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Por quien doblan las campanas - Ernest Hemingway

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En los tupidos bosques de pinos de una región montañosa española un grupo de milicianos se dispone a volar un puente esencial para la ofensiva republicana. La acción cortará las comunicaciones por carretera y evitará el contraataque de los sublevados. Robert Jordan, un joven voluntario de las Brigadas Internacionales, es el dinamitero experto que ha venido a España para volar dicho puente. Allí, en las montañas, descubrirá los peligros y la intensa camaradería de la guerra. Y descubrirá también a María, una joven rescatada por los milicianos de manos de las fuerzas sublevadas de Franco. Mientras atraviesan las montañas, Robert Jordan irá conociendo lo sucedido durante los primeros momentos de la sublevación hasta el momento en que se precipite la tragedia colectiva en que están inmersos. http://www.epublibre.org/libro/detalle/2676

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Título original: For Whom the Bell TollsErnest Hemingway, 1940Traducción: Lola de AguadoRetoque de portada: Horus

Editor digital: HorusCorrección de erratas: citostaticoePub base r1.0

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Dedico este libro a MarthaGellhorn

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Nadie es una isla, completo ensí mismo; cada hombre es unpedazo del continente, unaparte de la tierra; si el mar selleva una porción de tierra,toda Europa queda disminuida,como si fuera un promontorio,o la casa de uno de tus amigos,o la tuya propia; la muerte decualquier hombre medisminuye, porque estoyligado a la humanidad; y porconsiguiente, nunca hagaspreguntar por quién doblan lascampanas; doblan por ti.

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JOHN DONNE

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Capítulo primero

ESTABA TUMBADO BOCA ABAJO ,sobre una capa de agujas de pino decolor castaño, con la barbillaapoyada en los brazos cruzados,mientras el viento, en lo alto,zumbaba entre las copas. El flancode la montaña hacía un suavedeclive por aquella parte; pero,más abajo, se convertía en unapendiente escarpada, de modo quedesde donde se hallaba tumbadopodía ver la cinta oscura, bienembreada, de la carretera,

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zigzagueando en torno al puerto.Había un torrente que corría junto ala carretera y, más abajo, a orillasdel torrente, se veía un aserradero yla blanca cabellera de la cascadaque se derramaba de la represa,cabrilleando a la luz del sol.

—¿Es ese el aserradero? —preguntó.

—Ese es.—No lo recuerdo.—Se hizo después de

marcharse usted. El aserraderoviejo está abajo, mucho más abajodel puerto.

Sobre las agujas de pino

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desplegó la copia fotográfica de unmapa militar y lo estudiócuidadosamente. El viejoobservaba por encima de suhombro. Era un tipo pequeño yrecio que llevaba una blusa negra alestilo de los aldeanos, pantalonesgrises de pana y alpargatas consuela de cáñamo. Resollaba confuerza a causa de la escalada ytenía la mano apoyada en uno de lospesados bultos que habían subidohasta allí.

—Desde aquí no puede verse elpuente.

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—No —dijo el viejo—, esta esla parte más abierta del puerto,donde el río corre más despacio.Más abajo, por donde la carreterase pierde entre los árboles, se hacemás pendiente y forma una estrechagarganta…

—Ya me acuerdo.—El puente atraviesa esa

garganta.—¿Y dónde están los puestos

de guardia?—Hay un puesto en el

aserradero que ve usted ahí.El joven sacó unos gemelos del

bolsillo de su camisa, una camisa

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de lanilla de color indeciso, limpiólos cristales con el pañuelo y ajustólas roscas hasta que las paredes delaserradero aparecieron netamentedibujadas, hasta el punto que pudodistinguir el banco de madera quehabía junto a la puerta, la pila deserrín junto al cobertizo, en dondeestaba la sierra circular, y la pistapor donde los troncos bajabandeslizándose por la pendiente de lamontaña, al otro lado del río. El ríoaparecía claro y límpido en losgemelos y, bajo la cabellera deagua de la presa, el viento hacía

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volar la espuma.—No hay centinela.—Se ve humo que sale del

aserradero —dijo el viejo—. Hayropa tendida en una cuerda.

—Lo veo, pero no veo ningúncentinela.

—Quizá quede en la sombra —observó el viejo—. Hace calor aestas horas. Debe de estar a lasombra, al otro lado, donde noalcanzamos a ver.

—¿Dónde está el otro puesto?—Más allá del puente. Está en

la casilla del peón caminero, acinco kilómetros de la cumbre del

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puerto.—¿Cuántos hombres habrá allí?

—preguntó el joven, señalandohacia el aserradero.

—Quizás haya cuatro y un cabo.—¿Y más abajo?—Más. Ya me enteraré.—¿Y en el puente?—Hay siempre dos, uno a cada

extremo.—Necesitaremos cierto número

de hombres —dijo el joven—.¿Cuántos podría conseguirme?

—Puedo proporcionarle los quequiera —dijo el viejo—. Hay ahoramuchos en estas montañas.

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—¿Cuántos exactamente?—Más de un centenar, aunque

están desperdigados en pequeñasbandas. ¿Cuántos hombresnecesitará?

—Se lo diré cuando hayaestudiado el puente.

—¿Quiere usted estudiarloahora?

—No. Ahora quisiera ir adonde pudiéramos esconder estosexplosivos hasta que llegue elmomento. Querría esconderlos enun lugar muy seguro y a unadistancia no mayor de una media

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hora del puente, si fuera posible.—Es posible —contestó el

viejo—. Desde el sitio hacia dondevamos, será todo camino llanohasta el puente. Pero tenemos quetrepar un poco para llegar allí.¿Tiene usted hambre?

—Sí —dijo el joven—; perocomeremos luego. ¿Cómo se llamausted? Lo he olvidado. —Era unamala señal, a su juicio, el haberloolvidado.

—Anselmo —contestó el viejo—. Me llamo Anselmo y soy de ElBarco de Ávila. Déjeme que leayude a llevar ese bulto.

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El joven, que era alto y esbelto,con mechones de pelo rubio,descoloridos por el sol, y una caracurtida por la intemperie, llevaba,además de la camisa de lanadescolorida, pantalones de pana yalpargatas. Se inclinó hacia elsuelo, pasó el brazo bajo una de lascorreas que sujetaban el fardo y lolevantó sobre su espalda. Pasóluego el brazo bajo la otra correa ycolocó el fardo a la altura de sushombros. Llevaba la camisa mojadapor la parte donde el fardo habíaestado poco antes.

—Ya está —dijo—. ¿Nos

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vamos?—Tenemos que trepar —dijo

Anselmo.Inclinados bajo el peso de los

bultos, sudando y resollando,treparon por el pinar que cubría elflanco de la montaña. No habíaningún camino que el joven pudieradistinguir, pero se abrieron pasozigzagueando. Atravesaron unpequeño torrente y el viejo siguiómontaña arriba, bordeando el lechorocoso del arroyuelo. El camino eracada vez más escarpado ydificultoso, hasta que llegaron

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finalmente a un lugar, en donde deuna arista de granito limpia se veíabrotar el torrente. El viejo sedetuvo al pie de la arista, para dartiempo al joven a que llegase hastaallí.

—¿Qué tal va la cosa?—Muy bien —contestó el

joven. Sudaba por todos sus porosy le dolían los músculos por loempinado de la subida.

—Espere aquí un momentohasta que yo vuelva. Voy aadelantarme para avisarles. Noquerrá usted que le peguen un tirollevando encima esa mercancía.

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—Ni en broma —contestó eljoven—. ¿Está muy lejos?

—Está muy cerca. Dígamecómo se llama.

—Roberto —contestó el joven.Había dejado escurrir el bulto,

depositándolo suavemente entre dosgrandes guijarros, junto al lecho delarroyuelo.

—Espere aquí, Roberto; enseguida vuelvo a buscarle.

—Está bien —dijo el joven—.Pero ¿tiene la intención de bajar alpuente por este camino?

—No, cuando vayamos alpuente será por otro camino. Mucho

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más corto y más fácil.—No quisiera guardar todo este

material lejos del puente.—No lo guardará. Si no le gusta

el sitio elegido, buscaremos otro.—Ya veremos —respondió el

joven.Sentóse junto a los bultos y

miró al viejo trepando por lasrocas. Lo hacía con facilidad, y porla manera de encontrar los puntosde apoyo, sin vacilaciones, dedujoel joven que lo habría hecho otrasmuchas veces. No obstante,cualquiera que fuese el que

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estuviera arriba, había tenidomucho cuidado para no dejarninguna huella.

El joven, cuyo nombre eraRobert Jordan, se sentíaextremadamente hambriento einquieto. Tenía hambre confrecuencia, pero a menudo no senotaba preocupado, porque no ledaba importancia a lo que pudieraocurrirle a él mismo y conocía porexperiencia lo fácil que eramoverse detrás de las líneas delenemigo en toda aquella región. Eratan fácil moverse detrás de laslíneas del enemigo como cruzarlas

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si se contaba con un buen guía. Sóloel dar importancia a lo que pudierasucederle a uno, si era atrapado,era lo que hacía la cosa arriesgada;eso y el saber en quién confiar.Había que confiar enteramente en lagente con la cual se trabajaba o noconfiar para nada, y era precisosaber por uno mismo en quién sepodía confiar. No le preocupabanada de eso. Pero había otras cosasque sí le preocupaban.

Aquel Anselmo había sido unbuen guía y era un montañeroconsiderable. Robert Jordan era unbuen andarín, pero se había dado

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cuenta desde que salieron aquellamañana, antes del alba, de que elviejo le aventajaba. Robert Jordanconfiaba mucho en el viejo, salvoen su juicio. No había tenidoocasión de saber lo que pensaba, y,en todo caso, el averiguar si sepodía o no tener confianza en él eraincumbencia suya. No, no se sentíainquieto por Anselmo, y el asuntodel puente no era más difícil quecualquier otro. Sabía cómo hacervolar cualquier clase de puente quehubiera sobre la faz de la tierra, yhabía volado puentes de todos los

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tipos y de todos los tamaños. Teníasuficientes explosivos y equiporepartidos entre las dos mochilascomo para volar el puente demanera apropiada, incluso aunquefuera dos veces mayor de lo queAnselmo le había dicho; tan grandecomo él recordaba que era cuandolo cruzó yendo a La Granja en unaexcursión a pie el año de 1933, tangrande como Golz se lo habíadescrito aquella noche, dos díasantes, en el cuarto de arriba de lacasa de los alrededores de ElEscorial.

—Volar el puente no tiene

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importancia —había dicho Golz,señalando con un lápiz sobre elgran mapa, con la cabeza inclinada;su calva cabeza, señalada decicatrices, brillando bajo lalámpara—. ¿Comprende usted?

—Sí, lo comprendo.—Absolutamente ninguna.

Limitarse a hacerlo saltar sería unfracaso.

—Sí, camarada general.—Lo que importa es volar el

puente a una hora determinada,señalada, cuando se desencadene laofensiva. Eso es lo importante. Yeso es lo que tiene usted que hacer

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con absoluta limpieza y en elmomento justo. ¿Se da ustedcuenta?

Golz contempló pensativo lapunta del lápiz y luego se golpeócon él, suavemente, en los dientes.

Robert Jordan no dijo nada.—Es usted el que tiene que

saber cuándo ha llegado elmomento de hacerlo —insistióGolz, levantando la vista hacia él yhaciéndole una indicación con lacabeza. Golpeó en el mapa con ellápiz—. Es usted quien tiene quedecidirlo. Nosotros no podemos

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hacerlo.—¿Por qué, camarada general?—¿Por qué? —preguntó Golz

iracundo—. ¿Cuántos ataques havisto usted? ¿Y todavía me preguntapor qué? ¿Quién me garantiza quemis órdenes no serán trastocadas?¿Quién me garantiza que no seráanulada la ofensiva? ¿Quién megarantiza que la ofensiva no va aser retrasada? ¿Quién me garantizaque la ofensiva no empezará seishoras después del momento fijado?¿Se ha hecho alguna vez algunaofensiva como estaba previsto?

—Empezará en el momento

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previsto si la ofensiva es suofensiva —dijo Jordan.

—Nunca son mis ofensivas —dijo Golz—. Yo las preparo. Peronunca son mías. La artillería no esmía. Tengo que contentarme con loque me dan. Nunca me dan lo quepido, aunque pudieran dármelo. Yeso no es todo. Hay otras cosas.Usted sabe cómo es esta gente. Nohace falta que se lo diga. Siemprehay enredos. Siempre hay alguienque viene a enredar. Trate, pues, decomprenderlo.

—¿Cuándo será menester quevuele el puente? —preguntó Jordan.

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—En cuanto empiece laofensiva. Tan pronto como laofensiva haya comenzado, pero noantes. Es preciso que no les lleguenrefuerzos por la carretera. —Señaló un punto con su lápiz—.Tengo que estar seguro de que nopuede llegar nada por estacarretera.

—¿Y cuándo es la ofensiva?—Se lo diré. Pero utilice usted

la fecha y la hora sólo como unaindicación de probabilidad. Tieneusted que estar listo para esemomento. Volará usted el puente

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después que la ofensiva hayaempezado. ¿Se da usted cuenta? —Y volvió a señalar con el lápiz—.Esta es la única carretera por la quepueden llegarles refuerzos. Esta esla única carretera por la que puedenllegarles tanques o artillería, osencillamente un simple camiónhasta el puerto que yo ataco. Tengoque saber que el puente ha volado.Pero no antes, porque podríanrepararlo si la ofensiva se retrasa.No. Tiene que volar cuando hayaempezado la ofensiva, y tengo quesaber que ha volado. Hay sólo doscentinelas. El hombre que va a

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acompañarle, acaba de llegar deallí. Es hombre de confianza, segúndicen ellos. Usted verá si lo es.Tienen gente en las montañas.Hágase con todos los hombres quenecesite. Utilice los menos quepueda, pero utilícelos. No tengonecesidad de explicarle estascosas.

—¿Y cómo puedo yo sabercuándo ha comenzado la ofensiva?

—La ofensiva se hará con unadivisión completa. Habrá unbombardeo como medida depreparación. No es usted sordo,¿no?

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—Entonces tendré que deducir,cuando los aviones comiencen adescargar bombas, que el ataque hacomenzado.

—No puede decirse siempreeso —comentó Golz, negando conla cabeza—; pero en este casotendrá que hacerlo. Es mi ofensiva.

—Comprendo —dijo Jordan—;pero no puedo decir que la cosa meguste demasiado.

—Tampoco me gusta a mí. Sino quiere encargarse de estecometido, dígalo ahora. Si cree queno puede hacerlo, dígalo ahora

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mismo.—Lo haré —contestó Jordan—.

Lo haré como es debido.—Eso es todo lo que quiero

saber —concluyó Golz—. Quierosaber que nada puede pasar por esepuente. Absolutamente nada.

—Entendido.—No me gusta pedir a la gente

que haga estas cosas en semejantescondiciones —prosiguió Golz—.No puedo ordenárselo a usted.Comprendo que puede usted verseobligado a ciertas cosas dadasestas condiciones. Por eso tengointerés en explicárselo todo en

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detalle, para que se haga cargo detodas las dificultades y de laimportancia del trabajo.

—¿Y cómo avanzará ustedhacia La Granja cuando el puentehaya volado?

—Estamos preparados pararepararlo en cuanto hayamosocupado el puerto. Es unaoperación complicada y bonita. Tancomplicada y tan bonita comosiempre. El plan ha sido preparadoen Madrid. Es otro de los planes deVicente Rojo, el profesor bonitoque no tiene suerte con sus obrasmaestras. Soy yo quien tiene que

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llevar a cabo la ofensiva y quientiene que llevarla a cabo, comosiempre, con fuerzas insuficientes.A pesar de todo, es una operacióncon muchas probabilidades. Mesiento más optimista de lo quesuelo sentirme. Puede tener éxito sise elimina el puente. Podemosocupar Segovia. Mire, le explicarécómo se han preparado las cosas.¿Ve usted este punto? No es por laparte más alta del puerto por dondeatacaremos. Ya está dominado.Mucho más abajo. Mire. Por aquí…

—Prefiero no saberlo —repuso

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Jordan.—Como quiera —accedió Golz

—. Así tiene usted menos equipajeque llevar al otro lado.

—Prefiero no enterarme. Deese modo, ocurra lo que ocurra, nofui yo quien habló.

—Es mejor no saber nada —asintió Golz, acariciándose lafrente con el lápiz—. A vecesquerría no saberlo yo mismo. Pero¿se ha enterado usted de lo quetiene que enterarse respecto alpuente?

—Sí, estoy enterado.—Lo creo —dijo Golz—. Y no

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quiero soltarle un discurso. Vamosa tomar una copa. El hablar tantome deja la boca seca, camaradaJordan. ¿Sabe que su nombre esmuy cómico en español, camaradaJordan?

—¿Cómo se dice Golz enespañol, camarada general?

—Hotze —dijo Golz, riendo ypronunciando el sonido con una vozgutural, como si tuvieseenfriamiento—. Hotze —aulló—,camarada general Hotze. De habersabido cómo pronunciaban Golz enespañol, me hubiera buscado otronombre antes de venir a hacer la

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guerra aquí. Cuando pienso quevine a mandar una división y quepude haber elegido el nombre queme hubiese gustado y que elegíHotze… General Hotze. Ahora esdemasiado tarde para cambiarlo.¿Le gusta a usted la palabrapartizan?

Era la palabra rusa paradesignar las guerrillas que actuabanal otro lado de las líneas.

—Me gusta mucho —dijoJordan. Y se echó a reír—. Suenaagradablemente. Suena a aire libre.

—A mí también me gustaba

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cuando tenía su edad —dijo Golz—. Me enseñaron a volar puentes ala perfección. De una manera muycientífica. De oído. Pero nunca lehe visto hacerlo a usted. Quizás, enel fondo, no ocurra nada. ¿Consiguevolarlos realmente? —Se veía quebromeaba—. Beba esto —añadió,tendiéndole una copa de coñac—.¿Consigue volarlos realmente?

—Algunas veces.—Es mejor que no me diga

«algunas veces» ahora. Bueno, nohablemos más de ese malditopuente. Ya sabe usted todo lo quetiene que saber. Nosotros somos

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gente seria, y por eso tenemosganas de bromear. ¿Qué, tiene ustedmuchas chicas al otro lado de laslíneas?

—No, no tengo tiempo parachicas.

—No lo creo; cuanto másirregular es el servicio, másirregular es la vida. Tiene usted unservicio muy irregular. Tambiénnecesita usted un corte de pelo.

—Voy a la peluquería cuandome hace falta —contestó Jordan.«Estaría bonito que me dejase pelarcomo Golz», pensó—. No tengotiempo para ocuparme de chicas —

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dijo con acento duro, como siquisiera cortar la conversación—.¿Qué clase de uniforme tengo quellevar? —preguntó.

—Ninguno —dijo Golz—. Sucorte de pelo es perfecto. Sóloquería gastarle una broma. Es ustedmuy diferente de nosotros —dijoGolz, y volvió a llenarle la copa—.Usted no piensa en las chicas. Yotampoco. Nunca pienso en nada denada. ¿Cree usted que podría? Soyu n général soviétique. Nuncapienso. No intente hacerme pensar.

Alguien de su equipo, que se

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encontraba sentado en una sillapróxima, trabajando sobre un mapaen un tablero, murmuró algo queJordan no logró entender.

—Cierra el pico —dijo Golz eninglés—. Bromeo cuando quiero.Soy tan serio, que puedo bromear.Vamos, bébase esto y lárguese. ¿Hacomprendido, no?

—Sí —dijo Jordan—; lo hecomprendido.

Se estrecharon las manos, sesaludaron y Jordan salió hacia elcoche, en donde le aguardaba elviejo dormido. En aquel mismocoche llegaron a Guadarrama, con

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el viejo siempre dormido, ysubieron por la carretera deNavacerrada hasta el Club Alpino,en donde Jordan descansó treshoras antes de proseguir la marcha.

Esa era la última vez que habíavisto a Golz, con su extraña carablanquecina, que nunca sebronceaba, con sus ojos de lechuza,con su enorme nariz y sus finoslabios, con su cabeza calva,surcada de cicatrices y arrugas. Aldía siguiente por la noche, estaríantodos preparados, en losalrededores de El Escorial, a lolargo de la oscura carretera: las

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largas líneas de camiones cargandoa los soldados en la oscuridad; loshombres, pesadamente cargados,subiendo a los camiones; lassecciones de ametralladoras izandosus máquinas hasta los camiones;los tanques remolcando por lasrampas a los alargados camiones;toda una división se lanzaríaaquella noche al frente para atacarel puerto. Pero no quería pensar eneso. No era asunto suyo. Era de laincumbencia de Golz. El sólo teníauna cosa que hacer, y en eso teníaque pensar. Y tenía que pensar en

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ello claramente, aceptar las cosassegún venían y no inquietarse.Inquietarse era tan malo como tenermiedo. Hacía las cosas másdifíciles.

Se sentó junto al arroyo,contemplando el agua clara que sedeslizaba entre las rocas, ydescubrió al otro lado del riachuelouna mata espesa de berros. Saltósobre el agua, cogió todo lo quepodía coger con las manos, lavó enla corriente las enlodadas raíces yvolvió a sentarse junto a sumochila, para devorar las frescas ylimpias hojas y los pequeños tallos

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enhiestos y ligeramente picantes.Luego se arrodilló junto al agua, yhaciendo correr el cinturón al queestaba sujeta la pistola, de modoque no se mojase, se inclinó,sujetándose con una y otra manosobre los pedruscos del borde ybebió a morro. El agua estaba tanfría, que hacía daño.

Se irguió, volvió la cabeza, aloír pasos, y vio al viejo que bajabapor los peñascos. Con él iba otrohombre, vestido también con lablusa negra de aldeano, y con lospantalones grises de pana, que erancasi un uniforme en aquella

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provincia; iba calzado conalpargatas y con una carabinacargada al hombro. En la cabeza nollevaba nada. Los dos hombresbajaban saltando por las rocascomo cabras.

Cuando llegaron hasta él,Robert Jordan se puso de pie.

—¡Salud, camarada! —dijo alhombre de la carabina, sonriendo.

—¡Salud! —dijo el otro, demala gana. Robert Jordan estudió elrostro burdo, cubierto por unprincipio de barba, del reciénllegado. Era una faz casi redonda;

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la cabeza era también redonda, yparecía salir directamente de loshombros. Tenía ojos pequeños ymuy separados y las orejas erantambién pequeñas y muy pegadas ala cabeza. Era un hombre recio, deun metro ochenta de estatura,aproximadamente, con las manos ylos pies muy grandes. Tenía la narizrota y los labios hendidos en una delas comisuras; una cicatriz lecruzaba el labio de arriba,abriéndose paso entre las barbasmal rasuradas.

El viejo señaló con la cabeza asu acompañante y sonrió.

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—Es el jefe aquí —dijo,satisfecho, y con un ademán imitó aun atleta, mientras miraba alhombre de la carabina conadmiración un tanto irrespetuosa—.Es un hombre muy fuerte.

—Ya lo veo —dijo RobertJordan, sonriendo otra vez.

No le gustó la manera que teníael hombre de mirar, y por dentro nosonreía.

—¿Qué tiene usted parajustificar su identidad? —preguntóel hombre de la carabina.

Robert Jordan abrió elimperdible que cerraba el bolsillo

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de su camisa y sacó un papeldoblado que entregó al hombre;este lo abrió, lo miró con aire deduda y le dio varias vueltas entrelas manos.

«De manera que no sabe leer»,advirtió Jordan.

—Mire el sello —dijo en vozalta.

El viejo señaló el sello y elhombre de la carabina lo estudió,dando vueltas de nuevo al papelentre sus manos.

—¿Qué sello es este?—¿No lo ha visto usted nunca?

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—No.—Hay dos sellos —dijo Robert

Jordan—: Uno es del S.I.M, elServicio de Información Militar. Elotro es del Estado Mayor.

—He visto ese sello otrasveces. Pero aquí no manda nadiemás que yo —dijo el hombre de lacarabina, muy hosco—. ¿Qué es loque lleva en esos bultos?

—Dinamita —dijo el viejoorgullosamente—. Esta nochehemos cruzado las líneas en mediode la oscuridad y hemos subidoesos bultos montaña arriba.

—Dinamita —dijo el hombre

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de la carabina—. Está bien. Mesirve. —Tendió el papel a RobertJordan y le miró a la cara—. Mesirve; ¿cuánta me ha traído?

—Yo no le he traído a usteddinamita —dijo Robert Jordan,hablando tranquilamente—. Ladinamita es para otro objetivo.¿Cómo se llama usted?

—¿Y a usted qué le importa?—Se llama Pablo —dijo el

viejo. El hombre de la carabinamiró a los dos ceñudamente.

—Bueno, he oído hablar muchode usted —dijo Robert Jordan.

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—¿Qué es lo que ha oído ustedde mí? —preguntó Pablo.

—He oído decir que es usted unguerrillero excelente, que es ustedleal a la República y que prueba sulealtad con sus actos. He oído decirque es usted un hombre serio yvaliente. Le traigo saludos delEstado Mayor.

—¿Dónde ha oído usted todoeso? —preguntó Pablo.

Jordan se percató de que no sehabía tragado ni una sola palabrade sus lisonjas.

—Lo he oído decir desdeBuitrago hasta El Escorial —

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respondió, nombrando todos loslugares de una región al otro ladode las líneas.

—No conozco a nadie enBuitrago ni en El Escorial —dijoPablo.

—Hay muchas gentes al otrolado de los montes que no estabanantes allí. ¿De dónde es usted?

—De Ávila. ¿Qué es lo que vaa hacer con la dinamita?

—Volar un puente.—¿Qué puente?—Eso es asunto mío.—Si es en esta región, es asunto

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mío. No se permite volar puentescerca de donde uno vive. Hay quevivir en un sitio y operar en otro.Conozco el trabajo. Uno que siguevivo, como yo, después de un añode trabajo, es porque conoce sutrabajo.

—Eso es asunto mío —insistióJordan—. Pero podemos discutirlomás tarde. ¿Quiere ayudarnos allevar los bultos?

—No —dijo Pablo, negandocon la cabeza.

El viejo se volvió hacia él, derepente, y empezó a hablarle congran rapidez y en tono furioso, de

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manera que Jordan apenas si podíaseguirle. Le parecía que era comosi leyese a Quevedo. Anselmohablaba un castellano viejo, y ledecía algo como esto: «Eres unbruto, ¿no? Eres una bestia, ¿no?No tienes seso. Ni pizca. Venimosnosotros para un asunto de muchaimportancia, y tú, con el cuento deque te dejen tranquilo, pones tuzorrería por encima de los interesesde la humanidad. Por encima de losintereses del pueblo. Me c… enesto y en lo otro y en tu padre y entoda tu familia. Coge ese bulto».

Pablo miraba al suelo.

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—Cada cual tiene que hacer loque puede —dijo—. Yo vivo aquí yopero más allá de Segovia. Sibusca uno jaleo aquí, nos echaránde estas montañas. Sóloquedándonos aquí quietospodremos vivir en estas montañas.Es lo que hacen los zorros.

—Sí —dijo Anselmo conacritud—, es lo que hacen loszorros; pero nosotros necesitamoslobos.

—Tengo más de lobo que tú —dijo Pablo. Pero Jordan se diocuenta de que acabaría por coger el

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bulto.—¡Ja, ja! —dijo Anselmo,

mirándole—; eres más lobo que yo.Eres más lobo que yo, pero yotengo sesenta y ocho años.

Escupió en el suelo, moviendola cabeza.

—¿Tiene usted tantos años? —preguntó Jordan, dándose cuenta deque, por el momento, las cosasvolverían a ir bien y tratando defacilitarlas.

—Sesenta y ocho, en el mes dejulio.

—Si vemos el mes de julio —dijo Pablo—. Deje que le ayude

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con el bulto —dijo, dirigiéndose aJordan—. Deje el otro al viejo. —Hablaba sin hostilidad, pero contristeza—. Es un viejo con muchafuerza.

—Yo llevaré el bulto —dijoJordan.

—No —contestó el viejo—.Deje eso al hombretón.

—Yo lo llevaré —dijo Pablo, ysu hostilidad se había convertido enuna tristeza que conturbó a Jordan.Sabía lo que era esa tristeza y eldescubrirla le preocupaba.

—Déme entonces la carabina—dijo.

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Y cuando Pablo se la alargó sela colgó del hombro y se unió a losdos hombres que trepaban delantede él, y agarrándose y trepandodificultosamente por la pared degranito, llegaron hasta el bordesuperior, donde había un claro deyerba en medio del bosque.

Bordearon un pequeño prado yJordan, que se movía con agilidadsin ningún lastre, llevando congusto la carabina enhiesta sobre suhombro, después del pesado fardoque le había hecho sudar, vio que layerba estaba segada en varios

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lugares y que en otros había huellasde que se habían clavado estacas enel suelo. Vio un sendero por el quese había llevado a los caballos abeber al torrente, ya que habíaexcrementos frescos. Sin duda losllevaban allí de noche a quepastasen y durante el día losocultaban entre los árboles.¿Cuántos caballos tendría Pablo?

Se acordaba de haberse fijado,sin reparar mucho, en que lospantalones de Pablo estabangastados y lustrosos entre lasrodillas y los muslos. Se preguntósi tendría botas de montar o

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montaría con alpargatas. «Debe detener todo un equipo —se dijo—;pero no me gusta esa resignación.Es un sentimiento malo que seadueña de los hombres cuandoestán a punto de alejarse o detraicionar; es el sentimiento queprecede a la liquidación».

Un caballo relinchó detrás delos árboles y un poco de sol que sefiltraba por entre las altas copasque casi se unían en la cimapermitió a Jordan distinguir entrelos oscuros troncos de los pinos elcercado hecho con cuerdas atadas alos árboles. Los caballos

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levantaron la cabeza al acercarselos hombres. Fuera del cercado, alpie de un árbol, había varias sillasde montar apiladas bajo una lonaencerada.

Los dos hombres que llevabanlos fardos se detuvieron y RobertJordan comprendió que lo habíanhecho a propósito, para queadmirase los caballos.

—Sí —dijo—, son muyhermosos. —Y se volvió haciaPablo—. Tiene usted hastacaballería propia.

Había cinco caballos en el

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cercado: tres bayos, una yeguaalazana y un caballo castaño.Después de haberlos observado enconjunto, Robert Jordan losexaminó uno a uno. Pablo yAnselmo conocían sus cualidades, ymientras Pablo se erguía, satisfechoy menos triste, mirando a loscaballos con amor, el viejo secomportaba como si se tratara deuna sorpresa que acabase él mismode inventar.

—¿Qué le parecen? —preguntóa Jordan.

—Todos esos los he cogido yo—dijo Pablo, y Robert Jordan

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experimentó cierto placer oyéndolehablar de esa manera.

—Ese —dijo Jordan, señalandoa uno de los bayos, un gransemental con una mancha blanca enla frente y otra en una mano, esmucho caballo.

Era en efecto un caballomagnífico, que parecía surgido deun cuadro de Velázquez.

—Todos son buenos —dijoPablo—. ¿Entiende de caballos?

—Entiendo.—Tanto mejor —dijo Pablo—.

¿Ve algún defecto en alguno deellos?

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Robert Jordan comprendió queen aquellos momentos el hombreque no sabía leer estabaexaminando sus credenciales.

Los caballos estaban tranquilos,y habían levantado la cabeza paramirarlos. Robert Jordan se deslizóentre las dobles cuerdas delcercado y golpeó en el anca alcaballo castaño. Se apoyó luego enlas cuerdas y vio dar vueltas a loscaballos en el cercado; siguióestudiándolos al quedarse quietos yluego se agachó, volviendo asalirse del cercado.

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—La yegua alazana cojea de lapata trasera —dijo a Pablo, sinmirarle—. La herradura está rota.Eso no tiene importancia, si se lahierra convenientemente; peropuede caerse si se la hace andarmucho por un suelo duro.

—La herradura estaba asícuando la cogimos —dijo Pablo.

—El mejor de esos caballos, elsemental de la mancha blanca, tieneen lo alto del garrón unainflamación que no me gusta nada.

—No es nada —dijo Pablo—;se dio un golpe hace tres días. Sifuese grave, ya se habría visto.

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Tiró de la lona y le enseñó lassillas de montar. Había tres sillasde estilo vaquero, dos sencillas yuna muy lujosa, de cuero trabajadoa mano, y estribos gruesos; tambiénhabía dos sillas militares de cueronegro.

—Matamos un par de guardiasciviles —dijo Pablo, señalándolas.

—Vaya, eso es caza mayor.—Se habían bajado de los

caballos en la carretera, entreSegovia y Santa María del Real.Habían descendido de lascabalgaduras para pedir los

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papeles a un carretero. Tuvimos lasuerte de poder matarlos sinlastimar a los caballos.

—¿Ha matado usted a muchosguardias civiles? —preguntóJordan.

—A varios —contestó Pablo—;pero sólo a esos dos sin herir a loscaballos.

—Fue Pablo quien voló el trende Arévalo —explicó Anselmo—.Fue Pablo el que lo hizo.

—Había un forastero connosotros, que fue quien preparó laexplosión —dijo Pablo—. ¿Leconoce usted?

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—¿Cómo se llamaba?—No me acuerdo. Era un

nombre muy raro.—¿Cómo era?—Era rubio, como usted; pero

no tan alto, con las manos grandes yla nariz rota.

—Kashkin —dijo Jordan—.Debía de ser Kashkin.

—Sí —respondió Pablo—; eraun nombre muy raro. Algoparecido. ¿Qué fue de él?

—Murió en abril.—Eso es lo que le sucede a

todo el mundo —sentenció Pablosombríamente—. Así acabaremos

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todos.—Así acaban todos los

hombres —insistió Anselmo—. Asíhan acabado siempre todos loshombres de este mundo. ¿Qué es loque te pasa, hombre? ¿Qué le pasaa tus tripas?

—Son muy fuertes —dijoPablo. Hablaba como si se hablaraa sí mismo. Miró a los caballostristemente—. Usted no sabe lofuertes que son. Son cada vez másfuertes, y están cada vez mejorarmados. Tienen cada vez másmaterial. Y yo, aquí, con caballos

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como esos. ¿Y qué es lo que meespera? Que me cacen y me maten.Nada más.

—Tú también cazas —le dijoAnselmo.

—No —contestó Pablo—. Yano cazo. Y si nos vamos de estasmontañas, ¿adonde podemos ir?Contéstame: ¿adónde iremos?

—En España hay muchasmontañas. Está la Sierra de Gredos,si tenemos que irnos de aquí.

—No se ha hecho para mí —respondió Pablo—. Estoy harto deque me den caza. Aquí estamosbien. Pero si usted hace volar el

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puente, nos darán caza. Si sabenque estamos aquí, nos darán cazacon aviones, y nos encontrarán. Nosenviarán a los moros para darnoscaza, y nos encontrarán y tendremosque irnos. Estoy cansado de todoeso, ¿me has oído? —Y se volvióhacia Jordan: ¿Qué derecho tieneusted, que es forastero, para venir amí a decirme lo que tengo quehacer?

—Yo no le he dicho a usted loque tiene que hacer —le respondióJordan.

—Ya me lo dirá —concluyóPablo—. Eso, eso es lo malo.

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Señaló hacia los dos pesadosfardos que habían dejado en elsuelo mientras miraban loscaballos. La vista de los caballosparecía que hubiese traído todoaquello a su imaginación, y alcomprender que Robert Jordanentendía de caballos se le habíasoltado la lengua. Los tres hombresse quedaron pegados a las cuerdasmirando cómo el resplandor del solponía manchas en la piel delsemental bayo. Pablo miró aJordan, y, golpeando con el piecontra el pesado bulto, insistió:

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—Eso es lo malo.—He venido solamente a

cumplir con mi deber —insistióJordan—. He venido con órdenesde los que dirigen esta guerra. Si lepido a usted que me ayude y ustedse niega, puedo encontrar a otrosque me ayudarán. Pero ni siquierale he pedido ayuda. Haré lo que seme ha mandado y puedo asegurarleque es asunto de importancia. Elque yo sea extranjero no es culpamía. Hubiera preferido nacer aquí.

—Para mí, lo más importante esque no se nos moleste —aclaróPablo—. Para mí, la obligación

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consiste en conservar a los queestán conmigo y a mí mismo.

—A ti mismo, sí —tercióAnselmo—. Te preocupas muchode ti mismo desde hace algúntiempo. De ti y de tus caballos.Mientras no tuviste caballos,estabas con nosotros. Pero ahoraeres un capitalista, como los demás.

—No es verdad —contestóPablo—. Me ocupo de los caballospor la causa.

—Muy pocas veces —respondió Anselmo secamente—.Muy pocas veces, a mi juicio.

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Robar te gusta. Comer bien te gusta.Asesinar te gusta. Pelear, no.

—Eres un viejo que vas abuscarte un disgusto por hablardemasiado.

—Soy un viejo que no tienemiedo a nadie —replicó Anselmo—. Soy un viejo que no tienecaballos.

—Eres un viejo que no va avivir mucho tiempo.

—Soy un viejo que vivirá hastaque se muera —concluyó Anselmo—. Y no me dan miedo los zorros.

Pablo no añadió nada, perocogió otra vez el bulto.

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—Ni los lobos tampoco —siguió Anselmo, cogiendo su fardo—, en el caso de que fueras unlobo.

—Cierra el pico —ordenóPablo—. Eres un viejo que hablademasiado.

—Y que hará lo que dice queva a hacer —repuso Anselmo,inclinado bajo el peso—. Y queestá muerto de hambre. Y de sed.Vamos, jefe de cara triste, llévanosa algún sitio en donde nos den decomer.

«La cosa ha empezado bastantemal —pensó Robert Jordan—. Pero

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Anselmo es un hombre. Esta gentees maravillosa cuando es buena. Nohay gente como esta cuando esbuena, y cuando es mala no haygente peor en el mundo. Anselmodebía de saber lo que hacía cuandole trajo aquí». Pero no le gustabanada cómo se ponía el asunto. No legustaba nada. El único aspectobueno de la cosa era que Pabloseguía llevando el bulto y que lehabía dado a él la carabina. «Quizáse comporte siempre así —siguiópensando Robert Jordan—. Quizásea simplemente uno de esos tipos

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hoscos como hay muchos».«No, —se dijo en seguida—.

No te engañes. No sabes cómo es nicómo era antes; pero sabes que estehombre está echándose a perderrápidamente y que no se molesta endisimularlo. Cuando empiece adisimularlo será porque hayatomado una decisión. Acuérdate deesto. El primer gesto amistoso quetenga contigo querrá decir que ya hatomado una decisión. Los caballosson estupendos; son caballospreciosos. Me pregunto si esoscaballos podrían hacerme sentir amí lo que hacen sentir a Pablo. El

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viejo tiene razón. Los caballos lehacen sentirse rico, y en cuanto unose siente rico quiere disfrutar de lavida. Pronto se sentirá desgraciadopor no poder inscribirse en elJockey Club. Pauvre Pablo. Il amanqué son Jockey».

Esta idea le hizo sentirse mejor.Sonrió viendo las dos figurasinclinadas y los grandes bultos quese movían delante de él entre losárboles. No se había gastado a símismo ninguna broma en todo eldía, y ahora que bromeaba se sentíaaliviado. «Estás empezando a sercomo los demás —se dijo—. Estás

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empezando a ponerte sombrío,muchacho». Se había mostradosombrío y protocolario con Golz.La misión le había abrumado unpoco. Un poco, pensó; le habíaabrumado un poco. O, más bien, lehabía abrumado mucho. Golz semostró alegre y quiso que él semostrase también alegre antes dedespedirse, pero no lo habíaconseguido.

La gente buena, si se piensa unpoco en ello, ha sido siempre gentealegre. Era mejor mostrarse alegre,y ello era una buena señal. Algo así

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como hacerse inmortal mientras unoestá vivo todavía. Era una idea unpoco complicada. Lo malo era queya no quedaban con vida muchos debuen humor. Quedabancondenadamente pocos. «Y sisigues pensando así, muchacho,acabarás por largarte tú también.Cambia de disco, muchacho;cambia de disco, camarada. Ahoraeres tú el que va a volar el puente.Un dinamitero, no un pensador.Muchacho, tengo hambre. Esperoque Pablo nos dé bien de comer».

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Capítulo II

HABÍAN LLEGADO a través de laespesa arboleda hasta la parte altaen que acababa el valle, un valle enforma de cubeta, y Jordan sospechóque el campamento tenía que estaral otro lado de la pared rocosa quese levantaba detrás de los árboles.

Allí estaba efectivamente elcampamento, y era de primera. Nose le podía ver hasta que no estabauno encima, y desde el aire nopodía ser localizado. Nada podíadescubrirse desde arriba. Estaba

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tan bien escondido como una cuevade osos. Y, más o menos, tan malguardado. Jordan lo observócuidadosamente a medida que seiban acercando.

Había una gran cueva en lapared rocosa y al pie de la entradade la cueva vio a un hombresentado con la espalda apoyadacontra la roca y las piernasextendidas en el suelo. El hombrehabía dejado la carabina apoyadaen la pared y estaba tallando unpalo con un cuchillo. Al verlosllegar se quedó mirándolos unmomento y luego prosiguió con su

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trabajo.—¡Hola! —dijo—. ¿Quién

viene?—El viejo y un dinamitero —

dijo Pablo, depositando su bultojunto a la entrada de la cueva.

Anselmo se quitó el peso de lasespaldas y Jordan se descolgó lacarabina y la dejó apoyada contrala roca.

—No dejen eso tan cerca de lacueva —dijo el hombre que estabatallando el palo. Era un gitano debuena presencia, de rostroaceitunado y ojos azules que

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formaban vivo contraste en aquellacara oscura—. Hay fuego dentro.

—Levántate y colócalos túmismo —dijo Pablo—. Ponlos ahí,al pie de ese árbol.

El gitano no se movió; pero dijoalgo que no puede escribirse,añadiendo:

—Déjalos donde están, y asírevientes; con eso se curarán todostus males.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó Jordan, sentándose al ladodel gitano, que se lo mostró. Erauna trampa en forma de rectángulo yestaba tallando el travesaño.

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—Es para los zorros —dijo—.Este palo los mata. Les rompe elespinazo. —Hizo un guiño a Jordan—. Mire usted; así. —Hizofuncionar la trampa de manera queel palo se hundiera; luego movió lacabeza y abrió los brazos paraadvertir cómo quedaba el zorro conel espinazo roto—. Muy práctico—aseguró.

—Lo único que caza sonconejos —dijo Anselmo—. Esgitano. Si caza conejos, dice queson zorros. Si cazara un zorro porcasualidad, diría que era unelefante.

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—¿Y si cazara un elefante? —preguntó el gitano y, enseñando otravez su blanca dentadura, hizo unguiño a Jordan.

—Dirías que era un tanque —dijo Anselmo.

—Ya me haré con el tanque —replicó el gitano—; me haré con eltanque, y podrá usted darle elnombre que le guste.

—Los gitanos hablan mucho yhacen poco —dijo Anselmo. Elgitano guiñó a Jordan y siguiótallando su palo.

Pablo había desaparecido

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dentro de la cueva y Jordan confióen que habría ido por comida.Sentado en el suelo, junto al gitano,dejaba que el sol de la tarde,colándose a través de las copas delos árboles, le calentara laspiernas, que tenía extendidas. De lacueva llegaba olor a comida, olor acebolla y a aceite y a carne frita, ysu estómago se estremecía denecesidad.

—Podemos atrapar un tanque—dijo Jordan al gitano—. No esmuy difícil.

—¿Con eso? —preguntó elgitano, señalando los dos bultos.

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—Sí —contestó Jordan—. Yose lo enseñaré. Hay que hacer unatrampa, pero no es muy difícil.

—¿Usted y yo?—Claro —dijo Jordan—. ¿Por

qué no?—¡Eh! —dijo el gitano a

Anselmo—. Pon esos dos sacosdonde estén a buen recaudo; haz elfavor. Tienen mucho valor.

Anselmo rezongó:—Voy a buscar vino.Jordan se levantó, apartó los

bultos de la entrada de la cueva,dejándolos uno a cada lado deltronco de un árbol. Sabía lo que

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había en ellos y no le gustaba queestuvieran demasiado juntos.

—Trae un jarro para mí —dijoel gitano.

—¿Hay vino ahí? —preguntóJordan, sentándose otra vez al ladodel gitano.

—¿Vino? Que si hay. Unpellejo lleno. Medio pellejo por lomenos.

—¿Y hay algo de comer?—Todo lo que quieras, hombre

—contestó el gitano—. Aquívivimos como generales.

—¿Y qué hacen los gitanos en

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tiempo de guerra? —le preguntóJordan.

—Siguen siendo gitanos.—No es mal trabajo.—El mejor de todos —dijo el

gitano—. ¿Cómo te llamas?—Roberto. ¿Y tú?—Rafael. ¿Eso que dices del

tanque, es en serio?—Naturalmente que es en serio.

¿Por qué no iba a serlo?Anselmo salió de la cueva con

un recipiente de piedra lleno hastaarriba de vino tinto, llevando conuna sola mano tres tazas sujetas porlas asas.

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—Aquí está —dijo—; tienentazas y todo.

Pablo salió detrás de él.—En seguida viene la comida

—anunció—. ¿Tiene usted tabaco?Jordan se levantó, se fue hacia

los sacos y, abriendo uno de ellos,palpó con la mano hasta llegar a unbolsillo interior, de donde sacó unade las cajas metálicas de cigarrillosque los rusos le habían regalado enel Cuartel General de Golz. Hizocorrer la uña del pulgar por elborde de la tapa y, abriendo la caja,le ofreció a Pablo, que cogió mediadocena de cigarrillos. Sosteniendo

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los cigarrillos en la palma de unade sus enormes manos, Pablolevantó uno al aire y lo miró acontraluz. Eran cigarrillos largos ydelgados, con boquilla de cartón.

—Mucho aire y poco tabaco —dijo—. Los conozco. El otro, el delnombre raro, también los tenía.

—Kashkin —precisó Jordan yofreció cigarrillos al gitano y aAnselmo, que tomaron uno cadauno.

—Cojan más —les dijo, ycogieron otro. Jordan dio cuatromás a cada uno y entonces ellos,

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con los cigarrillos en la mano,hicieron un saludo, dando lasgracias como si esgrimieran unsable.

—Sí —dijo Pablo—, era unnombre muy raro.

—Aquí está el vino —recordóAnselmo.

Metió una de las tazas en elrecipiente y se la tendió a Jordan.Luego llenó otra para el gitano yotra más para sí.

—¿No hay vino para mí? —preguntó Pablo. Estaban sentadosuno junto a otro, a la entrada de lacueva.

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Anselmo le ofreció su taza y fuea la cueva a buscar otra para él. Alvolver se inclinó sobre elrecipiente, llenó su taza y brindarontodos entonces entrechocando losbordes.

El vino era bueno; sabíaligeramente a resina, a causa de lapiel del odre, pero era fresco yexcelente al paladar. Jordan bebiódespacio, paladeándolo y notandocómo corría por todo su cuerpo,aligerando su cansancio.

—La comida viene en seguida—insistió Pablo—. Y aquelextranjero de nombre tan raro,

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¿cómo murió?—Le atraparon y se suicidó.—¿Cómo ocurrió eso?—Fue herido y no quiso que le

hicieran prisionero.—Pero ¿cómo fueron los

detalles?—No lo sé —dijo Jordan,

mintiendo. Conocía muy bien losdetalles, pero no quería alargar lacharla en torno al asunto.

—Nos pidió que leprometiéramos matarle en caso deque fuera herido, cuando lo deltren, y no pudiese escapar —dijo

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Pablo—. Hablaba de una maneramuy extraña.

«Debía de estar por entoncesmuy agitado —pensó Jordan—.¡Pobre Kashkin!».

—Tenía no sé qué escrúpulo desuicidarse —explicó Pablo—. Melo dijo así. Tenía también muchomiedo de que le torturasen.

—¿Le dijo a usted eso? —preguntó Jordan.

—Sí —confirmó el gitano—.Hablaba de eso con todos nosotros.

—Estuvo usted también en lodel tren, ¿no?

—Sí, todos nosotros estuvimos

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en lo del tren.—Hablaba de una manera muy

rara —insistió Pablo—. Pero eramuy valiente.

«¡Pobre Kashkin! —pensóJordan—. Debió de hacer más dañoque otra cosa por aquí». Le hubieragustado saber si se hallaba ya porentonces tan inquieto. «Debieronhaberle sacado de aquí. No sepuede consentir a la gente que haceesta clase de trabajos que hable así.No se debe hablar así. Aunquelleve a cabo su misión, la gente deesta clase hace más daño que otracosa hablando de ese modo».

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—Era un poco extraño —confesó Jordan—. Creo que estabaalgo chiflado.

—Pero era muy listo para armarexplosiones —dijo el gitano—. Ymuy valiente.

—Pero algo chiflado —dijoJordan—. En este asunto hay quetener mucha cabeza y nervios deacero. No se debe hablar así, comolo hacía él.

—Y usted —dijo Pablo— sicayera usted herido en lo delpuente, ¿le gustaría que ledejásemos atrás?

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—Oiga —dijo Jordan,inclinándose hacia él, mientrasmetía la taza en el recipiente paraservirse otra vez vino—. Oiga, sitengo que pedir alguna vez un favora alguien, se lo pediré cuandollegue el momento.

—¡Olé! —dijo el gitano—. Asíes como hablan los buenos. ¡Ah!Aquí está la comida.

—Tú ya has comido —dijoPablo.

—Pero puedo comer otra vez—dijo el gitano—. Mira quién latrae.

La muchacha se inclinó para

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salir de la cueva. Llevaba en lamano una cazuela plana de hierrocon dos asas y Robert Jordan vioque volvía la cara, como si seavergonzase de algo, y en seguidacomprendió lo que le ocurría. Lachica sonrió y dijo: «Hola,camarada», y Jordan contestó:«Salud», y procuró no mirarla confijeza ni tampoco apartar de ella suvista. La muchacha puso en el suelola paellera de hierro, frente a él, yJordan vio que tenía bonitas manosde piel bronceada. Entonces ella lemiró descaradamente y sonrió.

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Tenía los dientes blancos, quecontrastaban con su tez oscura, y lapiel y los ojos eran del mismocolor castaño dorado. Tenía lindasmejillas, ojos alegres y una bocallena, no muy dibujada. Su pelo eradel mismo castaño dorado que uncampo de trigo quemado por el soldel verano, pero lo llevaba tancorto, que hacía pensar en el pelajede un castor. La muchacha sonrió,mirando a Jordan, y levantó sumorena mano para pasársela por lacabeza, intentando alisar loscabellos, que se volvieron a erguiren seguida. «Tiene una cara bonita

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—pensó Jordan— y sería muyguapa si no la hubieran rapado».

—Así es como me peino —dijola chica a Jordan, y se echó a reír—. Bueno, coman ustedes. No sequeden mirando. Me cortaron elpelo en Valladolid. Ahora ya me hacrecido.

Se sentó junto a él y se quedómirándole. Él la miró también. Ellasonrió y cruzó sus manos sobre lasrodillas. Sus piernas aparecíanlargas y limpias, sobresaliendo delpantalón de hombre que llevaba, y,mientras ella permanecía así, con

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las manos cruzadas sobre lasrodillas, Jordan vio la forma de suspequeños senos torneados, bajo sucamisa gris. Cada vez que Jordan lamiraba sentía que una especie debola se le formaba en la garganta.

—No tenemos platos —dijoAnselmo—; emplee el cuchillo. —La muchacha había dejado cuatrotenedores, con las púas hacia abajo,en el reborde de la paellera dehierro.

Comieron todos del mismoplato, sin hablar, según escostumbre en España. La comidaconsistía en conejo, aderezado con

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mucha cebolla y pimientos verdes,y había garbanzos en la salsa,oscura, hecha con vino tinto. Estabamuy bien guisado; la carne sedesprendía sola de los huesos y lasalsa era deliciosa. Jordan se bebióotra taza de vino con la comida. Lamuchacha no le quitaba la vista deencima. Todos los demás estabanatentos a su comida.

Jordan rebañó con un trozo depan la salsa restante, amontonócuidadosamente a un lado loshuesos del conejo, aprovechó eljugo que quedaba en ese espacio,limpió el tenedor con otro pedazo

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de pan, limpió también su cuchilloy lo guardó, y se comió luego el panque le había servido para limpiarlotodo. Echándose hacia delante, sellenó una nueva taza mientras lamuchacha seguía observándole.

Jordan se irguió, bebió la mitadde la taza y vio que seguía teniendola bola en la garganta cuando queríahablar a la muchacha.

—¿Cómo te llamas? —preguntó. Pablo volvióinmediatamente la cara hacia él aloír aquel tono de voz. En seguida selevantó y se fue.

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—María, ¿y tú?—Roberto. ¿Hace mucho

tiempo que estás por aquí?—Tres meses.—¿Tres meses? —preguntó

Jordan, mirando su cabeza, elcabello espeso y corto que ellatrataba de aplastar, pasando yrepasando su mano, cosa que hacíaahora con cierta dificultad, sinconseguirlo, porque inmediatamentevolvía a erguirse el cabello comoun campo de trigo azotado por elviento en el flanco de una colina.

—Me lo afeitaron —explicó—;me afeitaban la cabeza de cuando

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en cuando en la cárcel deValladolid. Me ha costado tresmeses que me creciera como ahora.Yo estaba en el tren. Me llevabanpara el Sur. Muchos de losdetenidos que íbamos en el tren quevoló, fueron atrapados después dela explosión; pero yo no. Yo mevine con estos.

—Me la encontré escondidaentre las rocas —explicó el gitano—. Estaba allí cuando íbamos amarcharnos. Chico, ¡qué fea era!Nos la trajimos con nosotros, peroen el camino pensé varias veces

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que íbamos a abandonarla.—¿Y el otro que estuvo en lo

del tren con ellos? —preguntóMaría—. El otro, el rubio, elextranjero. ¿Dónde está?

—Murió —dijo Jordan—.Murió en abril.

—¿En abril? Lo del tren fue enabril.

—Sí —dijo Jordan—; muriódiez días después de lo del tren.

—Pobre —dijo la muchacha—;era muy valiente. ¿Y tú haces elmismo trabajo?

—Sí.—¿Has volado trenes también?

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—Sí, tres trenes.—¿Aquí?—En Extremadura —dijo

Jordan—. He estado enExtremadura antes de venir aquí.Hemos hecho mucho enExtremadura. Tenemos mucha gentetrabajando en Extremadura.

—¿Y por qué has venido ahoraa estas sierras?

—Vengo a sustituir al otro, alrubio. Además, conozco esta regiónde antes del Movimiento.

—¿La conoces bien?—No, no muy bien. Pero

aprendo en seguida. Tengo un mapa

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muy bueno y un buen guía.—Ah, el viejo —aseveró ella,

con la cabeza—; el viejo es muybueno.

—Gracias —dijo Anselmo, yJordan se dio cuenta de repente deque la muchacha y él no estabansolos, y se dio también cuenta deque le resultaba difícil mirarla,porque en seguida cambiaba el tonode su voz. Estaba violando elsegundo mandamiento de los dosque rigen cuando se trata conespañoles: hay que dar tabaco a loshombres y dejar tranquilas a las

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mujeres. Pero vio también que no leimportaba nada. Había muchascosas que le tenían sin cuidado;¿por qué iba a preocuparse deaquella?

—Eres muy bonita —dijo aMaría—. Me hubiera gustado vercómo eras antes de que te cortasenel pelo.

—El pelo crecerá —dijo ella—. Dentro de seis meses ya lotendré largo.

—Tenía usted que haberla vistocuando la trajimos. Era tan fea, querevolvía las tripas.

—¿De quién eres mujer? —

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preguntó Jordan, queriendo dar a suvoz un tono normal—. ¿De Pablo?

La muchacha le miró a los ojosy se echó a reír. Luego le dio ungolpe en la rodilla.

—¿De Pablo? ¿Has visto aPablo?

—Bueno, entonces quizá seasmujer de Rafael. He visto a Rafael.

—No soy de Rafael.—No es de nadie —aclaró el

gitano—. Es una mujer muy extraña.No es de nadie. Pero guisa bien.

—¿De nadie? —preguntóJordan.

—De nadie. De nadie. Ni en

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broma ni en serio. Ni de ti tampoco.—¿No? —preguntó Jordan y

vio que la bola se le hacía de nuevoen la garganta—. Bueno, yo notengo tiempo para mujeres. Esa esla verdad.

—¿Ni siquiera quince minutos?—le preguntó el gitanoirónicamente—. ¿Ni siquiera uncuarto de hora?

Jordan no contestó. Miró a lamuchacha, a María, y notó que teníala garganta demasiado oprimida,para tratar de aventurarse a hablar.

María le miró y rompió a reír.

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Luego enrojeció de repente, perosiguió mirándole.

—Te has puesto colorada —dijo Jordan—. ¿Te pones coloradacon frecuencia?

—Nunca.—Te has vuelto a poner

colorada ahora mismo.—Bueno, me iré a la cueva.—Quédate aquí, María.—No —dijo ella, y no volvió a

sonreírle—. Me voy ahora mismo ala cueva.

Cogió la paellera de hierro enque habían comido, y los cuatrotenedores. Se movía con torpeza,

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como un potro recién nacido, perocon toda la gracia de un animaljoven.

—¿Os quedáis con las tazas? —preguntó. Jordan seguía mirándola yella enrojeció otra vez.

—No me mires —dijo ella—;no me gusta que me mires así.

—Deja las tazas —dijo elgitano—, déjalas aquí.

Metió en el barreño una taza yse la ofreció a Jordan, que viocómo la muchacha bajaba la cabezapara entrar en la cueva, llevando enlas manos la paellera de hierro.

—Gracias —dijo Jordan. Su

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voz había recuperado el tononormal desde el momento en queella había desaparecido—. Es elúltimo. Ya hemos bebido bastante.

—Vamos a acabar con elbarreño —dijo el gitano—; hay másde medio pellejo. Lo trajimos enuno de los caballos.

—Fue el último trabajo dePablo —dijo Anselmo—. Desdeentonces no ha hecho nada.

—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Jordan.

—Somos siete y dos mujeres.—¿Dos?

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—Sí, la muchacha y la mujer dePablo.

—¿Dónde está la mujer dePablo?

—En la cueva. La muchachasabe guisar un poco. Dije queguisaba bien para halagarla. Pero loúnico que hace es ayudar a la mujerde Pablo.

—¿Y cómo es esa mujer, lamujer de Pablo?

—Una bestia —dijo el gitanosonriendo—. Una verdadera bestia.Si crees que Pablo es feo, tendríasque ver a su mujer. Pero muyvaliente. Mucho más valiente que

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Pablo. Una bestia.—Pablo era valiente al

principio —dijo Anselmo—. Pabloantes era muy valiente.

—Ha matado más gente que elcólera —dijo el gitano—. Alprincipio del Movimiento, Pablomató más gente que el tifus.

—Pero desde hace tiempo estámuy flojo —explicó Anselmo—.Muy flojo. Tiene mucho miedo amorir.

—Será porque ha matado tantagente al principio —dijo el gitanofilosóficamente—. Pablo ha matado

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más que la peste.—Por eso y porque es rico —

dijo Anselmo—. Además, bebemucho. Ahora querría retirarsecomo un matador de toros. Pero nose puede retirar.

—Si se va al otro lado de laslíneas, le quitarán los caballos y leharán entrar en el ejército —dijo elgitano—. A mí no me gustaríaentrar en el ejército.

—A ningún gitano le gusta —dijo Anselmo.

—¿Y para qué iba a gustarnos?—preguntó el gitano—. ¿Quién esel que quiere estar en el ejército?

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¿Hacemos la revolución para entraren filas? Me gusta hacer la guerra,pero no en el ejército.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Jordan. Se sentía a gusto ycon ganas de dormir gracias alvino. Se había tumbado bocaarriba, en el suelo, y contemplaba através de las copas de los árboleslas nubes de la tarde moviéndoselentamente en el alto cielo deEspaña.

—Hay dos que están durmiendoen la cueva —dijo el gitano—.Otros dos están de guardia arriba,donde tenemos la máquina. Uno

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está de guardia abajo;probablemente están todosdormidos.

Jordan se tumbó de lado.—¿Qué clase de máquina es

esa?—Tiene un nombre muy raro —

dijo el gitano—; se me ha ido de lamemoria hace un ratito. Es comouna ametralladora.

«Debe de ser un fusilametrallador», pensó Jordan.

—¿Cuánto pesa? —preguntó.—Un hombre puede llevarla,

pero es pesada. Tiene tres pies que

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se pliegan. La cogimos en la últimaexpedición seria; la última, antes dela del vino.

—¿Cuántos cartuchos tenéis?—Una infinidad —contestó el

gitano—. Una caja entera, que pesalo suyo.

«Deben de ser unosquinientos», pensó Jordan.

—¿Cómo la cargáis, con cinta ocon platos?

—Con unos tachos redondos dehierro que se meten por la boca dela máquina.

«Diablo, es una Lewis», pensóJordan.

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—¿Sabe usted mucho deametralladoras? —preguntó alviejo.

—Nada —contestó Anselmo—.Nada.

—¿Y tú? —preguntó al gitano.—Sé que disparan con mucha

rapidez y que se ponen tan calientesque el cañón quema las manos si setoca —respondió el gitanoorgullosamente.

—Eso lo sabe todo el mundo —dijo Anselmo con desprecio.

—Quizá lo sepa —dijo elgitano—. Pero me preguntó si sabíaalgo de la máquina y se lo he dicho.

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—Luego añadió—: Además, encontra de lo que hacen los fusilescorrientes, siguen disparandomientras se aprieta el gatillo.

—A menos que se encasquillen,que les falten municiones o que sepongan tan calientes que se fundan—dijo Jordan, en inglés.

—¿Qué es lo que dice usted? —preguntó Anselmo.

—Nada —contestó Jordan—.Estaba mirando al futuro en inglés.

—Eso sí que es raro —dijo elgitano—. Mirando el futuro eninglés. ¿Sabe usted leer en la palma

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de la mano?—No —dijo Robert, y se sirvió

otra taza de vino—. Pero si túsabes, me gustaría que me leyerasla palma de mi mano y me dijeseslo que va a pasar dentro de tresdías.

—La mujer de Pablo sabe leerla palma de la mano —dijo elgitano—. Pero tiene un genio tanmalo y es tan salvaje, que no sé siquerrá hacerlo.

Robert Jordan se sentó y tomóun sorbo de vino.

—Vamos a ver cómo es esamujer de Pablo —dijo—; si es tan

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mala como dices, vale más que laconozca cuanto antes.

—Yo no me atrevo a molestarla—dijo Rafael—; me odia a muerte.

—¿Porqué?—Dice que soy un holgazán.—¡Qué injusticia! —comentó

Anselmo irónicamente.—No le gustan los gitanos.—Es un error —dijo Anselmo.—Tiene sangre gitana —dijo

Rafael—; sabe bien de lo que habla—añadió sonriendo—. Pero tieneuna lengua que escuece como unlátigo. Con la lengua es capaz desacarte la piel a tiras. Es una

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salvaje increíble.—¿Cómo se lleva con la chica,

con María? —preguntó Jordan.—Bien. Quiere a la chica. Pero

no deja que nadie se le acerque enserio. —Movió la cabeza y sulengua chascó.

—Es muy buena con lamuchacha —medió Anselmo—. Secuida mucho de ella.

—Cuando cogimos a la chica,cuando lo del tren, era muy extraña—dijo Rafael—; no quería hablar;estaba llorando siempre, y si se latocaba, se ponía a temblar como un

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perro mojado. Solamente más tardeempezó a marchar mejor. Ahoramarcha muy bien. Hace un rato,cuando hablaba contigo, se haportado muy bien. Por nosotros, lahubiéramos dejado cuando lo deltren. No valía la pena perdertiempo por una cosa tan fea y tantriste que no valía nada. Pero lavieja le ató una cuerda alrededordel cuerpo, y cuando la chica decíaque no, que no podía andar, la viejale golpeaba con un extremo de lacuerda para obligarla a seguiradelante. Luego, cuando lamuchacha no pudo de veras andar

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por su pie, la vieja se la cargó a laespalda. Cuando la vieja no pudoseguir llevándola, fui yo quien tuvoque cargar con ella. Trepábamospor esta montaña entre zarzas ymalezas hasta el pecho. Y cuandoyo no pude llevarla más, Pablo mereemplazó. ¡Pero las cosas que tuvoque llamarnos la vieja para quehiciéramos eso! —movió la cabeza,acordándose—. Es verdad que lamuchacha no pesa, no tiene más quepiernas. Es muy ligera de huesos yno pesa gran cosa. Pero pesaba losuyo cuando había que llevarlasobre las espaldas, detenerse para

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disparar y volvérsela luego acargar, y la vieja que golpeaba aPablo con la cuerda y le llevaba sufusil, y se lo ponía en la manocuando quería dejar caer a lamuchacha, y le obligaba a cogerlaotra vez, y le cargaba el fusil y ledaba unas voces que le volvíanloco… Ella le sacaba los cartuchosde los bolsillos y cargaba el fusil yseguía gritándole. Se hizo de noche,y con la oscuridad todo se arregló.Pero fue una suerte que no tuvierancaballería.

—Debió de ser muy duro lo del

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tren —dijo Anselmo—. Yo noestuve en el tren —explicó a Jordan—. Estaban la banda de Pablo, ladel Sordo, al que veremos estanoche, y dos bandas más de estasmontañas. Yo me encontraba al otrolado de las líneas.

—Y además estaba el rubio delnombre raro —dijo el gitano.

—Kashkin.—Sí, es un nombre que no logro

recordar nunca. Nosotros teníamosdos que llevaban ametralladora.Dos que nos había enviado elejército. No pudieron cargar con laametralladora al final y se perdió.

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Seguramente no pesaba más que lamuchacha, y si la vieja se hubieraocupado de ellos, hubieran traído laametralladora. —Movió la cabezaal recordarlo, y prosiguió—: En mivida vi semejante explosión. El trenvenía despacio. Se le veía llegar delejos. Yo estaba tan exaltado, queno podría explicarlo. Se vio lahumareda y después se oyó elpitido del silbato. Luego se acercóel tren haciendo chu-chu chu-chu,cada vez más fuerte, y después, enel momento de la explosión, lasruedas delanteras de la máquina selevantaron por los aires y la tierra

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rugió, y pareció como si selevantase todo en una nube negra, yla locomotora saltó al aire entre lanube negra; las traviesas de maderasaltaron a los aires como porencanto, y luego la máquina quedótumbada de costado, como un grananimal herido. Y luego unaexplosión de vapor blanco antesque el barro de la otra explosiónhubiese acabado de caer. Entoncesla máquina empezó a hacer ta ta tata —dijo exaltado, el gitano,agitando los puños cerrados,levantándolos y bajándolos, con los

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pulgares apoyados en unaimaginaria ametralladora—. Ta tata ta —gritó, entusiasmado—.Nunca había visto nada semejante,con los soldados que saltaban deltren y la máquina que les disparabaa bocajarro, y los hombrescayendo; y fue entonces cuandopuse la mano en la máquina, yestaba tan excitado, que no me dicuenta de que quemaba. Y entoncesla vieja me dio un bofetón y medijo: «Dispara, idiota; dispara, o teaplasto los sesos». Entonces yoempecé a disparar, pero me costabatrabajo tener la máquina derecha, y

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los soldados huían a las montañas.Más tarde, cuando bajamos hasta eltren a ver lo que podíamos coger,un oficial, con la pistola en lamano, reunió a la fuerza a sussoldados contra nosotros. El oficialagitaba la pistola y les gritaba quevinieran tras de nosotros, ynosotros disparamos contra él, perono le alcanzamos. Entonces lossoldados se echaron a tierra yempezaron a disparar, y el oficialiba de acá para allá, pero nollegamos a alcanzarle, y la máquinano podía dispararle a causa de laposición del tren. Ese oficial mató

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a dos de sus hombres, que estabantumbados en el suelo, y, a pesar deello, los otros no queríanlevantarse, y él gritaba y acabó porhacerlos levantarse, y vinieroncorriendo hacia nosotros y hacia eltren. Luego volvieron a tumbarse ydispararon. Después escapamoscon la máquina, que continuabadisparando por encima de nuestrascabezas. Fue entonces cuando meencontré a la chica, que se habíaescapado del tren y se habíaescondido en las rocas, y se vinocon nosotros. Y fueron esos mismos

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soldados quienes nos persiguieronhasta la noche.

—Debió de ser un golpe muyduro —dijo Anselmo—. Pero demucha emoción.

—Es la única cosa buena que seha hecho hasta ahora —dijo una vozgrave—. ¿Qué estás haciendo,borracho repugnante, hijo de putagitana? ¿Qué estás haciendo?

Robert Jordan vio a una mujer,como de unos cincuenta años, tangrande como Pablo, casi tan anchacomo alta; vestía una falda negra decampesina y una blusa del mismocolor, con medias negras de lana

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sobre sus gruesas piernas; llevabaalpargatas y tenía un rostrobronceado que podía servir demodelo para un monumento degranito. La mujer tenía manosgrandes, aunque bien formadas, y uncabello negro y espeso, muy rizado,que se sujetaba sobre la nuca conun moño.

—Vamos, contesta —dijo algitano, sin darse por enterada de lapresencia de los demás—. ¿Quéestabas haciendo?

—Estaba hablando con estoscamaradas. Este que ves aquí es undinamitero.

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—Ya lo sé —repuso la mujerde Pablo—. Lárgate de aquí y ve areemplazar a Andrés, que está deguardia arriba.

—Me voy —dijo el gitano—.Me voy. —Se volvió hacia RobertJordan—. Te veré a la hora de lacomida.

—Ni lo pienses —dijo la mujer—. Has comido ya tres veces, porla cuenta que llevo. Vete y envíamea Andrés en seguida.

—¡Hola! —dijo a RobertJordan, y le tendió la mano,sonriendo—. ¿Cómo van las cosas

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de la República?—Bien —contestó Jordan, y

devolvió el estrecho apretón—. LaRepública y yo vamos bien.

—Me alegro —dijo ella. Lemiraba sin rebozo y Jordan observóque la mujer tenía bonitos ojosgrises—. ¿Ha venido para hacervolar otro tren?

—No —contestó Jordan, y almomento vio que podría confiar enella—. He venido para volar unpuente.

—No es nada —dijo ella—; unpuente no es nada. ¿Cuándoharemos volar otro tren, ahora que

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tenemos caballos?—Más tarde. El puente es de

gran importancia.—La chica me dijo que su

amigo, el que estuvo en el tren connosotros, ha muerto.

—Así es.—¡Qué pena! Nunca vi una

explosión semejante. Era un hombrede mucho talento. Me gustabamucho. ¿No sería posible volarahora otro tren? Tenemos muchoshombres en las montañas,demasiados. Ya resulta difícilencontrar comida para todos. Seríamejor que nos fuéramos. Además

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tenemos caballos.—Hay que volar un puente.—¿Dónde está ese puente?—Muy cerca de aquí.—Mejor que mejor —dijo la

mujer de Pablo—. Vamos a volartodos los puentes que haya por aquíy nos largamos. Estoy harta de estelugar. Hay aquí demasiada gente.No puede salir de aquí nada bueno.Estamos aquí parados, sin hacernada, y eso es repugnante.

Vio pasar a Pablo por entre losárboles.

—Borracho —gritó—.

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Borracho, condenado borracho. —Se volvió hacia Jordan jovialmente—: Se ha llevado una bota de vinopara beber solo en el bosque —explicó—. Está todo el tiempobebiendo. Esta vida acaba con él.Joven, me alegro mucho que hayavenido —le dio un golpe en elhombro—. Vamos —dijo—, esusted más fuerte de lo que aparenta.—Y le pasó la mano por laespalda, palpándole los músculosbajo la camisa de franela—. Bien,me alegro mucho de que hayavenido.

—Lo mismo le digo.

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—Vamos a entendernos bien —aseguró ella—. Beba un trago.

—Hemos bebido varios —repuso Jordan—. ¿Quiere ustedbeber? —preguntó Jordan.

—No —contestó ella—, hastala hora de la cena. Me da ardor deestómago. —Luego volvió lacabeza y vio otra vez a Pablo—.Borracho —gritó—. Borracho. —Se volvió a Jordan y movió lacabeza—. Era un hombre muybueno —dijo—; pero ahora estáacabado. Y escuche, quiero decirleotra cosa. Sea usted bueno y muycariñoso con la chica. Con la

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María. Ha pasado una mala racha.¿Comprendes? —dijo tuteándolesúbitamente.

—Sí, ¿por qué me dice ustedeso?

—Porque vi cómo estabacuando entró en la cueva, despuésde haberte visto. Vi que teobservaba antes de salir.

—Hemos bromeado un poco.—Lo ha pasado muy mal —dijo

la mujer de Pablo—. Ahora estámejor, y sería convenientellevársela de aquí.

—Desde luego; podemos

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enviarla al otro lado de las líneascon Anselmo.

—Anselmo y usted puedenllevársela cuando acabe esto —dijodejando momentáneamente el tuteo.

Robert Jordan volvió a sentir laopresión en la garganta y su voz seenronqueció.

—Podríamos hacerlo —dijo.La mujer de Pablo le miró y

movió la cabeza.—¡Ay, ay! —dijo—. ¿Son

todos los hombres como usted?—No he dicho nada —contestó

él—; y es muy bonita, como ustedsabe.

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—No, no es guapa. Peroempieza a serlo; ¿no es eso lo quequiere decir? —preguntó la mujerde Pablo—. Hombres. Es unavergüenza que nosotras, lasmujeres, tengamos que hacerlos.No. En serio. ¿No hay casassostenidas por la República paracuidar de estas chicas?

—Sí —contestó Jordan—. Haycasas muy buenas. En la costa,cerca de Valencia. Y en otroslugares. Cuidarán de ella y laenseñarán a cuidar de los niños. Enesas casas hay niños de los pueblosevacuados. Y le enseñarán a ella

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cómo tiene que cuidarlos.—Eso es lo que quiero para

ella —dijo la mujer de Pablo—.Pablo se pone malo sólo de verla.Es otra cosa que está acabando conél. Se pone malo en cuanto la ve.Lo mejor será que se vaya.

—Podemos ocuparnos de esocuando acabemos con lo otro.

—¿Y tendrá usted cuidado deella si yo se la confío a usted? Lehablo como si le conociera hacemucho tiempo.

—Y es como si fuera así —dijoJordan—. Cuando la gente se

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entiende, es como si fuera así.—Siéntese —dijo la mujer de

Pablo—. No le he pedido que meprometa nada, porque lo que tengaque suceder, sucederá. Pero siusted no quiere ocuparse de ella,entonces voy a pedirle que meprometa una cosa.

—¿Por qué no voy a ocuparmede ella?

—No quiero que se vuelva locacuando usted se marche. La hetenido loca antes y ya he pasadobastante con ella.

—Me la llevaré conmigodespués de lo del puente —dijo

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Jordan—. Si estamos vivos despuésde lo del puente, me la llevaréconmigo.

—No me gusta oírle hablar deesa manera. Esa manera de hablarno trae suerte.

—Le he hablado así solamentepara hacerle una promesa —dijoJordan—. No soy pesimista.

—Déjame ver tu mano —dijo lamujer, volviendo otra vez al tuteo.

Jordan extendió su mano y lamujer se la abrió, la retuvo, le pasóel pulgar por la palma con cuidadoy se la volvió a cerrar. Se levantó.Jordan se puso también en pie y vio

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que ella le miraba sin sonreír.—¿Qué es lo que ha visto? —

preguntó Jordan—. No creo en esascosas; no va usted a asustarme.

—Nada —dijo ella—; no hevisto nada.

—Sí, ha visto usted algo, ytengo curiosidad por saberlo.Aunque no creo en esas cosas.

—¿En qué es en lo que ustedcree?

—En muchas cosas, pero no eneso.

—¿En qué?—En mi trabajo.

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—Ya lo he visto.—Dígame qué es lo que ha

visto.—No he visto nada —dijo ella

agriamente—. El puente es muydifícil, ¿no es así?

—No, yo dije solamente que esmuy importante.

—Pero puede resultar difícil.—Sí. Y ahora voy a tener que ir

abajo a estudiarlo. ¿Cuántoshombres tienen aquí?

—Hay cinco que valgan lapena. El gitano no vale para nada,aunque sus intenciones son buenas.Tiene buen corazón. En Pablo no

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confío.—¿Cuántos hombres tiene el

Sordo que valgan la pena?—Quizá tenga ocho. Veremos

esta noche al Sordo. Vendrá poraquí. Es un hombre muy listo. Tienetambién algo de dinamita. Nomucha. Hablará usted con él.

—¿Ha enviado a buscarle?—Viene todas las noches. Es

vecino nuestro. Es un buen amigo ycamarada.

—¿Qué piensa usted de él?—Es un hombre bueno. Muy

listo. En el asunto del tren estuvo

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enorme.—¿Y los de las otras bandas?—Avisándolos con tiempo,

podríamos reunir cincuenta fusilesde cierta confianza.

—¿De qué confianza?—Depende de la gravedad de

la situación.—¿Cuántos cartuchos por cada

fusil?—Unos veinte. Depende de los

que quieran traer para el trabajo. Sies que quieren venir para esetrabajo. Acuérdese de que en elpuente no hay dinero ni botín y que,por la manera como habla usted, es

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un asunto peligroso, y de quedespués tendremos que irnos deestas montañas. Muchos van aoponerse a lo del puente.

—Lo creo.—Así es que lo mejor será no

hablar de eso más que cuando seamenester.

—Estoy enteramente deacuerdo.

—Cuando hayas estudiado lodel puente —dijo ella rozando denuevo el tuteo—, hablaremos estanoche con el Sordo.

—Voy a ver el puente conAnselmo.

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—Despiértele —dijo—.¿Quiere una carabina?

—Gracias —contestó Jordan—.No es malo llevarla; pero, de todasmaneras, no la usaría. Voysolamente a ver; no a perturbar.Gracias por haberme dicho lo queme ha dicho. Me gusta mucho sumanera de hablar.

—He querido hablarlefrancamente.

—Entonces dígame lo que vioen mi mano.

—No —dijo ella, y movió lacabeza—. No he visto nada. Vete

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ahora a tu puente. Yo cuidaré de tuequipo.

—Tápelo con algo y procureque nadie lo toque. Está mejor ahíque dentro de la cueva.

—Lo taparé, y nadie se atreveráa tocarlo —dijo la mujer de Pablo—. Vete ahora a tu puente.

—Anselmo —dijo Jordan,apoyando una mano en el hombrodel viejo, que estaba tumbado,durmiendo, con la cabeza ocultaentre los brazos.

El viejo abrió los ojos.—Sí —dijo—; desde luego.

Vamos.

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Capítulo III

BAJARON LOS ÚLTIMOS DOSCIENTOS

METROS moviéndosecuidadosamente de árbol en árbol,entre las sombras, para encontrarsecon los últimos pinos de lapendiente, a una distancia muy cortadel puente. El sol de la tarde, quealumbraba aún la oscura mole de lamontaña, dibujaba el puente acontraluz, sombrío, contra el vacíoabrupto de la garganta. Era unpuente de hierro de un solo arco yhabía una garita de centinela a cada

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extremo. El puente era losuficientemente amplio como paraque pasaran dos coches a la vez, ysu único arco de metal saltaba congracia de un lado a otro de lahondonada. Abajo un arroyo, cuyaagua blanquecina se escurría entreguijarros y rocas, corría a unirsecon la corriente principal quebajaba del puerto.

El sol le daba en los ojos aRobert Jordan y no distinguía elpuente más que en silueta. Por fin,el astro palideció y desapareció, y,al mirar entre los árboles, hacia la

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cima oscura y redonda, tras la quese había escondido, Jordan vio queno tenía ya los ojos deslumbrados,que la montaña contigua era de unverde delicado y nuevo y que teníamanchas de nieves perpetuas en lacima.

En seguida se puso a estudiar elpuente y a examinar su construcciónaprovechando la escasa luz que lequedaba a la tarde. La tarea de sudemolición no era difícil. Sin dejarde mirarlo, sacó de su bolsillo uncuaderno y tomó rápidamentealgunos apuntes. Dibujaba sincalcular el peso de la carga de los

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explosivos. Lo haría más tarde. Porel momento, Jordan anotabasolamente los puntos en que lascargas tendrían que ser colocadas,a fin de cortar el soporte del arco yprecipitar una de sus secciones enel vacío. La cosa podía conseguirsetranquila, científica y correctamentecon media docena de cargassituadas de manera que estallaransimultáneamente, o bien, de formamás brutal, con dos grandes cargastan sólo. Sería menester que esascargas fueran muy gruesas,colocadas en los dos extremos ypuestas de modo que estallaran al

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mismo tiempo. Jordan dibujabarápidamente y con gusto; se sentíasatisfecho al tener por fin elproblema al alcance de su mano ysatisfecho de poder entregarse a él.Luego cerró su cuaderno, metió ellápiz en su estuche de cuero alborde de la tapa, metió el cuadernoen su bolsillo y se lo abrochó.

Mientras él estaba dibujando,Anselmo miraba la carretera, elpuente y las garitas de loscentinelas. El viejo creía que sehabían acercado demasiado alpuente y cuando vio que Jordan

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terminaba el dibujo, se sintióaliviado.

Cuando Jordan acabó deabrochar la cartera que cerraba elbolsillo de pecho se tumbó bocaabajo, al pie del tronco de un pino.Anselmo, que estaba situado detrásde él, le dio con la mano en el codoy señaló con el índice hacia unpunto determinado.

En la garita que estaba frente aellos, más arriba de la carretera, sehallaba sentado el centinela,manteniendo el fusil con labayoneta calada en las rodillas.Estaba fumando un cigarrillo;

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llevaba un gorro de punto y uncapote hecho simplemente de unamanta. A cincuenta metros no sepodían distinguir sus rasgos, peroRobert Jordan cogió los gemelos,hizo visera con la palma de lamano, aunque ya no había sol quepudiera arrancar ningún reflejo, yhe aquí que apareció el parapetodel puente, con tanta claridad queparecía que se pudiera tocaralargando el brazo. Y la cara delcentinela, con sus mejillashundidas, la ceniza del cigarrillo yel brillo grasiento de la bayoneta.El centinela tenía cara de

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campesino, mejillas flacas bajopómulos altos, barba mal afeitada,ojos sombreados por espesas cejas,grandes manos que sostenían elfusil y pesadas botas que asomabanpor debajo de los pliegues de lacapa. Una vieja bota de vino, decuero oscurecido por el uso, pendíade la pared de la garita. Sedistinguían algunos periódicos,pero no se veía teléfono. Podíaocurrir que el teléfono estuviese enel lado oculto, pero ningún hilovisible salía de la garita. Una líneatelefónica corría a lo largo de la

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carretera y los hilos atravesaban elpuente. A la entrada de la garitahabía un brasero, hecho de unavieja lata de gasolina sin tapa conalgunos agujeros; el brasero estabaapoyado en dos piedras, pero notenía lumbre. Había algunas viejaslatas, ennegrecidas por el fuego,entre las cenizas sembradasalrededor.

Jordan tendió los gemelos aAnselmo, que estaba tendido junto aél. El viejo sonrió y movió lacabeza. Luego se señaló los ojoscon el dedo.

—Ya lo veo —dijo, hablando

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con mucho cuidado, sin mover loslabios, de modo que, más quehablar, era tan sólo un murmullo.Miró al centinela mientras Jordanle sonreía y, señalando con unamano hacia delante, hizo un ademáncon la otra como si se cortara elgaznate. Robert Jordan asintió, perodejó de sonreír.

La garita, situada en el extremoopuesto del puente, daba al otrolado, hacia la carretera de bajada, yno podía verse el interior. Lacarretera, amplia, bien asfaltada,giraba bruscamente hacia laizquierda, al otro lado del puente, y

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desaparecía luego en una curvahacia la derecha. En este punto lacarretera se ensanchaba, añadiendoa sus dimensiones normales unabanda abierta en el sólido paredónde roca del otro lado de lagarganta; su margen izquierda uoccidental, mirando hacia abajodesde el puerto y el puente, estabamarcada y protegida por una seriede bloques de piedra que caían apico sobre el precipicio. Estagarganta era casi un cañón en elsitio en que el río cruzaba bajo elpuente y se lanzaba sobre el

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torrente que descendía del puerto.—¿Y el otro puesto? —

preguntó Jordan a Anselmo.—Está a quinientos metros más

abajo de esa revuelta. En la casillade peón camionero que hay en ellado de la pared rocosa.

—¿Cuántos hombres hay enella? —preguntó Jordan.

Observó de nuevo al centinelacon sus gemelos. El centinelaaplastó el cigarrillo contra lostablones de madera de la garita,sacó de su bolsillo una tabaquerade cuero, rasgó el papel de lacolilla y vació en la petaca el

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tabaco que le quedaba, se levantó,apoyó el fusil contra la pared y sedesperezó. Luego volvió a coger elfusil, se lo puso en bandolera y seencaminó hacia el puente. Anselmose aplastó contra el suelo. Jordanmetió los gemelos en el bolsillo desu camisa y escondió la cabezadetrás del tronco del pino.

—Siete hombres y un cabo —dijo Anselmo, hablándole al oído—. Me lo ha dicho el gitano.

—Nos iremos en cuanto sedetenga —dijo Jordan—. Estamosdemasiado cerca.

—¿Ha visto lo que quería?

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—Sí. Todo lo que me hacíafalta.

Comenzaba a hacer frío, ya queel sol se había puesto y la luz seesfumaba al tiempo que se extinguíael resplandor del último destello enlas montañas situadas detrás deellos.

—¿Qué le parece? —preguntóen voz baja Anselmo, mientrasmiraban al centinela pasearse porel puente en dirección a la otragarita; la bayoneta brillaba con elúltimo resplandor; su siluetaaparecía informe debajo del

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capotón.—Muy bien —contestó Jordan

—. Muy bien.—Me alegro —dijo Anselmo

—. ¿Nos vamos? Ahora no es fácilque nos vea.

El centinela estaba de pie,vuelto de espaldas a ellos en el otroextremo del puente. De lahondonada subía el ruido deltorrente golpeando contra las rocas.De pronto, por encima de ese ruido,se abrió paso una trepidaciónconsiderable y vieron que elcentinela miraba hacia arriba, consu gorro de punto echado hacia

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atrás. Volvieron la cabeza y,levantándola, vieron en lo alto delcielo de la tarde tres monoplanosen formación de V; los aparatosparecían delicados objetos de plataen aquellas alturas, donde aúnhabía luz solar, y pasaban a unavelocidad increíblemente rápida,acompañados del runrún regular desus motores.

—¿Serán nuestros? —preguntóAnselmo.

—Parece que lo son —dijoJordan, aunque sabía que a esaaltura no es posible asegurarlo.Podía ser una patrulla de tarde de

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uno u otro bando. Pero era mejordecir que los cazas eran «nuestros»,porque ello complacía a la gente. Sise trataba de bombarderos, ya eraotra cosa.

Anselmo, evidentemente, era dela misma opinión.

—Son nuestros —afirmó—; losconozco. Son Moscas.

—Sí —contestó Jordan—;también a mí me parece que sonMoscas.

— S o n Moscas —insistióAnselmo.

Jordan pudo haber usado los

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gemelos y haberse asegurado alpunto de que lo eran; pero prefirióno usarlos. No tenía importancia elsaber aquella noche de quiénes eranlos aviones, y si al viejo leagradaba pensar que eran de ellos,no quería quitarle la ilusión. Sinembargo, ahora que se alejabancamino de Segovia, no le parecíaque los aviones se asemejaran a los«Boeing P. 32» verdes, de alasbajas pintadas de rojo, que eran unaversión rusa de los avionesamericanos que los españolesl l a ma b a n Moscas. No podíadistinguir bien los colores, pero la

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silueta no era la de los Moscas. No;era una patrulla fascista que volvíaa sus bases.

El centinela seguía de espaldasal lado de la garita más alejada.

—Vámonos —dijo Jordan.Y empezó a subir colina arriba,

moviéndose con cuidado yprocurando siempre quedarcubierto por la arboleda. Anselmole seguía a la distancia de unosmetros. Cuando estuvieron fuera dela vista del puente, Jordan sedetuvo y el viejo llegó hasta él, yempezaron a trepar despacio,montaña arriba, entre la oscuridad.

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—Tenemos una aviaciónformidable —dijo el viejo, feliz.

—Sí.—Y vamos a ganar.—Tenemos que ganar.—Sí, y cuando hayamos

ganado, tiene usted que venirconmigo de caza.

—¿Qué clase de caza?—Osos, ciervos, lobos,

jabalíes…—¿Le gusta cazar?—Sí, hombre, me gusta más que

nada. Todos cazamos en mi pueblo.¿No le gusta a usted la caza?

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—No —contestó Jordan—. Nome gusta matar animales.

—A mí me pasa lo contrario —dijo el viejo—; no me gusta matarhombres.

—A nadie le gusta, salvo a losque están mal de la cabeza —comentó Jordan—: pero no tengonada en contra cuando es necesario.Cuando es por la causa.

—Eso es diferente —dijoAnselmo—. En mi casa, cuando yotenía casa, porque ahora no tengocasa, había colmillos de jabalíesque yo había matado en el monte.Había pieles de lobo que había

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matado yo. Los había matado en elinvierno, dándoles caza entre lanieve. Una vez maté uno muygrande en las afueras del pueblo,cuando volvía a mi casa, una nochedel mes de noviembre. Habíacuatro pieles de lobo en el suelo demi casa. Estaban muy gastadas detanto pisarlas, pero eran pieles delobo. Había cornamentas de ciervoque había cazado yo en los altos dela sierra y había un águila disecadapor un disecador de Ávila, con lasalas extendidas y los ojosamarillentos, tan verdaderos como

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si fueran los ojos de un águila viva.Era una cosa muy hermosa de ver, yme gustaba mucho mirarla.

—Lo creo —dijo Jordan.—En la puerta de la iglesia de

mi pueblo había una pata de osoque maté yo en primavera —prosiguió Anselmo—. Le encontréen un monte, entre la nieve, dandovueltas a un leño con esa mismapata.

—¿Cuándo fue eso?—Hace seis años. Y cada vez

que yo veía la pata, que era como lamano de un hombre, aunque conaquellas uñas largas, disecada y

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clavada en la puerta de la iglesia,me gustaba mucho verla.

—Te sentías orgulloso.—Me sentía orgulloso

acordándome del encuentro con eloso en aquel monte a comienzos dela primavera. Pero cuando se mataa un hombre, a un hombre que escomo nosotros, no queda nadabueno.

—No puedes clavar su pata enla puerta de la iglesia —dijoJordan.

—No, sería una barbaridad. Ysin embargo, la mano de un hombrees muy parecida a la pata de un oso.

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—Y el tórax de un hombre separece mucho al tórax de un oso —comentó Jordan—. Debajo de lapiel, el oso se parece mucho alhombre.

—Sí —agregó Anselmo—. Losgitanos creen que el oso es hermanodel hombre.

—Los indios de Américatambién lo creen. Y cuando matan aun oso le explican por qué lo hanhecho y le piden perdón. Luegoponen su cabeza en un árbol y leruegan que los perdone antes demarcharse.

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—Los gitanos piensan que eloso es hermano del hombre porquetiene el mismo cuerpo debajo de supiel, porque le gusta beber cerveza,porque le gusta la música y porquele gusta el baile.

—Los indios también lo creen—dijo Jordan.

—¿Son gitanos los indios?—No, pero piensan las mismas

cosas sobre los osos.—Ya. Los gitanos creen

también que el oso es hermano delhombre porque roba por divertirse.

—¿Eres tú gitano?—No, pero conozco a muchos,

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y, desde el Movimiento, a muchosmás. Hay muchos en las montañas.Para ellos no es pecado el matarfuera de la tribu. No lo confiesan,pero es así.

—Igual que los moros.—Sí. Pero los gitanos tienen

muchas leyes que no dicen que lastienen. En la guerra, muchos gitanosse han vuelto malos otra vez, comoen los viejos tiempos.

—No entienden por quéhacemos la guerra; no saben porqué luchamos.

—No —dijo Anselmo—; sólo

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saben que hay guerra y que la gentepuede matar otra vez, como antes,sin que se le castigue.

—¿Has matado alguna vez? —preguntó Jordan, llevado de laintimidad que creaban las sombrasde la noche y el día que habíanpasado juntos.

—Sí, muchas veces. Pero nopor gusto. Para mí, matar a unhombre es un pecado. Aunque seanfascistas los que mate. Para mí hayuna gran diferencia entre el oso y elhombre, y no creo en los hechizosde los gitanos sobre la fraternidadcon los animales. No. A mí no me

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gusta matar hombres.—Pero los has matado.—Sí, y lo haría otra vez. Pero,

si después de eso sigo viviendo,trataré de vivir de tal manera, sinhacer mal a nadie, que se me puedaperdonar.

—¿Por quién?—No lo sé. Desde que no

tenemos Dios, ni su Hijo ni EspírituSanto, ¿quién es el que perdona?No lo sé.

—¿Ya no tenéis Dios?—No, hombre; claro que no. Si

hubiese Dios, no hubiera permitidolo que yo he visto con mis propios

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ojos. Déjales a ellos que tenganDios.

—Ellos dicen que es suyo.—Bueno, yo le echo de menos,

porque he sido educado en lareligión. Pero ahora un hombretiene que ser responsable ante símismo.

—Entonces eres tú mismo quientienes que perdonarte por habermatado.

—Creo que es así —asintióAnselmo—. Lo ha dicho usted deuna forma tan clara, que creo quetiene que ser así. Pero, con Dios o

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sin Dios, creo que matar es unpecado. Quitar la vida a alguien esun pecado muy grave, a mi parecer.Lo haré, si es necesario, pero nosoy de la clase de Pablo.

—Para ganar la guerra tenemosque matar a nuestros enemigos. Hasido siempre así.

—Ya. En la guerra tenemos quematar. Pero yo tengo ideas muyraras —dijo Anselmo.

Iban ahora el uno junto al otro,entre las sombras, y el viejohablaba en voz baja, volviendoalgunas veces la cabeza haciaJordan, según trepaba.

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—No quisiera matar ni a unobispo. No quisiera matar a unpropietario, por grande que fuese.Me gustaría ponerlos a trabajar, díatras día, como hemos trabajadonosotros en el campo, como hemostrabajado nosotros en las montañas,haciendo leña, todo el resto de lavida. Así sabrían lo que es bueno.Les haría que durmieran dondehemos dormido nosotros, quecomieran lo que hemos comidonosotros. Pero, sobre todo, haríaque trabajasen. Así aprenderían.

—Y vivirían para volver aesclavizarte.

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—Matar no sirve para nada —insistió Anselmo—. No puedesacabar con ellos, porque susimiente vuelve a crecer con másvigor. Tampoco sirve para nadameterlos en la cárcel. Sólo sirvepara crear más odios. Es mejorenseñarlos.

—Pero tú has matado.—Sí —dijo Anselmo—; he

matado varias veces y volveré ahacerlo. Pero no por gusto, ysiempre me parecerá un pecado.

—¿Y el centinela? Te sentíascontento con la idea de matarle.

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—Era una broma. Mataría alcentinela, sí. Lo mataría, con laconciencia tranquila si era ese mideber. Pero no a gusto.

—Dejaremos eso para aquellosa quienes les divierta —concluyóJordan—. Hay ocho y cinco, quesuman en total trece. Son bastantespara aquellos a quienes divierte.

—Hay muchos a quienes lesgusta —dijo Anselmo en laoscuridad—. Hay muchos de esos.Tenemos más de esos que de losque sirven para una batalla.

—¿Has estado tú alguna vez enuna batalla?

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—Bueno —contestó el viejo—,peleamos en Segovia, al principiodel Movimiento; pero fuimosvencidos y nos escapamos. Yo huícon los otros. No sabíamos ni loque estábamos haciendo ni cómotenía que hacerse. Además, yo notenía más que una pistola conperdigones, y la Guardia Civil teníamáuser. No podía disparar contraellos a cien metros con perdigones,y ellos nos mataban como sifuéramos conejos. Mataron a todoslos que quisieron y tuvimos quehuir como ovejas. —Se quedó en

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silencio y luego preguntó—: ¿Creesque habrá pelea en el puente? —Desde hacía un rato se había puestoa tutear al extranjero.

—Es posible que sí.—Nunca he estado en una

batalla sin huir —dijo Anselmo—;no sé cómo me comportaré. Soyviejo y no puedo responder de mí.

—Yo respondo de ti —dijoJordan.

—¿Has estado en muchoscombates?

—En varios.—¿Y qué piensas de lo del

puente?

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—Primero pienso en volar elpuente. Es mi trabajo. No es difícildestruir el puente. Luegotomaremos las disposiciones paralos demás. Haremos lospreparativos. Todo se dará porescrito.

—Pero hay muy pocos quesepan leer —dijo Anselmo.

—Lo escribiremos, para quetodo el mundo pueda entenderlo;pero también lo explicaremos depalabra.

—Haré lo que me manden —dijo Anselmo—; pero cuando meacuerdo del tiroteo de Segovia, si

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hay una batalla o mucho tiroteo, megustaría saber qué es lo que tengoque hacer en todo caso para evitarla huida. Me acuerdo de que teníauna gran inclinación a huir enSegovia.

—Estaremos juntos —dijoJordan—. Yo te diré lo que tienesque hacer en cualquier momento.

—Entonces no hay cuestión —aseguró Anselmo—. Haré lo quesea, con tal que me lo manden.

—Adelante con el puente y labatalla, si es que ha de haberbatalla —dijo Jordan, y al decir

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esto en la oscuridad se sintió unpoco ridículo, aunque, después detodo, sonaba bien en español.

—Será una cosa muyinteresante —afirmó Anselmo, yoyendo hablar al viejo con talhonradez y franqueza, sin la menorafectación, sin la fingida eleganciadel anglosajón ni la bravuconeríadel mediterráneo, Jordan pensó quehabía tenido mucha suerte por haberdado con el viejo, por haber vistoel puente, por haber podidoestudiar y simplificar el problema,que consistía en sorprender a loscentinelas y volar el puente de una

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forma normal, y sintió irritación porlas órdenes de Golz y la necesidadde obedecerlas. Sintió irritaciónpor las consecuencias que tendríanpara él y las consecuencias quetendrían para el viejo. Era una tareamuy mala para todos los quetuvieran que participar en ella.

«Este no es un modo decente depensar —se dijo a sí mismo—;pensar en lo que puede sucederte ati y a los otros. Ni tú ni el viejosois nada. Sois instrumentos devuestro deber. Las órdenes no soncosa vuestra. Ahí tienes el puente, yel puente puede ser el lugar en

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donde el porvenir de la humanidaddé un giro. Cualquier cosa de lasque sucedan en esta guerra puedecambiar el porvenir del génerohumano. Tú sólo tienes que pensaren una cosa, en lo que tienes quehacer. Diablo, ¿en una sola cosa?Si fuera en una sola cosa seríafácil. Está bien, estúpido. Basta depensar en ti mismo. Piensa en algodiferente».

Así es que se puso a pensar enMaría, en la muchacha, en su piel,su pelo y sus ojos, todo del mismocolor dorado; en sus cabellos, un

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poco más oscuros que lo demás,aunque cada vez serían más rubios,a medida que su piel fuerahaciéndose más oscura; en su suaveepidermis, de un dorado pálido enla superficie, recubriendo un ardorprofundo. Su piel debía de sersuave, como todo su cuerpo; semovía con torpeza, como si viesealgo que le estorbase, algo quefuera visible aunque no lo era,porque estaba sólo en su mente. Yse ruborizaba cuando la miraba, yla recordaba sentada, con las manossobre las rodillas y la camisaabierta, dejando ver el cuello, y el

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bulto de sus pequeños senostorneados debajo de la camisa, y alpensar en ella se le resecaba lagarganta, y le costaba esfuerzoseguir andando. Y Anselmo y él nohablaron más hasta que el viejodijo:

—Ahora no tenemos más quebajar por estas rocas y estaremosen el campamento.

Cuando se deslizaban por lasrocas, en la oscuridad oyeron gritara un hombre: «¡Alto! ¿Quiénvive?». Oyeron el ruido del cerrojode un fusil que era echado haciaatrás y luego el golpeteo contra la

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madera, al impulsarlo haciaadelante.

—Somos camaradas —dijoAnselmo.

—¿Qué camaradas?—Camaradas de Pablo —

contestó el viejo—. ¿No nosconoces?

—Sí —dijo la voz—. Pero esuna orden. ¿Sabéis el santo y seña?

—No, venimos de abajo.—Ya lo sé —dijo el hombre de

la oscuridad—; venís del puente.Lo sé. Pero la orden no es mía.Tenéis que conocer la segunda

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parte del santo y seña.—¿Cuál es la primera? —

preguntó Jordan.—La he olvidado —dijo el

hombre en la oscuridad, y rompió areír—. Vete a la puñeta con tumierda de dinamita.

—Eso es lo que se llamadisciplina de guerrilla —dijoAnselmo—. Quítale el cerrojo a tufusil.

—Ya está quitado —contestó elhombre de la oscuridad—. Lo dejécaer con el pulgar y el índice.

—Como hicieras eso con unmáuser, se te dispararía.

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—Es un máuser —explicó elhombre—; pero tengo un pulgar yun índice como un elefante.Siempre lo sujeto así.

—¿Hacia dónde apunta el fusil?—preguntó Anselmo en laoscuridad.

—Hacia ti —respondió elhombre—. Lo tengo apuntado haciati todo el tiempo. Y cuando vayas alcampamento di a alguien que vengaa relevarme, porque tengo unhambre que me j… el estómago yhe olvidado el santo y seña.

—¿Cómo te llamas? —preguntóJordan.

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—Agustín —dijo el hombre—.Me llamo Agustín y me muero deaburrimiento en este lugar.

—Daremos tu mensaje —dijoJordan, y pensó que aburrimientoera una palabra que ningúncampesino del mundo usaría enninguna otra lengua. Y sin embargo,es la palabra más corriente en bocade un español de cualquier clase.

—Escucha —dijo Agustín, yacercándose puso la mano en elhombro de Robert. Luego encendióun yesquero y soplando en lamecha, para alumbrarse mejor,

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miró a la cara al extranjero.—Te pareces al otro —dijo—;

pero un poco distinto. Escucha —agregó apagando el yesquero yvolviendo a coger el fusil—. Dime,¿es verdad lo del puente?

—¿El qué del puente?—Que vas a volar esa mierda

de puente y que vamos a tener queirnos de estas puñeteras montañas.

—No lo sé.—No lo sabes —dijo Agustín

—; ¡qué barbaridad! ¿Para qué esentonces esa dinamita?

—Es mía.—¿Y no sabes para qué es? No

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me cuentes cuentos.—Sé para qué es y lo sabrás tú

cuando llegue el momento —prometió Jordan—; pero ahoravamos al campamento.

—Vete a la mierda —dijoAgustín—. J… con el tío. ¿Quieresque te diga algo que te interesa?

—Sí, si no es una mierda —repuso Jordan, empleando lapalabra grosera que habíasalpicado la conversación.

Aquel hombre hablaba de unmodo tan grosero, añadiendo unaindecencia a cada nombre yadjetivo, utilizando la misma

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indecencia en forma de verbo, queJordan se preguntaba si podríadecir una sola palabra sinadornarla. Agustín se rio en laoscuridad al oírle decir mierda.

—Es una manera de hablar queyo tengo. A lo mejor es fea. ¿Quiénsabe? Cada cual habla a su estilo.Escucha, no me importa nada elpuente. Se me da tanto del puentecomo de cualquier otra cosa.Además, me aburro a muerte enestas montañas. Ojalá tengamos quemarcharnos. Estas montañas no medicen nada a mí. Ojalá tengamos

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que abandonarlas. Pero quierodecirte una cosa. Guarda bien tusexplosivos.

—Gracias —dijo Jordan—.Pero ¿de quién tengo queguardarlos? ¿De ti?

—No —dijo Agustín—. Degente menos j… que yo.

—¿Y por qué? —preguntóJordan.

—¿Tú comprendes el español?—preguntó Agustín, hablandomenos seriamente—. Bueno, puesten cuidado de esa mierda deexplosivos.

—Gracias.

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—No, no me des las gracias.Cuida bien de ellos.

—¿Ha sucedido algo?—No, o no perdería el tiempo

hablándote de esta forma.—Gracias de todas maneras.

Vamos al campamento.—Bueno —dijo Agustín—.

Decidles que envíen aquí alguienque sepa el santo y seña.

—¿Te veremos en elcampamento?

—Sí, hombre, en seguida.—Vamos —dijo Jordan a

Anselmo.Empezaron a bordear la

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pradera, que estaba envuelta en unaniebla gris. La hierba formaba unaespesa alfombra debajo de sus pies,con las agujas de pino, y el rocío dela noche mojaba la suela de susalpargatas. Más allá, por entre losárboles, Jordan vio una luz queimaginó que señalaba la boca de lacueva.

—Agustín es un hombre muybueno —advirtió Anselmo—.Habla de una manera muy cochina ysiempre está de broma, pero es unhombre de mucha confianza.

—¿Le conoces bien?

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—Sí, desde hace tiempo. Y esun hombre de mucha confianza.

—¿Y es cierto lo que dice?—Sí, ese Pablo es cosa mala;

ya verás.—¿Y qué podríamos hacer?—Hay que estar en guardia

constantemente.—¿Quién?—Tú, yo, la mujer, Agustín.

Porque Agustín ha visto el peligro.—¿Pensabas que las cosas iban

a ir tan mal como van?—No —dijo Anselmo—. Se

han puesto mal de repente. Pero eranecesario venir aquí. Esta es la

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región de Pablo y del Sordo. Enestos lugares tenemos queentendérnoslas con ellos, a menosque se haga algo para lo que no senecesite la ayuda de nadie.

—¿Y el Sordo?—Bueno —dijo Anselmo—. Es

tan bueno como malo el otro.—¿Crees que es realmente

malo?—He estado pensando en ello

toda la tarde, y después de oír loque hemos oído, creo que es así. Esasí.

—¿No sería mejor que nos

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fuéramos, diciendo que se trata deotro puente y buscáramos otrasbandas?

—No —dijo Anselmo—. Enesta parte mandan ellos. No puedesmoverte sin que lo sepan. Así esque hay que andarse con muchasprecauciones.

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Capítulo IV

DESCENDIERON HASTA LA ENTRADA

DE LA CUEVA en la que se veíabrillar una luz colándose por lasrendijas de la manta que cubría laabertura. Las dos mochilas estabanal pie de un árbol y Jordan searrodilló junto a ellas y palpó lalona húmeda y tiesa que las cubría.En la oscuridad tanteó bajo la lonahasta encontrar el bolsillo exteriorde uno de los fardos, de donde sacóuna cantimplora que se guardó en elbolsillo. Abrió el candado que

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cerraba las cadenas que pasabanpor los agujeros de la boca de lamochila y desatando las cuerdas delforro interior palpó con sus manospara comprobar el contenido.Dentro de una de las mochilasestaban los bloques envueltos ensus talegos y los talegos envueltos asu vez en el saco de dormir. Volvióa atar las cuerdas y pasó la cadenacon su candado; palpó el otro fardoy tocó el contorno duro de la cajade madera del viejo detonador y lacaja de habanos que contenía lascargas. Cada uno de los pequeños

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cilindros había sido enrolladocuidadosamente con el mismocuidado con que, de niño,empaquetaba su colección dehuevos de pájaros salvajes. Palpóel bulto de la ametralladora,separada del cañón y envuelta en unestuche de cuero, los dosdetonadores y los cinco cargadoresen uno de los bolsillos interioresdel fardo más grande y laspequeñas bobinas de hilo de cobrey el gran rollo de cable aislante enel otro. En el bolsillo interiordonde estaba el cable, palpó laspinzas y los dos punzones de

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madera destinados a horadar losextremos de los bloques. Delúltimo bolsillo interior sacó unagran caja de cigarrillos rusos, unade las cajas procedentes del cuartelgeneral de Golz, y cerrando la bocadel fardo con el candado, dejó caerlas carteras de los bolsillos ycubrió las dos mochilas con la lona.Anselmo entraba en la cueva enesos momentos.

Jordan se puso en pie paraseguirle, pero luego lo pensó mejory, levantando la tela que cubría lasmochilas, las cogió con la mano ylas llevó arrastrando hasta la

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entrada de la cueva. Dejó una deellas en el suelo, para levantar lamanta, y luego, con la cabezainclinada y un fardo en cada mano,entró en la cueva, tirando de lascorreas.

Dentro hacía calor y el aireestaba cargado de humo. Había unamesa a lo largo del muro y sobreella una vela de sebo en unabotella. En la mesa estabansentados Pablo, tres hombres queJordan no conocía y Rafael, elgitano. La vela hacía sombras en lapared detrás de ellos. Anselmo

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permanecía de pie, según habíallegado, a la derecha de la mesa. Lamujer de Pablo estaba inclinadasobre un fuego de carbón que habíaen el hogar abierto en un rincón dela cueva. La muchacha, de rodillasa su lado, removía algo en unamarmita de hierro. Con la cucharade madera en el aire, se quedóparada, mirando a Jordan, tambiénde pie a la entrada. Al resplandordel fuego que la mujer atizaba conun soplillo, Jordan vio el rostro dela muchacha, su brazo inmóvil y lasgotas que se escurrían de la cucharay caían en la tartera de hierro.

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—¿Qué es eso que traes? —preguntó Pablo.

—Mis cosas —dijo Jordan ydejó los dos fardos un pocoseparados uno del otro a la entradade la cueva, en el lado opuesto alde la mesa, que era también el másamplio.

—¿No puedes dejarlo fuera? —preguntó Pablo.

—Alguien podría tropezar conellos en la oscuridad —dijo Jordan,y, acercándose a la mesa dejó sobreella la caja de cigarrillos.

—No me gusta tener dinamitaen la cueva —dijo Pablo.

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—Está lejos del fuego —dijoJordan—. Coged cigarrillos. —Pasó el dedo pulgar por el borde dela caja de cartón, en la que habíapintado un gran acorazado encolores, y ofreció la caja a Pablo.

Anselmo acercó un taburete decuero sin curtir y Jordan se sentójunto a la mesa. Pablo se quedómirándole, como si fuera a hablarde nuevo, pero no dijo nada,limitándose a coger algunoscigarrillos.

Jordan pasó la caja a losdemás. No se atrevía aún a mirarlos

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de frente, pero observó que uno delos hombres cogía cigarrillos y losotros dos no. Toda su atenciónestaba puesta en Pablo.

—¿Cómo va eso, gitano? —preguntó a Rafael.

—Bien —contestó elinterrogado. Jordan habríaasegurado que estaban hablando deél cuando entró en la cueva. Hastael gitano se encontraba molesto.

—¿Te dejará que comas otravez? —insistió Jordan refiriéndosea la mujer.

—Sí, ¿por qué no? —dijo elgitano. El ambiente amistoso y

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jovial de la tarde se había disipado.La mujer de Pablo, sin decir

nada, seguía soplando las brasasdel fogón.

—Uno que se llama Agustíndice que se aburre por ahí arriba —explicó Jordan.

—El aburrimiento no mata —dijo Pablo—. Dejadle.

—¿Hay vino? —preguntóJordan, sin dirigirse a ninguno enparticular, e inclinándose apoyó lasmanos en la mesa.

—Ha quedado un poco —dijoPablo de mala gana.

Jordan decidió que sería

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conveniente observar a los otros ytratar de averiguar cómo iban lascosas.

—Entonces querría un jarro deagua. Tú —dijo, llamando a lamuchacha y acentuando el tú condesenvoltura—, tráeme una taza deagua.

La muchacha miró a la mujer,que no dijo nada ni dio señales dehaber oído. Luego fue a un barreñoque tenía agua y llenó una taza.Volvió a la mesa y la puso delantede Jordan, que le sonrió. Al mismotiempo contrajo los músculos del

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vientre y volviéndose un poco haciala izquierda, en su taburete, hizoque se deslizara la pistola a lolargo de su cintura hasta el lugarque deseaba. Bajó la mano hacia elbolsillo del pantalón. Pablo no lequitaba ojo de encima. Jordan sabíaque todos le miraban, pero él nomiraba más que a Pablo. Su manosalió del bolsillo con lacantimplora. Desenroscó y luegoalzó la tapa, bebió la mitad de sucontenido y dejó caer lentamente enel interior unas gotas del líquido dela cantimplora.

—Es demasiado fuerte para ti;

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si no, te daría para que lo probases—dijo Jordan a la muchacha,volviendo a sonreírle—. Quedapoco; si no, te ofrecería —dijo aPablo.

—No me gusta el anís —dijoPablo.

El olor acre procedente de lataza había llegado al otro extremode la mesa y Pablo habíareconocido el único componenteque le era familiar.

—Me alegro —dijo Jordan—,porque queda muy poco.

—¿Qué bebida es esa? —preguntó el gitano.

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—Es una medicina —dijoJordan—. ¿Quieres probarla?

—¿Para qué sirve?—Para nada —contestó Jordan

—, pero lo cura todo. Si tienes algoque te duela, esto te lo curará.

—Déjame probarlo —pidió elgitano.

Jordan empujó la taza hacia él.Era un líquido amarillentomezclado con el agua y Jordanconfió en que el gitano no tomaríamás que un trago. Quedabarealmente muy poco y un trago deesta bebida reemplazaba para él

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todos los periódicos de la tarde,todas las veladas pasadas en loscafés, todos los castaños, quedebían de estar en flor en aquellaépoca del año; los grandes y lentoscaballos de los bulevares, laslibrerías, los quioscos y las salasde exposiciones, el ParqueMontsouris, al Estadio Buffalo, laButte Chaumont, la Guaranty TrustCompany, la Île de la Cité, el viejohotel Foyot y el placer de leer ydescansar por la noche; todas lascosas, en fin, que él había amado yolvidado y que retornaban conaquel brebaje opaco, amargo, que

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entorpecía la lengua, que calentabael cerebro, que acariciaba elestómago; con aquel brebaje que,en suma, hacía cambiar las ideas.

El gitano hizo una mueca y ledevolvió la taza.

—Huele a anís, pero es másamargo que la hiel —dijo—; esmejor estar malo que tener quetomar esa medicina.

—Es ajenjo —explicó Jordan—. Es un verdadero matarratas. Sesupone que destruye el cerebro,pero yo no lo creo. Solamentecambia las ideas. Hay que mezclarel agua muy despacio, gota a gota.

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Pero yo lo he hecho al revés: lo heechado al agua.

—¿Qué es lo que está usteddiciendo? —preguntó Pablo,malhumorado, dándose cuenta de laburla.

—Estaba explicándole cómo sehace esta medicina —repusoJordan, sonriendo—. La compré enMadrid. Era la última botella y meha durado tres semanas. —Tomó unbuen sorbo y notó que por su lenguase extendía una sensación dedelicada anestesia. Miró a Pablo yvolvió a sonreír.

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—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

Pablo no contestó y Jordanobservó detenidamente a los otrostres hombres sentados a la mesa.Uno de ellos tenía una cara grande,chata y morena como un jamónserrano, con la nariz aplastada yrota; el largo y delgado cigarrilloruso que sostenía en la comisura delos labios hacía que el rostropareciese aún más aplastado. Teníaun pelo gris, como erizado, y unrastrojo de barbas igualmente gris,y llevaba la habitual blusa negra delos campesinos, abrochada hasta el

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cuello. Bajó los ojos hacia la mesacuando Jordan le miró, pero lo hizode una forma tranquila; sinparpadear. Los otros dos eran,evidentemente, hermanos; separecían mucho: los dos eran bajos,achaparrados, de pelo negro, queles crecía a dos dedos de la frente,ojos oscuros y piel cetrina. Uno deellos tenía una cicatriz que lecruzaba la frente sobre el ojoizquierdo. Mientras Jordan losobservaba, ellos le devolvieron lamirada con tranquilidad. Uno deellos podría tener veintiséis o

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veintiocho años; el otro eraposiblemente algo mayor.

—¿Qué es lo que miras? —preguntó uno de los hermanos, el dela cicatriz.

—Te estoy mirando a ti —dijoJordan.

—¿Tengo algo raro en la cara?—No —dijo Jordan—; ¿quieres

un cigarrillo?—Venga —dijo el hermano. No

lo había querido antes—. Son comolos que llevaba el otro, el del tren.

—¿Estuvo usted en el tren?—Estuvimos todos en el tren —

contestó el hermano calmosamente

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—. Todos, menos el viejo.—Eso es lo que deberíamos

hacer ahora —dijo Pablo—. Otrotren.

—Podemos hacerlo —dijoJordan—. Después del puente.

Vio que la mujer de Pablo sehabía vuelto de frente y estabaescuchando. Cuando pronunció lapalabra puente, todos guardaronsilencio.

—Después del puente —volvióa decir Jordan con intención. Ytomó un trago de ajenjo. «Serámejor poner las cartas sobre lamesa —pensó—. De todas formas,

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me veré obligado a hacerlo».—No estoy por lo del puente —

dijo Pablo, mirando hacia la mesa—. Ni yo ni mi gente.

Jordan no le discutió. Miró aAnselmo y levantó el jarro.

—Entonces tendremos quehacerlo solos, viejo —y sonrió.

—Sin ese cobarde —dijoAnselmo.

—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Pablo al viejo.

—No he dicho nada para ti; nohablaba para ti —contestóAnselmo.

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Robert Jordan miró al otro ladode la mesa, hacia donde la mujer dePablo estaba de pie, junto al fuego.No había dicho nada ni había hechoningún gesto. Pero entonces empezóa decir algo a la muchacha, algoque él no podía oír, y la chica selevantó del rincón que ocupabajunto al fuego, se deslizó al amparodel muro, levantó la manta quetapaba la entrada de la cueva ysalió. «Creo que lo feo va aplantearse ahora —pensó RobertJordan—. Creo que ya se haplanteado. No hubiera querido quelas cosas ocurrieran de este modo,

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pero parece que suceden así».—Bueno, haremos lo del puente

sin tu ayuda —dijo Jordan a Pablotuteándole de repente.

—No —replicó Pablo, y Jordanvio que su rostro se había cubiertode sudor—. Tú no harás volar aquíningún puente.

—¿No?—Tú no harás volar aquí

ningún puente —insistió Pablo.—¿Y tú? —preguntó Jordan,

dirigiéndose a la mujer de Pablo,que estaba de pie, tranquila yarrogante junto al fuego. La mujer

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se volvió hacia ellos y dijo:—Yo estoy por lo del puente.

—Su rostro, iluminado por elresplandor del fogón, aparecíaoscuro, bronceado y hermoso, comoel de una estatua.

—¿Qué dices tú? —preguntóPablo, y Jordan vio que se sentíatraicionado y que el sudor le caíade la frente al volver hacia ella lacabeza.

—Yo estoy por lo del puente ycontra ti —dijo la mujer de Pablo—. Nada más que eso.

—Yo también estoy por lo delpuente —dijo el hombre de la cara

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aplastada y la nariz rota, estrujandola colilla del cigarrillo sobre lamesa.

—A mí el puente no me dicenada —opinó uno de los hermanos—; pero estoy con la mujer dePablo.

—Lo mismo digo —comentó elotro hermano.

—Y yo —dijo el gitano.Jordan observaba a Pablo y,

mientras le observaba, iba dejandocaer su mano derecha cada vez másabajo, dispuesta, si fuera necesario,y esperando casi que lo fuera,sintiendo que acaso lo más sencillo

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y fácil fuera que se produjesen lascosas así, pero sin querer estropearlo que marchaba tan bien, sabiendoque toda una familia, una banda oun clan puede revolverse en unadisputa contra un extraño; peropensando, sin embargo, que lo quepodía hacerse con la mano era lomás simple y lo mejor, yquirúrgicamente lo más sano, unavez que las cosas se habíanplanteado como se habíanplanteado; Jordan veía al mismotiempo a la mujer de Pablo, paradaallí, como una estatua, sonrojarse

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orgullosamente ante aquelloscumplidos.

—Yo estoy con la República —dijo la mujer de Pabloimpetuosamente—. Y la Repúblicaes el puente. Después tendremostiempo de hacer otros planes.

—¡Y tú! —dijo Pabloamargamente—, con tu cabeza detoro y tu corazón de puta, ¿creesque habrá un después? ¿Tienes lamás mínima idea de lo que va apasar?

—Pasará lo que tenga que pasar—repuso la mujer de Pablo—.Pasará lo que tenga que pasar.

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—¿Y no quiere decir nada parati el verte arrojada como una bestiadespués de ese asunto, del que novamos a sacar ningún provecho?¿No te importa morir?

—No —contestó la mujer dePablo—. Y no trates de metermemiedo, cobarde.

—Cobarde —repitió Pabloamargamente—. Tratas a un hombrede cobarde porque tiene sentidotáctico. Porque es capaz de ver deantemano las consecuencias de unalocura. No es cobardía saber lo quees locura.

—Ni es locura saber lo que es

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cobardía —dijo Anselmo, incapazde resistir la tentación de hacer unafrase.

—¿Tienes ganas de morirte? —preguntó Pablo, y Jordan vio que lapregunta iba en serio.

—No.—Entonces, cierra el pico;

hablas demasiado de cosas que noentiendes. ¿No te das cuenta de queestamos jugando en serio? —dijode una forma casi afectuosa—. Yosoy el único que ve lo grave de lasituación.

«Lo creo —pensó Jordan—. Lo

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creo, Pablito, amigo; yo también locreo. Nadie se da cuenta. Exceptoyo. Tú eres capaz de darte cuenta yde verlo, y la mujer lo ha leído enmi mano, pero no ha sido capaz deverlo todavía. No, todavía no hasido capaz de comprenderlo».

—¿Es que no soy el jefe aquí?—preguntó Pablo—. Yo sé de loque hablo. Vosotros no lo sabéis.El viejo no tiene cabeza. Es unviejo que no sirve más que para darrecados y para hacer de guía en lasmontañas. Este extranjero ha venidoaquí a hacer una cosa que es buenapara los extranjeros. Y por su culpa

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tenemos que ser sacrificados. Yoestoy aquí para defender laseguridad y el bienestar de todos.

—Seguridad —comentó lamujer de Pablo—. No hay nada quepueda llamarse así. Hay ahora tantagente aquí, buscando la seguridad,que todos corremos peligro.Buscando la seguridad tú nospierdes ahora a todos.

Estaba junto a la mesa con elgran cucharón en la mano.

—Podemos sentirnos seguros—dijo Pablo—; en medio delpeligro podemos sentirnos segurossi sabemos dónde está el peligro.

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Es como el torero que sabe lo quehace, que no se arriesga sinnecesidad y se siente seguro.

—Hasta que es cogido —dijola mujer agriamente—. ¡Cuántasveces he oído yo a los toreros decireso antes que les dieran unacornada! ¡Cuántas veces he oído aFinito decir que todo consiste ensaber o no saber cómo se hacen lascosas y que el toro no atrapa nuncaal hombre, sino que es el hombrequien se deja atrapar entre loscuernos del toro! Siempre hablanasí, con mucho orgullo, antes de ser

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cogidos. Luego, cuando vamos averlos a la clínica —y se puso ahacer gestos, como si estuvierajunto al lecho del herido—: «¡Hola,cariño, hola!» —dijo con vozsonora. Y luego, imitando una vozcasi afeminada, la del torero herido—: «Buenas, compadre. ¿Cómo vaeso, Pilar?». «¿Qué te ha pasado,Finito, chico, cómo te ha ocurridoeste cochino accidente?» —volvióa decir, con su poderosa voz.Luego, con voz débil, delgada—:«No es nada, Pilar; no es nada. Nodebiera haberme ocurrido. Le matéestupendamente, ya sabes. No

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hubiera podido matarle mejor.Luego, después de matarle comodebía y de dejarle enteramentemuerto, cayéndose por su propiopeso y temblándole las patas, meaparté con cierto orgullo y muchoestilo, y por detrás me metió elcuerno entre las nalgas y me lo sacópor el hígado». —Rompió a reír,dejando de imitar el habla casiafeminada del torero y recobrandosu propio tono de voz—. Tú y tuseguridad. Y me lo dices a mí, quehe vivido nueve años con tres delos toreros peor pagados delmundo. Y me lo dices a mí, que sé

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un rato de lo que es el miedo y delo que es la seguridad. Háblame amí de seguridad. Y tú. ¡Quéilusiones puse yo en ti y cómo mehas chasqueado! En un año deguerra te has convertido en unholgazán, en un borracho y en uncobarde.

—No tienes derecho a hablarasí —dijo Pablo—. Y muchomenos delante de gente extraña y deun extranjero.

—Hablo como me da la gana —dijo la mujer de Pablo—. ¿Habéisoído? ¿Todavía crees que eres tú

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quien manda aquí?—Sí —dijo Pablo—. Soy yo

quien manda aquí.—Ni en broma —dijo la mujer

—. Aquí mando yo. ¿Lo habéisoído vosotros también? Aquí nomanda nadie más que yo. Tú puedesquedarte, si quieres, y comer de loque yo guiso y beber el vino queguardo; pero sin abusar mucho.Puedes trabajar con los demás, siquieres, pero la que manda aquí soyyo.

—Debiera matarte a ti y alextranjero —dijo Pablo, sombrío.

—Inténtalo —dijo la mujer de

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Pablo—; ya veremos lo que pasa.—Una taza de agua para mí —

dijo Jordan, sin dejar de mirar alhombre de la cabezota siniestra y ala mujer, que seguía de pie, llena dearrogancia y sosteniendo elcucharón con tanta autoridad comosi fuese un cetro.

—María —llamó la mujer dePablo, y cuando la muchachaapareció en la puerta, dijo—: Aguapara este camarada.

Jordan sacó del bolsillo sucantimplora y al cogerla aflojóligeramente la pistola del estuche yla deslizó junto a su cadera. Echó

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por segunda vez un poco de ajenjoen su taza de agua, cogió la que lamuchacha acababa de traerle yempezó a echar el agua al ajenjogota a gota. La muchacha se quedóen pie, a su lado, observándole.

—Vete fuera —dijo la mujer dePablo, haciéndole un ademán con lacuchara.

—Afuera hace frío —contestóla chica, apoyando el codo en lamesa y acercando la mejilla aJordan, para observar mejor lo quesucedía en la taza, donde el licorestaba empezando a formar

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nubecillas.—Puede que lo haga —dijo la

mujer de Pablo—, pero aquí hacedemasiado calor. —Y luego añadióamablemente—: En seguida tellamo.

La muchacha movió la cabeza ysalió.

«No creo que vaya a aguantarmucho», se dijo Jordan. Levantó lataza con una mano y apoyó la otrade manera abierta en la pistola.Había corrido el seguro y sentíaahora el contacto tranquilizador yfamiliar de la culata, de labradogastado, casi liso por el uso, y la

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fresca compañía del gatillo. Pablohabía dejado de mirarle y miraba ala mujer, que prosiguió:

—Escucha, borracho, ¿sabes yaquién manda aquí?

—Mando yo.—No, oye. Abre bien los oídos

y quítate la cera de las orejaspeludas. La que manda soy yo.

Pablo la miró y por laexpresión de su rostro no podíaaveriguarse lo que pensaba. Lamiró resueltamente unos segundos yluego miró al otro lado de la mesa,a donde estaba Jordan. Luegovolvió a mirar a la mujer.

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—Está bien; tú mandas —asintió—. Y si así lo quieres, élmanda también. Y podéis iros losdos al diablo. —Miraba ahora caraa cara a la mujer y no parecíadejarse dominar por ella ni haberseturbado por lo que le había dicho—. Es posible que sea un holgazány que beba demasiado. Y puedespensar que soy un cobarde, aunquete engañas. Pero, sobre todo, no soyun estúpido —hizo una pausa—.Puedes mandar si quieres, y que teaproveche. Y ahora, si eres unamujer, además de ser comandante,

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danos algo de comer.—María —gritó la mujer de

Pablo. La muchacha metió lacabeza por la manta que tapaba laentrada de la cueva—. Entra y sirvela sopa.

La chica entró, como se ledecía, y acercándose a la mesa bajaque había junto al fogón, cogió unasescudillas de hierro esmaltado y lasacercó a la mesa.

—Hay vino para todos —dijola mujer de Pablo a Jordan—; y nohagas caso de lo que dice eseborracho. Cuando se acabe,conseguiremos más. Acaba esa

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cosa tan rara que estás bebiendo ytoma un trago de vino.

Jordan apuró de un trago elajenjo que le quedaba y sintió queun calor suave, agradable,vaporoso, húmedo, toda una seriede reacciones químicas, seproducían en él. Tendió su tazapara que le sirvieran vino. La chicase la llenó y se la devolviósonriendo.

—¿Has visto el puente? —preguntó el gitano.

Los otros, que no habían abiertola boca después del homenajerendido a Pilar, mostraban ahora

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mucho interés en escuchar.—Sí —contestó Jordan—; es

fácil de volar. ¿Queréis que os loexplique?

—Sí, hombre, explícalo.Jordan sacó de su bolsillo el

cuaderno de notas y les enseñó losdibujos.

—Mira —dijo el hombre de lacara aplastada, al que llamabanPrimitivo—; ¡si es mismamente elpuente!

Jordan, ayudándose con ellápiz, a guisa de puntero, explicócómo tenían que volar el puente y

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dónde tenían que ser colocadas lascargas.

—¡Qué cosa más sencilla! —dijo el hermano de la cicatriz, alcual llamaban Andrés—. ¿Y cómohaces que exploten?

Jordan lo explicó también ymientras daba la explicación notóque la muchacha había apoyado elbrazo en su hombro para mirar máscómodamente. La mujer de Pabloestaba mirando igualmente. SóloPablo parecía no tener interés y sehabía sentado aparte con su taza devino, que de vez en cuando volvía allenar en el barreño que había

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colmado antes María con el vinodel pellejo colgado a la entrada dela cueva.

—¿Has hecho ya otras veceseste trabajo? —preguntó la chica envoz baja a Jordan.

—Sí.—¿Y podremos verte cómo lo

haces?—Sí, ¿por qué no?—Lo verás —dijo Pablo desde

el otro lado de la mesa—. Estoyseguro de que lo verás.

—Cállate —dijo la mujer dePablo. Y de repente, acordándosede la escena de aquella tarde, se

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puso furiosa—. Cállate, cobarde;cállate, asesino; cállate, mochuelo.

—Bueno —dijo Pablo—, mecallaré. Eres tú quien manda ahoray no quiero impedir que mires esosdibujos tan bonitos. Pero acuérdatede que no soy un idiota.

La mujer de Pablo sintió que surabia se iba cambiando en tristeza yen un sentimiento que helaba todaesperanza y confianza. Conocía esesentimiento desde que era niña ysabía el motivo, como conocía lascosas que lo habían creado durantetoda su vida. Se había presentado

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de repente y trató de ahuyentarlo.No quería dejarse tocar por él, noquería que tocara a la República.Así es que dijo:

—Vamos a comer. María, llenalas escudillas.

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Capítulo V

ROBERT JORDAN levantó la mantaque tapaba la entrada de la cueva yal salir respiró a fondo el frescoaire de la noche. La niebla se habíadisipado y brillaban las estrellas.No hacía viento y, lejos del aireviciado de la cueva, cargado delhumo del tabaco y del fogón;liberado del olor a arroz, a carne, aazafrán, a pimientos y a aceite frito;del olor a vino del gran pellejocolgado del cuello junto a laentrada, con las cuatro patas

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extendidas, por una de las cuales sesacaba el líquido que quedabagoteando cada vez que se hacía ylevantaba el olor a polvo del suelo;liberado del olor de las distintashierbas cuyos nombres ni siquieraconocía, que colgaban en manojosdel techo, al lado de largas ristrasde ajos; libre del olor a perragorda, vino tinto y ajos, mezcladocon el sudor equino y el sudor dehombre secado bajo la ropa (acre ycansado el olor del hombre, dulce yenfermizo el olor del caballo, olorde piel recién cepillada); libre detodos esos olores, Jordan respiró

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profundamente el aire limpio de lanoche, el aire de las montañas queolía a pinos y a rocío, al rocíodepositado sobre la hierba de lapradera al pie del arroyo. El rocíohabía ido cayendo con abundanciadesde que se había calmado elviento; pero al día siguiente, pensóJordan, respirando con delicia,sería escarcha.

Mientras permanecía allí,respirando a pleno pulmón yescuchando el pulso de la noche,oyó primero disparos en la lejaníay luego el grito de una lechuza en el

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bosque, más abajo, hacia donde sehabía montado el corral de loscaballos. Después oyó en el interiorde la cueva al gitano que habíaempezado a cantar y el rasgueosuave de una guitarra:

Me dejaron de herencia mispadres…

La voz, artificialmentequebrada, se elevó bruscamente yquedó colgada en una nota. Luegoprosiguió:

Me dejaron de herencia mispadres,

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además de la luna y el sol…

Al sonido de la guitarra hizoeco un aplauso coreado.

