿Crees que este bebé es Jesús en elpesebre y Diana es María, paletaestúpida con la boca de metal?

—Yo iré delante —anunció Brittney—. Yo abriré paso a nuestra Señora.

Diana miró el bebé. Le veía lamejilla. Imposible. No se veía nada enla oscuridad.

Sin embargo, veía la mejilla delbebé. Y sus ojos cerrados. Y su boquitade capullo de rosa agarrándose a ella. Yluego su bracito gordo, y el puñitopegado sobre el pecho de su madre.

—¡Brilla! —exclamó Brittney—.¡Nuestra Señora nos da luz!

—Ya basta, he intentado soportartu…

—¡Calla! —Brittney levantó unamano, que resultaba increíblementevisible debido al brillo que procedía delbebé—. Ella habla conmigo. Debemoscontinuar…

—Continuar —repitió Penny con unsarcasmo hiriente—. ¡Aleluya! Drake esun psicópata, pero por lo menos no esimbécil.

—Debemos ir a la barrera yprepararnos para nuestro renacimiento.

Diana oía lo que decían, pero suspensamientos estaban concentrados en elbebé que tenía en el pecho. A fin de

cuentas, era su bebé. Puede que tuvierala gayáfaga dentro, que se apoderara desus pensamientos y la utilizara. Perohabía algo ahí dentro que aún era suhija. Suya y de Caine.

Y, si esperaban cosas terribles aaquella niñita, ¿de quién era la culpa?La culpa recaía en Diana y Caine.

Diana no tenía derecho a rechazar aGaya.

El nombre le vino como si lohubiera sabido desde el principio, y seentristeció. Habría sido mucho mejorpoder llamarla Sally, Chloe o Melissa.Pero ninguno de esos nombres habríaresultado adecuado.

Gaya.Gaya abrió los ojos. Miró con sus

ojos azules entrecerrados a Diana.—Sí —dijo Diana—. Soy tu mamá.

—Es un camino de luces —comentóDekka—. Uau, me veo las manos.

Se acercó al sol de Sammy y sebuscó marcas en el cuerpo. La visión dePenny había sido potente. Todavía lecostaba creer que solo fuera una ilusión.Pero no tenía la piel marcada.

—La mayoría va hacia allá.Orc señaló, y de hecho Dekka lo

veía hacerlo. No bien, claro. Cada

piedrecita que formaba su cuerpo estabarodeada de las sombras más oscuras, ytenía los ojos hundidos en pozosprofundos. El trocito de piel humana quele rodeaba la boca y parte de la mejillaparecía tan gris y verde como cualquierotra parte de él.

Pero era de verdad, no solo un ruidoy una resistencia en la punta de losdedos.

—Sí. Pero ¿qué significa que hayamás en una dirección? —Dekka veíacomo media docena de soles repartidoshacia la derecha. Y solo cuatro a laizquierda—. Quiero decir, que podríahaber soles tapados. Y tampoco es que

se vean tan bien… Si tuviéramos unabrújula… Quiero decir, Orc, ni siquierasabemos qué dirección es la correcta.No sabemos si Sam se ha ido hacia laizquierda o hacia la derecha desde estepunto.

—Tengo una idea. Pero seguramenteestúpida —propuso Orc.

—Lo único que tenemos son ideasestúpidas, así que, ¿qué es?

—Bueno, ¿no ves mejor desdearriba?

—Pues sí. Y no es una ideaestúpida. De hecho, no sé cómo no seme ha ocurrido.

Orc encogió sus hombros enormes.

—Tienes un mal día.Se quedaba muy corto, y al mismo

tiempo, en cierto sentido, era uncomentario muy amable. Dekka tuvo quereírse.

—Y que lo digas. Así que, Orc,¿quieres volar un poco?

—¿Yo?—¿Por qué no? Por allí hay unas

piedras. Son mejores que la tierra,porque cuando elimino la gravedad, latierra tiende a flotar y se te mete en losojos.

Se desplazaron hasta un afloramientorocoso. Orc se quedó rígido, como siestuviera expuesto y quisiera tener buen

aspecto. Dekka hizo lo que tenía quehacer y Orc se alzó.

A los tres metros soltó una carcajadatremenda, entusiasta.

—¡Ja, qué divertido es esto!A los nueve metros Dekka ya no lo

veía.—¿Qué ves, Orc?—Fuego —respondió—. Y me

parece que los soles de Sammy vanhacia él.

—Te voy a bajar.Cuando volvió a tierra firme, Dekka

preguntó:—¿Qué aspecto tenía el fuego?—Era como si hubiera dos o tres

fuegos distintos, pero todos juntos.—¿En Perdido Beach?—Puede —contestó Orc no muy

convencido.—Vale, pues sigamos los soles de

Sammy hacia la ciudad.Orc dudaba.—Hazlo tú, Dekka. Yo he salido a

buscar a Drake y a matarlo.—Orc, ya sabes que no podemos

buscar nada. No en esta oscuridad comoboca de lobo. Tardaríamos unaeternidad solo en encontrarnos conDrake por accidente.

Orc asintió, pero no estaba deacuerdo.

—No me importa la oscuridad tantocomo a ti, Dekka. En la oscuridad notengo que ser como soy, ¿sabes? Lagente no me ve. Además, seguramentehabrá priva en la ciudad. Así que voy aseguir en la oscuridad. Seguramente eslo mejor para mí.

Tendió una manaza demasiadogrande, y Dekka se sintió extrañamenteconmovida al estrechársela.

—Gracias, chico grande. Ya sabesque me has salvado.

—Nooo.—Escúchame, Orc. Sé que cargas

con cosas malas en la conciencia.Él asintió y murmuró.

—Pero me han perdonado. Herezado y me han perdonado. —Y añadió—: Pero no por eso deja de pesarme.

—Pues eso te digo, Orc. Que,cuando todo eso te pese, recuerda queme salvaste, ¿vale?

No parecía muy convencido. Peropuede que sonriera. Costaba saberlo. Ya continuación continuó avanzando comoun elefante en la oscuridad.

Dekka siguió las luces que sedirigían hacia la izquierda.

—¡Hay una luz ahí! ¡En la carretera!¡Acaba de aparecer! —exclamó Lana.

—¡Un sol de Sammy! —gritó Quinn.La sensación de alivio le resultó

increíble. Sam se estaba acercando.A Quinn le pareció que bien podría

desmayarse por liberar la tensión.Quinn, Lana y Caine —acompañados

de Patrick— se habían apartado de lafogata mortecina y dejado a unos cuantospescadores de Quinn al mando. Aunqueno es que se pudiera hacer algo más quegritarles: «¡Déjalo estar!».

Las antorchas se estabanextendiendo por Perdido Beach. Habíagrupitos de chavales en busca decomida, agua, juguetes queridos o unacama.

Ahora los soles de Sammy erancomo flores radioactivas en la carretera.

Patrick ladró una vez, a modo depresentación, y salió disparado por elasfalto.

—Salve, héroe victorioso —murmuró Caine—. Don Soleado.

Diez minutos más tarde surgió unnuevo sol de Sammy, puede que a pocomás de treinta metros, y el grupito detres avanzó hacia él, todavía concautela. La carretera estaba cubierta derestos desperdigados, incluidoscamiones enteros.

Entonces Quinn distinguió dosfiguras débilmente iluminadas.

Los dos grupos se aproximaron, ySam iluminó la escena.

—Quinn, Lana —dijo Sam. Con unamano rascaba el collar de Patrick—.Caine.

—Hola, hermano. ¿Cómo lo llevas?Qué tiempo más raro que hace, ¿eh?

—¿Qué te ha pasado en las manos?—preguntó Sam.

Caine levantó las manos, que aúntenían cemento pegado.

—¿Ah, esto? No es nada, solonecesito un poco de loción.

—¿Astrid? —dijo Lana—. ¿Hasvuelto?

—Ya era hora —dijo Quinn entre

dientes.—Pues entonces hay final feliz —

comentó Caine ferozmente—. Meencantan los finales felices.

Quinn iba a decirle algo como«cállate», pero se contuvo. Caine era unidiota obsesionado por el poder, perohabía tenido un día infernal. Ponersesarcástico no era lo peor que podíahacer.

