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Lunes por la tarde. Primavera en una azotea mediterránea. Una mujer está a punto de empezar una novela. La apoya suavemente en su regazo y mientras acaricia la portada mira por la ventana.
Las nubes reposan y amparan una chimenea que parece vigilar el barrio entero desde las alturas, como un tótem metálico. Al fondo, el sombrero puntiagudo de la Catedral da gracias a dios por los colores celestes que divisa.
Mientras tanto, dos pinzas trapecistas acaban de conocerse. No hay braguitas, ni calcetines que puedan entrometerse. La situación es perfecta:
-Hola. Qué tarde tan bonita. ¿Te importa si me quedo un ratito a tu lado?
-No, si no te molesta estar en silencio.
(La brisa marina del barrio marinero cruza las torres y llega hasta sus oídos de madera barata)
-¿Tienes fuego?
- No fumo, pero sé que a veces aparece por aquí una humana fumadora a quien no le molesta el silencio de las alturas. Puede que tengas suerte y suba.
-Mira, allí está. No seas vergonzosa.
-¿Estás segura que no es peligrosa?
-Sí es mi amiga.
-Está bien. Se lo pediré.
¿Tienes fuego?
-Sí, toma.
La mujer de la novela acaba de terminar el primer capítulo. De nuevo apoya el libro en su regazo y se fija en una azotea. ¡Un par de pinzas se lo están montando a lo grande! Se frota los ojos por incrédula, pero…
allí están ellas amándose al atardecer.
FIN
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