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Tomado de: Blanchard-Laville, Claudine: Los docentes entre el placer y el sufrimiento. Traducción de: José Luis Atienza en coedición de la Universidad Veracruzana y la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México 2009.

Capítulo 10

Espacio psíquico y transferencia didáctica

“El espacio de la clase, a veces, se presentaba como un espacio mental, más o menos cohe-rente y armonioso, y la atmósfera aparecía en-tonces clara, agradable, respirable; otras ve-ces, al contrario, había una acumulación de pensamientos y de sentimientos, flotantes e in-móviles, una madeja pesada, en absoluto transformable, y opaca a cualquier conocimien-to. Pero si yo era el principal responsable de semejante atmósfera, también lo era el audito-rio. Cuando se respira el aire de los sentimien-tos y de las ideas, las vicisitudes meteorológi-cas del ambiente traducen la naturaleza y el es-tado mental del conjunto”

Salomon Resnick, Espace mental. Sept leçons à l’Université.

Acabamos de ver en el capítulo precedente que la aportación de las teorías de la enunciación había sido decisiva en lo que respecta al análisis del discurso del profe-sor en situación de enunciación didáctica, y esto quizás tanto más cuanto más se tra-taba para el docente de transmitir un saber científico. En efecto, los enunciados que se refieren a este saber se escriben en los márgenes de un tipo de discurso particular en el que el sujeto de la enunciación ha desaparecido y cuya verdad no depende ni del lu-gar ni del tiempo ni del autor de la enunciación. Ahora bien, el docente, en cada clase o lección, que constituye una situación de enunciación singular, emite un discurso par-ticularmente vinculado a ese encuadre enunciativo, con referencias permanentes al lu-gar y al tiempo de la enunciación tanto como a sí mismo, el autor de la enunciación. Los signos lingüísticos que sirven para dar este tipo de indicaciones en el discurso son llamados por los lingüistas “conectores” del discurso. En el marco de una clase de ma-temáticas estamos, pues, confrontados a un discurso que contiene al menos dos pla-nos de enunciación muy contrastados, o dos tipos de discurso imbricados el uno en el otro, el uno conectado, el otro no conectado; la manera como cada docente negocia esta imbricación nos parece interesante de analizar en cada caso.

Según este enfoque, recordemos, el enunciador no se contenta con transmitir un contenido sino que realiza un acto de habla y, por ello, produce una acción afecta-da de una fuerza elocutiva más o menos intensa. En este sentido, el discurso es pro-ductor de efectos y portador de una cierta tensión. Son estos caracteres pragmáticos los que, por lo demás, le confieren su potencia de intervención en lo real. De hecho, todo enunciado está afectado por una cierta valencia elocutiva. Esta puede ser en par-te reforzada, en parte desmentida por las expresiones no verbales concomitantes del locutor. Así se puede comprender cómo, mediante su discurso, combinado con sus comportamientos no verbales, el profesor instaura un cierto clima psíquico en el espa-cio didáctico.

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Esta fuerza moldeadora según la cual el docente da forma al espacio a nivel psíquico, es lo que hemos elegido denominar la transferencia didáctica del docente. Es la ecología o la economía de esta transferencia didáctica lo que nos interesa, en el sentido de que esta transferencia didáctica instaura en el espacio de la clase una at-mósfera psíquica singular, en el seno de la cual se despliegan los movimientos de pensamiento y de aprendizaje de los alumnos.

Según parece, es a Bion a quien debemos las primeras utilizaciones de la no-ción de “espacio psíquico”. Para él, “el espacio de pensamiento y el espacio emocional no son metáforas fundadas sobre la experiencia del espacio perceptivo, es la expe-riencia del espacio interno la que es primera” (Houzel, 1985). Se trata de liberarse de la representación del espacio perceptivo. Este espacio está organizado de manera compleja. Es por lo menos cuadridimensional, contando como cuarta dimensión el tiempo psíquico. Está ligado a la dinámica de las transferencias. Si seguimos a Roger Roquefort en su artículo “L’espace psychique de la pédagogie”, “está constituido por la propia correlación entre mundo interno y mundo externo […] el espacio psíquico es la externalización de las modalidades de funcionamiento interno de los aparatos psí-quicos individual y grupal”.

Para apreciar más finamente todos estos fenómenos, y sobre todo cómo se construye el espacio psíquico de la clase, hemos analizado secuencias de clase inte-grando la aportación de imágenes en vídeo, es decir, tratando de completar nuestros análisis mediante la observación de los fenómenos extraverbales.

Observación clínica

Hemos tomado la decisión de enriquecer nuestros análisis mediante la obser-vación del material no verbal que acompaña al discurso de los docentes que aceptaron ser filmados.

Hemos intentado dejarnos ganar por el impacto emocional que la visión de cier-tos gestos, miradas, mímicas o posturas del docente producía en nosotros, cuando aceptábamos acoger esas sensaciones. Este estilo de observación se acerca al utiliza-do por algunos etólogos, como Boris Cyrulnik (1993), o también por psicoanalistas que estudian las relaciones madre-bebé (Fivaz-Depeursinge, Maury, Bydlowski y Stern, 1995). Se presta a las imágenes una atención flotante, para no dejarse atrapar en el juego del profesor, y al mismo tiempo particularmente intensa en el sentido de la dis-ponibilidad psíquica contratransferencial. Se trata de una forma de observación siem-pre abierta, en la que lo esencial es dejarse impregnar por las imágenes; según esta perspectiva, nuestros destellos de comprensión están vinculados a nuestra capacidad para metabolizar los elementos psíquicos que las imágenes proyectan en nosotros, di-cho de otra manera, a nuestra “capacidad de ensueño” en el sentido de Bion (1974)1. En nuestro enfoque clínico de inspiración psicoanalítica, los conceptos de inconscien-te, de transferencia y de realidad psíquica están en el centro de la teorización.

Desde hace más de un siglo, Freud nos ha familiarizado con un nuevo espacio de conocimiento. Transformando el objeto de la psicología, ha trastocado nuestra con-cepción de la realidad; según Claude Le Guen, “él decía que las producciones psíqui-cas tienen en ellas mismas, y no sólo por el hecho de la constatación de sus efectos, una realidad propia cuya concreción es al menos igual a la de la realidad material”. De modo que Freud inventó la realidad psíquica. Cuando él habla de realidad psíquica, según Laplanche y Pontalis, es para designar lo que para el sujeto toma, en su psi-

1 Nos apoyamos especialmente en los trabajo de Esther Bick sobre la observación de bebés en sus fami-lias, que hoy interesan a varios psicoanalistas (Lacroix y Monmayrant, 1995) cuyas publicaciones intentan formalizar el método.

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quismo, valor de realidad; aquello que presenta una coherencia y una resistencia com-parables a la de la realidad material.

