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SISTEMA NACIONAL de IMPRENTAS MÉRIDA rednacional deescritores deVenezuela Camilo Morón Colección Mariano Picón Salas JARDINES DE PIEDRAS UN BOSQUE DE SÍMBOLOS

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"Jardines de piedras, un bosque de símbolos", del amigo Camilo Morón"

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as JARDINES DE PIEDRAS

UN BOSQUE DE SÍMBOLOS

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Ukumarito (voz quechua), representación indígena del

oso frontino, tomada de un petroglifo hallado en la Mesa

de San Isidro, en las proximidades de Santa Cruz de Mora.

Mérida – Venezuela.

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El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder

Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial el perro y la rana, con el apoyo y la

participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela; tiene como objeto fundamental

brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se

ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso

a la publicación de autores, principalmente inéditos. A través de un Consejo Editorial Popular,

se realiza la selección de los títulos a publicar dentro de un plan de abierta participación.

Como homenaje a uno de los maestros del ensayo en Hispanoamérica la Colección Mariano Picón Salas propone, abarcando los diferentes tópicos dentro del género. La serie Pensamiento ecológico se inscribe en el pensamiento como herramienta educativa y de investigación. En el ámbito de lo social, el libro aquí adquiere un aspecto relevante por su vinculación directa con el Estado y las comunidades, fortaleciendo su papel protagónico en el actual proceso de cambios necesarios para la inclusión a la nueva sociedad que aspiramos en el siglo XXI.

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Quienes suscribimos, siguiendo las políticas de inclusión propuestas por el Gobierno y la Revolución Bolivariana, comprometidos y comprometidas con los principios que sustentan los valores ancestrales y culturales; desde la responsabilidad asumida por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, la Fundación Editorial el perro y la rana, y la Red Nacional de Escritores de Venezuela, reunidos en Caracas, al pie del Waraira Repano, los días 3, 4 y 5 de febrero de 2009; después de evaluar cada uno de los originales enviados al Concurso Historias de Barrio Adentro, acordamos:

1º Reconocer el valor patrimonial de los numerosos manuscritos enviados al Concurso, los cuales expresan en su mayoría una nueva patria escrita, nacida al calor del proceso social que reivindica la esencia cultural de un país.

2º Agradecer y felicitar a los centenares de escritores y escritoras que desde todas las regiones del país se hicieron eco de la convocatoria y dan cuenta de la sensibilidad creativa que habita en nuestros campos, pueblos y ciudades.

3º Valorar la diversidad de escrituras y temas que refieren al país, en plena participación protagónica de los procesos emancipatorios hacia la construcción del socialismo bolivariano.

4º Apoyar la nueva escritura que emerge en Venezuela desde los poderes creadores del pueblo, sustantiva para la liberación cultural y espiritual de las naciones y pueblos de Nuestra América.

5º Invitar a todos los participantes en el Concurso Historias de Barrio Adentro a continuar la batalla creativa en las diferentes expresiones artísticas hacia una nueva estética en el oficio de la palabra y la vida.

6º Premiar y aprobar la publicación de los siguientes manuscritos:

El jurado: Miguel Márquez, Fundación Editorial el perro y la rana; William Osuna, Fundación Editorial el perro y la rana; Héctor Seijas, Fundación Editorial el perro y la rana; Maribel Prieto, Red Nacional de Escritores de Venezuela; Julio Valderrey, Sistema Nacional de Imprentas Miranda; Eduardo Mariño, Sistema Nacional de Imprentas Cojedes; Marcos Veroes, Sistema Nacional de Imprentas Aragua; Pedro Ruiz, Red Nacional de Escritores de Venezuela; Giordana García, Fundación Editorial el perro y la rana; Héctor Bello, Fundación Editorial el perro y la rana; José Javier Sánchez, Fundación Editorial el perro y la rana; Dannybal Reyes, Fundación Editorial el perro y la rana; Inti Clark, Fundación Editorial el perro y la rana; María Alejandra Rojas, Fundación Editorial el perro y la rana; Yanuva León, Fundación Editorial el perro y la rana; Leonardo Ruiz, Red Nacional de Escritores de Venezuela; Pedro Pérez Aldana, Red Nacional de Escritores de Venezuela.

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Fundación Editorial el perro y la ranaRed Nacional de Escritores de Venezuela

Imprenta de Mérida. 2011Colección Mariano Picón Salas

JARDINES DE PIEDRASUN BOSQUE DE SÍMBOLOS

Camilo Morón

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© Camilo Morón© Fundación Editorial el perro y la rana, 2011

Ministerio del Poder Popular para la CulturaCentro Simón Bolívar, Torre Norte, Piso 21, El Silencio,

Caracas – Venezuela 1010Telfs.: (0212) 377.2811 / 808.4986

[email protected]@elperroylarana.gob.ve

http://www.elperroylarana.gob.ve

Ediciones Sistema Nacional de Imprentas, MéridaCalle 21, entre Av 2 y 3. Centro Cultural Tulio Febres Cordero, nivel sótano

Mérida – [email protected]

Red Nacional de Escritores de Venezuela

Gabinete Ministerial de Cultura - Mérida

Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida – FUNDECEM

Consejo Editorial PopularEver Delgado

Fabiola FonsecaGuillermo Altamar

Hermes VargasJosé Antequera

Karelyn BuenañoLuis Manuel Pimentel

Stephen Marsh PlanchartWilfredo Sandrea

CorrecciónJosé Antequera

Diseño y diagramaciónYesYKa Quintero

Impresión y montaje artesanalLuis Plaza

YesYKa Quintero

Fotografías© Camilo Morón

Depósito Legal: LF4022011800935ISBN: 978-980-14-1598-5

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Camilo Morón

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Hemos tenido que esperar hasta mediados del siglo actual

para que estos caminos, durante tanto tiempo separados, se cruzasen:

el que llega al mundo físico por el rodeo de la comunicación, y aquel

que sabemos, desde hace poco, que, por el rodeo de la física, llega el

mundo de la comunicación.

Claude Lévi-Strauss. El Pensamiento Salvaje

La biología se parece más a la historia que a la física.

Hay que conocer el pasado para comprender el presente. Y hay que

conocerlo con un detalle exquisito. No existe todavía una teoría

predictiva de la biología, como tampoco hay una teoría predictiva de

la historia. Los motivos son los mismos: ambas materias son todavía

demasiado complicadas para nosotros.

Carl Sagan. Cosmos

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Creo en los sueños: ellos nos revelan algo íntima-mente nuestro, semejante a nuestras voces provi-niendo del pasado. Resulta un poco embarazoso hablar de las emociones propias, es como desnu-darse en público, ante un auditorio de caras des-conocidas. El tiempo y las experiencias cuidan de hacernos un poco desconfiados...

Cuando se estudian los petroglifos, esas cria-turas perennes, grabadas, pintadas en la piedra, es necesario dejar en libertad la sensibilidad, la fan-tasía, el afecto; sin estas cualidades no llegaremos a parte alguna. Esas líneas, esas figuras, esas ideas, están allí calladas, pero no son mudas: susurran. Nos hablan de una cultura, de una sensibilidad, de un mundo en ruinas, atraviesan ellas nuestro imaginario como las betas minerales el seno de la tierra, se amalgaman con nuestro pasado “Colo-nial”, con los dolores de parto que asistieron al nacimiento de la República, con la política, con el petróleo, con el éxodo de los campos a los cinturones de la miseria que bordean nuestras ciudades, se cruzan en la noche –en los sueños– con la música de las rockolas y el aguardiente, con los tabúes ocultos o manifiestos, con el pa-rentesco, con la idea de pertenecer a una tierra, con la idea de poseer una tierra y la idea de ser poseídos por ella, con la herencia.

Hace bien volver la mirada hacia las piedras escritas, hacia los tepumereme, hacia los letreros: nos devuelve largamente la mirada, nuestra mi-

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rada. Quizás debería hablar de las playas, de las montañas, del desierto... allí los he encontrado. Se trata de un paisaje total, del un arte total. Es absurdo pretender hablar de los petroglifos pri-vándolos de la majestad de los paisajes donde es-tán imbuidos como una gema en una cálida obra de orfebrería, es como pretender “comprender” un ojo al que hemos arrancado a un rostro. Pero podría acusárseme de estar haciendo literatura. Quien se haya acercado a estas piedras escritas para estudiarlas en el campo, comprende de qué estoy hablando. Estas piedras son importantes para sus contemporáneos, para sus vecinos; si bien no parecen afectar ningún rasgo ostensible, grandilo-cuente, en su trato diario con ellas, las respetan. En estos lugares no se encuentra basura, consig-nas políticas, testimonios de vanas diversiones...

El porqué de esta actitud es evidente: “están allí todo el tiempo”, son lo cotidiano; su presen-cia evoca reconocimiento, pero en ningún caso maravilla. –¿Acaso nos asombra el Sol y la Luna de cada día?–. Pero cuando nos detenemos a pensar un instante en ellos –en las piedras pintadas, en los astros– no podemos contener un estremecimiento...

¿Pueden las ideas, las emociones de los hom-bres ser desmanteladas, sepultadas permanente-mente? La evidencia parece confirmar lo contra-rio. Quiero aquí referirme a un cuento: Sylvie, de Gerard de Nerval, escritor extraño en tanto que extranjero, como venido de los remotos horizon-

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tes, de los lindes de la locura. Buscamos larga-mente el cuento, visitamos bibliotecas mal ilumi-nadas y aun peor ordenadas, recurrimos en vano al concurso de nuestros conocidos, pero un azar dichoso, un gesto amable de la fortuna nos fue propicio al encuentro cuando meditaba en torno a cómo perduran en nosotros los pasos del pa-sado: “Mi mirada –escribe Nerval– iba vagando por el periódico que todavía conservaba en las manos, y leí estas dos líneas: “Fiestas del Ramo Provincial. Mañana los arqueros de Senlis han de llevar su Ramo a los de Loisy. Estas palabras tan simples despertaron en mí toda una serie de nue-vas impresiones: era un recuerdo de la provincia de tanto tiempo olvidada; un eco lejano de fiestas ingenuas de la juventud. El corno y el tambor re-sonaban a los lejos en las aldeas y en los bosques: las muchachas trenzaban guirnaldas y entrelaza-ban, cantando, ramos de flores ceñidos con cin-tas. Una carreta pesada, arrastrada por dos bue-yes, recibía a su paso este presente, y nosotros, los niños de aquellos contornos, formábamos el cortejo con nuestros arcos y nuestras flechas y nos llamábamos orgullosos caballeros, sin saber en-tonces que no hacíamos más que repetir de edad en edad una fiesta druídica que sobrevivía a las monarquías y a las religiones nuevas.” En la visión del poeta, un gesto cotidiano, hecho de manera casi mecánica y como al descuido, evoca la in-fancia... y no sólo la infancia concreta, individual,

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sino aquella más amplia y abisal que es la infan-cia de los pueblos, le nuit des temps: allí donde poesía y etnología trazan sus líneas unas sobre otras. Ya voces avisadas (Unamuno, Mann, Heine, Civreaux, Morin) han llamado la atención sobre ese absurdo fundamental en oponer ciencia y arte, ra-zón y sensibilidad, lógica e intuición. En lo que se refiere a las piedras escritas, el carácter absurdo de esta oposición sube de punto. Confiamos –y ello ya sería mucho– producir en el lector esa impresión; y a la manera de Moisés, indicar la tierra prometida: verla sin alcanzar a entrar en ella.

No pretendemos hacer una “teoría general” de los petroglifos –desconfiamos, por sistema, de toda teoría general, de toda concepción absolu-ta–, sino evidenciar algunos “elementos” que des-taquen la “presencia presente” de estos símbolos, de estas rocas tanto en el imaginario colectivo de los pueblos –ámbito de los sueños– como en el más objetivo e indiscutible de los hechos verifica-dos en el trabajo de campo.

Asumamos la forma de una bitácora, de un diario de viaje. Así lo hizo Charles Darwin al describir sus impresiones de viaje a bordo del Beagle, escritas entre 1840 y 1846, publicadas con el título Viaje de un natu-ralista; así lo hizo H. P. Lovecraft en sus viajes hacia lo nocturno y lo terrorífico en varias de sus narraciones; así lo hizo también Bram Stoker para dar vida y forma a su gótico Drácula, dando a su relato unidad dentro de la variedad de caracteres, miradas y voces. Tal

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fue la forma que adoptó James Cook a bordo del Endeavour y el Resolution en sus viajes alrededor del globo, últimos viajes de la época de los descu-brimientos. Este método ofrece dos notables venta-jas: de un lado, se obtiene un mayor dinamismo, la probabilidad de un descubrimiento día con día, jornada de trabajo con jornada de trabajo, el nu-tritivo tejido que constituye la memoria colectiva de un pueblo. La otra virtud es de natural plástico: retratamos a las márgenes de trabajo de “gabine-te” la experiencia misma de la investigación, la visión holística –integrada– de los elementos, sin la cual –como hasta la insistencia nos lo acotó la Dra. Clarac– ¿la letra con sangre entra?, no puede existir investigación etnológica.

Un argumento más: la forma de un diario de campo nos permite dar cuenta de numerosos apun-tes sobre geología, zoología, botánica, mineralogía hechas in situ; estas notas requerirían, de ser tratadas en cualquier otro formato, de un aparte que las agru-pase según su contenido, con ello obtendríamos una presentación estéril y por completo ajena a nuestra noción de “paisaje total” que hemos propuesto para acercarnos a los petroglifos, con ello hemos querido significar que los símbolos grabados en la roca han de oponerse contra el horizonte natural y humano del cual dimanan y con el cual interactúan. Recor-demos que la publicación del Diario de Malinowski ha demostrado ser de gran interés, acaso más que meramente etnológico.

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Estas notas están tomadas directamente de la “santa canalla” de la cual hablase Papini, refirién-dose a Don Quijote y a Cervantes. Están tomadas de pescadores y cabreros, de conuqueros y peque-ños productores, de secretarias de instituciones públicas y de empleados de gobierno en peque-ños, adormecidos, remotos pueblos; de obreros mal pagados y artistas desconocidos y casi fra-casados, de estudiantes de bachillerato que pre-fieren hacer novillos y no quemarse las pestañas con los libros. Están tomadas lo más cerca que se pueda del paisaje: de cielos abiertos privados de toda nube, de cielos nublados y demasiado ge-nerosos, de desiertos ardidos y como ilimitados, en océanos de pastos ondulantes como cabelle-ras de mujer, de playas desérticas y solitarias, de calles empedradas, de casas de barro donde las gallinas se pasean por la sala y el metate está aún sangrante de onoto al lado del fogón ceniciento y humeante; están tomadas cerca de una cigarra, a la vera de una mata de orégano, en la estación de la amarga y atrayente urupagua, en un bote me-dio ahogado a pleno sol. “La santa canalla”.

Tenía la idea puesta en los “letreros”, en las “piedras pintadas”, en los “calendarios”; a fin de cuentas por ellos salí de alguna parte para for-mular interrogantes en otra; sospechaba que esos nombres comunes, vulgares –del común, del vul-go–, encerraban una clave; pero encontré más, mucho más de lo que esperaba. No imaginé que

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los petroglifos y las piedras sagradas eran un tema vivo, “contemporáneo”, de absoluta actualidad. Esta es la crónica de ese descubrimiento.

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19 de mayo de 2003. Es nuestra primera salida de campo; el día amenaza con lluvia, lo cual sólo puede significar molestias. Partimos temprano en la mañana; nuestro grupo está integrado por tres exploradores. Las características geológicas de la región a donde nos dirigimos son bastante singu-lares: una formación montañosa de líneas suaves que van desde escasos metros sobre el nivel del mar hasta una altitud de mil metros, ello confiere a la región una vasta diversidad de pisos climáti-cos, desde el desierto poblado de cardos y tunas hasta las montañas de densas arboledas perpetua-mente húmedas; notable es asimismo la variedad de formas animales adaptadas a cada uno de los diversos ecosistemas.

Desde el punto de vista topográfico, el estado Falcón se halla dividido en tres grandes porciones de fisonomía propia bien definida: la marina o costera que corresponde al norte, que comprende los característicos médanos; la llanura desértica, de frondosos cujíes, arbustos espinosos y una rica variedad de cardos; y la montañosa: la Sierra de San Luis, que se levanta al sur y corresponde a la parte más elevada del estado.

En el Norte, la canícula ostenta tonalidades agresivas, moderadas por las brisas marinas que a decir de castellanos dieron nombre a la región, el paisaje vesperal de los diferentes sitios costaneros es refrescado por estas veloces brisas oceánicas. En la Sierra, con su perenne verdor y su frescura de re-

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manso, el calor se atenúa a causa de la vegetación, de la altura y de los frecuentes chubascos.

