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Javier Melloni Ribas nació en Barcelona en 1962, es hijo de padre italiano y madre catalana. Entró a la Compañía de Jesús a los 18 años.

Se ordenó como sacerdote jesuita, es licenciado en antropología cultural y doctor en Teología. Vive en la Cueva de San Ignacio en Manresa, Cataluña.

Melloni es un jesuita quien mostró interés en los Ejercicios Espirituales ignacianos pero al mismo tiempo adquirió

conocimientos profundos sobre textos de diversas religiones. Es miembro de Cristianisme i Justícia, profesor de Teología Espiritual en la Facultad de Teología de Cataluña así como en el Instituto de Teología Fundamental en Sant Cugat. Sus temas de especialidad son el diálogo inter-religioso y la mística comparada.

Como escritor y editor es miembro del consejo editorial de publicaciones periódicas entre las que se encuentran: Manresa (una revista de espiritualidad ignaciana) y Diagonal (una revista de diálogo inter-religioso). Es autor de ensayos de diversa índole, todos en torno a la espiritualidad, la teología, el diálogo inter-religioso y la mística comparada; en ellos se presentan sus fundamentos teóricos y ejercicios de aplicación. En Fragmenta ha publicado El Deseo esencial (2009) y Hacia un tiempo de síntesis (2011)

José Cobo (Lleida, 1962) es licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona. Desarrolla su carrera docente en el Colegio de San Ignacio-Sarriá, donde imparte clases de historia de la filosofía. Su trabajo intelectual se centra en la necesidad de recuperar la dignidad epistemológica de la tradición cristiana sin caer en el antiguo fideísmo y en constante diálogo con, por una lado, la crítica moderna de lo trascendente, en particular la que encontramos en los escritos de Nietzsche, y, por otra, con las tendencias trans-confesionales vigentes hoy en día. Su pensamiento es por un lado heredero de la teología de Karl Barth, Jürgen Moltmann y Eberhard Jüngel, así como del pensamiento judío de Franz Rosenzweig,

Walter Benjamin y, sobre todo, Emmanuel Lévinas. Escribe diariamente en el blog La modificación. Es miembro de Cristianisme i Justícia, donde, desde hace unos años, imparte cursos sobre la significación y vigencia de la fe cristiana.

Es autor de Dios sin Dios (con Javier Melloni, Fragmenta, 2015).

INDICE

PROLOGO..........................................................................................................................................................3

I. LA REVELACION.....................................................................................................................................5

II. LA CRISTOLOGIA..................................................................................................................................14

III. EL MAL....................................................................................................................................................25

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU....................................................................................................................35

V. SILENCIO.................................................................................................................................................44

VI. PALABRA................................................................................................................................................51

VII. ACCIÓN....................................................................................................................................................59

A MODO DE EPÍLOGO..................................................................................................................................66

Contra Tapa

FRAGMENTOS, 34

¿DIOS, HOY, AUN? ¿Tiene sentido? ¿Es necesario? ¿Por qué reabrir un debate que la Modernidad parece haber clausurado? ¿Cuál es el camino que hoy puede acercar a los hombres al fundamento misterioso de la realidad que algunos llaman Dios?

Javier Melloni responde a estos interrogantes desde la perspectiva de quien entiende que las religiones están llamadas a avanzar juntos, por la vía del silencio y el dialogo, hacia una nueva espiritualidad mas allá de los estrechos límites de cada confesión. José Cobo, cuyo pensamiento tiene como interlocutor básico el ateísmo moderno, rechaza poner el cristianismo dentro de lo que él llamaría el gran magma de la nueva trans-religión.

Esta «confrontación» entre Melloni y Cobo se estructura en dos partes. En la primera se aborda la revelación, la cristología, el mal y la vida en el espíritu. En la segunda, se habla de silencio, la palabra y la acción.

PROLOGO

PROLOGO

¿DIOS, HOY, AUN? ¿Tiene sentido? ¿Es necesario? ¿Por qué reabrir un debate que la Modernidad parece haber clausurado? ¿Cuál es el camino que hoy puede acercar a los hombres al fundamento misterioso de la realidad que algunos llaman Dios? ¿Es posible experimentar a Dios? Planteamos estas y otras preguntas a Javier Melloni y a José Cobo, dos amigos en la vida pero con pensamientos casi opuestos. Nos las intentaron responder en un dialogo público de siete sesiones en el Casal Loiola de Barcelona. El libro que presentamos aquí es el fruto de esos diálogos.Javier Melloni es conocido dentro del ámbito del dialogo de las religiones gracias a los numerosas publicaciones1, conferencias y retiros. Si nos lo termite, lo podríamos ubicar entre los defensores actuales de una «espiritualidad transconfesional». José Cobo, filósofo y teólogo, menos conocido, reivindica en cambio la verdad y particularidad del cristianismo, poniendo especial atención a su matriz judía.

Javier Melloni y José Cobo pertenecen los dos a la tradición cristiana e ignaciana. El primero es jesuita. El segundo, casado y padre de familia, es también hijo espiritual de la Compañía de Jesús. A Javier Melloni me gustaría definirlo como un peregrino y explorador que ha practicado durante toda su vida una reflexión honesta sobre la experiencia mística de la humanidad en su amplia diversidad. En su pensamiento, las religiones son hoy invitadas a dejarse «desbordar» y a avanzar juntas, por la vía del silencio y el dialogo, hacia una nueva espiritualidad, mas allá de los limites de cada confesión.

José Cobo ha hecho también un largo recorrido de reflexión y búsqueda en el ámbito de la filosofía y la teología2, donde el interlocutor básico de su pensamiento ha sido el ateísmo moderno. Conocedor profundo de la gran tradición filosófica y teológica occidental, se inspira especialmente en el pensamiento judío del siglo XX (Emmanuel Lévinas, Martin Buber; Franz Rozensweig...) y en la teología alemana protestante y católica (Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer, Jürgen Moltmann, Johann Baptist Metz...). Varias preguntas guían su búsqueda: ¿cuál es la verdad del cristianismo? ¿Qué hay en la revelación bíblica más fuerte y poderoso que la crítica de los maestros de la sospecha? ¿Cómo es posible hoy ser al mismo tiempo cristiano y moderno? ¿Quizás debamos realizar una crítica de los fundamentos de la Modernidad? Este recorrido vital e intelectual ha llevado a José Cobo a las antípodas de la posición de Javier Melloni y de toda «espiritualidad transconfesional», que él identifica con la gnosis, eterno «adversario» de la verdadera fe cristiana. ¡La confrontación con el amigo Melloni está servida!

El pensamiento de Javier Melloni forma parte del credo de muchos «cristianos liberales», mientras que el pensamiento de José Cobo suena más «contracultural» y extraño en estos ambientes. No propugna el conservadurismo de una ortodoxia que no se deja criticar por la razón, sino que encontramos en él la reivindicación de la esencia y la particularidad del cristianismo frente al «sincretismo religioso» y espiritualista de que acusaría a posiciones como la de Javier Melloni.

Por otro lado, en el pensamiento de Javier Melloni, después de siglos de confrontación y guerras interminables en nombre de Dios, la humanidad es convocada a la comunión de todos en una espiritualidad que sobrepasa las Iglesias y las instituciones. También los no creyentes son invitados a participar de una nueva mística donde Dios es el nombre teísta para expresar lo que subyace en manifestaciones como la bondad, la justicia y el amor, que habitan en lo más profundo del corazón de todo hombre. José Cobo, en cambio, cree que no podemos dar fácilmente por descontado que «todas las religiones quieren decir lo mismo» y rechaza situar el cristianismo dentro de lo que él llamaría el gran magma de la nueva transreligión. Deberemos preguntarle, entonces, a José Cobo en qué aspectos el cristianismo es único y diferente.

Para la primera ronda de diálogos, que se celebró en el 2012, propusimos a los ponentes que intentasen formular su posición ante los cuatro pilares de la fe cristiana: la revelación (¿de qué manera Dios se da a conocer al hombre?), la cristología (¿qué papel juega Jesús de Nazaret en relación con el misterio de Dios?), el mal (¿es posible creer en Dios existiendo el mal en el mundo?) y la vida en el espíritu (¿qué vida es hoy «animada» por Dios?). Para las tres sesiones de la segunda ronda, celebrada en el 2014, el hilo conductor fueron tres palabras: silencio, palabra y acción. El

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PROLOGO

Casal Loiola, espacio comunitario de reflexión y de voluntariado de los jesuitas y de las comunidades laicales de espiritualidad ignaciana, fue el lugar escogido para estos encuentros.

Cuando se acabaron las siete conversaciones, muchos expresamos una sensación común: ¡cuánto queda aún por hablar, conversar y debatir! Pero también surgía la convicción de que este tipo de diálogos y debates son fundamentales, aunque, por desgracia, poco frecuentes. Por un lado, la Modernidad (hoy ya llamada Posmodernidad o Ultramodernidad) parece haber pronunciado su veredicto sobre el tema «Dios» y ya no parece interesarle. Por otro, la comunidad cristiana es temerosa y reticente ante el debate franco, honesto y abierto entre paradigmas teológicos diferentes y hasta antagónicos.

En cualquier caso, y más allá de sus diferencias, los dos amigos José Cobo y Javier Melloni son buscadores honestos de la verdad. Toda su vida está polarizada por la búsqueda de Dios y del misterio último de la realidad, motivo de esperanza y motor de fraternidad para los hombres y mujeres de hoy. Creemos que su pensamiento y su diálogo son un gran estímulo. Esperemos que lo sean también para el lector.

ALEXIS BUENO, SJ abril del 2015

1 Citamos aquí solamente algunas de ellas: Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona, 2011; El Cristo interior, Herder, Barcelona, 2011; El Deseo esencial, Sal Terra, Santander, 2009; Voces de la mística, Herder, Barcelona, 2009; El no-lugar del encuentro religioso , Trotta, Madrid, 2008; Vislumbres de la Real. Religiones y revelación› Herder, Barcelona, 2007; El Uno en lo Múltiple. Aproximación a la diversidad y unidad de las religiones , Sal Terra, Santander, 2003.

2 Su obra aun no está publicada en papel. Se puede visitar en su blog personal, que contiene más de dos mil entradas: La modificación (<www.kobinski.wordpress.com>).

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I. LA REVELACION

I. LA REVELACIÓN

Javier Melloni

PARA MI NO ES TAN relevante el hecho de la no-evidencia de Dios como el de su inminencia. Quizás Dios no sea evidente para la mente, pero es inminente en otras dimensiones que no son las mentales. Dios es excesivamente próximo, y por ello ha dejado de ser evidente para resultar inminente. (Inminencia: La calidad o condición de estar a punto de ocurrir)

Empiezo abordando el tema que nos ocupa fijándome en la palabra revelación. Remite a la imagen de un velo que se corre, es decir, al hecho de que hay algo que está velado y que se manifiesta, al mismo tiempo que se vela de nuevo. El prefijo -re- es tanto substractivo como aditivo; es decir, quita el velo y, a la vez, lo reduplica. Abre una manifestación y permite ver, pero dado que la profundidad de Dios es inalcanzable, al mismo tiempo que vemos, no vemos, porque hay mucho más por ver. La revelación es, a la vez, una velación.

Podemos decir que esta revelación se despliega en tres tiempos. El primero implica un movimiento de descendimiento, en la medida en que, en el marco judeocristiano, tendemos a ubicar a Dios arriba, en el cielo. Pero también podríamos hablar de profundidad. Desde su altura -que también es una profundidad, porque altura y profundidad son metáforas espaciales para quien no tiene espacio o contiene todos los espacios- desciende hacia nosotros. Es así como hay un momento que, por iniciativa suya, quiere manifestarse, abrirse, des-velar-se. El segundo tiempo consiste en la apertura, la acogida por parte de aquel que recibe la revelación: no hay revelación si no hay quien la recibe. Inicialmente se trata de personas concretas. En la tradición bíblica, Moisés es el receptor de la revelación por excelencia. Pero no solo se refiere a una persona, sino también a un pueblo. Todo el pueblo de Israel es receptáculo de la revelación, aunque no se acaba con él. La revelación se activa y se actualiza en cada uno de nosotros. Hace falta una disponibilidad para abrirse al movimiento descendente de Dios que se da en cada momento. Una vez acogido el revelar-se de Dios, empieza el tercer tiempo: la ascensión, que es la respuesta sostenida y la implicación fidelizada a esta manifestación. La revelación se da porque descubrimos nuestros orígenes y vamos hacia ellos, orígenes que a la vez son el punto de llegada, tanto de la historia de Israel como de nuestra historia, culminación de todo lo que anhelamos. Se trata de la escatología, de los tiempos finales, de aquella plenitud última donde el ciclo y la tierra se juntarán; el cielo se habrá hecho tierra, de manera que la tierra se habrá hecho cielo. Este es el resumen y anhelo de nuestra fe. Pero todo esto no pasa en el futuro, sino en el presente, cuando se da en nosotros la apertura al acto de revelación que sucede en cada instante, ahora y aquí. En cada momento, y si estamos plenamente abiertos y disponibles, cielo y tierra se unen.

Para comprender, recibir, identificar y asimilar todo este proceso, como cristianos bebemos fundamentalmente de la Biblia, es decir, del Libro de los Libros, que es lo que significa exactamente Biblia: el libro que contiene todos los libros necesarios, precisamente para recibir, abrirse, transformarse y ascender.

La Biblia es estructuradora de lo que hoy denominamos un gran relato, es decir, un marco narrativo en el que aparecen los valores y los ejes fundamentales de una civilización. En nombre de su pueblo, Moisés, un ser más abierto, maduro, perceptivo y entregado que el resto de su generación, recibe el impulso para liberarlos. Lo que es un acto gratuito por parte de Dios (el principio de trascendencia) se convierte en una vocación, en una misión para quien la recibe (principio de inmanencia), que en el caso de Moisés será la de rescatar a su pueblo de la tierra de esclavitud y llevarlo a tierras de plenitud. Este éxodo contiene un simbolismo que atraviesa todos los tiempos, porque seguimos siendo esclavos en Egipto, sometidos a nuestras pasiones -tanto personales como colectivas-, a la vez que somos llamados a salir hacia una tierra de libertad, de plenitud. Este es el gran arquetipo del Antiguo Testamento: el paso, la pascua de la esclavitud a la libertad. Este éxodo, con toda la serie de pruebas y tentaciones, está estimulado y renovado continuamente por la fuerza reveladora porque, cuando el pueblo de Israel entra en crisis, Dios que vuelve a tomar la iniciativa, una y otra vez, como si les dijera: «No retrocedáis ni os quedéis por el

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I. LA REVELACION

camino; volved a levantaros porque Yo, vuestro Dios, os espero en la tierra prometida, siempre más allá de vosotros mismos, para que podáis llegar a ser plenamente vosotros mismos y manifestéis mi imagen inscrita y revelada en vosotros». Esta tierra no es un lugar, sino un estado personal y colectivo de la humanidad hacia el cual aún nos estamos dirigiendo.

Las infidelidades del pueblo de Israel son restauradas por el amor incondicional de un Dios que hace alianzas asimétricas. La alianza es un distintivo fundamental del Antiguo Testamento. En aquellas tierras y en aquel tiempo, era el pacto de igual a igual que se hacía entre dos pueblos. La característica de la alianza bíblica es la asimetría de esta relación: Dios siempre lo da todo y no espera que se le devuelva nada más que la fidelidad. Toda la revelación está construida sobre la respuesta a esta fidelidad.

¿Qué añade el cristianismo al judaísmo? La proximidad y la iniciativa que tiene Dios en el Antiguo Testamento no se limita a una palabra que envía a su pueblo mediante los profetas; tampoco se limita a cuidar su viña (que es otra de las grandes metáforas del Antiguo Testamento), sino que lo que confiesa la fe cristiana es que Dios se ha hecho nosotros . Esta es la locura del amor de Dios, el eros manikós que decían los padres griegos. La característica del amor es que, cuando se ama a alguien, se identifica tanto con quien ama que su entrega lo lleva a olvidarse de él mismo. Sin embargo, nosotros no podemos dejar de ser nosotros mismos; hay un límite, porque amamos desde nosotros. Lo más increíble de Dios es que nos ha amado de tal manera que se ha hecho nosotros.

Dice una sentencia de la patrística: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios.» No dice «hijo de Dios», sino «hacerse Dios». Lo que creemos normalmente es que el Cristo, la segunda persona de la Trinidad, se ha hecho ser humano para que los seres humanos vivamos como hijos en el Hijo. Ahora bien, ¿qué es un hijo? Con respecto a sus padres, es aquel que pertenece a la misma especie y comparte su genética; no podemos tener hijos con otra especie; un hijo participa de la misma naturaleza y de los mismos genes que sus padres. En definitiva, la radicalidad de la afirmación patrística y de los místicos cristianos es que Dios se ha hecho humano para que los humanos descubramos que participamos del ser de Dios, tal y como él ha participado de nuestra condición. No se trata de ser Dios sino de ser lo que Dios es. Ciertamente, esto puede ser una locura, o un delirio, incluso una aberración, porque puede tratarse de la tentación de los orígenes, el «seréis como dioses» que dijo la serpiente a Adán y Eva. Por lo tanto, ¿dónde nos encontramos? ¿Nos encontramos en el equívoco más grande o en lo más sublime que podemos llegar a imaginar? Es sobre esta tan delicada cadena donde algunos nos movemos.

Hay una diferencia entre endiosamiento y divinización: el endiosamiento es la hybris de la desmesura, de la usurpación, la pretensión de Prometeo de conquistar el cielo y, por tanto, de ir en contra de su naturaleza; es el deseo llevado al extremo, la locura del egocentrismo. Divinización, en cambio, significa convertirse en Dios por participación, no por usurpación, no por posesión, sino por desposesión y entrega total del propio yo: «y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20).

Al mismo tiempo nos tenemos que preguntar: ¿quién es Dios? La misma manera de hacerlo no es indiferente. Las tradiciones bíblicas tienden a preguntarse quién es Dios, mientras que las orientales tienden a preguntarse qué es Dios, porque tienen prevención a la personificación del Absoluto. Consideran que es un antropomorfismo, es decir, se corre el peligro de proyectar sobre Dios nuestra manera humana de ser. En sentido inverso, al convertir a Dios en un qué se corre el peligro de reducirlo a una mera energía. Hay muchas formas de acercarse a aquel o a aquello que llamamos Dios. Una de las definiciones que encuentro más sugerentes es la siguiente: Dios es la plenitud del ser que da el ser en plenitud. En Dios, su ser y su donación son inseparables. Él es , y aquello que es, es pura donación. Como dice san Juan con palabras más simples: «Dios es amor» (I Jn 4, 8). Aquello que es Dios en esencia y en existencia es puro y continuo derramamiento de sí hacia aquello otro de sí.

La visión bíblica parte de un Dios trascendente que se encuentra en el más allá y crea algo (el mundo) de la nada. Corremos el peligro de concebir esta creación como separación. Así aparece expresada en los frescos de Miguel Ángel, preciosos, pero terriblemente limitados por demasiado antropomórficos. Dios aparece como un anciano robusto y con barba, en general bastante enfadado, que crea el mundo separándolo de él. En cambio, en el pórtico gótico de la catedral de Chartres,

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I. LA REVELACION

trescientos años anterior al antropocentrismo renacentista de Miguel Ángel, Adán sale de las entrañas de Cristo. Si Cristo, según la Carta a los Colosenses, «es la imagen visible de Dios, que es invisible» (Col 1,15), y Adán y Eva están hechos a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27), significa que tenemos impresa en nosotros la imagen del Cristo que se revela en el ser humano. No es que Dios sea antropomorfo, sino que nosotros somos teomórficos , tenemos impresa la «imagen» de Dios. No somos exteriores a Dios, sino interiores a él. Dios no nos crea fuera de él, sino en él . Por ello, Dios se encuentra más allá y más acá de toda imagen que podemos concebir sobre él.

En este momento, mi profesión de fe -entiendo que de esto trata este diálogo, de sincerarnos sobre aquello que creemos en el camino que cada uno va haciendo; no debemos tener miedo ni vergüenza de pronunciarnos en esta búsqueda honesta que cada uno lleva a cabo- no es que Cristo nos salva, sino que Cristo nos revela, y porque revela lo que somos, entonces nos salva . La dificultad de cierta manera de comprender el cristianismo es pensar que la redención de Cristo consiste en salvarnos de nuestro pecado, como si nuestra existencia fuese, de entrada, culpable. Creer que nacemos endeudados y que nos tiene que salvar porque nuestra naturaleza está caída implica una concepción terriblemente pesimista del ser humano, concepción que marca una relación tóxica con Dios. En vez de una caída original, hemos de hablar de una «bendición original», tal como dice Harvey Cox. Lo que hoy en día nos ayuda es concebirnos como seres en proceso, que nacemos para hacernos y para ser realizados . En este proceso de hacerse, Cristo irrumpe como la revelación y anticipación de nuestra plenitud , de nuestro cumplimiento. Él es la revelación y la anticipación de lo que somos y estamos llamados a ser. En nosotros es aún proceso. Porque es evidente que en nuestra vida hay mucho desorden, mucha confusión. Lo que en Jesús ya se ha realizado, en nosotros se va realizando. En la medida en que en Jesús ya se ha dado, es salvación, porque él es el garante de aquello que en nosotros aún está aconteciendo. Cristo es la revelación de nuestra terminación; Jesús es nuestra anticipación. Cuanto más lo contemplemos (en la oración) para vivir como él (en la acción), más nos convertiremos en aquello que él ya es.

¿Qué pasa con las otras religiones, con las otras revelaciones? ¿Hablan de lo mismo? ¿Cristo es la única salvación, la única revelación? Esta es una cuestión que se encuentra encima de la mesa y que no quisiera eludir. Lo que personalmente entiendo, en este momento de mi recorrido, marcado, sin duda, por el impacto que recibí hace diecisiete años en la India, viendo aquellos rostros llenos de luz, viendo lo que emanaba de la pureza de sus seres (ello no me impide reconocer que en la India existen graves desigualdades e incoherencias porque está habitada por seres humanos como nosotros), lo que descubrí (digo) es que beben de la misma fuente, aunque mane por otro canal, y que ven la misma cima, aunque ascienden a ella por otra vertiente.

La pregunta es: ¿por qué nos obstinamos en pensar que tenemos la única verdad o la única revelación? Desde mi manera de pensar, porque somos pequeños, escasos. Ocurre lo mismo con las lenguas. Normalmente solo sabemos hablar bien una lengua; si somos bilingües desde pequeños, podemos llegar a hablar bien dos. En la actual situación de pluralidad cultural, estamos descubriendo que los niños pueden ser trilingües incluso, cuatrilingües, con la capacidad para distribuir su gramática y pronunciación sin confusión. En cambio, cuando aprendemos una lengua a partir de los ocho o los diez años, la hablamos con el acento de la lengua de origen. Algo parecido pasa con las religiones. Son lenguajes sobre el Absoluto. El sentido de la existencia, la verosimilitud de cada revelación, viene condicionada por el hecho de haber sido educados en un marco determinado; una vez hemos consolidado determinadas creencias, no tenemos las neuronas (ni de la mente ni del corazón) abiertas para comprender que la misma fuerza revelatoria se puede manifestar de otras formas.

Con todo esto no estoy diciendo que todas las religiones sean iguales, sino que son lo mismo. Esta es una distinción muy importante: no son iguales porque es evidente que los rasgos de cada una son diferentes, y hay una gran belleza en que así sea; del mismo modo que en la naturaleza existe la biodiversidad, en el ámbito de las religiones existe la hiero-diversidad , la «diversidad de lo sagrado»; pero, al mismo tiempo, todas las religiones son lo mismo en el sentido de que son manifestaciones de un único fondo, origen y término de todo, que se encuentra en la profundidad de la realidad entera y de aquello que somos. Y todas ellas dicen que para vivir en comunión con este fondo tenemos que vivir en estado de acogida y de donación; y que cuanto más nos entreguemos

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I. LA REVELACION

tanto más la fuente encuentra en nosotros espacio para entregarse hasta resultar una en nosotros. Históricamente y geográficamente, la ultimidad, Dios o el Absoluto se ha manifestado de diferentes maneras porque las mediaciones humanas y las mediaciones culturales son diversas: Dios ha hablado en árabe a los musulmanes, en sánscrito a los hindúes, en hebreo a los judíos, etc. Cada pueblo considera sagrada e intraducible su lengua porque a través de ella se ha dado la revelación. El gran problema de la revelación recae en el hecho de que nosotros no nos podemos aproximar a lo absoluto si no es a través de la particularidad. El ser humano es, radicalmente, un ser «perspectival», es decir, que accede a la realidad a partir de su perspectiva. Ahora mismo nos encontramos en la misma sala, pero la manera de posicionarse que tiene cada uno es desde el lugar en el que se encuentra. Con la revelación pasa exactamente lo mismo: hay una única fuente, un único origen, un único término, pero las religiones se han diversificado en función de las diferencias culturales y etnográficas que existen. Si bien hay diferentes textos, diferentes mediadores y manifestaciones, a lo largo de todos estos años de estudio y encuentros interreligiosos he constatado cada vez con más claridad que comunican una única cosa, que ya he dicho: que la existencia es don, entrega, y que cuando nosotros entregamos nuestra propia existencia, nos hacemos uno con la fuente, que está aquí mismo, donde estamos nosotros.

La obra La ola es el mar de Willigis Jãger , un monje benedictino que practica el zen, expresa muy bien lo que se dice en Oriente y que en Occidente nos cuesta más aceptar: «¿Qué es una ola sino el mismo mar en forma de ola?» Es evidente que la ola no es todo el mar, pero ¿qué es la ola sino mar con forma de ola? La tragedia y la angustia de la ola es pensar que es otra cosa distinta al agua del mar. De aquí viene su miedo a deshacerse. ¿Qué le pasa a la ola cuando se deshace? Se convierte en el mismo mar que ya era antes, pero sin tener forma de ola.

Esta es una imagen. Otra manera de decirlo es con palabras de María Zambrano: «Todo es revelación, todo lo sería de ser acogido en estado naciente.» La propia existencia es revelación. Nosotros somos revelación de Dios, nosotros somos Dios haciéndose en nosotros , existiendo en nosotros. Lo que sucede es que mientras estamos encallados en nuestra supervivencia, no podemos verlo porque estamos centrados en nuestro ego. Ciertamente, nuestro ego no es la profundidad de lo que somos, sino la falsa identificación con lo que no somos. Es aquello que se ha de deshacer para que se manifieste lo que somos. Y esto es lo que más tememos mientras estamos «egocentrados».

Así pues, todo es revelación, sí, pero no de cualquier manera, sino en la medida en que sea recibido «en estado naciente», la «segunda inocencia» que decía Raimon Panikkar. ¿Qué tratan de hacer las religiones? Devolvernos a este estado de inocencia. El cristianismo es la vía por la cual nosotros transitamos para hacernos cada día y cada instante más inocentes. Pero no es la única vía, y los tiempos presentes nos empujan a conocer otras formas con las que Dios también se ha manifestado a lo largo de la historia. Me parece una tarea ineludible.

José Cobo

El otro día di una charla a profesores de religión en el obispado de Tortosa. Al acabar, se me acercó una mujer y me dijo: «Oye, esto que dices está muy bien porque es lo que dice Javier Melloni». Y, claro, no salí de mi perplejidad. No quise llevarle la contraria y simplemente me atreví a decirle que, ciertamente, navegábamos por el mismo río, aunque en direcciones opuestas, a lo que ella me contestó: «Sí, sí, eso, el mismo río; esto de la mística es muy importante». Sí, sin duda.

Preguntarse por la relación con Dios es preguntarse por el cómo de la experiencia de Dios. En qué consiste esta experiencia en particular, una experiencia bíblica de Dios, cómo se manifiesta Dios a los hombres, cómo se hace presente. Trataré de explicar cómo veo esto de la experiencia bíblica de Dios, que, a mi entender, no es como la ha explicado Javier. La ventaja es que esto puedo decirlo sin avergonzarme en exceso. Vosotros no lo sabéis, pero nosotros sí: Javier y yo nos hemos reído mucho juntos, y todo lo que voy a decir lo voy a decir con el cariño y con la convicción de que Javier es un hombre de Dios. Así que, si me lo permitís, voy a hablar con la desvergüenza de los que no somos hombres de Dios.

A mí me parece que la experiencia bíblica de Dios se comprende a sí misma frente a la experiencia típicamente religiosa de la divinidad, que es la que de algún modo ha expuesto Javier, la cual es en la Biblia calificada, sin ambages, de idolatría. Un ídolo es una cierta idea, una cierta

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imagen de Dios. De hecho, un ídolo siempre muestra la posibilidad del hombre, y, en este sentido, un ídolo aún tiene demasiado que ver con el hombre como para que pueda ser Dios. Un ídolo, en el fondo, es un ideal; en definitiva, la promesa de una vida plena. El horizonte de la idolatría es, por tanto, la felicidad. Esto es, un ídolo siempre promete un poder ser por completo, una plenitud. Entonces podemos discutir sobre qué nos da la plenitud. Podemos decir: «A mí, la plenitud me la da meditar cada día en la posición del loto», o «A mí, la plenitud me la da la dieta de la zanahoria». Un ídolo, en definitiva, es una fuerza, una potencia, y el ídolo siempre promete lo mismo: si tú participas de la fuerza, de mi fuerza, serás fuerte. En ese sentido, para el hombre de sensibilidad religiosa o pagana no hay propiamente dioses falsos, sino dioses que juegan a tu favor o dioses que juegan en tu contra. Cada pueblo cuenta, por tanto, con sus dioses. Lo curioso de la Biblia es que habla del Dios verdadero, del Dios que acontece en verdad. Esto es muy extraño porque el acontecimiento de Dios se da frente a dioses que prometen la plenitud del hombre. Hablar, por tanto, del Dios verdadero supone, en gran medida, cuestionar el carácter divino de las potencias que sostienen la existencia del hombre. La relación con Dios es la relación con lo que nos trasciende, sin duda, y por esto cuestionar la divinidad de las potencias es cuestionar su pretendida trascendencia. Lo interesante de la experiencia bíblica de Dios es que no niega la existencia de los dioses o de las potencias divinas -al menos en un primer momento-; lo que niega es su carácter divino. Es como si te dijera: «Sí, sí, hay dioses, pero aún no son Dios». Hay fuerzas, hay potencias (Javier habla en términos de sustancia), hay espíritus, hay espectros, pero todavía no son Dios, pues pertenecen a este mundo, aunque se ubiquen en otra dimensión. De hecho, el relato de la Creación se escribe para evitar, precisamente, la lectura de Javier, esto es, para evitar la lectura panteísta de Dios, para evitar- en definitiva- un Dios que se identifica con el mundo. Dios no es la sustancia del mundo (y Javier habla, de hecho, en términos de sustancia). La trascendencia de Dios es radical, extrema, y solo por eso mismo el hombre puede estar sometido a Dios, sometido a su voluntad. Desde una óptica bíblica, no se trata, por tanto, de participar de Dios, sino de obedecerlo. Dios es, antes que nada, Señor, Señor de la existencia. Este es, sin duda, otro tema. No es el tema de la sustancia, ni tampoco el de «a qué me he de conectar yo, de qué fuerza he de participar para alcanzar una cierta plenitud». El Dios de Abrahán no promete estrictamente la plenitud, promete la fertilidad: «Darás vida allí donde no puedas dar vida». La promesa de Abrahán es literalmente increíble, pues, quizá convenga recordarlo, cuando recibe la promesa de Dios, es ya un anciano. Podríamos decir, a modo de anticipo, que el Dios bíblico se nos ofrece como esa esperanza en la que humanamente no podemos creer. Lo que dice Javier no me parece verdadero por una sencilla razón: me parece demasiado creíble para que pueda darse como la verdad de Dios.

Por tanto, y esto los que me hayáis escuchado alguna vez me lo habréis oído decir por activa y por pasiva, un creyente, estrictamente, desde la experiencia bíblica de Dios, no es aquel que sabe algo acerca de Dios, ni siquiera aquel que puede decir que existe según el modo de los entes: es aquel que se encuentra por entero sometido a la radical trascendencia de Dios, la cual, en último término, no puede entenderse en los términos de un Dios existente, como si se tratara de un fantasma bueno. Aquí la cuestión es cómo puede darse como Señor un Dios que no existe. Sin duda, un creyente es aquel que confía casi contra toda evidencia en el amparo de Dios, mejor dicho, en su justicia, pero solo porque de entrada se encuentra por entero sometido al mandato, a la voluntad de Dios. Decir mandato es lo mismo que decir llamada. Dios se nos da, se nos revela como llamada. Dios es principalmente el que llama. Ciertamente, Dios es persona, pero no porque personifiquemos una fuerza. El lenguaje que nos obliga a reconocer a Dios como persona solo espuriamente puede entenderse como una personificación de una fuerza. Si hablamos de Dios como persona es porque de entrada se nos da como aquel que nos llama. La pregunta es, sin duda, cómo nos llama Dios. Pero lo que ahora quisiera subrayar es que lo decisivo no es participar de la potencia divina, sino responder a la llamada de Dios. De Dios, en sí mismo, no tenemos ni idea. Por ejemplo, Javier ha citado a Moisés. Moisés no «flipa» con Dios. De hecho, no vibra con Dios. La experiencia de Moisés no se sostiene principalmente sobre el asombro. Una de las cosas que me llamó profundamente la atención, desde que conozco a Javier, desde los tiempos en los que estudiamos juntos en los jesuitas, fue cuando me dijo: «Yo quiero ser sacerdote.» Me quedé estupefacto, porque con dieciocho años nadie hoy en día quiere sensatamente ser sacerdote. Yo le

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dije: «Oye, pero ¿no te gustan las chicas?», y me dijo: «Sí, sí, mucho, pero Dios me llama.» Claro, yo vengo del ateísmo, y le dije: «Ostras, Javier, ¿lo dices en serio? ¿Cómo puede ser?» No me parecía que Javier fuera un estúpido; tampoco me lo parece ahora. Y entonces dije: «¿Cómo es posible escuchar la llamada de Dios sin ni siquiera sospechar que se trata de algo que solo tiene que ver con uno mismo?» Quedábamos a menudo, en la plaza que hay detrás de la iglesia de la plaza de Sarriá. Así, hablando de Dios y de sus cosas, junto a los grupos que aprovechaban la discreción del lugar para fumarse unos porros, Javier me iba haciendo partícipe -y esto para mí fue no solamente un gozo, sino una revelación- de su asombro por las cosas de la vida. Ese gran sentido de la vida que tiene Javier es impresionante y me sigue impresionando. Pero a mí me parece que la experiencia bíblica de Dios no se sostiene solo sobre nuestro sentido del asombro, sino sobre nuestro sentido del escándalo, sobre el hecho de no poder admitir en modo alguno el sufrimiento indecible de los hombres. Es viendo ese sufrimiento, el padecimiento indecente de los esclavos de Egipto, como Moisés escucha la llamada de Dios, la voz que nos arroja más allá de nosotros mismos. No se trata, por tanto, de una experiencia alucinógena, sino de la demanda infinita de Dios.