Los movimientos contratransferenciales del observador

Como propone Claude Le Guen en su artículo “Le principe de réalité psychi-que”, “el objeto del psicoanálisis es el psiquismo abordado según el punto de vista del inconsciente; pero éste tiene la particularidad de no ser aprehensible en cuanto tal: no puede serlo más que a través de sus efectos y de sus productos […] y permanece en sí incognoscible”. Ahora bien, para estudiar el psiquismo humano, estamos obligados a pasar por otro psiquismo humano.

Así, este autor observa: “La naturaleza misma de nuestro objeto de estudio, el psiquismo humano, está necesariamente confundida, incluso está en perfecta identi-dad, con el agente del estudio. […] Esto es lo que nos proporciona nuestro mejor ins-trumento de conocimiento: el funcionamiento recíproco de la transferencia y de la con-tratransferencia”. De modo que, cuando intentamos, a partir de la escucha y de la ob-servación de secuencias grabadas, comprender las modalidades según las cuales los procesos psíquicos inconscientes actúan en el espacio de enseñanza, utilizamos prio-ritariamente las enseñanzas proporcionadas por nuestros movimientos psíquicos con-tratransferenciales de investigadores, sean cuales sean los instrumentos técnicos de ayuda a la investigación: el análisis del discurso, por lo que concierne al análisis de las interacciones verbales, y la observación de imágenes, en lo que respecta al análisis de los intercambios no verbales. Estos movimientos internos de los investigadores son suscitados ya sea por aquello que les “hacen” a nivel psíquico los diálogos y las inte-racciones entre los docentes y los alumnos observados, ya sea por aquello que les “hacen” sus gestos, sus posturas, las miradas que intercambian, sus mímicas. Por ra-zones de sistematicidad de la investigación, utilizamos observaciones de secuencias de enseñanza grabadas en vídeo, lo que permite trabajar en varias ocasiones sobre el mismo material, tanto sobre el protocolo retranscrito in extenso como sobre las imáge-nes grabadas, que pueden así ser visionadas en repetidas ocasiones. Aún cuando no se trate de una observación in vivo, podemos atestiguar sin embargo que el impacto a nivel emocional de las imágenes-vídeo de secuencias de enseñanza sigue siendo ex-tremadamente poderoso para un observador sensible al enfoque clínico; dicho de otra manera, para quien ha desarrollado en el curso de su experiencia una sensibilidad a la observación clínica, es decir, una capacidad de dejarse afectar a nivel psíquico acep-tando situarse en una posición de apertura y de disponibilidad contratransferencial.

La atención inconsciente

Cuando digo dejarse “afectar” a nivel psíquico, quiero indicar con ello que este registro es específico. Como lo expresa W. R. Bion (1974), “la angustia no tiene ni for-ma, ni color, ni olor, ni sonido”, por ello, es imposible evocar “sensaciones psíquicas” que se comuniquen de un psiquismo a otro. En el nivel verbal, son los caracteres prag-máticos del discurso, ligados a la singularidad de la enunciación, los que atribuyen una valencia elocutiva a los enunciados verbales que, así, inducen ciertos efectos sobre el destinatario; esta fuerza elocutiva los hace portadores de una cierta tensión en parte responsable del clima psíquico del espacio didáctico. Las palabras del discurso son oí-das a nivel de los efectos que producen y no del sentido propiamente dicho que vehi-culan. No se trata de que haya que impedirse observar también lo que se intercambia efectivamente a nivel del sentido sino que, para aprehender esta suerte de doble de los enunciados, es necesaria una suspensión, una puesta entre paréntesis de la com-prensión literal. Las interacciones psíquicas se efectúan no sólo mediante las actitudes

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y el comportamiento (Ciccone, 1997), es decir mediante efectos no verbales, sino tam-bién mediante efectos de habla, mediante el lenguaje, “cuando las palabras son utiliza-das por su aspecto-cosa más que por su aspecto-palabra”. Para captar estos efectos, el investigador-observador debe utilizar su “capacidad de ensueño”, en el sentido de Bion, dicho de otra manera, su capacidad de contener en el crisol de su propio psiquis-mo el impacto emocional, sensorial e imaginario de las palabras y de los actos no ver-bales observados y dejarlos relacionarse entre ellos para permitir que emerja de lo im-previsto una “interpretación” y que se construya sentido. Se requiere un mínimo de in-tencionalidad consciente de parte del observador para captar la dinámica inconsciente de los intercambios y sus inflexiones, para dejarse impresionar por el implícito de los mensajes que se dirigen los implicados en el intercambio didáctico. Esta forma de ob-servación se opone a la ilusión de que una relación objetivante de los hechos podría ayudarnos a remontar a los estados psíquicos subyacentes; se trata de observar con el mínimo de prerrequisitos teóricos para dar oportunidades a lo desconocido y a lo inesperado, se trata de convocar una forma de atención no selectiva, desprovista de voluntad, una forma de atención inconsciente tal como la postula Didier Houzel2, una atención “que deja a las producciones del inconsciente agruparse libremente en el seno del psiquismo del observador” (Houzel, 1997). De este modo, como lo hace notar este autor, en la observación de tipo psicoanalítico, se trata más bien de atención que de observación, atención entendida aquí en el sentido de Bion, en el sentido de to in-tuit, ir más allá de las apariencias sensibles para ver en el interior de un sujeto (Bion, 1974). Esto implica dejar el campo libre a la percepción de lo imprevisto y llegar hasta soportar no comprender, para dejar tiempo para que un nuevo sentido advenga. Este tipo de atención requiere cierta flexibilidad psíquica y mucha energía paciente. Como escribe Rosella Sandra (1991), se trata de acoger al otro en el interior de sí, en una suerte de identificación continente, sin “pensarlo” ávidamente ni tampoco evacuarlo. Estas capacidades de atención, exigen un cierto entrenamiento psíquico y esta forma de observación se multiplica si se dispone de un grupo de elaboración que permite una discusión en el a posteriori de la observación, suerte de grupo de transformación de los fantasmas del observador, como sucede en el método de observación de los bebés que debemos a Esther Bick3.

Veamos los resultados de esta observación en la clase de Martina.

Martina y los números altos

Martina es maestra en una escuela experimental de provincias. En esa escue-la, los docentes, cuando son contratados, aceptan trabajar con investigadores en di-dáctica de las matemáticas, y aceptan, por lo tanto, que parte de sus clases de mate-máticas sean observadas, filmadas y analizadas. En ocasiones, las clases se preparan de acuerdo con los investigadores. En otros momentos, lo que se filma son clases “normales”.

Ese día de octubre, la lección ha sido preparada por Martina, sola, sin ayuda de los investigadores. Dispone de una ficha de preparación de la clase de dos páginas y media que ha redactado para indicar los objetivos del trabajo así como un posible de-sarrollo de la sesión en función de los ejercicios previstos y también de los errores de los alumnos que ella trata de prever y cuya corrección, estima ella, le permitirá progre-sar en la clase.

2 En la definición siguiente de su artículo: “Propongo llamar así la receptividad pasiva que deja que los mensajes latentes del analizante se agrupen y se organicen poco a poco en el seno del psiquismo del analista”.3 Tengo la convicción de que es posible llevar más lejos este estilo de observación en función de las im-portantes consecuencias que podría tener, transponiéndolo, en la formación de los docentes.