—¿Has venido a encender unasluces? —preguntó Lana—. Porque,aunque estaría muy bien, tenemosproblemas más graves. Viene lagayáfaga.

—¿Cómo? —preguntó Astrid

bruscamente—. Todo el mundo dice quel a gayáfaga es una costra verde en elfondo del pozo de la mina.

—Pues no sé cómo —dijo Lana,evasiva—. Pero es así. Por eso estamosaquí. No os esperábamos. La estábamosesperando.

—No te preguntaré cómo lo sabes—comentó Astrid.

—¿Ah, sí? —replicó Lana—. Puesyo sí quiero saber, Astrid: ¿por qué nome lo discutes? ¿Te digo lo que estápasando y lo aceptas mansamente? Esoes que sabes algo.

—Ah, ¿Astrid? Ella lo sabe todo —intervino Caine.

—Tiene a Diana —respondióAstrid. Inclinó la cabeza y examinó aCaine—. Y a tu bebé, Caine. Diana diceque es tuyo.

—Ya —dijo Caine. Iba a decir algomás, pero se contuvo y murmuró—.Ya… Un bebé…

—Espera —los interrumpió Lana—.Sanjit… ¿ha…?

—Por poco. Pero por lo que sé estáa salvo en el lago. He recibido tumensaje… demasiado tarde. Y Astridtambién os traía un mensaje —explicóSam.

—Qué gracia cómo se desmoronanlas cosas cuando se apagan las luces —

comentó Quinn—. Muchos planes, ynada sale bien.

— L a gayáfaga está buscando uncuerpo. Necesita un cuerpo físico —explicó Astrid—. La barrera estámuerta. Se va a resquebrajar. Por fin vaa terminar todo. Pero, cuando esoocurra, la gayáfaga intentará salir.

—Y ¿todo esto lo sabes por tugenialidad increíble? —sonrió Cainecon suficiencia—. ¿Sabes a qué hora sesupone que pasará todo esto? Porquetengo que decirte que estoy listo parasalir de aquí. Ya está tardando. Memuero de ganas de comerme un helado.

—No sé cuándo. Meses, quizás. Tú

hijo o hija no nacerá hasta…—¡Déjalo estar! —gruñó Caine,

abandonando su pose arrogante—. Nojuegues conmigo, Astrid. ¿Qué crees quevoy a hacer? ¿Convertirme de repente enuna persona distinta solo porque meacosté con Diana?

—La dejaste embarazada —dijoAstrid sin perder la calma—. Pensabaque quizás eso te haría pensar en algomás que en ti mismo.

—Y así es, Astrid —replicó Caine,rezumando sarcasmo—. Me dan ganasde ir a lanzar la pelota de fútbol en elpatio trasero. De hacer filetes a labarbacoa. Esas cosas de papá de

verdad. El único problema es estamaldita oscuridad.

Una llama se elevó en el aire no muylejos de la carretera. Se oyeron lasvoces agitadas de niños pequeños.

—¡Gracias, mejor así! —gritó Cainepor encima del hombro—. Así que Lanadice que viene la gayáfaga, y vosotrosdecís que tiene a Diana, por cierto, buentrabajo protegiéndola, Sam, y que yodebería tomar clases de paternidad, yademás, ah, por cierto, que va a bajar labarrera. Algún día. Probablementedespués de que nos muramos todos dehambre.

Mientras tanto, Sam se había

dedicado a observar a Caine como unamuestra bajo el microscopio. Intentandoaveriguar qué iba a hacer.

—¿Vas a pelear o no?—¿Quién, yo? —Caine se rio—.

¿Qué te pasa, Sam? La genio dice que vabajar la barrera. Y ¿tú quieres salircorriendo y hacer que te maten antes deque eso suceda? Deja que la barrera serompa como un huevo. Si la gayáfagaquiere salir, pues deseémosle buenasuerte, esperemos hasta que esté lejos enla carretera, y entonces nos marchamosnosotros.

—Se llevará a Diana y a tu… y albebé —le recordó Sam.

—¿Te has enterado de lo que hahecho Albert, te has enterado? —Cainetrató de señalar en dirección al océano yla isla, pero llamó la atención sobre sumano aún encostrada, así que la dejócaer a un lado—. En cuanto Albert se hadado cuenta de lo que estaba pasando hacogido una barca y huido a la isla. Y¿sabes lo mejor? Que lleva tiempoplaneándolo. Sobornó a Taylor. Pareceque se hizo con unos misiles, quién sabecómo los consiguió; hablamos de Albert,y también los ha trasladado hasta allí.

Quinn vio que Sam apretaba lamandíbula al oír todo aquello.

—Ahora —continuó Caine—, Albert

está allí sentado comiendo queso ygalletas, partiéndose de risa pensandoen idiotas como nosotros.

Sam ignoró o fingió que ignorabatodos esos comentarios, y dijo:

—Mira, Caine. No sé dónde estánBrianna, Dekka u Orc. Puede que Jackya esté muerto. En cualquier caso, novendrá a luchar. Así que igual puedoderribar a Drake yo solo, e igual no.Pero ni siquiera sé lo que significa decir«que viene la gayáfaga». ¿Que vienecómo? ¿En forma de qué? ¿Con quépoder? Ni siquiera sé si…

Quinn alzó la mano y Sam se detuvo.—Penny —dijo Quinn—. La hemos

seguido hasta cruzar la carretera.También está ahí fuera. En la oscuridad.

—No hay motivo para pensar que setoparía con Drake —intervino Lana,pero parecía preocupada.

—Ah, con ella… —Caine alzó eldedo índice encostrado—, con ella síque me pelearía. Traedme a Penny y lamataré por vosotros. Dos veces.

La conversación se apagó y sequedaron en silencio, los cinco chicos yel perro, bajo una luz débil y ridícula.

—Todos menos tú, Caine —intervino Quinn—. Te has idoarrastrando con la ensaladera decemento, inclinado como un mono y

caminando sobre los nudillos, y con unacorona grapada en la cabeza. Te hanvencido, rey Caine, y lo único quepodías hacer era de monito de Penny.Los chicos se reirán de ti durante muchotiempo. Sí. Si baja la barrera, oiráshistorias en la tele. Habrá chistes eninternet.

Quinn observaba las manos de Cainecon recelo. Esperaba que alguien lodetuviera antes de que atacara y arrojaraa Quinn contra y a través de la paredmás cercana.

Caine se volvió con lentitudamenazadora hacia Quinn, quien sentíael calor de su malevolencia. Jugar con la

humillación era peligroso.—¿Cómo crees que pintará tu

historia, Caine? Siempre pavoneándote,haciéndote el malo y el duro. Pero unacosa sí que la hiciste bien, Caine: salistea ayudar a Brianna y luchaste contraesos bichos, y por eso la gente dijo: «Sí,puede ser nuestro rey».

—¿Que yo ayudé a Brianna? —replicó Caine—. Ella me ayudó a mí.

—Pero todo eso, todo eso quedaráborrado, porque el final de la historiaserá cómo Penny te humilló…

—Ya vale, ¿no? —dijo Cainebruscamente.

—Lo que la gente recuerda es el

final de la historia. Y, si baja la barrera,el final de la historia será que lloraste yte cagaste y bailaste como un monoentrenado para Penny.

No había manera de saber si Caineestaba tan pálido como lo parecía bajola luz del sol de Sammy. Tenía los ojosentrecerrados y los labios retraídos,como un lobo que mostrara los dientes.Su cara estaba pegada a la de Quinn, aquien miraba fijamente, pero habló aSam:

—Ahora resulta que tu amigo elperdedor tiene cojones, Sam.

—Eso parece —comentó Sam,maravillado.

Entonces Caine habló a Quinn:—¿Sabes qué, Quinn? Como te

preocupa tanto mi… legado. ¿Es lapalabra correcta, Astrid? Como tepreocupa mi legado, Quinn, saldré acazar a Drake con mi hermano si…

—¿Si qué? —preguntó Quinn.—Si vienes con nosotros —

respondió Caine con una sonrisa cruel—. Has sido un auténtico coñazo,pescador. Por tu culpa tuve el problemacon Penny. Así que está muy oscuro ahífuera, y es probable que Drake y puedeque incluso nuestra vieja amiga Pennyestén ahí también. Y ya no hablemos deDoña Chunga propiamente dicha.