—Bueno —oyó decir Jordan aalguien—. Cántanos ahora lo delcatalán, gitano.

—No.—Sí, hombre, sí; lo del catalán.—Bueno —dijo el gitano, y

empezó a cantar con voz lamentosa:

Tengo nariz aplasta,tengo cara charola,pero soy un hombre

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como los demás.

—Olé —dijo alguien—.Adelante, gitano. La voz del gitanose elevó, trágica y burlona:

Gracias a Dios que soynegro

y que no soy catalán.

—Eso es mucho ruido —dijoPablo—. Cállate, gitano.

—Sí —se oyó decir a una vozde mujer—. Eso no es más queruido. Podrías despertar a laguardia civil con ese vozarrón.Pero no tienes clase.

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—Cantaré otra cosa —dijo elgitano, y empezó a rasguear laguitarra.

—Guárdatela para otra ocasión—dijo la mujer.

La guitarra calló.—No estoy en vena esta noche.

Así es que no se ha perdido nada—dijo el gitano, y, levantando lamanta, salió.

Jordan vio que se dirigía a unárbol; luego se acercó a él.

—Roberto —dijo el gitano envoz baja.

—¿Qué hay, Rafael? —

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preguntó Jordan. Veía por la vozque le había hecho efecto el vino.También él había bebido dosajenjos y algo de vino, pero sucabeza estaba clara y despejada porel esfuerzo de la pelea con Pablo.

—¿Por qué no has matado aPablo? —preguntó el gitano,siempre en voz baja.

—¿Para qué iba a matarle?—Tendrás que matarle más

pronto o más tarde. ¿Por qué noaprovechaste la ocasión?

—¿Estás hablando en serio?—Pero ¿qué te figuras que

estábamos esperando todos? ¿Por

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qué crees, si no, que la mujermandó a la chica fuera? ¿Crees quees posible continuar, después de loque se ha dicho?

—Teníais que matarle vosotros.—¡Qué va! —dijo el gitano

tranquilamente—. Eso es asuntotuyo. Hemos esperado tres o cuatroveces que le matases. Pablo notiene amigos.

—Se me ocurrió la idea —dijoJordan—; pero la deseché.

—Todos se han dado cuenta.Todos han visto los preparativosque hacías. ¿Por qué no le mataste?

—Pensé que podría molestar a

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los otros o a la mujer.—¡Qué va! La mujer estaba

esperando como una puta que caigaun pájaro de cuenta. Eres más jovende lo que aparentas.

—Es posible.—Mátale ahora —acució el

gitano—. Eso sería asesinar.—Mejor que mejor —dijo el

gitano, bajando la voz—. Correríasmenos peligro. Vamos, mátaleahora mismo.

—No puedo hacerlo; seríarepugnante y no es así comotenemos que trabajar por la causa.

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—Provócale entonces —dijo elgitano—; pero tienes que matarle.No hay más remedio.

Mientras hablaban, una lechuzarevoloteó entre los árboles, sinromper la dulzura de la noche,descendió más allá, y se elevó denuevo batiendo las alas conrapidez, pero sin hacer el ruido deplumas que hace un pájaro cuandocaza.

—Mira ese bicho —dijo elgitano en la oscuridad—. Asídebieran moverse los hombres.

—Y de día estar ciega en unárbol, con los cuervos alrededor —

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dijo Jordan.—Eso ocurre rara vez —dijo el

gitano—. Y por casualidad. Mátale—insistió—. No le dejes queacarree más dificultades.

—Ha pasado el momento.—Provócale —insistió el

gitano—. O aprovéchate de lacalma.

La manta que tapaba la puertade la cueva se levantó y un rayo deluz salió del interior. Alguien seadelantaba hacia ellos en laoscuridad.

—Es una hermosa noche —dijo

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el hombre, con voz gruesa ytranquila—. Vamos a tener buentiempo.

Era Pablo.Estaba fumando uno de los

cigarrillos rusos, y al resplandordel cigarrillo en los momentos enque aspiraba, aparecía dibujada sucara redonda. Podía distinguirse ala luz de las estrellas su cuerpopesado de largos brazos.

—No hagas caso de la mujer —dijo, dirigiéndose a Jordan. En laoscuridad, el cigarrillo era un puntobrillante que descendía segúnbajaba la mano—. A veces nos da

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que hacer. Pero es una buena mujer;muy leal a la República. —La puntadel cigarrillo brillaba con másfuerza al hablar. Debía de estarhablando ahora con el cigarrillo enla comisura de los labios, pensóJordan—. No debemos tenerdiferencias; tenemos que estar deacuerdo. Me alegro de que hayasvenido. —El cigarrillo volvió abrillar con más fuerza—. No hagascaso de las disputas —dijo—; tedoy la bienvenida. Perdónameahora —añadió—; tengo que ir aver si están atados los caballos.

Y cruzó entre los árboles,

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bordeando el prado. Oyeron a uncaballo relinchar más abajo.

—¿Has visto? —preguntó elgitano—. ¿Has visto? Haconseguido escaparse otra vez.

Robert Jordan no contestó.—Me voy abajo —dijo el

gitano, irritado.—¿Vas a hacer algo?—¡Qué va! Pero al menos

puedo impedirle que se escape.—¿Puede escaparse con un

caballo desde ahí abajo?—No.—Entonces, ve al lugar desde

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donde puedas impedírselo.—Agustín está allí.—Ve, entonces, y habla con

Agustín. Cuéntale lo que hasucedido.

—Agustín le mataría de buenagana.

—Menos mal —dijo Jordan—.Ve y dile lo que ha pasado.

—¿Y después?—Yo voy ahora mismo al

prado.—Bueno, hombre, bueno. —No

podía ver la cara de Rafael en laoscuridad, pero se dio cuenta deque sonreía—. Ahora te has

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ajustado los machos —dijo elgitano, satisfecho.

—Ve a ver a Agustín —dijoJordan.

—Sí, hombre, sí —dijo elgitano.

Robert Jordan cruzó a tientasentre los pinos, yendo de un árbolen otro, hasta llegar a la linde de lapradera, en donde el fulgor de lasestrellas hacía la sombra menosdensa. Recorrió la pradera con lamirada y vio entre el torrente y él lamasa sombría de los caballosatados a las estacas. Los contó.Había cinco. Jordan se sentó al pie

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de un pino, con los ojos fijos en lapradera.

«Estoy cansado —pensó—, yquizá no tenga la cabeza despejada;pero mi misión es el puente, y parallevar a cabo esta misión no debocorrer riesgos inútiles. Desdeluego, a veces se corre un graveriesgo por no aprovechar elmomento. Hasta ahora he intentadodejar que las cosas sigan su curso.Si es verdad, como dice el gitano,que esperaban que matase a Pablo,hubiera debido matarle. Pero nuncahe creído que debía hacerlo. Para

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un extranjero, matar en donde tieneque asegurarse luego lacolaboración de las gentes es malasunto.

»Puede uno permitirse hacerloen plena acción, cuando se apoyaen una sólida disciplina. En estecaso pienso que me hubieraequivocado. Sin embargo, la cosaera tentadora y parecía lo mássencillo y rápido. Pero no creo quenada sea rápido ni sencillo en estepaís, y, por mucha confianza quetenga en la mujer, no se puedeaveriguar cómo hubierareaccionado ella ante un acto tan

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brutal. Ver morir a alguien en unlugar como este puede ser algo feo,sucio y repugnante. Es imposibleprever la reacción de esa mujer. Ysin ella aquí, no hay ni organizaciónni disciplina; y con ella todo puedemarchar bien. Lo ideal sería que lematase ella, o el gitano pero no loharán, o el centinela, Agustín.Anselmo le matará si se lo pido;pero dice que no le gusta. Anselmodetesta a Pablo, estoy convencido,y confía en mí; cree en mí comorepresentante de las cosas en quecree. Sólo él y la mujer creenverdaderamente en la República,

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por lo que se me alcanza; pero estodavía demasiado pronto paraestar seguro de ello».

Como sus ojos empezaban aacostumbrarse a la luz de lasestrellas, vio a Pablo de pie, junto auno de los caballos. El caballo dejóde pastar, levantó la cabeza y labajó luego, iracundo. Pablo estabade pie junto al caballo, apoyadocontra él, desplazándose con éltodo lo que la cuerda permitíadesplazarse al caballo yacariciándole el cuello. Al caballole molestaban sus caricias mientras

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estaba pastando. Jordan no podíaver lo que hacía Pablo ni oír lo quedecía al caballo; pero se dabacuenta de que no le había desatadoni ensillado. Así es que permanecióallí observando, con la intención dever claramente el asunto.

«Mi caballo bonito», decíaPablo al animal en la oscuridad.Era a un gran semental al quehablaba. «Mi caballo bonito, micaballito blanco, con el cuelloarqueado, como el viaducto de mipueblo». Hizo una pausa. «Peromás arqueado y más hermoso». Elcaballo juntaba el pasto inclinando

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la cabeza de un lado a otro paraarrancar las matas, importunado porel hombre y por su charla. «Tú noeres una mujer ni un loco», decíaPablo al caballo bayo.

«Mi caballo bonito, mi caballo,tú no eres una mujer como unvolcán ni una potra de chiquilla conla cabeza rapada; una potrancamamona. Tú no insultas ni mientesni te niegas a comprender. Micaballo, mi caballo bonito».

Hubiera sido muy interesantepara Robert Jordan poder oír lo quePablo hablaba al caballo bayo;pero no le oía, y convencido de que

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Pablo no hacía más que cuidar desus caballos y habiendo decididoque no era oportuno matarle, selevantó y se fue a la cueva. Pabloestuvo mucho tiempo en la praderahablando a su caballo. El caballono comprendía nada de lo que suamo le decía. Por el tono de la voz,barruntaba que eran cosascariñosas. Había pasado todo el díaen el cercado y tenía hambre.Pastaba impaciente dentro de loslímites de la cuerda y el hombre leaburría. Pablo acabó por cambiarel piquete de sitio y estarse cerca

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del caballo sin hablar más. Elcaballo siguió paciendo, satisfechode que el hombre no le molestaraya.

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Capítulo VI

UNA VEZ DENTRO DE LA CUEVA ,Robert Jordan se acomodó en unode los asientos de piel sin curtirque había en un rincón, cerca delfuego, y se puso a conversar con lamujer, que estaba fregando losplatos, mientras María, la chica, lossecaba y los iba colocando,arrodillándose para hacerlo anteuna hendidura del muro, la cual seusaba como alacena.

—Es extraño —dijo la mujer—que el Sordo no haya venido.

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Debería haber llegado hace unahora.

—¿Le avisó usted para queviniese?

—No; viene todas las noches.—Quizás esté haciendo algo,

algún trabajo.—Es posible —dijo la mujer

—; pero si no viene, tendremos queir a verle mañana.

—Ya. ¿Está muy lejos de aquí?—No, pero será un buen paseo.

Me hace falta ejercicio.—¿Puedo ir yo? —preguntó

María—. ¿Podría ir yo también,Pilar?

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—Sí, hermosa —contestó lamujer, volviendo hacia ella su caramaciza—. ¿Verdad que es guapa?—preguntó a Robert Jordan—.¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?

—A mí me parece muy bien —contestó Robert Jordan.

María le sirvió una taza devino.

—Beba esto —le dijo—; lehará verme más guapa. Hay quebeber mucho para verme guapa.

—Entonces vale más que nobeba —dijo Jordan—. Me parecesya guapa, y más que guapa —dijo

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tuteándola abiertamente.—Así se habla —dijo la mujer

—. Tú hablas como los buenos deverdad. ¿Qué más tienes que decirde ella?

—Que es inteligente —respondió Jordan, de una maneravacilante. María dejó escapar unarisita y la mujer movió la cabezalúgubremente.

—¡Qué bien había ustedempezado y qué mal acaba, donRoberto!

—No me llames don Roberto.—Es una broma. Aquí decimos

en broma don Pablo y decimos en

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broma señorita María.—No me gusta esa clase de

bromas —dijo Jordan—.Camarada es el modo comodebiéramos llamarnos todos en estaguerra. Cuando se bromea tanto, lascosas comienzan a estropearse.

—Eres muy místico tú con tupolítica —dijo la mujer, burlándosede él—. ¿No te gustan las bromas?

—Sí, me gustan mucho, pero nocon los nombres. El nombre escomo una bandera.

—A mí me gusta reírme de lasbanderas. De cualquier bandera —dijo la mujer, echándose a reír—.

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Para mí, cualquiera puede bromearsobre cualquier cosa. A la viejabandera roja y gualda lallamábamos pus y sangre. A labandera de la República, con sufranja morada, la llamábamossangre, pus y permanganato. Y erauna broma.

—Él es comunista —aseguróMaría—, y los comunistas songente muy seria.

—¿Eres comunista?—No. Yo soy antifascista.—¿Desde hace mucho tiempo?—Desde que comprendí lo que

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era ser fascista.—¿Cuánto tiempo hace de eso?—Cerca de diez años.—Eso no es mucho tiempo —

dijo la mujer—. Yo hace veinteaños que soy republicana.

—Mi padre fue republicano detoda la vida —dijo María—. Poreso le mataron.

—Mi padre fue republicanotoda la vida también. Y también lofue mi abuelo —dijo RobertJordan.

—¿En dónde fue eso?—En los Estados Unidos.—¿Mataron a tu padre? —

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preguntó la mujer.—¡Qué va! —dijo María—.

Los Estados Unidos es un país derepublicanos. Allí no matan a nadiepor ser republicano.

—De todos modos, es una cosabuena tener un abuelo republicano—dijo la mujer—. Es señal debuena casta.

—Mi abuelo formó parte delComité Nacional Republicano —dijo Jordan. Su declaraciónimpresionó hasta a María.

—¿Y tu padre hace todavía algopor la República? —preguntó Pilar.

—No, mi padre murió.

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—¿Puede preguntarse cómomurió?

—Se pegó un tiro.—¿Para que no le torturasen?

—preguntó la mujer.—Sí —replicó Jordan—; para

que no le torturasen.María le miró con lágrimas en

los ojos:—Mi padre —dijo— no pudo

conseguir ninguna arma. Pero mealegro mucho de que su padretuviera la suerte de conseguir unarma.

—Sí, tuvo mucha suerte —dijo

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Jordan—. ¿Podríamos ahora hablarde otra cosa?

—Entonces, usted y yo somosiguales —dijo María. Puso unamano en su brazo y le miró a lacara. Jordan contempló la morenacara de la muchacha y vio que losojos de ella eran por primera veztan jóvenes como el resto de susfacciones, sólo que, además, sehabían vuelto de repente ávidos,juveniles y ansiosos.

—Podríais ser hermano yhermana por la traza —opinó lamujer—. Pero creo que es unasuerte que no lo seáis.

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—Ahora ya sé por qué hesentido lo que he sentido —dijoMaría—. Ahora lo veo todo muyclaro.

—¡Qué va! —se opuso RobertJordan e, inclinándose, le pasó lamano por la cabeza. Había estadodeseando hacer eso todo el día, yhaciéndolo, notaba que se le volvíaa formar un nudo en su garganta. Lachica movió la cabeza bajo su manoy sonrió. Y él sintió el cabelloespeso, duro y sedoso doblarsebajo sus dedos. Luego, la mano sedeslizó sola hasta su garganta, perola dejó caer.

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—Hazlo otra vez —dijo ella—.Quiero que lo hagas muchas veces.

—Luego —contestó Jordan, convoz ahogada.

—Muy bonito —saltó la mujerde Pablo, con voz atronadora—. ¿Ysoy yo la que tiene que ver todoesto? ¿Tengo yo que ver todo estosin que me importe un pimiento? Nohay quien pueda soportarlo. A faltade alguna cosa mejor, tendré queagarrarme a Pablo.

María no le hizo caso, como nohabía hecho caso de los otros quejugaban a las cartas en la mesa, a la

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luz de una vela.—¿Quiere usted otra taza de

vino, Roberto? —preguntó María.—Sí —dijo él—; venga.—Vas a tener un borracho como

yo —dijo la mujer de Pablo—. Conesa cosa rara que ha bebido y todolo demás. Escúchame, inglés.

—No soy inglés: soyamericano.

—Escucha, entonces,americano. ¿Dónde piensas dormir?

—Afuera; tengo un saco denoche.

—Está bien —aprobó ella—.¿Está la noche despejada?

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—Sí, y muy fría.—Afuera, entonces —dijo ella

—; duerme afuera. Y tus cosaspueden dormir conmigo.

—Está bien —contestó Jordan.—Déjanos un momento —dijo

Jordan a la muchacha. Y le pusouna mano en el hombro.

—¿Por qué?—Quiero hablar con Pilar.—¿Tengo que marcharme?—Sí.—¿De qué se trata? —preguntó

la mujer de Pablo cuando lamuchacha se hubo alejado hacia laentrada de la cueva donde se quedó

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de pie, junto al pellejo de vino,mirando a los hombres que jugabana las cartas.

—El gitano dijo que yodebería… —empezó a decirJordan.

—No —le dijo la mujer—; estáequivocado.

—Si fuera necesario que yo…—insinuó Jordan de maneratranquila, aunque premiosa.

—Eres muy capaz de hacerlo—dijo la mujer—. Lo creo. Pero noes necesario. He estadoobservándote. Tu comportamiento

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ha sido acertado.—Pero si fuese necesario…—No —insistió ella—. Ya te lo

diré cuando sea necesario. Elgitano tiene la cabeza a pájaros.

—Un hombre que se sientedébil puede ser un gran peligro.

—No. No entiendes nada deesto. Ese está ya más allá delpeligro.

—No lo entiendo.—Eres muy joven todavía —

afirmó ella—. Ya lo entenderás. —Luego llamó a la muchacha—. Ven,María. Ya hemos acabado dehablar.

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La chica se acercó y Jordanextendió la mano y se la pasó por lacabeza. Ella se restregó bajo sumano como un gatito. Hubo unmomento en que él creyó queincluso iba a llorar. Pero los labiosde María volvieron a recuperar sugesto habitual, le miró a los ojos ysonrió.

—Harías bien yéndote a lacama —dijo la mujer a RobertJordan—. Has trabajadodemasiado.

—Bueno —dijo Jordan—; voya buscar mis cosas.

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Capítulo VII

SE QUEDÓ DORMIDO en el saco denoche y al despertar creyó quehabía dormido mucho tiempo. Elsaco estaba extendido en el suelo,al socaire de los roquedales, másallá de la entrada de la cueva.Durmiendo, se había vuelto de ladoy había ido a recostarse sobre lapistola, que tuvo buen cuidado desujetar con una correa en torno a sumuñeca y colocarla junto a él bajoel saco, cuando se puso a dormir;estaba tan cansado —le dolían los

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hombros y la espalda, le dolían laspiernas, y los músculos se le habíanquedado tan entumecidos que elsuelo se le antojó blando—, que elmero estirarse bajo el saco, y elroce con el forro de lanilla le habíaproducido una especie devoluptuosidad, esa voluptuosidadque sólo proporciona la fatiga. Aldespertar se preguntó dónde estaba;recordó y buscó la pistola quehabía quedado debajo de su cuerpoy se estiró placenteramente,dispuesto a dormir de nuevo, conuna mano apoyada en el lío deropas enrolladas en torno de sus

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alpargatas que le servía dealmohada, y el otro rodeando laimprovisada almohada.

Entonces sintió que algo seapoyaba en su hombro y se volviórápidamente, con la mano derechacrispada sobre la pistola dentro delsaco de noche.

—¡Ah!, ¿eres tú? —dijo, y,soltando el arma, tendió los brazoshacia ella y la atrajo hacia sí. Alestrecharla entre sus brazos sintióque temblaba—. Métete dentro —dijo dulcemente—; fuera hace frío.

—No, no debo.

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—Ven —dijo él—; luego lodiscutiremos.

La muchacha temblaba. Él latenía sujeta por la muñeca,sosteniéndola dulcemente con elotro brazo. Ella había vuelto lacabeza para no encontrarse con él.

—Vamos, conejito —dijoRobert Jordan, y la besó en la nuca.

—Tengo miedo…—No tengas miedo. Métete.—¿Cómo?—Deslízate en el interior. Hay

mucho sitio; ¿quieres que te ayude?—No —dijo ella y se metió en

el saco y un momento después, él,

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manteniéndola bien sujeta, tratabade besarla en los labios y ella leesquivaba apoyando la cara en ellío de ropas que hacía de almohada;pero había tendido un brazoalrededor del cuello de él y lomantenía en esa postura. Luegosintió que sus brazos se aflojaban yal tratar de atraerla vio que volvíaa temblar.

—No —dijo, echándose a reír—; no te asustes. Es la pistola.

Cogió el arma y la puso detrásde él.

—Me da vergüenza —dijo ella,

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con la cara siempre alejada de lasuya.

—No tienes por qué. Vamos,vamos.

—No, no debo hacerlo. Me davergüenza y estoy asustada.

—No, conejito, por favor.—No debería hacerlo; quizá tú

no me quieras.—Te quiero.—Yo te quiero también. Sí, te

quiero. Ponme la mano en la cabeza—dijo ella, con la cara siemprehundida en la almohada. Jordan lepuso la mano en la cabeza y laacarició, y de repente ella apartó el

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rostro de la almohada y se encontróen sus brazos, apretadaestrechamente contra él, mejillacontra mejilla, y rompió a llorar.

Él la mantenía inmóvil contrasí, sintiendo toda la esbeltez de sucuerpo joven, le acariciaba lacabeza y besaba la sal húmeda desus ojos, y mientras ella lloraba,sus redondos senos de reciosbotoncitos le rozaban a través de lacamisa que llevaba puesta.

—No sé besar —dijo ella—; nosé cómo se hace.

—No hay necesidad de besarse.—Sí, tengo que besarte. Tengo

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que hacerlo todo.—No hay necesidad de hacer

nada. Estamos muy bien así; perollevas demasiada ropa.

—¿Qué tengo que hacer?—Yo te ayudaré.—¿Está mejor ahora?—Sí, mucho mejor. ¿No te

encuentras mejor?—Sí, claro que sí. ¿Y podré

irme contigo, como ha dicho Pilar?—Sí.—Pero no a un asilo. Contigo.—Conmigo; no a un asilo.—Contigo, contigo, contigo.

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Contigo, y seré tu mujer.Seguían en la misma posición,

pero todo lo que antes estabacubierto había quedado ahoradescubierto. En donde había estadola rugosidad de las bastas telas eraahora todo suavidad, dulzura, suavepresión de un bulto suave, firme yredondo, sensación continuada dedelicada frescura y un mantenerseunidos sin fin y una especie dedolor en el pecho, y una tristezaterrible y profunda que quitaba larespiración. Robert Jordan no pudoaguantar más, y preguntó:

—¿Has querido a otros?

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—No, nunca.Pero de repente quedó como

desmayada entre sus brazos.—Pero me han hecho cosas.—¿Quiénes?—Varios.Se había quedado inmóvil,

como si su cuerpo estuviera muerto;apartó la cabeza de él.

—Ahora no me querrás.—Te quiero —dijo Jordan.Pero algo había sucedido y ella

se dio cuenta.—No —dijo ella, y su voz salía

como apagada; no tenía color—.No me vas a querer y quizá me

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lleves al asilo. Y yo iré al asilo yno seré la mujer de nadie.

—Te quiero, María.—No, no es verdad —dijo ella.

Luego, como si pidiera perdón, conun poco de esperanza en la voz—:Pero no he besado nunca a ningúnhombre.

—Entonces, bésame a mí.—Quisiera besarte —dijo ella

—; pero no sé cómo. Cuando mehicieron cosas luché hasta que mequedé sin ver. Luché hasta que unose sentó sobre mi cabeza y yo lemordí, y entonces me amordazaron

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y me tuvieron sujetos los brazosdetrás de la cabeza, y otros mehicieron cosas.

—Te quiero, María —dijo él—; y nadie te ha hecho nada. Nadiepuede tocarte a ti. Nadie te hatocado, conejito mío.

—¿Crees lo que te digo?—Lo creo.—¿Y podrías quererme? —

preguntó, apretándose cálidamentecontra él.

—Te quiero todavía más.—Procuraré besarte como

pueda.—Bésame ahora.

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—No sé cómo besarte.—Bésame; no hace falta más.María le besó en la mejilla.—No, así, no.—¿Qué se hace con la nariz?

Siempre me he preguntado qué sehacía con la nariz.

—Muy fácil; vuelve la cabeza—dijo él, y sus bocas se unieron yella se mantuvo apretada contra él,y su boca se abrió un poco y él,manteniéndola apretada contra sí sesintió de repente más feliz que lohabía sido nunca, más ligero, conuna felicidad exultante, íntima,impensable. Y sintió que todo su

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cansancio y toda su preocupaciónse desvanecían y sólo sintió un grandeleite y dijo—: Conejito mío,cariño mío, amor mío; hace muchotiempo que yo te quiero.

—¿Qué es lo que dices? —preguntó ella, como si hablaradesde algún sitio muy lejano.

—Amor mío —dijo él.Estaban abrazados y él sintió

que el corazón de ella latía contrael suyo, y con la punta del pie,acarició ligeramente sus pies.

—Has venido descalza —dijo.—Sí.

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—Entonces, sabías que ibas aacostarte conmigo.

—Sí.—Y no has tenido miedo.—Sí, mucho miedo. Pero me

daba vergüenza no saber cómotendría que quitarme los zapatos.

—¿Qué hora es ahora? ¿Losabes?

—No, ¿tienes tu reloj?—Sí, pero lo tengo detrás de ti.—Entonces, sácalo de ahí.—No.—Pues mira por encima de mi

hombro.Era la una de la madrugada. La

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esfera del reloj brillaba en laoscuridad creada por la manta.

—Me pinchas con tu barba enel hombro.

—Perdóname, no tengo nadacon que afeitarme.

—No importa; me gusta.¿Tienes la barba rubia?

—Sí.—¿Y vas a dejártela crecer?—No crecerá mucho; antes

tenemos que terminar el asunto delpuente. María, escúchame: ¿estásdispuesta?

—¿Dispuesta a qué?

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—¿Quieres que lo hagamos?—Sí, quiero. Quiero lo que tú

quieras. Quiero hacerlo todo, y silo hacemos todo, quizá sea como silo otro no hubiese ocurrido.

—¿Cómo se te ha ocurrido eso?¿Lo has pensado sola?

—No. Lo había pensado sola,pero fue Pilar la que me lo dijo.

—Es muy lista esa mujer.—Y otra cosa —dijo María

suavemente—; Pilar me hamandado que te diga que no estoyenferma. Ella sabe estas cosas y medijo que te lo dijese.

—¿Te dijo ella que me lo

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dijeras?—Sí. Hablé con ella y le dije

que te quería. Te quise en cuanto tevi llegar y te había queridosiempre, antes de verte, y se lo dijea Pilar, y Pilar dijo que si algunavez te contaba lo que me habíapasado, que te dijera que no estabaenferma. Lo otro me lo dijo hacemucho tiempo; poco después de lodel tren.

—¿Qué fue lo que te dijo?—Me dijo que a una no le

hacen nada si una no lo consiente yque si yo quería a alguien de veras,

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todo eso desaparecería. Queríamorirme, ¿sabes?

—Pilar te dijo la verdad.—Y ahora soy feliz por no

haberme muerto. Me siento tandichosa de no haber muerto…¿Crees que podrás quererme?

—Claro, ya te quiero.—¿Y podría ser tu mujer?—No puedo tener mujer

mientras haga este trabajo. Pero túeres mi mujer desde ahora.

—Si algún día lo soy, lo serépara siempre. ¿Soy tu mujer ahora?

—Sí, María. Sí, conejito mío.Ella se apretó más contra él y él

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buscó sus labios, los encontró y sebesaron, y él la sintió fresca, nueva,suave, joven y adorable, conaquella frescura cálida, devoradorae increíble; porque era increíbleencontrársela allí, en su saco denoche, que era tan familiar para élcomo sus propias ropas, suszapatos o su trabajo, y, por último,ella dijo, asustada:

—Y ahora hagamos en seguidatodo lo que tenemos que hacer, paraque desaparezca todo lo demás.

—¿Lo deseas de verdad?—Sí —dijo ella casi con

fiereza—. Sí. Sí. Sí.

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Capítulo VIII

LA NOCHE ESTABA FRÍA . RobertJordan dormía profundamente. Sedespertó una vez y, al estirarse,notó la presencia de la muchacha,acurrucada, dentro del saco,respirando ligera y regularmente. Elcielo estaba duro, esmaltado deestrellas, el aire frío le empapabalas narices; metió la cabeza en latibieza del saco y besó la suaveespalda de la muchacha. La chicano se despertó y Jordan se volvióde lado, despegándose suavemente

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y, sacando otra vez la cabeza delsaco, se quedó en vela un instante,paladeando la voluptuosidad que leoriginaba su fatiga; luego, el deleitesuave, táctil, de los dos cuerposrozándose; por último, estiró laspiernas hasta el fondo del saco y sedejó caer a plomo en el másprofundo sueño.

Se despertó al rayar el día. Lamuchacha se había marchado. Losupo al despertarse, extender elbrazo y notar el saco todavía tibioen el lugar donde ella habíareposado. Miró hacia la entrada dela cueva, donde se hallaba la manta,

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bordeada de escarcha, y vio unadébil columna gris de humo, que seescapaba de una hendidura entre lasrocas, cosa que quería decir que elfuego de la cocina había sidoencendido.

Un hombre salió de entre losárboles con una manta sobre lacabeza a la manera de poncho; eraPablo. Iba fumando un cigarrillo.«Ha debido de ir a llevar loscaballos al cercado», pensó.

Pablo levantó la manta y entróen la cueva sin mirar hacia dondese hallaba Jordan.

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Robert Jordan palpó con lamano la ligera escarcha que sehabía depositado sobre la seda,delgada, ajada y manchada, de lafunda que, desde hacía cinco años,le servía para guardar su saco denoche; luego volvió a deslizarsedentro. «Bueno —dijo, sintiendo lacaricia familiar del forro de franelasobre sus piernas extendidas; lasencogió y se volvió de lado, deforma que su cabeza no quedara enla dirección de donde él sabía quesaldría el sol—. ¿Qué más da?Puedo dormir todavía un rato».

Y durmió hasta que un ruido de

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motores de aviones le despertó.Tumbado boca arriba, vio los

aviones que pasaban, una patrullaenemiga de tres «Fiat», minúsculosy brillantes, moviéndoserápidamente a través del alto cielode la sierra, volando en ladirección por donde Anselmo y élhabían llegado la víspera. Nohabían hecho más que desaparecercuando, tras ellos, pasaron nuevemás volando a más altura, enformaciones precisas de tres entres.

Pablo y el gitano estaban

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parados a la entrada de la cueva enla sombra, mirando al cielo,mientras Robert Jordan seguíatumbado sin moverse. El cielo sehabía llenado del mugidomartilleante de los motores. Huboun nuevo zumbido y tres nuevosaviones aparecieron, esta vez amenos de trescientos metros porencima de la pradera. Eran«Heinkel 111», bimotores debombardeo.

Robert Jordan, con la cabeza ala sombra de las rocas, sabía queno le veían y que, aunque le viesen,no tenía tampoco mucha

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importancia. Sabía que podrían verlos caballos en el cercado si iban ala busca de alguna señal enaquellas montañas; pero, aunque losvieran, a menos de estar advertidos,los tomarían seguramente porcaballería propia. Luego se oyó unzumbido más fuerte. Tres «Heinkel111» aparecieron, se acercaronrápidamente volando todavía másbajo, en formación rígida con elsonoro zumbido aumentando, hastahacerse algo ensordecedor y luegodecreciendo, a medida que dejabanatrás la pradera.

Robert Jordan deshizo el lío de

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ropas que le servía de almohada ysacó su camisa; y estabapasándosela ya por la cabezacuando oyó llegar los avionessiguientes. Se puso el pantalón sinsalir del saco y se tumbó,quedándose inmóvil al tiempo queaparecían tres nuevos bombarderosbimotores «Heinkel». Antes de quehubieran podido desaparecer tras lacresta de las montañas, Jordan sehabía ajustado la pistola, habíaenrollado el saco, disponiéndolo alpie de un muro, y estaba sentado enel suelo, atándose las alpargatas,

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cuando el zumbido de los avionesse convirtió en un estruendo másfuerte que nunca, y nuevebombarderos ligeros «Heinkel»llegaron en oleadas rasgando elcielo con su vibración.

Robert Jordan se deslizó a lolargo de las rocas hasta la entradade la cueva, donde uno de loshermanos, Pablo, el gitano,Anselmo, Agustín y la mujer,estaban parados mirando a lo alto.

—¿Han pasado otras vecesaviones como estos? —preguntóJordan.

—Nunca —dijo Pablo—; entra,

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van a verte.El sol no alumbraba aún la

entrada de la cueva. Solamenteiluminaba la pradera cercana altorrente. Jordan sabía que losaviones no podían verle en laoscuridad de la sombra matinal dela arboleda y que la sombra espesaproyectada por las rocas leocultaba también. Sin embargo,entró en la cueva para no inquietara sus compañeros.

—Son muchos —dijo la mujer.—Y serán más —dijo Jordan.—¿Cómo lo sabes? —preguntó

Pablo recelosamente.

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—Estos que han pasado ahora,llevarán cazas detrás.

Justamente en aquel momentooyeron los cazas, con un zumbidomás agudo, más alto, como unlamento, y, según pasaban, a unosmil doscientos metros de altura,Robert Jordan contó quince «Fiat»,dispuestos como una bandada deocas salvajes, en grupos de tres, enforma de V.

A la entrada de la cueva, todostenían la cara larga, y Jordanpreguntó:

—¿No se habían visto nunca

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tantos aviones?—Jamás —dijo Pablo.—¿No hay tantos en Segovia?—Nunca ha habido tantos. Por

lo general, se ven tres; algunasveces, seis cazas. A veces, tres«Junkers», de los grandes, de los detres motores, acompañados de loscazas. Pero jamás habíamos vistotantos como ahora.

«Malo —se dijo Robert Jordan—. Malo, malo. Esta concentraciónde aviones es de mal augurio.Tengo que fijarme en dóndedescargan. Pero no, todavía no hanllevado las tropas para el ataque.

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Seguramente no las llevarán antesde esta noche o mañana por lanoche. No las llevarán antes.Ninguna unidad puede estar enmovimiento a estas horas».

Podía oír todavía el zumbido delos aviones que se aminoraba. Mirósu reloj. Debían de estar en esosmomentos por encima de las líneas,al menos, los primeros. Apretó elresorte que ponía en su sitio laaguja del minutero y la vio girar.No, todavía no. Ahora. Sí. Yadebían de haber cruzado.Cuatrocientos kilómetros por horadeben de hacer los «111» en todo

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caso. Harían falta cinco minutospara llegar hasta allí. En aquellosmomentos se hallarían al otro ladodel puerto, volando sobre Castilla,amarilla y parda, bajo ellos, al solde la mañana; con el amarillosurcado de las vetas blancas de lacarretera y sembrado de pequeñasaldeas, las sombras de los«Heinkel» deslizándose sobre elcampo como las sombras de lostiburones sobre un banco de arenaen el fondo del océano…

No se oyó ningún bang, bang,bang, ningún estallido de bombas.

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Su reloj seguía haciendo tictac.Deben de ir a Colmenar, a El

Escorial o al aeródromo deManzanares el Real, pensó, con elviejo castillo sobre el lago y lospatos, que nadan entre los juncos, yel falso aeródromo, detrás delverdadero, con falsos avionescamuflados a medias y las hélicesgirando al viento. Tiene que ser allíadonde van. No pueden estarprevenidos para el ataque, se dijo;pero algo respondió en él: ¿Por quéno? Han sido advertidos en todaslas ocasiones.

—¿Crees que habrán visto los

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caballos? —preguntó Pablo.—Esos no van en busca de

caballos —dijo Robert Jordan.—Pero ¿crees que los habrán

visto?—No —contestó Jordan—, a

menos que el sol estuviese porencima de los árboles.

—Es muy temprano —dijoPablo apesadumbrado.

—Creo que llevan otra idea quela de buscar tus caballos —dijoJordan.

Habían pasado ocho minutosdesde que puso en marcha elresorte del reloj. No se oía ningún

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ruido de bombardeo.—¿Qué es lo que haces con el

reloj? —preguntó la mujer.—Escucho, para averiguar

adonde han ido.—¡Oh! —dijo ella.Al cabo de diez minutos Jordan

dejó de mirar el reloj, sabiendo queestarían demasiado lejos paraoírlos descargar, inclusodescontando un minuto para el viajedel sonido, y dijo a Anselmo:

—Quisiera hablarle.Anselmo salió de la cueva. Los

dos hombres dieron algunos pasos,

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alejándose, y se detuvieron bajo unpino.

—¿Qué tal? —preguntó RobertJordan—. ¿Cómo van las cosas?

—Muy bien.—¿Ha comido usted?—No, nadie ha comido todavía.—Entonces, coma y llévese

algo para el mediodía. Quiero quevaya a vigilar la carretera. Anotetodo lo que pase, arriba y abajo, enlos dos sentidos.

—No sé escribir.—Tampoco hace falta —dijo

Jordan, y, arrancando dos páginasde su cuaderno, cortó un pedazo de

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su propio lápiz con el cuchillo—.Tome esto y por cada tanque quepase, haga una señal aquí —ydibujó el contorno de un tanque—.Una raya para cada uno, y cuandotenga usted cuatro, al pasar elquinto, la tacha con una rayaatravesada.

—Nosotros también contamosasí.

—Bien. Haremos otro dibujo.Así; una caja y cuatro ruedas, paralos camiones, que marcará con uncírculo si van vacíos y con una rayasi van llenos de tropas. Loscañones grandes, de esta forma; los

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chicos, de esta otra. Losautomóviles, de esta manera; lasambulancias, así, dos ruedas conuna caja que lleva una cruz. Lastropas que pasen en formación decompañías, a pie, las marcamos deeste modo: un cuadradito y una rayaal lado. La caballería la marcamosasí, ¿ve usted?, como si fuera uncaballo. Una caja con cuatro patas.Esto es un escuadrón de veintecaballos, ¿comprende? Cadaescuadrón, una señal.

—Sí, es muy sencillo.—Ahora —y Robert Jordan

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dibujó dos grandes ruedas metidasen un círculo, con una línea corta,indicando un cañón—, estos sonantitanques. Tienen neumáticos.Una señal también para ellos,¿comprende? ¿Ha visto cañonescomo estos?

—Sí —contestó Anselmo—;naturalmente. Está muy claro.

—Llévese al gitano con usted,para que sepa dónde está ustedsituado y pueda relevarle. Escojaun lugar seguro, no demasiadocerca, desde donde pueda ver bieny cómodamente. Quédese allí hastaque le releven.

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—Entendido.—Bien, y que sepa yo, cuando

usted vuelva, todo lo que ha pasadopor la carretera. Hay una hoja paratodo lo que va carretera arriba yotra para lo que vaya carreteraabajo.

Volvieron a la cueva.—Envíeme a Rafael —dijo

Robert Jordan, y esperó cerca de unárbol. Vio a Anselmo entrar en lacueva y caer la manta tras de él. Elgitano salió indolentemente,limpiándose la boca con el dorsode la mano.

—¿Qué tal? —preguntó el

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gitano—. ¿Te has divertido estanoche?

—He dormido.—Bueno —dijo el gitano, y

sonrió haciendo un guiño—.¿Tienes un cigarrillo?

—Escucha —dijo RobertJordan, palpando su bolsillo enbusca de cigarrillos—, quisiera quefueses con Anselmo hasta el lugardesde donde vigilará la carretera.Le dejas allí, tomando nota dellugar, para que puedas guiarme a mío al que le releve más tarde.Después irás a observar el

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aserradero y te fijarás si ha habidocambios en la guardia.

—¿Qué cambios?—¿Cuántos hombres hay ahora

por allí?—Ocho, según las últimas

noticias.—Fíjate en cuántos hay ahora.

Mira a qué intervalos se cambia laguardia del puente.

—¿Intervalos?—Cuántas horas está la guardia

y a qué hora se hace el cambio.—No tengo reloj.—Toma el mío —y se lo soltó

de la muñeca.

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—¡Vaya un reloj! —dijoRafael, admirado—. Mira quécomplicaciones tiene. Un relojcomo este debería saber leer yescribir solo. Mira qué enredo denúmeros. Es un reloj que dejatamañitos a todos los demás.

—No juegues con él —dijoRobert Jordan—. ¿Sabes leer lahora?

—¿Y cómo no? Ahora verás: alas doce del mediodía: hambre. Alas doce de la noche: sueño. A lasseis de la mañana: hambre. A lasseis de la tarde: borrachera. Con unpoco de suerte, al menos. A las diez

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de la noche…—Basta —dijo Jordan—. No

tienes ninguna necesidad de hacerel indio ahora. Quiero que vigilesla guardia del puente grande y elpuesto de la carretera, más abajo,de la misma manera que el puesto yla guardia del aserradero y delpuente pequeño.

—Eso es mucho trabajo —dijoel gitano, sonriendo—. ¿No seríamejor que enviaras a otro?

—No, Rafael, es importante queese trabajo lo hagas tú. Tienes quehacerlo con mucho cuidado y andar

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listo para que no te descubran.—De eso ya tendré buen

cuidado —dijo el gitano—. ¿Creesque hace falta advertirme que meesconda bien? ¿Crees que tengoganas de que me peguen un tiro?

—Toma las cosas más en serio—dijo Robert Jordan—. Este es untrabajo serio.

—¿Y eres tú quien me dice quetome las cosas en serio después delo que has hecho esta noche? Teníasque haber matado a un hombre y, enlugar de eso, ¿qué has hecho?Tenías que haber matado a unhombre y no hacer uno. Cuando

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estamos viendo llegar por el airetantos aviones como para matarnosa todos juntos, contando a nuestrosabuelos por arriba y a nuestrosnietos, que no han nacido todavía,por abajo, e incluyendo gatos,cabras y chinches, aviones quehacen un ruido como para cuajar laleche en los pechos de tu madre,que oscurecen el cielo y que rugencomo leones, me pides que tome lascosas en serio. Ya las tomodemasiado en serio.

—Como quieras —dijo RobertJordan, y, riendo, apoyó una manoen el hombro del gitano—. No las

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tomes, entonces, demasiado enserio. Hazme ese favor. Y ahora,acaba de comer y márchate.

—¿Y tú? —preguntó el gitano—. ¿Qué es lo que haces tú, a todoesto?

—Voy a ver al Sordo.—Después de esos aviones, es

fácil que no encuentres a nadie entodas estas montañas —dijo elgitano—. Debe de haber muchagente que ha sudado la gota gordaesta mañana cuando pasaron.

—Esos aviones tenían otra cosaque hacer que buscar guerrilleros.

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—Ya —contestó el gitano, ymovió la cabeza—; pero cuando seles meta en la cabeza hacer esetrabajo…

—¡Qué va! —dijo RobertJordan—. Son bombarderos ligerosalemanes, lo mejor que tienen. Nose envían esos aparatos a buscargitanos.

—¿Sabes lo que te digo? —preguntó Rafael—. Que me ponenlos pelos de punta. Sí, esos bichosme ponen los pelos de punta, comote lo digo.

—Van a bombardear unaeródromo —dijo Robert Jordan,

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entrando en la cueva—; estoyseguro de que iban con esa misión.

—¿Qué es lo que dices? —preguntó la mujer de Pablo. Llenóuna taza de café y le tendió un botede leche condensada.

—¿También hay leche? ¡Quélujos!

—Tenemos de todo —dijo ella—, y desde que han pasado losaviones, tenemos mucho miedo.¿Adónde dices que iban?

Robert Jordan derramó un pocode aquella leche espesa en su taza,a través de la hendidura del bote;

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limpió el bote con el borde de lataza y dio vueltas al líquido hastaque se puso claro.

—Van a bombardear unaeródromo, eso es lo que yo creo.Pero pueden ir también a ElEscorial o a Colmenar. Quizá vayana los tres lugares.

—Que se vayan muy lejos y queno vuelvan por aquí —dijo Pablo.

—¿Y por qué aparecen ahorapor aquí? —preguntó la mujer—.¿Qué es lo que los trae en estosmomentos? Nunca se han vistotantos aviones como hoy. Nuncapasaron en tal cantidad. ¿Es que

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preparan un ataque?—¿Qué movimiento ha habido

esta noche en el camino? —inquirióRobert Jordan. María estaba a sulado, pero él no le prestabaatención.

—Tú —dijo la mujer de Pablo—, Fernando, tú has estado en LaGranja esta noche. ¿Quémovimiento había por allí?

—Ninguno —replicó un hombrebajo de estatura, de rostro abierto,de unos treinta y cinco años, conuna nube en un ojo, y al que RobertJordan no había visto antes—.Algunos camiones, como de

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costumbre. Algunos coches. No hahabido movimiento de tropasmientras yo he estado por allí.

—¿Va usted a La Granja todaslas noches? —preguntó RobertJordan.

—Yo u otro cualquiera —dijoFernando—. Siempre hay alguienque va.

—Van por noticias, por tabacoy por cosas pequeñas —dijo lamujer.

—¿Tenemos gente nuestra porallí?

—Sí, los que trabajan en la

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central eléctrica. Y otros.—¿Y qué noticias ha habido?—Pues nada. No ha habido

noticias. Las cosas siguen yendomal en el Norte. Como decostumbre. En el Norte van mal lascosas desde el comienzo.

—¿No ha oído decir nada deSegovia?

—No, hombre; no hepreguntado.

—¿Va usted mucho porSegovia?

—Algunas veces —contestóFernando—; pero es peligroso. Haycontroles y piden los papeles.

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—¿Conoce usted el aeródromo?—No, hombre. Sé dónde está,

pero no lo he visto nunca. Pidenmuchos papeles por aquella parte.

—¿No le habló nadie de esosaviones ayer por la noche?

—¿En La Granja? Nadie. Nadiehablará seguramente esta noche.Anoche hablaban del discurso deQueipo de Llano por la radio. Y denada más. Bueno, sí… Parece quela República prepara una ofensiva.

—¿Una qué?—Que la República prepara

una ofensiva.—¿Dónde?

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—No es seguro. Puede ser poraquí o por otra parte de la Sierra.¿Ha oído usted algo de eso?

—¿Dicen eso en La Granja?—Sí, hombre, lo había

olvidado. Pero siempre hay muchaparla sobre las ofensivas.

—¿De dónde proviene elrumor?

—¿De dónde? Lo dice muchagente. Los oficiales hablan en loscafés, tanto en Segovia como enÁvila, y los camareros escuchan.Los rumores se extienden. Desdehace algún tiempo se habla de una

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ofensiva de la República por aquí.—¿De la República o de los

fascistas?—De la República. Si fuera de

los fascistas lo sabría todo elmundo. No, es una ofensivaimportante. Algunos dicen que sondos. Una, aquí, y la otra, por el Altodel León, cerca de El Escorial. ¿Haoído usted hablar de eso?

—¿Qué más ha oído usteddecir?

—Nada, hombre. ¡Ah, sí!, sedecía también que los republicanosintentarían hacer saltar los puentessi hay una ofensiva. Pero los

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puentes están bien custodiados.—¿Está usted bromeando? —

preguntó Robert Jordan, bebiendolentamente su café.

—No, hombre —dijo Fernando.—Ese no bromea por nada del

mundo —dijo la mujer—; es un malángel.

—Entonces —dijo RobertJordan—, gracias por sus noticias.¿No sabe usted nada más?

—No. Se habla, como siempre,de tropas que mandarían paralimpiar estas montañas; se dice queya están en camino y que han salidode Valladolid. Pero siempre se dice

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eso. No hay que hacer caso.—Y tú —rezongó la mujer de

Pablo a este, casi con malignidad—con tus palabras de seguridad.

Pablo la miró meditabundo y serascó la barba.

—Y tú —insistió— con tuspuentes.

—¿Qué puentes? —preguntóFernando, sin saber a qué sereferían.

—Idiota —le dijo la mujer—.Cabeza dura. Tonto. Toma un pocode café y trata de recordar otrasnoticias.

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—No te enfades, Pilar —dijoFernando, sin perder la calma y elbuen humor—; no hay queinquietarse por esos rumores. Te hecontado a ti y a ese camarada todolo que puedo recordar.

—¿No recuerda usted nadamás? —preguntó Robert Jordan.

—No —contestó Fernando, conactitud de dignidad ofendida—. Yes una suerte que me haya acordadode eso, porque, como se trata derumores, no hago mucho caso.

—Luego es posible que hayahabido algo más.

—Sí, es posible; pero yo no he

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prestado atención. Desde hace unaño no oigo más que rumores.

Robert Jordan oyó unacarcajada contenida. Era lamuchacha, María, que estaba depie, detrás de él.

—Cuéntanos algo más,Fernando —dijo la muchacha, yempezó otra vez a estremecerse derisa.

—Si me acordara, no locontaría —dijo Fernando—; no escosa de hombres andarse concuentos y darles importancia.

—¿Y es así como salvaremos la

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República? —dijo la mujer dePablo.

—No, la salvaréis haciendosaltar los puentes —contestó Pablo.

—Váyanse —dijo RobertJordan a Anselmo y a Rafael—.Váyanse, si han acabado de comer.

—Vámonos —dijo el viejo, yse levantaron los dos. RobertJordan sintió una mano sobre suhombro. Era María.

—Debieras comer —dijo lamuchacha, manteniendo la manoapoyada sobre su hombro—; come,para que tu estómago puedasoportar otros rumores.

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—Los rumores me han cortadoel apetito.

—No deben quitártelo. Comeantes de que vengan otros —y pusouna escudilla ante él.

—No te burles de mí —le dijoFernando—; soy amigo tuyo, María.

—No me burlo de ti, Fernando.Me burlo de él. Si no come, tendráhambre.

—Debiéramos comer todos —dijo Fernando—. Pilar, ¿qué pasahoy, que no se sirve nada?

—Nada, hombre —le dijo lamujer de Pablo, y le llenó laescudilla de caldo de cocido—.

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Come, vamos, que eso sí quepuedes hacerlo: come.

—Está muy bueno, Pilar —dijoFernando, con su dignidad intacta.

—Gracias —dijo la mujer—.Gracias, muchísimas gracias.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Fernando.

—No, come. Vamos, come.Robert Jordan miró a María. La

joven empezó a estremecerse deganas de reír y apartó de él susojos. Fernando comíacalmosamente, lleno de dignidad,dignidad que no podía alterar

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siquiera el gran cucharón de que sevalía ni las escurriduras del caldoque brotaban de las comisuras desus labios.

—¿Te gusta la comida? —lepreguntó la mujer de Pablo.

—Sí, Pilar —dijo, con la bocallena—. Está como siempre.

Robert Jordan sintió la mano deMaría apoyarse en su brazo y losdedos de su mano apretarleregocijada.

—¿Es por eso por lo que tegusta? —preguntó la mujer dePablo a Fernando—. Sí —añadiósin esperar contestación—. Ya lo

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veo. El cocido, como de costumbre.Como siempre. Las cosas van malen el Norte: como de costumbre.Una ofensiva por aquí: como decostumbre. Envían tropas para quenos echen: como de costumbre.Podrías servir de modelo para unaestatua como de costumbre.

—Pero si no son más querumores, Pilar.

—¡Qué país! —dijoamargamente la mujer de Pablo,como hablando para sí misma.Luego se volvió hacia RobertJordan—. ¿Hay gente como esta enotros lugares?

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—No hay nada como España —respondió cortésmente RobertJordan.

—Tienes razón —dijoFernando—; no hay nada en elmundo que se parezca a España.

—¿Has visto otros países?—No —contestó Fernando—;

pero no tengo ganas.—¿Has visto? —preguntó la

mujer de Pablo, dirigiéndose denuevo a Robert Jordan.

—Fernando —dijo María—,cuéntanos cómo lo pasaste cuandofuiste a Valencia.

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—No me gustó Valencia.—¿Por qué? —preguntó María,

apretando de nuevo el brazo deJordan.

—Las gentes no tienen modalesni cosa que se le parezca y yo noentendía lo que hablaban. Todo loque hacían era gritarse che los unosa los otros.

—¿Y ellos te comprendían? —preguntó María.

—Hacían como si no mecomprendieran —dijo Fernando.

—¿Y qué fue lo que hicisteallí?

—Me marché sin ver siquiera

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el mar —contestó Fernando—; nome gusta esa gente.

—¡Ah!, vete de aquí, simplón,cara de monja —dijo la mujer dePablo—; lárgate, porque me estásponiendo mala. En Valencia hepasado la mejor época de mi vida.Vamos. Valencia. No me hables deValencia.

—¿Y qué es lo que hacías allí?—preguntó María. La mujer dePablo se sentó a la mesa con unataza de café, un pedazo de pan y unaescudilla con caldo de cocido.

—¿Qué hacía allí? Estuve allí

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durante el tiempo que duró elcontrato que Finito tenía para toreartres corridas en la feria. Nunca hevisto tanta gente. Nunca he vistounos cafés tan llenos. Había queaguardar horas antes de encontrarasiento, y los tranvías ibanatestados hasta los topes. EnValencia había ajetreo todo el día ytoda la noche.

—Pero ¿qué hacías tú allí? —insistió María.

—Todo —contestó la mujer dePablo—; íbamos a la playa y nosbañábamos, y había barcos de velaque se sacaban del agua tirados por

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bueyes. Metían los bueyes maradentro, hasta que se veíanobligados a nadar; entonces se lesuncía a los barcos, y cuando hacíanpie de nuevo, los remolcaban hastala arena. Diez parejas de bueyesarrastrando un barco de vela fueradel mar, por la mañana, con unahilera de olitas que iban a romperseen la playa. Eso es Valencia.

—Pero ¿qué hacías, además demirar a los bueyes?

—Comíamos en los tenderetesde la playa. Pastelillos rellenos depescado, pimientos morrones yverdes y nuececitas como granos de

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arroz. Pastelillos de una masaligera y suave, y pescado en unaabundancia increíble. Camaronesrecién sacados del mar, bañadoscon jugo de limón. Eran sonrosadosy dulces y se comían en cuatrobocados. Pero consumíamosmontañas de ellos. Y luego paella,con toda clase de pescado, almejas,langostinos y pequeñas anguilas. Yluego, angulas, que son anguilastodavía más pequeñas, al pilpil,delgadas como hilo de habasretorciéndose de mil maneras y tantiernas, que se deshacían en la boca

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sin necesidad de masticarlas. Ytodo ello acompañado de un vinoblanco frío, ligero y excelente, atreinta céntimos la botella. Y, paraacabar, melón. Valencia es el paísdel melón.

—El melón de Castilla es mejor—dijo Fernando.

—¡Qué va! —dijo la mujer dePablo—; el melón de Castilla espara ir al retrete. El melón deValencia es para comerlo. ¡Cuándopienso en esos melones, grandescomo mi brazo, verdes como elmar, con la corteza que cruje alhundir el cuchillo, jugosos y dulces

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como una madrugada de verano!Cuando pienso en todas aquellasangulas minúsculas, delicadas, enmontones sobre el plato… Habíatambién cerveza en jarro durantetoda la tarde. Cerveza tan fría querezumaba su frescura a través deljarro y jarros tan grandes comobarricas.

—¿Y qué hacíais cuando noestabais comiendo y bebiendo?

—Hacíamos el amor en lahabitación, con las persianasbajadas. La brisa se colaba por loalto del balcón, que se podía dejarabierto gracias a unas bisagras.

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Hacíamos el amor allí, en lahabitación en sombra, incluso dedía, detrás de las persianas, y de lacalle llegaba el perfume delmercado, de flores y el olor de lapólvora quemada, de los petardos,de las tracas, que recorrían lascalles y explotaban diariamente, amediodía, durante la feria. Habíauna línea que daba la vuelta a todala ciudad y las explosiones corríanpor todos los postes y los cables delos tranvías restallando con unestrépito que no puede describirse.Hacíamos el amor y luego

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mandábamos a buscar otro jarro decerveza, cubierto de gotas porfuera, y cuando la camarera lo traía,yo lo tomaba en mis manos y loponía, helado, sobre la espalda deFinito, que no se había despertadoal entrar la camarera y que decía:«No, Pilar; no, mujer, déjamedormir». Y yo le decía: «No,despiértate y bebe esto, para queveas cómo está de frío». Y él bebíasin abrir los ojos, y volvía adormirse, y yo me tumbaba con unaalmohada a los pies de la cama y lecontemplaba mientras dormía,moreno y joven, con aquel pelo

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negro, tranquilo en su sueño. Y mebebía todo el jarro escuchando lamúsica de una charanga que pasaba.¿Qué sabes tú de eso? —preguntó,de repente, a Pablo.

—Hemos hecho algunas cosasjuntos.

—Sí —contestó la mujer—, yen tus tiempos eras más hombre queFinito. Pero no fuimos nunca aValencia. Nunca estuvimosacostados juntos oyendo pasar unabanda en Valencia.

—Era imposible —dijo Pablo—. No tuvimos nunca ocasión de ira Valencia. Sabes bien que es así,

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si lo piensas un poco. Pero conFinito tú no hiciste nunca volar untren.

—No —contestó la mujer—. Yeso es todo lo que nos queda, eltren. Sí. Siempre el tren. Nadiepuede decir nada en contra del tren.Es lo único que nos queda de todala vagancia, el abandono y losfracasos que hemos sufrido. Es loúnico que nos queda, después de lacobardía que tenemos ahora. Hahabido otras cosas antes, es verdad.No quiero ser injusta. Pero noconsentiré que nadie diga nada

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contra Valencia. ¿Me has oído?—A mí no me gustó —dijo

Fernando tranquilamente—. A míno me gustó Valencia.

—Y aún dicen que las mulasson tozudas —dijo la mujer dePablo—. Recoge todo, María, paraque podamos marcharnos.

Mientras decía esto, oyeron losprimeros zumbidos que anunciabanel retorno de los aviones.

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Capítulo IX

ESTABAN A LA PUERTA de la cuevamirando los bombarderos, quevolaban a gran altura, rasgando elcielo como puntas de lanza con elruido del motor. Tienen forma detiburones, se dijo Robert Jordan; deesos tiburones del Gulf Stream, deanchas aletas y nariz puntiaguda.Pero estos grandes tiburones, consus grandes aletas de plata, suronquido y la ligera niebla de sushélices al sol, no se acercan comotiburones. Se precipitan como la

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fatalidad mecanizada.«Todo esto debiera escribirse

—se dijo—. Quizá se escriba algúndía».

Notó que María se agarraba asu brazo. La muchacha miraba haciaarriba, y él le preguntó:

—¿A qué se parecen, guapa?—No lo sé —contestó ella—;

quizás a la muerte.—Para mí no son más que

aviones —dijo la mujer de Pablo—. ¿Dónde están los máspequeños?

—Quizás estén cruzando losmontes por el otro lado —contestó

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Robert Jordan—; estosbombarderos van demasiado deprisa, para esperar a los otros, ytienen que volver solos. Nosotrosno los perseguimos nunca al otrolado de las líneas. No tenemossuficientes aparatos paraarriesgarnos a perseguirlos.

En aquel momento, tres cazas«Heinkel», en formación de V,llegaron justamente a donde estabanellos volando muy bajo sobre lapradera, por encima de las copasde los árboles, parecidos a feos yestrepitosos juguetes de alas

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vibrantes y hocico puntiagudo; degolpe los aviones se hicieronenormes, ampliados a su verdaderotamaño y pasaron sobre sus cabezascon un ruido espantoso. Iban tanbajos que, desde la entrada de lacueva, todos pudieron ver a lospilotos, con su casco y sus gruesasanteojeras y hasta pudieron ver labufanda flotando al viento del jefede la escuadrilla.

—Estos sí que han podido ver alos caballos —dijo Pablo.

—Esos pueden ver hasta lacolilla de tu cigarrillo —dijo lamujer—. Deja caer la manta.

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No pasaron ya más aviones. Losotros debían de haber atravesado lacordillera por un lugar más alejadoy más alto. Y cuando se extinguió elzumbido, salieron todos fuera de lacueva.

El cielo se había quedadovacío, alto, claro y azul.

—Parece como si hubiéramosdespertado de un sueño —dijoMaría a Robert Jordan. Ni siquierase oía ese imperceptible zumbidodel avión que se aleja, que es comoun dedo que os roza apenas,desaparece y os vuelve a tocar denuevo cuando el sonido se ha

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perdido ya en realidad.—No es ningún sueño, y tú vete

para adentro y arregla las cosas —le dijo Pilar—. ¿Qué hacemos? —preguntó, volviéndose a RobertJordan—. ¿Vamos a caballo o apie?

Pablo la miró y murmuró algo.—Como usted quiera —

contestó Robert Jordan.—Entonces, iremos a pie —

dijo ella—. Es bueno para elhígado.

—El caballo es también buenopara el hígado.

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—Sí, pero malo para lasposaderas. Iremos a pie. ¿Y tú…?—La mujer se volvió hacia Pablo—. Ve a hacer la cuenta de tuscaballos y mira si los aviones sehan llevado alguno volando.

—¿Quieres un caballo? —preguntó Pablo a Robert Jordan.

—No, muchas gracias. ¿Y lamuchacha?

—Es mejor que vaya a pie —dijo Pilar—. Si fuera a caballo, sele entumecerían muchos lugares yluego no valdría para nada.

Robert Jordan sintió que surostro se ponía rojo.

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—¿Has dormido bien? —preguntó Pilar. Luego dijo—: Laverdad es que por aquí no hay nadiemalo. Podría haberlo. Pero, no sépor qué, no lo ha habido. Hayprobablemente un Dios, después detodo, aunque nosotros le hayamossuprimido. Vete —dijo a Pablo—;esto no tiene nada que ver contigo.Esto es para gente más joven que túy hecha de otra pasta. Vete. —Luego, a Robert Jordan—. Agustínse cuidará de tus cosas. Nos iremosen cuanto llegue.

El día era claro, brillante y

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aparecía ya templado por el sol.Robert Jordan se quedó mirando ala mujerona de cara atezada, consus ojos bondadosos y muyseparados, con su rostro cuadrado,pesado, surcado de arrugas y de unafealdad atractiva; los ojos eranalegres, aunque la cara permanecíatriste, mientras los labios no semovían. La miró y luego volvió suvista al hombre, pesado ycorpulento, que se alejaba entre losárboles, hacia el cercado. La mujertambién le seguía con los ojos.

—¿Qué, habéis hecho el amor?—preguntó la mujer.

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—¿Qué es lo que le ha dichoella?

—No ha querido decirme nada.—Entonces yo tampoco le diré

nada.—Entonces es que habéis hecho

el amor —dijo la mujer de Pablo—. Tienes que ser muy cariñosocon ella.

—¿Y si tuviera un niño?—No estaría mal —contestó la

mujer—; eso no es lo peor quepuede pasarle.

—El lugar no es muy apropósito para tenerlo.

—No seguirá mucho tiempo

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aquí; se irá contigo.—¿Y adónde iré yo? No podré

llevarme ninguna mujer a donde yotenga que ir.

—¿Quién sabe? Quizá cuandote vayas te lleves a dos.

—Esa no es manera de hablar.—Escucha —dijo la mujer de

Pablo—; yo no soy cobarde, peroveo con claridad las cosas por lamañana temprano, y creo que detodos los que estamos vivos hoyhay muchos que ya no verán elpróximo domingo.

—¿Qué día es hoy?

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—Domingo.—¡Qué va! —dijo Robert

Jordan—; el domingo está muylejos. Si vemos el miércoles,podremos darnos por contentos.Pero no me gusta que hable así.

—Todo el mundo tienenecesidad de hablar con alguien —dijo la mujer de Pablo—; antesteníamos la religión y otrastonterías. Ahora debiéramosdisponer todos de alguien con quienpoder hablar francamente; pormucho valor que se tenga, uno sesiente cada vez más solo.

—No estamos solos; estamos

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todos juntos.—La vista de esos cacharros

produce cierta impresión —sentenció la mujer de Pablo—. Unano es nada contra esas máquinas.

—Sin embargo, se las puedevencer.

—Oye —dijo la mujer de Pablo—; si te digo lo que me preocupa,no creas que me falta resolución. Amí resolución no me falta nunca.

—La tristeza se disipará con elsol. Es como la niebla.

—Bueno —contestó la mujer—;como quieras. Mira lo que es

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hablar de Valencia y ese desastrede hombre que ha ido a ver a suscaballos… Le he hecho muchodaño con esa historia. Matarle, sí.Insultarle, sí. Pero herirle, no; nome gusta.

—¿Cómo ha llegado a juntarsecon él?

—¿Cómo se junta una con uno?En los primeros días delMovimiento, y antes también, eraalgo muy serio. Pero ahora se haacabado. Quitaron el tapón y elvino se derramó todo del pellejo.

—A mí no me gusta.—Él tampoco te quiere, y tiene

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sus motivos. Ayer, por la noche,dormí con él. —Sonreía, moviendola cabeza de uno a otro lado—.Vamos a ver, le dije, Pablo, ¿porqué no has matado al extranjero?

»—Es un buen muchacho, Pilar;un buen muchacho.

»—¿Te das cuenta de que soyyo la que mando?

»—Sí, Pilar, sí —merespondió. Después, me di cuentade que estaba despierto y llorando.Lloraba de una maneraentrecortada, fea, como hacen loshombres, como si tuviese dentro unanimal que le estuviera sacudiendo.

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»—¿Qué te pasa, Pablo? —lepregunté, sujetándole.

»—Nada, Pilar, nada.»—Sí, algo te pasa.»—La gente —exclamó él—; el

modo que han tenido deabandonarme. La gente.

»—Sí —le dije—, pero estánconmigo, y yo soy tu mujer.

»—Pilar, acuérdate de lo deltren. —Y después, añadió—: QueDios te ayude, Pilar.

»—¿Para qué hablas de Dios?—le pregunté—. ¿Qué manera dehablar es esa?

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»—Sí —dijo él—; Dios y laVirgen.

»—¡Qué va, Dios y la Virgen!¿Es esa manera de hablar?

»—Tengo miedo de morir,Pilar. Tengo miedo de morir,¿comprendes?

»—Entonces, sal de esta cama—le ordené—; no hay sitio para mí,para ti y para tu miedo. Somosdemasiados.

»Entonces él se avergonzó, sequedó quieto y yo me dormí. Peroel hombre está hecho una ruina.

Robert Jordan no dijo nada.—Toda mi vida he tenido esta

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tristeza en algunos momentos —dijo la mujer—; pero no es como latristeza de Pablo. No tiene nada quever con mi resolución.

—Lo creo.—Quizá sea como los períodos

de la mujer —dijo ella—; quizá nosea nada. —Se quedó en silencio yluego añadió—: He puesto muchasilusiones en la República. Creomucho en la República y tengo fe enella. Creo en ella como los quetienen fe en la religión creen en losmisterios.

—Lo creo.

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—¿Y tú, tienes esa fe?—¿En la República?—Sí.—Claro —contestó él,

confiando en que fuese verdad.—Bueno —dijo la mujer—; ¿y

no tienes miedo?—Miedo de morir, no —

contestó él con entera sinceridad.—Pero ¿tienes miedo de otras

cosas?—Solamente de no cumplir

como debo con mi misión.—¿No tienes miedo a que te

cojan, como el otro?—No —contestó él con

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sinceridad—; si tuviera miedo deeso estaría tan preocupado que noserviría para nada.

—Eres muy frío.—No lo creo.—Digo que eres muy frío de la

cabeza.—Es porque estoy muy

preocupado de mi trabajo.—¿No te gusta la vida?—Sí, mucho; pero no quiero

que perjudique a mi trabajo.—Te gusta beber; lo sé; lo he

visto.—Sí, mucho; pero no me gusta

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que perjudique a mi trabajo.—¿Y las mujeres?—Me gustan mucho, aunque

nunca les he dado gran importancia.—¿No te interesan?—Sí, pero no he encontrado

ninguna que me haya conmovidocomo ellas dicen que debenconmovernos.

—Creo que estás mintiendo.—Quizá mienta un poco.—Pero quieres a María.—Sí, mucho; no sé por qué.—Yo también la quiero. La

quiero mucho. Sí, mucho.—Yo también —dijo Robert

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Jordan, y sintió oprimírsele lagarganta—. Yo también. Sí. —Lecausaba placer decirlo y lo dijosolemnemente en español—: Laquiero mucho.

—Os dejaré solos cuandovolvamos de ver al Sordo.

Robert Jordan no dijo nada demomento. Pero luego:

—No es necesario.—Sí, hombre. Es necesario. No

tendréis mucho tiempo.—¿Has visto eso en mi mano?—No, no debes creer en esas

tonterías.Y así alejaba ella todo lo que

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podía perjudicar a la República.Robert Jordan no agregó nada.

Miró a María, que estabaarreglando la vajilla en la alacena.La muchacha se secó las manos, sevolvió y sonrió. No había oído laspalabras de Pilar; pero al sonreír aRobert Jordan enrojeció bajo supiel tostada y luego volvió asonreír.

—Está el día también —dijo lamujer de Pablo—. Tenéis la nochepara vosotros, pero también podéisaprovechar el día. ¿Dónde están ellujo y la abundancia que había en

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Valencia en mi tiempo? Peropodréis coger algunas fresas ocualquier cosa por el estilo. —Y seechó a reír.

Robert Jordan puso la mano enlos recios hombros de Pilar.

—La quiero a usted —dijo—;la quiero a usted mucho.

—Eres un Don Juan Tenorio demarca mayor —repuso la mujer dePablo, turbada ligeramente—.Sientes cariño por todo el mundo,hombre. Aquí llega Agustín.

Robert Jordan se metió en lacueva y se acercó a María. Lamuchacha le vio acercarse con los

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ojos brillantes y con el ruborcubriéndole todavía mejillas ygarganta.

—¡Hola, conejito! —dijo, y labesó en la boca. Ella se apretócontra él y luego le miró a la cara.

—¡Hola, hola! —dijo.Fernando, que estaba aún

sentado a la mesa, fumando uncigarrillo, se levantó, movió lacabeza con expresión de disgusto ysalió cogiendo la carabina, quehabía dejado apoyada contra elmuro.

—Es una cosa indecente —ledijo a Pilar— y no me gusta eso.

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Debieras cuidar más de esamuchacha.

—La cuido —contestó Pilar—;ese camarada es su novio.

—¡Ah! —exclamó Fernando—,en ese caso, puesto que estánprometidos, todo me parece normal.

—Me siento muy dichosa deque piense así —dijo la mujer.

—Lo mismo digo —asintióFernando gravemente—. Salud,Pilar.

—¿Adónde vas?—Al puesto de arriba, a relevar

a Primitivo.

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—¿Adónde diablos vas? —preguntó Agustín al hombrecillograve, cuando este comenzaba asubir por el sendero.

—A cumplir con mi deber —contestó Fernando, con dignidad.

—¿Tu deber? —preguntóAgustín, burlón—. Me c… en laleche de tu deber. —Y luego,dirigiéndose a la mujer de Pablo—:¿Dónde está ese c… que tengo queguardar?

—En la cueva —contestó Pilar—; dentro de los dos sacos. Y estoycansada de tus groserías.

—Me c… en la leche de tu

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cansancio —siguió Agustín.—Entonces vete y c… en ti

mismo —dijo Pilar, sin irritarse.—Y en tu madre —replicó

Agustín.—Tú no has tenido nunca madre

—le dijo Pilar; los insultos habíanalcanzado esa extremadasolemnidad española, en que losactos ya no son expresados, sinosobrentendidos.

—¿Qué es lo que hacen ahídentro? —preguntó Agustín a Pilarconfidencialmente.

—Nada —contestó Pilar—;

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nada. Después de todo, estamos enprimavera, animal.

—¿Animal? —preguntó Agustínpaladeando el piropo—. Animal. Ytú, hija de la gran p… Me c… en laleche de la primavera.

—Lo que es a ti —dijo ella,riendo con estrépito— te faltavariedad en tus insultos. Pero tienesfuerza. ¿Has visto los aviones?

—Me c… en la leche de susmotores —contestó Agustín,levantando la cabeza ymordiéndose el labio inferior.

—No está mal —dijo Pilar—.No está mal, aunque es difícil de

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hacer.—A esa altura, desde luego —

dijo Agustín, sonriendo—. Desdeluego. Pero vale más reírse.

—Sí —dijo la mujer de Pablo—; vale más reírse. Tú eres un tíoque tiene redaños y me gustan tusbromas.

—Escucha, Pilar —dijoAgustín, y hablaba ahora seriamente—. Algo se está preparando. ¿Noes cierto?

—¿Qué es lo que piensas?—Que todo esto me huele muy

mal. Esos aviones eran muchosaviones, mujer; muchos aviones.

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—Y eso te hace cosquillas,como a otros, ¿no?

—¿Qué crees tú que es lo quepreparan?

—Escucha —dijo Pilar—,puesto que envían a un mozo paralo del puente, es que losrepublicanos preparan unaofensiva. Y los fascistas sepreparan para recibirla, ya queenvían aviones. Pero ¿por quéexponer a sus aviones de estamanera?

—Esta guerra —dijo Agustín—es una mierda.

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—Sí que lo es —dijo Pilar—.Si no lo fuera, no estaríamos aquí.

—Sí —dijo Agustín—, estamosnadando en mierda desde hace unaño. Pero Pablo es astuto. Pablo esmuy astuto.

—¿Por qué dices eso?—Lo digo porque lo sé.—Pero tienes que comprender

—explicó Pilar— que esdemasiado tarde para salvarnossólo con eso, y él ha perdido todolo demás.

—Lo sé —dijo Agustín—, y séque tendremos que irnos. Tenemosque ganar para sobrevivir y es

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necesario volar el puente. PeroPablo, para ser lo cobarde que seha vuelto ahora, sigue siendo muylisto.

—Yo también lo soy.—No, Pilar —dijo Agustín—;

tú no eres lista; tú eres valiente, túeres muy leal. Tú tienes resolución.Tú adivinas las cosas. Tienesmucha resolución y mucho coraje.Pero no eres lista.

—¿Lo crees así? —preguntó lamujer, pensativa.

—Sí, Pilar.—El muchacho es listo —dijo

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la mujer—. Listo y frío. Muy fríode la cabeza.

—Sí —dijo Agustín—; tieneque conocer su trabajo; si no, no selo hubieran encargado. Pero no sési es listo. Pablo sí que sé que eslisto.

—Pero no vale para nada porculpa de su cobardía y de su faltade voluntad para la acción.

—Sin embargo, a pesar de todo,sigue siendo listo.

—¿Y tú qué dices de todo esto?—Nada. Trato de ver las cosas

como puedo. En este momento hayque obrar con mucha inteligencia.

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Después de lo del puente tendremosque irnos de aquí en seguida. Todotiene que estar preparado ytendremos que saber hacia dóndetenemos que encaminarnos y de quémanera.

—Naturalmente.—Para eso no hay nadie como

Pablo. Hay que ser muy listo.—No tengo confianza en Pablo.—Para eso, sí.—No. Tú no sabes hasta qué

punto está acabado.—Pero es muy vivo. Es muy

listo. Y si no somos listos en esteasunto, estamos aviados.

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—Tengo que pensar en todo eso—dijo Pilar—; tengo todo el díapara pensar en todo eso.

—Para los puentes, el mozo —dijo Agustín—; tiene que sabercómo se hace. Fíjate lo bien queorganizó el otro lo del tren.

—Sí —dijo Pilar—; fue élquien realmente lo decidió todo.

—Tú, para la energía y laresolución —dijo Agustín—; peroPablo para la retirada. Oblígale aestudiar eso.

—Eres muy listo tú.—Sí —dijo Agustín—; pero sin

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picardía. Pablo es quien la tiene.—Con su miedo y todo.—Con su miedo y todo.—¿Y qué piensas de eso de los

puentes?—Es necesario. Ya lo sé. Hay

dos cosas que tenemos que hacer:salir de aquí y ganar la guerra. Lospuentes son necesarios si queremosganarla.

—Si Pablo es tan listo, ¿porqué no ve las cosas claras?

—Porque quiere que las cosassigan como están, por flojera. Legusta quedarse en la m… de suflojera; pero el río viene crecido.

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Cuando se vea obligado, se lascompondrá para salir del paso.Porque es muy listo. Es muy vivo.

—Ha sido una suerte que elmuchacho no le matara.

—¡Qué va! El gitano quería queyo le matara anoche. El gitano es unanimal.

—Tú eres también un animal —dijo ella—; pero muy listo.

—Nosotros somos muy listoslos dos —dijo Agustín—; pero elverdadero talento es Pablo.

—Pero es difícil de aguantar.No sabes cómo está de acabado.

—Sí, pero tiene talento… Mira,

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Pilar, para hacer la guerra todo loque hace falta es inteligencia; peropara ganarla hace falta talento ymaterial.

—Voy a pensar en esocualquier rato —dijo ella—; peroahora tenemos que marcharnos. Estarde. —Luego, elevando la voz—:Inglés —gritó—. Inglés. Vamos.Andando.

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Capítulo X

—DESCANSEMOS —dijo Pilar aRobert Jordan—. Siéntate, María,que vamos a descansar.

—No, tenemos que seguir —dijo Jordan—; descansaremoscuando lleguemos arriba. Tengoque ver a ese hombre.

—Ya le verás —dijo la mujerde Pablo—. No hay prisa. Siéntate,María.

—Vamos —dijo Jordan—.Arriba descansaremos.

—Yo voy a descansar ahora

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mismo —replicó la mujer de Pablo.Y se sentó al borde del arroyo. Lamuchacha se sentó a su lado, junto aunas matas; el sol hacía brillar suscabellos. Sólo Robert Jordan sequedó de pie, contemplando la altapradera, atravesada por el torrente.Había abundancia de matas poraquella parte. Más abajo, inmensospeñascos surgían entre helechosamarillentos, y más abajo todavía,al borde de la pradera, había unalínea oscura de pinos.

—¿Falta mucho desde aquíhasta donde está el Sordo? —preguntó Jordan.

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—No falta mucho —contestó lamujer de Pablo—. Está a la otraparte de estas tierras; hay queatravesar el valle y subir luegohasta el bosque, de donde sale eltorrente. Siéntate y olvida tuspenas, hombre.

—Quiero ver al Sordo y acabarcon esto.

—Yo quiero darme un baño depies —dijo la mujer de Pablo. Sedesató las alpargatas, se quitó lagruesa media de lana que llevaba ymetió un pie dentro del agua—.¡Dios, qué fría está!

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—Debiéramos haber traído loscaballos —dijo Robert Jordan.

—Pero me hace bien —dijo lamujer—; me estaba haciendo falta.¿Y a ti qué es lo que te pasa?

—Nada, sólo que tengo pocotiempo.

—Cálmate, hombre; tenemostiempo de sobra. Vaya un día; y quécontenta me siento de no estar entrepinos. No puedes figurarte cómo seharta una de los pinos. ¿Tú no estásharta de los pinos, guapa?

—A mí me gustan los pinos —dijo la muchacha.

—¿Qué es lo que te gusta de los

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pinos?—Me gusta el olor y me gusta

sentir las agujas debajo de mispies. Me gusta oír el viento entrelas copas y el ruido que hacen lasramas cuando se dan unas contraotras.

—A ti te gusta todo —dijo Pilar—; serías una alhaja para cualquierhombre si fueses mejor cocinera.Pues a mí los pinos son algo que meharta. ¿No has visto nunca unbosque de hayas, de castaños, denogales? Esos son bosques. En esosbosques todos los árboles son

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distintos, lo que les da fuerza yhermosura. Un bosque de pinos esun aburrimiento. ¿Qué dices tú aeso, inglés?

—A mí también me gustan lospinos.

—Pero venga —dijo Pilar—,los dos igual. A mí también megustan los pinos, pero hemos estadodemasiado tiempo entre ellos. Yestoy harta de estas montañas. Enlas montañas no hay más que doscaminos: arriba y abajo, y cuandose va para abajo se llega a lacarretera y a los pueblos de losfascistas.

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—¿Va usted algunas veces aSegovia?

—¡Qué va! ¿Con mi cara? Estacara es demasiado conocida. ¿Quéte parecería si fueras tan fea comoyo, guapa? —preguntó la mujer dePablo a María.

—Tú no eres fea.—Vamos, que yo no soy fea.

Soy fea de nacimiento. He sido featoda mi vida. Tú, inglés, que nosabes nada de mujeres, ¿sabes loque se siente cuando se es unamujer fea? ¿Sabes tú lo que es serfea toda la vida y sentir por dentroque una es guapa? Es algo muy raro

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—dijo, metiendo el otro pie en elagua y retirándolo rápidamente—.¡Dios, qué fría está! Mira lapajarita de las nieves —dijo,señalando con el dedo un pájaro,parecido a una pequeña bola grisque revoloteaba de piedra enpiedra remontando el torrente—.No es buena para nada. Ni paracantar ni para comer. Todo lo quesabe hacer es mover la cola. Dameun cigarrillo, inglés —dijo, y,tomando el que le ofrecía, loencendió con un yesquero que sacódel bolsillo de su camisa. Aspiró

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una bocanada y miró a María y aJordan.

—Esta vida es una cosa muycómica —dijo, echando el humopor la nariz—. Yo hubiera hecho unhombre estupendo; pero soy mujerde los pies a la cabeza y una mujerfea. Sin embargo, me han queridomuchos hombres y yo he queridotambién a muchos. Es cómico. Oyeesto, inglés, es interesante. Mírame;mira qué fea soy. Mírame de cerca,inglés.

—Tú no eres fea —dijo RobertJordan tuteándola sin saber por qué.

—¿Que no? No quieras

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engañarme. O será —y rio con surisa profunda— que empiezo ahacerte impresión. No, estoybromeando. Mira bien lo fea quesoy. Y sin embargo, una llevadentro algo que ciega a un hombremientras el hombre la quiere a una.Con ese sentimiento se ciega elhombre y se ciega una misma. Yluego un día, sin saber por qué, elhombre te ve tan fea comorealmente eres y se le cae la vendade los ojos, y pierdes al hombre yel sentimiento. ¿Comprendes,guapa? —Y dio unos golpes en elhombro de la muchacha.

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—No —contestó María—; nolo entiendo; porque tú no eres fea.

—Trata de valerte de la cabezay no del corazón, y escucha —dijoPilar—. Os estoy diciendo cosasmuy interesantes. ¿No te interesa loque te digo, inglés?

—Sí, pero convendría que nosfuéramos.

—¿Irnos? Yo estoy muy bienaquí. Así, pues —continuódiciendo, dirigiéndose ahora aRobert Jordan, como si estuviesehablando a un grupo de alumnos (sehubiera dicho casi que estaba

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pronunciando una conferencia)—que al cabo de cierto tiempo,cuando se es tan fea como yo, quees todo lo fea que una mujer puedeser, al cabo de cierto tiempo, comodigo, la sensación idiota de que unaes guapa te vuelve suavemente. Esalgo que crece dentro de una comouna col. Y entonces, cuando hacrecido lo suficiente, otro hombrete ve, te encuentra guapa, y todovuelve a comenzar. Ahora creo quehe dejado atrás la edad de esascosas; pero podría volver. Tienessuerte, guapa, por no ser fea.

—Pero si soy fea… —afirmó

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María.—Pregúntaselo a él —dijo

Pilar—; y no metas tanto los pies enel agua, que se te van a quedarhelados.

—Roberto dice que deberíamosseguir, y yo creo que sería mejor —intervino María.

—Escucha bien lo que te digo—dijo Pilar—: este asunto meinteresa tanto como a tu Roberto, yte digo que se está aquí muy bien,descansando junto al agua, y quetenemos tiempo de sobra. Además,me gusta hablar. Es la única cosacivilizada que nos queda. ¿Qué otra

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cosa tenemos para pasar el rato?¿No te interesa lo que te digo,inglés?

—Habla usted muy bien, perohay otras cosas que me interesanmás que la belleza o la fealdad.

—Entonces, hablemos de lo quete interesa.

—¿Dónde estaba usted acomienzos del Movimiento?

—En mi pueblo.—¿Ávila?—¡Qué va, Ávila!—Pablo me dijo que era de

Ávila.

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—Miente. Le gustaría ser deuna ciudad grande. Su pueblo es…—y nombró un pueblo muypequeño.

—¿Y qué fue lo que sucedió?—Muchas cosas —contestó la

mujer—. Muchas, muchas, y todasbellacas. Todas, incluso lasgloriosas.

—Cuente —dijo Robert Jordan.—Es algo brutal —dijo la

mujer de Pablo—. No me gustahablar de eso delante de lapequeña.

—Cuente, cuente —dijo RobertJordan—. Y si no va con ella, que

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no escuche.—Puedo escuchar —dijo

María, y puso su mano en la deJordan—. No hay nada que yo nopueda escuchar.

—No se trata de saber sipuedes escuchar —dijo Pilar—;sino de saber si debo contarlodelante de ti y darte pesadillas.

—No hay nada que puedadarme pesadillas. ¿Crees quedespués de lo que me ha pasadopodría tener pesadillas por nada delo que cuentes?

—Quizá se las dé al inglés.

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—Cuénteme usted, y veremos…—No, inglés, no estoy de

bromas. ¿Has visto el comienzo delMovimiento en los pueblos?

—No —contestó RobertJordan.

—Entonces no has visto nada.Sólo has visto a Pablo ahora,desinflado. Pero era cosa dehaberle visto entonces.

—Cuente, cuente usted.—No, no tengo ganas.—Cuente.—Bueno, contaré la verdad, tal

como pasó. Pero tú, guapa, si llegaun momento en que te molesta,

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dímelo.—Si llega un momento en que

me moleste, trataré de no escuchar—replicó María—; pero no puedeser peor que otras cosas que hevisto.

—Creo que sí que lo es —dijola mujer de Pablo—. Dame otrocigarrillo, inglés, y vámonos.

La joven se recostó en las matasque bordeaban la orilla enpendiente del arroyo y RobertJordan se tumbó en el suelo, con lacabeza apoyada sobre una de lasmatas. Extendió el brazo buscando

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la mano de María; la encontró yfrotó suavemente la mano de lamuchacha junto con la suya contrala maleza hasta que ella abrió lamano, y, mientras escuchaba, ladejó quieta sobre la de RobertJordan.

—Fue por la mañana tempranocuando los civiles del cuartel serindieron —empezó diciendo Pilar.

—¿Habían atacado ustedes elcuartel? —preguntó Robert Jordan.

—Pablo lo había cercado por lanoche. Cortó los hilos del teléfono,colocó dinamita bajo una de lastapias y gritó a los guardias que se

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rindieran. No quisieron. Entonces,al despuntar el día, hizo saltar latapia. Hubo lucha. Dos guardiasciviles quedaron muertos. Cuatrofueron heridos y cuatro serindieron.

»Estábamos todos repartidospor los tejados, por el suelo o alpie de los muros a la media luz dela madrugada y la nube de polvo dela explosión no había acabado deposarse porque había subido muyalto por el aire y no había vientopara disiparla; tirábamos todos porla brecha abierta en el muro;cargábamos los fusiles y

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disparábamos entre la humareda, y,desde el interior, salían todavíadisparos, cuando alguien gritó entrela humareda que no disparásemosmás y cuatro guardias civilessalieron con las manos en alto. Ungran trozo del techo se habíaderrumbado y venían a rendirse.

»—¿Queda alguno dentro? —gritó Pablo.

»—Están los heridos.»—Vigilad a esos —dijo Pablo

a cuatro de los nuestros, quesalieron desde donde estabanapostados disparando—. Quedaos

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ahí, contra la pared —dijo a losciviles. Los cuatro civiles sepusieron contra la pared, sucios,polvorientos, cubiertos de humocon los otros cuatro que losguardaban, apuntándoles con losfusiles, y Pablo y los demás sefueron a acabar con los heridos.

»Cuando hubieron acabado y yano se oyeron más gritos, lamentos,quejidos, ni disparos de fusil en elcuartel, Pablo y los demás salieron.Y Pablo llevaba su fusil al hombroy una pistola máuser en una mano.

»—Mira, Pilar —dijo—.Estaba en la mano del oficial que se

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suicidó. No he disparado nunca conesto. Tú —dijo a uno de losguardias—, enséñame cómofunciona. No, no me lo demuestres,explícamelo.

»Los cuatro civiles habíanestado pegados a la tapia, sudando,sin decir nada mientras se oyeronlos disparos en el interior delcuartel. Eran todos grandes, concara de guardias civiles; el mismoestilo de cara que la mía, salvo quela de ellos estaba cubierta de unpoco de barba de la última mañana,que no se habían afeitado, ypermanecían pegados a la pared y

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no decían nada.»—Tú —dijo Pablo al que

estaba más cerca de él—, dimecómo funciona esto.

»—Baja la palanca —le dijo elguardia con voz incolora—. Tira larecámara hacia atrás y deja quevuelva suavemente hacia delante.

»—¿Qué es la recámara? —preguntó Pablo, mirando a loscuatro civiles—. ¿Qué es larecámara?

»—Lo que está encima delgatillo.

»Pablo tiró hacia atrás de la

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recámara, pero se atascó.»—Y ahora ¿qué? —dijo—. Se

ha atascado. Me has engañado.»—Échalo más hacia atrás y

deja que vuelva suavemente haciadelante —dijo el civil, y no he oídonunca un tono semejante de voz. Eramás gris que una mañana sin sol.

»Pablo hizo como el guardia ledecía y la recámara se colocó en susitio, y con ello quedó la pistolaarmada con el gatillo levantado.Era una pistola muy fea, pequeña yredonda de empuñadura, con uncañón plano, nada manejable.Durante todo ese tiempo los civiles

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miraban a Pablo y no habían dichonada.

»—¿Qué es lo que vais a hacerde nosotros? —preguntó uno deellos.

»—Mataros —respondió Pablo.»—¿Cuándo? —preguntó el

hombre, con la misma voz gris.»—Ahora mismo —contestó

Pablo.»—¿Dónde? —preguntó el

guardia.»—Aquí —contestó Pablo—.

Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahoramismo. ¿Tienes algo que decir?

»—Nada —contestó el civil—.

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Nada. Pero no es cosa bien hecha.»—Tú eres el que no estás bien

hecho —dijo Pablo—. Tú, asesinode campesinos. Tú, que matarías atu propia madre.

»—Yo no he matado nunca anadie —dijo el civil—. Y te ruegoque no hables así de mi madre.

»—Vamos a ver cómo mueres,tú, que no has hecho más que matar.

»—No hace falta insultarnos —dijo otro de los civiles—. Ynosotros sabemos morir —dijootro.

»—De rodillas contra la pared

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y con la cabeza apoyada en el muro—ordenó Pablo. Los civiles semiraron entre sí.

»—De rodillas he dicho —insistió Pablo—. Agachaos hasta elsuelo y poneos de rodillas.

»—¿Qué te parece, Paco? —preguntó uno de los civiles al másalto de todos, el que habíaexplicado lo de la pistola a Pablo.Tenía galones de cabo en labocamanga y sudaba por todos susporos, a pesar de que, por lotemprano, aún hacía frío.

»—Da lo mismo arrodillarse —contestó este—. No tiene

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importancia.»—Es más cerca de la tierra —

dijo el primero que había hablado;intentaba bromear, pero estabantodos demasiado graves para gastarbromas, y ninguno sonrió.

»—Entonces, arrodillémonos—dijo el primer civil, y los cuatrose pusieron de rodillas, con unaspecto muy cómico, la cabezacontra el muro y las manos en loscostados. Y Pablo pasó detrás deellos y disparó, yendo de uno aotro, a cada uno un tiro en la nucacon la pistola, apoyando bien elcañón contra la nuca, y uno por uno

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iban cayendo a tierra en cuantoPablo disparaba. Aún puedo oír ladetonación, estridente y ahogada almismo tiempo, y puedo ver elcañón de la pistola levantándose acada sacudida y la cabeza delhombre caer hacia delante. Hubouno que mantuvo erguida la cabezacuando la pistola le tocó. Otro lainclinó hasta apoyarla en la piedradel muro. A otro le temblaba todoel cuerpo y la cabeza se lebamboleaba. Uno solo, el último, sepuso la mano delante de los ojos. Yya estaban los cuatro cuerpos

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derrumbados junto a la tapiacuando Pablo dio la vuelta y sevino hacia nosotros con la pistolaen la mano.

»—Guárdame esto, Pilar —dijo—. No sé cómo bajar el disparador—y me tendió la pistola. Él sequedó allí, mirando a los cuatroguardias desplomados contra latapia del cuartel. Todos los queestaban con nosotros se habíanquedado mirándolos también, ynadie decía nada.

»Habíamos ocupado el pueblo,era todavía muy temprano y nadiehabía comido nada ni había tomado

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café; nos mirábamos los unos a losotros y nos vimos todos cubiertosdel polvo de la explosión delcuartel y polvorientos, comocuando se trilla en las eras; yo mequedé allí parada, con la pistola enla mano, que me pesaba mucho, yme hacía una impresión rara en elestómago ver a los guardiasmuertos contra la tapia. Estabancubiertos de polvo como nosotros;pero ahora manchando cada unocon su sangre el polvo del lugar enque yacían. Y mientras estábamosallí, el sol salió por entre los cerroslejanos y empezó a lucir por la

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carretera, adonde daba la tapiablanca del cuartel, y el polvo en elaire se hizo de color dorado; y elcampesino que estaba junto a mímiró a la tapia del cuartel, miró alos que estaban por el suelo, nosmiró a nosotros, miró al sol y dijo:“Vaya, otro día que comienza”.

»—Bueno, ahora vamos a tomarel café —dije yo.

»—Bien, Pilar, bien —dijo él ysubimos al pueblo, hasta la mismaplaza, y esos fueron los últimos quematamos a tiros en el pueblo».

—¿Qué pasó con los otros? —

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preguntó Robert Jordan—. ¿Es queno había más fascistas en elpueblo?

—¡Qué va! Claro que había másfascistas. Había más de veinte.Pero a esos no los matamos a tiros.

—¿Qué fue lo que se hizo conellos?

—Pablo hizo que los matasen agolpes de bieldo y que losarrojaran desde lo alto de unpeñasco al río.

—¿A los veinte?—Ya te contaré cómo. No es

nada fácil. Y en toda mi vidaquerría ver repetida una escena

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semejante, ver apalear a muerte auno, hasta matarle en la plaza, en loalto de un peñasco que da al río.

El pueblo de que te hablo estálevantado en la margen más alta delrío y hay allí una plaza con una granfuente, con bancos y con árbolesque dan sombra a los bancos. Losbalcones de las casas dan a laplaza. Seis calles desembocan enesta plaza y alrededor, excepto poruna sola parte, hay casas conarcadas. Cuando el sol quema, unopuede refugiarse a la sombra de lasarcadas. En tres caras de la plazahay arcadas como te digo y en la

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cuarta cara, que es la que está alborde del peñasco, hay una hilerade árboles. Abajo, mucho másabajo, corre el río. Hay cien metrosy pico desde allí hasta el río.

»Pablo lo organizó todo comopara el ataque al cuartel. Primerohizo cerrar las calles con carretas,como si preparase la plaza para unacapea, que es una corrida de torosde aficionados. Los fascistasestaban todos encerrados en elAyuntamiento, que era el edificiomás grande que daba a la plaza. Enel edificio se encontraba un reloj

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empotrado en la pared, y, bajo lasarcadas, estaba el club de losfascistas y en la acera se ponían lasmesas y las sillas del club, y eraallí, antes del Movimiento, endonde los fascistas tenían lacostumbre de tomar el aperitivo.Las sillas y las mesas eran demimbre. Era como un café, peromás elegante».

—Pero ¿no hubo lucha paraapoderarse de ellos?

—Pablo había hecho que losdetuvieran por la noche, antes delataque al cuartel. Pero el cuartelestaba ya cercado. Fueron

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detenidos todos en su casa, a lahora en que el ataque comenzaba.Eso estuvo muy bien pensado.Pablo es buen organizador. De otramanera hubiera tenido gente que lehubiese atacado por los flancos ypor la retaguardia mientras asaltabael cuartel de la guardia civil.

»Pablo es muy inteligente, peromuy bruto. Preparó y ordenó muybien el asunto del pueblo. Mirad,después de acabar con éxito elataque del cuartel, rendidos yfusilados contra la pared los cuatroúltimos guardias, después quetomamos el desayuno en el café que

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era siempre el primero que abría,por la mañana, y que es el que estáen el rincón de donde sale el primerautobús, Pablo se puso a organizarlo de la plaza. Las carretas fueroncolocadas exactamente como sifuese para una capea, salvo que porla parte que daba al río no se pusoninguna. Ese lado se dejó abierto.Pablo dio entonces orden al cura deque confesara a los fascistas y lesdiera los sacramentos».

—Y ¿dónde se hizo eso?—En el Ayuntamiento, como he

dicho. Había una gran multitud

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alrededor, y mientras el cura hacíasu trabajo dentro, había un buenescándalo fuera; oíanse groserías,pero la mayor parte de la gente semostraba seria y respetuosa.Quienes bromeaban eran los queestaban ya borrachos por haberbebido para celebrar el éxito de lodel cuartel, y eran seres inútiles quehubieran estado borrachos decualquier manera.

»Mientras el cura seguía con sutrabajo, Pablo hizo que los de laplaza se colocaran en dos filas.

»Los distribuyó en dos filascomo suelen colocarse para un

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concurso de fuerza en que hay quetirar de una cuerda, o como seagrupa una ciudad para ver el finalde una carrera de bicicletas, con elespacio justo entre ellos para elpaso de los ciclistas, o como secolocan para ver el santo al pasaruna procesión. Entre las filas habíaun espacio de dos metros y las filasse extendían desde el Ayuntamientoatravesando la plaza, hasta lasrocas que daban sobre el río. Así,al salir por la puerta delAyuntamiento, mirando a través dela plaza, se veían las dos filasespesas de gente esperando.

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»Iban armados con bieldos,como los que se usan para aventarel grano, y estaban separados entresí por la distancia de un bieldo. Notodos tenían bieldo, porque no sepudo conseguir número suficiente.Pero la mayoría tenían bieldos quehabían sacado del comercio de donGuillermo Martín, un fascista quevendía toda clase de utensiliosagrícolas. Y los que no teníanbieldo llevaban gruesos cayados depastor o aguijones de los que seusan para hostigar a los bueyes, uhorquillas de madera de las que se

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utilizan para echar al viento la pajadespués de la trilla. También loshabía con guadañas y hoces; pero aestos los colocó Pablo al final de lahilera que estaba junto a labarranca.

»Los hombres de las filasguardaban silencio y el día eraclaro, hermoso, tan claro como hoy,con nubes altas en el cielo como lasde hoy, y la plaza no estaba todavíapolvorienta, porque había caído unrocío espeso por la noche y losárboles daban sombra a loshombres que estaban en las filas yse oía fluir el agua que brotaba del

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tubo de cobre que salía de la bocade un león e iba a caer en la fuentedonde las mujeres llenaban suscántaros.

»Solamente cerca delAyuntamiento, en donde estaba elcura cumpliendo con su deber conlos fascistas, había algún escándaloy provenía de aquellossinvergüenzas, que, como he dicho,estaban ya borrachos y seapretujaban contra las ventanas,gritando groserías y bromas de malgusto por entre los barrotes dehierro de las ventanas. La mayoríade los hombres que estaban en las

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filas aguardaban en silencio y oíque uno a otro preguntaba: “¿Habrámujeres?”

»Y el otro contestó: “Esperoque no, Cristo.”

»Entonces, un tercero dijo:“Mira, ahí está la mujer de Pablo.Escucha, Pilar. ¿Va a habermujeres?”

»Le miré y era un campesinovestido de domingo que sudaba delo lindo y le dije: “No, Joaquín; nohabrá mujeres. Nosotros nomatamos a las mujeres. ¿Por quéhabíamos de matar a las mujeres?”

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»Y él dijo: “Gracias a Dios queno habrá mujeres. ¿Y cuándo va aempezar?”

»—En cuanto acabe el cura —le dije yo.

»—¿Y el cura?»—No lo sé —le dije y vi que

en su rostro se dibujaba elsufrimiento, mientras se le cubría lafrente de sudor.

»—Nunca he matado a unhombre —dijo.

»—Entonces, ahora aprenderás—le contestó el que estaba a sulado—. Pero no creo que un golpede esos mate a un hombre —y miró

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el bieldo que sostenía con las dosmanos.

»—Ahí está lo bueno —dijo elotro—. Hay que dar muchos golpes.

»—Ellos han tomadoValladolid —dijo alguien—; hantomado Ávila. Lo oí cuandoveníamos al pueblo.

»—Pero nunca tomarán estepueblo. Este pueblo es nuestro. Leshemos ganado por la mano. Pablono es de los que esperan a que ellosden el primer golpe —dije yo.

»—Pablo es muy capaz —dijootro—. Pero cuando acabó con los

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civiles fue un poco egoísta. ¿No locrees así, Pilar?

»—Sí —contesté yo—; peroahora vais a participar vosotros entodo.

»—Sí —dijo él—. Esto estábien organizado. Pero ¿por qué nooímos noticias del Movimiento?

»—Pablo ha cortado los hilosdel teléfono antes del ataque alcuartel. Todavía no se hanreparado.

»—¡Ah! —dijo él—; es por esopor lo que no se sabe nada. Yo heoído algunas noticias en la radiodel peón caminero esta mañana,

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muy temprano.»—¿Por qué vamos a hacer esto

así, Pilar? —me preguntó otro.»—Para economizar balas —

contesté yo— y para que cadahombre tenga su parte deresponsabilidad.

»—Entonces, que comience.Que comience. Que comience —lemiré y vi que estaba llorando.

»—¿Por qué lloras, Joaquín? —le pregunté—. No hay por quéllorar.

»—No puedo evitarlo, Pilar —dijo él—. No he matado nunca anadie.

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»Quien no haya visto el día dela revolución en un pueblopequeño, en donde todo el mundose conoce y se ha conocidosiempre, no ha visto nada. Y aqueldía, los más de los hombres queestaban en las dos filas queatravesaban la plaza, llevaban lasropas con las que iban a trabajar alcampo, porque tuvieron queapresurarse para llegar al pueblo;pero algunos no supieron cómotenían que vestirse en el primer díadel Movimiento y se habían puestosu traje de domingo y de los días de

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fiesta, y esos, viendo que los otros,incluidos los que habían llevado acabo el ataque al cuartel, llevabansu ropa más vieja, sentíanvergüenza por no estar vestidosadecuadamente. Pero no queríanquitarse la chaqueta por miedo aperderla, o a que se la quitaran lossinvergüenzas, y estaban allí,sudando al sol, esperando queaquello comenzara.

»Fue entonces cuando el vientose levantó y el polvo, que se habíasecado ya sobre la plaza, al andar ypisotear los hombres se comenzó alevantar, así que un hombre vestido

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con traje de domingo azul oscurogritó: “¡Agua, agua!”, y elbarrendero de la plaza, que teníaque regarla todas las mañanas conuna manguera, llegó, abrió el pasodel agua y empezó a asentar elpolvo en los bordes de la plaza yhacia el centro. Los hombres de lasdos filas retrocedieron parapermitirle que regase la partepolvorienta del centro de la plaza;la manguera hacía grandes arcos deagua, que brillaban al sol, y loshombres, apoyándose en losbieldos y en los cayados y en lashorcas de madera blanca, miraban

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regar al barrendero. Y cuando laplaza quedó bien regada y el polvobien asentado, las filas se volvierona formar, y un campesino gritó:“¿Cuándo nos van a dar al primerfascista? ¿Cuándo va a salir elprimero de la caja?”

»—En seguida —gritó Pablodesde la puerta del Ayuntamiento—. En seguida va a salir elprimero. —Su voz estaba ronca detanto gritar durante el asalto alcuartel.

»—¿Qué los está retrasando?—gritó uno.

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»—Aún están ocupados con suspecados —contestó Pablo.

»—Claro, como que son veinte—replicó otro.

»—Más —repuso otro.»—Y entre veinte hay muchos

pecados que confesar.»—Sí, pero me parece que es

una treta para ganar tiempo. En uncaso como este, sólo deberíanrecordar los más grandes.

»—Entonces, tened paciencia,porque para veinte se necesitaalgún tiempo, aunque no sea másque para los pecados más gordos.

»—Ya la tengo —contestó otro

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—; pero sería mejor acabar. Enbien de ellos y de nosotros.Estamos en julio y hay muchotrabajo. Hemos segado, pero nohemos trillado. Todavía no hallegado el tiempo de las fiestas ylas ferias.

»—Pero esto de hoy será unafiesta y una feria —dijo alguien—.Será la feria de la libertad, y desdehoy, cuando hayamos terminado conestos, el pueblo y las tierras seránnuestras.

»—Hoy trillamos fascistas —gritó otro—, y de la paja saldrá la

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libertad de este pueblo.»—Tenemos que administrarla

bien, para merecerla —añadió otromás—. Pilar, ¿cuándo nos reunimospara la reorganización?

»—En seguida que acabemoscon estos —dije yo—. En el mismoedificio del Ayuntamiento.

»Yo llevaba en son de chanzauno de esos tricornios charoladosde la Guardia civil y había bajadoel disparador de la pistola,sosteniéndolo con el pulgar comome parecía que era preciso hacerlo,y la pistola estaba colgada de unacuerda que llevaba alrededor de la

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cintura, con el largo cañón metidobajo la cuerda. Cuando me la puseme pareció que era una buenabroma, pero luego lamenté no habercogido el estuche de la pistola, enlugar del sombrero. Y uno de loshombres de las filas me dijo:“Pilar, hija, me parece de mal gustoque lleves ese sombrero, ahora quese ha acabado con cosas como laGuardia civil…”

»—Entonces, me lo quitaré —dije yo, y me lo quité.

»—Dámelo —dijo él—; hayque destruirlo.

»Y como estaba al final de la

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fila, en donde el paseo corre a lolargo del borde de la barranca queda al río, cogió el sombrero y loechó a rodar desde lo alto de labarranca, de la misma manera quelos pastores cuando tiran una piedraa las reses para que se reúnan. Elsombrero salió volando por elvacío y lo vimos hacerse cada vezmás pequeño, con el charolbrillando a la luz del sol, endirección al río. Volví a mirar a laplaza y vi que en todas las ventanasy en todos los balcones seapretujaba la gente y la doble fila

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de hombres atravesaba la plazahasta el porche del Ayuntamiento yla multitud estaba apelmazadadebajo de las ventanas del edificio,y se oía el ruido de mucha genteque hablaba al mismo tiempo; yluego oí un grito y alguien dijo:“Aquí viene el primero.” Y era donBenito García, el alcalde, que salíacon la cabeza al aire, bajandolentamente los escalones delporche. Y no pasó nada. DonBenito cruzó entre las dos filas dehombres que llevaban los bieldosen la mano y no pasó nada. Y seadelantó entre las filas de hombres,

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con la cabeza descubierta, la anchacara redonda de color ceniciento, lamirada fija ante él echando de vezen vez una ojeada a derecha eizquierda y andando con pasofirme. Y no pasaba nada.

»Desde un balcón, alguiengritó: “¿Qué ocurre, cobardes?”Don Benito seguía avanzando entrelas filas de hombres y no pasabanada. Entonces vi, a tres metros demí, a un hombre que hacía gestosraros con la cara, que se mordía loslabios y tenía blancas las manosque sujetaban el bieldo. Le vi quemiraba a don Benito y que le veía

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acercarse. Y seguía sin pasar nada.Entonces, un poco antes de que donBenito pasara por su lado, elhombre levantó el bieldo con tantafuerza, que casi tira al suelo al quetenía a su lado, y con el bieldodescargó un golpe que dio a donBenito en la cabeza. Don Benitomiró al hombre, que volvió agolpearle, gritando: “Esto es parati, cabrón.” Y esta vez le dio en lacara. Don Benito levantó las manospara protegerse la cara y entonceslos demás comenzaron a golpearle,hasta que cayó y el hombre que le

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había golpeado primero llamó a losotros para que le ayudasen y tiró dedon Benito por el cuello de lacamisa y los otros cogieron a donBenito por los brazos y learrastraron con la cara contra elpolvo, llevándole hasta el bordedel barranco, y desde allí learrojaron al río. Y el hombre que lehabía golpeado primero searrodilló junto a las rocas y gritó:“Cabrón. Cabrón. Cabrón.” Era unarrendatario de don Benito y nuncase habían entendido bien. Habíantenido una disputa a propósito de unpedazo de tierra cerca del río que

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don Benito le había quitado y habíaarrendado a otro, y el rentero,desde entonces, le odiaba. Aquelhombre ya no volvió a las filasdespués de eso. Se quedó sentadoal borde de la barranquera mirandoal lugar por donde había caído donBenito.

»Después de don Benito nosalió nadie. No había ruido en laplaza, porque todo el mundo estabaaguardando a ver quién sería elpróximo. Entonces, un borracho sepuso a gritar: “Que salga el toro.Que salga el toro.”

»Alguien, desde las ventanas

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del Ayuntamiento, replicó: “Noquieren moverse. Todos estánrezando.”

»Otro borracho gritó:“Sacadlos; vamos, sacadlos. Seacabó el rezo.”

»Pero nadie salía, hasta que,por fin, vi salir a un hombre por lapuerta.

»Era don Federico González, elpropietario del molino y de latienda de ultramarinos, un fascistade primer orden. Era un tipo grandey flaco, peinado con el pelo echadode un lado a otro de la cabeza, para

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tapar la calva, y llevaba unachaqueta de pijama metida decualquier manera por el pantalón.Iba descalzo, como le sacaron de sucasa, y marchaba delante de Pablo,con las manos en alto, y Pablo ibadetrás de él, con el cañón de suescopeta apoyado contra la espaldade don Federico González, hasta elmomento en que dejó a donFederico entre las dos filas dehombres. Pero cuando Pablo ledejó y se volvió a la puerta delAyuntamiento, don Federico sequedó allí sin poder seguiradelante, con los ojos elevados

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hacia el cielo y las manos en alto,como si quisiera asirse de algúnpunto invisible.

»—No tiene piernas para andar—dijo alguien.

»—¿Qué te pasa, don Federico?¿No puedes andar? —preguntó otro.Pero don Federico seguía allí, conlas manos en alto, moviendoligeramente los labios.

»—Vamos —le gritó Pablodesde lo alto de la escalera—.Camina.

»Don Federico seguía allí sinpoder moverse. Uno de losborrachos le pegó por detrás con el

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mango de un bieldo y don Federicodio un salto como un caballoasustado; pero siguió en el mismositio, con las manos en alto y losojos puestos en el cielo.

»Entonces, el campesino queestaba junto a mí, dijo: “Es unavergüenza. No tengo nada contra él,pero hay que acabar.” Así es que sesalió de la fila, se acercó a dondeestaba don Federico y dijo: “Con supermiso”, y le dio un golpe muyfuerte en la cabeza con un bastón.

»Entonces, don Federico bajólas manos y las puso sobre su

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cabeza, por encima de su calva, ycon la cabeza baja y cubierta porlas manos y sus largos cabellosralos que se escapaban por entresus dedos, corrió muy de prisaentre las dos filas, mientras lellovían los golpes sobre lasespaldas y los hombros, hasta quecayó. Y los que estaban al final dela fila le cogieron en alto y learrojaron por encima de labarranca. No había abierto la bocadesde que salió con el fusil dePablo apoyado sobre los riñones.Su única dificultad estaba en que nopodía moverse. Parecía como si

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hubiera perdido el dominio de suspiernas.

»Después de lo de donFederico vi que los hombres másfuertes se habían juntado al final delas hileras, al borde del barranco, yentonces me fui del sitio, me metípor los porches del Ayuntamiento,me abrí camino entre dos borrachosy me puse a mirar por la ventana.En el gran salón del Ayuntamientoestaban todos rezando, arrodilladosen semicírculo y el cura estaba derodillas y rezaba con ellos. Pablo yun tal Cuatrodedos, un zapateroremendón, que siempre estaba con

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él por aquel entonces, y dos más,estaban de pie con los fusiles.

»Y Pablo le dijo al cura: “¿Aquién le toca ahora?” Y el curasiguió rezando y no le respondió.

»—Escucha —dijo Pablo alcura, con voz ronca—: ¿A quién letoca ahora? ¿Quién está dispuesto?

»El cura no quería hablar conPablo y hacía como si no le viera yyo veía que Pablo se estabaponiendo enfadado.

»—Vayamos todos juntos —dijo don Ricardo Montalvo, que eraun propietario, levantando la

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cabeza y dejando de rezar parahablar.

»—¡Qué va! —dijo Pablo—.Uno por uno y cuando estéisdispuestos.

»—Entonces, iré yo —dijo donRicardo—. No estaré nunca másdispuesto que ahora.

»El cura le bendijo mientrashablaba y le bendijo de nuevocuando se levantó, sin dejar derezar, y le tendió un crucifijo paraque lo besara, y don Ricardo lobesó y luego se volvió y dijo aPablo: “No estaré nunca tan biendispuesto como ahora. Tú, cabrón

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de mala leche, vamos.”»Don Ricardo era un hombre

pequeño, de cabellos grises y decuello recio, y llevaba la camisaabierta. Tenía las piernasarqueadas de tanto montar acaballo. “Adiós —dijo a los queestaban de rodillas—; no estéistristes. Morir no es nada. Lo únicomalo es morir entre las manos deesta canalla. No me toques —dijo aPablo—, no me toques con tu fusil.”

»Salió del Ayuntamiento consus cabellos grises, sus ojillosgrises, su cuello recio,achaparrado, pequeño y arrogante.

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Miró la doble fila de loscampesinos y escupió al suelo.Podía escupir verdadera saliva, yen momentos semejantes tienes quesaber, inglés, que eso es una cosamuy rara. Y gritó: “¡Arriba España!¡Abajo la República! y me c… enla leche de vuestros padres.”

»Le mataron a palos,rápidamente, acuciados por losinsultos, golpeándole tan prontocomo llegó a la altura del primerhombre; golpeándole mientrasintentaba avanzar, con la cabezaalta, golpeándole hasta que cayó y

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desgarrándole con los garfios y lashoces una vez caído, y varioshombres le llevaron hasta el bordedel barranco para arrojarle, ycuando lo hicieron las manos y lasropas de esos hombres estabanensangrentadas; y empezaban atener la sensación de que los queiban saliendo del Ayuntamientoeran verdaderos enemigos y teníanque morir.

»Hasta que salió don Ricardocon su bravura insultándoles, habíamuchos en las filas, estoy segura,que hubieran dado cualquier cosapor no haber estado en ellas. Y si

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uno de entre las filas hubieragritado: “Vámonos, perdonemos alos otros, ya tienen una buenalección”, estoy segura de que lamayoría habría estado de acuerdo.

»Pero don Ricardo, con toda subravuconería, hizo a los otros unmal servicio. Porque excitó a loshombres de las filas y, mientras queantes habían estado cumpliendo consu deber sin muchas ganas, luegoestaban furiosos y la diferencia eravisible.

»—Haced salir al cura, y lascosas irán más de prisa —gritóalguien.

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»—Haced salir al cura.»—Ya hemos tenido tres

ladrones; ahora queremos al cura.»—Dos ladrones —dijo un

campesino muy pequeño al hombreque había gritado—. Fueron dosladrones los que había con NuestroSeñor.

»—¿El señor de quién? —preguntó el otro, furioso, con lacara colorada.

»—Es una manera de hablar: sedice Nuestro Señor.

»—Ese no es mi señor, ni enbroma —dijo el otro—. Y harías

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mejor en tener la boca cerrada, sino quieres verte entre las dos filas.

»—Soy tan buen republicanolibertario como tú —dijo elpequeño—. Le he dado a donRicardo en la boca y le he pegadoen la espalda a don Federico.Aunque he marrado a don Benito,esa es la verdad. Pero digo queNuestro Señor es así como se dicey que tenía consigo a dos ladrones.

»—Me c… en turepublicanismo. Tú hablas de donpor aquí y por allá.

»—Así es como los llamamosaquí.

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»—No seré yo. Para mí, soncabrones. Y tu señor… Ah, mira,aquí viene uno nuevo.

»Fue entonces cuando presenciéuna escena lamentable, porque elhombre que salía del Ayuntamientoera don Faustino Rivero, el hijomayor de su padre, don CelestinoRivero, un rico propietario. Era untipo grande, de cabellos rubios,muy bien peinados hacia atrás,porque siempre llevaba un peine enel bolsillo y acababa de repeinarseantes de salir. Era un Don Juanprofesional, un cobarde que habíaquerido ser torero. Iba mucho con

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gitanos y toreros y ganaderos, y legustaba vestir el traje andaluz, perono tenía valor y se le considerabacomo un payaso. Una vez anuncióque iba a presentarse en una corridade Beneficencia para el asilo deancianos de Ávila y que mataría untoro a caballo al estilo andaluz, loque durante mucho tiempo habíaestado practicando; pero cuandovio el tamaño del toro que le habíandestinado en lugar del toro pequeñode patas flojas que él habíaapartado para sí, dijo que estabaenfermo y algunos dicen que se

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metió tres dedos en la garganta paraobligarse a vomitar.

»Cuando le vieron los hombresde las filas empezaron a gritar:

»—Hola, don Faustino. Tencuidado de no vomitar.

»—Oye, don Faustino, haychicas guapas abajo, en elbarranco.

»—Don Faustino, espera que tetraigan un toro más grande que elotro.

»Y uno le gritó:»—Oye, don Faustino, ¿no has

oído hablar nunca de la muerte?»Don Faustino permanecía allí,

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de pie, haciéndose el bravucón.Estaba aún bajo el impulso que lehabía hecho anunciar a los otrosque iba a salir. Era el mismoimpulso que le hizo ofrecerse parala corrida de toros. Ese impulso fueel que le permitió creer y esperarque podría ser un torero aficionado.Ahora estaba inspirado por elejemplo de don Ricardo ypermanecía allí, parado, guapetón,haciéndose el valiente y poniendocara desdeñosa. Pero no podíahablar.

»—Vamos, don Faustino —gritó uno de las filas—. Vamos, don

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Faustino. Ahí está el toro másgrande de todos.

»Don Faustino los miraba, ycreo que mientras estabamirándolos no había compasión porél en ninguna de las filas. Sinembargo, seguía allí con suhermosa estampa, guapetón y bravo;pero el tiempo pasaba y no habíamás que un camino.

»—Don Faustino —gritóalguien—. ¿Qué es lo que esperas,don Faustino?

»—Se está preparando paravomitar —dijo otro, y los hombres

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se echaron a reír.»—Don Faustino —gritó un

campesino—, vomita, si eso tegusta. Para mí es igual.

»Entonces, mientras nosotros lemirábamos, don Faustino acertó amirar por entre las filas a través dela plaza hacia el barranco, y cuandovio el roquedal y el vacío detrás, sevolvió de golpe y se metió por lapuerta del Ayuntamiento.

»Los hombres de las filassoltaron un rugido y alguien gritócon voz aguda: “¿Adónde vas, donFaustino, adónde vas?”

»—Va a vomitar —contestó

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otro, y todo el mundo rompió a reír.»Entonces vimos a don

Faustino, que salía de nuevo, conPablo a sus espaldas, apoyando elfusil en él. Todo su estilo habíadesaparecido. La vista de las filasde los hombres le había disipado eltipo y el estilo, y ahora reaparecíacon Pablo detrás de él, como siPablo estuviera barriendo una calley don Faustino fuese la basura quetuviera delante. Don Faustino saliópersignándose y rezando, y nadamás salir, se puso las manosdelante de los ojos y sin dejar demover la boca, se adelantó entre las

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filas.»—Que no lo toque nadie.

Dejadle solo —gritó uno.»Los de las filas lo entendieron

y nadie hizo un movimiento paratocarle. Don Faustino, con lasmanos delante de los ojos siguióandando por entre las dos filas, sindejar de mover los labios.

»Nadie decía nada y nadie letocaba, y cuando estuvo hacia lamitad del camino, no pudo seguirmás y cayó de rodillas.

»Nadie le golpeó. Yo meadelanté por detrás de una de las

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filas, para ver lo que pasaba, y vique un campesino se habíainclinado sobre él y le había puestode pie, y le decía:

“Levántate, don Faustino, ysigue andando, que el toro no hasalido todavía.”

»Don Faustino no podía andarsolo y el campesino de blusa negrale ayudó por un lado y otrocampesino, con blusa negra y botasde pastor, le ayudó por el otro,sosteniéndole por los sobacos, ydon Faustino iba andando por entrelas filas con las manos delante delos ojos, sin dejar de mover los

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labios, sus cabellos sudorososbrillando al sol; y los campesinosdecían cuando pasaba: “DonFaustino, buen provecho.” Y otrosdecían: “Don Faustino, a susórdenes”, y uno que habíafracasado también como matador detoros dijo: “Don Faustino, matador,a sus órdenes”; y otro dijo: “DonFaustino, hay chicas guapas en elcielo, don Faustino.” Y le hicieronmarchar a todo lo largo de las dosfilas teniéndole en vilo de uno yotro lado y sosteniéndole para quepudiera andar, y él seguía con lasmanos delante de los ojos. Pero

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debía de mirar por entre los dedos,porque cuando llegaron al borde dela barranquera se puso de nuevo derodillas y se arrojó al suelo; y,agarrándose al suelo tiraba de lashierbas, diciendo: “No. No. No,por favor. No, por favor. No. No.”

»Entonces, los campesinos queestaban con él y los otros hombresmás fuertes del final de las filas seprecipitaron rápidamente sobre él,mientras seguía de rodillas, y ledieron un empujón y don Faustinopasó sobre el borde de labarranquera sin que le hubiesen

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puesto siquiera la mano encima, yse le oyó gritar con fuerza y en vozmuy alta mientras caía.

»Fue entonces cuandocomprendí que los hombres de lasfilas se habían vuelto crueles y quehabían sido los insultos de donRicardo, primero, y la cobardía dedon Faustino luego lo que los habíapuesto así.

»—Queremos otro —gritó uncampesino, y otro campesino,golpeándole en la espalda, le dijo:“Don Faustino, qué cosa másgrande, don Faustino.”

»—Ahora ya habrá visto el toro

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—dijo un tercero—. Ahora no leservirá ya de nada vomitar.

»—En mi vida —dijo otrocampesino—, en mi vida he vistonada parecido a don Faustino.

»—Hay otros —dijo el otrocampesino—, ten paciencia. ¿Quiénsabe lo que veremos todavía?

»—Ya puede haber gigantes ycabezudos —dijo el primercampesino que había hablado—.Ya puede haber negros y bestiasraras del África. Para mí, nunca,nunca habrá nada parecido a donFaustino. Pero que salga otro,vamos; queremos otro.

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»Los borrachos se pasabanbotellas de anís y de coñac quehabían robado en el bar del centrode los fascistas, las cuales semetían entre pecho y espalda comosi fueran de vino, y muchoshombres de entre las filasempezaron también a sentirse unpoco beodos de lo que habíanbebido después de la emoción dedon Benito, don Federico, donRicardo y, sobre todo, donFaustino. Los que no bebían de lasbotellas de licor bebían de botasque corrían de mano en mano. Me

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ofrecieron una bota y bebí un grantrago, dejando que el vino merefrescase bien la garganta al salirde la bota, porque yo también teníamucha sed.

»—Matar da mucha sed —dijoel hombre que me había tendido labota.

»—¡Qué va! —dije yo—; ¿hasmatado tú?

»—Hemos matado a cuatro —dijo orgullosamente—, sin contar alos civiles. ¿Es verdad que hasmatado tú a uno de los civiles,Pilar?

»—Ni a uno solo —contesté yo

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—; disparé en la humareda, comolos otros, cuando cayó el muro. Esoes todo.

»—¿De dónde has sacado esapistola, Pilar?

»—Me la dio Pablo; me la dioPablo después de haber matado alos civiles.

»—¿Los mató con esa pistola?»—Con esta mismamente, y

luego me la dio.»—¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la

dejas?»—¿Cómo no, hombre? —dije

yo, y le di la pistola. Me preguntabapor qué no salía nadie y en ese

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momento, ¿qué es lo que veo sino adon Guillermo Martín, el dueño dela tienda en donde habían cogidolos bieldos, los cayados y lashorcas de madera? Don Guillermoera un fascista, pero aparte de eso,nadie tenía nada contra él.

»Es verdad que no pagabamucho a los que le hacían losbieldos; pero tampoco los vendíacaros, y si no se quería ir a comprarlos bieldos en casa de donGuillermo, uno mismo podíahacérselos por poco más que elcoste de la madera y el cuero. Don

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Guillermo tenía una manera muyruda de hablar y era, sin dudaalguna, un fascista, miembro delcentro de los fascistas, en donde sesentaba a mediodía y por la tardeen uno de los sillones cuadrados demimbre, para leer El Debate, parahacer que le limpiaran las botas ypara beber vermut con agua deSeltz y comer almendras tostadas,gambas a la plancha y anchoas.Pero no se mata a nadie por eso, yestoy segura de que, de no habersido por los insultos de donRicardo Montalvo y por la escenalamentable de don Faustino y por la

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bebida consiguiente a la emociónque habían despertado don Faustinoy los otros, alguien hubiera gritado:“Que se vaya en paz don Guillermo.Ya tenemos sus bieldos. Que sevaya.”

»Porque las gentes de esepueblo podían ser tan buenas comocrueles y tenían un sentimientonatural de la justicia y un deseo dehacer lo que es justo. Pero lacrueldad había penetrado en lasfilas de los hombres y también labebida o un comienzo de laborrachera, y las filas no eran ya loque eran cuando salió don Benito.

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Yo no sé qué pasa en los otrospaíses y a nadie le gusta la bebidamás que a mí; pero en España,cuando la borrachera se producepor otras bebidas que no sean elvino, es una cosa muy fea y la gentehace cosas que no hubiera hecho deotro modo. ¿Es así en tu país,inglés?

—Así es —dijo Robert Jordan—. Cuando yo tenía siete años,yendo con mi madre a una boda enel estado de Ohio, en donde yotenía que ser paje de honor y llevarlas flores con otra niña…

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—¿Has hecho tú eso? —preguntó María—. ¡Qué bonito!

—En aquella ciudad, un negrofue ahorcado de un farol y despuésquemado. La lámpara se podíabajar con un mecanismo hasta elpavimento. Se izó primero al negroutilizando el mecanismo que servíapara izar la lámpara; pero serompió…

—¿Un negro? —preguntó María—. ¡Qué bárbaros!

—¿Estaba borracha la gente?—preguntó María—. ¿Estaban tanborrachos como para quemar a unnegro?

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—No lo sé —contestó RobertJordan—; la casa en donde yo mehallaba estaba situada justamente enuna esquina de la calle, frente alfarol, y yo miraba por entre losvisillos de una ventana. La calleestaba llena de gente, y cuandofueron a izar al negro por segundavez…

—Si tú no tenías más que sieteaños y estabas dentro de una casa,no podías saber si estabanborrachos o no —dijo Pilar.

—Como decía, cuando izaron alnegro por segunda vez, mi madre

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me apartó de la ventana y no vi más—dijo Jordan—; pero después mehan ocurrido aventuras que pruebanque la borrachera es igual en mipaís, igual de fea y brutal.

—Eras demasiado pequeño alos siete años —comentó María—.Eras demasiado pequeño para esascosas. Yo nunca he visto un negromás que en los circos. A menos quelos moros sean negros.

—Unos lo son y otros no lo son—dijo Pilar—; podría contarte unmontón de cosas sobre los moros.

—No tantas como yo —dijoMaría—; No; no tantas como yo.

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—No hablemos de eso —dijoPilar—; no es bueno. ¿Dónde nosquedamos?

—Hablábamos de la borracheraentre las filas —dijo Robert Jordan—. Continúa.

—No es justo decir borrachera—dijo Pilar—. Porque estabantodavía muy lejos de hallarseborrachos. Pero habían cambiado, ycuando don Guillermo salió y sequedó allí, derecho, miope, con suscabellos grises, su estatura no másque mediana, con una camisa quetenía un botón en el cuello, aunqueno tenía cuello y cuando miró de

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frente, aunque no veía nada sin suslentes, y empezó a andar con muchacalma, era como para inspirarpiedad. Pero alguien gritó en lasfilas: «Por aquí, don Guillermo.Por aquí, don Guillermo. En estadirección. Aquí tenemos todos susproductos».

»Se habían divertido tanto condon Faustino que no se dabancuenta de que don Guillermo eraotra cosa y que si hacía falta matara don Guillermo, era menestermatarle en seguida y con dignidad.

»—Don Guillermo —gritó otro

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—, ¿quieres enviar a alguien a tucasa a buscar tus lentes?

»La casa de don Guillermo noera una casa, porque no tenía muchodinero; don Guillermo era unfascista sólo por esnobismo y paraconsolarse de verse obligado atrabajar sin ganar gran cosa en sualmacén de utensilios agrícolas.Era un fascista también por lareligiosidad de su mujer, quecompartía, como si fuera suya, poramor a ella. Don Guillermo vivíaen un piso a poca distancia de laplaza. Y mientras don Guillermoestaba allí parado, mirando, con sus

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ojos miopes, las filas entre lascuales tenía que pasar, una mujer sepuso a gritar desde el balcón delpiso en donde vivía don Guillermo.Podía verle desde el balcón. Era sumujer.

»—Guillermo —gritaba—.Guillermo, espérame, voy contigo.

»Don Guillermo volvió lacabeza del lado de donde llegabanlos gritos. No podía ver a su mujer.Quiso decir algo, pero no pudo.Entonces hizo una seña con la manohacia donde su mujer le habíallamado y se adelantó entre lasfilas.

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»—Guillermo —gritaba ella—.Guillermo. Guillermo. —Se habíaagarrado con las manos al barandaldel balcón y se balanceaba dealante atrás—. ¡Guillermo!

»Don Guillermo hizo otra señalcon la mano en la dirección dedonde llegaban las voces y seadelantó entre las filas con lacabeza erguida. No se hubierapodido decir lo que le estabapasando más que por el color de sucara.

»Entonces, un borracho gritó:“Guillermo”, imitando la voz aguda

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y rota de la mujer. Don Guillermose arrojó sobre aquel hombre,ciego, sin ver, y las lágrimas lecorrían por las mejillas. El hombrele dio un golpe con el bieldo en elrostro y, bajo el golpe, donGuillermo cayó al suelo sentado, yse quedó allí sentado, llorando,aunque no de miedo, mientras losborrachos le golpeaban; y unborracho saltó a caballo sobre susespaldas y le golpeó, dándole conuna botella. Después de eso,muchos abandonaron las filas y sulugar fue ocupado por losborrachos, que eran los que habían

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estado escandalizando y diciendocosas de mal gusto desde lasventanas del Ayuntamiento.

»Yo me había quedado muyimpresionada al ver a Pablo matara los guardias civiles; fue una cosamuy fea, pero yo me decía: “Hayque hacerlo así. Así es como hayque hacerlo.” Y, al menos, en ellono hubo crueldad; sólo les quitamosla vida, cosa que, como hemosaprendido en estos últimos años, esfea, pero también necesaria siqueremos ganar y salvar a laRepública.

»Cuando se cerró la plaza y se

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formaron las filas, yo admiré ycomprendí lo hecho como una ideade Pablo, que me parecía, sinembargo, un poco fantástica y medecía que todo aquello tenía quehacerse con buen gusto para que nofuese repugnante. Si los fascistashabían de ser ejecutados por elpueblo, era mejor, desde luego, quetodo el pueblo tomase parte, y yoquería tomar parte y ser culpablecomo cualquier otro, ya quetambién esperaba participar en losbeneficios cuando el pueblo fueranuestro del todo. Pero después de

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lo de don Guillermo experimenté unsentimiento de vergüenza y dedesagrado, y cuando los borrachosentraron en las filas y los otrosempezaron a marcharse comoprotesta, yo hubiera querido notener nada que ver con lo queestaba ocurriendo entre las filas yopté por alejarme. Crucé la plaza yme senté en un banco, debajo de losgrandes árboles que daban sombraa la plaza.

»Dos campesinos de entre lasfilas venían hablando entre sí y unode ellos me dijo: “¿Qué es lo que tepasa, Pilar?”

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»—Nada, hombre —lerespondí.

»—Sí —dijo—; habla, algo tepasa.

»—Creo que estoy harta de esto—le dije.

»—Nosotros también —dijo él,y se sentaron en el banco junto a mí.Había uno que llevaba una bota devino y me la ofreció.

»—Mójate la boca —me dijo, yel otro siguiendo la conversaciónque habían comenzado, agregó—:Lo peor es que esto acarreadesgracia. Nadie me hará creer quecosas como, matar a don Guillermo

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de esta manera no traigandesgracia.

