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Todo empezó cuando los Reyes me trajeron un cuento de miedo. Se titulaba “No bajes al sótano” y era un libro de una colección que se llamaba “Pesadillas”. Lo empecé a leer enseguida, pero… A mí me gusta leer por las noches en la cama, antes de dormir, mientras me tomo un vaso de leche con cola-cao. Y no era plan, la verdad, porque luego tenía unas pesadillas que no veas (¡por eso tenía aquel nombre, aquella colección de cuentos de miedo!). Así que lo guardé en un estante de mi cuarto y me cogía un “Mortadelo”, que me divierte mogollón y me ayuda a dormir como un tronco. Pero mi padre vio el libro y se puso a leerlo. En la Escuela del Mar mis mejores amigos son Alex, Miguel y David. Bueno, pues resulta que mis padres también se hicieron amigos de los suyos, porque se veían en las reuniones de la Asociación de Madres y Padres, y en la puerta del cole mientras esperaban que saliéramos por la tarde. Un día quedaron para ir de excursión. Nos lo pasamos tan bien que empezamos a hacer salidas de vez en cuando. Y así comenzaron nuestras aventuras.

Un sábado por la tarde llegamos a Castellar de N’Hug, que es un pueblo muy pequeño de los Pirineos donde en invierno nieva una barbaridad. Y donde nace el Llobregat, que es el segundo río más grande de Cataluña después del Ebro. Nuestros padres habían reservado sitio en una casa de colonias que había en lo alto del pueblo, al lado de la iglesia. Últimamente, mientras íbamos en el coche, mi padre nos contaba cuentos de miedo para distraernos: “No bajes al sótano”, “No bajes al sótano – 2”... Ya iba por el “5”. Había cogido el título prestado, eso ya lo habréis adivinado, y se los inventaba sobre la marcha. Salía una cocinera que se convertía en bruja y que nos perseguía por un pasadizo subterráneo. Y también un cementerio, monstruos, esqueletos y otra gente simpática como ésta.

Por eso los amigos y yo nos juntábamos en mi coche cuando íbamos de excursión, porque aquellos cuentos nos molaban cantidad. Por dos razones: porque los protagonistas éramos nosotros y porque eran de miedo-miedo. Y los viajes se nos hacían cortísimos.

El pueblo de Castellar de N’Hug resultó ser muy parecido a los escenarios de los cuentos que se inventaba mi padre: hacía una tarde supernublada, había una fonda al lado de la iglesia y el cementerio al otro lado... Sólo que no había ningún cementerio al lado de la iglesia. Mi padre es muy fantasioso y enseguida se puso a buscar el cementerio. “Tiene que estar por aquí”, decía dando vueltas alrededor de la iglesia. “En estos pueblos el cementerio siempre está al lado de la iglesia”, seguía diciendo. Y nosotros detrás de él, claro. Después, por la noche, intentó meternos miedo: preparó un cartel que ponía “NO BAJES AL SÓTANO” y lo colgó en la baranda, al principio de la escalera que subía a las habitaciones.

Todo como en sus cuentos. Pero yo reconocí su letra. ¡Pobre! Al final, como no consiguió que creyéramos estar viviendo de verdad en uno de sus cuentos, lo dejó correr y se puso a cenar con los otros padres, y a hincharse de vino con gaseosa. Luego nos fuimos a dormir. Lo que os voy a contar ahora no se lo he contado a mi padre. Diría que lo he soñado. Pero es verdad. Os lo juro. Os lo juramos. Me despertó el reloj de la iglesia: la una de la noche. Tenía ganas de hacer pis, así que fui a los lavabos y allí me encontré a Alex, que también se había levantado al oír la campanada. - ¡Ey! –le dije-, vamos a despertar a Miguel. - Miguel, Miguel, levántate que es la una. - ¡Anda! –exclamó él, despertándose-. Como en los cuentos de tu padre, ¿no? - Sí: “No bajes al sótano” –dijo Alex poniendo voz de monstruo. - ¿A que no bajáis al sótano conmigo? –nos desafío Miguel. - ¡A que sí! Cogimos nuestras linternas y entramos en la habitación de los padres sin hacer ruido, para asegurarnos de que dormían. Aunque después de todo el vino con gaseosa que se habían bebido, no había peligro de que se despertasen. De paso aprovechamos para coger algunas cosillas: Miguel la navaja