La parte más elevada de la montaña alcanza los 1.253 metros sobre el nivel del mar. De allí surgen dos ramales: uno hacia el noroeste, va des-cendiendo hasta llegar a la próspera población de Cumarebo, capital del distrito Zamora; el otro, se extiende hacia el sureste, hasta su encuentro en el pie de monte con la población de Píritu.

Un macizo elevado en la Sierra es el Pico de Cu-rimagua que alcanza los 953 metros y se divide en tres ramales: uno hacia el norte, otro hacia el sur y el último hacia el oeste, constituyendo este la cumbre del Cerro de La Democracia, cuya altura tiene una proporción de 750 metros. En Curimagua las neblinas son frecuentes, incluso a pleno mediodía. Otra altu-ra que merece destacarse es la Sierra de los Jirajaras o Jiraharas, cuyos puntos culminantes están consti-tuidos por la cima de El Cerrón y el Cerro Socopó. Tanto el Valle como el altiplano del estado Falcón fueron las últimas tierras venezolanas que emergie-ron del mar; abundan los fósiles de formaciones co-ralinas, moluscos y hemos encontrado impresiones conocidas como ripple marks o marcas de oleaje a alturas de 300 a 400 metros sobre el nivel del mar. Esta breve sinopsis geográfica se impone para dar un mentís a la imagen popular de la fisonomía de la región falconiana que evoca en la memoria la estampa de una cabra, un cardo y una duna escul-pida por feraz brisa.

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Al llegar a la población de Viento Suave, fuimos en busca de nuestro guía, Maximiliano Medina (59 años), sobrenombrado Paye. Nos encontramos con una persona grata y cordial, rasgo común en estas gentes, quien nos informó que por todas partes en-contraríamos petroglifos. La observación de Paye en modo alguno es hiperbólica: estamos en el par-que Juan Crisóstomo Falcón, donde se encuentra una de las estaciones de petroglifos más grandes y mejor preservados de Venezuela; se ha pretendido hacer un inventario de los signos grabados, pero dudamos que sea completo.

Como la lluvia había comenzado a caer con fuerza, nuestro guía nos recomendó que fuésemos a la Piedra Escrita del Roble. Cabalgamos duran-te una media hora por caminos anegados; estaba preocupado por mi cámara, una modesta pero fiel Kodak KB-20, 35mm. lente: esférico de foco fijo de 30mm, de 2 elementos. Velocidad de disparador: fija en 1/100 segundos. Abertura de diafragma: f/8.0 para flash/luz de día. Sensibilidad de película: película de impresión con DX (150) de 100, 200 ó 400. La grabadora acusaba signos de dejar de fun-cionar como al final lo hizo… definitivamente.

Llegamos a un cruce de caminos que Maximi-liano identificó como Carayapa. Frondosos árboles nos protegían ya de un franco aguacero. La Piedra Escrita del Roble es un afloramiento rocoso de un 1.20 metros de altura, cubierto de vegetación, la que fue necesario despejar a golpes de machete.

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Nada prepara al investigador para este primer encuentro; puede estarse muy familiarizado con la bibliografía, puede haberse visto mil fotogra-fías excelentes, puede haberse escuchado las im-presiones de anteriores investigadores o leído y releído las impresiones que causan a la sensibili-dad de los exploradores, pero nada puede prepa-rar al espíritu para este encuentro. Mis petroglifos eran más bien una muestra modesta: dos rostros cuadrangulares grabados a los lados de la roca y una espiral bastante erosionada coronaba el gru-po. No parecían nada temible ni impresionante; pero fue con ellos con los que pagué completa mi novatada: la luz era mala y en consecuencia las fotografías resultaron pésimas, no tomé nota de la orientación cardinal de los grabados, ¡ni aun tomé sus medidas!, apenas si usé unos lentes de sol –con aquella lluvia– para tener alguna idea de su tamaño relativo en la fotografía (este truco se lo había aprendido a los geólogos, quienes emplean una piqueta). No obstante las dificultades –o qui-zás gracias a ellas–, sentí una profunda sensación de misterio, de familiaridad, como si estuviese ante un recuerdo cuyo exacto lenguaje hemos ol-vidado pero conservamos su sentido último.

Paye nos informó que esta roca era usada como referencia en las labores campesinas, como cuando salen a buscar el ganado: se informa la di-rección hacia donde hay que buscarlo sirviéndose de la Piedra Escrita como señal de orientación.

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Después de tomar algunas fotografías con-memorativas, volvimos a Viento Suave, calados hasta los huesos.

20 de mayo de 2003, murucusa. La lluvia continúa cayendo a torrentes, lo cual hace poco recomenda-ble cualquier salida. Estamos en la pequeña pobla-ción campesina de Murucusa que es mi centro de operaciones en la Sierra de San Luis. El tiempo es dinero; y no vine sólo a ocuparme de la presencia física de los petroglifos o de su clásica dimensión arqueológica, sino de su presencia –posible– en la memoria colectiva. Así, pues, a otra modalidad del trabajo de campo: a la entrevista.

Como en buena medida me he criado en esta región, conozco bien a la gente, así que no les asalto directamente a preguntas, sino que les ha-blo de manera genérica de mis investigaciones y les dejo que participen según su interés o capri-cho. La cosecha es generosa: saber, por ejemplo, que los petroglifos y las “Piedras Centellas” –ha-chas de mano pulidas– están íntimamente conec-tados; ambos son signos de antigua brujería: las piedras centellas son amuletos contra los rayos; los petroglifos eran lugares frecuentados por los brujos. Tal vez sea posible ver aquí un eco de la figura del shamán.

La información parece estar en todas partes, sólo aguarda una mirada atenta: señales de cultura material como metates se ven en casi todas las coci-

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nas; de los campesinos pueden colectarse hachas de mano que han encontrado en sus campos. Hemos recogido una buena colección de éstas de las más variadas y bellas, de distintos tamaños y estado de acabado. La abundancia de metates –que las actua-les poblaciones han olvidado el modo de hacerlos, pero que usan habitualmente– como las numerosas hachas de mano parece testimoniar la densidad de la población precolombina en el área.

Una joya: una pequeña escultura, labrada en obscura y brillante roca que representa un armadi-llo o cachicamo; Dasypus novemcintus: cachicamo de nueve bandas y Euphractus villosus: cachicamo de seis bandas. Fue difícil obtenerla, quien la había encontrado sospechaba su valor, pero le atribuía un valor numismático –que a buen seguro ha de tener– y no el valor testimonial que para nosotros tiene. Por lo regular, encontramos bellas hachas de mano con su simetría de lágrima, hondos metates, globulares manos de moler, alguna tinaja de vetusta factura; y aunque en su diseño hay belleza, su objetivo era cla-ramente ser herramientas o utensilios. La pequeña ta-lla narra otra historia: formaba parte de un collar. Al volverla sobre la espalda, se aprecian en los extremos del caparazón pequeñas hendiduras donde debía la pieza incorporarse al arreglo; pero en algún momen-to ocurrió un accidente y un fragmento del caparazón se rompió, debiendo grabarse una segunda incisión; después la pieza debió verse curiosamente “torcida” en función del conjunto. La pieza nos habla de un

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tiempo dedicado al labrado cuidadoso de objetos destinados al culto o al ornato; sea como fuere, se trata de una tarea que no se ocupa tan sólo de pro-curar alimento o cubrir las básicas demandas de la subsistencia. La libre disponibilidad de tiempo nos habla de cierta holgura. Clarac ha recogido en la sie-rra andina mitos referidos al cachicamo como animal mítico vinculado al oro y los sismos.

Encontramos también un cubo de roca, cu-yas fases se ven deprimidas por oquedades poco profundas y desde ellas parten algunos pequeños surcos superficiales. No sabemos muy bien cuál pudo ser su uso, pero sospechamos se trata de un amolador. Esta pieza u otra semejante no la he-mos encontrado en otra colección.

Los campesinos nos hablaron de una gran fuente de roca y de unos posibles petroglifos que se encontraban a varias horas de camino; pero el mal tiempo impidió cualquier expedición. Esperamos

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emprenderla en un futuro próximo, Mellonta Tauta, como escribiese Poe. Tenemos noticias de un posible taller de industria lítica, nos informaron que se encuentran fragmentos de roca devasta-das con clara intensión en una pequeña exten-sión de terreno. Estas personas, quienes carecen de cualquier entrenamiento arqueológico, son agudos observadores y excelentes informantes, sólo hace falta disponer de tiempo e ingenio para poder escucharles.

22-de febrero de 2003, casería Viento suaVe,

estación Las maraViLLas. guía: amabile gonzález (75 años). Aquí puede Ud. sentarse a tomar una taza de café mientras estudia tranquilamente los petroglifos. Están por todas partes alrededor de la vivienda. Los motivos más frecuentes: rostros cuadrangulares, espirales, figuras antropomorfas. Una de ellas nos sorprendió particularmente; en una roca que apenas afloraba del suelo se halla-ba una figura labrada con los brazos en jarras, las piernas separadas; a ambos lados de su cuadrada cabeza, sobresalían arcos rematados en puntas de flechas. Lo que cautivaba era su “sonrisa”, pues el rasgo que corresponde a la boca se curva a la manera que lo hace la sonrisa de los actua-les comics. Inmediatamente la bautizamos como la figura del “Arco”. No hemos topado con algo semejante en nuestras lecturas ni en otras explo-raciones. Señalemos que los viajeros y cronistas

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del siglo XVI refieren el empleo de narigueras de oro, y que bien podría tratarse de la representa-ción de dicho emblema.

En algunas de las rocas donde se han grabado signos, se “amolan” los instrumentos de trabajo como machetes, hachas, escardillas; pero se tiene sumo cuidado de no dañar los petroglifos. Estas rocas son arenisca de grano muy fino, por lo que su empleo se impondría por su propia condición natural para amo-lar las herramientas, pero no podemos dejar de entre-ver un eco de la memoria colectiva en esta práctica.

Las Maravillas se levanta en un claro del bos-que, en la cima de una loma suave y fresca, aquí se citan multitud de cigarras de gran tamaño que los campesinos llamaban burreras. Cuando ca-lienta el día su canto es frenético y es tal su inten-sidad que puede resultar molesto. Con bastante dificultad logré hacerme de algunos ejemplares.

22 de febrero, Por La tarde. Partimos de un hecho que nos impone tanto la experiencia como nuestras lecturas: lo real no es igual en el campo y en la ciu-dad. Aunque en nuestras ciudades perviven numero-sos rasgos, usos, nociones y costumbres de un inme-diato e influyente pasado agrícola, es innegable que éstos tienden a desdibujarse, a recomponerse en otro espacio, quedan sujetos a otra dinámica.

Una cosa es abordar el estudio de las manifesta-ciones rupestres –petroglifos, piedras míticas, pinturas rupestres, etc.– en la comodidad demasiado citadina

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de nuestro gabinete, leer atentamente algún journal dejado en nuestras bibliotecas por algún exótico via-jero, hojear sosegadamente anuarios y publicaciones especializadas, contrastar con deleite singular in-formes provenientes de distintas manos, escritos en distintos, distantes lugares, contemplar dibu-jos y fotografías mientras vaciamos tazas de aro-mático té. Otra –muy otra– es la “experiencia” de encontrarnos con los petroglifos en “su” me-dio: en el campo; no hablamos sólo del campo como una extensión geográfica, física, sino como un espacio mental: hablar con quienes comparten tiempo, espacio y memoria día con día con estos signos grabados en un pasado que en más de una forma es nuestro; conmueve íntimamente ver alzar-se estas rocas vivientes entre pastos y sombras, acu-nadas en el vientre de azules montañas, a la vera de caminos y siembras tan antiguos como la sangre. Vi-sitando la estación de Viento Suave nos sorprendió la lluvia; parecía tiempo y dinero perdido. Pero la lluvia lenta, generosamente fue revelando secre-tos al ir llenando esas agrupaciones de oquedades poco profundas que suelen llamarse puntos aco-plados. Ante nosotros una serie de agujeros fue-ron recogiendo las gotas de lluvia que resbalaban por la superficie de las rocas, caída desde el cielo y las hojas. La experiencia que nos ofreció la llu-via sólo ella podía dárnosla.

Se imponía una relación entre los puntos aco-plados y la lluvia. Es evidente que estas manufac-

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turas estaban destinadas a recoger el agua de la estación lluviosa, testimonio de la siembra y, por extensión, de la fertilidad. Surge una pregunta: Toda la estación gira en torno al mismo tema –la fertilidad–, o trata de un argumento más amplio, del que ésta es un capítulo. Tal vez la respuesta está un poco en todas partes, en cuyo caso será necesario consultar diversas fuentes.

23 de febrero de 2003. san José, estación Piedra es-

crita. guía: segundo gonzález “chundo” (40 años).Segundo recuerda que su abuelo paterno le conta-ba historias referidas a las piedras, le decía que en ciertas noches éstas estaban iluminadas por una luz interior; que señalaban el lugar donde estaban ente-rrados cuantiosos tesoros, pero que estos bienes no estaban destinados a cualquiera sino a los elegidos. Las referencias a tesoros ocultos en la vecindad de los petroglifos ha sido abundantemente recogida en la literatura; sin embargo, se encuentra una gran variedad de versiones en cuanto a la identidad de los depositarios: en unas, son tesoros ocultados por los indígenas para salvaguardarlos de la rapacidad de los españoles; en otras, son los mismos conquis-tadores quienes ocultaron sus tesoros, usando estas piedras singulares como marcas fácilmente recono-cibles; otras, finalmente, adjudican a los misioneros tales riquezas. Vincular los petroglifos con tesoros es una idea tenaz; y desde el punto de vista etnológico, no deja de tener razón.

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El abuelo de chundo le contaba que estas pie-dras estaban pobladas de espíritus que salían de ellas y se internaban en las montañas. Sea como fuere, a “Chundo” no le place abundar demasia-do sobre el tema y confiesa que, si puede, prefiere evitar las piedras por las noches.

24 de febrero de 2003, La Peña cLara. guía: or-lando medina (15 años). La Peña Clara es un aflo-ramiento rocoso impresionante; la piedra está constituida de arenisca blanca –de allí su nom-bre–, cuyo interior ha sido erosionado por una corriente de agua, produciendo galerías que, con cuidado, pueden transitarse de pie. El entorno está cubierto por una tupida maleza, difícilmen-te penetrable, por todas partes pueden verse unas agraciadas arañas rojas que moran en el curso de las corrientes de agua.

Medina cuenta que La Peña Clara fue re-ducto de resistencia indígena y posteriormente de la guerrilla a finales de la década del sesenta. Recuerda que esta piedra era limpiada de vege-tación regularmente por María Bracho y Víctor Chirino, ambos fallecidos. Cuando la visitamos, un sonoro enjambre de abejas africanas la había colonizado. Su omnipresente zumbido constituye un fondo algo atemorizante. Cuando le pregun-tamos a Medina, de manera bastante amplia, si habían otras piedras que guardasen alguna rela-

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ción con la Peña Clara, nos mencionó la estación de San José y los Urupaguales, lugar este último que recibe su nombre por la abundancia de ár-boles de urupagua (aveledoa nucifera), que dan una nuez amarga, muy apreciada en todo Falcón desde tiempos precolombinos. Nos refirió que en las cercanías de los Urupaguales también pueden encontrarse petroglifos. No obstante su guardada belleza, dejamos la Peña Clara con un suspiro de alivio, escuchando aún el nada tranquilizador zumbido de las abejas africanas.

P. E.: Orlando Medina cursaba el segundo año de bachillerato, del cual por alguna ignota razón se encontraba ausente en un día de clases. Debe tratar-se de algún epígono de Huck Finn y Tom Sawyer.

24 febrero de 2003. Viento suaVe Por La tarde. Vi-sitamos a la Sra. Juana Quero, 58 años, quien vive en mancebía con Maximiliano Medina, nuestro primer guía, quien amablemente me ha brindado su casa como base de operaciones en mis haza-ñas cinegéticas. Aquí se me trata a cuerpo de rey, se me regala con la tradicional arepa serrana, co-nocida como tumba budare, dada su rubicundez. Además me basta con asomarme a la cocina para encontrar testimonios de la pervivencia indígena: el metate sangrante de onoto, llamado por quie-nes lo usan piedra de moler. La Sra. Juana asegura que, aunque sus hijos le han obsequiado moder-

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nos enseres, ella prefiere seguir con su cocina tal y como la conoció de niña: leña y piedra de mo-ler. Bien por ella.

La Sra. Juana recuerda que en la población de El Guay se encontraba una piedra labrada con petroglifos que a ella le recordaban imágenes del sol. Esta roca fue destruida por las máquinas cuan-do por allí hicieron una carretera.