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Esa mañana, la clase de cuarto de primaria tiene 26 alumnos, quince chicos y 11 chicas. Como de costumbre, la profesora tiene que desplazarse con el grupo a la sala construida para las grabaciones en vídeo, y también están presentes, durante los sesenta y tres minutos que dura la clase, un cierto número de observadores silencio-sos, que los alumnos ya conocen.

Nosotros no asistimos al desarrollo de la lección, pero hemos tenido la oportu-nidad de poder trabajar, varios años después de su filmación, sobre la grabación reali-zada ese día. Para ello, hemos obtenido el acuerdo de Martina, de su directora y de los directores del Centro de investigación contiguo a la escuela. Aunque Martina esta-ba acostumbrada, gracias a su presencia en la escuela desde hacía varios años, a los análisis didácticos de sus clases de matemáticas, no parecía en cambio tener a priori idea alguna sobre lo que investigadores no didactas podrían observar y podrían anali-zar en su lección. De modo que tenía una curiosidad “normal” por nuestro trabajo pero sin expectativas particulares.

Desde la primera proyección de las imágenes en nuestro grupo de trabajo, un cierto entusiasmo y una cierta efervescencia se apoderaron de los investigadores. To-dos confesamos que vibrábamos emocionalmente ante las imágenes de esta sesión viva, en la que los alumnos se sucedían en el encerado, las interacciones verbales eran muy ricas y el ballet de los desplazamientos de los alumnos nos arrastraba en su dinámica. La fuerza de participación de los alumnos y la intensidad de la entrega de la profesora eran sin duda muy importantes, porque, a pesar del aplanamiento inevitable que traía consigo la bidimensionalidad de la imagen, la carga energética que circulaba durante la sesión, impulsada por la profesora, seguía afectando a los simples especta-dores que ese día éramos nosotros.

Fue sin duda esa energía vital lo que nos permitió prolongar la investigación a lo largo de tres años, sin cansarnos, para descodificar la complejidad del juego que veíamos desplegarse en esa secuencia, sin que sintiésemos realmente la necesidad de revitalizarnos con el análisis de otras secuencias de clase pues no se agotaba nun-ca nuestra curiosidad ni nuestra capacidad para descubrir continuamente otros ele-mentos procedentes de esa hipercomplejidad4.

¡Quién podría pensar que semejante entusiasmo comunicativo se revela en un caso como el de una lección de matemáticas sobre la escritura de los números en la escuela primaria! En efecto, en esta lección, de lo que se trata para la docente es de enseñar a escribir los números altos en cifras, números del orden de los millones pre-sentados en la consignas de los ejercicios en palabras-letras. Por ejemplo, el primer ejercicio propuesto es el siguiente:

“Escribe estos números en cifras:dos millones trescientos cuarenta mil ciento cincoa continuación:diecisiete millones dos mil cincuenta y ocho”.

Si el lector mismo intenta seguir la consigna, se dará cuenta muy rápidamente de las dificultades que pueden surgir para escribir el segundo número: es una “historia de ceros” que hay que colocar en el sitio correcto en esta escritura de números, escri-tura llamada decimal de posición. Esta escritura nos parece casi natural hoy, a noso-tros, adultos escolarizados, pero a lo largo de la Historia no ha sido algo evidente, y a nivel del aprendizaje tampoco es evidente para los alumnos. En cuanto a la manera de enseñarla en la escuela primaria, tampoco lo es.

4 Ver Blanchard-Laville (1997) para los otros análisis de esta lección efectuados por el grupo de investiga-dores de modalidad codisciplinar.

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Cada ejercicio a resolver figura en una hoja distribuida a los alumnos, en la cual éstos deben responder; el guión es más o menos idéntico en todos los casos: el texto del ejercicio es leído primero en voz alta, luego la profesora verifica la correcta com-prensión de la consigna. Los alumnos lo intentan personalmente, la profesora pasa por las mesas y, finalmente, cuando considera que el tiempo de búsqueda y de resolución es suficiente, designa a un alumno o a una alumna para ir al encerado y mostrar su so-lución, y un debate permite proceder a la corrección del ejercicio.

La gramática enunciativa del docente

Constatamos que el discurso de Martina es un discurso muy modalizado, y ello a varios niveles: el uso intensivo de los pronombres personales (yo, vosotros, me, tu, él), la utilización de los verbos querer y poder, el uso intensivo también de deícticos espaciotemporales (allí, aquí, entonces, siempre).

La modalización es un procedimiento lingüístico mediante el cual el locutor im-prime su marca en el enunciado, se inscribe en el mensaje y se sitúa en relación con él. Además del tipo de verbo utilizado, su tiempo y su modo, los pronombres, la forma de las proposiciones, etc., hay unidades lingüísticas que sirven para modular el discur-so, es decir, para impregnar de un modus el dictum. Por ejemplo, una pregunta puede hacerse de una manera objetiva: “¿Quién se ha engañado?” o de una manera impreg-nada por el componente subjetivo del enunciador: “Ah, yo, ahora, quisiera saber quién se ha engañado”. Estas unidades se llaman “modalizadores” y forman parte de los co-nectores.

Observamos que la docente está muy presente en su discurso con sus afectos, sus impulsos, en el marco espacio temporal del aquí y ahora de la lección.

Retendremos a nivel de la modalización del discurso el uso particular del verbo “creer”. La utilización del auxiliar modal “creer” en el discurso didáctico, presenta una forma elocutiva que no es frecuente en otro tipo de discursos. En una clase de mate-máticas, el modalizador “yo creo” tiene valor de ley, no evoca la duda sino, al contrario, sanciona. En una proposición como “creo que Jerónimo tiene razón”, nadie en la clase se preguntará si Jerónimo tiene o no razón; tras esta enunciación de la profesora, está claro que Jerónimo tiene razón y el debate está cerrado. La profesora utiliza este mo-dalizador a lo largo de la secuencia.

Nos gustaría subrayar dos frases que nos parecen significativas de la gramáti-ca enunciativa de la profesora, en la medida en que cada una de ellas condensa varias de las propiedades del discurso identificadas en este análisis.

- Quisiera que me tú explicases cómo está escrito este número.La profesora expresa un deseo, “(yo) quisiera”, dirigido a un alumno concreto;

“que tú”: se trata de una relación dual, de mí a ti, muy específica, “que tú me explica-ses”: insistencia de la profesora en la relación centrípeta en la que su yo representa el punto central en el que convergen las relaciones. Paralelamente a esta centralización, la explicación que incumbiría a la profesora corre a cargo del alumno. ¿Qué es lo que hay que explicar? “Cómo está escrito ese número”. La forma sintáctica, evoca lo in-temporal, lo pasivo. Se trataría menos de construir un saber que de someterse a una regla en cierto modo “caída del cielo”.