multiusos de su padre; Alex un cepillo del pelo, que parecía de hierro, del neceser de su madre; y yo, para seguir con lo que salía en los cuentos de mi padre, cogí la cámara de fotos que le habían traído los Reyes a mi hermana. Todo como en el cuento, ya os digo. ¡Y allí que nos fuimos, a la aventura! Sólo que, esta vez, no era un cuento. Era una tontería. Para empezar, la casa de colonias no tenía sótano. Bajamos hasta la planta baja. Allí estaba el letrero que había puesto mi padre, colgando de la baranda de la escalera, muerto de risa. Eso es lo que dije. Pero quizá no debí haber empleado aquella palabra: “muerto” quiero decir. Porque entonces nos fijamos en la puerta que había detrás de la escalera. Yo sabía que era la habitación de la cocinera de la casa de colonias porque había ido por la tarde, con mi padre y el padre de Miguel, a pedirle cerillas para un juego. Nos miramos y recordamos cómo empezaba el miedo en los cuentos de mi padre... : que si entrábamos a ver, porque no podíamos resistir la tentación; que si la cocinera, que parecía tan simpática, se convertía en una bruja asesina y nos perseguía... ¡Lo que os decía, una tontería! Y sin embargo... La puerta dichosa estaba ligeramente abierta, invitándonos a entrar. ¡Tendríamos que habernos ido a dormir, claro! Pero los unos por los otros, para no quedar como unos gallinas delante de los amigos, encendimos las linternas y nos metimos dentro. Ninguno dijo “tengo miedo”, pero yo estaba cagado y los otros no veas: - ¡Eh, tú, no empujes!

- ¡No empujes tú! ¿Vale, chaval? Detrás de la puerta había un pasillo largo y al fondo otra puerta. Todo estaba superoscuro. Llegamos a la segunda puerta y la abrimos: nuestras linternas iluminaron un largo tramo de escaleras que se perdían en la oscuridad. Empezamos a bajar por ellas en completo silencio y de repente oímos pasos detrás nuestro. - ¡Es ella, es ella, la cocinera, seguro! –gritó Alex. - ¡Como en el cuento, como en el cuento! –chilló Miguel, que iba el último, dando empujones. Me volví y vi una luz a lo lejos que avanzaba hacia nosotros. - ¡Corred! –chillé-. ¡Corred, joliín! Corrimos. Las escaleras se convirtieron en un pasadizo que torcía primero a la derecha y luego a la izquierda. ¿Habéis estado en el túnel del terror del Tibidabo? Pues aquello parecía igual de terrorífico. Claro que allí no había peligro de que, de repente, se abriera una puerta en un lado y apareciera la niña del exorcista, por ejemplo. ¡O que al doblar una esquina nos saliera un hombre lobo! ¿O sí? - ¡Arrrg! ¡Ya sois míos! Pegamos un bote que llegamos hasta el techo. Nuestras linternas iluminaron la cara monstruosa y babeante de la bruja de la cocinera. ¡Uuaaauuu! Seguro que había utilizado un atajo para atraparnos. Corrimos más aún que antes, con la bruja pisándonos los talones. Llegamos frente a otra puerta, la

abrimos no sin esfuerzo y nos colamos dentro. Digo dentro porque estábamos en una gran sala. Dimos luz con las linternas: ¡era una cripta, como aquella donde duerme el conde Drácula!

¡Allí también había condes!: a nuestro alrededor, en las paredes, desde el suelo hasta tocar el techo, se disponían hileras de agujeros alargados como gusanos de seda, y en su interior se veían los capullos..., digo los ataúdes de piedra de condes, obispos y barones muertos hacía mucho tiempo. Perdonad el lapsus, pero es que me pongo nervioso perdido, sólo de pensarlo. Los pasos de la bruja se acercaban cada vez más. Vencimos nuestro pánico y entre los tres cogimos un pequeño ataúd que había en un hueco junto al suelo, ¡y que pesaba como un muerto!, y lo arrastramos contra la puerta. ¡Justo a tiempo! La bruja se abalanzó contra ella y empezó a golpearla con todas sus fuerzas. Retrocedimos aterrorizados, pero la puerta resistía. Entonces la bruja se puso a cantar una extraña canción que produjo unos efectos terribles: con un ruido sobrecogedor ¡las tapas de los ataúdes empezaron a abrirse...! Y nos desmayamos. ¡Cuando me desperté estábamos en el cementerio! Enfrente, al otro lado de una pequeña vaguada, se podía ver el pueblo, con la iglesia y la casa de colonias, donde todos seguían durmiendo tan panchos. Mientras que nosotros... Alguien nos había atado a una gran cruz de piedra. Alguno de nosotros se había hecho caca en los calzoncillos, seguro, porque olía fatal. Alex gritaba: “¡Socorro! ¡Socorro!”, pero con una voz tan flojita que no le oía ni el muerto de la tumba de al lado. No había luna, ni falta que hacía, porque alguien había encendido un montón de velas por todas partes, con lo que podíamos ver todo lo que pasaba la mar de bien. ¡Y en primera fila!