A media tarde vino a guarecerse donde estába-mos el Sr. Elías Colina, buscaba refugio de esa llovizna insidiosa y pertinaz que en España llaman “cala-bo-bos” y en Venezuela, de manera más gráfica y lapi-daria, “moja-pendejos”. Colina es agricultor, tiene 64 años, vividos todos en estos contornos; mostrándose interesado, se sumó de buen grado a nuestra conver-sación: nos habló de la “Piedra de la Trinidad”, que es homenajeada el 24 de junio, y en cuya cercanía se han encontrado restos arqueológicos. Esta piedra se encuentra en una cueva no muy distante de don-de estamos, en ella, nos dijo, las formaciones rocosas prefiguran pequeñas imágenes de santos. El día de San Juan, 24 de junio, es el día en que los Encantos están abiertos, estos Encantos son espíritus naturales. El día de San Juan es una festividad antiquísima en Venezuela, data desde tiempos precolombinos, pues es un día cercano al solsticio de verano en el hemis-ferio norte. Los africanos traídos a Venezuela adopta-ron también el patronato, ocultando tras esta devo-ción sus cultos ancestrales. El sincretismo en torno al culto a San Juan es verdaderamente proteico, adqui-

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riendo rasgos distintivos allí donde se da, en virtud de la particularidad étnica de cada región. No deja de llamar la atención que la batalla de Carabobo co-incida con el 24 de junio; puede que se trate de una “racionalización” institucional e histórica de conte-nidos inconscientes, en este caso, del inconsciente colectivo. La coincidencia de fechas no es cuestión gratuita; consideremos, verbigracia, la coincidencia en las fechas de nacimiento y muerte del Benemérito General Juan Vicente Gómez –segundo padre de la patria, para los positivistas venezolanos de 1920– y las de Simón Bolívar, El Libertador.

Colina nos habló de la Piedra de San Luis, enor-me masa rocosa cercana a la población del mismo nombre. La roca se encuentra en la cumbre de una montaña. Está rodeada por una cadena, “amarrada”; encima de la roca hay una imagen de la Virgen; se dice que si la roca se suelta, se destruye el pueblo. “Parece –recogemos palabra por palabra la frase de Colina– que la roca estuviera peleando con el cielo.”

24 de febrero de 2003, Por La noche. Revisábamos la obra de Carl G. Jung y sus colaboradores: El hom-bre y sus símbolos, cuando leímos estas líneas debi-das a la pluma de Aniela Jaffé:

Aún hoy día, una extraña magia parece rondar las cuevas que contienen los grabados y pinturas rupestres. Según el historiador alemán del arte Herbert Kühn, a los habitantes de las zonas donde

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se encontraron esas pinturas, en África, España, Francia o Escandinavia, no se les puede convencer para que se acerquen a las cuevas. Una especie de temor religioso o, quizás, miedo a los espíritus que vagan entre las rocas y las pinturas, los mantiene apartados. Los nómadas que pasan por allí, aún dejan sus ofrendas votivas ante las viejas pinturas rupestres en África del norte. En el siglo XV, el papa Calixto II prohibió las ceremonias religiosas en la “cueva de los caballos”. No se sabe a qué cueva se refería el papa, pero no hay duda que sería una cueva histórica que tuviera pinturas de animales. Todo esto viene a demostrar que las cuevas y rocas con pinturas de animales siempre se han considerado instintivamente como lo eran originalmente: lugares religiosos. El numem del lugar ha sobrevivido a los siglos.

En Venezuela el culto a las rocas ha sobre-vivido hasta fecha bastante reciente; incluso, en más de una forma esta aún presente. De ello nos ocuparemos en detalle al tratar de los sím-bolos encontrados en los petroglifos. Sirva por lo pronto decir que Alfredo Jahn lo documen-tó a inicios del siglo XX en los Andes, y Oscar Yanes hacia 1945 en Caracas, Clarac lo docu-mentó en el estado Mérida en el último tercio del siglo XX. Nosotros nos hemos topado con el trato respetuoso –casi idolátrico– a la roca en el estado Falcón cuando apenas despunta el siglo XXI. Sabemos que otros investigadores

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en, otras partes del país, se han encontrado con situaciones afines. Sólo resta despejar la natu-raleza misma de ese culto.

26 de febrero de 2003, estaciones de san José y

Viento suaVe. Es un día como para salir a cazar pe-troglifos. La temperatura de la mañana es modera-da, sopla una gentil brisa, tenemos una atmósfera diáfana y una luz excelente. Encontré a Aramís González (28 años) estudiante de la Universidad Francisco de Miranda, quien ha de servirme de guía, frente al potrero del Sr. Guillermo Chirinos. Referí el día anterior a Aramís mi interés por los petroglifos de la región al tiempo que le mostraba las reproducciones de algunas fotografías toma-das por Hernández Baño y Ruby de Valencia en la zona. Aramís reconoció de inmediato la imagen del “Venado de Piedra” como Hernández Baño bautizase alguna de las rocas de acuerdo a una le-yenda local, la misma toma de la roca empleada por Hernández Baño para ilustrar la portada de su libro es reproducida por Ruby de Valencia en El diseño en los petroglifos venezolanos.

Entramos en la propiedad sin pedir permiso; supongo que el ser vecino del Sr. Chirinos per-mite a Aramís tomarse ciertas licencias; en cual-quier caso, atravesar las propiedades de otro es una práctica más o menos corriente en la sierra falconiana, siempre y cuando se conozca a los propietarios y no se ande en malos pasos.

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Aramís ha realizado algo de investigación histórica amateur con fines académicos; según me comentó, investigó sobre las rutas por las que transitaban los arreos de mulas entre Coro y Ca-rora. Está ruta aún puede seguirse en parte y en algunos lugares pueden hallarse las ruinas de an-tiguas posadas. Esta ruta comercial comprendía Las Antillas Menores, La Provincia de Coro y El Valle de Barquisimeto, y la evidencia histórica y arqueológica permite extenderla hasta los Andes. Aquí encontramos una vez más la pervivencia de usos precolombinos en nuestro pasado colonial y temprana vida republicana.

27 de febrero de 2003, san José. Esta estación fue descrita y fotografiada por Hernández Baño a co-mienzo de la década del setenta; este hecho nos per-mitió constatar un fenómeno notable: el paso de los investigadores se imprime fuertemente en la memoria de las colectividades vecinas a los petroglifos, es el registro de un saber que se añade a la historia de las investigaciones. Otro tanto encontramos en Taratara con relación a las andanzas de Cruxent, en Casigua con Pedro Manuel Arcaya, en El Mestizo con Her-nández Baño. Es un poco como pasar a formar parte del tejido que se pretende desenredar. ¿Seremos parte también de esta trama urdida por el devenir?

Según Hernández Baño, la leyenda del Ve-nado de Piedra es la que encontramos asociada a la estación de San José: en otro tiempo existió en

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ese lugar un hombre llamado ““El Salvaje””, ser de aspecto humanoide, cuyo cuerpo está cubier-to de espesa vellosidad. Se dice que este ser es muy enamoradizo y recurre a los encantamientos para llevarse a las muchachas núbiles a una fuen-te donde las sumerge en un agua que no las moja; luego les lame las plantas de los pies, lo que les impide marcharse; allí, en ese paraje oculto, la cautiva es alimentada por un captor con frutas silvestres. Los padrinos de la muchacha son los únicos que pueden romper el encantamiento lla-mándola a voz en cuello.

La presencia de “El Salvaje” infundía pavor en aquellos lugares por lo que fue requerida la participación de un piache para capturarlo. El piache invocó al Salvaje a su choza, donde lo retuvo varios días y sirviéndose de ensalmos, sa-humerios y rezos, lo hizo pasar al otro mundo. La memoria de estos hechos está guardada en la roca. En nuestro escritorio reposa un ejemplar mecanografiado de un texto de Hernández Baño; allí leemos …

encontramos una roca grande, de dos metros de al-

tura por cinco metros en su base; los dibujos más fre-

cuentes son rostros, algunos rodeados por radios. En

la arista orientada hacia el Este hay dos figuras dignas

de tomarse en cuenta: la primera es una cabeza de

animal, que puede perfectamente representar un ve-

nado; más abajo, encontramos la imagen de un ser

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monstruoso de feroz aspecto. Añadamos a ello que la

palabra Cabure proviene del quechua Kahurí que sig-

nifica monstruo. Cabe preguntarnos: ¿hasta qué punto

la Leyenda del Venado de Piedra que nos contaron los

lugareños es sólo un mito? Existe un testimonio que

por dos fuentes llega hasta nosotros: La tradición oral

a través de nuestros queridos viejos y la bella leyenda

escrita en una escultura de piedra.

Interesantes observaciones, al margen de la discutible filología. Tres mitos nos asaltan al in-quirir sobre los petroglifos, no hemos salido a buscarlos expresamente, mas los encontramos in-sistentemente en cada lugar que visitamos y en algunas de las referencias colectadas por otros investigadores: María Lionza, “El Salvaje”, Ma-naure. Después de todo, hemos basado nuestra búsqueda en las eventuales relaciones entre mito y petroglifo en tierras falconianas.

En buena medida el mito de María Lionza es el gran mito unificador del pasado y el presente de Venezuela –conjuntamente con el de Bolívar, así se escandalicen políticos y académicos–. En Fal-cón, las prácticas espiritistas son bastante usuales y los ríos que surcan la sierra de San Luis se prestan a las mil maravillas, así lo prueban las marcas de ve-las y restos de pólvora que en ellos se encuentran. Incluso asistimos a algún ritual; interesante por lo demás, pero esto es harina de otro costal… aunque no tanto, como oportunamente se verá.

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El mito de Manaure es el mito fundacional de los corianos, de los nativos de Coro, nombre colonial de la provincia. Calles, plazas, negocios, fundaciones llevan su nombre. Mariano Picón Salas llegó a decir de Manaure que era el “Néstor” de los indios, en cáli-do eco homérico. La figura de Manaure se nos impo-ne por múltiples vías: la toponimia, la tradición oral, la investigación etnológica y el trabajo de campo. Lo singular es la forma cómo los mitos de Manaure, Ma-ría Lionza y “El Salvaje” parecen tejer un tapiz; aun-que no debería sorprendernos si recordamos a Lévi-Strauss y a Octavio Paz: “los mitos se comunican a través de los hombres y sin que éstos lo sepan.”

27 de febrero de 2003. san José, de noche. Am-plias noticias sobre “El Salvaje” encontramos en la obra Hacia el indio y su mundo de Gilberto Antolínez. Cuando Humboldt visitó el Orinoco, oyó a los indígenas una singular leyenda; nos cuenta que primero fue en las cataratas de Atures donde primero oyó mención:

…de hombre velludo de los bosques que denominan “El

Salvaje”, que rapta a las mujeres, que construye cabañas

y come a veces carne humana… los Tamanacos le llaman

Achi, los Maipures Vasitri, o ¡Gran Diablo! Los indios le

decían que “El Salvaje” tenía los pies vueltos hacia atrás,

y que cerca del río Paruasi existía un cerro llamado Achi-

tipuiri, que en tamanaco significa: Cerro del Hombre de

los Bosques. R. Spruce, en su viaje por el Casiquiare en-

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tre 1853 y 1854, apunta que por aquellos rumbos había

existido antiguamente una población indígena llamada

Samadu-Cani, es decir: “La Tierra del Samadu, animal fa-

buloso parecido a un hombre en tamaño y aspecto pero

con piernas y brazos largos y pellejudos, que se mostraba

de vez en cuando en la selva, con terror de las mujeres y

los niños… La creencia en la existencia de esta especie

de hombre-lobo es corriente entre la generalidad de los

indios del Amazonas y del Río Negro”.

En nuestros días, persiste en Venezuela esta creencia: la encontramos en Falcón, Mérida, Truji-llo, Barinas, Lara y Yaracuy, y con algunas variacio-nes, en otras regiones del país. Como ya Humboldt supo presentirlo, esta creencia se encuentra íntima-mente conectada al aspecto y los hábitos de un gran plantígrado, oriundo de las cordilleras americanas del borde del Pacífico: el “Oso de Anteojos” (Tre-marctos Ornatus), el cual es capaz de erguirse sobre sus patas traseras, evocando así una figura humana.

Jacqueline Clarac reconoce un fuerte núcleo de este mito en la región de los Andes venezola-nos; apuntan en este sentido las investigaciones de Belkis Rojas: “Los antepasados indígenas que huyeron hacia las montañas, se convirtieron en ‘bichos’, en ‘animales de montaña’, como el oso frontino, llamado ‘joso’ o ‘salvaje’. La humanidad del oso se expresa en distintos relatos, estructura-dos según la misma pauta en diferentes partes de la cordillera.” El oso, asevera Rojas, siguiendo a Cla-

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rac, es especialmente percibido como “indio salva-je”, que busca a la mujer campesina para procrear con ella; de estas uniones nace un ser cuya mitad superior es de hombre, de “cristiano”, y la mitad inferior es de oso, es llamado “ Juan Salvajito” o “Juan Joso” o, simplemente, “El Salvajito”. Omar González Ñañez encuentra tradiciones afines en-tre grupos indígenas arawak del sur de Venezue-la. En este escenario, se trata de una especie de semi-hombre llamado Makúlida y Jiwémi entre los warekena, Yamadú en baré, Walaluna en baniba, Kurupira en lengua yeral; los pobladores criollos y los mismos indígenas de la región lo denominan en castellano “El Salvaje”.

El Demonio Alucinador del Bosque, escribe Antolínez, es el ser de mil nombres en la Améri-ca Indígena. Pero en la selva amazónica sus tres nombres sinónimos más diseminados y mejor co-nocidos son, según Hurley, los de Curupíra, Ca-apóra y Caipóra. La objetivación demoníaca de Caapóra no debe asimilarse al demonismo del Diablo cristiano, entendido como elemento dual espiritual maléfico que se contrapone a Dios. Ca-apóra, nos dice, debe considerarse antes como un duende, como un ser silvestre, como una entidad espiritual no circunscrita a ningún sistema ético dualista: se trata de un espíritu guardián, de mo-ralidad indefinida: el Angaussú o “Gran Alma” de la floresta, unas veces bondadoso y acogedor, las otras veces vengativo y violento:

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Caapóra es un hijo espiritual del “mal de la selva”, una

creación fantasmagórica experimentada como angustio-

sa vivencia por aquellos cazadores primitivos que fueron

tantas veces encontrados por los suyos, hambrientos, di-

lacerados, enloquecidos por la selva, con los ojos áto-

nos, la lengua pesada y babeante, contando narraciones

fantásticas de pueblos encantados, mozas hermosas, lu-

juriosas y sádicas, debidas al estado de trance a que el

cansancio y la inanición los condujeran.

Experiencias afines están reservadas a los teme-rarios que se extravían en la fronda sudamericana.

Señala Antolínez que la creencia en el Demo-nio de los Bosques es muy frecuente en nuestro medio continente austral, al este de la gran cadena andina. Aun cuando el Tremarctos Ornatus no sea oriundo de la floresta amazónica, fue en esta zona donde la “teoría extravagante” de “El Salvaje” en-contró más fuerte acogida. Anotemos que aún a comienzo del siglo XXI, era dable encontrar osos frontinos en las montañas larenses, donde al me-nos uno fue muerto por estas fechas –lástima–.

Pensaba Barbosa Rodríguez que la leyenda de Curupíra sea venida de los nahual de México, ex-tendiéndose como una gran onda ideológica por “Venezuela, por las Guyanas, por el Perú, por el Paraguay… desde los karaiba hasta los guaraní.” Así lo hallamos desde Colombia hasta el Chaco paraguayo y argentino. Pensemos que al recopilar testimonios orales en el campo, encontramos do-

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cumentos que apuntan hacia un panamericanis-mo anterior a los ensueños republicanos: realidad cada vez más evidente, conforme comparamos los petroglifos, la cerámica, la orfebrería y la mi-tología americana.

Volviendo a nuestro tema: Caapóra-Curupíra es un ser que presenta dos aspectos: uno mascu-lino, el otro femenino: es “un Señor” o “una Ma-dre” (Cy) de la selva. Su entidad primordial se ha desdoblado a través del tiempo, y de ese modo aparece bajo la forma de una pareja humana: ma-rido y esposa. Es el abaquára o “padre de la caza” y la Caácy o “madre de la selva” en Amazonia. Sería de interés contrastar estas personificaciones con las de Arco y Arca de la cordillera andina. El varón Caapóra usa un hacha fabricada de casco de tortuga jabuti, con la cual gusta hacer ruido; su esposa Caácy es una anciana arrugada, gran hechicera, versada en toda suerte de brujería. En algunas regiones, Caácy es una india muy oscura, que jinetea sobre un gran puerco salvaje. Sus hi-jos son: Sacy, el niño rojo de un solo pie volteado hacia atrás que engaña a los viajantes; y los se-res fantásticos encantados de la selva, como son: uirapurú o pájaro violinista (leucolepia muzica, Troglodytiae), el sapo arú, el xincuán o ave ago-rera de la mala suerte, el sinfín o aguaitacaminos urutahy, conocido en las serranías falconianas co-mo tapacaminos, la tara o mariposa fúnebre xa-quiránabova, el enano matín-taperéra, mitad

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duende y mitad araguato…Todos estos seres ma-léficos son el espanto del morador de la manigua.