- Vamos a ver si es verdad que todos vais a poder escribirlo.La verdad recae no sobre las matemáticas sino sobre el poder de los alumnos,

dicho de otra manera, dado lo que en la lección está en juego, sobre el poder pedagó-gico de la docente, incluso podríamos decir sobre su omnipotencia, puesto que de lo que se trata es de que todos los alumnos lo logren. Lo que se juega en relación con la verdad se ha desplazado de las matemáticas a la pedagogía.

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Estas frases nos parecen significativas porque resumen la cartografía general de esta sesión y constituyen lo que nosotros denominamos la firma del docente. Es el caso especialmente de la frase “(yo) quisiera que me tú explicases cómo está escrito este número”, que ilustra la manera como esta docente se sitúa en relación con los alumnos y con el saber y qué es lo que para ella está en juego en esta secuencia.

Si ahora combinamos este análisis con el resultado de la observación, el efecto es el que indicamos a continuación.

Topografía de la transferencia didáctica

Los alumnos ocupan el lugar que la profesora les asigna en relación con el es-pacio de tiempo. Dan prueba de ello los imperativos del estilo “Vamos, adelante o es-pera, esperad”. Hemos constatado que estas formas no figuran prácticamente más que en la forma imperativa. Dicho de otra manera, la profesora acelera el tempo, para hacer crecer la tensión, y, en un momento dado, que ella elige, da un frenazo brutal y decide un aplazamiento hasta el momento en el que considere necesario reacelerar. Por ejemplo, cuando un alumno pregunta: “¿Puedo salir yo?”, ella responde “Adelan-te”, minuto 16. Otro ejemplo, minuto 4, un alumno dice: “¿Hago el segundo?”, ella res-ponde: “No, no, no hagáis el segundo, esperad”.

En ese lugar que ha previsto para ellos, los alumnos tienen también que hacer lo que ella espera. En este sentido, se puede observar, en el minuto 23, el episodio en el que corrige lo que está dibujado en la pizarra e incluso borra producciones de los alumnos que considera no vienen a cuento, todo ello sin mediar palabra; o también el episodio con Yusef, en el minuto 6: Yusef cree que tiene derecho a tomar la palabra: “Voy a decirte cómo hay que hacer”, dice. Ella no oye su proposición, al contrario, le dicta paso a paso cómo hay que proceder: “Léenoslo… vamos… puedes intentar vol-verlo a leer… presta atención… bueno y ahora explícanos cómo has hecho… espe-ra… entonces vuelve a empezar… explica lo que has hecho… venga, venga, adelan-te… piensa en ello y luego… y después…”.

Los alumnos son invitados a seguir los meandros de su propio pensamiento, en el mismo instante en el que se despliega. El episodio con Mateo es significativo al res-pecto: “Ya está: este es Mateo” (no estaba programado): “No, no (…) Mateo cree que tiene la palabra”. Toma por testigo a toda la clase y no habla directamente a Mateo. El “pobre Mateo” ha cometido el error de interrumpirla (minuto 16) y tiene que oír: “Ah Mateo ¿es eso una pregunta?” O el episodio con Sonia, en el minuto 13, en el que lo que interesa en esos momentos al profesor no es Sonia y su manera de pensar o de proceder sino el hecho de que haya cometido un error. No da la palabra a Sonia e in-cluso la interrumpe en su dictado de números. Prefiere “el parecer” de los otros para enumerar lo que ella tiene ganas de oír e interpela al grupo: “¿Qué ha hecho Sonia?”; luego, dirigiéndose a Sonia: “¿Eso es lo que tú habías pensado, Sonia?, la cual res-ponde “no”, lo que no interesa a la profesora. El grupo juega el rol de coro. Y la profe-sora se pone incluso a hablar en lugar de Sonia.

La profesora se revela efectivamente como la dueña única del espacio y del tiempo en esta secuencia de lección. Este poder sobre el tiempo y sobre el espacio no lo comparte con los alumnos, contrariamente a lo que podrían dejar pensar las apa-riencias visuales de la clase, muy activa y llena de movimiento. Hemos visto que, en realidad, los alumnos son colocados en un lugar bien determinado, incluso cuando la profesora da la impresión de dejarles provisionalmente su sitio. De hecho, los pocos alumnos que se aventuran a creer en esa posibilidad son reprendidos con dureza y de-vueltos discretamente al lugar que ella les había asignado. Es un lugar cuyos contor-nos ella dibuja: deben y pueden hacer ciertas cosas y no otras y además en el mo-

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mento preciso en el que a ella le conviene. El ballet está muy finamente organizado, con movimientos dibujados por ella y de los que no hay que apartarse.

Observamos que los alumnos se pliegan bastante bien a los juegos de este contrato, salvo algunos que no quieren jugar y a los que ella deja de lado. De hecho ¿qué es lo que quiere la profesora de los alumnos? Hemos notado que el verbo que-rer, en cuanto auxiliar modal, está casi exclusivamente asociado al “yo”, mientras que el verbo poder está reservado para los alumnos. “Poder poner, poder decir, poder co-rregir, poder hacer, poder probar, poder sentarse, poder leer, poder darse cuenta”. La profesora quiere que los alumnos sean dinámicos y activos. De modo que les delega la acción y se reserva para ella el deseo. Incluso se podría decir que ella es la cabeza y ellos los miembros. Nos ha venido la imagen de la mamá canguro con su inmensa bolsa que llena todo el espacio con los cachorros en el interior, a los que desplaza por turnos para que vean el mundo para devolverlos a su lugar un instante después. En úl-timo término, los alumnos deben adivinar sus propias ideas y lo que ella quiere que ha-gan de manera casi mágica: es como si viviesen en ella, como si les pidiese que se alojasen en su cabeza.

Todo el mundo debe recorrer el mismo surco al mismo tiempo. ¡Ay de los que se pierden!, como en el minuto 39: “Este pobre Luis debería de ser capaz de darse cuenta de lo que hace”.

De hecho, no se permite la comunicación más que en una sola dirección: entre la profesora y los alumnos tiene que pasar por la profesora: las comunicaciones latera-les están prohibidas, contrastando fuertemente con el ardor de los movimientos efecti-vos en el espacio geográfico del aula. En el minuto 32 la profesora dice: “Pero no ha-bléis entre vosotros… Porque ya estoy harta, en esa esquina oigo hablar unos con otros. No sé quién es pero es molesto, porque creo que la discusión es interesante…”.

Esta organización espaciotemporal, que la profesora sostiene con fuerza y cu-yo centro ocupa, le permite contener con firmeza al grupo de alumnos y gestionar a la vez vínculos muy individualizados y una dinámica de activación del grupo completo. Su capacidad de contención le permite construir una envoltura psíquica en cuyo inte-rior los alumnos pueden moverse con toda seguridad mientras siguen bajo su control.