De momento no pasaba nada, pero yo no dejaba de gritar: “¡Papá! ¡Mamá!”, aunque más bajito aún que Alex. El que no decía nada era Miguel, que sudaba y tenía la cara supercolorada porque intentaba soltarse. ¡Pobre! ¡Y entonces ocurrió el milagro! Miguel, el tío, consiguió mover una mano lo suficiente para sacar del bolsillo del pijama su navaja multiusos, y empezó a cortar las cuerdas. Pero justo cuando acabábamos de desatarnos, se abrió la puerta del cementerio con un chirrido siniestro: la bruja avanzó hacia nosotros en medio de un silencio sepulcral, ¡claro! De repente se puso a cantar otra vez con aquella voz suya, poderosa y lúgubre. Y al conjuro de aquella música, los muertos empezaron a levantarse de sus sepulturas y se unieron a la bruja cantando y desafinando a tope, sobre todo los esqueletos, porque no tienen lengua ni garganta ni nada, mientras se acercaban cada vez más. - ¡No puede ser! ¡Estoy soñando! –exclamé-. ¡Alex, pellízcame fuerte, a ver si me despierto! - ¡Vale! - ¡Ay! ¡Animal! –grité, y le arreé una bofetada con todas mis fuerzas. Alex se volvió y empezamos a pelearnos a lo bestia. - ¿Pero qué os pasa? ¿¡Estáis locos o qué!? –chilló Miguel.

¡Así que no era un sueño! ¡Pues vaya, hombre! La situación, como en las películas de miedo, era desesperada. ¡Ya sólo faltaba que saliese Michael Jackson y se pusieran todos a cantar y a bailar “Thriller”! Y en aquel momento no se me ocurrió otra cosa que hacer una foto. Es que creo que yo, ya, alucinaba. Tal vez de esta manera, pensé, alguien sabría qué nos había pasado. Y jolín, una buena foto, es una buena foto. Saqué la cámara, apunté y disparé.

El resultado fue total: todos los zombis desaparecieron de golpe. Se esfumaron. Como lo oís. Fue el flash de la cámara, seguro. Pero el peligro no había pasado, no amiguitos. Porque la bruja, viéndose sola, se lanzó sobre nosotros aullando, echando espuma por la boca y con unos ojos encendidos como brasas de la hoguera de San Juan. ¡Estábamos perdidos! Menos mal que Alex, el muy valiente, le atizó en todo el cabezón con el cepillo del pelo de su madre. ¡Uf, salvados por los pelos! Volvimos a la casa de colonias muertos de miedo y de frío. Cuando entrábamos por la puerta empezaba a nevar. A la mañana siguiente, Castellar de N’Hug amaneció completamente blanco. Había un montóoon de nieve. Después de desayunar salimos a hacer un muñeco y a tirarnos bolas de nieve. Por cierto, la cocinera del desayuno era una sustituta, se ve que la otra se había puesto enferma (¡del cepillazo del Alex!, ¿qué os apostáis?). Más tarde subimos con los coches por la carretera, hasta que encontramos un sitio en la montaña donde nos estuvimos tirando en trineo. La madre de Miguel voló por el aire, y la mía acabó su bajada patas arriba y con la cabeza dentro de la nieve. Nos lo pasamos de muerte. Sí, ya sé, no tengo que usar palabras como ésa. Cuando ya nos íbamos en el coche oí que mi padre le decía a mi madre: “¡No comprendo cómo no hay un cementerio! ¡En todos los pueblos hay uno, no lo entiendo!”. Mi madre tenía cara de pensar que vaya tontadas decía mi padre. Es un poco farfollas, mi papá, pero cuenta unos cuentos de miedo muy buenos.

- ¡Papá, papá, cuéntanos un cuento anda! - Bueno, bueno. A ver... Vale. Hoy el cuento se titulará...: ¡No bajes al sótano – 6! !Chan, chan, chan...! ¡Lo sabía!

Sigue todas nuestras aventuras en: www.laescueladelmar.com

AUTOEDICIÓN: JOSÉ MANUEL FERRO

Primera edición: enero de 2013

Segunda edición: mayo de 2016

Diseño: José Manuel Ferro

(c) José Manuel Ferro de la Fuente, de los textos

(c) Isabel Ferro de la Fuente, de las ilustraciones

Todos los derechos reservados