Ahora bien: ¿cómo nos llama Dios? ¿Cómo puede llamarnos, si no se trata en realidad de un fantasma bueno? Fijaos: Israel es el pueblo elegido. Muchos entienden esta elección como si se tratara de una preferencia, y en un cierto sentido lo es, pero, claro, Israel es elegido para dar testimonio de Dios, de la radical trascendencia de Dios. ¿Quién era el pueblo de Israel? Era el pueblo de los esclavos de Egipto, el pueblo de los sin Dios . Ellos no tenían un dios que los amparase, y, sin embargo, son ellos los elegidos para dar testimonio de Dios. Esto lo encuentro muy curioso, por no decir extraño: tiene que dar testimonio de Dios, de su radical trascendencia, un pueblo que aparentemente no goza del amparo de ningún dios. Israel tiene que escuchar una y otra vez de los pueblos que lo rodean, de sus enemigos, la pregunta: «¿Dónde está tu Dios?»

Mi convicción es que Dios nos llama con la voz de los excluidos, de los que, en principio, no parecen capaces de Dios, de los que en modo alguno pueden esperar nada de una divinidad típicamente religiosa. En ese sentido no hay algo así como una experiencia directa de Dios, como la que podarnos tener cuando ponemos los dedos, pongamos por caso, en un enchufe. Dios, me atrevería a decir, no es la electricidad que pueda cargar nuestra existencia. Quien escucha la voz de Dios escucha la voz, el clamor de los sin Dios, como la voz misma de Dios. Una de las cosas que suelo decir es que no hay unión con Dios, sino, en todo caso, encuentro. Esto es muy bíblico. No cabe algo así como la unión con Dios. ¿Por qué digo encuentro? Porque un encuentro siempre mantiene las distancias, siempre conserva la distancia propia de la alteridad. Así, cuando te encuentras de verdad con alguien, hay algo de ese alguien que no alcanzas, que no posees, que solo puedes reconocer. Algo, literalmente, invisible. Por tanto, del lado del hombre encontrarse con Dios es encontrarse con lo inalcanzable de Dios, Mejor dicho, encontrarse con Dios es ser alcanzado por lo inalcanzable de Dios. Y, en ese sentido, diría que ponerse en manos de Dios (una expresión tan cara a Javier, por otro lado) es ponerse en manos del pobre. Bíblicamente hablando, no hay un «ponerse en manos de Dios» que pueda separarse de un «ponerse en manos del pobre». En definitiva, la experiencia de Dios siempre va con la pregunta «¿dónde está tu hermano?». Un creyente, al fin y al cabo, es un rehén de su hermano. Dios, como os decía antes, no es sustancia, sino Señor. Señor de nuestra entera existencia. Dios reclama, por tanto, obediencia. Pero estamos hablando de la obediencia que nace de la falta de Dios, de la ausencia desde la cual el otro se revela como hermano.

Moisés es el que tiene la experiencia de Dios, es el profeta de los profetas del Antiguo Testamento. ¿En qué consiste esa experiencia de Dios, en definitiva? ¿Con qué desciende Moisés del Sinaí? Pues con las Tablas de la Ley. Moisés, y esto es lo relevante, no habla como si hubiera puesto los dedos en un enchufe. Su transfiguración es la de quien ha escuchado la voz imperativa de Dios. La experiencia de Dios es , en verdad, inseparable del mandato, inseparable del deber de responder al clamor del hermano . No hay experiencia de Dios, insisto, que sea separable de este ponerse en manos del hermano. Es curioso que, cuando Moisés le pide a Dios saber en nombre de quién tendrá que dirigirse al faraón de Egipto, Dios le responde aquello tan conocido de «Yo soy el que soy» (aunque estrictamente quizá deberíamos decir «Yo seré el que seré»). Es algo muy curioso, porque podría haber dicho perfectamente: «Yo soy el Dios de la justicia» o «el Dios de la

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verdad», es decir, podría haberse caracterizado a sí mismo. No lo hace: «Yo soy el que soy». El nombre de Dios es un nombre que no admite atributos. Una de las cosas que dicen los judíos por activa y por pasiva es que de Dios en sí mismo solo tenemos un nombre, un nombre, por otro lado, impronunciable. El nombre de Y W HW (Yahvé) es un nombre que no cabe pronunciar, y esto, en la Antigüedad, era muy significativo, pues los antiguos se preguntaban por el nombre de la divinidad que invocaban, porque si se equivocaban de nombre, la divinidad, obviamente, no se daría por aludida. Tú tenías que acertar con el nombre de la divinidad para que esta pudiera responderte adecuadamente, para que pudiera bendecirte, concederte su favor. Pues aquí no se trata de eso. Podemos dirigirnos a Dios, pero no podemos esperar de Dios una respuesta a la manera de los deus ex machina de las tragedias de Eurípides, los cuales intervenían en el mundo con una especie de varita mágica. Dios siempre responde al hombre llamando al hombre.

Podríamos decir que, bíblicamente, la presencia de Dios -y, en ese sentido, lo que ha dicho Javier de buen comienzo me parece muy pertinente: la palabra revelación significa 'velarse dos veces'- es, cuanto menos, problemática. Bíblicamente siempre es la presencia de una ausencia. O, por decirlo en los términos de Simone Weil, «Dios brilla por su ausencia». Un creyente es aquel que echa en falta a Dios, mejor dicho, aquel que se encuentra sujeto a la falta, a la desaparición, al eclipse de Dios, por emplear la acertada expresión de Martin Buber. Dios es Señor en tanto que Dios no aparece como Dios, sino como víctima, como hombre sin Dios. Quien escucha la voz de Dios, sin escuchar el clamor de los pobres, no escucha a Dios, sino un eco de su propia voz. Uno de los ejemplos que suelo poner para entender esto es el siguiente: mientras contamos con la protección de papá y mamá podemos tener hermanos, pero aún no somos, en verdad, hermanos de nuestros hermanos. Imagínate con veinte años y con un hermano de tres. Tú eres aquel que aún puede encarar su vida (la tuya), enfrentarse a tu posibilidad. Así puedes «montártelo». Tienes a papá y mamá que cuidan de tu hermano. Pero, claro, imaginaos ahora que papá y mamá mueren en un accidente. Tú ya no puedes seguir haciendo tu vida, tú te conviertes en rehén de tu hermano, te debes a él hasta el final. Tu hermano va a depender de ti. A mí me parece que la experiencia bíblica de Dios tiene mucho que ver con esto. El Dios de Moisés es, al fin y al cabo, el Dios de la Creación, y esto se muestra nítidamente en el Libro de Job. No es casual que el Libro de Job sea un libro crucial en la Biblia. Decía Javier antes que la Biblia es el Libro de los Libros. De hecho, la Biblia es una biblioteca, y el Libro de Job ocupa un lugar central, porque es algo así como una especie de síntesis. Es como si se nos dijera: «Mira, vamos a ver de qué va esto de Dios.» Job, de entrada, era un hombre religioso, hacía lo debido y gozaba de la bendición de Dios. Atención al dato: Job tenía una vida plena. ¿Eso puede esperarlo el hombre? Sí, eso podemos esperarlo, pero no constituye una última palabra. A mí lo que dice Javier me parece que es cierto siempre y cuando no sea una última palabra, porque la Última palabra tenemos que pronunciarla, si es que podemos hacerlo, en medio del infierno. Pues el infierno, la efectividad del mal, se impone como si fuera una última palabra. Pero fijaos en la experiencia de Job: un hombre religioso al que se le quiebra la confianza religiosa en la divinidad por un sufrimiento sin nombre (pues no hay nombre que valga para quien pierde a sus hijos). Entonces, en el final del Libro de Job, Dios se revela, y el Dios que se revela es el de la Creación. Anteriormente he afirmado que el relato de la Creación se escribió para impedir una lectura que identificara a Dios con la sustancia del mundo, una lectura panteísta, en definitiva. El Dios de la Creación es un Dios que se encuentra más allá de la totalidad, fuera del mundo, de cualquier mundo, incluyendo el mundo sobrenatural de las potencias divinas. Es el Dios de la falta de Dios, por decirlo así, el Dios que no aparece como divinidad, el Dios del séptimo día. Podríamos decir que se trata de la alteridad radical, aquella que se manifiesta, precisamente, como eso siempre pendiente del mundo. Es en relación con el Dios bíblico que el todo se nos da, precisamente, como el no-todo. El Dios que se revela en el final del Libro de Job es el Dios que impide el cierre inmanente de la totalidad. El Libro de Job es, sin duda, uno de los grandes libros de la humanidad, pero a la vez es un libro muy extraño. Después de invocar a Dios una y otra vez, Dios se manifiesta del siguiente modo: toma a Job de la mano y lo pasea, vamos a decirlo así, por lo más admirable del universo, lo que es digno de nuestro asombro, la inmensidad de los cielos, las montañas más inaccesibles... «Fíjate, todo esto es debido a mí». Es la experiencia del asombro, y yo creo que aquí se detiene Javier. ¿Qué hace luego ese Dios? Dice: «Mira, espera, que el paseo no ha terminado», y

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lo introduce en las profundidades del mar. El mar, en la Antigüedad, era la metáfora de la oscuridad, el infierno, el mal. Lo pasea, pues, por los horrores de este mundo -hoy diríamos fácilmente que lo paseó por Auschwitz- y le dice algo que debería desconcertarnos, y lo que yo no entiendo es cómo no caemos aquí en una gran perplejidad: «Esto también es debido a mí. Yo soy señor de la luz pero también de la oscuridad». Parece extraño, ¿verdad? Job de rodillas. Evidentemente, no entiende nada.

Javier antes hablaba de la distinción entre el arriba y el abajo, el cielo y la tierra. Esta distinción en modo alguno es bíblica. Dios, el Dios de la Creación, se encuentra, como decíamos, más allá de la totalidad -y esto me parece de una profundidad abisal-, más allá de los cielos, más allá de la Creación, fuera de la Creación. ¿Cómo se entiende esto? Dios no es sustancia en modo alguno. Y lo que esto significa es que Dios no subyace, que Dios no es profundidad. La diferencia bíblica fundamental no es la que se da entre el cielo y la tierra o entre las profundidades del mundo y su superficie, pues esta es una distinción típicamente religiosa, pagana, podríamos decir. La distinción bíblica es la que se da entre los tiempos: están los tiempos del hombre y los tiempos de Dios, y la diferencia entre los tiempos es una diferencia cualitativa. Los tiempos de Dios no tienen nada que ver con los tiempos del hombre. Los tiempos de Dios son tiempos finales, tiempos en los que ya no queda vida por delante, en los que la única vida que podamos tener es la debida a Dios. Una de las cosas que también suelo decir es que Dios en sí mismo coincide con su silencio. En este sentido, los tiempos de Dios comienzan con el silencio de Dios . Dios es el silencio que cubre la Creación por entero y la mantiene en vilo a la espera de una última palabra. Hay algo de irresuelto en la Creación. No lo estaría si la Creación solo provocara nuestro asombro, pero eso probablemente tendría que ver únicamente con nosotros, no con Dios. Ahora bien, si únicamente contáramos con el escándalo, entonces seríamos unos nihilistas. El creyente se sitúa entre ambos, entre el asombro y el escándalo. Por eso prefiero hablar de la perplejidad creyente. El creyente es el que permanece a la espera de una última palabra, que cristianamente creemos que se ha pronunciado en una cruz o, mejor dicho, que la ha pronunciado un hombre colgado de una cruz. Si esto es así, entonces la Revelación siempre tiene que ver con algo que los hombres no podemos admitir del todo. Una de las cosas que suele decir Javier es que la experiencia de Dios tiene mucho que ver con el deseo de Dios, y a mí me parece que Dios no es deseable, no es preferible. Nadie puede preferir sensatamente que el Dios bíblico, el Dios que te convierte en rehén de tu hermano , irrumpa en su vida. Sin embargo, es cierto que no hay más vida que la que ese Dios pueda darnos. Pues se trata de la vida que se nos da como milagro, como excepción, como medida de gracia. Pero eso yo creo que solo pueden decirlo quienes ya no tienen vida por delante, aquellos que habitan en los tiempos de Dios. Aquellos que aún confiamos en nuestra posibilidad me parece que todavía no podemos creer honestamente. Por lo común, creemos en nuestra posibilidad, aunque esa posibilidad esté religiosamente garantizada. Pero, por eso mismo, esta creencia común aún no es fe, o cuando menos una fe bíblica.

Javier Melloni

Todo lo que has dicho me parece fundamental y ha de ser escuchado una y otra vez. Creo que has expuesto muy bien dónde nos situamos el uno y el otro. Sin embargo, entre el asombro o la incredulidad y el escándalo hay una vía, un camino de encuentro, y creo que nos podemos aproximar desde nuestras sensibilidades para ayudarnos a comprender y a adentrarnos en esta profundidad que nos sobrepasa, que nos es trascendente.

Estoy totalmente de acuerdo en que Dios es trascendente a nosotros, a nuestro deseo y a la idea de plenitud que mencionaba José. Mi concepción de Dios no es panteísta, sino pan-en-teísta: no es lo mismo decir que Dios lo es todo que decir que Dios está en todo, y esto no es panteísmo, sino pan-en-teísmo. Él ha afirmado que aquello que nos separa de Dios no sería el espacio (la distancia entre el cielo y la tierra), sino el tiempo. Ha remarcado que el tiempo de Dios no es nuestro tiempo. Estoy de acuerdo, porque aún vivimos en la superficialidad. A mi entender, la separación respecto al tiempo de Dios no es lineal, sino en profundidad. Dios está en la profundidad de un ahora que en la tradición bíblica se asocia con el futuro, con un tiempo que tenemos que esperar, mientras que en la mentalidad oriental ya todo es tiempo de Dios, pero para experimentarlo hay que vivir en profundidad.

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I. LA REVELACION

Por otro lado, José tiende a destacar la parte más egocéntrica o más oscura de nuestra condición, la más autocentrada o idolátrica; yo, en cambio, cuando hablo del ser humano, me fijo en su dimensión más noble, a la cual solo podemos llegar si hemos muerto a nuestra autocomplacencia. Sin esto, el deseo de Dios sí que es idolátrico. Si Dios solo es la repetición de nuestras avideces, estamos en la proyección de nuestras codicias, pero si el deseo de Dios supone ir hacia una profundidad que nos funda y que nos supera, y que nos descentra de nosotros mismos para ir a los demás , entonces el propio deseo de Dios es el que nos purifica y nos hace crecer. Es cierto, sin embargo, que la reflexión de José suscita una cuestión muy importante: ¿cómo discernir qué es idolatría y qué el Dios auténtico? La idolatría crea víctimas, cegándolas y encerrándolas cada vez más, empequeñeciéndolas en un mundo cada vez más estrecho y asfixiante, atrapándolas en aquello en que se han obcecado; en cambio, el Dios verdadero abre cada vez a más realidad y a más alteridad, descentrándonos de nosotros mismos y haciéndonos más capaces de entregarnos a los demás, a la vez que nos hace más libres para autocuestionarnos y seguir creciendo e indagando. En mi opinión, este es el criterio de discernimiento entre un camino religioso verdadero y el engañoso.

Del mismo modo, cuando hablamos del silencio, lo hacemos en registros diferentes, aunque me pregunto si son tan diferentes. Cuando tú hablas del silencio de Dios, te estás refiriendo a un silencio que es ausencia de Dios; es el silencio que aterra, el mutismo de Dios. En cambio, cuando yo hablo del silencio de Dios, me refiero a su inminencia, como decía al principio, una presencia tan próxima a nosotros que no es alcanzable ni por las palabras ni por el pensamiento porque es una inmediatez que no pasa por el discurso de la mente, sino por la apertura del corazón. Es un silencio de presencia, mientras que el tuyo es de ausencia. Pero quizás se trate del mismo silencio porque, en último término, la presencia de la que hablo no es una domesticación de Dios, sino resultado de la absorción en él, lo que comporta la muerte de nuestro ego, de nuestras capas más superficiales y autocomplacientes. Esta exigencia es tan radical como la que José pide.

Por otro lado, tu acento sobre el hermano, sobre la necesidad del pobre, del que sufre, es ineludible. Es verdad que el peligro de mi aproximación es que haya un déficit y un olvido de esta dimensión. Recojo la interpelación que me haces. Sin embargo, el silencio al cual me refiero conduce a la compasión, en su sentido más radical de sufrir con. Respecto a esta cuestión, quisiera decir que, a veces, se corre el peligro de ridiculizar el budismo cuando, en contraposición al Cristo crucificado, clamor de los sin voz, se presenta la figura del Buda con una sonrisa autocomplaciente, desentendido de todo, justificando el egocentrismo más absoluto. Pienso que esto es una caricatura del budismo. El trabajo del Buda supone una transformación sobre el propio deseo. Precisamente el budismo es el gran combatiente del deseo. Vencido el propio deseo, es cuando uno se puede dedicar verdaderamente a los demás, libre de intereses y de obsesiones. La culminación del budismo es la sabiduría y la compasión, las cuales son tan exigentes como el amor del que habla Jesús. Quizás la diferencia entre el cristianismo y las religiones orientales es que en el cristianismo se empieza por el cuidado del otro para llegar al cuidado de uno mismo, mientras que en las religiones orientales se empieza por el cuidado de uno mismo para llegar al cuidado del otro. En cualquier caso, el círculo ha de ser completo.

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II. LA CRISTOLOGIA

José Cobo

EL OTRO DIA, al hablar de la revelación, me centré en el Antiguo Testamento, y lo hice principalmente por dos razones. La primera, para no pisar esta segunda sesión, pues del lado cristiano no cabe otra revelación que la que se nos dio en la cruz de Jesús de Nazaret. Y la segunda porque la En carnaci ó n de Dios solo es cristianamente inteligible desde el Dios del Antiguo Testamento. En esta segunda charla intentaremos justificar por qué la divinidad de Jesús solo puede revelarse desde un Dios que no aparece como Dios o, por decirlo de otro modo, desde un Dios en falta. Nos preguntaremos, pues, de que estamos hablando cuando hablamos cristianamente de la Encamación de Dios, no sin antes hacer una síntesis de lo visto.

En principio, hablar de la Encarnación de Dios es lo mismo que hablar de la identificación de Dios con el Crucificado. No decimos, por tanto, que Jesús de Nazaret fuera un avatar de Dios, entre otros, sino que, en Jesús, Dios mismo se da como hombre. Y creo que ningún cristiano pondría en duda esta afirmación. Ahora bien, muy pocos cristianos son conscientes de que, desde una óptica neotestamentaria, esta identificación solo es posible por el vaciamiento, la caída, la humillación de Dios. Es por esto que cristianamente no declaramos tanto que Jesús es Dios como que Dios es Jesús. 0 mejor dicho: si podemos confesar que Jesús es Dios, es porque antes Dios se reveló como Jesús. Quien se queda solo con la primera afirmación -Jesús es Dios- difícilmente puede evitar hacer de Jesús un avatar de Dios. Y es que solo es posible calificar, de entrada, a Jesús como Dios desde una determinada preconcepción de la divinidad, preconcepción a la que Jesús, precisamente, se ajustaría, coma tantos otros hombres de Dios. Quien, en cambio, confiesa lo segundo (Dios es Jesús) sabe que no es posible confesarlo sin alterar significativamente lo que entendemos religiosamente por Dios. Pues la idea de que Dios se identifica con aquel que muere sin Dios, resulta cuanto menos chocante para quien sepa qué es un dios. Si fuera tan solo lo primero, Jesús ejemplificaría lo que damos por supuesto sobre Dios, pero no revelaría nada nuevo acerca de Dios. Pero la novedad cristiana no consiste en poner a Jesús del lado de Dios, sino a Dios del lado de Jesús. Consiste, precisamente, en hacer de Dios un crucificado en nombre de Dios. Que Jesús sea, en primer lugar, el predicado de Dios (Jesús como atributo de Dios) y no al revés (Dios como atributo de Jesús) es la gran vuelta de tuerca que da el cristianismo en la historia del espíritu. Por esto mismo nos resistíamos el otro día a la metáfora de la profundidad -metáfora a la que recurrió Javier-, pues donde prescindimos de la altura de Dios, difícilmente podemos comprender la Encarnación como humillación de Dios (que es como se entiende a la cristiana). Como veremos, la identificación de Dios con un crucificado en nombre de Dios no puede declararse sin abandonar la idea religiosa de Dios; al fin y al cabo, sin hacer de Dios lo más frágil, aunque también lo más valioso, de la existencia.

Por otro lado, donde prescindimos de la radical trascendencia de Dios, y esto es lo que hacemos cuando convertimos a Dios en una especie de océano, tarde o temprano nos encontramos con que no sabemos qué hacer con la palabra Dios. En este sentido, el otro día decíamos que, bíblicamente hablando, Dios en sí mismo, esto es, al margen de su modo de ser, no es más, aunque tampoco menos, que el nombre de Dios. O por decirlo con otras palabras: Dios no es el nombre de otra cosa. Bíblicamente no decimos «esto o aquello como Dios». Dios no es la posibilidad de divinizar vete tú a saber qué, ni siquiera a un hombre como Jesús de Nazaret. Cuando decimos que Dios es en sí mismo el nombre de Dios, estamos diciendo que la palabra Dios no remite a ninguna otra cosa, ni siquiera cuando esa otra cosa es la bondad o el amor. Así, porque Dios en si mismo carece de entidad -porque Dios es, en sí mismo, un continuo diferir de sí mismo-, puede aparecer como el hombre que soporta sobre sus espaldas el peso de un Dios en falta. Es así que decíamos también que el clamor de los sin Dios se revela bíblicamente como la voz misma de Dios . Desde la Óptica bíblica, Dios no es, por tanto, una sustancia, una cosa última o subyacente, algo así coma el éter en el que habitamos, sino el Altísimo. Y así, a propósito del episodio de la zarza ardiendo, defendíamos que, judaicamente, no hay atributos que valgan con respecto a Dios. Decir que Dios es el Altísimo no es, propiamente, una cualificación de Dios, sino un modo de exponer nuestra situación con respecto a Dios. Por eso Dios en sí mismo se encuentra más allá de los cielos, estrictamente más

allá de la Creación, como ese silencio que la abraza por entero y la mantiene en vilo, pendiente de un definitivo «sí». Podríamos decir, en la línea de Isaac Luria, que hay mundo porque Dios des-aparece del mapa. Dios, en sí mismo, es la incógnita de Dios.

En este sentido, y a propósito de Job, veíamos que la experiencia del mundo creyente es, precisamente, la experiencia de un mundo que permanece a la espera de una Última palabra. La Creación tiene algo de inconcluso para el creyente. Precisamente por esto, Dios se revelaba como el que reclama una respuesta del hombre. Un dios océano, como el que presentaba Javier el otro día, exige de nosotros una especie de disolución magmática, en modo alguno una respuesta. Pero Dios, bíblicamente, es en verdad el que nos llama. Y lo hace con la voz de los sin Dios . La perspectiva bíblica invierte la relación religiosa del hombre con Dios. Así, lo primero, con respecto a nuestra relación con Dios, no es la invocación del hombre, eso que podríamos entender como nuestra nece sidad de Dios, sino la invocación de Dios al hombre. Por eso mismo Dios interrumpe nuestra búsqueda religiosa de la profundidad, de la plenitud, de la dicha. Dios es interrupción, como suele decir Johann Baptist Metz. Como si, al fin y al cabo, no hubiera otra profundidad para el creyente que la de los estómagos vacíos. La voz de Dios, desde la ex periencia creyente, es la voz que nace de la garganta de los marcados por el hambre, el clamor de los que tienen pen diente, precisamente, la vida que les fue arrancada antes de tiempo. Pues bien, desde esta óptica, deberíamos reconocer que la Encarnación, cristianamente hablando, es un escán dalo. O lo que viene a ser lo mismo, algo inaceptable para el hombre que aun confía en su posibilidad, incluyendo aquí su posibilidad religiosa. La Encarnación es algo que el hombre que aspira a la plenitud de la divinidad no puede fácilmente admitir, pues la Encamación no revela a Dios como la posi bilidad del hombre, sino al hombre como la posibilidad de Dios . Y esto es un sinsentido para quien sepa qué significa, originariamente, la palabra Dios.

Pues bien, teniendo todo esto en cuenta, a mí me parece que hay dos modos de entender esto de la Encarnación: el primero sería el típicamente religioso, mientras que solo el segundo sería cristiano. El primer modo es, podríamos decir, el propio de Platón. Desde esta Óptica, Jesús encarnaría a Dios como Adriana Lima, pongamos por caso, podría encarnar la belleza. En ese sentido, Jesús sería un avatar, un caso ejemplar de Dios. El problema de esta manera de entender la Encarnación es que aquí Dios sigue estando por encima de la cruz. Dios seguiría habitando los cielos y nosotros, los hombres, podríamos participar de esa divinidad en mayor o menor medida, insisto, como las mujeres bellas pueden participar, encarnar o representar una belleza que, en sí misma, se encuentra por encima, más allá. Aquí la cruz no sería propiamente reveladora, sino, en todo caso, un mal final. Aquí no cabria, pues, la identificación de Dios con el Crucificado. Dios, desde este punto de vista, no se daría por entero en la cruz. Ahora bien, si esto fuera así, si esta manera de ver las cosas fuera cierta -es decir, si Javier esta en lo cierto-, entonces no tendríamos más remedio que admitir -como de hecho suele hacer Javier- que Jesús de Nazaret es un avatar, un ejemplo, entre otros, de Dios. Pero cristianamente no decimos esto, sino que confesamos a Jesús como el unigénito de Dios. Dios se da por entero en la cruz de Jesús de Nazaret. Y esto no es posible sin alterar signi ficativamente la noción misma de Dios, pues un dios, por defecto, no puede acabar colgando de un madero como si fuera un perro.

Hay una variante de esta manera de entender la Encarnación que es la defendida, si no recuerdo mal, por Leonardo Boff, muy popular por estos lares; dice así: «Jesús era tan bueno como solo podía serlo Dios mismo.» Aquí habría un intento de mantener la exclusividad de Jesús de Nazaret, de impedir que Jesús fuera, como acabamos de decir, un ejem plo entre otros de Dios . En ese sentido, Jesús revelaría en grado sumo el modo de ser de Dios. Pero lo cierto es que no poseemos un contador geiger de la bondad. Decir que Jesús fue el más bueno de los hombres, aquel que tuvo tanta com pasión como solo Dios podría tenerla es, sencillamente, caer en el mito. De Jesús de Nazaret sabemos muy pocas cosas. Y por esto me parece deshonesto decir que creemos en Jesús de Nazaret porque, en cierto modo, podemos suponer que él fue el más bueno de los hombres. Yo no me atrevería a decir esto, entre otras cosas porque, insisto, no poseemos un contador geiger de la bondad. Ciertamente, Jesús tuvo una gran compasión, pero no lo crucificaron por ser bueno. A Jesús no lo crucificaron porque los hombres no pudiéramos soportar tanta bondad. Pero aunque esto

fuese así, la cruz seguiría siendo un mal final y no el lugar donde Dios se revela como aquel que fue crucificado en nombre de Dios, al fin y al cabo, en su lugar.

Vayamos, pues, a la manera cristiana de entender la Encarnación de Dios. Tal y como subrayábamos hace un momento, cristianamente confesamos que Dios se da por entero en el Crucificado. Ahora bien, esto no ha de entenderse como si el Crucificado fuera el cuerpo a través del cual el poder de Dios se manifiesta a los hombres. Dios no posee al Crucificado como el demonio pudo poseer a la niña de El exorcista. La identificación entre el Crucificado y Dios es indiscutible desde el punto de vista cristiano. Sin embargo, ¿qué significa esto? ¿Cómo entender esta identificación? De entrada, podríamos decir lo siguiente: que la cruz de Jesús de Nazaret es, de algún modo, la cruz de Dios . Al menos esto es lo que reconoce la dogmática. Y esto es inadmisible, si lo pensamos bien. ¿Qué es lo que ve un creyente al pie de la cruz? Lo que ve es a Dios mismo crucificado y no solo a un enviado de Dios, no solo a un hombre de Dios. Ahora bien, esto es lo mismo que afirmar que Dios no sobrevive a la cruz. Me atrevería a decir que aun no hemos digerido la audacia cristiana. De hecho, muchos siguen refiriéndonos a Dios como si no hubiera habido Encarnación, como si Dios no se hubiera identificado de una vez por todas con el Crucificado. Como si la cruz no existiera, etsi crux non daretur (una variante del etsi Deus non daretur, 'como si Dios no existiera', de Bonhoeffer). Como si ya fuese posible una relación directa con Dios. Ahora bien, decir que Dios no sobrevive a la cruz es lo mismo que decir que Dios no vive por encima de la cruz. Es así como la Encarnación va indisolublemente ligada, según decíamos hace un momento, al descenso, a la humillación, al vaciamiento, a la kénosis de Dios . Y ésta es una intuición que ya poseen los primeros cristianos. De hecho, el himno de Filipenses (Flp 2,6-11), una de los himnos más primitivos del cristianismo, es muy claro al respecto, al menos para quien sepa leer. El prologo de Juan también ha de entenderse en este sentido. Fijaos: «Al comienzo era la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». Dejando a un lado los matices, cuando Juan escribe esto, todo el mundo ya sabe que esa Palabra fue crucificada. Por tanto, es como si Juan lo dijera: «Pertenece a la esencia de Dios su darse como crucificado ». Esto es algo inaceptable para quien sepa qué significa la palabra Dios, esto es, para el hombre y la mujer de sensibilidad típicamente religiosa. Un Dios crucificado es como un rey que abdica: no puede seguir siendo rey. Nietzsche tenía un oído más fino para todo este asunto que el que quizá tengamos nosotros. Así, en el Anticristo -un libro que debería leer todo catequista-, y siguiendo casi al pie de la letra los argumentos de Celso, filosofo neoplatónico del siglo II, Nietzsche se extra ña que un cristiano pueda creer en un dios crucificado y seguir diciendo Dios . Un dios no puede morir. Aunque entendamos a Dios como el poder de la bondad, si el poder de la bondad es Dios, entonces ese poder en modo alguno puede morir, y menos del modo en que lo hizo. En este sentido, y volviendo al símil del Dios y el rey, un cristiano debería reconocer que un dios que muere como un perro no puede seguir siendo, ciertamente, un dios al uso. La idea resulta tan inadmisible para una sensibilidad religiosa que, de hecho, muchos de los primeros cristianos, los denominados docetas, se resistieron ferozmente a admitirla. Para los docetas y sus variantes, la cruz no afecta a la divinidad de Jesús. Para ellos, la muerte del Hijo de Dios fue solo aparente.

Ahora bien, ¿cómo es posible la identificación entre Dios y un crucificado en nombre de Dios sin caer en el docetismo? El docetismo, como sabemos, fue una de las primeras herejías cristianas, lo cual nos da a entender que, incluso estando cerca del origen, podemos errar el tiro. Un doceta ve a Jesús como un dios paseándose por la Tierra. El docetismo sería el modo fácil, por decirlo así, entender la Encarnación. Como si Dios se hubiera vestido de hombre, como si la humanidad de Jesús fuera, simplemente, un ropaje, una costra, una piel. Así pues, como es posible la identificación de Dios con el Crucificado sin hacer de Jesús un dios con aspecto de hombre? Supónganos que nosotros hubiéramos decido humanizar a los monos y que «nuestro jefe supremo» enviara a su hijo predilecto en misión: «Mira, hazte mono y paséate por la selva para comunicarles a esos monos la verdad». ¿Cómo sería posible que uno de nosotros se hiciera mono sin renunciar a su humanidad? La Única manera de que pudiéramos admitir esto será que los monos en verdad no fueran monos, sino hombres como nosotros, solo que con el cuerpo de mono. Y entonces, claro, el viaje del enviado sería un viaje con sentido: «Estos monos, en el fondo, son como nosotros, son hombres, lo que ocurre es que, porque tienen el cuerpo de mono, aun no se han dado cuenta. Hay que liberarlos del cuerpo para que florezca su humanidad». Por tanto, la manera de tragar con este

descenso es que los monos no fueran tales, sino hombres con aspecto de monos, y así entenderíamos fácilmente que el hombre se ha hecho mono para que los monos se dieran cuenta de quienes son en realidad, para ensenarles el camino de vuelta a casa, como quien dice, para decirles como tendrían que desprenderse de su traje de mono. Pero cristianamente no decimos esto, no decimos que el hombre sea divino. Más bien al contrario. El hombre, como tal, vive de espaldas a Dios, en la negación de Dios. Nadie de entrada sabe donde se encuentra su hermano. Nadie, por si mismo, es capaz de responder a Dios. Cuando decimos que el hombre es a imagen de Dios, lo que esta mos diciendo es que al hombre le falta la sustancia de Dios. Una imagen carece, precisamente, de aquello con respecto a lo cual es imagen. Es decir, una imagen es siempre imagen de algo que, en cierto sentido, se encuentra fuera de ella. Si nosotros somos la imagen de Dios, no es porque dentro de nosotros habite Dios, sino porque somos la huella de Dios. Y una huella solo es posible cuando el pie ha dejado de pisar el suelo. Samos los que echamos a Dios en falta. Y es por eso que fácilmente ponemos a otros dioses en su lugar.

Cristianamente decimos, pues, que el hombre, por sí mismo, es incapaz de Dios, o, mejor dicho, que si el hombre es capaz de Dios -si es capaz de responder a Dios-, es solo porque Dios ha renunciado a ser Dios, como quien dice. Esto es lo que confesamos cristianamente. En la Encarnación, algo le ocurre a Dios y no solo a Jesús de Nazaret. Por lo tanto, la Encarnación, cristianamente hablando, no es tanto una afirmación sobre Jesús como sobre Dios. Así, como avanzábamos al comienzo de esta charla, no decimos propiamente que el Crucificado sea divino, sino que Dios es el Crucificado . La cruz supone la definitiva impugnación de las imáge nes de Dios, de aquellas que conciben a Dios como un poder ex machina, aunque se trate del poder de la bondad. Para entender esto, puede servirnos el recurso del arte contemporáneo. Podemos decir que el arte contemporáneo empieza con Duchamp, cuando coloca un urinario en una sala de exposición. Dejando a un lado el carácter provocador del gesto, lo cierto es que en esa sala el urinario aparece como algo bello. Y si esto es posible -si podemos reconocer como bello lo que en modo alguno puede ser bello- es porque no hay belleza que representar. El urinario no es, pues, otro modo de representar la belleza. Aquí hay ruptura, no continuidad con respecto al arte precedente. De hecho, porque no hay belleza que representar, todo cuanto es, incluso un urinario, queda cargado -transfigurado- con el aura de lo bello. Así pues, el arte genuinamente cristiano sería el arte de Duchamp, y no el de Andrei Rublev, pongamos por caso.