“De un modo más o menos adulterado –aco-ta Antolínez–, estos seres mitológicos del área amazoniana pueden conseguirse superviviendo en el folklore de las masas rurales de Venezuela. La Caácy de Bahía puede encontrarse en Falcón, Portuguesa, Yaracuy, Lara. El sinfín tiene una her-mosa leyenda en los llanos de Barinas. El sacy, múltiple, corresponde a los enanos de un solo pie que llaman los mestizos de Trujillo ‘Los Tateyes’, y son venerados como señores o dueños de los campos cultivados.”

Aunque “El Salvaje” sea el ser de los mil nom-bres, indudablemente el más conspicuo es el de Caapóra. Antolínez propone la siguiente etimología: caá o cáa que vale por árbol, arbusto, hoja, pero pre-dominantemente por bosque. Además póra equivale en tupí-guaraní a “el habitante, el morador, el que permanece o está adentro de una cosa.” De modo que el nombre guaranítico Caapóra significa tanto como “el agreste”, “El Salvaje”, el rústico morador del bosque. En consecuencia, aplicando este prin-cipio, hallamos que Caapóra es “El Salvaje” habita-dor del bosque, y la esencia y substratum del bosque mismo; como también el ser que salta en la selva, si atendemos a que póra es fonéticamente parecido a póre, que significa salto; recordamos al respecto que “El Salvaje” es descrito con los pies mal conforma-dos o vueltos hacia atrás, por lo cual ha de poseer

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una marcha de aire singular y arbitrario. Referencias a los pies vueltos hacia atrás las hemos encontrado entre los campesinos falconianos; explican que en virtud de esta configuración el “Duende” –como lo llaman– confunde su marcha: en verdad, viene de donde su rastro parece indicar que va.

El Salvaje cabalga sobre un venado, una danta o un báquiro. Es el padre de los animales que vi-ven socialmente y andan en manadas. En algunas tribus del alto Río Negro, según refiere Barbosa, los indígenas “no matan al yacamin (Psophia Crepitan) ni a la danta, por no ofender al Curupíra. En las reminiscencias aborígenes actuales de Yaracuy, Lara y Falcón que informan el complejo mítico de María Lionza, Dueña de la Selva comparable a Caácy o Curupíra-hembra, ella monta una danta con las ancas “herradas” o marcadas con símbo-los indígenas de oculto contenido: “petroglifos”; y María Lionza arrea ante sí manadas de animales silvestres: pumas, jaguares, tapires y venados, cu-yas heridas cura, y por cuya integridad vela. En Táchira encontramos una tradición que guarda con María Lionza muchos puntos en común.

Caapóra se presenta a las tribus del sur de la Guayana venezolana como “un feo y fuerte hombre macho, oscuro, de pecho ancho y velloso, caballero de un báquiro, en cuya extraña montura va arreando la fauna amazónica: monos, coatíes, etc., para prote-gerla de los cazadores.” Según el relato de Gastón Fi-gueira, es un “habitador de los árboles del bosque”,

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este aspecto, señala Antolínez y encontramos en Clarac, corresponde con los hábitos biológicos del oso frontino, el cual construye en la fronda, usando palos y hojas, una especie de nido entre los árboles.

Actualmente, encontramos entre los campe-si-nos de los estados Falcón, Lara, Yaracuy, Guárico y Miranda una clara supervivencia de Caapóra: allí se aparece a los cazadores un enigmático “Pastor de los venados” –muchos de ellos cojos o mal he-ridos–. El personaje llevaba su rebaño a un corral donde les prodigaba cuidados. El cazador poco cer-tero seguía el rastro de sangre del animal hasta llegar al corral, donde el “Pastor de los venados” le con-minaba a mejorar la puntería y a no multiplicarle el trabajo de curar tanto animal torpemente lasti-mado. En numerosas ocasiones la historia conclu-ye con la locura del cazador. En la zona fronteri-za brasilovenezolana, es “el padrino de todos los bichos, desde la hormiga hasta la danta, y desde el matajey hasta el rey de los zamuros”, persigue a quienes matan la caza por puro placer cruel; su “estatura es de dos palmos, y de dos palmos más”, según le informaron los indios a Trayanov.

Otro de los mil nombres de Caapóra-Curupíra es Caípora. Tastevin da para esta palabra tupí las siguientes acepciones: a) infeliz, desdichado, fa-tal, funesto; perseguido por la Capora o Caípora; b) Curupíra. Amadeo Amaral dice: “El Caapóra, genio silvestre, tiene la particularidad de hacer in-feliz a quien encuentre, montado en su puerco,

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cuando corre por el bosque: de ahí el nuevo senti-do que el nombre adquirió, en la fórmula caípora.” Para Antolínez, Caapóra es infeliz, y por ello a ratos colérico y vengativo, y, de acuerdo con la idea indígena de que los males son sustanciales y se transmiten por contacto, Caapóra procura el encuentro con quienes entran en la manigua mo-vido por premeditada y malévola intención. “Caapóra es, simplemente, un mabitoso”, concluye Antolínez, queriendo significar que transmite la mala suerte.

Caapóra es la totalidad biológica del bosque, “su” palpitación vital. Comprendemos así que cual-quier vida que se le reste al bosque, se le roba a Caapóra mismo, de donde podemos ver que pro-ceda a defenderse contra quien atente contra su in-tegridad. Tastevin y Antolínez comprendieron bien esto. Monseñor Lunardi lo describe como un habi-tador del bosque, un licántropo (hombre lobo de las leyendas grecolatinas y centro europeas), con los pies vueltos hacia atrás, guardián de las bestias de la selva: esto nos lleva de nuevo a Humboldt.

Trayanov señala que Curupíra, para perder a sus enemigos, “los crueles cazadores blancos”, que no matan por hambre sino por deporte y cruel-dad, imita todo sonido animal y hasta un falso ruido de hacha: en este aspecto equivale a “El hachador silvestre” del folklore occidental venezolano. “Es agresivo y camina agachado y colérico. Cojea de una pierna que tiene vuelta hacia atrás (una varian-te de la versión humboldtiana) y bambolea su ca-

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bezota enorme, de chata nariz, unidas cejas y boca provista de cuatro colmillos descomunales”. Afianza las raíces de los árboles para que no los derriben las tempestades. En Amazonia, según Gastón Figueroa, Curupíra persigue a los leñadores que cortan madera en la manigua; constituye éste un claro ejemplo de un mito indígena que se torna en lo que Richardson llamó “folklore nacional”, y que este investigador es-tudiase entre barqueros, leñadores, maquinistas del ferrocarril y vaqueros.

Curupíra es el protector del bosque, pues le encarna; para Antolínez representa el “Principio vegetal húmedo del bosque”. “Es bueno saber –escribe–, en lo que atañe a la distribución geo-gráfica de la leyenda de ‘El Salvaje, hachador y protector de los árboles’, que al sur con C˚ 40 de latitud austral, en plena costa pacífica chilena, to-davía encontramos rastros de Caapóra”. Allí se le llama Thráuco; tiene una hachita de piedra con la cual suele dar tres golpes a un árbol; estos ha-chazos son tan estridentes que causan pavor al hombre más valeroso.

Sintetiza el encuentro entre folklore y etnología:“Al tratar de las supervivencias folklóricas de la creencia de un Demonio del Bosque –escribe An-tolínez–, en un Salvaje Protector de la Caza y de los Árboles, tengo que hacer forzosa referencia al ‘diablo’ de los indios caketío del estado Lara…: to-davía se le teme y creo hallar su equivalencia en el celebérrimo ‘Diablo de Carora’, de cual di-cen que

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se suelta en Semana Santa”. Francisco Tamayo, en un estudio sobre María Lionza, reco-ge la tradición de que en la localidad del cerro Santa Ana de Pa-raguaná, zona caquetía, hay un dueño llamado Capo, quien, junto con una serpiente emplumada que tiene una estrella en la cabeza, impide que sean cortados los árboles de la montaña: “Cuando le sucede algo a las personas que se aventuran por aquellos lugares es el Capo el responsable de lo sucedido. Si alguien corta un árbol, se le apare-ce el Capo, y su sola presencia basta para aterrar a los campesinos, ocasionándoles sincopes”. Anto-línez encontró una creencia análoga en Yaracuy. En las líneas que hemos dedicado al mito de Ma-naure, recogemos los datos consignados por los cronistas quienes refieren que Capo o Capú como una de las entidades invocadas por los chamanes caquetíos en sus curaciones.

La Relación Geográfica de Nueva Segovia –hoy Barquisimeto–, presentada por el Cabildo de aque-lla ciudad en 1578, cuenta que los indios caque-tíos de aquella región llamaban al demonio Capú, y que podían tener trato con él los hechiceros. En una salida realizada por Nicolás de Federmann en-tre el 12 de septiembre de 1530 y el 17 de marzo de 1531, siguiendo la serranía de San Luis hacia el valle de Barquisimeto, encontramos noticias sobre el carácter caquetío de los pobladores de Coro y Barquisimeto. Durante la travesía la comunicación se seguía de esta suerte: “Federmann –escribe Isaac

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J. Pardo– se dirigía a un cristiano de los veteranos de Coro y éste, a su vez, a un caquetío, el caquetío a un jirajara, el jirajara a un ayamán, el ayamán a un coyón, y el coyón traducía, finalmente, para los aja-guas. De esta manera se les explicaba a los indíge-nas del ‘Nuevo Mundo’ la existencia del Dios único y verdadero, la encarnación de Cristo, el Papado y el Imperio”. En el valle que los indios llamaban de Variquisimeto, por el río que lo cruza, halló Feder-mann indios caquetíos como los de Coro, como lo indica el hecho de simplificar la comunicación a la hora de bautizar indios y requerir oro.

En Falcón, Lara y Yaracuy, la aparición de los dueños del bosque va precedida de lluvia, rayos y broncos truenos, en ello coinciden “El Salvaje” de Chile, Brasil y Venezuela; son además, Hachadores o Leñadores fantasmales de la selva. El ojo único y ci-clópeo de la serpiente emplumada que acompaña a Capo se corresponde a la forma de un niño indígena con un solo ojo de mochuelo que asume Curupíra-Caapóra. Al Curupíra-Caapóra se le confunde con el Bitatá o Mboitatá, literalmente “La serpiente de fue-go”, otro dueño del bosque, que en Brasil persigue a los leñadores. Esta serpiente se presenta como un inofensivo tronco de árbol semipodrido; y después toma su forma terrorífica que es la de un culebrón con un solo ojo brillante en la frente, con cuyo brillo calcina a su víctima. Compárese al mito amazónico con la segunda parte del mito de Manaure que en-contramos en Agua Clara, donde Manaure asume la

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forma de serpiente monstruosa que mata a la mujer avara que espiaba a la anciana caquetía.

En resumen y siguiendo de buen grado a Antolínez:

Pese a las infinitas variaciones regionales, “El Salvaje” con-

serva una fisonomía moral o etopeya propia; su influencia

fue tan grande que pasó del indio al español y al negro, y

se fijó por tanto en la conciencia popular, y establece un

ligamen ideológico arcaico pero persistente entre los ha-

bitantes de toda Sudamérica, desde los lugares frígidos de

la costa chilena hasta la Cordillera de Mérida, y desde las

dunas arenosas del Estado Falcón hasta el Chaco Paragua-

yo inmisericorde, cenagoso y desarrapado.

29 de febrero de 2003, Viento suaVe. Afortunada-mente el día comenzó despejado, aunque la luz no parece muy recomendable para las fotografías. Dedicaré la mañana a visitar algunas rocas que aun careciendo de petroglifos parecen guardar al-guna relación con la estación.

Una roca llama particularmente la atención, parece una pila, es difícil decir si fue tallada o es una forma por entero natural. Eliade apunta el ca-rácter dialéctico de lo sagrado: “lo sagrado está en el interior del hombre, pero necesita de la natura-leza para reflejarse y hacer al hombre consciente de su propia sacralidad. Surge entonces una serie de preguntas: ¿Cómo reconoce el hombre en el “paisaje” la sacralidad? ¿Es un lenguaje determi-

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nado por la cultura u obedece a determinaciones más profundas, casi genéticas? ¿Es sagrado lo na-tural, lo correspondiente es verdad? Contemplo la forma caprichosa de esta roca y sospecho –quizás debiese decir intuyo– que pertenece al conjunto de los petroglifos, pero no puedo estar seguro.

Con La Peña Clara no ocurre lo mismo, su presencia, las galerías que en su interior excavó el agua, el hecho de que la comunidad le hubiese dado un nombre y que ese nombre hubiese perdu-rado en la memoria, dicen a las claras que es una roca dotada de significado. En cambio, esta piedra de forma sugerente parece pasar desapercibida; pero quizás tenga un nombre, lo averiguaré.

Sí, tiene un nombre, me lo dijo Aramís, se llama “La Batea”; en un principio puede parecer algo decep-cionante, pero ¿cuántas piedras tienen un nombre? Por lo demás nadie me señaló los puntos acoplados cuando pregunté por los petroglifos y eso que están en el camino que lleva al pueblo. ¿Cómo sobrevive la memoria colectiva? ¿Qué tan plástica puede ser?

Al otro lado de la carretera que lleva a Viento Suave, se encuentran, amontonadas, en el más ab-soluto desorden, grandes rocas fracturadas; fueron removidas para hacer la carretera. En ellas pueden apreciasen algunos símbolos erosionados y una serie de hoyos alineados. Si había aquí algún texto, puede decirse que está hecho pedazos; pero aún así es va-lioso, aunque sólo sea como testimonio de la insen-sibilidad, la estupidez y la barbarie.

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Comienzo a tener una idea de la magnitud del conjunto al que sólo por claridad referencial he llamado San José y Viento Suave, y de la difi-cultad que implica su comprensión; me informan que hay más petroglifos en otros potreros veci-nos. Sería de desear elaborar un registro fotográfi-co completo de la estación así como un levanta-miento topográfico; pero cómo hacerlo si bien es posible que no se conozca cuántas rocas integran la estación. Repuesta: más trabajo de campo.

29 de febrero de 2003, murucusa Por La tarde. Sa-limos a buscar el supuesto taller de industria lítica. Tras una caminata prolongada por un sendero acep-table, llegamos a un claro en la base de un cerro, allí encontramos numerosos fragmentos de roca de pequeño tamaño que parecen dar testimonios de una actividad orientada a producir herramientas de piedra. El lugar sin duda era un taller. Es necesario un levantamiento arqueológico sistemático, por lo que me limito a recoger sólo algunas muestras: des-perdicios del trabajador de ayer, datos para el inves-tigador de hoy.

29 de febrero de 2003, murucusa Por La noche. Curiosa colección de datos: apuntes sobre oralidad, algunas muestras geológicas, varios rollos de fotogra-fías, algunos especímenes zoológicos y botánicos. Es un rompecabezas donde el todo es más que la suma de las partes. Algo sí he encontrado de manera in-

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contestable: Tradiciones y usos vinculados a los pe-troglifos. Aún falta contrastar los datos recogidos en el campo con las investigaciones ya publicadas sobre el tema. En lo que toca a Falcón, sentimos todo el peso de lo que significa ser un pionero: la soledad. Arcaya, Hernández, Cruxent, Perera, se han ocupado de los petroglifos de Falcón; pero ellos no pudieron quitar-les los ojos de encima; yo, en cambio, deseo oírlos, hacer una “arqueología de la oralidad”, escuchar las voces que giran en torno a sus símbolos. Tengo más dudas que cuando empecé. Es una buena señal.

30 de febrero de 2003, cabure, camino de Los

esPañoLes. Partimos a la mañana, dispuestos a seguir el antiguo camino de los españoles. Por lo regular estos senderos se trazaron sobre rutas indígenas consolidadas. En algunas partes el em-pedrado se conserva notablemente bien. El ca-mino discurre siguiendo la suave topografía de la montaña; salvo en las pendientes, donde el em-pedrado casi se ha perdido por completo. Como ha estado lloviendo últimamente, las pendientes se muestran bastante resbaladizas y peligrosas.

A las márgenes del camino se encuentran al-gunas cruces labradas en piedra cuya escritura es prácticamente ilegible. Al parecer, en algunas par-tes del camino se encontraban puentes, pero estos se han perdido. Al mediodía llegamos a un conjun-to de cuevas; algunas se encuentran inundadas; en

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ellas nadan pequeños peces del género poecilia. Exploramos la mayor de estas cuevas: apenas en su interior, encontramos una bóveda elevada; abun-dan las estalactitas y las estalagmitas, por doquier se encuentran trozos que muestran la estructura cristalizada de su interior. Alguien pintó en una de las paredes de la cueva un enorme caballo de co-lores rojizos; sin duda, el artista –bastante reciente– tenía en mente las pinturas rupestres de Altamira. El trabajo es bastante aceptable y constituye un eco curioso de una tradición.