Entonces el otro dijo:»—Si hace falta

verdaderamente matarlos a todos, yno estoy seguro de que seanecesario, que se les mate al menosde una manera decente y sinburlarse de ellos.

»—La burla está justificada enel caso de don Faustino —dijo elotro—. Porque ha sido siempre unfantasmón y jamás un hombre serio.Pero burlarse de un hombre seriocomo don Guillermo no es justo.

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»—Tengo llenas las tripas detodo esto —le dije, y eraabsolutamente verdad, porquesentía un verdadero malestar dentrode mí y sudores y náuseas como sihubiese comido pescado podrido.

»—Entonces, nada —dijo elprimero—. No vamos a pringarnosmás. Pero me pregunto qué es loque pasa en los otros pueblos.

»—No han reparado todavía laslíneas telefónicas —dije yo—. Va ahaber que ocuparse de ello.

»—Claro —dijo el campesino—. ¿Quién sabe si no haríamosmejor ocupándonos de la defensa

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del pueblo en vez de asesinar a lagente con esa lentitud y estabrutalidad?

»—Voy a hablar de eso conPablo —les dije, y me levanté delbanco para ir a los porches queconducían a la puerta delAyuntamiento, de donde salían lasfilas. Estas no tenían orden niconcierto, y había muchaborrachera y muy grave. Doshombres estaban tumbados en elsuelo y permanecían tendidos bocaarriba, en medio de la plaza,pasándose una botella de uno a

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otro. Uno de ellos tomó un trago ygritó después: “Viva la anarquía”,sin moverse del suelo, boca arriba,gritando como si fuera un loco.Llevaba un pañuelo negro y rojo entorno al cuello. El otro gritó: “Vivala libertad”, y empezó a dar patadasen el aire, y luego gritó de nuevo:“Viva la libertad.” Tenía tambiénun pañuelo rojo y negro y lo agitabacon una mano, mientras que con laotra agitaba una botella.

»Un campesino que se habíasalido de las filas y se había puestoa la sombra de los porches losmiraba disgustado, y dijo:

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“Debieran gritar: Viva laborrachera. No son capaces decreer en otra cosa.”

»—No creen siquiera en eso —dijo otro campesino—. Esos nocreen en nada ni comprenden nada.

»En aquel momento uno de losborrachos se puso de pie, levantó elbrazo cerrando el puño por encimade su cabeza y gritó: “Viva laanarquía y la libertad y me c… enla leche de la República.”

»El otro borracho, que seguíaaún en el suelo, atrapó por lapantorrilla al que gritaba y diomedia vuelta, de modo que el

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borracho que gritaba cayó sobre él.Luego se sentó y el que había hechocaer a su amigo le pasó el brazopor el hombro, le tendió la botella,besó el pañuelo rojo y negro quellevaba y los dos bebieron juntos amorro.

»Justamente entonces se oyó unalarido en las filas y mirando haciael porche no pude ver quién salíaporque su cabeza no sobrepasabalas de los que se apretujabandelante de la puerta delAyuntamiento. Todo lo que podíaver era que Pablo y Cuatrodedos

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empujaban a alguien con susescopetas, aunque no llegaba adescubrir quién era; y me acerqué alas filas por la parte en donde seapretujaban contra la puerta paratratar de ver.

»Todos empujaban. Las sillas ylas mesas del café de los fascistashabían sido derribadas, salvo unamesa, en donde había un borrachotumbado con la cabeza colgando yla boca abierta. Cogí una silla, laapoyé en uno de los pilares y mesubí a lo alto para poder ver porencima de las cabezas.

»El hombre que Pablo y

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Cuatrodedos empujaban era donAnastasio Rivas, un fascistaindudable y el hombre más gordodel pueblo. Era tratante en granos yagente de varias Compañías deSeguros y prestaba además dinero ainterés elevado. Yo, sobre mi silla,le veía bajar los escalones yadelantarse hacia las filas con sugrueso cogote, que le rebosaba porencima del cuello de la camisa, y sucráneo calvo que brillaba al sol;pero ni siquiera tuvo tiempo paraentrar en las filas, porque esta vezno hubo gritos, sino un alaridogeneral. Fue un ruido muy feo.

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Todos los borrachos gritaban a untiempo. Las filas se deshicieron ylos hombres se precipitaron, y vi adon Anastasio tirarse al suelo, conlas manos en la cabeza; después deesto no pude verle, porque loshombres se apilaron sobre él. Ycuando los hombres le dejaron, donAnastasio había muerto; le habíangolpeado la cabeza contra losadoquines del pavimento bajo losporches; y ya no había filas, nohabía más que la multitud.

»—Vamos a entrar por ellos;vamos adentro.

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»—Es demasiado pesado paracargar con él —dijo un hombre,dando un puntapié a don Anastasio,que estaba tendido boca abajo—.Dejémosle aquí.

»—¿Para qué vamos a cargarcon ese tonel de tripas hasta elbarranco? Dejémosle aquí.

»—Entremos para acabar conlos de dentro —gritó un hombre—.Vamos.

»—No merece la pena esperartodo un día al sol —gritó otro—.Vamos. Vamos.

»La muchedumbre se apretujabadebajo de los porches. Había gritos

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y empujones y gritaban todos comoanimales. Gritaban: “Abrid, abrid.Abrid.” Porque los guardias habíancerrado las puertas delAyuntamiento cuando las filas sehabían roto.

»Subida en mi silla, podía ver através de los barrotes de lasventanas del salón delAyuntamiento, y en el interior todoseguía como antes. El cura estabade pie; los que quedaban estaban derodillas en semicírculo alrededor ytodos rezaban. Pablo estaba sentadosobre la gran mesa, ante el sillón

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del alcalde, con la escopetacruzada a la espalda. Estabasentado con las piernas colgando yfumaba un cigarrillo. Todos losguardias estaban sentados en lossillones de los concejales, con susfusiles. La llave de la puerta grandeestaba sobre la mesa, al lado dePablo.

»La muchedumbre gritaba: “A-brid. A-brid. A-brid…”, como unacantinela, y Pablo permanecía allí,sentado, como si no se enterase denada. Dijo algo al cura, pero no lopude oír por culpa del granalboroto de la muchedumbre.

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»El cura no le respondía ycontinuaba rezando. Acerqué más lasilla al muro, porque las gentes queestaban detrás me empujaban. Volvía subirme. Tenía la cabeza pegadaa la ventana y me sostenía con lasmanos sujetas a los barrotes. Unhombre quiso subir también sobremi silla y subió, pasando sus brazospor encima de los míos ysujetándose a los barrotes másalejados.

»—La silla va a romperse —ledije.

»—¿Qué importa? —contestó él—. Míralos, míralos como rezan.

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»Su aliento sobre mi cuellohedía como hiede la multitud, unolor agrio, como el vómito sobre elpavimento, y el olor de laborrachera, y fue entonces cuandometió la cabeza por entre losbarrotes, por encima de mi espalda,y se puso a vociferar: “¡Abrid,abrid!” Y era como si tuviese a lamismísima multitud a mis espaldasen una especie de pesadilla.

»La multitud se apretaba contrala puerta y los que estaban delanteeran aplastados por los otros, queempujaban desde atrás, y en la

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plaza, un borrachín de blusa negra,con un pañuelo rojo y negro entorno al cuello, llegó corriendo y searrojó contra la muchedumbre ycayó de bruces al suelo; entonces selevantó, se echó para atrás, cogiócarrerilla y volvió a lanzarse denuevo contra las espaldas de loshombres que empujaban, gritando:“¡Viva yo y viva la anarquía!”

»Mientras yo miraba, el hombrese alejó de la multitud, y fue asentarse por su cuenta y se puso abeber de su botella, y mientrasestaba sentado vio a don Anastasio,tendido en el pavimento, pero muy

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pisoteado, y entonces el borrachose levantó y se acercó a donAnastasio y le arrojó el contenidode la botella por la cabeza y por laropa. Luego sacó una caja decerillas del bolsillo y encendióvarias, intentando prender fuego adon Anastasio, pero el vientosoplaba con fuerza y apagaba lascerillas. Al cabo de un momento, elborracho se sentó junto a donAnastasio, moviendo la cabeza contristeza y bebiendo de la botella, yde cuando en cuando se inclinabasobre el cadáver y le dabagolpecitos amistosos en la espalda.

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»En todo ese tiempo lamuchedumbre había seguidogritando que abrieran, y el hombreque estaba subido en mi silla seagarraba con todas sus fuerzas a losbarrotes de la ventana, gritandotambién que abrieran, hasta que medejó sorda con sus rugidos y con sualiento maloliente, que me echabaencima, y dejé de mirar al borrachoque intentaba prender fuego a donAnastasio y empecé a mirar alinterior del salón del Ayuntamiento,y todo continuaba como antes.Seguían rezando todos los hombres

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arrodillados, con la camisa abierta,unos con la cabeza inclinada, otroscon la cabeza erguida, mirando alsacerdote y al crucifijo que elsacerdote tenía en sus manos; elsacerdote rezaba muy de prisa,mirando hacia lo alto, y detrás deellos Pablo, con un cigarrilloencendido, estaba sentado sobre lamesa, balanceando las piernas, conel fusil a la espalda y jugando conla llave.

»Vi a Pablo inclinarse de nuevopara hablar al cura, pero no podíaoír lo que hablaba por culpa de losgritos; pero el cura seguía sin

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responderle y seguía rezando. Unhombre se levantó en esosmomentos del semicírculo de losque rezaban y vi que quería salir.Era don José Castro, a quien todosllamaban don Pepe, un fascista detomo y lomo, tratante de caballos.Estaba allí, pequeño, con aire deenorme pulcritud, aun sin afeitarcomo iba, y con una chaqueta depijama metida en un pantalón gris arayas. Don Pepe besó el crucifijo,el cura le bendijo, y entonces donPepe levantó la cabeza, miró aPablo e hizo un gesto con la cabezahacia la puerta.

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»Pablo le contestó con otromovimiento de cabeza, sin dejar defumar. Podía ver yo que don Pepele decía algo a Pablo; pero nopodía oír lo que le decía. Pablo norespondió: movió simplemente lacabeza señalando a la puerta.

»Entonces vi a don Pepevolverse para mirar también a lapuerta y me di cuenta de que nosabía que la puerta estaba cerradacon llave. Pablo le enseñó la llavey don Pepe se quedó mirándola uninstante, y luego volvió a su sitio yse arrodilló. Vi al cura, que miraba

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a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo,le enseñaba la llave y el curapareció entonces darse cuenta porvez primera de que la puerta estabacerrada con llave, y pareció que ibaa decir algo, porque hizo como sifuera a mover la cabeza; pero ladejó caer adelante y se puso arezar.

»No sé cómo se las habíanarreglado hasta entonces para nocomprender que la puerta estabacerrada, a menos que estuviesendemasiado ocupados con sus rezosy con las cosas en que estabanpensando; pero al fin habían

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comprendido todos; comprendían loque querían decir los gritos ydebían de saber que todo habíacambiado. Pero siguieroncomportándose como antes.

»Los gritos se habían hecho tanfuertes, que no se oía nada. Elborracho que estaba en la sillaconmigo se puso a sacudir losbarrotes y a vociferar: “¡Abrid!¡Abrid!”, hasta que se quedó ronco.

»Miré a Pablo, que en esosmomentos hablaba de nuevo al curay vi que el cura no respondía.Entonces vi a Pablo descolgarse laescopeta y dar al cura con ella en el

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hombro. El cura no le hizo caso y via Pablo mover la cabeza; luego, levi hablar por encima del hombro aCuatrodedos y a este hablar con losotros guardias. Entonces losguardias se levantaron, se fueron alfondo del salón y se quedaron allíde pie, con sus fusiles.

»Vi a Pablo que decía algo aCuatrodedos y Cuatrodedos quehacía correr las dos mesas, y losbancos, y a los guardias que seponían detrás, con sus fusiles. Esoformaba una barricada en un rincóndel salón. Pablo avanzó y volvió a

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dar al cura en el hombro con suescopeta, pero el cura no le hacíacaso; vi que don Pepe le miraba,aunque los otros no ponían atencióny seguían rezando. Pablo movió lacabeza, y cuando vio que don Pepele miraba hizo un movimiento decabeza, enseñándole la llave quetenía en la mano. Don Pepe loentendió; inclinó el rostro y se pusoa rezar muy de prisa.

»Pablo se bajó de la mesa ypasando por detrás de la larga mesadel Concejo, se sentó en el sillóndel alcalde y lio un cigarrillo, sinquitar ojo a los fascistas, que

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seguían rezando con el cura. Sucara no tenía ninguna expresión. Lallave estaba sobre la mesa delantede él. Era una gran llave de hierrode más de una cuarta de larga. Porfin Pablo gritó a los guardias,aunque yo no pude saber el qué y unguardia se acercó a la puerta. Vique los que estaban rezando lohacían más de prisa que antes y medi cuenta de que todos sabían ya loque sucedía.

»Pablo dijo algo al cura, peroel cura no contestó. Entonces Pablose echó hacia delante, cogió lallave y se la tiró por lo alto al

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guardia que estaba cerca de lapuerta. El guardia la recogió yPablo le hizo un guiño. Entonces elguardia puso la llave en lacerradura, dio media vuelta, tiróhacia sí de la puerta, y se puso acubierto rápidamente detrás de ellaantes de que la muchedumbre secolara dentro.

»Los vi entrar, y justamente enaquel momento, el borracho queestaba en la silla conmigo se puso agritar: “¡Ahí! ¡Ahí!”, y a estirar sucabeza hacia delante, de modo queyo no podía ver nada, mientras él

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vociferaba: “¡Matadlos! ¡Matadlos!¡Matadlos a palos! ¡Matadlos!”, yme apartaba con sus brazos, sindejarme que viese nada.

»Le hundí el codo en la barrigay le dije: “So borracho, ¿de quiénes esta silla? Déjame mirar.” Peroél seguía sacudiendo los brazosatrás y adelante, y con las manossujetas a los barrotes gritaba:“¡Matadlos! ¡Matadlos a palos!¡Matadlos a palos! ¡Eso es, a palos!¡Matadlos! ¡Cabrones! ¡Cabrones!¡Cabrones!”

»Le di un codazo y le dije: “Elcabrón eres tú. ¡Borracho! Déjame

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mirar.”»Él me puso las manos en la

cabeza para auparse y ver mejor, y,apoyándose con todo su peso sobremi cabeza, continuaba gritando:“¡Matadlos a palos! ¡Eso es! ¡Apalos!”

»—A palos había que matarte—le dije, y le metí el codo confuerza por donde podía hacerle másdaño; y se lo hice. Me apartó lasmanos de la cabeza y se las puso endonde le dolía, diciendo: “No hayderecho, mujer. No tienes derecho ahacer eso, mujer.” Y, mirando porentre los barrotes, vi el salón lleno

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de hombres, que golpeaban conpalos y con bieldos y que seguíangolpeando y golpeando con lashorcas de madera blanca que yaestaba roja y habían perdido losdientes, y que siguieron golpeandopor todo el salón, mientras Pablopermanecía sentado en el gransillón, con su escopeta sobre lasrodillas, mirando, y los gritos, y losgolpes, y las heridas se ibansucediendo, y los hombres gritabancomo los caballos gritan en unincendio. Vi al cura con la sotanaremangada que trepaba por un

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banco y vi a los que le perseguían,que le daban con hoces y garfios, yvi a uno que le cogía por la sotana,y se oyó un alarido, y otro alarido,y vi a dos hombres que le metíanlas hoces en la espalda y a untercero que le sujetaba de la sotanay al cura que, levantando losbrazos, trataba de agarrarse alrespaldo de una silla, y entonces lasilla en que yo estaba se rompió yel borracho y yo nos vimos en elsuelo entre el hedor a vinoderramado y la vomitona; y elborracho me señalaba con el dedo,diciendo: “No hay derecho, mujer;

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no hay derecho. Hubieras podidodejarme inútil.” Y las gentes nospisoteaban para entrar en el salóndel Ayuntamiento. Y todo lo queentonces podía ver eran las piernasde las gentes que entraban por lapuerta y al borracho, sentado en elsuelo frente a mí, que se llevaba lasmanos a donde yo le había metidoel codo.

»Fue así como se acabó con losfascistas en nuestro pueblo y mesentí contenta por no haber vistomás. De no ser por aquel borracho,lo hubiera visto todo. De maneraque en definitiva sirvió para algo

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bueno, ya que lo que pasó en elAyuntamiento fue algo de un estiloque una hubiera lamentado despuéshaber visto.

»Pero el otro borracho, el queestaba en la plaza, era algo todavíamás raro. Cuando nos levantamos,después de haber roto la silla,mientras las gentes seguíanempujándose para entrar en elAyuntamiento, vi a ese borracho,con su pañuelo rojo y negro, queechaba algo sobre don Anastasio.Movía la cabeza a uno y otro lado yle costaba mucho trabajo

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permanecer sentado; pero echabaalgo y encendía cerillas, y volvía aecharlo y volvía a encender, y meacerqué a él y le dije: “¿Qué es loque haces, sinvergüenza?” “Nada,mujer, nada —contestó—. Déjameen paz.”

»Entonces, quizá porque yoestuviera allí de pie a su lado y mispiernas hicieran de pantalla contrael viento, la cerilla prendió y unallama azul empezó a correr por loshombros de la chaqueta de donAnastasio y por debajo de la nuca,y el borracho levantó la cabeza y sepuso a gritar con una voz

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estentórea: “Están quemando a losmuertos.”

»—¿Quién? —preguntó alguien.»—¿Dónde? —preguntó otro.»—Aquí —vociferó el

borracho—. Aquí precisamente.»Entonces alguien dio al

borracho un golpe en la cabeza conun bieldo, y el borracho cayó deespaldas; se quedó tendido en elsuelo y miró al hombre que le habíagolpeado, y luego cerró los ojos ycruzó las manos sobre el pecho; ysiguió tendido allí, junto a donAnastasio, como si se hubiesequedado dormido. El hombre no

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volvió a golpearle pero el borrachosiguió allí, y estaba allí todavíacuando se recogió a don Anastasioy se le puso con los otros en lacarreta que los llevó a todos hastael borde del barranco, y aquellamisma noche se tiró a ellos con losotros en la limpieza que después sehizo en el Ayuntamiento. Hubierasido mejor para el pueblo quehubiesen arrojado por la barranca aveinte o treinta borrachos, sobretodo los de los pañuelos rojos ynegros, y si tenemos que hacer otrarevolución creo que habrá que

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empezar por arrojarlos a ellos.Pero eso no lo sabíamos todavíapor entonces. Lo aprendimos en losdías siguientes.

»Aquella noche no se sabía loque iba a pasar. Después de lamatanza del Ayuntamiento no hubomás muertes; pero no pudimoscelebrar la reunión, porque habíademasiados borrachos. Eraimposible conseguir el ordennecesario, de manera que la reuniónse aplazó para el día siguiente.

»Aquella noche dormí conPablo. No debiera decir estodelante de ti, guapa, pero, por otra

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parte, es bueno que lo sepas todo, ypor lo menos, lo que yo te digo esla verdad. Oye esto, inglés, que esmuy curioso.

»Como digo, aquella nochecenamos y fue muy curioso. Eracomo después de una tormenta o deuna inundación o de una batalla, ytodo el mundo estaba cansado ynadie hablaba mucho. Pero yo mesentía vacía y nada bien; me sentíallena de vergüenza, con lasensación de haber obrado mal;tenía un gran ahogo y unpresentimiento de que vendríancosas malas, como esta mañana,

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después de los aviones. Y claro esque llegó lo malo. Llegó al cabo detres días.

»Pablo, mientras comíamos,habló muy poco.

»—¿Te ha gustado, Pilar? —mepreguntó, al fin, con la boca llenade cabrito asado. Comíamos en laposada de donde salen losautocares, y la sala estaba llena; lasgentes cantaban y el servicio eraescaso.

»—No —dije—. Salvo lo dedon Faustino, no me gustó nada.

»—A mí me gustó —dijo

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Pablo.»—¿Todo? —pregunté yo.»—Todo —dijo, y se cortó un

gran pedazo dé pan con su cuchilloy se puso a mojar la salsa—. Todo,menos lo del cura.

»—¿No te gustó el cura? —lepregunté, sabiendo que odiaba a loscuras aún más que a los fascistas.

»—No, el cura me hadecepcionado —dijo Pablotristemente.

»Había tanta gente que cantaba,que teníamos que gritar para oírnosel uno al otro.

»—¿Por qué?

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»—Murió muy mal —contestóPablo—. Tuvo muy poca dignidad.

»—¿Cómo querías que tuviesedignidad mientras la gente le dabacaza? —le pregunté—. Me pareceque estuvo todo el tiempo conmucha dignidad. Toda la dignidadque se puede tener en semejantesmomentos.

»—Sí —dijo Pablo—; pero enel último momento tuvo miedo.

»—¿Y quién no hubiera tenidomiedo? —pregunté yo—. ¿No vistecon qué le golpeaban?

»—¿Cómo no iba a verlo? —preguntó Pablo—. Pero encuentro

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que murió muy mal.»—En semejantes condiciones,

todo el mundo hubiese muerto muymal —le dije—. ¿Qué más quieres?Todo lo que pasó en elAyuntamiento fue una cosa muy fea.

»—Sí —contestó Pablo—; nohubo mucha organización. Pero uncura debería haber dado ejemplo.

»—Creí que odiabas a los curas—le dije.

»—Sí —contestó Pablo, y secortó más pan—; pero un curaespañol debería haber muerto bien.

»—Pienso que ha muerto

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bastante bien —dije yo—, parahaber estado privado de todaformalidad.

»—No —dijo Pablo—; yo mehe llevado un chasco. Todo el díaestuve esperando la muerte delcura. Pensaba que sería el últimoque entrase en las filas. Loesperaba con mucha impaciencia.Lo esperaba como una culminación.No había visto nunca morir a uncura.

»—Todavía tienes tiempo —ledije yo, irónicamente—: elMovimiento acaba de empezar hoy.

»—No —dijo él—; me siento

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chasqueado.»—Ahora —dije— supongo

que vas a perder la fe.»—No lo comprendes, Pilar —

dijo él—. Era un cura español.»—¡Qué pueblo, eh, los

españoles! ¡Ah, qué pueblo tanorgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Quépueblo!».

—Habrá que marcharse —dijoRobert Jordan. Levantó los ojos alsol—. Es casi mediodía.

—Sí —contestó Pilar—. Vamosa marcharnos ahora mismo. Perodéjame contarte lo que pasó conPablo. Aquella misma noche me

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dijo: «Pilar, esta noche no vamos ahacer nada».

»—Bueno —le dije yo—; meparece muy bien.

»—Encuentro que sería de malgusto, después de haber matado atanta gente.

»—¡Qué va! —dije yo—. ¡Quésanto estás hecho! ¿No sabes que hevivido muchos años con toreros,para ignorar cómo se sientendespués de la corrida?

»—¿Es eso cierto, Pilar? —mepreguntó.

»—¿Te he engañado yo alguna

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vez? —le pregunté.»—Es cierto, Pilar. Soy un

hombre acabado esta noche. ¿No teenfadas conmigo?

»—No, hombre —le dije—;pero no mates hombres todos losdías, Pablo.

»Y durmió aquella noche comoun bendito y tuve que despertarle aldía siguiente de madrugada. Peroyo no pude dormir durante toda lanoche. Me levanté y estuve sentadaen un sillón. Miré por la ventana yvi la plaza, iluminada por la luna,donde habían estado las filas; y alotro lado de la plaza vi los árboles

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brillando a la luz de la luna y laoscuridad de su sombra. Losbancos, iluminados también por laluna; los cascos de botellas quebrillaban y el borde del barrancopor donde los habían arrojado. Nohabía ruido, solamente se oía elrumor de la fuente y permanecí allísentada, pensando que habíamosempezado muy mal.

»La ventana estaba abierta y alotro lado de la plaza, frente a lafonda, oí a una mujer que lloraba.Salí con los pies descalzos albalcón. La luna iluminaba todas lasfachadas de la plaza y el llanto

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provenía del balcón de la casa dedon Guillermo. Era su mujer.Estaba en el balcón arrodillada, ylloraba.

»Entonces volví a meterme enla habitación, volví a sentarme y notuve ganas de pensar siquiera,porque aquel fue el día más malode mi vida hasta que vino otro peor.

—¿Y cuál fue el otro? —preguntó María.

—Tres días después, cuandolos fascistas tomaron el pueblo.

—No me lo cuentes —dijoMaría—. No quiero oírlo. Ya tengo

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bastante. Hasta demasiado.—Ya te había advertido que no

debías escuchar —dijo Pilar—.¿No? No quería que escuchases.Ahora vas a tener pesadillas.

—No —dijo María—; pero noquiero oír más.

—Tendrás que contarme eso enotra ocasión —dijo Robert Jordan.

—Sí —contestó Pilar—. Perono es bueno para María.

—No quiero oírlo —dijoMaría, quejumbrosa—; te lo ruego,Pilar. No lo cuentes cuando yo estédelante, porque podría oírlo aunqueno quisiera.

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Sus labios temblaban y el ingléscreyó que iba a llorar.

—Por favor, Pilar, no cuentesmás.

—No tengas cuidado, rapadita—dijo Pilar—. No tengas cuidado.Se lo contaré al inglés otro día.

—Pero estaré yo tambiéncuando se lo cuentes. No lo cuentes,Pilar; no lo cuentes nunca.

—Se lo contaré mientras tútrabajas.

—No, no; por favor. Nohablemos más de eso —dijo María.

—Lo justo sería que yo contaraeso también, ya que he contado lo

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que hicimos nosotros. Pero no looirás, te lo prometo.

—¿Es que no hay nadaagradable que pueda contarse? —preguntó María—. ¿Es que tenemosque hablar siempre de horrores?

—Espera a la tarde —dijo Pilar—; el inglés y tú podréis hablar delo que os guste, los dos solitos.

—Entonces, que venga la tarde—dijo María—; que venga enseguida.

—Ya vendrá —contestó Pilar—. Vendrá muy de prisa y se irá enseguida, y llegará mañana, y

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mañana pasará muy de prisatambién.

—Que llegue la tarde —dijoMaría—; la tarde; que llegue latarde en seguida.

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Capítulo XI

CUANDO IBAN SUBIENDO, a lasombra todavía de los pinos,después de haber descendido de laalta pradera al valle y de habervuelto a ascender por una senda quecorría paralela al río, para trepardespués por una escarpada cuestahasta lo más alto de una formaciónrocosa, les salió al paso un hombrecon una carabina.

—¡Alto! —gritó. Y luego—:¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?

—Un inglés —dijo Pilar—.

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Pero de nombre cristiano: Roberto.¡Y qué m… de cuesta hay que subirpara llegar hasta aquí!

—Salud, camarada —dijo elcentinela a Robert Jordan,tendiéndole la mano—. ¿Cómo teva?

—Bien —contestó RobertJordan—. ¿Y a ti?

—A mí también —dijo elcentinela.

Era un muchacho muy joven, derostro delgado, huesudo, la nariz untanto aguileña, pómulos altos y ojosgrises. No llevaba nada en lacabeza y tenía el cabello negro y

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ensortijado. Tendió la mano demanera amistosa y cordial, con lamisma chispa de cordialidad en losojos.

—Buenos días, María —dijo ala muchacha—. ¿Te has cansadomucho?

—¡Qué va, Joaquín! —contestóla muchacha—. Nos hemos paradopara hablar más de lo que hemosandado.

—¿Eres tú el dinamitero? —preguntó Joaquín—. Nos han dichoque andabas por aquí.

—He pasado la noche en el

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refugio de Pablo —dijo RobertJordan—. Sí, yo soy el dinamitero.

—Me alegro de verte —dijoJoaquín—. ¿Has venido para algúntren?

—¿Estuviste en el último tren?—preguntó Robert Jordansonriendo a manera de respuesta.

—Que si estuve —contestóJoaquín—; allí fue en dondeencontramos esto —e hizo un guiñoa María—. Chica, estás muy guapaahora. ¿Te han dicho lo guapa queestás?

—Cállate, Joaquín —dijoMaría—. Tú sí que estarías guapo

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si te cortaras el pelo.—Te llevé a hombros. ¿No te

acuerdas? Te llevé a hombros.—Como tantos otros —dijo

Pilar, con su vozarrón—. ¿Quiénfue el que no la llevó? ¿Dónde estáel viejo?

—En el campamento.—¿En dónde estuvo ayer por la

noche?—En Segovia.—¿Ha traído noticias?—Sí —contestó Joaquín—. Hay

cosas nuevas.—¿Buenas o malas?—Me parece que malas.

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—¿Habéis visto los aviones?—¡Ay! —dijo Joaquín,

moviendo la cabeza—. No mehables de eso. Camaradadinamitero, ¿qué clase de avioneseran?

—«Heinkel 111» losbombarderos; «Heinkel» y «Fiat»los cazas —respondió Jordan.

—Y los grandes, con las alasbajas, ¿qué eran?

—Esos eran los «Heinkel 111».—Que los llamen como

quieran, son malos de todasmaneras —dijo Joaquín—. Pero os

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estoy entreteniendo. Voy a llevarosal comandante.

—¿El comandante? —preguntóPilar, asombrada.

Joaquín asintió con la cabeza,seriamente.

—Me gusta más que jefe —dijo—. Es más militar.

—Te militarizas mucho tú —dijo Pilar, riendo.

—No —contestó Joaquín,riendo también—; pero me gustanlas palabras militares, porque lasórdenes son más claras y es mejorpara la disciplina.

—Aquí hay uno de tu estilo,

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inglés —dijo Pilar—. Este es unchico muy serio.

—¿Quieres que te lleve abrazos? —preguntó Joaquín a lamuchacha pasándole un brazo porel cuello y acercándole la cara.

—Con una vez, tengo bastante—dijo María—. De todos modos,muchas gracias.

—¿Te acuerdas todavía? —lepreguntó Joaquín.

—Me acuerdo de que mellevaban —contestó María—; perono me acuerdo de ti. Me acuerdodel gitano, porque me dejó caermuchas veces. De todas formas,

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muchas gracias, Joaquín; uno deestos días te llevaré yo.

—Pues yo me acuerdo muy bien—dijo Joaquín—. Me acuerdo deque te tenía sujeta por las piernascon la tripa apoyada en el hombro yla cabeza a la espalda y los brazoscolgando.

—Tienes mucha memoria —dijo María, sonriendo—. Yo no meacuerdo de nada de eso. Ni de tusbrazos, ni de tus hombros, ni de tuespalda.

—¿Quieres que te diga unacosa? —preguntó Joaquín.

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—¿Qué cosa?—Me gustaba mucho llevarte a

la espalda, porque nos tiraban pordetrás.

—¡Qué cerdo! —dijo María—.¿Sería por eso por lo que el gitanome llevó tanto rato?

—Por eso y por sostenerte delas piernas.

—¡Qué héroes! —dijo María—. ¡Qué salvadores!

—Escucha, guapa —dijo Pilar—, este chico te llevó mucho rato.Y en aquel momento tus piernas nodecían nada a nadie. En aquelmomento eran las balas las que lo

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decían todo. Y si te hubiese dejadoen el suelo, hubiera estado prontolejos del alcance de las balas.

—Ya le he dado las gracias —dijo María—. Y le llevaré ahombros uno de estos días. Déjanosreír un poco, Pilar; no voy a llorarporque me haya llevado; ¿no?

—No, si yo te hubiera dejadocaer también —dijo Joaquín,siguiendo la broma—; pero teníamiedo de que Pilar me matase.

—Yo no mato a nadie —dijoPilar.

—No hace falta —contestó

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Joaquín—; no hace falta. Lo matasde miedo, sólo con que abras laboca.

—Vaya una manera de hablar—dijo Pilar—; tú, que eras antes unmuchacho tan educado. ¿Qué hacíastú antes del Movimiento, chico?

—Poca cosa —dijo Joaquín—.Tenía dieciséis años.

—Pero ¿qué hacías?—Algunos zapatos, de vez en

cuando.—¿Los fabricabas?—No, los lustraba.¡Qué va! —dijo Pilar—; eso no

es todo —y se quedó mirando la

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cara atezada del muchacho; suestampa garbosa, su mata de pelo ysu modo de andar—. ¿Por quéfracasaste?

—¿Fracasar en qué?—¿En qué? Sabes bien de qué

hablo. Te estás dejando crecer lacoleta.

—Creo que fue el miedo —dijoel muchacho.

—Tienes buena estampa —dijoPilar—; pero la estampa no valepara nada. Entonces fue el miedo,¿no? Sin embargo, estuviste muybien en lo del tren.

—Ya no tengo miedo ahora a

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los toros —dijo el chico—; aninguno. He visto toros peores ymás peligrosos. Seguro que no haytoro tan peligroso como unaametralladora. Pero si estuvieseahora en la plaza, no sé si seríadueño de mis piernas.

—Quería ser torero —explicóPilar a Robert Jordan—; pero teníamiedo.

—¿Te gustan a ti los toros,camarada dinamitero? —preguntóJoaquín, dejando ver al sonreír unadentadura blanquísima.

—Mucho —contestó Robert

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Jordan—. Muchísimo.—¿Has visto los toros de

Valladolid? —preguntó Joaquín.—Sí, en septiembre, en la feria.—Valladolid es mi pueblo —

dijo Joaquín—. ¡Y qué pueblo tanbonito! Pero ¡cuánto ha sufrido labuena gente de ese pueblo durantela guerra! —Luego se puso serio—.Fusilaron a mi padre, a mi madre, ami cuñada y, ahora, han fusilado ami hermana.

—¡Qué bárbaros! —dijo RobertJordan.

¡Cuántas veces había oído decireso! ¡Cuántas veces había visto a

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las gentes pronunciar aquellaspalabras con dificultad! ¡Cuántasveces había visto llenárseles delágrimas los ojos y oprimírseles lagarganta para decir con esfuerzo:Mi padre o mi madre o mi hermanoo mi hermana…! No podíaacordarse de cuántas veces loshabía oído mencionar a sus muertosde esa forma. Casi siemprehablaban las gentes como elmuchacho, de golpe y a propósitodel nombre de un pueblo; y siemprehabía que responder: ¡Québárbaros!

Hablaban solamente de las

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pérdidas; no contaban la formacómo había caído el padre, como lohabía hecho Pilar diciendo el modoen que habían muerto los fascistasen la historia que le contó al pie delarroyo. Se sabía todo lo más que elpadre había muerto en el patio ocontra alguna tapia o en algúncampo o en un huerto, o por lanoche, a la luz de los faros de uncamión y a un lado del camino. Seveían las luces del coche en lacarretera desde el monte y se oíanlos tiros, y luego se bajaba arecoger los cadáveres. No se veía

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fusilar a la madre ni a la hermana nial hermano; se oía. Se oían los tirosy después se encontraban loscadáveres.

Pero Pilar se lo había hecho veren las escenas ocurridas en aquelpueblo.

Si aquella mujer supieraescribir… Trataría de acordarse desu relato, y si tenía la suerte derecordarlo bien, podríatranscribirlo tal y como se lo habíareferido. ¡Dios, qué bien contabalas cosas aquella mujer! «Era mejorque Quevedo», pensó. Quevedo noha descrito nunca la muerte de

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ningún don Faustino como ella la hadescrito. «Querría escribir losuficientemente bien parareproducir esa historia», siguiópensando. «Lo que nosotros hemoshecho. No lo que nos han hecho losotros». De eso ya sabía él bastante.Sabía mucho de lo que pasabadetrás de las líneas. Pero había queconocer antes a las gentes. Hacíafalta saber lo que habían sido antesen su pueblo.

«A causa de nuestra movilidady porque nunca hemos sidoobligados a permanecer en el sitioen donde hacemos el trabajo para

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recibir el castigo, nunca sabemoscómo acaban las cosas en realidad—siguió pensando—. Está uno encasa de un campesino con sufamilia. Llega uno por la noche ycena uno con ellos. De día se ocultauno y a la noche siguiente uno semarcha. Hace uno su trabajo y seva. Si se vuelve a pasar por allí,uno se entera de que todos han sidofusilados. Tan sencillo como todoeso».

Pero cuando sucedían esascosas uno se había marchado. Lospartizans hacían el daño y se

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esfumaban. Los campesinos sequedaban y recibían el castigo.«Siempre he sabido lo que les pasóa los otros —pensó—. Lo que leshicimos nosotros al comienzo.Siempre lo he sabido y me hainspirado horror. He oído hablar deello con vergüenza y sin vergüenza,enorgulleciéndose de ello yhaciendo alarde, defendiéndolo,explicándolo y hasta negándolo.Pero esa condenada mujer me lo hahecho ver como si yo hubieseestado allí».

«Bueno —pensó—, eso formaparte de la educación de uno. Será

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toda una educación cuando estohaya concluido. Se aprende muchoen esta guerra, si se prestaatención». Él había aprendidomucho, desde luego. Había tenidosuerte pasando parte de los diezúltimos años en España antes de laguerra. Las gentes tienen confianzaen ti si hablas su lengua, sobretodo. Confían en ti si hablas bien sulengua, la lengua de todos los días ysi conoces las distintas regiones delpaís. El español no es leal, en finde cuentas, más que a su pueblo.España entra evidentemente enprimer lugar, luego su tribu,

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después su provincia, más tarde supueblo, luego su familia y,finalmente, su trabajo. Si hablasespañol se muestran predispuestosa favor tuyo; si se conoce suprovincia es mucho mejor; pero siconoces su pueblo y su trabajohabrás ido todo lo lejos que unextranjero puede ir. Jordan no sesentía nunca extranjero en España yellos no le trataban realmente comoextranjero; sólo lo hacían cuando serebelaban contra él.

Por supuesto que se volvían aveces contra él. Incluso lo hacían a

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menudo, pero eso era cosacorriente; lo hacían entre ellos. Nohabía sino juntar a tres y dos seunían en seguida contra uno y luego,los dos que quedaban, empezabanen seguida a traicionarsemutuamente. No es que sucedierasiempre, pero sí con la suficientefrecuencia como para tomar enconsideración un gran número decasos y sacar una consecuenciaapropiada.

No estaba bien pensar así; pero¿quién censuraba sus pensamientos?Nadie, salvo él mismo. No creíaque pensar en ello fuese

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derrotismo. Lo primero era ganar laguerra. Si no ganaban aquellaguerra, todo estaba perdido. Pero,entretanto, él observaba, escuchabay quería acordarse de todo. Estabasirviendo en una guerra y ponía ensu servicio una lealtad absoluta yuna actividad todo lo completa quele era posible mientras estabasirviendo. Pero su pensamiento lepertenecía a él, de la misma maneraque su capacidad de ver y de oír, ysi tenía luego que hacer algúnjuicio, tendría que echar mano detodo ello. Habría mucha materialuego para sacarle jugo. Ya había

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materia suficiente. A veces habíahasta demasiada.

«Mira a esa mujer —se dijo—.Pase lo que pase, si tengo tiempo,he de hacer que me cuente el restode esa historia. Mírala caminandojunto a esos dos chicos; no seríaposible hallar tres figurasespañolas más típicas. Ella escomo una montaña y el chico y lachica son como arbolitos jóvenes.Los árboles viejos son abatidos ylos jóvenes crecen derechos yhermosos, como esos. Y a pesar detodo lo que les ha pasado, parecen

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tan frescos, tan limpios, tan sinmancha como si nunca hubiesenoído hablar siquiera de ningunadesventura. Pero, según Pilar,María solamente ahora estáempezando a rehacerse. Ha debidode pasar por momentos terribles».

Se acordó del chico belga de la11 brigada que se había alistadocon otros cinco muchachos de supueblo. Era de un pueblo de unosdoscientos habitantes y el muchachono había salido nunca de su pueblo.La primera vez que Jordan vio alchico fue en el Estado Mayor de laBrigada de Hans y los otros cinco

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muchachos de su pueblo ya habíanmuerto y el muchacho estaba en tanmalas condiciones que leempleaban como ordenanza paraservir la mesa del Estado Mayor.Tenía una cara grande, redonda, deflamenco, y manazas enormes ytorpes de campesino; y llevaba losplatos con la misma pesadez ytorpeza que un caballo de tiro.Además, se pasaba el tiempollorando. Se pasaba el tiempollorando durante la comida.

Levantabas la cabeza y le veíasa punto de romper a llorar, lepedías vino y lloraba; le pasabas el

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plato para que te sirviera estofado ylloraba, volviendo la cabeza. Luegose callaba. Pero si volvías amirarle, las lágrimas volvían acorrerle por la cara. Entre plato yplato, lloraba en la cocina. Todo elmundo era muy cariñoso con él,pero no servía de nada. Había queenterarse, pensó Jordan, de si elmuchacho había mejorado y si eracapaz de nuevo de empuñar lasarmas.

María, por el momento, parecíaestar bastante recobrada. Al menos,así lo parecía. Pero él no era buen

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psiquiatra. La psiquiatra era Pilar.Probablemente fue bueno para ellosel haber pasado juntos la nocheanterior. Sí, a menos que noacabase todo de repente. Para él,por lo menos, fue bueno. Se sentíaen condiciones inmejorables, sano,bueno, despreocupado y feliz. Lascosas se presentaban bastante mal,pero había tenido mucha suerte.Había estado en otras que tambiénse presentaban mal. Presentarse…Estaba pensando en español. Maríaera realmente encantadora.

«Mírala —se dijo—. Mírala».La veía andar alegremente al

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sol, con su camisa caquidesabrochada. «Se movía como unpotrito, pensó. No tropiezas amenudo con cosas como esta. Estascosas no suceden en la vida real.Quizá no te hayan sucedidotampoco. Quizás estés soñando oinventándolas y en realidad nohayan sucedido. Quizá sean comoesos sueños que has tenido cuandohas ido al cine y te vas luego a lacama y sueñas de una manera tanbonita». Había dormido con todasellas así, mientras soñaba. Podíaacordarse aún de la Garbo y de laHarlow. Sí, la Harlow le visitaba

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muchas veces. Quizá todo aquellofuera como esos sueños.

Aún se acordaba de la noche enque la Garbo se le apareció en lacama, la víspera del ataque aPozoblanco; Greta llevaba unjersey de lana, muy suave al tacto, ycuando él la estrechó en sus brazos,ella se refugió en él y sus cabellosle rozaron suavemente la cara y lepreguntó por qué no le había dichoantes que la quería, siendo así queella le quería desde mucho tiempoatrás. No se mostró tímida nidistante ni fría. Se ofreció tan

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adorable y hermosa como en losviejos días en que andaba con JohnGilbert, y todo fue tan real como sirealmente hubiera sucedido; y laamó mucho más que a la Harlow,aunque la Garbo no se le presentómás que una vez, en tanto que laHarlow… Bueno, quizás estuvierasoñando todavía.

«Pero quizá no lo estuviera», sedijo. Quizá pudiera alargar la manoen aquellos momentos y tocar aaquella María. «Puede que lo que teocurra es que tengas miedo dehacerlo, no vaya a ocurrir quedescubras que no ha ocurrido

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nunca, que no es real, que todo espura imaginación, como esossueños de las artistas de cine ocomo la aparición de todas lasmuchachas de antes, que venían adormir en el saco por la nochesobre el santo suelo, sobre la pajade los graneros, en los establos, loscorrales y los cortijos; en losbosques, los garajes y loscamiones, así como en todas lasmontañas de España». Todasacudían a dormir bajo esa mantacuando él estaba durmiendo y todasparecían mucho más bonitas de loque eran en la vida real. Era

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posible que ahora le estuvieseocurriendo lo mismo. «Es posibleque tengas miedo de tocarla paracomprobar si es real —se dijo—.Es posible que si intentaras tocarladescubrieras que todo no es másque un sueño».

Dio un paso para cruzar al otrolado del sendero y puso su mano enel brazo de la muchacha. Bajo susdedos sintió la suavidad de su pieldebajo de la tela de la ajadacamisa. La chica le miró y sonrió.

—Hola, María —dijo.—Hola, inglés —contestó ella,

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y pudo ver su cara morena y susojos verdegrís y sus labios que lesonreían, y el cabello cortado,dorado por el sol. Levantó la cara yle sonrió mirándole a los ojos. Sí,era verdad.

Estaban ya a la vista delcampamento del Sordo, al final delpinar, en una garganta en forma depalangana volcada. «Todas estascuencas calizas tienen que estarllenas de cuevas —pensó—. Allímismo veo dos. Los pinos bajosque crecen entre las rocas, lasocultan bien. Este es un lugar tanbueno o mejor que el escondrijo de

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Pablo».—¿Y cómo fue el fusilamiento

de tu familia? —preguntó Pilar aJoaquín.

—Pues, nada, mujer —contestóJoaquín—; eran de izquierdas,como muchos otros de Valladolid.Cuando los fascistas depuraron elpueblo, fusilaron primero a mipadre. Había votado a lossocialistas. Luego fusilaron a mimadre; había votado también a lossocialistas. Era la primera vez quevotaba en su vida. Despuésfusilaron al marido de una de mishermanas. Era miembro del

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Sindicato de conductores detranvías. No podía conducir untranvía sin pertenecer al Sindicato,naturalmente. Pero no le importabala política. Yo le conocía bien. Era,incluso, un poco sinvergüenza. Nocreo que hubiera sido un buencamarada. Luego, el marido de laotra chica, de mi otra hermana, queera también tranviario, se fue almonte como yo. Ellos supusieronque mi hermana sabía dónde seescondía; pero mi hermana no losabía. Así es que la mataron porqueno quiso decir nada.

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—¡Qué barbaridad! —dijoPilar—. Pero ¿dónde está el Sordo?No le veo.

—Está ahí. Debe de estardentro —respondió Joaquín, y,deteniéndose y apoyando la culatadel fusil en el suelo, dijo—: Pilar,óyeme, y tú, María; perdonadme sios he molestado hablándoos de mifamilia. Ya sé que todo el mundotiene las mismas penas y que másvale no hablar de ello.

—Vale más hablar —dijo Pilar—. ¿Para qué se ha nacido, si no espara ayudarnos los unos a losotros? Y escuchar y no decir nada

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es una ayuda bien pobre.—Pero todo eso ha podido ser

molesto para María. Ya tienebastante con lo suyo.

—¡Qué va! —dijo María—.Tengo un cántaro tan grande quepuedes vaciar dentro tus penas sinllenarlo. Pero me duele lo que medices, Joaquín, y espero que tu otrahermana esté bien.

—Hasta ahora está bien —dijoJoaquín—. La han metido en lacárcel, pero parece que no lamaltratan mucho.

—¿Tienes otros parientes? —

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preguntó Robert Jordan.—No —dijo el muchacho—.

Yo no tengo a nadie más. Salvo elcuñado que se fue a los montes yque creo que ha muerto.

—Puede que esté bien —dijoMaría—. Quizás esté con algunabanda por las montañas.

—Para mí que está muerto —dijo Joaquín—. Nunca fue muyfuerte y era conductor de tranvías;no es una preparación muy buenapara el monte. No creo que hayapodido durar más de un año.Además, estaba un poco malo delpecho.

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—Puede ser que, a pesar detodo, esté muy bien —dijo María,pasando el brazo por las espaldasde Joaquín.

—Claro, chica; puede quetengas razón —dijo él.

Como el muchacho se habíaquedado allí parado, María seempinó, le pasó el brazo alrededordel cuello y le abrazó. Joaquínapartó la cabeza, porque estaballorando.

—Lo hago como si fueras mihermano —dijo María—. Teabrazo como si fueras mi hermano.

El muchacho aseveró con la

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cabeza, llorando, sin hacer ruido.—Yo soy como si fuera tu

hermana —le dijo María—. Tequiero mucho y es como si fuera detu familia. Todos somos unafamilia.

—Incluido el inglés —dijoPilar, con voz de trueno—; ¿no esasí, inglés?

—Sí —dijo Jordan,dirigiéndose al muchacho—; somostodos una familia, Joaquín.

—Este es tu hermano —dijoPilar—; ¿no es verdad, inglés?

Robert Jordan pasó el brazo por

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los hombros del muchacho.—Somos todos tus hermanos —

dijo. Joaquín aseveró con lacabeza.

—Me da vergüenza haberhablado —dijo—. Hablar desemejantes asuntos no hace más quedificultar las cosas a todo elmundo. Me da vergüenza haberosmolestado.

—Vete a la m… con tuvergüenza —dijo Pilar, con suhermosa voz profunda—. Y siMaría te besa otra vez, voy abesarte también yo. Hace años queno he besado a ningún torero,

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aunque sea un fracasado como tú.Me gustaría besar a un torerofracasado que se ha vueltocomunista. Sujétale bien, inglés,que voy a darle un beso como unacatedral.

—¡Deja! —dijo el chico, yvolvió la cabeza bruscamente—.Dejadme tranquilo. No me pasanada y siento haber hablado.

Estaba allí parado, tratando dedominar la expresión de su rostro.María cogió de la mano a RobertJordan. Pilar, parada en medio delcamino, puesta en jarras, miraba almuchacho con aire burlón.

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—Cuando yo te bese no serácomo una hermana. Vaya un trucoese de besarte como una hermana.

—No hay que dar tanta broma—dijo el muchacho—; ya os hedicho que no me pasa nada. Sientohaber hablado.

—Muy bien, entonces, vamos aver al viejo —dijo Pilar—. Tantasemociones me fatigan.

El chico la miró. A todas luceshabía sido herido por las palabrasde Pilar.

—No hablo de tus emociones—dijo Pilar—; hablo de las mías.

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Eres muy tierno para ser torero.—No tuve suerte —dijo

Joaquín—; pero no vale la penainsistir en ello.

—Entonces, ¿por qué te dejascrecer la coleta?

—¿Por qué no? Las corridasson muy útiles económicamente.Dan trabajo a muchos y el Estadova a dirigir ahora todo eso; y quizála próxima vez no tenga miedo.

—Quizá sí —dijo Pilar— yquizá no.

—¿Por qué le hablas con tantadureza? —preguntó María—. Yo tequiero mucho, Pilar, pero te portas

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como una verdadera bruta.—Es posible que sea un poco

bruta —dijo Pilar—. Escucha,inglés, ¿sabes bien lo que vas adecirle al Sordo?

—Sí.—Porque es hombre que habla

poco; no es como tú ni como yo nicomo esta parejita sentimental.

—¿Por qué hablas así? —preguntó de nuevo María, irritada.

—No lo sé —dijo Pilar,volviendo a caminar—. ¿Por quépiensas que lo hago?

—Tampoco lo sé.—Hay cosas que me aburren —

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dijo Pilar, de mal humor—.¿Comprendes? Y una de ellas estener cuarenta y ocho años. ¿Lo hasentendido? Cuarenta y ocho años yuna cara tan fea como la mía. Y otraes ver el pánico en la cara de untorero fracasado, de tendenciascomunistas, cuando digo en son debroma que voy a besarle.

—No es verdad, Pilar —dijo elmuchacho—. No has visto eso.

—¿Qué va a ser verdad? Claroque no. Y a la mierda todos. ¡Ah,aquí está! Hola, Santiago. ¿Qué tal?

El hombre al que hablaba Pilar

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era un tipo de baja estatura, fuerte,de cara tostada, pómulos anchos,cabello gris, ojos muy separados yde un color pardo amarillento, narizde puente, afilada como la de unindio, boca grande y delgada con unlabio superior muy largo. Iba reciénafeitado y se acercó a ellos desdela entrada de la cueva moviéndoseágilmente con sus arqueadaspiernas, que hacían juego con supantalón, sus polainas y sus botasde pastor. El día era caluroso, perollevaba un chaquetón de cueroforrado de piel de cordero,abrochado hasta el cuello. Tendió a

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Pilar una mano grande, morena:—Hola, mujer —dijo—. Hola

—dijo a Robert Jordan, le estrechóla mano, mirándole atentamente a lacara. Robert Jordan vio que losojos del hombre eran amarillos,como los de los gatos, y aplastadoscomo los de los reptiles—. ¡Guapa!—dijo a María, dándole ungolpecito en el hombro—. ¿Habéiscomido? —preguntó a Pilar.

Pilar negó con la cabeza.—¿Comer? —dijo, mirando a

Robert Jordan—. ¿Beber? —preguntó, haciendo un ademán conel pulgar hacia abajo, como si

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estuviera vertiendo algo de unabotella.

—Sí, muchas gracias —contestó Jordan.

—Bien —dijo el Sordo—.¿Whisky?

—¿Tiene usted whisky?El Sordo afirmó con la cabeza.—¿Inglés? —preguntó—. ¿No

ruso?—Americano.—Pocos americanos aquí —

dijo.—Ahora habrá más.—Mejor. ¿Norte o Sur?

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—Norte.—Como inglés. ¿Cuándo saltar

puente?—¿Está usted enterado de lo

del puente?El Sordo dijo que sí con la

cabeza.—Pasado mañana, por la

mañana.—Bien —dijo el Sordo.—¿Pablo? —preguntó a Pilar.Ella meneó la cabeza. El Sordo

sonrió.—Vete —dijo a María, y

volvió a sonreír—. Vuelve luego.—Sacó de su chaqueta un gran

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reloj, pendiente de una correa—.Dentro de una media hora.

Les hizo señas para que sesentaran en un tronco pulido, queservía de banco, y, mirando aJoaquín, extendió el índice hacia elsendero en la dirección en quehabían venido.

—Bajaré con Joaquín y volveréluego —dijo María.

El Sordo entró en la cueva ysalió con un frasco de whisky y tresvasos; el frasco, debajo del brazo,los vasos en una mano, un dedo encada vaso. En la otra mano llevaba

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una cántara llena de agua, cogidapor el cuello. Dejó los vasos y elfrasco sobre el tronco del árbol ypuso la cántara en el suelo.

—No hielo —dijo a RobertJordan, y le pasó el frasco.

—Yo no quiero de eso —dijoPilar, tapando su vaso con la mano.

—Hielo, noche última, porsuelo —dijo el viejo, y sonrió—.Todo derretido. Hielo, allá arriba—añadió, y señaló la nieve que seveía sobre la cima desnuda de lamontaña—. Muy lejos.

Robert Jordan empezó a llenarel vaso del Sordo; pero el viejo

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movió la cabeza y le indicó porseñas que tenía que servirse élprimero.

Robert Jordan se sirvió un buentrago de whisky; el Sordo lemiraba, muy atento, y, terminada laoperación, tendió la cántara de aguaa Robert Jordan, que la inclinósuavemente, dejando que el aguafría se deslizara por el pico debarro cocido de la cántara.

El Sordo se sirvió medio vaso yacabó de llenarlo con agua.

—¿Vino? —preguntó a Pilar.—No; agua.—Toma —dijo—. No bueno —

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dijo a Robert Jordan, y sonrió—.Yo conocido muchos ingleses.Siempre mucho whisky.

—¿Dónde?—Finca —dijo el Sordo—;

amigos dueño.—¿Dónde consiguió usted este

whisky?—¿Qué? —No oía.—Tienes que gritarle —dijo

Pilar—. Por la otra oreja.El Sordo señaló su mejor oreja,

sonriendo.—¿Dónde encuentra usted este

whisky? —preguntó Robert Jordan.

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—Lo hago yo —dijo el Sordo,y vio cómo se detenía la mano quellevaba el vaso que Robert Jordanencaminaba a su boca.

—No —dijo el Sordo, dándolegolpecitos cariñosos en la espalda—. Broma. Viene Granja. Dichoayer noche dinamitero inglés viene.Bueno. Muy contento. Buscarwhisky. Para ti. ¿Te gusta?

—Mucho —dijo Robert Jordan—; es un whisky muy bueno.

—¿Contento? —El Sordosonrió—. Traje esta noche coninformaciones.

—¿Qué informaciones?

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—Movimiento de tropas.Mucho.

—¿Dónde?—Segovia. Aviones. ¿Has

visto?—Sí.—Malo, ¿eh?—Malo.—Movimiento de tropas.

Mucho. Entre Villacastín y Segovia.En la carretera de Valladolid.Mucho entre Villacastín y SanRafael. Mucho. Mucho.

—¿Qué es lo que usted piensa?—Preparamos alguna cosa.

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—Es posible.—Ellos saben. Ellos también

preparan.—Es posible.—¿Por qué no saltar puente esta

noche?—Órdenes.—¿De quién?—Cuartel General.—¡Ah!—¿Es importante el momento

en que hay que volar el puente? —preguntó Pilar.

—No hay nada tan importante.—Pero ¿y si traen tropas?—Enviaré a Anselmo con un

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informe de todos los movimientos yconcentraciones. Está vigilando lacarretera.

—¿Tienes alguien en lacarretera? —preguntó el Sordo.

Robert Jordan no sabía lo queel hombre había oído o no. No sesabe jamás con un sordo.

—Sí —dijo.—Yo también. ¿Por qué no

volar puente ahora?—Tengo otras órdenes.—No me gusta —dijo el Sordo

—. No me gusta.—A mí tampoco —dijo Robert

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Jordan.El Sordo movió la cabeza y se

bebió un trago de whisky.—¿Quieres algo de mí?—¿Cuántos hombres tiene

usted?—Ocho.—Hay que cortar el teléfono,

atacar el puesto de la casilla delpeón caminero, tomarle yreplegarse al puente.

—Es fácil.—Todo se dará por escrito.—No vale la pena. ¿Y Pablo?—Cortará el teléfono abajo;

atacará el puesto del molino, lo

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tomará y se replegará sobre elpuente.

—¿Y después, para la retirada?—preguntó Pilar—. Somos sietehombres, dos mujeres y cincocaballos. ¿Te das cuenta? —gritóen la oreja del Sordo.

—Ocho hombres y cuatrocaballos. Faltan caballos —dijo elviejo—. Faltan caballos.

—Diecisiete personas y nuevecaballos —dijo Pilar—. Sin contarlos bultos.

El Sordo no dijo nada.—¿No hay manera de tener más

caballos? —preguntó Robert

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Jordan.—En guerra, un año —dijo el

Sordo—, cuatro caballos —yenseñó los cuatro dedos de la mano—. Tú quieres ocho para mañana.

—Así es —dijo Robert—.Sabiendo que se van ustedes deaquí, no necesitan ser tancuidadosos como lo han sido porestos alrededores. No es necesariopor ahora ser tan cuidadosos. ¿Nopodrían hacer una salida y robarocho caballos?

—Tal vez —dijo el Sordo—.Quizá sí. Tal vez más.

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—¿Tienen ustedes un fusilautomático? —preguntó RobertJordan.

El Sordo asintió con la cabeza.—¿Dónde?—Arriba, en el monte.—¿Qué clase?—No sé el nombre. De platos.—¿Cuántos platos?—Cinco platos.—¿Sabe alguien utilizarlo?—Yo, un poco. No tiro

demasiado. No quiero hacer ruidopor aquí. No valer la pena gastarcartuchos.

—Luego iré a verlo —dijo

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Robert Jordan—. ¿Tienen ustedesgranadas de mano?

—Muchas.—¿Y cuántos cartuchos por

fusil?—Muchos.—¿Cuántos?—Ciento cincuenta. Más quizá.—¿Qué hay de otras gentes?—¿Para qué?—Contar con fuerzas

suficientes para tomar los puestos ycubrir el puente mientras lo vuelo.Necesitaríamos el doble de los quetenemos.

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—Tomaremos puestos; no tepreocupes. ¿A qué hora del día?

—Con luz del día.—No importa.—Necesitaré por lo menos

veinte hombres más —dijo RobertJordan.

—No hay buenos. ¿Quieres losque no son de confianza?

—No. ¿Cuántos buenos hay?—Quizá cuatro.—¿Por qué tan pocos?—No hay confianza.—¿Servirían para guardar los

caballos?—Mucha confianza para

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guardar los caballos.—Me harían falta diez hombres

buenos, por lo menos, si pudieraencontrarlos.

—Cuatro.—Anselmo me ha dicho que

había más de ciento por estasmontañas.

—No buenos.—Usted ha dicho treinta —dijo

Robert Jordan a Pilar—. Treintaseguros hasta cierto grado.

—¿Y las gentes de Elías? —gritó Pilar. El Sordo negó con lacabeza.

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—No buenos.—¿No puede usted encontrar

diez? —preguntó Jordan. El Sordole miró con ojos planos yamarillentos y negó con la cabeza.

—Cuatro —dijo, y volvió amostrar los cuatro dedos de lamano.

—¿Los de usted son buenos? —preguntó Jordan, lamentando enseguida el haber dicho estaspalabras.

El Sordo afirmó con la cabeza.—Dentro de la gravedad —

dijo. Sonrió—. Será duro, ¿eh?—Es posible.

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—No importa —dijo el Sordo,sencillamente, sin alardear—.Valen más cuatro hombres buenosque muchos malos. En esta guerra,siempre muchos malos; pocosbuenos. Cada día menos buenos. ¿YPablo? —Y miró a Pilar.

—Ya sabes —exclamó Pilar—.Cada día peor.

El Sordo se encogió dehombros.

—Bebe —dijo a Robert Jordan—. Llevaré los míos y cuatro más.Con eso tienes doce. Esta noche,hablar todo esto. Tengo sesenta

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palos de dinamita. ¿Los quieres?—¿De qué porcentaje son?—No lo sé; dinamita ordinaria.

Los llevaré.—Haremos saltar el puentecillo

de arriba con ellos —dijo RobertJordan—; es una buena idea.¿Vendrá usted esta noche?Tráigalos; ¿quiere? No tengoórdenes sobre eso, pero tiene queser volado.

—Iré esta noche. Luego, cazarcaballos.

—¿Hay alguna probabilidad deencontrarlos?

—Quizás. Ahora, a comer.

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«Me pregunto si habla así atodo el mundo —pensó RobertJordan—. O bien cree que es asícomo hay que hacerse entender deun extranjero».

—¿Y adónde iremos cuandoacabe todo esto? —vociferó Pilaren la oreja del Sordo.

El Sordo se encogió dehombros.

—Habrá que organizar todo eso—dijo la mujer.

—Claro —dijo el Sordo—.¿Cómo no?

—La cosa se presenta bastantemal —dijo Pilar—. Habrá que

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organizarlo muy bien.—Sí, mujer —dijo el Sordo—.

¿Qué es lo que te preocupa?—Todo —gritó Pilar.El Sordo sonrió.—Has estado demasiado

tiempo con Pablo —dijo.«De manera que sólo habla ese

español zarrapastroso con losextranjeros —se dijo Jordan—.Bueno, me gusta oírle hablar bien».

—¿Adónde crees quedeberíamos ir? —preguntó Pilar.

—¿Adonde?—Sí.

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—Hay muchos sitios —dijo elSordo—. Muchos sitios. ¿ConocesGredos?

—Hay mucha gente por allí.Todos aquellos lugares seránbarridos en cuanto ellos tengantiempo.

—Sí. Pero es una región grandey agreste.

—Será difícil llegar hasta allí—dijo Pilar.

—Todo es difícil —dijo elSordo—; se puede ir a Gredos o acualquier otro lugar. Viajando denoche. Aquí esto se ha puesto muypeligroso. Es un milagro que

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hayamos podido estar tanto tiempo.Gredos es más seguro que esto.

—¿Sabes adónde querría yo ir?—preguntó Pilar.

—¿Adonde? ¿A la Paramera?Eso no vale nada.

—No —dijo Pilar—. No quieroir a la Sierra de la Paramera.Quiero ir a la República.

—Muy bien.—¿Vendrían tus gentes?—Sí, si les digo que vengan.—Los míos no sé si vendrían

—dijo Pilar—. Pablo no querrávenir; sin embargo, allí estaría más

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seguro. Es demasiado viejo paraque le alisten como soldado, amenos que llamen otras quintas. Elgitano no querrá venir. Los otros nolo sé.

—Como no pasa nada por aquídesde hace tiempo, no se dan cuentadel peligro —dijo el Sordo.

—Con los aviones de hoy veránlas cosas más claras —dijo RobertJordan—; pero creo que podríanoperar ustedes muy bien partiendode Gredos.

—¿Qué? —preguntó el Sordo, yle miró con ojos planos. No habíacordialidad en la manera de hacer

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la pregunta.—Podrían hacer ustedes

incursiones con más éxito desdeallí —dijo Robert Jordan.

—¡Ah! —exclamó el Sordo—.¿Conoces Gredos?

—Sí. Se puede operar desdeallí contra la línea principal delferrocarril. Se la puede cortarcontinuamente, como hacemosnosotros más al sur, enExtremadura. Operar desde allísería mejor que volver a laRepública —dijo Robert Jordan—.Serían ustedes más útiles allí.

Los dos, mientras le

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escuchaban, se habían vueltohoscos. El Sordo miró a Pilar yPilar miró al Sordo.

—¿Conoces Gredos? —preguntó el Sordo—. ¿Lo conocesbien?

—Sí —dijo Robert Jordan.—¿Adónde irías tú?—Por encima de El Barco de

Ávila; aquello es mejor que esto.Se pueden hacer incursiones contrala carretera principal y la víaférrea, entre Béjar y Plasencia.

—Muy difícil —dijo el Sordo.—Nosotros hemos trabajado

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cortando la línea del ferrocarril enregiones mucho más peligrosas, enExtremadura —dijo Robert Jordan.

—¿Quiénes son nosotros?—El grupo de guerrilleros de

Extremadura.—¿Sois muchos?—Como unos cuarenta.—¿Y ese de los nervios malos

y el nombre raro? ¿Venía de allí?—preguntó Pilar.

—Sí.—¿En dónde está ahora?—Murió; ya se lo dije.—¿Tú vienes también de allí?—Sí.

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—¿Te das cuenta de lo quequiero decirte? —preguntó Pilar.

«Vaya, he cometido un error —pensó Robert Jordan—. He dicho aestos españoles que nosotrospodíamos hacer algo mejor queellos, cuando la norma pide que nohables nunca de tus propias hazañaso habilidades. Cuando debierahaberlos adulado, les he dicho loque tenían que hacer ellos, y ahoraestán furiosos. Bueno, ya se lespasará o no se les pasará. Seríanciertamente más útiles en Gredosque aquí. La prueba es que aquí nohan hecho nada después de lo del

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tren, que organizó Kashkin. Y nofue tampoco nada extraordinario.Les costó a los fascistas unalocomotora y algunos hombres;pero hablan de ello como si fueraun hecho importante de la guerra.Quizás acaben por sentir vergüenzay marcharse a Gredos. Sí, peroquizá también me larguen a mí deaquí. En cualquier caso, no es unaperspectiva demasiado halagüeñala que tengo ahora delante de mí».

—Oye, inglés —le dijo Pilar—.¿Cómo van tus nervios?

—Muy bien —contestó Jordan

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—; perfectamente.—Te lo pregunto porque el

último dinamitero que nos enviaronpara trabajar con nosotros, aunqueera un técnico formidable, era muynervioso.

—Hay algunos que sonnerviosos —dijo Robert Jordan.

—No digo que fuese uncobarde, porque se comportó muybien —siguió Pilar—; pero hablabade una manera extraña y pomposa—levantó la voz—. ¿No es verdad,Santiago, que el último dinamitero,el del tren, era un poco raro?

—Algo raro —confirmó el

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Sordo, y sus ojos se fijaron en elrostro de Jordan de una manera quele recordaron el tubo de escape deun aspirador de polvo—. Sí, algoraro, pero bueno.

—Murió —dijo Robert Jordanal Sordo—. Ha muerto.

—¿Cómo fue eso? —preguntóel Sordo, dirigiendo su miradadesde los ojos de Robert Jordan asus labios.

—Le maté yo —dijo RobertJordan—. Estaba herido demasiadogravemente para viajar, y le maté.

—Hablaba siempre de verse enese caso —dijo Pilar—; era su

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obsesión.—Sí —dijo Robert Jordan—;

hablaba siempre de eso y era suobsesión.

—¿Cómo fue? —preguntó elSordo—. ¿Fue en un tren?

—Fue al volver de un tren —dijo Robert Jordan—. Lo del trensalió bien. Pero al volver, en laoscuridad, nos tropezamos con unapatrulla fascista y cuandocorríamos fue herido en lo alto porla espalda, sin que ninguna vértebrafuese dañada; solamente elomóplato. Anduvo algún tiempo,

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pero, por su herida, se vio forzadoa detenerse. No quería quedarsedetrás, y le maté.

—Menos mal —dijo el Sordo.—¿Estás seguro de que tus

nervios se encuentran en perfectascondiciones? —preguntó Pilar aRobert Jordan.

—Sí —contestó él—; estoyseguro de que mis nervios están enbuenas condiciones y me pareceque cuando terminemos con lo delpuente harían ustedes bien yéndosea Gredos.

No había acabado de decir estocuando la mujer comenzó a soltar

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un torrente de obscenidades, que learrollaron, cayendo sobre él comoel agua caliente blanca ypulverizada que salta en larepentina erupción de un geiser.

El Sordo movió la cabezamirando a Jordan con una sonrisade felicidad. Siguió moviendo lacabeza, lleno de satisfacciónmientras Pilar continuaba arrojandopalabrota tras palabrota y RobertJordan comprendió que todo iba denuevo muy bien. Por fin Pilar acabóde maldecir, cogió la cántara delagua, bebió y dijo más calmada:

—Así es que cállate la boca

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sobre lo que tengamos que hacerdespués; ¿te has enterado, inglés?Tú vuélvete a la República, llévatea esa buena pieza contigo y déjanosa nosotros aquí para decidir en quéparte de estas montañas vamos amorir.

—A vivir —dijo el Sordo—.Cálmate, Pilar.

—A vivir y a morir —dijoPilar—. Ya puedo ver claramentecómo va a terminar esto. Me caesbien, inglés; pero en lo que serefiere a lo que tenemos que hacercuando haya concluido tu asunto,

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cierra el pico, ¿entiendes?—Eso es asunto tuyo —dijo

Robert Jordan, tuteándola derepente—. Yo no tengo que meter lamano en ello.

—Pues sí que la metes —dijoPilar—. Así es que llévate a tuputilla rapada y vete a laRepública; pero no des con lapuerta en las narices a los que noson extranjeros ni a los quetrabajaban ya por la Repúblicacuando tú estabas todavíamamando.

María, que iba subiendo por elsendero mientras hablaban, oyó las

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últimas frases que Pilar, alzando denuevo la voz, decía a gritos aRobert Jordan. La muchacha movióla cabeza mirando a su amigo yagitó un dedo en señal de negación.Pilar vio a Robert Jordan mirar a lamuchacha y sonreírle. Entonces sevolvió y dijo:

—Sí, he dicho puta, y lomantengo, y supongo que vosotrosos iréis juntos a Valencia y quenosotros podemos ir a Gredos acomer cagarrutas de cabras.

—Soy una puta, si esto teagrada —dijo María—; tiene queser así, además, si tú lo dices. Pero

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cálmate. ¿Qué es lo que te pasa?—Nada —contestó Pilar, y

volvió a sentarse en el banco; suvoz se había calmado, perdiendo elacento metálico que le daba larabia—. No es que te llame eso;pero tengo tantas ganas de ir a laRepública…

—Podemos ir todos —dijoMaría.

—¿Por qué no? —preguntóRobert Jordan—. Puesto que no tegusta Gredos… El Sordo le hizo unguiño.

—Ya veremos —dijo Pilar, y

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su cólera se había desvanecidoenteramente—. Dame un vaso deesa porquería. Me he quedadoronca de rabia. Ya veremos. Yaveremos qué es lo que pasa.

—Ya ves, camarada —explicóel Sordo—; lo que hace las cosasdifíciles es la mañana. —Ya nohablaba en aquel españolzarrapastroso ex profeso paraextranjeros y miraba a RobertJordan a los ojos seria ycalmosamente, sin inquietud nidesconfianza, ni con aquella ligerasuperioridad de veterano con que lehabía tratado antes—. Comprendo

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lo que necesitas. Sé que loscentinelas deben ser exterminados yel puente cubierto mientras haces tutrabajo. Todo eso lo comprendoperfectamente. Y es fácil de hacerantes del día o de madrugada.

—Sí —contestó Robert Jordan—. Vete un momento, ¿quieres? —dijo a María, sin mirarla.

La muchacha se alejó unospasos, lo bastante como para no oír,y se sentó en el suelo con laspiernas cruzadas.

—Ya ves —dijo el Sordo—. Ladificultad no está en eso. Perolargarse después y salir de esta

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región con luz del día es unproblema grave.

—Naturalmente —dijo RobertJordan—, y he pensado en ello.Pero también será pleno día paramí.

—Pero tú estás solo —dijo elSordo—; nosotros somos varios.

—Habría la posibilidad devolver a los campamentos y salirpor la noche —dijo Pilar,llevándose el vaso a los labios yapartándolo después sin llegar abeber.

—Eso es también muy

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peligroso —explicó el Sordo—.Eso es quizá más peligroso todavía.

—Creo que lo es, en efecto —dijo Robert Jordan.

—Volar el puente por la nochesería fácil —dijo el Sordo—; perosi pones la condición de que sea enpleno día, puede acarrearnosgraves consecuencias.

—Ya lo sé.—¿No podrías hacerlo por la

noche?—Sí, pero me fusilarían.—Es muy posible que nos

fusilen a todos si tú lo haces enpleno día.

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—A mí me daría lo mismo, entanto en cuanto volase el puente —explicó Robert Jordan—; pero mehago cargo de su punto de vista.¿No pueden llevar ustedes a cabouna retirada en pleno día?

—Sí que podemos hacerlo —dijo el Sordo—. Podemosorganizar esa retirada. Pero lo queestoy explicándote es por quéestamos inquietos y por qué noshemos enfadado. Tú hablas de ir aGredos como si fuera una maniobramilitar. Si llegáramos a Gredos,sería un milagro.

Robert Jordan no dijo nada.

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—Oye —dijo el Sordo—; estoyhablando mucho. Pero es el únicomodo de entenderse los unos a losotros. Nosotros estamos aquí demilagro. Por un milagro de lapereza y de la estupidez de losfascistas, que tratarán de remediar asu debido tiempo. Desde luego,tenemos mucho cuidado yprocuramos no hacer ruido porestos montes.

—Ya lo sé.—Pero ahora, una vez hecho

eso, tendremos que irnos. Tenemosque pensar en la manera de

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marcharnos.—Naturalmente.—Bueno —concluyó el Sordo

—, vamos a comer. Ya he habladobastante.

—Nunca te he oído hablar tanto—dijo Pilar—. ¿Ha sido esto? —ylevantó el vaso.

—No —dijo el Sordo, negandocon la cabeza—. No ha sido elwhisky. Ha sido porque nunca tuvetantas cosas de que hablar comohoy.

—Le agradezco su ayuda y sulealtad —dijo Robert Jordan—; medoy cuenta de las dificultades que

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origino exigiendo que el puente seavolado en ese momento.

—No hablemos de eso —dijoel Sordo—. Estamos aquí parahacer lo que se pueda. Pero la cosaes peliaguda.

—Sobre el papel, sin embargo,es muy sencilla —dijo RobertJordan sonriendo—. Sobre elpapel, el puente tiene que saltar enel momento en que comience elataque, de modo que no puedallegar nada por la carretera. Es muysencillo.

—Que nos hagan hacer algunacosa sobre el papel —dijo el Sordo

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—, que inventen y realicen algosobre el papel.

—El papel no sangra —dijoRobert Jordan, citando elproverbio.

—Pero es muy útil —dijo Pilar—; es muy útil. Lo que me gustaríaa mí valerme de tus órdenes para iral retrete.

—A mí, también —dijo RobertJordan—; pero no es así como segana una guerra.

—No —dijo la mujerona—;supongo que no. Pero ¿sabes lo queme gustaría?

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—Ir a la República —contestóel Sordo. Había acercado su orejasana a la mujer mientras hablaba—.Ya irás, mujer. Deja que ganemosla guerra y todo será la República.

—Muy bien —contestó Pilar—;y ahora, por el amor de Dios,comamos.

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Capítulo XII

DESPUÉS DE HABER COMIDO salierondel refugio del Sordo y comenzarona descender por la senda. El Sordolos acompañó hasta el puesto demás abajo.

—Salud —dijo—. Hasta lanoche.

—Salud, camarada —dijoRobert Jordan, y los tres siguieronbajando por el camino mientras elviejo, parado, los seguía con lamirada. María se volvió y agitó lamano. El Sordo agitó la suya,

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haciendo con el brazo ese ademánrápido que al estilo español quiereser un saludo, aunque más bienparece la manera de arrojar unapiedra a lo lejos; algo así como sien lugar de saludar se quisierazanjar de golpe un asunto. Durantela comida el Sordo no se habíadesabrochado su chaqueta de pielde cordero y se había comportadocon una cortesía exquisita, teniendocuidado de volver la cabeza paraescuchar cuando se le hablaba, yvolviendo a utilizar aquel españolentrecortado para preguntar aRobert Jordan sobre la situación de

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la República cortésmente; peroestaba claro que deseaba verselibre de ellos cuanto antes.

Al marcharse, Pilar le habíadicho:

—¿Qué te pasa, Santiago?—Nada, mujer —había

respondido el Sordo—. Todo estámuy bien; pero estoy pensando.

—Yo también —había dichoPilar.

Y ahora que seguían bajandopor el sendero, bajada fácil yagradable por entre los pinos, porla misma pendiente que habían

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subido con tanto esfuerzo unashoras antes, Pilar mantenía la bocacerrada. Robert Jordan y Maríacallaban también, de manera queanduvieron rápidamente hasta ellugar en que la senda descendía degolpe, saliendo del valle arboladopara adentrarse luego en el monte yalcanzar por fin el prado de lameseta.

Hacía calor aquella tarde de finde mayo, y a mitad de camino de laúltima grada rocosa, la mujer sedetuvo. Robert Jordan la imitó y alvolverse vio el sudor perlar lafrente de Pilar. Su moreno rostro se

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le antojó pálido, la piel floja y vioque grandes ojeras negras sedibujaban bajo sus ojos.

—Descansemos un rato —dijo—; vamos demasiado de prisa.

—No —dijo ella—,continuemos.

—Descansa, Pilar —dijo María—; tienes mala cara.

—Cállate —dijo la mujer—;nadie te ha pedido tu opinión.

Empezó a subir rápidamentepor el sendero, pero llegó al finalsin alientos y no cabía ya dudasobre la palidez de su rostrosudoroso.

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—Siéntate, Pilar —dijo María—; te lo ruego; siéntate, por favor.

—Está bien —dijo Pilar.Se sentaron los tres debajo de

un pino y miraron por encima de lapradera las cimas que parecíansurgir de entre las curvas de losvalles cubiertos de una nieve quebrillaba al sol hermosamente enaquel comienzo de la tarde.

—¡Qué condenada nieve y québonita es de mirar! —dijo Pilar—.Hace pensar en no sé qué la nieve.—Se volvió hacia María y dijo—:Siento mucho haber sido tan brusca

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contigo, guapa. No sé qué me pasahoy. Estoy de malas.

—No hago caso de lo que dicescuando estás enfadada —contestóMaría—, y estás enfadada conmucha frecuencia.

—No, esto es peor que unenfado —dijo Pilar, mirando hacialas cumbres.

—No te encuentras bien —dijoMaría.

—No es tampoco eso —dijo lamujer—. Ven aquí, guapa, pon lacabeza en mi regazo.

María se acercó a ella, puso losbrazos debajo como se hace cuando

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se duerme sin almohada y apoyó lacabeza en el regazo de Pilar. Luegovolvió la cara hacia ella y lesonrió, pero la mujerona mirabapor encima de las praderas hacialas montañas. Se puso a acariciar lacabeza de la muchacha sin mirarla,siguiendo con dedos suaves lafrente, luego el contorno de la orejay luego la línea de los cabellos quecrecían bajo la nuca.

—La tendrás dentro de unmomento, inglés —dijo. Robertestaba sentado detrás de ella.

—No hables así —dijo María.—Sí, te tendrá —dijo Pilar, sin

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mirar ni a uno ni a otro—. No te hedeseado nunca, pero estoy celosa.

—Pilar —dijo María—, nohables de esa manera.

—Te tendrá —dijo Pilar, ypasó su dedo alrededor del lóbulode la oreja de la muchacha—; perome siento muy celosa.

—Pero, Pilar —dijo María—,si fuiste tú quien me dijo que nohabría nada de eso entre nosotras.

—Siempre hay cosas de eseestilo —dijo la mujer—; siemprehay algo que no tenía que haber.Pero conmigo no habrá nada. Yo

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quiero que seas feliz, y nada más.María no respondió y siguió

tumbada, intentando hacer que sucabeza fuese lo más ligera posible.

—Escucha, guapa —dijo Pilar,pasando un dedo negligente, peroceñido, por el contorno de lasmejillas—. Escucha, guapa, yo tequiero y me parece bien que él tetenga; no soy una viciosa, soy unamujer de hombres. Así es. Peroahora tengo ganas de decirte a vozen grito que te quiero.

—Y yo también te quiero.—¡Qué va!, no digas tonterías.

No sabes siquiera de lo que hablo.

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—Sí, sí que lo sé.—¡Qué va! ¡Qué vas a saber!

Tú eres para el inglés. Eso estáclaro y así tiene que ser. Y es loque yo quiero. No hubierapermitido otra cosa. No soy unapervertida, pero digo las cosascomo son. No hay mucha gente quediga la verdad; ninguna mujer te ladirá. Yo sí me siento celosa lo digobien claro.

—No lo digas —replicó María—; no lo digas, Pilar.

—¿Por qué no lo digas? —preguntó la mujer, sin mirarla—; lodiré hasta que se me vayan las

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ganas de decirlo. Y en este mismomomento —dijo, sin mirar aninguno de los dos— se me hanacabado. No voy a decirlo más;¿entiendes?

—Pilar —dijo María—, nohables así.

—Tú eres una gatita muy mona—dijo Pilar— y quítame esacabeza del regazo. Se ha pasado elmomento de las tonterías.

—No eran tonterías —dijoMaría—, y mi cabeza está biendonde está.

—No, quítamela —dijo Pilar.

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Pasó sus grandes manos por debajode la cabeza de la joven y lalevantó—. Y tú, inglés —preguntó,sosteniendo aún la cabeza de lamuchacha y mirandoinsistentemente a lo lejos, hacia lasmontañas, como había hecho todoel tiempo—, ¿se te ha comido lalengua el gato?

—No fue el gato —contestóRobert Jordan.

—¿Qué animal fue? —preguntóPilar depositando la cabeza de lamuchacha en el suelo.

—No fue un animal —dijoRobert Jordan.

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—¿Te la has tragado entonces?—Así es —dijo Robert Jordan.—¿Y estaba buena? —preguntó

Pilar, volviéndose hacia él ysonriéndole.

—No mucho.—Ya me lo figuraba yo. Ya me

lo figuraba. Pero voy a devolverte atu conejito. No he tratado nunca dequitártelo. Ese nombre le sientabien, conejito. Te he oído llamarlaasí esta mañana.

Robert Jordan sintió que seruborizaba.

—Es usted muy dura para sermujer —le dijo.

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—No —dijo Pilar—; soy tansencilla que parezco muycomplicada. ¿Tú no erescomplicado, inglés?

—No, ni tampoco tan sencillo.—Me gustas, inglés —dijo

Pilar. Luego sonrió, se inclinóhacia delante, y volvió a sonreír,moviendo la cabeza—. ¿Y si yoquisiera quitarte la gatita o quitarlea la gatita su gatito?

—No podrías hacerlo.—Claro que no —dijo Pilar,

sonriendo de nuevo—. Ni tampocolo quiero. Aunque cuando era joven

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podía haberlo hecho.—Lo creo.—¿Lo crees?—Sin ninguna duda —dijo

Robert Jordan—; pero esta clase deconversación es una tontería.

—No es propia de ti —dijoMaría.

—No es propia de mí —dijoPilar—; pero es que hoy no meparezco mucho a mí misma. Meparezco muy poco. Tu puente me hadado dolor de cabeza, inglés.

—Podemos llamarle el puentedel dolor de cabeza —dijo RobertJordan—; pero yo le haré caer en

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esa garganta como si fuera una jaulade grillos.

—Bien —contestó Pilar—.Sigue hablando así.

—Me lo voy a merendar comosi fuera un plátano sin cáscara.

—Me gustaría comerme unplátano ahora —dijo Pilar—.Continúa, inglés. Anda, siguehablando así.

—No vale la pena —dijoRobert Jordan—. Vámonos alcampamento.

—Tu deber —dijo Pilar—. Yallegará, hombre. Pero antes voy adejaros solos.

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—No, tengo mucho que hacer.—Eso vale la pena también y

no se requiere mucho tiempo.—Cállate, Pilar —dijo María

—. Eres muy grosera.—Soy muy grosera —dijo Pilar

—; pero soy también muy delicada.Soy muy delicada. Ahora voy adejaros solos. Y todo eso de loscelos es una tontería. Estaba furiosacontra Joaquín porque vi en susojos lo fea que soy. Estoy celosaporque tienes diecinueve años; esoes todo. Pero no son celos queduran. No tendrás siempre

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diecinueve años. Y ahora me iré.Se levantó y, apoyándose una

mano en la cadera, se quedómirando a Robert Jordan, que sehabía puesto también de pie. Maríacontinuaba sentada en el suelo,debajo de un árbol, con la cabezabaja.

—Volvamos al campamentotodos juntos —dijo Robert Jordan—. Será mejor; hay mucho quehacer.

Pilar señaló con la barbilla aMaría, que continuaba sentada conla cabeza baja, sin decir nada.Luego sonrió, se encogió

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visiblemente de hombros ypreguntó:

—¿Sabéis el camino?—Sí —respondió María, sin

levantar la cabeza.—Pues me voy —dijo Pilar—;

me voy. Tendremos listo algúnreconstituyente para agregarlo a lacena, inglés.

Comenzó a andar por la praderahacia las malezas que bordeaban elarroyo que corría hasta elcampamento.

—Espera —le gritó Jordan—.Es mejor que volvamos todosjuntos.

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María continuaba sentada sindecir palabra.

Pilar no se volvió.—¡Qué va! ¡Volver todos

juntos! —dijo—. Os veré luego.Robert Jordan permanecía de

pie, inmóvil.—¿Crees que se encuentra

bien? —preguntó a María—. Teníamala cara.

—Déjala —dijo María, quecontinuaba con la cabeza gacha.

—Creo que deberíaacompañarla.

—Déjala —dijo María—.

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Déjala.

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Capítulo XIII

CAMINANDO POR LA ALTA PRADERA

Robert Jordan sentía el roce de lamaleza contra sus piernas; sentía elpeso de la pistola sobre la cadera;sentía el sol sobre su cabeza; sentíaa su espalda la frescura de la brisaque soplaba de las cumbresnevadas; sentía en su mano la manofirme y fuerte de la muchacha y susdedos entrelazados. De aquellamano, de la palma de aquella manoapoyada contra la suya, de susdedos entrelazados y de la muñeca

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que rozaba su muñeca, de aquellamano, de aquellos dedos y deaquella muñeca emanaba algo tanfresco como el soplo que os llegadel mar por la mañana, ese soploque apenas riza la superficie deplata; y algo tan ligero como lapluma que os roza los labios o lahoja que cae al suelo en el aireinmóvil. Algo tan ligero que sólopodía notarse con el roce de losdedos, pero tan fortificante, tanintenso y tan amoroso en la formade apretar de los dedos y en laproximidad estrecha de la palma yde la muñeca, como si una corriente

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ascendiera por su brazo y le llenasetodo el cuerpo con el penoso vacíodel deseo. El sol brillaba en loscabellos de la muchacha, doradoscomo el trigo, en su cara bruñida ymorena y en la suave curva de sucuello, y Jordan le echó la cabezahacia atrás, la estrechó entre susbrazos y la besó. Al besarla lasintió temblar, y acercando todo sucuerpo al de ella, sintió contra supropio pecho, a través de sucamisa, la presión de sus senospequeños y redondos; alargó lamano, desabrochó los botones de su

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camisa, se inclinó sobre lamuchacha y la besó. Ella se quedótemblando, con la cabeza echadahacia atrás, sostenida apenas por elbrazo de él. Luego bajó la barbillay rozó con ella los cabellos deRobert Jordan, y cogió la cabeza deél entre sus manos como paraacunarla. Entonces él se irguió y,rodeándola con ambos brazos, laabrazó con tanta fuerza, que lalevantó del suelo mientras sentía eltemblor que le recorría todo elcuerpo. Ella apoyó los labios en elcuello de él y Jordan la dejó caersuavemente mientras decía:

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—María. María. —Luego dijo—: ¿Adónde podríamos ir?

Ella no respondió. Deslizó sumano por entre su camisa y Jordanvio que le desabrochaba losbotones.

—Yo también. Quiero besarteyo también —dijo ella.

—No, conejito mío.—Sí, quiero hacerlo todo como

tú.—No; no es posible.—Bueno, entonces, entonces…Y hubo entonces el olor de la

jara aplastada y la aspereza de lostallos quebrados debajo de la

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cabeza de María, y el sol brillandoen sus ojos entornados. Toda suvida recordaría él la curva de sucuello, con la cabeza hundida entrelas hierbas, y sus labios, queapenas se movían, y el temblor desus pestañas, con los ojos cerradosal sol y al mundo. Y para ella todofue rojo naranja, rojo dorado, conel sol que le daba en los ojos; ytodo, la plenitud, la posesión, laentrega, se tiñó de ese color conuna intensidad cegadora. Para él fueun sendero oscuro que no llevaba aninguna parte, y seguía avanzando

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sin llevar a ninguna parte, y seguíaavanzando más sin llevar a ningunaparte, hacia un sin fin, hacia unanada sin fin, con los codoshundidos en la tierra, hacia laoscuridad sin fin, hacia la nada sinfin, suspendido en el tiempo,avanzando sin saber hacia dónde,una y otra vez, hacia la nadasiempre, para volver otra vez anacer, hacia la nada, hacia laoscuridad, avanzando siempre hastamás allá de lo soportable yascendiendo hacia arriba, hacia loalto, cada vez más alto, hacia lanada. Hasta que, de repente, la nada

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desapareció y el tiempo se quedóinmóvil, se encontraron los dos allí,suspendidos en el tiempo, y sintióque la tierra se movía y se alejababajo ellos.

Un momento después seencontró tumbado de lado, con lacabeza hundida entre las hierbas.Respiró a fondo el olor de lasraíces, de la tierra y del sol que lellegaba a través de ellas y lequemaba la espalda desnuda y lascaderas, y vio a la muchachatendida frente a él, con los ojos aúncerrados, y al abrirlos, le sonrió; yél, como en un susurro y como si

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llegara de muy lejos, aunque de unalejanía amistosa, le dijo:

—Hola, conejito.Ella sonrió y desde muy cerca

le dijo:—Hola, inglés.—No soy inglés —dijo él

perezosamente.—Sí —dijo ella—, lo eres.

Eres mi inglés. —Se inclinó sobreél, le cogió de las orejas y le besóen la frente—. Ahí tienes. ¿Qué tal?¿Beso ahora mejor?

Luego, mientras caminaban alborde del arroyo, Jordan le dijo:

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—María, te quiero tanto y erestan adorable, tan maravillosa y tanbuena, y me siento tan dichosocuando estoy contigo, que me entranganas de morirme.

—Sí —dijo ella—; yo memuero cada vez… ¿Tú te muerestambién?

—Casi me muero, aunque nodel todo. ¿Notaste cómo se movíala tierra?

—Sí, en el momento en que memoría. Pásame el brazo por elhombro, ¿quieres?

—No, dame la mano. Eso basta.La contempló un rato y luego

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miró al prado, en donde un halcónestaba cazando, y miró las enormesnubes de la tarde, que venían de lasmontañas.

—¿Y no sientes lo mismo conlas otras? —le preguntó María,mientras iban caminando con lasmanos enlazadas.

—No; de veras que no.—¿Has querido a muchas más?—He querido a algunas. Pero a

ninguna como a ti.—¿Y no era como esto? ¿De

veras que no?—Era una cosa agradable, pero

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sin comparación.—Se movía la tierra. ¿Lo

habías notado otras veces?—No; de veras que no.—¡Ay! —exclamó ella—. Y

sólo tenemos un día.Jordan no dijo nada.—Pero lo hemos tenido —

insistió María—. Y ahora, dime¿me quieres de verdad? ¿Te gusto?Cuando pase algún tiempo seré másbonita.

—Eres muy bonita ahora.—No —dijo ella—. Pero

ponme la mano sobre la cabeza.Jordan lo hizo como se lo pedía

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y sintió que la cabellera corta sehundía bajo sus dedos con suavidady volvía a levantarse en cuantodejaba de acariciarla. Entonces lecogió la cabeza con las dos manos,le hizo volver la cara hacia él y labesó.

—Me gusta que me beses —dijo ella—; pero yo no sé besarte.

—No tienes que hacerlo.—Sí, tengo que hacerlo. Si voy

a ser tu mujer, tengo que procurardarte gusto en todo.

—Me das ya gusto en todo.Nadie podría procurarme un placermayor y no sé qué tendría que hacer

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yo para ser más feliz de lo que soy.—Pues ya verás —dijo ella,

rebosante de felicidad—. Te gustaahora mi pelo porque hay poco;pero cuando crezca y sea largo, noseré fea, como ahora, y me querrásmucho más.

—Tienes un cuerpo muy bonito—dijo él—; el cuerpo más lindodel mundo.

—No, lo que pasa es que soyjoven.

—No; en un cuerpo hermosohay una magia especial. No sé loque hace la diferencia entre uno y

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otro cuerpo, pero tú lo tienes.—Lo tengo para ti —dijo ella.—No.—Sí. Para ti siempre, y sólo

para ti. Pero eso no es nada;quisiera aprender a cuidarte bien.Dime la verdad; ¿no habías notadoque la tierra se moviese antes deahora?

—Nunca —dijo él consinceridad.

—Bueno, entonces me sientofeliz —dijo ella— me siento muyfeliz. Pero ¿estás pensando en otracosa? —le preguntó María acontinuación.

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—Sí, en mi trabajo.—Me gustaría que tuviésemos

caballos —dijo María—; megustaría ir en un caballo y galoparcontigo, y galopar cada vez más deprisa. Iríamos cada vez más deprisa, pero nunca llegaríamos másallá de mi felicidad.

—Podríamos llevar tu felicidaden avión —dijo Jordan, sin saber loque decía.

—Y subir, subir hacia lo alto,como esos aviones pequeñitos decaza que brillan al sol —dijo ella—. Hacer una cabriola y luegocaer. ¡Qué bueno! —exclamó,

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riendo—. Como sería tan dichosa,no lo notaría.

—Eso sí que es felicidad —dijo él, oyendo a medias lo quedecía ella.

Porque en aquellos momentosya no estaba allí. Seguía caminandoal lado de la muchacha, pero sumente estaba ocupada con elproblema del puente, que ahora sele ofrecía con toda claridad, nitidezy precisión, como cuando la lentede una cámara está bien enfocada.Vio los dos puestos, y a Anselmo yal gitano vigilándolos. La carretera

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vacía, y después llena demovimiento. Vio en dónde tenía quecolocar los dos rifles automáticospara conseguir el mejor campo detiro y se preguntó quién habría deservirlos. Al final, lo haría él,desde luego; pero al principio¿quién? Colocó las cargasagrupándolas y sujetándolas bien yhundió en ellas los cartuchos,conectando los alambres; volvióluego al lugar en que habíadispuesto la vieja caja delfulminante. Después siguiópensando en todas las cosas quepodían ocurrir y en las que podían

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salir mal. «Basta —se dijo—. Dejade pensar en esas cosas. Has hechoel amor a esa muchacha, y ahoraque tienes la mente despejada tepones a buscarte cavilaciones. Unacosa es pensar en lo que tienes quehacer y otra preocuparteinútilmente. No te preocupes. Nodebes hacerlo. Sabes perfectamentelo que tendrás que hacer y lo quepuede ocurrir. Por supuesto, haycosas que pueden ocurrir. Cuandote metiste en este asunto, sabíascuál era el objeto de tu lucha.Luchabas precisamente contra loque ahora te ves obligado a hacer

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para contar con algunaprobabilidad de triunfo. Te vesforzado a utilizar a personas queestimas, como si fueran tropas porlas que no sintieras ningún afecto,si es que quieres tener éxito. Pabloha sido indudablemente el máslisto. Vio en seguida el peligro. Lamujer estaba enteramente a favordel asunto y lo sigue estando, peropoco a poco se ha ido dando cuentade lo que implicaba realmente y esola ha cambiado mucho. El Sordovio el peligro inmediatamente, peroestá resuelto a llevarlo a cabo,

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aunque el asunto no le gusta más delo que te gusta a ti. De manera quedices que no es lo que puedasucederte a ti, sino lo que puedasucederles a la mujer y a lamuchacha y a los otros lo que tepreocupa. Está bien. ¿Qué es lo queles hubiera sucedido de no haberaparecido tú? ¿Qué es lo que lessucedió antes de que tú vinieras?Es mejor no pensar en ello. Tú noeres responsable de ellos salvo enla acción. Las órdenes no emanande ti. Emanan de Golz. ¿Y quién esGolz? Un buen general. El mejor delos generales bajo cuyas órdenes

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hayas servido nunca. Pero ¿debeejecutar un hombre órdenesimposibles sabiendo a quéconducen? ¿Incluso aunqueprovengan de Golz, que representaal partido al mismo tiempo que alejército?». Sí, debía ejecutarlas,porque era solamente ejecutándolascomo podía probarse suimposibilidad. ¿Cómo saber queeran imposibles mientras no sehubiesen ensayado? Si todos seponían a decir que las órdenes eranimposibles de cumplir cuando serecibían, ¿adonde irían a parar?¿Adónde iríamos a parar todos, si

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se contentasen con decir«imposible» en el momento derecibir las órdenes?

Ya conocía él jefes paraquienes eran imposibles todas lasórdenes. Por ejemplo, aquel cerdode Gómez, en Extremadura. Yahabía visto bastantes ataques en quelos flancos no avanzaban porqueavanzar era imposible. No, élejecutaría las órdenes, y si llegabaa tomar cariño a la gente con la quetrabajaba, mala suerte.

Con su trabajo, ellos, lospartizans, los guerrilleros,

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concitaban peligro y mala suerte alas gentes que les prestaban abrigoy ayuda. ¿Para qué? Para que algúndía no hubiese más peligros y elpaís pudiera ser un lugar agradablepara vivir. Así era, aunque la cosapudiese parecer muy trillada.

Si la República perdiese,resultaría imposible para los quecreían en ella vivir en España.

¿Estaba seguro de ello?Sí, lo sabía por las cosas que

había visto que habían sucedido enlos lugares en donde habían estadolos fascistas.

Pablo era un cerdo, pero los

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otros eran gentes extraordinarias y¿no sería traicionarlas el forzarlas ahacer ese trabajo? Quizá lo fuera.Pero si no lo hacían, dosescuadrones de caballería losarrojarían de aquellas montañas alcabo de una semana.

No, no se ganaba nadadejándolos tranquilos. Salvo que sedebía dejar tranquilo a todo elmundo y no molestar a nadie. Demanera, se dijo, que él creía queera menester dejar a todo el mundotranquilo. Sí, lo pensaba así. Pero¿qué sería entonces de la sociedadorganizada y de todo lo demás?

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Bueno, eso era un trabajo quetenían que hacer los otros. Él teníaque hacer otras cosas, por sucuenta, cuando acabase la guerra.Si luchaba en aquella guerra eraporque había comenzado en un paísque él amaba y porque creía en laRepública y porque si la Repúblicaera destruida, la vida seríaimposible para todos los que creíanen ella. Se había puesto bajo elmando comunista mientras durase laguerra. En España eran loscomunistas quienes ofrecían lamejor disciplina, la más razonable

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y la más sana para la prosecuciónde la guerra. Él aceptaba sudisciplina mientras durase la guerraporque en la dirección de la guerralos comunistas eran los únicos cuyoprograma y cuya disciplina leinspiraban respeto.

Pero ¿cuáles eran sus opinionespolíticas? Por el momento, no lastenía. «No se lo digas a nadie —pensó—. No lo admitas siquiera.¿Y qué vas a hacer cuando se acabeesta guerra? Me volveré a casapara ganarme la vida enseñandoespañol, como lo hacía antes, yescribiré un libro absolutamente

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verídico. Apuesto algo a que loescribiré. Apuesto algo a que noserá difícil escribirlo».

Convendría que hablara depolítica con Pablo. Seríainteresante sin duda conocer suevolución. El clásico movimientode izquierda a derecha,probablemente; como el viejoLerroux. Pablo se parecía mucho aLerroux. Prieto era de la mismacalaña. Pablo y Prieto tenían una fe,semejante poco más o menos, en lavictoria final. Los dos tenían unapolítica de cuatreros. Él creía en laRepública como una forma de

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Gobierno; pero la Repúblicatendría que sacudirse a aquellabanda de cuatreros que la habíanllevado al callejón sin salida enque se encontraba cuando larebelión había comenzado. ¿Hubojamás un pueblo como este, cuyosdirigentes hubieran sido hasta esepunto sus propios enemigos?

Enemigos del pueblo. He ahíuna expresión que podía él pasarmuy bien por alto, una frase tópicaque convenía sacudirse. Todo elloera el resultado de haber dormidocon María. Sus ideas políticas se

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iban convirtiendo desde hacía algúntiempo en algo tan estrecho einconformista como las de unbaptista de caparazón duro, yexpresiones como enemigos delpueblo le acudían a la memoria sinque se tomase la pena deexaminarlas. Toda clase de clisésrevolucionarios y patrióticos. Sumente los adoptaba sin criticarlos.Quizá fueran auténticos, pero sehabituaba demasiado fácilmente atales expresiones. Sin embargo,después de la última noche y de laconversación con el Sordo, tenía elespíritu más claro y más dispuesto

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para examinar aquel asunto. Elfanatismo era una cosa extraña.Para ser fanático hay que estarabsolutamente seguro de tener larazón y nada infunde esa seguridad,ese convencimiento de tener larazón como la continencia. Lacontinencia es el enemigo de laherejía.

¿Resistiría la premisa unexamen? Esa era la razón por la quelos comunistas perseguían tanto alos bohemios. Cuando uno seemborracha o comete pecado defornicación o de adulterio,descubre uno su propia falibilidad

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hasta en ese sustituto tan mudabledel credo de los apóstoles: la líneadel partido. Abajo con la bohemia,el pecado de Mayakovski.

Pero Mayakovski era ya unsanto. Porque había muerto y estabaenterrado convenientemente. «Tútambién vas a estar apañado uno deestos días. Bueno, basta, basta depensar en esto. Piensa en María».

María hacía mucho daño a sufanatismo. Hasta ahora no habíaella dañado a su capacidad deresolución, pero notaba queprefería por el momento no morir.

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Renunciaría con gusto a un final dehéroe o de mártir. No aspiraba a lasTermópilas ni deseaba ser elHoracio de ningún puente ni elmuchachito holandés con el dedo enel agujero del dique. No. Lehubiera gustado pasar algún tiempocon María. Y esa era la expresiónmás sencilla de todos sus deseos.Le hubiera gustado pasar algúntiempo, mucho tiempo con María.

No creía nunca que hubiera unacosa como mucho tiempo, pero, sipor casualidad la había, le gustaríapasarlo con ella. «Podríamos ir aun hotel y registrarnos como el

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doctor Livingstone y su mujer. ¿Porqué no?».

Pero ¿por qué no casarse conella? Naturalmente, se casaría.«Entonces seríamos el señor y laseñora Jordan de Sun Valley(Idaho). O de Corpus Christi(Texas), o de Butte (Montana)».

«Las españolas son estupendasesposas. Lo sé porque no he tenidonunca ninguna. Y cuando vuelva ami puesto de la Universidad haráuna mujer de profesor excelente, ycuando los estudiantes de cuartocurso de castellano vengan por lanoche a fumar una pipa y a discutir

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de manera libre e instructiva sobreQuevedo, Lope de Vega, Galdós yotros muertos admirables, Maríapodrá contarles cómo algunoscruzados de la verdadera fe,vestidos de camisa azul, se sentaronsobre su cabeza, mientras otros leretorcían los brazos, y lelevantaban la falda para asíamordazarla».

«Me pregunto cómo caeráMaría en Missoula (Montana).Suponiendo que encuentre algúntrabajo en Missoula. Calculo que aestas alturas estoy fichado como

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rojo y que van a ponerme en la listanegra. Aunque, a decir verdad,tampoco puedo asegurarlo. Nopuede asegurarse nada. No tienenpruebas de lo que he hecho aquí y,por lo demás, sí lo contase, no locreerían nunca. Mi pasaporte eraválido para España antes de queentraran en vigor las nuevasrestricciones. En todo caso, nopodría volver antes del otoño del37. Salí en el verano del 36 y lospermisos, aunque son oficialmentede un año, no hacen necesaria lapresentación antes del comienzo delcurso siguiente. Queda aún mucho

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tiempo hasta el comienzo del cursode otoño. Queda todavía muchotiempo de aquí a mañana,mirándolo bien. No. No creo quehaya que preocuparse por lo de laUniversidad. Será bastante con quellegue para el otoño, y todo irábien. Trataré sencillamente depresentarme en ese momento».

Pero ¡qué vida tan rara era laque llevaba desde hacía algúntiempo! Vaya si lo era. Españahabía sido su diversión y su temade trabajo desde hacía mucho.Luego era natural y lógico que seencontrara en España. «Has

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trabajado varios veranos en elservicio forestal y haciendocarreteras. Allí aprendiste amanejar la pólvora de manera quelas demoliciones son también untrabajo natural y lógico para ti.Aunque siempre hayas tenido quellevarlo a cabo con un poco deprecipitación. Pero ha sido un buentrabajo». Una vez que se haaceptado la idea de la destruccióncomo un problema que hay queresolver, ya no hay más que elproblema. Las destrucciones, esosí, aparecen acompañadas de

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detalles que las hacen poco gratas,aunque Dios sabe que se tomanestos detalles a la ligera. Siemprehabía un esfuerzo constante porprovocar las condiciones mejorescon la mira en los asesinatos quedeben acompañar a lasdestrucciones. Pero ¿acaso laspalabras ampulosas hacían posiblela defensa de tales asesinatos?¿Hacían más agradable la matanza?«Te has acostumbrado confacilidad a todo ello, si quieres quete dé mi opinión —se dijo—. Ypara lo que vas a servir cuandodejes el servicio de la República,

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se me antoja extremadamenteproblemático. Pero me imagino quete desembarazarás de todos estosrecuerdos, poniéndolos sobre elpapel. Puedes escribir un hermosolibro, si eres capaz de hacerlo.Mucho mejor que el anterior. Pero,entretanto, la vida se reduce a hoy,esta noche, mañana, y asíindefinidamente. Esperémoslo.Harías mejor aceptando lo que eltiempo te depara y dando lasgracias. ¿Y si lo del puente salemal? Por ahora no parece marchardemasiado bien. Pero María te haconvenido. ¿No es así? Oh, claro

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que sí. Quizá sea esto todo lo quepueda pedirle a la vida. Puede quesea eso mi vida, y que en vez dedurar setenta años no dure más quesetenta horas. O quizá setenta y dos,si contamos los tres días. Meparece que tiene que haber laposibilidad de vivir toda una vidaen setenta horas lo mismo que ensetenta años, con la condición deque sea una vida plena hasta elinstante en que comiencen lassetenta horas y que se haya llegadoya a cierta edad».

«¡Qué tontería! —se dijo—,

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¡qué tonterías se te ocurren! Esrealmente estúpido. Aunque quizáno sea tan estúpido, después detodo. Bueno, ya veremos. La últimavez que dormí con una chica fue enMadrid. No, en El Escorial. Medesperté a medianoche creyendoque la persona en cuestión era otra,y me sentí loco de alegría hasta elmomento en que reconocí mi error.En suma, en aquella ocasión no hicemás que reavivar las cenizas. Pero,aparte de eso, aquella noche notuve nada de desagradable. La vezanterior fue en Madrid. Y aparteciertas mentiras y pretensiones,

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mientras la cosa estuvo en marcha,el asunto fue, más o menos, elmismo. Por lo tanto, no soy uncampeón romántico de la mujerespañola y, por lo demás,cualquiera que sea el país en queme encuentre, una aventuraamorosa, la he considerado siemprecomo una aventura. Pero quiero detal forma a María que cuando estoycon ella me siento literalmentemorir. Y no creí nunca que mepudiera pasar tal cosa. Así es quepuedes cambiar tu vida de setentaaños por setenta horas, y me quedaal menos el consuelo de saber que

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es así. Si no hay nada por muchotiempo ni por el resto de nuestravida ni de ahora en adelante, sinoque sólo existe el ahora, entonces,bendigamos el momento presenteporque me siento muy feliz en él».

Ahora, maintenant, now, heute.Ahora es una palabra curiosa paraexpresar todo un mundo y toda unavida. Esta noche, ce soir, to-night,heute abend. Life y wife, vie yMarie. No, eso no rimaba. Habíatambién now y frau, pero esotampoco probaba nada. Porejemplo se podía tomar dead, mort,

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muerto, y todt. Todt era, de lascuatro palabras, la que mejorexpresaba la idea de la muerte.War, guerre , guerra, y krieg. Kriegera la que más se parecía a guerra.¿No era así? ¿O era solamente queconocía peor el alemán que lasotras lenguas? Chérie, sweet-heart,prenda y schatz. Todas esaspalabras podía cambiarlas porMaría. María, ¡qué hermosonombre!

Bueno, pronto iban a versetodos metidos hasta el cuello y noiba a pasar mucho tiempo. Lo delpuente, en realidad, se presentaba

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cada vez peor. Era una operaciónque no podía salir inmune con luzdel día. Las posiciones peligrosastienen que ser abandonadas por lanoche. Al menos se intenta aguantarhasta la noche. Todo marcha bien sise puede aguardar hasta la nochepara replegarse. Pero si la cosaempezaba a ponerse mal con luz deldía… Sería absolutamenteimposible resistir.

Y aquel condenado del Sordo,que había abandonado su españolzarrapastroso para explicarleaquello con todos los pormenores,como si él no hubiese estado

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pensando en todo sin cesar desdeque Golz le habló del asunto. Comosi no hubiese vivido con lasensación de tener una bola a mediodigerir en el estómago desde lanoche anterior a la antevíspera.«Vaya un asunto. Está uno toda suvida creyendo que semejantesaventuras significan algo y a lapostre resulta que no significannada. No había tenido nunca nadade lo que tenía ahora. Uno cree quees algo que no va a comenzarjamás. Y de repente, en medio deun asunto piojoso como esa

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coordinación de dos bandas deguerrillas de mala muerte, paravolar un puente en condicionesimposibles, con objeto de hacerabortar una contraofensiva queprobablemente había empezado ya,se encuentra uno con una mujercomo María. Claro, siempre ocurreasí. Acabas por dar con ellodemasiado tarde; eso es todo. Yluego, una mujer como aquella Pilarte mete literalmente a la muchachaen tu cama, y ¿qué es lo que pasa?Sí, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué pasa?Dime qué pasa, haz el favor. Sí,dímelo. Pues eso es lo que pasa.

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Eso es justamente lo que pasa. Note engañes a ti mismo cuandopiensas que Pilar ha empujado aesta muchacha a tu saco de dormir,y trates de negarlo todo y deestropearlo todo. Estabas perdidodesde el momento en que viste aMaría, En cuanto ella abrió la bocay te habló, quedaste flechado, y losabes. Y ya que te ha llegado lo quenunca creíste que te podría llegar,porque no creías que existiera, nohay motivos para que trates denegarlo, ya que sabes que es unacosa real y que está contigo desdeel instante en que ella salió de la

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cueva, llevando la cacerola dehierro. Te flechó entonces, y losabes, de manera que ¿por quémentir? Te sentiste extrañointeriormente cada vez que lamirabas y cada vez que ella temiraba a ti. Entonces ¿por qué noreconocerlo? Bueno, está bien; loreconozco. En cuanto a Pilar, que tela ha puesto en los brazos, todo loque ha hecho ha sido conducirsecomo una mujer inteligente. Hastaentonces había cuidado muy bien dela muchacha, y por eso viorápidamente, en el momento en que

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la chica volvió a entrar en la cuevacon la comida, lo que habíasucedido.

»Lo único que hizo ella fuefacilitar las cosas. Hizo las cosasmás fáciles para que sucediera loque sucedió anoche y esta tarde. Lacondenada es mucho más civilizadaque tú, conoce el valor del tiempo.Sí —se dijo—, creo que debimosadmitir que tiene una idea muyclara del valor del tiempo. Aceptóla derrota porque no quería queotros perdiesen lo que ella tuvo queperder. Después de eso, la idea dereconocer que lo había perdido

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todo resultó demasiado dura deencajar. Y sabiendo todo eso,afrontó la situación allá arriba, enel monte, y sospecho que nosotrosno hemos hecho nada porque lascosas fueran más fáciles para ella.Bueno eso es lo que pasa y lo quete ha pasado, y harías muy bien enreconocerlo, y ya no tendrás dosnoches enteras para pasarlas conella. No tendrás una vida pordelante ni una vida en común nitodo eso que la gente consideranormal que se tenga; no tendrásnada de eso. Una noche, que ya hapasado un momento, esta tarde, y

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una noche que está por venir; quequizá llegue. Eso es todo, señor.

»No tendrás nada de eso, nifelicidad, ni placer, ni niños, nicasa, ni cuarto de baño, ni pijamalimpio, ni periódico por la mañana,ni despertarse juntos, ni despertar ysaber que ella está allí y que uno noestá solo. No. Nada de eso. Pero yaque es eso todo lo que la vida nosconcede, entre todas las cosas queuno hubiese querido tener, ¿por quéno había de ser posible pasarsiquiera una noche en una buenacama, con sábanas limpias?

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»Pero pides lo imposible. Pidesla misma imposibilidad. Por lotanto, si quieres a esa muchacha,como dices, lo mejor que puedeshacer es quererla mucho y ganar enintensidad lo que pierdes enduración y continuidad. ¿Locomprendes? En otros tiempos, lagente consagraba a esto toda unavida. Y ahora que tú lo hasencontrado, si tienes dos nochespara ello, te pones a preguntarte dedónde te viene tanta suerte. Dosnoches. Dos noches para querer,honrar y estimar. Para lo mejor ypara lo peor. En la enfermedad y en

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la muerte. No, no es así: en laenfermedad y en la salud. Hasta quela muerte nos separe. Dos noches.Es más de lo que podía esperarse.Más de lo que podía esperarse, ydeja ahora de pensar en esas cosas.Deja de pensar ahora mismo. No esbueno. No hagas nada que no seabueno para ti. Y esto no es bueno,con seguridad».

Era de eso de lo que Golzhablaba. Cuanto más tiempopasaba, más inteligente le parecíaGolz. De modo que era a eso a loque se refería cuando hablaba de la

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compensación de un servicioirregular. Golz había conocido todoaquello. ¿Y era la precipitación, lafalta de tiempo y las circunstanciasespacialísimas lo que provocabatodo aquello? ¿Era algo que lesucedía a todo el mundo encircunstancias parecidas? ¿Y creíaél que era algo especial porque lesucedía a él? Golz había dormidoacá y allá, precipitadamente,cuando mandaba la caballeríairregular del Ejército Rojo, y lacombinación de aquellascircunstancias y todo lo demás, ¿lehizo encontrar en las mujeres todo

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lo que encontraba él en María?Probablemente Golz conocía

todo aquello también y deseabahacerle notar que era preciso vivirtoda una vida en las dos noches quea uno se le dan para vivir; cuandose vive como vivimos ahora hayque concentrar todas las cosas quetenían que haber sido en el cortoespacio de tiempo de que unopuede disponer.

Como teoría, era buena. Pero nopensaba que María hubiera sidohecha por las circunstancias. Amenos, claro, que no fuera unareacción de las condiciones de vida

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en que ella tuvo que vivir como leestaba sucediendo a él. Yciertamente, las circunstancias enque él había tenido que vivir nofueron buenas. No, nada buenas.

Pues bien, si las cosas eran así,sencillamente, eran así como eran.Pero no había ley que le obligase adecir que le gustaba la cosa.

«Nunca hubiera creído quepodía sentir lo que he sentido —pensó—. Ni que pudiera ocurrirmeesto. Querría que me durase toda lavida. Ya lo tendrás, dijo su otro yo.Ya lo tendrás. Lo tienes ahora, y

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ese ahora es toda tu vida. No existenada más que el momento presente.No existen ni el ayer ni el mañana.¿A qué edad tienes que llegar parapoder comprenderlo? No cuentasmás que con dos días. Bueno, dosdías es toda tu vida, y todo lo quepase estará en proporción. Esa es lamanera de vivir toda una vida endos días. Y si dejas de lamentarte yde pedir lo imposible, será unavida buena. Una vida buena no semide con edades bíblicas. Demanera que no te inquietes; aceptalo que se te da, haz tu trabajo ytendrás una larga vida muy dichosa.

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¿Acaso no ha sido dichosa tu vidaen estos últimos tiempos? Entonces,¿de qué te quejas? Eso es lo queocurre en esta clase de trabajos».

Y la idea le gustó mucho. No estanto por lo que se aprende sino porla gente que uno se encuentra. Y alllegar a este punto se sintiócontento porque era otra vez capazde bromear, y volvió a acordarsede la muchacha.

—Te quiero, conejito —dijo ala chica—. ¿Qué era lo que decías?

—Decía —contestó ella— queno tienes que preocuparte de tutrabajo, porque yo no quiero

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molestarte ni estorbarte. Si puedohacer algo, me lo dices.

—No hay nada que hacer. Esuna cosa muy sencilla.

—Pilar me enseñará todo loque tengo que hacer para cuidar aun hombre, y eso será lo que yohaga —dijo María—; y mientrasvaya aprendiendo, encontraré otrascosas yo sola que pueda hacer y túme dirás lo demás.

—No hay nada que hacer.—¡Sí, hombre! Claro que hay

cosas que hacer. Tu saco de dormirpor ejemplo hubiera debido

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sacudirlo esta mañana y airearlo,colgándolo al sol en alguna parte, yluego, antes que caiga el rocío,ponerlo a resguardo.

—Sigue, conejito.—Tus calcetines habría que

lavarlos y tenderlos a secar. Meocuparé de que tengas siempre dospares.

—¿Qué más?—Si me enseñas cómo tengo

que hacerlo, limpiaré y engrasaré tupistola.

—Dame un beso —dijo RobertJordan.

—No, estoy hablando en serio.

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¿Me enseñarás a limpiar tu pistola?Pilar tiene trapos y aceite. Y hayuna baqueta en la cueva que creoque irá bien.

—Desde luego que te enseñaré.—Y además, puedes enseñarme

a disparar, y así cualquiera de losdos puede matar al otro ysuicidarse después, si uno de losdos cae herido y no queremos quenos hagan prisioneros.

—Muy interesante —dijoRobert Jordan—; ¿tienes muchasideas de ese estilo?

—No muchas —dijo María—,pero esta es una buena idea. Pilar

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me ha dado esto y me ha dichocómo utilizarlo. —Abrió el bolsillode pecho de la camisa y sacó unestuche de cuero como los de lospeines de bolsillo; luego quitó unagoma que lo cerraba por amboslados y sacó una cuchilla de afeitar—. Llevo siempre esto conmigo.Pilar dice que hay que cortar poraquí, debajo de la oreja y seguirhasta aquí —dijo. Mostró latrayectoria con el dedo—. Dice queaquí hay una gran arteria y que,apoyando bien la hoja, no se puedefallar. Dice también que no hace

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daño y que basta con apretar fuertedetrás de la oreja y tirar para abajo.Dice que no es nada, pero que nohay nada que hacer una vez que secorta.

—Es verdad —dijo RobertJordan—. Esa es la carótida.

«De manera —pensó— quelleva eso siempre encima como unacontingencia prevista y aceptada».

—A mí me gustaría más que mematases tú —dijo María—.Prométeme que si llega la ocasiónme matarás.

—Claro que sí —dijo RobertJordan—; te lo prometo.

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—Muchas gracias —dijo María—. Ya sé que no es fácil.

—No importa —dijo RobertJordan.

«Te olvidas de todas esascosas; te olvidas de las bellezas dela guerra civil cuando te pones apensar demasiado en tu trabajo. Tehabías olvidado de esto. Bueno, esnatural. Kashkin no pudo olvidarloy fue lo que estropeó su trabajo. ¿Ocrees que el chico tuvo algúnpresentimiento? Es curioso, pero noexperimenté ninguna emoción almatar a Kashkin. Pensaba que algúndía acabaría sintiéndola. Pero hasta

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ahora no había sentido nada».—Hay otras cosas que puedo

hacer por ti —dijo María, queandaba muy cerca de él, hablandode una manera muy seria yfemenina.

—¿Aparte de matarme?—Sí, podría liarte los

cigarrillos cuando no tengaspaquetes. Pilar me ha enseñado aliarlos muy bien, apretados y sindesperdiciar tabaco.

—Estupendo —dijo RobertJordan—. ¿Les pasas, además, lalengua?

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—Sí —dijo la muchacha—, ycuando estés herido podré cuidarte,vendar tu herida, lavarte y darte decomer.

—Quizá no llegue a estarherido —dijo Robert Jordan.

—Entonces, cuando estésenfermo podré cuidar de ti yhacerte sopitas y limpiarte y hacertodo lo que te haga falta. Y puedoleerte también.

—Quizá no llegue a ponermeenfermo.

—Entonces te llevaré el cafépor la mañana, cuando tedespiertes.

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—A lo mejor no me gusta elcafé —dijo Robert Jordan.

—Pues claro que te gusta —dijo la muchacha alegremente—.Esta mañana has tomado dos tazas.

—Suponte que me canso delcafé, que no hay necesidad dematarme ni de vendarme, que no mepongo enfermo, que dejo de fumar,que tengo sólo un par de calcetinesy que cuelgo yo mismo mi sacopara que se airee. ¿Qué harásentonces, conejito? —preguntódándole golpecitos cariñosos en laespalda—. ¿Qué harás?

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—Entonces puedo pedirle lastijeras a Pilar y cortarte el pelo.

—No me gusta que me corten elpelo.

—Tampoco a mí —dijo María—. Y me gusta el pelo como lollevas. Bueno, pues si no hay nadaque hacer por ti, me sentaré a tulado, te miraré y por la nocheharemos el amor.

—Bueno —dijo Robert Jordan—; ese último proyecto es muysensato.

—A mí también me lo parece—dijo María, sonriendo—, inglés.

—No me llamo inglés; mi

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nombre es Roberto.—Bueno, pero yo te llamo

inglés como te llama Pilar.—Pero me llamo Roberto.—No —insistió firmemente ella

—. Te llamas inglés; hoy, te llamasinglés. Y dime, inglés, ¿puedoayudarte en tu trabajo?

—No, lo que tengo que hacertengo que hacerlo yo solo y con lacabeza muy despejada.

—Bueno —preguntó ella—. ¿Ycuándo terminas?

—Esta noche, si tengo suerte.—Bien.

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Delante de ellos se extendía laenorme porción boscosa que losseparaba del campamento.

—¿Qué es eso? —preguntóRobert Jordan, señalando con lamano.

—Es Pilar —contestó lamuchacha, mirando hacia donde élseñalaba—. Seguro que es Pilar.

En el extremo inferior delprado, donde comenzaban a crecerlos primeros árboles, había unamujer sentada, con la cabezaapoyada en los brazos. Parecía unbulto entre los árboles, un bultonegro entre los árboles de un gris

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más claro.—Vamos —dijo Jordan; y

empezó a correr hacia ella entre lamaleza, que le llegaba a la altura dela rodilla. Era difícil avanzar, ydespués de haber recorrido untrecho, retrasó el paso y se fueacercando más despacio. Vio que lamujer tenía apoyada la cabeza enlos brazos y los brazos sobre elregazo y parecía un bulto inmenso yoscuro, apoyado junto al tronco delárbol. Se acercó a ella y dijo:«Pilar» en voz alta.

La mujer levantó la cabeza y se

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quedó mirándole.—¡Oh! —dijo—. ¿Habéis

terminado?—¿Estás mala? —preguntó

Jordan, tuteándola de repente einclinándose hacia ella.

—¡Qué va! —contestó—. Mequedé dormida.

—Pilar —dijo María, quellegaba corriendo, arrodillándosejunto a ella—. ¿Cómo estás? ¿Teencuentras bien?

—Me encuentroestupendamente —dijo Pilar, sinmoverse. Los miró con fijeza a losdos—. Bueno, inglés —añadió—,

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¿has hecho cosas que merezcan lapena?

—¿Se encuentra usted bien? —insistió Robert Jordan, haciendocaso omiso de su pregunta.

—¿Cómo no? Me quedédormida. ¿Habéis dormidovosotros?

—No.—Bueno —dijo Pilar a la

muchacha—. Parece que la cosa tesienta bien.

María se sonrojó y no dijonada.

—Déjala en paz —dijo RobertJordan.

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—Nadie te ha hablado a ti —contestó Pilar—. María —insistió,y su voz se había hecho dura. Lamuchacha no se atrevió a mirarla—. María —insistió la mujer—,parece que te sienta bien.

—Déjela en paz —dijo Jordan.—Cállate tú —dijo Pilar, sin

molestarse en mirarle—. Escucha,María, dime solamente una cosa.

—No —dijo María, y negó conla cabeza.

—María —dijo Pilar, y su vozse había hecho tan dura como surostro y su rostro se había vuelto

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enormemente duro—. Dime unacosa por tu propia voluntad.

La muchacha volvió a negarsecon la cabeza.

«Si no tuviese que trabajar conesta mujer —pensó Robert Jordan— y con el borracho de su marido ysu condenada banda, acabaría conella a bofetadas».

—Vamos, dímelo —rogó Pilara la muchacha.

—No —dijo María—. No.—Déjela en paz —volvió a

decir Robert, con una voz que noparecía la suya. «De todas manerasvoy a abofetearla, y al diablo con

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todo».Pilar no se molestó siquiera en

contestarle. No era como laserpiente hipnotizando al pajarilloo como el gato. No había nada enella de afán de rapiña. Ni tampoconada de perversión. Era como undesplegarse de algo que ha estadoenroscado demasiado tiempo, comocuando se despliega una cobra.Robert Jordan podía ver cómo seproducía; podía sentir la amenazade aquel despliegue. De undespliegue que no era, sin embargo,un deseo de dominio, que no eramaldad; sino sencillamente

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curiosidad. «Preferiría nopresenciar esto —pensó RobertJordan—; pero, de todas formas, noes asunto como para acabar con él abofetadas».

—María —dijo Pilar—, no voya obligarte por la fuerza. Dímelopor tu propia voluntad.

La chica negó con la cabeza.—María —insistió Pilar—,

dímelo por tu propia voluntad. ¿Mehas oído? Dime algo, cualquiercosa.

—No —dijo la chica con vozahogada—. No, y no.

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—Vamos, cuéntamelo.Cuéntame algo, lo que sea. Vamos,habla. Ya verás. Ahora vas acontármelo.

—La tierra se movió —dijoMaría, sin mirarla—. De verdad; esalgo que no te puedo explicar.

—¡Ah! —exclamó Pilar, y suvoz era ahora cálida y afectuosa, yno había nada forzado en ella. PeroRobert Jordan vio que en la frente yen los labios había pequeñas gotasde sudor—. De manera que fue eso.Fue eso.

—Es verdad —dijo María,mordiéndose los labios.

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—Pues claro que es verdad —dijo Pilar cariñosamente—. Perono se lo digas ni a tu propia familia;nunca te creerán. ¿No tienes sangrecalé, inglés?

Se puso en pie, ayudada porRobert Jordan.

—No —contestó Jordan—; almenos, que yo sepa.

—Ni María tampoco, al menosque ella sepa —dijo Pilar—. Pueses muy raro; muy raro.

—Pero sucedió —dijo María.—¿Cómo que no, hija? —

preguntó Pilar—. Claro que

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ocurrió. Cuando yo era joven, latierra se movía tanto que podíasentir hasta cómo se escurría por elespacio y temía que se me escaparade debajo. Ocurría todas lasnoches.

—Mientes —dijo María.—Sí, miento —dijo Pilar—;

nunca se mueve más de tres vecesen la vida. Pero ¿de veras semovió?

—Sí —repuso la muchacha—;de veras.

—¿Y para ti también, inglés?—preguntó Pilar, mirando a RobertJordan—. No mientas.

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—Sí —contestó él—. De veras.—Bueno —dijo Pilar—.

Bueno. Esto es algo.—¿Qué quieres decir con eso

de las tres veces? —preguntóMaría—. ¿Por qué has dicho eso?

—Tres veces —repitió Pilar—;y ahora ya has tenido una.

—¿Sólo tres veces?—Para la mayoría de la gente,

ni una —dijo Pilar—. ¿Estás segurade que se movió?

—Tanto, que una podía habersecaído —contestó María.

—Entonces debe de habersemovido —dijo Pilar—. Vamos al

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campamento.—Pero ¿qué es esa tontería de

las tres veces? —preguntó RobertJordan a la mujerona, mientras ibanandando juntos por entre los pinos.

—¿Tonterías? —preguntó ella,mirándole de reojo—. No mehables de tonterías, inglesito.

—¿Es una brujería como lo delas palmas de las manos?

—No, es algo muy conocido ycomprobado entre los gitanos.

—Pero nosotros no somosgitanos.

—No, pero habéis tenido

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suerte. Los que no son gitanos aveces tienen suerte.

—¿Crees de veras en eso de lastres veces?

Ella le miró con expresión raray le dijo:

—Déjame en paz, inglés. No medes la lata. Eres demasiado jovenpara que yo te haga caso.

—Pero, Pilar… —dijo María.—Cierra el pico —dijo ella—.

Ya has disfrutado una vez y elmundo te guarda dos veces más.

—¿Y usted? —preguntó RobertJordan.

—Dos —contestó Pilar, y

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enseñó dos dedos de la mano—.Dos. Y no tendré nunca la tercera.

—¿Por qué? —preguntó María.—Calla la boca —dijo Pilar—;

cállate. Las chicas de tu edad meaburren.

—¿Por qué no una tercera vez?—insistió Robert Jordan.

—Calla la boca, ¿quieres? —replicó Pilar—. Cállate ya.

«Bueno —se dijo RobertJordan—, lo único que sé es que yano voy a tener ninguna más. Heconocido montones de gitanos y sontodos la mar de extraños. Perotambién nosotros somos extraños.

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La diferencia consiste en quetenemos que ganarnos la vidahonradamente. Nadie sabe de quétribus descendemos ni cuáles sonnuestras herencias ni qué misteriospoblaban los bosques de las gentesde quienes descendemos. Todo loque sabemos es que no sabemosnada. No sabemos nada de lo quenos sucede durante la noche, perocuando sucede durante el día,entonces es como para asombrarse.Sea lo que sea, el hecho es que haocurrido, y ahora, no solamente hahecho esta mujer a la muchacha

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decirle lo que no quería decirle,sino que, además, se ha apoderadode ello y lo ha hecho suyo. Hahecho de ello asunto de gitanos.Creí que había recibido lo suyocuando estábamos en el monte, peroya está de nuevo haciéndose ladueña de todo. Si hubiera sido pormaldad, era como para haberlamatado a tiros. Pero no es maldad.Es sólo un deseo de mantener sudominio sobre la vida. Y demantenerlo a través de María.Cuando salgas de esta guerrapuedes ponerte a estudiar a lasmujeres. Podrías empezar por Pilar.

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Nos ha fabricado un día bastantecomplicado, si quieres que te dé miopinión. Hasta ahora no habíatraído a cuento sus historias gitanas.Salvo lo de la mano, quizá. Sí,naturalmente, salvo lo de la mano.Y no creo que en lo que se refiere ala mano, estuviera fingiendo. Noquiso decirme lo que vio en mimano. Viera lo que viese, creyó enello. Pero eso no prueba nada».

—Oye, Pilar —dijo a lamujerona.

Pilar le miró y sonrió.—¿Qué te pasa? —preguntó.—No seas misteriosa. Los

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misterios me aburren mucho.—¿Seguro? —preguntó Pilar.—No creo en ogros, en los que

dicen la buenaventura ni en toda esabrujería gitana de tres al cuarto.

—¡Vaya! —dijo Pilar.—Así es, y haga usted el favor

de dejar a la chica tranquila.—Dejaré a tu chica tranquila.—Y haga el favor de acabar

con esos misterios —dijo RobertJordan—; ya tenemos bastantescomplicaciones para estar hastasatisfechos, sin complicarnos máscon tonterías. Menos misterios y

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más mano a la obra.—De acuerdo —dijo Pilar,

asintiendo con la cabeza—. Peroescucha, inglés —prosiguió,sonriendo—. ¿Se movió la tierra, sío no?

—Se movió. Maldita seas. Semovió.