En este sentido, podríamos decir que Jesús carga sobre sus espaldas el peso de la radical trascendencia de Dios, el peso de la altura, la falta de Dios. El episodio de Getsemaní es, desde esta óptica, muy significativo. Suele decirse que la experiencia de Dios que tuvo Jesús fue la de un Dios próximo, intimo, cercano hasta el tuétano, y me gustaría matizarlo. Jesús de Nazaret fue judío -y hay que tomarse muy en serio esto del judaísmo de Jesús. No hay judío que diga que Dios es un amiguete. La altura de Dios es inaccesible. Recordad que uno de los nombres en el Antiguo Testamento es el Altísimo, que no es, como decíamos, una calificación, un adjetivo, aunque lo parezca, sino un modo de exponer la relación del hombre con Dios. Sin duda, el creyente también confía en la misericordia, la providencia de Dios. Pero esa confianza no es porque sí. El saberse bajo el amparo de la misericordia divina, judaicamente hablando, tiene que ver con la convicción de que el hombre no merece la vida que Dios le ha dado. El hombre ha hecho de la Creación un mundo sin piedad. Así pues, si el hombre sigue con vida es, literalmente, por una medida de gracia. Un judío se experimenta a sí mismo como aquel que se encuentra sub iudice, y esto es, de algún modo, también valido para el profeta escatológico que fue Jesús de Nazaret. En cualquier caso, si el creyente intima con Dios, intima con la altura de Dios. Como es sabido, el episodio de Getsemaní en el Evangelio de Marcos es el Único lugar en el Nuevo Testamento (dejando a un lado un par de cartas de Pablo) en donde aparece la palabra abba. Abba es la palabra que utilizan los niños, cuando comienzan a hablar, para referirse a papá. Abba sería algo así como un balbuceo. Ahora bien, es revelador que la Única vez que aparece en los Evan gelios la palabra abba sea en el episodio de Getsemaní . En los Evangelios se nos dice, ciertamente, que «si no os hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Pero hay que saber leer. Un niño en la época del Nuevo Testamento era algo así como un perro. Le podíamos tener cariño, sin duda, pero aun tenía pendiente su humanidad,

como quien dice. Un niño era algo así como el pobre de los pobres, alguien que no contaba. Pues bien, Jesús invoca a Dios como abba donde se siente abandonado por Dios. Como si no hubiera mayor intimidad con Dios que la de quien sufre el abandonado de Dios. Como sabemos, Jesús en Getsemaní le pide a Dios una confirmación: «Dime que sí, porque voy directo a la muerte. Dime que sí, que lo nuestro es verdad». Y Jesús, como también sabemos, no escucha nada. Dios calla donde se le exige una seña, una intervención. Esto resulta decisivo para comprender de qué va este asunto. Pues la cruz representa el fracaso del hombre de Dios. Ahora bien, la cosa no termina aquí. Pues, como sabemos, Jesús llega a perdonar a sus verdugos. Como si el hombre solo pudiera responder al mandato de Dios sin Dios mediante. Es desde el implacable silencio de Dios que Jesús obedece a Dios. La fidelidad a Dios solo es posible bajo el cierre de los cielos.

Jesús muere, por tanto, como un abandonado de Dios. Pero solo por eso mismo, porque no hay Dios por encima de nuestras cabezas, porque no hay divinidad que habite los cie los y pueda intervenir ex machina en la vida de los hombres, el Crucificado puede aparecer como Dios , es decir, como el que se encuentra en el lugar de Dios. Cristianamente no decimos que Jesús es un caso ejemplar de Dios, sino que en la historia no cabe otro Dios que el Crucificado . Así, cristiana mente decimos que solo quien reconoce al Crucificado como Señor se encuentra en verdad sometido a Dios como Señor de la existencia. Que Pablo utilizara la palabra Señor para referirse a Jesús de Nazaret era una blasfemia para cualquier judío, puesto que solo Dios es Señor. Pero creer es responder a la demanda infinita de Dios. Y cristianamente hablando solo responde a Dios quien responde al perdón que ofrece un crucificado en nombre de Dios ... sin Dios mediante. Por tanto, lo que decimos cristianamente es que nuestra relación con Dios se decide por entero en nuestra relación con el Cru cificado . Y me atrevería a decir que aun no nos lo creemos.

Así pues, en el «mientras tanto» de la historia no hay otro Dios que el Crucificado. Únicamente él es el Señor de nuestra existencia. Sólo ante los crucificados con los que el Cruci ficado se identifica podemos decir: «Señor, ¿qué quieres que haga?» El Señor es el que llama, el que manda, el que quiere algo de ti. De Dios no tenemos otra presencia que la del Cru cificado . Dios se hace presente en aquellos que lo obedecen hasta el final, soportando sobre sus espaldas el peso de un Dios en falta. Dios se hace presente donde Dios no aparece por ningún lado, donde no es posible humanamente seguir confiando en Dios. Dios no aparece como Dios. No hay otra presencia de Dios que la que encarna el Crucificado en nom bre de Dios. Más aun: es gracias a la fe de Jesús que nosotros aun podemos creer. Jesús es el que cree por nosotros . Bíblicamente hablando, muy pocos tienen experiencias de Dios. No salgo de mi estupor cuando vamos contando por ahí con insultante facilidad nuestra experiencia de Dios. Experien cias de Dios hay muy pocas, y si nosotros podemos creer, es porque ha habido quienes han creído por nosotros. Es la fe de Jesús de Nazaret la que nos permite creer en Dios. Así, no es que Jesús estuviera lleno de la chispa de Dios, como dicen los gnósticos -y me atrevería a decir que Javier peca de gnosticismo-, no es que Jesús fuera el chispazo de Dios, sino que, en cualquier caso, Jesús estuvo lleno de la caída de Dios. De ahí que cristianamente confesemos que en la cruz acontece la entrega, el sacrificio mismo de Dios. Como decíamos al principio, algo le ocurre a Dios en la cruz. Ciertamente, proclamamos que «Dios es amor», y muchas veces lo que damos a entender es que el amor es Dios. Pero no. Cristianamente no decirnos que el amor es Dios, o que la bondad es Dios. Si esto fuera así, Dios sería el nombre del amor y la bondad. No, lo que decimos es «Dios es amor » , y cuando Juan escribe esto -siendo él un judío fuertemente helenizado- es muy consciente de que no hay otro amor que el sacrificial . Por tanto, lo que está diciendo es que Dios se da como sacrificio de Dios en la cruz. Como si Dios solo pudiera darse poniéndose en manos de los hombres -y esto es algo cristianamente decisivo-, pues solo porque Dios se pone en manos de los hombres, como aquel que perdona sobrehumanamente a sus verdugos colgado de una cruz, podemos los hombres responder a la voluntad de Dios. Que haya definitivamente Dios dependerá de nuestra respuesta a la demanda infinita que nace de las vidas maltrechas, frágiles, abandonadas de Dios. Como si Dios fuera un niño cuya vida hay que proteger a cualquier precio. Pues que ese niño siga con vida es la Única posibilidad que tiene el hombre de escapar del mal. Este es el significado de «Dios se hizo hombre para que los hombres pudieran hacerse Dios»: Dios se hizo hombre para que los hombres pudieran hacerse capaces de Dios, de responder a Dios. Dios, en sí mismo, sigue estando por ver. En este sentido, podríamos decir que permanecemos a la espera de Dios desde Jesús de Nazaret. O gracias a él.

Javier Melloni

Cada frase que ha dicho José es una sentencia que requiere una larga reflexión. No me da tiempo a reaccionar a sus aportaciones, que son muy densas y requerirían cada una de ellas un extenso comentario. Trataré, sin embargo, de tenerlas en cuenta en la medida en que pueda en lo que ahora compartiré.

Sin ninguna duda, me parece primordial la centralidad del acontecimiento de la cruz como el lugar ineludible y su premo de la Revelación . Reconozco, sin embargo, que mi punto de partida se sitúa más en la Resurrección, que es el otro lado de la cruz, de la que José no ha hablado. Y hace bien en no hablar de ella, porque se corre el peligro de profanarla. Sin embargo, el cristianismo sería incomprensible o imposible tanto sin la cruz como sin la Resurrección. Las dos se han de tener en cuenta si queremos comprender la fe cristiana. Ya en el cristianismo primitivo existió la tentación de eludir la confrontación con el Cristo humillado y crucificado. En concreto, el Evangelio de san Marcos, et más sobrio y austero de los cuatro, se escribe para recordar a la comunidad de Marcos, que vivía entusiastamente el hecho de la Resurrección y Pentecostés, que el Cristo resucitado es el Cristo crucificado.

El acontecimiento pascual contiene inseparablemente muerte y resurrección , y es desde este acontecimiento desde donde el cristianismo primitivo y el posterior, a lo largo de cuatro siglos (los más fecundos teológicamente, cuando la fe cristiana consolida sus dogmas), puede llegar a precisar lo que entiende por Encarnación. Que de una muerte tan devastadora como la de Jesús pudiera estallar una nueva forma de vida, de Vida en mayúscula, fue un acontecimiento tan Único para los primeros cristianos que se dieron cuenta de que necesitaban unas categorías nuevas para explicarlo. Cambiaba la idea de Dios y la idea del ser humano, y todo esto se conjugaba en la persona de Jesús. La categoría de profeta aplicada a él no correspondía; la de Messiah, `el Ungido' (Christós en griego), era más adecuada, pero se trataba de algo más. Algo Único se había revelado en él y a través de él. Comprender esta unicidad y expresarla es lo que se intentó a lo largo de cuatro siglos. La reflexión dogmática fue hecha sobre todo por monjes, personas de plegaria que intentaban formular en los dogmas de fe dos afirmaciones de entrada irreconciliables. Por un lado, se tenía que sostener la radical trascendencia de Dios -porque el cristianismo es participe de las raíces bíblicas y semíticas-, y, por otro lado, con la misma fuerza y contundencia, se tenía que confesar la radical proximidad de Dios al ser humano expresada con la Encarnación. Para el judaísmo, esto sonaba a paganismo. De hecho, para los judíos, somos una rama contaminada de helenismo. Encarnación (sárkosis) es la palabra más clara que se encontró para expresar lo que había acontecido en Jesús de Nazaret: no es que Dios nos visite, sino que se hace nosotros, y la ma nera que tenemos de expresarlo es que se encarna, que se hizo «carne», limitación, finitud, etcétera, como nosotros. La concepción de un Dios «tri-unidad» es el resultado de un proceso de integración de ambas cosas: por un lado, el Dios Único y trascendente, propio de la fe de Israel, y, a la vez, el hecho de que este Dios trascendente se haya podido hacer contingente, inmanente, «carne». De esta manera, poco a poco, se fue concibiendo que Dios, siendo un Único Ser y de una Única naturaleza, es también una comunión y «despliegue» de personas. Estamos en un lenguaje analógico, porque la palabra persona referida a Dios es equivoca y nos podría hacer caer en el antropomorfismo que mencionábamos en la sesión anterior. Con la formulación tri-unitaria, Dios mantiene su trascendencia a través de la persona fontal que llamamos Padre, y, a la vez, el mismo Dios, en otra di mensión de sí mismo, se hace inmanente y próximo al mun do, resultando uno de nosotros y con nosotros; y el vínculo entre los dos, el flujo de amor que hay entre el uno y el otro, lo llamamos Espíritu Santo. Esto que hemos expresado en tan pocas palabras, es el fruto de cuatro siglos de una lenta, pausada y rigurosa reflexión.

Dicho aun de otra manera, lo que confiesa la fe cristiana es que Dios, sin dejar de ser Dios, se ha hecho hombre . La formulación trinitaria permite concebir en Dios un máximo de proximidad (hay una persona en Dios que se hace hombre), a la vez que preserva un máxima de trascendencia en otra persona de las personas que hay en él -o que es el-, el Padre. Jesús puede ser confesado, de esta manera, como totalmente Dios y a la vez totalmente

hombre, sin detrimento de ninguna de las dos naturalezas. Jesús no es medio Dios y medio hombre, sino plenamente Dios y hombre. Si no, nos quedaríamos a medio camino y no sería el mediador de las dos naturalezas. Lo es porque participa plenamente de ambas. San Atanasio de Alejandría, en el siglo IV, lo formula muy bien: «Para nosotros, los seres humanos, sería tan Mal que la Palabra no fuese el verdadero Hijo de Dios por naturaleza como que no fuese verdadera carne la que asumió».

Ahora bien, hasta aquí estamos en la teología clásica. Aun no he dicho como personalmente entiendo quién es Jesús y cómo revela el misterio de Dios y de nosotros mismos. Desde mi punto de vista, en él se manifiesta el máximo de donación por parte de Dios y del ser humano. Jesús es el punto de encuentro de las dos entregas, y esto es lo que manifiesta y expresa en la cruz. Dicho en palabras de Charles de Foucauld: «Jesús eligió el último lugar y desde entonces nadie se lo podrá quitar ». Aquel lugar es el del inocente cru cificado . Y aquí es donde se da la plena revelación de lo que es Dios y la revelación de lo que el ser humano está llamado a ser: plena donación, amor sin límites, absoluta desposesión de sí para dejar ser al otro.

Esto es expresado de una manera diferente por cada Evangelio. Son como cuatro fotografías de la vida y persona de Jesús, cuatro ángulos diferentes de aproximación. Cada Evan gelio remarca un aspecto. En el paso de la cruz, no es lo mismo el grito desgarrador que aparece en Marcos (Mc 15,37) que las últimas palabras pausadas y serenas de Lucas y Juan, que acaban diciendo: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi es píritu!» (Lc 23,46), « Todo está cumplido» (Jn 19,30). Estos cuatro acentos ante un único y tan importante momento muestran que ya en el primer cristianismo había diferentes sensibilidades y maneras de aproximarse a un misterio que, en cualquier caso, nos sobrepasa. Lo que entiendo es que el carácter salvífico de la cruz radica en que Jesús, como hombre y como Dios, en vez de morir con odio y deseo de venganza contra quienes lo han condenado, agredido y torturado, muere entregado totalmente a Aquel al cual se ha confiado y, a la vez, ofrece su perdón a sus verdugos. Si en el lugar más inhumano de la condición humana, como es la tortura del inocente, la respuesta es de perdón, se está dete niendo y reinvirtiendo el dinamismo inacabable de violencia y destrucción; se ha interrumpido la cadena de agresiones inacabables que los humanos somos capaces de hacernos los unos a los otros hasta los extremos más abominables. Este acto de amor lo está llevando a cabo Jesús en tanto que hombre y en tanto que Dios, inseparablemente. Lo que nos salva es que es Dios quien está dando este amor hasta el ex tremo, pero también nos salva que sea un hombre quien lo esté viviendo. Al menos ha habido uno entre nosotros -que al mismo tiempo es Dios mismo- que ha sido capaz de no responder con más violencia, sino perdonando. Perdonar (del latín per-donare) significa 'dar- sin medida'. Implica dar mucho más de lo que se ha recibido. Es una donación asimétrica sin necesidad de respuesta. En el Antiguo Testamento solo Dios puede perdonar, no porque sea un poder que él se reserve, sino porque solo en Dios se encuentra la capacidad de dar sin medida, sin necesidad de retorno. En Dios hay tanto amor que su ser es perdón continuado . Por esto nos salva el acontecimiento de la cruz, a la vez que revela cual es el camino de la humanidad: cuando nos sentimos agredidos y que nuestro ser es arrebatado, seamos capaces de entregarnos. Es esta entrega la que abre las puertas de la vida.

Ahora bien, confesamos que todo esto ha pasado plenamente en la persona de Jesús de Nazaret, pero ¿es necesario afirmar que haya sucedido únicamente en él? Tal es la dificultad que se plantea en un contexto de dialogo inter-religioso. La fe cristiana afirma que el acontecimiento de la Encamación y redención ha sucedido una vez para siempre (epaphax) en la historia y es su centro. No se ha producido ni se producirá nunca más porque ya ha tenido lugar en Jesús en nombre de todos los demás. Según mi manera de entender, este carácter único y exclusivista es una herencia del judaísmo, porque los judíos se creían el pueblo elegido y creían en un único mesías. El cristianismo universaliza el pueblo escogido en la Iglesia (todo el mundo está «convocado» y la irradiación del Cristo se extiende a todos los pueblos, pero mantiene la visión lineal de la historia y la irrepetibilidad de un único momento. Me pregunto si no es legítimo concebir que lo que se manifiesta en Jesús con máxima transparencia está sucediendo continuamente en todo y en todo el mundo. ¿Lo que Jesús es no podría ser la ejemplificación a la revelación de que Dios y el hombre son la misma realidad vista desde dos lados, la humana en proceso y Dios como pleni tud ? ¿No revelaría que nuestra existencia es la posibilidad de ir tomando conciencia coma humanidad y como especie con todo el cosmos, que todo el despliegue del universo es la En carnación continuada de

Dios mismo ? En Jesús de Nazaret descubrimos con un máximo de diafanidad esta conjunción de lo humano y lo divino porque todo él, como humano, se ha hecho transparente a la vida divina que había en él. ¿No podemos concebir que a medida que en cada ser humano se da esta misma apertura también en nosotros se produce aquello que en él ya se ha producido y que en nosotros se va produciendo? Algunos místicos cristianos lo han dicho, y en su momento han sido considerados herejes, pero más tarde se ha podido reconocer su claridad.

Quisiera leer un fragmento del maestro Eckhart, dominico del siglo XIII. Me consta que el antiguo maestro general de los dominicos en la década de 1990, Thitnoty Radcliffe, preguntó al entonces cardenal Ratzinger si algunas de las afirmaciones del místico alemán todavía se consideraban heterodoxas. Ratzinger, por aquel entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, respondió diciendo que la Iglesia reconocía plenamente su pensamiento y que no había nada que decir sobre lo que en el siglo XIII había provocado equívocos. Este es el texto:

El Padre engendra a su Hijo en la eternidad igual a sí mismo. [...] Todavía digo algo más: él lo ha engendrado en mi alma. No solo ella está junto a él y el junto a ella, por igual, sino que él está en ella; y el Padre engendra a su Hijo en el alma de la misma manera en que él la engendra en la eternidad y no de otra manera. Y todavía digo más: no solo me engendra en cuanto que su Hijo, sino que me engendra en tanto que el mismo y él se engendra en cuanto a mí y a mí en cuanto a su ser y su naturaleza. En la fuen te mas interior, alboroto del Espíritu Santo; allí hay una vida y un ser y una obra. Todo lo que Dios realiza es uno; por eso me engendra en tanto que su Hijo sin diferencia alguna.

Maestro ECHART, El fruto de la nada y otros escritos, Siruela, Madrid, 2006, p. 54

Hablar de Jesús es hablar de nosotros mismos. ¿Es esto herejía? Depende. La herejía no es una formulación, sino una actitud que justifica una manera de vivir que acaba en al tivez. En cambio, una comprensión y formulación de la fe que conduzca a la conciencia de que no nos recibimos de nosotros mismos, sino de una profundidad más honda que, en nosotros, adquiere forma y que a través de nosotros se expresa porque la llevamos en su plenitud, no creo que pueda considerarse una herejía. Adonde lleva es a una más grande humildad y gratitud por todo. Yo creo que esto es la culminación del cristianismo. Pero esto, como todas las cosas, es discutible, en el mejor sentido de la palabra. No son meras opiniones: son reflexiones, meditaciones, intentos de dar palabra y experiencia humana al misterio.

De hecho, de Jesús decimos que es unigénito y primogénito, dos palabras parecidas y, al mismo tiempo, muy diferentes. Afirmar que Jesús es el hijo unigénito significa que es el único hijo de Dios, el plenamente Hijo que procede de Dios mismo y que es Dios también él, el único del que podemos decir que se ha encarnado. Pero también podemos entender el termino unigénito de otra manera: que hay un único hijo, que todo es el Hijo, que la realidad entera es el Hijo que es engendrado por aquel a quien llamamos Padre, el ser fontal. El hijo es quien hace padre a su padre. Sin hijo no hay padre ni madre. De Dios nace una única realidad, y toda la realidad es el hijo (o hija) de Dios, aquello que de Dios nace. El Hijo de Dios sería la realidad manifestada que sale de las entrañas de Dios, el engendramiento en Dios de todo lo que existe. Nosotros formaríamos parte de esta única filiación de Dios, porque es un único nacimiento de Dios en Dios que, al mismo tiempo, es un continuo nacimiento. Participamos del mismo nacimiento del Hijo, porque somos parte de él.

Por lo que respecto a la palabra primogénito, indica que Jesús es aquel hijo ya culminado, en quien se ha dado el «ya sí» de la unión de la materia, la conciencia y el espíritu. Esta plenitud ya alcanzada es lo que identificamos como la Re surrección. Invocamos a Jesús como el Señor porque en él el proceso cósmico ha llegado a su plenitud. Por esto es el primogénito: él es la primicia de la nueva humanidad. Atraídos por él, vamos completando en nosotros el proceso que en él ya ha culminado como cabeza del cuerpo. Por esto se habla del «Cristo cósmico», del cuerpo místico de Cristo (1Cor 12, 12-30; 15,22-28; Ef 4,11-16; Fit 3,21; Col 1,16-17; 2,17). Jesús de Nazaret es la primogenitura, y cada uno de nosotros, en la medida en que nos dejamos transformar por la acción del Espíritu -que es el dinamismo entre el Padre y el Hijo-, vamos completando la razón de ser de nuestra existencia: reflejar la imagen primordial inscrita en nosotros.

Así pues, desde mi punto de vista, no es que se den de vez en cuando «experiencias de Dios», sino que todo es experiencia de Dios, porque nuestra realidad está en Dios y, por lo tanto, todo lo que experimentamos es experiencia de Dios. Lo que sucede es que no la sabemos identificar o no la sabemos llamar u ordenar. Aun me atrevo a decir más: no somos solo nosotros quienes «experienciamos» a Dios, sino que Dios se «experiencia» en nosotros. Nuestra existencia es la oportunidad que tiene Dios de hacer experiencia en nosotros, tal y como nosotros experienciamos a Dios.

José Cobo

De acuerdo. Pero también es cierto que el cristianismo sobrevive tolerando las herejías que inicialmente condena, y muchas veces aplaudiéndolas. Basta ir a cualquier sermón dominical para cerciorarse de esto. Muchos sermones son de hecho docetas, pues presentan a Jesús como un dios pa seándose por la Tierra. Podríamos decir que estamos ante la típica deformación histórica del catolicismo. De hecho, el Vaticano siempre ha sido más suspicaz con respecto a las herejías del lado arriano, aquellas que reconocen a Jesús como un hombre de Dios, pero no como Dios mismo, que con respecto a las del lado doceta. En cualquier caso, no me atrevería a decir que Eckhart sea doceta, pero sí que es verdad que las dificultades que la Iglesia ha tenido con él tienen que ver con la dificultad de conectar su mística con la experiencia de la cruz. Es decir, si al final aceptamos cristianamente ciertas místicas, es porque derivan de la experiencia de la cruz. Tú has hablado de la Resurrección, Javier, y ciertamente es un tema complejo, entre otras cosas porque el lenguaje de la Resurrección nos queda ya un tanto lejos. Es un lenguaje que pertenece inicialmente a la apocalíptica judía, y nosotros no somos los que estamos a la expectativa de un inminente final de los tiempos. La tradición bíblica de la Resurrección se basa en esta convicción: los muertos tienen que resucitar para poder ser juzgados por Dios. Es un lenguaje que pertenece a la experiencia de Dios como aquel que nos juzga. Y, por tanto, la fe en la Resurrección no es estrictamente hablando la fe en la inmortalidad del alma.

Sea como sea, quisiera centrarme en aquello que nos une. Si Eckhart es aceptado cristianamente es porque, ciertamente, hay una experiencia del Dios que sufre detrás de su mística. De hecho, hay otras místicas pretendidamente cristianas y cercanas a Eckhart que no han sido aceptadas. Y creo que con razón. En la línea de la mística de la cruz tendríamos a san Juan de la Cruz como ejemplo, quizás, destacado, o a santa Teresa de Jesús.

Por otro lado, has hablado del perdón, que es la experiencia nuclear del cristianismo. Y la etimología de la palabra ('dar sin medida') es, sin duda, significativa. Os contaré simplemente una historia, y algunos pensaréis que ya estoy otra vez con lo mismo, pero es que es la historia. Hace unos cuantos años estábamos cenando con Jon Cortina -jesuita que pasó muchos años en El Salvador durante los años de la violencia-. Él debía de tener unos cincuenta y tantos, y decía: «Hace poco que soy cristiano», cuando ya llevaba unos treinta de jesuita. Como se ve, los jesuitas también pueden ser cristianos... Le preguntamos por qué decía eso, y entonces nos contó que él estuvo en un pueblo de campesinos de El Salvador, durante los duros años de la guerra, y que un día vio como desde lejos se iban acercando los camiones del ejército, dispuestos a hacer limpieza. Como era habitual por aquel entonces, el ejército castigaba a la población campesina para que dejara de abastecer a la guerrilla. Él y unos cuantos más pudieron refugiarse en la selva, pero los que quedaron -sobre todo, mujeres, niños, ancianos...- fueron masacrados. La guerrilla contraatacó y el ejército tuvo que retirarse. Los que habían huido fueron regresando poco a poco. El espectáculo era dantesco. Al cabo de unas horas, Jon Cortina vio que unas madres estaban dando su sangre para salvar la vida de aquellos tres o cuatro soldados que, momentos antes, habían asesinado a sus hijas. La pregunta es: ¿de qué se trata? ¿Qué estamos viendo? Para Jon Cortina, aquello fue, una vez más, el perdón del Crucificado. Esas mujeres -y supongo que lo entenderéis quienes tengáis hijos- estaban muertas. Hay una palabra para cuando te quedas sin padres, pero no existe una palabra para cuando te quedas sin hijos. Es lo más terrible. Y esas mujeres hicieron algo humanamente imposible. La pregunta que nos hacemos es: ¿qué está ocurriendo ahí? ¿Qué está teniendo lugar? Porque esta posibilidad, la de un perdón sin medida, no es una

posibilidad del hombre. Preguntémosles a esas mujeres por qué lo hacen. Si nos dicen: «Lo hacemos para ganarnos el cielo», no vale. Si lo dicen porque así alcanzan la plenitud del cosmos, como quien dice, tampoco vale. ¿Por qué lo hacen, entonces? ¿Quién perdona ahí? No, ciertamente, quien aún confía en su posibilidad. Esas mujeres no tienen vida por delante. Estamos, por tanto, en los tiempos de Dios, que siempre son tiempos finales. ¿Por qué lo hacen? La respuesta es simple aunque no fácil por esos soldados, por ellos. Porque esos hombres deben vivir. ¿Como esas madres pudieron llegar a esta convicción? No lo sé, porque lo más humano quizá hubiera sido, ya no digo rematarlos, sino dejarlos morir-. Pero esas mujeres, en nombre de sus hijas, dan una vida que esos hombres no se merecen. Si esos hombres tienen alguna posibilidad de ir más allá de su maldad es precisamente gracias a ese perdón. Y la dogmatica cristiana se acuña a lo largo de cuatro siglos para mantener la indecibilidad de esta escena, como si ella fuera una anticipación del final de los tiempos. Dios es el Dios del final de los tiempos, y, por tanto, ese perdón tiene algo de humanamente inasumible. Porque no somos nosotros, los que habitamos este mundo, los que podemos perdonar así. Tan solo pueden perdonar de este modo, esto es, como Dios mismo, los muertos. Y cristianamente decimos una cosa muy simple: que hay vida donde no puede haber ya vida. Que hay vida después de la muerte. Que donde el hombre no puede esperar más vida, cabe la Vida, así con mayúsculas, y esta vida es la vida de Dios. No es que esas mujeres lo hagan porque hayan sido poseídas por el Dios de los cielos, como si Dios nos tomara como títeres y dijera: «Vamos a hacer que esas mujeres se vuelvan buenas». Dios no es el títere de los hombres, pero los hombres, desde nosotros mismos, tampoco somos capaces de ese perdón. Por eso recalcaba que la indecibilidad de esta escena es el misterio mismo de Dios entre los hombres.

Javier Melloni

La interpretación que hago de esta escena tan impactante es la misma que haces tú, aunque desde otro lado: estas mujeres viven de tal manera su propia humanidad desposeídas de ellas mismas -esto es el amor- que son capaces de un perdón así. El hecho cautivador es que no llegan a tal capacidad de perdón como resultado de una santidad elaborada ni sofisticada, sino que, por el misterio que sea, participan de una inocencia primordial que las hace capaces de este acto sobrehumano de amor al enemigo. Yo acojo esta escena, ciertamente sagrada, que acabas de mencionar como una manifestación de lo que sucede cuando lo humano y lo divino se hacen uno. En esta situación, Dios se manifiesta a través de estas mujeres y las hace capaces de dar su sangre a los agresores de sus hijas. Para mí, esto es revelación, revelación que es a la vez salvación porque nos da esperanza de que la humanidad pueda ser capaz de vivir actos como estos, que seamos cada vez más capaces de salir de la barba rie y dejar paso al perdón . Un perdón que, como dices muy bien, no es la pérdida de libertad, sino la máxima libertad, la de darse al otro.

Entiendo que todas las religiones solo quieren propiciar en el ser humano la capacidad de poder reaccionar de esta manera el día en que nos encontremos en una situación análoga. Esta es la razón de las prácticas espirituales de todas las tradiciones: desactivar el egocentrismo que nos puede convertir en monstruos para poder llegar a responder como estas mujeres. Comprendo que Jon Cortina dijera: «Esto me ha hecho cristiano». No quiero hacer distorsiones a la escena sagrada, pero si esto lo hubiera visto un monje budista, creo que hubiera dicho: Esto me ha hecho más budista»; si lo hubiera visto un musulmán, hubiera dicho: «Esto me ha hecho más musulmán»; si lo hubiera visto un judío, hubiera dicho: «Esto me ha hecho más judío», y si la hubiera visto un humanista, hubiera dicho «Esto me ha hecho más humano». En cada tradición religiosa, esta belleza extrema de la donación nos ayuda a ser más aquello que estamos llamados a ser.

III. EL MAL

III. EL MAL

Javier Melloni

SUGERIRIA QUE EMPEZARAMOS con un momento de silencio, de recogimiento, un momento de presencia y de auto-presencia. Desearía que esta forma de empezar nos sirviera para abordar un tema que merece un profundo respeto y en el cual solo se puede entrar descalzo –física y mentalmente, si pudiéramos-, porque la cuestión del mal y del dolor es territorio sagrado . Se ha dicho que el dolor es sacralidad salvaje: una experiencia límite donde puede salir lo mejor y lo peor del ser humano . El dolor abre dimensiones de la condición humana ante las cuales solo nos podemos aproximar con un profundo respeto.

Ante el mal y su interpretación es donde quizás José y yo nos encontramos mas distanciados, pero en esto consiste el reto del dialogo y, espero, también su fecundidad.

Cuando hablamos del mal, implícitamente nos estamos refiriendo a dos cosas que, aunque interrelacionadas, no siempre distinguirnos: el mal sufrido, las diferentes formas en que se sufre, por causas humanas evitables o por causas naturales que son inevitables, y el mal provocado, querido, el mal activo. Son cuestiones diferentes, pero, a la vez, muy cercanas, porque nos confrontan con el absurdo o con el horror. Trataré de tener presentes ambas cosas. Por otro lado, estamos próximos al tema del pecado, una palabra que engloba demasiadas cosas y que nos es antipática y culpabilizadora. Sin embargo, apunta a una realidad que no podemos eludir. Tenemos que poder y saber reconocer que hay muchas zonas de la experiencia personal y colectiva que no solo están inacabadas, sino que son destructivas y destructo ras. Ahora bien, yo me sitúo -en la medida en que uno se puede situar o puede escoger el lugar donde se sitúa- en la perspectiva de la Resurrección. Es decir, podemos abordar la oscuridad terrible del mal desde su lado más siniestro (el mal provocado) o desde aquel acontecimiento de donde nace la fe cristiana: la Resurrección del Cristo. Desde el lugar oscuro que puede conocer el ser humano, que es el sufrimiento provocado al inocente, se abre una nueva manera de existencia plenamente humana -y tan humana que es divina- que dice: «A pesar de todo, todo tiene sentido». Esto me hace evocar a Juliana de Norwich, una mística medieval del siglo XV que, en plena epidemia de la peste negra que devastaba a la población inglesa, quiso hacerse participe del dolor que provocaba la muerte inocente de tanta gente. Dios le dio a comprender durante una noche el sentido de tanta devastación a partir de varias imágenes que partían de la pasión de Cristo, pero que después se transformaban en vida. Fue visionaria durante una noche y, después, el resto de su vida (durante treinta años) consistió en meditar y tratar de comprender lo que había visto. Poco a poco fue elaborando toda una antropología, una teología y una cosmología que tenían como telón de fondo algo que le fue dicho al final de todas las visiones: «Juliana, todo acabara bien». Ella pregunto: «¿Todo? ¿La devastación? ¿El infierno?» Y se le respondió: «Si, todo acabará bien». Esto puede ser una banalidad, una alucinación o una regresión, o puede ser una profunda verdad a la cual se nos invita abrirnos. Esto forma parte también de la revelación que continuamente se da si estamos receptivos.

Ahora bien, cuando decimos mal, ¿de qué hablamos? ¿Qué es el mal? Podríamos decir que lo coman a las múltiples y diferentes situaciones que consideramos malas o, más perversas, tiene que ver con la usurpación de la vida; identifi camos como el «mal» a todo lo que nos arrebata el ser, la vida y lo que somos. En términos mitológicos, quien encarna el mal es Lucifer, un ser de luz invertida, un ser que en lugar de reflejar la luz que recibe de Dios y retornarla -y cuando decimos luz podemos decir la vida, el ser, todo el despliegue de existir-, la engulle, la devora destruyendo todo lo que se le aproxima. Puede servir la imagen de los agujeros negros del espacio. Esta hybris depredadora no se calma, sino que cuanto más se llena, más negra se hace, más peligroso es aproximarse a la furia devoradora de la antivida. Si dijimos en una sesión anterior que Dios es la plenitud del ser que da el ser en plenitud, aquí estamos en el abismo contrario.

Ahora bien, el cristianismo no pone el bien y el mal en el mismo plano. Esto sería maniqueísmo, dualismo. Lo que cree la revelación bíblica -y, de hecho, casi todas las tradiciones religiosas- es que el mal está situado en un segundo lugar. En palabras mitológicas: Lucifer no es un

III. EL MAL

dios, sino un ángel, una criatura. Esto quiere decir que el mal forma parte de las cosas creadas, no increadas. Por lo tanto, el mal solo puede hacer mal a la altura que le corresponde, pero no en el último terreno . Allá no hay existencia del mal. Puede servirnos la comparación con la Tierra y el Sol: la alternancia de la noche y el día existen a causa del movimiento rotatorio de la Tierra; cuando una parte recibe la luz del Sol, la otra queda a oscuras, pero en el Sol no hay noche y día, el Sol es siempre luz. Esta imagen nos ayuda a comprender que Dios es pura luz y pura donación del ser, mientras que, en el piano de la Tierra, en el piano de lo creado, se dan estas alternancias, que no podemos negar que existan. La cuestión es qué interpretación hacemos de ello y cómo convivimos con la realidad del mal cuando aparece.