En lo que respecta al saber matemático, nuestra percepción es que aparece como un objeto exterior, que no es objeto de una construcción. Los actantes en este escenario son en general, como hemos constatado, las personas, no el saber; la pro-pia profesora se coloca como directora teatral, el saber viene del exterior y no se inte-ractúa en absoluto con él, la propia profesora no se arriesga a ello. De ahí el estatuto del error, que tiene que ser bloqueado inmediatamente so pena de una escalada de errores. En una primera aproximación a esta secuencia, nos hubiese podido haber pa-recido que esta profesora se situaba en relación con el saber matemático en la perspectiva científica inaugurada por Guy Brousseau (1986): la enseñanza de las ma-temáticas en la escuela primaria sería un buen soporte para introducir a los alumnos en el juego racional y los iniciaría en una forma de relación con la verdad. En esta se-cuencia, se puede, efectivamente, identificar todo un conjunto de formas que irían en esa dirección: razón, error, tener dudas, indecisión, certeza, justo, absoluta certeza, equivocarse, verdadero, estar de acuerdo, estar seguro. De hecho, sin embargo, al tra-bajar más en profundidad la secuencia, más allá de las apariencias, nos dimos cuenta de que, detrás de esta primera lectura, lo que se juega es otra cosa; no se trata esen-cialmente de las necesidades inducidas por el saber matemático, sino sobre todo de las propias necesidades de pedagoga de la profesora: se trataría de saber quién tiene razón y quién no, quién se ha equivocado y cuántos alumnos se han equivocado. Hay que subrayar el significativo porcentaje de ocurrencias de la forma “engañados” en comparación con los otros corpus. Además, el contraste entre las frecuencias de ocu-rrencias de verdeado/falso y de seguro/equivocarse va en el sentido de este desplaza-miento de lo que se juega. Se trata sobre todo de que los alumnos respondan bien a

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sus preguntas y no se equivoquen en sus ejercicios. Lo que la profesora quiere es que lo hagan bien: “Quiero que todo el mundo lo haga bien”. Desea que todos funcionen al unísono: “¿Todo el mundo está de acuerdo?”, “Todo el mundo escucha”, “Todo el mundo hace el ejercicio”. Podríamos preguntarnos si este esquema que hay que se-guir a cualquier precio no sería consecuencia de los miedos de la profesora. La pala-bra “miedo” viene cuatro veces a su boca. Es una forma que normalmente no en-contramos en una clase de matemáticas. Por eso hemos llegado a hacer la hipótesis de que esta organización que construye para sus alumnos, y que se puede calificar de defensiva teniendo en cuenta sus propios temores, la construye también para ella. Es-te camino del que sería peligroso apartarse, está balizado por todos esos “entonces” que sirven para reorientarse en el buen camino, evitar las falsas pistas, eliminar radi-calmente todo lo que podría conducir a salirse del camino. En esta configuración, todo aquello que no va en la dirección prevista está relegado al sin-sentido. Podemos ver un índice de ello en el minuto 7, cuando la profesora dice, dirigiéndose a Yusef,: “Tú me has dicho que has escrito 2 millones, yo no veo más que 2”. No le deja tiempo para escribir la continuación. Ahí tenemos a Yusef, cogido en flagrante delito de supuesta contradicción, cuando todo lo que está en juego en la lección se encuentra evidente-mente aquí: en la articulación entre lo dicho y lo escrito, porque, en efecto, los núme-ros altos plantean un problema a nivel de la diferencia entre lo que se dice y lo que se escribe.

¿En qué medida toda la agitación de ese ballet bien regulado no le sirve a ella para llenar compulsivamentre el tiempo y el espacio de la sesión? Ello sin duda ligado a los temores de la profesora, a su inquietud respecto al saber matemático. Como si su preocupación principal fuera, sin que ella lo sepa, evitar precisamente el encuentro, la confrontación directa con el saber matemático.

Así, so capa de una demanda activa de participación verbal, Martina controla fi-namente las tomas de palabra de los alumnos: la irrupción de una palabra imprevista por parte de los alumnos podría correr el riesgo de hacer surgir el objeto-saber. No es-tamos lejos de ello con el incidente crítico provocado por Luis y su insistencia en que-rer poner ceros delante del número.

No olvidemos que esta lección de matemáticas se sitúa en la escuela primaria: ¿quizás el tipo de contrato que aquí vemos dibujarse no vale más que para las activi-dades matemáticas? ¿Y quizás encontraríamos otro estilo para otro tipo de actividades en esta misma profesora? Sobre todo, habrá que preguntarse en qué medida este tipo de escenario, en el que el saber permanece bastante exterior a lo que está en juego en las relaciones, no es ampliamente compartido por los profesores de primaria, que no han establecido necesariamente una relación privilegiada con el saber matemático, como un profesor de secundaria de esta disciplina, y que, con razón, no se sienten le-gitimados en relación con la disciplina matemática por la comunidad de los matemáti-cos como puede sentirse un profesor de matemáticas de secundaria obligatoria o de bachillerato.

Jerónimo y Sofía

En el estudio que acabamos de hacer, nos hemos situado, según la perspecti-va macroscópica, a escala del espacio de la clase. Hemos percibido ese espacio como si se tratase en realidad del espacio mental de la profesora ampliado a las dimensio-nes del aula, o como si la profesora prestase a los alumnos su propio espacio mental. Sin embargo, a una escala más fina, vamos a darnos cuenta de que ese espacio no tiene la misma textura en todas partes, no tiene las mismas características cuando es “prestado” a tal o cual alumno particular, lo que no otorga las mismas condiciones a los alumnos para desplegar su pensamiento y su comprensión. Esto es lo que quisiéra-mos ilustrar analizando “al microscopio” dos momentos muy contrastados, uno en el

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que Jerónimo va a la pizarra solicitado por la docente (minuto 18) y otro que se refiere a Sofía (minuto 46). Señalemos que estos alumnos atrajeron nuestra atención porque el trabajo de nuestros colegas didactas mostró su importancia en el desarrollo didácti-co de la secuencia. Jerónimo es uno de los alumnos que reorganiza su saber matemá-tico verbalizando públicamente su manera de proceder, frente a la clase. Y ese mo-mento ha sido filmado. En cuanto a Sofía, su caso nos ha parecido ejemplar por la po-sición de contraste extremo que ocupa en relación con Jerónimo.

Para este micro-análisis5, utilizamos prioritariamente la observación de las imá-genes del film pasadas al ralentí, preocupándonos bastante poco del mensaje verbal y focalizándonos en identificar la tonalidad de la voz de la profesora, sus silencios, sus miradas, sus posturas, sus mímicas, sus desplazamientos y sus gestos.

Las dos escenas analizadas tienen lugar ante la pizarra y frente a la clase. No podemos evitar pensar que también tienen lugar frente a la cámara (y/o frente a los observadores) como escenas de teatro filmado. Este dispositivo puede naturalmente haber acentuado los fenómenos que percibimos. Sin embargo, estamos convencidos de que no son el resultado de un simple artefacto relacionado con el dispositivo de grabación.

