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La Langosta Literaria recomienda TRILOGÍA AFRICANA de CHINUA ACHEBE - Primer Capítulo

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Todo se desmorona, la novela africana más leída de todos los tiempos, redefinió no sólo la literatura africana sino la literatura mundial. Esta cruda e impactante parábola sobre un hombre fuerte y orgulloso, pero incapaz de evitar la colonización y consiguiente ruina de su pueblo en Nigeria, inaugura la legendaria Trilogía africana de este gran autor, quien supo retratar, como nadie, la tragedia y el destino del pueblo africano. Publicadas por primera vez en español en un solo volumen, estas tres novelas nos cuentan, con extraordinaria lucidez y precisión, una historia universal de lucha moral en un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso. Una historia que sigue resonando en África y que ha capturado la imaginación de millones de lectores alrededor del mundo.

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Okonkwo era muy conocido en las nueve aldeas e inclusomás allá. Su fama se apoyaba en sólidos triunfos personales.Cuando tenía dieciocho años había honrado a su aldea derri-bando a Amalinze el Gato. Amalinze fue un gran luchadorque se mantuvo siete años invicto, desde Umuofia hasta Mbai-no. Le llamaban «el Gato» porque nunca tocaba el suelo conla espalda. Okonkwo había derribado precisamente a aquelhombre en un combate que todos los ancianos decían que ha-bía sido uno de los más encarnizados desde que el fundadorde su poblado había luchado con un espíritu del bosque du-rante siete días y siete noches.

Batían los tambores, cantaban las flautas y contenían elaliento los espectadores. Amalinze tenía astucia y oficio, peroOkonkwo era escurridizo como un pez en el agua. Se le mar-caban todos los músculos y los nervios de los brazos, la espal-da y los muslos, y casi los oías tensarse, a punto de romperse.Al final Okonkwo derribó al Gato.

Eso había sido muchos años atrás, veinte o más, y duran-te ese tiempo la fama de Okonkwo había crecido como un in-cendio en el bosque cuando sopla el harmatán. Era alto yenorme, y las cejas pobladas y la nariz ancha le daban un airemuy severo. Respiraba estruendosamente y decían que sus es-

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posas y sus hijos le oían respirar desde sus cabañas cuandodormía. Apenas tocaba el suelo con los talones al caminar yparecía que tuviera muelles en los pies, como si fuera a pegar-le a alguien. Y pegaba a la gente con mucha frecuencia. Tarta-mudeaba un poco, y en cuanto se enfadaba y no conseguíapronunciar las palabras con la suficiente rapidez usaba los pu-ños. No tenía paciencia con los fracasados. No había tenidopaciencia con su padre.

Unoka, que así se llamaba su padre, había muerto hacíadiez años. En vida había sido perezoso e imprevisor y com-pletamente incapaz de pensar en el futuro. Cuando se encon-traba con algo de dinero, que era raras veces, compraba ense-guida calabazas de vino de palma, llamaba a los vecinos y locelebraba. Decía que siempre que miraba la boca de un muer-to comprendía que era un disparate no comer lo que teníasmientras estabas vivo. Unoka era un deudor, claro, y debía di-nero a todos los vecinos, desde unos cuantos cauris a sumasbastante cuantiosas.

Era alto pero muy flaco y un poco encorvado. Tenía unaspecto triste y ojeroso salvo cuando bebía o tocaba la flauta.Tocaba la flauta muy bien, y sus momentos más felices eranlas dos o tres lunas después de la recolección de la cosecha enque los músicos de la aldea descolgaban los instrumentos, quecolgaban encima del fuego del hogar. Unoka tocaba con ellos,la cara radiante de paz y beatitud. A veces otra aldea pedía a labanda de Unoka y a sus egwugwu danzantes que fueran y sequedaran con ellos y les enseñaran sus melodías. Se pasabanen estos convites hasta tres o cuatro mercados, haciendo mú-sica y festejando. A Unoka le gustaba la buena comida y labuena amistad, y le gustaba la estación del año en que habíanpasado ya las lluvias y todas las mañanas salía un sol bello ydeslumbrante. Y además no hacía aún demasiado calor, por-que soplaba del norte el viento harmatán, frío y seco. Algunosaños el harmatán era muy fuerte y flotaba en la atmósfera una

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niebla densa. Los ancianos y los niños se sentaban entoncesalrededor de los fuegos de leña, a calentar el cuerpo. A Unokale gustaba mucho todo eso, y los primeros milanos reales quevolvían con la estación seca, y los niños que les cantaban can-ciones de bienvenida. Se acordaba de su propia infancia, de lasveces que había vagado de un sitio a otro para ver si veía depronto un milano planeando despacio en el azul del cielo. Encuanto veía uno cantaba con todo su ser, dándole la bienveni-da al regreso de su largo, larguísimo viaje y preguntándole sihabía traído algo de tela.