El otro día José mencionaba el Libro de Job, y me pareció una interpretación sugerente y diferente de la que yo hago. Todos conocemos la historia de este hombre justo que al principio vive en bienestar, pero que después es arrastrado por todo tipo de desgracias. Se trata de una meditación judía sobre el problema del mal. Los judíos creían que solo había una vida y, por lo tanto, si una persona es bondadosa y justa en esta vida, necesariamente Dios le tiene que ser favorable, porque es aquí donde se da la retribución divina. El gran problema que plantea el libro es: ¿cómo es posible, entonces, que los justos sufran? Sin embargo, constatamos muy a menudo que esto es así. Todos nosotros conocemos personas que pueden llegar a vivir situaciones como la de Job, incluso países y naciones que viven como Job. El libro combina la queja legitima de Job con una serie de interpretaciones teológicas convencionales para justificar el mal -en teología clásica se denomina teodicea- por parte de tres supuestos amigos que solo consiguen irritar aún más a Job, porque ninguno de los tres le da razones que le resulten satisfactorias. Finalmente, Job increpa a Dios para que le responda. Entonces, en los últimos capítulos, Dios toma la palabra: «Escúchame, Job, con atención; guarda silencio mientras hablo. Calla, y déjame hablar. Calla, y te haré mil veces más sabio». La intervención de Dios no es una demostración, sino una mostración: le abre ante sus ojos toda la realidad para que se dé cuenta de que el ser humano solo es una ínfima parte de un todo más grande. Job acaba diciendo: «Hasta ahora, solo de oídas te conocía, pero ahora te veo con mis propios ojos. Por eso me retracto arrepentido y sentado en polvo y ceniza» (Job 42,5-6). Sin duda, hay un tiempo para la queja; es legítima e incluso nos honra. Pero la experiencia religiosa tiene la certeza de que la queja y la desesperación son penúltimas. La última palabra proviene de algo más amplio y más profundo que este sufrimiento. Esto es la que se manifiesta en la Resurrección. Desde la Resurrección se entiende algo del terrible misterio del sufrimiento sufrido y del sufrimiento provocado. En la cruz, todo esto se condensa y convoca. En la vigilia del Sábado Santo, cuando se entra en la iglesia a oscuras, se empieza a proclamar el prefacio: «Oh, noche bienaventurada, que has gestado en tu interior el mayor misterio que puede gestarse, el Cristo resucitado. ¡Oh, felix culpa!» ¡Oh, culpa feliz!, culpa que, si bien al principio es la causa del dolor más grande, aca bará siendo la causa de un gozo aun más grande, de un gozo mayor que el que había antes de existir el dolor. Esta es, para mí, la clave de toda la cuestión. Es decir, el mal y el dolor, si bien introducen una terrible distorsión en la experiencia per sonal y colectiva, resultan ser, finalmente, la causa, el camino y la ocasión para que aparezca más profundidad de vida, de revelación, que las que habrían existido si no se hubiese dado el mismo mal.

Para comunicar mejor esto, os leeré un texto que os puede parecer extraño en este contexto. Esta escrito por J. R. Tolkien, autor de El Señor de los anillos. Podríais pensar qué tiene que ver un autor de cuentos aquí. Pues mucho, porque los buenos narradores son forjadores de mitos, en el sentido original de la palabra. Mythós significa relato, y los relatos son organizadores y estructuradores de sentido, porque cada existencia humana es también un relato, con un inicio, un desarrollo y un final. En los buenos relatos nos reconocemos; a través de sus personajes nos podemos ver reflejados y descubrir nuestra vida como un camino iniciático. El Señor de los anillos forma parte de estos grandes relatos. A partir de la figura de Frodo, un adolescente inocente, se describe la lucha contra el mal a través de un anillo, que representa la tentación del poder. Después de mucho sufrimiento, toda la Tierra

III. EL MAL

Media es redimida por un inocente. Frodo es una figura crística cien por cien. Así pues, el mismo autor tiene otro libro, Silmarillion, en el que explica los orígenes míticos de este mundo creado imaginariamente por él. Describe el momento en el que Ilúvatar -Dios, en su lenguaje- crea las primeras criaturas, los Ainur, unos seres de gran belleza y llenos de vida, para que entonen la sinfonía de la creación. Cada uno de ellos tiene un sonido y los hace cantar a todos a la vez para obtener el cantico de la creación, el cántico del despliegue de la existencia de todos los seres vivos. Pero resulta que hay una criatura que no sigue el cántico conjunto y distorsiona la sinfonía:

Sucedió que Ilúvatar convoca a todos los Ainur y les comunicó un tema poderoso, descubriendo para ellos todavía cosas más grandes y más maravillosas que las reveladas hasta entonces. Y la gloria del principio y el esplendor del final asombraron a los Ainur, de modo que se inclinaron ante Ilúvatar y guardaron silencio. Ilúvatar les dijo: «Del tema que os he comunicado quiero ahora que hagáis juntas, en armonía, una gran música. Al final, la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el vacío y ya no hubo vacio. Nunca, desde entonces, hicieron los Ainur una música como esta, aunque se ha dicho que los coros de los Ainur y los hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande después del fin de los tiempos. Entonces, los temas de Ilúvatar se tocaran correctamente y tendrán ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del único para cada una de las partes y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto.

Así describe Tolkien el origen de la Creación, como una melodía que entonan los seres creados para descubrir su propio ser y desplegar los universos. Pero aparece una distorsión:

A Melkor, entre los Ainur, le habían sido dados los más grandes conocimientos y dones de poder y de conocimiento, y tenía, en parte, todos los dones de sus hermanos. Con frecuencia se había ido solo a los sitios vacios en busca de la llama imperecedera, porque era grande el deseo que ardía en el de dar ser a cosas propias, y le parecía que Ilúvatar no se ocupaba del vacío, cuya desnudez lo impacientaba. Melkor entretejió alguno de estos pensamientos en la música, e inmediatamente una discordancia se alzó alrededor, y muchos de los que estaban cerca se desalentaron y los confundió el pensamiento, y la música vaciló. Entonces Ilúvatar se puso de pie y los Ainur vieron que sonreía, y levantó la mano izquierda y un nuevo tema parecido y, sin embargo, distinto al anterior nació en medio de la tormenta, cobra fuerzas y tenía una nueva belleza. Pero la discordancia de Melkor se elevó rugiendo y lucho con él, y una vez hubo una guerra de sonidos más violenta que antes, hasta que muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predomine. Otra vez se incorporó entonces Ilúvatar, y los Ainur vieron que estaba serio, e Ilúvatar levantó la mano derecha y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto a los otros, de una belleza superior nacida del dolor. Entonces Ilúvatar habló y dijo: «Poderosos son los Ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor, pero sepan él y todos los Ainur que yo soy Ilúvatar. Os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis lo que habéis hecho. Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar, porque aquel que lo intente probará que solo mi instrumento para la creación es capaz de unas cosas más maravillosas todavía que él no ha imaginado».

Con un lenguaje simbólico, este relato apunta a la misma manera de interpretar la penultimidad del mal y del dolor que la teología cristiana clásica: el Cristo resucitado incorpora algo que antes no había en Dios, que es la humanidad de Jesús. El Hijo, nacido desde siempre, por su Encarnación a causa de nuestra caída asume la condición humana, y en su retorno ha incorporado algo que antes no había en Dios, que es la humanidad de los humanos. Es el sentido de la oh, felix culpa a la que me refería antes. Lo que ha pasado una vez por Codas (epaphax), sucede a la vez continuamente, una y otra vez, de manera que, gracias a la actuación del mal y la destrucción, el esfuerzo de recomposición hace que haya una posibilidad y un dinamismo permanentes de transformación, lo cual apor ta al final de los tiempos algo que no estaba en los orígenes.

Todo esto podríamos decir que se refiere al mal sufrido, que es el que refleja la historia de Job. Ahora bien, ¿qué sucede con el mal provocado al otro? ¿Dónde queda este mal? ¿Qué sucede con Hitler? ¿Qué consecuencias tiene en el haber sido causante de tanto sufrimiento, de tanta devastación? Es evidente que no tenemos respuesta a estas preguntas. Pero quedan abiertas, incluso calmadas ante las palabras de Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Como si también dijera: «Si lo supieran, no lo harían»

III. EL MAL

Esto abre toda una nueva manera de situarse ante el mal provocado, aparentemente consciente e intencionado. Las palabras de Jesús insinúan que si realmente supieran el mal que nos hacemos los unos a los otros, no lo haríamos. El mal que provocamos sería, entonces, ignorancia. Somos víctimas y hacemos victimas a los demás de nuestra propia locura e ignorancia. Por lo tanto, entiendo que el mal Ultimo no es sustancial, sino que proviene, justamente, de no estar enraizados a lo que realmente es. Cualquier forma de mal es penúltima y es serial de que no estamos donde tenemos que estar. No porque no queramos o porque nos obstinemos en no estar allí, sino porque nuestra propia confusión nos hace estar en el lugar inadecuado y esto causa, a la vez, un terrible mal en los demás. Esta es también la concepción oriental del mal y del pecado: somos víctimas de nuestra ignorancia y esto nos conduce a causar víctimas.

José Cobo

Si me lo permitís, comenzaré con una cita:Herbert Floss, encargado de las fosas comunes en el campo de Treblinka, revelo su secreto, para quemar cuerpos: la composición de la hoguera, ese era el secreto. Según explicó, no todos los cadáveres se quemaban de la misma manera. Había cadáveres buenos y malos, incombustibles y fácilmente inflamables. El arte consistía en usar los buenos para quemar los malos. Según sus investigaciones -que, obviamente, estaban muy adelantadas-, los cadáveres viejos ardían mejor que los frescos, gordos mejor que flacos, mujeres mejor que hombres, y los niños no tan bien como las mujeres, pero mejor que los hombres. De esto resultaba que cadáveres viejos de mujeres gordas eran los cadáveres ideales. Herbert Floss los hizo poner a un lado, coma así también a los de los hombres y los niños. Después de haber sido desenterrados clasificados casi mil cadáveres, se procedió a apilarlos, colocándose el de mejor material combustible abajo, y el de peor calidad, arriba. Floss rechazó los bidones de gasolina que se le ofrecieron, y en su lugar hizo traer madera. Su acto debía ser perfecto. La leña se juntó debajo de la parrilla de la hoguera, formando pequeños focos como si fueran fogatas. La hora de la verdad había llegado. Con solemnidad le entregaron una caja de fósforos; él se agachó, encendió el primer foco seguido de los otros y, mientras la madera empezaba a quemarse paulatinamente, con su caminar tan extraño, se acercó a los funcionarios que esperaban a cierta distancia. Las llamas crecían más y más, lamiendo los cadáveres, vacilando primero, pero después llameando con brío. De repente, toda la hoguera quedó envuelta en llamas que crecían expulsando nubes de humo. Se percibió un crepitar intenso. Los rostros de los muertos se contraían dolorosamente hasta que reventaba su carne. Un espectáculo infernal. Por un momento, incluso los hombres de las SS quedaron como petrificados, observando mudos el milagro. Herbert Floss estaba radiante, la hoguera echando llamas era la vivencia más hermosa de su vida, un acontecimiento como ese debía festejarse: se trajeron mesas que fueron colocadas frente a la hoguera y cargadas de botellas de aguardiente, cerveza y vino. El día llegaba a su ocaso, y el cielo crepuscular parecía reflejar las altas llamas de la hoguera, allá en el horizonte, donde el sol se ponía con el esplendor de un incendio. A una señal de Herbert Floss, sonaron los corchos, y empezó una fiesta fantástica. El primer brindis fue dedicado al Führer. Después de los brindis se cantó. Se oyeron cantos salvajes y crueles, cantos llenos de odio, horripilantes, cantos en honor a la Alemania eterna.

Este relato nos sitúa de pleno en la realidad del mal. Se hace difícil decir algo después de esto. Pero vamos a intentarlo, aunque sea a trompicones. Es verdad lo que dice Javier, que todo lo que podamos decir del mal lo decimos a la luz de la Resurrección. Otra cosa es de qué hablamos cuando hablamos del espíritu de la Resurrección, pero esto lo dejamos para otra charla. La pregunta que ahora quisiera plantearos es la siguiente: ¿qué significa tomarse en serio el mal? A mí me parece que tomarse en serio el mal significa, al menos de entrada, creer que el mal no es un error. El mal no puede comprenderse simplemente como si nos hubiéramos equivocado al hacer lo que hicimos. Auschwitz, Treblinka, Dachau..., no fueron propiamente un error, aunque tampoco, por supuesto, un acierto. El mal no es algo debido a la ignorancia del hombre, sino que se encuentra inscrito en la naturaleza misma del mundo, mejor dicho, en la situación del hombre ante el mundo. El hombre, en tanto que arrojado al mundo, pertenece al mal. Me parece que el Libro de Job constituye, judaicamente hablando, el lugar desde el cual cabe situarse ante el misterio del mal. Y bíblicamente no nos situarnos ante el mal como creo que lo hace Javier.

Diría que la clave hermenéutica del relato de Job la encontramos en un versículo de Isaías (Is 45,7). Fijaos qué versículo más extraño: «Yo soy -dice Dios- el que forma la luz y crea las tinieblas, el que da la bendición y arroja la maldición. Yo, el Señor, soy el que hace todo esto». Dios es, por tanto,

III. EL MAL

Señor de la luz y la oscuridad. Desde la experiencia bíblica de Dios, el mal es el lado oscuro de la trascendencia de Dios. Job era un hombre de Dios, un hombre que cumplía con Dios, o, como suele decirse, un hombre justo. Pero ¿como acaba Job? Ya lo dijimos en la otra charla: Job no sale de su estupor. Pues, ciertamente, la bendición es debida a Dios. Pero también lo es el mal. La experiencia de la bendición -la experiencia de una vida aceptada como don- se da en relación con el Dios de la Creación, el cual es el Dios, no lo olvidemos, que se retira del mundo, el Dios del séptimo día. La vida se nos ha dado, pues, desde el horizonte mismo de la contracción -la nada- de Dios, como vida dentro de un plazo, y es por eso mismo que no poseemos la vida. En esto consiste la experiencia de la bendición. Pero porque hay bendición también hay dolor y hay mal. Las dos cosas van de la mano. Como sabemos, no hay luz sin oscuridad. Si todo fuera luz, no habría luz. Se te dan los hijos, sin duda. Pero también te son arrancados. Job no sale de la perplejidad porque se sitúa entre la bendición y la injusticia, entre el asombro ante todo lo que nos ha sido dado y el escándalo que supone la muerte del inocente, de los hijos, del niño. Esas muertes tienen algo de irreparable. Hay mal porque hay don. Hay mal porque hay Dios (aunque la realidad de Dios no pueda comprenderse en los términos de un Dios que existe). Esto no significa, sin embargo, que Dios quiera el mal. De hecho, la voluntad de Dios es que el hombre viva. Pero la voluntad -el mandato de Dios- se desprende, como decíamos en la primera charla, de un Dios en falta. Bendición y maldición son, pues, las dos caras de una misma trascendencia; mejor dicho, de la radical trascendencia de un Dios que, en sí mismo, está por ver. Así, el hecho de ser criaturas significa, por un lado, que se nos ha dado la vida desde el horizonte mismo de la muerte. Pero, por otro, el hecho de ser criaturas significa también que vivimos dejados de la mano de Dios, de espaldas a Dios, como aquellos que fueron arrojados al mundo. Precisamente porque la experiencia creyente es la de quien permanece en la perplejidad que provoca el hecho de encontrarse entre la bendición y la maldición, Job es aquel que permanece a la espera de una última palabra. Y eso no es lo mismo que saber algo acerca del final. Dios es el por-venir de Dios. O, por decirlo en lenguaje bíblico, Dios es la promesa de Dios, en el doble sentido del genitivo. En esto consiste tomarse en serio a Dios: en no dar a Dios por descontado, aunque sea cierto que solo porque Dios no puede darse por descontado -solo porque Dios es el que se echa en falta- puede el hombre estar sujeto a la voluntad imperativa de Dios. Pues de Dios, en sí mismo, seguimos sin tener ni idea . Dios, en sí mismo, es lo siempre pendiente del mundo. Y diría que los hombres, aunque hayamos sido llamados por Dios, somos incapaces, por nosotros mismos, de responder a su llamada . Ciertamente, la voluntad de Dios es, como acabamos de decir, que el hombre viva. Pero si la voluntad de Dios es mandato para el hombre es porque el hombre no vive de cara a Dios. No puede hacerlo, en tanto que hombre. En verdad, el hombre -como Moisés en aquel episodio del Éxodo (Ex 33)- solo alcanza a ver la espalda de Dios. Y un Dios solo da la espalda cuando está en retirada.

El mal es, por tanto, la impiedad del hombre inscrita en el corazón del hombre. Somos los que no tenemos piedad. A Javier no le gusta mucho la palabra pecado, y, ciertamente, tiene mala prensa, pero no encuentro otra. Creo que, cristianamente, hemos de emplear esta palabra en lugar de ignorancia. El pecado es el rechazo de la voluntad de Dios. ¿Por qué digo que hemos de emplear esta palabra? Porque en el fondo de nosotros mismos somos aquellos que no saben qué responderle a Dios cuando nos pregunta dónde esta nues tro hermano . Podemos ciertamente saberlo, porque hemos estudiado teología o porque ya llevamos muchas catequesis encima. Podemos saber que el otro es nuestro hermano, pero vivimos como si no lo fuera. El pecado no es, por tanto, una circunstancia del hombre. Tomarse en serio el mal, ¿qué supone, entonces? Pues que la chispa divina, por decirlo así, puede morir. Estar muerto significa esto: ya no hay chispa divina dentro de nosotros, ya no hay alma. Estar muerto es estar sin ánimo. En los campos de concentración se acuñó una expresión para referirse a los hombres que habían perdido el alma: se los llamaba muselmann, y se los llamaba así porque permanecían como los musulmanes cuando oran, encorvados sobre sí mismos, incapaces de levantarse. Tomarse en serio el mal, decía, es creer que la chispa divina puede morir, y esto es lo mismo que decir que, del lado del hombre, el mal se impone como la imposibilidad de la redención. El hombre que ha visto el rostro del mal -y ver el rostro del mal es ver escenas como la que he narrado al inicio- no puede creer que el mal tenga una solución del lado del hombre. Pues la

III. EL MAL

historia de los Evangelios, al menos hasta la Resurrección, podría resumirse así: imaginémonos a Jesús en Auschwitz. Aparentemente, Jesús tenía de su lado el poder de Dios. Pues Jesús era capaz de resucitar a los muertos, de devolverles el alma a los muselmann del campo. Así, era fácil suponer que quien poseía tal poder sería capaz de convertir incluso al comandante en jefe. Y Jesús decide hablar con él, con la confianza de quien cuenta con el poder de Dios. Pero en vez de la conversión se encuentra con que el comandante se le mea encima, por decirlo así. El hombre que era capaz de resucitar a los muertos acaba colgando de un madero. No parece, pues, que Dios estuviera de su lado. La cruz, como decíamos en la charla anterior, representa, al menos de entrada, el fracaso del hombre de Dios. Solo desde este fracaso cabe, cristianamente, hablar de Dios. El mal no parece, por tanto, que admita una solución moral, una solución que nos diga qué hay que hacer para acabar con el mal. El mal es, en último término, indecible. O mejor dicho: el mal es el sufrimiento indecible de los hombres. El estupor creyente ante el mal no se resuelve, por consiguiente, como un saber acerca de Dios. Tomarse en serio el mal supone reconocer el fracaso de la teodicea, de cualquier intento de explicar el mal, de integrarlo en una cosmovisión, en un saber acerca de Dios. Tomarse en serio el mal nos lleva a admitir la impiedad que supone darle un sentido al mal. Volviendo a la cita que hizo Javier hace un momento, cuando Juliana de Norwich recibía estas palabras, «todo acabará bien»... Ciertamente, sería una buena síntesis de la esperanza creyente. Pero aun así, no podemos evitar preguntarnos quién dice esto. ¿Quién pronuncia estas palabras? ¿Un dios océano? ¿Una iluminada? ¿Cómo podemos creerlo? De hecho, la esperanza de los profetas tiene algo de literalmente increíble. Cuando Isaías dice que todo acabará bien no emplea esta expresión, dice cosas tan extrañas como que el león comerá hierba. Esto es literalmente increíble, pues no se trata de una posibilidad del mundo. Y la pregunta que me hago cuando leo estos textos es: ¿quién puede creer en lo increíble? Que el león coma hierba no es algo que podamos comprender como una de las posibilidades del hombre -y no solo porque el hombre no sea un león-. El mal no es un camino de expiación o de purificación, y en esto creo que Javier estará de acuerdo. Y, sin embargo, a veces, cuando escucho a Javier tengo la impresión de que hay algo de esto en su cosmovisión. El hombre no puede confiar en su voluntad de transformación, pues no hay que olvidar que el mal se sirve de nuestra pretensión de acabar con el mal. Humanamente no podemos terminar con el mal sin reduplicar el mal. Solo un clavo saca otro clavo. El hombre es la necesidad de acabar con el mal. Y esto humanamente no puede significar otra cosa que la necesidad de exterminar al enemigo. Pertenecer al mundo -y nosotros pertenecemos al mundo- significa «hay enemigo», y si nosotros decimos que no es verdad, es que vivimos en una burbuja. El enemigo es aquel que quiere la muerte de tus hijos. Por eso, insisto, no hay que olvidar que el mal se sirve de nuestra voluntad de acabar con el mal. Satán termina habitando el cuerpo de quien expulsa a Satán. En la película El Exorcista, por ejemplo: el demonio entra en el cuerpo del jesuita que, momentos antes, ha conseguido expulsar al demonio del cuerpo de la niña. La ilusión religiosa consiste en creer que, si todos fuéramos ángeles, no habría mal. Esto es, ciertamente, verdad, pero por tautológico: evidentemente, si todos fuéramos ángeles, se acabaría él y el mundo sería, sin duda, otro mundo. Pero lo cierto es que no somos ángeles. Toda bondad que no sea de Dios es, al fin y al cabo, circunstancial. Nadie puede decir de sí mismo de qué sería capaz para mantenerse con vida, y quien diga que él sí sería capaz de seguir siendo bueno cuando las circunstancias lo obligaran a no serlo es que no sabe lo que dice. Aquí sí que hablaría de ignorancia.

Curiosamente, en los Evangelios, los que responden a la voluntad de Dios son los que, de entrada, más alejados se encuentran de la pureza divina: las putas, los publicanos, los lumpen. Porque a veces pensamos que podemos responder a la voluntad de Dios si previamente nos purificamos. Pero esto no es lo que afirman los Evangelios. Estos no lo dicen que «debes antes purificarse para ser capaz de responder a la voluntad de Dios». Los que responden a la voluntad de Dios no son «los buenos», no son los fariseos, sino los que curiosa mente ya no pueden esperar ninguna bendición de Dios, los que están tan hundidos en su propia miseria que son inca paces de cualquier elevación. Los capaces de Dios son, precisamente, los sin Dios . Recuerdo haber leído una Contra en La Vanguardia, hará un par de años, de una superviviente de los campos de Camboya. Esa mujer decía: «Había llegado incluso a quitarle la comida de la boca de mi hija para seguir con vida». No se trata de una excepción. Para ella -y tantos como ella- se da la salvación de Dios. Javier

III. EL MAL

dice que en las situaciones extremas -en los tiempos finales- el hombre es capaz de lo peor, pero también de lo mejor. De acuerdo. Ahora bien, me atrevería a introducir un matiz: la bondad de la que es capaz un hombre en los tiempos finales no es del hombre, sino de Dios; mejor dicho, del hombre sujeto por entero a la voluntad de Dios. En cualquier caso, la pregunta sigue en pie: ¿de qué será capaz el hombre para seguir con vida? ¿De qué seríamos capaces? No podemos responder como si el bien estuviera a nuestro alcance.

La ilusión religiosa, por tanto, consiste en creer que el hombre podrá librarse del mal si consigue purificarse. Pero el contacto con la pureza ritual no transforma al hombre, porque el mal no es la costra que recubre la chispa divina del hombre , sino el poder de la muerte bajo el que se encuentra el hombre en tanto que arrojado al mundo. Nosotros, los que estamos más o menos bien instalados, los que tenemos asegurado nuestro futuro, al menos en cierta medida, los que aun podemos creer en nuestra posibilidad, somos los que podemos decir impunemente que el mal es debido a una falta de educación . Pero tomarse en serio el mal supone creer que solo Dios puede redimir al hombre del poder de la muerte . Que si hay reconciliación, esta no puede venir del lado del hombre. La posibilidad de la reconciliación no depende de que en nosotros habite algo así como una chispa divina. La redención tan solo acontece en los tiempos de Dios, los cuales en el mientras tanto de la historia se dan como la anticipación de una humanidad nueva. Y, por eso mismo, la redención se da en los tiempos en los que el hombre se en cuentra por entero en manos de Dios, sujeto a su mandato. Pondré un ejemplo para facilitar la comprensión de cuanto estoy diciendo. Imaginémonos una familia con dos hijas. Papa juega con ellas al pilla pilla, les da de comer, las arropa. Las niñas creen también que papá quiere a mamá. Pero un día papa se va de casa y no vuelve. Deja a su mujer y a sus hijas abandonadas. Supongamos, también, que no tienen con qué valerse, que las deja a merced del hambre. Supongamos que al cabo de unos pocos meses, la madre y una de las hijas mueren de inanición. El padre sigue sin aparecer. La pregunta es: ¿qué reconciliación puede esperar la superviviente? ¿Que reconciliación puede esperar el padre? ¿Qué perdón? A veces tengo la impresión de que la religión propone algo así como una terapia familiar. «Haced terapia», es decir, dejad que lo mejor de vosotros mismos aflore. Dejad que salga de vosotros mismos el poder de la reconciliación, el poder del amor, como si ese poder estuviera agazapado dentro de nosotros, y que fuera nuestro egoísmo el que no lo deja salir. Pero aquí estamos hablando de algo terrible: «Mama ha muerto porque tu nos dejaste, mi hermana ha muerto porque tu nos dejaste». ¿De qué estamos hablando? ¿De algo que humanamente podamos perdonar? A mí no me lo parece. Lo que decimos cristianamente es que la reconciliación solo es realmente posible en los tiempos de Dios. ¿Es posible que la hija y su padre puedan reconciliarse? Yo creo que sí, pero no en los tiempos del hombre. Los tiempos de Dios, como ya subrayé con anterioridad, son los tiempos en los que al hombre ya no le queda vida por delante, los tiempos en los que la única vida que pueden esperar los hombres es la vida que Dios pueda darles, los tiempos en los que los hombres se ven a sí mismos como lo que son: unos huérfanos de Dios. En ese sentido, la reconciliación, el amor al enemigo, solo puede darse como resurrección de los muertos, de tal modo que en los tiempos de Dios toda vida es sagrada, incluso la vida del padre que te abandonó. Incluso la de tu peor enemigo. En este sentido podríamos volver al ejemplo visto el otro día: ¿cómo es que las madres de El Salvador dan su sangre para salvar la vida de esos hombres que, minutos antes, habían asesinado y probablemente violado a sus hijas? ¿Cómo es esto posible? ¿De qué estamos hablando? Evidentemente, de lo que acontece en los tiempos finales.

Javier ha hecho bien comenzando con un tiempo de silencio. La verdad es que me ha cogido por sorpresa. A mí me cuesta comenzar una charla así, como lo ha hecho Javier. Pero quizá ante la enormidad del mal solo podamos hacer eso: callar. ¿Qué vamos a decirles a esos muertos que arden en las fosas comunes de Treblinka? ¿Que todo acabara bien, que eso es una broma? El mal tiene algo de humanamente irreparable, y si podemos decir que todo acabara bien, no es porque nos lo haya dicho una especie de voz interior, sino porque ha sucedido lo increíble, porque hemos visto lo que como humanos difícilmente podemos

III. EL MAL

admitir: que la victima perdone a su verdugo. Que todo acabe bien sigue siendo algo incierto, algo aun por ver. Pero, al menos, podemos de algún modo decir que el mal no tiene la última palabra. Aquellos versos de santa Teresa, «nada te turbe / nada te espante», ¿no son, cuando menos, desconcertantes, visto lo visto? La pregunta es: ¿cómo podemos nosotros cantar esto? Una de las cosas que suelo decir, porque creo que es verdad, es que si podemos cantarlo, no es porque nosotros necesitemos hacerlo -aunque quizá lo necesitemos-, sino porque hubo hombres y mujeres que cantaron esto, como quien dice, antes de entrar en las cámaras de gas. Son ellos los que nos dan la fe. No obstante, aun cuando todo acabara bien, quedaría en el aire la pregunta de si ese final feliz alcanzaría también a las víctimas del pasado. Y esta pregunta, cristianamente, no se resuelve en los términos de un paraíso post mortem, sino en los de una increíble resurrección de los muertos. El evangelio es una película con final abierto.

Permitidme que termine con una cita de Primo Levi, uno de los principales testigos de Auschwitz. El, al comienzo de Si esto es un hombre, narra el episodio de aquellas mujeres que seguían amamantando a sus crías, sabiendo que su destino era la muerte. ¡Qué gesto tan extraño! Es como regar un árbol seco. ¿Tiene algún sentido? No te creo, si por sentido entendemos aquello que encaja en un orden paradigmático. Y no parece que haya un orden, salvo el ilusorio, en el que ese gesto pueda encajar. Ahora bien, ese gesto no tendrá sentido, pero si valor. De hecho, un gran valor, el valor de lo sagrado. Pues el valor de lo sagrado nace de la imposibilidad del sentido. Ese gesto obedece a un imperativo absurdo, aunque insoslayable: debes vivir, aunque no puedas vivir. Somos quienes se encuentran por defecto sujetos a este imperativo, al mandato mismo de Dios, aunque solo nos demos cuenta de ello en los tiempos últimos, finales. En verdad, no podemos salir de ese mandato sin perder nuestra humanidad. Aunque se trate del absurdo. De hecho, el imperativo bíblico va con la promesa. Fijaos: «Amarás a Dios». Y esto es tanto manda to como futuro. Todos los mandatos bíblicos se expresan del mismo modo: « Amarás a Dios, «Amarás a tu prójimo». Es mandato pero también promesa: acabaras amando a Dios, acabarás amando a tu prójimo. Si esto es así -que lo es-, entonces no es tanto que el mandato pueda comprenderse solo bajo el amparo de una promesa, pues esto por Si solo sería ilusorio, como que la promesa debe comprenderse coma mandato. Quien se encuentra sometido a la promesa se encuentra también sometido al mandato. Como decíamos en la charla anterior, que Dios se haga presente depende de que el hombre pueda responder a Dios. Cuando Isaías dice: «El león comerá hierba», cuando tú crees en esto, te encuentras sometido al mandato que obliga al león a comer hierba. Pero eso solo sucede en los tiempos en que ya no queda vida por delante.

Javier Melloni

Desearía poder responder a muchas de las cosas que has dicho, que son muy densas y abisales, pero tengo que elegir tan solo algunas. Quizá una de las diferencias fundamentales entre nosotros está en cómo concebimos nuestra relación entre Dios y el ser humano, lo cual se deriva de cómo comprendemos quien o que es Dios y quienes o que somos nosotros. Podemos decir, simplificando, que la experiencia bíblica subraya a Dios como un Ser trascendente, que está en una esfera radicalmente distinta a nuestra experiencia humana y cotidiana, la cual es miserable en el sentido que has descrito inicialmente; no solo miserable, sino, incluso, infernal. Según esta concepción, el ser humano es una criatura que se aferra a la vida con un instinto brutal de supervivencia, con muy poca capacidad de ir hacia el otro, porque estamos tan obcecados por nuestra autoafirmación que apenas hay espacio para la alteridad. No acabaríamos de referir situaciones del pasado y del presente que avalan esta concepción. Sin embargo, también es cierto que, junto a ello, podríamos poner con la misma profusión bellísimos ejemplos de lo contrario, porque hay algo extraordinariamente noble y sublime en el ser humano que lo hace entregarse más allá de lo que seríamos capaces de imaginar, como son esas madres que daban de mamar a sus hijos sabiendo que iban a morir, o las mujeres de El Salvador.

Nos podemos fijar en lo más oscuro de la condición humana que nos hace ciegos y depredadores, o bien en aquello de nosotros que nos hace capaces de las acciones más nobles y sublimes . Ahora bien, ¿Dios donde está en todo esto? Decía que la noción bíblica de Dios tiende a situarlo en una trascendencia radical, en un «más allá» inalcanzable. Con ello, la teología bíblica trata de distanciar

III. EL MAL

a Dios de esta zona impura y confusa que es la nuestra y lo ubica en una esfera intocable. Esto es lo que significa santo, separado (qadosh en hebreo). De esta concepción de Dios proviene el trisagio, el «tres veces Santo» que cantamos en la plegaria eucarística justo antes de la consagración. Porque Dios es lo totalmente Otro; nos puede salvar, porque está en otro lugar que no queda afectado por lo nuestro. Su trascendencia nos salva de nuestra impureza. De esta manera, cuanto más trascendente lo consideramos, mas salvados por el nos sentimos, porque proviene de un lugar y de un tiempo que no es el nuestro.

Sin embargo, existe otra sensibilidad religiosa que pode mos decir que es más oriental, que, sin rebajar la trascen dencia de Dios, concibe sobre todo su inmanencia, estando presente en la profundidad de lo que somos y de lo que es. De este modo, el tiempo de Dios es el tiempo de ahora pero vivido de una determinada manera. ¿Por qué situar el tiempo de Dios en el futuro? A mi modo de entender, el tiempo de Dios es un kairós, su irrupción en nuestro tiempo . Ese tiempo de Dios puede llegar en cualquier instante, ahora mismo. En esto me siento muy lejano de una concepción de un tiempo maldito que será el nuestro en el que arden las llamas de Auschwitz. Voy a decir algo en lo que creo profundamente: en estos momentos, al hablar de las víctimas de los campos de concentración, se han convertido en contemporáneos nuestros. Al escuchar la descripción que nos has leído, viven hoy con nosotros y gracias a ellos podemos ser más capaces de descubrir nuestros límites y de alertarnos para advertirnos de cuando el ser humano va en camino de su deshumanización y detener la destrucción salvaje. La última palabra de lo que sucedió entonces se pronuncia ahora, aquí, cincuenta años mas tarde. Al hablar sobre ello, al dejarnos impactar, al escuchar el horror del Holocausto, su sacrificio cobra sentido. Lo que sucedió entonces no se acabó entonces, sino que perdura en momentos como este. El sufrimiento de aquellos seres humanos tiene un sentido inagotable que irrumpe en estos momentos en nosotros. Somos sus contemporáneos y su sacrificio no es estéril. Gracias a su sufrimiento podemos aprender a no volver a cometer semejantes barbaridades. El mal no tiene la última palabra. Existe un fondo más consistente que la historia, algo que la trasciende, que nos permite rescatar una y otra vez el sentido del sinsentido.

Existe todavía otra cuestión que no hemos abordado, que es la vida después de la muerte. Si consideramos únicamente nuestra vida biológica, la muerte tiene la última palabra. Pero desde otra perspectiva, esta vida es solo un segmento de nuestra existencia, que no empieza ni acaba aquí, sino que viene de mucho más atrás y va mucho más allá. Esta vida que conocemos es un tiempo que se nos da a vivir para ha cer un determinado recorrido, una determinada experiencia, pero no es nuestro principio ni es nuestro final. La identifi cación que hacemos de nosotros mismos no es definitiva. Lo que somos es mucho más de lo que creemos ser . Formamos parte de un proceso mucho más amplio. Lo que ahora co nocemos es solamente un segmento. Esto no nos quita responsabilidad respecto de lo que estamos viviendo, pero le da más perspectiva. No creo ni que mi identidad psíquica ni mi cuerpo sean lo quo yo soy. Soy mucho más que eso.