Jerónimo, el “hijo” maravilloso

Jerónimo es el alumno que bate el record de tiempo pasado en el encerado en-tre todos los alumnos de la clase. Es un trabajador del espectáculo “a tiempo comple-to”, mientras que toda una pléyade de otros alumnos juega a los “intermitentes” alrede-dor de la vedette. Jerónimo sigue en el encerado cuando su propio “show” ha termina-do hace tiempo y otros alumnos han tomado su relevo en el plano de las interacciones de saber (Hatchuel, 1998). En último término, sus viajes al encerado atestiguan que su distancia efectiva con la profesora es la más reducida. El es quien guarda la proximi-dad más grande con ella a lo largo del episodio. Describiremos dos o tres momentos muy significativos en el curso de esta larga presencia en el encerado. En primer lugar, su llegada. En el minuto 19, buscando preguntar a un alumno entre aquellos que le-vantan el dedo, la profesora, haciendo un travelling panorámico con la cabeza, recorre el conjunto de la clase, detiene su mirada en Jerónimo y, de manera concomitante, da una palmada y dice: “Hombre, Jerónimo, hale, ven”. Mientras pronuncia la palabra “ven” hace un gesto con la mano izquierda como para atraerlo hacia ella. La expresión verbal “hombre” podría indicar una elección del alumno al azar, pero la palmada, el gesto de invitación de la mano izquierda y la tonalidad de la voz desmienten que se trate de una elección al azar. Además, el modo como Jerónimo responde a la invita-ción nos convence de que una complicidad sin palabras, casi física, está ya instalada entre ellos. Siguiendo la estela del movimiento de la mano de la profesora, Jerónimo se levanta de su sitio, situado al fondo del aula; inclinado hacia delante hasta la cintu-ra, como aspirado por el gesto de la docente, con el rostro radiante, recorre el pasillo de la clase como si caminase por una línea imantada hasta la pizarra. Toda la clase le sigue con la mirada; en el camino, dice, dirigiéndose a la profesora: “Si quieres, yo…”, inmediatamente interrumpido por la respuesta de la profesora: “Quiero”. La reciproci-dad de la atracción está bien atada (dibujo A).

La microescena que sigue viene a confirmar e intensificar la fuerza de anda-miaje narcisista mutuo que va a vincularlos en toda esta parte de la secuencia. La pro-fesora coge a Jerónimo por los hombros, le hace pivotar con la espalda contra ella, y los dos miran a la clase. Ella se inclina para poner su cabeza a la altura del rostro de Jerónimo y le susurra algo al oído, con la mano en forma de pantalla para proteger su

5 Uno de los investigadores de nuestro grupo, Philippe Chaussecourte (2000), está desarrollando esta cuestión de los métodos de observación clínica para las prácticas de enseñanza.

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aparte. Mientras, Jerónimo, con rostro infantil, chupa la tiza. Sus rostros cercanos y su actitud similar evocan una imagen desdoblada. Este instante, por lo demás fugitivo, hace pensar en un idilio amoroso que les aislaría del grupo. De hecho, cuando la pro-fesora vuelve a levantar la cabeza, es para “asesinar con la mirada” a un alumno que desentona, como si entorpeciese su dúo. A este momento intenso, le sigue un inter-cambio de orden más cognitivo, pero, por momentos, la profesora continúa enviando a Jerónimo señales de que tiene en él una total confianza, incluso cuando es “atacado” por la clase. Cuando, por ejemplo, se pone a escribir en la pizarra en letras muy gran-des y la clase se echa a reír ella le sostiene con un tono de voz enternecido: “Bueno ¡así por lo menos veis! Bueno ¡chitón!”, o cuando algunos alumnos no están de acuer-do con lo que él hace (minuto 22), le apoya de nuevo con un: “Dejadle”, tres veces re-petido, “esperad”, “ayudad-le”, “chitón”. En otro momento (minuto 23), dice: “Dejad pensar al pobre Jerónimo, vais a masacrarlo”, y dirigiéndose a Jerónimo discretamen-te: “Tranquilízate”, acompañando sus palabras con la misma postura que en la escena inicial, protegiéndolo con sus alas. Esta vez, la tonalidad de la voz es más maternal que amorosa. Protege a Jerónimo de las agresiones externas y quiere que tenga todas sus oportunidades. En el fondo, en este episodio, lo que verdaderamente le importa a la profesora, es Jerónimo. Qué más da que Fatia sepa o haya comprendido, no tiene tiempo para explicárselo, pero ese tiempo se lo da a Jerónimo a quien concede el cré-dito absoluto de ser capaz de comprender e incluso de explicárselo a la clase. Para ello, le concede el espacio-tiempo necesario, como si ninguna otra cosa existiese a su alrededor. En dos ocasiones, la profesora utiliza otro gesto específico: señala a Jeróni-mo ante la clase con su índice, acompañando la postura con una mímica sonriente que significa: “es a él al que hay que mirar y escuchar, él es la fuente de la verdad”. Como si ella fuese su ferviente partidaria. Por lo demás, su boca prearticula palabras, sin sonido, como queriendo soplar a distancia a Jerónimo lo que hay que decir, para darle ánimos. En el plano de las miradas, se diría que sólo tiene ojos para él. Y cuan-do, fortalecido por ese apoyo indefectible, él pide un poco de tiempo a la clase: “Sí, pe-ro ya vais a ver”, dice, ella repite como un eco, “vais a ver”, dejando a Jerónimo la li-bertad de gestionar el tiempo didáctico. En este momento es como si hubiese delega-do en él una parte de sus funciones y Jerónimo se las apropia sin complejos. Más tar-de (minuto 30), cuando Jerónimo sale otra vez a la pizarra, ella le dice: “Adelante, há-zselo, explícaselo” y anuncia a la clase: “Vamos a ver lo que quiere enseñarnos”, Jeró-nimo se siente autorizado a hablar a Natalia como la profesora le habla a él: “Vas a leérmelo después, le dice”. “Léemelo ahora” (dibujo B).

Aquí está Jerónimo, como depositario de la parte “buena maestra” de la profe-sora. Algunos alumnos no se engañan. Natalia (minuto 30) enuncia, para convencer a la profesora: “Como dice Jerónimo”, y más tarde lo toma como referencia: “Según él”, creyendo así reforzar sus palabras que, sin embargo, no son escuchadas por la profe-sora, confirmándole que respeta el lugar otorgado a Jerónimo.

En otros términos, se podría decir que vemos desplegarse en el curso de este episodio las facetas de una escena de “seducción narcisista”, en la cual se dan todas las circunstancias para que cada uno construya al otro, en juego recíproco cualificador y revitalizador. La profesora lee en el rostro de Jerónimo algo que le proporciona pla-cer mirar, Jerónimo se dilata de gusto y de agradecimiento bajo esa mirada, y respon-de plenamente a la expectativa de la profesora, lo que la colma a su vez. Hablamos conscientemente de “seducción narcisista” por contraposición a “seducción sexual”, en el sentido de Racamier (1991), que promueve este concepto para describir la fascina-ción narcisista mutua de la madre y de su bebé, al alba de la constitución de la psique. En este tipo de interacción, cada uno participa en el reconocimiento del otro, “cada uno de los dos procede a la creación del otro”. Este refugio narcisista busca preservar la tranquilidad de un mundo al abrigo de las excitaciones externas. Para nosotros, entre la profesora y Jerónimo se juega algo del orden de un vínculo de este tipo. También se podría decir, con otras palabras, que la profesora proyecta sobre Jerónimo su parte vi-

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va, vibrante y apasionada, y que Jerónimo, a cambio, se la hace ver, lo que no puede no gratificarla narcisistamente. Si proseguimos en esta línea de identificación proyecti-va, esta respiración de la vida interpsíquica, veremos que, a contrario, la profesora proyecta sobre Sofía su parte amenazada, frágil, temerosa en relación con el saber, imagen ésta que, devuelta, es menos gratificante; es mucho más insoportable de mirar a la cara. Esto es lo que vamos a descubrir observando el episodio Sofía.