Pilar rompió a reír; se detuvo,se quedó mirando a Robert Jordan yvolvió a reír con todas sus ganas.

—¡Ay, inglés, inglés! —dijo,riendo—. Eres muy cómico.Tendrás que trabajar mucho enadelante para recuperar tu dignidad.

«Vete al diablo», pensó Robert

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Jordan. Pero no dijo nada. Mientrashablaban, el sol se había nublado yal mirar atrás, hacia las montañas,vio que el cielo se había puestosucio y gris.

—Sí —dijo Pilar, mirandotambién al cielo—. Va a nevar.

—¿Nevar? —preguntó él—. Siestamos en junio.

—¿Por qué no? Los montes nosaben los nombres de los meses.Estamos en la luna de mayo.

—No puede nevar —dijoJordan—. No puede nevar.

—Pues, quieras o no quieras,inglés —dijo ella—, nevará.

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Robert Jordan miró al cieloplomizo y al sol que desaparecía,de un color amarillo pálido. Segúnmiraba, el sol se ocultó porcompleto y el cielo se volvió de ungris uniforme, plomizo y dulce queperfilaba las cimas de lasmontañas.

—Así es —dijo—; creo quetiene usted razón.

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Capítulo XIV

AL TIEMPO EN QUE LLEGABAN alcampamento empezó a nevar, y loscopos caían diagonalmente entrelos pinos. Descendían sesgadosentre los árboles, escasos alprincipio, más abundantes luego ydescribiendo círculos, cuando elviento frío empezó a soplar de lasmontañas, a torbellinos y espesos.Robert Jordan, furioso, se detuvoante la boca de la cueva, paracontemplarlos.

—Vamos a tener mucha nieve

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—dijo Pablo.Tenía la voz ronca y los ojos

encarnados y turbios.—¿Ha vuelto el gitano? —

preguntó Robert Jordan.—No —contestó Pablo—; no

han vuelto ni él ni el viejo.—¿Quieres venir conmigo al

puesto de arriba, al que está en lacarretera?

—No —dijo Pablo—; noquiero tomar parte en nada de esto.

—Bueno, entonces iré solo.—Con esta tormenta puede que

no lo encuentres —dijo Pablo—;yo, en tu lugar, no iría.

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—No hay más que bajar por lacarretera y luego seguirla cuestaarriba.

—Puede que lo encuentres;pero tus dos centinelas van a subircon esta nieve y te cruzarás conellos sin verlos.

—El viejo me aguardará.—¡Qué va! Volverá a casa con

esta nieve. —Pablo miró la quecaía rápidamente frente a la entradade la cueva, y dijo—: No te gusta lanieve, ¿eh, inglés?

Robert Jordan soltó unjuramento; Pablo le miró con sus

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turbios ojos y se echó a reír.—Con esto, tu ofensiva se va a

pique, inglés —dijo—. Vamos,entra en la cueva, que tu gentevolverá en seguida.

En la cueva, María se ocupabadel fuego y Pilar de la cocina. Elfuego humeaba y la muchacha lo ibaatizando con un palo, soplandoluego con un papel doblado; hubode repente una llamarada intensa ydespués el viento tiró del humohacia arriba, por el agujero deltecho.

—¡Qué manera de nevar! —exclamó Robert Jordan—. ¿Crees

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que va a caer mucha?—Mucha —dijo Pablo, con

satisfacción. Luego se dirigió aPilar—: Tú, mujer, ¿no te gusta lanieve? Ahora que mandas tú, ¿no tegusta esta nieve?

—¿Y a mí qué? —dijo Pilar,sin volverse—. Si nieva, que nieve.

—Echa un trago, inglés —dijoPablo—. Yo he estado bebiendotodo el día esperando que nevara.

—Dame un jarro —dijo RobertJordan.

—Por la nieve —dijo Pablo,brindando con él.

Robert Jordan le miró fijamente

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y chocó los jarros. «Tú, asesinolegañoso —pensó—, quisieraromperte el jarro entre los dientes.Vamos, cálmate, tómalo concalma».

—Es muy bonita la nieve —dijo Pablo—; pero no vas a poderdormir fuera con tanta como cae.

«Ah, eso es lo que piensas —sedijo Robert Jordan—. Eso es lo quete tiene preocupado, ¿no, Pablo?».

—¿No? —dijo cortésmente envoz alta.

—No; hace mucho frío —dijoPablo— y mucha humedad.

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«Lo que tú no sabes —pensóRobert Jordan— es por qué esosviejos edredones, lo que se llamaun saco de noche, cuestan sesenta ycinco dólares. Quisiera que medieses un dólar por cada vez que hedormido en la nieve, guapo».

—Entonces —volvió apreguntar en voz alta, cortésmente— ¿tendré que dormir aquí?

—Claro.—Gracias —dijo Robert

Jordan—; pero prefiero dormirfuera.

—¿En la nieve?—Claro. —«Al diablo tus ojos

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sanguinolentos de puerco y tu carade puerco con pelos de puerco»,pensó y luego dijo en voz alta—:En la nieve. —«En esa condenadadesastrosa y destructora nieve».

Se acercó a María que acababade echar al fuego otra brazada depino.

—Es muy bonita la nieve —dijo a la muchacha.

—Pero es mala para tu trabajo,¿no es así? —preguntó ella—.¿Estás preocupado?

—¡Qué va! —dijo él—. Novale de nada el preocuparse.

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¿Cuándo estará lista la cena?—Supongo que tienes apetito

—dijo Pilar—. ¿Quieres un trozode queso, mientras aguardas?

—Gracias —dijo Jordan. YPilar le cortó un trozo de queso dela enorme pieza que colgaba de uncordel, del techo. Se quedó paradoallí comiéndoselo. El queso sabíademasiado a cabra, para su gusto.

—María —dijo Pablo, sinmoverse de la mesa.

—¿Qué? —preguntó la chica.—Limpia la mesa, María —

dijo Pablo, con una sonrisamaliciosa.

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—Límpiate las babas antes —dijo Pilar—. Límpiate antes labarbilla y la camisa y después selimpiará la mesa.

—María —llamó Pablo.—No le hagas caso; está

borracho —dijo Pilar.—María —llamó Pablo—,

sigue nevando y es muy bonita lanieve.

«No saben lo que es ese sacode dormir —pensó Robert Jordan—. Este ojos de puerco no sabe quehe pagado sesenta y cinco dólarespor ese saco en Woods. En cuantovuelva el gitano iré a buscar al

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viejo. Debería ir ahora, pero esposible que me cruce con ellos. Nosé dónde está de guardia el gitano».

—¿Quieres que hagamos bolasde nieve? —dijo a Pablo—.¿Quieres que organicemos unabatalla con bolas de nieve?

—¿Qué dices? —preguntóPablo—, ¿qué me propones?

—Nada —contestó RobertJordan—. ¿Están los caballos bienguarecidos?

—Sí.—Entonces —preguntó en

inglés—, ¿vas a dejar a los

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caballos que echen raíces? ¿O vas asoltarlos para que se busquen ellosmismos el alimento, escarbando?

—¿Qué dices? —preguntóPablo.

—Nada. Es asunto tuyo,hombre. Yo voy a salir de aquí apie de todas maneras.

—¿Por qué hablas en inglés? —preguntó Pablo.

—No lo sé —contestó RobertJordan—; algunas veces, cuandoestoy cansado, hablo en inglés. Ocuando estoy disgustado. Oaburrido, digamos. Defraudado.Cuando me encuentro muy

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defraudado hablo en inglés para oírcómo suena. Es un sonidotranquilizador. Debieras intentarlouno de estos días.

—¿Qué es lo que dices, inglés?—preguntó Pilar—. Eso tiene queser muy interesante, pero no loentiendo.

—Nothing —dijo Robert—; hedicho nada en inglés.

—Bueno, pues ahora, habla enespañol —dijo Pilar—; es másfácil y más claro.

—Por supuesto —dijo RobertJordan. «Pero —pensó—: ¡Oh,Pablo! ¡Oh, Pilar! ¡Oh, María! ¡Oh,

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vosotros, los dos hermanos queestáis en el rincón y cuyo nombrehe olvidado; pero de cuyapresencia tengo que acordarme! Enalgunos momentos me encuentrorealmente harto. De todo esto, devosotros, de mí, de la guerra; y ¿porqué, por si fuera poco, tenía quenevar ahora? Todo esto esdemasiada porquería. Bueno, no; nolo es. Nada es demasiado. Hay quetomar las cosas como son y salircomo se pueda; y ahora deja dehacer la prima donna y acepta elhecho de que está nevando, como lo

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has hecho hace un momento y vete asaber qué pasa con el gitano y vetea recoger a tu viejo. ¡Mira quenevar! En este mes. Bueno, basta;deja eso. Deja eso y toma las cosascomo vienen. Lo de la copa. Eso dela copa. ¿Qué era aquello de lacopa? Haría mejor en ejercitar lamemoria o no tratar de citar ningunacosa, porque cuando hay algo quese escapa queda en la memoriacomo un colgajo y no hay manerade quitárselo de encima. ¿Cómo eraaquello de la copa?».

—Dame un trago de vino, porfavor —dijo en español. Y luego

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—: No deja de nevar, ¿eh? —dirigiéndose a Pablo—. Muchanieve.

El borracho levantó la vistahacia él y sonrió. Movió la cabezaa uno y otro lado y volvió a sonreír.

—Ni ofensiva, ni aviones, nipuente. Nada más que nieve —dijo.

—¿Crees que durará mucho? —preguntó Robert Jordan, sentándosea su lado—. ¿Crees que va a estarnevando todo el verano, Pablo?

—Todo el verano, no —dijoPablo—; esta noche y mañana, sí.

—¿Por qué lo supones así?—Hay dos clases de tormentas

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—dijo Pablo, sentenciosamente—;unas vienen de los Pirineos. Esastraen mucho frío. Pero ahora laestación está demasiadoadelantada.

—Bueno —dijo Robert Jordan—; algo es algo.

—Esta tormenta viene delCantábrico —dijo Pablo—; vienedel mar. Con el viento en esadirección, será una gran tormentacon mucha nieve.

—¿En dónde has aprendidotodo eso, veterano? —preguntóRobert Jordan.

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Ya que su rabia se habíadisipado se encontraba excitadoplacenteramente con la tormenta,como le sucedía siempre con lastormentas. En una nevada, untemporal, un aguacero tropical ouna tormenta de verano con muchostruenos en las montañas hallabasiempre una excitación que no separecía a nada. Era como laexcitación de la batalla, pero máslimpia. En las batallas sopla unviento que es un viento caliente quereseca la boca, un viento que soplade manera angustiosa, un vientocaliente y sucio, un viento que se

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levanta o amaina según la suerte deldía. Conocía muy bien esa clase deviento.

Pero una tormenta de nieve erajustamente todo lo contrario. En lastormentas de nieve es posibleacercarse a los animales salvajessin que os teman. Los animalesvagan por el campo sin saber dóndeestán y a veces le había ocurridoencontrarse un ciervo en el mismoumbral de su casa. En unatempestad de nieve se puede llegargalopando hasta un gamo, y el gamotoma a vuestro caballo por otro

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gamo y se pone a trotar a suencuentro. En una tempestad denieve puede el viento soplar enráfagas, pero sopla una purezablanca y el aire está lleno decorrientes de blancura, todo quedatransfigurado, y cuando el vientocesa, entonces es la paz.

Aquella tormenta era una grantormenta y convenía gozar de ella.La tormenta deshacía todos susplanes; pero, al menos, podíadisfrutarla.

—He sido arriero durantemuchos años —dijo Pablo—llevábamos las mercancías a través

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de las montañas en grandes carros,antes que hubiese camiones. En esetrabajo se aprende a conocer eltiempo.

—¿Y cómo entraste en elMovimiento?

—He sido siempre deizquierdas —dijo Pablo—;teníamos muchas relaciones con lasgentes de Asturias, que son muyavanzadas en política. Yo he sidosiempre republicano.

—Pero ¿qué hacías antes delMovimiento?

—Por entonces trabajaba conun tratante de caballos en Zaragoza.

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Ese tratante proporcionaba loscaballos para las corridas de torosy para las remontas del ejército.Fue entonces cuando conocí a Pilarque, como te he dicho, estabaentonces con el torero Finito, deValencia.

Estas últimas palabras las dijocon evidente complacencia.

—No era gran cosa como torero—comentó uno de los dos hermanosque estaban sentados a la mesa,mirando de reojo a Pilar, queestaba de espaldas a ellos delantedel fogón.

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—¿No? —dijo Pilar,volviéndose y mirándoleretadoramente—. ¿No valía grancosa como torero?

Parada allí, en aquella cueva,junto al fogón, volvía a verlomoreno y chico, con el rostro biendibujado, los ojos tristes, lasmejillas flacas y los cabellosnegros y rizados pegados a la frentepor el sudor, en la parte en que laapretada montera le marcaba unaraya roja, que nadie advertía. Leveía enfrentándose con un toro decinco años, encarándose con loscuernos que habían lanzado al aire

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a los caballos, el poderoso cuellomanteniendo al caballo en vilo,mientras el picador hundía la picaen aquel cuello, que levantaba enalto al caballo, cada vez más alto,hasta que el animal caía para atráscon estrépito y el jinete iba a darsecontra la barrera, y el toro, con laspatas delanteras hincadas en elsuelo, clavaba con toda la fuerza desu cabeza los cuernos más y más enlas entrañas del caballo, buscandoel último aliento de vida quequedase en él. Veía a Finito, aqueltorero que no valía gran cosa,

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parado frente al toro o girandosuavemente para acercársele decostado. Le veía nítidamente,mientras arrollaba el pesado pañode franela en torno al estoque. Yveía el paño, que colgabapesadamente, por la sangre que lohabía ido empapando en los pases,cuando pasaba de la cabeza al rabo,y veía el brillo húmedo, titilante dela cruz y el lomo, mientras el torolevantaba a lo alto la cabeza,haciendo entrechocar lasbanderillas. Veía a Finito colocarsede perfil, a cinco pasos de lacabeza del toro, inmóvil y macizo,

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levantar lentamente la espada, hastaque la punta se hallaba al nivel desu hombro, y luego inclinar laespada, apuntando hacia un lugarque no podía ver, porque la cabezadel toro quedaba más alta que sumirada. Hacía bajar la cabeza deltoro con las ligeras sacudidas quesu brazo izquierdo imprimía alpaño húmedo y pesado, yretrocedía ligeramente sobre lostalones y miraba a lo largo del filo,perfilándose delante de losquebrados cuernos; el pecho deltoro se movía agitadamente y susojos estaban fijos en la muleta.

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Le veía claramente e inclusooía su voz clara y un poco infantilcuando Finito volvía la cabeza,miraba hacia la gente colocada enla primera fila, encima de labarrera pintada de rojo y decía:«Vamos a ver si podemos matarleasí».

Oía su voz y veía al toreroadelantarse, después de haberhecho un ligero movimiento con lasrodillas, y le veía meterse entre loscuernos, que se agachaban ahoramágicamente al seguir el hocico delanimal el paño que barría el suelo,

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y veía la flaca muñeca morena, queyendo firmemente más allá de loscuernos, enterraba la espada en lapolvorienta cruz.

Veía ahora la hoja brillantepenetrar lenta y regularmente comosi el impulso del bicho tuvieracomo fin el hundirse el arma más ymás, arrancándola de la mano delhombre, y veía el acero deslizarsehacia delante, hasta que losmorenos nudillos quedaban sobre elcuero reluciente y el hombrepequeño y atezado, cuyos ojos nose habían apartado nunca del lugarde la estocada, encogía el vientre y

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se retiraba de los cuernos del toro,echándose a un lado y con la muletatodavía tendida en su manoizquierda levantando la otra manomientras veía morir al animal.

Le veía parado, con los ojosfijos en el toro, que trataba deaferrarse al suelo, contemplandocómo el toro se tambaleaba comoun árbol antes de caer, intentandoaferrarse a la tierra con suspezuñas; y veía la mano delhombrecillo alzándose en unaexpresión de triunfo. Le veía allí,de pie, sudoroso, profundamentealiviado de que la faena hubiese

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concluido, aliviado por la muertedel animal y porque no hubiesehabido golpe ni varetazo, aliviadode que el toro no le hubieseembestido en el momento en que seapartaba de él; y mientras seguíaallí parado, inmóvil, el toro perdíalas fuerzas por completo y caía portierra, muerto, con las cuatro patasal aire, y el hombrecillo moreno seencaminaba hacia la barrera, tancansado que no podía siquierasonreír.

Sabía ella perfectamente que aFinito no le hubiera sido posible

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atravesar la plaza corriendo,aunque su vida hubiese dependidode ello, y le veía encaminarse ahoralentamente hacia la barrera, secarsela boca con una toalla, mirarla ysacudir la cabeza; luego, secarse elrostro y comenzar su paseo triunfalalrededor del ruedo.

Le veía andando lentamente,con esfuerzo y paso cansinoalrededor del anillo, sonriendo,saludando con una inclinación yvolviendo a sonreír, seguido de sucuadrilla, bajándose, recogiendolos habanos, devolviendo lossombreros; daba vueltas al ruedo

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sonriendo, con los ojos tristessiempre, para acabar la vueltadelante de Pilar. Ella le mirabaentonces con más cuidado y le veíasentado en el estribo de madera dela barrera, con la boca apoyada enuna toalla.

Y ahora Pilar veía todo esomientras estaba allí, junto al fuego:

—Así es que no era un grantorero —dijo—. ¡Con qué clase degente tengo que pasar la vida!

—Era un torero bueno —dijoPablo—; pero se veía dificultadopor su escasa estatura.

—Y, desde luego, estaba

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tuberculoso —dijo Primitivo.—¿Tuberculoso? —preguntó

Pilar—. ¿Quién no hubiera estadotuberculoso después de lo quehabía pasado él? En este país, enque un pobre no puede esperarganar nunca dinero, a menos quesea un delincuente, como JuanMarch, un torero o un tenor deópera. ¿Cómo no iba a estartuberculoso? En un país en que laburguesía come hasta que se hacepolvo el estómago y no puede vivirsin bicarbonato y los pobres tienenhambre desde que nacen hasta el

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día de su muerte, ¿cómo no iba aestar tuberculoso? Si hubierastenido que viajar de niño debajo delos asientos, en los coches detercera, para no pagar billete,yendo de una feria a otra paraaprender a torear ahí en el suelo,entre el polvo y la suciedad, entreescupitajos frescos y escupitajossecos, ¿no te habrías vueltotuberculoso cuando las cornadas tehubieran deshojado el pecho?

—Claro —dijo Primitivo—;pero yo solamente he dicho queestaba tuberculoso.

—Claro que estaba tuberculoso

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—dijo Pilar, irguiéndose con elgran cucharón de madera en lamano—. Era pequeñito, tenía vozde niño y mucho miedo a los toros.Nunca he visto un hombre quetuviese más miedo antes de lacorrida ni menos miedo cuandoestaba en el ruedo. Tú —dijo aPablo— tienes miedo de morirahora. Crees que eso tieneimportancia. Pues Finito teníamiedo siempre, pero en el ruedoera un león.

—Tenía fama de ser muyvaliente —dijo el otro hermano.

—Nunca he conocido un

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hombre que tuviera tanto miedo —siguió Pilar—. No quería ver en sucasa una cabeza de toro. Una vez,en la feria de Valladolid, mató muybien un toro de Pablo Romero.

—Me acuerdo —dijo el primerhermano—. Estaba yo allí. Era untoro jabonero, con la frente rizada yunos cuernos enormes. Era un torode más de treinta arrobas. Fue elúltimo toro que mató en Valladolid.

—Justo —dijo Pilar—. Ydespués, la peña de aficionados quese reunía en el café Colón y quehabía dado su nombre a la peña,

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hizo disecar la cabeza del toro y sela ofreció en un banquete íntimo, enel mismo café Colón. Durante lacomida, la cabeza del toro estuvocolgada en la pared, cubierta conuna tela. Yo asistí al banquete ytambién algunas mujeres; Pastora,que es más fea que yo; la Niña delos Peines con otras gitanas, yalgunas putas de postín. Fue unbanquete de poca gente, pero muyanimado, y casi se armó una grescaregular al originarse una disputaentre Pastora y una de las putas demás categoría por una cuestión debuenos modales. Yo estaba muy

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satisfecha, sentada junto a Finito,pero me di cuenta de que Finito noquería mirar a la cabeza del toro,que estaba envuelta en un pañovioleta, como las imágenes de lossantos en las iglesias durante laSemana Santa del que fue NuestroSeñor.

»Finito no comía mucho,porque, en el momento de entrar amatar en la última corrida del añoen Zaragoza, había recibido unvaretazo de costado que le tuvo sinconocimiento algún tiempo y desdeentonces no podía soportar nada enel estómago; y de cuando en cuando

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se llevaba el pañuelo a la boca,para escupir un poco de sangre.¿Qué es lo que estaba diciendo?

—La cabeza del toro —dijoPrimitivo—; hablabas de la cabezadel toro disecada.

—Eso es —dijo Pilar—; esoes. Pero tengo que daros algunosdetalles, para que os deis cuenta.Finito no era muy alegre, comosabéis. Era más bien triste y jamásle vi reír de nada cuando estábamossolos. Ni siquiera de cosas queeran muy divertidas. Lo tomabatodo muy en serio. Era casi tan

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serio como Fernando. Pero aquelbanquete se lo ofreció un grupo deaficionados que había fundado laPeña Finito y era preciso que semostrase amable y contento. Así esque durante toda la comida estuvosonriendo y diciendo cosasamables, y sólo yo veía lo queestaba haciendo con el pañuelo.Llevaba tres pañuelos encima y losllenó los tres antes de decirme envoz baja:

»—Pilar, no puedo aguantarmás; creo que tendré quemarcharme.

»—Como quieras,

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marchémonos —le dije; porque medaba cuenta de que estaba sufriendomucho. En aquel momento habíamuchas risas y bullanga, y el ruidoera terrible.

»—No, no podemos irnos —dijo Finito—. Después de todo, esla peña que lleva mi nombre y mesiento obligado con ella.

»—Si estás malo, vámonos —dije yo.

»—Déjalo. Me quedaré. Dameun poco de manzanilla.

»No me pareció muy sensatoque bebiese, ya que no habíacomido nada y sabía cómo andaba

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su estómago; pero, evidentemente,no podía soportar por más tiempoel bullicio y la alegría sin tomaralgo. Así es que vi cómo bebíarápidamente una botella casi enterade manzanilla. Como habíaempapado todos los pañuelos, sevalía ahora de la servilleta.

»El banquete había llegado auna situación de gran entusiasmo, yalgunas de las putas que pesabanmenos eran llevadas en andasalrededor de la mesa por varios delos miembros de la peña.Convencieron a Pastora para que

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cantase y El Niño Ricardo tocó laguitarra. Era una cosa de muchaemoción y una ocasión de muchoregocijo para beber con los amigosen medio de gran jolgorio. Nuncahe visto en un banquete semejanteentusiasmo de verdadero flamenco,y sin embargo no se habíadescubierto aún la cabeza del toro,que era, al fin y al cabo, el motivode la celebración del banquete.

»Me divertía de tal forma,estaba de tal modo ocupadatocando palmas para acompañar aRicardo y tratando de formar ungrupo para que tocase palmas

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acompañando a La Niña de losPeines, que no me di cuenta de queFinito había empapado su servilletay había cogido la mía. Continuababebiendo manzanilla, tenía los ojosbrillantes y movía la cabeza conaire de contento mirando a todos.No podía hablar, porque si hablabatemía el tener que echar mano de laservilleta; pero tenía el aspecto deestar divirtiéndose enormemente,cosa que, al fin y a la postre, era loque debía hacer. Para eso estabaallí.

»Así es que el banquete siguió yel hombre que estaba junto a mí que

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había sido antiguo empresario deRafael el Gallo, me estabacontando una historia que terminabaasí: “Entonces Rafael vino y medijo: ‘Tú eres el mejor amigo quetengo en el mundo y el más buenode todos. Te quiero como a unhermano y quiero hacerte unregalo’. Así es que me dio unhermoso alfiler de brillantes, mebesó en las dos mejillas y nossentimos los dos muy conmovidos.Luego, Rafael el Gallo, después dedarme el hermoso alfiler debrillantes, salió del café y yo le

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dije a Retana, que estaba sentado ami mesa:

»“Ese cochino gitano acaba defirmar un contrato con otroempresario”. “Pero ¿qué dices?”,me preguntó Retana. “Hace diezaños que soy su empresario y no meha hecho nunca ningún regalo —dijo el empresario del Gallo—.Esto no puede significar otra cosa”.Y era absolutamente cierto. Y asífue cómo el Gallo le dejó.

»Pero entonces Pastora se metióen la conversación, no tanto acasopor defender el buen nombre deRafael, porque a nadie le he oído

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hablar tan mal como a ella, sinoporque el empresario había habladomal de los gitanos, al decir“cochino gitano”. Y se metió contanta violencia y con tales palabras,que el empresario tuvo quecallarse. Yo me metí también paracalmar a Pastora y otra gitana semetió también para calmarme a mí.Había tanto ruido, que nadie podíaoír una palabra de lo que sehablaba, salvo la palabra puta, querugía por encima de todas lasdemás, hasta que se restableció lacalma. Y las tres mujeres que noshabíamos mezclado nos quedamos

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sentadas, mirando el vaso. Yentonces me di cuenta de que Finitoestaba mirando a la cabeza del toro,todavía envuelta en el paño violeta,con el horror reflejado en sumirada.

»Entonces el presidente de lapeña comenzó a pronunciar eldiscurso que había que pronunciarantes de descubrir la cabeza, ydurante todo el discurso, que ibaacompañado de olés o golpes sobrela mesa, yo estuve mirando a Finito,que se valía, no de su servilleta,sino de la mía y se hundía más y

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más en el asiento, mirando conhorror y como fascinado la cabezadel toro, todavía envuelta en supaño y que estaba en la paredfrontera a él.

»Hacia el final del discurso,Finito se puso a mover la cabeza auno y a otro lado y a echarse cadavez más atrás en su asiento.

»—¿Cómo va eso, chico? —lepregunté; pero, al mirarme, vi queno me reconocía; movía la cabeza auno y otro lado, diciendo: “No. No.No.”

»Entonces el presidente de lapeña concluyó su discurso y luego

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todo el mundo le aplaudió, mientrasél, subido en una silla, tiraba de lacuerda para quitar el paño violetaque tapaba la cabeza. Y,lentamente, la cabeza salió a la luz,aunque el paño se enganchó en unode los cuernos y el hombre tuvo quetirar del trapo y los hermososcuernos puntiagudos y bienpulimentados aparecieron entonces.Y detrás, el testuz amarillo del toro,con los cuernos negros y afilados,que apuntaban hacia delante con suspuntas blancas como las de unpuerco espín y la cabeza del toroera como si estuviese viva. Tenía la

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testa ensortijada, las ventanas de lanariz dilatadas y sus ojos brillantesmiraban fijamente a Finito.

»Todos gritaban y aplaudían, yFinito se echaba más y más haciaatrás en el asiento, hasta que, aldarse cuenta de ello, se calló todoel mundo y se quedó mirándole,mientras él seguía diciendo: “No.No”, y mirando al toro yretrocediendo cada vez más, hastaque dijo un no muy fuerte y una granbocanada de sangre le salió por laboca. Y ni siquiera echó entoncesmano de la servilleta, de manera

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que la sangre le chorreaba por labarbilla; y Finito seguía mirando altoro, y diciendo: “Toda latemporada, sí; para hacer dinero, sí;para comer, sí; pero no puedocomer, ¿me entendéis? Tengo elestómago malo. Y ahora que latemporada ha terminado, no, no,no.” Miró alrededor de la mesa,miró de nuevo a la cabeza del toroy dijo no una vez más. Y luego dejócaer la cabeza sobre el pecho y,llevándose a los labios laservilleta, se quedó quieto, inmóvil,sin añadir una palabra más. Y elbanquete, que había comenzado tan

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bien y que prometía hacer época enla historia de la alegría, fue unverdadero fracaso.

—¿Cuánto tardó en morirdespués de eso? —preguntóPrimitivo.

—Murió aquel invierno —dijoPilar—. Nunca se recobró delúltimo varetazo que recibió enZaragoza. Esos golpes son peoresque una cornada, porque la heridaes interna y no se cura. Recibía ungolpe así siempre que entraba amatar, y por eso no logró tenernunca más éxito. Le resultaba muydifícil apartarse de los cuernos

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porque era bajo. Casi siempre legolpeaba el toro con el flanco delcuerno, aunque la mayoría de lasveces no eran más que golpes derefilón.

—Si era tan pequeño, nodebería haberse hecho torero —dijo Primitivo.

Pilar miró a Robert Jordan ymovió la cabeza. Luego se inclinósobre la gran marmita de hierro ysiguió moviendo la cabeza.

«¡Qué gente esta! —pensó—.¡Qué gentes son los españoles! “Ysi era tan bajo no debía haberse

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hecho torero.” Yo oigo eso y nodigo nada. No me enfurezco, ycuando he acabado de explicarlo,me callo. ¡Qué fácil es hablar de loque no se entiende! ¡Qué sencillo!Cuando no se sabe nada, se dice:“No valía gran cosa como torero.”Otro, que tampoco sabe nada, dice:“Era un tuberculoso.” Y un tercero,cuando alguien que sabe se lo haexplicado, comenta: “Si era tanpequeño, no debía haber sidotorero.”».

Inclinada sobre el fuego, veíaahora la cama, el cuerpo moreno ydesnudo con las cicatrices

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inflamadas en las dos caderas, elrasgón profundo, y ya cicatrizado,en el lado derecho del pecho y lalarga línea blanca que le atravesabatodo el costado, hasta las axilas. Leveía con los ojos cerrados yaquella cara morena y solemne ylos negros cabellos ensortijados,echados ahora hacia atrás. Ellaestaba sentada cerca de la cama,frotándole las piernas, dándolemasaje en las pantorrillas,amasando, hasta ablandarlos, losmúsculos y golpeándolos luego conel puño cerrado, hasta dejarlossueltos y flexibles.

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«—¿Cómo va eso? —lepreguntaba—. ¿Cómo van tuspiernas, chico?

»—Muy bien, Pilar —contestaba, sin abrir los ojos.

»—¿Quieres que te dé masajeen el pecho?

»—No, Pilar; no me toques ahí,por favor.

»—¿Y en los muslos?»—No, me hacen mucho daño.»—Pero si los froto con

linimento se calentarán y te doleránmenos.

»—No, Pilar, gracias; prefiero

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que no me toques ahí.»—Voy a lavarte con alcohol.»—Sí, eso sí; pero con mucho

cuidado.»—Has estado formidable en el

último toro —le decía.»—Sí, le he matado muy bien».Luego, después de lavarle y

taparle con una sábana, se tumbabaella junto a él en la cama y él letendía una mano morena. Y,cogiéndole la mano, le decía: «Eresmucha mujer, Pilar». Era la única«broma» que se permitía y,generalmente, después de lacorrida, se dormía y ella se

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quedaba allí, acostada, apretando lamano de Finito entre las suyas yoyéndole respirar.

A veces, durmiendo teníamiedo; advertía que su mano secrispaba y veía que el sudorperlaba su frente. Si se despertaba,ella le decía: «No es nada. No esnada». Y se volvía a dormir.Estuvo con él cinco años, y jamásen todo ese tiempo le engañó, ocasi nunca. Y luego, después delentierro, se juntó con Pablo, que erael que llevaba al ruedo los caballosde los picadores y que se parecía alos toros que Finito se había pasado

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la vida matando. Pero nada duraba;ni la fuerza del toro ni el valor deltorero; lo veía en aquellosmomentos. ¿Qué era lo que duraba?«Yo duro —pensó—. Sí, duro; pero¿para qué?».

—María —dijo—, ten cuidadocon lo que haces. Es un fuego decocina lo que estás haciendo. Noestás prendiendo fuego a unaciudad.

En aquel momento apareció elgitano en el umbral. Estaba cubiertode nieve y se quedó allí con lacarabina en la mano, pateando para

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quitarse la nieve de los pies.Robert Jordan se levantó y se

acercó a él.—¿Qué hay? —dijo al gitano.—Guardias de seis horas, de

dos hombres a la vez en el puentegrande —dijo el gitano—. Hayocho hombres y un cabo en lacasilla del peón caminero. Aquítienes tu cronómetro.

—¿Y el puesto del aserradero?—Allí está el viejo. Puede

observar el puesto y la carretera almismo tiempo.

—¿Y la carretera? —preguntóRobert Jordan.

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—El movimiento de siempre —contestó el gitano—. Nadaextraordinario. Pasaron varioscoches.

El gitano parecía helado, y suatezada cara estaba rígida por elfrío y tenía las manos rojas. Sinentrar todavía en la cueva, se quitósu chaqueta y la sacudió.

—Me quedé hasta querelevaron la guardia —dijo—. Larelevaron a mediodía y a las seis.Es una guardia muy larga. Mealegro de no estar en su ejército.

—Vamos ahora a buscar alviejo —dijo Robert Jordan,

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poniéndose su chaquetón de cuero.—No seré yo —contestó el

gitano—. Ahora me tocan a mí elfuego y la sopa caliente. Leexplicaré a alguno de estos dóndeestá el viejo, para que te lleve allí.¡Eh, holgazanes! —gritó a loshombres sentados junto a la mesa—. ¿Quién quiere servir de guía alinglés para ir hasta donde seencuentra el viejo?

—Yo voy —dijo Fernando,levantándose—. Dime dónde está.

—Oye —dijo el gitano—.Está… —Y le explicó dónde estaba

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apostado el viejo.

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Capítulo XV

ANSELMO ESTABA ACURRUCADO alarrimo de un árbol; la nieve lepasaba silbando por los oídos. Seapretaba contra el tronco, metiendolas manos en las mangas de suchaqueta y hundiendo la cabezaentre los hombros todo lo quepodía. «Si me quedo aquí muchotiempo, me helaré —pensaba—, yeso no servirá de nada. El inglésme ha dicho que me quede hastaque me releven, pero cuando me lodijo no sabía que iba a haber esta

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tormenta. No ha habido movimientoanormal en la carretera y conozcola disposición y el horario delpuesto del aserradero. Debieravolverme ahora al campamento.Cualquier persona con sentidocomún me diría que debo volverahora al campamento. Pero voy aesperar un poco, y luego volveré alcampamento. Es el inconvenientede las órdenes demasiado rígidas.No se prevé nada para el caso enque cambie la situación». Se frotólos pies, uno contra otro. Luegosacó las manos de las mangas de lachaqueta, se echó hacia delante, se

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frotó las piernas y se dio un piecontra otro para avivar lacirculación. Hacía menos frío enaquel sitio al abrigo del viento y alamparo del árbol, pero tendría queponerse pronto a caminar.

Estando allí acurrucado,frotándose los pies, oyó venir uncoche por la carretera. Era uncoche que llevaba cadenas, y unode los anillos estaba suelto ygolpeaba contra el suelo. Subía porla carretera cubierta de nieve,pintado de verde y castaño, amanchas irregulares, con las

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ventanillas pintarrajeadas de azulpara ocultar el interior, aunque conun semicírculo transparente quepermitía a sus ocupantes ver desdedentro. Era un Rolls Royce, de dosaños atrás, un coche de ciudadcamuflado para el uso del EstadoMayor. Pero Anselmo no lo sabía.No podía ver en el interior los tresoficiales envueltos en sus capotes.Dos en el asiento del fondo y unosobre el asiento plegable. Cuandoel coche pasó por donde estabaAnselmo, el oficial del asientoplegable miró por el semicírculoabierto en el azul del vidrio. Pero

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Anselmo no se dio cuenta. Ningunode los dos vio al otro.

El coche pasó sobre la nievepor debajo del punto exacto endonde se encontraba Anselmo.Anselmo vio al conductor con lacara enrojecida y el casco de acero,que apenas salía del grueso capoteen que iba envuelto; vio el cañón dela ametralladora que llevaba elsoldado sentado junto al conductor.Luego el coche desapareció yAnselmo, rebuscando en el interiorde su chaqueta, sacó del bolsillo dela camisa dos hojitas arrancadasdel carnet de Robert Jordan e hizo

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una señal frente al dibujo querepresentaba un coche. Era eldécimo coche que subía por lacarretera aquel día. Seis habíanvuelto a bajar. Cuatro estabanarriba todavía. Todo ello no teníanada de anormal, pero Anselmo nodistinguía entre los Ford, los Fiat,los Opel, los Renault y los Citroëndel Estado Mayor de la divisiónque guarnecía los puertos y la líneade montañas, y los Rolls Royce, losLancia, los Mercedes y los Isotta,del Cuartel General. Esa distinciónla hubiera hecho Robert Jordan de

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haber estado en el puesto del viejo,y habría comprendido lasignificación de los coches quesubían. Pero Robert Jordan noestaba allí, y el viejo no podíahacer más que señalarsencillamente en aquella hoja depapel cada coche que subía por lacarretera.

Anselmo tenía tanto frío enaquellos momentos, que resolvióregresar al campamento antes quellegara la noche. No tenía miedo deperderse, pero pensaba que erainútil permanecer más tiempo allí.El viento soplaba cada vez más frío

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y la nieve no menguaba. Noobstante, cuando se puso en pie,pateando y mirando a la carretera altravés de la capa espesa de copos,no se decidió todavía a ponerse enmarcha, sino que se quedó allíapoyado contra la parte másresguardada del tronco del pino,esperando.

«El inglés me ha dicho que mequede aquí —pensaba—. Quizásesté ahora en camino hacia aquí. Sime voy, puede perderse en la nievemientras me busca. En esta guerrahemos sufrido por falta dedisciplina y desobediencia a las

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órdenes. Voy a aguardar todavía unrato al inglés. Pero si no llegapronto tendré que irme, a pesar detodas las órdenes, porque tengo quedar un informe inmediatamente ytengo que hacer muchas cosas estosdías; y el quedarme aquí heladosería una exageración sin ningunautilidad».

Del otro lado de la carretera, enel aserradero, brotaba el humo dela chimenea y Anselmo podíapercibir el olor del humo porque selo llevaba el viento al través de lanieve. «Los fascistas están

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abrigados —pensó—, y muy agusto, y mañana por la noche losmataremos. Es una cosa rara y nome gusta pensar en eso. Los heestado observando todo el día; sonhombres como nosotros. Creo quepodría ir al aserradero, llamar a lapuerta y que sería bien recibido; sino fuera porque tienen la orden depedir los papeles a todos losviajeros. Pero entre ellos y yo nohay más que órdenes. Esos hombresno son fascistas. Los llamo así,pero no lo son. Son pobres gentescomo nosotros. No debieran habercombatido jamás contra nosotros, y

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no me gusta nada la idea dematarlos. Los de ese puesto songallegos. Lo sé, porque los he oídohablar esta tarde. No puedendesertar porque, entonces,fusilarían a sus familias. Losgallegos son muy inteligentes o muytorpes y brutos. He conocido de lasdos clases. Líster es de Galicia, dela misma ciudad que Franco. Mepregunto lo que piensan de la nieveesas gentes de Galicia, ahora, enesta época del año. No tienenmontañas tan altas como nosotros.En su tierra está siempre lloviendoy todo está siempre verde».

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Una luz apareció en la ventanadel aserradero. Anselmo seestremeció, pensando: «Al diabloel inglés. Ahí están los gallegos, lamar de confortables, en una casa,aquí, en nuestra Sierra y yo mehielo detrás de un árbol; ellos vivena gusto y nosotros vivimos en unagujero de la montaña como bestiasdel campo. Pero mañana las bestiassaldrán de su agujero y los queestán tan a gusto en estos momentosmorirán tan a gusto en su cama.Como los que murieron la noche enque atacamos Otero». No le gustaba

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acordarse de Otero.En Otero tuvo que matar aquella

noche por primera vez y confiabano tener que matar en la operaciónque ahora planeaban. Fue en Oterodonde Pablo apuñaló al centinela,mientras Anselmo le echaba unamanta por encima de la cabeza. Elcentinela agarró a Anselmo por unpie, envuelto en la manta comoestaba, y empezó a dar gritosespantosos. Anselmo tuvo que darlede puñaladas al través de la manta,hasta que el otro soltó el pie y secayó. Con la rodilla puesta sobre lagarganta del hombre para hacerle

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callar, seguía dando puñaladas albulto, mientras Pablo arrojaba labomba por la ventana dentro de lahabitación en donde dormían loshombres del puesto de guardia. Enel momento de la explosión sehubiera dicho que el mundo enteroestallaba en rojo y amarillo ante suspropios ojos; y otras dos bombasfueron lanzadas. Pablo tiró de lasespoletas y las arrojó rápidamentepor la ventana. Los que noquedaron muertos en su cama,perecieron al levantarse, por lasegunda explosión de la bomba. Erala gran época de Pablo; la época en

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que asolaba la región como untártaro y ningún puesto fascistaestaba seguro por la noche.

«Y ahora está acabado ydesinflado, como un verracocastrado —pensó Anselmo—.Cuando se acaba la castración ycesan los alaridos, se arrojan lasdos glándulas al suelo y el verraco,que ya no es un verraco, se va haciaellas hozando y hocicando y se lascome. No, todavía no hemosllegado a tanto —pensó Anselmosonriendo—; quizás estemospensando demasiado mal, incluso

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aunque se trate de Pablo. Pero es unbellaco y ha cambiado mucho. Hacedemasiado frío. Si, al menos,viniera el inglés… Si al menos notuviera que matar en ese puesto…Esos cuatro gallegos y el cabo sonpara quienes gusten de matar. Elinglés lo ha dicho. Lo haré, si esese mi deber; pero el inglés hadicho que me quedaría con él en elpuente y que de eso serían los otrosquienes se encargaran. En el puentehabrá una batalla, y si soy capaz deaguantar, habré hecho todo lo quepuede hacer un viejo en esta guerra.Pero que venga el inglés pronto,

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porque tengo frío y el ver la luz delaserradero, donde sé que losgallegos están al calor, me da másfrío. Querría estar en mi casa y queesta guerra hubiera concluido. Pero¡si no tengo casa! Hay que ganaresta guerra antes que pueda volvera mi casa».

En el interior del aserradero,uno de los soldados estaba sentadoen su cama de campaña,limpiándose las botas. El otroestaba tumbado y dormía. Untercero guisaba y el cabo leía elperiódico. Los cascos estabancolgados de la pared y los fusiles

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apoyados contra el tabique demadera.

—¿Qué diablo de país es este,que nieva cuando estamos casi enjunio? —preguntó el soldado queestaba sentado en la cama.

—Es un fenómeno —dijo elcabo.

—Estamos en la luna de mayo—dijo el soldado que hacía lacocina—. La luna de mayo no haacabado todavía.

—¿Qué diablos de país es estedonde nieva en mayo? —insistió elsoldado sentado en la cama.

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—En mayo no es rara la nievepor estas montañas —insistió elcabo—. Aquí, en Castilla, mayo esun mes de mucho calor que puedeser también de mucho frío.

—O de mucha lluvia —dijo elsoldado que estaba en la cama—.Este mes de mayo ha estadolloviendo casi todos los días.

—No tanto —dijo el soldadoque cocinaba—; y de todasmaneras, mayo está en la luna deabril.

—Es como para volverse lococontigo y con tus lunas —dijo elcabo—. Déjanos en paz con tus

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lunas.—Todos los que viven cerca

del mar o del campo saben que esla luna y no el mes lo que importa—dijo el soldado cocinero—.Ahora, por ejemplo, acaba decomenzar la luna de mayo. Sinembargo, pronto estaremos enjunio.

—¿Por qué no retrasamos deuna vez todas las estaciones delaño? —dijo el cabo—. Todas esascomplicaciones me dan dolor decabeza.

—Tú eres de la ciudad —dijo

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el soldado que guisaba—. Tú eresde Lugo. ¿Qué sabes tú del mar odel campo?

—Se aprende más en unaciudad, que vosotros, analfabetos,en el mar o en el campo.

—Con esta luna vienen losprimeros bancos de sardinas —dijoel soldado que guisaba—. En estaluna se aparejan los bous y losarenques se van al Norte.

—¿Por qué no estás tú en laMarina, siendo como eres de Noya?—preguntó el cabo.

—Porque no estoyempadronado en Noya, sino en

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Negreira, donde nací. Y enNegreira, que está a orillas del ríoTambre, te llevan al ejército.

—Vaya una suerte —dijo elcabo.

—No creas que faltan peligrosen la Marina —dijo el soldado queestaba en la cama—. Aunque nohaya combates, la cosa tiene eninvierno sus peligros.

—No hay nada peor que elejército —dijo el soldado.

—Y lo dices tú, que eres cabo—dijo el soldado que guisaba—.Vaya una manera de hablar.

—No —dijo el cabo—. Hablo

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de los peligros. Me refiero a quehay que aguantar bombardeos,ataques y, en general, a la vida delas trincheras.

—Aquí no tenemos que sufrirnada de eso —dijo el soldado queestaba sentado en la cama.

—Gracias a Dios —dijo elcabo—. Pero ¿quién sabe lo que vaa caernos encima? No vamos aestar siempre tan a gusto.

—¿Cuánto tiempo te figuras túque vamos a quedarnos en estechamizo?

—No lo sé —dijo el cabo—;

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pero me gustaría que durase toda laguerra.

—Seis horas de guardia esdemasiado —dijo el soldado queguisaba.

—Se harán guardias de treshoras mientras dure la tormenta —dijo el cabo—. Es loacostumbrado.

—¿Qué han venido a hacertodos esos coches del EstadoMayor? —preguntó el soldado queestaba en la cama—. No me gustannada, pero nada, todos esos cochesdel Estado Mayor.

—A mí tampoco —dijo el cabo

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—; todas esas cosas son de malagüero.

—¿Y qué me decís de laaviación? —preguntó el soldadoque guisaba—. La aviación es cosamala.

—Pero nosotros tenemos unaaviación formidable —dijo el cabo—. Los rojos no tienen unaaviación como la nuestra. Esosaparatos de esta mañana eran comopara poner alegre a cualquiera.

—Yo he visto los aviones delos rojos cuando eran algo serio —dijo el soldado que estaba sentadoen la cama—. He visto sus

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bombarderos bimotores y era unhorror tener que soportarlos.

—Sí, pero no son tan buenoscomo nuestra aviación —dijo elcabo—. Nosotros tenemos unaaviación insuperable.

Así era como hablaban en elaserradero, mientras Anselmoaguardaba bajo la nieve mirando lacarretera y la luz que brillaba en laventana.

«Espero que no tendré quetomar parte en la matanza —pensaba Anselmo—. Cuando seacabe la guerra habrá que hacer una

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gran penitencia por todas lasmatanzas. Si no tenemos ya religióndespués de la guerra, hará falta quehagamos una especie de penitenciacívica organizada para que todos sepurifiquen de la matanza, porque sino, jamás habrá verdaderofundamento humano para vivir. Esnecesario matar, ya lo sé; pero, apesar de todo, es cosa mala para unhombre, y creo que cuando todoconcluya y hayamos ganado laguerra, será menester hacer unaespecie de penitencia para lapurificación de todos».

Anselmo era un hombre muy

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bueno, y siempre que estaba solo,cosa que le sucedía con muchafrecuencia, esa cuestión de lamatanza le atormentaba.

«¿Qué pasará con el inglés? —se preguntaba—. Me dijo que a élno le importaban esas cosas. Y sinembargo, tiene cara de personabuena y de buenos sentimientos.Quizá sea que para los jóvenes esono tiene importancia. Quizá sea quepara los extranjeros o para los queno han tenido nuestra religión notenga importancia. Pero creo quetodos los que hayan matado seharán malos con el tiempo, y, por

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mucho que sea necesario, creo quematar es un gran pecado y quedespués de esto habrá que haceralgo muy duro para expiarlo».

Se había hecho de nochemientras tanto. Anselmo miraba laluz del otro lado de la carretera yse golpeaba el pecho con los brazospara entrar en calor. «Ahora —pensaba— es tiempo de volver yaal campamento». Pero algo leretenía junto al árbol, por encimade la carretera. Seguía nevando confuerza y Anselmo pensaba: «Si sepudiera volar el puente esta

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noche… En una noche como estasería cosa de nada tomar el puesto,volar el puente y así habríamosacabado. En una noche como estapodríamos hacer cualquier cosa quenos propusiéramos».

Luego se quedó allí, de pie,arrimado al árbol, golpeando elsuelo suavemente con los pies y yano pensó más en el puente. Lallegada de la noche le hacíasentirse siempre más solo, yaquella noche se sentía tan solo,que se había hecho dentro de él unvacío como si fuera de hambre. Enotros tiempos conseguía aliviar esa

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sensación de soledad rezando susoraciones. A veces, al volver decaza, rezaba la misma oraciónvarias veces y se sentía mejor. Perodesde el Movimiento no habíarezado una sola vez. Echaba demenos la oración, aunque se leantojaba poco honrado e hipócritael rezar. No quería pedir ningúnfavor especial, ningún tratodiferente del que estabanrecibiendo todos los hombres.

«No —pensaba—, yo estoysolo. Pero así están también todoslos soldados y todos los que se hanquedado sin familia o sin sus

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padres. Yo no tengo mujer, peroestoy satisfecho de que murieseantes del Movimiento. No lohubiera comprendido. No tengohijos ni los tendré jamás. Estoysolo de día cuando trabajo y cuandollega la noche es una soledadmucho mayor. Pero hay una cosaque tengo y que ningún hombre niningún Dios podrá quitarme, y esque he trabajado bien por laRepública. He trabajado mucho porel bien de que disfrutaremos todosy he hecho todo lo que he podidodesde que comenzó el Movimiento,

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y no he hecho nada que seavergonzoso. Lo único que lamentoes que haya que matar. Peroseguramente habrá algo que locompense, porque un pecado comoese, que han cometido tantos,requiere que encontremos una justaremisión. Querría hablar de ellocon el inglés; pero, como es tanjoven, quizá no me comprenda. Élhabló de las matanzas. ¿O bien fuiyo quien habló primero? Ha debidode matar a muchos; pero, sinembargo, no tiene cara de que leguste eso. En los que gustan dehacer eso hay siempre algo como

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corrompido. Tiene que ser un granpecado. Por muy necesario que sea,es una cosa a la que creo que no setiene derecho. Pero en España sehace eso muy a menudo y, a veces,sin verdadera necesidad. Y secometen de golpe muchasinjusticias que luego no pueden serreparadas. Me gustaría no cavilartanto en ello. Me gustaría quehubiese una penitencia quepudiéramos empezar a hacer ahoramismo, porque es la única cosa quehe cometido en mi vida que mehace sentirme mal cuando estoysolo. Todo lo demás puede ser

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perdonado o hay una posibilidad deque sea perdonado viviendo de unamanera decente y honrada. Perocreo que eso de matar es un granpecado, y quisiera estar en pazsobre este asunto. Más tarde podríahaber ciertos días en quetrabajásemos para el Estado ociertas cosas que podríamos hacerpara borrar todo eso. O será tal vezalgo que cada uno tenga que pagar,como se hacía en tiempos en laIglesia», pensó, y sonrió. La Iglesiaestaba bien organizada para elpecado. La idea le gustó, y estaba

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aún sonriendo en la oscuridadcuando llegó Robert Jordan. Llegósilenciosamente y el viejo no le viohasta que no le tuvo a su lado.

—¡Hola, viejo! —le susurró aloído Jordan, golpeándolecariñosamente en la espalda—.¿Cómo van las cosas, abuelo?

—Con mucho frío —dijoAnselmo. Fernando se habíaquedado un poco distante, vuelto deespaldas a la nieve, que seguíacayendo.

—Vamos —cuchicheó Jordan—; ven a calentarte al campamento.Es un crimen haberte dejado aquí

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tanto tiempo.—Esa es la luz de ellos —dijo

Anselmo.—¿Dónde está el centinela?—No se le ve desde aquí. Está

al otro lado del recodo.—Que se vayan al diablo —

dijo Robert Jordan—. Ya mecontarás todo eso en elcampamento. Vamos. Vámonos.

—Déjeme que se lo explique.—Ya lo veré mañana por la

mañana —dijo Robert Jordan—;toma un trago de esto.

Y mientras hablaba le tendió lacantimplora al viejo.

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Anselmo desenroscó el tapón ybebió un trago.

—¡Ay! —exclamó,restregándose la boca—. Es comofuego.

—Vamos —dijo el inglés en laoscuridad—. Vámonos.

Se había hecho tan oscuro, queno se distinguía más que los coposde nieve empujados por el viento yla línea rígida de los troncos de lospinos. Fernando seguía un pocoapartado.

«Mira, parece uno de esosindios que se paran delante de las

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cigarrerías —pensó Robert Jordan—. Creo que debiera ofrecerletambién a él un trago».

—¡Eh, Fernando! —dijo elinglés, acercándosele—. ¿Un trago?

—No —contestó Fernando—;muchas gracias.

«Soy yo quien te da las gracias,hombre —pensó Robert Jordan—.Me contenta que los indios de lascigarrerías no beban. No me quedamucho. Chico, me alegro de ver alviejo». Miró a Anselmo y de nuevole golpeó cariñosamente en laespalda, mientras empezaban asubir la cuesta.

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—Me alegro de verte, abuelo—le dijo a Anselmo—; cuandoestoy de mal humor, nada más vertese me va. Vamos, vamos para allá.

Ascendían por la laderacubierta de nieve.

—De vuelta al palacio de Pablo—dijo Robert Jordan. En español,aquello sonaba bien.

—El palacio del Miedo —dijoAnselmo.

—La cueva de los huevosperdidos —replicó alegrementeRobert Jordan.

—¿Qué huevos? —preguntóFernando.

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—Es una broma —replicóRobert Jordan—. Solamente unabroma. No son huevos, ¿sabes? Sonlos otros.

—Pero ¿por qué perdidos? —preguntó Fernando.

—No lo sé —contestó Jordan—. Haría falta un libro paraexplicártelo. Pregúntaselo a Pilar.

Luego echó un brazo por encimade los hombros de Anselmo y fueasí mientras andaban, dándole decuando en cuando un golpecariñoso.

—Escucha —le dijo—; no

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sabes cuánto me alegro de verte.¿Me oyes? No sabes lo que vale eneste país el encontrarse a alguien enel lugar en donde se le ha dejado.

Tenía tanta confianza en él, quehasta podía permitirse el lujo dehablar mal contra el país.

—Me alegro de verte —dijoAnselmo tuteándole por vezprimera—; pero ya iba amarcharme.

—¿Qué es eso de que ibas amarcharte, hombre? —dijoalegremente Robert Jordan—.Antes te hubieras helado.

—¿Cómo van las cosas por

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arriba? —preguntó Anselmo.—Muy bien —contestó Robert

Jordan—. Todo va muy bien.Se sentía dichoso con esa

felicidad súbita y rara que puedeadueñarse de un hombre al frente deun ejército revolucionario; laalegría de descubrir que uno de losdos flancos es seguro, y pensó quesi se mantuvieran firmes los dosflancos sería demasiado; seríatanto, que casi no se podría resistir.Era bastante con un flanco, y unflanco, si las cosas se miraban afondo, era un hombre. Sí, unhombre sólo. Esto no era el axioma

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que deseaba, pero el hombre erabueno. Era un hombre bueno. «Túserás el flanco izquierdo en labatalla; más vale que no te lo digaahora. Será una batalla pequeña,pero muy bonita. Aunque va a seruna batalla dura. Bueno, yo hedeseado siempre contar con unabatalla para mí solo. Siempre hetenido una idea en materia debatallas sobre lo que había sidoerróneo en todas las otras batallas,desde la de Agincourt. Convieneque esta batalla salga bien. Seráuna batalla pequeña, pero muy

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bonita. Si puedo hacer lo que hemaquinado, será una batallarealmente muy linda».

—Escucha —dijo a Anselmo—, me alegro horrores de verte.

—Yo también —contestó elviejo.

Mientras subían por el monte enla oscuridad, con el viento a lasespaldas y la tormenta zumbando entorno a ellos, Anselmo dejó desentirse solo. No se había sentidosolo desde el momento en que elinglés le golpeó cariñosamente enlas espaldas. El inglés estabacontento y habían bromeado juntos.

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El inglés decía que todo iba amarchar bien y que no estabapreocupado. La bebida le habíacalentado el estómago y sus pies sele iban calentando a medida quetrepaban.

—No ha habido gran cosa porla carretera —dijo al inglés.

—Bien —contestó este—; melo contarás todo cuando lleguemos.

Anselmo se sentía dichoso y sealegraba de haberse quedado en supuesto de observación.

Si hubiese vuelto alcampamento, no hubiera sidoincorrecto. Hubiera sido una cosa

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atinada y correcta el haberlo hecho,dadas las circunstancias, pensabaRobert Jordan. Pero se habíaquedado en el lugar que se le dijo.Aquello era la cosa más rara quepodía verse en España. Permaneceren su puesto durante una tormentasupone muchas cosas. No esninguna tontería el que los alemanesempleen la palabra Sturm(tormenta), para designar un asalto.«Me vendrían bien un par dehombres como él, capaces dequedarse en el lugar que se les hadesignado. Me vendrían muy bien.

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Me pregunto si Fernando se hubieraquedado. Es posible. Después detodo fue él quien se ofreció aacompañarme, hace un momento.¿Crees que se hubiera quedado? Lacosa estaría bien. Es losuficientemente tozudo para ello.Tengo que hacerle algunaspreguntas. ¿Qué estará pensandoeste viejo indio de cigarrería enestos momentos?».

—¿En qué piensas, Fernando?—preguntó Jordan.

—¿Por qué me preguntas eso?—Por curiosidad —contestó

Jordan—. Soy un hombre muy

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curioso.—Estaba pensando en la cena

—dijo Fernando.—¿Te gusta comer?—Sí. Mucho.—¿Qué tal guisa Pilar?—Lo corriente —dijo

Fernando.«Es un segundo Coolidge —

pensó Jordan—. Pero, bueno, detodos modos tengo la impresión deque es uno de los que sequedarían».

Y siguieron trepando, colinaarriba, entre la nieve.

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Capítulo XVI

—EL SORDO HA ESTADO AQUÍ —dijoPilar a Robert Jordan. Acababan dedejar la tormenta para adentrarse enel calor humeante de la cueva y lamujer había hecho un gesto al ingléspara que se acercase a ella—. Haido a buscar caballos.

—Bien. ¿Dejó dicho algo paramí?

—Sólo que iba a buscarcaballos.

—¿Y nosotros?—No sé —dijo ella—. Ahí le

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tienes.Robert Jordan había visto a

Pablo al entrar y Pablo le habíasonreído. Le miró de nuevo, desdesu asiento junto a la mesa detablones y le sonrió, agitando lamano.

—Inglés —dijo Pablo—, siguecayendo, inglés.

Robert Jordan asintió con lacabeza.

—Déjame quitarte loscalcetines para ponértelos a secar—dijo María—. Voy a colgarlossobre el fuego.

—Cuidado con no quemarlos

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—dijo Robert Jordan—; no quieroandar por ahí con los piesdesnudos. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó a Pilar—. ¿Hay reunión?¿No habéis puesto centinelas fuera?

—¿Con esta tormenta? ¡Qué va!Había seis hombres sentados a

la mesa, con la espalda pegada almuro. Anselmo y Fernando seguíansacudiéndose la nieve de suschaquetones, golpeando lospantalones y frotando los zapatoscontra el muro cerca de la entrada.

—Dame tu chaqueta —dijoMaría—; no dejes que la nieve se

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derrita encima.Robert Jordan se quitó la

chaqueta, sacudió la nieve de supantalón y se descalzó.

—Vas a mojarlo todo —dijoPilar.

—Eres tú la que me hasllamado.

—No es una razón para no irtea la puerta y sacudirte allí.

—Perdona —dijo RobertJordan, en pie, con los piesdescalzos sobre el polvo del suelo—. Búscame un par de calcetines,María.

—El dueño y señor —comentó

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Pilar, y se puso a atizar el fuego.—Hay que aprovechar el

tiempo —dijo Robert Jordan— hayque tomar las cosas como vienen.

—Está cerrado —dijo María.—Toma la llave —y se la tiró.—No abre esta mochila.—Es la de la otra. Los

calcetines están en la parte dearriba, a un lado.

La muchacha encontró loscalcetines y se los entregójuntamente con la llave, después decerrar el saco.

—Siéntate y pónmelos, peroantes sécate los pies —dijo. Robert

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Jordan le sonrió.—¿No podrías secármelos tú

con tus cabellos? —preguntó en vozalta, de modo que Pilar pudieseoírle.

—¡Qué cerdo! —exclamó Pilar—. Hace un momento era el dueñode esta casa y ahora quiere ser nadamenos que nuestro antiguo SeñorJesucristo. Dale un leñazo.

—No —dijo Robert Jordan—;es una broma, y bromeo porqueestoy contento.

—¿Estás contento?—Sí —dijo—, estoy contento

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porque todo va muy bien.—Roberto —dijo María—, ve

a sentarte, y sécate los pies, quevoy a darte algo de beber paracalentarte.

—Se diría que es la primeravez en su vida que ese hombre hatenido los pies mojados —dijoPilar— y que jamás ha visto uncopo de nieve.

María le llevó una piel decordero, que depositó en el suelopolvoriento de la cueva.

—Ahí —le dijo—; pon los piesahí hasta que estén secos loscalcetines.

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La piel de cordero era nueva yno estaba curtida, y al poner suspies sobre ella Robert Jordan laoyó crujir como el pergamino.

El fogón humeaba y Pilar llamóa María.

—Sopla ese fuego, holgazana.Eso es una humareda.

—Sóplalo tú misma —replicóMaría—. Yo voy a buscar labotella que trajo el Sordo.

—Está detrás de los bultos —dijo Pilar—; y oye, ¿hace falta quelo cuides como si fuera un niño depecho?

—No —contestó María—; pero

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sí como a un hombre que tiene fríoy está calado. Un hombre quevuelve a su casa. Toma, aquí está.—Entregó la botella a RobertJordan—. Es la botella delmediodía. Con ella se podría haceruna lámpara preciosa. Cuandotengamos otra vez electricidad, ¡québonita lámpara podrá hacerse conesta botella! —Miró con deleite lavasija—. ¿Cómo tomas esto,Roberto?

—Creí que era el inglés —dijoRobert Jordan.

—Te llamaré Roberto delante

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de los otros —dijo ella, en vozbaja, sonrojándose—. ¿Cómo lotomas, Roberto?

—Roberto —dijo Pablo, convoz estropajosa, moviendo a uno yotro lado la cabeza—. ¿Cómo lotomas, don Roberto?

—¿Quieres un poco? —lepreguntó Robert Jordan.

Pablo rehusó con la cabeza.—No, yo me emborracho con

vino —dijo con dignidad.—Vete a paseo con Baco —

contestó Robert Jordan.—¿Quién es Baco? —preguntó

Pablo.

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—Un camarada tuyo.—No he oído nunca hablar de

él —dijo Pablo pesadamente—. Nohe oído hablar nunca en estasmontañas.

—Dale un trago a Anselmo —dijo Robert Jordan a María—. Él síque debe de tener frío. —Se pusolos calcetines secos: el whisky conagua del jarro olía bien y le calentósuavemente el cuerpo. «Pero estono se enrosca adentro como elajenjo —pensó—. No hay nadacomo el ajenjo».

«¿Quién hubiera imaginado quetenían whisky por aquí?», pensó.

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Aunque La Granja era el lugar deEspaña con más posibilidades deencontrarlo. Imagina a ese Sordoque va a comprar una botella parael dinamitero que viene de visita,que piensa luego en traérsela y endejársela. No era sólo cortesía lode aquellas gentes. La cortesíahubiera consistido en sacarceremoniosamente la botella yofrecerle un vaso. Eso es lo que losfranceses hubieran hecho, yhubieran guardado el resto paraotra ocasión. No, esa atenciónprofunda, la idea de que al huésped

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le gustaría, la delicadeza dellevársela para causarle placer,cuando estaba uno metido hasta elcuello en una empresa en que setenían todas las razones para nopensar más que en uno mismo y ennada más, eso era típicamenteespañol. Era un rasgo muy español.Haber pensado en llevarle elwhisky era una de las cosas quehacían que uno quisiera a talesgentes. «Vamos, no te pongasromántico —pensó—. Hay tantasclases de españoles como denorteamericanos». No obstante, eraun rasgo el haberle traído el

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whisky. Un rasgo muy hermoso.—¿Te gusta? —preguntó

Anselmo.El viejo estaba sentado cerca

del fuego, con la sonrisa en loslabios, sosteniendo con sus grandesmanos la taza. Movió la cabeza.

—¿No te ha gustado? —lepreguntó Robert Jordan.

—La pequeña ha echado aguadentro —dijo Anselmo.

—Así es como lo toma Roberto—dijo María—. ¿Es que eres túdistinto?

—No —dijo Anselmo—. Nosoy especial. Pero me gusta cuando

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quema la garganta según vabajando.

—Dame eso —dijo RobertJordan a la chica—, y échale de loque quema.

Vació la taza de Anselmo en lasuya y se la dio a la muchacha, que,con mucho cuidado, echó el líquidode la botella.

—¡Ah! —dijo Anselmo,cogiendo la taza, echando la cabezahacia atrás y dejando que el líquidole cayera por el gaznate. Luegomiró a María, que estaba de pie,con la botella en la mano,

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parpadeó, haciéndole un guiñomientras los ojos se le estabanllenando de lágrimas—. Eso es —dijo—; eso es. —Se relamió—.Esto matará al gusano.

—Roberto —dijo María, y seacercó a él, teniendo siempre labotella en la mano—, ¿quierescomer ahora?

—¿Está lista la comida?—Lo estará cuando tú quieras.—¿Han comido los demás?—Todos, menos tú, Anselmo y

Fernando.—Bueno, entonces, comamos

—dijo—. ¿Y tú?

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—Comeré luego, con Pilar.—Come ahora con nosotros.—No, no estaría bien.—Vamos, come con nosotros.

En mi tierra ningún hombre comeantes que su mujer.

—Eso será en tu tierra. Aquí seestila comer después.

—Come con él —dijo Pablo,levantando los ojos de la mesa—;come con él; bebe con él. Acuéstatecon él. Muere con él. Hazlo todocomo en su tierra.

—¿Estás borracho? —preguntóRobert Jordan, deteniéndosedelante de Pablo. El hombre de

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rostro sucio e hirsuto le miróalegremente.

—Sí —contestó Pablo—.¿Dónde está tu país, inglés? Esepaís en que los hombres comen conlas mujeres.

—En los Estados Unidos, en elEstado de Montana.

—¿Es allí donde los hombresllevan faldas como las mujeres?

—No, eso es en Escocia.—Pues oye —dijo Pablo—:

cuando lleváis esas faldas, inglés…—Yo no llevo faldas —dijo

Robert Jordan.

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—Cuando lleváis esas faldas—prosiguió Pablo—, ¿qué es loque lleváis debajo?

—No sé lo que llevan losescoceses —dijo Robert Jordan—.Muchas veces me lo he preguntado.

—No, no digo los escoceses —dijo Pablo—; ¿quién ha hablado delos escoceses? ¿A quién importangentes con un nombre como ese? Amí, no. A mí no se me da un rábano.A ti te digo, inglés. ¿Qué es lo quellevas debajo de las faldas en tupaís?

—Ya te he dicho y te herepetido que no llevamos faldas —

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dijo Robert Jordan—. Y no teaguanto que lo digas ni en broma niborracho.

—Bueno, pues debajo de lasfaldas —insistió Pablo—. Porquees bien sabido que lleváis faldas.Incluso los soldados. Los he vistoen fotografías y los he visto en elcirco Price. ¿Qué es lo que lleváisdebajo de las faldas, inglés?

—Los c… —dijo RobertJordan.

Anselmo rompió a reír, asícomo todos los que estaban allí.Todos, salvo Fernando. Aquella

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palabra malsonante, aquellapalabrota pronunciada delante delas mujeres, le pareció de malgusto.

—Bueno, eso es lo normal —dijo Pablo—. Pero me parece quecuando se tienen c… no se llevanfaldas.

—No dejes que vuelva acomenzar, inglés —rogó el hombrede la cara chata y la narizaplastada, llamado Primitivo—,está borracho. Dime: ¿qué clase deganado se cría en tu país?

—Vacas y ovejas —contestóRobert Jordan—. Y en cuanto a la

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tierra, se cultiva mucho trigo yjudías. Y también remolacha deazúcar.

Los tres hombres se habíansentado alrededor de la mesa, cercade los otros. Sólo Pablo semantenía alejado, ante su tazón devino.

El cocido era el mismo de lanoche anterior y Robert Jordancomió con mucho apetito.

—¿Hay montañas en tu país?Con semejante nombre debe dehaberlas —dijo cortésmentePrimitivo, para sostener laconversación. Estaba avergonzado

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de la borrachera de Pablo.—Hay muchas montañas y muy

altas.—¿Hay buenos pastos?—Estupendos. En verano se

utilizan los prados altosfiscalizados por el Gobierno. En elotoño se lleva al ganado a losranchos que están más abajo.

—¿Es la tierra propiedad de loscampesinos?

—Las más de las tierras sonpropiedad de quienes las cultivan.Al principio, las tierras eranpropiedad del Estado y no había

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más que establecerse en ellasdeclarando la intención decultivarlas para que cualquierhombre pudiese obtener el título depropiedad de ciento cincuentahectáreas.

—Dime cómo se hace eso —preguntó Agustín—. Esa es unareforma agraria que significa algo.

Robert Jordan explicó elsistema. No se le había ocurridonunca que fuese una reformaagraria.

—Eso es magnífico —dijoPrimitivo—. Entonces es que tenéisel comunismo en tu país.

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—No, eso lo hace la República.—Para mí —dijo Agustín—,

todo puede hacerlo la República.No veo la necesidad de otra formade gobierno.

—¿No tenéis grandespropietarios? —preguntó Andrés.

—Muchos.—Entonces tiene que haber

abusos.—Desde luego hay abusos.—¿Pensáis en suprimirlos?—Tratamos de hacerlo cada

vez más; pero hay todavía muchosabusos.

—Pero ¿no hay latifundios que

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convendría parcelar?—Sí, pero hay muchos que

piensan que los impuestos losparcelarán.

—¿Cómo es eso?Robert Jordan, rebañando la

salsa de su cuenco de barro con untrozo de pan, explicó cómofuncionaba el impuesto sobre larenta y sobre la herencia.

—Pero las grandes propiedadessiguen existiendo —dijo—, y haytambién impuestos sobre el suelo.

—Pero, seguramente, losgrandes propietarios y los ricos

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harán una revolución contra esosimpuestos. Esos impuestos meparecen revolucionarios. Los ricosse levantarán contra el Gobiernocuando se vean amenazados, igualque han hecho aquí los fascistas —dijo Primitivo.

—Es posible.—Entonces tendréis que pelear

en vuestro país como lo estamoshaciendo aquí.

—Sí, tendríamos que hacerlo.—¿Hay muchos fascistas en

vuestro país?—Hay muchos que no saben

que lo son, aunque lo descubrirán

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cuando llegue el momento.—¿No podríais acabar con

ellos antes que se subleven?—No —dijo Robert Jordan—;

no podemos acabar con ellos. Peropodemos educar al pueblo de formaque tema al fascismo y que loreconozca y lo combata en cuantoaparezca.

—¿Sabes dónde no hayfascistas? —preguntó Andrés.

—¿Dónde?—En el pueblo de Pablo —

contestó Andrés, y sonrió.—¿Sabes lo que se hizo en ese

pueblo? —preguntó Primitivo a

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Robert Jordan.—Sí, me lo han contado.—¿Te lo contó Pilar?—Sí.—Ella no ha podido contártelo

todo —terció Pablo, con vozestropajosa—; porque no vio elfinal. Se cayó de la silla cuandoestaba mirando por la ventana.

—Cuéntalo tú ahora mismo —dijo Pilar—. Tú conoces lahistoria; cuéntalo.

—No —dijo Pablo—. Yo no lohe contado jamás.

—No —dijo Pilar—, y no lo

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contarás nunca. Y ahora querríasademás que no hubiese ocurrido.

—No —dijo Pablo—; eso no esverdad. Si todos hubiesen matado alos fascistas como yo, no hubierahabido esta guerra. Pero ahoraquerría que las cosas no hubiesensucedido como sucedieron.

—¿Por qué dices eso? —lepreguntó Primitivo—. ¿Es que hascambiado de política?

—No, pero fue algo brutal —dijo Pablo—. En aquella época yoera un bárbaro.

—Y ahora eres un borracho —dijo Pilar.

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—Sí —contestó Pablo—; con tupermiso.

—Me gustabas más cuando erasun bruto —dijo la mujer—; detodos los hombres, el borracho esel peor. El ladrón, cuando no roba,es como cualquier hombre. Elestafador no estafa a los suyos. Elasesino tiene en su casa las manoslimpias. Pero el borracho hiede yvomita en su propia cama ydisuelve sus órganos en el alcohol.

—Tú eres mujer y no puedescomprenderlo —dijo Pablo conresignación—. Yo me heemborrachado con vino y sería feliz

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si no fuera por esa gente a la quematé. Esa gente me llena de pesar.

Movió la cabeza con airelúgubre.

—Dadle un poco de eso que hatraído el Sordo —dijo Pilar—.Dadle alguna cosa que le anime. Seestá poniendo triste; se estáponiendo insoportable.

—Si pudiera devolverles lavida, se la devolvería —dijoPablo.

—Vete a la mierda —dijoAgustín—. ¿Qué clase de lugar eseste?

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—Les devolvería la vida —dijo tristemente Pablo— a todos.

—¡Tu madre! —le gritó Agustín—. Deja de hablar como hablas, olárgate ahora mismo. Los quemataste eran fascistas.

—Pues ya me habéis oído —dijo Pablo—; quisiera devolverlesa todos la vida.

—Y después caminaría sobrelas aguas —dijo Pilar—. En mivida he visto un hombre semejante.Hasta ayer aún te quedaba algo dehombría. Pero hoy tienes menosvalor que una gata enferma. Ahora,eso sí, te sientes más contento

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cuanto más mojado te sientes.—Debiéramos haberlos matado

a todos o a nadie —siguió diciendoPablo, moviendo la cabeza—. Atodos o a nadie.

—Escucha, inglés —dijoAgustín—: ¿cómo se te ocurrióvenir a España? No hagas caso aPablo. Está borracho.

—Vine por vez primera hacedoce años, para conocer este país yaprender el idioma —dijo RobertJordan—. Enseño español en laUniversidad.

—No tienes cara de profesor —

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dijo Primitivo.—No tiene barba —dijo Pablo

—. Miradle, no tiene barba.—¿Eres de verdad profesor?—Ayudante.—Pero ¿das clase?—Sí.—¿Y por qué enseñas español?

—preguntó Andrés—. ¿No teresultaría más fácil enseñar inglés,ya que eres inglés?

—Habla el español casi tanbien como nosotros —dijoAnselmo—. ¿Por qué no iba apoder enseñar español?

—Sí, pero es un poco raro para

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un extranjero enseñar español —dijo Fernando—. Y no es quequiera decir nada contra usted, donRoberto.

—Es un falso profesor —dijoPablo, muy contento de sí mismo—.Y no tiene barba.

—Seguramente hablará mejor elinglés —dijo Fernando—. ¿No lesería más fácil y más claro enseñaringlés?

—No enseña español a losespañoles —empezó a decir Pilar.

—Espero que no —dijoFernando.

—Déjame acabar, especie de

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mula —dijo Pilar—: enseñaespañol a los americanos, a losamericanos del Norte.

—¿No saben español? —preguntó Fernando—. Losamericanos del Sur lo hablan.

—Pedazo de mulo —dijo Pilar—, enseña español a losamericanos del Norte, que hablaninglés.

—Pero, a pesar de todo, sigopensando que le sería más fácilenseñar inglés, que es lo que habla—insistió Fernando.

—¿No estás oyendo decir que

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habla español? —dijo Pilar,haciendo a Robert Jordan un gestode desconsuelo.

—Sí, pero lo habla con acento.—¿De dónde? —preguntó

Robert Jordan.—De Extremadura —aseguró

Fernando sentenciosamente.—¡Mi madre! —dijo Pilar—.

¡Qué gente!—Es posible —dijo Robert

Jordan—. He estado allí antes devenir aquí.

—Pero si él lo sabía. Escuchatú, especie de monja —dijo Pilar,dirigiéndose a Fernando—, ¿has

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comido bastante?—Comería más si lo hubiera —

contestó Fernando—; y no crea quetengo nada en contra suya, donRoberto.

—Mierda —dijo sencillamenteAgustín—. Y remierda. ¿Es quehemos hecho la revolución parallamar don Roberto a un camarada?

—Para mí la revoluciónconsiste en llamar don a todo elmundo —opinó Fernando—. Y asíes como debiera hacerse en laRepública.

—Leche —dijo Agustín—; j…leche.

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—Y pienso además que seríamás fácil y más claro para donRoberto que enseñara inglés.

—Don Roberto no tiene barba—dijo Pablo—; es un falsoprofesor.

—¿Qué quieres decir con esode que no tengo barba? —preguntóRobert Jordan. Se pasó la mano porla barba y las mejillas, por dondela barba de tres días formaba unaaureola rubia.

—Eso no es una barba —dijoPablo, moviendo la cabeza. Estabacasi jovial—. Es un falso profesor.

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—Me c… en la leche de todo elmundo —dijo Agustín—. Estoparece un manicomio.

—Deberías beber —leaconsejó Pablo—; a mí, todo meparece claro, menos la barba dedon Roberto.

María pasó la mano por lamejilla de Jordan.

—Pero si tiene barba —dijo,dirigiéndose a Pablo.

—Tú eres quien tiene quesaberlo —dijo Pablo, y RobertJordan le miró.

«No creo que esté tan borracho—se dijo—. No, no está tan

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borracho, y haría bien en estaralerta».

—Dime —preguntó a Pablo—,¿crees que esta nieve va a durarmucho?

—¿Qué es lo que crees tú?—Eso es lo que yo te pregunto.—Pregúntaselo a otro —dijo

Pablo—. Yo no soy tu servicio deinformación. Tú tienes un papel detu servicio de información.Pregúntaselo a la mujer. Ella es laque manda.

—Es a ti a quien lo hepreguntado.

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—Vete a la mierda —le dijoPablo—. Tú, la mujer y la chica.

—Está borracho —dijoPrimitivo—. No le hagas caso,inglés.

—No creo que esté tanborracho —dijo Robert Jordan.

María estaba en pie detrás de ély Robert Jordan vio que Pablo lamiraba por encima de su hombro.Sus ojillos de verraco mirabanfijamente, emergiendo de aquellacabeza redonda y cubierta de pelospor todas partes, y Robert Jordanpensaba: «He conocido en mi vidamuchos asesinos y todos eran

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distintos. No tenían un solo rasgocomún, ni tipo criminal. Pero Pabloes un bellaco».

—No creo que seas capaz debeber —dijo a Pablo—, ni queestés borracho.

—Estoy borracho —aseguróPablo con dignidad—. Beber no esnada; lo importante es estarborracho. Estoy muy borracho.

—Lo dudo —dijo RobertJordan—; lo que sí creo es que eresun cobarde.

Se hizo un silencio súbito en lacueva, de tal modo que podía oírse

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el siseo de la leña quemándose enel fogón donde Pilar guisaba.Robert Jordan oyó crujir la piel decordero en que apoyaba sus pies.Creyó oír la nieve que caía fuera.No la oía en realidad, pero oía caerel silencio.

«Quisiera matarle y acabar —pensó Robert Jordan—. No sé loque va a hacer, pero seguramentenada bueno. Pasado mañana será lodel puente y este hombre es malo yrepresenta un peligro para toda laempresa. Vamos, acabemos conél».

Pablo le sonrió, levantó un

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dedo y se lo pasó por la garganta.Movió la cabeza de un lado paraotro, con toda la holgura que leconsentía su grueso y corto cuello.

—No, inglés —dijo—; no meprovoques. —Miró a Pilar y añadió—: No es así como te verás librede mí.

—Sinvergüenza —le dijoRobert Jordan, decidido a actuar—.¡Cobarde!

—Es posible —contestó Pablo—; pero no dejaré que meprovoquen. Toma un trago, inglés, yve a decir a la mujer que hasfracasado.

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—Cállate la boca —dijoRobert Jordan—; si te provoco espor cuenta mía.

—Pierdes el tiempo —lecontestó Pablo—. Yo no provoco anadie.

—Eres un bicho raro —advirtióJordan, que no quería perder lapartida ni marrar el golpe porsegunda vez; sabía mientrashablaba que todo había sucedidoantes; tenía la impresión de querepresentaba un papel que se habíaaprendido de memoria y que setrataba de algo que había leído o

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soñado, y sentía girar todas lascosas en un círculo preestablecido.

—Muy raro, sí —dijo Pablo—;muy raro y muy borracho. A tusalud, inglés. —Metió una taza enel cuenco de vino y la levantó enalto—. Salud ye…

Un tipo raro, en verdad, y astutoy muy complicado, pensó RobertJordan, que ya no podía oír el siseodel fuego: de tal forma le golpeabacon fuerza el corazón.

—A tu salud —dijo RobertJordan, y metió también una taza enel cuenco de vino.

La tradición no significaría

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nada sin todas aquellas ceremonias,pensó. Adelante, pues, con elbrindis:

—Salud —dijo—. Salud y mássalud. —«Y vete al diablo con lasalud —pensó—, que te haga buenprovecho la salud».

—Don Roberto… —dijo Pablo,con voz torpe.

—Don Pablo… —replicóRobert Jordan.

—Tú no eres profesor, porqueno tienes barba —insistió Pablo—.Y además, para deshacerte de míserá menester que me mates, y paraeso no tienes c…

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Miraba a Robert Jordan con laboca cerrada, tan apretada, que suslabios no eran más que una estrechalínea; como la boca de un pez,pensó Robert Jordan. Con esacabeza, se diría uno de esos pecesque tragan aire y se hinchan una vezfuera del agua.

—Salud, Pablo —dijo RobertJordan. Levantó la taza y bebió—.Estoy aprendiendo mucho de ti.

—Enseño al profesor —dijoPablo, moviendo la cabeza—.Vamos, don Roberto, seamosamigos. —Ya somos amigos.

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—Pero ahora vamos a serbuenos amigos.

—Ya somos buenos amigos.—Ahora mismo me voy —dijo

Agustín—. Es verdad que se diceque hace falta comer una toneladade eso en la vida; pero en estosmomentos creo que tengo metidauna arroba en cada oreja.

—¿Qué es lo que te pasa,negro? —le preguntó Pablo—. ¿Noquieres ver que don Roberto y yosomos amigos?

—Cuidado con llamarme negro—dijo Agustín, acercándose aPablo y deteniéndose delante de él,

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con un ademán amenazador.—Así es como te llaman todos

—dijo Pablo.—Pero no tú.—Bueno, entonces te llamaré

blanco.—Tampoco eso.—¿Entonces, qué es lo que eres

tú, rojo?—Sí, rojo. Con la estrella roja

del Ejército en el pecho y a favorde la República. Y me llamoAgustín.

—¡Qué patriota! —dijo Pablo—. Fíjate bien, inglés; es un

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patriota modelo.Agustín le golpeó duramente en

la boca con el dorso de la manoizquierda. Pablo siguió sentado.Las comisuras de sus labios estabanmanchadas de vino y su expresiónno cambió; pero Robert Jordan vioque sus ojos se achicaban como laspupilas de un gato, bajo los efectosde una intensa luz.

—Eso no cuenta —dijo Pablo—. No cuentes con eso, mujer. —Volvió la cabeza mirando a Pilar—. No me dejaré provocar.

Agustín le golpeó de nuevo.Esta vez le dio con el puño en la

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boca. Robert Jordan sostenía lapistola por debajo de la mesa conel seguro levantado. Empujó aMaría hacia atrás con su manoizquierda. La muchacha retrocediócon desgana y él la empujó confuerza, dándole con la mano ungolpe fuerte en la espalda, para quese retirase enteramente. Lamuchacha obedeció por fin y Jordanvio con el rabillo del ojo que sedeslizaba a lo largo de la paredhacia el fogón. Entonces RobertJordan volvió la vista hacia Pablo.

Este permanecía sentado, con sucráneo redondo, mirando a Agustín

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con sus pequeños ojos entornados.Las pupilas se habían hecho todavíamás pequeñas. Se pasó la lenguapor los labios, levantó un brazo, selimpió la boca con el revés de lamano, y al bajar la vista, se la viollena de sangre. Pasó suavemente lalengua por los labios y escupió.

—Esto no cuenta —dijo—; nosoy un idiota. Yo no he provocadoa nadie.

—Cabrón —gritó Agustín.—Tú tienes que saberlo —dijo

Pablo—. Conoces a la mujer.Agustín le golpeó de nuevo con

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fuerza en la boca y Pablo se echó areír, dejando al descubierto unosdientes amarillos, rotos, gastados,entre la línea ensangrentada de loslabios.

—Acaba ya —dijo. Y cogió sutaza para tomar nuevamente vinodel cuenco—. Aquí no tiene nadiec… para matarme. Y todo eso depegar es una tontería.

—¡Cobarde! —gritó Agustín.—Eso no son más que palabras

—dijo Pablo. Hizo buches con elvino para enjuagarse la boca yluego escupió al suelo—. Laspalabras no me hacen mella.

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Agustín permaneció paradojunto a él, injuriándole; hablaba conlentitud, claridad y desdén, y leinjuriaba de una forma tan regularcomo si estuviera arrojandoestiércol en un campo,descargándolo de un carro.

—Tampoco eso vale. Tampocoeso vale. Acaba ya, Agustín, y nome pegues más. Vas a hacerte dañoen las manos.

Agustín se apartó de él y se fuehacia la puerta.

—No salgas —dijo Pablo—;está nevando afuera. Quédate aquíal calor.

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—Tú, tú… —Agustín se volviópara hablarle, poniendo todo sudesprecio en el monosílabo—. Tú,tú…

—Sí, yo, y estaré todavía vivocuando tú estés enterrado.

Llenó de nuevo la taza de vino,la elevó hacia Robert Jordan y dijo:

—Por el profesor. —Luego,dirigiéndose a Pilar—: Por laseñora comandanta. —Y mirando atodos alrededor—: Por los ilusos.

Agustín se le acercó y, con ungolpe rudo, le arrancó la taza de lasmanos.

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—Ganas de perder el tiempo —dijo Pablo—. Es una tontería.

Agustín le insultó de un modotodavía más grosero.

—No —replicó Pablo,metiendo otra taza en el barreño—.Estoy borracho; ya lo ves. Cuandono estoy borracho, no hablo. Tú nome has visto nunca hablar tanto.Pero un hombre inteligente se veobligado a emborracharse algunasveces para poder pasar el tiempocon los imbéciles.

—Me c… en la leche de tucobardía —dijo Pilar—. Estoyharta de ti y de tu cobardía.

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—¡Cómo habla esta mujer! —dijo Pablo—. Voy a ver a loscaballos.

—Ve a encularlos —dijoAgustín—. ¿No es eso lo que hacescon ellos?

—No —dijo Pablo, negandocon la cabeza. Se puso a descolgarsu enorme capote de la pared, sinperder de vista a Agustín—. Tú, túy tu mala lengua —dijo.

—¿Qué es lo que vas a hacerentonces con los caballos? —preguntó Agustín.

—Observarlos —contestó

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Pablo.—Encularlos —dijo Agustín—.

Maricón de caballos.—Quiero mucho a mis caballos

—dijo Pablo—. Incluso por detrásson más hermosos y tienen mástalento que otras personas.Divertíos —dijo, sonriendo—.Háblales del puente, inglés. Dileslo que tiene que hacer cada uno enel ataque. Diles cómo tienen quehacer la retirada. ¿Adónde lesllevarás, inglés, después de lo delpuente? ¿Adónde llevarás a tuspatriotas? Me he pasado todo el díapensando en ello mientras bebía.

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—¿Y qué has pensado? —preguntó Agustín.

—¿Qué es lo que he pensado?—preguntó Pablo, pasándose lalengua con cuidado por el interiorde la boca—. ¿Qué te importa a tilo que he pensado?

—Dilo —insistió Agustín.—Muchas cosas —dijo Pablo,

metiendo su enorme cabeza por elagujero de la manta sucia que lehacía de capote—. He pensadomuchas cosas.

—Dilo —contestó Agustín—;di lo que has pensado.

—He pensado que sois un

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grupo de ilusos —dijo Pablo—. Ungrupo de ilusos conducidos por unamujer que tiene los sesos entre lasnalgas y un extranjero que viene aacabar con todos.

—Lárgate —dijo Pilar—. Vetea evacuar a la nieve. Vete aarrastrar tu mala leche por otraparte, maricón de caballos.

—Eso es hablar —dijo Agustíncon admiración y distraídamente ala vez. Se había quedadopreocupado.

—Ya me voy —dijo Pablo—;pero volveré pronto. —Levantó la

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manta de la entrada de la cueva ysalió. Luego, desde la puerta gritó—: Aún sigue nevando, inglés.

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Capítulo XVII

NO SE OÍA EN LA CUEVA más ruidoque el silbido que hacía lachimenea cuando caía la nieve porel agujero del techo sobre loscarbones del fogón.

—Pilar —preguntó Fernando—, ¿ha quedado cocido?

—Cállate —dijo la mujer. PeroMaría cogió la escudilla deFernando, la acercó a la marmitagrande, que estaba apartada delfuego, y la llenó. Puso otra vez laescudilla sobre la mesa y dio un

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golpecito suave en el hombro deFernando, que se había echadohacia delante para comer. Estuvounos momentos junto a él; peroFernando no levantó los ojos delplato. Estaba entregado enteramentea su cocido.

Agustín seguía de pie junto alfuego. Los otros estaban sentados.Pilar, a la mesa, junto a RobertJordan.

—Ahora, inglés —dijo—, yasabes cómo están las cosas.

—¿Qué es lo que crees tú quehará? —preguntó Robert Jordan.

—Cualquier cosa —repuso la

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mujer, mirando fijamente a la mesa—. Cualquier cosa. Es capaz. Escapaz de hacer cualquier cosa.

—¿Dónde está el fusilautomático? —preguntó RobertJordan.

—Allí, en aquel rincón,envuelto en una manta —contestóPrimitivo—. ¿Lo quieres?

—Luego —dijo Robert Jordan—; quería saber dónde estaba.

—Está ahí —dijo Primitivo—;lo he metido dentro y lo he envueltoen mi manta, para que se mantengaseco. Los platos están en esa

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mochila.—No se atreverá a eso —dijo

Pilar—; no hará nada con lamáquina.

—Decías que haría cualquiercosa.

—Sí —contestó ella—; pero noconoce la máquina. Sería capaz dearrojar una bomba. Eso es más desu estilo.

—Es una estupidez y una flojerael no haberle matado —dijo elgitano, que no había participado enla conversación de la noche hastaentonces—. Anoche debió matarleRoberto.

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—Matadle —dijo Pilar. Suenorme rostro se había vueltosombrío y respiraba con fatiga—.Estoy resuelta.

—Yo estaba contra ello antes—dijo Agustín, parado delante delfuego, con los brazos colgandosobre los costados; tenía lasmejillas cubiertas por una espesabarba y los pómulos señalados porel resplandor del fuego—. Ahoraestoy a favor. Ahora es peligroso yquerría vernos muertos a todos.

—Que hablen todos —dijoPilar, con voz cansada—. ¿Qué eslo que dices tú, Andrés?

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—Matadlo —dijo el hermanodel mechón oscuro y abundantesobre la frente, al tiempo queasentía con la cabeza.

—¿Y Eladio?—Lo mismo —repuso el otro

hermano—. Para mí es un granpeligro. Y no sirve para nada.

—¿Primitivo?—Lo mismo.—¿Fernando?—¿No podríamos guardarle

como prisionero? —preguntóFernando.

—¿Y quién le guardaría? —

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preguntó Primitivo—. Hacen faltados hombres para guardar unprisionero. ¿Y qué haríamos con élal final?

—Podríamos vendérselo a losfascistas —contestó el gitano.

—Nada de eso —dijo Agustín—. Nada de hacer porquerías.

—Era solamente una idea —alegó Rafael, el gitano—. Meparece que los facciosos sealegrarían de tenerle.

—Basta —dijo Agustín—; esoes una cochinada.

—No más sucia que lo que hacePablo —dijo el gitano, para

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justificarse.—Una porquería no justificaría

otra —sentenció Agustín—. Bueno,ya estamos todos. Salvo el viejo yel inglés.

—Ellos nada tienen que ver enesto —dijo Pilar—. Pablo no hasido su jefe.

—Un momento —dijo Fernando—; yo no he acabado de hablar.

—Pues habla —dijo Pilar—.Habla hasta que vuelva él. Y siguehablando hasta que nos arroje unagranada de mano por encima de lamanta y nos haga volar, condinamita y todo.

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—Me parece que exageras,Pilar —dijo Fernando—; no creoque tenga tales intenciones.

—Yo no lo creo tampoco —dijo Agustín—. Porque con eso,acabaría también con el vino, y va avolver dentro de poco para seguirbebiendo.

—¿Por qué no entregárselo alSordo y dejar que el Sordo se lovenda a los fascistas? —propusoRafael—. Podríamos arrancarle losojos y sería fácil llevarle.

—Cállate —dijo Pilar—;cuando hablas así creo que

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debiéramos hacer también algocontigo.

—Además, los fascistas nopagarían nada por él —dijoPrimitivo—. Esas cosas han sido yaensayadas por otros; pero no pagannada. Y encima son capaces defusilarte a ti.

—Creo que si le arrancásemoslos ojos podríamos venderle poralgo —insistió Rafael.

—Cállate —dijo Pilar—.Habla de arrancarle los ojos y vasa seguir su mismo camino.

—Pero él, Pablo, arrancó losojos al guardia civil herido —

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insistió el gitano—. ¿Te hasolvidado de eso?

—Cállate la boca —dijo Pilar.Le enfadaba el oír hablar asídelante de Robert Jordan.

—No me habéis dejado acabar—interrumpió Fernando.

—Acaba —le dijo Pilar—;vamos, acaba.

—Ya que no sería prácticoguardar a Pablo como prisionero —comenzó a decir Fernando— ypuesto que sería repugnanteentregarle…

—Acaba —dijo Pilar—. Por elamor de Dios, acaba.

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—… en cualquier clase denegociaciones… —prosiguiótranquilamente Fernando—, soy dela opinión que sería preferibleeliminarle, a fin de que lasoperaciones proyectadas contasencon las mayores posibilidades deéxito.

Pilar miró al hombrecillo,sacudió la cabeza, se mordió loslabios y no dijo nada.

—Esa es mi opinión —dijoFernando—. Creo que tenemosderecho a pensar que Pabloconstituye un peligro para la

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República…—¡Madre de Dios! —exclamó

Pilar—. Hasta aquí mismo puedehacer burocracia un hombre sin másque despegar sus labios.

—Tanto por sus propiaspalabras como por su conductareciente —continuó Fernando—, yaunque es verdad que merecenuestro reconocimiento por susactividades en los comienzos delMovimiento y hasta hace pocotiempo…

Pilar, que había vuelto junto alfogón, se acercó de nuevo a lamesa.

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—Fernando —dijotranquilamente, ofreciéndole unaescudilla—, cómete esto, te loruego, con las debidasformalidades; llénate la boca ycállate. Hemos tenido conocimientode tu opinión.

—Pero entonces, ¿cómo? —preguntó Primitivo, dejando la frasesin terminar.

—Estoy listo —dijo RobertJordan—; estoy dispuesto. Ya quetodos habéis resuelto que debehacerse, es un servicio que estoydispuesto a hacer.

«¿Qué me pasa? —pensó—. A

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fuerza de oírle acabo por hablarcomo Fernando. Ese lenguaje debeser contagioso. El francés es lalengua de la diplomacia; el españoles la lengua de la burocracia».

—No —dijo María—. No.—Esto no va contigo —dijo

Pilar a la muchacha—. Ten la bocacerrada.

—Puedo hacerlo esta noche —dijo Robert Jordan. Vio que Pilar lemiraba, poniéndose un dedo sobrelos labios. Con un gesto señaló laentrada de la cueva.

Se levantó la manta que cubría

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la entrada y apareció la cabeza dePablo. Sonrió a todos, entró y sevolvió para dejar caer la mantadetrás de él. Luego se quedó allíparado, haciéndoles frente, se quitóla manta que le cubría la cabeza yse sacudió la nieve.

—¿Estabais hablando de mí? —Se dirigía a todos—. ¿Os heinterrumpido?

Nadie le respondió. Colgó sucapote de una estaca clavada en elmuro y se acercó a la mesa.

—¿Qué tal? —preguntó. Cogióla taza que había dejado sobre lamesa y la metió en el barreño. —

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No queda vino —dijo a María—.Anda, saca algo del pellejo.

María cogió el cuenco, se fuehasta el pellejo polvoriento,deforme y ennegrecido, suspendidodel muro, con el pescuezo paraabajo, y soltó el tapón de una de laspatas. Pablo la miró mientras searrodillaba levantando el cuenco yobservó atentamente cómo el ligerovino rojo caía en el cuencohaciendo ruido.

—Cuidado —dijo—; el vinoestá ya más abajo de la altura delpecho.

Nadie dijo nada.

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—Me he bebido desde elombligo hasta el pecho —dijoPablo—. Es la ración del día. Pero¿qué es lo que pasa? ¿Habéisperdido todos la lengua?

Nadie dijo nada.—Ciérralo bien, María —

ordenó—. No le dejes que sederrame.

—Hay mucho vino todavía —dijo Agustín—. Podrásemborracharte.

—Uno que ha encontrado sulengua —dijo Pablo, haciendo ungesto hacia Agustín—.

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Enhorabuena. Creí que algo tehabía dejado mudo.

—¿El qué? —preguntó Agustín.—Mi vuelta.—¿Crees que tu vuelta tiene

importancia?«Está acaso preparándose para

ello —pensó Robert Jordan—.Quizás Agustín vaya a dar el golpe.Desde luego, le odia como paraeso. Yo no le odio. No, no le odio.Me desagrada, pero no le odio.Aunque esa historia de los ojosarrancados le coloca en una claseaparte. Pero, al fin y al cabo, es suguerra. No podemos tenerle con

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nosotros durante estos dos días.Voy a quedarme a un lado de todoesto. He hecho una vez el imbécilesta noche y estoy resuelto aliquidarle. Pero no tengo ganas dehacer otra vez el imbécil. Y noconviene montar un duelo a pistolani provocar un escándalo con todaesa dinamita en la cueva. Pablo hapensado en ello, naturalmente, y tú,¿habías pensado en ello? YAgustín, tampoco. Mereces todo loque pueda sucederte».

—Agustín —llamó.—¿Qué? —contestó Agustín,

elevando una mirada hosca y

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apartándola de Pablo.—Tengo que hablar contigo —

dijo Robert Jordan.—Luego.—No, ahora —dijo Robert

Jordan—. Por favor.Robert Jordan se había

acercado a la entrada de la cueva yPablo seguía sus movimientos conlos ojos. Agustín, alto, con lasmejillas hundidas, se puso en pie yse le acercó. Se movía a disgusto ydespectivamente.

—¿Has olvidado lo que hay enlos sacos? —le preguntó Robert

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Jordan en voz baja.—Leche —dijo Agustín—. Uno

se habitúa a todo y luego se olvida.—Yo también lo había

olvidado.—Leche —repitió Agustín—.

¡Leche! Somos unos imbéciles. —Se volvió despreocupadamentehacia la mesa y tomó asiento junto aella—. Toma un trago, Pablo,hombre —dijo—. ¿Qué tal van loscaballos?

—Muy bien —contestó Pablo—. Y ahora nieva menos.

—¿Crees que va a dejar denevar?

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—Sí —dijo Pablo—. Caemenos nieve y los copos son ahorapequeños y duros. El viento va acontinuar, pero la nieve se va. Elviento ha cambiado.

—¿Crees que estará claromañana por la mañana? —lepreguntó Robert Jordan.

—Sí —contestó Pablo—. Creoque mañana hará frío, pero estarádespejado. Se está levantando elviento.

«Mírale —se dijo RobertJordan—. Ahora es un santurrón.Ha cambiado como el viento. Tienela cara y el cuerpo de un cerdo y sé

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que es un asesino de categoría; perotiene la sensibilidad de un buenbarómetro. Sí, también el cerdo esun animal muy inteligente. Pablonos odia; o quizá no nos odie y odiesolamente nuestros proyectos. Nosmete en un callejón sin salida consu odio y sus insultos, pero cuandove que estamos dispuestos a acabarcon él, cambia de actitud y vuelve aempezar como si no hubiera pasadonada».

—Tendremos buen tiempo paralo del puente, inglés —dijo Pablo aRobert Jordan.

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—¿Lo tendremos? —preguntóPilar—. ¿Quiénes?

—Nosotros —contestó Pablo, ybebió un trago de vino—. ¿Por quéno? Lo he pensado bien mientrasestaba afuera. ¿Por qué no ponernostodos de acuerdo?

—¿En qué? —preguntó la mujer—. ¿En qué tenemos que ponernosde acuerdo?

—En todo —le contestó Pablo—; en ese asunto del puente. Yoestoy ahora contigo.

—¿Estás ahora con nosotros?—le preguntó Agustín—. ¿Despuésde lo que has dicho?

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—Sí —dijo Pablo—; con estecambio del tiempo he cambiadotambién yo.

Agustín movió la cabeza.—El tiempo —dijo, y volvió a

mover la cabeza—. Después de losbofetones que te he dado.

—Así es —dijo Pablosonriendo y pasándose la mano porla boca—. Después de eso,también.

Robert Jordan observaba aPilar, que, a su vez, miraba a Pablocomo si fuera un animal extraño.Quedaba aún en el rostro de ella la

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sombra que la conversación de losojos arrancados había extendido.Como queriendo alejarla, movió lacabeza; luego la echó hacia atrás ydijo:

—Oye —dirigiéndose a Pablo.—¿Qué quieres?—¿Qué es lo que te pasa?—Nada —contestó Pablo—.

He cambiado de opinión, y eso estodo.

—Has estado escuchando a lapuerta —dijo ella.

—Sí —dijo él—; pero no pudeoír nada.

—Tienes miedo de que te

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maten.—No —dijo, mirando por

encima de la taza—; no tengomiedo. Y tú lo sabes.

—Entonces, ¿qué te ha pasado?—preguntó Agustín—. Hace unmomento estabas borracho, nosinsultabas a todos, no queríastrabajar en el asunto que llevamosentre manos, hablabas de quepodíamos morir de una manerasucia, insultabas a las mujeres y teoponías a todo lo que había quehacer.

—Estaba borracho.—¿Y ahora?

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—Ahora ya no estoy borracho—dijo Pablo—, y he cambiado deparecer.

—Que te crea el que quiera —dijo Agustín—; yo, no.

—Me creas o no me creas —dijo Pablo—, no hay nadie como yopara llevarte a Gredos.

—¿A Gredos?—Es el único sitio adonde

podremos ir después de volar elpuente.

Robert Jordan miró a Pilar y sellevó la mano a la oreja, del ladoque no veía Pablo, golpeándola

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ligeramente con un gestointerrogativo.

La mujer aseveró y volvió aaseverar. Dijo algo a María y lamuchacha se acercó a Jordan.

—Dice que es seguro que lo haoído todo —susurró María al oídode Robert Jordan.

—Entonces, Pablo —dijoFernando, con mucha formalidad—,¿estás ahora de acuerdo connosotros sobre el asunto delpuente?

—Sí, hombre —contestó Pablo,y miró a Fernando a los ojos,mientras asentía con la cabeza.

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—¿De veras? —preguntóPrimitivo.

—De veras —replicó Pablo.—¿Y crees que podemos tener

éxito? —preguntó Fernando—.¿Tienes ahora confianza en ello?

—¿Cómo no? ¿No tienesconfianza tú?

—Sí; pero yo he tenido siempreconfianza.

—Tendré que irme de aquí —dijo Agustín.

—Hace frío fuera —replicóPablo en tono amistoso.

—Quizá —dijo Agustín—; perono puedo seguir más tiempo en este

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manicomio.—No llames a esta cueva

manicomio —dijo Fernando.—Un manicomio de locos

criminales —dijo Agustín—. Y mevoy antes de que yo también mevuelva loco.

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Capítulo XVIII

«ESTO ES COMO UN TIOVIVO —pensóRobert Jordan—. No es un tiovivocomo esos que giran alegremente alos sones de un organillo, con loschicos montados sobre vacas decuernos dorados, donde hay sortijasque se ensartan con bastones alpasar, a la luz vacilante del gas, enlas primeras sombras que caensobre la Avenida del Maine; uno deesos tiovivos instalados entre unpuesto de pescado frito y unabarraca en la que gira la Rueda de

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la Fortuna, con las tiras de cuerogolpeando los compartimientosnumerados y las pirámides deterrones de azúcar, que sirven comopremio. No, no es esa clase detiovivo, aunque haya genteesperando aquí, igual que esperanallí los hombres con las gorrascaladas y las mujeres con suschaquetas de punto, descubierta lacabeza y brillando el cabello a laluz del gas, mientras contemplanfascinadas la Rueda de la Fortunaque da vueltas. Esta es otra clase derueda y gira en sentido vertical.Esta rueda ha dado ya dos vueltas.

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Es una rueda muy grande, sujeta porun compás, y cada vez que giravuelve al punto de partida. Uno desus lados es más alto que el otro, ycuando vuelve a descender osencontráis en el lugar de partida.No tiene premios de ninguna clase,y nadie montaría en ella por gusto.Se encuentra uno arriba y tiene quedar la vuelta sin haber abrigado lamenor intención de subirse a ella.No hay más que una sola vuelta,grande, elíptica, que nos eleva ynos deja caer después, volviendo allugar de donde partimos. Henos

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aquí de vuelta otra vez sin que nadase haya solucionado».

Hacía calor en la cueva y fuerael viento había amainado. Jordanestaba sentado a la mesa, con sucuaderno ante él, calculando laparte técnica de la explosión delpuente. Hizo tres dibujos, calculólas fórmulas y señaló el método deexplosión en dos dibujos tansencillos como los dibujos de lasescuelas de párvulos, para queAnselmo pudiese terminar eltrabajo en el caso en que a él leocurriera algún accidente durante elproceso de la demolición. Acabó

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los dibujos y los estudió.María, sentada junto a él, le

miraba por encima del hombro.Jordan se daba cuenta de lapresencia de Pablo al otro lado dela mesa y de la presencia de losotros, que charlaban y jugaban a lascartas. Vio asimismo que los oloresde la cueva habían cambiado; ya noeran los de la comida y la cocina,sino que estaban hechos de humo,tabaco, vino tinto y el olor agrio ydescarado de los cuerpos. CuandoMaría, que le miraba mientrasconcluía su dibujo, puso su manosobre la mesa, Jordan la cogió, la

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levantó hasta la altura de su rostro yrespiró el olor de agua y jabónbasto que había usado la muchachapara fregar la vajilla. Volvió adejar la mano en la mesa, sinmirarla, y como siguió trabajandono vio que la muchacha sesonrojaba. María dejó la mano enel mismo sitio, cerca de la de él,pero Jordan no volvió a cogerla.

Había terminado el plan de lademolición y pasó a otra páginapara redactar las instrucciones.Pensaba fácilmente y con claridad,y lo que estaba escribiendo le

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complacía. Llenó dos páginas delcuaderno y las releyó atentamente.

«Creo que eso es todo —se dijo—. Está muy claro y no creo quehaya dejado lagunas. Los dospuestos serán destruidos y el puentevolará conforme a las instruccionesde Golz; y hasta ahí llega miresponsabilidad. Nunca debierahaberme embarcado en esta historiade Pablo. Eso se arreglará de unamanera o de otra. Tendremos aPablo, o no tendremos a Pablo. Entodo caso, no me importa nada.Pero lo que no haré será volver asubirme al tiovivo. Me he subido

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dos veces y dos veces, después dedar la vuelta, me he encontrado enel punto de partida. No me subirémás».

Cerró el cuaderno y miró aMaría.

—Hola, guapa —le dijo—.¿Has comprendido algo de esto?

—No, Roberto —dijo lamuchacha, y puso su mano sobre lade él, que aún tenía el lápiz entresus dedos—. ¿Has acabado?

—Sí, ahora todo quedaexplicado y organizado.

—¿Qué es lo que haces, inglés?—preguntó Pablo al otro lado de la

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mesa. Sus ojos estaban de nuevoturbios.

Jordan le miró atentamente.«No te subas a la rueda. No tesubas a la rueda, porque creo queva a comenzar a dar la vuelta».

—Estaba estudiando el asuntodel puente —respondió conamabilidad.

—¿Y cómo va eso? —preguntóPablo.

—Muy bien —contestó Jordan—. Todo marcha muy bien.

—Yo he estado estudiando lacuestión de la retirada —dijo

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Pablo, y Robert Jordan escrutó susojos de cerdo borracho y luegomiró el cuenco de vino. Estaba casivacío.

«Mantente lejos de la rueda;está empezando a beber. Claro,pero yo no volveré a subirme a esarueda. ¿No se dice que Grant estuvoborracho la mayor parte del tiempoque duró la guerra civil? Porsupuesto, estaba borracho. PeroGrant se sentiría furioso con lacomparación si pudiera ver aPablo. Además, Grant fumabahabanos. Sería convenienteencontrar un habano para Pablo.

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Era lo que hacía falta paracompletar su rostro: un habano amedio masticar. ¿Podríaencontrarse un habano paraPablo?».

—¿Y qué tal marcha eso? —preguntó cortésmente Robert.

—Muy bien —contestó Pablosesudamente, moviendo la cabezacon dificultad—. Muy bien.

—¿Has pensado algo? —preguntó Agustín, desde el rincónen que se encontraba jugando a lascartas.

—Sí —contestó Pablo—. Hepensado algunas cosas.

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—¿Y dónde las has encontrado?¿En esa vasija? —intervinoAgustín.

—Puede ser —repuso Pablo—.¿Quién sabe? María, lléname elcuenco; haz el favor.

—En el odre debe de haberbuenas ideas —dijo Agustín,volviendo a sus cartas—. ¿Por quéno te dejas caer dentro y lasbuscas?

—No —dijo Pablocalmosamente—. Las busco en lavasija.

«Tampoco él sube a la rueda —

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pensó Jordan—. La rueda tiene quegirar sola en estos momentos. Nocreo que pueda cabalgarse en ellamucho tiempo seguido.Probablemente es la Rueda de laMuerte. Me alegro de que lahayamos abandonado. Me he subidodos veces y ya me estaba mareando.Pero los borrachos, los miserablesy los realmente crueles siguen enella hasta morir. La ruedecita subey baja y el movimiento no es nuncaigual al anterior. Déjala girar. Loque es a mí, no volverán a hacermesubir. No, mi general; he desechadoesa rueda, general Grant».

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Pilar estaba sentada junto alfuego, con la silla vuelta de maneraque podía ver por encima delhombro a los dos jugadores, que levolvían la espalda. Estabaobservando el juego.

«Lo más raro de aquí es latransición de la muerte a la vidafamiliar. Cuando esa maldita ruedadesciende es cuando te atrapa. Peroyo me he apartado de ella. Nadiepodrá obligarme a subir de nuevo»,estaba pensando Robert. «Hace dosdías ni siquiera sabía que Pilar,Pablo y los otros existieran. Nohabía nada parecido a María en

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este mundo. Era seguramente unmundo más sencillo. Yo habíarecibido de Golz instruccionesclaras que parecían perfectamentehacederas, aunque presentabanciertas dificultades y arrastrabanciertas consecuencias. Creía que,una vez demolido el puente,volvería a las líneas o no volveríaa ellas. Si tenía que volver, llevabaintención de pedir un permiso parapasarme unos días en Madrid. Nose dan permisos en esta guerra,pero creo que hubiera podidoconseguir dos o tres días en

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Madrid».En Madrid se proponía comprar

algunos libros, ir al Hotel Florida,tomar una habitación y darse unbaño bien caliente. Enviaría a Luis,el portero, en busca de una botellade ajenjo, si era posible encontraralguna en las MantequeríasLeonesas o en cualquier otro sitiocerca de la Gran Vía, y se quedaríaacostado, leyendo, después delbaño, y bebiendo un par de copasde ajenjo. Después telefonearía alGaylord, para preguntar si podía ira comer allí.

No le gustaba comer en la Gran

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Vía, porque la comida no erarealmente buena, y además habíaque llegar pronto si se quería comeralgo. Y también había por allídemasiados periodistas que élconocía y no le gustaba quedarsecon la boca cerrada. Tenía ganas debeber unos ajenjos y de charlar enconfianza. Iría, por tanto, alGaylord, a cenar con Karkov,porque en el Gaylord teníancerveza auténtica y uno podíaenterarse de los últimosacontecimientos de la guerra.

La primera vez que llegó aMadrid no le gustó el Gaylord, el

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hotel de Madrid en que se habíaninstalado los rusos, porque el lugarle pareció demasiado lujoso, lacomida demasiado buena para unaciudad sitiada y la charlademasiado cínica para una guerra.«Pero me dejé corromperfácilmente. ¿Por qué no comer lomejor que se pueda cuando sevuelve de una misión como esta?».Y la charla que había encontradodemasiado cínica la primera vezque la había compartido, resultódesgraciadamente demasiado veraz.«Cuando acabe con esto, tendré

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muchas cosas que contar en elGaylord. Sí, cuando acabe conesto».

¿Podía llevar a María alGaylord? No, no podía. Pero ladejaría en el hotel, donde ellatomaría un baño caliente y laencontraría lista al volver delGaylord. Sí, podría hacerlo así.Luego le hablaría de ella a Karkovy podría llevarla más tarde paraque la conociesen, porque tendríancuriosidad y querrían conocer a lamuchacha.

Quizá no fuera ni siquiera alGaylord. Podrían comer temprano

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en la Gran Vía y arreglárselas paravolver pronto al Florida. «Pero túsabes que irás al Gaylord, porquetienes muchos deseos de volver aver todo aquello; tienes ganas decomer de nuevo aquellos platos yquieres ver de nuevo todo ese lujoy ese bienestar cuando acabes contu misión. Después volverás alFlorida y María estará allí. Pues teesperará. Te esperará, sí, cuandoeste asunto se termine. Si logrosalir de este asunto me habréganado el derecho a una comida enel Gaylord».

El Gaylord era el lugar en

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donde se encontraban los famososgenerales campesinos y obreros,que, sin ninguna preparaciónmilitar, habían surgido del pueblopara tomar las armas a comienzosde la guerra, y muchos de elloshablaban ruso. Esa fue su primeradesilusión unos meses antes y sehabía hecho a sí mismo algunasobservaciones irónicas a propósitode ello. Pero más tarde se diocuenta de cómo habían sucedido lascosas, y le pareció bien. Eran, enefecto, campesinos y obreros quehabían tomado parte en la

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revolución de 1934 y que tuvieronque huir del país cuando fracasó; enRusia los enviaron a la escuelamilitar y al Instituto Lenin, dirigidopor el Komintern, con el fin deprepararlos para los próximoscombates y darles la instrucciónnecesaria para ejercer un mando.

El Komintern se habíapreocupado de su instrucción. Enuna revolución no se puedereconocer delante de gente extrañaque se ha recibido ayuda de estos ode aquellos, ni conviene saber másde lo que corresponde. Eso era algoque él había aprendido. Si una cosa

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es fundamentalmente justa, importapoco que se mienta. Pero se mentíamucho. Al principio no le habíagustado la mentira. Odiaba lamentira. Más tarde empezó agustarle. Era un signo de que ya noera un extraño, pero la mentiraacababa siempre por corromper.

Era en el Gaylord donde unopodía enterarse de que ValentínGonzález, llamado el Campesino,no fue nunca un campesino, sino unantiguo sargento de la LegiónExtranjera que desertó y habíacombatido junto a Abd-el-Krim.Bueno, no había nada malo en ello;

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¿por qué había de haberlo? Erapreciso contar con jefescampesinos dispuestos en aquellaclase de guerra, y un verdadero jefecampesino corría el peligro deparecerse demasiado a Pablo. Nose podía aguardar la llegada delverdadero jefe campesino, y, por lodemás, quizá tuviera demasiadosrasgos campesinos cuando se leencontrara. Por consiguiente, habíaque fabricarse uno. Por lo quehabía visto del Campesino, con subarba negra, sus gruesos labios demulato y sus ojos de mirada fija y

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febril, Jordan se decía que debía deser tan difícil de manejar como unverdadero jefe campesino. Laúltima vez que le vio parecíahaberse tragado su propiapropaganda y creerse que erarealmente un campesino. Era unhombre decidido y valiente; nohabía otro más valiente en todo elmundo. Pero, Dios, hablabademasiado. Y cuando se acalorabadecía lo que le venía a la lengua,sin preocuparse de lasconsecuencias de su indiscreción.Las consecuencias habían sido yaconsiderables. Era, no obstante, un

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maravilloso jefe de brigada, en losmomentos en que todo parecía estarperdido. Porque él no sabía nuncacuándo estaba todo perdido yaunque todo hubiera estadoperdido, él hubiera sabido cómosalir del paso.

En el Gaylord se encontrabauno también con el albañil EnriqueLíster, de Galicia, que mandaba unadivisión y que hablaba ruso. Y seencontraba allí uno también con elebanista Juan Modesto, deAndalucía, a quien se le acababa deconfiar un cuerpo de ejército. Nohabía sido precisamente en el

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Puerto de Santa María dondeaprendió el ruso, aunque hubierasido capaz de haber habido allí unaescuela Berlitz para uso deebanistas. De todos los jóvenesmilitares, era el hombre en quienmás confiaban los rusos, porque eraun verdadero hombre de partido alciento por ciento, como decían losrusos, orgullosos de utilizar estetérmino tan americano. Modesto eramucho más inteligente que Líster yel Campesino.

Sí, el Gaylord era el sitioadonde había que ir para completar

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uno su educación. Uno se enterabaallí de cómo iban las cosas y no decómo se decía que iban. Y encuanto a él, no había hecho más quecomenzar su propia educación. Sepreguntaba si le quedaría tiempopara completarla. El Gaylord erauna buena cosa. Era lo quenecesitaba. Al principio, en eltiempo en que aún creía en todasaquellas tonterías, el Gaylord lehabía impresionado. Pero ahorasabía lo suficiente cómo aceptar lanecesidad de todas las mentiras, ylo que aprendía en el Gaylord nohacía más que robustecer su fe en la

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que él tenía como la verdad. Estabacontento sabiendo cómo pasabanrealmente las cosas y no cómo sesuponía que tendrían que pasar. Semiente siempre en las guerras, perola verdad de Líster, Modesto y elCampesino valía más que todas lasmentiras y todas las leyendas.Bueno, un día se les diría a todos laverdad. Y mientras tanto, estabasatisfecho de que hubiese unGaylord en donde él pudieraaprender por cuenta propia.

Sí, ese era el sitio adonde iríaen Madrid, después de habersecomprado unos libros, haberse

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dado un baño caliente, habersebebido un par de tragos y haberleído un poco. Pero todo aquello lohabía planeado antes de que Maríaentrase en el juego. Bueno, podríantener dos habitaciones y ella podríahacer lo que quisiera mientras éliba al Gaylord y volvía a buscarla.

María había estado esperandoen las montañas todo aquel tiempo.Podría aguardar un poco más en elHotel Florida.

Dispondrían para ellos de tresdías en Madrid. Tres días es muchotiempo. Podría llevarla a ver a los

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hermanos Marx, en «Una noche enla Opera». Aquella película lahabían estado proyectando tresmeses y seguramente seguiríanproyectándola tres meses más. AMaría le gustarían los hermanosMarx en la Opera. Sí, seguro que legustarían.

Había desde el Gaylord un buentrecho hasta aquella cueva. No, enrealidad no había tanta distancia.La distancia realmente grande erala del regreso de aquella cuevahasta el Gaylord. Había estado conKashkin por vez primera en elhotel, y no le gustó. Kashkin le

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había llevado porque queríapresentarle a Karkov, y queríapresentarle a Karkov porqueKarkov deseaba conocernorteamericanos y porque era ungran admirador de Lope de Vega, elmayor admirador de Lope de Vegaen el mundo y decía queFuenteovejuna era el drama másgrande que se había escrito. Puedeque fuera verdad, aunque Jordan nopensaba lo mismo.

Le había gustado Karkov, perono el lugar. Karkov era el hombremás inteligente que había conocido.Calzaba botas negras de montar,

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pantalón gris y chaqueta gristambién. Tenía las manos y los piespequeños y un rostro y un cuerpodelicados, y una manera de hablarque rociaba de saliva a uno, porquetenía la mitad de los dientesestropeados. A Robert Jordan se leantojó un tipo cómico cuando le viopor vez primera. Pero descubrió enseguida que tenía más talento y másdignidad interior, más insolencia ymás humor que cualquier otrohombre que hubiera conocido.

El Gaylord le había parecido deun lujo y una corrupción indecentes.

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Pero ¿por qué los representantes deuna potencia que gobernaba la sextaparte del mundo no podían gozar dealgunas cosas agradables? Bueno,gozaban de ellas y Jordan, molestoal principio, había acabado poraceptarlo y hasta por verlo conagrado. Kashkin le habíapresentado a él como un tipomagnífico, y Karkov empezódesplegando con él una cortesíaimpertinente. Pero luego, comoJordan no se las dio de héroe, sinoque se puso a contar una historiamuy divertida y escabrosa en la queno quedaba en muy buen lugar,

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Karkov pasó de la cortesía a unafranqueza grosera y luego a unainsolencia abierta, hasta queacabaron haciéndose buenosamigos.

Kashkin no era más quetolerado en aquel lugar. Habíaciertamente un punto oscuro en supasado y vino a España a hacerméritos. No quisieron decirle enqué consistía, pero quizá se lodijeran ahora, ahora que Kashkinhabía muerto. Fuera como fuera,Karkov y él se habían hechograndes amigos, y él también habíahecho amistad con aquella mujer

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asombrosa, aquella mujercitamorena, flaca, siempre fatigada,amorosa, nerviosa, despojada detoda amargura, aquella mujer decuerpo esbelto, poco cuidadosa desí misma, aquella mujer de cabellosnegros, cortos, entrecanos, que erala mujer de Karkov y que servíacomo intérprete en la unidad detanques. También se había hechoamigo de la amante de Karkov, quetenía ojos de gato, cabellos de ororojizo, más rojos o más dorados,según el peluquero de turno, uncuerpo perezoso y sensual, hecho

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para amoldarse con otro cuerpo,una boca hecha para moldearse conotra boca y una cabeza estúpida,una mujer extremadamenteambiciosa y extremadamente leal.Aquella mujer gustaba de chismes yse entregaba pasajeramente a otrosamores, cosa que parecía divertir aKarkov. Se contaba que Karkovtenía otra mujer más, aparte la de launidad de tanques, o quizá dos,pero nadie lo sabía con certeza. ARobert Jordan le gustaban muchotanto la mujer, a la que conocía,como la amante. Pensaba queprobablemente también le gustaría

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la otra, de conocerla, concediendoque la hubiese. Karkov tenía buengusto en materia de mujeres.

Había centinelas con labayoneta calada delante de lapuerta cochera del Gaylord y seríaaquella noche el lugar másconfortable del Madrid sitiado. Legustaría estar allí, en vez de dondese encontraba, aunque, después detodo, se estaba bien, ahora que larueda se había parado. Y la nievese estaba parando también.

Le gustaría presentar a María aKarkov; pero no podría llevarla alGaylord sin pedir permiso, y habría

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que averiguar antes cómo iban arecibirle después de aquellaexpedición. Golz estaría allí encuanto el ataque hubiese terminado,y si Jordan había trabajado bien,todo el mundo lo sabría por Golz.Golz se burlaría de él a causa deMaría. Sobre todo después de loque había oído decir a Jordan apropósito de su falta de interés porlas chicas.

Se inclinó para llenar su taza devino en la vasija que había delantede Pablo, diciendo: «Con tupermiso».

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Pablo asintió con la cabeza.«Está metido en sus planesmilitares, supongo», pensó RobertJordan. «No quiere buscar unaefímera fama en la boca del cañón,sino la solución de algún problemaen el fondo de la botella. Decualquier manera, el marrajo hadebido de ser sumamente astutopara haber conseguido llevaradelante con éxito esta bandadurante tanto tiempo». Miró a Pabloy se preguntó qué jefe de guerrillahabría sido en la guerra civil de losEstados Unidos. «Hubo montañasen ella», pensó; «pero sabemos muy

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pocas cosas sobre ellos». No setrataba de los Quantrill, ni de losMosby, ni de su propio abuelo; sinode los pequeños, de los queoperaban en los bosques. Y por loque se refería a la bebida, ¿fueGrant realmente un borracho? Suabuelo decía que lo fue. Grantestaba siempre un poco bebidohacia las cuatro de la tarde, decía, yen Vicksburg, cuando el asedio,estuvo completamente borrachodurante dos días. Pero el abuelodecía que funcionaba de un modoenteramente normal aunque hubiese

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bebido. Lo difícil era despertarle.Pero si se lograba despertarle,entonces se conducía con enteranormalidad.

Hasta el momento no habíahabido ningún Grant ni ningúnSherman ni ningún StonewallJackson en ninguno de los dosbandos de la guerra. No, ni siquieraningún Jeb Stuart. Ni siquiera unSheridan. Pero había habidomontañas de MacClellans. Losfascistas poseían muchos y nosotrosteníamos tres por lo menos.

No había visto ningún geniomilitar en aquella guerra. Ni uno.

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Ni cosa que se le pareciera ni porel forro.

Kleber, Lucasz y Hans habíantrabajado bien por su parte durantela defensa de Madrid con lasbrigadas internacionales y luegoestaba aquel viejo calvo, con gafas,engreído y estúpido, como unalechuza, incapaz de mantener unaconversación, valeroso y pesadocomo un toro, el viejo Miaja, conuna reputación hecha a golpes depropaganda y tan celoso de lapublicidad que le debía a Kleber,que obligó a los rusos a relevarledel mando y enviarle a Valencia.

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Kleber era un buen soldado, aunquelimitado, y hablaba mucho para elpuesto que ocupaba. Golz era unbuen general, un buen soldado, perosiempre se le mantuvo en unaposición subalterna y nunca se ledejó libertad de acción. Este ataqueera el asunto más importante quehabía tenido entre sus manos hastael presente. Y Robert Jordan noestaba muy contento con lo quehabía sabido del ataque. Despuésestaba Gall, el húngaro, quedebería haber sido fusilado de serciertas la mitad de las cosas que se

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contaban de él en el Gaylord. Yaunque sólo fueran ciertas un diezpor ciento, pensó Robert Jordan.

Hubiera querido ver la batallaen la meseta más allá deGuadalajara, donde fueronderrotados los italianos. Peroentonces estaba él en Extremadura.Hans se lo contó una noche en elGaylord, haciéndoselo ver todo conla mayor claridad, y de eso hacíados semanas. Hubo un momento enque todo estaba perdido, cuando lositalianos rompieron las líneas cercade Trijueque. Si la carretera deTorija-Brihuega hubiera sido

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cortada, habría quedado copada laBrigada 12. Pero, sabiendo queteníamos que entendérnosla conitalianos, le había dicho Hans, nosarriesgamos a una maniobra quehubiera sido injustificada concualquiera otra clase de tropas. Ytuvo éxito.

Hans se lo había explicado todocon sus mapas de batalla. Siemprelos llevaba consigo, y parecía aúnmaravillado y feliz de aquelmilagro. Hans era un buen soldadoy un buen compañero. Las tropas deLíster, de Modesto y delCampesino se comportaron bien en

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aquella batalla, le había dichoHans. El mérito correspondía a losjefes y a la disciplina que los jefesimponían. Pero Líster, elCampesino y Modesto habíanejecutado varias de las maniobrasque aconsejaron los militares rusos.Parecían alumnos pilotos quecondujesen un avión de doblemando, de manera que el profesorpudiera intervenir si el alumnocometía un error. En fin, aquel añose pondría en claro todo lo quehubiesen aprendido. Al cabo decierto tiempo no habría doble

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mando y se les vería manejarentonces divisiones y cuerpos deejército enteramente solos.

Eran comunistas y teníansentido de la disciplina. Ladisciplina que ellos implantabanharía buenos soldados. Líster eraferoz en eso. Era un verdaderofanático y tenía por la vida humanaun desprecio español. En muypocos ejércitos desde la invasióndel Occidente por los tártaros, sehabía ejecutado sumariamente a loshombres por motivos taninsignificantes como bajo sumando. Pero sabía cómo hacer de

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una división una unidad decombate. Porque una cosa eramantener una posición. Otra,atacarla y tomarla, y otra muydistinta hacer maniobrar a unejército en campaña, se decíaRobert Jordan, sentado junto a lamesa. «Por lo que he visto, megustaría ver cómo se las bandeaLíster cuando se supriman losdobles mandos. Pero quizá no sesupriman —pensó—. Falta saber sise suprimirán. O si acaso sonreforzados. Me pregunto cuál es lapostura rusa en todo eso. Hay que iral Gaylord para saberlo. Hay

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montones de cosas que quiero sabery que no sabré más que en elGaylord».

Durante algún tiempo creyó queel Gaylord le hacía daño. Era locontrario del comunismo puritano aestilo religioso de Velázquez 63, elpalacete madrileño transformado encuartel general de la brigadainternacional. En Velázquez 63 unose sentía miembro de una ordenreligiosa. La atmósfera del Gaylordestaba muy alejada de la sensaciónque se experimentaba en el cuartelgeneral del Quinto Regimiento

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antes que fuera disuelto y repartidoentre las brigadas del nuevoejército.

Allí se tenía la sensación departicipar en una cruzada. Era laúnica palabra que podía utilizarse,aunque se hubiera utilizado y sehubiera abusado tanto de ella, queestaba resobada y había perdido yasu verdadero sentido. Uno tenía laimpresión allí, a pesar de toda laburocracia, la incompetencia y lasbregas de los partidos, como la quese espera tener y luego no se tieneel día de la primera comunión: elsentimiento de la consagración a un

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deber en defensa de todos losoprimidos del mundo, unsentimiento del que resulta tanembarazoso hablar como de laexperiencia religiosa, unsentimiento tan auténtico, sinembargo, como el que seexperimenta al escuchar a Bach o almirar la luz que se cuela a través delas vidrieras en la catedral deChartres, o en la catedral de León,o mirando a Mantegna, El Greco oBrueghel en el Prado. Era eso loque permitía participar en cosasque podía uno creer enteramente yen las que se sentía uno unido en

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entera hermandad con todos los queestaban comprometidos en ellas.Era algo que uno no había conocidoantes aunque lo experimentaba yque concedía una importancia aaquellas cosas y a los motivos quelas movían, de tal naturaleza que lapropia muerte de uno parecíaabsolutamente insignificante, algoque sólo había que evitar porquepodía perjudicar el cumplimientodel deber. Pero lo mejor de todoera que uno podía hacer algo porese sentimiento y a favor de él. Unopodía luchar.

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«Así es que has luchado», sedijo. Y en la lucha ese sentimientode pureza se pierde entre los quesobreviven y se hacen buenoscombatientes. Nunca dura más deseis meses.

La defensa de una ciudad es unaforma de la guerra en la que sepuede tener semejante sensación.La batalla de la Sierra había sidoasí. Allí lucharon con la verdaderacamaradería de la revolución. Allíarriba, cuando hubo que reforzar ladisciplina, él había comprendido yaprobado. Bajo los bombardeosalgunos hombres huyeron por

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miedo. Él vio cómo los fusilaban ylos dejaban hincharse, muertos, alborde de la carretera, sin que nadiese preocupase de ellos si no erapara quitarles las municiones y losobjetos de valor. Quitarles lasmuniciones, las botas y loschaquetones de cuero era cosaordinaria. Despojarlos de losobjetos de valor era una cosapráctica. Así era el único medio deimpedir que los cogieran losanarquistas.

Parecía justo y necesario fusilara los fugitivos. No había nada malo

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en ello. La fuga era egoísta. «Losfascistas habían atacado y nosotroslos habíamos detenido en aquellaladera de las montañas delGuadarrama, con sus rocas grises,sus pinos enanos y sus tojos.Resistimos en la carretera bajo lasbombas de los aviones y luego bajolos obuses, cuando trajeron laartillería, y por la noche, lossupervivientes contraatacaron y losobligaron a retroceder. Más tarde,cuando los fascistas intentarondeslizarse por la izquierda,colándose entre las rocas y losárboles, nosotros aguantamos en el

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Clínico, disparando desde lasventanas y el tejado, aunque elloslograron infiltrarse por los doslados y supimos entonces lo que eraestar cercados, hasta el momento enque el contraataque los rechazó denuevo, más allá de la carretera.