Quisiera retomar otra de las cosas de la intervención de José. El hecho de que llamaran musulmanes a los que habían perdido la esperanza considerando la postura de postración (el suyud), interpretándola como un estar retorcido o encorvado sobre sí mismo, significa desconocer el sentido de esta postura para los musulmanes. Para ellos significa todo lo contrario. Es el momento en que expresan su entrega absoluta a Alá. Víctor Frankl dice: «El ser humano es aquel que es capaz de entrar en un horno crematorio blasfemando o entrar en un horno crematorio orando el padrenuestro». El ser humano es capaz de cometer los actos más barbaros, así como los más sublimes. En los campos de concentración hubo también Maximilianos Kolbes que cedieron su vida generosa y desinteresadamente, y eso honra al ser humano. Y Dios está en todo esto, dándose ahí donde dejamos que se dé. En la medida en que nuestro ser es vacío y entregado, dejamos lugar a Dios. Y ese es el tiempo de Dios: cuando damos espacio para que advenga.

José Cobo

Yo no digo que el mal tenga la última palabra, yo lo que digo es que la última palabra no responde a nuestra necesidad de que Treblinka no tenga la última palabra. Cuando te escucho, a

III. EL MAL

veces me pregunto: ¿y cómo sabes tú esto? ¿Cómo puedes estar tan seguro de lo que dices acerca de Dios? Al menos por nuestra parte, creo que si podemos decir cómo llegarnos cristianamente a barruntar algo de Dios. Es decir, si Treblinka no tiene la última palabra, no es porque necesitemos que Treblinka no la tenga, sino porque un hijo de esos cadáveres que ardieron ahí llegó a perdonar a Herbert Floss, como quien dice. Ciertamente, si hay mal es porque hay experiencia de don, de la bendición. Pero hay situaciones, hay momentos, los propios de los tiempos de Dios, en los que el hombre ya no puede creer que haya una salida. Hay momentos en los que el mundo se revela como lo que, en definitiva, es: una pesadilla de la que no es posible salir. Y, por eso, en última instancia, siempre hablamos de que la fe del hombre es de Dios.

Javier Melloni

No es que yo lo sepa, ¿cómo voy yo a saber esto? Yo no sé nada, yo solo creo. Soy solo un humano como todos, un proyecto de ser humano. Pero si creo firmemente en la centralidad de la fe cristiana: creo que del lugar más oscuro de la historia, de lo más infame que un ser humano puede sufrir, brota, de un modo inesperado y no provocado, una impensable plenitud. Y que eso que sucedió en Jesús de Nazaret no sucede solo en él, sino que, a través de él , reconocemos que sucede en todo ser humano . Por ello situamos el aconteci miento pascual en el centro de la historia.

La cruz muestra, por un lado, lo que los seres humanos somos capaces de provocarnos los unos a los otros cuando nos dejamos llevar por nuestras pulsiones mas egocéntricas, pero, al mismo tiempo, los Brazos abiertos de Cristo, hom bre y Dios, son una puerta, una brecha para poder recibir lo que de allí nace: un nuevo modo de vivir y de existir . Al atravesar ese umbral, la parte oscura cobra todo su sentido. Eso es lo que sucede cuando un ser humano perdona al que lo agrede . Esto mismo es lo que entiendo que ha dicho José: la forma de redimir Auschwitz o a Herbert Floss es que el hijo de una de estas víctimas lo perdone. Así se produce una redención sagrada. Pero a mi modo de ver, todavía hay algo más en otro plano: a pesar del daño que nos podamos hacer aquí, en el terreno de la historia humana, hay algo en lo más profundo de lo que somos que permanece intacto. A través de la dura y difícil experiencia de ser humanos, creo que lo humano culmina en lo divino, y que eso divino adviene continuamente en cada una de las circunstancias que vivimos. Dios, silenciosamente, nos aguarda en el otro lado de cada situación y espera que lo recibamos.

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

José Cobo

ANTES DE VENIR ESTABA dándoles de cenar a mis hijas -Clara, de cuatro años, y Paula, de dos-, y Clara me pregunta: «¿Hoy, papá, tienes una conferencia?». Le digo que sí. ¿Con tus amigos?» Se supone que sí. «¿Y de que hablarás hoy?» Y le digo: «Del espíritu de Dios». Se quedan en silencio. Supongo que no saben de qué va el asunto. Y les pregunto: «¿Qué hace papa cuando os ponéis a llorar y no hay quien os pare?» Y Clara responde: «Ah, nos soplas en la cara», a lo que le digo: «Sí, para que podáis respirar. Pues eso es el espíritu» (y aquí me ahorro lo de «de Dios» por aquello de no pasarme...). La verdad es que la conversación ha terminado de una manera un tanto sorprendente. Y es que, después de decirle lo del soplo en la cara, se ha vuelto a hacer un momento de silencio y ambas, al unisonó, sueltan: «Tú no, papa, tú no puedes hablar del espíritu». Intuyo que ellas, con esa percepción que solo da la infancia, han visto que del espíritu solo puede hablar un hombre de espíritu como Javier. Yo, que estoy más bien vacio por dentro, haré esta vez de telonero.

En la charla anterior hablamos del mal y en concreto insistíamos en la importancia de tomarnos en serio el mal. ¿Qué significaba esto? Pues que, entre otras cosas, de Dios solo podemos hablar desde el lado de quienes sufren el mal . Por tanto, lo que podamos decir de Dios lo podemos decir porque antes fue dicho por ellos. Si podemos invocar a Dios es porque ellos lo invocaron antes. Su invocación es la prueba del nueve de nuestra invocación. Si nosotros tenemos esperanza, es porque nuestra esperanza es la suya. Con ello vengo a decir que la autoridad es la de los pobres. Son ellos, con Jesús a la cabeza, quienes nos autorizan a hablar de Dios . Por tanto, no voy a hablar en mi nombre, sino que procurare hablar en el suyo. Un proclamar que no sea su proclamar, una fe que no se sostenga sobre su fe, no es testimonio de ningún acontecimiento, sino la expresión de nuestra necesidad de Dios.

Javier hizo referencia a Maximiliano Kolbe, y en los campos, sin duda, hubo unos cuantos Kolbes. Yo esto nunca lo he negado, al contrario. Si tenemos fe es porque hubo un Kolbe y, antes que él, un Jesús de Nazaret. Es la fe de Jesús la que nos hace creyentes. Pero lo que quise subrayar es que nadie desde sí mismo puede anticipar que responderá como Kolbe lo hizo. En los Evangelios, los capaces de Dios son siempre aquellos por los que religiosamente no habríamos dado un duro. Y esto es algo que no solamente me llama la atención, sino que me desconcierta profundamente y, al mismo tiempo, me avergüenza. Aquellos por los que no habríamos dado religiosamente una moneda son las putas, los publicanos, los samaritanos, los cuales, hay que recordarlo, fueron unos colaboracionistas, aquellos que, en su momento, pactaron con el enemigo de Israel. Tomarse en serio el mal, por tanto, nos impide creer que nuestra capacidad de Dios resida precisamente en la chispa divina que, se supone, habita en nuestro interior. Significa admitir, como decíamos, que la chispa divina puede morir.

Cristianamente hablando, deberíamos decir que el espíritu es siempre el espíritu de la Resurrección. Y hablar de ello es lo mismo que decir el espíritu de la esperanza. Javier citaba a la mística Juliana de Norwich cuando decía aquello de que «Todo acabará bien». Y, ciertamente, nosotros creemos que el mal no pronunciar á la última palabra . Pero esto es, precisamente, lo que no podemos creer del lado del hombre. Desde nosotros mismos no podemos creer honestamente que el mal no tendrá la última palabra. Esta esperanza reclama una fe, no un saber, ni siquiera hipotético. Si nosotros podemos creerlo, no es porque lo supongamos o necesitemos suponer lo, sino porque Jesús regresó con vida de la muerte; esto es, porque nos dio la vida que tan solo pueden dar los muertos, aquellos que ya no tienen otra vida por delante que la vida de Dios. Si creemos que todo acabará bien es porque el Crucificado nos dio la vida que se encuentra mas allá del poder de la muerte, la vida que nace del perdón de nuestras victimas, y no porque necesitemos compensar la sequedad de nuestras vidas con un delirio sobre el ultramundo. Este delirio es, por lo común, demasiado creíble como para ser de Dios. Una de las cosas que suelo decirle a Javier es que lo que dice me convence demasiado como para que sea verdad. A mí, que no puedo creer, a mí, que estoy lejos de habitar los tiempos de Dios. Un creyente es aquel que se encuentra por entero sometido a una

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

esperanza increíble, que, a su vez, y como veíamos en la charla anterior, es también mandato. La esperanza del «habrá vida donde ya no pueda haber vida para el hombre». Es el espíritu de la Resurrección el que nos hace capaces de Dios, capaces de responder, por un lado, a su voluntad, y capaces de vivir también en la esperanza de Dios. Mejor dicho: es el espíritu de la Resurrección el que hace que nuestra carne sea capaz de Dios. Quizá convenga recordar aquí aquello de que la Resurrección es la resurrección de la carne. Y, sin duda, no acabamos de entender la Resurrección cuando la interpretamos a la platónica, como si la Resurrección tan solo nos dijera que el alma sobrevive al cuerpo. Esto es griego, no cristiano. Decir que la carne es capaz de Dios es lo mismo que decir que lo que no puede el hombre, lo puede el espíri tu de Dios, que cristianamente no es otro que el espíritu de un crucificado, no lo olvidemos. Y a mí me parece que aquí reside una de nuestras diferencias con Javier. Me atrevería a decir que Javier cree que previamente hemos de purificarnos, elevarnos o, diciéndolo de otro modo, poseer el espíritu, para ser capaces de Dios. A mí, en cambio, me parece que nada de lo que pueda hacer el hombre desde su lado lo acerca a Dios .

Quizá la ascesis nos hace mejores, acaso más sensibles a lo que de algún modo se encuentra por encima de nosotros, pero no capaces de Dios. Dios siempre coge al hombre por sorpresa, allí donde se lo encuentra. El hombre es carne, incluso cuando se hace espiritual. La carne es la integridad del hombre. Y el hombre es también su resistencia a la voluntad de Dios, su impiedad. En ese sentido, el hombre es aquel que desde sí mismo no puede responder a la pregunta que Dios le dirige a Caín: « ¿Dónde está tu hermano?» La puta que abraza a su cliente por compasión, porque se compadece de su miseria, responde a Dios, pero, a pesar de su gesto, no se convierte en una monja. Estos gestos son anticipaciones de los tiempos de Dios, pero seguimos en el mundo. Dios rescata todo el «pack» del hombre. En este sentido, me llama la atención el hecho de que los justos se sorprendan cuando, en el día del Juicio, son sentados a la derecha del Padre. Pero « ¿cuándo te vimos hambriento, desnudo, sediento?», exclaman los que fueron salvados (Mt 25). No se sorprenderían si estuvieran tan convencidos de haber estado del lado de Dios. Como si, al fin y al cabo, solo pudiéramos responder a Dios -como dijimos en la segunda charla, si no recuerdo mal- sin Dios mediante, donde Dios desaparece del mapa. La transfiguración lleva la carne consigo. Esto lo vemos claramente en los personajes de las novelas de Graham Green o Bernanos: son capaces de responder a Dios, aunque sigan con sus miserias humanas; esto es, aunque sigan siendo, por ejemplo, unos alcohólicos. o quizá deberíamos decir por ello mismo. A mí me parece que Javier cree que el hombre puede liberarse por sí mismo, aunque sea por medio de una conexión con el poder de Dios, porque cree que la carne es un simple recubrimiento, una costra de la chispa divina. Y así, se trataría de hacer lo debido para desprendernos de ese duro caparazón que impide que el espíritu, que habita originariamente en nuestro interior, pueda manifestarse. Pero esto, como le he dicho muchas veces a Javier, me parece que es gnóstico, no cristiano. Desde la experiencia cristiana de Dios no podemos decir otra cosa que la siguiente: el espíritu se nos da en los tiempos de Dios. No es, por tanto, algo que podamos dar por descontado a la manera de una fuerza natural o, si se prefiere, sobrenatural. El espíritu de Dios no es el espíritu del mundo, tampoco el de las aguas, sino de aquel que camina por encima de ellas. Ahora bien, tampoco está de más recordar que un espíritu es, cristianamente, un resto. Dios es espíritu, dice Juan (Jn 4,24). Pero el espíritu de Dios es lo que queda de Dios cuando ya no queda nada de Dios; al fin y al cabo, el espíritu de un crucificado que perdona a su verdugo en nombre de Dios.

Diría que, a menudo, la palabra espíritu se utiliza indiscriminadamente, como si fuera algo así como un cajón de sastre donde colocamos nuestros deseos de ir más allá de los estrechos límites de nuestra subjetividad. Desde esta óptica, el espíritu es la apertura a lo que constitutivamente nos supera. Es, en general, el espíritu de trascendencia. El hombre de espíritu es aquel que se ha dado cuenta de que se encuentra «en medio de aguas que lo cubren», como diría Thomas Merton

(31/01/1915 – 10/12/1968, escritor católico y místico. Monje trapense de la Abadía de Getsemaní, Kentucky, poeta, activista social, y estudiante de religiones comparadas).

Sin embargo, a mí me parece que esta concepción del espíritu sigue estando prisionera de una concepción naturalista de Dios. Muchos dirían que el espíritu es como si fuera la Luz que ilumina cuanto es o el éter en el que habitamos o el aire que respiramos -yo mismo se lo he dicho a mis hijas-. El espíritu como medio, atmósfera o energía. Y algo de humanamente verdadero hay en todo esto. Y es que una cosa es vivir encerrados en nosotros mismos, pendientes de realizarnos,

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

sometidos a nuestro interés o necesidad, y otra muy distinta vivir de cara a lo que nos trasciende. No vivimos del mismo modo allá donde estamos demasiado pendientes de nosotros mismos que donde encaramos lo que, en cierto modo, se encuentra fuera de nuestro alcance, esencialmente más allá. Una cosa es la vida centrada en uno mismo, y otra cosa es la vida que encuentra su centro fuera de sí. De hecho, la primera no es vida, sino biología. Pero hay vida más allá de la mera reacción biológica. Porque es cierto que solo cuando vamos más allá de nosotros mismos nos sentimos realmente vivos. Ahora bien, considero que esto aun tiene que ver demasiado con nosotros como para obligarnos a hablar de Dios... A menos que eso que nos descentra no sean «las aguas que nos cubren», sino el clamor de la viuda, el huérfano, el extranjero. De hecho, no hay metáfora inocente, y es que no me parece que esta manera de concebir el espíritu -la que entiende el espíritu como las aguas profundas de un océano- sea propiamente cristiana. Cristianamente hablando, no diría que el espíritu sea algo que podamos dar naturalmente por descontado, algo que podamos dar por hecho con independencia de la Encarnación. Un espíritu por doquier, que campa a sus anchas, sería el espíritu del animismo, por decirlo así, pero no aquel que brota de la cruz.

Hay un fragmento en Juan -ese Evangelio tan querido por Javier- que, cuando menos, debería hacernos pensar al respecto. Se trata del versículo 7,39. En él nos encontramos con lo siguiente: «y todavía no les había sido dado el espíritu porque Jesús no había sido glorificado». Estamos en las antípodas de una concepción del espíritu que da al espíritu, precisamente, por sentado, como si hubiera espíritu con independencia de la cruz. En Juan es lo mismo decir glorificado que crucificado, pues para el cuarto evangelista no hay otra elevación que la de la cruz. La gloria de Dios es, literalmente, la presencia -la visibilidad- de Dios. Que la gloria de Dios se manifieste en la cruz es, por decirlo suavemente, una especie de oxímoron (figura retórica que consiste en usar dos términos yuxtapuestos que se contradicen o son incoherentes) para quien sepa qué significa, originariamente, la palabra Dios. Cristianamente hablando, el espíritu de Dios no puede ser otro que el espíritu de la Resurrección de un crucificado en nombre de Dios , lo cual significa, por un lado, a causa de Dios, pero también en su Lugar. Y es que el espíritu del cristianismo ya fue, desde sus inicios, el de un Dios que pende -depende- de una cruz, de un Dios que se pone en manos de los hombres. Y diría que el atrevimiento cristiano consiste en declarar que Dios se puso en manos de los hombres para que los hombres pudie ran vivir en el espíritu de Dios. De ahí que el espíritu que abre cristianamente la vida de los hombres -y a menudo en canal- no sea aquel que provoca en nosotros buenas vibraciones, aquel que nos permite sintonizar con las energías positivas del cosmos, aquel que causa las más bellas cristali zaciones, sino aquel que nos arroja, sobrehumanamente, a un Dios que se hizo uno con los crucificados de este mundo. Vivimos en el espíritu, ciertamente, pero solo porque hubo Resurrección. Aunque, conviene recordarlo, cuando hablamos de Resurrección no estarnos hablando de una historia de zombies buenos, sino de la vida que se nos da donde no puede haber más vida. No admitirlo supone hacer de Dios un espíritu por descontado. Dios se da como espíritu de un crucificado, esto es, como la vida que nace de una cruz. Pero si se da es porque Dios, en sí mismo, sigue estando pendiente. El espíritu de Dios apunta hacia los últimos días. Por eso mismo, porque el espíritu de Dios es la tensión entre el ya y el todavía no, el impulso de Dios, su provocación, en vez de elevarnos hacia cimas cada vez más altas nos da una bofetada en pleno delirio para devolvernos a lo más árido de la tierra, para ponernos a golpe de hostia -nunca mejor dicho- en brazos de los pobres, de aquellos que, por no tener, no tienen ni espíritu con el que levantarse. Y nos pone en manos de los pobres con la esperanza que da el haber sido testigos de la vida que Dios da donde no puede haber ya vida alguna para el hombre.

Aquí, y con respecto de la expresión misma de «pobres de espíritu», solemos discrepar Javier y un servidor. A mí me parece que la concepción de Javier sigue estando prisionera de la tradición ascética o estoica. En este sentido, no diría que cuando los Evangelios hacen referencia a los «pobres de espíritu», se refieran a los que ascéticamente han logrado desprenderse de todo aquello que nos sobra. Cuando se habla de «pobres de espíritu», se habla en el mismo sentido en que nosotros podemos hablar de la pobreza material. Un pobre, materialmente hablando, es aquel que no posee dinero. Un «pobre de espíritu» sería, por tanto, aquel que ni siquiera tiene ánimo, espíritu para levantarse.

El espíritu de Dios, así pues, es el espíritu de la esperanza que nace de la Resurrección, pero se trata de un espíritu que gime aún en el corazón de los hombres. No tener en cuenta esto es

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

hablar de un espíritu que no es cristiano. Pablo, en el capítulo 8 de la Carta a los Romanos, si no recuerdo mal, dice aquello de «el espíritu clama con gemidos indecibles». Un espíritu que no clama es algo distinto del espíritu del Dios cristiano, algo que tiene más que ver con nosotros que con Dios. No tener en cuenta estos distingos es hacer del espíritu algo así como el santo y será de una sensibilidad que no aspira a otra cosa que a disolverse en la inmensidad del océano. Algo que, sin duda, puede calmar nuestra necesidad de compensar la sequedad de nuestras vidas, pero que tiene poco que ver con la vida que se nos ofrece cuando, por la gracia de Dios, podemos reconocer al Crucificado como Señor.

Javier Melloni

Escuchándote, podríamos decir que existe una polaridad fundamental entre carne y espíritu. Carne (sarx en griego) es distinto que cuerpo (soma). Carne indica esa dimensión autorreferencial y lastimada del ser humano, mientras que el cuerpo se refiere simplemente a nuestra dimensión biológica por la que asoma el espíritu (pneuma). Es decir, la sarx sería un modo compulsivo de habitar el cuerpo, mientras que también hay una forma espiritual (soma pneumatikós) de habitarlo. No estamos, pues, ante un dualismo en el que haya un espíritu -lo sublime- y lo corporal -lo perverso-, sino que la disyuntiva está entre vivir nuestra dimensión carnalmente, esto es, autocentradamente, o espiritualmente, esto es, oblativamente . A mi modo de ver, tal es la polaridad fundamental que experimentamos como humanos: por un lado, el egocentramiento que nos hace ser depredadores y estar encerrados sobre nosotros mismos, y eso haría carnal -no corporal- nuestro modo de vivir; y, por otro lado, un modo de existencia abierto, receptivo y entregado, que sería vivir desde el espíritu . Esta alternativa se da en la totalidad en nuestra experiencia, tanto corporal como psíquica: podemos vivir capturados en nosotros mismos, depredando a los demás y a las cosas, agrandando así nuestra agonía y devas tando nuestro entorno; o podemos vivir en estado de gratitud y de donación. De nuevo me remito a la cruz: el cuerpo crucificado de Jesús expresa la sarx mutilada del Inocente sobre la que hemos arrojado todas nuestras autorreferencias y pulsiones más violentas. Estamos clavados en la cruz y clavamos en ella a los demás, sin saber cómo desprendernos de tanta devastación. Pero precisamente de ahí, de ese lugar más oscuro donde nos podemos hacer más daño, es de donde brota el espíritu. Esa otra vida que nos salva, que proviene de convertir la propia vida en donación. En el Evangelio de san Juan, en el momento en que Jesús muere, se dice: «Y entregó el espíritu» (Jn 19 ,30). El verbo que aparece es paradidomi (en griego, tradere en latín), el mismo verbo que ha ido apareciendo a lo largo de la Pasión, donde Jesús es entregado por Pilatos a Herodes, y por Herodes a los soldados... Esta pasividad del cuerpo de Jesús por la que es entregado de unos a otros hasta su donación final, es el mismo verbo que utiliza Juan para decir que Jesús da su espíritu desde la cruz. En el Evange lio de Juan, la crucifixión es la glorificación. En el lugar del máximo bloqueo sobre nosotros mismos es de donde brotan la salvación y la revelación, que es la donación de su espíritu a los demás seres humanos para fecundar la historia.

¿Qué hace que el Espíritu brote de Jesús? ¿Dónde está el espíritu de Dios? ¿El totalmente Otro al que nos referimos cuando hablamos de Dios, encarnado en la persona de Jesús, no es también nuestra más última y remota profundidad que surge de lo más adentro de nuestra carne? Jesús es la En carnación de Dios en lo humano para que desde el corazón de lo humano, desde la sarx, pueda desvelarse el Espíritu. El Espíritu brota de todo aquel ser humano que, en lugar de curvarse sobre sí mismo, se da hacia lo otro de sí entregán dose a los demás. Eso es lo que convierte ese acto, esa vida o ese ser, en un ser espiritual, rompiendo así el círculo vicioso del ego. El propósito último de todas las llamadas «prácticas espirituales» -de cualquier tradición- no tiene otro obje tivo que liberar el propio egoísmo para dejar espacio al Otro y a los otros, trabajar la contención del propio yo para abrirse al otro dejando de ser uno el absoluto de sí mismo. Ese tiempo de Dios que esperamos con esperanza y contra toda desesperanza, «sin saber ni de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8), está latiendo en cada uno de nosotros, en cada instante. Con el paso de los años he ido vislumbrando cada vez con mayor claridad que Dios y nosotros somos lo mismo desde lados opuestos . Dios no es Algo o Alguien se parado de nosotros, sino la profundidad última del ser, fuente de toda existencia y de

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

toda conciencia, sostén y fuente de lo que es, de lo que hay y de lo que somos. Podemos ilustrarlo mediante una hoja. Una hoja contiene dos caras, y la alteridad de un lado es el otro lado de la hoja; la paradoja está en que, siendo su radical alteridad es, al mismo tiempo, su radical mismidad. La hoja es una, aunque hecha de dos lados que no se pueden separar y que, a la vez, son radicalmente distintos. Cada uno existe con el otro y como distinto del otro en la misma y única hoja. Pues bien, cuando el Espíritu irrumpe en nuestro espíritu es cuando percibimos y com prendemos que somos Él haciéndose en nosotros. En cambio, cuando vivimos en la sarx, estamos separados de nuestra esencia y vivimos sometidos o sometiendo; nuestra existencia individualizada y separada nos provoca pavor. Intentamos llenar nuestro vacio devorándonos los unos a los otros. El ego que busca saciarse de sí mismo no hace más que aumentar su vacio a costa de devastar su entorno, hasta que, en el colmo de su angustia, llega a rendirse. Detenidos, podemos empezar a escuchar. Abiertos y entregados, descubrimos que somos más de lo que creemos ser. Pero no es nuestro yo, sino la irrupción que en nosotros se produce cuando dejamos que Él sea en nosotros. Tal es la experiencia del Espíritu que, tomando todo nuestro ser, sin dejar de ser la individualización que somos, descubrimos al mismo tiempo que lo que so mos no es sino Él siendo nosotros. Así es como comprendo que se da la completitud de la revelación cristiana y de las demás revelaciones. Nosotros accedemos a ello a través de Jesús de Nazaret, mientras que otras tradiciones lo hacen a través de sus propias mediaciones, pero para todos se trata de lo mismo: contener la pretensión de absoluto del propio yo, y abrirlo cada vez a mayor realidad y a mayor alteridad. El acento cristiano radica en que esta apertura se dirige hacia la alteridad del hermano, mientras que otras tradiciones consideran también a los demás seres. En cualquier caso, es cierto que cuando salimos hacia el pobre y necesitado, es cuando esa apertura adquiere su concreción más sagrada y desinteresada y hace creíble el que nos sintamos formar parte del Uno . Este es el camino cristiano y este es el que acentúa José, y me parece necesario mientras no se erija como el único. Si se radicaliza, las búsquedas orientales del espíritu se consideran el colmo de la autocomplacencia, del narcisismo, del Om encerrado en sí mismo, que fomenta un tipo de meditación que hace insensible a los náufragos que se ahogan arrastrados por la corriente. Pero ya he dicho anteriormente que esto no deja de ser una caricatura. Siento tener que citar el caso de Henri de Lubac (20/02/1896, Cambrai – 4/09/1991, París, Cardenal jesuita francés, uno de los teólogos más influyentes del siglo XX), un jesuita que en los años cincuenta estudió en profundidad el budismo: después de hacer un ensayo muy bueno sobre Buda, al final llega a la decepcionante conclusión de que no se puede comparar el árbol de la cruz -que es el árbol de la solidaridad, del grito a los demás, de la apertura a los demás- con el narcisismo de Buda encantado en su silencio y ajeno a los dolores del mundo. Es una pena que no pudiera ir más allá de sus prejuicios. Sin embargo, posteriormente, otros jesuitas que han estado en contacto directo con el budismo viviendo en el Japón, como Hugo Enomiya Lasalle (1/11/1898, Nieheim, Alemania – 7/07/1990, Münster, Alemania, uno de los personajes sobresalientes de la historia espiritual del siglo XX. Como jesuita y como maestro Zen, alemán de nacimiento y ciudadano japonés, es un 'puente vivo' entre las culturas de Europa y Asia), Kadowaki Kakichi (6/01/1926 – 27/07/2017, jesuita y maestro Zen) o Juan Masiá (Murcia, 1941, teólogo, profesor y escritor jesuita español. Director del Departamento de Bioética en el Instituto de Ciencias de la Vida de la japonesa Universidad de Sofía, y profesor de Bioética y Antropología en la facultad de Teología de la misma universidad), han tenido una aproximación muy diferente.

¿Adónde lleva toda meditación hecha verdaderamente y en profundidad? Comencemos por la respiración, algo tan simple y que tiene mucho que ver con el soplido que da José a sus hijas para calmarlas. El mero escuchar nuestra respiración nos hace conscientes de que estamos continuamente recibiéndonos y entregándonos. Se trata de percibir el ritmo fundamental inscrito en nuestro cuerpo: recibimos una y otra vez la vida sin que hayamos hecho nada para conseguirla ni merecerla, y exhalando nos damos cuenta de que tenemos que soltar eso mismo que hemos tomado porque, si lo retenemos, nos ahogamos. Atender a la respiración supone tomar conciencia de que vivir consiste en el arte de prender y desprenderse. Este movimiento tan simple, sencillo e inocente en nuestro cuerpo resulta ser un camino de sabiduría: recibir cada instante y, al mismo tiempo, soltarlo. Cuando logramos extender esta conciencia a los demás registros de nuestra existencia se va produciendo algo muy hondo y noble dentro de nosotros. Percibimos la vida desplegándose a través de nosotros y ello deja espacio para todos y para todo. Si bien el acento y el camino cristiano son la solidaridad y la atención al más pobre, ello no entra en contradicción ni deslegitima otros

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

caminos que han aparecido sobre la Tierra en los que esa comunión con el otro se hace a través de esta vía que lo convierte a uno en una persona más respetuosa, a tenta y solidaria . Tenemos figuras como Gandhi o muchos monjes budistas, quienes se han comprometido tanto como los cristianos en la tarea de hacer un mundo mejor. Así pues, se trata de vías diferentes para un mismo fin: pasar de la sarx al espíritu, del ego autocentrado a la apertura a esa totalidad de la que uno se descubre formar parte.

Entiendo que el modo de alcanzar la relativización del yo puede ser por la vía ética, que es el acento cristiano, o se puede llegar por las vías orientales, por medio del trabajo sobre la interioridad. La que en el cristianismo se llama sarx, en el budismo e hinduismo se llama ego; y lo que en el cristianismo y judaísmo se llama espíritu, en el budismo e hinduismo se llama vacío. La renuncia cristiana a uno mismo pasa por el amor por el hermano, mientras que la renuncia hindú o budista consiste en darse cuenta de que no hay uno mismo, ningún yo, sino un espacio abierto de existencia que tiene diferentes formas, donde yo y tu, lo mío y lo tuyo, pierden su consistencia en un único mar -esa metáfora que tanto me gusta y que tanto disgusta a José-. El mar se manifiesta en las olas, y cuando la ola se sabe mar, se entrega totalmente al mar. Eso no le quita valor a la ola, pero hace que la ola viva su identidad sabiendo que cuando pierda su forma, segui rá siendo mar . Esta concepción de la identidad personal es perturbadora para la mentalidad judeocristiana. Supone un fuerte golpe a la noción de persona, base de nuestra antropología. Pero no es la única antropología. No obstante, en lo que sí estamos completamente de acuerdo es que el criterio de veracidad para que todo esto no sea una alucinación es si lleva a la atención y al compromiso por el otro . Ahí es donde se acredita, ciertamente, la vida del espíritu, sea por unas vías u otras.

José Cobo

Lo que acaba de decir Javier me recuerda a lo que dice el dalái lama en respuesta a la pregunta sobre cuál es la religión verdadera: «Cualquier religión es verdadera si te abre al pró jimo , al hermano». Esto es lo que podemos decir nosotros del lado del hombre. Es más: tenemos que decirlo. Este verano, coincidiendo en la cueva de Manresa con Javier, le decía que del lado del hombre todas las religiones son la misma. Y Javier se reía porque, precisamente, el creía todo lo contrario, que es del lado de Dios donde todas las religiones son la misma. Y a mí me parece que lo que dice el dalái lama no es cristianamente cierto porque lo que nos abre al hermano no creo que sea una determinada idea de Dios, ni nuestras aspiraciones a alcanzar la divinidad, sino precisamente el fracaso de nuestros intentos por alcanzar a Dios. Lo que nos abre al hermano es la cruz. Y conviene señalarlo una vez más: en la cruz no hay Dios mediante. Dios calla donde el hombre le exige una respuesta. Es ahí donde el otro se nos revela como hermano. Diría que la efectividad del mal, lo indecible del sufrimiento de los hombres, nos impide decir lo que dice el dalái lama. Pues el otro se revela como hermano en la quiebra de la pretensión religiosa del hombre. O, por decirlo con otras palabras, la Revelación siempre acontece bajo catástrofe, literalmente, bajo el derrumbe del cielo sobre nuestras cabezas. No hay, por tanto, religión que pueda ser verdadera. El cristianismo, en cambio, es verdadero, pero no como religión. Si de lo que se trata es sencillamente de abrirse al otro, basta quizá con una terapia. O con la pastilla, si la hubiera, de «abrirse al otro». Pero no se trata solo de abrirse al otro, sino de responder a la pregunta, a menudo escrita con sangre, de si Auschwitz es o no un final.

Javier Melloni

En la cruz, Dios no calla, Dios es. Dios, cuando mas es, es en la cruz. Dios no calla en la cruz, sino que precisamente es donde más se manifiesta: como puro y total acto de entrega . ¿Cómo va a callar Dios en la cruz si es cuando más se está revelando? En todo acto de ofrenda de uno mismo que sucede sobre el planeta, Dios está dándose como se da en la cruz. No comprendo lo que quieres decir cuando dices que Dios calla en la cruz, si es cuando más está hablando. Ese hablar suyo, esta manifestación crucificada es el criterio de discernimiento para descubrir que en todos los lugares del planeta en los que el ser humano responde amando, es donde Dios se está revelando .

José CoboYo lo digo en el sentido que encontramos en los Evangelios. Cuando en Getsemaní Jesús reclama

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

una señal, no hay señales que valgan. Cristianamente decimos que sí, que la Palabra se nos da en la cruz, pero se nos da en un modo que, diría, no podemos admitir religiosamente. La cruz es una tortura romana. La muerte en cruz es de las peores. Por eso, la cruz es un escándalo, pues un Dios no puede morir como un maldito de Dios. La metáfora de la hoja que comentabas al principio me recuerda mucho a Spinoza (Amsterdam, 1632 - La Haya, 1677. Filósofo neerlandés. Hijo de judíos españoles emigrados a los Países Bajos), quien fue expulsado, como sabemos, de la sinagoga por impiedad, por faltar a la verdad de Dios. Podemos tachar a esos judíos de intolerantes. Pero, con ello, no llegaríamos a ver lo que de verdadero hay en esa expulsión. Una de las cosas que suelo decir es que la alteridad de Dios es el principio de la transfiguración del mundo. Os pondré un ejemplo para comprender por qué digo esto. Supongamos una madre con varios hijos. Y supongamos también que uno de ellos muere en un accidente. La habitación del hijo fallecido se convierte, por eso mismo, en una habitación sagrada. La madre decide dejarla tal cual estaba, pues esa habitación queda transfigurada por una falta irreparable, como si, al fin y al cabo, el hijo no hubiera estado más presente que bajo su ausencia. Desde mi punto de vista, la experiencia bíblica de Dios tiene que ver con esto. La revelación del otro como hermano se da con la experiencia de la radical trascendencia de Dios. Seremos por defecto iguales ante la ley. Y para defender la igualdad entre los hombres no hace falta ningún Dios. Pero solo ante Dios el otro se revela como hermano. Otra metáfora a la que suelo recurrir para hablar de la trascendencia o alteridad de Dios es la de un Dios «fuera de campo». La expresión fuera de campo, como sabemos, se emplea en el cine para referirse a aquellas escenas en las que el protagonista queda, precisamente, fuera de la escena. El protagonista se hace invisible y la escena queda de algún modo «cargada» por esa desaparición. Ocurre aquí también lo que ocurre en esas escenas típicas de las películas de miedo. Vamos por el bosque y, de repente, se hace el silencio. Cualquier espectador sabe que algo tiene que ocurrir. Pues eso: lo que debe ser en verdad acontece bajo el silencio de Dios.