Sofía, la chiquilla asustada

La entrada en escena de Sofía se efectúa en un estilo totalmente opuesto al de la salida de Jerónimo al encerado. La profesora se había metido con Sofía en tres oca-siones en tono inquisidor: “¿Sofía ha acabado?”, luego: “Sofía ¿dudas?” y, en fin, “¿Sales a la pizarra?”. Entre las dos primeras preguntas, la profesora había insistido: “¿Quién está seguro de haber escrito bien el número?”

Lo que más llama la atención en la escena que sigue es que la profesora se mantiene a uno o dos metros de Sofía, distancia importante en relación con su com-portamiento habitual. La mayoría de las veces se pone frente a Sofía, sin mirarla prác-ticamente sin embargo, siendo así que Sofía permanece siempre con la cara mirando a la profesora, con el rostro inmóvil, implorante. Sólo sus ojos son muy móviles: tan pronto lanzan miradas oblicuas, como para pedir ayuda, tan pronto Sofía, mientras se muerde los labios, levanta su mirada hacia la profesora como para acechar sus reac-ciones e implorar su indulgencia. Sofía sostiene la tiza con las dos manos, triturándola nerviosamente, y sin embargo la deja caer dos veces a lo largo de esta escena, lo que da cuenta de la hipotonicidad de su postura.

El tono de voz de la profesora es, desde el principio, compasivo, más bien con-descendiente. Se da uno cuenta de que la profesora se esfuerza en ser simpática y amable con Sofía. Estamos muy lejos del placer del intercambio con Jerónimo. Habla a Sofía articulando mucho, casi como si se dirigiese a alguien que no habla bien el francés. En un momento dado, hace un quasi-lapsus, pero la palabra está dicha, no puede ocultarla. Dice, hablando de Sofía, que está a su lado: “lo que ella tiene mal…”; a ojos vista se nota que la profesora se oye pronunciar esta evaluación y que eso la molesta, pero la palabra ha sido dicha, lo asume y continúa (minuto 50): “Mal hecho”. Constatamos, a propósito de esto, que habla de Sofía a la clase en tercera persona, como si no estuviese presente; este comportamiento forma parte de las idiosincrasias verbales de esta profesora. Habíamos observado el hiperempleo de “él-alumno”, que le permite en varias ocasiones infligir una ligera humillación a algunos alumnos, ha-blando de ellos a la clase en tercera persona, sin hablarles directamente. Pero lo que nos parece más significativo es que, falta de argumentos, propone a Jerónimo como modelo a Sofía: “Haz como Jerónimo”, le dice. “¿Ya no te acuerdas de lo que había hecho Jerónimo?” Jerónimo, que oye que le citan dos veces, se siente entonces auto-rizado a intervenir y sopla a Sofía una respuesta, falsa por lo demás. Si la hipótesis que avanzamos tiene algún valor, a saber que Sofía sería la depositaria de los temo-res y de las dudas de la profesora en relación con el saber, es claro que su presencia no puede gratificarla como la de Jerónimo, al contrario, y por eso, para intentar ayudar a Sofía, tiene que hacer un esfuerzo voluntarista. Podemos entonces preguntarnos qué efecto puede tener sobre Sofía este intento que deja ver sentimientos de lástima y de fastidio. Igual que Jerónimo había sido confirmado en su posición valorizada de ni-ño maravilloso, Sofía, aquí, es, en cierta manera, confirmada en su posición ordinaria de “víctima” (dibujo C).

Notemos, sin embargo, que Jerónimo y Sofía, a pesar de sus posiciones extre-madamente contrastadas, entran en el escenario global de la profesora. Aceptan su juego y se sitúan en él a su manera. En cambio, un único niño, Luis, ocupa una posi-ción totalmente aparte: no entra en los manejos narcisistas y, sin embargo, podría ha-

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cerlo puesto que la profesora tiene gestos hacia él cercanos a los envolventes que he-mos visto dirigidos a Jerónimo (¿pero quizás sólo hay un lugar tan privilegiado como el de Jerónimo?); tampoco entra en el juego de la fragilidad, ni en el de la sumisión por el silencio, siendo el único que se atreve a enfrentarse a la profesora. Es el único que dispondría de la capacidad de resistir a las conminaciones de la profesora de seguir paso a paso su pensamiento. A nuestros ojos, encarna la resistencia al guión de la profesora; de hecho, efectivamente, llega a desestabilizar a la profesora, señalando sus contradicciones.

Dos episodios contrastados a nivel cognitivo

Desde el punto de vista de la construcción de sus conocimientos, cuando Jeró-nimo sale al encerado para escribir en cifras el número presentado en letras: diecisiete millones dos mil cincuenta y ocho, está “seguro de acertar”. Escribe 17 encima de die-cisiete, deja un espacio encima de mil, luego escribe 200 explicando: “He escrito dos mil porque sabemos que aquí hay tres cifras […], marcado dos ceros aquí después del dos”. La observación de una alumna “Cuando decimos 17 millones, escribimos, hace-mos siempre una separación… y después decimos 2 mil, 2 mil, 2 es, no quiere decir 2 cientos” lleva a Jerónimo a corregir su error y a escribir correctamente el número.

Tras esta observación que le han hecho, hablando solo y escribiendo en la pi-zarra a su aire, en medio de un vivo debate, comprende la contradicción, resitúa sus conocimientos pasados en un contexto nuevo y comprende que 200 es incorrecto y que hay que escribir 002 en este tramo del número.

¿Qué ocurre en el caso de Sofía a nivel estrictamente cognitivo? En el ejercicio que tiene que resolver, cuyo enunciado le es dado mitad en cifras mitad en letras, a saber: “Escribir en cifras 4 millones 316 mil 24”, Sofía responde escribiendo 4 316 24. A preguntas de la profesora se da cuenta de que falta la cifra de centenas al número que sólo ocupa dos sitios y dice tímidamente que hay que escribir cero. La profesora le pregunta entonces sobre los nombres de las posiciones ocupadas por los diferentes números, y Sofía, que responde confundiendo la clase y el rango, permanece varios minutos sin participar en el debate. En el curso del desarrollo de este episodio, en el que ya no basta con “hacer” comentando con “sus palabras”, hay que discurrir sobre el procedimiento, designando justamente las posiciones de cada una de las cifras, la exi-gencia semántica se ha vuelto más fuerte. La profesora espera la formulación de un enunciado más científico. Estamos en el minuto 46, la sesión está terminando. Consta-tamos que Sofía parece capaz de rectificar correctamente el error, pero no entra en un debate en el que los objetos matemáticos son designados sin manipularlos, y se abs-tiene de actuar.

