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El Gordo
Nunca dirigió una sola película el gordo. Sin embargo,
recuerdo tardes de matiné bajo los escenarios de sus mentiras.
En realidad, el gordo era un modisto de la verdad, pero nunca
un mentiroso; por eso lo queríamos, lo burlábamos y lo
recordamos, hoy que ya no está. Quizá, su ausencia es
ejecutora de su hipérbole. Quizá el gordo hasta era flaco para
sus kilos.
Fue como la Lotería de Babilonia; todos un poco, pero
siempre de materia ficticia. Le gustaba decir que él no era más
que sus circunstancias y canciones, o sus circunstancias y sus
cuentos, o sus circunstancias y cual fuera la práctica en la que
se manifestara al momento de la sentencia. Siempre fue fiel a la
expresión artística, de todos modos. En su círculo familiar, creo
yo debido al conocimiento contaminado que suele tenerse en
esta clase de vínculos, era habitual que se considerara al gordo
alguien incapaz de la más mínima constancia; sin embargo,
nosotros sabíamos que su constante era esa inquieta búsqueda
de un lenguaje con el cual poder decir, y decirse, cuestiones
más importantes que las articulaciones formales que lo llevaran
a este nivel de expresión. También es cierto que era bastante
vagoneta. Las especifidades difieren. Para algunos era
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simpático, para otros odioso, etcétera. Lo importante es que
para todos nosotros era nuestro amigo.
Creo que aquello sucedió un verano. Sobre todo porque
recuerdo el frío de los meses posteriores, el aire cada vez más
finito, y los días que transcurrieron encogiéndose como
gusanos. Dudo porque mi memoria, como aquellas fantasías
del gordo, se ha vuelto eco de otra memoria que ya no alcanzo.
Había una esquina en la que acostumbrábamos juntarnos.
De día, nos sentábamos ahí a esperar que el sol menguara un
poco y pudiéramos ir a jugar a la pelota. De noche,
comprábamos varias cervezas y hablábamos, muchas veces
hasta la mañana siguiente. Aquella noche, apenas había
comenzado la madrugada cuando el gordo llegó, totalmente
desalineado y con bastante agitación. Los pelos, siempre
desprolijos, estaban además enredados y hasta sucios. Aquello,
que a cualquier otro grupo de amigos hubiese bastado para
turbar, a nosotros nos maravilló: no podía ser otra cosa que el
prólogo a una nueva vertiente en su narrativa, mucho más
comprometida con la expresión física de sus aventuras, incluso
elevada ya a una categoría teatral. Evoco imágenes dispersas:
la mugre bajo sus uñas, las zapatillas desatadas, la remera con
manchas de humedad. Me pareció novedoso, genial,
tremendamente eficaz. Verlo fue iniciarse inmediatamente en
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el aún inconcreto relato. Me costó concentrarme en sus
primeras palabras, pero creo que la inicial, luego de un hondo
suspiro, fue “¡ay!”. Todos hicimos propio el dolor que
originaba espontáneamente esa interjección.
Hoy que lo pienso, aquello ya fue rupturista. El gordo
siempre iniciaba los relatos con “No saben lo que me pasó…”,
incluso, estando bastante más adolorido que aquella vez. Lo
había hecho con trifulcas bien frescas en los moretones de su
nariz. Pero aquella vez no lo hizo así, y ese pequeñísimo, sutil
cambio, fue el primero de la serie que llevaría a su
desaparición.
Pocas noches después, nuestro Gordo ya no volvería ni a
esa ni ninguna otra madrugada. Mucho nos preguntarían acerca
de ese último relato, confiando en la existencia de algo
extraordinario que indicara su paradero, pero esto era
totalmente inútil tratándose de una persona absolutamente
inusual. Cualquier particularidad se constituía inmediatamente
en el más claro de sus rasgos. Hubieron algunas otras
circunstancias además, que dificultaron enormemente la labor
policial. En todas partes se reportaba haberlo visto. Pero
siempre de manera inexacta: si bien se avistaba al Gordo, en
Ciudadela medía medio metro menos; en Castelar, tenía diez
años más; en Ituzaingó carecía de una pierna. Y así el Gordo se
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multiplicaba siempre de manera caprichosa, manteniendo
apenas un puñado de rasgos lo suficientemente reconocibles.
Muchos de nosotros, en lo que terminaría por ser futuro de
aquella juventud anterior, nos reencontraríamos de la misma
manera imprecisa. Terminé por comprender que el olvido más
inteligente es el que niega el presente de algún pasado glorioso.
El gordo apareció finalmente. Muchos días después de su
desaparición, llegó caminando a su casa y le pidió a su mamá
algo así como seis milanesas. Pero pronto descubrimos que ya
no era el gordo, nuestro gordo, sino alguien totalmente
diferente que habitaba su cuerpo, casi con pereza. Volvió serio,
volvió silencioso, ajeno, aburrido. Retomó sus estudios
abandonados, intentó volver con su novia. Dejó de juntarse en
la esquina, y nos aconsejaba que dejásemos el alcohol,
basándose en no sé qué cuestiones de dinero y salud. Las
únicas veces que lo veríamos beber otra vez sería en algunas
fiestas, a las que de todos modos iría dejando de asistir.
Terminó el secundario y se anotó en la Facultad; poco después
se casó con una chica rubiecita que conoció mientras estudiaba.
Nos fuimos dejando de ver, y hoy siento aquella
circunstancia como la más piadosa; para entonces jamás había
vuelto a contar ninguna historia, y todos nos sentíamos
extrañamente incómodos con él, como si nos acompañase un
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fantasma.
Nunca supimos si él lo notaba, porque su mirada se
mantenía constantemente opaca, mirando a través de nosotros
hasta el infinito. Nos molestaba la manera en la que parecía ser
él quien desconfiaba de nuestra existencia, como si nosotros
hubiésemos sido quienes habían desparecido y vuelto
transfigurados.
El gordo no sólo volvió cambiado, sino que además hacía
que nosotros mismos comenzáramos a dudar de nuestra propia
existencia. Su manera de sentir tristeza ante todo lo que a
nosotros nos parecía importante nos descorazonaba. Por eso,
cuando obtuvo un préstamo bancario y se mudó a una casita en
Villa Urquiza todos nos sentimos aliviados. Queríamos que el
tiempo volviera a empantanarse, como durante todos aquellos
años de cerveza y pelota, pero su ausencia confirmó en cambio
la dinámica voraz de la existencia.
El gordo terminó por convertirse en una historia más en
futuras noches de borrachera, y acaso pueda hablarse de
justicia poética ó de un sutil método de redención. Todos
finalmente nos acostumbramos a encontrar rostros inexactos
empequeñeciéndose en los espejos, y esta es una decadencia
que el gordo evitó asumiendo en pocas semanas lo que a
nosotros nos llevaría largos años de doloroso desgaste.
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Por eso hoy día lo recordamos sin burlarlo, tal cual era
antes de su desaparición, y hemos comprobado que es su
historia la más celebrada en nuestras cada vez menos
frecuentes noches de copas, en alguna fiesta ó cumpleaños.
Jamás mencionamos aquella última historia.