Recorrimos unos cien metros en el interior de la caverna, sólo provechosos para la espeleolo-gía. La caverna desciende siguiendo un ángulo de unos 30˚. Caminar sobre los fragmentos de roca, haciendo equilibrio con una linterna en la mano, puede resultar muchas cosas pero no divertido. Como no vengo en son de espeleólogo, abandoné la cueva a los veinte minutos de estar en ella, sin otro hallazgo que ese caballo contemporáneo.

De vuelta en el camino, lo seguimos por unas dos horas, encontrando tramos en excelente estado de preservación. Este tipo de testimonio de nuestro pasado plantea una serie de preguntas inquietan-tes: ¿Debemos darlo a conocer al público, corrien-do el riesgo de su irremisible deterioro? ¿Debemos dejarlo al cuidado y estudio exclusivo de quienes se ocupan de este género de patrimonio? ¿Existe una opción intermedia? ¿Cuál? A estas preguntas he encontrado todo tipo de respuestas. Ninguna

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satisface a todos. Sólo una cuestión es evidente: el antiguo camino de los españoles es irremplazable, y sea cual fuere la opción que hayamos de asumir es necesario velar por su autenticidad.

Concluye aquí nuestra primera salida de cam-po en La Sierra de San Luis. Encontramos abun-dantes petroglifos en los más diversos estados de preservación. Los testimonios que nos brinda la tradición oral –parte de la llamada cultura blanda– son numerosos y elocuentes. Esperamos que en nuestra próxima visita el clima sea más propicio.

29 de Junio de 2003, agua cLara. Si bien Agua Cla-ra no se trata de una estación de petroglifos ni de una piedra mítica propiamente dicha, no puede ocultarse su carácter mineral: es una fuente hidrotermal. Nues-tro guía, Coché Partidas (45 años), productor agrope-cuario, y Ángel Partidas (42 años), comerciante; entre sí son primos hermanos, yo soy sobrino del último; una parte de mi familia es originaria de la Sierra de San Luis; la otra, de la “llanada”, como llamamos en Falcón a la extensión de tierra más o menos plana y árida que se extiende entre Coro y Mene Mauroa; así pues, estoy en mi territorio, por así decirlo.

Nuestro recorrido comprende Agua Clara, Bue-na Vista, La Playita, Las Adjuntas. Según documen-tos históricos que se encuentran en el archivo de Pe-dregal, en esta región estaba asentada una población de indios Majaguas –ajaguas–. Oscar Beaujon dice de ellos que “los Ajaguas formaron parte de la rama

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Nuarhuaca. Tercos enemigos de sus vecinos los Cu-yones, respetándose y estando pendientes, con una desconfianza tal, que caminaban generalmente por los arroyos para no dejar huellas. Fueron agricultores y pescadores. Carácter turbulento, fueron montara-ces, agresivos y astutos. No tuvieron caciques defini-dos ni costumbres ni religiones propias”. Es eviden-te que el saber etnológico de Beaujon proviene en buena medida de su lectura de las obras de Arcaya.

Coché nos cuenta que existe la tradición de que en la zona están sepultados los tesoros expoliados por los Welser a los indígenas de la cuenca del Lago de Maracaibo; es una tradición pertinaz y de cuando en cuando algún aventurero se da a buscar los tales tesoros; la comarca es rica en viejas casas que datan del siglo XIX, período turbulento, que obligó a algu-nas familias a enterrar sus riquezas para salvarlas de la rapiña de los caudillos; ocasionalmente alguien da con una botija llena de morocotas, esto mantiene con buena salud la tradición de los tesoros y –¿qué duda cabe?– el sueño de la riqueza fácil y pronta.

Las aguas termales de Agua Clara son formacio-nes de aproximadamente unos 2,5 m de altura con una superficie de unos 50 ms2, son tres terrazas con-céntricas que van disminuyendo en tamaño confor-me nos acercamos a su máxima elevación; constan de varias fuentes de colores diversos: blanco turbio, verde, azul y negro. En la Terraza central encontra-mos una fuente lo suficientemente amplia y profunda como para contener a cuatro bañistas cómodamente.

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Las aguas termales están rodeadas de suaves lomas diversamente coloreadas: marrón, amarillo, ocre; el suelo está cubierto de pequeños cristales de cuarzo. La agreste belleza del lugar hace fácil entender por qué se le consideró sagrado. Comprobamos que los objetos de oro al sumergirse en esta agua conservan su color, mientras que los de plata se ennegrecen y pierden su brillo; sin duda a causa de las elevadas concentraciones de azufre y otros minerales.

Llegar a las aguas termales no fue fácil, por lo que recurrimos al auxilio de Luis Miguel y José Luis Romero, 13 y 12 años, quienes viven en la locali-dad. Los muchachos llamaron mi atención sobre algunas monedas puestas en los aliviaderos de las fuentes, dijeron que podía llevar un poco de aquella agua si quería a cambio de una simbólica ofrenda, recogieron para mí una buena cantidad de cristales de varios tamaños y colores. Los muchachos me in-formaron que estábamos en “tierra de duendes”.

Las aguas termales de Agua Clara o aguas ter-males de la Cuiba están íntimamente ligadas a la leyenda de Manaure. La tradición refiere que una anciana caquetía, quien desde su niñez creyó en la bondad del cacique Manaure, hallábase sumida en la mayor miseria; entonces decidió acudir a las aguas, donde se dice que mora el alma del caudillo de la nación de sus antepasados y rogó al ánima, di-ciendo: “rey Manaure, dame mi limosnita”, al tiem-po que golpeaba tres veces con un pequeño mache-te el peñasco donde manan las aguas. Al acabar de

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decir estas palabras, las aguas de aquellos manan-tiales se agitaron, saltando a gran altura, luciendo los colores más variados. Grande fue el susto de la mujer cuando vio que caía a sus pies, dispuesto al ataque, un ofidio de color amarillo; la mujer cerró los ojos y sin pensarlo descargó un fuerte golpe so-bre el reptil; al abrir los ojos, encontró en vez de la peligrosa serpiente, dos limpias barritas de oro.

Los lugares cercanos a la Cuiba son fre-cuentados por quienes recurren a tratamientos de cristaloterapía y en esos mismos lugares me-nudean los cazadores de ovnis. Los visitantes y vecinos del lugar afirman haber visto extrañas luces en el cielo. Una pastilla de jabón azul que encontramos en la Cuiba dio pie para hacer al-gunos chistes a costillas de un gobernador caído en desgracia y que iría a tomar baños allí contra la mala suerte. Nihil novum sub sole: decían que Betancourt tenía una pipa “ensalmada” y Cam-pins una “piedra e zamuro”.

02 de JuLio de 2003, Las PLayitas, INFORMANTE: TEO-

TISTE GRATEROL (49 AÑOS). A Teotiste le contaba su abuelo paterno la historia de Roso Adrianza: galle-ro, adinerado, bravucón y finalmente desgraciado.

Roso Adrianza contaba con amplios fundos, generosas manadas de ganado y varios alambi-ques, estas eran las bases de una robusta riqueza. Gustaba Adrianza de las ferias, particularmente aquellas donde había peleas de gallos; tenía ejem-

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plares de muy buena casta que nunca le hacían quedar mal. Cierta vez, cuando se dirigía a una de esas fiestas, pasó cerca de las aguas termales, sintió entonces una apremiante necesidad de ha-cerse del cuerpo y, a pesar de las advertencias de sus compañeros y en claro desafió, excretó en las aguas. En el acto sintió un frió en todo el cuerpo y comenzó a sudar a mares, perdiendo luego el conocimiento.

Sus compañeros le llevaron a su casa, donde fue recuperándose penosamente; pero su cuerpo quedó “tullido”, lisiado, requiriendo la ayuda de otros para andar. Con eso y todo, Adrianza no abandonó sus artes de gallero y se hacía llevar en una carreta allí donde hubiese una feria y peleas de gallos. La imagen de una carreta que lleva a un lisiado, como si fuere en un peregrinaje para expiar la culpa de su profanación no deja de ser melancólica y poética.

Teotiste advierte que si un niño llega a ori-narse en las aguas termales nada le pasará, pues es un inocente y no lo hizo por maldad. Cerca de la casa de Teotiste encontramos el diseño de cír-culos y pentágonos elaborados con cristales de cuarzo. Estas figuras estaban trazadas por quie-nes van allí a tratarse con cristales, ya sean para males del cuerpo o el alma. Tomamos algunas fotografías, colectamos algunas muestras y nos marchamos con el Sol a tres cuartos de su cami-no en el cielo.

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04 de JuLio de 2004, buena Vista, Las adJuntas y

agua cLara. Salimos a fotografiar “ojos de agua”; son fuentes de agua en mitad de la ferocidad de esta tierra; las hay dulces y salobres, cristalinas y turbias, frescas y cálidas. Algunas son vitales para la economía de la región e incluso para el con-sumo humano. Todas tienen en común el estar encantadas, custodiadas por duendes. Contamos quince “ojos de agua”. A futuro deberá hacerse un trabajo etnográfico sobre las tradiciones vincula-das a estos manantiales y cotejarlas con otras co-lectadas en diversas partes del país. Por lo pronto podemos comenzar un registro fotográfico.

10 de JuLio de 2004, buena Vista. Se nos in-formó de una anciana de ascendiente caquetío que hasta fecha relativamente reciente iba a las aguas termales de la Cuiba en Semana Santa a practicar algunos rituales de purificación, las no-ticias eran bastante vagas; la señora había muer-to hacía poco y no pudimos entrevistarnos con sus familiares. Se nos indicó que en la vecina población de la Reforma se han encontrado res-tos que sugieren un cementerio indígena: huesos y fragmentos de cerámica.

07 de diciembre de 2004, Visita aL instituto Venezo-

Lanos de seguros sociaLes (i.V.s.s), INFORMANTE: FRAN-

CISCO GUTIéRREZ, TéCNICO (40 AÑOS), SOBRENOMBRADO

“ESCOLÁSTICO”. Gutiérrez nos participó la localiza-

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ción exacta de los petroglifos de la playa de Cu-curuchú, que ya fueron descritos por Cruxent y aparecen en la obra de Ruby de Valencia y Jean-nine Sujo Volsky como petroglifos de la playa de Curazaito, que se encuentra más hacia el oeste.

Los petroglifos se encuentran relativamente próximos a Taimataima, célebre por sus hallazgos fósiles. Gutiérrez nos informó de posibles petrogli-fos en las poblaciones de La Guadalupe y la Peña, de los cuales desconocemos cualquier descripción científica. La oficina donde labora Gutiérrez está decorada con motivos que reproducen los símbo-los que se encuentran en la playa de Cucuruchú. Es cuestión de buen gusto.

08 de diciembre de 2004, Visita aL instituto de de-

sarroLLo agrícoLa. Fuimos allí en busca de unos planos carreteros de las poblaciones que habíamos visitado en la Sierra de San Luis: Viento Suave, San José, Carayapa, Los Riegos; nos entrevistamos con el Ing. Diego Leal (42 años); al informarle sobre la naturaleza de nuestra investigación, nos mostró unas fotografías de petroglifos que él había tomado en Piedra Grande, distrito Democracia. Amable-mente nos obsequió algunas copias. De esta esta-ción no se tiene ninguna descripción científica.

Los motivos recuerdan con mucho los que se encuentran en Táchira: las “ranitas” tridigitadas son características y abundantes. Comoquiera que no podemos hacer mayores deducciones a partir

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de algunas fotografías, se hace necesaria una visi-ta al lugar. Leal nos advirtió que la vialidad no es de las mejores. Nada nuevo.

07 de enero de 2005, eL mestizo. Conocemos esta estación por los trabajos publicados por Perera en la revista de La Sociedad Espeleológica Venezo-lana y el primer trabajo de Sujo. Antes de llegar a El Mestizo, nos detuvimos en la población de Bejuquero, donde nos recomendaron buscar al Sr. Benigno Marín; un grupo integrado por jóvenes entre 20 y 25 años nos mencionó la existencia de otras estaciones en la zona.

El Sr. Benigno Marín (63 años), productor caprino, sirvió de guía al prof. Hernández Baño en sus exploraciones en el lugar, aunque no lo menciona en su obra. Nos sirvió de guía Fran-cisco Marín (23 años), hijo del Sr. Benigno. Los petroglifos están grabados en un afloramiento rocoso plano –laja– de una superficie de unos 10 m2; los símbolos son de los más variado: zo-omorfos, antropoformos, geométricos; no hay rostros cuadrangulares como en Viento Suave y San José, ni “ranitas” como en Piedra Grande. Empieza a notarse un perfil singular en cuanto a los petroglifos del estado según el ecosistema en que se encuentran. Incluso algunos de los sím-bolos de esta estación parecen referirse a mani-festaciones astronómicas concretas, puesto que recuerdan un cometa: se trata de una serie de

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cinco círculos concéntricos, una cauda de ocho líneas orientada hacia el noroeste.

Francisco Marín nos refiere que las “piedras del rayo” son usadas como “contras” o amuletos –tal como en la sierra falconiana–; nos mencionó el sitio cercano de las Playitas como un lugar don-de se encuentran fragmentos cerámicos y petrogli-fos. “El lajar de los Santos”, que es el nombre que recibe por los lugareños la estación, está rodeada por doquier de matas de orégano –la alegría de la montaña de los griegos– y sumergida en el con-cierto árido y melancólico de las cigarras –¿habrá alguna relación entre la localización de las esta-ciones y la presencia de estos animalitos?–. El sue-lo está cubierto de pequeños cristales de cuarzo.

De vuelta a El Mestizo, nos entrevistamos con el Sr. Benigno, nos cuenta que la estación ha sido visitada en numerosas ocasiones por extranjeros, sobre todo norteamericanos. Para Benigno, la laja evoca los orígenes del mundo, “como cuando so-mos niños y jugamos con barro, pues el mundo era nuevo”. Cerca de la estación hay un manantial y una laguna. Nos dijo tener noticias de una estación donde se ve el grabado de un pie que está orientado hacia la Sierra. Helmuth Straka relaciona la impre-sión de un pie en la roca al mito del diluvio, referido al Bóchica colombiano, al Quetzalcóatl mexicano, al Viracocha peruano, al Gucumatz maya, al Sume Tupiguaraní. Straka publicó el hallazgo de impresio-nes de pie en los petroglifos de Carabobo, Miranda

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y Falcón, en un artículo de 1964. Cabe añadir lo que la bibliografía señala para el estado Táchira, su-mando un punto más de correspondencia entre los petroglifos de Táchira y Falcón.

El nombre que dan los vecinos a la estación es “El lajar de los Santos”; sugiere connotaciones sacras primevas, que han quedado contenidas en una nueva religiosidad y en un idioma distinto; es un juego de claroscuro, donde se oculta y eviden-cia la memoria común y ancestral.

10 de enero de 2005, taratara. Se aprecia una notable actividad económica al lado de la carre-tera: artesanías, productos pecuarios: dulces, que-sos, nata; licores y quesos de contrabando. Al lle-gar al pueblo, nos encontramos con un mural que evoca los yacimientos fósiles de Taimataima y los petroglifos de la playa de Cucuruchú. Llegamos a un pequeño museo infantil que fue fundado por Cruxent; es una recolección variopinta y agrada-ble; maquetas de pozos petroleros; osamentas de aves, monos; el esqueleto de un caballo; láminas que ilustran la fauna del Cuaternario, particular-mente del Pleistoceno.

Miguel Medina, quien labora en el museo, gen-tilmente se ofreció a servirnos de guía; nos advirtió que debemos salir temprano, pues el único acceso posible es a través de un camino de tierra que ha sido muy deteriorado por las lluvias recientes. De vuelta a Coro, repasamos más detenidamente lo in-

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tenso del comercio ilegal en la zona. Conocemos varios documentos que reposan en el Archivo His-tórico del Estado Falcón al respecto. Será necesario consultarlos. Tal vez, incluso, sea bueno consultar con las autoridades competentes. Veremos.

11 de enero de 2005. En un artículo dedicado a la pulpería, publicado en la revista Bigott, N˚ 43, Jul-Ago-Sep, 1997, escribe Salvador Garmendia, dando cuenta de una manifestación venezolana que le tocó conocer en su ocaso:

Todo pulpero alaba su queso, se decía con razón... En

las buenas cualidades del queso descansaba el prestigio

del pulpero en su vecindario. Para nosotros todo queso

era blanco y aquel que llamábamos amarillo era un

forastero de modales extraños que apenas lograba

hacerse comprender en nuestro idioma. Era el queso

de los banquetes, velorios y los desayunos de primera

comunión, que se servía en los platos como un manjar

costoso, mucho más en el caso del queso de bola

porque era ya un objeto mágico, un viajero del país de

los cuentos, que conocía el lenguaje de los ratones y

tenía contubernio con brujos y hechiceros.