»En medio de todo aquello,entre el miedo que reseca la boca yla garganta, entre el polvolevantado por los escombros y elpánico de la pared que sederrumba, tirándose uno al sueloentre el fulgor y el estrépito de unagranada, limpiando unaametralladora, apartando a los que

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la servían, que yacen con la caracontra el suelo cubierto decascotes, protegiendo la cabezapara tratar de arreglar el cargadorencasquillado, sacando el cargadorroto, enderezando las cintas,pegándose luego al suelo detrás delrefugio, barriendo después con laametralladora la carretera, hicistelo que tenías que hacer y sabías queestabas en lo cierto. Entoncesconociste el éxtasis de la batalla,con la boca seca y con el terror queapunta, aun sin llegar a dominar, yluchaste aquel verano y aquel otoño

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por todos los pobres del mundo,contra todas las tiranías, por todaslas cosas en las que creías y por unmundo nuevo, para el que tueducación te había preparado.Aquel invierno aprendiste a sufrir ya despreciar el sufrimiento en loslargos períodos de frío, dehumedad y barro, de cavar yconstruir fortificaciones. Y lasensación del verano y del otoñodesaparecía bajo el cansancio, lafalta de sueño, la inquietud y laincomodidad. Pero aquelsentimiento estaba allí aún y todo loque se sufría no hacía más que

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confirmarlo. Fue en aquellos díascuando sentiste aquel orgulloprofundo, sano y sin egoísmo…Todo aquel orgullo, en el Gaylord,te hubiera hecho pasar por unpelmazo imponente. No, no tehubieras encontrado a gusto en elGaylord en aquellos tiempos. Erasdemasiado ingenuo. Te hallabas enuna especie de estado de gracia.Pero quizá no fuera el Gaylord asípor entonces. No, en efecto, no eraasí por entonces. No era así enabsoluto. Porque, sencillamente, elGaylord no existía».

Karkov le había hablado de

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aquella época. Por aquellos díaslos rusos, los pocos que había enMadrid, estaban en el Palace.Robert Jordan no llegó a conocer aninguno de ellos. Eso fue antes deque se organizaran los primerosgrupos de guerrilleros, antes de queconociera a Kashkin y a los otros.Kashkin había estado en el norte, enIrún y en San Sebastián y en elcombate frustrado hacia Vitoria. Nollegó a Madrid hasta enero ymientras tanto Robert Jordan habíacombatido en Carabanchel y enUsera durante aquellos tres días en

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que contuvieron el ataque del aladerecha fascista sobre Madrid,haciendo retroceder a los moros yal Tercio, arrojándolos de casa encasa, hasta limpiar aquel suburbiodestrozado, al borde de la mesetagris quemada por el sol,estableciendo una línea de defensaa lo largo de las alturas que pudieseproteger aquella parte de la ciudad;y en aquellos tres días Karkovhabía estado en Madrid.

Karkov no se mostraba cínicocuando hablaba de aquellos días.Aquellos fueron unos días en losque todo parecía perdido y de los

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que cada cual guardaba ahora,mejor que una distinción honorífica,la certidumbre de haber obradobien cuando todo parecía perdido.El Gobierno se había marchado dela ciudad, llevándose en su huidatodos los coches del ministerio dela Guerra, y el viejo Miaja tuvo queir en bicicleta a inspeccionar lasdefensas. Jordan no podía creer enaquella historia. No podíaimaginarse a Miaja en bicicleta, nisiquiera en un alarde deimaginación patriótica; peroKarkov decía que era verdad. Claroes que, como lo había escrito así

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para que se publicara en losperiódicos rusos, probablementehabía deseado creerlo después deescribirlo.

Pero había otra historia queKarkov no había escrito. Había enel Palace tres heridos rusos, de loscuales era él el responsable: dosconductores de tanques y unaviador, los tres heridos demasiadograves para que se les pudieratrasladar, y como por entonces erade la mayor importancia que nohubiera pruebas de la ayuda rusa,que hubiese justificado la

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intervención abierta de losfascistas, Karkov fue encargado deque aquellos heridos no cayesen enmanos de los fascistas, en el casode que la ciudad fuera abandonada.

Si la ciudad iba a serabandonada, Karkov tenía queenvenenarlos, para destruir todaslas pruebas de su identidad, antesde salir del Palace. Nadie debíahallarse en condiciones de probar,por los cuerpos de los tres hombresheridos, uno con tres heridas debala en el abdomen, otro con lamandíbula destrozada y las cuerdasvocales al desnudo, y el tercero,

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con el fémur hecho añicos por unabala y las manos y la cara tanquemadas que le habíandesaparecido las cejas, laspestañas y el cabello, que eranrusos. Nadie podría decir, por loscadáveres de aquellos tres hombresheridos, que él dejaría en su lechoen el Palace, que eran rusos.Porque nada puede probar que uncadáver desnudo es un ruso. Lanacionalidad y las ideas políticasno se manifiestan cuando uno hamuerto.

Robert Jordan había preguntadoa Karkov cuáles habían sido sus

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sentimientos cuando se vio ante lanecesidad de hacer tal cosa, yKarkov le había respondido que lasituación no había sido muyhalagüeña. «¿Cómo pensabahacerlo usted?», le preguntó RobertJordan, añadiendo: «No es tanfácil, como usted sabe, envenenar ala gente en un momento». Y Karkovle había dicho: «¡Oh, sí!, cuando setiene encima todo lo que hace falta,para el caso en que uno tenganecesidad de ello». Luego habíaabierto su pitillera y habíaenseñado a Robert Jordan lo que

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llevaba en una de las tapas. «Perolo primero que harán, si cae ustedprisionero, será quitarle la pitillera—había advertido Robert Jordan—. Le harán levantar las manos».

—Llevo también un poco aquí—había dicho Karkov, mostrandola solapa de su chaqueta—. Bastacon poner la solapa en la boca, así,morder y tragar.

—Eso está mucho mejor —había dicho Robert Jordan—. Perodígame, ¿huele a almendrasamargas, como se dice en lasnovelas policíacas?

—No lo sé —había respondido

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Karkov, muy divertido—. No lo heolido jamás. ¿Quiere usted querompamos uno de esos tubitos paraolerlo?

—Será mejor que lo guarde.—Sí —había dicho Karkov,

volviendo a guardarse la pitilleraen el bolsillo—. No soy underrotista, usted me entiende; peroes posible en cualquier momentoque pasemos por un percancegrave, y no puede uno procurarseesto en cualquier parte. ¿Ha leídousted el comunicado del frente deCórdoba? Es precioso. Es micomunicado preferido por el

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momento.—¿Qué dice? —preguntó

Robert Jordan. Acababa de llegardel frente de Córdoba y sentía eseenfriamiento súbito que seexperimenta cuando alguien bromeasobre un asunto sobre el que sólouno tiene derecho a bromear—.¿Qué es lo que dice?

—Nuestra gloriosa tropa sigaavanzando sin perder una solapalma de terreno —había dichoKarkov, en su español pintoresco.

—No es posible —dijo RobertJordan con tono incrédulo.

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—Nuestras gloriosas tropascontinúan avanzando sin perder unsolo palmo de terreno —habíarepetido Karkov en inglés—. Estáen el comunicado. Lo buscaré, paraque lo vea.

Uno podía recordar a loshombres que habían muertoluchando en torno a Pozoblanco,uno por uno, con sus nombres yapellidos. Pero en el Gaylord todoaquello no era más que un motivomás para bromear.

Así era, pues, el Gaylord enaquellos momentos, y sin embargo,no siempre había habido un

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Gaylord, y si la situación actual erade esas que hacen nacer cosascomo el Gaylord, tan lejos de lossupervivientes de los primerosdías, él se sentía contento por habervisto el Gaylord y haberloconocido. «Estás ahora muy lejosde lo que sentías en la Sierra, enCarabanchel y en Usera. Te dejascorromper fácilmente. Pero ¿escorrupción o sencillamente que hasperdido la ingenuidad de tuscomienzos? ¿No ocurrirá lo mismoen todos los terrenos? ¿Quiénconserva en sus tareas esa

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virginidad mental con la que losjóvenes médicos, los jóvenessacerdotes y los jóvenes soldadoscomienzan por lo común a trabajar?Los sacerdotes la conservan, o bienrenuncian. Creo que los nazis laconservan, pensó, y los comunistas,si tienen una disciplina interior losuficientemente severa, también.Pero fíjate en Karkov».

No se cansaba nunca deconsiderar el caso de Karkov. Laúltima vez que había estado en elGaylord, Karkov había estadodeslumbrante a propósito de ciertoeconomista británico que había

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pasado mucho tiempo en España.Robert Jordan conocía los trabajosde ese hombre desde hacía años yle había estimado siempre sinconocerle. No le gustaba mucho, sinembargo, lo que había escrito sobreEspaña. Era demasiado claro ydemasiado sencillo. Robert Jordansabía que muchas de lasestadísticas estaban falseadas porun espejismo optimista. Pero sedecía que es raro también quegusten las obras consagradas a unpaís que se conoce realmente bien yrespetaba a aquel hombre por subuena intención.

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Por último, había acabado porencontrárselo una tarde durante laofensiva de Carabanchel. Jordan ysus compañeros estaban sentados alresguardo de las paredes de laplaza de toros, había tiroteo a lolargo de las dos calles laterales, ytodos estaban muy nerviososaguardando el ataque. Lesprometieron enviarle un tanque, queno había llegado, y Montero,sentado, con la cabeza entre lasmanos, no cesaba de repetir: «Noha venido el tanque. No ha venidoel tanque».

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Era un día frío. Y el polvoamarillento volaba por las calles.Montero fue herido en el brazoizquierdo y el brazo se le estabaentumeciendo.

—Nos hace falta un tanque —decía—. Tenemos que esperar altanque, pero no podemos aguardarmás. —Su herida le había hechoirascible.

Robert Jordan había salido enbusca del tanque. Montero decíaque podía suceder que estuviesedetenido detrás del gran edificioque formaba ángulo con la vía deltranvía. Y allí estaba, en efecto.

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Sólo que no era un tanque. Losespañoles, por entonces, llamabantanque a cualquier cosa. Era unviejo auto blindado. El conductorno quería abandonar el ángulo deledificio para llegar hasta la plaza.Estaba de pie, detrás del coche, conlos brazos apoyados en la coberturametálica y la cabeza, que llevabametida en un casco de cuero,apoyada sobre los brazos. CuandoJordan se dirigió a él, el conductorse limitó a mover la cabeza. Por finse irguió sin mirar a Jordan a lacara.

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—No tengo órdenes —dijo, conaire hosco.

Robert Jordan sacó la pistolade la funda y apoyó el cañón contrala chaqueta de cuero del conductor.

—Estas son tus órdenes —ledijo. El hombre sacudió la cabeza,metida en un pesado casco de cueroforrado, como el que usan losjugadores de rugby, y dijo:

—No tengo municiones para laametralladora.

—Hay municiones en la plaza—le dijo Robert Jordan—. Vamos,ven. Cargaremos las cintas allí.Vamos.

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—No hay nadie para disparar—dijo el conductor.

—¿Dónde está? ¿Dónde está tucompañero?

—Muerto —respondió elconductor—; ahí dentro.

—Sácale —dijo Robert Jordan—. Sácale de ahí.

—No quiero tocarle —dijo elchófer—. Además está doblado endos, entre la ametralladora y elvolante, y no puedo pasar sintocarle.

—Vamos —replicó Jordan—.Vamos a sacarle entre los dos.

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Se había golpeado la cabeza alsaltar al coche blindado,haciéndose una pequeña herida enla ceja, que comenzó a sangrarcorriéndole la sangre por la cara.El muerto era muy pesado y sehabía quedado tan tieso que no se lepodía manejar.

Jordan tuvo que golpearle lacabeza para sacársela de donde sehabía quedado embutida, con lacara hacia abajo, entre el asiento yel volante. Lo consiguió finalmente,pasando la rodilla por debajo de lacabeza del cadáver, luego tirándolede la cintura, y, una vez suelta la

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cabeza, consiguió sacarlo por laportezuela.

—Échame una mano —habíadicho al conductor.

—No quiero tocarle —contestóel chófer.

Y en esos momentos RobertJordan vio que lloraba. Laslágrimas le corrían por las mejillasa uno y otro lado de la nariz,surcando su rostro cubierto depolvo. La nariz también le goteaba.

De pie, junto a la portezuela,tiró del cadáver, que cayó sobre laacera, junto a los raíles del tranvía,

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sin perder la posición que tenía,doblado por la mitad. Se quedóallí, el rostro de un color cenicientosobre la acera de cemento, lasmanos plegadas debajo del cuerpo,como estaba en el vehículo.

—Sube, condenado —dijoRobert Jordan, amenazando alchófer con la pistola—. Sube ahoramismo, te digo.

Justamente entonces vio alhombre que salía de detrás deledificio. Llevaba un abrigo muylargo y la cabeza al aire; teníacabellos grises, pómulos salientes yojos hundidos y muy cerca uno de

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otro. Llevaba en la mano un paquetede Chesterfield, y sacando uncigarrillo se lo ofreció a RobertJordan que, con el cañón de lapistola, empujaba al chóferobligándole a subir al cocheblindado.

—Un momento, camarada —dijo a Robert Jordan, en español—.¿Puede usted explicarme algo sobrela batalla?

Robert Jordan cogió el cigarroque se le tendía y se lo guardó en elbolsillo de su mono azul demecánico. Había reconocido alcamarada por las fotografías. Era el

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economista británico.—Vete a la mierda —le dijo en

inglés. Luego, dirigiéndose alconductor, en español—: Tira paraabajo, hacia la plaza.¿Comprendes? —Y había cerradola pesada portezuela con un fuertegolpe. Empezaron a descender porla larga pendiente, mientras lasbalas repiqueteaban contra loscostados del coche, haciendo unruido como de cascotes arrojadoscontra una caldera de hierro. Luegola ametralladora abrió fuego con unmartilleo continuo. Se detuvieron al

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llegar al arrimo de la plaza, endonde los carteles de la últimacorrida de octubre se exhibían aúnjunto a las ventanillas, al lado dellugar donde estaban las cajas demuniciones apiladas y ya abiertas.Los camaradas, armados de fusiles,con las bombas en los cinturones yen los bolsillos, los aguardaban, yMontero había dicho: «Bueno, yatenemos el tanque. Ahora podemosatacar».

Después, aquella misma noche,cuando se tomaron las últimascasas de la colina, Jordan, tumbadocómodamente detrás de una cómoda

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pared de ladrillos, en la que habíaun agujero abierto, que servía derefugio y de tronera, contemplaba elhermoso campo de tiro que seextendía entre ellos y el reborde adonde los fascistas se habíanretirado, y pensaba con unasensación de comodidad casivoluptuosa en la cresta de la colina,en donde había un hotelitodestrozado que protegía su flancoizquierdo. Se había acostado sobreun montón de paja, con las ropashúmedas de sudor, y se habíaenvuelto en una manta para secarse.Tumbado allí, pensó en el

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economista y se echó a reír. Luegose arrepintió de su descortesía.Pero en el momento en que elhombre le había tendido uncigarrillo en pago de sus informes,el odio del combatiente hacia elque no combate se había adueñadode él.

Se acordaba del Gaylord y deKarkov hablando de aquel hombre.

—De manera que se encontróusted con él —dijo Karkov—. Yono pasé del Puente de Toledo aqueldía. Él estuvo, por lo demás, muycerca del frente. Creo que fue su

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último día de bravura. Se fue deMadrid a la mañana siguiente. Fueen Toledo donde se comportó conmás bravura, por lo que creo. EnToledo estuvo formidable. Fue unode los artífices de la toma delAlcázar. Tenía usted que haberlevisto en Toledo. Creo que granparte de nuestro éxito en aquellugar se lo debemos a sus consejosy a sus esfuerzos. Fue la porciónmás estúpida de la guerra. Allí sellegó al límite de la tontería. Pero,dígame, ¿qué se piensa de él enAmérica?

—En América —había dicho

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Robert Jordan— se cree que estámuy bien con Moscú.

—No lo está —dijo Karkov—;pero tiene una cara magnífica y suaspecto y sus modales consiguengran éxito. Con una cara como lamía no se puede ir muy lejos. Lopoco que he logrado ha sido adespecho de mi cara, ya que nadieme quiere ni tiene confianza en mí acausa de ella. Pero ese tipo,Mitchell, tiene una cara que es unafortuna. Es una cara de conspirador.Todos los que saben algo deconspiradores, por haberlo leído enlos libros, tienen pronto confianza

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en él. Y además tiene modales deconspirador. No se le puede verentrar en una habitación sin creerinmediatamente que se está enpresencia de un conspirador deprimer orden. Todos esoscompatriotas ricos de usted quesentimentalmente quieren ayudar ala Unión Soviética, según creen, oasegurarse contra un éxito triunfaldel partido, ven en seguida en lacara de ese hombre y en susmodales a alguien que no puedemenos de ser un agente de todaconfianza del Komintern.

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—¿Y no tiene relaciones conMoscú?

—No. Oiga, camarada Jordan,¿conoce usted la broma sobre lasdos especies de idiotas?

—¿El idiota corriente y elfastidioso?

—No. Las dos clases de idiotasque tenemos nosotros en Rusia. —Karkov sonrió y prosiguió diciendo—: Primeramente, está el idiota deinvierno. El idiota de invierno llegaa la puerta de tu casa y la golpearuidosamente. Sales a abrirle y, alverle, te das cuenta de que no leconoces. Tiene un aspecto

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impresionante. Es un gran tipo conbotas altas, abrigo de piel, gorro depiel y llega enteramente cubierto denieve. Comienza sacudiéndose lasbotas y quitándose la nieve. Luegose quita su abrigo de piel, lo sacudey cae más nieve. Luego se quita sugorro de piel y lo sacude contra lapuerta. Cae más nieve de susombrero de piel. Luego, golpeacon sus botas y entra en el salón.Entonces le miras y ves que es unidiota. Es el idiota de invierno. Enverano vemos un idiota que va calleabajo sacudiendo los brazos y

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volviendo la cabeza a uno y otrolado, y cualquiera reconoce adoscientos metros que es idiota. Esel idiota de verano. Pues bien, eseeconomista es un idiota de invierno.

—Pero ¿por qué confían en éllas gentes de por aquí? —preguntóRobert Jordan.

—Por su cara —repuso Karkov—. Por su magnífica gueule deconspirateur, por su jeta deconspirador y por su extraordinariatreta de llegar siempre de otraparte, en donde es muy consideradoy muy importante. Desde luego —añadió, sonriendo— hay que viajar

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mucho para que esa treta tenga éxitocontinuo. Pero usted sabe loextraños que son los españoles —prosiguió Karkov—. Este gobiernoes muy rico. Tiene mucho oro. Perono da nada a los amigos. ¿Usted esamigo? Muy bien, usted hará lo queestá haciendo por nada y no debeesperar ninguna recompensa. Pero alas gentes que representan una firmaimportante o un país que no estábien dispuesto y que convienepropiciar, a esas gentes les dantodo lo que quieran. Resulta muyinteresante cuando se puede seguirde cerca este fenómeno.

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—A mí no me agrada. Además,ese dinero pertenece a lostrabajadores españoles.

—No es cosa de que le guste ono le guste. Lo único que se esperade usted es que lo entienda —ledijo Karkov—. Siempre que le veole enseño algo nuevo, y puedeocurrir que, con el tiempo, llegue atener una buena educación. Seríamuy interesante para usted, siendoprofesor, estar bien educado.

—No sé si seré profesorcuando vuelva a casa.Probablemente me echarán por

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rojo.—Bueno, entonces podrá usted

ir a la Unión Soviética a proseguirsus estudios. Será acaso la mejorsolución para usted.

—¡Pero si mi especialidad es elespañol!

—Hay muchos países en dondese habla español —dijo Karkov—.Y no deben de ser todos tandifíciles de entender como España.Tiene usted que recordar, además,que desde hace nueve meses no esusted profesor. En nueve meses haaprendido usted quizás un nuevooficio. ¿Cuántos libros de

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dialéctica ha leído usted?—He leído el Manual del

Marxismo, de Emil Burns. Nadamás que eso.

—Si lo ha leído usted hasta elfinal, es un buen comienzo. Tienemil quinientas páginas y puede unoentretenerse en cada una de ellas unpoco de tiempo. Pero hay otrascosas que debiera usted leer.

—No tengo tiempo de leerahora.

—Ya lo sé —dijo Karkov—.Quiero decir después. Hay muchascosas que conviene leer paracomprender algo de lo que está

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pasando. De todo ello saldrá un díaun libro, un libro que será muy útily que explicará muchas cosas quehay que saber. Quizá lo escriba yo.Confío en ser yo quien lo escriba.

—No sé quién podría hacerlomejor.

—No me adule usted —dijoKarkov—. Yo soy periodista; pero,como todos los periodistas,quisiera hacer literatura. En estosmomentos estoy muy ocupado en untrabajo sobre Calvo Sotelo. Era unverdadero fascista, un verdaderofascista español. Franco y todos los

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demás no lo son. He estadoestudiando todos los escritos y losdiscursos de Calvo Sotelo. Era muyinteligente y fue muy inteligente elque le mataran.

—Yo creía que usted no erapartidario del asesinato político.

—Se practica muy a menudo —explicó Karkov—. Muy a menudo.

—Pero…—No creemos en los actos

individuales de terrorismo —dijoKarkov, sonriendo—. Y todavíamenos, desde luego, cuando sonperpetrados por criminales o pororganizaciones

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contrarrevolucionarias. Odiamos ladoblez y la perfidia de esas hienasasesinas de destructoresbujarinistas y esos desechoshumanos, como Zinoviev,Kamenev, Rikov y sus secuaces.Odiamos y aborrecemos a esosenemigos del género humano —dijo, volviendo a sonreír—. Perocreo, sin embargo, que puedodecirle que el asesinato político seusa muy ampliamente.

—¿Quiere usted decir…?—No quiero decir nada. Pero,

indudablemente, ejecutamos yaniquilamos a esos verdaderos

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demonios, a esos desechoshumanos, a esos perros traidores degenerales y a esos repugnantesalmirantes indignos de la confianzaque se ha puesto en ellos.

»Todos ellos son destruidos; noasesinados. ¿Ve usted ladiferencia?

—La veo —dijo Robert Jordan.—Y porque gaste bromas de

vez en cuando, y usted sabe lopeligrosas que pueden resultar lasbromas, no crea que los españolesvan a dejar de lamentar el no haberfusilado a ciertos generales que

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ahora tienen mando de tropas.Aunque no me gustan losfusilamientos; ¿me hacomprendido?

—A mí no me importan —contestó Robert Jordan—; no megustan, pero no me importan.

—Ya lo sé —contestó Karkov—; ya me lo habían dicho.

—¿Cree usted que tieneimportancia? —preguntó RobertJordan—. Yo trataba solamente deser sincero.

—Es lamentable —replicóKarkov—; pero es una de las cosasque hacen que se tenga por seguras

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a gentes que, de otro modo,tardarían mucho tiempo en serclasificadas dentro de esacategoría.

—¿Se me considera a mí deconfianza?

—En su trabajo, está ustedconsiderado como de muchaconfianza. Tendré que hablar conusted de vez en cuando para ver loque lleva dentro de la cabeza. Eslamentable que no hablemos nuncaseriamente.

—Mi cabeza está en suspensohasta que ganemos la guerra afirmóRobert Jordan.

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—Entonces es posible que nonecesite usted su mente en muchotiempo. Pero debiera preocuparsede ejercitarla un poco.

—Leo Mundo Obrero —dijoRobert Jordan, y Karkov respondió:

—Muy bien, está muy bien. Yotambién sé aceptar una broma.Además, hay cosas muy inteligentese n Mundo Obrero . Las únicascosas inteligentes que se han escritodurante esta guerra.

—Sí —afirmó Robert Jordan—; estoy de acuerdo con usted.Pero para hacerse una idea

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completa de lo que sucede no bastacon leer el periódico del partido.

—No —dijo Karkov—. Perono llegará usted a hacerse esa ideani aunque lea veinte periódicos, y,por otra parte, aunque llegue ahacérsela, no sabrá qué hacer conella. Yo tengo esa idea sin cesar yestoy intentando deshacerme deella.

—¿Cree usted que van tan mallas cosas?

—Van mejor de lo que han ido.Estamos desembarazándonos de lospeores. Pero queda muchapodredumbre. Estamos organizando

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ahora un gran ejército, y algunos delos elementos, como Modesto, elCampesino, Líster y Durán, son deconfianza. Más que de confianza,son magníficos. Ya lo verá usted. Yluego nos quedan todavía lasbrigadas, aunque su papel estávariando. Pero un ejércitocompuesto de elementos buenos yelementos malos no puede ganaruna guerra. Es preciso que todoshayan llegado a cierto desarrollopolítico. Es menester que sepantodos por qué se baten y laimportancia de aquello por lo quese baten. Es preciso que todos

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crean en la lucha y que todos acatenla disciplina. Hicimos un granejército de voluntarios sin habertenido tiempo para implantar ladisciplina que necesita un ejércitode esta clase a fin de conducirsebien bajo el fuego. Llamamos a esteun ejército popular; pero no tendránunca las bases de un ejércitopopular ni la disciplina de hierroque le hace falta. Ya lo verá usted;el método es muy peligroso.

—No está usted hoy muyoptimista.

—No —había dicho Karkov—;

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acabo de volver de Valencia, endonde he visto a mucha gente.Nunca se vuelve de Valencia muyoptimista. En Madrid se encuentrauno bien, se tiene por decente y nose piensa que pueda perderse laguerra. Valencia es otra cosa. Loscobardes que han huido de Madridsiguen gobernando allí. Se haninstalado como el pez en el agua enla incuria y la burocracia. Nosienten más que desprecio por losque se han quedado en Madrid. Suobsesión ahora es el debilitamientodel comisariado de guerra. YBarcelona. ¡Hay que ver lo que es

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Barcelona!—¿Cómo es?—Es una opereta. Al principio,

aquello era el paraíso de loschalados y de los revolucionariosrománticos. Ahora es el paraíso delos soldaditos. De los soldaditosque gustan de pavonearse deuniforme, que gustan de farolear yde llevar pañuelos rojinegros. Queles gusta todo de la guerra menosbatirse. Valencia es para vomitar;Barcelona, para morirse de risa.

—¿Y la revuelta del POUM?—El POUM no fue nunca una

cosa seria. Fue una herejía de

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chalados y de salvajes, y en elfondo no fue más que un juego deniños. Había allí gentes valerosas,pero mal dirigidas. Había uncerebro de buena calidad y un pocode dinero fascista. No mucho.¡Pobre POUM! En conjunto, unosidiotas.

—Pero hubo muchos muertos enla revuelta.

—Menos de los que fueronfusilados después y de los queserán fusilados todavía. El POUMlleva bien su nombre. No es unacosa seria. Hubieran debido

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llamarle la R. O. Ñ. A. o el S. A. R.A. M. P. I. Ó. N., aunque no escierto; el sarampión es máspeligroso. Puede afectar a la vista yal oído. Pero ¿sabía usted quehabían organizado un complot paramatarme a mí, para matar a Walter,para matar a Modesto y para matara Prieto? Ya ve usted cómo loconfundían todo. No somos todosdel mismo pelaje. ¡Pobre POUM!No han matado jamás a nadie; ni enel frente ni en ninguna parte. Bueno,en Barcelona, sí, a algunos.

—¿Estuvo usted allí entonces?—Sí. Envié un artículo por

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cable describiendo la corrupciónde aquella infame turba de asesinostrotskistas y sus abyectasmaquinaciones fascistas; pero entrenosotros le diré que el POUM no esuna cosa seria. Nin era el único quevalía algo. Le atrapamos, pero senos escapó de las manos.

—¿Dónde está ahora?—En París. Nosotros decimos

que está en París. Era un tipo muysimpático, pero tenía aberracionesen materia política.

—Y tenían contactos con losfascistas, ¿no es así?

—¿Y quién no los tiene?

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—Nosotros.—¡Quién sabe! Espero que no.

Usted pasa con frecuencia al otrolado de sus líneas —dijo sonriendo—. La semana pasada, el hermanode uno de los secretarios de laembajada republicana en París hizoun viaje a San Juan de Luz paraencontrarse con gentes de Burgos.

—Me gusta más el frente —había dicho Robert Jordan—.Cuanto más cerca se está del frente,mejores son las personas.

—¿Le gusta a usted moversedetrás de las líneas fascistas?

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—Mucho; tenemos gentes muybuenas por allí.

—Bueno, como usted sabe,ellos deben de tener también gentesmuy buenas detrás de nuestraslíneas. Les echamos el guante y losfusilamos, y ellos echan el guante alos nuestros y los fusilan. Cuandousted se encuentre con ellos, piensesiempre en la cantidad de gentesque deben enviar ellos para acá.

—Ya he pensado en ello.—Muy bien —había dicho

Karkov—. Bueno, usted ya hapensado bastante por hoy. Vamos,acabe con ese jarro de cerveza y

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lárguese, porque tengo que ir a vera la gente de arriba. Los grandespersonajes. Y vuelva usted pronto.

«Sí —pensaba Robert Jordan—, se aprende mucho en elGaylord». Karkov había leído elúnico libro suyo publicado hastaentonces. El libro no había sido unéxito. No tenía más que doscientaspáginas y no lo habían leído ni dosmil personas. Jordan había puestoen él todo lo que había descubiertoen España en diez años de viaje apie, en vagones de tercera clase, enautobús, a caballo, a lomo de mula

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y en camiones. Conocía bien el PaísVasco, Navarra, Galicia, Aragón,las dos Castillas y Extremadura.Había libros tan buenos, como losescritos por Borrow, Ford y otros,que él no había sido capaz deañadir gran cosa. Pero Karkovhabía dicho que el libro era bueno.

—Es por eso por lo que metomo la pena de interesarme porusted. Me parece que escribe ustedde una manera absolutamenteverídica. Y eso es una cosa muyrara. Por ello me gustaría quesupiese usted ciertas cosas.

Muy bien, escribiría un libro

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cuando todo concluyese. Escribiríasólo sobre las cosas que conocíarealmente y que conocía bien.«Pero sería conveniente que fueseun escritor mejor de lo que soyahora para entendérmelas con todoello». Las cosas que había llegadoa conocer durante aquella guerra noeran nada sencillas.

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Capítulo XIX

—¿QUÉ HACES AHÍ SENTADO? —lepreguntó María. Estaba de pie,junto a él, y Jordan volvió lacabeza y le sonrió.

—Nada —dijo—; estabapensando.

—¿En qué? ¿En el puente?—No. Lo del puente está

concluido. Estaba pensando en ti,en un hotel de Madrid donde hayrusos, que son amigos míos, y en unlibro que algún día escribiré.

—¿Hay muchos rusos en

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Madrid?—No, muy pocos.—Pero en los periódicos

fascistas se dice que hay cientos demiles.

—Es mentira. Hay muy pocos.—¿Te gustan los rusos? El que

estuvo aquí era un ruso.—¿Te gustó a ti?—Sí. Estaba enferma aquel día;

pero me pareció muy guapo y muyvaliente.

—Muy guapo. ¡Qué tontería! —dijo Pilar—. Tenía la narizaplastada como la palma de mimano y la cara como el culo de una

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oveja.—Era un buen amigo mío y un

camarada —dijo Robert Jordan aMaría—. Yo le quería mucho.

—Claro —dijo Pilar—; por esole mataste.

Al oír estas palabras, los queestaban jugando a las cartaslevantaron la cabeza y Pablo miró aRobert Jordan fijamente. Nadie dijonada, pero al cabo de un momentoRafael el gitano, preguntó:

—¿Es eso verdad, Roberto?—Sí —dijo Robert Jordan.

Lamentaba que Pilar lo hubiese

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dicho y hubiera deseado no haberlocontado en el campamento delSordo—. Lo hice a petición suya:estaba gravemente herido.

—¡Qué cosa más rara! —dijo elgitano—. Todo el tiempo queestuvo con nosotros se lo pasóhablando de esa posibilidad. No sécuántas veces le prometí que lemataría yo. ¡Qué cosa más rara! —insistió, moviendo la cabeza.

—Era un hombre muy raro —dijo Primitivo—. Muy particular.

—Escucha —dijo Andrés, unode los dos hermanos—, tú que eresprofesor y todo eso, ¿crees que un

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hombre puede saber lo que va aocurrirle?

—Estoy seguro de que no puedesaberlo —dijo Robert Jordan.Pablo le contemplaba concuriosidad y Pilar le miraba sin queen su rostro se reflejase ningunaexpresión—. En el caso de esecamarada ruso lo que sucedió fueque se había puesto muy nervioso afuerza de estar demasiado tiempoen el frente. Se había batido enIrún, donde, como sabéis, la cosaestuvo muy fea. Muy fea. Se batióluego en el Norte. Y cuando losprimeros grupos que trabajan detrás

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de las líneas se formaron, trabajóaquí, en Extremadura y enAndalucía. Creo que estaba muycansado y nervioso y se imaginabacosas raras.

—Debió de ver seguramentecosas muy feas —dijo Fernando.

—Como todo el mundo —dijoAndrés—. Pero óyeme, inglés:¿crees que puede haber algo comoeso, un hombre que sabe deantemano lo que va a sucederle?

—Pues claro que no —fue larespuesta de Robert Jordan—; esono es más que ignorancia y

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superstición.—Continúa —dijo Pilar—.

Escuchemos lo que va a decirnos elprofesor. —Le hablaba como sehabla a un niño listo.

—Creo que el miedo producevisiones de horror —dijo RobertJordan—. Viendo señales de malagüero…

—Como los aviones de estamañana —dijo Primitivo.

—Como tu llegada —añadiósuavemente Pablo desde el otrolado de la mesa.

Robert Jordan le miró y vio queno era una provocación, sino algo

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pensado sencillamente en alta voz.Entonces prosiguió:

—Cuando el que tiene miedo veuna señal de mal agüero, serepresenta su propio fin y le pareceque lo está adivinando, cuando enrealidad no hace más queimaginárselo. Creo que no es másque eso —concluyó—. No creo enogros, adivinos ni en cosassobrenaturales.

—Pero aquel tipo de nombreraro vio claramente su destino —dijo el gitano—. Y así fue comoocurrió.

—No lo vio —dijo Robert

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Jordan—. Tenía miedo de quepudiera ocurrirle semejantepercance y el temor se convirtió enobsesión. Nadie podráconvencerme de que llegó a vernada.

—¿Ni yo? —preguntó Pilar.Recogiendo un puñado de polvo deal lado del fuego, lo sopló despuésen la palma de la mano—. ¿Ni yotampoco?

—No. Con todas tus brujerías,tu sangre gitana y todo lo demás, nopodrás convencerme.

—Porque eres un milagro de

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sordera —dijo Pilar, cuyo enormerostro parecía más grande y másrudo a la luz de la vela—. No esque seas un idiota. Eressimplemente sordo. Un sordo nopuede oír la música. No puede oírla radio. Entonces, como no lasoye, como no las ha oído nunca,dice que esas cosas no existen.¡Qué va, inglés! Yo he visto lamuerte de aquel muchacho denombre tan raro en su cara, como sihubiera estado marcada con unhierro candente.

—Tú no has visto nada de nada—afirmó Robert Jordan—. Tú has

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visto sencillamente el miedo y laaprensión. El miedo originado porlas cosas que tuvo que pasar. Laaprensión, por la posibilidad deque ocurriese el mal que imaginaba.

—¡Qué va! —repuso Pilar—.Vi la muerte tan claramente como siestuviera sentada sobre sushombros. Y aún más: sentí el olorde la muerte.

—El olor de la muerte —seburló Robert Jordan—. Sería elmiedo. Hay un olor a miedo.

—De la muerte —insistió Pilar—. Oye, cuando Blanquet, el másgrande de los peones de brega que

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ha habido, trabajaba a las órdenesde Granero, me contó que el día dela muerte de Manolo, al ir a entraren la capilla, camino de la plaza, elolor a muerte que despedía era tanfuerte, que casi puso malo aBlanquet. Y él había estado conManolo en el hotel, mientras sebañaba y se vestía, antes de salircamino de la plaza. El olor no sesentía en el automóvil, mientrasestuvieron sentados juntos yapretados todos los que iban a lacorrida. Ni lo percibió nadie en lacapilla, salvo Juan Luis de la Rosa.

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Ni Marcial ni Chicuelo sintieronnada, ni entonces ni cuando sealinearon para el paseíllo. PeroJuan Luis estaba blanco como uncadáver, según me contó Blanquet,y este le preguntó:

»—¿Qué, tú también?»—Tanto, que no puedo ni

respirar —le contestó Juan Luis—.Y viene de tu patrono.

»—Pues nada —dijo Blanquet—; no hay nada que podamos hacer.Esperemos que nos hayamosequivocado.

»—¿Y los otros? —preguntóJuan Luis a Blanquet.

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»—Nada —dijo Blanquet—;nada. Pero ese huele peor que Joséen Talavera.

»Y por la tarde, el toro llamadoPocapena, de Veragua, deshizo aManolo contra los tablones de labarrera, frente al tendido número 2,en la plaza de toros de Madrid. Yoestaba allí, con Finito, y lo vi, y elcuerno le destrozó enteramente elcráneo, cuando tenía la cabezaencajada en el estribo, al pie de labarrera, adonde le había arrojadoel toro.

—Pero ¿tú oliste algo? —preguntó Fernando.

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—No —repuso Pilar—. Estabademasiado lejos. Estábamos en lafila séptima del tendido 3. Por estarallí, en aquel lugar, pude verlotodo. Pero esa misma noche,Blanquet, que también trabajabacon Joselito cuando le mataron, selo contó todo a Finito en Fornos, yFinito le preguntó a Juan Luis de laRosa si era cierto. Pero Juan Luisno quiso decir nada. Sólo asintiócon la cabeza. Yo estaba delantecuando ocurrió, así que, inglés,puede ser que seas sordo paraalgunas cosas, como Chicuelo y

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Marcial Lalanda y todos losbanderilleros y picadores y el restode la gente de Juan Luis y ManuelGranero lo fueron en esa ocasión.Pero ni Juan Luis ni Blanquet eransordos. Y yo tampoco lo soy; nosoy sorda para esas cosas.

—¿Por qué dices sorda cuandose trata de la nariz? —preguntóFernando.

—Leche —exclamó Pilar—;eres tú quien debiera ser elprofesor, en lugar del inglés. Peroaún podría contarte cosas, inglés, yno debes dudar de una cosa porqueno puedas verla ni oírla. Tú no

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puedes oír lo que oye un perro nioler lo que él huele. Pero ya hastenido de todas maneras unaexperiencia de lo que puedeocurrirle a un hombre.

María apoyó la mano en elhombro de Robert Jordan y lamantuvo allí. Robert Jordan pensóde repente: «Dejémonos detonterías y aprovechemos el tiempodisponible». Pero despuésrecapacitó: era demasiado pronto.Había que apurar lo que aúnquedaba de la velada. Así es quepreguntó, dirigiéndose a Pablo:

—¡Eh, tú!, ¿crees en estas

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brujerías?—No lo sé —respondió Pablo

—. Soy más bien de tu opinión.Nunca me ha ocurrido nadasobrenatural. Miedo sí que hepasado algunas veces, y mucho.Pero creo que Pilar puede adivinarlas cosas por la palma de la mano.Si no está mintiendo, es posible quehaya olido eso que dice.

—¡Qué va! —contestó Pilar—.¡Qué voy a mentir! No soy yo la quelo ha inventado. Ese Blanquet eraun hombre muy serio y, además,muy devoto. No era gitano, sino un

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burgués de Valencia. ¿Le has vistoalguna vez?

—Sí —replicó Robert Jordan—; le he visto muchas veces. Erapequeño, de cara grisácea, pero nohabía nadie que manejase la capacomo él. Se movía como un gamo.

—Justo —dijo Pilar—. Teníala cara gris por una enfermedad delcorazón y los gitanos decían quellevaba la muerte consigo, aunqueera capaz de apartarla de uncapotazo, con la misma facilidadcon que tú limpiarías el polvo deesta mesa. Y él, aunque no eragitano, sintió el olor de muerte que

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despedía José en Talavera. No sécómo pudo notarlo por encima delolor a manzanilla. Pero Blanquethablaba de aquello con muchasvacilaciones y los que entonces leescuchaban dijeron que todo esoeran fantasías, y que lo que habíaolido era el olor que exhalabaJoselito de los sobacos, por la malavida que llevaba. Pero más tardevino eso de Manolo Granero, en loque participó también Juan Luis dela Rosa. Desde luego, Juan Luis noera muy decente, pero tenía muchahabilidad en su trabajo y tumbaba alas mujeres mejor que nadie.

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Blanquet era serio y muy tranquiloy completamente incapaz de contaruna mentira. Y yo te digo que sentíel olor de la muerte cuando tucompañero estuvo aquí.

—No lo creo —insistió RobertJordan—. Además, has dicho queBlanquet lo había olido antes delpaseíllo. Unos momentos antes deque la corrida comenzase. Peroaquí Kashkin y vosotros salisteisbien de lo del tren. Kashkin nomurió entonces. ¿Cómo pudisteolerlo?

—Eso no tiene nada que ver —

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exclamó Pilar—. En la últimatemporada de Ignacio SánchezMejías olía tan fuertemente amuerte, que muchos se negaban asentarse junto a él en el café. Todoslos gitanos lo sabían.

—Se inventan esas cosasdespués —arguyó Robert Jordan—;después que el tipo se ha muerto.Todo el mundo sabía que IgnacioSánchez Mejías estaba a pique derecibir una cornada, porque habíapasado mucho tiempo sinentrenarse, porque su estilo erapesado y peligroso, y porque lafuerza y la agilidad le habían

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desaparecido de las piernas y susreflejos no eran lo que habían sidoantes.

—Desde luego —reconocióPilar—. Todo eso es verdad. Perotodos los gitanos estaban enteradosde que olía a muerte, y cuandoentraba en Villa Rosa había que vera personas como Ricardo y FelipeGonzález, que se escabullían por lapuerta de atrás.

—Quizá le debieran dinero —comentó Robert Jordan.

—Es posible —aseveró Pilar—. Es muy posible. Pero tambiénlo olían. Y lo sabían todos.

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—Lo que dice ella es verdad,inglés —dijo Rafael, el gitano—.Es cosa muy sabida entre nosotros.

—No creo una sola palabra —dijo Robert Jordan.

—Oye, inglés —comenzó adecir Anselmo—, yo estoy encontra de todas esas brujerías. Peroesta Pilar tiene fama de sabermucho de esas cosas.

—Pero ¿a qué huele? —inquirió Fernando—. ¿Qué olortiene eso? Si hay un olor a muerte,tiene que oler a algo determinado.

—¿Quieres saberlo,

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Fernandito? —preguntó Pilar,sonriendo—. ¿Crees que podríasolerlo tú?

—Si esa cosa existe realmente,¿por qué no habría de olerla yotambién como otro cualquiera?

—¿Por qué no? —se burlóPilar, cruzando sus anchas manossobre las rodillas—. ¿Has estadoalguna vez en algún barco?

—No. Ni ganas.—Entonces podría suceder que

no lo reconocieras. Porque, enparte, es el olor de un barco cuandohay tormenta y se cierran lasescotillas. Si pones la nariz contra

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la abrazadera de cobre de unaescotilla bien cerrada, en un barcoque va dando bandazos, cuando teempiezas a encontrar mal y sientesun vacío en el estómago, sabrás loque es ese olor.

—No podría reconocerlo,porque nunca he estado en un barco—dijo Fernando.

—Yo he estado en un barcomuchas veces —dijo Pilar—. Parair a México y a Venezuela.

—Bueno, y aparte de eso,¿cómo es el olor? —preguntóRobert Jordan. Pilar, que estabadispuesta a rememorar

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orgullosamente sus viajes, le miróburlonamente.

—Está bien, inglés. Aprende.Eso es, aprende. Buena falta tehace. Voy a enseñarte yo. Bueno,después de lo del barco, tienes quebajar muy temprano al Mataderodel Puente de Toledo, en Madrid, yquedarte allí, sobre el suelo mojadopor la niebla que sube delManzanares, esperando a las viejasque acuden antes del amanecer abeber la sangre de las bestiassacrificadas. Cuando una de esasviejas salga del Matadero, envuelta

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en su mantón, con su cara gris y losojos hundidos y los pelos esos de lavejez en las mejillas y en el mentón,esos pelos que salen de su cara decera como los brotes de una patatapodrida y que no son pelos, sinobrotes pálidos en la cara sin vida,bien, inglés, acércate, abrázalafuertemente y bésala en la boca. Yconocerás la otra parte de la queestá hecho ese olor.

—Eso me ha cortado el apetito—protestó el gitano—. Lo de losbrotes ha sido demasiado.

—¿Quieres seguir oyendo? —preguntó Pilar a Robert Jordan.

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—Claro que sí —contestó él—.Si es necesario que uno aprenda,aprendamos.

—Eso de los brotes en la carade la vieja me pone malo —repitióel gitano—. ¿Por qué tiene queocurrir eso con las viejas, Pilar? Anosotros no nos pasa lo mismo.

—No —se burló Pilar—. Entrenosotros, las viejas, que hubieransido buenas mozas en su juventud, ano ser porque iban siempre tocandoel tambor gracias a los favores desu marido, ese tambor que todas lasgitanas llevan consigo…

—No hables así —dijo Rafael

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—; no está bien.—Vaya, te sientes ofendido —

comentó Pilar—. Pero ¿has vistoalguna vez una gitana que noestuviera a punto de tener unacriatura o que acabase de tenerla?

—Tú.—Basta —dijo Pilar—. Aquí

no hay nadie a quien no se puedaofender. Lo que yo estaba diciendoes que la edad trae la fealdad. Noes necesario entrar en detalles.Pero si el inglés quiere aprender adistinguir el olor de la muerte, tieneque irse al matadero por la mañana

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temprano.—Iré —dijo Robert Jordan—;

pero trataré de hacerme con eseolor mientras pasan, sin necesidadde besarlas. A mí también me danmiedo esos brotes, como a Rafael.

—Besa a una de esas viejas —insistió Pilar—; bésalas, inglés,para que aprendas, y cuando tengaslas narices bien impregnadas vete ala ciudad, y cuando veas un cajónde basura lleno de flores muertas,hunde la nariz en él y respira confuerza, para que ese olor se mezclecon el que tienes ya dentro.

—Ya está hecho —aseguró

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Robert Jordan—. ¿Qué flores tienenque ser?

—Crisantemos.—Sigue —dijo Robert Jordan

—. Ya los huelo.—Luego —prosiguió Pilar—,

es importante que sea un día deotoño con lluvia o, por lo menos,con algo de neblina, y si no, aprincipios de invierno. Y ahoraconviene que sigas cruzando laciudad y bajes por la calle de laSalud, oliendo lo que olerás cuandoestén barriendo las casas de putas yvaciando las bacinillas en lasalcantarillas, y con este olor a los

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trabajos de amor perdido, mezcladocon el olor dulzón del aguajabonosa y el de las colillas, en tusnarices, vete al Jardín Botánico, endonde, por la noche, las chicas queno pueden trabajar en su casa,hacen su oficio contra las rejas delparque y sobre las aceras. Allí, a lasombra de los árboles, contra lasrejas del parque, es donde ellassatisfacen todos los deseos de loshombres, desde los requerimientosmás sencillos, al precio de diezcéntimos, hasta una peseta, por esegrandioso acto gracias al cual

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nacemos. Y allí, sobre algún lechode flores que aún no hayan sidoarrancadas para el trasplante, y quehacen la tierra mucho más blandaque el pavimento de las aceras,encontrarás abandonado algún sacode arpillera, en el que se mezclanlos olores de la tierra húmeda, delas flores mustias y de las cosasque se hicieron aquella noche allí.En ese saco estará la esencia detodo, de la tierra muerta, de lostallos de las flores muertas y de suspétalos podridos y del olor que es aun tiempo el de la muerte y el delnacimiento del hombre. Meterás la

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cabeza en ese saco y tratarás derespirar dentro de él.

—No.—Sí —dijo Pilar—. Meterás la

cabeza en ese saco y procurarásrespirar dentro de él, y entonces, sino has perdido el recuerdo de losotros olores, cuando aspiresprofundamente conocerás el olor dela muerte que ha de venir tal ycomo nosotros la reconocemos.

—Muy bien —dijo RobertJordan—. ¿Y dices que Kashkinolía a todo eso cuando estuvo aquí?

—Sí.—Bueno —exclamó Robert

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Jordan, gravemente—; si todo esoes verdad, hice bien en pegarle untiro.

—¡Olé! —exclamó el gitano.Los otros soltaron la carcajada.

—Muy bien —aprobó Primitivo—. Eso la mantendrá callada unbuen rato.

—Pero, Pilar —observóFernando—, no esperarás que nadiecon la educación de don Robertovaya a hacer unas cosas tan feas.

—No —reconoció Pilar.—Todo eso es absolutamente

repugnante.

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—Sí —asintió ella.—No esperarás que realice

esos actos degradantes, ¿verdad?—No —contestó Pilar—. Anda,

vete a la cama, ¿quieres?—Pero, Pilar… —siguió

Fernando.—Calla la boca. ¿Quieres? —

exclamó Pilar, agriamente. Depronto se había enfadado—. Nohagas el idiota y yo aprenderé a nohacer el idiota otra vez,poniéndome a hablar con gente queno es capaz de entender lo que unaestá diciendo.

—Confieso que no lo entiendo

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—reconoció Fernando.—No confieses nada y no trates

de comprender —dijo Pilar—.¿Está nevando todavía?

Robert Jordan se acercó a laboca de la cueva y, levantando lamanta, echó una ojeada al exterior.La noche estaba clara y fría y lanieve había dejado de caer. Miró através de los troncos de losárboles, vio la nieve caída entreellos, formando un manto blanco, y,elevando los ojos, vio por entre lasramas el cielo claro y límpido. Elaire áspero y frío llenaba sus

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pulmones al respirar.«El Sordo va a dejar muchas

huellas si ha robado los caballosesta noche», pensó. Y dejando caerla manta, volvió a entrar en lacueva llena de humo.

—Ha aclarado —dijo—. Latormenta ha terminado.

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Capítulo XX

ESTABA TUMBADO EN LA OSCURIDAD

esperando que llegase la muchacha.No soplaba el viento y los pinosestaban inmóviles en la noche. Lostroncos oscuros surgían de la nieveque cubría el suelo y él estaba allí,tendido en el saco de dormir,sintiendo bajo su cuerpo laelasticidad del lecho que se habíafabricado, con las piernas estiradaspara gozar de todo el calor delsaco, el aire vivo y fríoacariciándole la cabeza y

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penetrando por las narices. Bajo lacabeza, tumbado como estaba decostado, tenía el envoltorio hechocon su pantalón y su chaquetaenrollados alrededor de suszapatos, a guisa de almohada, y,junto a la cadera, el contacto frío ymetálico de la pistola, que habíasacado de su funda al desnudarse yhabía atado con una correa a sumuñeca derecha. Apartó la pistola yse dejó caer más adentro en el saco,con los ojos fijos más allá de lanieve en la hendidura negra quemarcaba la entrada de la cueva. Elcielo estaba claro y la nieve

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reflejaba la suficiente luz comopara poder distinguir los troncos delos árboles y las masas de las rocasen el lugar donde se abría la cueva.

Poco antes de acostarse habíacogido un hacha, había salido de lacueva y, pisando la nieve reciéncaída, había ido hasta la linde delclaro y derribado un pequeñoabeto. Había arrastrado el abeto enla oscuridad hasta la pared delmuro rocoso. Allí lo había puestode pie, y, sosteniendo con una manoel tronco, le había ido despojandode todas las ramas. Luego, dejando

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estas amontonadas, depositó eltronco desnudo sobre la nieve yvolvió a la cueva para coger unatabla que había visto apoyadacontra la pared. Con esa tabla habíaescarbado en la nieve al pie de lamuralla rocosa y, sacudiendo lasramas para despojarlas de la nieve,las había dispuesto en filas, comosi fueran las plumas de un colchón,unas encima de otras, hasta formarun lecho. Colocó luego el tronco alos pies de ese lecho de ramas,para mantenerlas en su sitio, y losujetó con dos cuñas puntiagudas,cortadas de la misma tabla.

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Luego volvió a la cueva,inclinándose bajo la manta parapasar y dejó el hacha y la tablacontra la pared.

—¿Qué estabas haciendoafuera? —preguntó Pilar.

—Estaba haciéndome una cama.—No cortes pedazos de mi

alacena para hacerte una cama.—Siento haberlo hecho.—No tiene importancia; hay

más tablones en el aserradero. ¿Quéclase de cama te has hecho?

—Al estilo de mi país.—Entonces, que duermas bien

—dijo ella.

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Robert Jordan había abierto unade las mochilas, había sacado elsaco de dormir, había puesto en susitio los objetos que estabanenvueltos en el saco y salió de lacueva con el envoltorio en la mano,agachándose luego para pasar pordebajo de la manta. Extendió elsaco sobre las ramas de manera quelos pies estuviesen contra el troncoy la cabeza descansara sobre lamuralla rocosa. Luego volvió aentrar en la cueva para recoger susmochilas; pero Pilar le dijo:

—Esas pueden dormir conmigo

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como anoche.—¿No se van a poner

centinelas? —preguntó Jordan—.La noche está clara y la tormenta hapasado.

—Irá Fernando —había dichoPilar.

María estaba en el fondo de lacueva y Robert Jordan no podíaverla.

—Buenas noches a todo elmundo —había dicho—. Voy adormir.

De los que estaban ocupadosextendiendo las mantas y los bultosen el suelo, frente al hogar, echando

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atrás mesas y asientos de cuero,para dejar espacio y acomodarse,sólo Primitivo y Andrés levantaronla cabeza para decir:

—Buenas noches.Anselmo estaba ya dormido en

un rincón, tan bien envuelto en sucapa y en su manta, que ni siquierase le veía la punta de la nariz.Pablo dormía en su sitio.

—¿Quieres una piel de corderopara tu cama? —preguntó Pilar envoz baja a Robert Jordan.

—No. Muchas gracias. No mehace falta.

—Que duermas a gusto —dijo

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ella—. Yo respondo de tu material.Fernando había salido con él.

Se había detenido un instante en ellugar donde Jordan había extendidoel saco de dormir.

—¡Qué idea más rara la dedormir al sereno, don Roberto! —había dicho, de pie, en laoscuridad, envuelto en su capotehasta las cejas y con la carabinasobresaliendo por detrás de laespalda.

—Tengo costumbre de hacerloasí. Buenas noches.

—Desde el momento en que

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tiene usted la costumbre…—¿Cuándo es el relevo?—A las cuatro.—Va a pasar usted mucho frío

de aquí a entonces.—Tengo costumbre —dijo

Fernando.—Desde el momento en que

tiene usted costumbre… —habíarespondido cortésmente RobertJordan.

—Sí —había dicho Fernando—, y ahora tengo que irme alláarriba. Buenas noches, donRoberto.

—Buenas noches, Fernando.

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Luego Robert Jordan se hizouna almohada con la ropa que sehabía quitado, se metió en el sacoy, allí tumbado, se puso a esperar.Sentía la elasticidad de las ramasbajo la cálida suavidad del sacoacolchado, y con el corazónpalpitándole y los ojos fijos en laentrada de la cueva, más allá de lanieve, esperaba.

La noche era clara y su cabezaestaba tan fría y tan clara como elaire. Respiraba el olor de las ramasde pino bajo su cuerpo, de lasagujas de pino aplastadas y el olormás vivo de la resina que rezumaba

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de las ramas cortadas. Y pensó:«Pilar y el olor de la muerte. A mí,el olor que me agrada es este. Estey el del trébol recién cortado y elde la salvia con las hojasaplastadas por mi caballo cuandocabalga detrás del ganado, y el olordel humo de la leña y de las hojasque se queman en el otoño. Eseolor, el de las humaredas que selevantan de los montones de hojasalineados a lo largo de las calles deMissoula, en el otoño, debe ser elolor de la nostalgia. ¿Cuál es el quetú prefieres? ¿El de las hierbas

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tiernas con que los indios tejen suscestos? ¿El del cuero ahumado? ¿Elolor de la tierra en primavera,después de un chubasco? ¿El delmar que se percibe cuando caminasentre los tojos en Galicia? ¿O el delviento que sopla de tierra alacercarse a Cuba en medio de lanoche? Ese olor es el de los cactusen flor, el de las mimosas y el delas algas. ¿O preferirías el deltocino, friéndose para el desayuno,por las mañanas, cuando estáshambriento? ¿O el del café? ¿O elde una manzana Jonathan, cuandohincas los dientes en ella? ¿O el de

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la sidra en el trapiche? ¿O el delpan sacado del horno? Debes detener hambre». Así pensó y setumbó de costado y observó laentrada de la cueva a la luz de lasestrellas, que se reflejaban en lanieve.

Alguien salió por debajo de lamanta y Jordan pudo ver una siluetaque permanecía de pie junto a laentrada de la cueva. Oyó deslizarsea alguien sobre la nieve y pudo verque la silueta volvía a agacharse yentraba en la cueva.

«Supongo que no vendrá antesque estén todos dormidos. Es una

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pérdida de tiempo. La mitad de lanoche ha pasado ya. ¡Oh, María!Ven pronto, María; nos queda pocotiempo». Oyó el ruido sordo de lanieve que caía de una rama.Soplaba un viento ligero. Lo sentíasobre su rostro. Una angustia súbitale acometió ante la idea de quepudiera no llegar. El viento que seiba levantando, le recordaba quepronto llegaría la madrugada.Continuaba cayendo nieve de lasramas al mover el viento las copasde los árboles.

«Ven ahora, María. Ven, te lo

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ruego; ven en seguida. Ven ahora.No esperes. Ya no vale la pena queesperes a que se duerman losdemás».

Entonces la vio llegar, saliendode debajo de la manta que cubría laentrada de la cueva. Se quedóparada un instante, y aunque estabaseguro de que era la muchacha, nopodía ver lo que estaba haciendo.Silbó suavemente. Seguía casiescondida junto a la entrada de lacueva, entre las sombras queproyectaba la roca. Por fin seacercó corriendo, con sus largaspiernas sobre la nieve. Y un

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instante después estaba allí, derodillas, junto al saco, con lacabeza apretada contra la suyaquitándose la nieve de los pies. Lebesó y le tendió un paquete.

—Ponlo con tu almohada —ledijo—; me he quitado la ropa paraganar tiempo.

—¿Has venido descalza por lanieve?

—Sí —dijo ella—; sólo con micamisón de boda.

La apretó entre sus brazos y ellarestregó su cabeza contra subarbilla.

—Aparta los pies; los míos

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están muy fríos, Roberto.—Ponlos aquí y se te

calentarán.—No, no —dijo ella—. Ya se

calentarán solos. Pero ahora dimeen seguida que me quieres.

—Te quiero.—¡Qué bonito! Dímelo otra

vez.—Te quiero, conejito.—¿Te gusta mi camisón de

boda?—Es el mismo de siempre.—Sí. El de anoche. Es mi

camisón de boda.

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—Pon tus pies aquí.—No. Eso sería abusar. Ya se

calentarán solos. No tengo frío. Lanieve los ha enfriado y tú lossentirás fríos. Dímelo otra vez.

—Te quiero, conejito.—Yo también te quiero y soy tu

mujer.—¿Están dormidos?—No —respondió ella—; pero

no pude aguantar más. Y además,¿qué importa?

—Nada —dijo él. Y sintiendola proximidad de su cuerpo,esbelto, cálido y largo, añadió—:Nada tiene importancia.

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—Ponme las manos sobre lacabeza —dijo ella— y déjame versi sé besarte.

Preguntó luego:—¿Lo he hecho bien?—Sí —dijo él—; quítate el

camisón.—¿Crees que tengo que

hacerlo?—Sí, si no vas a sentir frío.—¡Qué va! Estoy ardiendo.—Yo también; pero después

puedes sentir frío.—No. Después seremos como

un animalito en el bosque, y tan

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cerca el uno del otro, que ningunopodrá decir quién es quién. ¿Sientesmi corazón latiendo contra el tuyo?

—Sí. Es uno sólo.—Ahora, siente. Yo soy tú y tú

eres yo, y todo lo del uno es delotro. Y yo te quiero; sí, te quieromucho. ¿No es verdad que nosomos más que uno? ¿Te dascuenta?

—Sí —dijo él—. Así es.—Y ahora, siente. No tienes

más corazón que el mío.—Ni piernas ni pies ni cuerpo

que no sean los tuyos.—Pero somos diferentes —dijo

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ella—. Quisiera que fuésemosenteramente iguales.

—No digas eso.—Sí. Lo digo. Era una cosa que

quería decirte.—No has querido decirlo.—Quizá no —dijo ella,

hablando quedamente, con la bocapegada a su hombro—. Pero quizásí. Ya que somos diferentes, mealegro de que tú seas Roberto y yoMaría. Pero si tuviera que cambiaralguna vez, a mí me gustaríacambiarme por ti. Quisiera ser tú;porque te quiero mucho.

—Pero yo no quiero cambiar.

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Es mejor que cada uno sea quien es.—Pero ahora no seremos más

que uno, y nunca existirá el unoseparado del otro. —Luego añadió—: Yo seré tú cuando no estésaquí. ¡Ay, cuánto te quiero… ytengo que cuidar de ti!

—María…—Sí.—María…—Sí.—María…—Sí, por favor.—¿No tienes frío?—No. Tápate los hombros con

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la manta.—María…—No puedo hablar.—Oh, María, María, María.Volvieron a encontrarse más

tarde, uno junto al otro, con lanoche fría a su alrededor,sumergidos en el calor del saco y lacabeza de María rozando la mejillade Robert Jordan. La muchachayacía tranquila, dichosa, apretadacontra él. Entonces ella le dijosuavemente:

—¿Y tú?—Como tú —dijo él.—Sí —convino ella—; pero no

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ha sido como esta tarde.—No.—Pero me gustó más. No hace

falta morir.—Ojalá —dijo él—. Confío en

que no.—No quise decir eso.—Lo sé. Sé lo que quisiste

decir. Los dos queremos decir lomismo.

—Entonces, ¿por qué has dichoeso en vez de lo que yo decía?

—Porque para un hombre esdistinto.

—Entonces me alegro mucho deque seamos diferentes.

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—Y yo también —dijo él—;pero he entendido lo que queríasdecir con eso de morirse. Hablécomo hombre por la costumbre. Hesentido lo mismo que tú.

—Hables como hables y seascomo seas, es así como te quiero.

—Y yo te quiero a ti y adoro tunombre, María.

—Es un nombre vulgar.—No —dijo él—. No es

vulgar.—¿Dormimos ahora? —

preguntó ella—. Yo me dormiría enseguida.

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—Durmamos —dijo élsintiendo la cercanía del cuerpoesbelto y cálido junto a sí,reconfortante, sintiendo quedesaparecía la soledadmágicamente, por el simplecontacto de costados, espaldas ypies, como si todo aquello fueseuna alianza contra la muerte. Ysusurró—: Duerme a gusto,conejito.

Y ella:—Ya estoy dormida.—Yo también voy a dormirme

—dijo él—. Duerme a gusto,cariño.

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Luego se quedó dormido, felizen su sueño.

Pero se despertó durante lanoche y la apretó contra sí como siella fuera toda la vida y se laestuviesen arrebatando. Laabrazaba y sentía que ella era todala vida y que era verdad. Pero elladormía tan plácida yprofundamente, que no se despertó.Así es que él se volvió de costadoy le cubrió la cabeza con la manta,besándola en el cuello. Tiró de lacorrea que sujetaba la pistola en lamuñeca, de modo que pudiera

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alcanzarla fácilmente, y se quedóallí pensando en la quietud de lanoche.

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Capítulo XXI

CON LA LUZ DEL DÍA se levantó unviento cálido; podía oírse el rumorde la nieve derritiéndose en lasramas de los árboles y el pesadogolpe de su caída. Era una mañanade finales de primavera. Con laprimera bocanada de aire querespiró Jordan se dio cuenta de quehabía sido una tormenta pasajera dela montaña de la que no quedaría niel recuerdo para el mediodía. Enese momento oyó el trote de uncaballo que se acercaba y el ruido

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de los cascos amortiguado por lanieve. Oyó el golpeteo de la fundade la carabina y el crujido delcuero de la silla.

—María —dijo en voz baja,sacudiendo a la muchacha por loshombros para despertarla—, métetedebajo de la manta.

Se abrochó la camisa con unamano, mientras empuñaba con laotra la pistola automática, a la quehabía descorrido el seguro con elpulgar. Vio que la rapada cabeza dela muchacha desaparecía debajo dela manta con una ligera sacudida.En ese momento apareció el jinete

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por entre los árboles. RobertJordan se acurrucó debajo de lamanta y con la pistola sujeta conambas manos apuntó al hombre quese acercaba. No le había vistonunca.

El jinete estaba casi frente a él.Montaba un gran caballo tordo yllevaba una gorra de color caqui, uncapote parecido a un poncho ypesadas botas negras. A la derechade la montura, saliendo de la funda,se veían la culata y el largo cerrojode un pequeño fusil automático.Tenía un rostro juvenil de rasgos

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duros, y en ese instante vio aRobert Jordan.

El jinete echó mano a lacarabina, y al inclinarse hacia uncostado, mientras tiraba de laculata, Jordan vio la manchaescarlata de la insignia que llevabaen el lado izquierdo del pecho,sobre el capote. Apuntando alcentro del pecho, un poco másabajo de la insignia, disparó.

El pistoletazo retumbó entre losárboles nevados.

El caballo dio un salto, como sile hubieran clavado las espuelas, yel jinete, asido todavía a la

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carabina, se deslizó hacia el suelo,con el pie derecho enganchado enel estribo. El caballo tordocomenzó a galopar por entre losárboles, arrastrando al jinete bocaabajo, dando tumbos. Robert Jordanse incorporó empuñando la pistolacon una sola mano.

El gran caballo gris galopabaentre los pinos. Había una anchahuella en la nieve, por donde elcuerpo del jinete había sidoarrastrado, con un hilo rojocorriendo paralelo a uno de loslados. La gente empezó a salir de lacueva. Robert Jordan se inclinó,

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desenrolló el pantalón, que le habíaservido de almohada, y comenzó aponérselo.

—Vístete —le dijo a María.Sobre su cabeza oyó el ruido de

un avión que volaba muy alto. Entrelos árboles distinguió el caballogris, parado, y el jinete, pendientesiempre del estribo, colgando bocaabajo.

—Ve y atrapa a ese caballo —gritó a Primitivo, que se dirigíahacia él. Luego preguntó—: ¿Quiénestaba de guardia arriba?

—Rafael —dijo Pilar desde la

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entrada de la cueva. Se habíaquedado parada allí, con el cabellopeinado en trenzas que le colgabapor la espalda.

—Ha salido la caballería —dijo Robert Jordan—. Sacad esamaldita ametralladora, en seguida.

Oyó a Pilar que dentro de lacueva gritaba a Agustín. Luego lavio meterse dentro y que doshombres salían corriendo, uno conel fusil automático y el trípodecolgando sobre su hombro; el otrocon un saco lleno de municiones.

—Suba con ellos —dijo Jordana Anselmo—. Échese al lado del

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fusil y sujete las patas.Los tres hombres subieron por

el sendero corriendo por entre losárboles.

El sol no había alcanzado lacima de las montañas. RobertJordan, de pie, se abrochó elpantalón y se ajustó el cinturón.Aún tenía la pistola colgando de lacorrea de la muñeca. La metió en lafunda, una vez asegurado elcinturón, y, corriendo el nudo de lacorrea, la pasó por encima de sucabeza.

«Alguien te estrangulará un díacon esa correa —se dijo—. Bueno,

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menos mal que la tenías a mano».Sacó la pistola, quitó el cargador,metió una nueva bala y volvió acolocarlo en su sitio.

Miró entre los árboles haciadonde estaba Primitivo, quesostenía el caballo de las bridas yestaba tratando de desprender eljinete del estribo. El cuerpo cayóde bruces y Primitivo empezó aregistrarle los bolsillos.

—Vamos —gritó Jordan—.Trae ese caballo.

Al arrodillarse para atarse lasalpargatas, Jordan sintió contra sus

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rodillas el cuerpo de María,vistiéndose debajo de la manta. Enesos momentos no había lugar paraella en su vida.

«Ese jinete no esperaba nadamalo —pensó—. No iba siguiendolas huellas de ningún caballo, niestaba alerta, ni siquiera armado.No seguía la senda que conduce alpuesto. Debía de ser de algunapatrulla desparramada por estosmontes. Pero cuando suscompañeros noten su ausencia,seguirán sus huellas hasta aquí. Amenos que antes se derrita la nieve.O a menos que le ocurra algo a la

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patrulla».—Sería mejor que fueses abajo

—le dijo a Pablo.Todos habían salido ya de la

cueva y estaban parados,empuñando las carabinas yllevando granadas sujetas a loscinturones. Pilar tendió a Jordan unsaco de cuero lleno de granadas;Jordan tomó tres, y se las metió enlos bolsillos. Agachándose entró enla cueva. Se fue hacia sus mochilas,abrió una de ellas, la que guardabael fusil automático, sacó el cañón yla culata, lo armó, le metió unacinta y se guardó otras tres en el

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bolsillo. Volvió a cerrar la mochilay se fue hacia la puerta. «Tengo losbolsillos llenos de chatarra. Esperoque aguanten las costuras». Al salirde la cueva le dijo a Pablo:

—Me voy para arriba. ¿Sabemanejar Agustín ese fusil?

—Sí —respondió Pablo. Estabaobservando a Primitivo, que seacercaba, llevando el caballo delas riendas—: Mira qué caballo.

El gran tordillo transpiraba ytemblaba un poco y Robert Jordanlo palmeó en las ancas.

—Le llevaré con los otros —

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dijo Pablo.—No —replicó Jordan—. Ha

dejado huellas al venir. Tiene quehacerlas de regreso.

—Es verdad —asintió Pablo—.Voy a montar en él. Le esconderé yle traeré cuando se haya derretidola nieve. Tienes mucha cabeza hoy,inglés.

—Manda a alguno que vigileabajo —dijo Robert Jordan—.Nosotros tenemos que ir allá arriba.

—No hace falta —dijo Pablo—. Los jinetes no pueden llegar porese lado. Será mejor no dejarhuellas, por si vienen los aviones.

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Dame la bota de vino, Pilar.—Para largarte y emborracharte

—repuso Pilar—. Toma, coge estoen cambio —y le tendió lasgranadas. Pablo metió la mano,cogió dos y se las guardó en losbolsillos.

—¡Qué va, emborracharme! —exclamó Pablo—; la situación esgrave. Pero dame la bota; no megusta hacer esto con agua sola.

Levantó los brazos, tomó lasriendas y saltó a la silla. Sonrióacariciando al nervioso caballo.Jordan vio cómo frotaba las piernascontra los flancos del caballo.

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—¡Qué caballo más bonito! —dijo, y volvió a acariciar al grantordillo—. ¡Qué caballo máshermoso! Vamos; cuanto antessalgamos de aquí, será mejor.

Se inclinó, sacó de su funda elpequeño fusil automático, que erarealmente una ametralladora quepodía cargarse con munición denueve milímetros, y la examinó:

—Mira cómo van armados —dijo—. Fíjate lo que es lacaballería moderna.

—Ahí está la caballeríamoderna, de bruces contra el suelo

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—replicó Robert Jordan—.Vámonos. Tú, Andrés, ensilla loscaballos y tenlos dispuestos. Sioyes disparos, llévalos al bosque,detrás del claro, y ve a buscarnoscon las armas, mientras las mujeresguardan los caballos. Fernando,cuídese de que me suban tambiénlos sacos; sobre todo, de que loslleven con precaución. Y tú, cuidade mis mochilas —le dijo a Pilar,tuteándola—. Asegúrate de quevienen también con los caballos.Vámonos —dijo—. Vamos.

—María y yo vamos a prepararla marcha —dijo Pilar. Luego

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susurró a Robert Jordan—: Mírale—señalando a Pablo, que montabael caballo a la manera de losvaqueros; las narices del caballo sedilataron cuando Pablo reemplazóel cargador de la ametralladora—.Mira el efecto que ha producido enél ese caballo.

—Si yo pudiera tener doscaballos —dijo Jordan convehemencia.

—Ya tienes bastante caballocon lo que te gusta el peligro.

Entonces, me conformo con unmulo —dijo Robert Jordansonriendo—. Desnúdeme a ese —le

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dijo a Pilar, señalando con unmovimiento de cabeza al hombretendido de bruces, sobre la nieve—y coja todo lo que encuentre, cartas,papeles, todo. Métalos en elbolsillo exterior de mi mochila.¿Me ha entendido?

—Sí.—Vámonos.Pablo iba delante y los dos

hombres le seguían, uno detrás deotro, atentos a no dejar huellas en lanieve. Jordan llevaba suametralladora en la empuñadura,con el cañón hacia abajo. «Me

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gustaría que se la pudiera cargarcon las mismas municiones que esaarma de caballería. Pero no hay nique pensarlo. Esta es una armaalemana. Era el arma del bueno deKashkin».

El sol brillaba ya sobre lospicos de las montañas. Soplaba unviento tibio y la nieve se ibaderritiendo. Era una hermosamañana de finales de primavera.

Jordan volvió la vista atrás yvio a María parada junto a Pilar.Luego empezó a correr hacia él porel sendero. Jordan se inclinó pordetrás de Primitivo, para hablarle.

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—Tú —gritó María—, ¿puedoir contigo?

—No, ayuda a Pilar.Corría detrás de él, y cuando

llegó a su alcance le puso la manoen el brazo.

—Voy contigo.—No. De ninguna manera.Ella siguió caminando a su

lado.—Podría sujetar las patas de la

ametralladora, como le has dicho túa Anselmo que hiciese.

—No vas a sujetar nada, ni laametralladora ni ninguna otra cosa.

Insistió en seguir andando a su

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lado, se adelantó ligeramente ymetió su mano en el bolsillo deRobert Jordan.

—No —dijo él—; pero cuidabien de tu camisón de boda.

—Bésame —dijo ella—, si tevas.

—Eres una desvergonzada —dijo él.

—Sí; por completo.—Vuelve ahora mismo. Hay

muchas cosas que hacer. Podríamosvernos forzados a combatir aquímismo si siguen las huellas de estecaballo.

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—Tú —dijo ella—, ¿no viste loque llevaba en el pecho?

—Sí, ¿cómo no? Era el SagradoCorazón.

—Sí, todos los navarros lollevan. ¿Y le has matado por eso?

—No, disparé más abajo.Vuélvete ahora mismo.

—Tú —insistió ella—, lo hevisto todo.

—No has visto nada. No hasvisto más que a un hombre. A unhombre a caballo. Vete. Vuélveteahora mismo.

—Dime que me quieres.—No. Ahora no.

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—¿Ya no me quieres?—Déjame. Vuélvete. Este no es

el momento.—Quiero sujetar las patas de la

ametralladora, y mientras disparas,quererte.

—Estás loca. Vete.—No estoy loca —dijo ella—;

te quiero.—Entonces, vuélvete.—Bueno, me voy. Y si tú no me

quieres, yo te quiero a ti losuficiente para los dos.

Él la miró y le sonrió, sin dejarde pensar en lo que le preocupaba.

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—Cuando oigas tiros, ven conlos caballos, y ayuda a Pilar conmis mochilas. Puede que no sucedanada. Así lo espero.

—Me voy —dijo ella—. Miraqué caballo lleva Pablo.

El tordillo avanzaba por elsendero.

—Sí, ya lo veo. Pero vete.—Me voy.El puño de la muchacha,

aferrado fuertemente dentro delbolsillo de Robert Jordan, legolpeó en la cadera. Él la miró yvio que tenía los ojos llenos delágrimas. Sacó ella la mano del

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bolsillo, le rodeó el cuello con susbrazos y le besó.

—Me voy —dijo—; me voy,me voy.

Él volvió la cabeza y la vioparada allí, con el primer sol de lamañana brillándole en la caramorena y en la cabellera, corta ydorada. Ella levantó el puño, enseñal de despedida, y dando mediavuelta descendió por el sendero conla cabeza baja.

Primitivo volvió la cara paramirarla.

—Si no tuviese cortado el pelo

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de ese modo, sería muy bonita.—Sí —contestó Robert Jordan

—. Estaba pensando en otra cosa.—¿Cómo es en la cama? —

preguntó Primitivo.—¿Qué?—En la cama.—Cállate la boca.—Uno no tiene por qué

enfadarse si…—Calla —dijo Robert Jordan.

Estaba estudiando las posiciones.

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Capítulo XXII

—CÓRTAME UNAS CUANTAS RAMAS

DE PINO —dijo Robert Jordan aPrimitivo— y tráemelas en seguida.No me gusta la ametralladora enesa posición —dijo a Agustín.

—¿Porqué?—Colócala ahí y más tarde te

lo explicaré —precisó Jordan—.Aquí, así —añadió—. Deja que teayude. Aquí. —Y se agazapó juntoal arma.

Miró a través del estrechosendero, fijándose especialmente en

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la altura de las rocas a uno y otrolado.

—Hay que ponerla un poco másallá —dijo—. Bien, aquí. Aquíestará bien hasta que podamoscolocarla debidamente. Aquí. Ponpiedras alrededor. Aquí hay una.Pon esta otra del otro lado. Deja alcañón holgura para girar con todalibertad. Hay que poner una piedraun poco más allá, por este lado.Anselmo, baje usted a la cueva ytráigame el hacha. Pronto. ¿Nohabéis tenido nunca unemplazamiento adecuado para la

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ametralladora? —preguntó aAgustín.

—Siempre la hemos puesto ahí.—¿Os dijo Kashkin que la

pusierais ahí?—Cuando trajeron la

ametralladora, él ya se habíamarchado.

—¿No sabían utilizarla los queos la trajeron?

—No, eran sólo cargadores.—¡Qué manera de trabajar! —

exclamó Robert Jordan—. ¿Os ladieron así, sin instrucciones?

—Sí, como si fuera un regalo.Una para nosotros y otra para el

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Sordo. La trajeron cuatro hombres.Anselmo los guio.

—Es un milagro que no laperdieran. Cuatro hombres a travésde las líneas.

—Lo mismo pensé yo —dijoAgustín—. Pensé que los que laenviaban tenían ganas de que seperdiera. Pero Anselmo los guiomuy bien.

—¿Sabes manejarla?—Sí. He probado a hacerlo. Yo

sé. Pablo también sabe. Primitivosabe. Fernando también. Probamosa montarla y a desmontarla sobre lamesa, en la cueva. Una vez la

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desmontamos y estuvimos dos díassin saber cómo montarla de nuevo.Desde entonces no hemos vuelto amontarla más.

—¿Dispara bien por lo menos?—Sí, pero no se la dejamos al

gitano ni a los otros, para que nojueguen con ella.

—¿Ves ahora? Desde dondeestaba no servía para nada —dijoJordan—. Mira, esas rocas quetenían que proteger vuestro flanco,cubrían a los asaltantes. Con unaarma como esta hay que tener unespacio descubierto por delante,

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para que sirva de campo de tiro. Yademás, es preciso atacarlos delado. ¿Te das cuenta? Fíjate ahora;todo queda dominado.

—Ya lo veo —dijo Agustín—;pero no nos hemos peleado nunca ala defensiva, salvo en nuestropueblo. En el asunto del tren, losque tenían la máquina eran lossoldados.

—Entonces aprenderemos todosjuntos —repuso Robert Jordan—.Hay que fijarse en algunas cosas.¿Dónde está el gitano? Ya deberíaestar aquí.

—No lo sé.

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—¿Adónde puede haberse ido?—No lo sé.Pablo fue cabalgando por el

sendero y dio una vuelta por elespacio llano que formaba elcampo de tiro del fusil automático.Robert Jordan le vio bajar la cuestaen aquellos momentos a lo largo delas huellas que el caballo habíatrazado al subir. Luego desaparecióentre los árboles, doblando hacia laizquierda.

«Espero que no tropiece con lacaballería —pensó Robert Jordan—. Temo que nos lo devuelvancomo un regalo».

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Primitivo trajo ramas de pino yRobert Jordan las plantó en lanieve, hasta llegar a la tierrablanda, arqueándola alrededor delfusil.

—Trae más —dijo—; hay quehacer un refugio para los doshombres que sirven la pieza. Estono sirve de mucho, pero tendremosque valernos de ello hasta que nostraigan el hacha, y escucha —añadió—: Si oyes un avión, échateal suelo, dondequiera que estés,ponte al cobijo de las rocas. Yo mequedo aquí con la ametralladora.

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El sol estaba alto y soplaba unviento tibio que hacía agradable elencontrarse junto a las rocasiluminadas, brillando a suresplandor.

«Cuatro caballos —pensóRobert Jordan—. Las dos mujeres yyo. Anselmo, Primitivo, Fernando,Agustín… ¿Cómo diablos se llamael otro hermano? Esto hacen ocho.Sin contar al gitano, que haríanueve. Y además, hay que contarcon Pablo, que ahora se ha ido conel caballo, que haría diez. ¡Ah, sí,el otro hermano se llama Andrés! Yel otro también, Eladio. Así suman

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once. Ni siquiera la mitad de uncaballo para cada uno. Treshombres pueden aguantar aquí ycuatro marcharse. Cinco, conPablo. Pero quedan dos. Tres conEladio. ¿Dónde diablos estará?Dios sabe lo que le espera al Sordohoy, si encuentran la huella de loscaballos en la nieve. Ha sido malasuerte que dejase de nevar derepente. Aunque, si se derrite, lascosas se nivelarán. Pero no para elSordo. Me temo que sea demasiadotarde para que las cosas puedanarreglarse para el Sordo. Si

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logramos pasar el día sin tener quecombatir, podremos lanzarnosmañana al asunto con todos losmedios de que disponemos. Sé quepodemos. No muy bien, peropodemos. No como hubiéramosquerido hacerlo; pero, utilizando atodo el mundo, podemos intentar elgolpe si no tenemos que luchar hoy.Si tenemos hoy que pelear, Diosnos proteja.

»Entretanto, no creo que hayaun lugar mejor que este parainstalarnos. Si nos movemos ahora,lo único que haremos es dejarhuellas. Este lugar no es peor que

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otro, y si las cosas van mal, hay tresescapatorias. Después vendrá lanoche y desde cualquier puntodonde estemos en estas montañas,podré acercarme al puente yvolarlo con luz de día. No sé porqué tengo que preocuparme. Todoesto parece ahora bastante fácil.Espero que la aviación saldrá atiempo siquiera sea una vez. Sí,espero que sea así. Mañana será undía de mucho polvo en la carretera.

»Bueno, el día de hoy tiene queser muy interesante o muy aburrido.Gracias a Dios que hemos apartadode aquí a ese caballo. Aunque

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vinieran derechos hacia acá no creoque pudieran seguir las huellas enla forma que están ahora. Creeránque se paró en ese lugar y diomedia vuelta, y seguirán las huellasde Pablo. Me gustaría saber adondeha ido ese cochino. A buen seguroque estará dejando huellas como unviejo búfalo que anda dandovueltas y metiéndose por todaspartes, alejándose para volvercuando la nieve se haya derretido.Ese caballo realmente le hacambiado. Quizá lo hayaaprovechado para largarse. Bueno,

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ya sabe cuidarse de sí mismo. Hapasado mucho tiempo manejándosesolo. Pero, con todo eso, me inspiramenos confianza que si tuviera quehabérmelas con el Everest.

»Creo que será más hábil usarde estas rocas como refugio ycubrir bien la ametralladora, en vezde ponernos a construir unemplazamiento en la debida forma.Si llegaran ellos con los aviones,nos sorprenderían cuandoestuviéramos haciendo lastrincheras. Tal y como estácolocada, servirá para defenderesta posición todo el tiempo que

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valga la pena defenderla. Y detodas maneras, yo no podréquedarme aquí para pelear. Tengoque irme con todo mi material ytengo que llevarme a Anselmo.¿Quién se quedará para cubrirnuestra retirada, si tenemos quepelear en este sitio?».

En ese momento, mientrasescrutaba atentamente todo elespacio visible, vio acercarse algitano por entre las rocas de laizquierda. Venía con pasotranquilo, cadencioso, con lacarabina terciada sobre la espalda,la cara morena, sonriente y

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llevando en cada mano una granliebre, sujeta de las patas traseras ycon la cabeza balanceándose a unlado y a otro.

—Hola, Roberto —gritóalegremente.

Robert Jordan se llevó un dedoa los labios, y el gitano parecióasustarse. Se deslizó por detrás delas rocas hasta donde estaba Jordanagazapado junto a la ametralladora,escondida entre las ramas. Seacurrucó a su lado y depositó lasliebres sobre la nieve.

Robert Jordan le miró

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fríamente.—Tú, hijo de la gran puta —

susurró—. ¿Dónde c… has estado?—He seguido sus huellas —

contestó el gitano—. Las cacé a lasdos. Estaban haciéndose el amorsobre la nieve.

—¿Y tu puesto?—No falté mucho tiempo —

susurró el gitano—. ¿Qué pasa?¿Hay alarma?

—La caballería anda por aquí.—¡Rediós! —exclamó el gitano

—. ¿Los has visto?—Ahora hay uno en el

campamento —contestó Robert

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Jordan—. Vino a buscar eldesayuno.

—Me pareció oír un tiro o algosemejante —dijo el gitano—. Mec… en la leche. ¿Vino por aquí?

—Por aquí, pasando por tupuesto.

—¡Ay, mi madre! —exclamó elgitano—. ¡Qué mala suerte tengo!

—Si no fueras gitano, te habríapegado un tiro.

—No, Roberto; no digas eso.Lo siento mucho. Fue por lasliebres. Antes del amanecer oí almacho correteando por la nieve. Nopuedes imaginarte la juerga que se

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traían. Fui hacia el lugar de dondesalía el ruido; pero se habían ido.Seguí las huellas por la nieve, ymás arriba las encontré juntas y lasmaté a las dos. Tócalas, fíjate quégordas están para esta época delaño. Piensa en lo que Pilar hará conellas. Lo siento mucho, Roberto. Losiento tanto como tú. ¿Matasteis alde la caballería?

—Sí.—¿Le mataste tú?—Sí.—¡Qué tío! —exclamó el

gitano, tratando de adularle—. Eres

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un verdadero fenómeno.—Tu madre —replicó Jordan.

No pudo evitar el sonreírle—.Coge tus liebres y llévatelas alcampamento, y tráenos algo para eldesayuno.

Extendió una mano y palpó a lasliebres, que estaban en la nieve,grandes, pesadas, cubiertas de unapiel espesa, con sus patas largas,sus largas orejas, sus ojos, oscurosy redondos enteramente abiertos.

—Son gordas de veras —dijo.—Gordas —exclamó el gitano

—. Cada una tiene un tonel de grasaen los costillares. En mi vida he

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visto semejantes liebres; ni ensueños.

—Vamos, vete —dijo RobertJordan—, y vuelve en seguida conel desayuno. Y tráeme ladocumentación de ese requeté.Pídesela a Pilar.

—¿No estás enfadado conmigo,Roberto?

—No estoy enfadado. Estoydisgustado porque has abandonadotu puesto. Imagínate que hubierasido toda una tropa de caballería.

—¡Rediós! —exclamó el gitano—. ¡Cuánta razón tienes!

—Oye, no puedes dejar el

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puesto de ninguna manera. Nunca.Y no hablo en broma cuando digoque te pegaría un tiro.

—Claro que no. Pero te diréuna cosa. Nunca volverá apresentarse en mi vida unaoportunidad como la de estas dosliebres. Hay cosas que no ocurrendos veces en la vida.

—Anda —dijo Robert Jordan—, y vuelve en seguida.

El gitano recogió sus liebres yse alejó, deslizándose por entre lasrocas. Robert Jordan se puso aestudiar el campo de tiro y las

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pendientes de las colinas. Doscuervos volaron en círculo porencima de su cabeza y fueron aposarse en una rama de un pino,más abajo. Otro cuervo se unió aellos y Robert Jordan, viéndolos,pensó: «Ahí están mis centinelas.Mientras estén quietos, nadie seacercará por entre los árboles. ¡Quégitano! No vale para nada. No tienesentido político ni disciplina, ni sepuede contar con él para nada. Perotendré necesidad de él mañana.Mañana tengo un trabajo para él. Esraro ver un gitano en esta guerra.Debieran estar exentos, como los

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objetores de conciencia. O comolos que no son aptos para elservicio, física o moralmente. Novalen para nada. Pero los objetoresde conciencia no están exentos enesta guerra. Nadie está exento. Laguerra ha llegado y se ha llevado atodo el mundo por delante. Sí, laguerra ha llegado ahora hasta aquí,hasta este grupo de holgazanesdisparatados. Ya tienen lo suyo, porel momento».

Agustín y Primitivo llegaroncon las ramas, y Robert Jordanconfeccionó un buen refugio para laametralladora; un refugio que la

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haría invisible desde el aire yparecería natural visto desde elbosque. Les indicó dónde deberíancolocar a un hombre, en lo alto dela muralla rocosa, a la derecha,para que pudiese vigilar toda laregión desde ese lado, y un segundohombre desde un segundo lugar,para vigilar el único acceso quetenía la montaña rocosa por laizquierda.

—No disparéis desde arriba siaparece alguien —ordenó RobertJordan—. Dejad caer una piedra,en señal de alarma, y haced una

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señal con el fusil de esta forma —ylevantó el rifle, sosteniéndolo sobresu cabeza, como para resguardarla—. Para señalar el número dehombres, así —y movió el rifle dearriba abajo varias veces—. Sivienen a pie hay que apuntar con elcañón del fusil hacia el suelo. Asíno hay que disparar un solo tirohasta que empiece a hablar lamáquina. Al disparar desde esaaltura hay que apuntar a lasrodillas. Si me oís silbar dos veces,venid para acá, cuidando demanteneros bien ocultos. Venid aestas rocas, en donde está la

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máquina.Primitivo levantó el rifle.—Lo he entendido —dijo—. Es

muy sencillo.—Arroja primero una piedra,

para prevenirnos, e indica ladirección y el número de los que seacerquen. Cuida de no ser visto.

—Sí —contestó Primitivo—.¿Puedo arrojar una granada?

—No, hasta que no hayaempezado a hablar la máquina. Esposible que los de la caballeríavengan buscando a su camarada sinatreverse a acercarse. Puedetambién que vayan siguiendo las

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huellas de Pablo. No queremoscombatir si es posible evitarlo. Ytenemos que evitarlo por encima detodo. Ahora, vete allá arriba.

—Me voy —dijo Primitivo. Ycomenzó a ascender por la murallarocosa, con su carabina al hombro.

—Tú, Agustín —exclamóRobert Jordan—, ¿qué sabes acercade la máquina?

Agustín, agazapado junto a él,alto, moreno, con su mandíbulaenérgica, sus ojos hundidos, suboca delgada y sus grandes manosseñaladas por el trabajo,

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respondió:—Pues cargarla. Apuntarla.

Dispararla. Nada más.—No debes disparar hasta que

estén a cincuenta metros, y cuandotengas la seguridad de que sedisponen a subir el sendero queconduce a la cueva —dijo RobertJordan.

—De acuerdo. ¿Qué distanciaes esa?

—Como de aquí a esa roca. Sihay un oficial entre ellos, dispáraleprimero. Después, mueve lamáquina para apuntar a los demás.Muévela suavemente. No hace falta

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mucho movimiento. Le enseñaré aFernando a mantenerla quieta.Tienes que sujetar bien el cañón, demodo que no rebote, y apuntarcuidadosamente. No dispares másde seis tiros de una vez, si puedesevitarlo. Porque al disparar, elcañón salta hacia arriba. Apuntacada vez a un hombre y en seguidaapunta a otro. Para un hombre acaballo, apunta al vientre.

—Sí.—Alguien debiera sostener el

trípode, para que la máquina nosalte. Así. Y debiera cargarla.

—¿Y tú dónde estarás?

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—Aquí a la izquierda, un pocomás arriba, desde donde pueda verlo que pasa y cubrir tu izquierdacon esta pequeña máquina. Sivienen, es posible que tengamosuna matanza. Pero no tienes quedisparar hasta que no estén muycerca.

—Creo que podríamos darlespara el pelo. ¡Menuda matanza!

—Aunque espero que novengan.

—Si no fuera por tu puente,podríamos hacer aquí una buena ydespués huir.

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—No nos valdría de nada. Elpuente forma parte de un plan paraganar la guerra. Lo otro no seríamás que un sencillo incidente.Nada.

—¡Qué va a ser un incidente!Cada fascista que muere es unfascista menos.

—Sí, pero con esto del puente,puede que tomemos Segovia, lacapital de la provincia. Piensa enello. Sería la primera vez quetomásemos una ciudad.

—¿Lo crees en serio? ¿Creesque podríamos tomar Segovia?

—Sí; haciendo volar el puente

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como es debido, es posible.—Me gustaría que hiciéramos

la matanza aquí y también lo delpuente.

—Tienes tú mucho apetito —dijo Robert Jordan.

Durante todo ese tiempo estuvoobservando a los cuervos. Se diocuenta de que uno de ellos estabavigilando algo.

El pajarraco graznó y se fuevolando.

Pero el otro permaneciótranquilamente en el árbol.

Robert Jordan miró hacia

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arriba, hacia el puesto de Primitivo,en lo alto de las rocas. Le viovigilando todo el terreno alrededor,aunque sin hacer ninguna señal.Jordan se echó hacia delante ycorrió el cerrojo del fusilautomático, se aseguró de que elcargador estaba bien en su sitio yvolvió a cerrarlo. El cuervo seguíaen el árbol. Su compañerodescribió un vasto círculo sobre lanieve y vino a posarse en el mismoárbol. Al calor del sol, y con elviento tibio que soplaba, la nievedepositada en las ramas de lospinos iba cayendo suavemente al

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suelo.—Te tengo reservada una

matanza para mañana por la mañana—anunció Robert Jordan—. Seránecesario exterminar el puesto delaserradero.

—Estoy dispuesto —dijoAgustín—; estoy listo.

—Y también la casilla del peóncaminero, más abajo del puente.

—Estoy dispuesto —repitióAgustín— para una cosa o para laotra. O para las dos.

—Para las dos, no; tendrán quehacerse al mismo tiempo —replicóJordan.

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—Entonces para una o para laotra —dijo Agustín—. Llevo muchotiempo deseando que tengamosocasión de entrar en esta guerra.Pablo nos ha estado pudriendo aquísin hacer nada.

Anselmo llegó con el hacha.—¿Quiere usted más ramas? —

preguntó—. A mí me parece queestá bien oculto.

—No quiero ramas —replicóJordan—; quiero dos arbolitospequeños que podamos poner aquíy hacer que parezcan naturales. Nohay aquí árboles bastantes como

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para que esto pase inadvertido.—Los traeré entonces.—Córtalos bien hasta abajo,

para que no se vean los tacones.Robert Jordan oyó el ruido de

hachazos en el monte, a susespaldas. Miró hacia arriba y vio aPrimitivo entre las rocas, y luegovolvió a mirar hacia abajo, entrelos pinos, más allá del claro. Unode los cuervos seguía en su sitio.Luego oyó el zumbido sordo de unavión a gran altura. Miró a lo alto ylo vio, pequeño y plateado, a la luzdel sol. Apenas parecía moverse enel cielo.

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—No nos pueden ver desde allí—dijo a Agustín—; pero es mejorestar escondidos. Ya es el segundoavión de observación que pasa hoy.

—¿Y los de ayer? —preguntóAgustín.

—Ahora me parecen unapesadilla —dijo Robert Jordan.

—Deben de estar en Segovia.Las pesadillas aguardan allí parahacerse realidad.

El avión se había perdido devista por encima de las montañas,pero el zumbido de sus motores aúnpersistía.

Mientras Robert Jordan miraba

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a lo alto, vio al cuervo volar.Volaba derecho, hasta que seperdió entre los árboles, sin soltarun graznido.

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Capítulo XXIII

—AGÁCHATE —susurró RobertJordan a Agustín.

Y volviéndose, le hizo señascon la mano para indicarle «abajo,abajo» a Anselmo, que se acercabapor el claro con un pino sobre susespaldas que parecía un árbol deNavidad. Vio cómo el viejo dejabael árbol tras una roca ydesaparecía. Luego se puso aobservar el espacio abierto en ladirección del bosque. No veíanada; no oía nada, pero sentía latir

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su corazón. Luego oyó el choque deuna piedra que caía rodando ygolpeaba en otras piedras, haciendosaltar ligeros pedazos de roca.Volvió la cabeza hacia la derechay, levantando los ojos, vio el fusilde Primitivo elevarse y descenderhorizontalmente cuatro veces.Después no vio más que el blancoespacio frente a él, con la huellacircular dejada por el caballo grisy, más abajo, la línea del bosque.

—Caballería —susurróAgustín, que le miró. Y susmejillas, oscuras y sombrías, sedistendieron en una sonrisa.

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Robert Jordan advirtió queestaba sudando. Alargó la mano yse la puso en el hombro. En aquelmomento vieron a cuatro jinetessalir del bosque y Robert Jordansintió los músculos de la espaldade Agustín, que se crispaban bajosu mano.

Un jinete iba delante y trescabalgaban detrás. El que losguiaba seguía las huellas delcaballo gris. Cabalgaba con losojos fijos en el suelo. Los otrostres, dispuestos en abanico, ibanescudriñándolo todo

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cuidadosamente en el bosque.Todos estaban alerta. RobertJordan sintió latir su corazón contrael suelo cubierto de nieve, en el queestaba extendido, con los codosseparados, observando por la miradel fusil automático.

El hombre que marchabadelante siguió las huellas hasta ellugar en que Pablo había girado encírculo y luego se detuvo. Los otrostres le alcanzaron y al llegar a sualtura se detuvieron también.

Robert Jordan los veíaclaramente por encima del cañón deazulado acero de la ametralladora.

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Distinguía los rostros de loshombres, los sables colgantes, losijares de los caballos brillantes desudor, el cono de sus capotes y lasboinas navarras echadas a un lado.El jefe dirigió su caballo hacia labrecha entre las rocas, en dondeestaba colocada el armaautomática, y Robert Jordan vio surostro juvenil, curtido por el vientoy el sol, sus ojos muy juntos, sunariz aquilina, y el mentón salienteen forma de cuña.

Desde su silla, por encima de lacabeza del caballo, levantada enalto, frente por frente a Robert

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Jordan, con la culata del ligero fusilautomático asomando fuera de lafunda, que colgaba a la derecha dela montura, el jefe señaló hacia laabertura en la que estaba colocadoel fusil. Robert Jordan hundió suscodos en la tierra y observó, a lolargo del cañón, a los cuatro jinetesdetenidos frente a él sobre la nieve.Tres de ellos habían sacado susarmas. Dos las llevaban terciadassobre la montura. El otro la llevabacolgando a su derecha, con la culatarozándole la cadera.

«Es raro verlos tan de cerca —

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pensó—. Mucho más raro es aúnverlos a lo largo del cañón de unfusil como este. Generalmente losvemos con la mira levantada y nosparecen hombres en miniatura, y escondenadamente difícil dispararsobre ellos. O bien se acercancorriendo, echándose a tierra, sevuelven a levantar y hay que barreruna ladera con las balas u obstruiruna calle o castigar constantementelas ventanas de un edificio. A vecesse los ve de lejos, marchando poruna carretera. Únicamenteasaltando un tren has podido verlosasí, como están ahora. A esta

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distancia, a través de la mira,parece que tienen dos veces suestatura. Tú, —pensó, mirando porla mira y siguiendo una línea quellegaba hasta el pecho del jefe de lapartida, un poco a la derecha de laenseña roja que relucía al sol de lamañana contra el fondo oscuro delcapote—. Tú —siguió pensando enespañol, en tanto extendía losdedos, apoyándolos sobre las patasde la ametralladora, para evitar queuna presión a destiempo sobre elgatillo pusiera en movimiento conuna corta sacudida la cinta de losproyectiles—. Tú, tú estás muerto

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en plena juventud. Y tú, y tú, y tú.Pero que no suceda. Que nosuceda».

Sintió cómo Agustín, a su lado,comenzaba a toser, se contenía ytragaba con dificultad. Volvió lamirada hacia el cañón engrasadodel fusil y por entre las ramas, conlos dedos aún sobre las patas deltrípode, vio que el jefe de lapartida, haciendo girar a su caballo,señalaba las huellas producidas porPablo. Los cuatro caballospartieron al trote y se internaron enel bosque, y Agustín exclamó:

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«¡Cabrones!».Robert Jordan miró alrededor,

hacia las rocas, en donde Anselmohabía depositado el árbol.

El gitano se adelantaba haciaellos llevando un par de alforjas,con el fusil terciado sobre laespalda. Robert Jordan le hizoseñas para que se agachara y elgitano desapareció.

—Hubiéramos podido matar alos cuatro —dijo Agustín, en vozbaja. Estaba sudando todavía.

—Sí —susurró Robert Jordan—; pero ¿quién sabe lo que hubierasucedido después?

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Entonces oyó el ruido de otrapiedra rodando y miró atentamentealrededor. El gitano y Anselmoestaban bien escondidos. Bajó losojos, echó una mirada al reloj,levantó la cabeza y vio a Primitivoelevar y bajar el fusil varias vecesen una serie de pequeñas sacudidas.«Pablo cuenta con cuarenta y cincominutos de ventaja», pensó Jordan.Luego oyó el ruido de undestacamento de caballería que seacercaba.

—No te apures —susurró aAgustín—; pasarán, como los otros,de largo.

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Aparecieron en la linde delbosque, de dos en fondo, veintejinetes uniformados y armadoscomo los que los habían precedido,con los sables colgando de lasmonturas y las carabinas en sufunda y penetraron por entre losárboles en la misma forma que lohabían hecho los otros.

—¿Tú ves? —preguntó RobertJordan a Agustín.

—Eran muchos —dijo Agustín.—Hubiéramos tenido que

habérnoslas con ellos de habermatado a los otros —dijo Robert

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Jordan. Su corazón habíarecuperado un ritmo tranquilo; teníala camisa mojada de la nieve que sederretía. Tenía una sensación devacío en el pecho.

El sol brillaba sobre la nieve,que se derretía rápidamente. Laveía deshacerse alrededor deltronco de los árboles y delante delcañón de la ametralladora; a ojosvistas, la superficie nevada sedesleía como un encaje al calor delsol, la tierra aparecía húmeda ydespedía una tibieza suave bajo lanieve que la cubría.

Robert Jordan levantó los ojos

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hacia el puesto de Primitivo y vioque este le indicaba: «Nada»,cruzando las manos con las palmashacia abajo.

La cabeza de Anselmo apareciópor encima de un peñasco y RobertJordan le hizo señas para que seacercase. El viejo se deslizó deroca en roca, arrastrándose, hastallegar junto al fusil, a cuyo lado setendió de bruces.

—Muchos —dijo—. Muchos.—No me hacen falta los árboles

—dijo Robert Jordan—. No vale lapena hacer mejoras forestales.

Anselmo y Agustín sonrieron.

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—Todo esto ha soportado muybien la prueba, y sería peligrosoplantar árboles ahora, porque esasgentes van a volver y acaso no seanestúpidas del todo.

Sentía necesidad de hablar,señal en él de que acababa de pasarpor un gran peligro. Podía medirsiempre la gravedad de un asuntopor la necesidad de hablar quesentía luego.

—Es un buen escondrijo, ¿eh?—Sí —dijo Agustín—; muy

bueno. Y que todos los fascistas sevayan a la mierda. Hubiéramos

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podido matar a cuatro. ¿Has visto?—preguntó a Anselmo.

—Lo he visto.—Tú —dijo Robert Jordan,

dirigiéndose a Anselmo, ytuteándole de repente—. Tienes queir al puesto de ayer o a otro lugarque elijas, para vigilar el caminocomo ayer y el movimiento detropas. Nos hemos retrasado.Quédate allí hasta que oscurezca.Luego vuelve y enviaremos a otro.

—Pero ¿y las huellas que voy adejar?

—Toma el camino de abajo encuanto haya desaparecido la nieve.

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El camino estará embarrado por lanieve. Fíjate si no hay muchacirculación de camiones o si hayhuellas de tanques en el barro de lacarretera. Eso es todo lo quepodremos averiguar hasta que teinstales para vigilar.

—Si usted me lo permite… —insinuó el viejo.

—Pues claro.—Si usted me lo permite, ¿no

sería mejor que fuera a La Granja yme informase de lo que pasó laúltima noche y enviara alguien paraque vigilase hoy como usted me haenseñado? Ese alguien podría

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acudir a entregar su informe estanoche, o podría yo volver a LaGranja para recoger su informe.

—¿No tiene usted miedo deencontrarse con la caballería? —preguntó Jordan.

—No, cuando la nieve se hayaderretido.

—¿Hay alguien en La Granjacapaz de hacer ese trabajo?

—Sí. Para eso, sí. Podría seruna mujer. Hay varias mujeres deconfianza en La Granja.

—Ya lo creo —terció Agustín—. Hay varias para eso y otras que

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sirven para otras cosas. ¿Noquieres que vaya yo?

—Deja ir al viejo. Tú sabesmanejar esta ametralladora y lajornada no ha concluido todavía.

—Iré cuando se derrita la nieve—dijo Anselmo—; y se estáderritiendo muy de prisa.

—¿Crees que pueden capturar aPablo? —preguntó Jordan aAgustín.

—Pablo es muy listo —dijoAgustín—. ¿Crees que se puedecazar a un ciervo sin perros?

—A veces, sí.—Pues a Pablo, no —dijo

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Agustín—. Claro que no es más queuna ruina de lo que fue en tiempos.Pero no por nada está viviendocómodamente en estas montañas ypuede emborracharse hastareventar, mientras otros muchos hanmuerto contra el paredón.

—¿Y es tan listo como dicen?—Mucho más.—Aquí no ha mostrado mucha

habilidad.—¿Cómo que no? Si no fuera

tan hábil como es, hubiera muertoanoche. Me parece, inglés, que noentiendes nada de la política ni dela vida del guerrillero. En política,

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como en esto, lo primero es seguirviviendo. Mira cómo ha seguidoviviendo. Y la cantidad de mierdaque tuvo que tragarse de ti y de mí.

Puesto que Pablo volvía aformar parte del grupo, RobertJordan no quería hablar mal de él yapenas había hecho estoscomentarios sobre la habilidad dePablo, lamentó haberlos expresado.Sabía perfectamente lo astuto queera Pablo. Fue el primero en verlos fallos en las instrucciones sobrela voladura del puente. Había hechoaquella referencia despectiva por

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lo mucho que le desagradaba Pablo,y al instante de hacerla se diocuenta de lo equivocado que estaba.Pero era en parte una porción de lacharla excesiva que sigue a unagran tensión nerviosa. Cambió deconversación y dijo, volviéndose aAnselmo:

—¿Es posible ir a La Granja enpleno día?

—No es tan difícil —contestóel viejo—; no iré con una bandamilitar.

—Ni con un cascabel al cuello—dijo Agustín—. Ni llevando unestandarte.

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—¿Cómo irás, pues?—Por lo alto de las montañas

primero, y luego descenderé por elbosque.

—Pero ¿y si te detienen?—Tengo documentos.—Todos los tenemos, pero

habrás de arreglártelas paratragarte los malos.

Anselmo movió la cabeza ygolpeó el bolsillo de su blusa.

—¡Cuántas veces he pensado eneso! —dijo—. Y no me gusta nadacomer papel.

—Creo que debiera añadirse unpoco de mostaza —dijo Robert

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Jordan—. En mi bolsillo izquierdotengo los papeles nuestros. En elderecho, los papeles fascistas. Así,en caso de peligro no hayconfusión.

El peligro debió de haber sidomuy serio cuando el jefe de laprimera patrulla hizo un gesto haciaellos; porque hablaban todosmucho. Demasiado, pensó RobertJordan.

—Pero oye, Roberto —dijoAgustín—, se dice que el Gobiernoestá girando cada día más hacia laderecha; que en la República ya no

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se dice camarada, sino señor yseñora. ¿No puedes hacer que girentus bolsillos?

—Cuando las cosas se vuelvantan hacia la derecha, meteré mispapeles en el bolsillo del pantalóny coseré la costura del centro.

—Entonces vale más que esténen tu camisa —dijo Agustín—. ¿Esque vamos a ganar esta guerra y aperder la revolución?

—No —replicó Robert Jordan—; pero si no se gana esta guerra,no habrá revolución ni República,ni tú ni yo ni nada más que unenorme carajo.

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—Es lo que yo digo —intervinoAnselmo—: hay que ganar estaguerra.

—Y en seguida fusilar a losanarquistas, a los comunistas y atoda esa canalla, salvo a los buenosrepublicanos —dijo Agustín.

—Que se gane esta guerra y queno se fusile a nadie —dijo Anselmo—. Que se gobierne con justicia yque todos disfruten de las ventajasen la medida que hayan luchado porellas. Y que se eduque a los que sehan batido contra nosotros para quesalgan de su error.

—Habrá que fusilar a muchos

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—dijo Agustín—. A muchos. Amuchos. A muchos.

Golpeó con el puño derechocerrado contra la palma de su manoizquierda.

—Espero que no se fusile anadie. Ni siquiera a los jefes. Quese les permita reformarse por eltrabajo.

—Ya sé yo qué trabajo lesdaría —intervino Agustín. Y cogióun puñado de nieve y se lo metió enla boca.

—¿Qué clase de trabajo, malapieza? —preguntó Robert Jordan.

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—Dos trabajos muy brillantes.—¿De qué se trata?Agustín chupeteó un poco de

nieve y miró hacia el claro pordonde habían pasado los jinetes.Luego escupió la nieve derretida.

—¡Vaya, qué desayuno! ¿Dóndeestá el cochino gitano?

—¿Qué trabajos? —insistióRobert Jordan—. Habla, malalengua.

—Saltar de un avión sinparacaídas —dijo Agustín con losojos brillantes—. Eso para los quequeremos más. A los otros losclavaría en los postes de las

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alambradas y los hincaríamos biensobre las púas.

—Esa manera de hablar esinnoble —dijo Anselmo—. Así notendremos nunca República.

—Lo que es yo, querría nadardiez leguas en una sopa espesahecha con sus cojones —dijoAgustín—; y cuando vi a esoscuatro y pensé que podíamosmatarlos, me sentí como una yeguaesperando al macho en el corral.

—Pero tú sabes por qué no loshemos matado —dijo RobertJordan sin perder la calma.

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—Sí —dijo Agustín—; sí, perotenía tantas ganas como una yeguaen celo. Tú no puedes comprendereso si no lo has experimentado.

—Sudabas mucho —dijoRobert Jordan—; pero yo creía queera de miedo.

—De miedo, sí; de miedo y deotra cosa. Y en esta vida no haynada más fuerte que esa otra cosa.

«Sí —pensó Robert Jordan—.Nosotros hacemos esto fríamente,pero ellos no, jamás. Es unsacramento extra. Es el antiguosacramento, el que ellos teníanantes de que la nueva religión les

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llegara del otro extremo delMediterráneo; el sacramento que nohan abandonado jamás. Sinosolamente disimulado y escondido,para sacarlo durante las guerras ylas inquisiciones. Este es el pueblode los autos de fe. Matar es cosanecesaria, pero para nosotros esdiferente. ¿Y tú?, ¿no hasexperimentado nunca eso? ¿No losentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera?¿Ni en todo el tiempo que estuvisteen Extremadura? ¿En ningúnmomento? ¡Qué va! —se dijo—. Acada tren.

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»Deja de hacer literaturadudosa sobre los bereberes y losantiguos iberos y reconoce que hassentido placer en matar, como todoslos que son soldados por gustosienten a veces placer lo confieseno no. A Anselmo no le gusta porquees un cazador y no un soldado. Perono le idealices tampoco. Loscazadores matan a los animales ylos soldados matan a los hombres.No te engañes a ti mismo. Y nohagas literatura. Mira, hace tiempoque estás manchado. Y no piensesmal de Anselmo tampoco. Es uncristiano; algo muy raro en los

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países católicos.»Pero, por lo que se refiere a

Agustín, creo que fue miedo, elmiedo natural que acomete antes dela acción. Y también algo más.Quizás esté fanfarroneando ahora.Había mucho miedo en su caso. Hesentido el miedo bajo mi mano. Enfin, es hora de acabar con lacháchara».

—Mira si el gitano ha traídocomida —dijo a Anselmo—. No ledejes subir hasta aquí. Es un tonto.Tráela tú mismo. Y, por mucha quehaya traído, mándale de nuevo por

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más. Tengo muchísima hambre.

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Capítulo XXIV

ERA UNA MAÑANA de fines de mayo,de cielo alto y claro. El vientoacariciaba tibiamente. La nieve sefundía con rapidez mientrastomaban un refrigerio. Había dosgrandes emparedados de carne yqueso de cabra para cada uno, yRobert Jordan cortó con su navajados gruesas rodajas de cebolla, ylas puso a uno y otro lado de lacarne y del queso, entre los trozosde pan.

—Vas a oler de tal manera, que

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llegará hasta los fascistas que estánal otro lado del bosque —dijoAgustín, con la boca llena.

—Dame la bota paraenjuagarme la boca —dijo RobertJordan, con la boca llena tambiénde carne, queso, cebolla y pan amedio masticar.

No había tenido nunca tantahambre. Se llenó la boca de vino,que sabía ligeramente a cuero, porel pellejo en que había estadoguardado, y luego volvió a beber,empinando la bota, de manera queel chorro le corriese por lagarganta. La bota rozó las agujas de

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pino que cubrían el fusil automáticoal levantar la mano, echando lacabeza hacia atrás, para dejar queel vino corriese mejor.

—¿Quieres este emparedado?—le preguntó Agustín,ofreciéndoselo por encima de laametralladora.

—No, muchas gracias. Es parati.

—Yo no tengo ganas. Noacostumbro a comer tanto por lamañana.

—¿De verdad no lo quieres?—No. Tómalo.

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Robert Jordan cogió elemparedado y lo dejó sobre susrodillas para sacar del bolsillo desu chaqueta, en donde guardaba lasgranadas, una cebolla; luego abriósu navaja y empezó a cortar. Quitóprimero cuidadosamente la ligerapelícula, que se había ensuciado enel bolsillo, y luego cortó una gruesarodaja. Un segmento exterior cayóal suelo; Robert Jordan lo recogió,lo puso con la rodaja y lo metiótodo en el emparedado.

—¿Siempre comes cebolla tantemprano? —preguntó Agustín.

—Cuando la hay.

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—¿Todo el mundo lo hace en tupaís?

—No —contestó Robert Jordan—; allí está mal visto.

—Eso me gusta —dijo Agustín—; siempre tuve a América porpaís civilizado.

—¿Qué tienes contra lascebollas?

—El olor. Nada más. Aparte deeso, es como una rosa.

Robert Jordan le sonrió con laboca llena.

—Una rosa —dijo—; es unaverdad como un templo. Una

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cebolla es una rosa y una rosa esuna cebolla.

—Se te están subiendo lascebollas a la cabeza —dijo Agustín—. Ten cuidado.

—Una cebolla es una cebolla yuna rosa es una rosa —insistióalegremente Robert Jordan, y pensóque una piedra es una roca, es unpeñasco, un cascote, un guijarro.

—Enjuágate la boca con el vino—le aconsejó Agustín—. Eres muyraro, inglés. Hay mucha diferenciaentre tú y el último dinamitero quetrabajó con nosotros.

—Hay, efectivamente, una gran

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diferencia.—¿Cuál?—Que yo estoy vivo y él

muerto —dijo Robert Jordan. Peroen seguida pensó: «¿Qué es lo quete pasa? ¡Vaya una manera dehablar! ¿Es la comida lo que tepone en ese estado de locafelicidad? ¿Qué es lo que te pasa?¿Estás borracho de cebolla? ¿Eseso lo que te pasa? Nunca meimportó mucho. Quisiste que fuesealgo importante para ti, pero no loconseguiste. No debes engañartepor el poco tiempo que tequeda»—. No —añadió hablando

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seriamente—. Aquel era un hombreque había sufrido mucho.

—¿Y tú no has sufrido?—No —contestó Robert Jordan

—; yo soy de los que sufren poco.—Yo también —dijo Agustín

—. Hay quienes sufren y quienes nosufren. Yo sufro muy poco.

—Tanto mejor —dijo RobertJordan y bebió un nuevo trago de labota—. Y con esto, todavía menos.

—Yo sufro por los otros.—Como todos los hombres

buenos deberían hacer.—Pero por mí mismo sufro muy

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poco.—¿Tienes mujer?—No.—Yo tampoco.—Pero ahora tienes a la María.—Sí.—Mira qué cosa tan rara —dijo

Agustín—. Desde que ella se juntócon nosotros, cuando lo del tren, laPilar la ha mantenido apartada detodos, tan celosamente como sihubiera estado en un convento decarmelitas. No te puedes imaginarcon qué ferocidad la guardaba.Vienes tú y te la da como regalo.¿Qué te parece?

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—No ha sido como tú locuentas.

—¿Cómo fue entonces?—Me la confió para que

cuidase de ella.—Y por eso la cuidas y j… con

ella toda la noche.—Suerte que tiene uno.—Vaya una manera de cuidar

de ella.—¿Tú no entiendes que se

pueda cuidar de alguien de esemodo?

—Sí. Pero, por lo que se refierea ese modo de cuidarla, podíamoshaberlo hecho cualquiera de

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nosotros.—No hablemos más de eso —

dijo Robert Jordan—. La quiero deverdad.

—¿Lo dices en serio?—No hay nada más serio en

este mundo.—¿Y después qué harás,

después de lo del puente?—Ella se vendrá conmigo.—Entonces —dijo Agustín—,

no hablemos más ninguno de losdos. Y que los dos tengáis muchasuerte.

Levantó la bota de vino, bebió

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un trago y se la tendió luego aRobert Jordan.

—Una cosa más, inglés…—Todas las que quieras.—Yo la he querido mucho

también.Robert Jordan le puso la mano

en el hombro.—Mucho —insistió Agustín—.

Mucho. Más de lo que uno es capazde imaginar.

—Me lo imagino.—Me hizo una impresión que

todavía no se ha borrado.—Me lo imagino.—Mira, voy a decirte una cosa

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muy en serio.—Dila.—Nunca la he tocado, ni he

tenido nada que ver con ella; perola quiero muchísimo. Inglés, no latrates a la ligera. Porque aunqueduerma contigo no es una puta.

—Tendré cuidado de ella.—Te creo. Pero hay más. Tú no

puedes figurarte cómo sería unamuchacha como ella si no hubiesehabido una revolución. Tienesmucha responsabilidad. Esamuchacha ha sufrido mucho, deverdad. Ella no es como nosotros.

—Me casaré con ella.

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—Bueno. No digo tanto. Eso noes necesario con la revolución.Aunque —y movió la cabeza—sería mejor.

—Me casaré con ella —repitióRobert Jordan, y al decirlo sintióque se le hacía un nudo en sugarganta—. La quiero muchísimo.

—Más adelante —dijo Agustín—. Cuando convenga. Loimportante es tener la intención.

—La tengo.—Oye —dijo Agustín—. Hablo

demasiado y de una cosa que no meconcierne. Pero ¿has conocido a

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muchas chicas en tu país?—A algunas.—¿Putas?—Algunas no lo eran.—¿Cuántas?—Varias.—¿Y dormiste con ellas?—No.—¿No ves?—Sí.—Lo que digo es que María no

hace esto a la ligera.—Ni yo tampoco.—Si yo creyese que lo hacías,

te hubiera pegado un tiro anoche,cuando dormías con ella. Por esas

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cosas matamos mucho aquí.—Oye, amigo. Ha tenido la

culpa la falta de tiempo de que nohubiese ceremonia. Lo que nos faltaes tiempo. Mañana habrá queluchar. Para mí no tieneimportancia. Pero para María ypara mí eso quiere decir quetendremos que vivir toda nuestravida de aquí a entonces.

—Y un día y una noche no esmucho —dijo Agustín.

—No, pero hemos tenido el díade ayer y la noche anterior yanoche.

—Oye, si puedo hacer algo por

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ti…—No. Todo va muy bien.—Si puedo hacer algo por ti o

por la rapadita…—No.—Verdad que es muy poco lo

que un hombre puede hacer porotro.

—No. Es mucho.—¿Qué?—Ocurra lo que ocurra hoy y

mañana, en lo que hace a la batalla,confía en mí y obedéceme…Aunque las órdenes te parezcanequivocadas.

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—Confío en ti. Después de esode la caballería y de la idea quetuviste alejando el caballo, tengoconfianza en ti.

—Eso no fue nada. Ya ves quetrabajamos por un fin preciso:ganar la guerra. Mientras no laganemos, todo lo demás carece deimportancia. Mañana tenemos untrabajo de gran alcance. Deverdadero alcance. Y luego habráuna batalla. La batalla requieremucha disciplina. Porque muchascosas no son lo que parecen. Ladisciplina tiene que venir de laconfianza.

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Agustín escupió al suelo.—La María y lo demás son

cosas aparte —dijo—. Tú y laMaría conviene que aprovechéis eltiempo que os queda como sereshumanos. Si puedo ayudarte enalgo, estoy a tus órdenes. Y por loque hace a mañana, te obedeceréciegamente. Si hay que morir en elasunto de mañana, uno morirácontento y con el corazón ligero.

—Así pienso yo —dijo RobertJordan—. Pero el oírtelo decir meda contento.

—Te diré más —siguió Agustín

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—; ese de ahí arriba —y señaló aPrimitivo— es de mucha confianza.La Pilar lo es mucho, mucho más delo que tú te imaginas. El viejo,Anselmo, es también de muchaconfianza. Andrés también. Eladiotambién. Muy callado, pero demucha confianza. Y Fernando. Nosé qué es lo que tú piensas de él. Esverdad que es más pesado que elplomo. Y está más lleno deaburrimiento que un buey uncido asu carreta en un camino. Pero parapelear y para hacer lo que se le hadicho es muy hombre. Ya verás.

—Tenemos suerte.

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—No, tenemos dos elementosflojos: el gitano y Pablo. Pero lacuadrilla del Sordo es mejor quenosotros tanto como nosotrospodemos ser mejores que lacagarruta de una cabra.

—Entonces, todo va bien.—Sí —concluyó Agustín—.

Pero me gustaría que fuese parahoy.

—A mí también. Para acabarcon eso. Pero no será.

—¿Crees que va a ser la cosadura?

—Puede que sí.—Pero estás ahora muy

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contento, inglés.—Sí.—Yo también. Pese a todo lo

de María y a todo lo demás.—¿Sabes por qué?—No.—Yo tampoco. Quizá sea el

día. El día es hermoso.—¡Quién sabe! Quizá sea que

vamos a tener jarana.—Yo creo que es eso. Pero no

será hoy. Hoy tenemos que evitarcualquier incidente. Es muyimportante.

Según hablaban, oyó algo. Era

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un ruido lejano que dominaba elsoplo de brisa entre los árboles. Noestaba seguro de haber oído bien yse quedó con la boca abierta,escuchando, sin quitarle ojo aPrimitivo. Apenas creía haberlooído cuando se disipaba. El vientosoplaba entre los pinos y RobertJordan se mantuvo atentoescuchando. Oyó al fin un ruidotenue llevado por el viento.

—Para mí, esto no tiene nadade trágico —estaba diciendoAgustín—. El que no pueda tener ala María no importa. Iré de putas,como he hecho siempre.

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—Cállate —dijo Jordan sinescucharle. Y se tumbó junto a élcon la cabeza vuelta del otro lado.Agustín le miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.Robert Jordan se puso la mano

en la boca y siguió escuchando. Looyó de nuevo. Era un ruido débil,sordo, seco y lejano; pero no cabíala menor duda: era el ruidocrepitante y sordo de ráfagas deametralladora. Hubiérase dicho quepequeñísimos fuegos artificialesestallaban en los linderos de loaudible.

Robert Jordan levantó los ojos

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hacia Primitivo, que estaba con lacabeza erguida, mirando haciadonde ellos se encontraban con unamano sobre la oreja. Al mirarle,Primitivo, señaló las montañas másaltas.

—Están peleando en elcampamento del Sordo —dijoRobert Jordan.

—Vamos a ayudarlos —dijoAgustín—. Reúne a la gente…Vámonos.

—No —dijo Robert Jordan—.Hay que quedarse aquí.

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Capítulo XXV

ROBERT JORDAN levantó sus ojoshacia donde Primitivo se habíaparado en su puesto de observaciónempuñando el fusil y señalando.Jordan asintió con la cabeza paraindicarle que había comprendido;pero el hombre siguió señalando,llevándose la mano a la oreja yvolviendo a señalarinsistentemente, como si fueraposible que no le hubiesenentendido.

—Quédate tú ahí, con la

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ametralladora, y no dispares hastaque no estés seguro, seguro, peroseguro que vienen hacia acá, y esoúnicamente cuando hayan llegado aesas matas —le indicó RobertJordan—. ¿Entiendes?

—Sí, pero…—Nada de peros; después te lo

explicaré. Voy a ver a Primitivo.A Anselmo, que estaba junto a

él, le dijo:—Viejo, quédate aquí con

Agustín y la ametralladora. —Hablaba tranquilamente, sin prisa—. No debe disparar, a menos quela caballería se dirija realmente

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hacia acá. Si aparecen, tiene quedejarlos tranquilos, como hemoshecho un rato antes. Si tiene quedisparar, sosténle las patas deltrípode y pásale las municiones.

—Bueno —contestó el viejo—.¿Y La Granja?

—Luego.Robert Jordan trepó, dando la

vuelta por los peñascos grises, quesentía húmedos ahora, cuandoapoyaba las manos para subir. Elsol hacía que la nieve se fundierarápidamente. En lo alto, las rocasestaban secas y, a medida que

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ascendía, pudo ver, más allá delcampo abierto, los pinos y la largahondonada que llegaba hasta dondeempezaban otra vez las montañasmás altas. Al llegar junto aPrimitivo se dejó caer en un huecoentre dos rocas, y el hombrecillo decara atezada le dijo:

—Están atacando al Sordo.¿Qué hacemos?

—Nada —contestó RobertJordan.

Oía claramente el tiroteo enaquellos momentos, y mirandohacia delante, al otro lado delmonte, vio, cruzando el valle en el

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lugar en que la montaña se hacíamás escarpada, una tropa decaballería, que, saliendo de entrelos árboles, se encaminaba al lugardel tiroteo. Vio la doble hilera dejinetes y caballos destacándosecontra la blancura de la nieve, en elmomento en que escalaban la laderapor la parte más empinada. Alllegar a lo alto del reborde seinternaron en el monte.

—Tenemos que ayudarlos —dijo Primitivo. Su voz era ronca yseca.

—Es imposible —le dijoRobert Jordan—. Me lo estaba

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temiendo desde esta mañana.—¿Qué dices?—Fueron a robar caballos

anoche. La nieve dejó de caer y leshan seguido las huellas.

—Pero hay que ir a ayudarlos—insistió Primitivo—. No se lespuede dejar solos de esta manera.Son nuestros camaradas.

Robert Jordan le puso la manoen el hombro.

—No se puede hacer nada. Sipudiéramos hacer algo, loharíamos.

—Hay una manera de llegar

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hasta allí por arriba. Se puedetomar ese camino con los doscaballos y las dos máquinas. La queestá ahí y la tuya. Así podrían serayudados.

—Escucha —dijo RobertJordan.

—Eso es lo que escucho —dijoPrimitivo.

Les llegaba el tiroteo enoleadas, una sobre otra. Luegooyeron el estampido de lasgranadas de mano, pesado y sordo,entre el seco crepitar deametralladora.

—Están perdidos —dijo Robert

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Jordan—. Estuvieron perdidosdesde el momento en que la nievecesó. Si vamos nosotros, nosveremos perdidos también. Nopodemos dividir las pocas fuerzasque tenemos.

Una pelambre gris cubría lamandíbula, el labio superior y elcuello de Primitivo. El resto de sucara era de un moreno apagado, conla nariz rota y aplastada y los ojosgrises, muy hundidos; mientras lemiraba, Robert Jordan vio que letemblaban los pelos grises en lascomisuras de los labios y en losmúsculos del cuello.

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—Oye —dijo—, eso es unamatanza.

—Sí, están cercados en lahondonada —dijo Robert Jordan—;pero quizás hayan podido escaparalgunos.

—Si fuéramos ahora podríamosatacarlos por la espalda —dijoPrimitivo—. Vamos los cuatro conlos caballos.

—¿Y luego? ¿Qué pasarácuando los hayas atacado pordetrás?

—Nos uniremos al Sordo.—Para morir allí. Mira al sol.

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El día es largo.El cielo aparecía límpido, sin

una nube, y el sol les calentaba yala espalda. Había grandes masasnítidas de nieve sobre la ladera sur,por encima de ellos, y toda la nievede los pinos había caído. Másabajo, un ligero vapor se elevaba alos rayos tibios del sol de lasrocas, húmedas de nieve derretida.

—Hay que aguantarse —resolvió Robert Jordan—. Soncosas que suceden en la guerra.

—Pero ¿no se puede hacernada? ¿De veras? —Primitivo lemiraba fijamente y Robert Jordan

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vio que tenía confianza en él—.¿No podrías enviarme con otro ycon la ametralladora pequeña?

—No serviría de nada —contestó Robert Jordan.

En ese momento le pareció veralgo que había estado aguardando,pero no era más que un halcón, quese dejaba mecer en el viento y queremontó luego el vuelo por encimade la línea más alejada del bosquede pinos.

—No serviría de nada aunquefuéramos todos.

El tiroteo redobló enintensidad, puntuado por el

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estallido plúmbeo de las bombas.—Me c… en ellos —dijo

Primitivo con una especie de fervordentro de su grosería, con los ojosllenos de lágrimas y las mejillastemblorosas—. Por Dios y por laVirgen, me c… en esos cobardes, yen la leche de su madre.

—Cálmate —dijo RobertJordan—. Vas a pelearte con ellosantes de lo que te figuras. Mira,aquí está Pilar.

Pilar subía hacia ellosapoyándose en las rocas condificultad.

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Primitivo continuóblasfemando:

—Puercos. Dios y la Virgen,me c… en ellos —cada vez que elviento llevaba una andanada detiros.

Robert Jordan se escurrió de laroca en donde estaba para ayudar aPilar.

—¿Qué tal, mujer? —preguntósujetándola por las muñecas, paraayudarla a trasponer el últimopeñasco.

—Tus prismáticos —dijo ella,quitándose la correa de encima delos hombros—. Así que le ha

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tocado al Sordo.—Así es.—¡Pobre! —dijo ella

compasivamente—. ¡Pobre Sordo!Respiraba entrecortadamente a

causa de la ascensión; cogió lamano de Robert Jordan y la apretócon fuerza entre las suyas, sin dejarde mirar a lo lejos.

—¿Cómo va la cosa? ¿Quécrees?

—Mal, muy mal.—Está j…—Creo que sí.—¡Pobre! —dijo ella—. Por

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culpa de los caballos, ¿no?—Probablemente.—¡Pobre! —exclamó Pilar.

Luego añadió—: Rafael me hacontado montones de puñeteríassobre los movimientos de lacaballería. ¿Qué fue lo que pasó?

—Una patrulla y undestacamento.

—¿Hasta dónde llegaron?Robert Jordan señaló el lugar

en donde se había detenido lapatrulla y el refugio de laametralladora. Desde el lugar enque estaban podían ver una bota deAgustín que asomaba por debajo

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del refugio de ramas.—El gitano me ha contado que

llegaron tan cerca de vosotros, queel cañón de la ametralladora tocabael pecho del caballo del jefe —cortó Pilar—. ¡Qué gitanos! Tusprismáticos estaban en la cueva.

—¿Has recogido todas lascosas?

—Todo lo que se puede llevar.¿Hay noticias de Pablo?

—Les llevaba cuarenta minutosde ventaja. Le iban siguiendo lashuellas.

Pilar sonrió y le soltó la mano.—No le encontrarán nunca. Lo

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malo es el Sordo. ¿No se puedehacer nada?

—Nada.—¡Pobre! —exclamó ella—.

Quería mucho al Sordo. ¿Estásseguro, seguro de que está j…?

—Sí, he visto mucha caballería.—¿Más de la que vino por

aquí?—Un destacamento más que

subía allá arriba.—Escucha —dijo Pilar—.

¡Pobre, pobre Sordo!Escucharon el tiroteo.—Primitivo quería ir —dijo

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Robert Jordan.—¿Estás loco? —preguntó

Pilar al hombre de la caraaplastada—. ¿Qué clase de locosestamos criando por aquí?