Quinn no pudo evitar mirar hacia laoscuridad absoluta donde sabía que seocultaban los monstruos.

—Es pescador —intervino Sam—.Ni siquiera tiene arma.

Caine se rio.—¿Has estado en Perdido Beach?

Es una ciudad muy agradable. No haymucha comida, no hay ocio, pero símuchas armas. Lo que sí tenemos sonarmas. Y necesitará una.

—Ni siquiera sé disparar —protestóQuinn.

Caine se rio cruelmente.—No tienes que disparar a Drake o

Penny, y ya no digamos a la Oscuridad,

si es que viene de verdad —se burló—.Es para que te la metas en la boca yaprietes el gatillo si alguno de ellos tecoge.

TREINTA Y SEIS

18 MINUTOS

TRAS HORAS Y HORAS de oscuridadabsoluta, el brillo suave de la piel delbebé permitía avanzar a Diana conmayor seguridad. Era una luz en laoscuridad.

Gaya. Su bebé.Diana aún recordaba el horror que

había sentido al ver los píxeles verdes,el enjambre que era la gayáfaga entrarpor la nariz y la boca de su hija. Nunca

jamás sería capaz de borrar esa imagende la mente.

Había tantas cosas que nunca podríaolvidar.

Pero también estaba aquellapersona, esa niña blandita y regordetaque la miraba con ojos absurdamenteazules y conscientes de una manera queno podía ser natural.

Gaya parecía aumentar de tamañomientras Diana la cargaba a través de laciudad fantasma bajo el pozo de la mina.Pronto necesitaría mamar. Diana yasentía sus dientecitos mordiendo.

Y luego ¿qué haría Gaya con sumadre?

—No importa —susurró Diana—.No importa. Es mía.

Brittney caminaba a su lado,asomándose ansiosa para ver el rostrode Gaya. La chica con aparato dentalhabía adoptado una expresión decreyente extasiada. Diana sabía que siGaya lograba hablar y le decía quesaltara de un precipicio, Brittney loharía.

Pero ahora Gaya hablaba a través deDiana.

Hablaba a través de su madre.Diana sentía que la mente de su bebé

investigaba la suya. Aunque no erarealmente la mente de un bebé, tampoco

presentaba la violencia fría de lagayáfaga. Las dos se estabanconvirtiendo en una sola: Gaya y laOscuridad. Las dos estaban creciendojuntas, y la entidad resultante podía sermás o menos, pero no equivalente, a unbebé o un monstruo.

Pero había algo que Diana nolograba apartar de sus pensamientos.Una sola cosa. La manera en que Gayapenetraba en la memoria de Diana y laabría como si hojeara un libro ilustrado.Como si buscara algo. Algo que el bebésentía que debía de encontrarse allídentro.

No tanteaba a ciegas, sino que

buscaba algo.Diana no tenía defensas contra Gaya.

No podía ocultarle nada. Se limitaba amirar mientras sus recuerdos serevelaban mostrando imágenes de cosaspasadas. Y de personas pasadas.

Gaya estudiaba a personas queDiana conocía. Brianna. Edilio. Duck,Albert y Mary.

Panda no. No.Caine. Gaya permaneció mirando

imágenes de Caine. Cuando seconocieron en Coates. Las múltiplesveces que flirtearon. Cómo se tomabanel pelo el uno al otro. El modo en queDiana había hecho que la deseara. La

ambición oscura que había visto en él.La primera vez que le reveló su poder.

Las cosas terribles que habíanhecho.

Batallas.Asesinato.«Sí, pero no busques más: todo eso

lo confieso, Gaya, hija mía, pero basta,basta». «No, por favor».

El olor. Eso fue lo primero queencontró el bebé. El aroma de la carnehumana a la brasa.

Los ojos de Diana se llenaron delágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Brittney.El bebé probó lo que Diana había

probado.El bebé sintió que el estómago

recibía encantado la carne que habíasido de un chico llamado Panda.

«Sí —dijo Diana a la mente dentrode la suya—, soy un monstruo, y tútambién, pequeña Gaya. Pero tu mamá tequiere».

—Hay una hilera de luces colgadaahí arriba —indicó Penny—. Parecenluces de Navidad.

«Sí, id allí», insistió Gaya en lospensamientos de Diana.

—Id hacia las luces —dijo Dianasin ni siquiera pensarlo—. Luegoseguidlas hacia la izquierda.

—Cállate la boca, vaca —le espetóPenny—. Tú no das órdenes.

Gaya pataleó en los brazos de Dianaque la rodeaban. Se levantó para ver porencima del hombro de su madre, y miróa Penny.

El bebé levantó un puño cerrado,abrió la mano y Penny gritó.

Diana se detuvo. Observó y escuchó.Y ¿acaso no sintió una alegría brutal alver a Penny retorcerse de terror y dolor?Pues sí. Tanto como a su hija lecomplacía provocarlo.

Gaya se rio, con el gorjeo inocentede un bebé.

El grito de Penny pareció durar

mucho rato. Lo bastante como para queDrake saliera de donde había estadoBrittney.

Cuando finalmente Penny paró, y selimitó a sentarse sobre su trasero flacomirando fijamente, mirando horrorizadaal bebé, Drake comentó:

—Así que el bebé mete caña. —Desenroscó su mano de látigo de lacintura y añadió—: No te pienses quepor eso no haré lo que quiera contigo,Diana.

La madre le devolvió la miradamuerta. Por primera vez pensó que seencontraba mejor. Mucho mejor.Acababa de vivir un infierno, pero se

encontraba… bien. Hizo inventario desu cuerpo, comprobando cómo tenía laespalda azotada, los moratones, elvientre ensanchado casi hasta matarla,las partes desgarradas.

Pero estaba bien.Gaya la había curado.—En realidad, Drake —dijo Diana

—, creo que más te vale vigilar con loque me haces o me dices.

De nuevo en brazos de su madre,Gaya sonrió con dos dientes.

—Algo se acerca por la carretera —anunció Sam.

—Es una luz —señaló Astrid.—Una luz llamada Oscuridad —dijo

Lana con voz distante.—Está siguiendo los soles de

Sammy. Viene directo hacia nosotros —informó Caine.

Ya no se ponía arrogante ni gruñón.Sam vio en su cara la misma expresiónque Lana. Ambos sabían, en lo máshondo de su alma, lo que se aproximaba.

Lana se acercó a Caine y le puso unamano sobre el brazo. Solo para entrar encontacto. Caine no se la apartó.

Compartían un vínculo extraño: losrecuerdos de la gayáfaga. Recuerdos desu tacto doloroso en lo más profundo de

sus mentes. Cicatrices que había dejadoen sus almas.

—«El miedo mata la mente —dijoLana, recitando de memoria—. El miedoes la pequeña muerte que conduce a ladestrucción total. Me enfrentaré almiedo y…». No me acuerdo del resto.Es de un libro que leí hace muchotiempo.

A casi nadie le sorprendió queAstrid dijera:

—Es de Dune, de Frank Herbert.«No debo temer. El miedo mata lamente. El miedo es la pequeña muerteque conduce a la destrucción total. Meenfrentaré al miedo. Permitiré que pase

por encima y a través de mí. Y cuandohaya pasado volveré el ojo interior paraver su camino. Por donde el miedo hayapasado no quedará nada…».

Lana y Astrid dijeron a la vez laúltima frase del conjuro:

—«… solo yo».Se oyó un suspiro colectivo que era

casi un sollozo.Sam atrajo a Astrid y se besaron.

Entonces la apartó y dijo:—Te quiero. Con todo mi corazón.

Para siempre. Pero lárgate de aquí,porque no puedo cuidar de ti.

—Lo sé —dijo Astrid—. Y yotambién te quiero.

Lana miró furiosa y desafiante endirección a la carretera. Sam sabía loque pensaba.

—Lana, lo que tienes no la matará.Lo que tienes puede salvar a otrostantos. Vete. Ahora.

Entonces quedaron solo los tres,Sam, Caine y Quinn, observando cómoavanzaba la débil luz. Ahora veían queeran tres figuras vagas. Era como si ladel medio cargara con un sol de Sammyde un tono distinto. Sam no lograbadistinguir las caras. Pero estaba segurode que veía un tentáculo retorciéndose.