Con este otro ejemplo quizá puede comprenderse mejor lo que me separa de Javier y también lo que nos une. El caso lo describe Viktor Frankl en una de sus obras. El estaba en Jerusalén y conoció a una mujer que llevaba una pulsera preciosa. Frankl se dirigió a ella: «Esta pulsera es muy bonita, parece que este hecha con dientes de niños». A lo que ella contestó «Sí, son dientes de niños. Son los dientes de mis nueve hijos. Todos ellos murieron gaseados en Auschwitz». Entonces Viktor Frankl le pregunta: «¿Cómo puedes vivir con ello?» Y ella responde: «Cuando volví a Jerusalén, se me aparecieron mis hijos en los huérfanos de Israel. Monté un orfanato para ellos». Es esto, Dios en sí mismo está en falta, y por eso el otro puede revelársenos como lo que en verdad es: como hermano. Porque sus hijos murieron en Auschwitz bajo el implacable silencio de Dios pudieron aparecérsele en los huérfanos de Israel. La experiencia de la aparición de Dios me parece central en el cristianismo. Pero hay que entenderla de este modo y no en los términos de una participación de vete tú a saber qué energía cósmica. Y lo que dice Javier me recuerda demasiado a una concepción de Dios aún demasiado naturalista como para que Dios pueda aparecer en los sin Dios.

Javier Melloni

Raimon Panikkar explica otra experiencia, también con una madre. Se hallaba en las orillas del Ganges y estaba contemplando el atardecer hasta que se fijó en una mujer, relativamente joven y muy enjuta, que tenía dos criaturas, una en sus brazos y la otra pegada a su pierna, y se acercó a ellos. La mujer le explicó que tanto ella como sus hijos tenían tuberculosis, y que habían acudido a Benarés a morir, dado que para ellos es un lugar sagrado. Conforme la mujer hablaba, Panikkar se iba entristeciendo y enrabiándose con la suerte que habían tenido esta mujer y sus criaturas: «¿Pero usted no se rebela? ¿Usted no se indigna?» Ella respondió espontáneamente: «¿Yo, indignarme? Se me ha dado el don de la existencia, tuve unos padres, y un marido con el que las cosas no fueron bien, hasta que termine marchándome. He ido de poblado en poblado hasta que contraje la enfermedad, y si, me estoy muriendo del mismo modo que se está muriendo mis hijos, pero he podido participar de la vida y Dios me ha dado la conciencia que hace que, ahora mismo, usted y yo podamos contemplar este atardecer. Solo puedo estar profundamente agradecida». El escándalo, el horror y la queja pueden ser una forma de reaccionar o incluso de estar ante la vida, pero ¿no existe también ese otro modo del que brota agradecimiento por todo? Dios no es solo trascendente al mundo, sino que también es su más radical cercanía . Dios es la mismidad de lo que

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

en cada momento vivimos; es quien nos permite estar ahora hablando y estar aquí presentes. Todo esto no es ajeno a Dios, sino que todo forma parte del increíble milagro y don de estar existiendo aquí y ahora.

Entiendo que la experiencia religiosa está constituida por dos polos, y en esta complementariedad es donde las religiones se enriquecen. El polo judeocristiano, de carácter profético, cuyo grito exige que el agradecimiento se convierta en compromiso ante el todavía no, el mientras tanto de la historia en el que hay un abrumante sufrimiento; mientras que el polo místico u oceánico acoge cada situación sin pretender cambiarla, sino dejándose cambiar por ella, porque en la misma incompletitud percibe el ya sí de cada instante pleno y colmado de sí mismo. Eso es lo que vivía esa mujer aunque su vida se acababa, podía tener una mirada de belleza y agradecimiento.

Tú destacas el escándalo de la cruz frente a cualquier imagen facilona y domesticada de Dios, y en esto estoy totalmente de acuerdo. Pero hay que tener en cuenta que las religiones orientales exigen con la misma radicalidad la muerte del ego. Todas las tradiciones espirituales son muy exigentes. En el zen, la muerte en cruz de Jesús se corresponde con la extinción del ego. Jesús esta crucificando a su ego, y porque muere su ego se revela el Cristo crucificado. Esa muerte mística es tan radical como la que defiendes. Los verdaderos maestros del espíritu de cualquier religión no fomentan la autocomplacencia. Esa oceanidad es tan seria como la solidaridad.

Por otro lado, la frase que has citado del dalái lama a mi me parece muy bella y honesta. Fue precisamente Leonardo Boff quien le preguntó eso al dalái lama: «¿Cuál es la mejor religión?» Y él respondió, en efecto: «La que te hace mejor, la que te hace trascender tu ego». Me parece una respuesta muy humilde y muy abierta. No necesitamos hacer propaganda ni de Dios, ni de Jesús, ni del cristianismo ni de la Iglesia. Jesús no fundó ninguna religión. Somos nosotros quienes hemos fundado una religión sobre él. De lo que se trata es de ser profundamente humano, y todo lo que nos haga serlo, va al corazón y al origen de lo que somos, que está en Dios. Solo tenemos que ser verdaderos en nuestra existencia y, en la medida en que lo seamos, irradiaremos lo que nos habita e iremos encontrando los lenguajes y los caminos que nos ayuden a alcanzar más y más transparencia.

José Cobo

Querría añadir un par de cosas. La primera es que no me parece que en la cruz de Jesús de Nazaret lo que esté en juego sea la muerte del ego, sino la muerte del hombre de Dios. La cruz no es un manual de autoayuda. Lo que vieron los primeros testigos del cristianismo es que ahí no se trataba de desprenderse de lo que te sobra, sino que en esa cruz muere el enviado de Dios. El que, a ojos de ellos, tenía el poder de Dios de su lado. Y esto es, cuando menos, desconcertante, por no decir escandaloso. Luego, a mí me parece que el caso de la mujer que hablaba con Panikkar tiene que ver con las penúltimas palabras. Es verdad que esta mujer está por encima del sufrimiento desde la experiencia misma del don. Pero no sé si cristianamente podemos estar por encima del sufrimiento, aunque la experiencia del don sea tan radical como la que provoca el mal. Y esta es una de las cosas que he querido subrayar a lo largo de estos diálogos, que el escándalo ante el mal es la otra cara de la experiencia del don.

Cuando te refieres a esta mujer tal y como lo haces, la Creación ya está resuelta. Para ti, Javier, la experiencia del don es la experiencia de ese Dios que anima todo cuanto es. Y diría que ahí te detienes. Pero bajo mi punto de vista, cristianamente hablando, la Creación no está resuelta. Por eso insisto tanto en la división de los tiempos: los tiempos del hombre y los tiempos de Dios. Y estamos a la espera de los tiempos definitivos de Dios, porque la Creación tiene algo de irresuelto .

No se trata de hacer propaganda del cristianismo, pero creo que hay una discontinuidad entre el cristianismo y las demás religiones, porque el cristianismo no se presenta como una verdad entre otras, sino como una última palabra para aquellos que ya no pueden ni siquiera esperar nada de Dios. La esperanza de los malditos, los desgraciados, los sin gracia. ¿Qué pueden esperar aquellas mujeres de El Salvador? Ahí hay algo que no puede resolverse simplemente diciendo «dar las gracias porque han tenido la vida de sus hijas».

En lo que respecta a concebir todas las religiones como iguales, como diferentes vías de acceso a una misma divinidad, me recuerda a esos historiadores del arte que te colocan La Gioconda y el urinario de Duchamp en una misma línea. La fuente de Duchamp -su verdadero titulo- no es otro modo de representar la belleza. Podríamos admitirlo respecto de los impresionistas, si me apuras,

IV. LA VIDA EN EL ESPIRITU

pues los impresionistas siguen queriendo captar esa belleza que, de algún modo, se encuentra ahí, más allá de lo dado. En cambio, Duchamp hace otra cosa, y dice: «Verás el urinario como bello porque no hay belleza que representar». Es entonces cuando el urinario se carga con el aura de la belleza. Duchamp no es un episodio más de la historia del arte. Representa un corte con respecto a dicha historia, algo así como el fin del arte. Decir o reconocer al Crucificado como Señor, por tanto, no es otra manera de ver a Dios. Ahí hay una ruptura, una dis continuidad. O, si se prefiere, una falla. Esto lo vio Nietzsche mejor que nosotros. En el Anticristo escribe con gran nitidez que lo que no podemos admitir como Dios es, precisamente, a un Dios crucificado. Un Dios que cuelga de una cruz no puede ser Dios en el sentido religioso del término, pues un Dios no puede morir. Y en ocasiones, escuchándote, tengo la impresión de que sigues diciendo aquello que decían los antiguos docetas: que en la cruz, el espíritu de Dios no muere. Se nos da el espíritu de Dios a partir de la muerte de Dios. Es lo mismo que con Tomás: «toca las llagas, porque la muerte fue real». Y a veces tengo la impresión de que en tu concepción la muerte no acaba de ser real.

Javier Melloni

La muerte es un momento del proceso. Antes de la muerte ha habido vida, y lo que da sentido a esa muerte es la vida vivida. Todo lo vivido anteriormente está contenido en esa muerte y no queda anulado por ella, sino que queda recogido como la última ofrenda de nuestra existencia. En el altar de nuestra muerte lo que hemos vivido adquiere su último sentido. La muerte no puede aniquilar lo que ha existido. Es sagrado porque ha pertenecido a lo real. La muerte pone fin a lo que hasta ese momento hemos conocido, pero todo lo que ha exis tido antes sigue siendo, y permanece intacto en lo que ha sido.

Como creyentes, creemos que la muerte es un pasaje a otro modo de existencia, y para ello se ha de producir una ruptura. Y esta ruptura es seria. No quiero banalizarla para nada y acojo que la presentes como un escándalo. La muerte establece una discontinuidad radical, y esta discontinuidad no podemos saltárnosla. Todas las religiones buscan lo real. Dios es el Puente de lo real. Y es en lo real donde encontramos todo lo demás, también a nosotros mismos. Esa realidad contiene muerte, procesos de radical discontinuidad. Aquí es donde recojo tu provocación sobre el urinario de Duchamp: ¿Qué significa ese urinario? Representa todo lo que consideramos deleznable. El reto es poder llegar a integrar los urinarios en nuestra vida y llegar a dar gracias por ellos. ¿Por qué no saber apreciar su utilidad, tanto en las casas privadas como en los lavabos públicos, gracias a los cuales hay más higiene en nuestras ciudades? ¿Por qué no tener presentes a las personas que los limpian y agradecer su trabajo? Incluso, ¿por qué no llegar a apreciar la belleza o utilidad de su diseño y agradecerlo a los que los han diseñado y a los que los han instalado? Por lo tanto, que bien que haya quien piense que en un urinario está Dios, que en un urinario hay belleza. Con todo ello quiero decir que en todo podemos descubrir un sentido y una belleza, incluso en lo más desagradable. Esa es la cualidad del artista: saber ver la belleza en el lugar más inicuo. Y esa es la cualidad del santo: ver a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios. De este modo, ante la cruz, si bien nos escandalizamos, también podemos asombrarnos ante lo que se está revelando: el perdón del Inocente agredido como respuesta a la violencia y brutalidad de sus agresores. En esta escena hay una belleza tan escandalosa como sublime, porque en ella se revela quien es Dios y a qué está llamado el ser humano.

V. SILENCIO

V. SILENCIOJosé Cobo

PERMITIDME QUE COMIENCE con una confesión: yo no me atrevería a decir que creo. Yo no me encuentro sujeto a la voluntad, al mandato de Dios. El ateísmo, no obstante, me parece que es un dato inicial de lo humano y no solo una opción entre otras. Podríamos decir que nacemos de Dios, pues la vida nos ha sido dada desde el horizonte de la nada de Dios. Pero, en cualquier caso, nacemos de espaldas a Dios. En ese sentido, la negación de Dios -el rechazo de su voluntad- nos constituye o, cuando menos, define nuestra condición de arrojados al mundo. Ahora bien, lo cierto es que creyentes, como las meigas gallegas, haberlos, haylos. Y, aunque no me atreva a decir que creo, si creo hablar en nombre de los que sí creen, los cuales deberían diferenciarse, por cierto, de los que creen que creen. A veces, hablando de estas cosas con mis amigos creyentes, tengo la impresión de que no he hecho otra cosa que intentar proporcionar una cierta inteligibilidad -una cierta dignidad epistemológica- a la experiencia creyente. Pues el cristianismo no me parece que sea una ilusión de mentes necesitadas de Dios, aunque sea indiscutible que muchos de los denominados creyentes recurran a Dios para compensar las carencias de un yo que no admite su orfandad. Pero esto último es humano, demasiado humano como para tratarlo aquí.

Permitidme también que siga con una anécdota. Hace ya unos cuantos años, cuando estudiaba con Javier en el colegio San Ignacio, conocí a un jesuita de los de la vieja escuela, Ignacio Vila. Mi familia, a pesar de haberme llevado a una escuela de jesuitas, no es creyente. A mí me impresionó vivamente ver a Ignacio Vila rezar. Lo veía rezar en los claustros, en la capilla..., y un día me dirigí a su despacho y le pregunté sobre Dios. ¿Qué era esto de Dios? «Dios, Dios...», dijo él, sin decir nada más. Y me quedé estupefacto. No supe qué decirle. ¿Cómo interpretar ese silencio? Pues era indiscutible que Ignacio era un hombre de Dios. A lo largo de esta charla intentaré dar razón de ese silencio.

Considero que hay dos tipos de silencio: el que provoca nuestro asombro y el que nos arroja a nuestro estupor. Respecto al primero, quizá convenga distinguir entre el asombro y la simple curiosidad. Podemos sentir curiosidad por cómo funciona un reloj o un ordenador. Pero, estrictamente hablando, no nos asombramos de cómo funcionan. Nos asombramos de que haya mundo en vez de nada. Eso es lo asombroso. El mundo lleva existiendo unos trece mil millones de años, y nosotros aparecemos en los últimos segundos, como quien dice. Imaginémonos que todo esto fuera contemplado por un dios para el cual un millón de años apenas fuera un comienzo. ¿Cómo nos vería? Me atrevería a decir que como una aparición. Somos, en definitiva, espectros: aparecemos y desaparecemos en apenas un instante. Esto es, literalmente, fascinante. ¿Qué hacemos aquí? ¿De qué va todo esto? Como decía antes, la vida nos ha sido dada desde el horizonte mismo de la nada. ¿Adónde va a parar todo esto? Lo desconozco, y tampoco creo que nadie lo sepa. No hay respuesta. Por tanto, silencio. Todo es gracia desde los ojos del asombro. ¿Qué provoca, en cambio, nuestro estupor? Que la vida -la misma vida que nos ha sido dada- nos sea arrebatada, a menudo, injustamente. La vida que nos ha sido dada, nuestra vida, la de nuestros hijos, no debería morir, y, sin embargo, hay muerte. Más aún: lo que provoca nuestro estupor -por no decir nuestro escándalo- es que haya vidas que han muerto antes de tiempo. Lo que provoca nuestro estupor es la existencia del mal. El mal no es un error, algo debido a la torpeza del hombre. El mal se encuentra en la raíz de las cosas. Aquí tampoco hay respuesta. Cualquier intento de explicar el mal lo devalúa.

Me atrevería a decir que entre ambos silencios se mueve nuestra entera existencia. Donde andamos entre un silencio y otro, participamos de la perplejidad de Job. La religión, en la medida en que ofrece una respuesta en nombre de Dios a estos dos interrogantes -por qué el mundo, por qué el mal-, termina por falsear la experiencia misma de Dios. Es más, Dios no es el objeto de la experiencia de Dios. Precisamente, Dios es lo que se encuentra en falta en quienes experimentan la realidad de Dios. Donde nos llenamos la boca de Dios, nos alejamos significativamente de Dios. Dios siempre se

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encuentra más allá de nuestra idea de Dios . La religión, inevitablemente, toma el nombre de Dios en vano al hacer de Dios un objeto de una cierta experiencia o saber. A mí me llama mucho la atención que aquellos que se encuentran cerca de Dios, los testigos de Dios, cuando les pides que te hablen de Dios no saben apenas qué decir. Ciertamente, cuanto más cerca, más lejos. Como ocurre con todo lo que es verdadero. Cuando nos llenamos la boca con la palabra Dios, hacemos de él un Dios a nuestra medida, a la medida de nuestra necesidad de Dios . Dios, sin embargo, no es la solución. Es la incógnita. Es el misterio de Dios, ese continuo diferir de Dios con respecto de su divinidad, lo que impide el cierre inmanente de la totalidad. Dios siempre se encuentra más allá de su aparecer como divino; en definitiva, más allá de lo creado. Dios es, precisamente, lo pendiente del mundo. Y, por eso mismo, el todo no lo es todo. Hay algo irresuelto en la existencia que nos ha tocado en suerte, y el nombre de Dios es el punto de fuga del carácter irresuelto de la vida que nos ha sido dada.

A mí me parece que esto es importante decirlo de entrada para distinguir la vida del idiota de la vida que se encuentra abierta a lo que de algún modo nos supera. Cuando hablo de la vida del idiota, utilizo la expresión en su sentido más literal: un idiota es aquel que no sale de sí mismo, aquel que cree que todo se le da en función de la medida de su deseo, su interés, su necesidad. Esto es, sencillamente, ridículo. El centro del hombre se encuentra fuera del hombre. Creo que esta es la experiencia nuclear, ya no diría de la vida del espíritu, sino de la existencia humana como tal. Quien cree que el centro es él mismo, sencillamente se equivoca.

Ya que hemos hablado de la religión, permitidme al menos que haga una distinción entre el sentido religioso de la trascendencia y el sentido bíblico. Y aquí es donde me temo que discrepamos Javier y yo. El sentido religioso de la trascendencia me parece que es un sentido ilusorio. El más allá al que apunta la religión es, literalmente, algo de otro mundo. El sentimiento básico de la sensibilidad religiosa es el de pertenecer a algo en verdad otro. Quien posee una sensibilidad religiosa cree que ese algo más se encuentra, de hecho, en otro mundo, más allá de lo tangible. En cualquier caso, no estamos solos. Religiosamente, Dios -o algo parecido- se encuentra a nuestro lado a la manera de un dios tutelar. Esto se ve claramente en una película como La guerra de las galaxias. La saga de Lucas es lo más cercano que podemos tener hoy en día a la antigua experiencia religiosa. El protagonista nace de una virgen fecundada por la fuerza. El sentimiento de pertenecer a algo más elevado está presente en toda la historia. Existe el lado oscuro de la fuerza, así como también el sabio, el que conoce el secreto de la fuerza. El «que la fuerza te acompañe» no dista mucho del «que el Señor te acompañe». Hoy no podemos ser genuinamente religiosos porque ya no nos podemos tomar La guerra de las galaxias en serio. Es como si el sentimiento básico del homo religiosus solo pudiera sobrevivir modernamente en los mitos fantásticos. Como si estos mitos fueran un repositorio de la antigua sensibilidad. Y esto es ya, de por sí, un síntoma de nuestra situación como hombres y mujeres modernos. En cualquier caso, lo que se halla presente en esos mitos es el sentimiento básico de formar parte. Hay una expresión de Thomas Merton que me gusta especialmente, y que, si no recuerdo mal, cité en las anteriores charlas, aunque como tal no sea muy cristiana que digamos. Dice así: «Tarde o temprano hemos de darnos cuenta de que formamos parte de aguas que nos cubren». La experiencia de la filiación, de la criatura, es la experiencia de formar parte de algo que nos supera, de algo a lo que pertenecemos esencialmente. Somos del más allá, venimos del más allá. Pertenecemos al gran otro. Desde esta óptica, el otro -el enteramente otro, el llamado Dios- seria la fuente del sentido. Por definición, las cosas que nos traemos entre manos poseen un sentido si de algún modo ejemplifican o encarnan lo que vale en verdad. Y lo que vale en verdad siempre se encuentra por encima de nuestras cabezas. Todo cuanto hacemos, lo que vivimos, lo que nos traemos entre manos..., significa, en la medida en que representa, lo que vale en realidad, lo que se encuentra más allá. Sin embargo, la presencia de Dios no se entiende bíblicamente del mismo modo que en la religión. Desde una óptica bíblica, Dios no se hace presente indirectamente, como el humo que señala el fuego que aún no vemos. No hay signos de Dios, sino en cualquier caso huellas . Y la huella solo aparece donde Dios desaparece,

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donde Dios ya ha dejado de pisar el suelo que habitamos. Las huellas de Dios son, bíblicamente hablando, los hombres que claman por Dios. Podríamos decir que, religiosamente, todo habla de Dios, aunque Dios quizá no hable. Para quien posee una sensibilidad religiosa, todo está lleno de signos de Dios. Sin embargo, el Dios de la religión, el Dios del Job piadoso, no resiste la prueba del mal radical, absoluto. No podemos entender cómo un Dios tutelar puede dejar a tantísima gente abandonada a su suerte.

Por otro lado, a mí me parece que el sentido religioso de la trascendencia es una seudotrascendencia, una imagen, en todo caso, de la trascendencia. ¿Por qué digo esto? Supongamos por un instante que, efectivamente, existiera otro mundo más allá de nuestro mundo tangible. Imaginemos también que ese otro mundo estuviera habitado por espectros, incluso supongamos que fueran buenos, pues no es evidente que, de haber algo más allá, ese algo tenga que ser bueno. Pues bien, solo haría falta acostumbrarse a la presencia de esos espectros -solo haría falta darlos por supuesto- para que se desvaneciera el efecto de trascendencia. Tarde o temprano, ese otro mundo formaría parte del nuestro. El descubrimiento de un mundo de espectros tan solo nos obligaría a ampliar las fronteras del mundo conocido. El mundo de espectros sería algo así como la dimensión oculta de nuestro mundo, en modo alguno una genuina trascendencia. Pues no podemos acostumbrarnos a lo que nos trasciende en verdad. Un espectro es, en cualquier caso, una figura de la trascendencia, pero no la trascendencia misma. En el momento en que nos familiarizásemos con el espectro, este dejaría de ser algo enteramente otro, perdiendo, literalmente, su encanto, su poder de fascinación. Podríamos convertirnos en cazafantasmas. De hecho, no hay mucha diferencia entre dirigirse al Dios tutelar y al ángel de la guarda de nuestra infancia, aquel al que incluso llegamos a tutear. Cuando pasamos del ángel a Dios, no hacemos otra cosa que sustituir un espectro por otro.

En cambio, el más allá bíblico me parece hecho con otros mimbres. Se trata de una trascendencia radical. Bíblicamente, no hablamos de otro mundo, sino de lo otro del mundo, de cualquier mundo. Dios se encuentra, en ese sentido, fuera de la Creación, como el silencio que la envuelve, manteniéndola pendiente de una última palabra. Dios aquí no es divino, en el sentido pagano de la expresión, como si fuera un poder del que depende nuestra supervivencia. Dios en verdad se hace presente como el ausente. Dios es en verdad el Dios del séptimo día. No es casual que, bíblicamente hablando, los capaces de Dios sean aquellos que han de soportar la pregunta «¿Dónde está tu Dios?». ¿Quién es capaz de Dios? ¿Los hombres? Sí, pero en tanto que huérfanos de Dios. ¿Quién se encuentra en manos de Dios? No el fariseo que está en las primeras filas de los bancos de la iglesia, no quien espera la intervención del Dios de turno, sino quien no puede esperar ya nada de Dios, salvo lo imposible. Esos son los capaces de Dios según la Biblia. En ese sentido, aquí el más allá no se concibe espacialmente, sino temporalmente. Por tanto, no hablamos estrictamente del cielo, sino de los tiempos de Dios. Los tiempos de Dios son aquellos en los que el hombre no puede esperar sensatamente la intervención ex machina de Dios, los tiempos en los que el hombre no puede ni siquiera confiar en una posibilidad garantizada por el Dios de la religión. La presencia bíblica de Dios es diferida a un futuro absoluto. Esto me llama mucho la atención. Bíblicamente, Dios no se da según el modo del presente, sino según el modo de la promesa. Es lo mismo que decir que «la gloria de Dios está por ver». La gloria en tanto que presencia es un porvenir absoluto. Dios es, en gran medida, su promesa -la promesa de sí mismo. Es por eso que decimos que el marco de los tiempos de Dios, de la experiencia de Dios, es, literalmente, el de la catástrofe- y la palabra catástrofe significa, como sabemos, 'la caída del cielo sobre nuestras cabezas', el derrumbe de la posibilidad del sentido. Dios es interrupción, y lo que quiebra la interrupción de Dios es, precisamente, la experiencia del sentido sostenida por la naturaleza de las cosas. Decíamos antes que la Creación permanece irresuelta. Esto significa que el sentido está por ver. Que estamos a la espera de una última palabra - palabra que, cristianamente, creemos que ya se ha pronunciado-. En cualquier caso, ahora hablamos del silencio que acontece tras el derrumbe del cielo sobre nuestras cabezas. Los días de Dios son días finales. Y los tiempos finales son aquellos en los que no hay tiempo

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por delante, el tiempo de los muertos, de aquellos que han visto morir injustamente a sus hijos, por decirlo así.

Con frecuencia decimos por estos pagos que el Dios cristiano, el Dios bíblico, es un Dios de los pobres. ¿Qué significa esto? El Dios de los pobres no es un dios entre otros, tampoco una perspectiva entre otras desde la cual podamos abordar a Dios. Si nos tomamos en serio esto de que «no hay otro Dios que el Dios de los pobres», deberíamos poder decir que Dios se revela donde desaparece de la escena. El Dios de los pobres no es, por tanto, nuestro Dios, el de los satisfechos. El Dios de los satisfechos no es un dios en verdad, sino en cualquier caso una imagen de Dios. El Dios de los pobres es el Dios de los sin Dios, un Dios paradójico. El pobre existe bajo la falta de Dios. El pobre se encuentra bajo el poder de la muerte y el mal indiscutible. El mal indiscutible -el mal radical- arroja al hombre más allá de sí mismo, incluso más allá de su confianza religiosa en Dios. El mal no es solamente intolerable, sino también -y quizá deberíamos decir sobre todo- escandaloso. Fijaos cómo termina el libro de Job: «Yo antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos». Pero el Dios que ven los ojos de Job es un Dios que se revela como el silencio que mantiene en vilo la Creación. Es un Dios que guarda silencio, que no resuelve la perplejidad de Job. ¿Qué podemos decir de Dios ante la opacidad extrema del mal? Dejando a un lado la revelación cristiana, no mucho más que lo que se atrevió a decir Job.

Hace unos días leía un informe sobre el genocidio que tuvo lugar en Ruanda hace ahora veinte años. De ese informe extraje lo siguiente, escrito por un psiquiatra de Uganda:

Tengo dos casos extremos. El primero es el de un chico que fue obligado a beberse la sangre de su madre y a comerse sus órganos antes de que lo mataran. El segundo es el de una paciente, una mujer que sigue con una grave depresión, que fue obligada a comerse a uno de sus hijos a cambio de la vida de los demás. Los milicianos también llevaban a cabo macabros juegos: en el pueblo de Barista colocaron a los vecinos tutsis en fila y les pusieron pimienta en la nariz. Al que estornudaba, lo degollaban.

Pues bien, esta es la situación de Getsemaní. A mí me llama mucho la atención (ya lo comentamos) que la palabra abba la única vez que aparece en los Evangelios sea en el episodio de Getsemaní, en el Evangelio de Marcos, el Evangelio, según dicen los exegetas, más primitivo, el más cercano a la experiencia originaria. Solo una vez la palabra abba se pone en labios de Jesús de Nazaret, y es en Getsemaní. No hay otra mención en los Evangelios. La palabra mostraba una gran intimidad con Dios. Pero ¿cómo se revela esa intimidad? ¿Qué le pide Jesús a su papá? Recordad que Jesús es el hombre que venía de Dios, que contaba con Dios, que creía que Dios estaba de su lado. Lo que le pide ahí es, precisamente, un sentido: «Dime que lo nuestro es verdad». ¿Y qué escucha? Absolutamente nada. Qué fácil hubiera sido decir: «Tu muerte tiene sentido, redimirá a los hombres». No escucha esto, como tampoco escucha: «Tranquilo, al tercer día nos veremos». Jesús muere como un abandonado de Dios . Y me parece que esto es muy serio, pues es desde este silencio que cristianamente declaramos que no hay otro Dios que el que muere en esa cruz . Si cristianamente podemos reconocer a Jesús de Nazaret como el Señor es, precisamente, porque nada de Dios se da con Dios mediante. Es como si el silencio de Dios fuera la condición para que los hombres y las mujeres pudiéramos estar sujetos a Dios, sometidos a su voluntad. Pues, como sabemos, Jesús no muere renegando de Dios, sino obedeciéndolo hasta el final, ofreciendo el perdón de Dios a sus verdugos. Todo lo que es de Dios acontece bajo su silencio.

Los tiempos de Dios, decíamos, se abren con el silencio de Dios. Todo pende de un hilo cuando, de repente, se hace el silencio: Dios queda fuera de campo -una imagen propia de la técnica cinematográfica-. Dios, bíblicamente, desaparece de la escena, y precisamente por esto los hombres quedan sujetos a su voz, a su mandato. Por eso, el presente no es el tiempo de la presencia de Dios, sino de la obediencia -y esto, pese a ser muy judío, creo que también es muy cristiano-. Dios interrumpe la existencia del hombre como el que llama imperativamente, como el que reclama una respuesta del hombre. Pero ¿cómo nos llama Dios? Con la voz de los abandonados de Dios con los que Dios se identifica. Respecto de los que afirman escuchar la voz de Dios en su interior, a mí me parece que el

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criterio cristiano para hablar de la voz de Dios es el siguiente: claro que puedes escuchar la voz de Dios, pero cuando la escuchas, no es sino el eco de la voz de los que claman, la voz de los marcados por el hambre, por la sed y la violencia, el clamor de tanta y tanta gente. Cuando ese clamor hace eco en tu interior, ahí es cuando escuchas la voz de Dios como la voz misma de tu hermano. Por eso decimos que Dios difiere de Dios, que Dios ha dado un paso atrás y no aparece como Dios, para que el hombre pueda encontrarse sujeto a Dios. Dios, bíblicamente hablando, no aparece como Dios, sino como viuda, como huérfano, como extranjero; en definitiva, como el desgraciado. El tiempo de Dios es el tiempo de la obediencia a la voz imperativa de Dios: esos hombres y esas mujeres que tanto sufren no pueden vivir como están viviendo. Se trata de un imperativo incondicional. «Primero obedeceremos y luego ya entenderemos», como responde el pueblo de Israel al pie del Sinaí. Y por eso recalcaba antes lo del ateísmo, porque yo, por lo menos, soy el que paso de largo. Los hombres somos, en principio, los que pasamos de largo.

Permitidme que termine con una imagen, una metáfora que nos permitirá situar mejor lo que he dicho hasta ahora. Se trata de la metáfora de las dos casas. La primera es religiosa. La segunda, bíblica. Imaginemos, pues, una familia con dos hijos. El padre trabaja mucho, los hijos apenas lo ven -una situación, por otro lado, hoy en día muy común- , llega tarde, viaja mucho, pero va dejando signos de su presencia. Cuando los hijos entran en la habitación de su padre ven que los papeles están cambiados. De vez en cuando él deja un post-it en la nevera con un mensaje: «Te quiero mucho» o «No te olvides de la compra». La madre tiene un contacto directo con el padre, y a veces ella les habla a los hijos del padre, diciéndoles que, cuando se jubile, lo podrán ver más. Ellos permanecen a la espera, pero siguen convencidos de que su padre los quiere porque deja mensajes en la nevera, porque su madre les dice que su padre los quiere mucho y, además, no faltan los ingresos. El padre los protege. La segunda casa es la bíblica. ¿Y cuál es la diferencia? Pues que en ella hace tiempo que no se sabe de papá. Buber tiene una expresión muy acertada -pese a que no sea santo de mi devoción- , y es que, cuando habla de la falta de Dios, no dice que Dios haya muerto, y ahí revela tener un conocimiento más profundo que quienes niegan fácilmente la existencia de Dios. Él habla del eclipse de Dios. (El libro del mismo nombre debería ser de obligada lectura. En él Buber dialoga con Carl Gustav Jung, un autor que Javier, diría, ha leído con pasión). Como decía, en esta segunda casa hace tiempo que no se tienen noticias del padre. Inevitablemente, los hijos creen que los ha abandonado. Ya no hay mensajes, ni papeles desordenados en su habitación. La madre sigue confiando en que el padre vuelva, pero los hijos no lo tienen tan claro. Incluso a veces creen que ha muerto en alguno de esos viajes por el mundo. Además, los ahorros se han terminado. Comienza el hambre. Ahí es cuando el otro se revela como hermano. El mayor se convierte en rehén del pequeño y de su madre, ya anciana. El hijo mayor deviene responsable, esto es, aquel que debe responder. Pues de esto hablamos cuando hablábamos de la experiencia bíblica de Dios. ¿Dónde está tu hermano? Esa, como sabemos, es la primera pregunta que Dios nos dirige a los hombres. No es una pregunta fácil. Pero, en cualquier caso, me atrevería a decir que el hermano se revela ahí donde el padre precisamente desaparece del mapa, ahí donde, en un cierto sentido, hemos de ocupar su lugar.

Javier Melloni

Antes que nada, quisiera decir que, para mí, la experiencia bíblica forma parte del fenómeno común de las religiones. Es una de las maneras de religarnos a las tres dimensiones de la realidad, aquello que Raimon Panikkar denominó la intuición cosmoteándrica: lo trascendente o divino, lo humano y el mundo. De la primera deriva la vía mística; de la segunda, relacionada con la comunidad humana, la vía ética, y de la tercera, que implica nuestra relación con la Tierra y las otras formas de vida, deriva la vía ecológica. Cada tradición religiosa configura cada ámbito y la relación entre los tres de una forma diferente. Nosotros conocemos la nuestra y la amamos, pero esto no nos tendría que privar de conocer las otras formas para también poder amarlas.

Las tres palabras que hemos escogido -silencio, palabra y acción- están relacionadas con las tres dimensiones citadas: el silencio está vinculado con lo trascendente; la palabra,

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con el ámbito humano, y la acción, con el mundo. A la vez, podemos asociarlas con la Trinidad: el Padre, con el silencio; Jesús, con la palabra, y el Espíritu, con la acción. La tríada cristiana configura y recoge tres grandes ámbitos de lo real.