—Querría ir a ayudarles.—¡Qué va! Otro romántico. ¿No

te parece que vas a morir lobastante aprisa sin necesidad dehacer viajes inútiles?

Robert Jordan la miró, observósu cara, ancha y morena, con lospómulos altos, como los de losindios, los ojos oscuros, muyseparados, y la boca burlona, con ellabio inferior grueso y amargo.

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—Pórtate como un hombre —ledijo a Primitivo—. Como unapersona mayor. Piensa en tuscabellos grises.

—No te burles de mí —dijoPrimitivo hoscamente—. Por pococorazón y poca imaginación queuno tenga…

—Hay que aprender a hacerloscallar —dijo Pilar—. Ya moriráspronto con nosotros, hombre; nohay necesidad de ir a buscarcomplicaciones con los forasteros.En cuanto a la imaginación, elgitano la tiene para todos. Vaya unpuñetero romance que me ha

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contado.—Si hubieras visto lo que pasó

no hablarías de romance —dijoPrimitivo—. Nos hemos escapadopor un pelo.

—¡Qué va! —siguió Pilar—.Algunos jinetes llegaron hasta aquíy luego se fueron y vosotros oshabéis creído unos héroes. A esohemos llegado, a fuerza de no hacernada.

—¿Y eso del Sordo no esgrave? —preguntó Primitivo condesprecio.

Sufría visiblemente cada vez

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que el viento le llevaba el ruido deltiroteo, y hubiera querido ir allí oal menos que Pilar se callara y ledejase en paz.

—¿Total, qué? —dijo Pilar—.Le ha llegado, así es que no pierdastus c… por la desdicha de losotros.

—Vete a la mierda —dijoPrimitivo—; hay mujeres de unaestupidez y una brutalidadinsoportables.

—Es para hacer juego con loshombres de pocos c… —replicóPilar—. Si no hay nada que ver, meiré.

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En aquellos momentos, RobertJordan oyó el rumor de un aviónque volaba a gran altura. Levantó lacabeza. Parecía el mismo aparatode observación que había visto aprimera hora de la mañana. Volvíade las líneas y se iba hacia laaltiplanicie en que el Sordo estabasiendo atacado.

—Ahí está el pájaro de malagüero —dijo Pilar—. ¿Podrá verlo que pasa aquí abajo?

—Seguramente —dijo RobertJordan—. Si no están ciegos.

Vieron al avión deslizarse agran altura, plateado y tranquilo, a

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la luz del sol. Venía de la izquierday podían verse los discos de luzque dibujaban las hélices.

—Agachaos —ordenó RobertJordan.

El avión estaba ya por encimade sus cabezas y su sombra cubríael espacio abierto, mientras que latrepidación de su motor llegaba almáximo de intensidad. Luego sealejó hacia la cima del valle y levieron perderse poco a poco hastadesaparecer para surgir de nuevo,describiendo un amplio círculo;descendió y dio dos vueltas por

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encima de la planicie, antes deencaminarse hacia Segovia.

Robert Jordan miró a Pilar, quetenía la frente cubierta de sudor.Ella movió la cabeza mientras semordía el labio inferior.

—Cada cual tiene su puntoflaco —dijo—. A mí, son esos losque me atacan los nervios.

—¿No se te habrá pegado mimiedo? —preguntó irónicamentePrimitivo.

—No —contestó ella,poniéndole la mano en el hombro—. Tú no tienes miedo, ya lo sé. Tepido perdón por haberte tratado con

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demasiada confianza. Estamostodos en el mismo caldero. —Yluego, dirigiéndose a Robert Jordan—: Os mandaré comida y vino.¿Quieres algo más?

—Por el momento, nada más.¿Dónde están los otros?

—Tu reserva está intacta, ahíabajo, con los caballos —dijo ella,sonriendo—. Todo está bienguardado. Todo está listo Maríaestá con tu material.

—Si por casualidad sepresentaran aviones, mételo en lacueva.

—Sí, señor inglés —repuso

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Pilar—. A tu gitano, te lo regalo, lehe mandado a coger setas paraguisar las liebres. Hay muchas setasen este tiempo y he pensado queserá mejor que nos comamos lasliebres hoy, aunque estarían mástiernas mañana o pasado mañana.

—Creo que será mejorcomérnoslas hoy, en efecto —respondió Robert Jordan.

Pilar puso su manaza sobre elhombro del muchacho en el sitiopor donde pasaba la correa de lametralleta, y levantando la mano leacarició los cabellos luego.

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—¡Qué inglés! —exclamó—.Mandaré a María con los pucheros,cuando estén guisadas.

El tiroteo lejano habíaconcluido casi por completo. Sólose oía de vez en cuando algúndisparo aislado.

—¿Crees que ha acabado todo?—preguntó Pilar.

—No —contestó Jordan—; porel ruido, parece que ha habido unataque y ha sido rechazado. Ahora,yo diría que los atacantes los hanrodeado. El Sordo se ha guarecidoesperando los aviones.

Pilar se dirigió a Primitivo.

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—Tú, ya sabes que no hequerido insultarte.

—Ya lo sé —respondióPrimitivo—; estoy acostumbrado acosas peores. Tienes una lenguaasquerosa. Pon atención en lo quedices, mujer. El Sordo era un buencamarada mío.

—¿Y no lo era mío? —preguntóPilar—. Escucha, cara aplastada.En la guerra no se puede decir loque se siente. Tenemos bastante conlo nuestro, sin preocuparnos de lodel Sordo.

Primitivo siguió mostrándose

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hosco.—Debieras ir al médico —le

dijo Pilar—. Y yo me voy a hacerel desayuno.

—¿Me has traído losdocumentos de ese requeté? —lepreguntó Robert Jordan.

—¡Qué estúpida soy! —dijoella—; los he olvidado. Mandaré aMaría con los papeles.

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Capítulo XXVI

LOS AVIONES NO VOLVIERON hastalas tres de la tarde. La nieve sehabía derretido enteramente desdeel mediodía y las rocas estabanrecalentadas por el sol. No habíanubes en el cielo, y Robert Jordan,que estaba sentado sobre unpeñasco, se quitó la camisa y sepuso a tostarse las espaldas al solmientras leía las cartas que habíanencontrado en los bolsillos delsoldado de caballería muerto. Devez en cuando dejaba de leer para

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mirar a través del valle hacia lalínea de pinos; luego volvía a lascartas. No volvió a aparecer máscaballería. De vez en cuando se oíaalgún tiro hacia el campamento delSordo. Pero el tiroteo eraesporádico.

Por la lectura de los papelesmilitares supo que el muchacho erade Tafalla (Navarra), que teníaveintiún años, que no estaba casadoy que era hijo de un herrero. Elnúmero de su regimiento sorprendióa Robert Jordan, porque suponíaque ese regimiento estaba en elNorte. El muchacho era un carlista

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que había sido herido en la batallade Irún a comienzos de la guerra.

«Probablemente le he vistocorrer delante de los toros por lascalles en la feria de Pamplona —pensó Robert Jordan—. Uno nomata nunca a quien se quisieramatar en la guerra. Bueno, casinunca», se corrigió. Y siguióleyendo las cartas.

Las primeras que leyó erancartas amaneradas, escritas concaligrafía cuidadosa, y se referíancasi exclusivamente a sucesoslocales. Eran de la hermana, y

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Robert Jordan se enteró por ellasde que todo iba bien en Tafalla, deque el padre seguía bien, de que lamadre estaba como siempre, aunquetenía dolores en la espalda;confiaba en que el muchachoestuviera bien y no corriese muchospeligros y se sentía dichosa porsaber que estuviera acabando conlos rojos para liberar a España delas hordas marxistas. Luego habíauna lista de los muchachos deTafalla muertos o gravementeheridos desde su última carta.Mencionaba diez muertos. Eramucho para un pueblo de la

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importancia de Tafalla, pensóRobert Jordan.

En la carta también se hablabaextensamente de la religión, y lahermana rogaba a San Antonio, a laSantísima Virgen del Pilar y a lasotras vírgenes que le protegieran. Yasimismo le pedía al muchacho queno olvidara que estaba igualmenteprotegido por el Sagrado Corazónde Jesús, que siempre debía llevarsobre su corazón, como estaba ellasegura de que lo llevaba, ya queinnumerables casos habían probado—y esto estaba subrayado— quegozaba del poder de detener las

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balas. Se despedía con un «Tuhermana que te quiere, comosiempre, Concha».

Esa carta estaba un poco suciapor los bordes y Robert Jordan laguardó cuidadosamente con el restode los papeles militares y abrióotra, cuya caligrafía era menosprimorosa. Era de la novia que,bajo fórmulas convencionales,parecía loca de histeria por lospeligros que corría el muchacho.Robert Jordan la leyó, luego metiólas cartas y los papeles en elbolsillo de su pantalón. No le

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quedaron ganas de leer las otrascartas.

«Creo que ya he hecho mi buenaacción de hoy —se dijo—. Vayaque sí».

—¿Qué estabas leyendo? —lepreguntó Primitivo.

—Los papeles y las cartas deese requeté que hemos matado estamañana. ¿Quieres verlos?

—No sé leer —contestóPrimitivo—. ¿Hay algo interesante?

—No —repuso Robert Jordan—; son cartas de familia.

—¿Cómo están las cosas en elpueblo del muchacho? ¿Se puede

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averiguar por las cartas?—Parece que las cosas van

bien —dijo Robert Jordan—; hahabido muchas bajas en su pueblo.—Examinó el refugio, que habíanmodificado y mejorado un poco,después de derretirse la nieve, yque tenía un aspecto muyconvincente. Luego miró hacia lalejanía.

—¿De qué pueblo es? —preguntó Primitivo.

—De Tafalla —respondióRobert Jordan.

«Pues bien, sí, lo lamento. Lolamento si ello puede servir de

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algo».«No sirve de nada —se

contestó a sí mismo—. Bueno,entonces, olvídalo».

«De acuerdo, lo olvido ahoramismo».

Pero no podía olvidarlo. «¿Acuántos has matado? —se preguntóa sí mismo—. No lo sé. ¿Crees quetienes derecho a matar? ¿Ni tansiquiera a uno? No, pero tengo quematar. ¿Cuántos de los que hasmatado eran verdaderos fascistas?Muy pocos. Pero todos sonenemigos, cuya fuerza se opone a la

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nuestra. ¿Tú prefieres los navarrosa los de cualquier otra parte deEspaña? —Sí. —¿Y los matas? —Sí. Si no lo crees, baja alcampamento. —¿No sabes que esmalo matar a nadie? —Sí. —Perolo haces. —Sí. —¿Y siguescreyendo que tu causa es justa? —Sí».

«Es justa —se dijo, no paratranquilizarse, sino con orgullo—.Tengo fe en el pueblo y creo que leasiste el derecho de gobernarse a sugusto. Pero no se debe creer en elderecho de matar. Es preciso matarporque es necesario, pero no hay

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que creer que sea un derecho. Si secree en ello, todo va mal».

«—¿A cuántos crees que habrásmatado? —No tengo interés enllevar la cuenta. —Pero ¿lo sabes?—Sí. —¿A cuantos? —No puedeuno estar seguro del número. —¿Yde los que estás seguro? —Más deveinte. —¿Y cuántos verdaderosfascistas había entre ellos? —Solamente dos que fueran seguros.Porque me vi obligado a matarloscuando los hicimos prisioneros enUsera. —¿Y no te causó impresión?—No. —¿Tampoco placer? —No.Resolví no volverlo a hacer nunca.

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Lo he evitado. He procurado nomatar a los que estabandesarmados».

«Oye —se dijo a sí mismo—,harás mejor si no piensas en ello.Es malo para ti y para tu trabajo».Luego se contestó:

«Escúchame, tú, estáspreparando algo muy serio y esmenester que lo comprendas. Esnecesario que yo te hagacomprender esto claramente.Porque si no está claro en tucabeza, no tienes derecho a hacerlas cosas que haces. Porque todas

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esas cosas son criminales y ningúnhombre tiene derecho a quitar lavida a otro, a menos que sea paraimpedir que les suceda algo peor alos demás. Así es que trata deentenderlo bien y no te engañes a timismo».

«Pero yo no puedo llevar lacuenta de los que he matado, comose hace con una colección detrofeos o como en una de esas cosasrepugnantes, haciendo muescas enla culata del fusil. Tengo derecho ano llevar la cuenta y tengo derechoa olvidarlos».

«No —se contestó a sí mismo

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—; no tienes derecho a olvidarnada. No tienes derecho a cerrarlos ojos ante nada ni a olvidar nadani a atenuar nada, ni a cambiarlo».

«Cállate —se dijo—. Te poneshorriblemente pomposo».

«Ni tampoco a engañarte a timismo acerca de ello», prosiguiódiciéndose.

«De acuerdo. Gracias por tusbuenos consejos. Y querer a María,¿está bien? —Sí», respondió suotro yo.

«¿Incluso aunque no haya sitiopara el amor en una concepciónpuramente materialista de la

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sociedad?».«¿Desde cuándo tienes tú

semejante concepción? —preguntósu otro yo—. No la has tenidonunca. No has podido tenerla nunca.Tú no eres un verdadero marxista, ylo sabes. Tú crees en la libertad, enla igualdad y en la fraternidad. Túcrees en la vida, en la libertad y enla búsqueda de la dicha. No teatiborres la cabeza con un excesode dialéctica. Eso es bueno para losdemás; no para ti. Conviene queconozcas estas cosas para no tenerel aire de un estúpido. Hay que

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aceptar muchas cosas para ganaruna guerra. Si perdemos estaguerra, todo estará perdido».

«Pero después podrás rechazartodo aquello en lo que no crees.Hay muchas cosas en las que nocrees y muchas cosas en las quecrees. Y otra cosa. No te engañesacerca del amor que sientas poralguien. Lo que ocurre es que lasmás de las gentes no tienen la suertede encontrarlo. Tú no lo habíassentido antes nunca y ahora losientes. Lo que te sucede conMaría, aunque no dure más que hoyy una parte de mañana, o aunque

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dure toda la vida, es la cosa másimportante que puede sucederle aun ser humano. Habrá siempregentes que digan que eso no existe,porque no han podido conseguirlo.Pero yo te digo que existe y que hastenido suerte, aunque muerasmañana».

«Basta ya de hablar de estascosas —se dijo— y de la muerte.Esa no es manera de hablar. Ese esel lenguaje de nuestros amigos losanarquistas. Siempre que las cosasvan mal, tienen ganas de prenderfuego a algo y morir después, tienenuna cabeza muy particular. Muy

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particular. En fin, hoy se pasará enseguida, amiguito. Son casi las tresy va a haber zafarrancho, máspronto o más tarde. Se siguedisparando en el campamento delSordo; lo que muestra que han sidocercados y que esperan tal vez másgente. Pero tendrán que acabar conellos antes del anochecer».

«Me pregunto cómo irán lascosas allá arriba, en el campamentodel Sordo. Es lo que nos aguarda atodos a su debido tiempo. No debede ser muy divertido por alláarriba. Por cierto que le hemos

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metido en un buen lío con eso delos caballos. ¿Cómo se dice enespañol? Un callejón sin salida.Creo que en un caso así yo sabríacomportarme decentemente. Soncosas que no suceden más que unavez y acaban en seguida. ¡Qué lujosería el que tomase uno parte en unaguerra en que pudiera rendirsecuando le han cercado! Estamoscopados. Ese ha sido el gran gritode pánico de esta guerra. Despuésuno era fusilado y si antes no lehabía sucedido a uno nada, unohabía tenido suerte. El Sordo notendrá esa suerte. Ni va a tenerla

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nadie cuando llegue el momento».Eran las tres de la tarde. Oyó un

zumbido lejano, y, levantando losojos, vio los aviones.

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Capítulo XXVII

EL SORDO ESTABA COMBATIENDO enla cresta de una colina. No legustaba aquella colina, y cuando lavio se dijo que tenía la forma de unabsceso. Pero no podía elegir; lahabía visto de lejos y galopó haciaella espoleando al caballo, jadeanteentre sus piernas, con el fusilautomático terciado sobre susespaldas, el saco de granadasbalanceándose a un lado y el sacocon los cargadores al otro, mientrasJoaquín e Ignacio se detenían y

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disparaban para dejarle tiempo decolocar la ametralladora enposición.

Quedaba todavía nieve, la nieveque los había perdido y cuando sucaballo herido empezó a subir apaso lento la última parte delcamino, jadeando, vacilando ytropezando, regando la nieve conuna chorrada roja de vez en cuando,el Sordo echó pie a tierra y lo llevóde las riendas, trepando con lasriendas sobre sus hombros. Habíasubido muy de prisa, todo lo quepodía, con los dos sacos, que lepesaban sobre la espalda, mientras

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las balas se estrellaban en las rocasalrededor de él, y al llegar arriba,cogiendo al caballo por las crines,le pegó un tiro rápida, hábil ytiernamente, en el sitio en dondehabía que pegárselo, de tal maneraque el caballo se desplomó degolpe, con la cabeza por delante,quedando encajonado en una brechaentre dos rocas. El Sordo colocó laametralladora de modo que pudieradisparar por encima del espinazodel caballo y vació dos cargadoresen ráfagas precipitadas y mientraslos casquillos vacíos se incrustaban

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en la nieve y alrededor un olor acrines quemadas se desprendía delcuerpo del caballo en que apoyabala boca caliente del cañón,disparaba sobre todos los quesubían por la cuesta, obligándoles aponerse a cubierto. En todo esetiempo había ido experimentandouna sensación de frío en la espaldaporque no sabía los que estabandetrás de él. Pero cuando el últimode los cinco hombres huboalcanzado la cima, esa sensación defrío desapareció y decidióconservar sus municiones para elmomento en que tuviera necesidad

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de ellas.Había otros dos caballos

muertos en la pendiente y tres en lacima. No había podido robar másque tres caballos la noche anterior,y uno de ellos se escapó al intentarmontarlo a pelo dentro del corral,cuando los primeros disparoscomenzaron a oírse.

De los cinco hombres quellegaron a la cima, tres se hallabanheridos. El Sordo estaba herido enla pantorrilla y en dos lugaresdistintos del brazo izquierdo. Teníamucha sed. Sus heridas leendurecían los músculos y una de

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las heridas del brazo era muydolorosa. Le dolía la cabeza y,mientras estaba tendido allí,aguardando que llegasen losaviones, se le ocurrió una frase dehumor español, que decía así: «Hayque tomar la muerte como si fuerauna aspirina». No la dijo en vozalta; pero sonrió para sus adentros,en medio del dolor y de las náuseasque le acometían cada vez quemovía el brazo y miraba en tornosuyo para ver lo que había quedadode su cuadrilla.

Los cinco hombres estaban

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dispuestos como los radios de unaestrella de cinco puntas. Cavandocon las manos y los pies, habíanhecho montículos de barro y depiedras para protegerse la cabeza ylos hombros. Puestos a cubierto deesta suerte, trataban de unir losmontículos individuales con unparapeto de piedra y lodo. Joaquín,el más joven, que sólo teníadieciocho años, tenía un casco deacero que utilizaba para cavar ytransportar la tierra.

Había encontrado aquel cascoen el asalto al tren. El casco teníaun agujero de bala y todo el mundo

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se burlaba de él. Pero Joaquínhabía alisado a martillazos losbordes desiguales del agujero y lohabía tapado con un tarugo demadera, que cortó y limó hastadejarlo al nivel del metal.

Cuando comenzó la batalla semetió el casco en la cabeza, contanta fuerza, que le resonó en elcráneo de golpe como si se hubierametido una cacerola, y en la carrerafinal, después de que hubo muertosu caballo, y con el pecho dolorido,las piernas inertes, la boca seca,mientras las balas se estrellaban,martillaban y cantaban alrededor,

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en la carrera que dio para llegarhasta la cima, el casco se le habíaantojado pesadísimo, ciñendo suhinchada frente con una banda dehierro. Pero lo había conservadopuesto y ahora cavabaaprovechándose de él con unaregularidad desesperante y casimaquinal. Hasta entonces no habíasido herido.

—Por fin sirve para algo —lehabía dicho el Sordo, con su vozhonda y grave.

—Resistir y fortificar es vencer—contestó Joaquín, con la boca

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seca; seca de un miedo quesobrepasaba la sed normal de labatalla. Era uno de los slogans delpartido comunista.

El Sordo miró hacia la base dela colina, donde uno de lossoldados disparaba protegido porla roca. Quería mucho a Joaquín,pero no estaba en aquellosmomentos de humor para aguantarslogans.

—¿Qué es lo que dices?Uno de los hombres levantó los

ojos de lo que estaba haciendo.Tendido de bruces y con las dosmanos, colocaba cuidadosamente

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una piedra, procurando no levantarla barbilla.

Joaquín repitió la frase, con suvoz juvenil y seca, sin dejar unsegundo de cavar.

—¿Cuál es la última palabra?—Vencer —dijo el muchacho.—¡Mierda! —exclamó el

hombre de la barbilla pegada alsuelo.

—Hay otra frase que se aplicaaquí —dijo Joaquín, y se hubieradicho que se sacaba los slogans delbolsillo, como talismanes—. LaPasionaria dice que es mejor morirde pie que vivir de rodillas.

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—¡Mierda! —repitió elhombre, y un compañero suyo soltópor encima del hombro:

—No estamos de rodillas.Estamos de barriga.

—Tú, comunista, ¿sabes que laPasionaria tiene un hijo de tu edadque está en Rusia desde elcomienzo del Movimiento?

—Eso es mentira —saltóJoaquín.

—¡Qué va a ser mentira! —dijoel otro—. Fue el dinamitero delnombre raro el que me lo dijo. Élera también de tu partido. ¿Para qué

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iba a mentir?—Es una mentira —dijo

Joaquín—. La Pasionaria no haríauna cosa como ocultar a su hijo enRusia, escondido, lejos de laguerra.

—Ya quisiera yo estar en Rusia—dijo otro de los hombres delSordo—. Tu Pasionaria no mandaráa buscarme para enviarme a Rusia,¿eh, comunista?

—Si tienes tanta confianza en tuPasionaria, ve a pedirle que nossaque de aquí —dijo un hombre quellevaba un muslo vendado.

—Ya se encargarán de ello los

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fascistas —replicó el hombre de labarbilla pegada al suelo.

—No habléis así —dijoJoaquín.

—Pásate un trapo por los labiosy límpiate la leche de la nodriza yalárgame de paso ese barro en tucasco —dijo el hombre de labarbilla pegada al suelo—.Ninguno de nosotros verá ponerseel sol esta tarde.

El Sordo pensaba: «Tiene laforma de un golondrino. O delpecho de una jovencita, sin elpezón. O del cráter de un volcán.Pero tú no has visto nunca un

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volcán, y no lo verás nunca.Además, esta colina es como ungolondrino. Déjate de volcanes. Esdemasiado tarde para volcanes».

Miró con precaución porencima del espinazo del caballomuerto y en seguida brotó unmartilleo rápido de disparosprovenientes de una roca, muchomás abajo, en la base de la colina.Oyó las balas hundirse en el cuerpodel caballo. Arrastrándose detrásdel animal, se atrevió a echar unaojeada por la brecha que quedabaentre la grupa del caballo y la roca.

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Había tres cadáveres en el flancode la colina, un poco más abajo dedonde estaba él. Tres hombres quehabían muerto cuando los fascistasintentaron el asalto de la colinabajo la protección de un fuego deametralladoras y fusilesautomáticos. El Sordo y suscompañeros frustraron el ataquecon bombas de mano, que hacíanrodar pendiente abajo. Había otroscadáveres que no podía ver a losotros lados de la colina. Esta notenía un acceso fácil, por el que losasaltantes pudieran llegar hasta lacima, y el Sordo sabía que,

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mientras contase con municiones ygranadas y le quedasen cuatrohombres, no los harían salir de allía menos que trajesen un mortero detrinchera. No sabía si habrían ido abuscar el mortero a La Granja.Quizá no, porque los aviones notardarían en llegar. Habían pasadocuatro horas desde que el avión dereconocimiento voló sobre suscabezas.

«La colina es realmente comoun golondrino —pensó el Sordo—y nosotros somos el pus. Perohemos matado a muchos cuandocometieron esa estupidez. ¿Cómo

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podían imaginarse que nos iban aatrapar de ese modo? Disponen deun armamento tan moderno, que laconfianza los vuelve locos». Habíamatado con una bomba al jovenoficial que mandaba el asalto. Lagranada fue rodando de roca enroca mientras el enemigo trepabainclinado y a paso de carga. En elfogonazo amarillento y entre elhumo gris que se produjo, el Sordovio desplomarse al oficial. Yacíaallí, como un montón de ropa vieja,marcando el extremo límitealcanzado por los asaltantes. El

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Sordo miró el cadáver del oficial ylos de los otros que habían caído alo largo de la ladera.

«Son valientes, pero muyestúpidos. Pero ahora lo hanentendido y no nos atacarán hastaque lleguen los aviones. A menos,por supuesto, que tengan unmortero. Con un mortero, la cosasería fácil». El mortero era elprocedimiento normal, y el Sordosabía que la llegada de un morterosignificaría la muerte de los cinco.Pero al pensar en la llegada de losaviones se sentía tan desnudo sobreaquella colina como si le hubiesen

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quitado todos los vestidos y hastala piel. «No puede uno sentirse másdesnudo. En comparación, unconejo desollado está tan cubiertocomo un oso. Pero ¿por qué habríande traer aviones? Podríandesalojarnos fácilmente con unmortero de trinchera. Sin embargo,están muy orgullosos de su aviacióny probablemente traerán losaviones. De la misma manera quese sentían orgullosos de sus armasautomáticas y por eso cometieron laestupidez de antes. Indudablemente,ya habrán enviado por el mortero».

Uno de los hombres disparó.

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Luego corrió rápidamente elcerrojo y volvió a disparar.

—Ahorra tus cartuchos —ledijo el Sordo.

—Uno de esos hijos de malamadre acaba de intentar subirse aesa roca —respondió el hombre,señalando con el dedo.

—¿Le has acertado? —preguntóel Sordo, volviendo la cabeza.

—No —dijo el hombre—. Elmuy cochino se ha escondido.

—La que es una hija de malamadre es Pilar —dijo el hombre dela barbilla pegada al suelo—. Esa

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puta sabe que estamos a punto demorir aquí.

—No puede hacer nada —dijoel Sordo. El hombre había habladopor la parte de su oreja sana y leoyó sin volver la cabeza—. ¿Quépodría hacer?

—Atacar a esos puercos por laespalda.

—¡Qué va! —dijo el Sordo—.Están diseminados alrededor de lamontaña. ¿Cómo podría ellaatacarlos por la espalda desdeabajo? Son ciento cincuenta. Oquizá más ahora.

—Pero si aguantamos aquí

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hasta la noche… —dijo Joaquín.—Y si Navidad fuera Pascua

—dijo el hombre de la barbillapegada al suelo.

—Y si tu tía tuviese c… queentonces sería tu tío —añadió untercero—. Manda a buscar a tuPasionaria. Para ayudarnos, ella esla única.

—Yo no creo en esa historia desu hijo —contestó Joaquín—. Y siestá en Rusia, estará aprendiendoaviación o algo así.

—Está escondido allí, paraestar seguro —repuso el otro.

—Estará estudiando dialéctica.

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La Pasionaria también estuvo. YLíster, y Modesto y otros. Fue aqueltipo de nombre raro el que me lodijo. Van a estudiar allí para volvery poder ayudarnos.

—Que nos ayuden en seguida—dijo el otro—; que todos esospuercos maricones con nombre rusovengan a ayudarnos ahora. —Disparó y dijo—: Me cago en tal;lo he fallado.

—Ahorra los cartuchos y nohables tanto —dijo el Sordo—; quevas a tener sed y no hay agua enesta colina.

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—Toma esto —repuso elhombre, tumbándose de lado yhaciendo pasar por encima delhombro una bota que llevaba enbandolera—. Enjuágate la boca,viejo. Debes de tener mucha sedcon tus heridas.

—Que beban todos —dijo elSordo.

—Entonces, beberé yo elprimero —dijo el propietario de labota, y echó un largo trago,pasándola luego de mano en mano.

—Sordo, ¿cuándo crees que vana venir los aviones? —preguntó elhombre de la barbilla pegada al

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suelo.—De un momento a otro —

contestó el Sordo—; ya deberíanestar aquí.

—¿Crees que esos hijos de putavan a atacarnos de nuevo?

—Solamente si no llegan losaviones.

No creyó útil decir nada delmortero. Cuando este llegase, ya sedarían cuenta, y siempre seríademasiado pronto.

—Sabe Dios cuántos avionestendrán, por lo que vimos ayer.

—Demasiados —dijo el Sordo.

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Le seguía doliendo la cabeza yel brazo lo tenía tan tieso quecualquier movimiento le hacíasufrir de manera intolerable.Levantando la bota con su brazobueno miró al cielo, alto, claro yazul, un cielo de comienzos deverano. Tenía cincuenta y dos añosy estaba seguro de que era la últimavez que lo veía.

No sentía miedo de morir, perole irritaba el verse cogido en unatrampa sobre aquella colina dondeno había otra cosa que hacer másque morir. «Si hubiésemos podidoescapar… —pensó—. Si

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hubiésemos podido obligarlos asubir a lo largo del valle y sihubiésemos podido desparramarnosal otro lado de la carretera, todohubiera ido muy bien. Pero esteabsceso de colina»… Lo único quepodía hacerse era utilizarlo lomejor que se pudiera. Y eso era loque estaban haciendo entonces.

De haber sabido cuántoshombres en la historia tuvieron quemorir en una colina, la idea no lehubiera consolado en absoluto,porque en los trances por que élpasaba, los hombres no se dejan

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impresionar por lo que les sucede aotros en análogas circunstancias,más de lo que una viuda de un díapuede consolarse con la idea deque otros esposos amantísimos hanmuerto también. Se tenga miedo ono, es difícil aceptar el propio fin.El Sordo lo había aceptado; perono encontraba alivio en esaaceptación, pese a que teníacincuenta y dos años, tres heridas yestaba sitiado en la cima de unacolina.

Bromeó consigo mismo sobre elasunto, pero, contemplando el cieloy las cimas lejanas, tomó un trago

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de la bota y comprobó que no sentíaningún deseo de morir. «Si espreciso morir, y claro que va a serpreciso, puedo morir. Pero no megusta nada».

Morir no tenía importancia ni sehacía de la muerte ninguna ideaaterradora. Pero vivir era un campode trigo balanceándose a impulsosdel viento en el flanco de unacolina. Vivir era un halcón en elcielo. Vivir era un botijo entre elpolvo del grano segado y la pajaque vuela. Vivir era un caballoentre las piernas y una carabina alhombro, y una colina, y un valle, y

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un arroyo bordeado de árboles, y elotro lado del valle con otrascolinas a lo lejos.

El Sordo devolvió la bota a sudueño con un movimiento de cabezaque era signo de agradecimiento. Seinclinó hacia delante y acarició elespinazo del caballo muerto en ellugar en que el cañón del fusilautomático había quemado el cuero.Le llegaba aún el olor de la crinquemada. Recordaba cómo habíatenido allí al caballo tembloroso,mientras las balas silbabancrepitando alrededor como una

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cortina, y cómo había disparadocon tiento justamente en laintersección de las líneas que unenla oreja con el ojo de la caraopuesta. Luego, cuando el caballose desplomó, se tumbó tras suespinazo, caliente y húmedo, paradisparar sobre los asaltantes, quesubían por la colina.

«Eras mucho caballo», dijo.El Sordo, tumbado en ese

momento sobre su costado sano,miraba al cielo. Estaba tumbadosobre un montículo de cartuchosvacíos, con la cabeza protegida porlas rocas, y el cuerpo pegado contra

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el flanco del caballo. Sus heridas leendurecían dolorosamente susmúsculos, padecía mucho y estabademasiado fatigado para moverse.

—¿Qué es lo que te pasa,hombre? —le preguntó el queestaba junto a él.

—Nada. Estoy descansando unpoco.

—Duérmete —replicó el otro—; ya nos despertarán cuandolleguen.

En aquel momento alguien gritódesde el comienzo de la cuesta:

—Escuchad, bandidos —la vozprovenía de detrás del peñasco que

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abrigaba la ametralladora máspróxima a ellos—. Rendíos ahora,antes que los aviones os hagantrizas.

—¿Qué ha dicho? —preguntó elSordo.

Joaquín se lo repitió. El Sordodio media vuelta y se irguió losuficiente como para ponerse denuevo a la altura de su arma.

—Quizá no tengan aviones —dijo—. No le respondáis nidisparéis. Quizá podamos hacerque ataquen de nuevo.

—¿Y si los insultáramos un

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poco? —preguntó el hombre quehabía contado a Joaquín que el hijode la Pasionaria estaba en Rusia.

—No —dijo el Sordo—; dametu pistola grande. ¿Quién tiene unapistola grande?

—Yo.—Dámela.Se puso de rodillas, cogió la

gran «Star» de nueve milímetros ydisparó una bala al suelo, junto alcaballo muerto. Esperó un rato ydisparó después cuatro balas aintervalos regulares. Luegoaguardó, contando hasta sesenta, ydisparó una última bala en el

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cuerpo del caballo muerto. Luegosonrió y devolvió la pistola.

—Vuelve a cargarla —susurró—, y que nadie abra la boca nidispare.

—Bandidos —gritó la mismavoz desde detrás de los peñascos.

En la colina no le respondiónadie.

—Bandidos, rendíos ahora,antes que os hagamos saltar en milpedazos.

—Ya pican —murmuró elSordo, muy contento.

Mientras él vigilaba la cuesta,un hombre se dejó ver por encima

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de una roca. Ningún disparo salióde la colina, y la cabezadesapareció. El Sordo esperó, sindejar de observar, pero no pasónada. Volvió la cabeza para mirar alos otros, que vigilaban cada uno sucorrespondiente sector. Comorespuesta a su mirada, los otrosmovieron negativamente la cabeza.

—Que nadie se mueva —susurró.

—Hijos de puta —gritó denuevo la voz de detrás de lospeñascos.

—Cochinos rojos, violadores

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de vuestra madre, bebedores de laleche de vuestro padre…

El Sordo sonrió. Conseguía oírlos insultos volviendo hacia la vozsu oreja buena. «Esto es mejor quela aspirina. ¿A cuántos vamos aatrapar? ¿Es posible que sean tancretinos?».

La voz había callado de nuevo,y durante tres minutos no se oyó nipercibió ningún movimiento.Después, el soldado que estaba a uncentenar de metros por debajo deellos se puso al descubierto ydisparó. La bala fue a dar contra laroca y rebotó con un silbido agudo.

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El Sordo vio a un hombre que,agazapado, corría desde lospeñascos en donde estaba el armaautomática, a través del espaciodescubierto, hasta el gran peñasco,detrás del que se había escondidoel hombre que gritaba,zambulléndose materialmentedetrás de él.

El Sordo echó una miradaalrededor. Le hicieron gestosindicándole que no había novedaden las otras pendientes. El Sordosonrió dichoso y movió la cabeza.«Diez veces mejor que la aspirina»,pensó, y aguardó dichoso, como

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sólo puede serlo un cazador.Abajo, el hombre que había

salido corriendo, fuera del montónde piedras, hacia el refugio queofrecía el gran peñasco, hablaba yle decía al tirador:

—¿Qué piensas de esto?—No sé —respondió el tirador.—Sería lógico —dijo el

hombre que era el oficial quemandaba el destacamento—. Estáncercados. No pueden esperar másque la muerte.

El soldado no replicó.—¿Tú qué crees? —inquirió el

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oficial.—Nada.—¿Has visto algún movimiento

desde que dispararon los últimostiros?

—Ninguno.El oficial consultó su reloj de

pulsera. Eran las tres menos diez.—Los aviones deberían haber

llegado hace una hora —comentó.Entonces llegó al refugio otro

oficial y el soldado se puso apartepara dejarle sitio.

—¿Qué te parece, Paco? —preguntó el primer oficial.

El otro, que todavía jadeaba

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por la carrera que se había pegadopara subir la cuesta atravesándolade uno a otro lado, desde el refugiode la ametralladora, respondió:

—Para mí, es una trampa.—¿Y si no lo fuera? Sería

ridículo que estuviéramosaguardando aquí sitiando a hombresque ya están muertos.

—Ya hemos hecho algo peorque el ridículo —contestó elsegundo oficial—. Mira hacia laladera.

Miró hacia arriba, hacia dondeestaban desparramados loscadáveres de las víctimas del

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primer ataque. Desde el lugar enque se encontraban se veía la líneade rocas esparcidas, el vientre, laspatas en escorzo y las herradurasdel caballo del Sordo, y la tierrarecién removida por los que habíanconstruido el parapeto.

—¿Qué hay de los morteros? —preguntó el otro oficial.

—Deberán estar aquí dentro deuna hora o antes.

—Entonces, esperémoslos. Yahemos hecho bastantes tonterías.

—Bandidos —gritórepentinamente el primer oficial,

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irguiéndose y asomando la cabezapor encima de la roca; la cresta dela colina le pareció así mucho máscercana—. ¡Cochinos rojos!¡Cobardes!

El segundo oficial miró alsoldado moviendo la cabeza. Elsoldado apartó la mirada,apretando los labios.

El primer oficial permanecióallí parado, con la cabeza bienvisible por encima de la roca y conla mano en la culata del revólver.Insultó y maldijo a los hombres queestaban en la cima. Pero no ocurriónada. Entonces dio un paso,

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apartándose resueltamente delrefugio, y se quedó allí parado,contemplando la cima.

—Disparad, cobardes, si aúnestáis vivos —gritó—. Disparadsobre un hombre que no le teme aningún rojo nacido de mala madre.

Era una frase muy larga paradecirla a gritos, y el rostro deloficial se puso rojo ycongestionado.

El segundo oficial, un hombreflaco, quemado por el sol, con ojostranquilos y boca delgada, con ellabio superior un poco largo,mejillas hundidas y mal rasuradas,

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volvió a mover la cabeza. El oficialque gritaba en aquellos momentosera el que había mandado el primerataque. El joven teniente que yacíamuerto en la ladera había sido elmejor amigo de este otro teniente,llamado Paco Berrendo, que ahoraescuchaba los gritos de su capitán,el cual se encontraba en un estadovisible de excitación.

—Esos son los cerdos quemataron a mi hermana y a mi madre—dijo el capitán. Tenía la tez roja,un bigote rubio, de aspectobritánico, y algo raro en la mirada.

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Los ojos eran de un azul pálido, conpestañas rubias también. Cuando seles miraba se tenía la impresión deque se fijaban lentamente—.¡Rojos! —gritó—. ¡Cobardes! —Yempezó otra vez a insultarlos.

Se había quedado enteramenteal descubierto y, apuntando concuidado, disparó sobre el únicoblanco que ofrecía la cima de lacolina: el caballo muerto que habíapertenecido al Sordo. La balalevantó una polvareda a unosquince metros por debajo delcaballo. El capitán disparó denuevo. La bala fue a dar contra una

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roca y rebotó silbando.El capitán, de pie, siguió

contemplando la cima de la colina.El teniente Berrendo miraba elcuerpo del otro teniente, que yacíajustamente por debajo de la cima.El soldado miraba al suelo quetenía a sus pies. Luego levantó susojos hacia el capitán.

—Ahí arriba no queda nadievivo —dijo el capitán—. Tú —añadió, dirigiéndose al soldado—,vete a verlo.

El soldado miró al suelo y nocontestó.

—¿No me has oído? —le gritó

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el capitán.—Sí, mi capitán —contestó el

soldado, sin mirarle.—Entonces, vete. —El capitán

tenía en la mano la pistola—. ¿Mehas oído?

—Sí, mi capitán.—Entonces, ¿por qué no vas?—No tengo ganas, mi capitán.—¿No tienes ganas? —El

capitán apoyó la pistola contra losriñones del soldado—. ¿No tienesganas?

—Tengo miedo, mi capitán —respondió con dignidad el soldado.

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El teniente Berrendo, queobservaba la cara del capitán y susojos extraños, creyó que iba amatar al soldado.

—Capitán Mora… —dijo.—Teniente Berrendo…—Es posible que el soldado

tenga razón.—¿Que tenga razón cuando dice

que tiene miedo? ¿Que tenga razóncuando me dice que no quiereobedecer una orden?

—No. Que tenga razón cuandodice que es una trampa que se nostiende.

—Están todos muertos —

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replicó el capitán—. ¿No me oyescuando digo que están todosmuertos?

—¿Hablas de nuestroscamaradas desparramados por esaladera? —preguntó Berrendo—.Entonces estoy de acuerdo contigo.

—Paco —dijo el capitán—, noseas tonto. ¿Crees que eres el únicoque apreciaba a Julián? Te digo quelos rojos están muertos. Mira.

Se irguió, puso las dos manosen la parte superior de la roca y,ayudándose torpemente con lasrodillas, se encaramó y se puso de

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pie.—Disparad —gritó, de pie

sobre el peñasco de granito gris,agitando los brazos—. Disparad.Disparad. Matadme.

En la cima de la colina el Sordoseguía acurrucado detrás delcaballo muerto y sonreía.

«¡Qué gente!», pensó. Riointentando contenerse, porque larisa le sacudía el brazo y le hacíadaño.

—¡Rojos! —gritaba el de abajo—. Canalla roja, disparad.Matadme.

El Sordo, con el pecho

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sacudido por la risa, echó unarápida ojeada por encima de lagrupa del caballo y vio al capitán,que agitaba los brazos en lo alto desu peñasco. Otro oficial estabajunto a él. Un soldado estaba al otrolado. El Sordo continuó mirando enaquella dirección y moviendo lacabeza muy contento.

«Disparad sobre mí —repetíaen voz baja—. Matadme». Yvolvieron a sacudirse sus hombrospor la risa. Todo ello le hacía dañoen el brazo y cada vez que reía,sacaba la impresión de que sucabeza iba a estallar. Pero la risa le

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acometía de nuevo como unespasmo.

El capitán Mora descendió delpeñasco.

—¿Me crees ahora, Paco? —lepreguntó al teniente Berrendo.

—No —dijo el tenienteBerrendo.

—¡C…! —exclamó el capitán—. Aquí no hay más que idiotas ycobardes.

El soldado fue a refugiarseprudentemente detrás del peñasco yel teniente Berrendo se agazapójunto a él.

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El capitán, al descubierto, a unlado del peñasco, se puso a gritaratrocidades hacia la cima de lacolina. No hay lenguaje más atrozque el español. Se encuentra en esteidioma la traducción de todas lasgroserías de las otras lenguas y,además, expresiones que no se usanmás que en los países en que lablasfemia va pareja con laausteridad religiosa. El tenienteBerrendo era un católico muydevoto. El soldado, también. Erancarlistas de Navarra y juraban yblasfemaban cuando estabanencolerizados; pero no dejaban de

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mirarlo como un pecado, que seconfesaban regularmente.

Agazapados detrás de la roca,escuchando las blasfemias delcapitán, trataron de desentendersede él y de sus palabras. No queríantener sobre su conciencia ese linajede pecados en un día en que podíanmorir.

«Hablar así no nos va a traersuerte —pensó el soldado—. Esehabla peor que los rojos».

«Julián ha muerto —pensaba elteniente Berrendo—. Muerto ahí,sobre la cuesta, en un día como

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este. Y ese mal hablado va atraernos peor suerte aún con susblasfemias».

Por fin el capitán dejó de gritary se volvió hacia el tenienteBerrendo. Sus ojos parecían másraros que nunca.

—Paco —dijo alegremente—,subiremos tú y yo.

—Yo no.—¿Qué dices? —exclamó el

capitán, volviendo a sacar lapistola.

«Odio a los que siempre estánsacando a relucir la pistola —pensó Berrendo—. No saben dar

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una orden sin sacar el arma.Probablemente harán lo mismocuando vayan al retrete paraordenar que salga lo que tiene quesalir».

—Iré si me lo ordenas; perobajo protesta —dijo el tenienteBerrendo al capitán.

—Está bien. Iré yo solo —dijoel capitán—. No puedo aguantartanta cobardía.

Empuñando la pistola con lamano derecha, comenzó firmementela subida de la ladera. Berrendo yel soldado le miraban desde surefugio. El capitán pretendía

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esconderse y llevaba la vista alfrente, fija en las rocas, el caballomuerto y la tierra recién removidade la cima.

El Sordo estaba tumbado detrásde su caballo, pegado a su roca,mirando al capitán, que subía por lacolina.

«Uno solo. Pero, por su manerade hablar, se ve que es caza mayor.Mira qué animal. Mírale cómoavanza. Ese es para mí. A ese me lollevo yo por delante. Ese que seacerca va a hacer el mismo viajeque yo. Vamos, ven, camarada

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viajero. Sube. Ven a mi encuentro.Vamos. Adelante. No te detengas.Ven hacia mí. Sigue como ahora.No te detengas para mirarlos. Muybien. No mires hacia abajo.Continúa avanzando, con la miradahacia delante. Mira, lleva bigote.¿Qué te parece eso? Le gusta llevarbigote al camarada viajero. Escapitán. Mírale las bocamangas. Yadije yo que era caza mayor. Tienecara de inglés. Mira. Tiene la cararoja, el pelo rubio y los ojos azules.Va sin gorra y tiene bigote rubio.Tiene los ojos azules. Sus ojos sonde color azul pálido y hay algo

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extraño en ellos. Son ojos que nomiran bien. Ya está bastante cerca.Demasiado cerca. Bien, camaradaviajero, ahí va eso. Eso es para ti,camarada viajero».

Apretó suavemente eldisparador del rifle automático y laculata le golpeó tres veces en elhombro con el retrocesoresbaladizo y espasmódico de lasarmas automáticas.

El capitán se quedó de brucesen la ladera con su brazo izquierdorecogido bajo el cuerpo y elderecho empuñando aún la pistola,tendido hacia delante por encima de

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su cabeza. Desde la base de lacolina empezaron a disparar contrala cima.

Acurrucado detrás del peñasco,pensando que ahora le iba a sernecesario cruzar el espaciodescubierto bajo el fuego, elteniente Berrendo oyó la voz gravey ronca del Sordo en lo alto de lacolina.

—Bandidos —gritaba la voz—.Bandidos. Disparad. Matadme.

En lo alto de la colina el Sordoestaba tumbado detrás de suametralladora, riendo con tanta

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fuerza que el pecho le dolía ypensaba que iba a estallarle lacabeza.

—Bandidos —gritabaalegremente de nuevo—, matadme,bandidos.

Luego movió la cabeza consatisfacción. «Vamos a tener muchacompañía en este viaje», pensó.

Intentaba hacerse con el otrooficial cuando este saliera delcobijo de la roca. Antes o después,se vería obligado a abandonarlo. ElSordo estaba seguro de que nopodía dirigir el ataque desde allí ypensaba que tenía muchas

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probabilidades de alcanzarle.En aquel momento los otros

oyeron el primer zumbido de losaviones que se acercaban.

El Sordo no los oyó. Vigilabaatentamente la ladera, cubriéndolacon el fusil ametrallador ypensando: «Para cuando yo le vea,habrá empezado a correr y esposible que le marre si no pongomucha atención. Tendré que ircorriendo el fusil a medida que élvaya atravesando el espaciodescubierto; si no, comenzaré adisparar al sitio adonde se dirija, yluego volveré hacia atrás para

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encontrarle». En ese momentosintió que le tocaban en la espalda,se volvió y vio el rostro de Joaquíncolor de ceniza por el miedo. Ymirando en la dirección en que elmuchacho señalaba, vio los dosaviones que se acercaban.

Berrendo salió corriendo delpeñasco y se lanzó con la cabezagacha hacia el abrigo de rocasdonde estaba la ametralladora deellos.

El Sordo, que estaba mirandolos aviones, no le vio pasar.

—Ayúdame a sacar esto de

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aquí —dijo a Joaquín. Y elmuchacho sacó la ametralladora delhueco entre el caballo y el peñasco.

Los aviones se acercabanrápidamente. Llegaban en oleadas ya cada segundo el estruendo se ibahaciendo más fuerte.

—Tumbaos boca arriba, paradisparar contra ellos —dijo elSordo—. Id disparando a medidaque se acerquen.

Los seguía fijamente con losojos.

—Cabrones, hijos de puta —dijo apresuradamente—. Ignacio,coloca el fusil sobre el hombro del

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muchacho. Tú —añadió,dirigiéndose a Joaquín—, siéntateaquí y no te muevas. Agáchate.Más. No. Más.

Se echó de espaldas y apuntócon la ametralladora a medida quelos aviones se acercaban.

—Tú, Ignacio, sosténme laspatas del trípode. —Los tres piescolgaban de la espalda delmuchacho y el cañón de laametralladora temblaba porestremecimientos que Joaquín nopodía dominar mientras estaba allícon la cabeza gacha, escuchando elzumbido creciente.

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Boca arriba, con la cabezalevantada para verlos llegar,Ignacio reunió las patas del trípodeen sus manos y enderezó el arma.

—Mantén ahora la cabezagacha —le dijo a Joaquín—. Másbaja.

«La Pasionaria dice: “Es mejormorir de pie que vivir derodillas…”.» Joaquín se lo repetíaa sí mismo, en tanto que el zumbidose acercaba más y más. Luego,repentinamente, pasó a «Dios tesalve, María…, el Señor escontigo. Bendita tú eres entre todas

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las mujeres, y bendito es el fruto detu vientre, Jesús». «Santa María,Madre de Dios, ruega por nosotrospecadores ahora y en la hora denuestra muerte. Amén. Santa María,madre de Dios…», comenzó denuevo. Luego, muy de prisa, amedida que los aviones hicieron suzumbido insoportable, comenzó arecitar el acto de contrición:«Señor mío Jesucristo…».

Sintió entonces el martilleo delas explosiones junto a sus oídos yel calor del cañón de laametralladora sobre sus hombros.El martilleo recomenzó y sus oídos

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se ensordecieron con el crepitar dela ametralladora. Ignacio disparabatratando de impedir con todas susfuerzas que se movieran las patasdel trípode, y el cañón le quemabala espalda. Con el ruido de lasexplosiones no conseguía acordarsede las palabras del acto decontrición.

Todo lo que podía recordar era:«Y en la hora de nuestra muerte,Amén. En la hora de nuestra muerte,Amén. En la hora. En la hora.Amén». Los otros seguíandisparando. «Ahora y en la hora denuestra muerte. Amén».

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Luego, por encima del tableteode la ametralladora, hubo elestampido del aire que se desgarra;y luego, un trueno rojo y negro, y elsuelo rodó bajo sus rodillas, y selevantó para golpearle en la cara. Yluego comenzaron a caer sobre éllos terrones y las piedras. E Ignacioestaba encima de él y laametralladora estaba encima de él.Pero no había muerto, porque elsilbido volvió a comenzar y latierra volvió a rodar debajo de élcon un rugido espantoso. Y volviópor tercera vez a empezar todo y la

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tierra se escapó bajo su vientre yuno de los flancos de la colina seelevó por los aires paradesplomarse suave y lentamentesobre él.

Los aviones volvieron ybombardearon tres veces más; peroninguno de los que estaban allí sepercató de ello.

Por último, los avionesametrallaron la colina y se fueron.Al pasar por última vez en picadopor encima de la colina martillarontodavía las ametralladoras. Luego,el primer avión se inclinó sobre unala y los otros le imitaron pasando

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de la formación escalonada a laformación en uve. Y se alejaron porlo alto del cielo en dirección aSegovia.

Manteniendo intenso tiroteohacia la cima, el teniente Berrendohizo avanzar una patrulla hasta unode los cráteres abiertos por lasbombas, desde el que se podíanarrojar granadas a la cima. Noquería correr el riesgo de queestuviese vivo alguien que losestuviese aguardando en la altura,escondido, entre la confusión ydesorden originados por elbombardeo, y arrojó cuatro

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granadas sobre la masa informe decaballos muertos, rocasdescuajadas y montículos de tierraamarilla que olíandesagradablemente a explosivos,antes de salir del cráter abierto porla bomba para ir a echar un vistazo.

No quedaba nadie vivo en lacima, salvo el muchacho, Joaquín,desvanecido debajo del cadáver deIgnacio. Sangraba por la nariz y losoídos. No había entendido nada. Nosintió nada desde el momento enque de repente se encontró en elcorazón mismo del trueno, y la

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bomba que cayó le había quitadohasta el aliento. El tenienteBerrendo hizo la señal de la cruz yle pegó un tiro en la nuca, tanrápida y delicadamente, si se puededecir de un acto semejante que seadelicado, como el Sordo habíamatado al caballo herido.

Parado en lo más alto de lacolina, el teniente Berrendo echóuna ojeada hacia la ladera, endonde estaban sus amigos muertos,y luego, a lo lejos, hacia el campo,al lugar desde donde ellos habíanllegado galopando para enfrentarsecon el Sordo, antes de acorralarle

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en la cima. Observó la disposiciónde las tropas y ordenó que sesubieran hasta allí los caballos delos muertos y que se colocaran loscadáveres de través sobre lasmonturas, para llevarlos a LaGranja.

—Llevad a ese también —dijo—. Ese que tiene las manos sobrela ametralladora. Debe de ser elSordo. Es el más viejo y el quetenía el arma. No. Cortadle lacabeza y envolvedla en un capote.—Luego lo pensó mejor—.Podríais también cortar la cabeza atodos los demás. Y también a los

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que están ahí abajo, a los quecayeron en la ladera cuando losatacamos por primera vez. Recogedlas pistolas y los fusiles y cargadesa ametralladora sobre un caballo.

Descendió unos pasos por laladera hasta el sitio en que seencontraba el teniente caído en elprimer asalto. Le miró unosinstantes, pero no le tocó.

«Qué cosa más mala es laguerra», se dijo.

Luego volvió a santiguarse ymientras bajaba la cuesta rezócinco padrenuestros y cinco

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avemarías por el descanso del almade su camarada muerto. Pero noquiso quedarse para ver cómocumplían sus órdenes.

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Capítulo XXVIII

DESPUÉS DEL PASO de los aviones,Jordan y Primitivo oyeron el tiroteoque volvía a reanudarse y Jordansintió que su corazón comenzaba denuevo a latir. Una nube de humo seestaba formando por encima de laúltima línea visible de laaltiplanicie, y los aviones no eranya más que tres puntitos que se ibanhaciendo cada vez más pequeños enel cielo.

«Probablemente habrán hechomigas a su propia caballería, sin

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atacar al Sordo ni a los suyos», sedijo Robert Jordan. «Estoscondenados aviones dan muchomiedo, pero no matan».

—La lucha continúa —dijoPrimitivo, que había estadoescuchando con mucha atención elintenso tiroteo. Hacía una mueca acada explosión, pasándose lalengua por los resecos labios.

—¿Por qué no? —preguntóRobert Jordan—. Estos aparatosnunca matan a nadie.

Luego cesó por completo eltiroteo y no se oyó un solo disparo.La detonación de la pistola del

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teniente Berrendo no llegó hastaallí.

Cuando se acabó el tiroteo,Jordan no se sintió de momento muyafectado; pero al prolongarse elsilencio sintió como una sensaciónde vacío en el estómago. Luego oyóel estallido de las granadas y sucorazón se alivió de pesadumbresunos instantes. Después volvió aquedarse todo en silencio, y comoel silencio duraba, se dio cuenta deque todo había acabado.

María subió en esos momentosdel campamento llevando una

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marmita de hierro que contenía unguisado de liebre con setas,envuelto en una salsa espesa, unsaco de pan, una bota de vino,cuatro platos de estaño, dos tazas ycuatro cucharas. Se detuvo cerca dela ametralladora y dejó los dosplatos para Agustín y Eladio, quehabía reemplazado a Anselmo. Lesdio pan, desenroscó el tapón de labota y llenó dos tazas de vino.

Robert Jordan la había vistotrepar, ligera, hasta su puesto deobservación con el saco a laespalda, la marmita en la mano y sucabeza rubia, rapada, brillando al

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sol. Saltó a su encuentro, cogió lamarmita y le ayudó a escalar elúltimo peñasco.

—¿Qué han hecho los aviones?—preguntó ella, con miradaasustada.

—Han bombardeado al Sordo.Jordan había destapado ya la

marmita y se estaba sirviendo delguisado en un plato.

—¿Están peleando todavía?—No. Se acabó.—¡Oh! —exclamó ella,

mordiéndose los labios, y miró a lolejos.

—No tengo apetito —dijo

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Primitivo.—Come, de todas maneras —le

instó Robert Jordan.—No podría tragar nada.—Bebe un trago de esto,

hombre —dijo Robert Jordan,tendiéndole la bota—. Y comedespués.

—Todo eso del Sordo me hacortado el apetito —dijo Primitivo—. Come tú. Yo no tengo hambre.

María se acercó a él, le pasó elbrazo por el cuello y le abrazó.

—Come, hombre —dijo—;cada cual tiene que guardar sus

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propias fuerzas.Primitivo se apartó. Cogió la

bota, y, echando la cabeza haciaatrás, bebió lentamente, dejandocaer el chorro hasta el fondo de sugarganta. Luego se llenó un plato deguisado y comenzó a comer.

Robert Jordan miró a Maríamoviendo la cabeza. La muchachase sentó a su lado y le pasó el brazopor los hombros. Cada uno de ellossabía lo que sentía el otro, y sequedaron así, uno al lado del otro.Jordan comía despaciosamente suración, saboreando las setas,bebiendo de vez en cuando un trago

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de vino y sin hablar.—Puedes quedarte aquí si

quieres, guapa —dijo al cabo de unrato, cuando la marmita se habíaquedado vacía.

—No —dijo ella—; tengo quevolver con Pilar.

—Puedes quedarte un rato aquí.Creo que ahora no pasará nada.

—No, tengo que ir con Pilar.Está dándome lecciones.

—¿Qué te está dando?—El catecismo —sonrió y

luego la abrazó—. ¿No has oídohablar nunca del catecismo? —Volvió a sonrojarse—. Es algo

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parecido. —Se sonrojó de nuevo—. Pero distinto.

—Ve a tu catecismo —dijo él, yle acarició la cabeza. Ella le sonrióy dijo luego a Primitivo—:¿Quieres algo de abajo?

—No, hija mía —dijo él. Seveía que no había logradorecobrarse.

—Salud, hombre —replicóella.

—Escucha —dijo Primitivo—,no tengo miedo de morir; perohaberlos dejado solos así… —Sele quebró la voz.

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—No teníamos otra opción —dijo Robert Jordan.

—Ya lo sé; pero, a pesar detodo.

—No teníamos otra alternativa—dijo Robert Jordan—. Y ahoravale más no hablar de ello.

—Sí, pero solos, sin que losayudase nadie…

—Es mejor no hablar más deeso —contestó Robert Jordan—. Ytú, guapa, vete a tu catecismo.

La vio deslizarse de roca enroca. Luego se estuvo sentado unrato meditando mientras miraba laaltiplanicie.

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Primitivo le habló; pero él nodijo nada. Hacía calor al sol, perono lo sentía. Miraba las laderas dela colina y las extensas manchas depinares que cubrían hasta las cimasmás elevadas. Pasó una hora y elsol estaba ya a su izquierda cuandolos vio por la cuesta de la colina, einmediatamente cogió los gemelos.

Los caballos aparecíanpequeños, diminutos; los dosprimeros jinetes se hicieronvisibles sobre la extensa laderaverde de la alta montaña. Seguíanlos cuatro jinetes más, que

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descendían esparcidos por todo loancho de la ladera. Vio después conlos gemelos la doble columna dehombres y caballos recortándose enla aguda claridad de su campo devisión. Mientras los miraba sintióel sudor que le goteaba de lasaxilas, corriéndole por loscostados. Al frente de la columnaiba un hombre. Luego seguían otrosjinetes. Luego, varios caballos sinjinete, con la carga sujeta a lamontura. Luego, dos jinetes más.Después, los heridos, montados,llevando a un hombre a pie a sulado, y, cerrando la columna, otro

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grupo de jinetes.Los vio bajar por la ladera y

desaparecer entre los árboles delbosque. A la distancia en que seencontraba no podía distinguir lacarga de una de las monturas,formada por una manta, atada a losextremos, y de trecho en trecho, demodo que formaba protuberanciascomo las que forman los guisantesen la vaina. Estaba atravesadasobre la montura y cada uno de losextremos iba atado a los estribos. Asu lado, encima de la montura, sedestacaba con arrogancia el fusilautomático que había usado el

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Sordo.El teniente Berrendo, que

cabalgaba a la cabeza de lacolumna, a poca distancia de losgastadores, no se mostrabaarrogante. Tenía la sensación devacío que sigue a la acción.Pensaba: «Cortar las cabezas esuna barbaridad. Pero es una pruebay una identificación. Tendrébastantes disgustos, a pesar detodo, con este asunto. ¡Quién sabe!Eso de las cabezas quizá les guste.Quizá las envíen todas a Burgos. Esuna cosa bárbara. Los aviones eran

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muchos, muchos, muchos. Perohubiéramos podido hacerlo todo ycasi sin pérdidas con un mortero“Stokes”. Dos mulos para llevar lasmuniciones y un mulo con unmortero a cada lado de la silla.¡Qué ejército hubiéramos tenidoentonces! Con la potencia de fuegode todas las armas automáticas. Yotro mulo más. No, dos mulos parallevar las municiones. Bueno, dejaeso ya. Entonces no seríacaballería. Déjalo. Te estásfabricando un ejército. Dentro de unrato acabarás pidiendo un cañón demontaña».

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Luego pensó en Julián, caído enla colina, muerto y atado sobre uncaballo, allí, a la cabeza de lacolumna. Y en tanto que bajabanhacia los pinos, adentrándose en lasombría quietud del bosque,empezó a rezar para sí mismo.

«Dios te salve, reina y madrede misericordia, vida y dulzura,esperanza nuestra: a ti llamamos, ati suspiramos, gimiendo y llorandoen este valle de lágrimas…».

Continuó rezando mientras loscascos de los caballos se apoyabansuavemente sobre las agujas de lospinos que alfombraban el suelo y la

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luz se filtraba por entre los árbolescomo si fueran las columnas de unacatedral. Y, sin dejar de rezar, sedetuvo un instante para ver a losgastadores, que iban en cabeza ycabalgaban entre los árboles.

Salieron del bosque parameterse por una carreteraamarillenta que conducía a LaGranja y los cascos de los caballoslevantaron una polvareda que losenvolvió a todos. El polvo cayósobre los muertos atados bocaabajo sobre la montura, sobre losheridos y sobre los que marchaban

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a pie, al lado de ellos, envueltostodos en una espesa nube.

Fue entonces cuando Anselmolos vio pasar envueltos en lapolvareda.

Contó los muertos y los heridosy reconoció el arma automática delSordo. No sabía lo que guardaba elbulto envuelto en la manta, quegolpeaba contra los flancos delcaballo, siguiendo el movimientode los estribos; pero cuando a suregreso atravesó a oscuras la colinadonde el Sordo se había batido,supo en seguida lo que llevabaaquel enorme bulto. No podía

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reconocer en la oscuridad a los queestaban en la colina, pero contó loscuerpos y atravesó luego los montespara dirigirse al campamento dePablo.

Caminando a solas en laoscuridad, con un miedo que helabael corazón, causado por la vista delos cráteres abiertos por lasbombas, y por todo lo que habíaencontrado en la colina, apartó desu mente toda idea que serelacionase con la aventura del díasiguiente. Comenzó, pues, acaminar todo lo de prisa que podía,para llevar la noticia. Y,

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caminando, rogó por el alma delSordo y por todos los de sucuadrilla. Era la primera vez querezaba desde el comienzo delMovimiento.

«Dulce, piadosa, clementeVirgen María…».

Pero al fin tuvo que pensar en eldía siguiente, y entonces se dijo:«Haré exactamente lo que el inglésme diga que haga y como él me digaque lo haga. Pero que esté junto aél, Dios mío, y que sus órdenessean claras; porque no sé si lograrédominarme con el bombardeo de

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los aviones. Ayúdame, Dios mío,ayúdame mañana a conducirmecomo un hombre tiene queconducirse en su última hora.Ayúdame, Dios mío, a comprenderclaramente lo que habrá que hacer.Ayúdame, Dios mío, a dominar mispiernas, para que no me ponga acorrer cuando llegue el malmomento. Ayúdame, Dios mío, aconducirme como un hombremañana en el combate. Puesto quete pido que me ayudes, ayúdame, telo ruego porque sabes que no te lopediría si no fuera un asunto gravey que nunca más volveré a pedirte

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nada».Andando a solas en la

oscuridad, se sintió mucho mejordespués de haber rezado y estuvoseguro de que iba a comportarsedignamente.

Mientras descendía de lastierras altas volvió a rogar por lasgentes del Sordo y en seguida llegóal puesto superior donde Fernandole detuvo.

—Soy yo, Anselmo —le dijo.—¡Hola! —dijo Fernando.—¿Sabes lo del Sordo? —

preguntó Anselmo, parados ambosa la entrada de las rocas, en medio

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de la oscuridad.—¿Cómo no? —dijo Fernando

—. Pablo nos lo ha contado todo.—¿Estuvo allí?—¿Cómo no? —volvió a decir

Fernando—. Estuvo en la colina tanpronto como la caballería se alejó.

—¿Y os ha contado…?—Nos lo ha contado todo —

contestó Fernando—. ¡Québárbaros! ¡Esos fascistas! Hay quelimpiar a España de esos bárbaros.—Se detuvo y añadió con amargura—: Les falta todo sentido de ladignidad.

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Anselmo sonrió en laoscuridad. No había imaginado unahora antes que volviera nunca asonreír. «Este Fernando es unamaravilla», pensó.

—Sí —dijo a Fernando—;habrá que enseñarlos. Habrá quequitarles sus aviones, sus armasautomáticas, sus tanques, suartillería y enseñarles lo que es ladignidad.

—Justamente —dijo Fernando—. Me alegro de que seas delmismo parecer.

Y Anselmo le dejó allí, a solascon su dignidad, y siguió bajando

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hacia la cueva.

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Capítulo XXIX

ANSELMO ENCONTRÓ a RobertJordan en la cueva, sentado a lamesa frente de Pablo. Había uncuenco de vino entre los dos y unataza llena delante de cada uno.Robert Jordan había sacado sucuaderno de notas y tenía un lápizen la mano. Pilar y María estaban alfondo, lejos del alcance de la vista.Anselmo no podía saber que teníana la muchacha apartada para que nooyese la conversación y le parecióextraño que Pilar no estuviera

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sentada a la mesa.Robert Jordan levantó los ojos

cuando Anselmo entró, echando aun lado la manta suspendida ante laentrada. Pablo clavó la mirada enla mesa; parecía absorto mirando elcuenco del vino, pero no lo veía.

—Vengo de allá arriba —dijoAnselmo a Robert Jordan.

—Pablo nos lo ha contado todo—dijo Robert.

—Había seis muertos en lacolina y les han cortado la cabeza—dijo Anselmo—. Cuando pasépor allí era noche oscura.

Jordan asintió. Pablo seguía

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sentado, con la mirada fija en elcuenco de vino, y no decía nada.No había ninguna expresión en surostro y sus ojillos de cerdomiraban la vasija como si nohubiesen visto en su vida nadasemejante.

—Siéntate —dijo RobertJordan a Anselmo.

El viejo se sentó en uno de lostaburetes de cuero y Robert Jordanse inclinó para alcanzar de debajode la mesa el frasco de whiskyregalo del Sordo. Estaba todavíamedio lleno. Robert Jordan cogió

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una taza de encima de la mesa y lallenó de whisky, empujándoselaluego a Anselmo.

—Bébete eso, hombre —dijo.Pablo apartó sus ojos de la

vasija para mirar a Anselmomientras este bebía. Luego se pusootra vez a contemplar al cuenco.

Al tragar el whisky, Anselmosintió una quemazón en la nariz, enlos ojos y en la boca, y luego uncalorcillo agradable y reconfortanteen el estómago. Se secó la boca conel dorso de la mano.

Después miró a Robert Jordan ydijo:

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—¿Podría tomar otra?—¿Cómo no? —dijo Jordan,

llenando de nuevo la taza ytendiéndosela en vez de empujarla.

Esta vez la bebida no le quemó,y la impresión de calor agradablefue más intensa. Era tan buenocomo una inyección salina para unhombre que acaba de tener una granhemorragia.

El viejo miró de nuevo labotella.

—Lo que queda, para mañana—dijo Robert Jordan—. ¿Qué hapasado en la carretera, viejo?

—Mucho movimiento —

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contestó Anselmo—. Lo heapuntado todo como tú meenseñaste. He dejado en mi puestoa uno que está vigilando y queapunta todas las cosas ahora.Dentro de poco iré a recoger suinforme.

—¿Has visto cañonesantitanques? Son esos que tienenruedas de goma y un cañón muylargo.

—Sí —dijo Anselmo—; hanpasado cuatro. En cada camiónhabía un cañón de los que tú dices,cubierto por ramas de pino. En los

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camiones había seis hombres alcuidado de cada cañón.

—¿Cuatro cañones has dicho?—le preguntó Robert Jordan.

—Cuatro —contestó Anselmo.No tenía necesidad de consultar susnotas.

—Dime qué otras cosas hahabido en la carretera.

Mientras Robert Jordan loapuntaba, Anselmo le iba contandotodo lo que había pasado ante élpor la carretera. Se lo refirió desdeel principio, en perfecto orden, conla asombrosa memoria de laspersonas que no saben leer ni

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escribir. En dos ocasiones,mientras él hablaba, Pablo tendió lamano hacia la vasija y se sirvióvino.

—Pasó también la caballeríaque iba a La Granja de vuelta de lacolina en donde se batió el Sordo—siguió diciendo Anselmo.

Luego dio el número de heridosque había visto y el número de losmuertos que iban sujetos de travéssobre las monturas.

—Había un bulto sujeto en unamontura que yo no sabía lo que era—dijo—. Pero ahora sé que eranlas cabezas. —Y prosiguió en

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seguida—: Era un escuadrón decaballería. No les quedaba más queun oficial. Pero no era el que pasópor aquí esta mañana, cuando túestabas con la ametralladora. Esedebía de ser uno de los muertos.Dos de los muertos eran oficiales;lo vi por las bocamangas. Ibanatados cabeza abajo en lasmonturas, con los brazos colgando.Iba también la máquina del Sordo,sujeta a la montura en donde habíanpuesto las cabezas. El cañón estabatorcido. Y nada más —concluyó.

—Es suficiente —dijo Robert

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Jordan, y hundió su taza en la vasijade vino.

—¿Quién, además de ti, haestado ya más allá de las líneas, enla República? —preguntó Jordan.

—Andrés y Eladio.—¿Quién es el mejor de los

dos?—Andrés.—¿Cuánto tiempo tardaría en

llegar a Navacerrada?—No llevando carga, y con

muchas precauciones, tres horas, sitiene suerte. Nosotros vinimos porun camino más largo y mejor, acausa del material.

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—¿Es seguro que podría llegar?—No lo sé, no hay nada seguro.—¿Ni para ti tampoco?—No.«Eso resuelve la cuestión —

pensó Robert Jordan—. Si hubiesedicho que podía hacerlo conseguridad, hubiera sido a élseguramente a quien habríaenviado».

—¿Puede llegar Andrés tanbien como tú?

—Tan bien, o mejor; es másjoven.

—Pero es absolutamenteindispensable que llegue.

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—Si no pasa nada, llegará. Y sile pasa algo, es porque podríapasarle a cualquier otro.

—Voy a escribir un mensajepara enviarlo con él —dijo RobertJordan—. Le explicaré dóndepodrá encontrar al general. Debe deencontrarse en el Estado Mayor dela División.

—No va a entender eso de lasdivisiones —dijo Anselmo—. A mítodo eso me embrolla. Tendrá quesaber el nombre del general ydónde podrá encontrarle.

—Le encontrará, justamente, en

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el Estado Mayor de la División.—Pero ¿eso es un sitio?—Claro que sí, hombre —

explicó pacientemente RobertJordan—. Es el sitio que el generalhabrá elegido. Es allí donde tendrásu cuartel general para la batalla.

—Entonces, ¿dónde está esesitio? —Anselmo estaba fatigado yla fatiga le entontecía. Además, laspalabras brigada, división, cuerpode ejército le turbaban siempre.Primero se hablaba de columnas;luego de regimientos y luego debrigadas. Ahora se hablaba debrigadas y también de divisiones.

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No entendía nada. Un sitio es unsitio.

—Escúchame bien, hombre —le dijo Robert Jordan. Sabía que sino lograba que le entendieraAnselmo, no lograría tampocoexplicar el asunto a Andrés—. ElEstado Mayor de la División es unsitio que el general escoge paraestablecer su organización demando. El general manda unadivisión, y una división son dosbrigadas. Yo no sé dónde estará enestos momentos, porque yo noestaba allí cuando lo escogió.Probablemente estará en una cueva,

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o en un refugio, con hilostelegráficos que lleguen hasta allí.Andrés tendrá que preguntar por elgeneral y por el Estado Mayor de laDivisión. Tendrá que entregar estoal general, o al jefe de su EstadoMayor, o a otro general cuyonombre yo escribiré. Uno de ellosestará allí, aunque los otros hayansalido para inspeccionar lospreparativos del ataque. ¿Loentiendes ahora?

—Sí.—Entonces, vete a buscarme a

Andrés. Yo, entretanto, escribo el

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mensaje y lo sello con esto. —Leenseñó el pequeño sello de caucho,con un puño de madera, marcadoS.I.M. y el pequeño tampón de tintaen su caja de hierro, no más grandeque una moneda de cincuentacéntimos, que sacó de su bolsillo—. Te dejarán pasar al ver estesello. Ahora, vete a buscar aAndrés, para que yo se lo explique.Conviene que se dé prisa; pero,sobre todo, conviene que loentienda bien.

—Lo entenderá, porque yo loentiendo; pero conviene que tú se loexpliques muy bien. Todo eso del

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Estado Mayor y de la División esun misterio para mí. Yo he estadosiempre en sitios muy precisos,como una casa. En Navacerrada eraun viejo hotel donde estaba elpuesto de mando. En Guadarramaera una casa con un jardín.

—Con este general —dijoRobert Jordan— estará muy cercade las líneas. Será un subterráneo,por causa de los aviones. Andrés leencontrará fácilmente si sabe lo quetiene que preguntar. No tendrá másque enseñar lo que yo le entregaréescrito. Pero ve a buscarle porqueconviene que llegue allí en seguida.

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Anselmo salió agachándose,para pasar por debajo de la manta,y Robert Jordan empezó a escribiren su cuaderno.

—Oye, inglés —dijo Pablo, conla mirada siempre fija en el tazóndel vino.

—Estoy escribiendo —dijoRobert Jordan sin levantar los ojos.

—Oye, inglés. —Pablo parecíahablar a la vasija del vino—. Nohay por qué desanimarse. Aun sin elSordo, disponemos de mucha gentepara tomar los puestos y volar elpuente.

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—Bueno —contestó RobertJordan, sin dejar de escribir.

—Mucha —dijo Pablo—. Hoyhe admirado mucho tu juicio,inglés. Pienso que tienes muchapicardía. Eres más listo que yo.Tengo confianza en ti.

Atento a su informe destinado aGolz, tratando de escribirlo con elmenor número de palabras posible,haciéndolo al propio tiempoabsolutamente convincente,esforzándose por presentar lascosas de modo que le conminase arenunciar al ataque, dándole aentender que ello no se debía a que

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temiese el peligro en que lecolocaba su propia misión y que noera por eso por lo que escribía así,sino solamente para poner a Golz alcorriente de los hechos, RobertJordan no escuchaba más que amedias.

—Inglés —dijo Pablo.—Estoy escribiendo —repitió

Robert Jordan, sin levantar losojos.

«Debiera enviar dos copias —pensó—; pero entonces notendríamos bastantes personas paravolar el puente, si, de todas formas,

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hay que volarlo. ¿Qué es lo que séyo de este ataque? Quizá seaúnicamente una maniobra dediversión. Quizá quieran atraeralgunas tropas, para sacarlas deotro punto. Quizá quieran atraer alos aviones que están en el Norte.Quizá sí y quizá no. ¿Qué sé yo?Este es mi informe para Golz. Entodo caso, yo no tengo que volar elpuente hasta que comience elataque. Mis órdenes son claras, y siel ataque se anula, no tendré quevolar nada. Pero tengo que reservaraquí un mínimo de genteindispensable para cumplir las

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órdenes».—¿Qué estabas diciendo? —

preguntó a Pablo.—Que tengo confianza, inglés.

—Pablo seguía hablando a la vasijadel vino.

«Hombre, ya quisiera yo teneresa confianza», pensó RobertJordan, y siguió escribiendo.

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Capítulo XXX

DE MANERA QUE SE HABÍA HECHO

todo lo que había que hacer, almenos por el momento. Todas lasórdenes estaban dadas. Cada cualsabía con certidumbre su misión ala mañana siguiente. Andrés habíasalido tres horas antes. De maneraque aquello sucedería al rayar elalba, o no sucedería.

«Creo que sucederá —se dijoRobert Jordan mientras descendíadel puesto más elevado, adondehabía ido a hablar con Primitivo—.

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Golz organiza el ataque, pero notiene poder para contenerlo. Elpermiso para contenerlo tiene quellegar de Madrid. Lo más seguro esque no logren despertar a nadie allíy que, si se despierta alguien,tendrá demasiado sueño paraponerse a pensar. Hubiera debidoavisar a Golz antes de que todos lospreparativos hubiesen sido hechospara el ataque; pero ¿cómo poneren guardia a nadie contra una cosaque no ha ocurrido? No hancomenzado a mover el materialhasta el anochecer. No querían quesus maniobras fuesen vistas en la

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carretera desde los aviones. Pero¿y en lo tocante a sus aviones? ¿Porqué tantos aviones fascistas?

»Seguramente nuestra gente seha puesto en guardia viendo losaviones. Pero quizá los fascistastraten de ocultar con esto otraofensiva más allá de Guadalajara.Se dice que había concentracionesde tropas italianas en Soria ySigüenza, aparte de las que estabanoperando en el Norte. No tienenbastantes hombres ni material paradesencadenar dos grandesofensivas al mismo tiempo. Eso es

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imposible; por tanto, tiene que seruna baladronada. Pero sabemostambién las muchas tropas que handesembarcado los italianos estosúltimos meses en Cádiz. Es posibleque intenten de nuevo el ataque aGuadalajara, aunque no tanestúpidamente como la primera vez;sino en tres columnas, que se iríanensanchando y avanzando a lo largode la vía del ferrocarril hacia laparte occidental de la meseta».

Había un modo de lograrlo a laperfección. Hans se lo habíaexplicado. Cometieron muchoserrores la primera vez. Todo el

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planeamiento era absurdo. Nohabían empleado en la ofensiva deArganda contra la carretera deMadrid a Valencia las tropas deque se habían servido en laofensiva de Guadalajara. ¿Por quéno habían desencadenadosimultáneamente esas dosofensivas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Sesabrá algún día por qué?

«Sin embargo, nosotros losdetuvimos las dos veces con lasmismas tropas. No hubiéramospodido detenerlos si hubiesendesencadenado al mismo tiempo losdos ataques. No hay que

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preocuparse, ha habido otrosmilagros. O tendrás que volarmañana el puente o no tendrás quehacerlo volar. Pero no trates depersuadirte de que no seránecesario. Lo volarán un día u otro.Y si no es este puente, será otropuente. No eres tú quien decide. Túcumples órdenes. Obedécelas y nopienses demasiado en lo que haydetrás de ellas. Las órdenes sobreesto son muy claras. Demasiadoclaras. Pero no hay quepreocuparse ni tener miedo; porquesi te permites el lujo de tener

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miedo, aunque sea un miedonormal, puedes contagiárselo a losque tienen que trabajar contigo. Eseasunto de las cabezas ha sido algo,de todas maneras. Y el viejo tuvoque tropezar con ello en la colina,cuando andaba a solas… ¿Tehubiera gustado a ti tropezar coneso? Te ha impresionado, ¿no? Sí,te ha impresionado, Jordan. Más deuna vez te has impresionado en eldía de hoy. Pero te has portadobien. Hasta ahora, te has portadomuy bien».

«Te has portado muy bien, paraser sólo un profesor de español en

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la Universidad de Montana —pensó, tomándose el pelo a símismo—. Te has portado bien paraser un profesor. Pero no vayas afigurarte que eres un personajeextraordinario. No has llegado muylejos por este camino. Piensasimplemente en Durán, que no habíarecibido nunca instrucción militar,que era un compositor, un niñobonito antes del Movimiento yahora es un general de brigadarematadamente bueno. Para Duránha sido todo tan sencillo y tan fácilde aprender como el ajedrez paraun niño prodigio. Tú estás

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estudiando el arte de la guerradesde tu infancia, desde que tuabuelo empezó a contarte la guerracivil norteamericana. Salvo que tuabuelo la llamaba siempre “laguerra de rebelión”. Pero al lado deDurán eres como un buen jugadorde ajedrez, un jugador muy sensatoy de buena escuela frente a un niñoprodigio. El amigo Durán. Seríabueno volverle a ver. Le vería en elGaylord, cuando esta guerratermine. Sí, cuando termine estaguerra». ¿No era verdad que seestaba portando bien?

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«Le veré en el Gaylord —sedijo de nuevo— cuando todo estohaya terminado. No te engañes. Teportas perfectamente. En frío. Notrates de engañarte. No volverás aver nunca a Durán, y la cosa notiene importancia. No lo tomestampoco así. No te permitastampoco esos lujos. Nada deresignación heroica. No hacen faltaen estas montañas ciudadanosprovistos de resignación heroica.Tu abuelo se batió durante cuatroaños, en nuestra guerra civil, y túapenas si estás ahora al fin delprimer año. Tienes aún mucho

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camino que andar y estás dotadopara hacer este trabajo. Y ahoratienes también a María. En fin, lotienes todo. No debieraspreocuparte. ¿Qué importanciatiene una pequeña escaramuza entreuna banda de guerrilleros y unescuadrón de caballería? Ninguna.Aunque corten cabezas. ¿Es que esocambia de algún modo las cosas?Nada en absoluto. Los indiosarrancaban el cuero cabelludotodavía cuando tu abuelo estaba enFort Kearny, después de la guerra.¿Te acuerdas del armario, en el

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despacho de tu padre, con laspuntas de flechas en uno de losestantes y los tocados de guerrapendientes del muro, con lasplumas de águila y el olor a cueroahumado de las polainas y loschaquetones de piel de ante y eltacto de los mocasines bordados?¿Te acuerdas del gran arco en unrincón del armario y de los doscarcajes de flechas de caza y guerray de la impresión que te producía elpaquete de flechas cuando pasabasla mano sobre él?

»Acuérdate de cosas de eseestilo. Acuérdate de algo concreto,

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práctico; acuérdate del sable de tuabuelo, brillante y bien engrasadoen su estuche abollado, y delabuelo, enseñándote cómo la hojase había adelgazado a fuerza dehaber sido afilada muchas veces.Acuérdate de la «Smith andWesson» del abuelo. Era unapistola de ordenanza, de un solodisparo, del calibre 7,65 y no teníaguarda del gatillo. El juego delgatillo era lo más suave y fácil quehas probado nunca y la pistolaestaba siempre bien engrasada ylimpia, aunque el repujado se habíaido borrando por el uso, y el metal

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oscuro de la culata y del cañónestaban suavizados por el roce decuero del estuche. La pistola estabaen un estuche que tenía las inicialesU. S. sobre la solapa y se guardabaen un cajón con los utensilios delimpieza y doscientos cartuchos.Las cajas de cartón de los cartuchosestaban envueltas cuidadosamente yatadas con hilo encerado. Podíassacar la pistola del cajón y tenerlaen las manos. “Tenla en las manostodo lo que quieras”, solía decir elabuelo. “Pero no puedes jugar conella porque es una arma seria.”

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»Un día preguntaste al abuelo sihabía matado a alguien con ella, yel abuelo respondió: “Sí.”Entonces, tú dijiste: “¿Cuándo fueeso, abuelo?” Y él dijo: “Durantela guerra de rebelión”, y después tudijiste: “Cuéntamelo, abuelo”. Y éldijo: “No tengo ganas de hablar deeso, Robert.” Y luego, tu padre semató con esa pistola, y te sacarondel colegio para asistir a susfunerales. Y el forense te dio lapistola después de lasinvestigaciones judiciales,diciendo: “Bob, supongo que acasoquieras conservar esta arma.

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Debería guardarla, pero sé que tupapá la tenía en gran estima, porquesu papá la había llevado durantetoda la guerra y la trajo por aquícuando vino con la caballería, ysigue siendo una arma muy buena.La he probado esta tarde. La balano hace ya mucho daño, pero aún sepuede dar en el blanco con ella”.»

Había vuelto a poner la pistolaen su sitio, en el cajón, pero al díasiguiente la sacó y se fue a caballocon Chub hasta lo alto de lamontaña, por encima de Red Lodge;allí, en donde después se ha

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construido una carretera a travésdel puerto y de la llanura del Dientedel Oso. El viento es allí delgado ycortante y hay nieve en las cumbresdurante todo el verano… Se habíandetenido cerca del lago que dicenque tiene doscientos cincuentametros de profundidad, un lagoverdeoscuro, y Chub había cuidadode los caballos mientras Roberthabía subido a un peñasco y sehabía inclinado, para contemplar surostro en el agua inmóvil. Se habíavisto con la pistola en la mano yluego la había sostenido un rato,manteniéndola sujeta del cañón, y

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por fin la había soltado y la habíavisto hundirse en el agua,levantando burbujas en la clarasuperficie, hasta que sólo fue comoun dije de reloj y hasta quedesapareció después. En seguida sebajó del peñasco y saltando sobrela silla, dio tal espolazo a la viejaBess, que la yegua se encabritó degolpe como un caballito de cartón.La obligó a ir por el borde del lagoy cuando la yegua se puso otra vezrazonable, volvieron a tomar elsendero. «Yo sé por qué has hechoeso con la vieja pistola, Bob», dijoChub. «Bueno, entonces no

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tendremos que volver a hablar deello», le contestó él.

No volvieron a hablar jamás, yese fue el final de las armas delabuelo, a excepción del sable…Tenía aún el sable en un baúl, enMissoula, con el resto de sus cosas.

«Me pregunto qué hubierapensado el abuelo de esta situación—se dijo—. El abuelo era unsoldado condenadamente bueno.Todo el mundo lo decía. Seaseguraba que, de haber estado conCuster, no le hubiera consentidodejarse atrapar. ¿Cómo no vio la

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humareda ni el polvo de todasaquellas cabañas a lo largo deLittle Big Horn, a no ser quehubiera una espesa niebla matinal?Pero no hubo niebla alguna aquellamañana. Me gustaría que el abueloestuviese aquí, en mi lugar. En fin,quizás estemos juntos mañana porla noche. Si existe realmente unacondenada tontería como el másallá, que estoy seguro de que noexiste, me causaría verdaderoplacer hablar con él. Porque tengoun montón de cosas que quisierapreguntarle. Tengo derecho ahacerle preguntas, ahora que yo he

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hecho también esas cosas. No creoque le desagradase que le hicieraesas preguntas. Antes no teníaderecho a preguntarle. Comprendoque no me contase nada porque nome conocía. Pero ahora creo quenos entenderíamos muy bien. Megustaría poderle hablar ahora ypedirle consejo. Diablo, aunque nome aconsejara, me gustaría hablarcon él. Sencillamente. Es unalástima que haya un lapso de tiempotan grande entre dos tipos como él yyo».

Luego siguió meditando y se diocuenta de que si hubiera encuentros

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en el más allá, su abuelo y él severían muy confusos por lapresencia de su padre.

«Todo el mundo tiene derecho ahacer lo que hace —pensó—, peroaquello no estuvo bien. Locomprendo, pero no lo apruebo.Lache, esa es la palabra. Pero ¿locomprendes realmente? Porsupuesto, lo comprendo, pero… Sí,pero… Hay que hallarseterriblemente replegado sobre unomismo para hacer una cosa comoesa. Diablo, quisiera que mi abueloestuviese aquí. Aunque sólo fuese

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por una hora. Quizá me hayatransmitido lo poco que yo helogrado averiguar por medio de eseotro que hizo tan mal uso de lapistola. Quizá fuera la únicacomunicación que hayamos tenido.Pero, diablo, sí, diablo, siento quenos separen tantos años; porque mehubiera gustado que me enseñara loque el otro no me enseñó jamás.Pero ¿y si el miedo que el abuelodebió de sentir y de tratar dedominar, el miedo del que no pudodeshacerse más que al cabo decuatro años o más de combatescontra los indios, aunque, en el

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fondo, no debió de sentir realmentemucho miedo, si ese miedo hubierahecho del otro un cobarde, comosucede casi siempre con la segundageneración de los toreros? ¿Y sihubiera sido eso? ¿Y si la buenasavia no hubiese rebrotado confuerza más que pasando por aquelotro? No olvidaré lo mal que mesentí cuando supe por primera vezque mi padre era un cobarde.Vamos, dilo en inglés. Coward. Esmás fácil cuando se ha dicho, y nosirve de nada hablar de un hijo demala madre en lengua extranjera.Pero no era un hijo de mala madre;

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era un cobarde, simplemente, y esoes la peor desgracia que puedesucederle a un hombre. Porque, deno haber sido cobarde, se hubieraenfrentado con aquella mujer y nose hubiera dejado dominar por ella.Me pregunto cómo hubiera sido decasarse con otra mujer. Bueno, esono lo sabrás nunca —se dijo,sonriendo—; quizás el espírituautoritario de ella aportó lo que aél le hacía falta. Y por lo que a ti serefiere, tómalo con calma. No tepongas a hablar de la buena saviani de todo lo demás antes de que

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pase mañana. No te felicitesdemasiado pronto. Y no te felicitesde ninguna manera. Ya se verámañana qué clase de savia tienestú».

Después se puso a pensar otravez en su abuelo. «George Custerno era un comandante de caballeríainteligente, Robert —había dicho suabuelo—. No era siquiera unhombre inteligente».

Recordaba que cuando suabuelo dijo aquello se asombró deque pudiera criticarse a aquelpersonaje de chaqueta de piel deante, que aparecía de pie, sobre un

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fondo de montaña, con los rubiosrizos al viento, el revólver deservicio en la mano, rodeado desioux, tal y como le representaba lavieja litografía de Anheuser-Busch,colgada del muro de la piscina deRed Lodge.

«Sólo tenía una gran habilidadpara meterse en embrollos y parasalir de ellos —había proseguidosu abuelo—. Pero en Little BigHorn no pudo salir».

«Phil Sheridan era hombreinteligente y Jeb Stuart también.Pero John Mosby fue el mejor jefede caballería que haya existido

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nunca».Robert Jordan guardaba entre

sus cosas, en el baúl de Missoula,una carta del general Phil Sheridanal viejo Kilpatrick, Killy elCaballo, en la que se decía que suabuelo era mejor jefe de caballeríairregular que John Mosby.

«Debí contárselo a Golz —pensó—. Pero seguramente no haoído hablar nunca de mi abuelo.Quizá no haya oído hablar tampocode John Mosby. Los ingleses losconocen a todos ellos porque hantenido que estudiar nuestra guerra

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civil más a fondo que las gentes delcontinente. Karkov decía quedespués de la guerra yo podría ir alInstituto Lenin, de Moscú, si quería.Decía que podría ir a la EscuelaMilitar del Ejército Rojo, si quería.Me pregunto qué hubiera pensadode eso mi abuelo. Mi abuelo, que nisiquiera quiso en su vida sentarse ala misma mesa que un demócrata.No, yo no quiero ser soldado. Deello estoy seguro. Solamente quieroque se gane esta guerra. Me figuroque los buenos soldados no sirvenpara ninguna otra cosa. Pero eso noes cierto. Piensa en Napoleón y en

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Wellington. Estás un poco estúpidoesta noche».

Por lo general, su mente era unabuena compañía y había sido asíaquella noche, mientras estuvopensando en el abuelo. Pero elpensar en su padre le había hechodesvariar. Comprendía a su padre,le perdonaba y le compadecía; perosentía vergüenza de él.

«Harías mejor en no pensarnada. Pronto estarás con María. Esoes lo mejor que puedes hacer, yaque todo está dispuesto. Cuando seha pensado mucho en algo no sepuede dejar de pensar y el

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pensamiento sigue volando como unpájaro loco. Harías mejor si nopensaras. Pero suponte, supontesolamente que los aviones llegan yaplastan esos cañones antitanques,que hacen volar las posiciones yque los viejos tanques son capacesde trepar, por lo menos una vez,colina arriba, y que ese bueno deGolz lanza a esa bandada deborrachos, clochards vagabundos,fanáticos y héroes que componen laXIV brigada, y yo sé lo buenas queson las gentes de Durán, que estánen la otra brigada de Golz; y

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suponte que estamos en Segoviamañana por la noche. Sí,sencillamente, imagina eso. Yoelijo La Granja. Pero tienes quevolar antes ese puente».

De pronto se sintió seguro enabsoluto de que no habríacontraorden. Porque lo que estabaimaginándose hacía un momento erajustamente como tenía que parecerel ataque a los que lo habíanordenado. Sí, había que volar elpuente; tenía la certidumbre de ello.Y lo que pudiera ocurrirle a Andrésno cambiaba las cosas.

Mientras descendía por el

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sendero, en la oscuridad, solo, conla agradable sensación de que todolo que había que hacer había sidohecho y de que tenía cuatro horaspor delante para sí mismo, laconfianza que había recobrado alpensar en cosas concretas, laseguridad de que tenía que volar elpuente, volvió a acometerle de unamanera casi reconfortante.

La incertidumbre, la aprensión,como cuando, a consecuencia de undesbarajuste en las fechas, sepregunta uno si los invitados van allegar o no a la velada, esasensación que le había acuciado

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desde la marcha de Andrés, leabandonó súbitamente. Estabaseguro de que el festival no seríacancelado. «Es mejor estar seguro—pensó—. Es mucho mejor estarseguro.

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Capítulo XXXI

ASÍ, PUES, se encontraron de nuevo,a una hora avanzada de la noche, dela última noche, dentro del saco dedormir. María estaba muy unida aél y Roberto podía sentir lasuavidad de sus largos muslosrozando los suyos y de los senos,que emergían como dos montículossobre una llanura alargada en tornoa un pozo, más allá de la cualestaba el valle de su garganta,sobre la que ahora se encontrabanposados sus labios. Yacía inmóvil,

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sin pensar en nada, mientras ella leacariciaba la cabeza.

—Roberto —dijo María en unsusurro—, estoy avergonzada. Noquisiera desilusionarte, pero tengoun gran dolor y creo que no voy aservirte de nada.

—Siempre hay algún dolor,alguna pena —replicó él—. No tepreocupes, conejito. Eso no esnada. No haremos nada que te causedolor.

—No es eso; es que no estoy encondiciones de recibirte comoquisiera.

—Eso no tiene importancia; es

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cosa pasajera. Estamos juntos,aunque no estemos más queacostados el uno al lado del otro.

—Sí, pero estoy avergonzada.Creo que esto me pasa por lascosas que me hicieron. No por loque hayamos hecho tú y yo.

—No hablemos de ello.—Yo tampoco quisiera hablar

de eso. Pero es que no puedosoportar la idea de fallarte estanoche, y había pensado pedirteperdón.

—Escucha, conejito —dijo él—, todas esas cosas son pasajeras

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y luego no hay ningún problema. —Pero para sí pensó que no era labuena suerte que había esperadopara la última noche.

Luego sintió vergüenza, y dijo:—Apriétate contra mí, conejito;

te quiero tanto sintiéndote a milado, así, en la oscuridad, comocuando te hago el amor.

—Estoy muy avergonzada,porque pensé que esta noche podríaser como lo de allá arriba, cuandovolvíamos del campamento delSordo.

—¡Qué va! —contestó él—; esono es para todos los días. Pero me

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gusta esto tanto como lo otro. —Mentía para ahuyentar eldesencanto—. Estaremos aquíjuntos y dormiremos. Hablemos unrato. Sé muy pocas cosas de ti.

—¿Quieres que hablemos demañana y de tu trabajo? —preguntóella—. Me gustaría entender bien loque tienes que hacer.

—No —dijo él, yarrellanándose en toda la extensiónde la manta se estuvo quieto,apoyando su mejilla en el hombrode ella, y el brazo izquierdo bajo lacabeza de la muchacha—. Lo mejorserá no hablar de lo de mañana ni

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de lo que ha pasado hoy. Así no nosacordaremos de nuestros reveses, ylo que tengamos que hacer mañanase hará. No estarás asustada…

—¡Qué va! —exclamó ella—;siempre estoy asustada. Pero ahorasiento tanto miedo por ti, que no mequeda tiempo para acordarme demí.

—No debes estarlo, conejito.Yo he estado metido en peoresandanzas que esta —mintió él. Yentregándose repentinamente al lujode las cosas irreales, agregó—:Hablemos de Madrid y de lo que

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haremos cuando estemos allí.—Bueno —dijo ella, y agregó

—: Pero, Roberto, estoy apenadapor haberte fallado. ¿No hay otracosa que pueda hacer por ti?

Él le acarició la cabeza y labesó, y luego se quedó quieto a sulado, escuchando la quietud de lanoche.

—Puedes hablar de Madrid —le dijo, y pensó: «guardaré unareserva para mañana. Mañana voy anecesitar de todo esto. No hay ramade pino en todo el bosque que estétan necesitada de savia como loestaré yo mañana. ¿Quién fue el que

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arrojó la simiente en el suelo, segúnla Biblia? Onán. Pero no sé lo quepasó después. No me acuerdo dehaber oído hablar más de Onán». Ysonrió en la oscuridad. Luegovolvió a rendirse y se dejó llevarde sus ensueños, sintiendo toda lavoluptuosidad de la entrega a lascosas irreales. Una voluptuosidadque era como una aceptación sexualde algo que puede venir solamentepor la noche, cuando no entra enjuego la razón y queda sólo ladelicia de la entrega.

—Amor mío —susurró,besándola—. Oye, la otra noche

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estaba pensando en Madrid y medije que en cuanto llegase allí tedejaría en el hotel mientras iba aver a algunos amigos en el hotel delos rusos. Pero no es verdad: no tedejaré sola en ningún hotel.

—¿Por qué no?—Porque tengo que cuidarte.

No te dejaré jamás. Iremos a laDirección de Seguridad paraconseguirte papeles. Después teacompañaré a comprarte losvestidos que te hagan falta. —Nonecesito nada y puedocomprármelos yo sola.

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—No, necesitas muchas cosas eiremos juntos. Compraremos cosasbuenas y verás lo bonita que estás.

—Yo preferiría que nosquedásemos en el hotel ymandásemos a comprar la ropa.¿Dónde está el hotel?

—En la Plaza del Callao.Estaremos mucho en nuestro cuartodel hotel. Hay una cama grande consábanas limpias y en el baño aguacaliente. Y hay dos roperosempotrados en la pared. Y yopondré mis cosas en uno y tú tequedarás con el otro. Y hayventanas altas y anchas, que dan a

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la calle, y fuera, en la calle, está laprimavera. También conozco sitiosen los que se come bien, que sonilegales, pero buenos, y sé dealgunas tiendas en las que aún sepuede encontrar vino y whisky. Yen el cuarto guardaremosprovisiones para cuando tengamoshambre; tendremos una botella dewhisky para mí y a ti te compraréuna botella de manzanilla.

—Me gustaría probar elwhisky.

—Pero como es muy difícil deconseguir y a ti te gusta la

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manzanilla…—Guárdate tu whisky, Roberto

—dijo ella—. De veras, te quieromucho. A ti y a tu whisky, que notengo derecho a probar. ¡Vayacochino que estás hecho!

—Bueno, lo probarás. Pero noes bueno para las mujeres.

—Y como yo he tenidosolamente cosas que eran buenaspara mujeres… —replicó María—.Bueno, y en esa cama, ¿llevarésiempre mi camisón de boda?

—No. Te compraré camisonesnuevos y también pijamas, si tú losprefieres.

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—Me compraré siete camisones—dijo ella—; uno para cada día dela semana, y a ti te compraré unacamisa de boda, una camisa limpia.¿No llevas nunca la tuya?

—Algunas veces.—Yo lo tendré todo muy limpio

y te serviré whisky con agua, comolo tomabas en el campamento delSordo. Tendré guardadas aceitunasy bacalao y avellanas, para quecomas mientras bebes; y estaremosun mes en ese cuarto sin salir de él.Si es que puedo recibirte —dijo,sintiéndose repentinamentedesgraciada.

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—Eso no es nada —insistióRobert Jordan—; de verdad, no esnada. Es posible que te quedaraslastimada y ahora tengas unacicatriz que te sigue doliendo. Lomás seguro es que sea eso. Peroesas cosas se pasan. Y además, sifuera algo importante, hay médicosmuy buenos en Madrid.

—Pero iba todo tan bien… —dijo ella, en son de excusa.

—Eso es la prueba de que todoirá bien de nuevo.

—Entonces, hablemos deMadrid. —Se acurrucó metiendo

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sus piernas debajo de las de RobertJordan y restregó la cabeza contrasu espalda—. Pero ¿no crees quevoy a resultar muy fea con estacabeza rapada y vas a tenervergüenza de mí?

—No. Eres muy bonita. Tienesuna cara muy bonita y un cuerpomuy hermoso, esbelto y ligero, y tupiel es suave, y del color del orobruñido, y muchos van a intentarsepararte de mí.

—¡Qué va, separarme de ti! —dijo ella—. Ningún hombre metocará hasta mi muerte. Separarmede ti, ¡qué va!

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—Pues habrá muchos que lointentarán; ya lo verás.

—Entonces ya verán ellos quete quiero tanto que sería tanpeligroso tocarme como meter lasmanos en un cubo de plomoderretido. Pero, y tú, cuando veasmujeres bonitas que tengan tantacultura como tú, ¿no sentirásvergüenza de mí?

—Nunca. Y me casaré contigo.—Si tú lo quieres —dijo ella

—; pero, puesto que no hay yaiglesia, creo que eso no tieneimportancia.

—Me gustaría que nos

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casáramos.—Si tú lo quieres así… Pero,

oye, si vamos alguna vez a otro paísen donde haya iglesia, quizápodamos casarnos allí.

—En mi país hay todavíaiglesia —dijo él—. Podríamoscasarnos allí, si eso significa algopara ti. Yo no me he casado nunca.Así es que no hay problema.

—Me alegro de que no te hayascasado —dijo ella—; pero tambiénme alegro de que conozcas esascosas de que me has hablado,porque eso prueba que has estado

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con muchas mujeres, y Pilar diceque los hombres así son los únicosque sirven como maridos. Pero ¿noirás luego con otras mujeres?Porque eso me mataría.

—Nunca he andado con muchasmujeres —dijo él, sinceramente—.Antes de conocerte a ti no creía quefuese capaz de querer tanto aninguna.

Ella le acarició las mejillas yluego cruzó las manos detrás de sunuca.

—Has debido de conocer amuchas.

—Pero no he querido a ninguna.

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—Oye, me ha dicho Pilar que…—Dime.—No. Vale más que no te lo

diga. Hablemos de Madrid.—¿Qué es lo que ibas a decir?—No tengo ganas de decirlo.—Es mejor que lo digas si es

algo importante.—¿Crees que es importante?—Sí.—Pero ¿cómo sabes que es

importante, si no sabes de qué setrata?

—Por la manera como lo hasdicho.

—Bueno, entonces, te lo diré.

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Me ha dicho Pilar que mañanavamos a morir todos, y que tú losabes tan bien como ella; pero queno le das ninguna importancia. Noes por criticarte por lo que me hadicho eso, sino como admirándote.

—¿Ha dicho eso? —preguntóél. «¡Qué vieja loca!», pensó, yluego siguió hablando en voz alta—: Eso son estupideces gitanas.Buenas para las viejas del mercadoy los cobardes de café. Sontonterías —sentía cómo el sudor leiba cayendo por debajo de lasaxilas corriéndole por los brazos y

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los costados y se dijo: «Tienesmiedo, ¿eh?». Y añadió en voz alta—: Es una vieja loca supersticiosa.Sigamos hablando de Madrid.

—Entonces, ¿no es cierto que túlo sepas?

—Claro que no. No digassemejantes tonterías —replicó,usando de una palabra mucho másgorda para expresarse.

Pero, por mucho que intentasehablar de Madrid no conseguíaengañarse de nuevo. Mentíaabiertamente a la muchacha y sementía a sí mismo con el únicopropósito de pasar la noche de

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antes de la batalla lo menosdesagradablemente posible, y losabía. Le gustaba hacerlo; pero lavoluptuosidad de la aceptación sehabía esfumado. Sin embargo,volvió a empezar.

—He estado pensando en tuscabellos —dijo—. Y en lo quepodría hacerse con ellos. Comoves, ahora crecen iguales, como lapiel de un animal; es muy agradabletocarlos y me gustan mucho. Sonmuy bonitos tus cabellos, seaplastan bajo la mano y vuelven aerguirse como los trigales al viento.

—Pásame la mano por encima.

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Él hizo lo que le pedía; luegodejó la mano apoyada en su cabezay siguió hablando con la bocapegada a la garganta de lamuchacha; sentía que se le ibahaciendo un nudo en la suya.

—Pero en Madrid podríamos irjuntos al peluquero, y te lo cortaríade una manera hábil, sobre lasorejas y la nuca, como los míos, yquedarían mejor para la ciudad,hasta que volvieran a crecer.

—Quisiera parecerme a ti —dijo ella, apretándose contra él—.Y no quisiera cambiar jamás.

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—No. Seguirán creciendo y esosólo serviría para darles mejoraspecto mientras crecen. ¿Cuántotiempo tardarán en crecer?

—¿Hasta que sean realmentelargos?

—No. Hasta que te lleguen alos hombros. Así es como megustaría que los llevaras.

—¿Cómo la Garbo en el cine?—Sí —dijo él con voz ronca.Le volvía impetuosamente el

deseo de engañarse a sí mismo y seentregaba por entero a ese placer.

—Crecerán así, caerán sobretus hombros, rizados en las puntas,

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como las olas del mar, y serán delcolor del trigo maduro, y tu rostrodel color del oro bruñido, y tusojos del único color que puedehacer juego con esos cabellos y esapiel: dorados, con manchasoscuras; y yo te echaré la cabezahacia atrás y te miraré a los ojos,teniéndote muy apretada contra mí.

—¿Dónde?—En cualquier parte. En

cualquier parte en donde estemos.¿Cuánto tiempo hará falta para quevuelva a crecerte el pelo?

—No lo sé, porque no me lo

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había cortado nunca. Pero creo queen seis meses estará losuficientemente largo como paracubrirme las orejas, y en un año,todo lo largo que tú quieras. Pero¿sabes lo que haremos antes?

—Dímelo.—Estaremos en esa cama

grande y limpia, en ese famosocuarto de nuestro famoso hotel,estaremos sentados en esa cama ynos miraremos en el espejo delarmario, y primero me miraré yo yluego me volveré así y te echaré losbrazos al cuello, así, y luego tebesaré así.

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Se quedaron callados, muyapretados el uno contra el otro,perdidos en medio de la noche, yRobert Jordan, sintiéndosepenetrado de un calor casidoloroso, la sostuvo con fuerzaentre sus brazos. Abrazándola,sabía que abrazaba todas las cosasque nunca sucederían y prosiguiódiciendo:

—Conejito, no estaremossiempre en ese hotel.

—¿Por qué?—Podríamos tomar un piso en

Madrid, en la calle que corre a lolargo del Retiro. Conozco a una

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norteamericana que alquilaba pisosamueblados antes del Movimiento,y sé cómo encontrar un piso comoese, al mismo precio que antes delMovimiento. Hay pisos frente alRetiro, y se ve el parque desde lasventanas: la verja de hierro, losjardines, los senderos de grava, elcésped de los recuadros a lo largodel sendero y los árboles desombra espesa, y las fuentes. Yahora los castaños estarán en flor.En Madrid podemos pasear por elRetiro y podemos ir en barca por elestanque, si hay de nuevo agua en

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él.—¿Y por qué no había de haber

agua?—Lo vaciaron en noviembre

porque era un buen blanco para losbombarderos; pero creo que lo hanvuelto a llenar de nuevo. No estoyseguro. Pero aunque no haya agua,podremos pasearnos por el parquedetrás del lago. Hay una partesemejante a la selva, con árboles detodos los países del mundo, quetienen su nombre escrito encarteles, y allí pone qué árboles sony de dónde proceden.

—Me gustaría mucho ir al cine

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—dijo María—; pero esos árbolestienen que ser muy interesantes yme aprenderé contigo todos susnombres, si puedo acordarme deellos.

—No es como un museo —dijoRobert Jordan—; crecen librementey hay colinas en el parque, en unaparte que es como una selva virgen.Y más abajo está la feria de loslibros, con centenares de barracasde libros viejos, a lo largo de lasaceras y ahora, desde que empezóel Movimiento, pueden encontrarsemuchos libros que provienen delsaqueo de las casas demolidas por

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los bombardeos y de las casas delos fascistas. Esos libros los hanllevado a la feria los que los hanrobado. Si tuviera tiempo enMadrid, podría pasarme todo el díao todos los días entre libros viejos,como hacía antes del Movimiento.

—Mientras tú estés en la feriade los libros, yo me ocuparé delpiso —dijo María—. ¿Habrá mediode hacerse con una criada?

—Seguramente que sí. Yopodría hablar con Petra, que está enel hotel, si te gusta. Guisa muy bieny es muy limpia. He comido allí

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con periodistas para quienes ellaguisaba. Tienen cocinas eléctricasen las habitaciones.

—Como tú quieras —dijoMaría—. O bien podría yo buscarotra. Pero ¿estarás fuera a menudopor culpa de tu trabajo? ¿Noquerrán que vaya contigo para untrabajo como este?

—Quizá pudiera encontraralguna cosa que hacer en Madrid.Hace tiempo que estoy metido eneste trabajo y estoy luchando desdelos comienzos del Movimiento. Esposible que me den ahora algunacosa que hacer en Madrid. No lo he

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pedido nunca. Siempre he estado enel frente o en trabajos como este.¿Sabes que hasta que te encontré nohe pedido nunca nada? ¿Ni deseadoninguna cosa, ni pensado en nadaque no fuese el Movimiento y enganar esta guerra? Es verdad que hesido muy puro en mis ambiciones.He trabajado mucho y ahora tequiero —dijo abandonándose porentero a lo que no sería nunca—, tequiero tanto como a todo aquellopor lo que hemos peleado. Tequiero tanto como a la libertad, a ladignidad y al derecho de todos loshombres a trabajar y a no tener

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hambre. Te quiero como quiero aMadrid, que hemos defendido, ycomo quiero a todos mis camaradasque han muerto. Y han muertomuchos. Muchos. Muchos. Nopuedes imaginarte cuántos. Pero tequiero como quiero a lo que másquiero en el mundo. Y te quierotodavía más. Te quiero mucho,conejito. Más de lo que puedadecirte. Pero te digo esto paraintentar que tengas una idea. No hetenido nunca mujer, y ahora te tengoa ti y soy feliz.

—Seré para ti una mujer todo lo

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buena que pueda —dijo María—.No me han enseñado muchas cosas,es verdad; pero intentaréaprenderlas. Si vivimos en Madrid,me parecerá muy bien. Si tenemosque irnos a otra parte, me parecerámuy bien. Si no vivimos en ningunaparte y yo puedo ir contigo, todavíamejor. Si vamos a tu país, intentaréhablar el inglés como el más inglésque haya en el mundo. Me fijaré enlo que hacen los demás y procuraréhacerlo como ellos.

—Resultarás muy cómica.—Seguramente. Cometeré

faltas, pero tú me las dirás y no las

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cometeré dos veces, o quizá lascometa dos veces, pero nada más.Luego, en tu país, si echas de menosnuestra cocina, yo guisaré para ti. Yademás iré a una buena escuelapara aprender a ser una buena amade casa, si hay escuelas para eso, ytrabajaré mucho.

—Hay escuelas para eso, perotú no tienes necesidad de ir.

—Pilar me ha dicho que creíaque hay escuelas así en tu país. Loha leído en un artículo de unarevista. También me ha dicho quetendría que aprender a hablar inglésy a hablarlo bien, para que tú no

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sientas nunca vergüenza de mí.—¿Cuándo te ha dicho eso?—Hoy, mientras hacíamos el

equipaje. Me ha hablado todo eltiempo de lo que tendría que hacerpara ser tu mujer.

«Creo que Pilar sueña tambiéncon Madrid», pensó Robert Jordan,y dijo:

—¿Qué te ha dicho además deeso?

—Que tengo que cuidar de micuerpo y cuidar de mi línea como sifuera un torero. Me ha dicho queeso era muy importante.

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—Es verdad —dijo RobertJordan—; pero no tienes quepreocuparte de eso en muchos años.

—Sí. Pilar dice que entre lasmujeres de nuestra raza hay quetener siempre mucho cuidadoporque a veces ocurre eso de golpe.Me ha dicho que en otros tiemposella era tan esbelta como yo, peroque en su época las mujeres nohacían gimnasia. Me ha dicho quémovimientos tengo que hacer ytambién que no coma demasiado.Me ha dicho lo que no tenía quecomer. Pero se me ha olvidado.Tendré que volvérselo a preguntar.

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—Patatas —dijo él.—Sí —continuó ella—. Patatas

y cosas fritas. Y luego, cuando ledije que sentía dolor, me dijo queno debería hablarte de ello y quedebería soportar el dolor sindecirte nada. Pero te lo he dichoporque no quiero engañarte nunca ytenía miedo de que tú pudieraspensar que no compartimos ya elmismo placer y que lo que sucedióarriba, en el valle, no habíasucedido nunca.

—Has hecho biendiciéndomelo.

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—¿No es verdad? Pero estoymuy avergonzada y haré todo lo quequieras que haga. Pilar me hahablado de las cosas que puedenhacerse con un marido.

—No es preciso hacer nada. Loque tenemos lo tenemos juntos y loguardaremos bien. Te quiero así,como estás ahora; te quieroacostada junto a mí y tocarte ysentir que estás realmente ahí ycuando estés en condiciones loharemos todo.

—Pero ¿no tienes deseos queyo no pueda satisfacer? Pilar me haexplicado eso.

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—No. Nuestros deseos loscompartiremos juntos. No tengomás deseos que los tuyos.

—Eso me tranquiliza. Peroquiero que sepas que haré todo loque me pidas. Sólo que tendrás quedecírmelo, porque soy muyignorante y no he entendidoclaramente lo que me ha dicho. Medaba vergüenza preguntárselo,aunque ella sabe muchísimas cosas.

—Conejito —dijo—, eresmaravillosa.

—¡Qué va! —dijo ella—; perohe tratado de aprender en un día

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todo lo que una mujer tiene quesaber, mientras levantábamos elcampamento y hacíamos lospreparativos para una batalla y seestaba librando otra batalla ahíabajo. Es una cosa difícil, y sicometo pifias tienes que decírmelo,porque te quiero mucho. Quizárecuerde las cosas de maneraequivocada, y muchas de las queme ha dicho Pilar eran muycomplicadas.

—¿Qué es lo que te ha dichoella?

—Pues tantas cosas, que no meacuerdo de ninguna. Me ha dicho

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que podía contarte todo lo que mehan hecho si alguna vez me atrevo apensar en ello, porque eres bueno ylo comprenderías. Pero que erapreferible que no te lo dijese, amenos que por callarlo me vuelvanlas ideas negras, como antes, y queentonces quizá me zafara de ellascontándotelo.

—¿Es que te afliges mucho enestos momentos?

—No. Desde la primera vezque estuvimos juntos es como sitodo aquello jamás hubierasucedido. Sigo sintiendo pena pormis padres. Pero quisiera que

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supieses una cosa para tu amorpropio, si es que tengo que ser tumujer: No he cedido nunca aninguno. Me he resistido siempre ycada vez que lo hicieron senecesitaron dos para obligarme.Uno se sentaba sobre mi cabeza yme sujetaba. Te lo digo para tuamor propio.

—Mi amor propio está en ti. Nohables más de eso.

—No. Hablo del amor propioque tienes que sentir por tu mujer.Y otra cosa. Mi padre era elalcalde del pueblo, un hombre

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honrado. Mi madre era una mujerhonrada y una buena católica, y lamataron con mi padre por las ideaspolíticas de mi padre, que erarepublicano. Vi cómo los mataban alos dos. Mi padre dijo: «¡Viva laRepública!» cuando le fusilaron, depie, contra las tapias del mataderode nuestro pueblo. Mi madre queestaba de pie, contra la mismatapia, dijo: «¡Viva mi marido, elalcalde de este pueblo!». Yoaguardaba que me matasen a mítambién y pensaba decir: «¡Viva laRepública! y ¡Vivan mis padres!».Pero no me mataron. En lugar de

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matarme me hicieron cosas. Oye,voy a contarte una de las cosas queme hicieron, porque nos afecta a losdos. Después del fusilamiento en elmatadero, nos reunieron a todos losparientes de los muertos quehabíamos presenciado la escena sinser fusilados y, de vuelta delmatadero, nos hicieron subir por lacuesta, hasta la plaza del pueblo.Casi todos lloraban. Pero algunosestaban atontados por lo que habíanvisto y se les habían secado laslágrimas. Yo misma no podíallorar. No me daba cuenta de lo quepasaba porque solamente tenía ante

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mis ojos el cuadro de mi padre y demi madre en el momento de sufusilamiento. Y la voz de mi madrediciendo: «¡Viva mi marido, elalcalde de este pueblo!», mesonaba en los oídos como un gritoque no se apagaba y se repetíacontinuamente. Porque mi madre noera republicana, y por eso no habíagritado ¡Viva la República!, sinosolamente viva mi padre, queestaba allí, de bruces, a sus pies.

»Pero lo que gritó lo dijo envoz muy alta, como si fuera ungrito, y en seguida la fusilaron. Y

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cuando cayó quise acercarme,separándome de la fila; peroestábamos todos atados, los unos alos otros. El fusilamiento lo llevó acabo la Guardia civil, y losguardias se quedaron esperando alos demás que tenían que fusilar;pero los falangistas nos alejaron,haciéndonos subir la cuesta. Losguardias civiles se quedaron allíapoyando sus fusiles contra lapared junto a los cuerpos caídos,íbamos atados de las muñecas, enuna larga fila de muchachas ymujeres, y nos condujeron por lascalles hasta llegar a la plaza, y en

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la plaza nos hicieron detenernosjunto a la barbería, que estabafrente al Ayuntamiento.

»Cuando llegamos allí, los doshombres que nos custodiaban nosmiraron, y uno de ellos dijo: “Estaes la hija del alcalde”. Y el otroordenó: “Comenzad por ella”.Entonces cortaron la cuerda que meataba las muñecas y uno de ellosdijo: “Volved a atar la cuerda”. Losdos que habían ido custodiándonosme cogieron en volandas y meobligaron a entrar en la barbería,me dejaron caer de golpe en elsillón del barbero y me forzaron a

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quedarme allí.»Yo veía mi cara en el espejo

de la barbería y las caras de losque me sujetaban y las caras deotros tres que se inclinaban sobremí, sin reconocer a ninguno. En elespejo me veía yo y los veía aellos, pero ellos sólo me veían amí. Tenía la impresión de hallarmeen el sillón de un dentista y estarrodeada de varios dentistas, todoslocos. Apenas podía reconocer mipropia cara, ya que el dolor me lahabía desfigurado. Pero yo memiraba y sabía que era yo. Mi dolor

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y mi pena eran tan grandes, que nosentía ningún temor, sino solamenteuna pena enorme.

»Por entonces llevaba yo elcabello sujeto en dos grandestrenzas y según miraba yo en elespejo, uno de los hombres melevantó una de las trenzas y tiró deella, con tanta fuerza, que, a pesarde mi pena, sentí dolor y luego, deun solo navajazo, me la cortó muycerca de la raíz del cabello. Me vien el espejo con una sola trenza ycon un corte donde había estado laotra. Después me cortó la otra,aunque sin tirar de ella, y me hizo

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un tajo en la oreja con la navaja, ypude ver que la sangre me corría.Puedes notar la cicatriz pasándomeel dedo por encima.

—Sí, pero ¿no sería mejor nohablar de estas cosas?

—No es nada. No te contaré lascosas malas. Así, pues, me habíancortado las dos trenzas, muy cercade la raíz del cabello, y los otros sereían; pero yo no sentía siquiera eldolor del tajo que me habían hechoen la oreja. Y el que me habíacortado las trenzas se paró frente amí y comenzó a golpearme la caracon ellas, mientras los otros dos me

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sujetaban y me gritaba él: “Así escomo hacemos monjas rojas. Estote enseñará a unirte con tushermanos proletarios. Mujer delCristo Rojo”.

»Y me golpeó una y otra vezcon las trenzas que habían sidomías y luego me las metió en laboca y me las ató al cuello,anudándomelas en la nuca como sifuera una mordaza, mientras los queme estaban sujetando se reían. Ytambién se reían todos los demás; ycuando los vi reírse por el espejocomencé a llorar; porque hasta

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entonces me había quedadodemasiado helada por elfusilamiento y no podía llorar.

»Luego, el que me habíaamordazado, me pasó una máquinade afeitar por la cabeza, primerodesde la frente hasta la nuca ydespués de oreja a oreja, y por todala cabeza. Y me mantenían sujeta,de tal modo que no había másremedio que verme en el espejo delbarbero mientras me hacían eso, yaun cuando lo veía no podíacreerlo, y lloraba y lloraba sinapartar los ojos del espejo, endonde se reflejaba mi cara

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horrorizada, con la boca abierta,amordazada con las trenzas,mientras mi cabeza iba saliendorapada de la maquinilla. Y cuandoel que había estado rapándomeconcluyó, sacó una botellita deyodo de uno de los estantes de labarbería (al barbero ya le habíanmatado porque pertenecía alsindicato y su cadáver estaba tiradoa la puerta de la barbería y tuvieronque levantarme para pasar porencima), y con la varilla de cristalque traen las botellas de yodo, mepintó la oreja en el lugar en dondeme había hecho el tajo, y, a pesar

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de mi pena y del dolor que sentía,noté la quemazón del yodo.

»Después dio media vuelta, sedetuvo frente a mí y, usandosiempre la misma varilla, meescribió con yodo en la frente lasletras U. H. P. trazándolas lenta ycuidadosamente, como si fuera unartista. Y yo ya no lloraba, porquemi corazón se había helado,pensando en mi padre y en mimadre, y veía que lo que me estabapasando no era nada comparadocon aquello.

»Cuando terminó de dibujarme

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las letras en la frente, el falangistaretrocedió dos pasos, paracontemplar su obra, y volvió adejar la botella de yodo dondeestaba, y empuñando la máquina decortar el pelo, gritó: “La siguiente”.Y me sacaron de la barbería,llevándome sujeta de los brazos, yal salir tropecé con el cadáver delbarbero, que aún seguía tirado en elportal, de espaldas, con la caragrisácea vuelta al cielo. Y casi medi de narices con ConcepciónGarcía, mi mejor amiga, a la quellevaban entre dos hombres; y alpronto no me reconoció, pero al

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darse cuenta de que era yo,comenzó a gritar y pude oír suschillidos todo el tiempo que meestuvieron paseando por la plaza ymientras me hacían subir laescalera del Ayuntamiento, hastallegar al despacho de mi padre, endonde me tumbaron sobre el diván.Y fue allí donde me hicieron lascosas malas.

—Conejito mío —dijo RobertJordan, estrechándola con toda ladelicadeza que pudo, aunque estabapor dentro saturado de todo el odiode que era capaz—. No me cuentesmás, porque no puedo aguantar el

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odio que siento.Ella se había quedado rígida y

fría en sus brazos.—No, nunca te hablaré ya de

estas cosas. Pero son gentes malasy me gustaría ayudarte a matar aunos cuantos, si pudiera. Te hecontado eso únicamente por respetoa tu amor propio, ya que he de sertu mujer, y para que puedascomprenderlo.

—Has hecho bien encontármelo —dijo él—; porquemañana, si tenemos suerte,mataremos a muchos.

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—Pero ¿mataremos falangistas?Ellos fueron los que lo hicieron.

—Esos no pelean —replicó élsombríamente—. Matan en laretaguardia. No son esos los queencontramos en las batallas.

—Pero ¿no podríamos matar aalgunos de ellos de alguna manera?Me gustaría mucho matar a algunos.

—Yo he matado ya a algunos—dijo él—; y volveré a matar aalgunos más. En el asalto de lostrenes hemos matado a varios.

—Me gustaría ir contigo aatacar un tren —dijo María—.Cuando atacaron el tren, que fue

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cuando Pilar pudo rescatarme, yoestaba medio loca. ¿No te hancontado cómo estaba?

—Sí. Pero no hables más deeso.

—Tenía la cabeza comoembotada y no hacía más que llorar.Pero hay otra cosa que tengo quedecirte. Es menester. Puede que, site la cuento, no quieras casarteconmigo; pero, Roberto, si noquieres casarte conmigo, ¿nopodríamos, de todas formas, seguirviviendo juntos?

—Me casaré contigo.

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—No. Había olvidado eso.Quizá no debas casarte conmigo.Quizá no pueda yo tener nunca unhijo ni una hija; porque Pilar diceque con todas las cosas que mepasaron, con las cosas que mehicieron, yo debiera haberlo tenido.Tenía que decirte esto. ¡Oh, no sécómo he podido olvidarlo!

—Eso no tiene ningunaimportancia, conejito. Primeroporque puede no ser así. Esoúnicamente puede saberlo unmédico. Y luego, yo no tengo elmenor interés en traer un hijo o unahija a este mundo, tal como está

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ahora. Y además, todo mi cariño espara ti.

—Me gustaría tener un hijo ouna hija de ti —dijo ella—, y, porotra parte, ¿cómo iba a mejorar elmundo si no hay hijos nuestros, detodos los que luchamos contra losfascistas?

—Tú —dijo él—, yo te quieroa ti; ¿has comprendido? Y ahora,vamos a dormir, conejito; porquetengo que levantarme mucho antesde que amanezca, y en este mesamanece muy temprano.

—Entonces, ¿no hay

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inconveniente respecto a lo últimoque te he dicho? ¿Podremoscasarnos a pesar de todo?

—Estamos ya casados. Me casocontigo ahora mismo. Tú eres mimujer. Pero duérmete ahora,conejito, porque nos queda muypoco tiempo.

—¿Y estaremos realmentecasados? ¿No será sólo hablar yhablar?

—De verdad.—Entonces me dormiré y

volveré a pensar en ello si medespierto.

—Yo también.

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—Buenas noches, marido mío.—Buenas noches, mujercita

mía.Oyó que su respiración se hacía

más firme y regular y se dio cuentade que se había dormido; se quedódespierto, sin moverse, para nodespertarla. Pensó en todo lo queella no le había contado ypermaneció allí, sintiendo revivirsu odio y dichoso ante la idea deque al día siguiente mataría.

«No obstante, no tengo quehacer de eso una cuestión personal.Pero ¿cómo impedirlo? Sé quenosotros también hemos hecho

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cosas atroces. Pero fue porquenosotros éramos gentes ineducadasy no sabíamos hacerlo mejor. Elloslo hicieron deliberadamente. Losque así obraron son el últimoretoño de lo que su educación haproducido. Son la flor y nata de lacaballerosidad española. ¡Quégentes han sido! ¡Qué hijos de malamadre, desde Cortés, Pizarro,Menéndez de Avilés hasta EnriqueLíster y Pablo! ¡Y qué gente tanmaravillosa! No hay nada mejor nipeor en el mundo. No hay gente másamable ni gente más cruel. ¿Y quién

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sería capaz de comprenderlos? Yo,no; porque si los comprendiera selo perdonaría todo. Comprender esperdonar. Esto no es verdad. Se haexagerado la idea del perdón. Elperdón es una idea cristiana, yEspaña no ha sido nunca un paíscristiano. Ha tenido siempre unaidea especial y su idolatríaparticular dentro de la Iglesia. OtraVirgen más. Supongo que fue poreso por lo que tuvieron que destruirlas vírgenes de sus enemigos.Seguramente, este sentimiento eramás profundo en ellos, en losfanáticos religiosos españoles, que

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entre la gente del pueblo. La gentedel pueblo se apartó de la Iglesiaporque la Iglesia era el Gobierno yel Gobierno ha sido siempre algopodrido en este país. Este fue elúnico país adonde no llegó nunca laReforma. Está pagando ahora laInquisición, y es justo».

Bueno, aquello era algo comopara pensar un rato. Algo comopara impedir al espíritu que sepreocupase demasiado por sutrabajo. Y en todo caso era mássano que pretender engañarse.¡Cómo lo había pretendido aquellanoche! Y Pilar estuvo queriendo

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hacer lo mismo todo el día. Seguro.¿Y si morían al día siguiente? ¿Quéimportaba, mientras el puentevolase como era debido?

Eso era todo lo que tenían quehacer al día siguiente.

Morir no tenía ningunaimportancia. No se puede hacerindefinidamente esa clase detrabajo. No se está destinado avivir indefinidamente. «Quizás hayatenido toda una vida en tres días —pensó—. Si eso es así, hubierapreferido pasar esta última nochede una manera distinta. Pero las

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últimas noches nunca son buenas.No son nunca buenas las últimasnadas. Sí, las últimas palabras sonbuenas a veces. ¡Viva mi marido,que es el alcalde de este pueblo!Aquello sí que fue bueno».

Sabía que había sido bueno,porque al repetirlo sentía unescalofrío por todo el cuerpo. Seinclinó para besar a María, que nose despertó. Muy quedamente, ledijo en inglés: «Me gustaríacasarme contigo, conejito. Y estoymuy orgulloso de tu familia».

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Capítulo XXXII

AQUELLA NOCHE, en Madrid, habíamucha gente en el Hotel Gaylord.Un coche, con los faros pintadoscon una lechada de cal azulosa,entró por la puerta cochera y unhombrecillo con botas negras demontar, pantalones grises ychaqueta del mismo color,abrochada hasta el cuello, salió delcoche, hizo un saludo a los doscentinelas, y luego con la cabeza alhombre de la policía secreta, queestaba sentado ante la mesa del

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portero, y se metió en el ascensor.Había otros dos centinelas sentadosa uno y otro lado del vestíbulo demármol, se contentaron con levantarlos ojos cuando el hombrecillopasó delante de ellos para meterseen el ascensor. Tenían la consignade cachear a todos los que noconocieran, pasándoles las manospor los costados, por debajo de lasaxilas y palpándoles los bolsillos,para descubrir si el recién llegadollevaba pistola, en cuyo casopasaba a manos del agente de lapolicía secreta que hacía deportero. Pero los centinelas

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conocían bien al hombrecillo depantalones de montar y apenas silevantaron la vista cuando pasó.

El apartamento que ocupaba enel Gaylord estaba atiborrado alentrar él. Había gentes de pie ygentes sentadas que conversabananimadamente como en cualquiersalón burgués; bebían vodka,whisky con soda o cerveza, envasitos que llenaban de una granjarra. Varios de esos hombres ibande uniforme, otros llevabanchaquetones de sport o de cuero;tres de las cuatro mujeres que se

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encontraban en la reunión ibanvestidas de calle; pero la cuarta,morena y flaca, vestía uniforme demiliciana, de corte severo, ycalzaba altas botas, que asomabanpor debajo de la falda.

Al entrar en la habitación,Karkov se dirigió en seguida haciala mujer del uniforme, inclinándoseante ella y estrechándole la mano.Era su esposa. Le dijo algo en ruso,que nadie entendió, y por unosinstantes, la insolencia queiluminaba sus pupilas en elmomento de entrar desapareció.Luego volvió a encenderse al

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distinguir la cabeza color de caobay el rostro amorosamente lánguidode la jovencita de espléndida figuraque era su amante. Se acercó a ellacon pasos cortos y decididos, seinclinó y le estrechó la mano demanera que nadie hubiera podidoasegurar que no fuese un remedodel saludo dirigido a su esposa. Sumujer no le siguió con la mirada alcruzar la habitación; estaba de pie,junto a un oficial español, alto ybien parecido, con el que hablabaen ruso.

—Tu gran amor estáengordando —dijo Karkov a la

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pelirroja—. Todos nuestros héroesestán engordando al acercarse elsegundo año de la guerra. —Nomiraba al hombre del que estabanhablando.

—Eres tan feo, que tendríascelos hasta de un sapo —le replicóella alegremente hablando enalemán—. ¿Podré ir mañanacontigo a la ofensiva?

—No. Además, no hay ningunaofensiva.

—Todo el mundo lo sabe —dijo ella—. No seas tan misterioso.Dolores va; yo iré con ella o con

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Carmen. Montones de gentespiensan ir.

—Ve con quien quiera cargarcontigo —repuso Karkov—. Noseré yo.