Aquello había sido años atrás, cuando era joven. Unoka,el adulto, era un fracasado. Era pobre y su esposa y sus hijosno tenían apenas nada que comer. Todos se reían de él porqueera un haragán, y juraban que no volverían a prestarle dineroporque nunca lo devolvía. Pero Unoka siempre conseguía,por su forma de ser, que le prestaran más, y acumulaba unadeuda tras otra.

Un día fue a verle un vecino que se llamaba Okoye. Él es-taba en su cabaña, reclinado en un lecho de barro, tocando laflauta. Se levantó enseguida a estrechar la mano de Okoye,que extendió luego la piel de cabra que llevaba bajo el brazo yse sentó. Unoka entró en un cuarto de su cabaña y volvió a sa-lir enseguida con un pequeño disco de madera en el que habíauna nuez de cola, un poco de pimienta de cocodrilo y un tro-zo de tiza blanca.

—Tengo cola —proclamó cuando se sentó, y le pasó eldisco al visitante.

—Gracias. Quien trae cola trae vida. Pero creo que debe-rías abrirla tú —contestó Okoye devolviéndole el disco.

—No, yo creo que te corresponde a ti.Y estuvieron discutiendo así un poco hasta que Unoka

aceptó el honor de abrir la cola. Mientras, Okoye cogió latiza, trazó unas rayas en el suelo y luego se pintó el dedogordo del pie. Al abrir la cola, Unoka rezó pidiendo a los

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antepasados vida y salud, y protección frente a los enemi-gos. Después de comer hablaron de muchas cosas: de quecon tanta lluvia estaban ahogándose los ñames, de la próxi-ma fiesta ancestral y la guerra inminente con la aldea deMbaino. A Unoka nunca le gustaba el tema de las guerras.En realidad era un cobarde y no podía soportar la visiónde la sangre. Así que cambiaba de conversación; hablaba demúsica y se ponía radiante. Podía oír en el oído de su men-te los intrincados ritmos del ekwe, el udu y el ogene queenardecían la sangre y oía su propia flauta entrelazándosecon ellos, adornándolos con una melodía quejumbrosa ycolorista. La impresión de conjunto era alegre y viva, perosi seguías la flauta cuando subía y bajaba y luego se cortabaen breves periodos, te dabas cuenta de que había allí pena yaflicción.

Okoye era músico también. Tocaba el ogene. Pero no eraun fracasado como Unoka. Tenía un granero lleno de ñames ytenía tres esposas. Y ahora iba a asumir el título de Idemili, eltercero en importancia del país. Era una ceremonia muy caray estaba reuniendo todos sus recursos. Ese era en realidad elmotivo de que visitara a Unoka. Carraspeó y dijo:

—Gracias por la cola. Tal vez te hayas enterado del títuloque pretendo tomar dentro de poco.

Okoye, que había hablado hasta entonces de una formanormal, dijo la siguiente media docena de frases en prover-bios. Los igbo valoran muchísimo el arte de la conversación ylos proverbios son el aceite de palma con el que se comen laspalabras. Okoye era un gran conversador y habló durantemucho rato, bordeando el asunto y abordándolo al fin. En re-sumen, le pidió a Unoka que le devolviera los doscientos cau-ris que le había prestado hacía más de dos años. Unoka rom-pió a reír en cuanto comprendió lo que su amigo pretendía. Seestuvo riendo a carcajadas un buen rato con una risa claracomo el ogene y con lágrimas en los ojos. Esto desconcertó a

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su visitante, que le miraba enmudecido. Por fin Unoka consi-guió dar una respuesta entre nuevas risas.

—Mira esa pared —dijo, señalando la pared del fondo dela cabaña, que habían frotado con tierra roja para que brilla-ra—. Mira esas rayas de tiza.