Hoy estamos abordando el silencio. ¿Por qué vincularlo con el Padre? Aquí hay una gran diferencia entre la manera de comprender el silencio de José y la mía. Relaciono el silencio con el Padre porque el Padre es el nombre cristiano para referirse al fondo originario del cual nace todo. Este fondo nos resulta inaccesible. Siendo la fuente de todo, está más allá de todo. En este sentido, comparto con José esta radical trascendencia. Dios, en tanto que Padre, no está en el otro mundo, sino en aquello otro del mundo, aquello que posibilita la aparición del mundo. Por lo tanto, lo entiendo como un silencio matricial, uterino, que en términos budistas sería la vacuidad. La palabra sánscrita sunyata deriva de sun, que es precisamente el espacio que se crea dentro del vientre de la madre para gestar a su hijo. Se trata del fondo originario que permite la gestación de todo lo demás. Siendo previo a toda manifestación, es silencio porque precede a toda palabra, a toda forma y a todo sentido. Esto ya lo está delimitando; son manifestaciones del segundo momento, el tiempo de la palabra. El silencio del que hablo no es el de un padre ausente, sino de una Presencia anterior a todo que lo incluye todo. En la metáfora que utilizaba José ya hay formas determinadas, ya nos encontramos ante un mundo concretizado. El padre ausente de la familia supone una separación entre el padre y la familia. En cambio, el silencio del que hablo es la condición de posibilidad de que la familia exista, con padre o sin padre, con madre o sin madre, con o sin hermanos; es la posibilidad misma de que haya hermanos, de que haya familia. No es un aspecto de la familia sino la anterioridad que posibilita la misma posibilidad de la familia. En la sesión sobre el mal ya dije que considero que su existencia en el mundo corresponde a un momento segundo, ya que se encuentra dentro del ámbito de lo creado. Es una forma posible de vivir esta vida, pero no toca el Origen. Lo que se refiere al Origen es la posibilidad de ser. El hecho de que en este momento nosotros estemos aquí es el bien primordial, que proviene de Quien comparte con nosotros su Ser. La experiencia de ser en sí misma es posibilidad, oportunidad. Y esto mismo ya es un bien. Que en este bien de existir puedan coexistir situaciones terribles, de manera que desearíamos no haber existido, esto es, para mí, un momento segundo, el momento de la palabra y de la acción, que no son definitivos. Lo que hay en el principio de todo -no en el sentido cronológico, sino ontológico- es este Silencio que contiene todas las posibilidades. En la tradición hindú se dice que la fuente del ser es Sat-Chit-Ananda, 'Verdad-Conciencia-Beatitud'. Este Silencio-Presencia, condición de posibilidad de toda forma de existencia, no está solo antes de que todo sea, sino también al final, para recoger todo lo que es y ha existido. Conectar nuestra vida con este Silencio es la clave para vivir. Esta es la razón de ser de la plegaria .

En absoluto quiero manipular los ejemplos que José ha puesto, porque el dolor del niño y de la madre, así como de cualquier otro genocidio, es absolutamente sagrado, y no quiero utilizarlos para defender mis argumentos. Sin embargo, en un esfuerzo por comunicar cómo yo entiendo la realidad, creo que tanto la madre, como el hijo, como el torturador, todos nos reencontraremos para dar cuenta y darnos cuenta de cómo hemos vivido este tramo de existencia, que es el tramo de la palabra y de la acción. Pero esta palabra y esta acción -que es donde ahora nos encontramos- no tocan la inmaculada existencia de aquello que llamamos Silencio, que es la matriz originaria de donde nace la posibilidad misma de hacer cualquier barbaridad, y adonde todo retorna después de haberlo realizado. Es en esta matriz originaria donde Jesús se ofrece en Getsemaní: «A tu inmensidad inaccesible me entrego. No tengo la fuerza de pasar la prueba que se me da, por esto me rindo y confío mi pequeña medida a tu medida infinita». El silencio del Padre es radical en aquel momento, pero de aquel aparente silencio-ausencia nace la Resurrección. En el corazón de la experiencia más brutal hay un estallido de vida que nos priva de enloquecer de dolor. Una vez más, la cruz se convierte en el umbral entre dos maneras de comprender la vida . En este caso, el paso del silencio-ausencia al silencio- presencia. Es el pasaje en el proceso de transformación en el que todas las cosas recobran su sentido.

V. SILENCIO

Yo también entiendo que nuestra vida se encuentra entre dos silencios tal y como tú dices, pero de una manera diferente: el silencio primordial es fuente de vida, y el silencio final recoge la vida que hemos vivido. Este es, para mí, el sentido de la plegaria. Porque este Silencio-Presencia está siempre disponible y siempre esperándonos. En la medida en que nuestra vida está conectada a él, en la medida en que las palabras que salen de nosotros y los actos que nacen de nosotros están conectados a esta fuente originaria, entonces adquieren consistencia y calidad, y nos transforman, tal y como también transforman nuestro entorno y las personas que conviven con nosotros.

Es fundamental distinguir este silencio de otra palabra muy similar con la que a veces se confunde: el mutismo. Lo podemos constatar en nuestras relaciones. No es lo mismo el silencio que nace de una mirada plena de amor en la que no se necesitan las palabras porque sobreabunda la comunión, que el mutismo de no saberse qué decir, el mutismo castrador, mutilador, aislante, que es ausencia. Entiendo el silencio de Dios como la sobreabundancia de esta Presencia que ninguna palabra puede contener porque la desborda. Es aquí donde se pone de manifiesto la polaridad entre José y yo: por un lado, tenemos la evidencia del todavía no, donde esta plenitud está ausente en muchos lugares de la existencia propia y colectiva, ausencia expresada en el pobre, en el excluido. Ante esto, podríamos hablar del mutismo de Dios. Acojo lo que dice José porque me interpela profundamente. Pero, al mismo tiempo, no puedo dejar de constatar que también hay muchos momentos de nuestra existencia que son de este ya sí; incluso en la vida de los más pobres hay situaciones de ya sí. Creo que tendríamos que dejarlos hablar a ellos para saber cómo viven este ya sí en vez de pensar en nombre de ellos lo que están viviendo.

Finalmente, el silencio es escucha. En esto estoy plenamente de acuerdo con José. Es tiempo de escucha y de obediencia. Obediencia en el sentido etimológico del término: ob-audire, 'escuchar a quien está delante'. Solo el silencio nos permite escuchar. Escuchar a Dios y escuchar la realidad para poder identificar lo que no es dicho y poderlo acompañar. Vuelvo a la importancia de la plegaria. En la medida en que protegemos espacios de silencio , nuestra captación y receptividad nos permitirán sentir los gritos y también el júbilo de las personas . Cuanto más silencio haya en nuestro estilo de vida, en nuestros encuentros, en nuestra manera de celebrar la fe y de vivirla, más capacidad tendremos para escuchar, identificar y acoger las solicitudes que nos llegan a cada momento.

VI. PALABRA

VI. PALABRAJavier Melloni

AUNQUE EL TEMA que hoy abordaremos sea la palabra, o precisamente por ello, propongo comenzar haciendo unos minutos de silencio. Es una manera de disponerse, de abrirse. Personalmente, cuando hago silencio, permito que la palabra que nazca sea menos ruidosa y disfrute de mejor calidad y apertura. Es desde aquí desde donde me gustaría siempre poder hablar. Lo ideal sería no tener que hacer un silencio forzado, sino que fuese espontáneo y permanente, distinguiéndolo del mutismo, como hemos dicho en sesiones anteriores. Así pues, hoy, muy adecuadamente, nos adentramos en la palabra.

El principio del prólogo de san Juan empieza diciendo: «En el principio ya existía la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Por medio de él, Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue hecho sin él» (Jn 1,1-3). San Ignacio de Antioquía lo expresó de una manera muy bella: «La palabra es el éxtasis del silencio», es aquello que nace del silencio. Si nace del silencio, quiere decir que ha sido gestada en él, y de este silencio depende su calidad. Toda palabra contiene una dirección de sentido. Necesitamos dar orientación a lo que vivimos. Hablar es la manera que tenemos de dar forma a aquello que hay entre el silencio -que es un espacio primordial y una posibilidad abierta- y la acción, la concreción que vendrá después. La palabra es una concreción posible del sentido que damos a las cosas. Es un sonido con un significado dentro de un contexto determinado. El sentido siempre está contextualizado dentro de un marco, como es una lengua o una religión. Porque todo esto no es únicamente una cuestión lingüística, sino existencial y también religiosa; toda palabra que pronunciamos está contextualizada y tiene sentido dentro de un código de significados. Fuera de este marco resultan incomprensibles. A la vez, toda palabra comporta que alguien la pronuncie y que alguien la escuche. No hay palabra sin escucha. Toda palabra es un intento de comunicación y un acto de relación.

La calidad de nuestras palabras y de nuestra comunicación tiene que ver con la calidad de nuestras vidas: cuanto más auténticamente vivimos, más densidad tiene lo que decimos, porque proviene de la coherencia, de la transparencia, de la honestidad, que son las condiciones de credibilidad de la palabra. Es la misma vida la que resulta palabra de la persona que la pronuncia. Al final, toda nuestra vida es una sola palabra, la que hemos pronunciado viviendo. Cuanto más se adecúan nuestras palabras a la vida que vivimos y a la persona que somos, más capacidad de fecundar, iluminar, nutrir, fortalecer y acompañar. Somos responsables de las palabras que pronunciamos. Toda palabra es una anticipación y a la vez una consecución de lo que somos. Anticipación porque lo que decimos está en relación con aquello que tratamos de vivir y, al pronunciarlo, se convierte en semilla; por otro lado, las palabras también son un recuerdo de lo que hemos vivido, y también nos nutren. En este relieve de anticipaciones y reminiscencias caminamos, nos comunicamos los unos con los otros y nos estimulamos dando sentido a lo que queremos vivir. Esto es lo que pasa cuando tomamos la palabra.

Queda la otra parte: la palabra escuchada, la que es recibida por el otro. Si no hay lugar para acoger la palabra que es pronunciada, se queda a medio camino y permanece estéril; incluso rebota hacia quien la ha proferido. Es esencial la calidad de escucha . Por esto es tan difícil el verdadero diálogo. En este mutuo esfuerzo por parte de quien habla y de quien escucha es donde nace la fecundidad de la palabra y la posibilidad del mutuo conocimiento y del verdadero encuentro con el otro. Ninguno de nosotros agota la realidad. Todas nuestras visiones son desde una determinada perspectiva. Nos necesitamos los unos a los otros para enriquecer la comprensión de las cosas. Esta comprensión no es solo una suma, sino una comunión de los diferentes ángulos que coexisten en un momento determinado para compartir la misma aventura de vivir. Todos sabemos qué bonito es cuando se produce esta mutua fecundación, y, por el contrario, qué duro y frustrante es cuando esto no sucede.

Por lo que respecta a la palabra religiosa, la experiencia bíblica -y también la islámica-

VI. PALABRA

se considera depositaria de una palabra revelada, una palabra no inventada, sino recibida. En el caso del Antiguo Testamento, la escena arquetípica es la zarza del Sinaí que quema sin consumirse (Ex 3,1-5). Suscita en Moisés un movimiento hacia ella y, cuando se encuentra cerca de su incandescencia, le dice: «¡Moisés! ¡Moisés! Descálzate, porque el lugar donde estás es sagrado». Esto es: «Has de silenciarte para poder recibir la palabra que se te quiere comunicar». Moisés recibe dos comunicaciones. La primera se refiere a su pueblo. La experiencia revelatoria lo hace responsable de su gente. La palabra se convierte en misión. Es propio de la palabra bíblica: el dabar Yahvé, la palabra de Dios, es una palabra que realiza quien enuncia. Es una palabra-acción. La segunda comunicación se refiere al conocimiento sobre Dios: «Señor, ¿tú quién eres? ¿De dónde puedo recibir la fuerza para llevar a cabo la misión a la que me envías?» La respuesta de esta Presencia luminosa es elusiva: « Yo soy el que seré .» Esta es la traducción aproximada de Yahvé, el cual, más que un nombre, es un no-Nombre, porque no es un sustantivo, sino un verbo. Con este no-Nombre, la revelación bíblica deja claro que Dios no se puede reducir a un enunciado ni se deja capturar en un concepto. Se trata del dinamismo del Ser que no se agota con ninguna palabra ni en ningún nombre, y que, al mismo tiempo, contiene todas las palabras y todos los nombres.

Todo esto se concentra en el cristianismo en la persona de Jesús. La Palabra inefable se convierte en rostro y su vida se convierte en su palabra. Sus palabras -que son vida- son la manifestación de la Palabra que él es. De esta Palabra primordial hecha rostro y vida nace el cristianismo, la vía que tiene por referencia a la persona de Jesús, quien, en su manera de vivir, hablar y morir, vertebra el sentido máximo que, como humanos, podemos anhelar. Durante cuatro siglos, las primeras generaciones intentaron formular con palabras -los dogmas- cuál era el misterio manifestado en Jesús. Para hacerlo, utilizaron los dos lenguajes disponibles que tenían y que pertenecen a dos cosmovisiones diferentes: la judía y la griega. Raimon Panikkar dice que el cristianismo es el resultado de conjugar la espiritualidad hebrea, la formulación griega y la organización romana. Esto configura de una manera muy determinada la concepción de Dios. Dogma lo podemos entender según su sentido más duro de decreto, como formulaciones blindadas e inapelables, o bien como dirección, señal y profundidad. Comprendidos de esta segunda manera, los podemos acoger con toda celebración del corazón y de la mente porque fueron elaborados a lo largo de cuatro siglos por personas que entregaron sus vidas para afinar lo que se quería transmitir. El momento crucial de la comprensión y expresión de quién es Jesús es el Concilio de Calcedonia el año 451 d. C.

Ahora bien, la existencia de toda lengua con su vocabulario plantea algo que también se puede aplicar a las formulaciones dogmáticas. Por un lado, sin ninguna duda es una gran ventaja que podamos heredar palabras, porque cada vez que conversamos no tenemos que inventar un vocabulario, ya que disponemos de unos términos que se encuentran a nuestro alcance. Cuanta más riqueza de vocabulario tengamos, mejor podremos afinar lo que queremos decir. Pero entonces, al disponer de las palabras que necesitamos, corremos el riesgo de caer en la pereza, porque no nos esforzamos en recrearlas. Lo mismo sucede con las religiones. Cada tradición dispone de un legado de términos significativos para expresar el misterio de Dios. Pero esto tiene el peligro de que, si bien la experiencia original encontró una determinada manera de expresarse, el hecho de que se repita en otro contexto geográfico, en otra época o en otro momento existencial, puede hacer que su formulación deje de ser significativa. Toda palabra religiosa es un punto de llegada que también debería ser un punto de partida. De otra forma corremos el peligro de caer en la repetición. Tradición no es repetición, sino tomar el relevo , y tomar el relevo muchas veces significa recrear. Por esto los místicos son creadores de lenguaje. Por un lado, se nutren del vocabulario que han recibido, pero a la vez sienten la necesidad de crear nuevas palabras que expresen lo que viven.

Esta cuestión es no ya particularmente relevante, sino esencial, no solo en el campo teológico, sino también en el litúrgico y catequético. Pero se requiere mucho discernimiento. ¿Con qué criterio podemos cambiar palabras y alterar expresiones o

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formulaciones que han sido elaboradas a lo largo de siglos por personas de gran espiritualidad e intelecto? ¿Quién es capaz de recrear palabras tan sagradas como las recibidas, pero que quizás hoy ya no son las adecuadas? ¿Quién tiene el coraje de hacerlo? No es solo una cuestión de coraje, sino de inspiración. Algunos que lo hicieron en el pasado fueron condenados por la institución, que no toleró que se pusieran en cuestión las palabras que la sustentaban. Es peligroso hacer tambalear el lenguaje de la tribu. Hoy en día la comunidad cristiana ya no es tan homogénea como siglos atrás y los marcos conceptuales y de creencia no están tan rígidamente delimitados. Este cuestionamiento crea, en algunos sectores, una gran incomodidad, mientras que para otros es alentador y fuente de esperanza. ¿Qué criterios tener? ¿Cuáles son los límites de lo que se puede cambiar y de lo que no? ¿Cómo discernir si el cambio proviene de la inspiración o meramente del deseo de novedad? En la tradición de la Iglesia hay un criterio: la receptio. Lo que es recibido por la mayoría de la comunidad es uno de los signos de la actuación del Espíritu. Sin embargo, hoy en día somos tantos, y son tan diversas las cronologías internas y las situaciones externas, que no es nada fácil ponernos de acuerdo en cuáles son las palabras antiguas que deben mantenerse y cuáles las nuevas que hay que incorporar . El rol de la institución es el de preservar lo que ha dado cohesión e identidad a la comunidad durante siglos, mientras que es tarea de los exploradores decir lo que han visto en sus incursiones en lo Desconocido. El equilibrio es delicado. Depende de los actores de cada generación que, manteniendo el vínculo con el fuego originario y a la vez la comunión con toda la comunidad, planteen y propongan la adaptación de lenguaje que se requiere en cada momento. En esta tarea, unos estarán guiados por la prudencia y otros por la audacia, con el peligro de que los prudentes consideren que los audaces son temerarios y que los audaces consideren, a su vez, que los prudentes son cobardes. En cualquier caso, lo que tiene que regir es el principio de comunión, dando un voto de confianza a la honestidad del otro.

Personalmente, después de las exploraciones que he hecho en estos últimos años en el campo interreligioso, ha crecido en mí la convicción de que la zarza que arde en el Sinaí es la misma que quema en el Himalaya, en las selvas del Amazonas y de África, en la taiga (territorio inhabitado, cubierto de vastos bosques) de Siberia o en las piras (estructura, generalmente hecha de madera, que se utiliza para la quema de un cuerpo como parte de un rito funerario) de la Europa prerromana. Ahora bien, en este tiempo de apertura, también se necesita más que nunca el discernimiento para no confundirse y saber si estamos hablando del mismo Fuego. Lo que hace que el silencio del que hablábamos en la sesión anterior y la palabra de hoy sean portadores del Fuego sagrado es que conduzcan a acciones -como veremos el próximo día- cada vez más nobles y descentradas. Si Moisés recibió ante la zarza ardiendo la revelación de un Dios mayor y la misión de comprometerse con su pueblo, hoy se nos invita a escuchar conjuntamente la Palabra que es dicha a través de todos los fuegos sagrados de la Tierra, de manera que cada vez seamos más capaces de estar abiertos a la triple alteridad : hacia el misterio de Dios, hacia la solidaridad para con los humanos y hacia el respeto y la veneración de la Tierra. Que las palabras que nos ayudan a ser más humanos y a liberar nuestro potencial de entrega, tanto personal como comunitario, sean el criterio de discernimiento para auscultar todas las tradiciones religiosas, incluida la nuestra. «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16). Lo que acredita la ortodoxia es la ortopraxis ; las palabras que conducen a la acción justa son palabras verdaderas.

José Cobo

De entrada, quisiera decir que tengo mis dudas de que podamos traducir el lenguaje bíblico a nuestros términos. Siempre hay algo esencial que se pierde por el camino. Y no solo por aquello de traduttore, traditore. El peligro de recreaciones como las de Javier es que acaban reduciendo la extrañeza de los textos bíblicos a un lenguaje en exceso digerible. En este sentido, la interpretación de Javier me parece demasiado amable - demasiado aceptable- como para que pueda comprenderse como la expresión de la verdad de Dios. Una lectura de los textos bíblicos creo que debería ser más sensible a lo que

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hemos dejado atrás que a lo que aún podríamos afirmar desde nuestros prejuicios culturales. Así, siendo honestos, deberíamos admitir que no sabernos qué hacer , por ejemplo, con el lenguaje de la Resurrección . Pues, si lo interpretamos literalmente, creeremos que estamos hablando de una historia de muertos vivientes -buenos, obviamente-, y no se trata de eso. Tampoco es un lenguaje que pretenda decirnos simple y llanamente que el alma es inmortal. Ciertamente, podemos reducir su incomprensibilidad diciendo, pongamos por caso: «Lo que querían decir en el fondo es que Jesús sigue vivo en nuestros corazones». Pero estaríamos faltando a la verdad, pues en realidad no querían decir eso (o al menos no solo eso). Pues, como sabemos, el lenguaje de la Resurrección pertenece a la esperanza apocalíptica judía, cuyo horizonte es, precisamente, el de un Juicio Final. Los muertos tienen que resucitar para que puedan ser juzgados por Dios. Nadie escapa al Juicio de Dios. Ahora bien, lo cierto es que nosotros no somos los que damos por supuesto que habrá Juicio Final. De hecho, vivimos como si no hubiera Juicio. Por consiguiente, entender la Resurrección exigiría, cuando menos, clarificar qué puede significar hoy en día encontrarse sub iudice (cuestión que está pendiente de resolución). Y esto no es algo que podamos hacer diciendo simplemente que, como cristianos, no soportarnos la injusticia. Ahora no es momento de hablar de la Resurrección. Pero, en cualquier caso, prescindir de la idea de un Juicio Final solo puede llevar a malentendidos. Cuando nosotros interpretamos el Nuevo Testamento desde nuestro estrecho punto de vista, lo que hacemos es reducir esos textos a la medida de nuestra sensibilidad o posibilidad de comprensión. En ese sentido, hacemos como Procusto (estirador, bandido del Ática península de Grecia) en el mito griego, que invitaba a los que caían en sus manos a yacer en un lecho de ciertas dimensiones: si eran más pequeños que el lecho, los estiraba hasta desmembrarlos, mientras que si eran más grandes, les cortaba los pies o todo lo que sobrase. Y esto, salvando las distancias, creo que es lo que hace Javier. Puesto que la Biblia nos queda un poco grande, lo que hacemos es amputarla (o estirarla hasta obligarla a decir lo que no dice si en algunos fragmentos se nos queda pequeña). A la hora de interpretar los textos bíblicos, de lo que se trata es de buscar una «fusión de horizontes», para emplear la precisa fórmula de Hans-Georg Gadamer (Marburgo, 11/02/1900 – Heidelberg, 13/03/2002, filósofo alemán especialmente conocido por su obra Verdad y método y por su renovación de la Hermenéutica). Por tanto, no es cuestión solo de ver qué podemos salvar aún de los textos bíblicos -qué nos resulta aún fácilmente comprensible- , sino qué verdad se nos escapa: qué debe ser aún afirmado, aun cuando no podamos culturalmente hacerlo. Ahora bien, si los textos bíblicos tienen algo de válido aún hoy en día es porque la verdad que esconden -esa verdad que se nos escapa- tampoco podía admitirse en la época en que dichos textos fueron escritos. Si la Biblia puede trascender los límites de una determinada cultura es porque lo que dice es culturalmente inadmisible , sea cual sea la cultura de la que partamos . En este sentido, resulta cuando menos curioso que uno de los leitmotiv de los textos bíblicos sea, precisamente, el de la infidelidad -la impiedad- del homo religiosus. Si nosotros podemos recuperar esos textos a pesar de las diferencias culturales -si podemos interiorizarlos, al menos, en cierta medida- es porque ya en ese momento eran textos extraños. Y extraños religiosamente hablando. Pues dicen lo que ninguna religión en ese momento era capaz de admitir acerca de Dios. Por tanto, la posibilidad de la traducción de los textos bíblicos no depende de que, en el fondo, Dios sea algo así como un paisaje "que admite diferentes puntos de vista. Depende de que la realidad de Dios no admita, precisamente, un punto de vista. Depende de que la extrañeza del Dios bíblico sea la misma hoy en día que antiguamente. Dios no es un paisaje . Y es que el Dios bíblico es un dios extraño, inaceptable como dios, en tanto que es un dios, como hemos dicho tantas veces, que no aparece como dios. De lo que se trata, por tanto, es de recuperar la extrañeza de los textos bíblicos. No de eliminarla.

Vayamos, pues, al asunto. Estaremos de acuerdo en que la cuestión última es la cuestión acerca de lo último ¿Qué es lo último? ¿Al final, qué? ¿El Silencio o la Palabra? No lo sabemos. Creemos, en cualquier caso. Ahora bien, creer no es suponer. Creer es esperar. Y el contenido de la esperanza cristiana no es un supuesto -una hipótesis- que responda a nuestra necesidad de un final feliz. La esperanza creyente se declina en imperativo. Así,

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decimos que tiene que haber una última palabra, pero no en nombre de nuestra necesidad de sentido, sino en nombre del carácter sagrado de las víctimas. No que tiene que haber justicia, pues la muerte injusta de tantos hombres es lo que en absoluto puede ser. Se trata de un vértigo que ningún saber sobre el más allá, ni siquiera hipotético, puede anular. ¿Qué vamos a decir? ¿Que no hay muerte? ¿Que todo fue una ilusión? No lo fue para ellos.

Todo se nos da desde el fondo mismo del silencio, de la nada de Dios. Pero el silencio, cristianamente, no es lo último. Si fuera lo último, no podríamos distinguir el silencio de Javier (o del budismo zen) del nihilismo. Desde la óptica del silencio cósmico, nihilismo significa: tanto da el candor de un niño como una masacre. El tiempo cósmico todo lo disuelve. ¿Qué importancia tiene Auschwitz desde la óptica de la eternidad? Apenas dura un instante. Da lo mismo, pues, un amanecer que la oscuridad abisal de los campos de la muerte. Ahora bien, si todo vale por igual, nada vale en verdad. Por tanto, la posibilidad del Juicio de Dios es lo que nos salva del nihilismo. Quien sostenga que el sentido de la existencia se sostiene en la naturaleza misma de las cosas es que no sabe lo que dice. Que haya Juicio -aunque no podamos hacernos una idea de cómo tendrá lugar- significa que no todo vale por igual. Diría que Javier hace del misterio de Dios un esoterismo, pues transforma nuestra falta de respuesta en un saber esotérico o mítico. La pregunta «¿qué vida pueden vivir aquellos a los que les fue arrancada injustamente la vida que les fue dada?» no puede resolverse en los términos de un conocimiento acerca de lo último. Esta es la cuestión crucial. O Dios responde, o no tiene nada que ver con nosotros, aunque exista. O admitimos que Dios no da -que no hay don- o, si da, entonces tiene que haber Juicio, aunque nos resulte increíble y no podamos concebir el cómo del Juicio Final. El cristianismo pierde sustancia cuando se desprende de su horizonte apocalíptico. El cristianismo no es un manual de autoayuda, una receta para la felicidad.

Creer en Dios es, pues, confiar en su Palabra- la Palabra- es la Promesa de Dios. ¿Cómo entender entonces la Promesa de Dios? Dios, como dijimos, difiere de su divinidad. Dios no se da en el presente. No hay presencia, religiosamente hablando, de Dios. Dios no aparece como Dios. Dios no posee entidad, no es sustancia, ni siquiera cuando hacemos de Él un silencio magmático (que es lo que creo que hace Javier). Dios no existe según el modo de los entes. Dios es la incógnita, el deber ser de Dios. Dios es real en tanto que la realidad -lo enteramente Otro- es, precisamente, lo que se oculta en su mostrarse, lo siempre pendiente del mundo. Dios es real en la medida en que da un paso atrás con respecto a su divinidad. Dios es enteramente Otro, incluso con respecto a los diferentes modos de ser Dios. Solo porque Dios difiere de sí mismo, el hombre puede encontrarse sujeto al mandato de Dios, a su llamada. Dios es, en el presente, intolerable, pues nadie, en su sano juicio, puede admitir fácilmente el mandato de Dios. Y, en ese sentido, Dios se revela como el que está, en sí mismo, por ver, por venir. Dios es el porvenir de Dios.

¿Cómo responde Dios al clamor de los hombres? No como esperamos los hombres, mediante una intervención ex machina . La respuesta es la Palabra: un crucificado en nombre de Dios. Esto es lo inaceptable para quien sepa qué significa el término Dios. Javier ha hecho una preciosa lectura del prólogo del Evangelio de san Juan, y la considero una de las claves de lo que tratamos de dilucidar aquí. Pero ¿de qué estamos hablando? ¿De Jesús como semidiós? ¿Como una especie de ente mítico que existe al lado de Dios como podían existir los hijos de los dioses? No, estamos hablando de Dios mismo. Hablando de Jesús, lo que hace Juan es hablarnos de Dios. Y me atrevería a decir que lo que nos intenta transmitir Juan es que pertenece a la naturaleza de Dios su darse como hombre -no tenemos, por un lado, a Dios y luego, por otro lado, a Jesús como ejemplo de Dios-, su kénosis, su humillación: Dios es descenso. Dios en verdad se pone en manos del hombre. Y este ponerse en manos de los hombres no es una «decisión» de Dios, aunque así se exponga literariamente, sino que es Dios mismo. De ahí que Juan hable de lo que había en el origen de los tiempos. Pertenece a la naturaleza de Dios su darse como Crucificado en nombre de Dios. Así, lo que decimos cristianamente es que no hay Dios al margen del Crucificado . Y, sin embargo, seguimos dirigiéndonos a Dios como si fuese independiente del Crucificado. Como si el Crucificado fuese simplemente un ejemplo de

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Dios. De ahí el dogma de la Trinidad. Y es que, al decir que no hay Dios al margen del Crucificado, estamos en el núcleo duro del dogma trinitario. Solo hace falta añadir que, de Dios, solo poseemos el Espíritu de un Crucificado en nombre de Dios para cerrar el círculo de la Trinidad. En cualquier caso, hablamos de la Encarnación de Dios. Ahora bien, la Encarnación es inaceptable para quien sepa qué significa la palabra Dios.

Entiendo que en nuestras comunidades cristianas coexisten dos sentidos para la palabra Encarnación : el típicamente religioso y el cristiano. Comenzaré con el religioso. Aquí se disuelve el escándalo de la Encarnación. Dios sería algo así como la Fuerza. Y la Fuerza de Dios, desde esta óptica, se encontraría en Jesús. En ese sentido, Jesús participaría de la naturaleza de Dios, de su modo de ser. Jesús revela, muestra, ejemplifica el modo de ser de Dios: su bondad y su misericordia, su paz. Encarnar aquí es representar. Jesús como Dios. Considero que este es un sentido demasiado griego como para que pueda ser cristiano. Se trata del sentido platónico de la Encarnación: Jesús muestra de modo eminente la realidad de Dios como la modelo Adriana Lima encarna una belleza «indiscutible». Ahora bien, aquí, siendo honestos, deberíamos decir que Jesús de Nazaret encarna la bondad de Dios como tantos otros. El problema aquí es el carácter unigénito de Jesús de Nazaret. Desde esta óptica, si somos honestos, deberíamos dejar a un lado aquello del carácter exclusivo de la Encarnación. Pues ha habido hombres que han encarnado la bondad de Dios como lo hizo Jesús.

Por otro lado, la Encarnación entendida a la manera cristiana tiene algo de inaceptable, como acabamos de decir, para los que sepan qué significa inicialmente la palabra Dios. Desplacémonos a la época: ¿qué es inicialmente un dios? Un dios es un poder del que depende la entera existencia del hombre. Os propongo una imagen, la del niño que cría gusanos de seda. Los alimenta, sin duda. Pero también es cierto que puede tirarlos por el desagüe. Los gusanos están en manos del niño, dependen enteramente de él. El niño es un dios, el dios de los gusanos. Imaginemos ahora -para entender esto de la Encarnación- que el niño, en un momento dado, decidiera hacerse gusano. No vestirse de gusano, sino hacerse gusano. ¿Cómo es posible hacerlo sin dejar de ser un niño? La confesión cristiana no declara que Dios se vistiera de hombre, sino que Dios se hizo hombre . Dios como hombre. Esto es lo asombroso. Jesús no es, por tanto, un dios paseándose por la Tierra. Esto es inaceptable para quien sepa qué significa la palabra Dios . Dios se convierte, así, en la vida más frágil. Dios se pone en manos del hombre . Como si fuera una criatura del hombre. Como si la vida de Dios dependiera del hombre. Este es el giro copernicano del cristianismo. La Encarnación supone, por tanto, la quiebra definitiva del sentido religioso de la palabra Dios. No decimos tanto que Jesús es Dios, sino que Dios es Jesús . Y esto no puede afirmarse sin alterar significativamente lo que entiende una sensibilidad religiosa por Dios. Por eso decimos que si Jesús encarna el perdón de Dios no es porque se limite a proclamarlo, sino porque lo realiza sin Dios mediante; esto es, en lugar de Dios. Así, cristianamente, estar ante Dios es lo mismo que estar ante el Crucificado. El sí o el no de nuestra existencia se decide ante Él. Hay, por tanto, Juicio, pero desde el perdón o la misericordia de la víctima, pues Jesús, como sabemos, muere perdonando. Es el perdón de la víctima el que nos hace capaces de responder al mandato del Padre. El Sí, cristianamente, va por delante. ¿Dios? Hablemos de los hombres sujetos al Altísimo. Hablemos de Jesús. No es casual que el cristianismo, a la hora de dar fe de la revelación de Dios, no proceda a darnos una descripción de Dios, sino que, en vez de eso, nos cuente la historia de un hombre de Dios. Existe un dicho talmúdico que considero muy apropiado para resumir de algún modo todo esto. En ese dicho, Dios le dice al creyente: «Si crees en mí, soy; si no crees, no soy». Dios, por tanto, no es sustancia. Dios no tiene entidad. En nombre de Dios decimos que Dios no es el tema, el tema es el otro. Pero precisamente en nombre, en lugar de Dios.

Para comprender el significado de las grandes declaraciones cristianas hay que tener presente las historias que hay detrás. Acabaré, pues, con un par de historias con las que quizá me explicaré mejor. La primera es sobre la Virgen María, la madre de Dios. Según el Evangelio de Lucas, nos encontramos con una joven de Palestina, de unos catorce o

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quince años, a quien se le aparece el ángel del Señor y le anuncia que tendrá un hijo... sin conocer varón. ¿Se trata de una alucinación? ¿Acaso los primeros cristianos llegaron a creerse el relato de Lucas tal cual? Los mitos de la Antigüedad, ciertamente, están repletos de concepciones virginales. Hércules, por ejemplo, nace de una concepción parecida. Ahora bien, hay que ponerse en la piel de la época. Una joven por aquel entonces no podía quedar embarazada como quien no quiere la cosa. Las jóvenes permanecían bajo la «protección» familiar hasta que eran entregadas a su esposo. Así que, probablemente, estamos hablando de un hijo ilegitimo. Y, como mujer, solo podías tener hijos ilegítimos de dos maneras: o bien porque eras una prostituta, o bien porque habías sido forzada. Probablemente se trató de lo segundo. De hecho, en la época corría el bulo (intento de hacer creer a un grupo de personas que algo falso es real) de que Jesús era hijo de Pantera, un legionario romano. En cualquier caso, María decidió tenerlo, y probablemente llegó a amarlo como si fuera un hijo dado por Dios. Probablemente, también José, un hombre mayor y viudo, acogiera a esa pobre muchacha. Y si esto es así, Jesús creció en el amor de Dios. Jesús es concebido desde lo intacto de María. El mal, podríamos decir, no alcanzó su bondad. Amar al hijo del enemigo: este es el milagro. Pues quien diga que puede amarse al hijo de una violación como quien pasaba por ahí, no sabe de lo que está hablando. Por tanto, ¿cómo expresar simbólicamente todo esto? Pues, por ejemplo, como lo hace Lucas. Hay que recordar que la Biblia se escribe para gente que no sabe ni leer ni escribir, y las imágenes han de ser muy nítidas, impactantes. Hay que transmitir, pues, que una joven palestina fue capaz, en nombre de Dios, de amar al hijo ilegítimo. Y el modo más simple de hacerlo es diciendo que Jesús fue concebido por el espíritu de Dios. El mal, como acabamos de decir, no alcanzó la bondad de esa joven. Ella permanece intacta, virgen . De hecho, no lo era -no podía serlo-. Pero sí que lo fue en verdad. Jesús fue concebido por el amor de Dios . Sin duda, podemos afirmar que el relato es, simplemente, un modo de declarar que Jesús fue Hijo de Dios. De hecho, como acabamos de decir, el relato de una concepción virginal es una forma simbólica recurrente en los mitos de la Antigüedad. Ahora bien, hay que tener en cuenta que dicha forma simbólica se aplica no al héroe de turno, sino a alguien que acaba muriendo como un abandonado de Dios. Y eso no hay Resurrección que lo salve, pues quien resucita -quien ha sido ensalzado a la derecha del Padre- es, precisamente, el que es crucificado como Crucificado, no un alma inmortal o algo parecido. La forma simbólica se emplea para hacerle decir lo que esa fórmula no podía en modo alguno decir: el verdadero Hijo de Dios es el que acaba muriendo como un maldito de Dios. En cualquier caso, quien olvida la historia que hay detrás de los grandes símbolos cristianos confunde la verdad con una descripción de los hechos. Y eso es faltar a la verdad. El milagro, en realidad, nunca fue paranormal.