Luego, mirándola, le dijo muyen serio:

—¿Quién te ha hablado de eso?Dímelo con toda franqueza.

—Richard —dijo ella, tan seriacomo él.

Karkov se encogió de hombrosy se alejó bruscamente.

—Karkov —le llamó unhombre de mediana estatura, decara pesada y grisácea, grandes

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ojos hinchados, belfo prominentecon voz de dispéptico—: ¿Conocesla noticia? —Karkov se acercó a ély el hombre prosiguió—: Acabo deenterarme. No hace siquiera diezminutos. Es maravilloso. Losfascistas han estado peleándoseentre ellos todo el día, cerca deSegovia. Han tenido que reprimirlas revueltas con ametralladoras yfusiles automáticos. Esta tarde hanbombardeado a sus propias tropascon aviones.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamóKarkov.

—Así es —dijo el hombre de

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los ojos hinchados—. La propiaDolores me lo ha dicho. Vino acontarlo en un estado de exaltacióncomo nunca la había visto. Laveracidad de la noticia le iluminabala cara. Esa magnífica cara quetiene —dijo, escuchándose mientrashablaba.

—Esa magnífica cara —repitióKarkov sin ninguna expresión en suvoz.

—Si hubieras podido oírla…—dijo el hombre de los ojoshinchados—. Las palabras surgíande su boca irradiando una luz que

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no es de este mundo. Su voz tenía elacento mismo de la verdad. Voy ahacer un artículo para Izvestia. Hasido para mí uno de los momentoscumbres de la guerra, cuando la heoído hablar con esa voz magníficaen que se mezclan la piedad, lacompasión y la sinceridad. Labondad y la sinceridad irradian enella como de una verdadera santadel pueblo. Por algo la llaman laPasionaria.

—Por algo será —dijo Karkov,con voz opaca—. Pero harías mejorescribiendo tu artículo paraIzvestia ahora mismo, antes de

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olvidar esa preciosa frase final.—Es una mujer sobre la que no

se puede bromear. Ni siquiera uncínico como tú —añadió el hombrede los ojos hinchados—. Sihubieras estado aquí y hubieraspodido oír su voz y ver su rostro…

—Esa magnífica voz —dijoKarkov—. Ese magnífico rostro.Escribe todo eso. No me lo cuentes.No derroches párrafos enterosconmigo. Vete a escribir todo esoinmediatamente.

—No en este momento.—Creo que sería mejor —dijo

Karkov. Se quedó mirándole y

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luego apartó la mirada de él. Elhombre estuvo allí unos instantes,con el vaso de vodka en la mano ylos ojos entornados, perdidos en laadmiración de lo que había oído. Yluego se marchó de la habitaciónpara ir a escribir.

Karkov se acercó a otro hombrede unos cuarenta y ocho años,pequeño, grueso, de rostro jovial,con ojos azules, cabellos rubios,que empezaban a hacerse ralos, yboca sonriente, sombreada por unbreve bigote duro y amarillento.Era general de división y húngaro.

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—¿Estabas aquí cuando vinoDolores? —preguntó Karkov alhombre.

—Sí.—¿De qué se trata?—De algo sobre que los

fascistas se pelean entre ellos. Muyhermoso, si fuera verdad.

—Se habla demasiado de lo demañana.

—Es un escándalo. Todos losperiodistas debieran ser fusilados,así como la mayoría de la gente queestá en esta habitación. Y, sin dudaalguna, ese increíble intrigantealemán de Richard. El que ha dado

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a ese Függler de domingo el mandode una brigada, debería serfusilado. Puede que tú y yodebiéramos ser fusilados también.

—Es muy posible —dijo elgeneral, riendo—; pero no vayas asugerirlo.

—Es una cosa de la que no megusta hablar —dijo Karkov—. Eseamericano que viene por aquíalgunas veces está allí. Le conoces:Jordan, el que trabaja con losgrupos de guerrilleros. Se encuentraallí donde se supone que hanocurrido esas cosas de que tanto se

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habla.—Entonces debiéramos tener un

informe esta noche —dijo elgeneral—. No me quieren muchopor allí; si no, iría yo a buscarinformes. Ese Jordan trabajó conGolz. ¿No es así? Tú verás a Golzmañana.

—Mañana, a primera hora.—Mantente alejado de él, si la

cosa no va bien —dijo el general—. Os detesta a vosotros, losperiodistas, tanto como yo. Perotiene mejor carácter.

—Sin embargo, acerca de lo delos fascistas…

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—Probablemente los fascistasestaban haciendo maniobras —dijoel general, sonriendo—. Bueno,ahora se verá si Golz es capaz dehacerlos maniobrar. Que Golzpruebe a hacerlo. Nosotros loshemos hecho maniobrar bien enGuadalajara.

—Me he enterado de que tú vasa hacer también un viaje —dijoKarkov, dejando al descubierto sumala dentadura al sonreír. Elgeneral se irritó en seguida.

—¿Yo también? Ahora es de míde quien se habla. Y de todosnosotros. ¡Qué puerco chismorreo

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de comadres! Un hombre quesupiera tener la boca cerrada eneste país podría salvarle acondición de que creyera en él.

—Tu amigo Prieto sabe tener laboca cerrada.

—Pero no cree que puedaganarse la guerra. ¿Y cómo puedeganarse la guerra, si no se cree enel pueblo?

—Busca tú la respuesta —dijoKarkov—. Yo me voy a la cama.

Salió de la habitación llena dehumo y de voces y se fue aldormitorio; se sentó en la cama y se

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quitó las botas. Como aún oía lasvoces, cerró bien la puerta y abrióla ventana. No se tomó el trabajo dedesnudarse, porque tenía que salir alas dos de la madrugada paraColmenar, Cercedilla yNavacerrada, hasta el lugar delfrente en que Golz iba a atacar.

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Capítulo XXXIII

ERAN LAS DOS DE LA MADRUGADA

cuando Pilar le despertó. Al sentirla mano en el hombro creyó alpronto que era María y volviéndosehacia ella, le dijo: «Conejito». Perola enorme mano de Pilar le sacudióhasta despertarle por completo.Echó mano a la pistola, que teníapegada a su pierna derecha,desnuda, y en pocos segundosestuvo él tan dispuesto como supropia pistola a la que habíadescorrido el seguro.

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Reconoció a Pilar en laoscuridad y, mirando la esfera desu reloj, en la que las dos agujasformaban un ángulo agudo, vio queno eran más que las dos, y dijo:

—¿Qué es lo que te pasa,mujer?

—Pablo se ha marchado.Robert Jordan se puso los

pantalones y se calzó. María nollegó a despertarse.

—¿Cuándo? —preguntó.—Debe de hacer una hora.—¿Y que más?—Se ha llevado algunas cosas

tuyas —dijo la mujer con aire

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desolado.—¿El qué?—No lo sé. Ven a verlo.Anduvieron en la oscuridad

hasta la entrada de la cueva y seagacharon para pasar por debajo dela manta. Robert Jordan siguió aPilar hasta el interior, en donde semezclaban los olores de la ceniza,del aire cargado de humo y delsudor de los que allí dormían,alumbrándose con la linternaeléctrica, para no tropezar conninguno. Anselmo se despertó ydijo:

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—¿Es la hora?—No —susurró Robert Jordan

—. Duerme, viejo.Las dos mochilas estaban a la

cabecera de la cama de Pilar,separadas del resto de la cueva poruna manta que hacía de cortina. Dellecho se expandía un olor rancio ydulzón como el de los lechos de losindios. Robert Jordan se arrodilló yenfocó con la linterna las dosmochilas. Cada una de ellas teníaun tajo de arriba abajo. Con lalámpara en la mano izquierda,Robert Jordan palpó con la derechala primera mochila. Era la mochila

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en donde guardaba el saco dedormir y lógicamente tenía quehallarse vacía; pero estabademasiado vacía. Había dentro aúnalgunos hilos, pero la caja demadera cuadrada habíadesaparecido. Igualmente la caja dehabanos, con los detonadorescuidadosamente empaquetados. Yla caja de hierro de tapa atornilladacon los cartuchos y las mechas.

Robert Jordan metió la mano enla otra mochila. Estaba todavíallena de explosivos. Quizá faltaraalgún paquete.

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Se irguió y se quedó mirando aPilar. Un hombre al que sedespierta antes de tiempo puedeexperimentar una sensación devacío cercana al sentimiento dedesastre, y Jordan experimentabaesa sensación, multiplicada por mil.

—A eso llamas tú guardar miequipo —dijo.

—He dormido con la cabezaencima y tocándolo con un brazo —aseguró Pilar.

—Has dormido bien.—Oye —dijo Pilar—, se ha

levantado a medianoche y yo le hepreguntado: «¿Adónde vas,

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Pablo?». «A orinar, mujer», medijo, y volví a dormirme. Cuandome desperté no sabía cuánto tiempohabía pasado; pero, como noestaba, pensé que se había ido aechar un vistazo a los caballos,como de costumbre. Luego —prosiguió ella desconsolada—como no volvía empecé ainquietarme y toqué las mochilaspara estar segura de que todoestaba en orden, y vi que habíansido rajadas, y me fui a buscarte.

—Vamos —dijo Robert Jordan.Salieron y era aún noche tan

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cerrada que no se advertía laproximidad de la mañana.

—¿Ha podido escaparse conlos caballos por otro sendero?

—Hay dos senderos más.—¿Quién está arriba?—Eladio.Robert Jordan no dijo nada

hasta el momento en que llegaron ala pradera, en donde guardaban loscaballos. Había tres mordisqueandola hierba. El bayo grande y eltordillo no estaban.

—¿Cuánto tiempo hace quesalió, según tú?

—Debe de hacer una hora.

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—Entonces no hay nada quehacer —dijo Robert Jordan—. Voya coger lo que queda de mismochilas y me voy a acostar.

—Yo te las guardaré.—¡Qué va! ¿Que vas a

guardármelas tú? Ya me las hasguardado una vez.

—Inglés —dijo la mujer—,siento todo esto lo mismo que tú.No hay nada que no hiciera paradevolverte tus cosas. No tienesnecesidad de insultarme. Hemossido engañados los dos por Pablo.

Mientras decía esto, RobertJordan se dio cuenta de que no

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podía permitirse el lujo de mostrarla menor acritud, de que de ningúnmodo podía reñir con aquellamujer. Tenía que trabajar con ella,en el día que comenzaba y del queya habían pasado más de dos horas.

Puso una mano sobre suhombro:

—No tiene importancia, Pilar.Lo que falta no es muy importante.Improvisaremos algo que haga elmismo servicio.

—Pero ¿qué es lo que se hallevado?

—Nada, Pilar; lujos que se

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permite uno de vez en cuando.—¿Era una parte del

mecanismo para la explosión?—Sí, pero hay otras formas de

producirla. Dime, ¿no tenía Pablomecha y fulminante? Con todaseguridad, le habrían equipado conello.

—Y se los ha llevado también—dijo ella, acongojada—. Fui enseguida a ver si estaban, pero se losha llevado también.

Volvieron por entre los árboleshasta la entrada de la cueva.

—Vete a dormir —dijo él—.Estaremos mejor sin Pablo.

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—Voy a ver a Eladio.—No vale la pena; se ha debido

de ir por otro camino.—Iré, de todos modos. Te he

fallado por mi falta de inteligencia.—No —dijo él—. Vete a

dormir, mujer. Hay que ponerse enmarcha a las cuatro.

Entró en la cueva con ella yvolvió a salir, llevando entre losbrazos las dos mochilas, con muchocuidado, de manera que no secayera nada por las hendiduras.

—Déjame que te las cosa.—Antes de salir —dijo él

suavemente—. No me las llevo por

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molestarte, sino por dormirtranquilo.

—Necesitaré tenerlas muytemprano, para coserlas.

—Las tendrás muy temprano —dijo—. Vete a dormir Pilar.

—No —dijo ella—. He faltadoa mi deber, te he faltado a ti y hefaltado a la República.

—Vete a dormir, Pilar —le dijoél, con dulzura—. Vete a dormir.

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Capítulo XXXIV

LOS FASCISTAS OCUPABAN lascrestas de las montañas. Luegohabía un valle que no ocupabanadie, a excepción de un puestofascista instalado en una granja, dela que habían fortificado algunas desus dependencias y el granero.Andrés, que iba a ver a Golz con elpliego que le había confiado RobertJordan, dio un gran rodeo en laoscuridad alrededor de ese puesto.Sabía que había una alambradatendida para que quien tropezase

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con ella, delatara su presenciadisparando el fusil conectado alextremo del alambre, y la buscó enla oscuridad, pasó con cuidado porencima y emprendió el camino porla ribera de un arroyo bordeado deálamos, cuyas hojas se movían conel viento de la noche. Un gallocantó en la granja en que estabainstalado el puesto fascista, y sindejar la orilla del arroyo, Andrésvolvió los ojos y vio por entre losárboles una luz que se filtraba porel quicio de una de las ventanas dela granja. La noche era tranquila yclara, y, apartándose del arroyo,

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Andrés comenzó a atravesar elprado.

Había cuatro parvas de heno enaquella pradera. Estaban allí desdelos combates del mes de junio delaño anterior. Nadie había recogidoel heno y las cuatro estaciones quehabían pasado habían aplastado lasparvas y estropeado el heno.

Andrés pensó en la pérdida quetodo ello representaba mientraspasaba por encima de un alambre,tendido entre dos parvas. Pero losrepublicanos hubieran tenido quesubir el heno por la pendiente

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abrupta del Guadarrama, que selevantaba detrás de la pradera, ylos fascistas no lo necesitaban.

«Los fascistas tienen todo elheno y el grano que quieren. Tienenmuchas cosas —pensó—. Peromañana vamos a darles una buenapaliza. Mañana, por la mañana,vamos a hacerles pagar lo delSordo. ¡Qué bárbaros! Pero mañanahabrá una buena polvareda en lacarretera».

Tenía prisa por concluir sumisión y estar de vuelta para elataque de los puestos a la mañanasiguiente. ¿Era verdad que quería

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estar de vuelta para el ataque, otrataba de hacérselo creer? No se leocultaba la sensación de alivio quehabía experimentado cuando elinglés le dijo que fuera a llevar esemensaje. Ciertamente, se habíaenfrentado con calma con laperspectiva de la mañana siguiente.Eso era lo que había que hacer.Había votado por lo del puente, ytenían que hacerlo. Pero laliquidación del Sordo le habíaimpresionado profundamente.Aunque, después de todo, habíasido el Sordo; no habían sido ellos.Ellos harían lo que tenían que

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hacer.No obstante, cuando el inglés le

habló del mensaje que tenía quellevar, sintió lo mismo que sentíacuando, de muchacho, aldespertarse por la mañana el día dela fiesta de su pueblo, oía caer lalluvia con tanta fuerza, que se dabacuenta de que la plaza estaríainundada y la capea no secelebraría.

Le gustaban las capeas cuandoera muchacho y se divertía sin másque imaginar el momento en queestaría en la plaza bañada de sol y

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de polvo, con las carretas alineadasalrededor para cortar las salidas yconvertirla en redondel, viendo altoro entrar precipitándose decostado fuera del cajón y frenarluego con las cuatro patas suimpulso cuando quitaran la reja.Pensaba de antemano con deleite, ytambién con un miedo que le hacíasudar, desde que oía en la plaza elgolpe de los cuernos del toro contrala madera del cajón en que habíallegado encerrado, en el momentoen que le vería salir, resbalando yluego frenando en medio de laplaza, con la cabeza levantada,

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dilatadas las aletas de la nariz, lasorejas erguidas, cubierto de polvo yde salpicones secos de barro elpelaje negro, abiertos los ojos,unos ojos muy separados entre síque no parpadeaban nunca y quemiraban de frente bajo los anchos ypulidos cuernos, unos cuernos tanpulidos como los restos de unnaufragio, pulidos a su vez por laarena, y con las puntas curvadas detal forma, que su sola vista hacíapalpitar el corazón.

Estaba pensando todo el año enel momento en que el toro aparecíaen la plaza y en el momento en que

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todos le seguirían con la mirada,mientras el toro elegía al que iba aembestir repentinamente, bajo eltestuz, el cuerno afilado, con untrotecillo corto que hacía que separaran los latidos del corazón.Todo el año pensaba en esemomento cuando era muchacho;pero cuando el inglés le dio laorden de llevar el mensaje, habíasentido lo mismo que al despertarseal ruido de la lluvia cayendo sobrelos tejados de pizarra, sobre lasparedes de piedra o sobre loscharcos de las calles.

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Había sido siempre muyvaliente delante del toro en esascapeas de pueblo; tan valientecomo el que más, así en su pueblocomo en cualquiera otro de lospueblos vecinos y no hubierafaltado un solo año a la capea de supueblo por todo el oro del mundo,aunque no iba a las de los otrospueblos. Era capaz de aguantarinmóvil a que el toro embistiese,sin esquivarle, hasta el últimomomento. A veces agitaba un sacobajo su hocico, para apartarle porejemplo de un hombre que yacía enel suelo, y, con frecuencia, en

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circunstancias parecidas, le habíacogido, tirándole de los cuernos,obligándole a volver la cabeza yabofeteándole, hasta queabandonaba a su víctima y sedisponía a acometer por otra parte.

Hubo una vez en que se agarróal rabo del toro, retorciéndolo ytirando de él con todas sus fuerzas,para apartarle del hombre queestaba en el suelo. Otra vez habíaagarrado con una mano el rabo deltoro, retorciéndolo hasta poderasirse con la otra a un cuerno, ycuando el toro levantó la cabeza

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disponiéndose a embestirle, habíaretrocedido, girando con el toro, elrabo agarrado con una mano y elcuerno con la otra, hasta que lamultitud se había echado sobre elanimal y le había acuchillado. Enmedio de la polvareda y del calor,entre el griterío, el hedor de lossudores de los hombres y lasbestias y el olor a vino, Andrés erade los primeros que se arrojaronsobre el animal y sabía lo que essentir debajo de sí mismo al bicho,que se tambalea y cae. Echadosobre el lomo del animal, agarradoa un cuerno, con los dedos

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crispados alrededor del otro,seguía haciendo fuerza, mientrastodo su cuerpo era sacudido yretorcido hasta que le parecía queel brazo izquierdo iba a serlearrancado de cuajo; y él, echadosobre el enorme montículo,caliente, polvoriento y cuajado depelo, con la oreja del toro sujetaentre los dientes en apretadomordisco, hundía el cuchillo una yotra vez en aquel cogote hinchado ycurvo que le ensangrentaba lospuños, y luego cargando sobre lacruz el peso de su cuerpo, lo hundíay lo volvía a hundir.

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La primera vez que habíasujetado la oreja del toro entre losdientes, con el cuello y lasmandíbulas crispados, paraaguantar las sacudidas, de formaque le era posible aguantarlas porgrandes que fuesen, todo el mundose había burlado de él. Pero, apesar de burlarse, le respetabanenormemente, y año tras año habíatenido que repetir la hazaña. Lellamaban el Perro de Presa deVillaconejos, y bromeabandiciendo que se comía a los toroscrudos. Pero todo el pueblo se

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preparaba para verle repetir ellance, de manera que él sabía quetodos los años saldría el toro yempezarían las embestidas y losrevolcones, que todos seprecipitarían para matarle y que éltendría que abrirse paso entre losotros y dar un salto para asegurar supresa. Luego, cuando todo hubieseacabado y el toro se hubiesequedado inmóvil, muerto, bajo elpeso de los atacantes, Andrés selevantaría para alejarse,avergonzado de aquello de la oreja,pero feliz al propio tiempo como elque más; y se iría por entre las

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carretas a lavarse las manos a lafuente de piedra, y los hombres ledarían golpecitos en la espalda y lealargarían las botas de vino,diciendo:

—Bien por el Perro de Presa.¡Viva tu madre!

O bien dirían:—Eso es tener cojones. Año

tras año.Andrés se sentiría confuso,

como vacío, orgulloso y feliz almismo tiempo, los rechazaría atodos, se lavaría las manos y elbrazo derecho, lavaría a fondo sucuchillo, y cogería una de las botas

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y se quitaría para un año el gusto dela oreja, a fuerza de beber y escupirel vino sobre los adoquines de laplaza, antes de levantar por fin labota muy alta para hacer que elvino corriese por su garganta.

Así era como sucedían lascosas. Era el Perro de Presa deVillaconejos, y por nada del mundohubiera faltado a la capea anual desu pueblo. Pero sabía también queno había sensación más dulce quela que le proporcionaba el ruido dela lluvia y la certidumbre de que notendría que dar el espectáculo.

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«No obstante, será preciso queesté de vuelta —se dijo—. No hayduda de que tendré que estar devuelta para el ataque a los puestos yel puente. Mi hermano Eladioestará también, y Eladio es de mimisma sangre. Anselmo, Primitivo,Fernando, Agustín y Rafael, estarántambién, aunque este sea uninformal, las dos mujeres, Pablo yel inglés, aunque el inglés nocuenta, porque es un extranjero ycumple órdenes, todos estarán. Esimposible que escape yo, por culpade un mensaje que por casualidadtengo que llevar. Ahora es preciso

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que yo entregue este papel lo antesposible a quien tengo queentregárselo y luego que me déprisa para volver a tiempo delataque a los puestos porque seríamuy feo, por mi parte, no participaren esta acción a causa de estemensaje fortuito. Eso está muyclaro. Y, por lo demás —comoquien se acuerda de repente de quetambién tiene su lado agradable unhecho del que sólo se ha visto elaspecto penoso—, por lo demás,me sentiré contento matandofascistas. Hace mucho tiempo que

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no hemos acabado con ninguno.Mañana puede ser un día de acciónmuy importante. Mañana puede serun día de hechos decisivos. Mañanapuede ser un día que valga la pena.Que llegue mañana y que yo puedaestar allí».

En ese instante, mientrastrepaba, metido en la maleza hastalas rodillas, la pendiente escarpadaque llevaba a las líneasrepublicanas, una perdiz levantó elvuelo de entre sus pies con unaleteo temeroso en medio de laoscuridad, y Andrés sintió un sustotan grande que se le cortó el

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aliento. «Ha sido la sorpresa.¿Cómo pueden mover las alas tande prisa estos animalitos? Debía deestar empollando en estosmomentos. Probablemente hepasado cerca del nido. Si noestuviéramos en esta guerra, ataríaun pañuelo a un árbol cercano yvolvería con luz del día para buscarel nido y podría llevarme loshuevos y dárselos a empollar a unagallina, y cuando nacieran lospollitos podríamos tenerperdigones en el gallinero, y yo losvería crecer, y cuando fuerangrandes me servirían como

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reclamo. No los cegaría, porqueestarían domesticados. Pero puedeque se escaparan; probablemente seescaparían. Así es que tendría quearrancarles los ojos de todasmaneras. Pero no me gustaría hacereso después de haberlos criado yomismo; podría recortarles las alas oatarlos de una pata cuando losutilizase para reclamo. Si noestuviéramos en guerra, iría conEladio a pescar cangrejos a esearroyo que hay por detrás delpuesto fascista. Hemos pescadocuatro docenas un día, en ese

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arroyo. Si vamos a la Sierra deGredos después de lo del puente,allí hay buenos arroyos de truchas ytambién de cangrejos. Confío enque iremos a Gredos. Podríamospasarlo en Gredos de primera, en elverano y en el otoño; aunque haríaun condenado frío en invierno. Peropuede que para el invierno hayamosganado esta guerra.

»Si nuestro padre no hubierasido republicano, Eladio y yoseríamos soldados de los fascistasen este momento; y si fuéramossoldados con ellos no sería la cosatan complicada. Obedeceríamos las

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órdenes, viviríamos y moriríamos,y, en fin de cuentas, ocurriría lo quetuviera que ocurrir. Es más fácilvivir bajo un régimen quecombatirlo. Esta lucha clandestinaes una cosa en la que hay muchasresponsabilidades. Muchostrabajos, si uno quiere tomárselos.Eladio tiene más cabeza que yo.También se preocupa más que yo.Yo creo verdaderamente en lacausa, pero no me preocupo. Sinembargo, es una vida en la que haymuchas responsabilidades. Meparece que hemos nacido en unaépoca muy difícil. Me parece que

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cualquiera otra época debió de sermás fácil. Uno no sufre muchoporque está habituado a aguantar elsufrimiento. Los que sufren nopueden acomodarse a este clima.Pero es una época de decisionesdifíciles. Los fascistas han atacadoy se han decidido a hacerse connosotros. Luchamos para vivir.Pero quisiera poder atar un pañueloa ese arbusto, ahí detrás, y volverun día a coger los huevos, ahacerlos empollar por una gallina yver a los perdigones en mi corral.Me gustaría hacer esas cosas

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sencillas y corrientes.»Pero ¡si no tienes casa ni

corral! Y por lo que hace a lafamilia, sólo tienes un hermano queva mañana al combate, y no poseesnada más que el viento, el sol yunas tripas vacías en este momento.El viento, apenas corre. Y no haysol. Tienes cuatro bombas de manoen tu bolsillo; pero no sirven másque para tirarlas. Tienes unacarabina a la espalda, pero no esbuena más que para disparar balas.Llevas un papel que tienes queentregar. Y tienes una buenacantidad de estiércol que podrías

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dar a la tierra, en este momento —pensó, sonriendo, en medio de lanoche—. Podrías también mojarlaorinándote encima. Todo lo quetienes son cosas que dar. Bueno,eres un fenómeno de filosofía y unhombre muy desgraciado», se dijo,sonriendo de nuevo. Pero, a pesarde todos estos nobles pensamientos,hacía poco que había tenido aquellasensación de alivio que siempreacompañaba al ruido de la lluvia enla aldea la mañana de la fiesta. Másallá, en la cima de la cresta,estaban las posicionesgubernamentales, en donde sabía

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que iba a ser interpelado.

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Capítulo XXXV

ROBERT JORDAN estaba nuevamenteen su saco de dormir al lado deMaría, que no se había despertadoen todo el tiempo. Se volvió delotro lado y sintió el cuerpo esbeltode la muchacha contra su espalda, yeste contacto se le antojó una ironíaen aquellos momentos. «Tú, tú —sedecía furioso contra sí mismo—.Sí, tú. Tú te habías dicho la primeravez que le viste que cuando semostrara amistoso estaría a piquede traicionarte. Tú, tú, especie de

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imbécil. Tú, condenado cretino.Pero, basta, tienes otras cosas quehacer. ¿Qué probabilidades cabende que haya escondido o arrojadoesas cosas en algún sitio? Ninguna.Además, no podrás encontrar nadaen la oscuridad. Debe dehabérselas llevado consigo.También se llevó dinamita. ¡Oh, elpuerco canalla, el cerdotraicionero! El inmundo cochino.¿No se pudo dar por satisfechollevándose los detonadores y losfulminantes? Pero ¿cómo he sido yotan cretino como para dejárselos aesa condenada mujer? El maligno e

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inmundo puerco. El cochino cabrón.Basta, cálmate».

Había que aceptar los riesgos yera lo mejor que podía hacerse.«Pero estás cagado —se dijo—.Cagado hasta bien arriba. Conservatu j… sangre fría, acaba con tucólera y deja de gemir como unadamisela contra el Muro de lasLamentaciones. Se ha marchado.Rediós, se ha marchado. Al diabloese puerco. Puedes abrirte pasoentre la mierda, si quieres. Tienesque arreglártelas como puedas.Tienes que volar ese puente, así

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tengas que ponerte allí delante y…Bueno, basta ya de ese estilo. ¿Porqué no consultas a tu abuelito?Mierda para mi abuelito. Y mierdapara este país de traidores, ymierda para todos los españoles decualquier bando, y que se vayantodos al diablo. Que se vayan todosa la mierda, Largo, Prieto, Asensio,Miaja, Rojo; todos. Me cago enellos y que se vayan todos aldiablo. Me cago en este j… país detraidores. Me cago en su egoísmo,en su egoísmo, en su egoísmo, en suvanidad, en su traición. Mierda, yal diablo con todos ellos. Me cago

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en ellos aunque tenga que morir porellos. Me cagaré en ellos aunquehaya muerto por ellos. Me cago enellos y al diablo con ellos. Dios,mierda para Pablo. Pablo es comotodos. Dios tenga piedad de losespañoles. Cualquiera de susdirigentes los traiciona. El únicohombre decente en dos mil años fuePablo Iglesias. Y ¿quién sabe cómose hubiese comportado en estaguerra? Me acuerdo del tiempo enque yo creía que Largo era un tipodecente. Durruti era un tipodecente, pero sus gentes le mataronen el Puente de los Franceses. Le

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mataron porque quería obligarlos aatacar. Le mataron en la gloriosadisciplina de la indisciplina. Loscochinos cobardes. Mierda paratodos ellos. Y ese Pablo, que sellevó mis fulminantes y la caja delos detonadores. Mierda para élhasta el cuello. Pero no. Es él quiense ha cagado en nosotros. Siempreha pasado lo mismo, desde Cortés yMenéndez de Avilés hasta Miaja.Fíjate en lo que Miaja hizo conKleber. Ese cerdo calvo y egoísta.Ese estúpido bastardo de cabeza dehuevo. Me cago en todos los

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cochinos, locos, egoístas ytraidores que han gobernadosiempre a España y dirigido susejércitos. Me cago en todos menosen el pueblo, y cuidado con élcuando llegue al poder».

Su rabia empezaba a disminuira medida que exageraba más y másy esparcía más ampliamente sudesprecio, llegando hasta límites deinjusticia que ni él mismo podíaadmitir. Si es eso verdad, ¿qué hasvenido a hacer aquí? No es verdad,y tú lo sabes. Fíjate en todos losque son decentes. No podíasoportar el ser injusto. Detestaba la

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injusticia tanto como la crueldad. Ysiguió debatiéndose en la rabia quecegaba su entendimiento, hasta que,gradualmente, la rabia fuemitigándose, hasta que la cólera,roja, negra, cegadora y asesina, fuedisipándose, dejando su espíritu tanlimpio, descargado y lúcido comoel de un hombre momentos despuésde haber tenido relaciones sexualescon una mujer a quien no ama enabsoluto.

«Y tú, tú, pobre conejito —dijo, inclinándose sobre María, quesonrió en sueños y se apretó contraél—. Creo que si hubieras hablado

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hace un momento te habría pegado.¡Qué bestia es un hombreenfurecido!».

Se tumbó junto a ella y la cogióen sus brazos; apoyó la barbilla ensu espalda y trató de imaginar conprecisión lo que tendría que hacer ycómo tendría que hacerlo.

En realidad, la cosa no era tanmala como había supuesto.«Verdaderamente, la cosa no es tanmala. No sé si alguien lo habráhecho alguna vez; pero siemprehabrá gente que lo haga de ahora enadelante en una zarabanda parecida.

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Si lo hacemos nosotros y si elloslogran enterarse. Si se enteran decómo lo hemos hecho. Si no, sepreguntarán únicamente cómo lohicimos. Somos demasiado pocos,pero no sirve de nada elpreocuparse por ello. Volaré elpuente con los que tenga. Dios, mealegro de no estar ya encolerizado.Es como cuando uno se sienteincapaz de respirar en medio de unatormenta. Y enfurecerse es uno deesos condenados lujos que nopuedo permitirme».

—Todo está arreglado, guapa—dijo en voz baja, contra la

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espalda de María—. No has sidomolestada por el incidente; nisiquiera has sabido nada de él.Quizá nos maten, pero volaremos elpuente. No tienes por quépreocuparte. No es gran cosa comoregalo de boda. Pero ¿no se diceque una buena noche de sueño notiene precio? Has tenido una buenanoche de sueño. Procura llevarteesto como un anillo de prometida.Duerme, guapa. Duerme a gusto,amor mío. No te despertaré. Estodo lo que puedo hacer por ti enestos momentos.

Se quedó sosteniéndola entre

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sus brazos, con la mayor suavidad,oyendo su respiración regular ysintiendo los latidos de su corazón,mientras llevaba la cuenta del pasode las horas en su reloj de pulsera.

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Capítulo XXXVI

AL LLEGAR A LAS POSICIONES de lastropas gubernamentales, Andrésgritó. Es decir, después de echarsea tierra, por la parte que formabauna especie de zanja, dio voceshacia el parapeto de tierra y roca.No había línea continua de defensa,y hubiera podido pasar fácilmente através de las posiciones en laoscuridad y deslizarse en elterritorio gubernamental antes detropezarse con alguien que ledetuviera. Pero le pareció más

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seguro y más sencillo darse aconocer.

—Salud —gritó—. Salud,milicianos.

Oyó el ruido del cerrojo de unfusil al correrse y al otro lado delparapeto alguien disparó. Se oyó unruido seco y un fogonazo amarilloque iluminó la oscuridad. Andrés sepegó contra el suelo al oír el ruido,con la cabeza fuertemente apretadacontra la tierra.

—No disparéis, camaradas —gritó Andrés—. No disparéis.Quiero pasar.

—¿Cuántos sois? —gritó

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alguien desde el otro lado delparapeto.

—Uno. Yo solo.—¿Quién eres tú?—Andrés López, de

Villaconejos. De la banda dePablo. Traigo un mensaje.

—¿Traes fusil y equipo?—Sí.—No podemos dejar que pase

nadie con fusil y equipo —dijo lavoz—. Ni a grupos de más de tres.

—Estoy solo —gritó Andrés—.Es importante; dejadme pasar.

Podía oírlos hablar detrás del

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parapeto, pero no entendía lo quedecían. Luego, la voz gritó:

—¿Cuántos sois?—Uno. Yo. Solo. Por amor de

Dios.Volvían a oírse las chácharas al

otro lado del parapeto.—Escucha, fascista.—No soy fascista —gritó

Andrés—. Soy un guerrillero de lacuadrilla de Pablo. Vengo a traer unmensaje para el Estado Mayor.

—Es un chalado —oyó decir—;tírale una bomba.

—Escuchad —dijo Andrés—;estoy solo. Estoy completamente

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solo. —Lanzó un fuerte improperio—. Dejadme pasar.

—Habla como un cristiano —dijo alguien, y oyó risas.

Luego, otro dijo:—Lo mejor será tirarle una

bomba.—No —gritó Andrés—; sería

un error. Se trata de algo muyimportante. Dejadme pasar.

Era por eso por lo que nunca lehabían gustado aquellasexcursiones de ida y vuelta porentre las líneas. Unas veces lascosas iban mejor que otras. Peronunca eran fáciles.

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—¿Estás solo? —repitió la voz.—Me cago en la leche —

repitió Andrés—. ¿Cuántas veceshace falta que te lo diga? Estoysolo.

—Entonces, si es verdad queestás solo, levántate y sostén tufusil por encima de la cabeza.

Andrés se levantó e izó con lasdos manos su carabina por encimade su cabeza.

—Ahora, pasa por laalambrada. Te estamos apuntandocon la máquina —dijo la voz.

Andrés estaba en la primera

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línea zigzagueante de alambreespinoso.

—Tengo necesidad de usar lasmanos para pasar entre losalambres —gritó.

—Hubiera sido más sencillotirarle una bomba —dijo una voz.

—Déjale que baje el fusil —dijo otra voz—. No puede atravesarla alambrada con las manos en alto.Nadie podría.

—Todos estos fascistas soniguales —dijo la primera voz—.Piden una cosa y detrás otra.

—Escuchad —gritó Andrés—.No soy fascista; soy un guerrillero

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de la banda de Pablo. Hemosmatado nosotros más fascistas queel tifus.

—¿La banda de Pablo? No laconozco —dijo el hombre queparecía mandar el puesto—. Ni aPedro ni a Pablo ni a ningún santoapóstol. Ni a sus cuadrillas. Échateal hombro tu fusil y ponte a usar tusmanos para atravesar la alambrada.

—Antes que te descarguemosencima la máquina —gritó otro.

—¡Qué poco amables sois! —gritó Andrés.

—¿Amables? —se extrañóalguien—. Estamos en guerra,

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hombre.—Ya me lo parecía —dijo

Andrés.—¿Qué es lo que ha dicho?Andrés oyó de nuevo el ruido

del cerrojo.—Nada —gritó—. No decía

nada. No disparéis antes de quehaya salido de esta puñetería dealambrada.

—No insultes a nuestraalambrada —gritó alguien—. O tetiramos una bomba.

—Quiero decir qué buenaalambrada —gritó Andrés—. ¡Qué

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buena alambrada! ¡Qué hermososalambres! Buenos para un retrete.¡Qué preciosos alambres! Ya llego,hermanos, ya llego.

—Tírale una bomba —dijo unavoz—. Te digo que es lo mejor quepodemos hacer.

—Hermanos —dijo Andrés.Estaba empapado de sudor y sabíaque el que aconsejaba el uso de labomba era perfectamente capaz dearrojar una granada en cualquiermomento—. Yo no soy nadieimportante.

—Te creo —dijo el hombre dela bomba.

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—Tienes razón —dijo Andrés.Se abría paso prudentemente porentre los cables de la últimaalambrada y ya estaba muy cercadel parapeto—. Yo no soy nadieimportante. Pero el asunto es serio.Muy serio.

—No hay nada más serio que lalibertad —gritó el hombre de labomba—. ¿Crees que hay algo másserio que la libertad? —preguntóseveramente.

—Pues claro que no, hombre —dijo Andrés, aliviado. Sabía quetenía que habérselas con aquelloschiflados de los pañuelos rojos y

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negros—. ¡Viva la libertad!—¡Viva la FAI! ¡Viva la CNT!

—le respondieron desde elparapeto—. ¡Viva elanarcosindicalismo y la libertad!

—¡Viva nosotros! —gritóAndrés.

—Es uno de los nuestros —dijoel hombre de la bomba—. Y pensarque hubiera podido matarle conesto…

Miró la granada que tenía en lamano profundamente conmovido,mientras Andrés subía por elparapeto. Cogiéndole entre sus

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brazos, con la granada siempre ensus manos, de forma que quedabaapoyada en el omóplato de Andrés,el hombre de la bomba le besó enlas dos mejillas.

—Me alegro de que no te hayaocurrido nada, hermano —le dijo—. Me alegro mucho.

—¿Dónde está tu oficial? —preguntó Andrés.

—Soy yo quien manda aquí —dijo un hombre—. Déjame ver tuspapeles.

Se los llevó a un refugio y losexaminó a la luz de una vela. Habíael pequeño cuadrado de seda con

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los colores de la República y, en elcentro, el sello del S. I. M. Había elsalvoconducto con su nombre, suedad, su estatura, el lugar de sunacimiento y su misión, que RobertJordan le había redactado en unahoja de su cuaderno de notas ysellado con el sello de goma del S.I. M. y había, en fin, los cuatropliegos doblados del mensaje paraGolz, atados con un cordón,sellados con un sello de cera,timbrados con el sello de metal S. I.M., que estaba fijado a la otraextremidad del sello de goma.

—Esto lo he visto ya —dijo el

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hombre que mandaba el puestodevolviéndole el trozo de seda—.Esto lo tenéis todos; ya lo conozco.Pero esto no prueba nada sin esto.—Cogió el salvoconducto y volvióa leerlo—. ¿Dónde has nacido?

—En Villaconejos —dijoAndrés.

—¿Y qué es lo que se cría allí?—Melones —contestó Andrés

—. Todo el mundo lo sabe.—¿A quién conoces tú de por

allí?—¿Por qué? ¿Eres tú de por

allí?

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—No, pero he estado por allí.Soy de Aranjuez.

—Pregúntame lo que quieras.—Háblame de José Rincón.—¿El que tiene la bodega?—Ese.—Es calvo, con mucha barriga

y una nube en un ojo.—Está bien —dijo el hombre,

devolviéndole el documento—.Pero ¿qué es lo que haces al otrolado?

—Nuestro padre se avecinó enVillacastín antes del Movimiento—dijo Andrés—. Allí, en el llanode la otra parte de las montañas.

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Fue allí en donde le sorprendió elMovimiento. Yo peleo en la bandade Pablo. Pero tengo mucha prisapor llevar ese mensaje.

—¿Cómo van las cosas en lastierras de los fascistas? —preguntóel hombre que mandaba el puesto.No tenía, por supuesto, ningunaprisa.

—Hoy ha habido mucho tomate—dijo orgullosamente Andrés—.Hoy ha habido mucha polvareda enla carretera todo el día. Hoy hanaplastado a la banda del Sordo.

—¿Y quién es ese Sordo? —

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preguntó el otro, con tonodespectivo.

—Era el jefe de una de lasmejores bandas de las montañas.

—Tendríais que veniros todos ala República y entrar en el ejército—dijo el oficial—. Haydemasiadas tonterías de guerrillas.Tendríais que veniros todos ysometeros a nuestra disciplinalibertaria. Y luego, si tuviéramosnecesidad de guerrillas, ya seenviarían en la medida que fuerannecesarias.

Andrés estaba dotado de unapaciencia casi sublime. Había

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sufrido con calma el paso por entrela alambrada. Nada le habíaasombrado del interrogatorio;encontraba perfectamente normalque aquel hombre no supiera nadade ellos, ni de lo que hacían, yestaba dispuesto a aguardar quetodo aquello sucediera lentamente;pero quería irse ya.

—Escucha, compadre —dijo—,es posible que tengas razón. Perotengo orden de entregar estemensaje al general que manda laXXXV División, que lanza unataque de madrugada en estascolinas, y la noche está ya

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avanzada; es preciso que me vaya.—¿Qué ataque? ¿Qué es lo que

sabes tú de un ataque?—No. No sé nada. Pero ahora

tengo que irme a Navacerrada.¿Quieres enviarme a tu comandante,que me facilitará un medio detransporte? Haz que me acompañealguien que responda de mí, para noperder el tiempo.

—Todo esto no me gusta nada—dijo el hombre—. Hubiera sidomejor pegarte un tiro cuando teacercaste a la alambrada.

—Has visto mis papeles,

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camarada, y te he explicado mimisión —le dijo pacientementeAndrés.

—Esto de los papeles sefabrica —dijo el oficial—.Cualquier fascista podría inventaruna misión de este género. Teacompañaré yo mismo alcomandante.

—Bueno —dijo Andrés—.Vamos. Vayamos en seguida.

—Tú, Sánchez, tú mandas en milugar —dijo el oficial—. Conocesla consigna tan bien como yo. Yome llevo a este supuesto camaradaa ver al comandante.

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Se pusieron en marcha a lolargo de la trinchera menosprofunda, abierta tras la cresta de lacolina, y Andrés sentía que lellegaba en la oscuridad el olor delos excrementos depositados porlos defensores de la colina en tornoa los helechos de la cuesta. No legustaban aquellos hombres, queeran como niños peligrosos, sucios,groseros, indisciplinados, buenos,cariñosos, tontos e ignorantes,aunque peligrosos siempre, porqueestaban armados. Él, Andrés, notenía opiniones políticas salvo queestaba con la República. Había

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oído hablar a veces a aquellasgentes y encontraba que lo quedecían era con frecuencia muybonito, pero no los quería. «Lalibertad no consiste en no enterrarlos excrementos que se hacen —pensó—. No hay animal más libreque el gato; pero entierra susexcrementos. El gato es el mejoranarquista. Mientras no aprendan acomportarse como el gato, no podréestimarlos».

El oficial, que marchabadelante de él, se detuvobruscamente.

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—Sigues llevando tu carabina—dijo.

—Sí —contestó Andrés.—¿Por qué? Dámela —dijo el

oficial—. Podrías descerrajarme untiro por la espalda.

—¿Por qué? —le preguntóAndrés—. ¿Por qué iba a dispararteun tiro por la espalda?

—Nunca se sabe —dijo eloficial—. No tengo confianza ennadie. Dame la carabina.

Andrés se la descolgó y se laentregó.

—Si tienes ganas de cargar conella… —dijo.

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—Es mejor así —dijo el oficial—. Así estamos más tranquilos.

Y descendieron por la colina enla oscuridad.

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Capítulo XXXVII

ASÍ ES QUE ROBERT JORDAN estabaacostado junto a la muchacha ymiraba pasar el tiempo en su relojde pulsera. El tiempo pasabalentamente, casiimperceptiblemente. El reloj eramuy pequeño y no podía ver bien laaguja que marcaba los minutos. Noobstante, a fuerza de observarla yde concentrarse acabó poradivinarla, por seguirla casi, afuerza de atención. La cabeza de lamuchacha estaba debajo de su

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barbilla y al moverla para mirar elreloj sentía el roce suave de lacabellera rapada, tan viva, sedosa ydeslizante como el pelaje de unamarta cuando, después de bienabierta la trampa, se saca alanimalito y se le golpeadelicadamente para levantarle lapiel.

Se le hacía un nudo en lagarganta cuando rozaba el cabellode María y al abrazarlaexperimentaba una sensación dedolor, de vacío, que desde lagarganta le recorría todo el cuerpo.Con la cabeza baja y los ojos fijos

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en la esfera del reloj, en donde lapunta de lanza de la agujafosforescente se movía lentamentehacia la izquierda, apretó a Maríacontra sí como para retardar elpaso del tiempo. No queríadespertarla, pero no quería dejarlatranquila mientras el fin de la nochese acercaba. Posó sus labios detrásde la oreja y fue corriéndolos a lolargo del cuello, sintiendo condelicia la piel lisa y el dulcecontacto de los pequeños cabellosque crecían en la nuca. Veía laaguja deslizarse por la esfera y

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apretaba a María con más fuerza,pasándole la punta de la lengua porla mejilla y luego por el lóbulo dela oreja, siguiendo las graciosascircunvoluciones hasta llegar alfirme extremo superior. Letemblaba la lengua y el temblor seadueñaba del vacío doloroso de suinterior, mientras veía la aguja queseñalaba los minutos formando unángulo más agudo cada vez hacia elpunto en donde señalaría una nuevahora. Como ella seguía durmiendo,le volvió la cabeza y apoyó loslabios sobre los suyos. Los dejóallí, rozando apenas su boca,

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hinchada por el sueño, y luego lospaseó por la boca de la muchachaen un roce suave y acariciador. Sevolvió hacia ella y la sintióestremecerse todo lo largo de sucuerpo, ligero y esbelto. Ellasuspiró en sueños y, dormida aún,se aferró a él, hasta que la tomó ensus brazos. Entonces se despertó,juntó sus labios con los de él,oprimiéndolos fuerte y firmementey él dijo:

—Pero el dolor…—No hay dolor ahora —dijo

ella.—Conejito.

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—No hables. No hables.Estaban tan juntos, que mientras

se movía la aguja que marcaba losminutos, aguja que él no veía ya,sabían que nada podría pasarle auno sin que le pasara también alotro; que no podría pasarles nadasino eso; que eso era todo ysiempre, el pasado, el presente yese futuro desconocido. Lo que noiban a tener nunca, lo tenían. Lotenían ahora y antes y ahora, ahoray ahora. O ahora, ahora, ahora; esteahora único, este ahora por encimade todo; este ahora como no hubo

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otro, sino sólo este ahora y ahora estu profeta. Ahora y por siemprejamás. Ven ahora, ahora, porque nohay otro ahora más que ahora. Sí,ahora. Ahora, por favor, ahora; elúnico ahora. Nada más que ahora.¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoyyo? ¿Y dónde está el otro? Y ya nohay por qué; ya no habrá nunca porqué; sólo hay este ahora. Ni habránunca por qué, sólo este presente, yde ahora en adelante sólo habráahora, siempre ahora, desde ahorasólo un ahora; desde ahora sólo hayuno, no hay otro más que uno; unoque asciende, parte, navega, se

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aleja, gira; uno y uno es uno; uno,uno, uno. Todavía uno, todavía uno,uno que desciende, uno suavemente,uno ansiadamente, uno gentilmente,uno felizmente; uno en la bondad,uno en la ternura, uno sobre latierra, con los codos pegados a lasramas de los pinos, cortadas parahacer el lecho, con el perfume delas ramas del pino en la noche,sobre la tierra, definitivamenteahora con la mañana del díasiguiente que va a venir. Luego dijoporque lo otro lo había dicho sóloin mente y no había hablado: —¡Oh, María, te quiero tanto! Gracias

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por esto.María dijo:—No hables. Es mejor no

hablar.—Tengo que decírtelo, porque

es una cosa maravillosa.—No.—Conejito…Ella le apretó fuertemente,

desvió la cabeza y entonces élpreguntó con dulzura:

—¿Te duele, corderito?—No —dijo ella—. Es que te

estoy agradecida porque he vuelto aestar en la gloria.

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Se quedaron quietos, el unojunto al otro, tocándose desde elhombro hasta la planta de los pies,tobillos, muslos, cadera y hombros.Robert Jordan colocó el reloj demanera que pudiese verlonuevamente, y María dijo:

—Hemos tenido mucha suerte.—Sí —dijo él—; somos gentes

de mucha suerte.—¿No es hora de dormir?—No —dijo él—. Va a

empezar todo en seguida.—Entonces tenemos que

levantarnos y comer algo.—Muy bien.

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—¿No estás preocupado poralgo?

—No.—¿De veras?—No, ahora, no.—Pero ¿estuviste preocupado

antes?—Un instante.—¿No podría ayudarte?—No —contestó—; ya me has

ayudado bastante.—¿Por eso? Eso fue sólo para

mí.—Fue para los dos —dijo él—.

Nadie está nunca a solas en ese

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terreno. Ven, conejito, vamos avestirnos.

Pero su mente, que era su mejorcompañía, estaba pensando en lagloria.

Ella había dicho la gloria. «Esono tiene nada que ver con la gloriaen inglés ni con la gloire, de quelos franceses hablan y escriben. Esalgo que se encuentra sólo en elcante jondo y en las saetas. Está enel Greco y en San Juan de la Cruz,y, desde luego, en otros. Yo no soymístico; pero negar eso sería ser tanignorante como negar el teléfono oel movimiento de la tierra

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alrededor del sol, o la existencia deotros planetas. ¡Qué pocas cosasconocemos de lo que hay queconocer! Me gustaría vivir mucho,en lugar de morir hoy, porque heaprendido mucho en estos cuatrodías sobre la vida. Creo que heaprendido más que durante toda mivida. Me gustaría ser viejo y saberlas cosas a fondo. Me pregunto sise sigue aprendiendo o bien si nohay más que cierta cantidad decosas que cada hombre puedecomprender. Yo creía saber muchascosas y, de verdad, no sabía nada.Me gustaría tener más tiempo».

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—Me has enseñado mucho,guapa —dijo en inglés.

—¿Qué dices?—Que he aprendido mucho de

ti.—¡Qué va! —exclamó—. Tú sí

que tienes instrucción.«Instrucción —pensó él—.

Tengo los primeros rudimentos deuna instrucción. Los rudimentosmás ínfimos. Si muero hoy será unapérdida, porque ahora conozcoalgunas cosas. Me pregunto si lashas aprendido hoy porque el pocotiempo que te queda te ha hecho

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hipersensible. Pero el tiempo noexiste. Debieras ser losuficientemente inteligente parasaberlo. He vivido la experienciade toda una vida desde que llegué aestas montañas. Anselmo es miamigo más antiguo. Le conozcomejor de lo que conocía a Charles,de lo que conocía a Chub, de lo queconocía a Guy, de lo que conocía aMike, y los conocía muy bien.Agustín, el malhablado, es hermanomío, y no he tenido nunca máshermano que él. María es miverdadero amor y mi mujer. Y nohe tenido nunca verdadero amor.

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Nunca he tenido mujer. Ella estambién mi hermana, y no he tenidonunca hermana. Y mi hija, y notendré nunca una hija. Odio el dejaruna cosa tan bella».

Acabó de atarse las alpargatas.—Encuentro la vida muy

interesante —dijo a María.Ella estaba sentada junto a él,

en el saco de dormir, con las manoscruzadas sobre los tobillos. Alguienlevantó la manta que tapaba laentrada de la cueva y vieron luz.Era aún de noche y no había elmenor atisbo del nuevo día, salvoque, al levantar la cabeza, Jordan

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vio, por entre los pinos, lasestrellas muy bajas. El día llegabarápidamente en esa época del año.

—¡Roberto! —exclamó María.—Sí, guapa.—En el trabajo de hoy

estaremos juntos, ¿no es así?—Después del comienzo, sí.—¿Y en el comienzo no?—No. Tú estarás con los

caballos.—¿No podré estar contigo?—No. Tengo que hacer un

trabajo que sólo puedo hacer yo, yestaría preocupado por ti.

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—Pero ¿volverás en cuanto loacabes?

—En seguida —dijo, y sonrióen la oscuridad—. Vamos, guapa,vamos a comer.

—¿Y tu saco de dormir?—Enróllalo, si quieres.—Claro que quiero —dijo ella.—Déjame que te ayude.—No. Déjame que lo haga yo

sola.Se arrodilló para extender y

enrollar el saco de dormir. Luego,cambiando de parecer, se levantó ylo sacudió. Después volvió aarrodillarse de nuevo para alisarlo

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y enrollarlo. Robert Jordan recogiólas dos mochilas, sosteniéndolascon precaución, para que no secayera nada por las hendiduras, yse fue por entre los pinos, hasta laentrada de la cueva, donde pendíala manta pringosa. Eran las tresmenos diez en su reloj cuandolevantó la manta con el codo paraentrar en la cueva.

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Capítulo XXXVIII

YA ESTABAN TODOS en la cueva; loshombres, de pie delante del hogar;María, atizando el fuego. Pilar teníael café listo en la cafetera. Nohabía vuelto a acostarse después dehaber despertado a Robert Jordan,y estaba sentada en un taburete enmedio del ambiente saturado dehumo, cosiendo el rasgón de una delas mochilas de Jordan. La otramochila estaba ya repasada. Elfuego iluminaba su cara.

—Come un poco más de cocido

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—le dijo a Fernando—. ¿Quéimporta que tengas la barriga llena?No habrá médico para operarte si tecoge el toro.

—No hables así, mujer —dijoAgustín—. Tienes una lengua degrandísima puta.

Estaba apoyado en el fusilautomático, cuyos pies aparecíanplegados junto al cañón, y tenía losbolsillos llenos de granadas; de unhombro le colgaba la bolsa con lascintas de los proyectiles y enbandolera llevaba una cargacompleta de municiones. Estabafumándose un cigarrillo mientras

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sostenía en la mano una taza decafé, que se llenaba de humo cadavez que se la acercaba a los labios.

—Eres una verdadera ferreteríaandante —le dijo Pilar—. Nopodrás ir más de cien metros contodo eso.

—¡Qué va, mujer! —replicóAgustín—. Es cuesta abajo.

—Para ir al puesto es cuestaarriba —dijo Fernando—. Antes deque sea cuesta abajo es cuestaarriba.

—Treparé como una cabra —dijo Agustín—. ¿Y tu hermano? —

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preguntó a Eladio—. ¿Tupreciosidad de hermano hadesaparecido?

Eladio estaba de pie, apoyadoen el muro.

—Calla la boca —le contestó.Estaba nervioso y sabía que

nadie lo ignoraba. Estaba siemprenervioso e irritable antes de laacción. Se apartó de la pared, seacercó a la mesa y empezó allenarse los bolsillos de granadas,que cogía de uno de los grandescapachos de cuero sin curtir queestaban apoyados contra una patade la mesa.

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Robert Jordan se agachó junto aél delante del capacho. Tomó delcapacho cuatro granadas. Tres erandel tipo Mills, de forma ovalada,de casco de hierro dentado, con unapalanca de resorte sujeta por unatuerca conectada con el dispositivode que se tira para hacerla estallar.

—¿De dónde habéis sacadoesto? —preguntó a Eladio.

—¿Eso? De la República. Fueel viejo quien las trajo.

—¿Qué tal son?—Valen más que pesan —dijo

Eladio.—Fui yo quien las trajo —

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expuso Anselmo—. Sesenta de unavez, y pesaban más de cuarentakilos, inglés.

—¿Las habéis utilizado ya? —preguntó Robert Jordan a Pilar.

—¿Que si las hemos usado?Fue con eso con lo que Pablo acabócon el puesto de Otero.

Cuando Pilar pronunció elnombre de Pablo, Agustín se puso ablasfemar. Robert Jordan vio elsemblante de Pilar a la luz delfuego.

—Acaba con eso ya —dijovivamente a Agustín—. De nada

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vale hablar.—¿Han explotado siempre? —

preguntó Robert Jordan,sosteniendo en la mano la granadapintada de gris y probando elmecanismo con la uña del pulgar.

—Siempre —dijo Eladio—. Noha fallado ni una de todas las quehemos gastado.

—¿Y estallan rápidamente?—Al tiempo de arrojarlas.

Rápidamente; bastante rápidamente.—¿Y esas otras?Tenía en sus manos una bomba

en forma de lata de conserva conuna cinta enrollada alrededor de un

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resorte de alambre.—Eso es una basura —contestó

Eladio—. Explotan, sí; pero degolpe, y no arrojan metralla.

—Pero ¿explotan siempre?—¡Qué va siempre! —dijo

Pilar—. Siempre no existe, ni paranuestras municiones ni para lassuyas.

—Pero dices que las otrasestallan siempre.

—Yo no he dicho eso —contestó Pilar—. Se lo haspreguntado a otro. Yo no he vistonunca un siempre en estosartefactos.

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—Explotaron todas —afirmóEladio—. Di la verdad, mujer.

—¿Cómo sabes tú queexplotaron todas? Era Pablo el quelas arrojaba. Tú no mataste a nadiecuando lo de Otero.

—Ese hijo de la gran puta —reiteró Agustín.

—Calla la boca —dijo Pilar,irritada. Luego continuó—: Todasvalen, inglés; pero las dentadas sonmás sencillas.

«Valdría más que probase unaen cada carga —pensó RobertJordan—. Pero las dentadas deben

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de salir con más facilidad y sonmás seguras».

—¿Vas a arrojar bombas,inglés? —preguntó Agustín.

—¿Cómo no? —fue larespuesta de Jordan.

Pero agachado allí, eligiendolas granadas, pensaba: «Esimposible; no sé cómo he podidoengañarme a mí mismo. Hemosestado todos perdidos desde elmomento en que atacaron al Sordo,como lo estuvo el Sordo desde quedejó de nevar. Lo que pasa es queno quiero reconocerlo. Hace faltaseguir adelante con un plan que es

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irrealizable. Eres tú quien lo haconcebido y ahora sabes que esmalo. Ahora, a la luz del día, sabesque es malo. Puedes perfectamentetomar uno de los dos puestos con lagente que tienes. Pero no puedestomar los dos. No puedes estarseguro de tomarlos, quiero decir.No te engañes. No te engañes ahoraa la luz del día. Pretender tomar losdos es imposible. Pablo lo hasabido siempre. Probablementetuvo siempre la intención de hacerla faena, pero supo que estábamosfritos cuando el Sordo fue atacado.No puede montarse una operación

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contando con milagros. Vas a hacerque los maten a todos y tu puesto nova a volar siquiera si no disponesde algo más de lo que tienes ahora.Harás que mueran Pilar, Anselmo,Agustín, Primitivo, ese cobarde deEladio, ese sinvergüenza de gitanoy ese bueno de Fernando, y tupuente no volará. ¿Te imaginas quese obrará un milagro y que Golzrecibirá el mensaje que le llevaAndrés y que lo detendrá todo? Sino se obra un milagro, vas a hacerque mueran todos por orden tuya.María también. Vas a matarla a ella

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también con tus órdenes. ¿Nopodrías sacarla de aquí, por lomenos a ella? Maldito sea Pablo.

»No, no te enfades. Enfadarsees tan malo como tener miedo. Peroen lugar de acostarte con tuamiguita deberías haberte ido acaballo por la noche con la mujerpor esas montañas y tratar de reunirtoda la gente que hubiesesencontrado. Sí, y si me hubieseocurrido algo, no estaría ahora aquípara volar el puente. Sí, eso es. Esaes la razón de que tú no hayas ido.Y no podías enviar a nadie, porqueno podías correr el riesgo de

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perderle y tener uno de menos.Tenías que conservar lo que teníase imaginar un nuevo plan. Pero tuplan apesta. Apesta, insisto. Era unplan bueno para la noche y ahora esde día. Los planes hechos de nocheno valen a la mañana siguiente. Loque se piensa durante la noche novale para el día. De manera queahora sabes que todo eso no valenada.

»¿Y qué pasa si John Mosby eracapaz de salir adelante deperipecias que parecían tandifíciles como esta? Naturalmenteque sí. Incluso más difíciles. Y

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además, no desestimes el elementode la sorpresa. Piensa en ello.Piensa que si la cosa tiene éxito noserá un mal trabajo. Pero no es asícomo hay que trabajar. No bastacon que sea posible; es menesterque sea seguro. Naturalmente,tienes razón; pero mira lo que haocurrido. Todo esto anduvo maldesde el comienzo y estas cosasagrandan el desastre, al igual queva agrandándose una bola de nieveque rueda cuesta abajo sobre lanieve húmeda».

Desde el suelo, en donde estaba

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agachado cerca de la mesa, levantósus ojos hacia María, que le sonrió.Él le devolvió la sonrisa de dientespara fuera y escogió cuatrogranadas más, que se metió en losbolsillos. «Podría destornillar losdetonadores y valerme de ellos porseparado —pensó—. No creo quela dispersión de los fragmentospueda ser un obstáculo. Seproducirá inmediatamente, almismo tiempo que la explosión dela carga, y no la dispersaré. Almenos yo creo que será así. No,estoy seguro de que será así. Unpoco de confianza —se dijo—. ¡Y

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tú que pensabas anoche lomaravillosos que erais tú y tuabuelo y que tu padre era uncobarde! Ten ahora un poco deconfianza en ti, hombre».

Sonrió de nuevo a María,aunque la sonrisa no iba más lejosde la superficie de su piel, quesentía tensa en las mejillas y en laboca.

«Ella te encuentra maravilloso.Yo me encuentro detestable. ¿Y lagloria y todas esas tonterías que sete habían ocurrido? Se te ocurrenideas estupendas, ¿eh? Tenías elmundo perfectamente estudiado y

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clasificado. Al diablo con todoello. Cálmate; no te enfades.Aunque eso es también una salida.Siempre quedan salidas para todo.Pero lo que ahora tienes que haceres tragar mecha. Es inútil renegarde todo lo que ha sucedidosencillamente porque ha llegado elmomento en que vas a salirperdiendo. No hagas como esaserpiente que cuando le rompen elespinazo se muerde la cola. Y notienes el espinazo roto todavía,cerdo. Espera que te despellejenantes de echarte a llorar. Aguarda

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que comience la batalla paramontar en cólera. Hay muchasocasiones para ello en una batalla.En una batalla, hasta puede serte deprovecho».

Pilar se acercó a él con lamochila.

—Aquí está. Ha quedado muysegura —dijo—. Estas granadasson muy buenas, inglés. Puedestener confianza en ellas.

—¿Cómo te encuentras, Pilar?Ella le miró y movió la cabeza,

sonriendo. Jordan se preguntó hastaqué profundidad de su rostroalcanzaba su sonrisa. Le pareció

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que hasta una hondura considerable.—Bien —dijo ella—. Dentro

de la gravedad.Luego dijo, agachándose junto a

él:—¿Qué piensas, ahora que la

cosa comienza de veras?—Que somos muy pocos —

respondió en seguida RobertJordan.

—Yo pienso lo mismo —dijoella—; muy pocos.

Luego añadió, siempre en vozbaja:

—La María puede guardar loscaballos. No hace falta que me

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quede yo para eso. Les pondremostrabas. Son caballos de batalla y eltiroteo no los asustará. Yo iré alpuesto de abajo y haré todo lo quedebería haber hecho Pablo. De esemodo seremos uno más.

—Bueno —dijo él—; suponíaque tú lo harías así.

—Vamos, inglés —le dijoPilar, mirándole a los ojos—, no tepreocupes; todo irá bien. Recuerdaque no esperan un golpe semejante.

—Sí —contestó Robert Jordan.—Otra cosa, inglés —siguió

Pilar, todo lo quedito que le

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permitía su vozarrón—. Eso de lamano…

—¿Qué es eso de la mano? —preguntó él, molesto.

—No te enfades, oye. No teenfades, muchacho. A propósito deeso de la mano… Todo eso no sonmás que trucos de gitana, paradarme importancia. Eso no esverdad.

—Déjalo ya —dijo élfríamente.

—No —dijo ella, con vozronca y cariñosa—; es una mentiraque te he dicho. No quisiera queanduvieses preocupado el día de la

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batalla.—No me preocupa eso —

contestó Robert Jordan.Ella volvió a sonreírle, con su

enorme boca de labios gordos y lahermosa franqueza de su rostro, ydijo:

—Te quiero mucho, inglés.—No hace falta que me digas

eso ahora —contestó—. Ni tú niDios.

—Sí —dijo Pilar, volviendo abajar la voz—. Ya lo sé, peroquería decírtelo. Y no te preocupes;las cosas saldrán bien.

—¿Por qué no? —preguntó

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Robert Jordan. Y sólo la superficiede su cara sonrió—. Naturalmenteque nos las arreglaremos; todo irábien.

—¿Cuándo salimos? —preguntó Pilar.

Robert Jordan consultó su reloj:—En cualquier momento.Tendió una de sus mochilas a

Anselmo:—¿Cómo va eso hombre? —

preguntó.El viejo estaba acabando de

tallar con el cuchillo una pila decuñas que había copiado de un

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modelo que le había dado RobertJordan. Eran cuñas de repuesto, quellevaban por si pudieran serlesnecesarias.

—Bien —contestó el viejo,moviendo la cabeza—. Muy bien,hasta ahora. —Extendió la mano—.Mira —dijo sonriendo. Sus manosno temblaban.

—Bueno, ¿y qué? —le dijoRobert Jordan—. Yo puedoextender siempre la mano sin queme tiemble. Pero extiende un dedo.

Anselmo obedeció. El dedotemblaba. Miró a Robert Jordan ymovió la cabeza.

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—Yo también, hombre —yRobert Jordan extendió un dedo—.Siempre me tiembla; es locorriente.

—A mí, no —dijo Fernando.Extendió el índice, para que loviesen; luego, el índice de la otramano.

—¿Puedes escupir? —lepreguntó Agustín, haciendo unguiño a Robert Jordan.

Fernando carraspeó, y escupióorgullosamente en el suelo de lacueva; luego puso el pie sobre elescupitajo.

—So mula asquerosa —le dijo

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Pilar—, escupe en el fuego, siquieres mostrarnos tu valentía.

—No hubiera escupido alsuelo, Pilar, si no nos fuéramos deeste lugar —explicó Fernandocortésmente.

—Ten cuidado donde escupeshoy —le dijo Pilar—. Podría ser enalgún sitio que no fueses aabandonar.

—Esa habla como un gato negro—dijo Agustín. Tenía unanecesidad nerviosa de bromear,cosa que sentían todos, aunque demanera distinta.

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—Estaba bromeando —dijoPilar.

—Yo también —dijo Agustín—. Pero me cago en la leche; yatengo ganas de que esto comience.

—¿Dónde está el gitano? —preguntó Robert Jordan a Eladio.

—Con los caballos —contestóEladio—. Ahí le tienes, a la entradade la cueva.

—¿Cómo está?Eladio sonrió:—Tiene mucho miedo —dijo.

Le tranquilizaba el hablar delmiedo de los otros.

—Escucha, inglés —empezó a

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decir Pilar. Robert Jordan volviósus ojos hacia ella y vio que suboca se abría y que una expresiónde incredulidad se desparramabapor todo su rostro; se volviórápidamente hacia la entrada de lacueva, con la mano apoyada en laculata de la pistola. Apartando lamanta con una mano, con el cañónde la ametralladora apuntando porencima de su espalda, Pablo estabaallí, pequeño, cuadrado, con elrostro mal afeitado, con suspequeños ojillos porcinos,bordeados de rojo, que no miraban

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a nadie en particular.—Tú —dijo Pilar incrédula—.

Tú.—Yo —dijo Pablo

calmosamente. Y entró en la cueva—. ¡Hola!, inglés —habló a Jordan—. Tengo a cinco de la cuadrilla deElías y Alejandro ahí arriba con loscaballos.

—¿Y los fulminantes y losdetonadores? —preguntó RobertJordan—. ¿Y el resto del material?

—Lo he arrojado todo al fondodel río, por la parte de la garganta—dijo Pablo, que seguía sin mirara nadie—. Pero he discurrido una

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manera para que salte la carga conuna granada.

—Yo también —dijo RobertJordan.

—¿Tenéis algo de beber? —preguntó Pablo, con aire cansado.

Robert Jordan le tendió sucantimplora y Pablo bebió conavidez. Luego se limpió la boca conel dorso de la mano.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Pilar.

—Nada —respondió Pablo,secándose la boca—. Nada. Hevuelto.

—¿Y qué más?

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—Nada. Tuve un momento deflojera. Me fui, pero he vuelto. Enel fondo, no soy cobarde —dijo,volviéndose hacia Robert Jordan.

«Lo que eres es otra cosa —pensó Robert Jordan—. Ya lo creoque lo eres, cerdo. Pero estoycontento de verte, hijo de puta».

—Cinco; eso fue todo lo quepude conseguir de Elías y deAlejandro —dijo Pablo—. No mehe apeado del caballo desde quesalí de aquí. Vosotros nueve, solos,no hubierais podido conseguirlonunca. Nunca; lo comprendí anoche,

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cuando el inglés me lo explicó.Nunca. Ellos son siete y un cabo enel puesto de abajo. ¿Y si dan laalarma o se defienden? —Miraba aRobert Jordan—. Al marcharme,pensé que tú te darías cuenta de queera imposible y que no lointentarías. Pero luego, cuando tirétu material, cambié de parecer.

—Estoy contento de verte —dijo Robert Jordan. Se acercó a él—. Nos arreglaremos con lasgranadas. Todo irá bien. Lo demásno tiene importancia, por ahora.

—No —dijo Pablo—. No lohago por ti. Tú eres un bicho de mal

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agüero. Tú tienes la culpa de todo.También de lo del Sordo. Perocuando tiré tu material me encontrémuy solo.

—Tu madre —exclamó Pilar.—Entonces fui a buscar a los

otros, para que pudiéramos hacerlo.He cogido a los mejores que pudeencontrar. Los dejé ahí arriba, parapoder hablarte primero. Creen quesoy el jefe.

—Tú eres el jefe —dijo Pilar—. Si lo deseas.

Pablo la miró y no dijo nada.Luego añadió simplemente en vozbaja:

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—He pensado mucho despuésde lo del Sordo. Creo que si hayque acabar, es mejor acabar todosjuntos. Pero a ti, inglés, te odio porhabernos traído esto.

—Pero, Pablo. —Fernando, conlos bolsillos atiborrados de bombasy los cartuchos en bandolera estabaentretenido rebañando su plato decocido con un pedazo de pan—.Pero, Pablo —comenzó diciendo—, ¿no crees que la operaciónpuede tener éxito? Anteanochedecías que estabas seguro.

—Dale más cocido —dijo

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irónicamente Pilar a María. Luego,dirigiéndose a Pablo, con la miradamás suave—: Así es que has vuelto,¿eh?

—Sí, mujer —contestó Pablo.—Bueno, pues sé bien venido

—dijo Pilar—. Creí que no estabastan acabado como parecías.

—Después de lo que hice sentíuna soledad que no era soportable—dijo Pablo en voz baja.

—Que no era soportable —repitió ella, burlona—. Que no erasoportable para ti durante un cuartode hora.

—No te burles de mí, mujer; he

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vuelto.—Bien venido —repitió ella—.

¿No has oído que te lo he dicho?Bébete tu café, y vámonos. Tantoteatro me fastidia.

—¿Es café eso? —preguntóPablo.

—Claro que lo es —dijoFernando.

—Dame una taza, María —dijoPablo—. ¿Qué tal te va? —lepreguntó a la muchacha, sin mirarla.

—Bien —replicó María, y ledio una taza de café—. ¿Quierescocido? —Pablo rehusó con lacabeza.

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—No me gusta estar solo —dijo Pablo, hablando a Pilar comosi los otros no estuvieran allí—. Nome gusta estar solo, ¿sabes? Ayer,trabajando por el bien de todosdurante el día, no me sentía solo.Pero esta noche, hombre, ¡qué mallo pasé!

—Judas Iscariote se ahorcó —dijo Pilar.

—No me hables así, mujer —dijo Pablo—. ¿No te das cuenta?He vuelto. No hables de Judas ni decosas por el estilo. He vuelto.

—¿Cómo son los muchachos

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que has traído? —le preguntó Pilar—. ¿Has traído algo que valga lapena?

—Son buenos —dijo Pablo. Seatrevió a mirar a Pilar a la cara.Luego apartó la mirada—: Buenosy bobos. Dispuestos a morir y todo.A tu gusto.

Pablo miró de nuevo a Pilar alos ojos, y esta vez no apartó sumirada. Siguió mirándola de frente,con sus pequeños ojos porcinos,bordeados de rojo.

—Tú —dijo ella, y su vozronca tenía de nuevo acento deternura—. Tú. Creo que si un

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hombre ha tenido algo alguna vez,siempre le queda algo.

—Listo —dijo Pablo,mirándola a la cara, ahora confirmeza—. Estoy dispuesto para loque el día nos depare.

—Ya veo que has vuelto —dijoPilar—. Ya lo veo; pero, hombre,¡qué lejos has estado!

—Dame un trago de esa botella—dijo Pablo a Robert Jordan—. Ydespués, vámonos.

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Capítulo XXXIX

SUBIERON LA PENDIENTE en laoscuridad, a través del bosque,hasta llegar al estrecho paso de lacima. Iban todos cargados conmucho peso y subían lentamente.Los caballos llevaban cargastambién, atadas a las monturas.

—Podríamos soltar las cargassi hiciera falta, con unos cuantoscortes —dijo Pilar—; pero, contodo, si conseguimos conservarlas,podemos instalar otro campamento.

—¿Y el resto de las

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municiones? —preguntó RobertJordan, al tiempo que ataba susmochilas.

—Van en esas alforjas.Robert Jordan sentía el peso de

su mochila y en el cuello el roce desu chaqueta, cuyos bolsillos estabanrepletos de granadas. Sentía el pesode la pistola, golpeándole lacadera, y el de los bolsillos de supantalón, cargados hasta rebosarcon las cintas del fusil automático.En la mano derecha llevaba el fusily con la izquierda se estiraba decuando en cuando el cuello de lachaqueta, para aligerar la tirantez

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de las correas de la mochila. Aúnconservaba en la boca el gusto delcafé.

—Inglés —le dijo Pablo, quemarchaba delante de él en laoscuridad.

—¿Qué hay, hombre?—Esos que he traído creen que

vamos a tener éxito, porque los hetraído yo —dijo Pablo—. No digasnada para no desilusionarlos.

—Bueno —contestó RobertJordan—; pero procuremos teneréxito.

—Tienen cinco caballos,

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¿sabes? —dijo Pablo,cautelosamente, con miedo depronunciar la palabra.

—Bueno —dijo Robert Jordan—. Guardaremos todos los caballosjuntos.

—Bien —dijo Pablo.Y eso fue todo.«Ya me figuraba yo que tú no

habías sentido una conversióncompleta en el camino de Tarso,condenado Pablo —pensó RobertJordan—. No. Pero tu regreso hasido realmente un milagro. Creoque no vamos a encontrar ningunadificultad con tu canonización».

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—Con esos cinco me ocuparéyo del puesto de abajo, igual que lohubiera hecho el Sordo —dijoPablo—. Cortaré los hilos yvolveré al puente comoconvinimos.

«Hemos hablado de todo esohace menos de diez minutos —pensó Robert Jordan—. Mepregunto por qué ahora…».

—Hay posibilidad de quelleguemos a Gredos —añadióPablo—. He pensado mucho enello.

«Me parece que has tenido unanueva inspiración hace unos

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minutos —pensó Robert Jordan—.Has tenido una nueva revelación.Pero no me convencerás de que yohaya sido invitado también. No,Pablo. No me pidas que lo crea.Sería demasiado».

Desde el momento en que Pabloentró en la cueva, y le dijo quetenía cinco hombres, Robert Jordanse sentía mejor. El regreso dePablo había disipado la atmósferatrágica, en la que toda la operaciónparecía desplegarse, desde quehabía comenzado a nevar. Desde elregreso de Pablo, Jordan tenía la

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impresión, no sólo de que su suertehubiese cambiado, porque no creíaen la suerte; pero sí de que toda laperspectiva del asunto habíamejorado y que la cosa se habíahecho posible. En lugar de lacertidumbre del fracaso, sentía quela confianza iba subiendo en élcomo un neumático que se llena deaire gracias a una bomba. Alprincipio es casi imperceptible,como ocurre con la goma de losneumáticos que casi no se desplazacon los primeros soplos de aire,pero luego se parecía aquello a laascensión regular de la marea o a la

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de la savia en un árbol. Y comenzóa percibir esa ausencia deaprensión que se convierte amenudo en una verdadera alegríaantes de la batalla.

Era su don más preciado. Lacualidad que le hacía apto para laguerra; esa facultad, no de ignorar,pero sí de despreciar el final, pordesgraciado que fuera. Esacualidad quedaba, no obstante,destruida cuando tenía que echarseencima responsabilidades de losotros o cuando sentía la necesidadde emprender una tarea malpreparada o mal concebida. Porque

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en tales circunstancias no podíapermitirse el ignorar un finaldesgraciado, un fracaso. No eraciertamente una posibilidad decatástrofe para él mismo, que podíaignorar. Jordan sabía que él no eranada y sabía que no era nada lamuerte. Lo sabía auténticamente; tanauténticamente como todo lo quesabía. En aquellos últimos díashabía llegado a saber que él, juntocon otro ser, podía serlo todo. Perotambién sabía que aquello era unaexcepción. «Hemos tenido esto —pensó—. Y hemos sido muy

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dichosos. Se me ha otorgado esoquizá porque nunca lo habíapedido. Nadie puede quitármelo nipuede perderse. Pero eso es algopesado, algo que se ha concluido aldespuntar el día, y ahora tenemosque hacer nuestro trabajo. Y tú, mealegro de ver que has encontradoalgo que te ha faltadocondenadamente durante algunosmomentos. Estabas muy bajo deforma. He sentido mucha vergüenzade ti allá abajo, durante algunosmomentos. Sólo que yo era tú. Y nohabía otro para juzgarte. Estábamoslos dos en baja forma. Tú y yo, los

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dos. Vamos, vamos. Deja de pensarcomo un esquizofrénico. Que pienseuno detrás de otro, cada cual segúnsu turno. Ahora estás muy bien.Pero, escucha, no tienes que estarpensando todo el día en lamuchacha. No puedes hacer nadapara protegerla, como no seaalejarla. Y es lo que vas a hacer.Va a haber, sin duda, muchoscaballos si tienes que juzgar por losindicios. Lo mejor que puedeshacer por ella es colmar tu trabajopronto y bien y acabar con él.Pensar en ella sólo servirá paraestorbarte. Así es que no te pases

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todo el tiempo pensando en ella».Después de decirlo, esperó que

María le alcanzase con Pilar,Rafael y los caballos.

—Eh, guapa —le dijo en laoscuridad—. ¿Cómo te encuentras?

—Me encuentro bien, Roberto—le dijo ella.

—No te preocupes por nada —le dijo él. Y pasándose el arma a lamano izquierda, apoyó la derechaen el hombro de la muchacha.

—No me preocupo —dijo ella.—Todo está muy bien

organizado —prosiguió Jordan—.

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Rafael se quedará contigo y con loscaballos.

—Me gustaría estar contigo.—No. Es con los caballos

como puedes ser más útil.—Bueno —dijo ella—; me

quedaré con los caballos.En ese momento relinchó uno de

los animales del claro que habíamás abajo de la abertura entre lasrocas y respondió otro caballo conun relincho, cuyo eco fueagudizándose en trémolo hastadeshacerse bruscamente.

Robert Jordan distinguiódelante de él, en la oscuridad, la

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masa de los nuevos caballos.Apretó el paso y alcanzó a Pablo.Los hombres estaban de pie, junto asus monturas.

—Salud —dijo Robert Jordan.—Salud —respondieron en la

oscuridad. No podía verles la cara.—Este es el inglés que viene

con nosotros —dijo Pablo—; eldinamitero.

No respondieron. Quizásasintiesen en la oscuridad.

—Vamos, adelante, Pablo —dijo un hombre—. Pronto va a serde día.

—¿Has traído más granadas?

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—preguntó otro.—He traído muchas —

respondió Pablo—; podréiscogerlas cuando dejemos loscaballos.

—Bueno, pues en marcha —dijo otro—. Hemos estadoaguardando aquí media noche.

—Hola, Pilar —dijo alguien alacercarse la mujer.

—Que me maten si no es Pepe—dijo Pilar en voz baja—. ¿Cómova eso, pastor?

—Bien —contestó el hombre—. Dentro de la gravedad.

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—¿Qué caballo llevas? —lepreguntó Pilar.

—El tordillo de Pablo. Esto esun caballo.

—Vamos —dijo otro hombre—. Vamos. No sirve de nadaponerse a hablar aquí.

—¿Qué tal te va, Elicio? —preguntó Pilar cuando el asíllamado se disponía a montar.

—¿Cómo quieres que me vaya?—repuso el otro bruscamente—.Vamos, mujer; tenemos muchotrabajo.

Pablo montaba el gran bayo.—Cerrad el pico y seguidme.

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Os llevaré al lugar donde vamos adejar los caballos.

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Capítulo XL

MIENTRAS ROBERT JORDAN dormía,cavilaba en lo del puente y hacía elamor a María, Andrés había estadoavanzando muy lentamente. Hastaque llegó a las líneas republicanas,había atravesado los campos y laslíneas fascistas con la velocidadque un campesino en buenascondiciones físicas y buenconocedor de la región podíahacerlo en la oscuridad. Pero alllegar al territorio de la República,las cosas cambiaron.

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En teoría, hubiera bastadoenseñar el salvoconducto queRobert Jordan le había entregado,con el sello del S. I. M. y elmensaje que llevaba el mismosello, para que se le dejara seguirsu camino todo lo más rápidamenteposible. Pero el primer tropezón lotuvo con el jefe de la compañía deprimera línea, que había acogido sumisión con graves sospechas.

Siguió el jefe de la compañíahasta el cuartel general delbatallón, en donde el jefe, quehabía sido barbero antes delMovimiento, se entusiasmó al oír el

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relato de su misión. Estecomandante, llamado Gómez,maldijo al jefe de la compañía porsu estupidez, dio unas palmaditasamistosas a Andrés en el hombro,le dio una copa de mal coñac y ledijo que siempre había deseado serguerrillero. Luego despertó a unode sus oficiales, le confió el mandodel batallón y mandó a unordenanza que fuera a despertar asu motociclista. En vez de enviar aAndrés al cuartel general de labrigada con el motorista, Gómezresolvió llevarle él mismo, a fin de

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activar las cosas. Y con Andrésfuertemente asido al precarioasiento de detrás, fueron zumbandoy dando tumbos a lo largo de laestrecha carretera de montaña, llenade baches abiertos por las bombas,entre la doble hilera de árboles quelos faros iban descubriendo y cuyostroncos, cubiertos de cal,presentaban las huellas de las balasy los cascos de las granadas que loshabían averiado en los combatesque habían tenido lugar en esamisma carretera el primer veranodel Movimiento. Cuando llegaronal pequeño refugio de montaña, de

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techos demolidos, en donde estabainstalado el cuartel general de labrigada, Gómez frenó como uncorredor de carreras, apoyó elvehículo contra la pared de unacasa, despertó de un empujón aladormilado centinela que estabaencargado de guardarlo y entró enla gran sala de paredes cubiertas demapas, donde un oficial dormitabacon una visera verde sobre losojos, ante una mesa provista de unalámpara, dos teléfonos y unejemplar de Mundo Obrero.

El oficial levantó los ojos haciaGómez y dijo:

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—¿Qué vienes a hacer aquí?¿No has oído hablar nunca delteléfono?

—Necesito ver al tenientecoronel —dijo Gómez.

—Duerme —dijo el oficial—.He estado viendo tus faros desde unkilómetro de distancia en lacarretera. ¿Quieres provocar unbombardeo?

—Llama al teniente coronel —insistió Gómez—; esextremadamente grave.

—Está durmiendo; ya te lo hedicho —replicó el oficial—.

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¿Quién es esa especie de bandidoque viene contigo? —preguntó,señalando a Andrés con un gesto.

—Es un guerrillero que vienedel otro lado de las líneas con unmensaje muy importante para elgeneral Golz, que dirige la ofensivaque al amanecer va adesencadenarse al otro lado deNavacerrada —explicó Gómez,grave y excitado al mismo tiempo—. Despierta al teniente coronel,por el amor de Dios.

El oficial le miró fijamente, consus ojos de gruesos párpadossombreados por la visera de

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celuloide verde.—Estáis todos locos —dijo—;

no sé nada del general Golz ni de laofensiva. Llévate a ese deportista yvuélvete a tu batallón.

—Despierta al teniente coronelte digo —gritó Gómez. Y Andrésvio que apretaba la boca en gestode resolución.

—Vete a la mierda —le dijoindolentemente el oficial,volviéndole la espalda.

Gómez sacó su enorme pistola«Star» de nueve milímetros y laapoyó sobre la espalda del oficial.

—Despiértale, cochino fascista

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—dijo—. Despiértale, o te mato.—Cálmate —dijo el oficial—.

Vosotros, los barberos, sois gentemuy impresionable.

Andrés vio a la luz de lalámpara el rostro de Gómezalterado por el odio. Pero dijosolamente:

—Despiértale.—Ordenanza —gritó el oficial,

con voz despectiva.Un soldado apareció en la

puerta, saludó y se fue.—Su novia está con él —dijo el

oficial, y se puso de nuevo a leer su

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periódico—. Con toda seguridad leva a encantar veros.

—Los individuos como tú,obstaculizan todos los esfuerzospara ganar la guerra —dijo Gómezal oficial del Estado Mayor.

El oficial no le prestabaninguna atención. Luego, mientrasproseguía su lectura, comentó,como hablando consigo mismo.

—¡Qué periódico tan curioso eseste!

—¿Por qué no lees El Debate?Ese es tu periódico —dijo Gómez,nombrando al principal órganocatólico conservador publicado en

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Madrid antes del Movimiento.—No olvides que soy tu

superior y que un informe míosobre ti llegaría muy lejos —dijo eloficial, sin levantar los ojos—. Nohe leído nunca El Debate; no hagasacusaciones falsas.

—No, tú leías el A B C —dijoGómez—. El ejército está podridocon gente como tú. Pero esto no vaa durar mucho. Estamos copadosentre ignorantes y cínicos. Peroinstruiremos a los unos yeliminaremos a los otros.

—Purga es la expresión queandas buscando —dijo el oficial,

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sin molestarse en levantar los ojos—. Hay aquí un artículo sobre laspurgas de tus famosos rusos. Estánpurgando más que el aceite dericino en estos tiempos.

—Llámalo como quieras —dijoGómez, furioso—. Llámalo comoquieras, con tal que los individuosde tu calaña sean liquidados.

—¿Liquidados? —preguntó eloficial insolentemente, y como sihablara consigo mismo—: Ahítienes una palabra que casi no separece al castellano.

—Fusilados entonces —dijo

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Gómez—; eso es buen castellano¿no? ¿Lo entiendes?

—Sí, hombre; pero no hablestan fuerte. Además del tenientecoronel, hay otros durmiendo eneste Estado Mayor, y tus emocionesme fatigan. Esa es la razón de quesiempre me haya afeitado solo.Nunca me ha gustado laconversación.

Gómez miró a Andrés y movióla cabeza. Sus ojos brillaban con lahumedad que provocan la rabia y eldespecho. Pero sacudió la cabeza yno dijo nada, dejando todo aquellopara un futuro más o menos

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próximo. Había ido dejandomuchas cosas en el año y medio queestuvo en el puesto como jefe debatallón de la Sierra. Al entrar elteniente coronel en pijama, Gómezse levantó y saludó.

El teniente coronel Miranda eraun hombre bajo, de cara grisácea,que había estado en el ejército todasu vida, que había perdido el amorde su esposa en Madrid y el apetitoen Marruecos y que se había hechorepublicano al descubrir que nopodía divorciarse —de recobrar labuena digestión no hubo ningunaposibilidad—; había entrado en la

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guerra civil como teniente coronel ysu única aspiración era terminarlacon el mismo grado. Habíadefendido bien la Sierra y queríaque se le dejara tranquilo paraseguir defendiéndola. Seencontraba mucho mejor en guerraque en paz, sin duda a causa delrégimen dietético que se veíaforzado a seguir; tenía una inmensareserva de bicarbonato de sosa,bebía whisky todas las noches; suamante, de veintitrés años, iba atener un niño, como casi todas lasmuchachas que se habían hecho

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milicianas en julio del año anterior,y al entrar en la sala respondió conun cabeceo al saludo de Gómez, yle tendió la mano.

—¿Qué te trae por aquí,Gómez? —preguntó; y luego,dirigiéndose al oficial sentado a lamesa, que era su ayudante, dijo—:Dame un cigarrillo, Pepe, porfavor.

Gómez le enseñó los papeles deAndrés y el mensaje. El tenientecoronel examinó rápidamente elsalvoconducto, miró a Andrés, lesaludó asimismo con la cabeza,sonrió y después se puso a estudiar

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ávidamente el mensaje. Palpó elsello, pasándole el índice, y porúltimo devolvió el salvoconducto yel mensaje a Andrés.

—¿Es muy dura la vida en lasmontañas?

—No, mi teniente coronel —contestó Andrés.

—¿Te han señalado el lugarmás próximo al Cuartel General delgeneral Golz?

—Navacerrada, mi tenientecoronel —dijo Andrés—. El inglésha dicho que estaría en alguna partecerca de Navacerrada, detrás de laslíneas, a la derecha de aquí.

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—¿Qué inglés? —le preguntócortésmente el teniente coronel.

—El inglés que está connosotros como dinamitero.

El teniente coronel asintió conla cabeza. No era más que uno detantos fenómenos inesperados einexplicables de la guerra. «Elinglés que está con nosotros dedinamitero».

—Será mejor que lo lleves túen la moto, Gómez —dijo elteniente coronel—. Prepárale unsalvoconducto enérgico para elEstado Mayor del general Golz; yo

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lo firmaré —dijo al oficial de lavisera de celuloide verde—.Escríbelo a máquina, Pepe. Ahíestán los detalles. —Hizo un gestoa Andrés para que le entregara elsalvoconducto—. Y ponle dossellos. —Se volvió hacia Gómez—. Tendréis necesidad esta nochede un documento en regla. Así tieneque ser. Hay que ser prudentescuando se prepara una ofensiva.Voy a daros algo todo lo enérgicoque sea posible. —Luego,dirigiéndose a Andrés con cariño—: ¿Quieres algo? ¿Quieres algode beber o de comer?

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—No, mi teniente coronel —dijo Andrés—; no tengo hambre.Me han dado un coñac en el últimopuesto de mando y si tomo algo másacabaré por marearme.

—¿Has visto movimientos oactividad al otro lado de mi frentecuando lo atravesaste? —preguntócortésmente el teniente coronel aAndrés.

—Estaba todo como siempre,mi teniente coronel; tranquilo,tranquilo.

El teniente coronel preguntó:—¿No te he visto yo en

Cercedilla hace cosa de tres

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meses?—Sí, mi teniente coronel.—Ya me lo parecía. —El

teniente coronel le golpeócariñosamente en la espalda—.Estabas con el viejo Anselmo.¿Cómo está Anselmo?

—Está muy bien, mi tenientecoronel —respondió Andrés.

—Bueno; me alegro —dijo elteniente coronel. El oficial lemostró lo que acababa de escribir amáquina; el teniente coronel lo leyóy lo firmó—. Ahora tenéis quedaros prisa —dijo a Gómez y a

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Andrés—. Atención con la moto —dijo a Gómez—. Utiliza las luces.No puede pasar nada por unasimple motocicleta, y tienes que sermuy cuidadoso para que no osocurra nada. Dadle recuerdos alcamarada Golz de mi parte. Nosconocimos después de lo dePeguerinos. —Les dio la mano alos dos—. Pon los papeles en elbolsillo de tu camisa y abróchatelabien —dijo—. Se coge mucho airecuando se va en moto.

Cuando se fueron, abrió unarmario, sacó un vaso y una botella,se sirvió un poco de whisky y llenó

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el vaso de agua, que tomó de unbotijo que había en el suelo, junto ala pared. Luego, con el vaso en lamano, bebiendo a pequeños sorbos,se acercó al gran mapa colgado enla pared y estudió las posibilidadesde la ofensiva al norte deNavacerrada.

—Me alegro de que le toque aGolz y no a mí —dijo al oficial queestaba sentado delante de la mesa.El oficial no contestó y, cuando elteniente coronel levantó los ojosdel mapa para mirarle, vio queestaba dormido con la cabeza sobrelos brazos. El teniente coronel se

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acercó a la mesa y colocó los dosteléfonos de manera que rozasen lacabeza del oficial, uno a cada lado.Luego se volvió al armario, sesirvió un nuevo whisky con agua yde nuevo se puso a estudiar elmapa.

Sujetándose con fuerza alasiento, mientras Gómez bregabacon el motor, Andrés agachó lacabeza, para sortear el viento, y lamotocicleta comenzó su carrera,entre el estrépito de lasexplosiones, hendiendo con susluces la oscuridad de la carretera

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bordeada de álamos; la luz de losfaros se hacía más suave cuando lacarretera descendía por entre lasbrumas del lecho de un arroyo ymás intensa cuando volvía a subirel camino.

Frente a ellos, un poco másallá, en un cruce de caminos, el faroalumbró la masa de los camionesvacíos que regresaban de lasmontañas.

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Capítulo XLI

PABLO SE DETUVO y se apeó delcaballo. Robert Jordan oyó en laoscuridad el crujido de lasmonturas y el pesado resoplar delos hombres según ponían pie atierra, así como el tintineo del frenode un caballo que sacudía lacabeza. El olor de los caballos, elolor de los hombres, olor agrio depersonas sin aseo, acostumbradas adormir vestidas, y el olor rancio, aleña ahumada, de los de la cueva seconfundió en uno solo. Pablo estaba

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de pie a su lado y le llegaba un olora vino y a hierro viejo, semejante algusto de una moneda de cobrecuando se mete en la boca.Encendió un cigarrillo, cuidandobien de cubrir la llama con susmanos, aspiró profundamente y oyódecir a Pablo en voz muy baja:

—Coge el saco de las granadas,Pilar, mientras atamos a loscaballos.

—Agustín —dijo Robert Jordanen el mismo tono de voz—,Anselmo y tú venís conmigo alpuente. ¿Tienes el saco de losplatos para la máquina?

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—Sí —dijo Agustín—; ¿cómono?

Robert Jordan fue hasta dondePilar estaba descargando uno de loscaballos, ayudada por Primitivo.

—Oye, mujer —susurró.—¿Qué pasa? —le contestó

ella, tratando de amoldar al mismotono su ronca voz, mientrasdesataba una cincha.

—¿Has comprendido bien queno se debe comenzar el ataquemientras no oigas caer las bombas?

—¿Cuántas veces tienes querepetírmelo? —preguntó Pilar—.

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Te estás volviendo una viejagruñona, inglés.

—Es sólo para estar seguro —dijo Robert Jordan—; y después dela destrucción del puesto terepliegas sobre el puente y cubresla carretera desde arriba, paraproteger mi flanco izquierdo.

—Lo comprendí la primera vezque lo explicaste. ¿O es que nocomprendo nada? —susurró Pilar—. Ocúpate de tus asuntos.

—Que nadie haga ningúnmovimiento, que nadie dispare niarroje una bomba antes que se hayaoído el ruido de la voladura —dijo

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Robert Jordan, siempre en voz baja.—No me aburras más —

contestó Pilar, encolerizada—.Entendí muy bien todo eso cuandoestuvimos en el campamento delSordo.

Robert Jordan se acercó aPablo, que estaba atando loscaballos.

—No he atado más que los quepodrían asustarse —explicó Pablo—. Los otros están atados demanera que basta tirar de la cuerdapara desatarlos. ¿Te das cuenta?

—Bueno.—Voy a explicar a la muchacha

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y al gitano cómo tienen que hacerpara manejarlos —dijo Pablo. Susnuevos compañeros estaban de pie,apoyados en sus carabinas,formando un grupo aparte.

—¿Lo has entendido todo? —preguntó Robert Jordan.

—¿Cómo no? —dijo Pablo—.Destruir el puesto, cortar los hilos,volver al puente. Cubrir el puentehasta que tú lo hagas saltar.

—Y no hacer nada hasta que nocomience la voladura —insistióJordan.

—Eso es.

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—Bueno, entonces, buenasuerte.

Pablo gruñó a modo decontestación. Luego dijo:

—Nos cubrirás bien con lamáquina y con la otra máquinapequeña cuando volvamos, ¿no escierto, inglés?

—De primera. Os cubriré deprimera.

—Entonces, eso es todo. Peroen ese momento conviene queprestes bien atención, inglés. Noserá fácil si no estás sobre ello.

—Cogeré la máquina yo mismo—dijo Robert Jordan.

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—¿Tienes mucha práctica?Porque no tengo ganas de que memate Agustín, con todas las buenasintenciones que tiene.

—Tengo mucha práctica. Yaverás. Y si Agustín se sirve de unade las dos máquinas, me cuidaré deque dispare bien por encima de tucabeza. Muy alto, siempre porencima de tu cabeza.

—Entonces, nada más —dijoPablo. Luego dijo en voz baja, entono de confianza—: No tenemoscaballos para todos.

«Este hijo de perra —pensó

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Robert Jordan—. Se creerá que nolo entendí la primera vez».

—Yo iré a pie —dijo RobertJordan—; los caballos son para ti.

—No, habrá un caballo para ti,inglés —dijo Pablo en voz baja—.Habrá caballos para todosnosotros.

—Los caballos son tuyos —dijo Robert Jordan—. No tienesque contar conmigo. ¿Tienesbastantes municiones para tu nuevamáquina?

—Sí —contestó Pablo—.Todas las que llevaba el jinete. Nohe disparado más que cuatro tiros,

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para ensayar. La probé ayer en lasmontañas.

—Entonces, vamos —dijoRobert Jordan—; hay que estar allímuy temprano y escondernos bien.

—Vámonos todos —dijo Pablo—. Suerte, inglés.

«Me pregunto qué es lo quepiensa ahora este bastardo —sedijo Robert Jordan—. Tengo laimpresión de saberlo. Bueno, esoes cosa suya. A Dios gracias, noconozco a los nuevos».

Le tendió la mano y dijo:—Suerte, Pablo. —Y se

estrecharon la mano en la

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oscuridad.Robert Jordan, al tender su

mano, esperaba encontrarse conalgo así como la mano de un reptilo la de un leproso. No sabía cómoera la mano de Pablo. Pero, en laoscuridad, aquella mano que apretóla suya, la apretó francamente y éldevolvió la presión. Pablo teníauna mano buena en la oscuridad ysu contacto dio a Robert Jordan laimpresión más extraña de todas lasque había experimentado aquellamadrugada. «De manera quetenemos que ser aliados ahora —

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pensó—. Hay siempre muchosapretones de manos entre aliados,sin hablar de las declaraciones y delos abrazos. Por lo que hace a losabrazos, me alegro de que podamospasar sin ellos. Creo que todos losaliados son del mismo estilo. Seodian siempre au fond; pero esePablo es un tipo raro».

—Suerte, Pablo —dijo, yapretó aquella extraña mano, firme,decidida y dura—. Te cubriré bien;no te preocupes.

—Siento haberte quitado elmaterial —dijo Pablo—; fue unerror.

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—Pero me has traído lo quenecesitábamos.

—No pongo esto del puente encontra tuya, inglés. Le veo buen fin—dijo Pablo.

—¿Qué estáis haciendovosotros dos? ¿Os habéis vueltomaricones? —preguntó Pilar,surgiendo bruscamente al lado deellos en la oscuridad—. No tefaltaba más que eso —le dijo aPablo—. Vamos, inglés, acaba conlas despedidas, antes que este terobe el resto de tus explosivos.

—No me entiendes, mujer. Elinglés y yo nos entendemos.

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—Nadie te entiende; ni Dios nitu madre —dijo Pilar—. Ni yo.Vete, inglés; despídete de larapadita y vete. Me cago en tupadre; creo que tienes miedo de versalir el toro.

—Tu madre —replicó RobertJordan.

—Tú no has tenido jamás una—susurró alegremente Pilar—. Yahora, vete, porque tengo muchasganas de que todo comience, paraque haya terminado. Vete con tushombres —dijo a Pablo—.Cualquiera sabe el tiempo que va a

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durar su hermosa resolución.Tienes uno o dos que no cambiaríani por ti. Llévatelos y vete.

Robert Jordan se echó lamochila al hombro y se acercó a loscaballos para decir adiós a María.

—Hasta luego, guapa. Hastapronto.

Tenía una sensación deirrealidad. Pensaba que todo lo quedecía lo había dicho antes, yaquello era como si se tratara de untren que se marcha y él estuviese enel andén de la estación.

—Hasta luego, Roberto —dijoella—. Ten cuidado.

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—Pues claro —dijo él. Inclinóla cabeza para besarla y su mochilase escurrió hacia adelante,golpeándole en la nuca de modoque con su frente dio contra la de lamuchacha. También pensaba queesto había sucedido ya.

—No llores —dijo turbado, yno solamente por lo de la mochila.

—No lloro —respondió ella—;pero vuelve en seguida.

—No te preocupes cuandooigas los disparos. Oirásseguramente muchos disparos.

—Pues claro. Pero vuelve enseguida.

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—Hasta luego, guapa —dijocon torpeza.

—Salud, Roberto.Robert Jordan no se había

sentido nunca tan joven desde quehabía subido al tren en Red Lodgepara Billings, en donde tendría quetomar el que iba a llevarle a laescuela por vez primera. Teníamucho miedo de ir y no quería quese dieran cuenta, y en la estación,cuando el conductor iba a coger sumaleta, para subir al estribo, supadre le había abrazado, diciendo:«Que el Señor vele por ti y por mí

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mientras estemos separados». Supadre era hombre muy piadoso ydijo eso de una forma sencilla ysincera; pero su bigote estabahúmedo, sus ojos estaban húmedosde emoción y Robert Jordan sesintió tan azorado por todo aquello,por el tono húmedo y religioso dela plegaria y por el beso del adióspaterno, que se había sentido derepente mucho mayor que su padre,y tan desolado de verle así que casile resultó intolerable.

Después de la salida del tren sequedó en la plataforma de detrás yestuvo viendo la estación y el

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depósito de agua que se hacíancada vez más pequeños, y losraíles, cruzados por las traviesas,que parecían converger hacia unpunto en el que la estación y eldepósito se hacían minúsculos,mientras el rítmico resoplar del trenle iba alejando más y más.

El revisor le había dicho:—Papá parecía sentir mucho

que te fueras, Bob.—Sí —había respondido,

contemplando las matas de salviaque desfilaban a los flancospolvorientos de la vía, entre lospostes del telégrafo. Buscaba con la

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mirada los pájaros entre las matas.—¿No te hace impresión el irte

a la escuela?—No —había dicho él. Y era la

verdad.No hubiera sido verdad unos

momentos antes, pero lo era enaquel momento. Y en el momentode la separación se había sentidotan joven como cuando el trenpartía para la escuela. Seencontraba muy joven de repente, ymuy torpe, y decía adiós con toda latimidez de un colegial queacompaña hasta su puerta a una

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muchacha y no sabe si tiene quebesarla. Luego vio que no eran losadioses lo que le turbaba. Era elencuentro hacia el que se dirigía.Los adioses no hacían más queacrecentar la turbación que leinfundía semejante encuentro.

«Ya estás dándole otra vez —sedijo—. Pero creo que no hay nadieque no se sienta a veces demasiadojoven. Bueno. Bueno, es demasiadopronto para volver a la infancia».

—Adiós, guapa —dijo en vozalta—. Adiós, conejito.

—Adiós, Roberto mío —contestó ella.

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Jordan se acercó a Anselmo y aAgustín, que esperaban, y les dijo:

—Vámonos.Anselmo se echó la pesada

carga al hombro. Agustín, que habíasalido completamente equipado dela cueva, estaba apoyado contra unárbol, con el cañón del fusilametrallador asomando por encimade su carga.

—Bueno; vámonos.Y los tres empezaron a bajar la

colina.—Buena suerte, don Roberto —

dijo Fernando, al pasar delante deél, en fila india, entre los árboles.

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Fernando estaba acurrucado nolejos de allí; pero hablaba con grandignidad.

—Buena suerte para ti,Fernando —deseóle Robert Jordan.

—En todo lo que hagas —dijoAgustín.

—Gracias, don Roberto —dijoFernando, sin molestarse por laspalabras de Agustín.

—Ese es un fenómeno, inglés—susurró Agustín.

—Lo es —dijo Robert Jordan—. ¿Puedo ayudarte? Vas cargadocomo un mulo.

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—Voy bien —dijo Agustín—;pero, hombre, me alegro de queesto empiece.

—Habla bajo —dijo Anselmo—; desde ahora, habla poco y bajo.

Descendieron por la cuesta conprecaución. Anselmo a la cabeza yAgustín detrás. Robert Jordan, quecerraba la marcha, pisaba concuidado para no resbalar, sintiendoen la suela de cáñamo de susalpargatas las agujas de pino. Altropezar con una raíz extendió lamano y tocó el metal frío del cañóndel fusil automático y de las patasdel trípode. Luego fueron bajando

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de costado, trazando con la suela desus alpargatas surcos en el bosque,al resbalar. Volvió a tropezar y,buscando apoyo en la cortezarugosa del tronco de un árbol, sumano encontró una incisión de laque chorreaba resina, y la retiró,pegajosa. Al fin remataron con lapendiente abrupta y arbolada yllegaron al sitio por encima delpuente, en donde Robert Jordan yAnselmo habían estado observandoel primer día.

Anselmo se detuvo cerca de unpino, en la oscuridad, cogió a

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Robert Jordan por la muñeca ysusurró en voz tan baja, que Jordanapenas si le oyó:

—Mira, tienen el braseroencendido.

Se veía abajo un puntoluminoso por la parte en que elpuente daba a la carretera.

—Fue aquí donde estuvimosobservando —explicó Anselmo.Cogió de la mano a Robert Jordan yla llevó hasta el tronco de un pino,para que observara una pequeñaincisión recientemente hecha—.Hice esa señal mientras tú mirabasel puente. Es aquí, a la derecha,

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donde tú querías poner la máquina.—La pondremos ahí.—Bueno.Dejaron en el suelo la carga y

Agustín y Robert Jordan siguieron aAnselmo hasta el lugar llano endonde se elevaba un grupo de pinospequeños.

—Aquí es —dijo Anselmo—.Justamente aquí.

—Desde aquí, a la luz del día—susurró Robert Jordan a Agustín,escondido detrás de los árboles—,verás un pedazo de carretera y elacceso al puente. Verás toda laextensión del puente y un pedazo

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pequeño de carretera del otro lado,antes del lugar en donde lacarretera hace una curva en torno auna roca.

Agustín no respondió.—Estarás aquí, tumbado,

mientras preparamos la explosión,y dispararás contra cualquiera quese acerque, tanto de arriba como deabajo.

—¿De dónde es esa luz? —preguntó Agustín.

—Es la de la garita delcentinela del otro lado del puente—susurró Robert Jordan.

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—¿Quién se encargará de loscentinelas?

—El viejo y yo, como te hedicho; pero si no es así, tú disparassobre las garitas y sobre ellos, silogras verlos.

—Ya lo sé. Ya me lo has dicho.—Después de la explosión,

cuando la gente de Pablo vengavolviendo el recodo, tendrás quedisparar muy alto, por encima de sucabeza, si son perseguidos. Habráque disparar muy alto en cuanto losveas, para evitar que seanperseguidos. ¿Lo entiendes?

—¿Cómo no? Fue lo que me

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dijiste anoche.—¿No se te ocurre nada que

preguntarme?—No. Tengo dos sacos que

puedo llenarlos de tierra ahí arriba,donde no me vean, y traerlos aquí.

—Pero no caves por aquí.Tienes que estar bien escondido,como lo estábamos el otro día alláarriba.

—Sí, los llenaré en laoscuridad. Ya verás. No se podráver nada tal y como yo losdisponga.

—Estás muy cerca, ¿sabes? A

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la luz del día, este bosquecillo seve muy bien desde abajo.

—No te preocupes, inglés.¿Adónde vas tú?

—Voy allá abajo, con mimáquina pequeña. El viejoatravesará la garganta, para estar endisposición de ocuparse de lagarita del otro lado del puente. Lagarita que mira en esa dirección.

—Entonces, nada más —dijoAgustín—. Salud, inglés. ¿Tienestabaco?

—No puedes fumar. Estásdemasiado cerca.

—No es para fumar. Sólo para

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tenerlo en la boca. Para fumardespués.

Robert Jordan le tendió supitillera y Agustín cogió trescigarrillos, que puso en la vuelta desu gorra de pastor. Abrió el trípodey colocó el fusil ametrallador enbatería entre los pinos. Luegocomenzó a deshacer a tientas suspaquetes y a disponer su contenidoen el lugar que le parecía másapropiado.

—Nada más —dijo.Anselmo y Robert Jordan se

apartaron de él para volver junto alas mochilas.

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—¿Dónde convendría dejarlas?—susurró Robert Jordan.

—Aquí, creo yo. Pero ¿estásseguro de que podrás acercarte alcentinela y acertarle con tu pequeñamáquina?

—¿No fue aquí en dondeestuvimos el otro día?

—En ese mismo árbol —susurró Anselmo, en voz tan bajaque apenas Robert Jordan podíaoírle. Sabía que hablaba sin moverlos labios como había hecho elprimer día—. Le he hecho unaseñal con mi cuchillo.

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Robert Jordan tenía de nuevo lasensación de que todo aquellohabía sucedido ya; pero ahora lacausa era la repetición de unapregunta y de la respuesta deAnselmo. Había ocurrido lo mismocon Agustín, que había hecho unapregunta sobre los centinelascuando de antemano sabía larespuesta.

—Es lo suficientemente cerca;quizá demasiado cerca —susurróJordan—. Pero la luz está a nuestraespalda y estaremos bien. Esperfecto.

—Entonces, me iré al otro lado

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de la garganta y me colocaré enposición —dijo Anselmo. Luegoañadió—: Perdóname, inglés. Paraque no haya ningún error. Por si mesiento estúpido.

—¿Qué dices? —preguntóRobert Jordan en voz muy baja.

—Repíteme una vez más lo quetengo que hacer.

—Cuando yo dispare, disparastú. En cuanto elimines a tu hombre,atraviesa el puente y reúneteconmigo. Yo tendré las mochilasallá abajo y tú irás colocando lascargas en la forma que yo te diga.

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Te lo iré explicando todo con lamayor claridad. Si me sucedieraalgo, procederás en la forma que tehe indicado ya. Harás las cosasdespacio y bien, sujetandofirmemente las cargas por medio delas cuñas de madera y asegurandobien las granadas.

—Ahora, todo está claro —dijoAnselmo—. Lo recordaré todo.Ahora me voy. Mantente biencubierto, inglés, cuando se haga dedía.

—Cuando dispares —siguiódiciendo Robert Jordan—, apuntacuidadosamente y con calma. No

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pienses en él como en un hombre,sino como en un blanco. ¿Deacuerdo? No dispares al bulto, sinoa un punto determinado. Si está decara hacia ti, trata de tirar al centrodel vientre. Si está vuelto deespaldas, apunta al centro de laespalda. Oye, viejo, si cuando yodispare, tu hombre está sentado, selevantará un instante, antes de echara correr o agazaparse. Dispáraleentonces. Si no se levanta, tíraleigual. No esperes. Pero asegurabien tu puntería. Acércate a unadistancia de cincuenta metros. Erescazador, de modo que no tendrás

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ningún problema.—Lo haré como me ordenes —

contestó Anselmo.—Sí, así lo mando —dijo

Robert Jordan.«Me alegro de haberme

acordado de darle una orden —sedijo—. Eso le ayudará y atenúa suresponsabilidad. Al menos esperoque sea así. Había olvidado lo queme dijo el primer día a propósitode matar».

—Eso es lo que ordeno —repitió—. Y ahora, vete.

—Me voy —dijo Anselmo—.

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Hasta pronto, inglés.—Hasta pronto, abuelo —dijo

Robert.Se acordó de su padre en la

estación y de la humedad de aqueladiós y no dijo salud, ni hastaluego, ni buena suerte, ni nadaparecido.

—¿Has limpiado el aceite delcañón de tu fusil, abuelo? —susurró—. ¿Para que dispare sindesviarse?

—En la cueva los limpié todoscon la baqueta —repuso Anselmo.

—Entonces, hasta pronto —dijoRobert Jordan. Y el viejo se alejó

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sin ruido, deslizándose con susalpargatas por entre los árboles.

Robert Jordan estaba tendidosobre las agujas de pino quecubrían el bosque, espiando elprimer estremecimiento de la brisa,que agitaría las ramas con el día.Sacó el cargador de laametralladora y jugó con el cerrojoatrás y adelante. Luego volvió elarma hacia él y en la oscuridad sellevó el cañón a los labios y soplódentro; sintió el sabor a grasa delmetal al apoyar su lengua en losbordes. Apoyó su arma contra elantebrazo, con el almacén puesto de

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forma que ninguna aguja de pino nininguna ramita penetrase en él; sacótodas las balas del cargador con eldedo pulgar y las depositó sobre unpañuelo que había extendido en elsuelo. Palpando cada una de lasbalas en la oscuridad, volvió ameterlas, una tras otra, en elcargador. Sentía el peso delcargador en su mano; lo metió en elarma y lo ajustó en su lugar. Setumbó de bruces detrás del troncode un pino, con el arma de través,en su brazo izquierdo, y miró elpunto luminoso que se divisaba

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abajo. En algunos momentos dejabade verlo, cuando el centinela sedetenía junto al brasero. RobertJordan, tumbado allí, aguardó a quese hiciera de día.

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Capítulo XLII

MIENTRAS PABLO VOLVÍA A LA

CUEVA, después de haber recorridolos montes, y la banda descendíahasta el lugar en donde habíandejado los caballos, Andrés habíahecho rápidos progresos hacia elCuartel General de Golz. Al llegara la carretera general deNavacerrada, por donde descendíanlos camiones, se tropezaron con uncontrol. Cuando Gómez exhibió elsalvoconducto del teniente coronelMiranda, el centinela lo leyó a la

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luz de una linterna, se lo dio a otrohombre que estaba con él para quelo mirase, se lo devolvió y saludó:

—Siga —dijo—; pero apaguelas luces.

La motocicleta rugiónuevamente; Andrés volvió aaferrarse al asiento y siguieron a lolargo de la carretera generalmanejándose Gómez hábilmenteentre los camiones. Ninguno de loscamiones llevaba luces; era unconvoy interminable. Habíatambién camiones cargados quesubían carretera arriba y que

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levantaban una polvareda queAndrés no podía ver en laoscuridad, aunque sentía que legolpeaba el rostro y podía haberhincado en ella los dientes.

Llegaron junto a la trasera de uncamión y la motocicleta tamboreóunos instantes hasta que Gómez laaceleró, dejando atrás al camión y aotro, y otro, y otro y otros más,mientras a su izquierda seguíarugiendo la fila de camiones quevolvían de la Sierra. Detrás deellos se encontraba un automóvilrasgando el ruido y el polvoproducidos por los camiones con

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sus insistentes bocinazos. Encendióy apagó los faros varias veces,iluminando la nube de polvoamarillento, y se lanzó adelante,entre el chirrido de los engranajesforzados por la aceleración y elconcierto discordante de su bocinaamenazadora.

Más adelante el tráfico se habíadetenido y la motocicleta fuedejando atrás los camiones, lasambulancias, los coches del EstadoMayor y los carros blindados, queparecían pesadas tortugas de metalerizadas de cañones en medio delpolvo que aún no había llegado a

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posarse, hasta que llegaron a otrocontrol, que se encontraba en dondese había producido la colisión. Uncamión no había visto detenerse alcamión que iba delante de él yhabía chocado con él, destrozandosu parte posterior y desparramandopor la carretera las cajas demuniciones para armas ligeras queformaban su cargamento. Una cajase había roto al caer, y cuandoGómez y Andrés descendieronhaciendo rodar su motocicletadelante de ellos, entre los vehículosinmovilizados, para enseñar sus

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salvoconductos, Andrés pisó losestuches de cobre de los millaresde cartuchos esparcidos por elpolvo. El segundo camión tenía elradiador completamente aplastado.El siguiente estaba pegado a lapuerta trasera del anterior. Uncentenar más se habían quedadoinmovilizados detrás y un oficial,calzado con botas altas, corríaremontando la fila y gritando a losconductores que retrocediesen paraque pudieran sacar de la carreterael camión aplastado.

Había demasiados camionespara que ello fuese posible y

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pudieran retroceder losconductores, a menos que el oficialno llegase al final de la fila, que nocesaba de alargarse, y que leimpedía avanzar. Andrés le viocorrer, tropezando, con su linternaeléctrica, gritando, blasfemando,mientras los camiones seguíanllegando.

Los hombres del control noquerían devolverle elsalvoconducto. Eran dos, con susfusiles al hombro, y gritandotambién. El que llevaba elsalvoconducto en la mano atravesóla carretera para acercarse a un

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camión que bajaba y pedirle quefuese al próximo control, a fin deque se diera orden de retener atodos los camiones hasta quepudiera despejarse elembotellamiento. El conductor delcamión escuchó lo que se le decía yprosiguió su camino. Luego,siempre con el salvoconducto en lamano, el hombre del control volvióa gritar al conductor del camióncuya carga se había desparramado.

—Deja eso y avanza, por amorde Dios, para que podamos quitartodo eso.

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—Tengo rota la transmisión —explicó el conductor, inclinadosobre la trasera de su camión.

—Me cago en tu transmisión.Adelante, te he dicho.

—No se puede andar con unatransmisión rota —dijo elconductor, siempre inclinado sobrela parte posterior del camión.

—Entonces, que te remolquenpara que podamos sacar del camiónesa porquería.

El conductor le lanzó unamirada furiosa mientras el hombredel control enfocaba con su linternaeléctrica la parte trasera del

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camión.—Adelante. Adelante —

gritaba, llevando el salvoconductoen la mano.

—¿Y mi salvoconducto? —preguntó Gómez—. Misalvoconducto. Tenemos prisa.

—Vete al diablo con tusalvoconducto —dijo el hombre. Selo tendió y atravesó la carreteracorriendo, para detener a un camiónque descendía.

—Da la vuelta al llegar al crucey ponte en posición para remolcar aeste camión averiado —dijo al

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conductor.—Mis órdenes son…—Me cago en tus órdenes. Haz

lo que te he dicho.El conductor puso en marcha el

vehículo y siguió carreteraadelante, perdiéndose de vista.

Mientras Gómez ponía enmarcha su motocicleta y avanzabapor la carretera, despejada en unlargo trecho una vez rebasado ellugar de la colisión, Andrés,agarrado de nuevo a su asiento,pudo ver al hombre del control, quedetenía otro vehículo, y alconductor, que sacaba la cabeza de

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la cabina para oír lo que le decía.Corría rápidamente, devorando

la carretera, que ascendíaregularmente hacia la Sierra. Todala circulación en el mismo sentidoque llevaban ellos había quedadoinmovilizada en el control y sólopasaban los camiones quedescendían, que pasaban y seguíanpasando a su izquierda, mientras lamotocicleta subía rápida yregularmente hasta que alcanzó lacolumna de vehículos que habíapodido pasar el control antes delaccidente.

Siempre con las luces

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apagadas, rebasaron cuatroautomóviles blindados y luego unalarga fila de camiones cargados detropas. Los soldados ibansilenciosos en la oscuridad. Alprincipio Andrés sólo sentía supresencia por encima de él, en loalto de los camiones a través delpolvo. Luego un coche del EstadoMayor intentó abrirse pasohaciendo sonar su bocina yencendiendo y apagando los farosen rápida sucesión, y Andrés vio ala luz de estos a los soldados conlos cascos de metal, los fusiles

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enhiestos y las ametralladoras,apuntando hacia el cielo sombrío,recortarse nítidamente en la nochepara volver de nuevo a desaparecercuando las luces de los faros seapagaban. Hubo un momento, alpasar cerca de un camión desoldados, en que pudo ver su rostrotriste e inmóvil a la súbita luz. Bajolos cascos de metal, viajando en laoscuridad hacia algo que sólosabían que era un ataque, cada unode aquellos rostros iba contraídopor una preocupación particular, yla luz los revelaba tal y como eran,de un modo como no hubiesen

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aparecido a la luz del día, porquehubieran tenido miedo de mostrarseasí los unos a los otros, hasta elmomento en que el bombardeo o elataque comenzasen y nadie pensaraya más en la cara que tenía queponer.

Al pasar Andrés por delante deellos, camión tras camión, conGómez siempre hábilmente delantedel coche del Estado Mayor, no sehizo semejantes reflexiones sobreaquellas caras. Pensaba solamente:«¡Qué ejército! ¡Qué equipo! ¡Quémotorización! ¡Vaya gente! Míralos.Ese es el ejército de la República.

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Míralos, camión tras camión.Todos con el mismo uniforme.Todos con casco de metal en lacabeza. Mira esas máquinasapuntando para recibir a losaviones. Mira qué ejército hanorganizado».

Y la motocicleta pasaba antelos altos camiones grises, repletosde soldados, camiones grises decabinas cuadradas, de feos motorescuadrados, ascendiendoregularmente por la carretera, entreel polvo y la luz intermitente delcoche del Estado Mayor que seguía.

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La estrella roja del ejércitoaparecía al resplandor de los focoscuando estos alumbraban la partetrasera de los camiones, o sedejaba ver en los flancospolvorientos, cuando la luz losbarría, y los camiones rodaban,ascendían regularmente en el aire,que se hacía cada vez más frío porla carretera, que se retorcía yzigzagueaba, resoplando ygruñendo, algunos despidiendohumo a la luz de los faros. La motosubía también con esfuerzo. YAndrés, agarrado al asiento,pensaba mientras ascendía que

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aquel viaje en moto era mucho,mucho. No había ido en moto nuncahasta entonces, y ascendía por lamontaña en medio de todo aquelmovimiento que se encaminaba alataque, y al subir se daba cuenta deque ya no era cosa de preguntarse sillegaría a tiempo para ocupar lospuestos. En aquel tráfago y aquellaconfusión, podría tenerse porhombre afortunado si estaba deregreso al día siguiente por lanoche. No había visto nunca unaofensiva ni los preparativos de unaofensiva, y mientras subían por lacarretera, se maravillaba de la

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potencia y del tamaño de aquelejército que había creado laRepública.

Corrían por una carretera queiba ascendiendo rápidamente por elflanco de la montaña y, al acercarsea la cima, la pendiente se hizo tanabrupta que Gómez le pidió que sebajase de la moto, y juntos laempujaron hasta el final. A laizquierda, nada más pasar el puntomás alto, había una curva en dondelos coches podían dar la vuelta ycambiar de dirección y se veíanluces parpadeantes ante un gran

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edificio de piedra que se levantaba,grande y oscuro, contra el cielonocturno.

—Vamos a preguntar dóndeestá el Cuartel General —dijoGómez a Andrés. Empujaron lamoto hasta llegar a donde estabanlos dos centinelas apostadosdelante de la puerta cerrada delgran edificio de piedra. Gómezestaba apoyando ya la motocicletacontra el muro cuando unmotociclista con chaquetón decuero se perfiló en el recuadro deuna puerta que daba acceso alinterior luminoso del edificio.

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Llevaba una cartera al hombro y unmáuser golpeándole la cadera.Cuando la puerta se volvió a cerrar,el hombre buscó su moto en laoscuridad, al lado de la entrada, laempujó hasta ponerla en marcha ysalió zumbando carretera abajo.

Gómez se acercó a la puerta yse dirigió a uno de los centinelas.

—Capitán Gómez, de la 65brigada —dijo—. ¿Puedes decirmedónde encontraré el CuartelGeneral del general Golz,comandante de la 35 división?

—Aquí no es —dijo elcentinela.

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—¿Qué es esto?—La comandancia.—¿Qué comandancia?—Pues la comandancia.—¿La comandancia de qué?—¿Quién eres tú para hacer

tantas preguntas? —preguntó elcentinela a Gómez en la oscuridad.

Allí, en lo alto del puerto, elcielo estaba muy claro y sembradode estrellas, y Andrés, ya que habíasalido de la polvareda, podía verclaramente en la noche. Por debajode ellos, donde la carretera torcía ala derecha, Andrés podía discernir

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claramente la silueta de loscamiones y de los coches quecirculaban dibujándose contra elhorizonte.

—Soy el capitán RogelioGómez, del primer batallón de la65 brigada y pregunto dónde está elCuartel General del general Golz—dijo Gómez.

El centinela entreabrió lapuerta.

—Llamad al cabo de guardia —gritó hacia el interior.

En ese momento, un granautomóvil del Estado Mayor dio lavuelta a la curva y se dirigió hacia

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el gran edificio de piedra, ante elcual aguardaban Andrés y Gómez aque apareciese el cabo de guardia.El coche se acercó y se detuvo antela puerta.

Un hombre grande, viejo,pesado, con una gran boina caquicomo la que llevan los chasseurs àpied del ejército francés, con unabrigo gris, un mapa en la mano yuna pistola sujeta alrededor de suabrigo por una correa, salió delasiento posterior del coche,acompañado de otros dos hombrescon uniforme de las BrigadasInternacionales.

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El viejo habló en francés con suchófer, ordenándole que se apartasede la puerta y llevara el coche alrefugio. Andrés no entendía elfrancés, pero Gómez, que habíasido barbero, sabía algunaspalabras.

Al acercarse a la puerta, conlos otros dos oficiales, Gómez viosu rostro claramente al seriluminado y le reconoció. Le habíavisto en reuniones políticas y habíaleído con frecuencia artículos suyostraducidos del francés en MundoObrero. Reconoció las pobladas

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cejas, los ojos grises acuosos, elmentón y la doble papada, comopertenecientes a una de lasprimeras figuras de los grandesrevolucionarios modernos deFrancia; era el hombre que habíaencabezado el motín de la flotafrancesa en el Mar Negro. Gómezconocía la alta situación políticaque ocupaba aquel hombre en lasBrigadas Internacionales y sabíaque tal persona tenía que conocerdónde se encontraba el CuartelGeneral de Golz y podíaencaminarlos. Lo que no sabía eraen lo que aquel hombre se había

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convertido con el tiempo, lasdesilusiones, las amargurasdomésticas y políticas y laambición defraudada, y quedirigirse a él era una de las cosasmás peligrosas que podían hacerse.Ignorando todo esto, se dirigióhacia el hombre, le saludó,levantando el puño, y dijo:

—Camarada Marty, somosportadores de un mensaje para elgeneral Golz. ¿Puede ustedindicarnos su Cuartel General? Esurgente.

El anciano, grande y pesado,miró a Gómez inclinando la cabeza

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y escrutándole con toda la atenciónde sus ojos acuosos. Incluso en elfrente, a la luz de una bombillaeléctrica desnuda y cuando acababade hacer un viaje en cochedescubierto y en una noche fresca,su rostro gris tenía aire dedecrepitud. Su cara parecíamodelada con esos desechos que seencuentran debajo de las patas delos leones muy viejos.

—¿Tienes qué, camarada? —preguntó a Gómez. Hablaba elespañol con un fuerte acentocatalán. Echó una mirada de reojo a

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Andrés y volvió a fijar la vista enGómez.

—Un mensaje para el generalGolz, que tengo que entregar en suCuartel General, camarada.

—¿De dónde procede eso,camarada?

—De más allá de las líneasfascistas —dijo Gómez.

André Marty extendió la manopara tomar el mensaje y los otrospapeles. Les echó una ojeada y selos guardó en el bolsillo.

—Detened a los dos —dijo alcabo de guardia—; registradlos ytraédmelos cuando yo lo ordene.

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Con el mensaje en el bolsillo,el anciano penetró en el interior delgran edificio de piedra.

En el cuarto de guardia Gómezy Andrés fueron registrados.

—¿Qué le pasa a ese hombre?—preguntó Gómez a uno de losguardias.

—Está loco —dijo el guardia.—No; es una figura política

muy importante —dijo Gómez—.Es el comisario supremo de lasBrigadas Internacionales.

—A pesar de eso, está loco —insistió el cabo—. ¿Qué hacíaisdetrás de las líneas fascistas?

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—Este camarada es unguerrillero de por allí —dijoGómez, mientras el hombre leregistraba—. Trae un mensaje parael general Golz. Ten mucho cuidadocon mis papeles. Guárdame bien eldinero, y esa bala, atada con unhilo; es de mi primera herida en elGuadarrama.

—No te preocupes —contestóel cabo—; todo se guardará en estecajón. ¿Por qué no me preguntaste amí dónde estaba Golz?

—Quisimos hacerlo. Preguntéal centinela y él te llamó.

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—Pero llegó el loco y lepreguntasteis a él. Nadie debierapreguntarle nada. Está loco. TuGolz está a tres kilómetros de aquí,a la derecha de estos peñascos, enlo alto de la carretera.

—¿No podrías dejar que nosfuéramos?

—No. Me va la cabeza. Tengoque conduciros a presencia delloco. Y además, él tiene tu mensaje.

—Pero ¿no podrías avisar aalguien?

—Sí —dijo el cabo—; se lodiré al primer responsable que metropiece. Todos saben que está

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loco.—Siempre le había tenido por

una gran figura —comentó Gómez—. Por una de las glorias deFrancia.

—Puede que sea una gloria ytodo lo que tú quieras —dijo elcabo, poniendo una mano sobre elhombro de Andrés—; pero está másloco que una cabra. Tiene la maníade fusilar a la gente.

—¿Fusilarlos? ¿En serio?—Como lo oyes —dijo el cabo

—. Ese viejo mata más que la pestebubónica. Pero no mata a los

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fascistas, como hacemos nosotros.¡Qué va! Ni en broma. Mata abichos raros. Trotskistas,desviacionistas, toda clase debichos raros.

Andrés no comprendía nada deaquello.

—Cuando estábamos en ElEscorial fusilamos no sé cuantostipos por orden suya —dijo el cabo—. Siempre nos tocó a nosotrosfusilar. Los de las Brigadas noquerían fusilar a sus hombres, sobretodo, los franceses. Para evitardificultades, siempre fusilábamosnosotros. Nosotros fusilábamos a

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los franceses. Nosotros fusilábamosa los belgas. Nosotros fusilábamosa otros de distintas nacionalidades.De todas las clases. Tiene la maníade fusilar gente. Siempre porcuestiones políticas. Está loco.Purifica más que el salvarsán.

—Pero ¿hablarás a alguien deese mensaje?

—Sí, hombre. Sin ninguna duda.Los conozco a todos en estas dosbrigadas. Todos pasan por aquí.Conozco incluso a los rusos,aunque no hay muchos que hablenespañol. Impediremos a ese locoque fusile a los españoles.

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—Pero ¿y el mensaje?—El mensaje también; no te

preocupes, camarada. Sabemoscómo hay que gastarlas con eseloco. No es peligroso más que consus compatriotas. Ahora ya leconocemos.

—Traed a los dos detenidos —dijo la voz de André Marty.

—¿Queréis echar un trago? —preguntó el cabo.

—¿Cómo no?El cabo cogió de un armario

una botella de anís, y Gómez yAndrés bebieron. El cabo también.

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Secóse la boca con el dorso de lamano.

—Vámonos —dijo.Salieron del cuarto de guardia

con la boca ardiendo por efecto delanís que habían tomadoentrecortadamente, con la tripa y elespíritu templados; atravesaron elvestíbulo y penetraron en lahabitación donde Marty seencontraba sentado ante una largamesa, con un mapa extendidodelante de él y sosteniendo en lamano un lápiz rojo y azul, con elque jugaba a general. Para Andrés,aquello no era sino un incidente

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más. Había habido muchos aquellanoche. Era siempre así. Si se teníanlos papeles en regla y la conciencialimpia, no se corría peligro.Acababan por soltar a uno y seproseguía el camino. Pero el ingléshabía dicho que se dieran prisa.Sabía que no volvería a tiempopara lo del puente; pero tenía queentregar un despacho, y aquel viejodetrás de la mesa lo guardaba en subolsillo.

—Deteneos ahí —ordenóMarty, sin levantar sus ojos.

—Escucha, camarada Marty —comenzó a decir Gómez, fortificada

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su cólera por los efectos del anís—; ya hemos sido estorbados unavez esta noche por la ignorancia delos anarquistas. Luego, por lapereza de un burócrata fascista. Yahora lo estamos siendo por ladesconfianza de un comunista.

—Cállate —dijo Marty, sinmirarle—. No estamos en unareunión pública.

—Camarada Marty, se trata deun asunto muy urgente —insistióGómez—, y de la mayorimportancia.