Y Okoye vio grupos de rayas perpendiculares cortas tra-zadas con tiza. Había cinco grupos, y el grupo más pequeñoera de diez rayas. Unoka tenía sentido de lo dramático, así quehizo una pausa; tomó un poquito de rapé, estornudó ruidosa-mente y luego continuó:

—Cada grupo de rayas representa una deuda, y cada rayason cien cauris. Mira, a ese hombre le debo mil cauris. Pero noha venido a despertarme por la mañana por ello. Te pagaré,pero no hoy. Dicen nuestros mayores que el sol ha de alum-brar antes a los que están de pie que a los que se arrodillanbajo ellos. Pagaré primero las deudas grandes.

Y tomó otro poquito de rapé, como si aquello fuera a pa-gar las deudas grandes primero. Okoye enrolló su piel de ca-bra y se fue.

Unoka murió sin haber obtenido ningún título y carga-do de deudas. Así que no tenía nada de extraño que su hijoOkonkwo se avergonzase de él. Por suerte, entre aquellagente se juzgaba a un hombre por sus propios méritos, nopor los de su padre. Era evidente que Okonkwo estaba he-cho para grandes cosas. Todavía era joven pero ya se habíahecho famoso como el mejor luchador de las nueve aldeas.Era un labrador rico, tenía dos graneros llenos de ñames, yacababa de tomar una tercera esposa. Para coronarlo todo,había obtenido dos títulos y había demostrado un valor in-creíble en dos guerras intertribales. Así que, aunque joventodavía, era ya uno de los hombres más grandes de su tiem-po. Entre los suyos se respetaba la edad, pero se reverencia-ba el triunfo. Como decían los ancianos, si un niño se lavabalas manos podía comer con reyes. Era evidente que Okon-

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kwo se había lavado las manos y por eso comía con los reyesy con los ancianos. Y por eso vino a ser él el que se cuida-se del muchacho condenado que sacrificaban a la aldea deUmuofia sus vecinos para evitar la guerra y el derramamien-to de sangre. Ese desventurado muchacho se llamaba Ikeme-funa.

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Okonkwo acababa de apagar la lámpara de aceite de palma yde echarse en su cama de bambú cuando oyó el ogene del pre-gonero taladrando el aire quieto de la noche. Gong, gong,gong, gong, atronaba el metal hueco. Luego el pregonero co-municó el mensaje, y cuando acabó tocó de nuevo el instru-mento. Y el mensaje era este: se pedía a todos los hombres deUmuofia que acudieran a la plaza del mercado al día siguien-te por la mañana. Okonkwo se preguntó qué pasaría. Habíapercibido un tono claro de tragedia, y aún podía seguir oyén-dolo al ir apagándose en la distancia la voz del pregonero.

La noche era muy tranquila. Siempre lo era salvo que hu-biese luna. La oscuridad inspiraba a todos un vago terror, has-ta a los más valientes. Se advertía a los niños que no silbarande noche por miedo a los malos espíritus. Los animales peli-grosos se hacían más misteriosos y siniestros aún en la oscuri-dad. Nunca se llamaba de noche a una culebra por su nombre,porque lo oiría. Se la llamaba cuerda. Así que aquella nocheconcreta, cuando la voz del pregonero se perdió poco a pocoen la distancia, volvió al mundo el silencio, un silencio vibran-te, intensificado por el trino universal de los millones y millo-nes de insectos del bosque.

Una noche de luna habría sido distinto. Se habrían oídoentonces las voces felices de los niños jugando al aire libre.

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Y tal vez los no tan jóvenes jugaran en parejas en lugares másresguardados, y los ancianos y las ancianas recordasen su ju-ventud. Como dicen los igbo: «Cuando brilla la luna, hasta allisiado le entran ganas de dar un paseo».

Pero aquella noche concreta era oscura y silenciosa. Y enlas nueve aldeas de Umuofia un pregonero con su ogene pedíaa todos los hombres que acudieran al día siguiente por la ma-ñana. Okonkwo intentó adivinar, allí, en su cama de bambú,de qué se trataría… ¿guerra con un clan vecino? Esa parecía larazón más probable, y él no tenía miedo a la guerra. Él era unhombre de acción, un hombre de guerra. Él podía soportar lavisión de la sangre, no era como su padre. En la última guerrade Umuofia había sido el primero que había conseguido unacabeza humana. Esa había sido su quinta cabeza, y aún no eraun anciano. En las grandes solemnidades, como, por ejemplo,en el funeral de un notable de la aldea, él bebía el vino de pal-ma de su primera cabeza humana.