—Son tres —dijo Caine—. Esoquiere decir que seguramente Penny es

una de ellas. —Caine respiró hondo—.Tienes que irte de aquí, Quinn.

Pero Quinn dijo:—No, me parece que no.—Oye, que estoy dejando que te

libres, pescador, ¿vale? Me estoyportando bien. Puedes ir y decirles atodos que lo último que dije fue: «Vetede aquí, Quinn, e intenta seguir convida».

—Quinn, no tienes nada quedemostrar, tío —añadió Sam.

Le habían encontrado una pistola. Unrevólver. Con tres balas.

—Estoy con vosotros —dijo Quinn,temblando.

—¿Tienes algún plan, Sammy? —preguntó Caine.

—Sí. —Sam apagó el sol de Sammymás cercano y los sumergió en laoscuridad. El siguiente sol quedaba acasi cien metros en la carretera—.Quinn, empieza a retroceder hacia laúltima luz. No tendrán percepción de laprofundidad, no más de la que tenemosnosotros con esta luz. Seguiránavanzando hacia ti. Caine, tú ve hacia laizquierda, y yo hacia la derecha; losatacaremos cuando estén a quincemetros. Con un poco de suerte, antes deque Penny encuentre un objetivo.

—Qué buen plan —comentó Caine,

sarcástico. Pero se fundió con laoscuridad siguiendo el lado izquierdo dela carretera.

—Quinn, amigo mío. Lo que hadicho Caine antes… Guárdate una bala.—Y, tras pronunciar esas últimaspalabras, Sam se sumergió en laoscuridad que los rodeaba.

Observó cómo Quinn empezaba aretroceder por el camino. Lo cual queríadecir que estaría a oscuras hasta que seacercara al siguiente sol de Sammy. SiDrake los había visto, probablemente nosabía cuántos eran. Pero acabaríaviendo a Quinn. Y entonces seobsesionaría, se pondría ansioso por

cargarse a quien se interpusiera en sucamino.

Puede que entonces se presentarauna oportunidad. Unos pocos segundosde confusión en los que Caine y Sampodían atacar inesperadamente. Si eranrápidos y tenían suerte, podrían derribarpor lo menos a uno de los tres y reducirlas probabilidades de salir mal parados.

¿Quién era la tercera persona?Drake. Penny. Y alguien —o algo—

que brillaba como un faro antiguo.Sam se dijo que, fuera quien fuera,

primero tenían que ir a por Penny.Era a Penny a quien debían temer.

—Papá —dijo Gaya.Diana miró a su bebé brillante y

resplandeciente. Ya tenía el tamaño deuna niña de dos años, con dientes en laboca, y pelo —oscuro como el de suspadres— en la cabeza. Sus movimientoseran intencionados y controlados, nomostraba una falta de coordinaciónextrema. Diana se preguntaba si yapodría caminar.

—¿Has dicho «papá»?Gaya miraba fijamente la oscuridad

en el lado derecho de la carretera.Delante de ellos, una figura solitaria seencontraba bajo la luz del sol de

Sammy. Detrás de la figura se veían dosfuegos, uno de ellos bastante próximo yllamativo.

Gaya volvía a metérsele en lacabeza. No se esforzaba por usar suboca infantil, sino que intentaba penetrardirectamente en los recuerdos de Diana.Miraba imágenes de Caine. Y de repentequedó claro.

—¡Es una emboscada! —exclamóDiana.

—Calla la… —le espetó Drake, yuna fuerza lo lanzó de espaldas tanrepentinamente que patinó hastadesaparecer de la vista.

Un rayo de luz verde terrible salió

disparado del otro lado.Penny había reaccionado más rápido

a la advertencia de Diana. Ya se estabamoviendo para ocultarse detrás de ellacuando la luz partió la noche. La mitaddel pelo de Penny se achicharró y ardió,soltando un olor terrible.

Se oyó un rugido en la oscuridad trasellas, y Drake se abalanzó con el látigoterrible preparado, en busca de unobjetivo. La luz penetró en un costadodel psicópata, le hizo girar y caer. Pero,mientras caía, sentía que se le curaba laquemadura.

Diana vio que Sam salía disparadode la oscuridad, y gritaba:

—¡Diana, agáchate!Acto seguido, Sam disparó al punto

donde Drake se encontraba mediosegundo antes.

De repente, el destello de luz de laspalmas de Sam reveló a Caine.

Hacía cuatro meses que Diana no loveía. Y poco antes habían concebido aGaya.

Sus miradas se encontraron. Cainese quedó paralizado, mirando fijamentea Diana. Una expresión de dolor lefrunció la frente.

Ese momento de duda resultódemasiado largo.

Caine retrocedió, golpeándose el

cuerpo con las manos vueltas de unmodo extraño. Se daba palmadas ygritaba, y entonces Sam le gritó:

—¡Es Penny, no es más que Penny,Caine!

Caine pareció controlarse a duraspenas, y durante un instante alzó lasmanos y, con un gesto brusco, arrojó aPenny a la oscuridad.

Pero eso fue un error. Una Pennyinvisible resultaba aún más peligrosa.

Sam lo vio y pasó el rayo asesinopor un semicírculo, buscándola. La viofugazmente, corriendo. Pero cuando elrayo la alcanzó y quemó los arbustos yconvirtió la arena en cristal burbujeante,

ya no estaba allí.Penny ya no estaba allí. Astrid sí.Astrid en llamas. Corriendo,

gritando en dirección a Sam. Se leestaba abrasando la piel. Olía a carnequemada. El pelo rubio era como unasola llama y los bordes del fuego ledevoraban la frente y las mejillas.

—¡Astrid! —gritó Sam, y corrióhacia ella.

Se estaba quitando a toda prisa lacamiseta para sofocar las llamas cuandoAstrid se infló de repente, como siarrojaran malvaviscos a una hoguera. Seestaba hinchando y la piel se le volvíade carbón y sus ojos no eran más que

manchas y…La visión desapareció.Sam estaba en la oscuridad,

jadeando y mirando.Se volvió y vio el brillo del bebé en

los brazos de Diana. Avanzabanlentamente hacia Quinn.

¿Y Caine? ¿Dónde estaba?Sam oyó el ruido de un látigo y

corrió hacia él, pero ahora la oscuridadlo rodeaba y tuvo que lanzar muchossoles de Sammy para ver algo.

—¡Quinn, corre, sal de aquí! —gritóSam.

Vio que Quinn iba a hacerse elvaliente, pero entonces se dio cuenta de

que no era tan valiente como estúpido.Sam tardó varios minutos en

encontrar a Caine. Respiraba, peroacababa de recuperar la consciencia.Tenía una marca roja amoratada en elcuello. Se incorporó y aceptó la manoque Sam le tendía.

—¿Drake?Caine asintió y se frotó el cuello.—Pero ha sido Penny quien me ha

distraído. ¿Y a ti?—Penny —confirmó Sam.—Vale, la próxima vez tenemos que

derribar a Penny antes de hacercualquier otra cosa —propuso Caine.

La pequeña procesión formada por

Drake, Penny y Diana, con el bebé enbrazos, seguía avanzando por lacarretera.

—Así que ha tenido el bebé —comentó Sam—. ¿Felicidades?

—Hemos perdido el elementosorpresa —se lamentó Caine—. Estaránpreparados.

Y como si quisiera indicarles que sí,Drake, que ahora se encontraba junto alsiguiente sol de Sammy, se volvió paramirarlos, se rio y chasqueó el látigo. Larisa y el chasquido reverberaron.

—¿Por qué no nos han rematado? —se preguntaba Sam.

—Si te digo una locura, ¿la

aceptarás sin más? —dijo Caine.—Es la ERA.—Ha sido el bebé. El bebé ha

parado a Drake. Me estaba ahogando ylo tenía detrás, por lo que no podíaalcanzarlo. Me tenía tan bien agarradoque si lo hubiera lanzado o empujado mehabría arrancado la cabeza. He visto albebé. Me ha mirado directamente. YDrake me ha soltado.

Sam no estaba seguro de si debíacreérselo o no. Pero los días en quedudaba de una historia porque sonaba alocura habían terminado.

—Se dirigen hacia la barrera.—¿Se abrirá de verdad?