Ese forastero de exóticos modales, que ape-nas podía hacerse comprender en nuestro idio-ma, cómo llegaba a la crepuscular Barquisimeto: Siguiendo la ruta –no siempre lícita– que par-tiendo de la Antillas Hondureñas, llegaba a Tie-

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rra Firme en las costas de Falcón, atravesaba la sierra de San Luis para arribar al valle de Barqui-simeto, cual lácteo Federmann, siguiendo una ruta de comercio caquetía, que se extendía hasta los estados andinos y los llanos anegadizos. En ese mismo texto escribe con sombría ironía, al comparar la pueblerina pulpería con el aséptico supermercado, ciudadano de la Venezuela ren-tista y urbana: “En ese sentido podría decirse que la diferencia entre un muchacho de antes y de ahora es como morder un tallo de caña y soplar chicle bomba. Hay una acometida salvaje en el acto de pegar un mordisco, así como una actitud conformista y vacía cuando se sopla una mem-brana pálida.”

El queso de contubernio brujeril, esférico y cetrino, extranjero al margen de la ley, es vendido por manos morenas a ambos lados de la carretera que nos lleva a Taratara, al lado del whisky agres-te y la ropa gringa. Comparte escenario con la arepa de maíz pilao, el dulce de leche, la natilla criolla, las artesanías de cerámica y las labradas en duras maderas vernáculas. Estos productos nos hablan de la historia, de rutas comerciales que so-brevivieron a sucesivos ordenamientos jurídicos y mercantiles, símbolos coloridos y aromáticos del intercambio entre los hombres: conceptos y no sólo mercancías. El pasado fluye en el presente; si bien la historia es un río en cuyas aguas no se baña el viajero dos veces, las aguas de ayer escul-

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pieron el cauce que hoy sigue el río. Signos del pasado están por doquier, sólo hay que saberlos ver y reconocer.

12 de enero de 2005, archiVo deL estado faLcón,

coro. La recopilación de Documentos para la His-toria de las Antillas Neerlandesas realizada por Carlos González Batista, facilita notablemente la consulta de las fuentes; es una obra erudita y ri-gurosa que delata al investigador sistemático y de garra; un ejemplar nos fue gratamente obsequia-do por José Medina, quien trabaja en el Archivo. En materia de contrabando en el área sirvan para ilustrar las siguientes reseñas:

Sobre decomiso en Taratara. El 2 de septiembre de

1838 fue aprehendido en Taratara, dentro de una

casa propiedad de Feliz Fernández, un contrabando

constituido por 56 fardos de mercancía extranjera,

los cuales se depositaron en la aduana de la Vela.

Se incluye un inventario de su contenido. 5 de

septiembre de 1838-19 de febrero de 1839. 136ff.

Expediente N˚(451).

Averiguación de hecho de que ella se contrae [sic].

El ejecutante se refiere al contrabando capturado en

Taratara, constituido por piezas de paño, madapolan,

casimir, platilla, dril, sarazas, listado de algodón,

listado de hilo, pañuelos, cortes de camisas y de

chaleco, cintas y más de cincuenta y seis docenas

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de sombreros. En total, 1302 pesos, 72 centavos.

23 de octubre de 1857- 24 de agosto de 1858. 49ff.

Expediente N˚(1590).

Sobre comisos de unos efectos conducidos a Taratara

por José Domingo Silva y aprehendidos por una fuerza

militar. Los efectos (17 frasqueras de ginebra, 49 piezas

de listado, 8 cajitas de jabón, un barril de tabaco de

hueba, 10 sacos de harina de trigo, 19 medios de suela

criolla, y 12 cordobanes de “obejo”). 18 de agosto- 24

de diciembre de 1862. 115ff. Expediente N˚ (1718).

Las mercaderías con las que actualmente se trafica en la zona son más o menos las mismas de entonces: tabaco, géneros (en formas de ropas), alimentos y licores.

13 de febrero de 2005, La VeLa. Escribe Rafael Sán-chez en “Curiana”, al referirse a las “Piedras de Mar-tín”. “No obstante la singularidad de la denominación encerrada en ese término, el viajero se encuentra con un conjunto de rocas huecas situadas a la orilla del mar que al soplo de la brisa marina emiten sonidos como de una remota campana”. Dos observaciones: la descripción de rocas huecas no es precisamente exacta; segunda, el sonido de las brisas marinas en torno a las rocas no evoca precisamente el sonido de una campana, antes bien parece un bramido.

Las “Piedras de Martín” son un conjunto de ro-cas que se levantan solitarias en la línea de la playa; al preguntar a los vecinos por el nombre del mo-

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numento natural, le responderán las piedras de San Martín o las piedras de Martín; al abundar en el tema, añadirán: “se trata de un cacique del lugar”. En falcón, no se conserva memoria del tal cacique Martín, fuera de esta denominación en las rocas. Al consultar a los cronistas, encontramos que el nombre cristiano de Manaure era Martín Manaure. Propone-mos la siguiente ecuación: Piedras de Martín igual a Piedras de Martín Manaure y éstas a su vez iguales a Piedras de Manaure, en conclusión: Piedras de “El Manaure”, esto es, Piedras del Jefe Supremo de los Sacerdotes y Médicos-Magos. Por lo demás, la de-nominación Piedras de San Martín parece aludir al carácter sagrado del lugar como tuviésemos ocasión de ver en “El lajar de los Santos” de El Mestizo.

Subimos las rocas llevando con nosotros La Ele-gías de Duino de Rainer María Rilke y una botella de cocuy, bebida agreste de origen indígena, muy apreciada por los falconianos –los de pura cepa–. Nuestra experiencia era la siguiente: leer los poemas como si se tratare de una invocación, mientras tra-segaba un trago de licor en busca de un estado de éxtasis o arrobamiento –siempre se corre el riesgo de lograr no más que una pedestre borrachera.

¡Voces, voces! Escucha, corazón mió, como sólo

escucharon los Santos: tanto que la gigantesca llamada

los alza del suelo; pero ellos quedaron

impasibles, de rodillas y no atendían:

así estaban de entregados a la escucha.

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La experiencia es abismal: a las espaldas, la remota silueta azul de la sierra; en frente, la blanca línea del horizonte; el mar, un ser an-cestral en eterno movimiento; la roca, un tem-plo hecho de tiempo; en su base, la ola fascina como un canto de sirena. Muchos mitos ilus-tran ese estado paradisíaco de un illud tempus –como le llamase Eliade–, beatífico, que los shamanes logran en sus búsquedas extáticas. Eliade apuntó que sería más razonable situar al shamanimo entre las místicas que no en lo que habitualmente se llama una religión. Digamos que el lugar mismo nos impuso su sacralidad, y que para nada se nos dificultó entender cómo pudo ser un lugar ritual, tal y como parece con-servarlo la memoria colectiva. Una arqueología de la oralidad.

14 de enero de 2005, archiVo histórico deL estado

faLcón, coro. El puerto de La Vela se caracterizó por su intensa actividad comercial –de todo orden– con las Antillas; veamos:

Causas Criminales, siglo XIX:

Contra Marcelina Becerril por contrabando de tabaco.

Aprehensión de cuatro libras de tabaco mantilla, doblado

y en rama, probablemente adquirido en La Vela. 9 de

julio- 12 de julio de 1828, 3ff, expediente (89).

Sobre contrabando aprehendido en el puerto de La Vela.

Los cabos del Resguardo al advertir al amanecer una

––

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goleta en la ensenada del Puerto remontado, llegaron

a las playas de Las Cruces, descubriendo señales de

movimiento de mercancías, logrando descubrir 24

fardos de mercancías, 5 barriles de tabaco, 3 de harina,

2 llenos de sombreros, 1 de manteca, diversos licores,

11 cajas de habanos, 21 de jabón y otros efectos. Los

peones capturados con la mercancía manifestaron que

el dueño del contrabando les había parecido « Olandés

». 11 de octubre de 1833. 93ff. Expediente (230).

O bien consultemos los documentos refe-rentes a causas civiles, materia comercial, don-de encontramos algunos causados por D. Pe-dro Morón, uno de mis ascendientes: Tomo LV: 1.– D. Pedro Morón manifestando que la goleta holandesa, “Atractiva “, había salido el 15 de agosto de Jamaica, llegando el 2 de septiembre a La Vela, desembarcando 20 cajas de mercancías, fijándose unos derechos aduanales que nada te-nían que ver con el precio alcanzado por los efectos vendidos, por lo que eleva su protesta. Los efectos sacados de la nave se llevaron al al-macén de Morón, donde fueron vendidos. 6 de septiembre de 1819, f. 122 vto.

D. Pedro Morón otorga poder a D. Moisés Jesurum, vecino de Curazao, para que practica-se todas las diligencias concernientes a la resti-tución de la balandra española “Elisa”, e igual-mente su cargamento. 13 de octubre de 1819, f. 140.

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14 de enero de 2005. De la amplitud del comer-cio despachado en La Vela de Coro tenemos, entre otras, esta noticia temprana: Instrumentos Públicos/Colonia. Tomo V: 4.- En su testamento el capitán Francisco Barroso, vecino de Maracaibo señala te-ner en poder de Pedro Blas de Ojeda, 82 quintales de palos de Brasil, “que apareció como mi apode-rado de diferentes personas que me debían”. De tal cantidad Ojeda debía poner 56 quintales, “en la playa y entregar al factor Real del asiento” (f. 162 vto). También disponía que se pagase a su apodera-do el trabajo de transportar el palo de brasil al Puer-to de Barlovento, esto es el de La Vela, (diciembre de 1715 y agosto de 1716) f. 160 vto.

14 de enero de 2005, coro. Leemos en Arcaya, His-toria del estado Falcón (1920), al tratar la figura de Manaure: Del shamán con habilidades políticos-mi-litares surge un caudillo que “prontamente se eleva a la dignidad de régulo, merced al respeto supersti-cioso que logra captarse. No sería quizás al princi-pio el señor absoluto, pero sí el jefe no discutido de la nación. Tal fue, en síntesis, el proceso que origi-nó las civilizaciones americanas precolombinas…E igual cosa ha sucedido en los más diversos pueblos de la tierra. El punto ha sido admirablemente puesto en claro por Spenser”. Tras esta confesión de fe en el evolucionismo social, cuyos cultores leyó en sus obras originales, conjetura el destino de la nación caquetía, cuya memoria encontramos en La Vela:

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Manaure, el cacique de los caquetíos, era el jefe hechicero

en quién se reunían todas las condiciones que hemos

apuntado para precipitar la formación de una realeza y el

comienzo de una civilización. A no ser por la conquista

española, pronto se habría formado en el noroeste de

Venezuela una especial cultura caquetía. Manaure,

o alguno de sus hijos, habría sido el Rey Sacerdote,

fundador de una dinastía sagrada. Con la creación del

poder político habrían venido las vastas empresas, las

guerras victoriosas para someter a las tribus vecinas, las

grandes construcciones, la fundación de ciudades y la

creación de arte e industrias originales.

Mas como advierte Atenodoro, preceptor del futuro emperador Claudio, en la novela de Gra-ves: “Si el caballo de Troya hubiese tenido potri-llos, hoy sería más fácil alimentar a los caballos.”

15 de enero de 2005, taratara. Salimos de la po-blación de Taratara a las 7:15 am.; tomamos por un camino de tierra donde encontramos minas de yeso y arcilla, así como pequeñas rocas rojas y amarillas que se emplean como colorantes. Si-guiendo la advertencia de Miguel Medina, hemos traído agua abundante, botas de campaña y som-brero. Pasamos por la quebrada donde Cruxent encontró una punta de flecha al lado de un hueso de mastodonte; luego por un promontorio cono-cido como el “cerrito de los muertos”, nombre que invita a estudiarlo con más detenimiento.

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Siguiendo el curso de la quebrada encontra-mos un manantial de agua dulce y después sali-mos a la playa; la primera piedra de la estación es el “cacho de Cucuruchú”, la piedra no mues-tra petroglifos, pero su forma particular la hace reconocible desde el mar, siendo usada por los pescadores como hito de referencia de mane-ra semejante a los petroglifos de Viento Suave, San José y El Mestizo. En la zona se pesca cazón, roncador, cunaro, pargo rojo, lagartijo, plateada, bagre, raya, jurel, carite, anguila y otras especies de importancia comercial. La pesca es artesanal y se hace con línea –un cordel de pesca con mu-chos anzuelos– o con red. Cruxent empleó estas redes en su creación artística durante los sesenta.

Para llegar a los “Letreros” –como allí les llaman– es necesario escalar un promontorio de piedras sueltas de unos 20 m de altura; es una ex-periencia riesgosa. Al llegar a la línea de la playa, es necesaria una caminata de media hora hasta llegar a una gran roca plana de unos 7 m de largo por 3 m de altura. Los símbolos están muy bien preservados, son de tipo geométrico y distintos a los de Piedra Grande, los de la Sierra y los de la Llanada; uno de los símbolos recuerda el pe-troglifo de Tewani, descrito por Omar González entre los guarequena, y que representa la mujer menstruante o sexualmente madura. En el lugar abundan los corubos o caracolas (strombus gigas); González ha identificado la espiral que encon-

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tramos en los petroglifos como la huella impresa en la arena del “botuto sagrado”, instrumento de Nápiruli, divinidad civilizadora y creadora de los hombres entre los guarequena.

Según Miguel, estos símbolos se colorean de blanco en el mes de agosto; de ser así, debemos considerar la salinidad del aire, la dirección del viento y las corrientes marinas durante esa época del año en esa parte de la costa. Desde los petro-glifos puede apreciarse la silueta azul del cerro Santa Ana, en la península de Paraguaná, da la impresión de un fantasma sobre el blanco fulgor de la línea del mar. En cuanto a la composición geológica de la estación, es la misma que encon-tramos en las Piedras de Martín: arenisca de grano grueso, probablemente datan ambas formaciones de la misma época geológica.

La playa próxima a la estación de la playa de Cucuruchú es un ponedero de tortugas; frecuenta-da en Semana Santa por algunos bañistas, el res-to del tiempo puede decirse que se trata de una playa desierta; pero con eso y todo, notamos al-gunas señales de vandalismo en los petroglifos; si bien pequeñas, no dejan de causarnos inquietud y replantearnos, una vez más, si es conveniente presentarlas al gran público o dejarlas en el olvido relativo en que están.

Al llegar al “Frontón de Cucuruchú”, una gran laja de piedra, completamente vertical, de unos 7 m de altura, reparamos en unos restos óseos a ras

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de tierra que rodeaban una cruz desvencijada; al preguntarle a Miguel, nos dijo que se trataba de una anciana. Ahora bien, un apelativo genérico para referirse a los indígenas en muchas partes de Venezuela es el de “los viejos”, “los ancianos”. An-tolínez encuentra el cognomento “viejos” referido a la voz zaquitios, llamados tamudi, “abuelos” en los llanos; Clarac refiere los taitas para Mérida.

El cráneo de esta anciana era eventualmen-te llevado por algún vecino de Taratara a su casa –Miguel recordaba que ello había ocurrido en tres ocasiones; el mítico numero “tres” de V Propp–; entonces comenzaban a suceder cosas irregulares. La anciana se presentaba en sueños, reclamando la devolución de su cráneo; de la calavera misma se desprendía constantemente una fina arena, no importa cuánto se la lavara. Las cosas seguían así hasta que los huesos eran restituidos a la tumba. La historia se repetía idéntica una y otra vez. Toma-mos algunas fotografías con lo que nos quedaba de película y volvimos al pueblo, pues ya era tarde y comenzaba a obscurecer.

Al llegar a Taratara, apuntamos los nombres de algunas plantas medicinales, abundantes en la región: sábila, quipito, camare, oboque, yanure, cabimo, drago, cariaquito, caricarito, caujaro, ta-camayaca, tamarindo, acorzonera; cardón santo, particularmente recomendado para la diabetes y el mal de ojo. Una vez más, cigarras por doquier como incesante compañía.

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15 de enero de 2005, coro Por La noche. Consul-tando la compilación de “Documentos”, encon-tramos el siguiente texto de sumo interés: “Ins-trumentos Públicos. Colonia. Tomo IX: 14, sobre la institución del pueblo del Carrizal de indios arubanos. Se presentarán al maestre de campo D. Pedro de la Colina Peredo, provincial de la Santa Hermandad, expresando:

... que por quanto de la isla de Aruba vinieron a dicha

Ciudad y su Jurisdicción differentes familias de Indios

de nación Caquetía, solicitando el ser doctrinados en

la religión Cristiana, a que atendiendo el Ilustrísimo Sr.

Dr. Dn. Juan Joseph de Escalona y Calatayud, Obispo

desta Provincia de Venezuela, dispuso y proveió el que

se congregassen a Pueblo, erigiendo Iglesia y Cura para

que los doctrine y administre los santos sacramentos, la

cual elección fue en este valle del Carrizal y Taratara,

por ser parte cómmoda y suficiente para su abrigo y

manutención, y útil para dicha ciudad de Coro, y porque

dicho paraje, sus aguadas, pastos nos pertenecen por

Real Título de Composición, despachado por Dn.

