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1 El Gordo Nunca dirigió una sola película el gordo. Sin embargo, recuerdo tardes de matiné bajo los escenarios de sus mentiras. En realidad, el gordo era un modisto de la verdad, pero nunca un mentiroso; por eso lo queríamos, lo burlábamos y lo recordamos, hoy que ya no está. Quizá, su ausencia es ejecutora de su hipérbole. Quizá el gordo hasta era flaco para sus kilos. Fue como la Lotería de Babilonia; todos un poco, pero siempre de materia ficticia. Le gustaba decir que él no era más que sus circunstancias y canciones, o sus circunstancias y sus cuentos, o sus circunstancias y cual fuera la práctica en la que se manifestara al momento de la sentencia. Siempre fue fiel a la expresión artística, de todos modos. En su círculo familiar, creo yo debido al conocimiento contaminado que suele tenerse en esta clase de vínculos, era habitual que se considerara al gordo alguien incapaz de la más mínima constancia; sin embargo, nosotros sabíamos que su constante era esa inquieta búsqueda de un lenguaje con el cual poder decir, y decirse, cuestiones más importantes que las articulaciones formales que lo llevaran a este nivel de expresión. También es cierto que era bastante vagoneta. Las especifidades difieren. Para algunos era

El gordo

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El Gordo

Nunca dirigió una sola película el gordo. Sin embargo,

recuerdo tardes de matiné bajo los escenarios de sus mentiras.

En realidad, el gordo era un modisto de la verdad, pero nunca

un mentiroso; por eso lo queríamos, lo burlábamos y lo

recordamos, hoy que ya no está. Quizá, su ausencia es

ejecutora de su hipérbole. Quizá el gordo hasta era flaco para

sus kilos.

Fue como la Lotería de Babilonia; todos un poco, pero

siempre de materia ficticia. Le gustaba decir que él no era más

que sus circunstancias y canciones, o sus circunstancias y sus

cuentos, o sus circunstancias y cual fuera la práctica en la que

se manifestara al momento de la sentencia. Siempre fue fiel a la

expresión artística, de todos modos. En su círculo familiar, creo

yo debido al conocimiento contaminado que suele tenerse en

esta clase de vínculos, era habitual que se considerara al gordo

alguien incapaz de la más mínima constancia; sin embargo,

nosotros sabíamos que su constante era esa inquieta búsqueda

de un lenguaje con el cual poder decir, y decirse, cuestiones

más importantes que las articulaciones formales que lo llevaran

a este nivel de expresión. También es cierto que era bastante

vagoneta. Las especifidades difieren. Para algunos era

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simpático, para otros odioso, etcétera. Lo importante es que

para todos nosotros era nuestro amigo.

Creo que aquello sucedió un verano. Sobre todo porque

recuerdo el frío de los meses posteriores, el aire cada vez más

finito, y los días que transcurrieron encogiéndose como

gusanos. Dudo porque mi memoria, como aquellas fantasías

del gordo, se ha vuelto eco de otra memoria que ya no alcanzo.

Había una esquina en la que acostumbrábamos juntarnos.

De día, nos sentábamos ahí a esperar que el sol menguara un

poco y pudiéramos ir a jugar a la pelota. De noche,

comprábamos varias cervezas y hablábamos, muchas veces

hasta la mañana siguiente. Aquella noche, apenas había

comenzado la madrugada cuando el gordo llegó, totalmente

desalineado y con bastante agitación. Los pelos, siempre

desprolijos, estaban además enredados y hasta sucios. Aquello,

que a cualquier otro grupo de amigos hubiese bastado para

turbar, a nosotros nos maravilló: no podía ser otra cosa que el

prólogo a una nueva vertiente en su narrativa, mucho más

comprometida con la expresión física de sus aventuras, incluso

elevada ya a una categoría teatral. Evoco imágenes dispersas:

la mugre bajo sus uñas, las zapatillas desatadas, la remera con

manchas de humedad. Me pareció novedoso, genial,

tremendamente eficaz. Verlo fue iniciarse inmediatamente en

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el aún inconcreto relato. Me costó concentrarme en sus

primeras palabras, pero creo que la inicial, luego de un hondo

suspiro, fue “¡ay!”. Todos hicimos propio el dolor que

originaba espontáneamente esa interjección.