—Puede —respondió Sam—. Perovan a pasar por la ciudad, van acargarse a tu gente, rey Caine.

Un grito alcanzó sus oídos.—Bueno, pues más vale que demos

a Quinn una buena historia —dijo Cainecon brusquedad—. Por mi legado y todoeso.

—Primero Penny —dijo Sam, y echóa correr.

TREINTA Y SIETE

3 MINUTOS

GAYA SE RIO y Diana no pudo evitarreírse también. Habían pasado junto auna casa que ardía, con chavales queacechaban tan cerca como podían paraconseguir luz sin quemarse.

Penny había hecho algo para hacerque entraran corriendo en la casa enllamas.

Diana estaba horrorizada hasta queGaya se rio. Entonces Diana no pudo

evitar reírse también. Resultabadivertido.

Gaya tenía sentido del humor. Quéincreíble verlo en un bebé. Diana seatribuía el mérito, por sus genes. Gayalo había sacado de su mamá.

Continuaron por la calle, y la luz queemanaba de Gaya bastaba para atraer ala gente como polillas hacia la llama. Seacercaban arrastrándose o titubeando,necesitados de esa luz, necesitados traspasar mucho tiempo en la desesperadaoscuridad como boca de lobo.

Se acercaban, y cuando lo hacíanDrake los azotaba hasta que salíancorriendo, o se contorsionaban hasta

quedar fuera de su alcance.Gaya se reía y daba palmadas.

Resultaba increíble lo rápido queaprendía.

La barrera se rompería y Diana y subebé quedarían libres. Podrían ir al zoo.O ¿cuál era ese sitio al que iban loschavales por la pizza y los juegos?¡Chuck E. Cheese’s! Sí, podrían jugar ycomer pizza. Y ver la tele en… Sebuscarían una casa. ¿Quién podíadetenerlas? Con Drake y Penny decriados. ¡Ja! De criados.

¿Quién se les opondría? Habíanapartado a Caine y Sam como si nofueran nada.

Y Gaya aún tenía que revelar hastadónde alcanzaba su poder.

Diana quería reírse en voz alta ybailar con su bebé. Pero, pese a laemoción que sentía, también notaba quehabía algo falso en ella. Había algoforzado y tenso. Quería gritar de alegríay luego apuñalar a su bebé, a su bebé, asu querida hija, apuñalarla con uncuchillo. De alegría.

Gaya la miraba. Le aguantaba lamirada, y Diana no podía apartarla.Penetraba en ella y veía la verdad. Gayaveía el miedo dentro de Diana, el miedoa Gaya.

El bebé se reía y daba palmadas y

sus ojos azules brillaban y Diana sentíaque se debilitaba, y se encontraba mal, yparecía como si todo el sufrimiento desu cuerpo siguiera allí, solamenteapartado de la vista. Estaba hueca.Diana era una nada vacía que ibatambaleándose con piernas de paloteque se partían y derrumbaban.

Los gritos de niños que se quemabanperseguían a Diana mientras sostenía asu bebé y miraba temerosa sus ojoscentelleantes.

La suspensión del coche de Connie noestaba hecha para aquella carretera. El

Camry no dejaba de hundirse haciendoun ruido como de motosierras serrandoacero.

Pero no era el momento de vacilar.Ahora tenía que comportarse como unamadre. Una madre cuyo hijo —cuyoshijos— estaban en peligro.

Por el espejo retrovisor vio queAbana la seguía. A su todoterreno leestaba yendo mejor. Pues bien: sisobrevivían a ese día podrían volver acasa con él.

Si es que Abana volvía a hablarle.La carretera de tierra se acercaba

peligrosamente a la principal cuando seencontraron a menos de un kilómetro de

la barrera. La estela de polvo quesoltaban resultaría evidente.

Y así, cuando la terriblemonstruosidad lisa que era la Anomalíade Perdido Beach pasó a ocupar elcampo de visión, Connie oyó unhelicóptero por encima de sus cabezas.

Un altavoz atronaba pese al ruido delos rotores:

—Se encuentran en una zonapeligrosa y restringida. Vuelvaninmediatamente.

Lo repitieron varias veces hasta queel helicóptero aceleró hastaadelantarlas, giró limpiamente y sedispuso a aterrizar en la carretera que

quedaba a cuatrocientos metros dedistancia.

Por el espejo retrovisor, Connie vioque el todoterreno de Abana viraba,como un loco, hacia terreno agreste. Seestaba dirigiendo hacia la carreteraprincipal donde se encontraba con labarrera. La carretera la llevaríadirectamente a través de los restos delcampamento trasladado a toda prisa.

Aún quedaban unos tráileres, y unaantena parabólica para emitir víasatélite. Contenedores. Lavabosportátiles.

Connie maldijo para sus adentros,pidió perdón a su coche y giró tras

Abana.Ahora no solo se le hundía el coche,

sino que saltaba y se le calaba, saltaba yse le calaba. Cada impacto le sacudíalos huesos. Tocó tantas veces con lacabeza en el techo que rápidamenteperdió la cuenta. El volante se le soltó.Hasta que de repente pisó asfalto, y sedeslizó rebotando a través de los restosdel campamento.

El helicóptero se puso otra vez aperseguirlas y sobrevoló sus cabezas.

Entonces ejecutó una maniobratemeraria, casi suicida, y aterrizódemasiado bruscamente en los metros deasfalto que quedaban antes de llegar a la

pared intimidante de la barrera.Dos soldados salieron de un salto

del helicóptero. Eran policías militarescon las armas preparadas.

Y luego un tercer soldado.Abana pisó el freno.Connie no se paró. Apuntó con el

coche abollado y en proceso dedesintegración al helicóptero, y pisó elacelerador.

El Camry chocó con los frenos delhelicóptero, y el airbag explotó a Connieen la cara. El cinturón del asiento tiró enla dirección opuesta del movimiento, yla mujer oyó un chasquido y sintió unasacudida dolorosa.

Connie salió del coche de un salto,tropezó con los restos metálicosretorcidos de los frenos, y vio que elrotor se había hundido en el cemento yhabía quedado encajado.

La mujer echó a correr, se tambaleó,se dio cuenta de que se había roto laclavícula, y siguió corriendo hacia labarrera. Si la alcanzaba, si no lograbandetenerla ni llevársela a rastras,entonces podría parar todo aquello.

Uno de los soldados agarró a Abanamientras corría, pero Connie lo esquivó,y hasta que lo dejó atrás y gritó:«¡Connie, no!» no se dio cuenta de queel tercer soldado era Darius.

Connie alcanzó la barrera.La alcanzó, se detuvo y la miró

fijamente, miró la pared de un grisinterminable.

Darius estaba detrás de ella, sinaliento.

—Connie, es demasiado tarde. Esdemasiado tarde, cariño. Algo le hapasado al dispositivo.

Connie se volvió hacia él. Pensabaque le estaba reprochando sucomportamiento. Estaba demasiadoafectada para entender lo que le estabadiciendo.

—¡Lo siento! —exclamó la mujer—.¡Mis chicos están ahí dentro! ¡Son mis

niños!Darius la cogió entre sus brazos, la

abrazó con fuerza y añadió:—Han intentado detener la cuenta

atrás. Ha funcionado, el mensaje hallegado, y han intentado detenerla.

—¿Qué?Entonces Abana se acercó

corriendo. Los dos policías ya nointentaban retenerla. Los soldadosadoptaban la misma expresión tensa.Ninguno parecía seguir interesado en lasdos mujeres.

—Escúchame —dijo Darius—, nopueden pararlo. Es este sitio. Algo hasalido mal y no pueden parar la cuenta

atrás.Por fin habían calado en ella sus

palabras.—¿Cuánto queda? —preguntó

Connie.Darius miró a los policías. Ahora

Connie entendía sus rostros pasivos ytensos.

—Un minuto y diez segundos —dijoel más corpulento de los dos policías, unteniente.

Se arrodilló en el pavimento, juntólas manos y se puso a rezar.

Sam no sabía si repartir luz a discreción

y que lo vieran venir o avanzar sin luz ymoverse mucho más despacio. Eligió untérmino medio. Fue lanzando soles deSammy a la carrera mientras se dirigíacon Caine hacia la playa, y luego por laplaya hasta que se ocultaron bajo losacantilados.