Diego de Ossorio, Governador y Capitán General que

fue desta Provincia [...] Otorgamos y conocemos por

esta carta que hacemos gracia y donación a los dichos

Indios Urubanos, que al presente están fundados en

este sitio del Carrisal de Nuestra Señora de Guadalupe,

y los que adelante fueren y permanecieren en dicho

pueblo; el dicho terreno de Taratara y Carrisal, que

es y se entiende desde la quebrada de Caura hasta

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la subida de Tamatayma, corriendo de Poniente a

Oriente, y corriendo de Norte a Sur desde la plias hasta

la falda de la sierra, en queda comprehendido todo el

terreno de Taratara y sus aguas, entradas y salidas [...],

y les damos poder cumplido en su propia fecha a los

indios Orubanos y a los que adelante se avezindaren

en el sobredicho Pueblo de Nuestra Sa. De Guadalupe,

que es la Patrona y Títular del dicho pueblo, para que

tomen la posesión de dicho terreno....

Fue otorgada esta escritura en el mismo sitio de Carrizal de Nuestra Señora de Guadalupe, el 7 de septiembre de 1723, f. 494.

Tres son los aspectos que cabe destacar de este documento a fines de nuestra investigación: 1) Los te-rrenos vecinos a las poblaciones de Taratara y El Ca-rrizal eran de propiedad indígena en virtud de la fun-dación de un pueblo de doctrina, “erigiendo iglesia y cura para que los adoctrine y administre los santos sacramentos”. 2) Los indígenas radicados en las hoy Antillas Neerlandesas –particularmente Aruba– eran reconocidos como parte de la nación caquetía, por lo menos hasta 1723; coincide esta apreciación con la de los primeros Cronistas de Indias. 3) Siendo los indígenas antillanos caquetíos, son tanto más plausi-bles las etimologías deducidas por Antolínez a partir de los taínos de las Antillas Mayores, y a las cuales hemos recurrido en nuestro estudio sobre Manaure. En puridad, el documento avala las deducciones de Antolínez. Añadamos a todo ello que en el presen-

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te es particularmente importante la procesión que se hace desde Coro hasta la población de El Carrizal en homenaje a la Virgen de Guadalupe; cuya iglesia se erige, según el documento, en 1723, siendo en sus orígenes un pueblo de doctrina, fundado a petición de caquetíos antillanos...

16 de enero de 2005, La VeLa. El tráfico en La Vela de Coro no sólo ha sido de mercaderías, legales o no; antes que nada lo ha sido humano. Hacer fren-te a esta realidad y reconocer que nuestros nexos –Tierra Firme y Las Antillas– son ancestrales, po-dría constituirse en un acicate para el crecimien-to económico y social del eje: Antillas, Falcón, Lara, los Andes, según testimonia la etnología, la arqueología y la historia documental.

En el tomo XXIII, de los Instrumentos Públicos de la Colonia, leemos en su primera entrada:

Sépase como yo, Monsen Enríquez, judío de nación,

natural y vecino de la Isla de Curazao; habiendo venido

a esta ciudad, en solicitud de una mulata mi esclaba

llamada Mariana, de veinte años, poco más o menos,

que de dicha isla se me bino furtiba a esta ciudad, la

cual por mandato del Señor Governador y Capitán

General desta provincia Dn. Luis Francisco Castellano

se manda vender, poniéndolo en efectto, por la presente

otorga y conozco que vendo y doy en venta [...] al Dr.

Dn. Francisco de la Colina, Clérigo Domiciliario de este

obispado [...] la dicha multa mi esclava, [...] y otra hija

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nombrada Juana Bautista, de hedad de siete meses poco

más o menos, defectuosa de un pie, [...] cuya mulata la

hube del dote y casamiento Destel de Cáseres, mi muger

legítima que fue, la qual dicha mulata se la vende con

todas sus tachas buenas y malas y lo mismo la dicha

hija [...] en precio y quantía de quatrocientos pesos de

a ocho. Coro, 25 de enero de 1749.

Nuestras investigaciones para el período com-prendido entre 1708 y 1797, arrojan los siguientes precios para los esclavos: hasta los 10 años: 100 pesos; 10 a 20 años: 200 pesos; 20 hasta la edad madura, tal vez 35 años: 300 pesos; después de la madurez: 250 pesos; 50 años: 250 pesos, con “el alma en la hoca”, esto es, muy viejos, acaso 100 pesos. Así don Pedro Borges, apoderado del Real Asiento vende al provincial don Juan de la Coli-na, una negra “Vieja y defectuosa” por 100 pesos, el 26 de octubre de 1724. El 8 de noviembre de 1724, el representante del Asiento vende al Capi-tán don Esteban de Oyarvide tres esclavos “alma en boca” por 200 pesos. Con esa misma fecha se vende a don Agustín de Contreras una negra “alma en boca” por 50 pesos. Una buena negrita “mule-ca” –puber– podía llegar a costar 250 pesos, como la que el Asiento vendió a Juan Alonso Romero el 20 de noviembre de 1724. Un esclavo moreno po-día llegar a costar 400 pesos, como aquel que Mar-garita Germán, soltera, mayor de veinticinco años, “oriunda de la Colonia extrangera de Urúa”, vende

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a don Nicolás López, teniente de escribano de Real Hacienda “de este Quarto Departamento; un mo-renito su esclavo, nombrado Gerardo, de tres para quatro años”, que había introducido por el Puerto de La Vela, el 29 de marzo de 1793.

También se podían pagar los esclavos con car-gas de palo de Brasil, a razón de 2 pesos el quíntal. Entonces podía adquirirse una balandra de 7 tone-ladas, en buenas condiciones, en 300 pesos y una goleta de 9 toneladas en 1000 pesos.

Los pueblos africanos con los que se traficó más intensamente en Coro fueron: loangos, ara-ras, congos, carabales, minas, también se comer-cializó con la producción criolla. Los principales ofertantes fueron el Asiento Real de Guinea en Francia, cuya marca o carimbo eran dos C encon-tradas, y el Asiento Real de Inglaterra, cuyo carim-bo era, naturalmente, una Y. Es curioso, pero en casi cien años la variabilidad de los precios de los esclavos es casi nula, índice de inflación cero. ¿Es una particularidad del negocio esclavista o una característica de la economía mercantil a comien-zos de la división internacional del trabajo?

Otros documentos son igualmente elocuen-tes sobre lo que aquí venimos tratando: Causas Civiles. Lista de autos de caminos 1738-1741. Son en total 20 los expedientes sobre contraban-do inventariados. Aunque en todos o casi todos debe tener injerencia Curazao, sólo en uno se hace mención de la isla. En el Nº 8 se refiere “la

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aprehensión que hizo el negro Gracián de una Valandra holandesa en el puerto de Cumarebo”. El listado incluye tres expedientes sobre negros fugitivos. El Nº 21 se refiere a “la aprehensión de Dos negros un zambo y una negra y una india que arribaron de la isla de Curasao en una canoa al Puerto de Cumarebo, y los apresó la Guardia de los Indios de dicho pueblo”, el Nº 22 sobre “los tres negros que aprehendió Francisco de Echeberría en las plaias de Payguara”; finalmen-te el Nº 23 recoge los autos sobre: “los de tres negras Vendidas por los Holandeses en el Puerto o Costa de las Cruzes, y por denuncio que tubo dicho Sr. Theniente despachó a Dn. Ygnacio de Arcaya con Cuatro hombres, q los aprehendie-ron.” 9 de agosto de 1741. 2 ff.

Expedientes de Causas Civiles. 26. Sobre ne-gros fugitivos de Curazao arribados a las costas de Coro. El expediente recoge las diligencias con-cernientes a la captura de nueve negros fugitivos de Curazao, cuatro habían sido capturados en Las Carretillas, tres se encontraban en Baraived donde los tenía presos el alcalde de la Santa Her-mandad, y otros dos fueron aprehendidos en los alrededores de la ciudad. Sobre los cuatro apre-sados en las Carretillas se dice que “el uno save hablar [español] y los dos medio entienden y se esplican en algo, el otro no save más que lengua Carabale”. Uno de estos negros, de nombre Nico-lás, declara ser criollo de Curazao y libre (f. 2 vto).

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Informó que arribó junto con sus compañeros en una balandra inglesa, procedente de la costa de Cartagena con destino final a Jamaica; así mismo indicó que uno de los negros era de “tierra france-sa”, y el tercero se llamaba “Quibido, [y] save que es esclavo de Curasao, pero que dise que su amo es negro de Curasao que se llama «Marido de Lu-cía»” (f. 3). Otro tanto ocurría en Coro, donde in-clusive aparecen libertos con numerosos esclavos de su propiedad. 22 de abril de 1751. 1 de febrero de 1752. 41 ff.

17 de enero de 2005. Clarac nos ha informa que en sus investigaciones entre las comunidades afrovenezolanas de la cuenca del Lago de Mara-caibo encontró un mítico personaje llamado Pez o Peje Nicolás, tratándose de un ser antropomor-fo de hábitos anfibios, en tal medida que se le atribuyen rasgos ictioideos. Es posible seguir su rastro hasta la Edad Media, cuando alcanza gran renombre el extraordinario buceador Nicolás “el Pez”. Apunta Antonio Ribera que ciudades como Sicilia y otras del área mediterránea mantuvieron un mayor contacto con el mundo árabe y helé-nico, conservando sin duda restos de la antigua familiaridad con el mar.

Ribera apunta que es España el mayor reposi-torio de noticias sobre nereidas y otros seres fan-tásticos, en el célebre Teatro Crítico Universal del padre Feijoo (Madrid, 1771). El demoledor de tan-

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tas fábulas, el destructor de tantas supersticiones, creyó que podían existir hombres anfibios, como el famoso hombre-pez de Liérnages, seres semejantes a los que la mitología clásica había concebido.

El día de la víspera de San Juan de 1673 –dice Feijoo–, Francisco de La Vega Casar, vecino de Liérnages, en Santander, se fue a bañar con otros muchachos a la ría de Bilbao, población en la que estaba aprendiendo un oficio. Echóse al mar y no apareció más. Los compañeros reputaron que se había ahogado.

En 1679, unos pescadores gaditanos vieron, en medio del mar, nadando con gran habilidad, “una persona de figura racional”, que al cabo de varias tentativas pudieron capturar, resultando que era el citado Francisco, que, vuelto a su tie-rra, vivió nueve años –múltiplo del mítico tres– de modo extravagante y dado a la melancolía, des-apareciendo luego sin dejar huella.

El caso parece guardar alguna relación con el “peje Nicolás” de Sicilia, o “pece cola”, quien vivió en tiempos del rey Federico de Nápoles (1496-1501). Encontramos una mención de este mítico personaje en el Quijote, donde Cervan-tes hace decir al caballero de la Triste Figura lo siguiente, al enumerar las virtudes que deben adornar al caballero andante, entre “otras menu-dencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás, o Nicolao...” (Don Quijote de la Mancha, II parte, Cap. XVIII).

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Existen testimonios anteriores al “peje Nicolás”. A fines del siglo XII, Walter Mapes, un inglés que ha-bía vivido en Italia, describía a Nicolás Pesce, el “Bu-ceador”, acostumbrado por su estancia casi continua entre las olas, a conocer tan bien los secretos del mar, que podía predecir las tempestades. Llevado a la corte del rey Guillermo de Sicilia, languideció hasta morir.

Aproximadamente por la misma época, el poeta provenzal Raimon Jordan, menciona al mismo buceador. Luego, en 1210, Gervasio de Tilbury alude a un Nicolás, originario de la costa de Apulia, que pedía aceite a los pescadores para descender más fácilmente en el agua.

Fueron numerosos los autores antiguos que cantaron las hazañas del “Peje”; pero a veces mostraban tendencia a convertirlo en un ser to-talmente desfigurado por la vida marina. Así, Jo-vianus Pontanus escribió, en el siglo XV: “Nicolás recibió el nombre de Pez, porque no sólo había abandonado las costumbres de los hombres, sino casi también su rostro; era lívido, escamoso, ho-rrible”. Ribera reconoce los orígenes de este per-sonaje en el mito griego de Teseo y Anfítrite, la cual ayudó al héroe a que recuperase un anillo de oro arrojado al mar por Minos, rey de Creta.

17 de enero de 2005, coro, antiguo cLub boLíVar. Este era el lugar donde la aristocracia coriana ce-lebraba sus grandes saraos a mediados del siglo pasado; al presente, varios artesanos tienen aquí

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sus talleres. La madera, la roca, el metal, la arcilla son transmutados en aras del empeño creador en formas y volúmenes destinados a la sensibilidad. Asley González, escultor, trabaja la arenisca falco-niana, la misma con la que trabajara Narváez; en su taller labra la suave piedra hasta darle la forma de una rana, de líneas rotundas y sólidos volúme-nes. “La rana es símbolo de la Maternidad, de la fertilidad de la tierra. Me di cuenta de ello cuando a mi taller entró una rana tras la lluvia; se quedó en un rincón oculta durante varios días; en ocasiones la escuchaba cantar. Poco a poco fue entrando en mi mente; observándome. Afuera, en el solar, las plantas reverdecían. Un parto natural.” La idea de la fertilidad es una de las más pertinaces que se asocian a la imagen de la rana; el que aparezca al inicio de la estación lluviosa, la hace una metáfora adecuada de inicio de la siembra. En sus investi-gaciones, Clarac ha encontrado la rana como un símbolo de la resurrección.

Nos entrevistamos con el pintor Jonathan Gómez, quien ha realizado varios murales en la ciudad cuya temática está motivada por los petro-glifos. “En ello está el origen de todo. Aunque no los conozco en profundidad, no puedo dejar de responder a su llamado. Lo que más me cautiva es su modernidad: la capacidad de significar tanto con tan pocos elementos. ”

Otras piezas expuestas en el club atestiguan la influencia que las manifestaciones indígenas tie-

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nen en estos creadores, siguen la línea señalada por José María Cruxent, Mateo Manaure, Oswaldo Vigas. Contemporáneamente Curiel y José Ignacio Vielma se inspiran en los petroglifos. Particularmen-te de éste último visitamos una exposición en abril de 2003, que se expuso en el Museo Arqueológico de la Universidad de Los Andes. Vielma se inspira en los petroglifos del piedemonte barinés. El autor procura ceñirse a la escala original del grabado, su textura y color de roca aproximado, “la finalidad de la propuesta es documental y estética”, decía en el tríptico de la muestra.

Al encender un cigarrillo, reparamos que los signos de los petroglifos están por doquier. La caja de fósforos está decorada con seis espirales que flanquean un semicírculo hecho de curvas con-céntricas llamadas El Sol. Sólo se requiere criterio y una visión despejada para poderlos ver.

18 de enero de 2005, coro. Salimos a fotografiar los murales y las vallas que por iniciativa del Ejecu-tivo del estado Falcón, adornan calles y paredes de esta cuidad mariana, primada de Venezuela. Los colores son intensos, adecuados al reverberar del cielo eternamente estival, predominando los rojos, azules, amarillos. El dibujo de los símbolos es co-pia rigurosa de los motivos originales. El tratamien-to colorístico obedece al temperamento del artista. Encontramos petroglifos decorando algunas ofici-nas. Incluso en la Casa de la Poesía dimos con un

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cuadro de Curiel titulado Tepumereme, que como se recordará significa en lengua tamanaca: “Piedra Pintada”, un nombre acertado.

02 de febrero de 2005, PLaya de cucuruchú. En esta salida además de Miguel Medina, nuestro guía, nos acompañan Jesús Hernández, un veci-no de Coro, y José Gregorio Partidas, mi primo. Quieren ver de cerca qué cosa puedan ser esos famosos petroglifos. Así hacemos labor de apos-tolado y divulgación científica…

Ahorremos al lector las penurias del cami-no…, los mil lamentos que en todos los tonos pro-firieron mis demasiado urbanos acompañantes; sólo digamos que nos complacimos científica-mente con su angustia. La búsqueda de petrogli-fos bien puede comprenderse como etnografía o como turismo de aventura. Al llegar a los letreros, tomamos una nueva serie de fotografías. En esta visita vinimos armados de algunos instrumentos para excavar la tumba de la anciana y de conoci-mientos básicos de osteología. Comoquiera que el sitio ya ha sido removido con anterioridad en varias ocasiones, no causaríamos un gran impac-to en el yacimiento. Al remover tierra y arena, fui-mos sacando un buen número de huesos largos y cortos, ordenándolos sobre una tela negra a fin de fotografiarlos, cuando para nuestra sorpresa y agrado extrajimos “tres” fémures. Dijimos a nues-tro guía: “aquí hay más de uno”.

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Reflexionábamos sobre esto, cuando José Gregorio reparó en una pequeña mancha oscura al lado de la tumba. Eran monedas: una de cuan-do George III fue rey de Gran Bretaña, otra de cuando lo fue Guillermo IV, un “dime” de 1832, y varias monedas de bronce muy erosionadas.