La segunda historia la leí hace poco, a propósito de un libro sobre los veinte años del genocidio de Ruanda. Los hutus entran en el poblado dispuestos a la masacre, y un hombre tutsi esconde a su hija tras unos árboles. Los hutus lo prenden y lo atan a un poste. Después comienzan a despellejarlo. En ese momento, la niña, que debería de tener unos cuatro años, sale corriendo de los árboles llamando a su padre. Los hutus agarran una bayoneta, la ensartan en un fusil y se la clavan a la niña. Luego la plantan delante del padre. La hija muere agonizando frente a su padre. Si todo es, al fin y al cabo, silencio, esto es una última palabra. La niña está muerta, pero ese hombre en verdad también. Los hutus abandonaron el poblado, creyendo que todos habían muerto. Pero ese hombre, de hecho, sobrevivió. ¿Qué hizo ese hombre? Esto es lo que a mí me parece la historia de una resurrección. Cuando los tutsis recuperaron el poder, hubo una reacción por su parte que obligó a los hutus a retirarse. Como es sabido, después del primer genocidio hubo una segunda matanza, esta vez protagonizada por los tutsis sobre los hutus. Y lo que hace este hombre es acoger a los hijos de los hutus que habían quedado huérfanos. Los cuida como si fuesen propios. El milagro es la redención del genocida por obra y gracia del perdón de la víctima. El milagro es la redención del hombre por el sacrificio de Dios. Esto es lo definitivo. Si hay esperanza es porque esto ocurrió y no porque necesitemos decirnos que la cosa acabará bien. Del resto seguimos sin tener ni idea.

VII. ACCIÓN

VII. ACCIÓNJosé Cobo

UNA DE LAS COSAS que dice Javier, si no lo he entendido mal, es que «Dios es la realidad en la que habitamos». Pero a mí me parece que la realidad que habitamos es, en cualquier caso, «de Dios», precisamente porque no es Dios. Desde mi punto de vista, el mundo queda transfigurado -marcado- por el silencio de Dios, por su desaparición, su ocultación, su eclipse -para emplear la fórmula de Martin Buber-. Esto es lo mismo que decir que hay algo irresuelto en la Creación, o, para expresarlo con palabras de Pablo, «la Creación -desde la radical trascendencia de Dios- gime con dolores de parto». Desde un Dios en falta, el todo -y el todo es el todo- no lo es todo. Esto es: todo cuanto es se revela como algo pendiente de un último «Sí». Aquello que no puede ser, lo imposible, eso que el mundo como mundo no puede admitir -el Sí de Dios- es lo que debe ser absolutamente. Se trata, pues, de un deber ser incondicional. El mundo se encuentra, desde la nada de Dios, vinculado a un porvenir absoluto, al porvenir mismo de Dios. Dios, en sí mismo, está, literalmente, por ver. Me parece que es aquí donde se sitúan nuestras diferencias. Javier hace de la «trascendencia de Dios» -del carácter abstracto de su realidad, de su estar en falta, de su encontrarse fuera de campo- una sustancia, y me atrevería a decir que magmática. En cualquier caso, habitamos en el espíritu -el aliento, el alma- de Dios, que no es otro que el espíritu de un crucificado. Una de las cosas en las que suelo insistir es que Dios no es sustancia, y, en ese sentido, Dios es insustancial. A Dios le falta la sustancia de los entes. Por tanto, Dios no admite una visión. Con respecto de Dios, podríamos decir que no hay nada que ver. En este sentido, no es casual que los «sin Dios» sean los elegidos para dar testimonio de Dios . En definitiva, Javier y un servidor no hacemos la misma lectura de la nada de Dios. O, para decirlo con otras palabras, no nos situamos del mismo modo ante la nada de Dios. Ante la nada de Dios, el otro se revela como hermano. Ante la nada de Dios, el hombre se ve obligado a responder a la demanda infinita que nace de la garganta de los marcados por la muerte. La necesidad de responder -la responsabilidad- es la otra cara de la radical trascendencia de Dios.

Por lo común, no tenemos un contacto directo con la realidad de las cosas, con lo último o definitivo, con lo que en realidad acontece. Vivimos de las apariencias. En lugar de encarar lo real -mejor dicho, el carácter trascendente de lo real-, lo que hacemos es etiquetar las cosas. Así, podemos fácilmente pasar de largo. El yo -su interés, su necesidad de hacer del mundo, un mundo a su medida, lo que se dice «un hogar»- es el obstáculo. Vemos un muerto y decimos: «Mira, un muerto». Y seguimos con lo nuestro, a pesar de que podamos sentirnos afectivamente conmovidos. Sin embargo, que haya un muerto ahí es algo abisal: alguien ha dejado esta vida atrás. No debemos pasar de largo. La realidad reclama nuestro asombro. ¿Por qué hay mundo y no más bien nada? ¿Por qué las cosas en vez de la nada de Dios? Quizá, precisamente, porque hay la nada, la nada de Dios. En cualquier caso, tan solo caemos en la cuenta de lo que en realidad acontece con los ojos del asombro. Los ojos del día a día no son los del asombro, sino los de la necesidad. Necesitamos adaptarnos a un entorno, responder a las exigencias de la adaptación. Si nos asombramos, nos detenemos. Y no podemos detenernos. Pues el mundo nos pide que pasemos de largo. Ciertamente, estoy sujeto al instinto cuando cuido de mis hijas. Pero no solo al instinto. Cuando caigo en la cuenta de que su vida me ha sido dada dentro de un plazo desde el silencio del cosmos -cuando caigo en la cuenta de que su vida es un milagro-, no estoy sujeto solo al instinto. Aquí hay un plus, algo que se encuentra más allá del dato, algo que solo puede ser asumido desde la óptica del don. Ciertamente, ese plus no es algo que pueda constatar asépticamente un espectador -un científico-. Desde las gradas de la observación científica solo podremos ver cuerpos que reaccionan a otros cuerpos. Y para captar el don hay que estar en la escena, expuestos a la nada de Dios. En cualquier caso, el don sería lo eterno, lo que no podrá sernos arrebatado. Nadie podrá arrebatarme que mis hijas me han sido dadas de una vez por todas, aunque, sin duda, morirán. El ateísmo -al menos, el ateísmo de salón- es, por tanto, un error. Hay más que el

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dato. Mejor dicho, solo es en verdad lo que no puede darse como dato. Pero de igual forma me atrevería a decir que la religión es también un error, pues coloca otro dato en lugar del dato inicial. En ese sentido, la experiencia del don no admite un saber acerca de Dios ni siquiera hipotético, salvo quizá durante nuestra infancia. Todo se nos da desde el fondo de la nada de Dios, de su silencio. Ahora bien, por eso mismo, no solo del asombro vive el hombre. También vive del escándalo. Irrumpe el mal. Y el mal se muestra como el lado oscuro de la Creación. Mejor dicho, como lo irreparable de ella. El mal, si lo sufres en carne viva, te expulsa del mundo. Es lo que en absoluto debe ser en nombre de una vida que nos ha sido dada desde la «contracción de Dios», según la expresión del místico judío Isaac Lufia. El mal en absoluto debe ser, aun cuando sea, de hecho, mundanamente necesario o inevitable. Nosotros somos quienes estamos sometidos, en nombre de Dios, al absoluto no deber ser del mal. El cómo se realizará la promesa de Dios, el deber ser de Dios -el Reino-, es algo que no nos incumbe, o mejor dicho, no nos pertenece. Es aquello tan paulino de esperar sin expectativa. Esperamos -porque creer es esperar-, pero no porque nuestra psicología necesite imaginarse un final feliz. La esperanza es la otra cara del mandato: «Amarás al prójimo» significa tanto «Debes amarlo» como «Acabarás amándolo» . La incondicionalidad del mandato va con la incondicionalidad de la espera. Es cierto que, cristianamente, la esperanza se sostiene también sobre el acontecimiento del perdón. Hay un ya sí. Pero, en cualquier caso, seguimos sin podernos hacer una idea -una imagen- del futuro absoluto de Dios. Seguimos, por tanto, en manos de Dios con respecto de lo último. Por eso mismo, lo último no es un tiempo último, sino el final mismo de los tiempos, algo literalmente increíble para los que aún estamos sujetos al tiempo. Pero un judío -y cabe recordar que el cristianismo no deja de ser un judaísmo- siempre piensa en imperativo: lo que es no es el dato -lo real no es lo fáctico-, sino lo que debe ser en nombre de Dios.

En una de las charlas dije aquello de que los tiempos del presente no son los tiempos de la presencia de Dios, sino los tiempos de la obediencia. El creyente es aquel que se encuentra sujeto al mandato de Dios, a la voz imperativa que nace de los estómagos del hambre. El clamor de los hombres se revela como la Ley de Dios. La cuestión es quién pronunciará la última palabra, si Dios o el mundo. Pero la última palabra no se pronuncia. Se hace. Aquí conviene tener presente aquello del Talmud: «El entendimiento del hombre solo alcanza lo que alcanzan sus obras». Fuera de las obras, lo que decimos es mito, idolatría. No se trata, por tanto, de la plenitud. La plenitud no es el horizonte de la respuesta creyente. Si se da, se da por añadidura. No me atrevería a decir que Jesús haya sido feliz. Tampoco infeliz. Quien se encuentra cabe Dios, se halla más allá de la disyuntiva entre felicidad e infelicidad. Ante Dios, solo es posible responder. No responder es ya responder. Hay un versículo en el Éxodo (Ex 7,28) que no está del todo bien traducido en las Biblias cristianas, y es algo que me llama la atención porque quizá no sea casual: «Primero obedeceremos y luego entenderemos». El saber se pospone, la acción es lo primero. Tiempos de obediencia son tiempos de respuesta. ¿A qué? El Antiguo Testamento dice «al mandato de Dios». El Nuevo Testamento, en cambio, añade «al mandato que nace de la redención de Dios». Cristianamente, la experiencia crucial no es la cruz, sino la Resurrección del Crucificado. ¿De qué hablamos, sin embargo, cuando hablamos de la Resurrección? A continuación diré algo que no es lo habitual, pero tampoco creo que sea incorrecto. Vaya por delante que la Resurrección no es un dato, un hecho de la experiencia, algo que podríamos haber constatado de haber estado allí. Tampoco, sin embargo, una interpretación subjetiva. No vale aquí decir «para mi, Jesús sigue vivo en mi interior». O, como se dijo con relativa frecuencia en los sesenta, «la causa de Jesús sigue adelante». Es obvio que los primeros cristianos cuando anunciaron la Resurrección de Jesús no quisieron decir eso (o al menos no solo eso). Por otro lado, tampoco estamos hablando de la «inmortalidad del alma». El lenguaje de la Resurrección, como dije en la charla anterior, pertenece al marco de la esperanza apocalíptica y, por tanto, al de la fe en el Juicio de Dios. ¿Qué esperan los apocalípticos? Cabe recordar que la palabra apocalipsis significa 'final de los tiempos', pero también 'revelación'. Es como si, cristianamente, se nos dijera que la revelación solo acontece en el final de los tiempos. Los

VII. ACCIÓN

apocalípticos están convencidos de que, al final, Dios pondrá fin a la historia y juzgará a vivos y muertos. Nadie escapa al Juicio de Dios. Los muertos deben, por tanto, resucitar para comparecer ante Dios. Sin Juicio -sin un cierto temor de Dios, sin temblor de piernas- la Resurrección se convierte en mito: en una especie de renacer de las cenizas o en una variante mítica de nuestra resiliencia. Sin embargo, la redención es un «ser elegidos por Dios en el día del Juicio». Resurrección de los muertos, esto es: «el Juicio Final ha comenzado». En este contexto, también hay que tener en cuenta que para la esperanza mesiánica -y el cristianismo se cuece, no hay que olvidarlo, en el seno de dicha esperanza-, quien nos juzga es el Mesías en nombre de Dios. Pues bien, teniendo todo esto en cuenta, me atrevería a decir que la experiencia de la Resurrección es deducida, por decirlo así, de la confesión de Jesús como Mesías. Para los primeros cristianos, Jesús fue el Mesías. Y esta confesión fue probablemente guiada por la lectura del canto del siervo sufriente en Isaías. Pues no deja de ser, cuando menos, desconcertante que el Mesías termine colgado de un madero. Por tanto, si Jesús es el Mesías, Jesús ha sido elevado a la derecha del Padre para juzgar a vivos y muertos. En ocasiones se apela a las apariciones para demostrar la Resurrección de Jesús, pero las apariciones presuponen la fe en la Resurrección, no la demuestran. Son, como dicen los exegetas, relatos de legitimación: «¿Qué has visto -a quién- para poder decir lo que dices?» Es posible que la existencia del sepulcro vacío ayudara a confirmar el carácter mesiánico de la vida y muerte de Jesús. Pero un sepulcro vacío, por sí solo, no demuestra nada. No hay, por tanto, experiencia individual de la Resurrección como la de quien, por ejemplo, contempla la erupción de un volcán. La experiencia que hay detrás es, en cualquier caso, comunitaria. La fe podríamos decir que se contagia, pues el individuo solo puede captar el futuro cuando puede decir «nosotros». ¿Quiénes somos nosotros? Los salvados -los reconciliados con Dios- por la fe de Jesús. ¿Qué decimos cristianamente? Lo que dice Pablo: «No son las obras las que nos salvan, sino la fe de Jesús». Si Jesús no hubiera sido fiel hasta el final no habría Dios. O, si se prefiere, no podríamos volver a Dios, responderle; en definitiva, ser capaces de Dios.

En cualquier caso, nosotros, los satisfechos, somos aquellos a los que nos da igual ser de una religión que de otra. Nosotros no necesitamos creer. Somos los que damos por supuesto que lo que importa es amar, ser buena gente, que es mejor dar que recibir. Y algo de cierto hay. Sin embargo, eso que damos por supuesto salta por los aires con la irrupción del mal. En medio del infierno, no podrás creer -no podrás suponer- que al final todo acaba bien o que de lo que se trata es de ser buena gente. Mejor dicho, no deberás suponerlo. Cristianamente, creer es anunciar que hay vida tras la catástrofe. Y la hay porque ha habido vida después de la muerte: «He sido desatado de los árboles», «He recibido el perdón de mi víctima»... Solo los salvados pueden creer. Y creer es también anunciar. Por eso, la acción cristiana es una respuesta a la redención, no una ascesis que pretenda alcanzar la pureza de una vida simple. Sin la experiencia de un haber sido salvados, la acción cristiana no es diferenciable de una buena acción, de un compromiso moral. El cristianismo no es una ONG.

Me gustaría terminar con una cita de Mateo, 25,31, que os resultará familiar. Se trata de la escena del Juicio Final: «porque tuve hambre y me diste de comer...». ¿Cómo podemos leerlo sin estremecernos? Porque yo, al menos, soy de los que pasan de largo. Aquí hay una cosa que me llama la atención de este fragmento. Por un lado, tenemos a los que son desplazados a la izquierda de Dios, que se preguntan: «¿Cuándo te vimos?» Y, por otro, la respuesta de los justos, que es exactamente la misma. Es la sorpresa de los justos lo que llama la atención. ¿Acaso no sabían que estaban del lado de Dios? Lo hemos dicho unas cuantas veces: como si, al fin y al cabo, la respuesta a Dios solo pudiera darse sin Dios mediante. De ahí la importancia capital del silencio de Dios del episodio de Getsemaní. Pues, sin ese silencio, no cabe obediencia alguna. Por eso la respuesta de Jesús pudo ser una respuesta a Dios. Pero, precisamente por ello mismo, también una respuesta de Dios. Pues de Dios no tenemos nada más -aunque tampoco nada menos- que la fe de un crucificado como maldito de Dios. No es la fe del hombre, sino la fe de Dios la que nos acerca a Dios.

VII. ACCIÓN

Javier Melloni

Voy a intentar que mi respuesta no sea una yuxtaposición a tu intervención, sino que encuentre puntos de anclaje entre tu discurso y el mío. Con todo, comenzaré con lo que había preparado sobre el tema de la presente sesión.

Entiendo la acción como un punto de llegada y un punto de partida. Punto de llegada porque antes se ha gestado en el silencio y se ha clarificado en la palabra. Es en la acción donde el impulso encuentra su concreción. Por ello es también punto de partida, porque la acción introduce algún efecto en las cosas y en las personas, y permite algo nuevo. La acción se mueve en el terreno de lo delimitado concreto y verificable. En lo concreto es donde tiene lugar la transformación del mundo y de nosotros mismos. Ello toca el misterio de la Encarnación. La Encarnación de Dios significa que Dios se ha sumergido en la historia a través de la persona de Jesús y que, a través de los diferentes episodios de su vida, ha recorrido todos los registros de lo humano, hasta la muerte, y una muerte en cruz. La Encarnación se refiere a la implicación plena de ese adentrarse de Dios en la densidad de lo real a través de la acción. Por nuestras acciones prologamos esa Encarnación de Dios y también esa redención, ese rescate de lo humano hacia horizontes de mayor humanidad.

Por ello nuestros actos deben estar siempre bajo «juicio»: ¿Están autocentrados o descentrados? ¿Miran solo a uno mismo, de manera que acaban devorando lo otro o, al contrario, nuestro modo de estar en el mundo colabora con su transformación? A través de las decisiones concretas que tomamos podemos ir dejando de ser criaturas de necesidad dominadas por el mero instinto de supervivencia y abrirnos en diferentes grados hacia el otro.

Ahora bien, las apelaciones al Juicio Final que ha hecho José me resultan muy duras porque parten de unas categorías que solo permiten una alternativa dual: inocente o culpable. El Juicio es un término muy judío, y también cristiano, pero que hay que saber interpretar. Si no, se corre el riesgo de trasladar a Dios nuestra manera de juzgar. El Juicio de Dios se realiza en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahí es donde sitúo el Juicio de Dios; no es una condena, sino una intercesión y una lamentación de que todavía somos ignorantes. En la perspectiva judía, el mal es casi sustantivado. En cambio, en otras tradiciones se concibe como fruto de la ignorancia.

Entiendo la vida humana como un proceso. Y no solo la vida humana, sino la de todos los seres y del cosmos entero. Brotamos de Dios, venimos de él y vamos a él. Dice Pablo: «Todo será entregado al Hijo, y el Hijo lo entregará todo al Padre. Y Dios será todo en todos» (ICor 15,28). Me parece una imagen más bella y profunda, más real y última, que la de Mateo 25, que sería un pre-final, porque todavía mantiene una dualidad entre los salvados y los condenados. Mi modo de comprender el Juicio es como oportunidad para que tomemos conciencia en cada momento de cuánto amamos; no como un acontecimiento final inapelable e irreversible, sino como una lucidez que ilumina cada uno de nuestros actos para ayudarnos a discernir en qué medida nuestra vida todavía ignora al hermano o se despliega hacia él. «Al final de la vida se nos examinará del amor», dijo san Juan de la Cruz. Pero no habría que esperar al final de la vida, porque, en verdad, cada instante se consuma en sí mismo. Este final debería estar cada vez más cerca de la conciencia de lo que acabamos de hacer. Cada instante es un final y un principio. A través de la conciencia que ponemos en las acciones que hacemos vivimos el tiempo de Dios, como le gusta decir a José. Y es Dios, su Espíritu, quien nos permite hacer este proceso de desvelamiento y descubrimiento. Sin el Espíritu estamos ciegos y nuestra poca clarividencia nos constriñe a dar sentencias parciales y convertirnos en jueces de los demás.

Estamos siempre en proceso. José dice algo que me parece muy bello: Dios está por venir , Dios está en diferido . Ciertamente, nuestra vida transcurre en el «todavía no». En este sentido, Dios está «por venir». Pero lo que judaicamente -y, en parte, cristianamente- situamos en el futuro, en otras religiones se descubre en el presente. Es el modo que tenemos de vivir la cualidad del ahora lo que hace que el todavía no sea ya sí. No porque venga del futuro, sino porque proviene de vivir en transparencia ese momento. Es cierto

VII. ACCIÓN

que podemos estar pasando por situaciones muy duras, tóxicas o distraídas, tan cierto como que la historia no está acabada. Pero también es cierto que si vivimos en estado de abiertos -en el zen se habla de apertura infinita -, Dios puede manifestarse aquí y ahora. Jesús lo expresó diciendo que el Reino está en medio de nosotros (Lc 17,21). Lo que anhelamos para el futuro no es alienación. El anhelo es legítimo. Pero también cada instante vivido en transparencia y en verdad contiene la plenitud del Reino. Por eso es tan fecundo como necesario el encuentro y el diálogo entre las religiones, porque los diferentes acentos que entran en juego se complementan.

Respecto al tema que ahora nos ocupa, quisiera destacar la diferencia entre hacer y actuar. Hacer es un verbo neutro y anónimo. Muchas cosas se hacen porque convienen. Alguien ha de hacerlas; no importa quién las haga, lo importante es que se hagan. Actuar, en cambio, remite al rasgo más personal e irrepetible que hace que aquello que realizamos nos implique integralmente. Actuando nos vamos realizando. Cada cual tiene una llamada o vocación personal. Por las decisiones que tomamos y las acciones que llevamos a cabo transformamos el mundo, a la vez que vamos siendo transformados. Pierre Teilhard de Chardin hablaba de la Creación continua y de la Encarnación continua . La Creación se prolonga a través de nuestra acción. Actuando, co-creamos junto con Dios . Cada ser humano participa y colabora con el acto creador de Dios cuando actuamos desde nuestro centro, así como también prolongamos su Encarnación. Ello hace que nuestra existencia adquiera una cualidad crística dando rostro personal al Cristo total que se despliega a través de cada uno de nosotros.

La mística judía considera que el Mesías se está haciendo en cada uno de nosotros , que cada ser humano es parte de ese Mesías y que el Reino de los Cielos vendrá o no en la medida en que nuestra vida sea mesiánica, más verdadera. Lo mismo dice la mística cristiana: somos co-redentores del acto redentor iniciado por Cristo, el cual necesita de nuestra existencia para culminar lo que en Él ya ha acontecido. La Resurrección de Jesús es una anticipación de lo que en la historia humana todavía no es.

Retomo las tres palabras que hemos abordado en las tres últimas sesiones: el silencio nos pacifica y nos despliega; la palabra nos da una dirección y un sentido; y la acción concreta lo que a través del silencio y la palabra hemos esclarecido. La acción es un punto de llegada y un punto de partida de transformación del mundo y de nosotros mismos.

Para acabar, quisiera todavía añadir algo que es muy cristiano y muy teilhardiano: «las pasividades de crecimiento» y «las pasividades de disminución». No somos solamente lo que hacemos, sino también todo lo que padecemos, todo lo que se hace en nosotros. En El medio divino, Teilhard dedicó casi un tercio del libro en mostrar que, además de nuestras actuaciones y decisiones, hay muchas otras dimensiones y áreas en nuestra vida que están regidas por una pasividad fundamental, y que también ellas pueden ser transfiguradas. Unas nos hacen crecer -la vida vegetativa de nuestro cuerpo, el desarrollo del cuerpo durante la primera parte de nuestra vida...-, pero otras nos disminuyen -enfermar, envejecer, etc. Ante tantas cosas que no elegimos, sino que sufrimos sin poderlas elegir, lo que sí depende de nosotros es que logremos acogerlas y consintamos con ellas. De este modo también participamos de la Creación continuada, de manera que todo lo que en nosotros se hace se pueda convertir también en vía de comunión con Dios. Como decía Teilhard de Chardin, «no es suficiente que muera comulgando. Enséñame, Señor, a comulgar muriendo» (Pierre Teilhard de Chardin, El medio divino, II.3 .c.).

José Cobo

Creo que el ya sí de Dios es Jesucristo. Y esto es lo que tenemos de Dios , ni más ni menos. Si acentúo el todavía no es porque veo un exceso de ya sí a mi alrededor. Y me resisto a disolver la experiencia del Juicio en un «todo el mundo es bueno».

Los que se encuentran ante Dios son los que han sido atravesados, puestos en cuestión, descentrados por la mirada del pobre, por su clamor. Pero ¿quién de nosotros es capaz de aguantar la mirada del pobre? Bíblicamente decimos que el pobre nos juzga porque nos obliga a responder . Eso es el Antiguo Testamento. Ahora bien, el Nuevo Testamento añade que somos atravesados no tanto por la mirada del pobre como por su perdón, el

VII. ACCIÓN

perdón que desciende de la cruz. Me habréis oído muchas veces hablar de aquellas madres de El Salvador que daban su sangre para salvar a aquellos soldados que habían matado a sus hijas momentos antes. No estamos hablando de algo humano que podamos exigirnos mutuamente. Lo que nos obliga a responder, entonces, es el perdón de nuestras víctimas. Ahí es donde se plantea la disyuntiva: o respondemos a ese perdón y somos salvados, o bien no respondemos y, por tanto, permanecemos hundidos. Vivimos de espaldas a Dios, pero la posibilidad de rechazar a Dios no nos estremece. Esto de por sí ya es un síntoma de nuestra impiedad. Ahora bien, lo cierto es que, cristianamente, lo primero es el perdón de Dios. Pero también es cierto que el perdón de Dios no nos ahorra el Juicio: nos juzga más el perdón de una madre que el mandato del padre. Pensemos en el infierno familiar que supone tener un hijo drogadicto. Imaginemos la reacción típica del padre: «Ya no eres mi hijo, no vuelvas a entrar en casa hasta que no dejes la heroína». Pero la madre pone un plato en casa. El hijo vive sub iudice especialmente ante el perdón de la madre. Esto es, en el fondo, lo cristiano.

Javier Melloni

Tengo dificultades con la expresión ante Dios . Prefiero decir que estamos en Dios . No somos seres separados de Dios y por ello no estamos ante Él sino en Él. Todo está en Él. «En Él somos, nos movemos y existimos», ya dijo san Pablo (Hch 17,28). El mal no es algo ajeno a Dios, aunque es diferente de Él. La dualidad en la realidad pertenece a un tiempo penúltimo. Mi comprensión de la escatología es que «Dios será todo en todos» (ICor 15,28). Y si lo será al final, es que ya es ahora, aunque no lo vivamos así.

Otra cuestión compleja es la que plantea nuestra identidad personal. Llamamos yo a ese espacio de realidad autorreferida con la que nos identificamos. Esa yoidad se va desplegando desde que nacemos y nos vamos interrelacionando con otros yoes, los túes con los que convivimos: nuestros padres, hermanos, los compañeros de la escuela, los vecinos, los demás ciudadanos, etc. Vamos aprendiendo a vivir en familia, en sociedad, etc. Vamos chocando continuamente con otros yoes. Vivimos en ese fondo que es Dios sin darnos cuenta, vivimos gracias a un silencioso y puro darse que espera a ser descubierto para que nos demos cuenta de que detrás de nuestro yo y de cada tú está Él dándose en cada uno. Y en la medida en que sintonizamos con este darse, descubrimos que nuestro propio ser consiste en ser Él dándose en nosotros para que nosotros nos demos a Él y en Él. Se trata de un lento des-egotizarnos hasta desprendernos del todo de nuestra autorreferencia. Al final descubrimos lo que es el Ser: puro amor, puro darse.

A mi modo de entender, el Juicio Final consistirá en descubrir en qué sentido y hasta qué punto hemos sido capaces de vivir desde esta conciencia de ser Uno. Mi versión de Mateo 25 sería algo como: «¡Oh, Señor, pero si todos éramos Tú siendo Tú en nosotros! ¡Éramos todos uno y no lo sabíamos!» Esto no es un final feliz al estilo de la new age que rebaja la responsabilidad de nuestros actos. Cada acto nuestro es necesario, y debemos responsabilizamos de nuestras decisiones y actuaciones porque nuestras vidas son irrepetibles pero no irreversibles ni definitivas. Nuestras pequeñas historias humanas con finales abruptos serán redimidas en una totalidad de la cual ahora solo tenemos pequeñas instantáneas. Nos falta todavía la comprensión de ese Todo. José dice que esto es saber demasiado. No sé si esto es saber demasiado. Más bien creo que todavía sabemos demasiado poco. Lo que sí sé es que, cuando tenemos esta comprensión, sentimos más ganas de vivir porque da significado a lo que vivimos. La vida no es una pesadilla, lo que sucede es que solo tenemos retazos de realidad y nos falta perspectiva para entenderla. Desde una mirada más amplia -nuestros hermanos mayores, los místicos, nos dicen que nuestras vidas son penultimidades-, podemos soltarnos y confiar. Estoy de acuerdo cuando dices que lo que vemos es totalmente superficial, primitivo y rudo. Hay muchísima más realidad de la que percibimos. Desearía cultivar continuamente esa mirada de ojos transparentes que hace que en el todavía no de tanto dolor podamos ver el ya sí de lo que la realidad está llamada a ser.

A MODO DE EPÍLOGO

A MODO DE EPÍLOGOJosé Cobo

SIEMPRE HE DICHO que Javier es un hombre de Dios. Por su capacidad de asombro, pero, sobre todo, por su bondad. Y la bondad lo es todo. Creo que su sensibilidad hacia la fragilidad de los que sufren está incluso por encima de su admiración ante lo creado. La cuestión, sin embargo, es Dios. A modo de epílogo, quisiera, con estas líneas, exponer a grandes trazos qué me une a Javier -intelectualmente hablando- y qué me separa de él.

Sin duda, la experiencia del don es la raíz de la vida del espíritu. Ahora bien, Dios no existe. Al menos en cuanto a Dios. Como decía Bonhoeffer: «Un Dios que existe, no existe». O dicho en otras palabras: un Dios que existe no puede valer como Dios. Lo cierto es que la vida nos ha sido dada desde la nada de Dios; la vida es, pues, en este sentido, debida a Dios. Dios es real, pero, por eso mismo, no es según el modo de los entes. En el fondo, todo existe -todo se nos ofrece- desde la contracción de Dios. Esta es mi convicción, y creo que también la convicción bíblica. En esto estamos de acuerdo Javier y yo.

No obstante, me atrevería a decir que no nos situamos del mismo modo ante la nada de Dios. Javier hace de esta nada una nada magmática. Pero Dios no es un magma, ni siquiera etéreo. Dios en sí mismo es aquel que se encuentra en falta. Y es por eso que podemos estar sujetos a Dios, a su voluntad. La experiencia de un Dios en falta es, me parece, indisociable de un estar sujetos a la Ley de Dios; en definitiva, a la pregunta por el hermano. Bíblicamente, decimos que todo lo que es de Dios acontece bajo el silencio de Dios. Y el silencio de Dios no es tan vivificador como hiriente, pues se nos impone en medio del sufrimiento indecente de los hombres. Ahora bien, lo que confesamos cristianamente es que no hay otra presencia de Dios que la del Crucificado. Que el Crucificado es, paradójicamente, la palabra -la promesa- de Dios. Que Dios se pone en manos de los hombres para que pueda ser Dios. Que la presencia de Dios depende de la respuesta de los hombres al perdón que ofrece un crucificado en nombre de Dios. Dios es, ciertamente, espíritu. Pero el espíritu de Dios es lo que queda de Dios cuando ya no queda nada de Dios. Y eso es el espíritu de Dios como el espíritu mismo del hombre. Como si Dios fuera la vida frágil de un niño que hay que preservar a toda costa del poder de la muerte. Pues la identificación de Dios con el pobre es radical. Javier, creo, se encuentra más cerca de una espiritualidad budista que cristiana. Y por eso a mí me parece que lo que él defiende son palabras penúltimas, no últimas. Aunque sean, por otra parte, necesarias.

En cualquier caso, lo que queda de nuestra confrontación no es, precisamente, lo que nos separa, pese a que tampoco sea el contenido que nos une. Me atrevería a decir que lo que queda es una actitud, pues no dejamos de ser aquellos que le siguen la pista a Dios. Al fin y al cabo, solo nos tenemos los unos a los otros en el mientras tanto de la historia. Permanecemos «entre la gravedad y la gracia», por emplear la hermosa expresión de Simone Weil. Y si todo es, en definitiva, gracia -que lo es-, no podemos hacer otra cosa que dar las gracias. Sobre todo a Alexis Bueno, jesuita y amigo, que ha hecho posible nuestro encuentro. Y no solo eso.

Javier Melloni

A lo largo de estas sesiones han quedado de manifiesto tanto nuestras diferencias como nuestros puntos en común. En ocasiones hay unas claves que hacen que lo que decimos sea o muy parecido o muy antagónico.

Quisiera retomar tres temas: nuestra comprensión sobre quién es Dios, la cuestión del silencio como presencia o como ausencia de Dios y el tiempo de Dios. En cuanto a quién es Dios, creo, como José, que no existe según el modo de existir de las cosas. Dios no puede ser sustantivado. Estoy de acuerdo con la afirmación atea del «Dios no existe». Dios es. Los que existimos somos nosotros. Él es quien posibilita que nosotros existamos. En efecto, el gran peligro de las religiones, de todas ellas, es hacer de Dios un ente más. En esa radical otredad de Dios sintonizo contigo. Como ya dije en la primera sesión, contra el antropomorfismo de nuestra imagen de Dios, creo que el ser humano es teo-mórfico; somos nosotros quienes tenemos la forma de Dios y no Dios quien tiene nuestra forma. Y esa forma de Dios no es otra que la donación. Su ser y su darse son lo mismo

A MODO DE EPÍLOGO

en él. Quizás donde más divergimos es en el modo de interpretar el silencio de Dios. Yo lo concibo

como su forma de presencia, mientras que José lo identifica como signo de su ausencia. Para mí, ese silencio es también silenciamiento de la mente y de los deseos. Se trata de una apertura silente de todo nuestro ser ante Lo-Que-Es. Entonces se manifiesta tras todo lo que vemos lo que lo sostiene y nos sostiene. El silencio del que hablo es el grado último y primero de la oración. Es postración y adoración. Es dejarse hacer para ser en el Ser. De ahí brota una comprensión muy diversa de todas las cosas.

Todo esto se halla en relación con la tercera cuestión: el tiempo de Dios. Si bien, por un lado, hemos de esperar ese futuro diferido, ese futuro anhelado de un mundo sin mal y sin dolor, comprometiéndonos con nuestras circunstancias políticas, sociales y económicas, y solidarizándonos con los que son víctimas de tantas situaciones del todavía no, con la misma fuerza creo que, por otro lado, todo nos es dado en el aquí y en el ahora de cada momento, de cada situación. Rebelión y escándalo ante el dolor y mal del mundo, por un lado, y, por el otro, rendición y agradecimiento. Vivir conjugando ambos polos es lo que hace que profetas y místicos se necesiten y se requieran en cada generación.

No puedo sino agradecer a José la interpelación que ha supuesto para mí escucharlo, a lo largo de estas sesiones y, luego, el hecho de haberlas retomado para convertirlas en este texto escrito. Agradezco también a Alexis la iniciativa e insistencia que tuvo para que nos animáramos a confrontarnos en estos diálogos con José. También agradezco al Casal Loiola y a Cristianisme i Justicia el haber facilitado estos encuentros, así como a Fragmenta Editorial apostar por esta publicación. De esta manera, el contenido de este debate y de estas reflexiones puede llegar a más gente que a los que asistieron en su momento y, además, pueden disponer por escrito de lo que escucharon a través de un texto más preciso y madurado.