El océano presentaba unafosforescencia muy débil, casi parecíabrillante. No se veían olas concretas niondas, pero formaba una masa borrosaoscura y no totalmente negra.

—Por aquí —indicó Sam, colgandoun sol. Y señaló una pared de piedraimponente a su izquierda—. No costarámucho escalar.

—No tienes que escalar.Sam sintió que lo elevaban y fue

recorriendo el aire con la pared delacantilado a su alcance. Bajo la luzinquietante, la pared de roca parecíaformada por hojas de cuchillos rotos.

Se esforzó por soltarse del impulsode Caine y pisar tierra firme. ¿Se atrevíaa colgar una luz? No. Estaba demasiadocerca de la carretera principal. Notaba—o, por lo menos, esperaba— queClifftop quedara a su derecha. Si estabadonde creía, podía atravesar fácilmenteel camino al hotel, la carretera deacceso, una berma de arena, y luegodescender hasta el punto donde la

carretera principal se encontraba con labarrera.

Caine aterrizó a su lado.—¿Vas a iluminar?—No. Vamos a probar la sorpresa

número dos.Avanzaron como pudieron a través

del suelo desigual, tropezando,cayéndose, acallando los tacos quepensaban.

Se encontraban junto a la berma, unabarrera contra el viento que se extendíaa quince metros de la carretera, cuandooyeron un crujido. Era como un trueno,pero sin rayos.

Y pareció prolongarse eternamente.

—Ha empezado —dijo una vozextraña, infantil, pero bonita—. ¡Elhuevo se rompe! ¡Pronto, pronto!

—¡Habla! —gritó Diana.—¡Vamos a salir! —exclamó Drake

—. ¡Se está abriendo!—Ahora —dijo Sam entre dientes.Caine y Sam subieron por el lateral

de la berma. En cuanto Caine detectó suobjetivo, bajó las manos y se lanzó porlos aires. El silbido que hizo lo delató, yPenny lo vio en un instante.

Sam apuntó con cuidado, pero Dianase interpuso. Tranquila, fluida, como sihubiera sabido que Sam estaba allí.

—¡Dale! —gritó Caine desesperado,

cuando una visión horripilante lo hizocaer bruscamente al suelo.

Sam corrió directamente hacia ellosy disparó una vez, alcanzando a Drakeen toda la cara. Si eso no lo mataba, almenos estaría sin hablar durante un rato.

Sam empujó bruscamente a Dianacon el hombro, y vio que unos ojitosazules lo seguían.

Penny se giró, y Sam disparó comoloco.

La pierna de Penny se incendió.Chilló y echó a correr presa del pánico,por lo que las llamas se extendieron a suropa.

—¡No, Sam! —gritó Diana.

Una fuerza increíblemente poderosalanzó a Sam por los aires. Como sialguien hubiera hecho estallar unabomba debajo de él. Hasta que dejó dedar vueltas y de caer hacia la tierra.

Sam bajó la vista y vio al bebémirándolo, riéndose y dando palmadas.Entonces abrió los deditos regordetes ehizo un movimiento como si estuvieraestirando una masa.

Sam sintió que tiraban de su cuerpoen direcciones opuestas. Le estabadejando sin aire en los pulmones. Comosi dos manos gigantes lo agarraranbruscamente y lo desgarraran.

Oyó que se le partían los huesos.

Sintió el dolor agudo de las costillasseparándose del cartílago.

Ahora el bebé lo estaba acercando.Como si quisiera verlo mejor. Como siquisiera que lo salpicara la sangrecuando lo hiciera pedazos…

Diana tropezó. Chocó contra su hijay ambas cayeron, pero sin alcanzar elsuelo.

Sam cayó hacia la tierra. Pero éltampoco se estampó contra el cemento.

¡Dekka!Jadeaba como si acabara de correr

una maratón. Se encontraba en mitad dela carretera, mirando furiosa, con lasmanos alzadas. Tenía pinta de venir de

un viaje al infierno. Pero llegaba en unmomento muy oportuno.

Sam no dudó. En cuanto sus piestocaron el suelo dio un salto, ignorandoel dolor de los huesos del cuerpo alromperse.

Tras desplomarse y rodar, yapagarse el fuego, Penny yacía con lapiel del color y la textura de un jamónbien glaseado.

Sam corrió hasta donde seencontraba jadeando de dolor, de dolorde verdad, no debido a una ilusión, y sepuso a horcajadas entre sus piernas,apuntándole con las manos.

—Eres demasiado peligrosa para

vivir —afirmó el chico.La carne de Sam se prendió fuego de

repente, pero estaba demasiado cerca,demasiado preparado. Ya estaba allí ylo único que tenía que hacer ahora erapensar y…

… Y un trozo de pavimento, un trozode cemento de más de medio metro deancho y que soltaba tierra procedente dedonde lo habían arrancado, se estampócon tanta fuerza sobre la cabeza dePenny que el suelo bajo los pies de Samrebotó.

El cuerpo de Penny dejó de moverseal instante. Como si hubieran apagado uninterruptor.

Caine se encontraba por encima deella, respirando con dificultad.

—Venganza —gruñó, y pateó eltrozo de cemento para enfatizarlo.

La cara fundida de Drake habíaempezado a recomponerse, pero aúnparecía un muñeco articulado quehubieran metido en el microondas. Sulátigo, no obstante, funcionabaperfectamente.

Atacó, y Sam gritó de dolor.Caine alzó el trozo de cemento que

había utilizado para matar a Penny y sepreparó para estamparlo sobre Drake.

—No, papá —dijo Gaya.

TREINTA Y OCHO

15 SEGUNDOS

—O ESTALLA Y NOS MATA a todos —dijo Connie en voz baja, extrañamentecalmada—. O hará… otra cosa.

Abana le cogió una mano. Las dos.Otros vehículos se estaban

acercando por la carretera principal. Noeran de policía, no había sirenas. Lapolicía y los soldados se habían retiradoa una distancia segura.

Eran un puñado de coches y

furgonetas de particulares. De padres.De amigos. De gente que había recibidolos correos electrónicos y los tweets ycorrían para parar lo que ya no se podíaparar.

Connie y Abana se miraron. Semiraban aterradas, tristes y culpables:habían traído a esa gente para morir.

Connie miró a los policías militares.La piloto del helicóptero, una mujer conel pelo rubio y distintivos de capitán, sehabía unido a ellos tras maldecircategóricamente el daño que habíasufrido su nave.

—Lo siento —susurró Connie—.Siento haberos hecho esto.

Entonces oyó el ruido de algoresquebrajándose. Como un trueno acámara lenta, o una cáscara de huevo deltamaño de un globo terráqueo,abriéndose. Todo el mundo se quedócallado y escuchó atentamente. Durómucho rato.

—Se está abriendo —susurró Abana—. ¡La barrera se está abriendo!

Connie pensó que era demasiadotarde. Demasiado tarde.

Se acercó a Darius y esperaron, unojunto al otro, que llegara el fin.

El bebé ya no estaba en brazos de

Diana. Se mantenía erguido. Ella solita,como una niñita brillante, desnuda, deunos dos años según todas lasindicaciones.

Caine salió volando hacia atrás y sequedó pegado contra la pared,completamente pegado, gritando dedolor hasta que el aumento implacablede la presión apenas le permitíaarticular ningún ruido.

Sam veía cómo lo aplastaba; veíaliteralmente cómo el cuerpo de Caine seaplanaba como si un camión loempujara, estrujándolo como un bichocontra la barrera.

—¡Haz que pare! —gritó Sam a

Diana.—Yo…Diana parecía acongojada. Como si

saliera de una pesadilla y se encontraracon una realidad peor.

—¡Lo está matando!—No —dijo Diana débilmente—.

No mates a tu padre.Pero había una expresión decidida

en el rostro de la niña. Sus labios dequerubín se retraían en un gruñidoextraño.

Sam alzó las manos, con las palmashacia fuera.

—Retírate, Diana —le ordenó Sam.Diana no se movió.

Sam miró a Caine. Era como unbicho pegado al parabrisas.

Sam disparó. Dos rayos gemelos deluz asesina alcanzaron a la niña justo enel centro.

Y el mundo entero explotó con unaluz cegadora.