Hoy que lo pienso, aquello ya fue rupturista. El gordo

siempre iniciaba los relatos con “No saben lo que me pasó…”,

incluso, estando bastante más adolorido que aquella vez. Lo

había hecho con trifulcas bien frescas en los moretones de su

nariz. Pero aquella vez no lo hizo así, y ese pequeñísimo, sutil

cambio, fue el primero de la serie que llevaría a su

desaparición.

Pocas noches después, nuestro Gordo ya no volvería ni a

esa ni ninguna otra madrugada. Mucho nos preguntarían acerca

de ese último relato, confiando en la existencia de algo

extraordinario que indicara su paradero, pero esto era

totalmente inútil tratándose de una persona absolutamente

inusual. Cualquier particularidad se constituía inmediatamente

en el más claro de sus rasgos. Hubieron algunas otras

circunstancias además, que dificultaron enormemente la labor

policial. En todas partes se reportaba haberlo visto. Pero

siempre de manera inexacta: si bien se avistaba al Gordo, en

Ciudadela medía medio metro menos; en Castelar, tenía diez

años más; en Ituzaingó carecía de una pierna. Y así el Gordo se

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multiplicaba siempre de manera caprichosa, manteniendo

apenas un puñado de rasgos lo suficientemente reconocibles.

Muchos de nosotros, en lo que terminaría por ser futuro de

aquella juventud anterior, nos reencontraríamos de la misma

manera imprecisa. Terminé por comprender que el olvido más

inteligente es el que niega el presente de algún pasado glorioso.

El gordo apareció finalmente. Muchos días después de su

desaparición, llegó caminando a su casa y le pidió a su mamá

algo así como seis milanesas. Pero pronto descubrimos que ya

no era el gordo, nuestro gordo, sino alguien totalmente

diferente que habitaba su cuerpo, casi con pereza. Volvió serio,

volvió silencioso, ajeno, aburrido. Retomó sus estudios

abandonados, intentó volver con su novia. Dejó de juntarse en

la esquina, y nos aconsejaba que dejásemos el alcohol,

basándose en no sé qué cuestiones de dinero y salud. Las

únicas veces que lo veríamos beber otra vez sería en algunas

fiestas, a las que de todos modos iría dejando de asistir.

Terminó el secundario y se anotó en la Facultad; poco después

se casó con una chica rubiecita que conoció mientras estudiaba.

Nos fuimos dejando de ver, y hoy siento aquella

circunstancia como la más piadosa; para entonces jamás había

vuelto a contar ninguna historia, y todos nos sentíamos

extrañamente incómodos con él, como si nos acompañase un

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fantasma.

Nunca supimos si él lo notaba, porque su mirada se

mantenía constantemente opaca, mirando a través de nosotros

hasta el infinito. Nos molestaba la manera en la que parecía ser

él quien desconfiaba de nuestra existencia, como si nosotros

hubiésemos sido quienes habían desparecido y vuelto

transfigurados.

El gordo no sólo volvió cambiado, sino que además hacía

que nosotros mismos comenzáramos a dudar de nuestra propia

existencia. Su manera de sentir tristeza ante todo lo que a

nosotros nos parecía importante nos descorazonaba. Por eso,

cuando obtuvo un préstamo bancario y se mudó a una casita en

Villa Urquiza todos nos sentimos aliviados. Queríamos que el

tiempo volviera a empantanarse, como durante todos aquellos

años de cerveza y pelota, pero su ausencia confirmó en cambio

la dinámica voraz de la existencia.

El gordo terminó por convertirse en una historia más en

futuras noches de borrachera, y acaso pueda hablarse de

justicia poética ó de un sutil método de redención. Todos

finalmente nos acostumbramos a encontrar rostros inexactos

empequeñeciéndose en los espejos, y esta es una decadencia

que el gordo evitó asumiendo en pocas semanas lo que a

nosotros nos llevaría largos años de doloroso desgaste.

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Por eso hoy día lo recordamos sin burlarlo, tal cual era

antes de su desaparición, y hemos comprobado que es su

historia la más celebrada en nuestras cada vez menos

frecuentes noches de copas, en alguna fiesta ó cumpleaños.

Jamás mencionamos aquella última historia.