El cabo y el soldado que los

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escoltaban seguían con el más vivointerés la conversación, como siestuvieran presenciando una obracuyos lances más felices, aunquevistos ya muchas veces, saboreabancon deleite por anticipado.

—Todo es de la mayor urgencia—dijo Marty—. Todas las cosastienen importancia. —Levantó lavista hacia ellos, con el lápiz en lamano—. ¿Cómo supisteis que Golzestaba aquí? ¿Os dais cuenta de lagravedad que supone el preguntarpor un general antes de iniciarse unataque? ¿Cómo pudisteis saber queese general estaría aquí?

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—Cuéntaselo tú —dijo Gómeza Andrés.

—Camarada general —empezóa decir Andrés. André Marty nocorrigió el error de grado—. Esepaquete me lo dieron al otro ladode las líneas.

—¿Al otro lado de las líneas?—preguntó Marty—. ¡Ah, sí!, ya osoí decir que veníais de las líneasfascistas.

—Me lo dio un inglés llamadoRoberto, camarada general, quevino como dinamitero para lo delpuente. ¿Entiendes?

—Continúa con tu cuento —

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dijo Marty, usando la palabracuento para expresar mentira,falsedad o invención.

—Bueno, camarada general, elinglés me ordenó que a toda prisase lo trajera al general Golz, que vaa lanzar una ofensiva por estasmontañas. Y lo único que tepedimos es podérselo llevar contoda la rapidez posible, si no tieneningún inconveniente el camaradageneral.

Marty volvió a sacudir lacabeza. Miraba a Andrés, pero nole veía.

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Golz, pensaba con una mezclade horror y de satisfacción; esamezcla que es capaz deexperimentar un hombre al saberque su peor rival ha muerto en unaccidente de coche particularmenteatroz, o que una persona queodiaba, y cuya probidad no se pusonunca en duda, acababa de seracusada de desfalco. Que Golzfuese también uno de ellos… QueGolz mantuviera relaciones tanevidentes con los fascistas… Golz,a quien él conocía desde hacía másde veinte años. Golz, que habíacapturado el tren de oro aquel

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invierno con Lucacz en Siberia.Golz, que se había batido contraKolchak y en Polonia. Y en elCáucaso, y en China. Y aquí, desdeel primero de octubre. Pero habíasido íntimo de Tukhachevsky. DeVorochilov también, ciertamente.Pero fue íntimo de Tukhachevsky.¿Y de quién más? Aquí lo era deKarkov, desde luego. Y de Lucacz.Pero todos los húngaros eranintrigantes. Él detestaba a Gall.«Acuérdate de eso. Anótalo». Golzhabía detestado siempre a Gall.Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de

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eso. Y Duval es su jefe de EstadoMayor. Fíjate en lo que hay detrásde todo eso. Se le ha oído decir queCopie era un imbécil. Eso es algodefinitivo. Eso es algo que cuenta.Y ahora, ese mensaje procedente delas líneas fascistas». Solamentecortando las ramas podridas podríaconservarse el árbol sano yvigoroso. Era necesario que lapodredumbre quedara aldescubierto para que pudiera serdestruida. Pero que tuviera que serGolz… Que fuera Golz uno de lostraidores… Sabía que no eraposible confiar en nadie. En nadie.

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Nunca. Ni en la propia mujer. Ni enel hermano. Ni en el más viejocamarada. En nadie. Nunca.

—Lleváoslos y vigiladlos. —Elcabo y el soldado se cruzaron unamirada. Para ser una entrevista conMarty, había sido poco ruidosa.

—Camarada Marty —dijoGómez—, no procedas como undemente. Escúchame a mí, unoficial leal, un camarada. Esemensaje tiene que ser entregado.Este camarada lo ha traídoatravesando las líneas fascistaspara entregárselo al camaradageneral Golz.

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—Lleváoslos —ordenó Martyal centinela, expresándose con grandulzura. Los compadecía comoseres humanos aunque fuesenecesario liquidarlos. Pero era latragedia de Golz lo que leobsesionaba. Que tuviera que serGolz, pensaba. Era preciso llevaren seguida el mensaje fascista aVarloff. No, sería mejor que élmismo se lo entregara a Golz y leobservara en su reacción. ¿Cómoestar seguro de Varloff, si Golzmismo era uno de ellos? No. Era unasunto que requería grandes

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precauciones.Andrés se dirigió a Gómez.—¿Crees que no va a enviar el

mensaje? —preguntó, sin acabar decreerlo.

—¿No lo estás viendo? —dijoGómez.

—Me cago en su puta madre —dijo Andrés—. Está loco.

—Sí —asintió Gómez—; estáloco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco—gritó a Marty, que estaba deespaldas a ellos, inclinado sobre elmapa, esgrimiendo su lápiz rojo yazul—. ¿Me oyes, loco asesino?

—Lleváoslos —volvió a decir

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Marty—. Su cabeza estádesquiciada bajo el peso de suenorme culpa.

Aquella era una frase que alcabo le resultaba familiar. La habíaoído ya otras veces.

—Loco. Asesino —gritabaGómez.

—Hijo de la gran puta —gritaba Andrés—. Loco.

La estupidez de aquel hombre leexasperaba. Si era un loco, que leencerrasen, que le quitaran elmensaje del bolsillo. Al diablo conaquel loco. La furia españolaempezaba a manifestarse,

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sobreponiéndose a su manera de sercalmosa y a su humor afable. Unpoco más, y le cegaría.

Marty, con los ojos fijos en elmapa, movió tristemente la cabezamientras los guardias hacían salir aGómez y a Andrés. Los guardias sedivirtieron al oír cómo leinsultaban; pero, en conjunto, larepresentación había resultadofloja. Habían visto otras muchomejores. A André Marty no leimportaban las injurias. Muchoshombres le habían maldecido, al finy al cabo. Sentía piedad de todos,

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sinceramente, como seres humanos.Era algo que se repetía a menudo yera una de las pocas ideas sanasque le quedaban y que fuerarealmente suya.

Siguió sentado allí, con los ojosfijos en el mapa, hacia el queapuntaban también las guías de susbigotes; aquel mapa que nocomprendería nunca, con loscírculos de color castaño finoscomo la tela de una araña. Podíadiscernir las cimas y los valles,pero no comprendía en absoluto porqué era preciso elegir esa cima oaquel valle. En el Estado Mayor,

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donde, gracias al régimen de loscomisarios políticos, tenía derechoa intervenir, sabía poner el dedosobre tal o cual lugar numerado,rodeado de un círculo castaño, enmedio de las manchas verdes de losbosques, cortado por las líneas delas carreteras que corrían paralelasa las líneas sinuosas de los ríos, ydecir: «Aquí. Este es el puntovulnerable».

Gall y Copie, que eran los dospolíticos y hombres ambiciosos,asentían y, más tarde, hombres quenunca habían visto el mapa, y aquienes habían dicho el número de

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la cota antes de salir, treparían porlas laderas en busca de su muerte, amenos que, detenidos por el fuegode las ametralladoras ocultas entrelos olivares no la alcanzasen jamás.Podía suceder asimismo que enotros frentes trepasen fácilmentepara descubrir que no habíanmejorado en nada su posiciónanterior. Pero cuando Marty poníael dedo sobre el mapa en el EstadoMayor de Golz, los músculos de lamandíbula del general de cráneolleno de cicatrices y rostro blancose crispaban, mientras se decía

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para sí: «Debiera matarte, AndréMarty, antes de consentir quepusieras tu inmundo dedo sobre unode mis mapas. Maldito seas portodos los hombres que has hechomorir mezclándote en cosas que noconocías. Maldito sea el día en quese dio tu nombre a la fábrica detractores, a las aldeas, a lascooperativas, convirtiéndote en unsímbolo al que yo no puedo tocar.Vete a otra parte a sospechar, aexhortar, a intervenir, a denunciar ya asesinar, y deja en paz mi EstadoMayor».

Pero en lugar de decir eso, Golz

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se limitaba a apartarse de lainmensa mole inclinada sobre elmapa con el dedo extendido, losojos acuosos, el mostacho de unblanco grisáceo, y el aliento fétido,y decía: «Sí, camarada Marty;comprendo tu punto de vista; perono está enteramente justificado y noestoy de acuerdo. Puedes pasarsobre mi cadáver, si lo prefieres.Sí, puedes convertirlo en unacuestión de partido, como dices.Pero no estoy de acuerdo».

Así, pues, André Marty seguíaen aquellos momentos sentado,estudiando su mapa, extendido

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sobre la mesa, a la luz cruda de unabombilla eléctrica sin pantallasuspendida por encima de sucabeza y, consultando las copias delas órdenes de ataque, trataba debuscar el lugar lentamente,cuidadosa y laboriosamente sobreel mapa como un joven oficial quetratara de resolver un problema enun curso preparatorio de EstadoMayor.

Hacía la guerra. Con supensamiento mandaba las tropas;tenía derecho a intervenir y pensabaque ese derecho era un mando.

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Seguía sentado allí, con la carta deRobert Jordan a Golz en el bolsillo,mientras Gómez y Andrésesperaban en el cuarto de guardia yRobert Jordan estaba tumbado en elbosque, más arriba del puente.

Es más que dudoso que lamisión de Andrés hubieraconcluido de forma distinta sihubieran podido seguir su caminoGómez y él sin los estorbosimpuestos por André Marty. Nohabía nadie en el frente conautoridad bastante para suspenderel ataque. El mecanismo se habíapuesto en movimiento desde hacía

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demasiado tiempo para que sepudiera detener de golpe. En lasoperaciones militares, cualesquieraque sean, hay siempre muchainercia. Pero una vez que esainercia ha sido sobrepasada y queel mecanismo se ha puesto enmarcha, es tan difícil detenerlocomo desencadenarlo.

Aquella noche, el anciano, consu boina echada sobre los ojos,permanecía sentado ante la mesamirando el mapa cuando la puertase abrió y Karkov, el periodistaruso, entró acompañado de otrosdos rusos, vestidos de paisanos,

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con gorra y chaqueta de cuero. Elcabo de guardia lamentó tener quecerrar la puerta detrás de ellos.Karkov había sido el primerhombre de solvencia con quienhabía podido comunicarse.

—Tovarich Marty —dijoKarkov con su expresión cortés ydesdeñosa, mostrando al sonreír sumala dentadura.

Marty se incorporó. No legustaba Karkov; pero como Karkovera un enviado de Pravda y estabaen relación directa con Stalin, erauno de los tres hombres más

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importantes de España porentonces.

—Tovarich Karkov —contestó.—¿Estás preparando la

ofensiva? —preguntóinsolentemente Karkov, haciendo ungesto hacia el mapa.

—La estoy estudiando —respondió Marty.

—¿Eres tú el encargado dedirigirla, o es Golz? —siguióinquiriendo Karkov suavemente.

—No soy más que un simplecomisario, como sabes —dijoMarty.

—No —repuso Karkov—; eres

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muy modesto. Eres un verdaderogeneral. Tienes tu mapa y tusprismáticos. ¿No has sido almirantealguna vez, camarada Marty?

—Fui condestable artillero —contestó Marty. Era una mentira.

En realidad, fue pañolero deproa cuando se amotinó la armada.Pero le gustaba figurarse que habíasido condestable artillero.

—¡Ah!, creía que habías sidopañolero de primera —dijo Karkov—. Siempre tengo los datosequivocados. Es propio deperiodistas.

Los otros dos rusos no tomaron

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parte en la conversación. Mirabanel mapa por encima del hombro deMarty y de vez en cuandocambiaban alguna que otra palabraen su lengua. Marty y Karkov,después de los primeros saludos, sehabían puesto a hablar en francés.

—Es mejor que tus errores nolleguen a Pravda —dijo Marty.

Lo dijo bruscamente, tratandode recobrar el aplomo. Karkov ledeprimía. La palabra francesa esdégonfler, y Karkov le deprimía yle irritaba. Cuando Karkov hablaba,le costaba trabajo recordar su

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propia importancia dentro delpartido. Le costaba trabajorecordar que era también intocable.Karkov parecía que le tocasesiempre ligeramente, con suavesbotonazos, aunque podía tocarletodo lo que se le antojara. Ahora,Karkov decía:

—Lo corrijo por lo generalantes de enviar nada a Pravda.Tengo mucho cuidado con Pravda.Dime, camarada Marty, ¿has oídohablar de un mensaje para Golz deuno de nuestros grupos deguerrilleros que opera cerca deSegovia? Hay allí un camarada

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norteamericano, llamado Jordan, dequien debiéramos tener noticias. Senos ha dicho que ha habidocombates detrás de las líneasfascistas. Nuestro camarada hadebido de enviar un mensaje aGolz.

—¿Un norteamericano? —preguntó Marty. Andrés había dichoun inglés. De manera que era élquien estaba equivocado. Pero ¿porqué habían ido a buscarle aquellosidiotas?

—Así es —dijo Karkov,mirándole con desdén—; un jovennorteamericano, no muy

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desarrollado políticamente; peroque se entiende muy bien con losespañoles y tiene un expedientemuy bueno como guerrillero.Entrégame el despacho, camaradaMarty. Ya ha sido detenido bastantetiempo.

—¿Qué despacho? —preguntóMarty.

Era una pregunta estúpida, y losabía. Pero no era capaz deconfesar tan de prisa que se habíaequivocado, e hizo la preguntaaunque sólo fuese para retrasaraquel momento de humillación.

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—El despacho del joven Jordanpara Golz que está en tu bolsillo —dijo Karkov a través de su maladentadura.

André Marty se metió la manoen el bolsillo, sacó el mensaje y lopuso sobre la mesa, mirando aKarkov directamente a los ojos.Muy bien, se había equivocado y nohabía nada que se pudiera hacerpara remediarlo; pero no estabadispuesto a sufrir ningunahumillación.

—Y el salvoconducto también—insistió Karkov suavemente.

Marty puso el salvoconducto al

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lado del despacho.—Camarada cabo —llamó

Karkov en español.El cabo abrió la puerta y entró

en la habitación. Echó una rápidamirada hacia Marty, que ledevolvió la mirada como un viejojabalí acosado por los perros. Nohabía en su rostro huellas de miedoni de humillación. Estabasencillamente encolerizado y habíasido acorralado provisionalmente.Sabía que aquellos perros no seharían jamás con él.

—Entrégales esos documentos a

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esos dos camaradas del cuarto deguardia e indícales el camino parallegar al Cuartel General de Golz—dijo Karkov—. Ya han estadodetenidos demasiado tiempo.

El cabo salió y Marty le siguiócon la mirada, volviéndola despuéshacia Karkov.

—Tovarich Marty —dijoKarkov—, voy a averiguar hastaqué punto eres intocable.

Marty le miró de frente y nodijo nada.

—No hagas planes sobre lo quevas a hacer con el cabo —prosiguióKarkov—. No fue el cabo quien me

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habló. Vi a los dos hombres en elcuarto de guardia y me hablaronellos. —Era una mentira—.Siempre quiero que la gente sedirija a mí. —Aquello era verdad,aunque fue el cabo quien le habló.Pero Karkov creía en los beneficiosque podían sacarse de suaccesibilidad y en las posibilidadesde humanizar las cosas por unaintervención benévola. Era la únicacosa en la que no era nunca cínico—. Ya sabes que cuando estoy en laU. R. S. S. las gentes me escriben aPravda si se comete una injusticiaen una aldea del Azerbayán. ¿Lo

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sabías? «El camarada Karkov nosayudará», se dicen.

André Marty le miró sin que surostro expresara más que cólera ydisgusto. No tenía en su mente otraidea más que la de que Karkovhabía hecho algo contra él. Muybien. Por mucho poder que tuviera,Karkov tendría que estar alerta enadelante.

—Hay algo más —continuóKarkov—, aunque siempre se tratade lo mismo. Es preciso quedescubra hasta qué punto eresintocable, camarada Marty. Me

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gustaría saber si no es posiblecambiar el nombre de esa fábricade tractores.

André Marty apartó los ojos ylos fijó de nuevo en el mapa.

—¿Qué decía el joven Jordanen su mensaje? —preguntó Karkov.

—No he leído el mensaje —contestó Marty—. Et maintenant,fiche-moi la paix, camaradaKarkov.

—Bien —dijo Karkov—, tedejo entregado a tus tareasmilitares.

Salió de la habitación y se fueal cuarto de guardia. Andrés y

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Gómez se habían marchado ya. Sedetuvo un instante mirando elcamino y las cumbres que seperfilaban en la luz cenicienta de lamadrugada. «Hay que llegar alláarriba —pensó—. Esto va acomenzar muy pronto».

Andrés y Gómez estaban denuevo en la motocicleta, corriendopor la carretera, que poco a poco seiba iluminando por la luz del día.Andrés, agarrado al asiento,mientras la moto trepaba por lacarretera, en curvas cerradas,envuelta en una bruma gris, quedescendía de lo alto del puerto,

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sentía la máquina deslizarse bajoél. Luego la sintió estremecerse ypararse. Se quedaron de pie, allado de la moto, en un fragmento decarretera descendente envuelta enbosques. A su izquierda habíatanques cubiertos con ramas depino. Por todas partes había tropas.Andrés vio a los camilleros, conlos largos palos de las camillas alhombro. Tres coches del EstadoMayor estaban alineados a laderecha, bajo los árboles, a un ladode la carretera y debajo de unaenramada de pinos. Gómez llevó la

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motocicleta hasta apoyarla en unpino, junto a uno de losautomóviles. Se dirigió al chóferque estaba sentado en el coche, conla espalda apoyada en un árbol.

—Yo os llevaré —dijo elchófer—. Esconde la moto ycúbrela con algunas de esas ramas—añadió, señalando un montón deramas cortadas.

Mientras el sol comenzaba aasomar por las altas copas de lospinos, Gómez y Andrés siguieron alchófer, que se llamaba Vicente, alotro lado de la carretera y llegaron,caminando entre los árboles, por

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una pendiente, hasta la entrada deun refugio sobre cuyo techo seveían los hilos del teléfono y deltelégrafo, que continuaban caminoarriba. Quedaron aguardandomientras el chófer entraba con elmensaje, y Andrés admiró laconstrucción del refugio, queparecía un agujero desde el exteriorde la colina, sin escombrosalrededor, pero que en su interiorera profundo, según podía verdesde la entrada, y los hombres semovían con holgura sin necesidadde agachar la cabeza para esquivarel grueso techo de maderos.

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Por fin, Vicente, el chófer,salió.

—Está allá arriba, en lo alto dela montaña, en donde se estándesplegando las tropas para elataque —dijo—. Se lo he dado aljefe del Estado Mayor. Aquí está elrecibo que ha firmado.

Entregó el sobre firmado aGómez, que se lo entregó a Andrés,el cual le echó una ojeada y se lometió en el bolsillo de su camisa.

—¿Cómo se llama el que hafirmado? —preguntó.

—Duval —dijo Vicente.

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—Bien —dijo Andrés—. Esuno de los tres a quien podíaentregárselo.

—¿Tenemos que aguardarrespuesta? —preguntó Gómez aAndrés.

—Sería mejor; aunque, despuésde lo del puente, ni Dios sabe sipodré encontrar a Jordan y a losotros.

—Venid conmigo a esperar aque vuelva el general —dijoVicente—. Os buscaré un poco decafé; debéis de estar hambrientos.

—¿Y esos tanques? —preguntóGómez.

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Pasaban junto a los tanques decolor de barro, cubiertos de ramas,cada uno de los cuales había dejadoun profundo surco al virar paraapartarse de la carretera. Loscañones del 45 asomabanhorizontalmente bajo las ramas ylos conductores y los artilleros,enfundados en sus chaquetas decuero y cubiertos con casco deacero, descansaban junto a losárboles tendidos en el suelo.

—Esos son los de la reserva —dijo Vicente—. Todas esas tropasson de la reserva. Los que iniciarán

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el ataque están más arriba.—Son muchísimos —dijo

Andrés.—Sí —asintió Vicente—; una

división completa.En el interior del refugio,

Duval, sosteniendo con la manoizquierda abierto el mensaje deRobert Jordan, miraba su reloj depulsera y volvía a leer la carta porcuarta vez, sintiendo cada vez quela leía que el sudor le goteaba porlas axilas.

—Dadme la posición deSegovia —dijo—. ¿Ya se ha ido?Bueno, entonces, dadme la de

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Ávila.Continuó telefoneando. Pero no

servía de nada. Había hablado a lasdos brigadas. Golz estabainspeccionando el dispositivo delataque y había vuelto a salir haciaun puesto de observación. Llamó alpuesto de observación, pero noestaba tampoco.

—Dadme la base aérea número1 —dijo Duval, asumiendorepentinamente toda laresponsabilidad. Tomaba sobre síla responsabilidad de detenerlotodo. Era mejor detenerlo todo. Nose podía lanzar un ataque por

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sorpresa contra un enemigo que loesperaba. No se podía hacer eso.Era un asesinato. No se podíahacer. No se debía hacer. Pasara loque pasara. Podían fusilarle siquerían. Iba a telefoneardirectamente a la base aérea ysuspendería el bombardeo. Pero ¿ysi todo ello no fuera más que unataque de diversión? ¿Si sólo sepropusiera atraer hacia el sector unconsiderable número de tropasenemigas y gran cantidad dematerial para operar con libertad enotra parte? Imaginó que sería por

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eso. Nunca se dice que se trata deun ataque de diversión a quienes lollevan a cabo.

—Anule la comunicación con labase 1 —dijo al telefonista—.Déme el puesto de observación dela 69 brigada.

Estaba esperando todavía laprimera comunicación cuando oyólos primeros aviones.

En aquel momento el puesto deobservación respondió.

—Sí —dijo suavemente Golz.Estaba sentado con la espalda

contra unos sacos de arena y teníalos pies apoyados sobre una peña, y

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un cigarrillo colgando de una de lascomisuras de los labios; mientrashablaba, miraba por encima de suhombro, observando el despliegue,de tres en tres, de los avionesplateados que cruzaban rugiendo lalejana cresta de la montaña,iluminados por los primeros rayosdel sol. Los veía hermosos,resplandecientes, con los doblescírculos de las hélices que parecíanbatir la luz solar.

—Sí —respondió en francés,sabiendo que Duval estaba al otroextremo del hilo—. Nous sommesfoutus. Oui, comme toujours. Oui.

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C'est dommage. Oui. Es una penaque eso haya llegado demasiadotarde.

Al ver llegar los aviones, susojos se llenaron de orgullo. Veíalas marcas rojas en las alas ycontemplaba el avance firme,soberbio y rugiente de los aparatos.Así era como hubieran podidohacerse las cosas. Aquellos eranverdaderos aviones. Se habíantraído desmontados desde el MarNegro, en barco, a través de losestrechos, a través de losDardanelos, a través del

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Mediterráneo; habían sidodescargados cuidadosamente enAlicante, armados atentamente,probados. Se les había encontradoen perfectas condiciones y ahoravolaban formando con minuciosaprecisión uves agudas y puras;volaban altos y plateados en el solde la mañana para ir a hacer saltaresas fortificaciones vecinas,haciéndolas volar por el aire, deforma que se pudiera avanzar.

Golz sabía que, en cuantopasaran por encima, las bombascaerían como marsopas aéreas.Luego saltarían las crestas de los

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parapetos, se levantarían nubesrugientes de polvo y de piedra quedesaparecerían en una misma masa.Luego avanzarían los tanquestrepando por las dos laderas y, trasellos, se lanzarían al ataque sus dosbrigadas. Y si el ataque hubierasido una sorpresa, las brigadashubieran podido avanzar yproseguir su marcha, cruzando ysiguiendo adelante, y pasar porencima, desplegándose, haciendo loque había que hacer, y habríamucho que hacer, inteligentemente,con la ayuda de los tanques, con lostanques, que avanzarían y

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retrocederían cubriendo las propiaslíneas de fuego y con camiones quellevarían las tropas de ataque hastalo más alto, adelantando y situandoa las que encontrasen libre elcamino. Así tendría que realizarsela operación si no se interponía latraición y cada cual hacía lo quedebía hacer.

Allí estaban las dos cumbres, yallí estaban los tanques, y allíestaban aquellas dos buenasbrigadas, dispuestas a salir delbosque, y en aquel momentollegaban los aviones.

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Todo lo que él tenía que haberhecho, estaba preparado en debidaforma.

Pero al ver los aviones, quevolaban sobre su cabeza, sintió unmalestar en el estómago, ya quésabía, después de haberle sidoleído el mensaje de Jordan porteléfono, que no habría nadie enaquellas colinas. Las tropasenemigas se habrían retirado unpoco más abajo, refugiándose enestrechas trincheras, para estar asalvo de las esquirlas, o estaríanescondidas en los bosques, ycuando los bombarderos hubieran

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pasado, volverían a su antiguaposición con sus ametralladoras ysus fusiles automáticos y con loscañones antitanques que Jordanhabía visto subir por la carretera, ysería la misma historia de siempre.Pero los aviones, avanzandoensordecedores, eran una prueba decómo podía haber sido, y mientraslos observaba, Golz respondió alteléfono: «No. Rien à faire. Rien.Faut pas penser. Faut accepter».

Golz seguía mirando losaviones con ojos duros y orgullosossabiendo cómo podrían haber

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ocurrido las cosas y cómo iban asuceder en cambio. Y, orgullosopor lo que pudiera haberse hecho,convencido de que hubiera podidohacerse bien, aunque nunca llegaraa realizarse, dijo: «Bon. Nousferons notre petit possible». Ycolgó el teléfono.

Pero Duval no le oía. Sentado ala mesa, con el auricular en lamano, lo único que oía era elrugido de los aviones, mientraspensaba: «Quizá sea esta vez.Óyelos llegar. Quizá tusbombarderos hagan saltar todo.Quizá podamos abrir una brecha.

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Quizá se nos manden las reservasque Golz ha pedido. Quizá. Quizá.Quizá sea esta vez… Vamos.Vamos. Adelante». Y el ruido delos aviones se hizo tan fuerte que yani él mismo lograba oír lo quepensaba.

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Capítulo XLIII

ROBERT JORDAN, tumbado tras unpino en la pendiente de un cerroque dominaba la carretera y elpuente, miraba cómo amanecía.Siempre le había gustado aquellahora del día, y ahora sentía como siél mismo fuese una parte delamanecer, como si fuese unaporción de esa luz gris, de ese lentoaclarar que precede a la salida delsol, cuando los objetos sólidos seoscurecen, el espacio se ilumina,las luces de la noche se hacen

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amarillas y se esfuman a medidaque avanza el día. Los troncos delos pinos detrás de él se divisabanclaros y nítidos, la corteza oscura ycon relieve, y la carretera brillababajo un velo de bruma. Estabahúmedo de rocío y el suelo delbosque era blando y sentía ladulzura de las agujas de pinohundiéndose debajo de sus codos.Más abajo, a través de la brumaligera, que subía del lecho del río,podía divisar el puente de acero,erguido y rígido, por encima delpaso, con las garitas de loscentinelas a uno y otro extremo, y la

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estructura fina, aérea que losostenía, envuelto en la niebla queflotaba sobre el agua.

Podía ver al centinela que, depie, en su garita, con la espaldavuelta, envuelto en un capote y conun casco en la cabeza, se calentabalas manos en el bidón de gasolinaagujereado que le servía debrasero. Robert Jordan oía el ruidodel torrente, que golpeaba másabajo, entre las rocas, y veía unaligera humareda gris levantarse dela garita del centinela.

Miró su reloj y se dijo:

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«¿Habrá llegado Andrés hastaGolz? Si hay que hacer que salte elpuente, quisiera respirar muydespacio, prolongar el paso deltiempo y sentirlo pasar. ¿Crees quehabrá llegado Andrés? Y en esecaso, ¿renunciarán a la ofensiva?¿Están todavía a tiempo derenunciar? ¡Qué va! No tepreocupes. Sucederá una u otracosa. Tú no tienes que decidir nada.Y pronto sabrás lo que tienes quehacer. Imagina que la ofensiva fueraun éxito. Golz dice que puede teneréxito, que hay una posibilidad. Connuestros tanques viniendo por esa

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carretera, los hombres llegando porla derecha, avanzando hasta másallá de La Granja, rodeando todo elflanco izquierdo del cerro… ¿Porqué no crees que alguna vezpodemos ganar? Hemos estadotanto tiempo a la defensiva, que noeres capaz siquiera de imaginarlo.Claro. Pero eso sucedía antes quetodo este material subiese por lacarretera. Eso era antes de lallegada de los aviones. No seas taningenuo. Pero recuerda que sinosotros aguantamos aquí, losfascistas se verán inmovilizados.No pueden atacar por ninguna otra

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parte antes de haber acabado connosotros, y no terminarán nunca connosotros. Si los franceses nosayudan, sencillamente, si dejan lafrontera abierta, y si recibimosaviones de Norteamérica, nopodrán jamás acabar con nosotros.Jamás, si recibimos ayuda, porpoca que sea. Esta gente se batiráindefinidamente si está bienarmada.

»No, no se puede esperar aquíuna victoria, al menos en muchosaños. Este no es más que un ataquepara ir aguantando. No debes

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hacerte ilusiones sobre eso. ¿Y sise consiguiera hoy abrir realmenteuna brecha? Este es nuestro primergran ataque. No te ilusiones.Acuérdate de lo que has visto subirpor la carretera. Tú has hecho enesto lo que has podido. Pero haríafalta tener transmisores portátilesde onda corta. Con el tiempo, lostendremos. Pero no los tenemostodavía. Ahora dedícate a observartodo lo que te corresponda. Hoy noes más que un día como otrocualquiera de los que van a venir.Pero lo que suceda en los díasvenideros puede que dependa de lo

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que hagas hoy. Durante este año haocurrido así y en el transcurso deesta guerra ha sido así en muchasocasiones. Vaya, estás muypomposo esta mañana. Mira lo queviene ahora».

Vio a dos hombres envueltos encapotes y cubiertos con sus cascosde acero, que doblaban en aquelmomento la curva hacia el puentecon los fusiles a la espalda. Uno sedetuvo en la orilla opuesta delpuente y desapareció en la garitadel centinela. El otro cruzó elpuente a pasos lentos y pesados. Sedetuvo para escupir en el río y

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luego avanzó hacia el extremo delpuente más cerca de donde estabaRobert Jordan. Cambió unaspalabras con el otro centinela;luego, el centinela a quien relevabase encaminó hacia el otro extremodel puente. El que acababa de serrelevado iba más de prisa de lo quehabía ido el otro. «Sin duda, va atomarse un café», pensó RobertJordan. Pero tuvo tiempo paradetenerse y escupir al torrente.

«¿Será superstición? —pensóRobert Jordan—. Convendría queyo también escupiera al fondo de

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esa garganta, si soy capaz deescupir en estos momentos. No. Nopuede ser un remedio muypoderoso. No puede servir de nada.Pero tengo que probar que no sirveantes de irme de aquí».

El nuevo centinela entró en lagarita y se sentó. Su fusil, con labayoneta calada, quedó apoyadocontra el muro. Robert Jordan sacólos gemelos del bolsillo y losajustó hasta que aquel extremo delpuente apareció nítido y perfilado,con su metal pintado de gris. Luegolos dirigió hacia la garita.

El centinela estaba sentado con

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la espalda apoyada en la pared. Sucasco pendía de un clavo y surostro era perfectamente visible.Robert Jordan reconoció al hombreque había estado de guardia dosdías antes en las primeras horas dela tarde. Llevaba el mismo gorro depunto que parecía una media. Y nose había afeitado. Tenía lasmejillas hundidas y los pómulossalientes. Tenía las cejas pobladas,que se unían en medio de la frente.Tenía aire soñoliento, y RobertJordan le observó mientrasbostezaba. Sacó luego del bolsillouna pitillera y un librillo de papel y

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lio un cigarrillo. Trató de valersedel encendedor, hasta que, al fin,volvió a guardárselo en el bolsilloy, acercándose al brasero, seinclinó, y sacando un tizón losacudió en la palma de la mano,encendió el cigarrillo y volvió aarrojar al brasero el trozo decarbón.

Robert Jordan, ayudado por losprismáticos «Zeiss» de ochoaumentos, estudiaba la cara delhombre apoyado en la pared,fumando el cigarrillo. Luego sequitó los prismáticos, los cerró y

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los metió en su bolsillo.«No quiero verle más», dijo.Se quedó tumbado mirando la

carretera y tratando de no pensar ennada. Una ardilla lanzaba grititossobre un pino, a sus espaldas, unpoco más abajo, y Robert Jordan lavio descender por el tronco,deteniéndose a medio camino paravolver la cabeza y mirar al hombreque la observaba. Vio sus pequeñosy brillantes ojillos y su agitadacola. Luego la ardilla se fue a otroárbol avanzando por el suelo,dando largos saltos con sucuerpecillo de patas cortas y cola

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desproporcionada. Al llegar alárbol se volvió hacia RobertJordan, se puso a trepar por eltronco y desapareció. Unos minutosdespués Jordan oyó a la ardilla quechillaba en una de las ramas másaltas del pino y la vio tendida bocaabajo sobre una rama, moviendo lacola.

Robert Jordan apartó la vista delos pinos y la dirigió de nuevo a lagarita del centinela. Le hubieragustado meterse a la ardilla en unbolsillo. Le hubiera gustado tocarcualquier cosa. Frotó sus codoscontra las agujas de pino, pero no

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era lo mismo. «Nadie sabe lo soloque se encuentra uno cuando tieneque hacer un trabajo así. Yo sí quelo sé. Espero que la gatita salga conbien de todo. Pero déjate de esascosas. Bueno, tengo derecho aesperar algo, y espero. Lo queespero es hacer saltar bien elpuente y que ella salga bien detodo. Bien, eso es todo; eso es todolo que espero».

Siguió tumbado allí, yapartando los ojos de la carretera yde la garita, los paseó por lasmontañas lejanas. Trató de no

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pensar en nada. Estaba allítumbado, inmóvil, viendo cómonacía la mañana. Era una hermosamañana de comienzos de verano yen esa época del año, a fines demayo, la mañana nace muy de prisa.Un motociclista con casco ychaquetón de cuero y el fusilautomático en la funda, sujeto a lapierna izquierda, llegó del otrolado del puente y subió por lacarretera. Algo más tarde, unaambulancia cruzó el puente, pasó unpoco más abajo de Jordan y siguiósubiendo la carretera. Pero eso fuetodo. Le llegaba el olor de los

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pinos y el rumor del torrente, y elpuente aparecía con toda claridaden aquellos momentos, muyhermoso a la luz de la mañana.Estaba tumbado detrás del pino consu ametralladora apoyada en suantebrazo izquierdo y no volvió amirar a la garita del centinela hastaque, cuando parecía que no iba asuceder nada, que no podía ocurrirnada en una mañana tan hermosa defines de mayo, oyó el estruendorepentino, cerrado y atronador delas bombas.

Al oír las bombas, el primerestampido, antes que el eco

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volviera a repetirlo atronando lasmontañas, Robert Jordan respiróhondamente y levantó de dondeestaba el fusil ametrallador. Elbrazo se le había entumecido por elpeso y los dedos se resistían amoverse.

El centinela en su garita selevantó al oír el ruido de lasbombas. Robert Jordan vio alhombre coger su fusil y salir de lagarita en actitud de alerta. Se quedóparado en medio de la carreterailuminado por el sol. Llevaba elgorro de punto a un lado y la luz del

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sol le dio de lleno en la cara,barbuda, al elevar la vista hacia elcielo, mirando al lugar de dondeprovenía el ruido de las bombas.

Ya no había niebla sobre lacarretera y Robert Jordan vio alhombre claramente, nítidamente,parado allí, contemplando el cielo.La luz del sol le daba de plano,colándose por entre los árboles.

Robert Jordan sintió que se leoprimía el pecho como si un hilo dealambre se lo apretase, yapoyándose en los codos, sintiendoentre sus dedos las rugosidades delgatillo, alineó la mira, colocada ya

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en el centro del alza, apuntó enmedio del pecho al centinela yapretó suavemente el disparador.

Sintió el culatazo, rápido,violento y espasmódico del fusilcontra su hombro y el hombre queparecía haber sido sorprendido,cayó en la carretera, de rodillas, ydio con la cabeza en el suelo. Sufusil cayó al mismo tiempo y sequedó allí con la bayoneta apuntadaa lo largo de la carretera, y con unode sus dedos enredado en el gatillo.

Robert Jordan apartó la vistadel hombre que yacía en el suelo,doblado, y miró hacia el puente y al

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centinela del extremo opuesto. Nopodía verlo y miró hacia la partederecha de la ladera, hacia el sitioen donde estaba escondido Agustín.Oyó disparar entonces a Anselmo; yel tiro despertó un eco en lagarganta. Luego le oyó disparar otravez.

Al tiempo de producirse elsegundo disparo le llegó elestampido de las granadas,arrojadas a la vuelta del recodo,más allá del puente. Luego hubootro estallido de granadas hacia laizquierda, muy por encima de la

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carretera. Por fin oyó un tiroteo enla carretera y el ruido de laametralladora de caballería dePablo —clac clac clac—confundido con la explosión de lasgranadas. Vio entonces a Anselmo,que se deslizaba por la pendiente,al otro lado del puente, ycargándose la ametralladora a laespalda, cogió las dos mochilas queestaban detrás de los pinos y, conuna en cada mano, pesándole tantola carga que temía que los tendonesse le rompieran en la espalda,descendió corriendo, dejándosecasi llevar, por la pendiente

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abrupta que acababa en lacarretera.

Mientras corría, oyó gritar aAgustín:

—Buena caza, inglés. Buenacaza.

Y pensó: «Buena caza. Aldiablo tu buena caza». Entoncesoyó disparar a Anselmo al otrolado del puente. El estampido deldisparo hacía vibrar las vigas deacero. Pasó junto al centinelatendido en el suelo y corrió hacia elpuente, balanceando su carga.

El viejo corrió a su encuentro,con la carabina en la mano.

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—Sin novedad —gritó—. Noha salido nada mal. Tuve querematarle.

Robert Jordan, que estabaarrodillado abriendo las mochilasen el centro del puente para cogerel material, vio correr las lágrimaspor las mejillas de Anselmo entrela barba gris.

—Yo maté a uno también —dijo a Anselmo. Y señaló con lacabeza hacia el centinela, que yacíaen la carretera, al final del puente.

—Sí, hombre, sí —dijoAnselmo—; tenemos que matarlos,

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y los matamos.Robert Jordan empezó a

descender por entre los hierros dela armazón del puente. Las vigasestaban frías y húmedas por elrocío y tuvo que descender conprecaución, mientras sentía el calordel sol a sus espaldas. Se sentó ahorcajadas en una de las traviesas.Oía bajo sus pies el ruido del aguagolpeando contra el lecho de piedray oía el tiroteo, demasiado tiroteo,en el puesto superior de lacarretera. Empezó a sudarabundantemente. Hacía frío bajo elpuente. Llevaba un rollo de alambre

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alrededor del brazo y un par depinzas suspendidas de una correaen torno a la muñeca.

—Pásame las cargas, una a una,viejo —gritó a Anselmo. El viejose inclinó sobre la barandilla,tendiéndole los bloques deexplosivos rectangulares, y RobertJordan se irguió para alcanzarlos;los colocó donde tenía quecolocarlos, apretándolos bien ysujetándolos bien.

—Las cuñas, viejo; dame lascuñas.

Percibía el perfume a maderafresca de las cuñas recientemente

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talladas, al golpearlas con fuerzapara afirmar las cargas entre lasvigas.

Mientras trabajaba, colocando,afirmando, acuñando y sujetandolas cargas por medio del alambre,pensando solamente en lademolición, trabajando rápida yminuciosamente, como lo haría uncirujano, oyó un tiroteo que llegabadesde el puesto de abajo, seguidode la explosión de una granada yluego de la explosión de otra, cuyoretumbar se sobreponía al rumordel agua, que corría bajo sus pies.

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Luego se hizo un silencio absolutopor aquella parte.

«Maldito sea —pensó—. ¿Quéles habrá pasado?».

Seguían disparando en el puestode arriba. Había demasiado tiroteopor todas partes. Continuósujetando dos granadas, la una allado de la otra, encima de losbloques de explosivos y enrollandoel hilo en torno a las rugosidades,para apretarlas bien, y retorciendolos alambres con las tenazas. Palpóel conjunto y después, paraconsolidarlo, introdujo otra cuñapor encima de las granadas, a fin de

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que toda la carga quedara biensujeta contra las vigas de acero.

—Al otro lado ahora, viejo —gritó a Anselmo. Y atravesó elpuente por la armazón como unTarzán condenado a vivir en unaselva de acero templado, segúnpensó. Luego salió de debajo delpuente hacia la luz, con el ríosonando siempre bajo sus pies,levantó la cabeza y vio a Anselmo,que le tendía las cargas deexplosivos. «Tiene buena cara —pensó—. Ya no llora. Tanto mejor.Ya hay un lado hecho. Vamos ahacer este otro, y acabamos. Vamos

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a volarlo como un castillo denaipes. Vamos. No te pongasnervioso. Vamos. Hazlo comodebes, como has hecho el otro lado.No te embarulles. Calma. Noquieras ir más de prisa de lo quedebes. Ahora no puedes fallar.Nadie te impedirá que vuele uno delos lados. Lo estas haciendo muybien. Hace frío aquí. Cristo, estoestá fresco como una bodega y sinmoho. Por lo general, debajo de lospuentes suele haber moho. Este esun puente de ensueño. Uncondenado puente de ensueño. Es el

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viejo quien está arriba, en un sitiopeligroso. No trates de ir más deprisa de lo que debes. Quisiera quetodo este tiroteo acabase».

—Alcánzame unas cuñas, viejo.«Este tiroteo no me gusta nada.

Pilar debe de andar metida en algúnlío. Algún hombre del puesto debíade estar fuera. Fuera y a espaldasde ellos, o bien a espaldas delaserradero. Siguen disparando. Esoprueba que hay alguien en elaserradero. Y todo ese condenadoserrín. Esos grandes montones deserrín. El serrín, cuando es viejo yestá bien apretado, es una cosa

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buena para parapetarse detrás. Perotiene que haber todavíacombatiendo varios de ellos. Por ellado de Pablo todo está silencioso.Me pregunto qué significa esesegundo tiroteo. Ha debido de serun coche o un motociclista. Diosquiera que no traigan por aquícoches blindados o tanques.Continúa. Coloca todo esto lo másrápidamente que puedas, sujétalobien y átalo después con fuerza.Estás temblando como unamujercita. ¿Qué diablos te ocurre?Quieres ir demasiado de prisa.Apuesto a que esa condenada mujer

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no tiembla allá arriba. La Pilar esa.Puede que tiemble también. Tengola impresión de que está metida enun buen lío. Debe de estartemblando en estos momentos.Como cualquier otro en su lugar».

Salió de bajo del puente, haciala luz del sol, y tendió la mano paracoger lo que Anselmo le pasaba.Ahora que su cabeza estaba fueradel ruido del agua, oyó comoarreciaba la intensidad del tiroteo yvolvió a distinguir el ruido de laexplosión de las granadas. Másgranadas todavía.

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«Han atacado el aserradero. Esuna suerte que tenga los explosivosen bloques y no barras. ¡Quédiablo, es más limpio! Pero uncondenado saco lleno de gelatinasería mucho más rápido. Seríamucho más rápido. Dos sacos. No.Con uno sería suficiente. Y situviéramos los detonadores y elviejo fulminante… Ese hijo deperra tiró el fulminante al río. Esavieja caja que ha estado en tantossitios. Fue a este río adonde la tiróese hijo de puta de Pablo. Les estádando para el pelo en estosmomentos».

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—Dame algunas más, viejo.«El viejo lo hace todo muy

bien. Está en un sitio muy peligrosoahí arriba en estos momentos. Elviejo sentía horror ante la idea dematar al centinela. Yo también;pero no lo pensé. Y no lo pienso yaen estos momentos. Hay quehacerlo. Sí. Pero Anselmo tuvo quehacerlo con una carabina vieja. Sélo que es eso. Matar con armaautomática es más fácil. Para el quemata, por supuesto. Es cosadistinta. Tras el primer apretón algatillo, es el arma quien dispara.

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No tú. Bueno, ya pensarás en esomás tarde. Tú, con esa cabeza tanbuena. Tienes una cabeza muybuena de pensador, viejo camaradaJordan. Vuélvete, Jordan, vuélvete.Te gritaban eso en el fútbol, cuandotenías la pelota. ¿Sabes que enrealidad no es más grande el ríoJordán que este riachuelo que estáahí abajo? En su origen, quierodecir. Claro que eso puede decirsede cualquier cosa en su origen. Seestá muy bien bajo este puente. Esuna especie de hogar lejos delhogar. Vamos, Jordan, recóbrate.Esto es una cosa seria, Jordan. ¿No

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lo comprendes? Una cosa seria.Aunque va siendo cada vez menosseria. Fíjate en el otro lado. ¿Paraqué? Ya estoy listo ahora, pase loque pase. Como vaya el Maine irála nación. Como vaya el Jordán iránesos condenados israelitas. Quierodecir, el puente. Como vaya Jordan,así irá el condenado puente. O másbien al revés».

—Dame unas pocas más,Anselmo, hombre —dijo. El viejoasintió—. Estamos casi terminando—dijo Robert Jordan. El viejoasintió de nuevo.

Mientras terminaba de sujetar

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las granadas con alambre, dejó deoír el tiroteo en la parte alta de lacarretera. De repente se encontrócon que el único ruido queacompañaba su trabajo era el rumorde la corriente. Miró hacia abajo yvio las hirvientes aguasblanquecinas despeñándose porentre las rocas que poco trecho másabajo formaban un remanso deaguas quietas en las que girabavelozmente una cuña que, momentosantes, había dejado escapar. Unatrucha se levantó para atrapar algúninsecto, formando un círculo en la

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superficie del agua, muy cercanodel lugar en donde giraba la astilla.Mientras retorcía el alambre con latenaza para mantener las dosgranadas en su sitio, vio a través dela armazón metálica del puente laverde ladera de la colina iluminadapor el sol. «Hace tres días tenía uncolor más bien pardusco», pensó.

Salió de la oscuridad fresca delpuente hacia el sol brillante, y gritóa Anselmo, que tenía la carainclinada hacia él:

—Dame el rollo grande dealambre.

«Por amor de Dios, no dejes

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que se aflojen. Esto las sostendrásujetas. Quisieras poder atarlas afondo. Pero con la extensión de hiloque empleas quedará bien», pensóRobert Jordan palpando lasclavijas de las granadas. Seaseguró de que las granadas sujetasde lado tenían suficiente espaciopara permitir a las cucharaslevantarse cuando se tirase de lasclavijas (el hilo que las manteníasujetas pasaba por debajo de lascucharas), luego fijó un trozo decable a una de las anillas, lo sujetócon el cable principal que pasabapor el anillo de la granada exterior,

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soltó algunas vueltas del rollo ypasó el hilo al través de una viga deacero. Por último, tendió el rollo aAnselmo:

—Sujétalo bien.Saltó a lo alto del puente, tomó

el rollo de las manos del viejo yretrocedió todo lo deprisa que pudohacia el sitio donde el centinelayacía en medio de la carretera; sacóel alambre por encima de labalaustrada y fue soltando cable amedida que avanzaba.

—Trae las mochilas —gritó aAnselmo sin detenerse, marchando

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siempre de espaldas. Al pasar seinclinó para recoger laametralladora, que colgó otra vezde su hombro.

Fue entonces cuando, allevantar los ojos, vio a lo lejos, enlo alto de la carretera, a los quevolvían del puesto de arriba.

Vio que eran cuatro, peroinmediatamente tuvo que ocuparsedel hilo de alambre, para que no seenredara en los salientes delpuente. Eladio no estaba entre losque volvían.

Llevó el alambre hasta elextremo del puente, hizo un rizo

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alrededor del último puntal y luegocorrió hacia la carretera, hasta unpoyo de piedra, en donde se detuvo,cortó el alambre y le entregó elextremo a Anselmo.

—Sujeta eso, viejo. Y ahora,vuelve conmigo al puente. Verecogiendo el alambre a medidaque avanzas. No. Lo haré yo.

Una vez en el puente, soltó elenganche que había hecho unosmomentos antes y, dejando elalambre de manera que ya noestuviese enredado en ninguna partedesde el extremo que unía lasgranadas hasta el que llevaba en la

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mano, se lo entregó de nuevo aAnselmo.

—Lleva esto hasta esa piedraque está allí. Sujétalo con firmeza,pero sin tirar; no hagas fuerza.Cuando tengas que tirar, tira fuerte,de golpe, y el puente volará.¿Comprendes?

—Sí.—Llévalo suavemente, pero no

lo dejes que se arrastre para que nose enrede. Sujétalo fuerte, pero notires hasta que tengas que tirar degolpe. ¿Comprendes?

—Sí.

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—Cuando tires, tira de golpe,no poco a poco.

Mientras hablaba, RobertJordan seguía mirando hacia arribapor la carretera, en donde estabanlos restos de la banda de Pilar.Estaban muy cerca ya y vio que aFernando le sostenían Primitivo yRafael. Parecía que le hubiesenherido en la ingle, porque sesujetaba el vientre con las dosmanos, mientras el hombre y elmuchacho le sostenían por lasaxilas. Arrastraba la pierna derechay el zapato se deslizaba de costado,rozando el suelo. Pilar subía la

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cuesta camino del bosque, llevandoal hombro tres fusiles. RobertJordan no podía verle la cara, peroella iba con la cabeza erguida yandaba todo lo de prisa que podía.

—¿Cómo va eso? —gritóPrimitivo.

—Bien, casi hemos acabado —contestó Robert Jordan, gritandotambién.

No era menester preguntarcómo les había ido a ellos. En elmomento que apartó la vista delgrupo estaban todos a la altura de lacuneta y Fernando movía la cabeza

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cuando los otros dos queríanhacerle subir por la pendiente.

—Dadme un fusil y dejadmeaquí —le oyó decir Robert Jordancon voz débil.

—No, hombre; te llevaremoshasta donde están los caballos.

—¿Y para qué quiero yo uncaballo? —contestó Fernando—.Estoy bien aquí.

Robert Jordan no pudo oír loque siguieron diciendo, porque sepuso a hablar a Anselmo.

—Hazlo saltar si vienentanques —dijo al viejo—; perosolamente si están ya sobre el

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puente. Hazlo saltar si aparecencoches blindados. Pero si los tienesya del todo encima. Si se trata deotra cosa, Pablo se encargará dedetenerlos.

—No voy a volar el puentemientras estés tú debajo.

—No te cuides de mí. Hazlosaltar en caso de que sea necesario.Voy a sujetar el otro alambre yvuelvo. Luego lo volaremos juntos.

Salió corriendo hacia el centrodel puente.

Anselmo vio a Robert Jordancorrer por el puente con el rollo dealambre debajo del brazo, las

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tenazas colgadas de la muñeca y laametralladora a la espalda. Le viotrepar por la barandilla ydesaparecer, con el hilo en la manoderecha. Anselmo se acurrucódetrás de un poyo de piedra y sepuso a mirar la carretera y elterreno más allá del puente. Amitad de camino entre el puente y élestaba el centinela, que parecía másaplastado sobre la superficie lisade la carretera, ahora que el sol ledaba en la espalda. El fusil estabaen el suelo con la bayoneta caladaapuntando hacia Anselmo. El viejo

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miró más allá del puente,sombreado por los vástagos de labarandilla, hasta el lugar en que lacarretera torcía hacia la izquierda,siguiendo la garganta, y volvía atorcer para desaparecer tras lapared rocosa. Miró la garita másalejada, iluminada por el sol, yluego, siempre con el hilo en lamano, volvió la cabeza hacia dondeestaba Fernando hablando conPrimitivo y el gitano.

—Dejadme aquí —decíaFernando—; me duele mucho ytengo una hemorragia interna. Losiento cada vez que me muevo.

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—Déjanos llevarte allí arriba—dijo Primitivo—. Échanos losbrazos por el cuello, que vamos acogerte por las piernas.

—Es inútil —dijo Fernando—;ponedme ahí detrás de una piedra.Aquí soy tan útil como arriba.

—Pero ¿y cuando tengamos queirnos? —preguntó Primitivo.

—Déjame aquí —dijoFernando—; no se puede andarconmigo tal como estoy. Así quetendréis un caballo más; estoy muybien aquí. Y ellos no tardarán enllegar.

—Podríamos subirte fácilmente

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hasta lo alto del cerro —dijo elgitano. Sentía a todas luces prisapor marcharse, como Primitivo.Pero como le habían llevado yahasta allí, no querían dejarle.

—No —dijo Fernando—; estoymuy bien aquí. ¿Qué le ha pasado aEladio?

El gitano se llevó un dedo a lacabeza para indicar el sitio de laherida:

—Aquí —dijo—; después quetú. Cuando cargamos contra ellos.

—Dejadme —dijo Fernando.Anselmo veía que Fernando

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estaba padeciendo mucho. Sesujetaba la ingle con las dos manos.Tenía la cabeza apoyada contra laladera, las piernas extendidas anteél y su cara estaba gris y transidade sudor.

—Dejadme ya; haced el favor.Os lo ruego —dijo. Sus ojosestaban cerrados por el dolor y loslabios le temblaban—: Estoy bienaquí.

—Aquí tienes un fusil y algunasbalas —dijo Primitivo.

—¿Es mi fusil? —preguntóFernando, sin abrir los ojos.

—No. Pilar tiene el tuyo —dijo

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Primitivo—. Este es el mío.—Hubiese preferido el mío —

dijo Fernando—; le conozco mejor.—Yo te lo traeré —dijo el

gitano, mintiendo a conciencia—.Ten este mientras tanto.

—Estoy muy bien situado aquí—dijo Fernando—; tanto paracubrir la carretera como para elpuente. —Abrió los ojos, volvió lacabeza y miró al otro lado delpuente; luego volvió a cerrarlos alsentir un nuevo acceso de dolor.

El gitano se golpeó la cabeza ycon el pulgar hizo un gesto aPrimitivo para marcharse.

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—Volveremos a buscarte —dijo Primitivo. Y se puso a subir lacuesta detrás del gitano, quetrepaba rápidamente.

Fernando se pegó a lapendiente. Delante de él había unade esas piedras blancas que señalanel borde de la carretera. Tenía lacabeza a la sombra, pero el soldaba sobre su herida taponada yvendada y sobre sus manosarqueadas que la cubrían. Laspiernas y los pies también los teníaal sol. El fusil estaba a su lado yhabía tres cargadores que brillaban

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al sol cerca del fusil. Una mosca sepuso a pasearse por su mano, perono sentía el cosquilleo por el dolor.

—Fernando —gritó Anselmo,desde el sitio en donde estabaacurrucado con el alambre en lamano.

Había hecho una lazada y se lahabía puesto alrededor de lamuñeca.

—Fernando —gritónuevamente.

Fernando abrió los ojos y lemiró.

—¿Cómo va eso? —preguntóFernando.

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—Muy bien —dijo Anselmo—.Dentro de un minuto vamos ahacerlo saltar.

—Me alegro. Si os hago falta,para lo que sea, decídmelo —dijoFernando.

Y cerró los ojos abrumado porel dolor.

Anselmo apartó la mirada y sepuso a observar el puente.

Esperaba el momento en que elrollo de alambre fuese arrojadosobre el puente, seguido por lacabeza bronceada del inglés quevolvería a subir. Al mismo tiempomiraba más allá del puente para ver

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si aparecía algo por el recodo de lacarretera. No tenía miedo de nada;no había tenido miedo de nadaaquel día. «Fue todo tan rápido ytan normal —pensó—. No me gustómatar al centinela y me impresionó;pero ahora ya ha pasado todo.¿Cómo pudo decir el inglés quedisparar sobre un hombre es lomismo que disparar sobre unanimal? En la caza sentí siemprealegría y nunca tuve la sensación dehacer daño. Pero matar al hombrecausa la misma sensación que si sepega a un hermano cuando se es

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mayor. Y disparar varias vecespara matarle… No, no pienses enello. Te ha producido demasiadaemoción y has llorado como unamujer, al correr por el puente.Ahora todo se ha acabado. Ypodrás tratar de expiar eso y todolo demás. Ahora tienes lo quepedías ayer por la noche, al cruzarlos montes, de regreso a la cueva.Estás en el combate y eso no teplantea ningún problema. Si mueroesta mañana, todo estará bien».

Miró a Fernando, tendidocontra la pendiente, con las manosarqueadas por encima del vientre,

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los labios azulados, los ojoscerrados, la respiración pesada ylenta, y pensó: «Si muero, que seade prisa. No, he dicho que nopediría nada si conseguía hoy loque hacía falta. Así es que no pidonada. ¿Entendido? No pido nada deninguna manera. Dame lo que te hepedido y abandono todo lo demás atu voluntad».

Escuchó el fragor lejano de labatalla en el puerto, y se dijo:«Verdaderamente, hoy es un grandía. Es preciso que piense y quesepa qué clase de día es».

Pero no abrigaba alegría ni

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entusiasmo en su corazón. Todoaquello había pasado y sóloquedaba la calma. Y ahora,acurrucado detrás del poyo, con unalazada de hierro en sus manos yotra alrededor de su muñeca y lagravilla del borde de la carreterabajo sus rodillas, no se sentíaaislado, no se sentía solo enabsoluto. Estaba unido al hilo dehierro que tenía en la mano, unidoal puente y unido a las cargas que elinglés había colocado. Estaba unidoal inglés, que trabajaba debajo delpuente; estaba unido a toda la

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batalla y estaba unido a laRepública. Pero no sentíaentusiasmo. Todo estaba tranquilo.El sol le daba en la nuca y en loshombros, y cuando levantó los ojosvio el cielo sin una nube y lapendiente de la montaña que selevantaba tras la garganta, y no sesintió dichoso, pero tampoco soloni asustado.

En lo alto de la cuesta, Pilar,acurrucada detrás de un árbol,observaba el fragmento de carreteraque descendía del puerto. Teníatres fusiles cargados y tendió unode ellos a Primitivo cuando este fue

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a colocarse a su lado.—Ponte ahí —le dijo—, detrás

de ese árbol. Tú, gitano, más abajo—y señaló un árbol más abajo—.¿Ha muerto?

—No. Todavía no —dijoPrimitivo.

—¡Qué mala suerte! —dijoPilar—. Si hubiéramos sido dosmás, no hubiera sucedido. Fernandodebería haberse tumbado detrás delos montones de serrín. ¿Está biendonde le habéis dejado?

Primitivo afirmó con la cabeza.—Cuando el inglés vuele el

puente, ¿llegarán hasta aquí los

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pedazos? —preguntó el gitanodetrás del árbol.

—No lo sé —dijo Pilar—; peroAgustín, con la máquina, está máscerca que tú. El inglés no le hubieracolocado allí si estuvierademasiado cerca.

—Me acuerdo de que cuandohicimos saltar el tren, la lámpara dela locomotora pasó por encima demi cabeza y los trozos de acerovolaban como golondrinas.

—Tienes recuerdos muypoéticos —dijo Pilar—. Comogolondrinas. ¡Joder! Oye, gitano, te

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has portado bien hoy. Ahora,cuidado no vaya a cogerte otra vezel miedo.

—Bueno, yo he preguntadosolamente si llegarían hasta aquílos hierros, para saber si tendríaque seguir detrás del tronco delárbol —dijo el gitano.

—Quédate ahí —dijo Pilar—.¿A cuántos has matado?

—Pues a cinco. Dos, aquí, ¿noves al otro extremo del puente?Mira, fíjate. ¿Ves? —Y señaló conel dedo—. Había ocho en el puestode Pablo. Estuve vigilando esepuesto por orden del inglés.

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Pilar soltó un bufido y luegodijo, encolerizada:

—¿Qué le pasa a ese inglés?¿Qué porquería está haciendodebajo del puente? ¡Vayamandanga! ¿Está construyendo unpuente o va a volarlo?

Irguió la cabeza y miró aAnselmo acurrucado detrás delpoyo.

—¡Eh, viejo! —gritó—; ¿qué eslo que le pasa a ese puerco deinglés?

—Paciencia, mujer —gritóAnselmo, sosteniendo el alambrecon suavidad aunque con firmeza

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entre sus manos—. Está terminandosu trabajo.

—La gran puta, ¿por qué tardatanto?

—Es muy concienzudo —gritóAnselmo—. Es un trabajocientífico.

—Me cago en la ciencia —gritóPilar, con rabia, dirigiéndose algitano—. Que ese puerco lo vuele,o que no se hable más de eso.María —gritó con voz ronca,dirigiéndose a lo alto de la cuesta—. Tu inglés… —Y soltó unaandanada de obscenidades a

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propósito de los actos imaginariosde Jordan debajo del puente.

—Cálmate, mujer —le gritóAnselmo desde la carretera—. Estáhaciendo un trabajo enorme. Acabaen estos momentos.

—Al diablo con él —rugióPilar—. Lo importante es larapidez.

En aquel momento oyeron eltiroteo más abajo, en la carretera,en el lugar en que Pablo ocupaba elpuesto que había tomado. Pilar dejóde maldecir y escuchó atentamente.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Ay!, ¡ay!¡Ahora sí que se ha armado!

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Robert Jordan oyó también eltiroteo cuando arrojaba el rollo dealambre por encima del puente ytrepaba hacia arriba. Mientrasapoyaba las rodillas en el borde dehierro del puente, con las manosextendidas hacia delante, oyó laametralladora que disparaba en elrecodo de más abajo. El ruido noera el del arma automática dePablo. Se puso de pie y después,inclinándose, echó el alambre porencima del pretil del puente para irsoltándolo mientras retrocedíaandando de costado a lo largo delpuente.

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Oía el tiroteo y, sin dejar demoverse, lo sentía golpear dentrode sí, como si hallara eco en sudiafragma. A medida queretrocedía, fue oyéndolo más y máscercano. Miró hacia el recodo de lacarretera. Estaba libre de coches,tanques y hombres. La carreteracontinuaba vacía cuando se hallabaa medio camino de la extremidaddel puente. Seguía aún vacíacuando había hecho las tres cuartaspartes del camino, desenrollandosiempre el alambre con cuidado,para evitar que se enredara, y

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seguía aún vacía cuando trepóalrededor de la garita del centinela,extendiendo el brazo para mantenerapartado el alambre de modo queno se enredase en los barrotes dehierro. Por fin se encontró en lacarretera, que continuaba vacía;subió rápidamente la cuesta de lacuneta, al borde de la carretera,extendiendo siempre el hilo, con elgesto del jugador que intentaatrapar una pelota que viene muyalta, y quedó casi frente a Anselmo;la carretera seguía aún libre másallá del puente.

En ese preciso instante oyó un

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camión que bajaba y, por encima desu hombro, le vio acercarse alpuente. Arrollándose el alambre entorno de su muñeca, gritó aAnselmo:

—Hazlo saltar.Y hundió los talones en el

suelo, echándose hacia atrás contodas sus fuerzas para tirar delalambre. Se oyó el ruido delcamión al acercarse, cada vez máspotente, y allí estaba la carretera,con el centinela muerto, el largopuente, el trecho de carretera, másallá, aún libre, y luego hubo unestrépito infernal y el centro del

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puente se levantó por los aires,como una ola que se estrella contralos rompientes, y Robert Jordansintió la ráfaga de la explosiónllegar hasta él en el mismo instanteen que se arrojaba de bruces en lacuneta llena de piedras,protegiéndose la cabeza con lasmanos. Aún tenía la cara pegada alas piedras cuando el puentedescendió de los aires y el oloracre y familiar del humoamarillento le envolvió mientrascomenzaban a llover los trozos deacero.

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Cuando los pedazos de acerodejaron de caer, él seguía vivo aún.Levantó la cabeza y miró al puente.La parte central habíadesaparecido. La carretera y elresto del puente estaban sembradosde pedazos de hierro, retorcidos yrelucientes. El camión se habíadetenido un centenar de metros másarriba. El conductor y los doshombres que le acompañabancorrían buscando refugio.

Fernando seguía recostado en lacuesta y respiraba aún, con losbrazos caídos a lo largo del cuerpoy las manos abiertas.

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Anselmo estaba tendido debruces detrás del poyo blanco. Subrazo izquierdo aparecía dobladodebajo de la cabeza y el brazoderecho extendido. Aún llevaba elalambre arrollado a la muñecaderecha.

Robert Jordan se levantó,atravesó la carretera, se arrodillójunto a él y vio que estaba muerto.No le volvió la cara por no ver dequé manera le había golpeado eltrozo de acero. Estaba muerto, yeso era todo.

Parecía muy pequeño muerto,

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pensó Robert Jordan. Parecíapequeño con su cabeza gris, yRobert Jordan pensó: «Me preguntocómo ha podido llevar encimasemejantes cargas, si eraverdaderamente tan pequeño».Luego se fijó en la forma de laspantorrillas y en los gruesos muslospor debajo del estrecho pantalón depana gris y en las alpargatas desuela de cáñamo, muy gastadas.Recogió la carabina y las dosmochilas, casi vacías, atravesó lacarretera y cogió el fusil deFernando.

De un puntapié, apartó un trozo

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de hierro que había quedado en lacarretera. Luego se echó los dosfusiles al hombro, sujetándolos porel cañón, y comenzó a subir lacuesta hacia los árboles. No volvióla cabeza para mirar atrás nitampoco al otro lado del puente,hacia la carretera. Más abajoseguían disparando, pero aquellono le preocupaba.

Los humos del TNT le hicierontoser. Estaba como entontecido.

Cuando llegó junto a Pilar,escondida detrás de un árbol, dejócaer uno de los fusiles, junto a losque ya estaban allí. Pilar echó un

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vistazo y vio que volvían a tenertres fusiles.

—Estáis colocados aquídemasiado arriba —dijo—; hay uncamión en la carretera y no podéisverlo. Han creído que era un avión.Sería preferible que os apostaraismás abajo. Yo voy a bajar conAgustín para cubrir a Pablo.

—¿Y el viejo? —preguntó ella,mirándole a la cara.

—Muerto.Tosió, carraspeó y escupió al

suelo.—Tu puente ha volado, inglés

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—dijo Pilar, sin dejar de mirarle—. No olvides eso.

—No olvido nada —contestó—; tienes una voz muy recia. Te heoído gritar desde abajo como unenergúmeno. Dile a María queestoy bien.

—Hemos perdido dos en elaserradero —dijo Pilar tratando dehacerle comprender la situación.

—Ya lo he visto —dijo RobertJordan—. ¿Has hecho muchastonterías?

—Vete a hacer puñetas, inglés.Fernando y Eladio eran hombrestambién.

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—¿Por qué no te vuelves conlos caballos? —preguntó Jordan—.Yo puedo vigilar este trecho mejorque tú.

—No, tú tienes que cubrir aPablo.

—Al diablo con Pablo. Que secubra con mierda.

—No, inglés. Pablo ha vuelto.Ha luchado mucho ahí abajo. ¿Nolo has oído? Ahora está luchandocontra algún peligro. ¿No lo oyes?

—Le cubriré. Pero luego osiréis todos a la mierda. Tú y tuPablo.

—Inglés —dijo Pilar—,

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cálmate. Yo he estado junto a ti y tehe ayudado como nadie. Pablo tehizo daño, pero luego volvió.

—Si hubiera tenido elfulminante, el viejo no habríamuerto. Hubiera podido volar elpuente desde aquí.

—Sí, sí, sí… —dijo Pilar.La cólera, la sensación de vacío

y el odio que había sentido cuando,al levantarse de la cuneta, habíavisto a Anselmo, seguíandominándole. Y sentía tambiéndesesperación, esa desesperaciónque nace de la pena y que inspira a

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los soldados el odio suficiente paracontinuar siendo soldados. Ahoraque todo había acabado, se sentíasolo, abandonado, sin ganas denada y odiando a todos los quetenía alrededor.

—Si no hubiera nevado… —dijo Pilar.

Y entonces, no de una manerasúbita, como hubiera ocurridotratándose de un desahogo físico,si, por ejemplo, Pilar le hubierapuesto el brazo encima del hombro,sino lentamente y de una formareflexiva, empezó a aceptar lo quehabía pasado y a dejar que el odio

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se disipara.Claro, la nieve. Había sido la

culpable de todo. La nieve. Lanieve había jugado a otros una malapasada también. Y al ver cómosucedieron las cosas a los demás,al conseguir desembarazarse de símismo, de ese del que había quedesembarazarse constantemente enuna guerra, volvía a ver las cosasde una manera objetiva. En laguerra no había lugar para unomismo. Y al olvidarse de sí mismo,le oyó a Pilar decir: «El Sordo…».

—¿Qué dices? —preguntó.—El Sordo…

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—Sí —dijo Robert Jordan, ysonrió con una sonrisa crispada,tensa, una sonrisa que le hacía dañoen los músculos de la cara.

—Perdóname. He hecho mal.Lo siento, mujer. Hagámoslo todobien y de acuerdo. Como tú dices,el puente ha volado.

—Sí, tienes que poner las cosasen su lugar.

—Voy a reunirme ahora conAgustín. Coloca a tu gitano másabajo, para que pueda ver lacarretera. Dale estos fusiles aPrimitivo y coge tú la máquina.

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Déjame que te enseñe cómo.—Guárdate tu máquina —

repuso Pilar—; no estaremos aquímucho rato. Pablo llegará enseguida, y nos iremos.

—Rafael —llamó RobertJordan—, ven aquí a mi lado. Aquí.Bien. ¿Ves a esos que salen de lacuneta? Ahí, más arriba del camión.¿Los ves que se dirigen al camión?Pégale a uno de ellos. Siéntate.Hazlo con calma.

El gitano apuntócuidadosamente y disparó, ymientras corría el cerrojo, paratirar el cartucho, Robert Jordan

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comentó:—Muy alto. Has dado en la

roca de más arriba. ¿Ves el polvoque ha levantado? Procura atinarmedio metro por debajo. Ahora.Pero con cuidado. Corren. Bien.Sigue tirando.

—Le di a uno —dijo el gitano.El hombre quedó tendido en

medio de la carretera, entre lacuneta y el camión. Los otros dosno se detuvieron para recogerle. Searrojaron a la cuneta y se quedaronagazapados allí.

—No les tires a ellos —dijoRobert Jordan—. Apunta a lo alto

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de uno de los neumáticos delanterosdel camión. De manera que, si noatinas, le des al motor. Bien. —Miró con los prismáticos—. Unpoco bajo. Bien. Estás pegandobien. Mucho. Mucho. Apunta a loalto del radiador. En cualquierparte del radiador. Eres uncampeón. Mira. No dejes pasar anadie de ese punto. ¿Te das cuenta?

—Mira cómo le deshago elparabrisas —dijo el gitano, feliz.

—No. El camión ya estáfastidiado —dijo Jordan—. Guardalas balas para cuando aparezca otro

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vehículo en la carretera. Empieza adisparar cuando lleguen frente a lacuneta. Trata de acertarle alconductor. Entonces, disparadtodos —dijo a Pilar, que habíabajado acompañada de Primitivo—. Estáis muy bien colocados.¿Ves cómo esta elevación osprotege el flanco?

—Ve a hacer tu trabajo conAgustín —dijo Pilar—. No hacefalta que nos des una conferencia.Sé lo que es el terreno desde hacemucho tiempo.

—Coloca a Primitivo másarriba —dijo Robert Jordan—.

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Allí. ¿Te das cuenta, hombre? Allí,por donde la pendiente se hace másabrupta.

—Acaba ya —dijo Pilar—.Vete, inglés. Tú y tu perfección.Aquí no hay ningún problema. Enaquel momento oyeron los aviones.

María llevaba mucho tiempo conlos caballos; pero no era ningúnconsuelo para ella. Ni para loscaballos. Desde el paraje delbosque en que se encontraba, nopodía ver la carretera ni el puente,y cuando el tiroteo comenzó pasó el

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brazo alrededor del cuello del gransemental bajo de frente blanca, quehabía acariciado y regalado amenudo cuando los caballosestaban en el cercado, entre losárboles, por encima delcampamento. Pero su nerviosismodesazonaba al gran semental, quesacudía la cabeza con las ventanasde las narices dilatadas al oír elruido de las explosiones de losfusiles y de las granadas. María noera capaz de quedarse quieta en unmismo sitio y daba vueltasalrededor de los caballos, losacariciaba, les daba palmaditas y

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no conseguía más que exacerbar sunerviosismo y su agitación.

Intentó pensar en el tiroteo, nocomo una cosa terrible, que estabasucediendo en aquellos momentos,sino imaginando que Pablo estabaabajo con los últimos que habíanllegado y Pilar arriba con los otros,y que no tenía por qué inquietarseni dejarse llevar por el pánico, sinotener confianza en Roberto. Pero nolo conseguía. Y todo el tiroteo dearriba y el tiroteo de abajo y labatalla que descendía del puertocomo una tormenta lejana con un

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tableteo seco y el estallido regularde las bombas componían uncuadro de horror que casi laimpedía respirar. Más tarde oyó elvozarrón de Pilar que, desde abajo,desde el flanco del cerro, gritabaindecencias que no comprendía; ypensó: «Dios mío, no; no hables asímientras él está en peligro. Noofendas a nadie. No provoquesriesgos inútiles. No losprovoques».

Luego se puso a rezar porRobert, rápida y maquinalmente,como en el colegio, diciendo susoraciones de prisa, todo lo de prisa

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que podía, y contándolas con losdedos de la mano izquierda,rezando misterios completos deavemarías. Por fin el puente saltó yun caballo rompió las riendasdespués de espantarse, y se escapópor entre los árboles. María saliótras él para cogerle y le trajotemblando, estremeciéndose, con elpecho bañado en sudor, la monturatorcida, y, mientras regresaba porentre los árboles, oyó el tiroteo máscercano y pensó: «No puedosoportar esto mucho tiempo. Nopuedo aguantar más sin saber lo quepasa. No puedo respirar y tengo la

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boca seca. Tengo miedo y no sirvode nada, y he asustado a loscaballos y he cogido a este porcasualidad; porque tiró la monturaal tropezar con un árbol y seenganchó en los estribos, y ahoraque estoy reajustando la montura,Dios mío, no sé, no puedosoportarlo, te lo ruego. Que vayatodo bien; porque mi corazón y todomi ser están en el puente. LaRepública es una cosa, y el quetengamos que ganar esta guerra esotra. Pero, Virgen bendita, traeledel puente sano y salvo y haré todo

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lo que quieras. Porque yo no estoyaquí. No soy yo. Yo no vivo másque por él. Protégele, porque te lopido yo, y entonces haré todo lo quequieras, y él no se opondrá. Y noserá contra la República. Te loruego; perdóname, porque noentiendo nada en estos momentos;haré lo que esté bien hecho; haré loque él diga y lo que tú digas, y loharé con toda mi alma. Pero ahorano puedo soportar el no saber loque pasa».

Luego ajustó la silla, estiró lamanta, apretó las cinchas y oyó elvozarrón de Pilar que le llegaba de

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entre los árboles:—María. María, tu inglés está

bien. ¿Me oyes? Muy bien. Sinnovedad.

María se agarró con las dosmanos a la montura, apretó sucabeza rapada contra ella y rompióa llorar. Oyó el vozarrón quevolvía a elevarse y, apartando elrostro de la montura, gritó entresollozos:

—Sí, gracias. —Y luego, sindejar de llorar, añadió—: Gracias.Muchas gracias.

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Al oír los aviones levantaron todosla cabeza. Venían de la parte deSegovia, volando muy altos en elcielo, plateados a la luz del sol,ahogando con su zumbido los otrosruidos.

—Ahí están esos —dijo Pilar—; es lo que nos faltaba.

Robert Jordan le pasó el brazopor el hombro, sin dejar deobservarlos.

—No —dijo—, esos no vienenpor nosotros. No tienen tiempo queperder con nosotros. Cálmate.

—Los odio.—Yo también; pero ahora tengo

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que irme a buscar a Agustín.Rodeó el cerro por entre los

pinos, con el zumbido de losaviones sobre su cabeza, mientrasdesde el otro lado del puentedemolido, más abajo, por lacarretera, le llegaba el tableteointermitente de una ametralladorapesada.

Se acurrucó junto a Agustín, queestaba tumbado en medio de ungrupo de abetos detrás de laametralladora, y vio que veníanotros aviones.

—¿Qué pasa ahí abajo? —

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preguntó Agustín—. ¿Qué estáhaciendo Pablo? ¿No sabe que lodel puente ha acabado?

—Quizás esté atrapado ahí.—Entonces, nos iremos. Peor

para él.—Va a venir en seguida, si

puede —dijo Robert Jordan—.Debiéramos estar viéndole ya.

—Hace más de cinco minutosque no le oigo —dijo Agustín—.Más de cinco minutos. No. Mira.Ahí está. Sí, es él.

Se oyó el tableteo del fusilautomático de caballería. Primero,una serie breve de disparos. Luego

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otra y, en seguida, una tercera seriede disparos.

—Ahí está ese hijo de puta —dijo Robert Jordan.

Vio llegar más aviones por elalto cielo azul limpio de nubes yobservó la expresión de Agustíncuando este levantó la vista haciaellos. Luego miró hacia el puentedestrozado y el trecho de carreterade más allá que seguía sin nadie.Tosió, escupió y prestó oído altableteo de la ametralladorapesada, que comenzaba a dispararal otro lado del recodo de lacarretera. Parecía hallarse en el

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mismo sitio que antes.—¿Qué ha sido eso? —

preguntó Agustín—. ¿Qué es esaporquería?

—Ha estado disparando desdeantes que volara el puente —dijoRobert Jordan.

Podía ver ahora la corriente deagua mirando por entre los soportesdescuajados y distinguir los restosdel tramo central colgando en elvacío, semejantes a un mandil dehierro, retorcido. Oyó a losprimeros aviones, que estabandescargando sus bombas más arriba

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del puerto, y vio que acudían otrosen la misma dirección. El ruido delos motores parecía llenar el altocielo y, mirando con atención,distinguió los diminutos y ágilescazas que iban detrás de ellos,describiendo círculos mucho másaltos, entre las nubes.

—No creo que esos cruzaranlas líneas el otro día —dijoPrimitivo—. Han debido de irhacia el Oeste y ahora estánvolviendo. No se hubieraorganizado una ofensiva dehaberlos visto.

—La mayor parte de esos

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aparatos son nuevos —dijo RobertJordan.

Tenía la impresión de que algoque había comenzado normalmenteprovocaba de golpe repercusionesenormes, desproporcionadas,gigantescas. Era como si se hubieraarrojado una piedra al agua, lapiedra hubiese descrito un círculo yese círculo se hubiera ido haciendomás grande, rugiendo, hinchándose,abriéndose en círculos más grandeshasta hacerse una montaña de olas.O como si se hubiera gritado y eleco hubiese respondido,desencadenando una tormenta

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aparatosa, una tormenta mortal. Ocomo si se hubiera golpeado a unhombre, como si el hombre hubiesecaído y como si por alguna partehubieran aparecido otros hombresprovistos de armas. Se alegraba deno encontrarse en lo alto del puertocon Golz.

Tumbado en el suelo, junto aAgustín, mirando a los aviones quepasaban, escuchando el tiroteo,vigilando la carretera, esperaba quesucediera algo, aunque no sabíaqué, y se sentía aún comoentontecido por la sorpresa de no

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haber muerto en el puente. Habíaaceptado de manera tan completa elmorir, que todo aquello se leantojaba irreal. «Espabila —se dijo—. Deja todo eso. Hay mucho,mucho, mucho que hacer todavía».Pero no lograba zafarse de aquellaespecie de entontecimiento y sentíade manera inconsciente que todoaquello se estaba convirtiendo enun sueño.

«Has tragado demasiadohumo». Pero sabía que no eraaquello. Se daba muy bien cuentade hasta qué punto todo aquello erairreal a través de la realidad

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absoluta. Miró al puente; luego alcentinela que yacía sobre lacarretera, no lejos del sitio endonde Anselmo yacía también;después, a Fernando, tumbado en lacuesta, y luego volvió a mirar lacarretera, oscura y bien asfaltadahasta el camión reventado, y todoaquello le pareció enteramenteirreal.

«Sería mejor que dejaras depensar en esas cosas —reflexionó—. Eres como esos gallos de pelea,que nadie ve la herida que hanrecibido, y están ya muertos.Estupideces. Estás un poco

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entontecido; eso es todo, ydeprimido por tantaresponsabilidad; eso es todo.Tranquilízate».

Agustín le cogió del brazo parallamar su atención sobre algunacosa. Miró al otro lado deldesfiladero y vio a Pablo. Vieron aPablo desembocar, corriendo, porel recodo de la carretera. En elángulo de rocas en que la carreteradesaparecía le vieron detenerse,pegarse a la muralla rocosa ydisparar con la pequeñaametralladora de caballería, que

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arrojaba al sol una cascada decobre brillante. Vieron a Pabloagacharse y disparar otra vez.Luego, sin mirar hacia atrás, volvióa correr, pequeño, con las piernastorcidas y la cabeza inclinadacamino del puente.

Robert Jordan apartó a Agustíny se hizo cargo de la granametralladora automática. Apuntócuidadosamente hacia el recodo. Sufusil automático estaba en el suelo,a su izquierda. No le servía paradisparar a aquella distancia.

Mientras Pablo corría haciaellos, Robert Jordan seguía

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apuntando hacia el recodo; peronada apareció por él. Pablo, alllegar al puente, se volvió haciaatrás, echó por encima del hombrouna mirada rápida, giró hacia laizquierda y descendió por eldesfiladero, perdiéndose de vista.Robert Jordan seguía vigilando elrecodo, pero nada aparecía.Agustín se irguió sobre sus rodillas.Veía a Pablo deslizándose por eldesfiladero como una cabra. Desdeque Pablo apareció, el tiroteo habíacesado.

—¿Ves algo por allá arriba,entre las rocas? —preguntó Robert

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Jordan.—Nada.Jordan seguía vigilando el

recodo. Sabía que el paredón erademasiado abrupto para quepudiera escalarse por aquella parte;pero más abajo la cuesta se hacíamás suave y se podía subir dandoun rodeo.

Si las cosas habían sidoirreales hasta entonces, he aquí que,de repente, se hacían enteramentereales. Era como si el ocular de unamáquina fotográfica hubieseencontrado repentinamente su foco.

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Fue entonces cuando vio elartefacto de hocico anguloso ytorrecilla cuadrada, pintado deverde gris y castaño, con suametralladora apuntada, dando lavuelta al recodo iluminado por elsol. Disparó, y oyó el ruido quehacía la bala al chocar contra lacubierta de acero. El pequeñotanque dio marcha atrás,refugiándose tras la muralla rocosa.Vigilando el recodo, Robert Jordanvio asomar nuevamente la nariz delartefacto, luego el borde de latorrecilla y por último toda latorrecilla, hasta que el cañón de la

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ametralladora quedó enfilado a lolargo de la carretera.

—Parece un ratón saliendo desu agujero —dijo Agustín—. Mira,inglés.

—No está muy confiado —dijoRobert Jordan.

—Ese es el animal con quePablo tuvo que pelear —dijoAgustín—. Dispara otra vez.

—No. No puedo hacerle daño.Y no quiero que se dé cuenta dedónde estamos.

El tanque comenzó a dispararsobre la carretera. Las balasrebotaban contra el suelo y

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resonaban contra los hierros delpuente. Era la misma ametralladoraque habían oído disparar másabajo.

—Cabrón —dijo Agustín—.Ese es uno de sus famosos tanques,¿no, inglés?

—Sí, es un «Bebé».—Cabrón. Si yo tuviese un

biberón lleno de gasolina, se lotiraría encima y le prendería fuego.¿Qué vamos a hacer, inglés?

—Esperar un poco hasta que seasome de nuevo.

—Y eso es lo que mete tanto

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miedo —dijo en tono despectivoAgustín—. Mira, inglés. Estámatando otra vez a los centinelas.

—Ya que no tiene otro blanco—dijo Robert Jordan Déjale.

Pero para sus adentros pensó:«Búrlate de él, anda. Imagínate queeres tú, que vuelves a un territorioocupado por los tuyos y que teencuentras con que te disparan en lacarretera principal; luego, con quesalta un puente. ¿No creerías quehabía sido minado o bien que setrataba de una trampa? Claro que sí.Así es que hace lo que tiene quehacer. Está aguardando que venga

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alguien en su ayuda. Entretanto,distrae al enemigo. El enemigosomos nosotros; pero no puedesaberlo. Mira al muy hijo de puta».

El tanquecillo asomabaligeramente el morro por el recodo.

Entonces vio Agustín aparecer aPablo, saliendo del desfiladero, yle vio trepar, arrastrándose, con elbarbudo rostro lleno de sudor.

—Ahí viene ese hijo de puta —anunció.

—¿Quién?—Pablo.Robert Jordan vio a Pablo y

comenzó a disparar sobre la

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torrecilla camuflada deltanquecillo, hacia el punto en dondesabía que tenía que estar lahendidura que servía de mira másabajo de la ametralladora. Eltanquecillo retrocedió, desaparecióy Jordan recogió el fusilametrallador, plegó las patas deltrípode y se lo echó al hombro. Elcañón estaba todavía caliente; tancaliente, que le quemaba la piel.Jordan lo echó hacia atrás, deforma que la culata descansara enla palma de su mano.

—Trae el saco de las

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municiones y mi pequeña máquina,y date prisa. Vamos.

Robert Jordan subió corriendopor entre los pinos. Agustín ibadetrás de él y Pablo un poco máslejos.

—Pilar —gritó Jordan—.Vamos, mujer.

Subían la empinada cuesta todolo de prisa que podían. No podíancorrer porque era demasiadoempinada. Pablo, que no llevabamás impedimenta que el fusilautomático de caballería, llegópronto hasta ellos.

—¿Y tu gente? —preguntó

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Agustín a Pablo, con la boca seca.—Han muerto todos —dijo

Pablo. Apenas si podía respirar.Agustín volvió la cabeza y le mirófijamente.

—Ahora tenemos muchoscaballos, inglés —dijo Pablo,jadeando.

—Bueno —dijo Robert Jordan.«Este bastardo asesino», pensó.

—¿Qué os ha pasado?—Nos ha pasado de todo —

dijo Pablo, respirando penosamente—. ¿Qué tal le fue a Pilar?

—Ha perdido a Fernando y alhermano.

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—Eladio —explicó Agustín.—¿Y tú? —preguntó Pablo.—He perdido a Anselmo.—Hay muchos caballos —dijo

Pablo—; tendremos hasta para losequipajes.

Agustín se mordió los labios,miró a Jordan e hizo un movimientocon la cabeza. Debajo de ellos,oculto por los árboles, oyeron altanque, que volvía a disparar sobrela carretera y el puente. RobertJordan volvió la cabeza.

—¿Qué fue lo que sucedió,pues? —preguntó a Pablo. Quería

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evitar mirar a Pablo y olerle, peroquería enterarse.

—No podía salir por allí conese artefacto —dijo Pablo—.Estábamos atrapados en el puesto.Por fin, se alejó para ir en busca deno sé qué cosa, y yo escapé.

—¿Contra quién disparabas ahíabajo? —preguntó brutalmenteAgustín.

Pablo le miró, esbozó unasonrisa, se arrepintió y no dijonada.

—¿Fuiste tú quien los mató atodos? —preguntó Agustín.

Robert Jordan pensaba: «No te

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metas en eso. No hay que meterseen ello por el momento. Han hechotodo lo que tú querías e inclusomás. Esta es una pelea de tribus. Note metas a juzgar a nadie. ¿Quépodías esperar de un asesino? Estástrabajando con un asesino. No temetas en eso. Ya sabías que lo eraantes de empezar. No es ningunasorpresa. Pero ¡qué cochinobastardo! ¡Qué cochino, inmundobastardo!».

Le dolía el pecho de laescalada y pensaba que iba aabrírsele en dos. Al fin, más arriba,entre los árboles, vio los caballos.

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—Vamos —decía Agustín—.¿Por qué no confiesas que fuiste túquién los mató?

—Calla la boca —dijo Pablo—. He peleado mucho hoy y muybien. Pregúntaselo al inglés.

—Y ahora, sácanos de aquí —dijo Robert Jordan—. Eres tú elque tenía un plan para sacarnos.

—Tengo un buen plan —dijoPablo—; con un poco de suerte,todo irá bien.

Empezaba a respirar con másholgura.

—No tendrás intenciones de

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matarnos, ¿eh? —preguntó Agustín—. Porque estoy dispuesto amatarte yo ahora mismo.

—Cierra el pico —dijo Pablo—; tengo que ocuparme de tusintereses y de los de la banda. Es laguerra. No se puede hacer lo que sequiere.

—Cabrón —dijo Agustín—; tellevas todos los premios.

—Dime qué ocurrió allá abajo—dijo Robert Jordan a Pablo.

—Pasó de todo —contestóPablo. Respiraba trabajosamente,como si le doliera el pecho, peropodía hablar con claridad. Su cara

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y su cráneo estaban empapados desudor y tenía los hombros y elpecho asimismo empapados. Miró aRobert Jordan con precaución, paraver si no se mostraba realmentehostil, y luego sonrió—: Me pasóde todo —dijo—. Primero tomamosel puesto. Después apareció unmotociclista. Después, otro.Después, una ambulancia. Luego, uncamión. Más tarde llegó el tanque.Un momento antes de que tú volarasel puente.

—¿Y luego?—El tanque no podía

alcanzarnos, pero tampoco

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podíamos salir porque dominaba lacarretera. Por fin se marchó, yentonces pude salir.

—¿Y tu gente? —preguntóAgustín, buscando todavía camorra.

—Cállate —dijo Pablo,mirándole a la cara, y su cara era lade un hombre que se había batidobien antes de que sucediera lo otro—. No eran de nuestra banda.

Podían ver ahora a los caballosatados a los árboles. El sol lesdaba de lleno por entre las ramas ylos animales, inquietos, sacudían lacabeza y tiraban de las trabas.

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Robert Jordan vio a María y uninstante después la estrechaba entresus brazos. La abrazó con tantavehemencia, que el tapallamas delfusil ametrallador se le hundió enlas costillas. María dijo:

—Roberto, tú. Tú. Tú.—Sí, conejito, conejito mío.

Ahora nos iremos de aquí.—Pero ¿eres tú de verdad?—Sí, sí, de verdad.No había pensado nunca que

pudiera llegarse a saber que unamujer podía existir durante unabatalla ni que ninguna parte de símismo pudiera saberlo o responder

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a ello; ni que, si había realmenteuna mujer, pudiera tener pequeñossenos redondos y duros apretadoscontra uno, a través de una camisa;ni que se pudiera tener concienciade esos senos durante una batalla.«Pero es verdad —pensó—. Y esbueno. Es bueno. No hubiera creídojamás en esto». La apretó contra él,fuerte, muy fuerte, pero no la miró yle dio un cachete en un lugar dondeno se lo había dado nunca,diciéndole:

—Sube a ese caballo, guapa.Luego desataron las bridas.

Robert Jordan había devuelto el

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arma automática a Agustín y habíacogido su fusil ametrallador,cargándoselo al hombro. Sacó lasgranadas de los bolsillos parameterlas en las alforjas; luegometió una de las mochilas vacías enla otra y las ató detrás de lamontura. Pilar llegó tan agotada porla cuesta, que no podía hablar másque por gestos.

Pablo metió en unas alforjas lastres maniotas que tenía en la mano,se irguió y dijo: —¿Qué tal, mujer?Ella le contestó con un gesto paratranquilizarle, y todos montaron en

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los caballos.Robert Jordan iba sobre el gran

tordillo, que había visto por vezprimera la víspera, por la mañana,bajo la nieve, y sus piernas y manossentían lo que valía aquel magníficocaballo.

Como llevaba alpargatas desuela de cáñamo, los estribos lequedaban un poco cortos. Llevabael fusil al hombro, los bolsillosrepletos de municiones, y, una vezmontado, con las riendas debajo delbrazo, cambió el cargador, echandode vez en cuando una mirada aPilar, que aparecía en lo alto de una

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extraña pirámide de mantas ypaquetes atados a la silla.

—Deja todo eso, por el amorde Dios —dijo Primitivo—. Te vasa caer y tu caballo no podráaguantar tanta carga.

—Cállate —repuso Pilar—.Con todo esto podremos vivir enotra parte.

—¿Podrás cabalgar así, mujer?—le preguntó Pablo, que se habíaencaramado al gran caballo bayo,aparejado con una montura deguardia civil.

—Como cualquier lechero —dijo Pilar—. ¿Adónde vamos,

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hombre?—Derechos, hacia abajo.

Atravesaremos la carretera.Subiremos la cuesta del otro lado ynos meteremos por el bosque, porla parte más espesa.

—¿Hay que atravesar lacarretera? —preguntó Agustín,poniéndose a su lado, mientrashincaba las alpargatas en losflancos duros e inertes de uno delos caballos que Pablo había traídola noche anterior.

—Pues claro, hombre; es elúnico camino que nos queda —dijo

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Pablo. Le entregó uno de loscaballos de carga; Primitivo y elgitano llevaban los otros dos.

—Puedes venir a retaguardia,inglés, si quieres —dijo Pablo—.Cruzaremos muy arriba, para estarlejos del alcance de esa máquina.Pero iremos separados al cruzar lacarretera y volveremos a juntarnosmás arriba, donde el camino sehace más estrecho.

—Bien —dijo Robert Jordan.Descendieron entre los árboles

hasta el borde de la carretera.Robert Jordan iba detrás de María.No podía ir a su lado por los

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árboles. Acarició su caballo conlas piernas y lo mantuvo biensujeto, mientras descendíanrápidamente, deslizándose entre lospinos, guiando al animal con losmuslos, como lo hubiera hecho conlas espuelas de haberse encontradoen terreno llano.

—Oye, tú —exclamó,dirigiéndose a María—. Ponte ensegundo lugar cuando atravesemosla carretera. Pasar el primero no estan malo como parece. Pero elsegundo es mejor. Los que correnmás peligro son los que vandespués.

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—Pero tú…—Yo pasaré muy aprisa. No

hay problema. Lo más peligroso espasar en fila.

Veía la redonda y peludacabeza de Pablo hundida entre loshombros mientras cabalgaba con elfusil automático cruzado a laespalda. Miró a Pilar, que iba conla cabeza descubierta, amplios loshombros, más altas las rodillas quelos muslos, con los taloneshundidos en los bultos que llevaba.Una vez se volvió a ella a mirarle ymovió la cabeza.

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—Adelanta a Pilar antes deatravesar la carretera —dijo RobertJordan a María. Luego, mirando porentre los árboles, que estaban másseparados, vio la superficie oscuray brillante de la carretera pordebajo de ellos, y, más allá, lapendiente verde de la montaña.«Estamos justamente por encima dela cuneta —observó—, y un pocomás acá del repecho, a partir delcual la carretera desciende hacia elpuente en una pendiente larga.Estamos a unos ochocientos metrospor encima del puente. Eso no estáfuera del alcance de la “Fiat” del

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tanque, si se han acercado alpuente».

—María —dijo—, pontedelante de Pilar antes quelleguemos a la carretera y sube deprisa por esa cuesta.

María volvió la cabeza paramirarle, pero no dijo nada. Él ledevolvió la mirada para asegurarsede que le había entendido.

—¿Comprendes? —le preguntó.Ella hizo un gesto afirmativo.—Pasa delante —dijo.—No —respondió ella,

volviéndose hacia él y negando con

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la cabeza—. Me quedaré en ellugar que me corresponde.

Entonces Pablo hundió lasespuelas en los ijares del gran bayoy se precipitó cuesta abajo, por lapendiente cubierta de hojas de pino,atravesando la carretera entre unmartillar y relucir de cascos. Losotros le siguieron y Robert Jordanlos vio atravesar la carretera ysubir la cuesta cubierta de hierba yoyó la ametralladora que tableteabadesde el puente. Luego oyó un ruidoque se asemejaba a un silbido —¡psiii crac bum!— seguido de ungolpe sordo y una explosión, y vio

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levantarse un surtidor de tierra dela ladera y una nube de humo gris.—¡Psiiii, crac, bum!—Inmediatamente se repitió la escenay una nube de polvo y humo selevantó un poco más arriba, en laladera.

Delante de él se paró el gitanoal borde de la carretera, al abrigode los últimos árboles. Miró lacuesta y luego se volvió haciaRobert Jordan.

—Adelante, Rafael —dijoJordan—. Al galope, hombre.

El gitano llevaba de las bridasal caballo cargado con los bultos,

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que se resistía a seguir adelante.—Suelta a ese caballo y galopa

—dijo Robert Jordan.Vio a Rafael levantar la mano,

cada vez más alto, como si sedespidiera de todo y para siempre,mientras hundía los talones en loscostados de su montura. La cuerdadel otro se cayó y el gitano habíacruzado ya el camino cuandoRobert Jordan tuvo queentendérselas con un caballo de tiroque, asustado, había retrocedidohasta topar con él. El gitano,entretanto, galopaba por la

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carretera y se oía el galopar de loscascos del caballo, según ibasubiendo la cuesta.

¡Psiiii, crac, bum! El proyectilseguía su trayectoria baja y Jordanvio al gitano sacudirse como unjabalí en fuga mientras la tierra selevantaba tras de él en forma de unpequeño geiser negro y gris. Le viogalopar, más despacio ahorallegando a la ladera cubierta dehierba, mientras la ametralladora leperseguía con sus disparos, quellovían alrededor, hasta que, porfin, llegó a los otros, resguardadospor la colina.

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«No puedo llevar conmigo aeste condenado caballo con lacarga —pensó Robert Jordan—.Sin embargo, me gustaría tenerlo ami lado. Me gustaría ponerlo entreesos cuarenta y siete milímetros yyo, antes de que me disparenencima. Por Dios, voy a tratar dellevarle».

Se acercó al carguero, logrócoger la soga y, con el caballotrotando detrás de él, subió unoscincuenta metros cuesta arriba entrelos árboles. Allí se detuvo paraobservar la carretera hasta dondeestaba el camión, hacia el puente.

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Vio que había hombres en el puentey detrás, en la carretera, algo queparecía un embotellamiento devehículos. Buscó alrededor hastaque encontró lo que buscaba, seirguió en el caballo y rompió unarama seca de pino. Dejó caer lacuerda del carguero, le dirigióhacia la carretera y le golpeó confuerza en la grupa con la rama depino. «Vamos, hijo de perra», dijo.Y lanzó la rama seca detrás de él.El caballo atravesó la carretera yempezó a subir la cuesta. La ramavolvió a golpearle y el caballo se

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lanzó al galope.Robert Jordan subió una

treintena de metros más arriba,hasta el límite extremo por dondepodría cruzar sin encontrar lapendiente demasiado abrupta. Elcañón disparaba llenando el airecon silbidos de obuses, tronaba ycrepitaba levantando tierra portodas partes. «Vamos, tú, bastardofascista», dijo Robert Jordan alcaballo. Y le lanzó por lapendiente. Luego se encontró aldescubierto, cruzando la carretera,tan dura bajo los cascos delcaballo, que la sentía resonar hasta

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los hombros, el cuello y los dientes.Después llegó a la cuesta blanda,en donde los cascos del caballo sehundían y mientras el animal tratabade afirmarse, tomaba impulso yseguía adelante, vio el puente desdeun ángulo que no le había vistojamás. Lo veía de perfil, sinescorzos; en el centro tenía unboquete y detrás de él, en lacarretera, se veía el tanquecillo, ydetrás del tanquecillo un tanqueenorme con un cañón. Y el cañóndisparó y hubo un fogonazoamarillento, tan brillante como unespejo, y el relámpago que fulguró

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al desgarrarse el aire pareció haberdescuajado el largo pescuezo grisque tenía delante de él. RobertJordan volvió la cabeza y vio unsurtidor sucio de tierralevantándose. El carguero ibadelante de él; pero corríademasiado hacia la derecha yperdía velocidad. Jordan, algalope, volvió de nuevo la miradahacia el puente y vio la hilera decamiones detenidos junto al recodo,bien visible desde la parte máselevada de su camino. Mientrasganaba altura, volvió a ver

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nuevamente el resplandor amarilloy oyó el psiiii y el bum de laexplosión; pero la bomba cayó unpoco corta partiéndose los pedazosde metal por el camino como sibrotaran del lugar en que habíacaído el proyectil.

Vio a los otros al borde de laarboleda y dijo: «¡Arre, caballo!» yvio cómo el pecho del caballo sehinchaba con la pendiente abrupta ycómo estiraba el cuello y las orejasgrises, e inclinándose le dio unaspalmadas en el cuello húmedo yluego volvió los ojos hacia atrás,hacia el puente, y vio un nuevo

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fogonazo que salía del tanquepesado color de tierra allá abajo,en la carretera, y esta vez no oyó elsilbido, sino solamente le llegó elolor acre del estallido, como sihubiera reventado una caldera y seencontró bajo el caballo gris, quepateaba y forcejeaba mientras élhacía por zafarse del peso.

Se podía mover. Se podíamover hacia la derecha. Pero supierna izquierda se le habíaquedado aplastada bajo el caballo,mientras él se movía hacia laderecha. Se hubiera dicho que teníauna nueva articulación, no la de la

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cadera, sino otra lateral. En seguidacomprendió de qué se trataba.Entonces el caballo gris se irguiósobre las rodillas, y la piernaderecha de Robert Jordan, que sehabía quedado desgajada delestribo, pasó por encima de lamontura y se juntó con la otra. Sepalpó con las dos manos la caderaizquierda y sus manos tocaron elhueso puntiagudo y el lugar endonde hacía presión contra la piel.

El caballo gris se quedó paradojunto a él, y él podía ver el jadeode sus costillas. La hierba en donde

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estaba sentado era verde, conflorecillas silvestres. Miró haciaabajo, hacia la carretera, el puentey el desfiladero, y vio el tanque yaguardó el fogonazo. Se produjo enseguida, sin ser acompañado desilbidos. En el momento de laexplosión vio volar los terrones yla metralla le llevó hasta la nariz elacre olor del explosivo, y vio algran tordillo recoger las patastraseras y sentarse tranquilamente,como si fuera un caballo de circo,al lado de él. Y luego, mirando alcaballo, sentado allí, se dio cuentade lo que significaba el ruido que

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hacía.Luego Primitivo y Agustín le

cogieron por las axilas paraarrastrarle hasta lo alto de lacuesta, y la nueva articulación de supierna le hacía bailar según losaccidentes del terreno. Un obússilbó por encima de ellos, que searrojaron al suelo aguardando a queestallase. El polvo les cayó encima,la metralla se dispersó y volvierona recogerle. Luego le pusieron alabrigo de unos árboles, cerca delos caballos, y vio que María, Pilary Pablo estaban alrededor.

María se arrodilló a su lado,

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diciendo:—Roberto, ¿qué te ha pasado?Jordan, empapado de sudor,

contestó:—La pierna izquierda se ha

roto, guapa.—Vamos a vendarla —dijo

Pilar—. Podrás montar en ese —yseñaló a uno de los caballoscargueros—. Descargadle.

Robert Jordan vio a Pablonegar con la cabeza y le hizo ungesto.

—Alejaos —dijo. Luegoañadió—: Escucha, Pablo, ven

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aquí.Su peludo rostro, mojado de

sudor, se inclinó hacia él y RobertJordan sintió de lleno el olor dePablo.

—Dejadnos hablar —dijo aMaría y a Pilar—. Tengo quehablar con Pablo.

—¿Te duele mucho? —preguntóPablo, inclinándose muy cerca deél.

—No. Creo que el nervio hasido destrozado. Oye. Marchaos.Yo estoy listo, ¿te das cuenta?Quiero hablar un rato con María.Cuando te diga que te la lleves,

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llévatela. Ella se querrá quedar.Pero voy a hablar un rato con ella.

—Te darás cuenta de que notenemos mucho tiempo —dijoPablo.

—Me doy cuenta. Creo queestaríais mejor en la República —dijo Robert Jordan.

—No. Prefiero Gredos.—Piénsalo bien.—Háblale ahora —dijo Pablo

—. No tenemos mucho tiempo.Siento lo que te ha pasado, inglés.

—Puesto que me ha pasado —dijo Jordan—, no hablemos más.Pero piénsalo bien. Tienes mucha

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cabeza. Tienes que utilizarla.—¿Y por qué no iba a

utilizarla? —preguntó Pablo—.Ahora, habla de prisa, inglés; notenemos tiempo.

Pablo se fue junto a un árbol yse puso a vigilar la cuesta, el otrolado de la carretera y eldesfiladero. Miró también elcaballo gris que había en la cuestacon una expresión de verdaderodisgusto. Pilar y María estabancerca de Robert Jordan, que seencontraba sentado contra el troncode un árbol.

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—Córtame el pantalón por aquí,¿quieres? —dijo Jordan a Pilar.María, acurrucada junto a él, nohablaba. El sol le brillaba en loscabellos y hacía pucheros, como unniño que va a llorar. Pero nolloraba.

Pilar cogió el cuchillo y cortóla pernera del pantalón de arribaabajo, a partir del bolsilloizquierdo. Robert Jordan separó latela con las manos y se miró lacadera. Quince centímetros porencima se veía una hinchazónpuntiaguda y rojiza en forma decono, y al palparla con los dedos

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sintió el hueso de la cadera rotobajo la piel. Su pierna extendidaformaba un ángulo extraño. Levantólos ojos hacia Pilar. Había en surostro una expresión parecida a lade María.

—Anda —le dijo—. Vete.Pilar se alejó con la cabeza

baja, sin decir nada, sin mirar haciaatrás y Robert Jordan vio que sushombros se estremecían.

—Guapa —dijo a María,cogiéndole las manos entre lassuyas—. Oye. Ya no iremos aMadrid.

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Entonces, ella se puso a llorar.—No, guapa; no llores.

Escucha. No iremos a Madridahora; pero iré contigo a todaspartes adonde vayas.¿Comprendes?

Ella no dijo nada. Apoyó lacabeza contra la mejilla de RobertJordan y le echó los brazos alcuello.

—Oye bien, conejito —dijo—,lo que voy a decirte. —Sabía queera preciso darse prisa y estabasudando y transpirabaabundantemente; pero era menesterque las cosas fueran dichas y

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comprendidas—. Tú te vas ahora,conejito, pero yo voy contigo.Mientras viva uno de nosotros,viviremos los dos. ¿Locomprendes?

—No. Me quedo contigo.—No, conejito. Lo que hago

ahora, tengo que hacerlo solo. Nopodría hacerlo contigo. ¿Te dascuenta? Cualquiera que sea el quese quede, es como si nosquedáramos los dos.

—Yo quiero quedarme contigo.—No, conejito, oye. Esto no

podemos hacerlo juntos. Cada cual

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tiene que hacerlo a solas. Pero si tevas, yo me voy contigo. De esamanera, yo me iré también. Tú tevas ahora; sé que te irás. Porqueeres buena y cariñosa. Te vas ahorapara que nos vayamos los dos.

—Pero es más fácil si mequedo contigo —dijo ella—. Esmás fácil para mí.

—Sí, pero hazme el favor deirte. Hazlo por mí; porque puedeshacerlo.

—Pero ¿no lo entiendes,Roberto? ¿Y yo? Es peor para mí elirme.

—Claro que sí —dijo él—; es

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más difícil para ti. Pero yo soy túahora.

Ella no dijo nada.Jordan la miró. Estaba sudando

de una manera tremenda. Hizo unesfuerzo para hablar, deseandoconvencerla de una manera másintensa de lo que había deseadonunca en su vida.

—Ahora te irás como sifuéramos los dos —dijo—; no hayque ser egoísta, conejito, tienes quehacer lo que debes.

Ella negó con la cabeza.—Tú eres yo —siguió él—;

tienes que darte cuenta, conejito.

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Conejito, escucha. Es verdad. Mevoy contigo. Te lo juro.

Ella no dijo nada.—¿No lo comprendes? —

preguntó—. Ahora veo que locomprendes. Ahora vas amarcharte. Bien. Ahora te vas.Ahora has dicho que te ibas. —Ellano había dicho nada—. Ahora tevoy a dar las gracias por irte. Vetedulcemente y en seguida. Vete enseguida, para que nos vayamos losdos en ti. Ponme la mano aquí. Lacabeza ahora. No, aquí. Muy bien.Ahora yo pondré mi mano aquí.

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Está muy bien. ¡Qué buena eres!Ahora no pienses más. Ahora vas ahacer lo que debes. Ahoraobedecerás. No a mí, sino a losdos. A mí, que estoy en ti. Ahora teirás por los dos. Así es. Nos vamoslos dos contigo ahora. Es así. Te lohe prometido. Eres muy buena si tevas, muy buena.

Hizo una seña con la cabeza aPablo, que le miraba desde detrásde un árbol, y Pablo se acercó.Pablo hizo un signo a Pilar con elpulgar.

—Iremos a Madrid otra vez,conejito —siguió él—. Es cierto.

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Ahora levántate y vete, y nosiremos los dos. Levántate. ¿No ves?

—No —dijo ella, y se agarró asu cuello.

Jordan hablaba con muchacalma, aunque con una granautoridad.

—Levántate —dijo—. Tú eresyo ahora. Tú eres todo lo quequedará de mí desde ahora.Levántate.

Ella se levantó lentamente,llorando con la cabeza baja. Luegovolvió a sentarse en seguida a sulado y se levantó de nuevo, muylentamente, muy pesadamente,

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mientras Jordan decía:—Levántate, guapa.Pilar la sujetaba por los brazos,

de pie, junto a ella.—Vámonos —dijo Pilar—.

¿No necesitas nada, inglés? —lemiró y movió la cabeza.

—No —dijo Jordan, y continuóhablando a María—. Nada deadioses, guapa; porque no nossepararemos. Espero que todo vayabien en Gredos. Vete ahora mismo.Vete por las buenas.

—¡No!Siguió hablando tranquilamente,

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sensatamente, mientras Pilararrastraba a la muchacha.

—No te vuelvas. Pon el pie enel estribo. Sí, el pie. Ayúdale —dijo a Pilar—. Levántala. Ponla enla montura.

Volvió la cabeza, empapado ensudor, y miró hacia la bajada de lacuesta y luego dirigió de nuevo lamirada al lugar donde la muchachaestaba montada en el caballo conPilar a su lado y Pablo detrás.

—Ahora, vete —añadió—.Vete.

María fue a volver la cabeza.—No mires hacia atrás —dijo

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Robert Jordan—. Vete.Pablo golpeó al caballo en las

ancas con una maniota y Maríaintentó deslizarse de la montura,pero Pilar y Pablo cabalgaban juntoa ella y Pilar la sostenía. Los trescaballos subieron por el sendero.

—Roberto —gritó María—;déjame contigo. Déjame que mequede.

—Estoy contigo —gritó RobertJordan—. Estoy contigo ahora.Estamos los dos juntos. Vete.

Y se perdieron de vista en elrecodo del sendero mientras él sequedaba allí, empapado de sudor,

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mirando hacia un punto en donde nohabía nadie.

Agustín estaba de pie junto a él.—¿Quieres que te mate, inglés?

—preguntó, inclinándose hacia él—. ¿Quieres? Es una cosa sinimportancia.

—No hace falta —contestóRobert Jordan—. Puedesmarcharte; estoy muy bien aquí.

—Me cago en la leche que mehan dado —gritó Agustín. Lloraba yno veía a Robert Jordan conclaridad—. Salud, inglés.

—Salud, hombre —dijo Robert

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Jordan. Miró cuesta abajo—. Cuidabien de la rapadita, ¿quieres?

—Eso, ni se pregunta —dijoAgustín—. ¿Tienes todo lo que tehace falta?

—Hay muy pocas municionespara esta máquina; así es que mequedo yo con ella —dijo RobertJordan—. Tú no podrías hacertecon más. Para la otra y la de Pablo,sí.

—He limpiado el cañón —dijoAgustín—. Se llenó de tierra alcaer tú al suelo.

—¿Qué fue del caballocarguero?

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—El gitano logró cazarlo.Agustín estaba ya a caballo,

pero no tenía ganas de marcharse.Se inclinó hacia el árbol, contra elque Robert Jordan estabarecostado.

—Vete, amigo —le pidióRobert Jordan—. En la guerrasuceden cosas como esta.

—¡Qué puta es la guerra! —dijo Agustín.

—Sí, hombre, sí; pero vete.—Salud, inglés —dijo Agustín,

cerrando el puño derecho.—Salud —dijo Robert Jordan

—; pero vete, hombre.

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Agustín dio media vuelta a sucaballo, bajó el puño de golpe,como si maldijera, y subió por elsendero. Todos los demás estabanfuera del alcance de la vista desdehacía rato.

Se volvió cuando el sendero seperdía por entre los árboles ysacudió el puño. Robert Jordan lehizo un ademán y luego Agustíndesapareció también. Jordan sequedó mirando la pendientecubierta de hierba, hacia lacarretera y el puente. «Estoy aquítan bien como en cualquier otra

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parte. Todavía no vale la pena quecorra el riesgo de arrastrarme sobreel vientre con este hueso tan cercade la piel, y veo bien desde aquí».

Sentíase como vacío y agotadoa causa de la herida y de ladespedida y tenía un sabor a bilis.Por fin no tenía ya problemas. Decualquier manera que sucediesenlas cosas y cualquiera que fuese elmodo como ocurrieran, en adelanteno habría para él ningún problema.

Se habían ido todos y se habíaquedado solo, recostado contra unárbol. Miró la verde ladera de lacolina y vio el caballo gris que

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Agustín había rematado. Un pocomás abajo de la cuesta, vio lacarretera y, más abajo todavía, laporción arbolada. Luego miró alpuente y a la otra orilla y observólos movimientos que había en elpuente y en la carretera. Veía loscamiones en la carretera en la partedescendente. La columna gris de loscamiones aparecía entre el verdorde los árboles. Luego miró a la otraparte de la carretera, al lugar dondeasomaba por lo alto del cerro ypensó: «Van a venir en seguida».

«Pilar cuidará de ella lo mejorque pueda. Lo sabes. Pablo debe de

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tener un buen plan; si no, no lohubiera intentado. No tienes quepreocuparte por Pablo. No sirve denada pensar en María. Intenta creeren lo que le has dicho. Es lo mejor.¿Y quién dice que no es verdad?Tú, no. Tú no lo dices, de la mismamanera que no dirías que las cosasque han pasado no han pasado.Agárrate a lo que crees en estosmomentos. No te hagas el cínico. Eltiempo es muy corto y acabas dedespedirte de ella. Cada cual hacelo que puede. Tú no puedes hacernada por ti; pero quizá puedas

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hacer algo por otro. Bueno, hemostenido suerte durante cuatro días.Cuatro días, no. Fue por la tardecuando llegué aquí, y aún no esmediodía. En total, no hace más quetres días y tres noches. Haz lacuenta exacta. Tienes que serexacto. Creo que harías mejor sifueses acomodándote. Debierasresolverte a buscar un sitio desdedonde pudieras ser útil, en vez depermanecer recostado contra eseárbol como un vagabundo. Hastenido mucha suerte. Hay cosaspeores que esto. A todos les llega,un día u otro. No sientes miedo

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porque sabes que tiene que ser así,¿no es verdad? No. Es una suerte detodas formas que el nervio hayaquedado deshecho. Ni siquiera medoy cuenta de lo que tengo pordebajo de la fractura».

Se tocó la pierna y era como sino formase parte de su cuerpo.Volvió a mirar a lo largo de laladera y pensó: «Siento tener quedejar todo esto. Lamento muchísimotener que dejarlo y espero haberhecho algo de utilidad. Intentéhacerlo con todo el talento de queera capaz. Con todo el talento deque soy capaz, quiero decir. Eso es,

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con todo el talento de que soycapaz.

»He estado combatiendo desdehace un año por cosas en las quecreo. Si vencemos aquí,venceremos en todas partes. Elmundo es hermoso y vale la penaluchar por él, y siento mucho tenerque dejarlo. Has tenido muchasuerte —se dijo a sí mismo— porhaber llevado una vida tan buena.Has llevado una vida tan buenacomo la del abuelo, aunque no hayasido tan larga. Has llevado una vidatan buena como pueda ser la vida,

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gracias a estos últimos días. No vasa quejarte ahora, cuando has tenidosemejante suerte. Pero me gustaríaque hubiese un modo de transmitirlo que he aprendido. Cristo, cómoestaba aprendiendo estos últimosdías. Me gustaría hablar conKarkov. Eso sería en Madrid. Ahí,detrás de esas colinas yatravesando el llano, descendiendonada más dejar las rocas grises ylos pinos, la jara y la retama, através de la altiplanicie amarilla, seve aparecer la ciudad, hermosa yblanca. Eso es tan verdad como lasmujeres viejas de que habla Pilar,

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que beben sangre en los mataderos.No hay una cosa que sea la únicaverdad. Todo es verdad. De lamisma manera que los aviones sonhermosos, sean nuestros o de ellos.Al diablo si lo son. Y ahora, tómalocon calma. Túmbate boca abajomientras tengas tiempo. Oye ahorauna cosa. ¿Te acuerdas de eso? Delo de Pilar y la mano. ¿Crees en esapatraña? No. ¿No crees, después delo que ha pasado? No, no creo eneso. Pilar estuvo muy amable apropósito de eso esta mañana, antesque empezase todo. Tenía miedoacaso de que yo creyera en ello.

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Pero no creo. Ella, sí. Los gitanosven algunas cosas. O bien sientenalgunas cosas. Como los perros decaza. ¿Y las percepcionesextrasensoriales? ¿Y laspuñeterías? Pilar no quiso decirmeadiós porque sabía que, si me lodecía, María no hubiera queridoirse. ¡Qué Pilar esa! Vamos,vuélvete, Jordan». Pero sentíapereza de intentarlo. Entonces seacordó de que llevaba la pequeñacantimplora en el bolsillo, y pensó:«Voy a tomar una buena dosis deese matagigantes, y luego lo

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intentaré». Pero la cantimplora noestaba en el bolsillo. Y se sintiómucho más solo sabiendo que notendría siquiera ese consuelo.Debiera haber contado con ello, sedijo.

«¿Crees que Pablo la hacogido? No seas idiota; debisteperderla cuando lo del puente.Vamos, Jordan, vamos. Tienes quedecidirte».

Cogió con las dos manos supierna izquierda y tiró con fuerza,con la espalda todavía apoyadacontra el árbol. Luego se tumbó y sesujetó la pierna, para que el hueso

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roto no rasgara la piel, y girólentamente sobre la rodilla hastaquedar de cara a la barranca.Luego, sujetándose siempre lapierna con las dos manos, apoyó laplanta del pie derecho en forma depalanca sobre el izquierdo y,sudando abundantemente, dio lavuelta hasta que se quedó con lacara pegada al suelo. Se apoyósobre los codos, estiró la piernaizquierda, acomodándola con unempujón de ambas manos, yapoyándose luego, para hacerfuerza, en el pie derecho, seencontró donde quería encontrarse,

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empapado en sudor. Se palpó elmuslo con el dedo y lo encontróbien. El extremo fracturado delhueso no había perforado la piel yse encontraba hundido en la masadel músculo.

«El nervio principal debióquedar destrozado cuando esemaldito caballo se me cayó encima—pensó—. La verdad es que no meduele nada, sino algunas veces,cuando cambio de postura. Esodebe de ser cuando el huesopellizque alguna otra cosa. ¿Noves? ¿No ves qué suerte has tenido?

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Ni siquiera has tenido necesidad deemplear ese matagigantes».

Alcanzó el fusil automático,quitó el cargador del almacén y,buscando cargadores de repuesto,en el bolsillo, abrió el cerrojo yexaminó el cañón. Volvió luego acolocar el cargador en la recámara,corrió el cerrojo y se dispuso aobservar la pendiente. «Tal vez unamedia hora. Tómalo con calma».Miró la ladera de la montaña, lospinos, e intentó no pensar en nada.

Miró el torrente y se acordó delo fresco y lo sombreado que estabadebajo del puente. «Me gustaría

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que llegaran ahora. No quiero estarmedio inconsciente cuando lleguen.¿Para quién es más fácil la cosa?¿Para los que creen en la religión opara los que toman las cosas porlas buenas? La religión losconsuela mucho; pero nosotrossabemos que no hay nada quetemer. Morir sólo es malo cuandouno falla. Morir es malo solamentecuando cuesta mucho tiempo y hacetanto daño que uno quedahumillado. Ya ves: tú has tenidomuchísima suerte. No te ha pasadonada parecido. Es maravilloso quese haya marchado. No importa nada

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ya, ahora que se han ido todos. Eslo que yo había supuesto. Esverdaderamente como yo lo habíapensado. Imagino lo que hubierasido de haber estado todosdiseminados sobre esta cuesta, ahídonde está el tordillo. O si hubieranestado todos paralizados aquíesperando. No, se han marchado.Están lejos. Si la ofensiva, almenos, tuviera éxito… ¿Qué deseasahora? Todo. Lo quiero todo yaceptaré lo que sea. Si estaofensiva no tiene éxito, otra lotendrá. No me he fijado en qué

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momento han pasado los aviones.¡Dios, que suerte que haya podidohacerla marcharse!

»Me gustaría hablar de esto conmi abuelo. Apuesto a que él no tuvonunca que atravesar una carretera,reunirse con su gente y hacer unacosa parecida. Pero ¿cómo losabes? Quizá lo hiciera cincuentaveces. No. Sé exacto. Nadie hahecho cincuenta veces una cosasemejante. Ni siquiera cinco. Esposible que nadie haya hecho estoni tan siquiera una vez. Bueno.Claro que sí que lo habrán hecho.

»Me gustaría que vinieran

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ahora. Me gustaría que vinieraninmediatamente, porque la piernaempieza a dolerme. Debe de ser lahinchazón. Estaba saliendo todo alas mil maravillas cuando elproyectil nos alcanzó. Pero es unasuerte que no sucediera eso cuandoyo estaba debajo del puente.Cuando una cosa empieza mal,siempre tiene que ocurrir algo. Túestabas fastidiado cuando dieronlas órdenes a Golz. Tú lo sabías, yes sin duda eso lo que Pilarbarruntó. Pero más adelante seorganizarán mejor estas cosas.Deberíamos tener transmisores

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portátiles de onda corta. Sí, haytantas cosas que debiéramostener… Yo debería tener una piernade recambio».

Sonrió penosamente, porque lapierna le dolía muchísimo por laparte en que el nervio había sidodestrozado cuando la caída. «¡Oh,que lleguen! —se dijo—. No tengodeseos de hacer como mi padre. Sihace falta, lo haré; pero querría nohacerlo. No soy partidario dehacerlo. No pienses en eso. Nopienses en eso. Me gustaría queesos bastardos llegaran. Me

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gustaría mucho que llegaran enseguida».

La pierna le dolía mucho. Eldolor había empezado de golpe conla hinchazón, al desplazarse, y sedijo: «Quizá debiera hacerlo ahoramismo. Creo que no soy muyresistente al dolor. Escucha: si hagoeso ahora mismo, ¿no lo tomarás amal, eh? ¿A quién hablas? A nadie—dijo—. Al abuelo, creo. No. Anadie. ¡Ah!, mierda, quisiera quellegasen. Oye: tendré que hacer esoquizá, porque, si me desvanezco oalgo así, no serviré para nada; y sime hacen volver en mí me harán

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una serie de preguntas y otrasmuchas cosas, y eso no marcharíabien. Es mucho mejor que no tenganque hacer esas cosas. De maneraque, ¿por qué no va a estar bien quelo haga en seguida para que todotermine? Porque, ¡oh, escucha!, quelleguen ahora.

»No sirves para eso, Jordan —se dijo—. Decididamente, nosirves. Bueno, pero ¿quién sirvepara eso? No lo sé, y en estosmomentos no puedo averiguarlo.Pero la verdad es que tú no sirves.No sirves para nada. ¡Ay, paranada, para nada! Creo que sería

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mejor hacerlo ahora. ¿No lo crees?No, no estaría bien. Porque haytodavía algunas cosas que puedeshacer. Mientras sepas lo que tienesque hacer, tienes que hacerlo.Mientras te acuerdes de lo que es,debes aguardar. Así es que, vamos,que vengan. Que vengan.

»Piensa en los que se han ido.Piensa en ellos atravesando elbosque. Piensa en ellos cruzando unarroyo. Piensa en ellos a caballoentre los brezos. Piensa en ellossubiendo la cuesta. Piensa en ellosacogiéndose a seguro esta noche.

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Piensa en ellos escondiéndosemañana. Piensa en ellos. ¡Malditasea! Piensa en ellos. Y eso es todolo que puedo pensar acerca deellos. Piensa en Montana. No puedopensar. Piensa en Madrid. Nopuedo. Piensa en un vaso de aguafresca. Muy bien. Así es como será.Como un vaso de agua fresca. Eresun embustero. No será así enabsoluto. No se parecerá a nada.Absolutamente a nada. Entonces,hazlo. Hazlo. Hazlo ahora. Vamos,hazlo ahora. No, tienes que esperar.¿A qué? Lo sabes muy bien. Así esque espera.

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»No puedo esperar mucho. Siespero mucho tiempo, voy adesmayarme. Lo sé porque hesentido tres veces que iba adesmayarme y me he aguantado. Meestoy aguantando muy bien. Pero nosé si podré seguir aguantándome.Lo que creo es que tienes unahemorragia interna en donde elhueso ha sido seccionado. Lapescaste al volverte de lado. Eso eslo que provoca la hinchazón y loque te debilita y te pone a pique dedesmayarte. Estaría bien hacerloahora. Verdaderamente te digo queestaría muy bien.

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»¿Y si esperases y losdetuvieras un momento oconsiguieras acertar al oficial? Esosería cosa distinta. Una cosa bienhecha puede…».

Y permaneció tendido, inmóvil,intentando retener algo que sentíadeslizarse dentro de él comocuando se siente que la nieve sedesliza en la montaña, y se dijo:«Ahora, calma, calma. Déjameaguantar hasta que lleguen».

Robert Jordan tuvo suerte,porque los vio entonces, cuando lacaballería salía del monte bajo y

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cruzaba la carretera. Los vio subirpor la cuesta. Vio al soldado que separaba junto al caballo gris yllamaba a gritos al oficial, que seacercó al lugar. Juntos, examinaronal animal. Desde luego, loreconocieron. Tanto él como eljinete faltaban desde el día anterior.

Robert Jordan los divisó en lacuesta, cerca de él, y más abajo delcamino vio la carretera y el puentey la larga hilera de vehículos.Estaba enteramente lúcido y se fijóbien en todas las cosas. Luego alzósus ojos al cielo. Había grandesnubarrones blancos. Tocó con la

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palma las agujas de los pinos,sobre las cuales estaba tumbado, yla corteza del pino contra el cual serecostaba.

Después se acomodó lo máscómodamente que pudo, con loscodos hundidos entre las agujas depino y el cañón de la ametralladoraapoyado en el tronco del árbol.

Cuando el oficial se acercó altrote, siguiendo las huellas dejadaspor los caballos de la banda,pasaría a menos de veinte metrosdel lugar en que Robert seencontraba. A esa distancia nohabía problema. El oficial era el

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teniente Berrendo. Había llegadode La Granja, cumpliendo órdenesde acercarse al desfiladero,después de haber recibido el avisodel ataque al puesto de abajo.Habían galopado a marchasforzadas, y luego tuvieron quevolver sobre sus pasos al llegar alpuente volado, para atravesar eldesfiladero por un punto más arribay descender a través de losbosques. Los caballos estabansudorosos y reventados, y había queobligarlos a trotar.

El teniente Berrendo subía

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siguiendo las huellas de loscaballos, y en su rostro había unaexpresión seria y grave. Suametralladora reposaba sobre lamontura, apoyada en el brazoizquierdo. Robert Jordan estaba debruces detrás de un árbol,esforzándose porque sus manos nole temblaran. Esperó a que eloficial llegara al lugar alumbradopor el sol, en que los primerospinos del bosque llegaban a laladera cubierta de hierba. Podíasentir los latidos de su corazóngolpeando contra el suelo, cubiertode agujas de pino.

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FIN

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ERNEST HEMINGWAY.Novelista estadounidense cuyoestilo se caracteriza por losdiálogos nítidos y lacónicos y porla descripción emocional sugerida.Su vida y su obra ejercieron unagran influencia en los escritoresestadounidenses de la época.

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Muchas de sus obras estánconsideradas como clásicos de laliteratura en lengua inglesa.

Hemingway nació el 21 de juliode 1899 en Oak Park, Illinois, encuyo instituto estudió. Trabajócomo reportero del Kansas CityStar, pero a los pocos meses sealistó como voluntario paraconducir ambulancias en Italiadurante la I Guerra Mundial. Mástarde fue transferido al ejércitoitaliano resultando herido degravedad. Después de la guerra fuecorresponsal del Toronto Starhasta que se marchó a vivir a París,

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donde los escritores exiliados EzraPound y Gertrude Stein le animarona escribir obras literarias. A partirde 1927 pasó largas temporadas enKey West, Florida, en España y enÁfrica. Volvió a España, durante laGuerra Civil, como corresponsal deguerra, cargo que tambiéndesempeñó en la II Guerra Mundial.Más tarde fue reportero del primerEjército de Estados Unidos.Aunque no era soldado, participóen varias batallas. Después de laguerra, Hemingway se estableció enCuba, cerca de La Habana, y en1958 en Ketchum, Idaho.

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Hemingway utilizó sus experienciasde pescador, cazador y aficionado alas corridas de toros en sus obras.Su vida aventurera le llevó variasveces a las puertas de la muerte: enla Guerra Civil española cuandoestallaron bombas en la habitaciónde su hotel, en la II Guerra Mundialal chocar con un taxi durante losapagones de guerra, y en 1954cuando su avión se estrelló enÁfrica. Murió en Ketchum el 2 dejulio de 1961, disparándose un tirocon una escopeta.

Uno de los escritores más

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importantes entre las dos guerrasmundiales, Hemingway describe ensus primeros libros la vida de dostipos de personas. Por un lado,hombres y mujeres despojados porla II Guerra Mundial de su fe en losvalores morales en los que antescreían, y que viven despreciandotodo de forma cínica excepto suspropias necesidades afectivas. Ypor otro, hombres de caráctersimple y emociones primitivas,como los boxeadores profesionalesy los toreros, de los que describesus valientes y a menudo inútilesbatallas contra las circunstancias.

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Entre sus primeras obras seencuentran los libros de cuentosTres relatos y diez poemas (1923),su primer libro En nuestro tiempo(1924), relatos que reflejan sujuventud, Hombres sin mujeres(1927), libro que incluía el cuento«Los asesinos», notable por sudescripción de una muerteinminente, y El que gana no selleva nada (1933), libro de relatosen los que describe las desgraciasde los europeos. La novela que ledio la fama, Fiesta (1926), narra lahistoria de un grupo deestadounidenses y británicos que

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vagan sin rumbo fijo por Francia yEspaña, miembros de la llamadageneración perdida del periodoposterior a la I Guerra Mundial. En1929 publicó su segunda novelaimportante, Adiós a las armas,conmovedora historia de un amorentre un oficial estadounidense delservicio de ambulancias y unaenfermera inglesa que se desarrollaen Italia durante la guerra.Siguieron Muerte en la tarde(1932), artículos sobre corridas detoros, y Las verdes colinas deAfrica (1935), escritos sobre caza

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mayor.Hemingway había explorado

temas como la impotencia y elfracaso, pero al final de la décadade 1930 empezó a poner demanifiesto su preocupación por losproblemas sociales. Tanto sunovela Tener y no tener (1937)como su obra de teatro La quintacolumna, publicada en La quintacolumna y los primeros cincuentay nueve relatos (1938), condenanduramente las injusticias políticas yeconómicas. Dos de sus mejorescuentos, «La vida feliz de FrancisMacomber» y «Las nieves del

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Kilimanjaro», forman parte de esteúltimo libro. En la novela Porquién doblan las campanas (1940),basada en su experiencia durante laGuerra Civil española, intentademostrar que la pérdida delibertad en cualquier parte delmundo es señal de que la libertadse encuentra en peligro en todaspartes. Por el número deejemplares vendidos, esta novelafue su obra de más éxito. Durante ladécada siguiente, sus únicostrabajos literarios fueron Hombresen guerra (1942), que él editó, y lanovela Al otro lado del río y entre

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los árboles (1950). En 1952Hemingway publicó El viejo y elmar, una novela corta, convincentey heroica sobre un viejo pescadorcubano, por la que ganó el PremioPulitzer de Literatura en 1953. En1954 le fue concedido el PremioNobel de Literatura. Su última obrapublicada en vida fue Poemascompletos (1960). Los libros quese publicaron póstumamenteincluyen París era una fiesta(1964), un relato de sus primerosaños en París y España, Enviadoespecial (1967), que reúne sus

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artículos y reportajes periodísticos,Primeros artículos (1970), lanovela del mar Islas en el golfo(1970) y la inacabada El jardín delEdén (1986). Dejó sin publicar3000 páginas de manuscritos.