Por la mañana la plaza del mercado estaba llena. Debía dehaber allí unos diez mil hombres, hablando todos en voz baja.Al final, de entre ellos se levantó Ogbuefi Ezeugo, gritó cua-tro veces «Umuofia kwenu», mirando en una dirección dis-tinta cada vez, y pareció como si empujara el aire con el puñoapretado. Y diez mil hombres contestaron «Yaa!» cada vez. Sehizo luego un silencio perfecto. Ogbuefi Ezeugo era un granorador y le elegían siempre para hablar en estos casos. Se pasóla mano por la cabeza canosa y se acarició la barba blanca.Luego se ajustó la túnica, que se pasaba por debajo de la axiladerecha y que llevaba atada sobre el hombro izquierdo.

—Umuofia kwenu —bramó por quinta vez, y la multitudrespondió con un grito. Y luego estiró de pronto la mano de-recha como un poseso señalando hacia Mbaino y dijo con losdientes de un blanco relumbrante firmemente apretados—:Esos hijos de animales salvajes se han atrevido a asesinar a unahija de Umuofia.

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Bajó la cabeza bruscamente, rechinó los dientes y dejóque un murmullo de cólera contenida recorriese la multitud.Cuando volvió a hablar, la cólera había desaparecido de surostro y rondaba en su lugar un tipo de sonrisa más terrible ysiniestra que la cólera. Y explicó a Umuofia con una voz clarae impasible cómo su hija había ido al mercado de Mbaino y lahabían matado. Aquella mujer, dijo Ezeugo, era la esposa deOgbuefi Udo, y señaló a un hombre que estaba sentado a sulado con la cabeza baja. La multitud entonces gritó enfureci-da y sedienta de sangre.

Hablaron muchos otros y al final se decidió seguir la for-ma habitual de actuación. Se envió inmediatamente un ulti-mátum a Mbaino pidiéndoles que eligieran entre guerra, porun lado, o la entrega de un muchacho y una virgen como com-pensación, por otro.

Umuofia era temida por todos sus vecinos. Era poderosaen la guerra y en hechicería, y en toda la zona circundante te-mían a sus sacerdotes y hechiceros. Su hechizo de guerra máspotente era tan antiguo como el propio clan. Nadie sabíaexactamente cuánto. Pero había una cosa en la que todos esta-ban de acuerdo: el principio activo de aquella hechicería habíasido una anciana con una sola pierna. En realidad, la hechice-ría misma se llamaba agadi-nwayi, o anciana. Tenía su santua-rio en el centro de Umuofia, en un espacio despejado. Y si al-guien era tan temerario como para pasar por delante delsantuario después de oscurecer, no había duda de que vería ala anciana cojeando por allí.

Y por eso los clanes vecinos, que, como es natural, sabíanestas cosas, temían a Umuofia y no iban a la guerra contra ellasin intentar primero un arreglo pacífico. Y habría que decir,para hacer justicia a Umuofia, que ella nunca iba a la guerra sino tenía un motivo justo y claro y que aceptase que lo era suoráculo, el oráculo de las colinas y de las cuevas. Y había ha-bido ocasiones concretas en que el oráculo había prohibido a

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Umuofia iniciar una guerra. Si el clan hubiese desobedecido aloráculo, habrían sido derrotados seguro, porque su temidaagadi-nwayi nunca habría luchado en lo que los igbo llamanuna «lucha culpable».

Pero la guerra que amenazaba ahora era una guerra justa.Hasta el clan enemigo lo sabía. Por eso cuando Okonkwo deUmuofia llegó a Mbaino como el orgulloso e imperioso emisa-rio de la guerra, le trataron con mucha consideración y respeto,y dos días después volvió a casa con un muchacho de quinceaños y una joven virgen. El muchacho se llamaba Ikemefuna, ytodavía hoy se sigue contando en Umuofia su triste historia.

Los ancianos, o ndichie, se reunieron a escuchar el infor-me de la misión de Okonkwo. Al final decidieron, como sabíatodo el mundo que harían, que la joven fuera para OgbuefiUdo, en lugar de la esposa asesinada. En cuanto al muchacho,pertenecía a todo el clan y no había prisa por decidir sobre sudestino. Por eso pidieron a Okonkwo que se cuidase de élmientras tanto en nombre del clan. Y así Ikemefuna vivió encasa de Okonkwo durante tres años.