Así, observamos que los dos alumnos preguntados por la profesora con oca-sión de un error en un ejercicio, van, como resultado de su paso por el encerado, a rectificar su error. Sin embargo, mientras hemos podido observar las tentativas cogniti-vas exitosas del procedimiento heurístico de Jerónimo, no hemos podido descubrir nin-gún signo de la actividad cognitiva de Sofía.

Podemos señalar que si, en un primer momento, hemos podido mostrar que la profesora, en lugar de hacer vivir los objetos de saber en el espacio del aula, desple-gaba una intensa actividad relacional, después, practicando una suerte de “zoom” so-bre algunos alumnos, hemos visto afinarse este análisis. A Jerónimo, casi en contra-dicción con el escenario global de la profesora, se le autoriza a hacer vivir el saber por sí mismo y a transmitirlo, como si, a favor del vínculo narcisista que le liga a la profeso-ra, ésta le confiase la representación de esa parte de sí misma que ella no se permite interpretar para la clase, mientras que Sofía representaría su parte ligeramente fóbica en relación con el saber matemático. En este juego de identificación proyectiva, los de-

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pósitos de las partes de sí dejadas a cargo de los alumnos permiten al profesor, tan pronto desembarazarse de elementos psíquicos entorpecedores, tan pronto beneficiar-se del retorno positivo del depósito de elementos gratificantes. Esto permitiría explicar que si, a un cierto nivel, hemos podido decir que la profesora presta su espacio mental a la clase, a un nivel más fino del análisis se constata que la densidad de ese espacio no es homogénea. Varía según los alumnos.

Etica y didáctica

No quisiéramos llamar a engaño sobre lo que nos mueve en este análisis. Co-mo hemos indicado, no se trata, de ninguna manera, de enjuiciar, ni siquiera de eva-luar el trabajo de esta profesora. El análisis que ella nos permite hacer es en realidad el análisis de lo que nosotros mismos vivimos como docentes cotidianamente en nues-tras clases. El paso por el material grabado de esta sesión nos ha permitido disponer del tiempo necesario para la elaboración y la formalización, mediante el juego que per-mite la distancia tanto temporal como espacial. Nuestra preocupación es ante todo comprender y levantar acta de los mecanismos que subyacen en la construcción del espacio didáctico a nivel psíquico. Las modalidades singulares de cada uno, cuando nos tomamos tiempo de analizarlas, nos dejan percibir mecanismos generales que ac-túan más o menos en cada uno de nosotros cuando enseñamos.

Si volvemos a tomar, por ejemplo, la cuestión de compartir el objeto-saber con los alumnos, nos damos cuenta de que una voluntad de transmisión no nos libra a nin-guno de nosotros de ejercer, sin saberlo, determinadas formas de retención si no de interdicto más o menos exacerbadas. Igualmente, ninguno de nosotros está al abrigo de las pulsiones de odio y de amor que nos arrastran a afinidades electivas y a aver-siones más o menos flagrantes, sean cuales sean nuestras intenciones conscientes de ayudar a todos los alumnos y de tratar a todos de la misma manera. Para cada uno de nosotros, la misma existencia del otro-alumno nos platea la cuestión de la aceptación de la alteridad. Dicho de otro modo, en cada uno coexisten el deseo consciente de que el otro, el niño, el alumno, el estudiante, llegue a ser autónomo y el deseo inconsciente de que tenga necesidad de nosotros, cuando no de que se parezca a nosotros y nos ayude así a sostener nuestro propio narcisismo. De ahí viene nuestra propensión a transformar la contención que tenemos que sostener en cuanto docentes en una pe-queña prisión, y a hacer soportar al otro lo que podríamos llamar una conminación pa-radójica parasítica: “Piensa por ti mismo, pero, sobre todo, sigue mi propio pensamien-to”.

Otros mecanismos serán puestos en evidencia a partir del estudio de nuevos corpus, pero ya desde ahora señalemos que si los resultados aquí avanzados son re-lativamente conocidos, el interés del paso por el análisis en profundidad de un corpus particular reside en que hemos podido resituar esos mecanismos en el nivel exacto de sus efectos en los procesos de enseñanza y de aprendizaje.

Repitamos que el objetivo de este análisis no es tampoco evaluativo, en el sentido de decir: “Esto no está bien, hay que cambiarlo todo”. Se trata de una constatación: así ocurren las cosas y así es como nosotros, los docentes, seres de carne, de palabras y de pasiones, instauramos el espacio psíquico de la transacción didáctica. Partamos de ello, reconozcamos esos movimientos en nosotros, y aceptemos que cada uno trata, por sí mismo, de hacer un trabajo de toma de conciencia cuyo objetivo es descubrir cuáles son sus modalidades particulares de actuación en esta situación.

Tampoco se trata de colocarse en una dinámica estrictamente voluntarista, una vez realizada una cierta toma de conciencia; eso iría en contra del objetivo buscado, por-que no es queriendo controlar y dominar los efectos de estos movimientos psíquicos como serán menos operativos. Al contrario, se trata de reconocerlos ante todo como

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son, si se quiere tener la esperanza de comenzar un trabajo de elaboración que vaya hacia una ligera liberación del espacio. Apostamos porque el escenario del docente puede transformarse mediante cierto tipo de trabajo, de manera, efectivamente, que se libere el espacio, para dejar lugar a juegos compartidos con el saber, que no sean sim-ples máscaras para cubrir los problemas narcisistas del docente o sus temores imagi-narios y fantasmados.

En este sentido, se podría decir que nos colocamos prioritariamente en una perspectiva ética y que la perspectiva didáctica es segunda respecto al problema ético, lo que no quiere decir secundaria. Para nosotros, el docente podría dedicarse a hacer llegar a los alumnos a su dimensión de sujetos. Sujetos vivos, en el sentido de sujetos de deseo, con el postulado previo de que, si hay sujeto deseante, éste tiene mejores oportunidades de aprender y de conocer, en el sentido de Bion, lo que no quiere decir necesariamente de saber. Privilegiamos un tipo de relación con el saber que está del lado del aprender a conocer y a llegar a ser, más que del lado de la adquisición del sa-ber; privilegiamos el acompañamiento del sujeto en la elaboración de su relación con el saber y de sus disfuncionamientos eventuales.

Este camino que acabamos de esbozar es la única garantía de una efectiva profe-sionalización. Profesionalizar no significa erradicar, ahogar, controlar los elementos del escenario personal; al contrario, es importante reconocerlos, acogerlos en sí, trabajar-los, en el sentido del trabajo psíquico, para que invadan el espacio profesional.

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