Caine se deslizó hasta caer al suelo.Diana retrocedió, tapándose la vista.Drake utilizó su tentáculo para taparselos ojos.

Sam quedó cegado por la luz. No erala luz de sus manos. No era la luz delbebé.

Era la luz del sol.¡La luz del sol!

La luz brillante, resplandeciente, delsol del mediodía californiano.

No hubo ruidos. Ni advertencias. Elmundo era negro, y solo se veía la luzpenosa de unos cuantos soles de Sammy.Y al instante siguiente era como simiraran al sol en sí.

Sam entrecerró un solo ojo, y lo quevio era imposible. Había gente. Adultos.Cuatro, no cinco, seis adultos.

Un helicóptero destrozado.Un Carl’s Jr. El mismo destello del

mundo exterior que Sam había vistoantes, durante un milisegundo. Peroahora la visión persistía.

¡La barrera había desaparecido!

Drake gritó, llevado por una especiede miedo extático. Corrió directamentehacia la barrera, con el látigo silbandoal agitarse a su lado.

Grogui, herido, Caine se puso enpie.

Pero algo no cuadraba en esaimagen. Caine se estaba apoyando enalgo para levantarse, hasta que apartóbruscamente la mano… de la barrera.

Drake chocó contra el muro. Sumano de látigo chocó contra algo rígidopero invisible.

Los adultos, las mujeres, lossoldados, los miraban fijamente,boquiabiertos.

¡Los veían!Veían a Diana gritar.Veían a Drake atacar ferozmente en

todas direcciones con su látigo.Veían la cabeza brutalmente

pulverizada y el rostro de una chicallamada Penny, medio hundida en elpavimento.

Veían a una niña, un bebé, intacta,pues la luz ahora extinguida de Sam nole había hecho daño.

Había caras por todas partes. Seintentaban acercar, avanzar, pero Samveía que tocaban y daban un salto atrás.

La barrera seguía ahí. Pero ahora eratransparente.

A Sam le pareció que se le paraba elcorazón. De repente se fijó en una de lascaras.

La de su madre.Su madre diciendo unas palabras

que no se oían y mirando a Sam apuntarcon las palmas hacia una niñitaindefensa.

No podía parar. Había parado antes.No, no podía parar.

La luz de Sam ardió.La cara de su madre, todas las caras,

todas ellas gritaban sin que se las oyera:—¡No! ¡Noooo!El pelo de la niñita se incendió.

Llameó magníficamente, pues tenía el

pelo oscuro y frondoso de su madre.Sam volvió a disparar y la carne de

la niña pequeña acabó ardiendo.Pero mientras tanto la niña, la

gayáfaga, miraba a Sam con el rostroapartado de los espectadores y una furiaincesante. Los ojos azules no dejaban demirarlo. Su boca angelical formaba unasonrisa astuta incluso mientras ardía.

Hasta que se convirtió en unacolumna de fuego, con los rasgosindistinguibles.

Sam dejó de disparar.El bebé, la niña, el monstruo, el

diablo, se volvió y echó a correr por lacarretera.

El rostro de Diana se retorcióformando una mueca, y corrió tras ella.

Drake se volvió con los ojos vacíosy ausentes, horrorizados, y echó acorrer, azotando impotente a la nada.

Sam y Caine se quedaron de pie unojunto al otro, magullados y maltrechos.Tenían la vista fija en el cuerpo horriblede Penny, y su madre los miraba.

MÁS TARDE

LUEGO LLEGÓ otro helicóptero,decorado con el logo de un canal denoticias de Santa Bárbara. No hizoningún ruido, claro —la cúpula seguíasin dejar entrar el ruido—, pero Astridveía caras en la cabina, y se imaginabaque la lente de una cámara conteleobjetivo apuntaba hacia ellos.

Ahora la vista del helicóptero seveía levemente obstaculizada porque

fuera, más allá de la barreratransparente como el cristal y dura comoel diamante, estaba lloviendo. Las gotassalpicaban en la cúpula y bajaban achorros.

Dentro de la barrera, a ambos ladosde la carretera principal, los chavales sesituaban tan cerca del exterior comopodían. Ya habían llegado tres o cuatrodocenas de chavales corriendo desdePerdido Beach. Al principio solo veíana los soldados y a los policías delEstado que se habían acercado a todaprisa haciendo señales con las luces, elhelicóptero y a un puñado de padres.

Pero estaban llegando más padres en

coches y todoterrenos, procedentes desus nuevos hogares en Arroyo Grande,Santa María y Orcutt.

Los padres que habían encontradonuevos lugares para vivir que quedabanmás lejos, en Santa Bárbara o LosÁngeles, tardarían más en llegar.

Algunos llevaban carteles.«¿Dónde está Charlie?».«¿Dónde está Bette?».«¡Te queremos!». Con la tinta

corriéndose debido a la lluvia.«¡Te echamos de menos!».«¿Te encuentras bien?».No quedaba mucho papel en la ERA,

y los chicos se habían acercado a toda

prisa; ni se habían esperado a cogernada. Pero algunos habían encontradotrozos de placas de construcción o decartón que se había llevado el viento, yusaban pedacitos de grava para escribir.

«Yo también te quiero».«¡Di a mi mamá que estoy bien!».«Ayúdanos».Y la cámara de televisión y el

helicóptero lo observaban todo, ytambién la gente, los adultos: padres,policías y curiosos. Media docena deteléfonos inteligentes tomaban fotos ygrababan vídeos. Astrid sabía quevendrían muchos, muchos más.

Empezaban a aparecer barcos en el

océano fuera de la cúpula. Y ellostambién miraban con prismáticos ylentes fotográficas.

Una pareja mayor se acercócorriendo procedente de una casamotorizada, garabateando al avanzar:«¿Puedes ir a ver a nuestro gato,Ariel?».

Nadie les respondería, porque sehabían comido a todos los gatos.

«¿Dónde está mi hija?», y unnombre.

«¿Dónde está mi hijo?», y unnombre.

Astrid se preguntaba amargamentequién se encargaría de escribir esas

respuestas. Muerta. Muerto. Se locomieron los gusanos carnívoros. Murióatacado por un coyote.

Asesinado en una pelea por unabolsa de patatas.

Se suicidó.Se murió porque estaba jugando con

cerillas y no es que tengamosprecisamente un cuerpo de bomberos.

Lo matamos porque era la únicaforma de lidiar con él.

¿Cómo explicar a todos esos ojosque observaban cómo era la vida dentrode la ERA?

Entonces Astrid vio un cocheconocido que casi choca con un coche

patrulla aparcado. Un hombre salió deun salto. Una mujer se movía despacio,vacilante. La madre y el padre de Astridse acercaron a la barrera. Su padreaguantaba a su madre como si se fuera aderrumbar.

La imagen de la pareja desgarró aAstrid. Era evidente que los adultos yadolescentes mayores que estaban en lazona de la ERA cuando Petey obró sudescabellado milagro habían salido convida. ¿Cuántos miles de horas habíadedicado Astrid a intentar averiguar quéhabía pasado, intentando pensar en cadaalternativa posible? Padres muertos,padres vivos, todos los padres en un

universo paralelo, padres a los que leshabían reescrito la memoria, padresborrados del pasado y del presente…

Y ahora volvían a aparecer llorando,agitando las manos, mirándolos,cargados de emociones y exigiendoexplicaciones que la mayoría de loschavales —Astrid incluida— no erancapaces de reducir a unas pocaspalabras rayadas en un trozo de yeso, omarcadas con un clavo en un trozo demadera.

«¿Dónde está Petey?».La madre de Astrid sostenía ese

cartel. Lo había escrito con un rotuladorpermanente en un lado de una bolsa de

lona, porque ahora la lluvia erademasiado intensa para utilizar papel.

Astrid se lo quedó mirando durantemucho rato. Y al final no se le ocurrióuna respuesta mejor que encogerse dehombros y menear la cabeza.

«No sé dónde está Petey».«Ni siquiera sé lo que es».Sam estaba a su lado y no la tocaba,

no con tantos ojos mirándolos. Astridquería apoyarse en él. Quería cerrar losojos, y cuando volviera a abrirlos estarcon él en el lago.