Okonkwo regía su casa con mano dura. Sus esposas, sobretodo las más jóvenes, vivían con un temor constante a su ca-rácter irascible, y lo mismo les sucedía a los hijos pequeños.Quizá Okonkwo no fuera un hombre cruel en el fondo de sucorazón. Pero toda su vida había estado dominada por el mie-do, el miedo al fracaso y a la debilidad. Era más profundo ymás íntimo que el miedo a los dioses malignos e imprevisiblesy a la magia, el miedo al bosque y a las fuerzas naturales, ma-lévolas, de garras y dientes crueles. El miedo de Okonkwo eramayor que esos otros miedos. No era un miedo externo, sinoque estaba arraigado en su interior. Era miedo a sí mismo, a quese descubriera que se parecía a su padre. El fracaso y la debili-dad de su padre le habían hecho sufrir ya desde pequeño, y

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todavía recordaba cuánto le había dolido que un compañerode juegos le dijera que su padre era agbala. Precisamente fueasí como se enteró de que agbala no era solo otra palabra paradecir «mujer», sino que también podía significar «hombre queno ha tomado ningún título». Así que Okonkwo estaba do-minado por una pasión: detestar todas las cosas que le habíangustado a su padre, Unoka. Una de esas cosas era la amabili-dad y otra la ociosidad.

Durante la estación de la siembra, Okonkwo trabajaba to-dos los días en los campos, desde el canto del gallo hasta quelas gallinas volvían al gallinero. Era un hombre muy fuertey casi nunca se sentía cansado. Pero sus esposas y sus hijospequeños no eran tan fuertes como él, y sufrían. Pero no seatrevían a quejarse abiertamente. Nwoye, el primogénito deOkonkwo, tenía por entonces doce años y su padre estabamuy preocupado por su incipiente holgazanería. Eso al me-nos le parecía a su padre, que procuraba corregirle pegándoley riñéndole constantemente. Así que Nwoye se estaba con-virtiendo en un niño triste.

La casa de Okonkwo mostraba claramente su prosperi-dad. Tenía un recinto grande rodeado por un ancho muro detierra roja. Su propia cabaña u obi se alzaba a la entrada mis-ma de la única puerta de los muros rojos. Sus tres esposastenían una cabaña cada una, y formaban juntas las tres unamedia luna detrás del obi. El granero estaba adosado a un ex-tremo de los muros rojos y destacaban en él grandes monto-nes de ñames. En el extremo opuesto del recinto había un co-bertizo para las cabras, y cada esposa había construido unpequeño añadido a su cabaña para las gallinas. Cerca del gra-nero había una casita, como un pequeño santuario, dondeOkonkwo guardaba los símbolos de madera de su dios perso-nal y de sus espíritus ancestrales. Les rendía culto con ofren-das de nuez de cola, comida y vino de palma, y les rezaba porél y por sus tres esposas y sus ocho hijos.

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Así que cuando mataron a aquella hija de Umuofia en Mbai-no, Ikemefuna fue a vivir a casa de Okonkwo. Cuando Okon-kwo le llevó a casa ese día, llamó a su primera esposa y se loentregó.

—Pertenece al clan —le dijo—, así que cuida de él.—¿Se quedará mucho tiempo con nosotros? —preguntó

ella.—Haz lo que te he dicho, mujer —atronó Okonkwo, y

tartamudeó—: ¿Desde cuándo eres tú uno de los ndichie deUmuofia?

Así que la madre de Nwoye llevó a Ikemefuna a su caba-ña y no hizo más preguntas.

En cuanto al muchacho, estaba muerto de miedo. No en-tendía lo que le estaba pasando ni qué habría podido hacer él.No tenía ni idea de que su padre había participado en el asesi-nato de una hija de Umuofia. Él solo sabía que habían llegadounos hombres a su casa, habían conversado en voz baja con supadre y que luego, al final, se lo habían llevado a él y le habíanentregado a un extraño. Su madre lloraba amargamente, peroél estaba demasiado sorprendido para llorar. Y luego el desco-nocido les había llevado, a él y a una muchacha, lejos, muy le-jos de su casa, por senderos solitarios del bosque. A la mu-chacha no la conocía y no volvió a verla nunca más.

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