Habían pasado meses desesperadosen los que lo único que Astrid quería erasalir de allí y recuperar su antigua vida

como la afectuosa hija de sus padres.Pero ahora apenas soportaba mirarlos.Ahora buscaba desesperadamente unaexcusa para marcharse. Eran extraños. Ysabía, como Sam siempre había sido,que acabarían convirtiéndose enacusadores.

Eran una puñalada en el corazóncuando ya no podía aguantar más,cuando ya no podía empezar a sentir otravez. Era demasiado. No podía pasarrepentinamente de una desesperación aotra.

Dekka se encontraba detrás de Samcon los brazos cruzados, casi como si seescondiera. Quinn y Lana se encontraban

un poco apartados, maravillados ante laimagen del mundo exterior, pero aún notenían caras con las que comunicarse.

—Somos monos en un zoo —dijoSam.

—No —replicó Astrid—. A la gentele gustan los monos. Mira cómo nosmiran. Imagínate lo que ven.

—Me lo he imaginado desde elcomienzo.

—Sí…—¿Quieres saber lo que ven? ¿Lo

que ve mi madre? Un chico que hadisparado luz con las manos y haintentado incinerar a un bebé —explicóSam con dureza—. Me ha visto quemar

a un bebé. No habrá explicación quevalga, nunca jamás.

—Parecemos salvajes. Sucios ymuertos de hambre, vestidos comovagabundos —continuó Astrid—. Conarmas por todas partes. Y una chicamuerta con una roca aplastándole elcerebro.

Astrid miró a su madre y, ay, nopodía evitar su mirada de… ¿de qué?No de alegría, ni de alivio.

Sino de horror.De distancia.Ambos lados, el de los padres y el

de los hijos, veían ahora el enormeabismo que se había abierto entre ellos.

El padre de Astrid parecía menudo. Sumadre, vieja. Ambos parecían fotosantiguas de sí mismos, no personas deverdad. No eran tan reales como losrecuerdos que tenía de ellos.

Astrid sentía como si sus ojos lainspeccionaran en busca del recuerdo desu hija. Como si no quisieran verla aella, sino a la chica que había dejado deser mucho tiempo atrás.

Brianna se acercó zumbando. Unadistracción bienvenida que hizo que losrostros silenciosos del otro ladodibujaran círculos con la boca: «¡Oooh,aaah!», y señalaran con las manos, y lascámaras giraran.

—Está lista para el primer plano —dijo Dekka con brusquedad.

—¿Hay mucha luz aquí, o soy soloyo? —dijo Brianna. Entonces sacó elmachete, lo hizo girar a diez veces lavelocidad humana, se detuvo, lo guardóotra vez, e hizo una pequeña reverenciaa los espectadores perplejos yhorrorizados—. Sí. Sí, me interpretaré amí misma en la película. La Brisa nonecesita efectos especiales.

Astrid respiró. Le pareció como sifuera la primera vez que respiraba enmucho tiempo. Agradecía que Briannahubiera roto un poco con la tensión.

—Por cierto, volviendo a lo nuestro:

se dirigen hacia el desierto —anuncióBrianna a Sam—. Un grupito feliz:madre, hija y el tío Mano de Látigo. Mehe acercado demasiado y el bebé casime entierra bajo una tonelada depiedras. Qué niña más mala.

Brianna asintió, satisfecha.—Esa puede ser mi frase: «Qué niña

más mala».—No, no —dijo Dekka—. Por

favor, no.Astrid sonrió, y su madre pensó que

le sonreía a ella y le devolvió lasonrisa.

—He visto a alguien grabarlo —comentó Sam—. A mí quemando a… la

criatura. ¿Sabes lo que verán? ¿Lo quepensará la gente de ahí fuera?

Astrid sabía que estaba aterrado.Veía —todos veían— la mirada dehorror de Connie Temple cada vez quemiraba a su hijo.

«Su hijo», en singular, pues Caine sehabía quedado mirando durante un buenrato a su madre, se había vuelto y sehabía marchado otra vez a la ciudad.

—Hace mucho tiempo que temesesto, Sam —comentó Astrid en voz baja—. Que temes que te juzguen.

Sam asintió, miró al suelo y luego aAstrid. La chica esperaba ver tristeza.Puede que culpa. Pero casi gritó de

alivio cuando vio los ojos del chico quenunca se había echado atrás. Vio losojos del chico que fue el primero enenfrentarse a Orc, y luego a Caine,Drake y Penny.

Vio a Sam Temple. «Su» SamTemple.

—Bueno —dijo Sam—. Imagino quepensarán lo que quieran.

—Está oscureciendo —señalóDekka—. Cuando llegue la noche, másvale que saquemos a Penny de aquí. Y laenterremos. Todos los que vienen sequedan mirando el…

Dekka se calló, porque Sam seestaba moviendo. Se dirigía decidido al

lugar donde el cuerpo de Penny yacíacon la cabeza aplastada bajo una piedra,como en una grotesca parodia de laBruja Malvada del Este.

Las cámaras seguían el movimientode Sam.

Los ojos —muchos de ellos hostiles,condenatorios— seguían sus pasos.

Sam miró directamente a lascámaras. Y a continuación miró a sumadre. Astrid contuvo el aliento.

Entonces Sam se puso a incinerar,sistemática y completamente, el cuerpode Penny. Hasta que solo quedaroncenizas.

Connie Temple permaneció como

una estatua, negándose a apartar lamirada.

Cuando Sam acabó, asintió una vezen dirección a su madre, se volvió y sedirigió hacia Astrid.

—No la enterraremos en la plazacon chavales buenos que murieron sinmotivo. Si buscamos a gente queenterrar, encontraremos lo que quede deCigar y Taylor.

Lana negó con la cabeza.—No puedo asegurar que Taylor

esté muerta. Ni que esté viva.Sam asintió.—Esto es lo típico que a toda esa

gente de ahí fuera le va a costar

entender. Pero, sea como sea, ahí están,y, ¿sabéis qué?, aún tenemos niños quealimentar y un monstruo al que matar. —Tendió la mano hacia Astrid—. ¿Estáslista para marcharte?

Astrid vio detrás del chico, porencima de su hombro, el rostropreocupado de su madre. Entonces cogióla mano de Sam.

—Hay mucho que hacer —dijo Sama los chavales que podían oírlo, dandola espalda al exterior—. Mucho quehacer, mucho que arreglar, y falta muchopara que esta guerra termine. Volverán.

E inclinó la cabeza hacia el norte,hacia la dirección en que había huido

Gaya.—Quinn, ¿quieres encargarte del

negocio aquí en Perdido Beach?¿Encargarte del trabajo de Albert? Creoque a Caine le parecerá bien.

—En absoluto —respondió Quinn—. No. Nooo. No.

Sam parecía un poco sorprendido.—¿No? Bueno, pues supongo que ya

montarán algo Caine, Lana, Edilio yAstrid.

—Espero que sí —dijo Quinn conganas, y dio un golpecito amigable aSam en el hombro—. Gracias porsalvarnos el pellejo… otra vez. Pero yo,tío, me voy a pescar.

Astrid sintió que debía volver amirar a sus padres. Explicarles que teníaque marcharse. Poner alguna excusa.Quedarse para tranquilizarlos.

Pero algo fundamental habíacambiado, como si se hubieran movidolos polos magnéticos o alterado lasleyes de la física. Porque ya nopertenecía a su familia. Ya no era suya.

Era de Sam.Y él era de Astrid.Y aquel era su mundo.

MICHAEL GRANT (Los Ángeles,California, Estados Unidos, 1954). Hapasado gran parte de su vida enmovimiento. Criado en una familia demilitares, asistió a más de diez escuelastanto en América como en Europa, y seconvirtió en escritor, en parte paramantener esa libertad. Su sueño más

anhelado es dar la vuelta al mundo yvisitar todos los continentes, incluyendola Antártida. Ha trabajado en campañaspolíticas, de crítico de restaurantes yhasta grabado documentales, pero lodejó todo por considerarlo demasiadoaburrido.

Se hizo escritor, según cuenta, porque sumujer (K. A. Applegate) le dijo que yaera hora de crecer y de encontrar untrabajo de verdad. Desde entonces,Grant y ella han escrito más de uncentenar de novelas. Es el autor de lasaga de éxito de ventas internacionalOlvidados.

Actualmente vive en California con suesposa, Katherine Applegate, y sus doshijos.