Miguel recordó que existía la tradición de un naufragio próximo a los letreros. Entre los huesos identificamos un maxilar que parece corresponder a un varón adulto de complexión robusta. Encon-tramos otro maxilar con marcas de malnutrición, posibles señales de sífilis y que parecía correspon-der a una mujer. Tomamos algunas muestras óseas a fin de someterlas a un análisis más detallado. Ofrecemos a continuación una descripción por-menorizada de las monedas.

Material: Plata. Cara: Efigie coronada con laurel; lleva una coleta. Leyenda: GEOR.III. D. G. (espacio) BRITT. REX. F. D. 1816.canto: marcas.Enves: Muy erosionada; en relieve, apenas vi-sibles, dos ramas en arco. diámetro: 2,30cm.Material: Plata. Cara: Efigie de perfil, muy bien conservada. Leyenda: GUILLERMUS III. D.G. BRITTANNIAR: REX (espacio) F: D.canto: marcas enves: dos ramos entrelazados en arco, anudados en su base. Uno es un ramo de laurel. Se ve una corona. Leyenda: ONE SHILLING. 1836.

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observación: La moneda muestra una perfora-ción, tal vez para ser llevada en el cuello, pen-diente de un cordón, a modo de amuleto.diámetro: 2,30cm. Material: Plata. Cara: La imagen de una figura sedente; 7 estrellas en arco a un lado y 7 estrellas en arco al otro. A través del frottage, estableci-mos la fecha de 1832 en la base de la figura.canto: marcas.enves: Leyenda: UNITED STATES OF AMERICA. ONE DIME. Ramos de laurel anudados en su base.dime. s. (EE.UU.) Perra gorda; it’s not worth a dime, no vale una perra gorda. Venezolanismo: “no vale una puya (5 ctvs.)”diámetro: 0.80cm.Material: Bronce. Moneda muy erosionada. diámetro: 2,70cm.Material: Bronce. Moneda muy erosionada. enves: Apenas se notan dos ramos entrelazados en su base. Leyenda: CEN…G. diámetro: 0.90cm.Material: Bronce. Moneda muy erosionada. enves: Apenas se notan dos ramos entrelazados.diámetro: 2,30cm.Material: Bronce. Moneda muy erosionada. enves: Apenas se notan dos ramos entrelazados. leyenda: 85.diámetro: 90cm.

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Este hallazgo supone una serie de interrogan-tes: ¿Guardan alguna relación las monedas con los restos humanos encontrados en la playa? ¿Se trata de las víctimas de un naufragio? ¿Fueron se-pultados en ese sitio puesto que los petroglifos son señales lo suficientemente características que permitiesen su ulterior localización? ¿Es necesario dar paso a una hipótesis más sombría? La diver-sidad de monedas encontradas es común con la economía de la época: dada la devastación cau-sada por la Guerra de Independencia, se permitía regularmente el circulante de la más diversa pro-cedencia. Fotografiamos cada una de las fases de la excavación; cubrimos la sepultura y arreglamos la cruz, que ya no era más que un palo calcinado por el sol. Por los fantasmas no nos preocupamos, pues pensamos devolver los huesos, como tanto nos lo encareció Miguel.

02 de febrero de 2005, coro Por La noche: Du-rante el siglo XIX, circuló en Venezuela gran canti-dad de monedas extranjeras; su valor estaba fijado por su contenido intrínseco antes que por su valor facial o denominación. El gobierno publicaba con alguna regularidad listas oficiales del valor en pesos sencillos y pesos fuertes de las monedas extranjeras más frecuentes. Habían monedas de oro, como la morocota –en Venezuela se da el nombre de moro-cota a la moneda estadounidense de 20 dólares, la cual circuló en nuestro país legalmente en el siglo

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XIX y parte del XX– y la libra de plata como el chelín inglés –como los encontrados por nosotros en la playa de Cucuruchú– y el tales alemán; circulaban también monedas de cobre, aunque éstas no cons-taban en los listados oficiales. A partir de 1886, se declaró ilegal la circulación de monedas extran-jeras de plata, las de oro continuaron circulando hasta la Primera Guerra Mundial, Vide: Los otros tesoros del BCV. Un recorrido de la colonia al si-glo XIX, Museo de Bellas Artes, Caracas, 2005. Para un análisis más detenido y documentado del pro-blema del circulante en la economía venezolana, véanse: Tomás Stohr, El circulante en la Capitanía General de Venezuela, Colección V Centenario de encuentro entre dos Mundos, 1492-1992, 1498-1998, Banco Central de Venezuela, Caracas, 2000; Oscar González Bongen, La moneda fragmentada, Versiones, Nº 2, Coro enero-diciembre de 1999, p.p. 47-56; Sergio Aranda, La economía venezo-lana. Siglo XIX Editores, México, 1978; Eduardo Farias, Economía colonial de Venezuela, Tomo I, Caracas, 1973.

Las gestiones a favor de la creación de una moneda provincial de Venezuela e islas de Barlo-vento parecen haberse iniciado en 1785. “Es con-veniente recordar –anota Stohr– que la correspon-dencia entre Caracas y España tardaba de 2 a 3 meses para llegar a su destino y era frecuente que Caracas despacharan otra comunicación, sin ha-ber obtenido todavía respuestas de la anterior.”

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La escasez de circulante fue un problema endémico de la Capitanía General de Venezuela como de la joven República; prueba de ello fue el hallazgo de la mitad de una moneda vene-zolana de cinco céntimos, acuñada en nikel en 1896; el hallazgo fue hecho en Canapo, a po-cos kilómetros de Borojó, en el estado Falcón. “Como no hay medios ni cuartos –dice un infor-me fechado en 1831– han partido por mitades y cuartos los enteros, advirtiéndose que para esta última división parten el centavo en cinco pe-dazos, de modo que el que hace esta operación gana uno y un cuarto de centavos en cada cinco parte. Con el cebo de esta utilidad se van par-tiendo ya todos los centavo…” Destaca Gonzá-lez Bongen que este hecho obedece a las necesi-dades de una economía rudimentaria, con lenta monetarización y escasez notoria de numerario para las pequeñas transacciones.

15 de febrero de 2005, sierra de san Luis. san José

y Viento suaVe. Visitamos al señor Porfirio Chiri-nos, propietario de uno de los potreros donde se encuentra una de las rocas más grandes y cuyo símbolos están mejor preservados; le encontra-mos elaborando un medicamento en el metate, servido de una “mano de moler”; el medicamen-to a base de concha de jobo, cadenillo y raíz de cambur está destinado a curar la diarrea de los becerros. Ya hemos constatado en varias opor-

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tunidades el empleo de enseres indígenas por el campesinado e incluso en áreas urbanas.

Al preguntarle por los petroglifos que es-taban en su propiedad, mostró algún disgusto, sólo nos dijo que había otros en la población de “El Arco”. Por un momento nos sentimos como Federmann en su búsqueda infatigable de oro, cuando los informantes le decían siempre “más allá” para burlarse del inoportuno visitante. Lo dejamos por la paz.

Nos fue mucho mejor con el anciano matri-monio de José Hernández y Albertina Colina de Hernández; ellos aún se sirven del metate y de unas tinajas que recuerdan con mucho algunas que hemos tenido ocasión de ver en los museos y que se atribuyen a tradiciones indígenas; cuando preguntamos por sus tinajas, nos dijeron que las habían adquirido en la población de Carigüita, pero que ya nadie las hacía. Parece recomendar-se una visita al lugar a ver qué se puede encon-trar. Creemos que mucho.

17 de febrero de 2005. sierra de san Luis. murucu-

sa. cabure. Comúnmente se cree que algunas voces llaman a las personas que se adentran en la espesu-ra; en ningún caso le debe hacer caso a la primera llamada sino a la segunda. Se cree que cuando se llama una sola vez y al no responder ésta, no se produce una segunda llamada, se trata de un duen-de, cuyo deseo es hacer perder al incauto.

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Ucho, un vecino anciano y ermitaño de la población de Murucusa, y a quien los lugareños atribuyen la facultad de curar el ganado virtud a ciertas oraciones, además de otras hechicerías, nos describió al duende, tal y como él dice haberlo vis-to: se trata de un negrito de mediana estatura, muy bien formado, vestido con las grandes hojas de una planta llamada volantín; sus pies están vueltos ha-cia atrás; así, quien sigue su rastro, cree que viene cuando en realidad va. Recuérdese lo que apunta-mos sobre la singular marcha de “El Salvaje”.

17 de febrero de 2005. murucusa Por La noche. Antolínez consigna que la María Lionza caque-tía, habitadora de un Palacio subacuático, robaba hombres que tomaba luego como esclavos;

…y los asientos de su mansión eran rollos de culebras

saruras (boa constrictor), arrolladas sobre sí mismas du-

rante su pesado sueño; sus gatos son los tigres jaguares,

sus perros los pumas, sus cabras los venados, su caballo

la danta herrada con petroglifos. Petrifica a sus enemigos

en el fondo de las pozas de Sorte… Extravía a los hom-

bres en la selva, mediante falsos gritos, cantos de pájaros

y ruidos animales o humanos. Quien vuelve la cabeza

hacia atrás está perdido.

Clarac ha encontrado en sus investigaciones un mito que guarda varios puntos de contacto con el que aquí nos ocupa:

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La “Laguna se llama doña Simona”; aunque algunos

también la llaman “doña Josefa.” Es una viejita que

vive en el fondo de la laguna, donde posee una cuidad

hermosa… Doña Simona sale de vez en cuando bajo

la forma de una mujer muy vieja, o de una enorme

culebra, “negra como un cochino”. Necesita tener

servidores, razón por la cual se lleva al fondo de la

laguna a los niños que se pierden en la orilla de ésta. No

se debe buscar por consiguiente a un niño perdido en

los alrededores de la laguna, pues si sus padres insisten

en buscarlo la laguna mata al niño. Si por el contrario

los padres esperan con mucha paciencia, pueden

pasar varios años pero un buen día vuelve a aparecer

el niño, ya crecido, y “es el mejor médico que hay”,

pues la laguna le ha enseñado todos los secretos de la

medicina. Esos médicos son los mojanes, que saben

hablar el lenguaje de la laguna, ya que han vivido su

infancia en su fondo y han sido sus discípulos.

Para describir el lenguaje de la laguna em-plean los campesinos la palabra “bramido”. La la-guna da bramidos, sobre todo cuando está brava; todas las lagunas dan bramidos, y los mojanes las entienden y también pueden ellos dar bramidos. También braman montañas y ríos y los shamanes pueden entenderlos.

Concluyamos haciendo algunas precisiones de orden lingüístico: en las zonas de Falcón, donde realizamos nuestras investigaciones, los ofidios son vistos como pertenecientes al género

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masculino. Si bien suele hablarse de las culebras que manera inespecífica, se las exhibía como macho al referirse a cada especie: el saruro o tra-gavenado, el macurel, el mapanare, el príncipe, el coral.

En cambio, las culebras “mansas” o no ve-nenosas, de las cuales se cree que muchas se alimentan de serpientes venenosas y son útiles para controlar las plagas, se les conceptúa como hembras; ejemplo: la cazadora, la tigra, la can-delita; la culebra ciega (anphisbena alba),que es empleada con fines medicinales, también co-rresponde al género femenino; sin embargo, esta regla no siempre se cumple y encontramos que una misma especie es conceptuada como mas-culina o femenina en una misma región de ma-nera indistinta, si bien esto es más bien extraño, así puede hablarse de “el” coral o “la” coral, “el” mapanare o “la” mapanare...

20 de agosto de 2005, taratara y taimataima. En la mañana inauguran el Parque Arqueológico y Paleontológico de Taimataima, participan vecinos de las comunidades de Taratara, Mataruca, Los Bosteros, La Aguada, Muaco, Carrizal y Pueblo Nuevo; asisten representantes del Ministerio de la Cultura, el Museo de Ciencias, la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda, la Corporación Falconiana de Turismo, la Alcaldía del Municipio Colina y la Gobernación del esta-

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do Falcón. El museo in situ de Taimataima fue el último proyecto de Cruxent. Llegó a verlo bastan-te adelantado, lamentablemente Cruxent había muerto en febrero. En los murales y en las pancar-tas los vecinos de Taratara escribieron: “Cruxent con nosotros siempre vivirá”.

El Parque Arqueológico y Paleontológico de Taimataima tiene una extensión de 1.480 hectá-reas pertenecientes a una antigua posesión comu-nera, comprendidas en la poligonal demarcada en la declaratoria del Parque: Estación de petroglifos de la playa de Cucuruchú; yacimiento arqueoló-gico y paleontológico de Muaco, donde Cruxent encontró artefactos de piedra tallada asociados a fósiles de especies extintas del Pleistoceno. Ce-menterio de Muaco, en el que se evidencian frag-mentos de cerámica indígena, asociados con res-tos humanos; yacimiento arqueológico Carrizal, con evidencias arqueológicas correspondientes a los períodos: precolombino, colonial y republica-no; La Peña, formación rocosa ubicada a orillas de la playa de Taratara; yacimiento arqueológico de Piedra del Cacho, caracterizado por la abundante cantidad de restos cerámicos, conchas y objetos de piedra; yacimiento arqueológico de Lomita de Taratara, en cuya superficie se han encontrado fragmentos de material cerámico datados en dis-tintos períodos; yacimiento paleontológico Que-brada Salada, entre otras especies extintas, aquí han sido encontrados fósiles de Gliptodonte.

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El proyecto comprende un Núcleo de Desa-rrollo Endógeno en torno al Parque Arqueológico y Paleontólogo de Taimataima que involucra a las comunidades vecinas. Entre las áreas a desarrollar del proyecto se encuentran: senderos de interpre-tación con dispositivos con información sobre los aspectos históricos, naturales, paleontológicos y arqueológicos de la zona, desarrollados con el apoyo de las comunidades y el Banco Interame-ricano de Desarrollo, BID. Los inmuebles utiliza-dos por José María Cruxent en sus investigaciones serán recuperados para desarrollar proyectos rela-cionados con el Parque, con el apoyo y financia-miento de PDVSA-Gas.

En el Museo Ángel Segundo López, calle principal de Taratara, visitamos una exposición integrada por fósiles de mega-fauna, fragmentos de cerámica indígena, instrumentos líticos del paleoindio…, y efectos personales de Cruxent: una colección de sacapuntas, sus lentes, una pipa. Una muestra diversa y enternecedora.

El Museo de Ciencia, El Instituto de Patrimo-nio Cultural y el Parque Arqueológico y Paleon-tológico de Taimataima presentaron la exposición “El Mamut y sus parientes de Falcón” en Taratara. ésta da cuenta de la diversidad fosilífera de mega fauna en la zona, es en verdad impresionante.

El estado venezolano declaró a Taimataima sitio de interés cultural según Gaceta Oficial Nº 38.206 de fecha 18 de junio de 2005, ampliando

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la declaratoria anterior de 8 hectáreas de la Gaceta Oficial Nº 35.923 con fecha 19 de mayo de 1996.

Cruxent, padre espiritual e intelectual del Parque, fue Premio Nacional de Ciencias en 1987. Cruxent dedicó el Premio al estado Falcón, como un generoso reconocimiento a la tierra que tanto le había dado y a la cual tanto ofrendó. “En mi carrera –dijo en aquella ocasión–, la mayor satisfacción la he encontrado en los años de mis investigaciones en territorio falconiano. Me he hecho en Falcón. Se lo debo a esta tierra, ver-daderamente, porque soy un provinciano y por retrueque, el Premio pertenece a Falcón, a su universidad y a los corianos”.

El logo que identifica el Parque Arqueoló-gico y Paleontológico de Taimataima es uno de los símbolos que se encuentran en la estación de petroglifos de la Playa de Cucuruchú. Omar González lo identifica entre los guarequena como Tewani, referido a la mujer sexualmente madura o a la mujer menstruante. La estación falconiana fue visitada, descrita y fotografiada por Cruxent en la década de los sesenta. Una fotografía del arqueólogo al lado de los petroglifos fue publica-da por la prensa a nivel nacional. El Ministerio de Cultura, al igual que Kuai-Mare, red de librerías del Estado, asumieron como emblema diseños inspirados en petroglifos.

El personal del Museo Taller Ángel Segundo López de Taratara y la Fundación Amigos de la

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Cultura de la Taratara, ofrecieron como “recorda-torio” a quien fuese su creador y miembro hono-rario este acróstico:

Justo reconocimiento hoy ofrendam

Orgullo de Taratara y Taimataima hijo adoptivo,

Semblanza de un Quijote con corona de olivo,

Estarás siempre presente en quienes te conocimos.

Maestro y creador de esperanzas hermosas,

Arqueólogo, antropólogo, sabio en muchas cosas,

Renombrado pintor de arte informalista,

Ilustre caballero, pleno de humanismo...

Amigo, para ti, estos versos, estas loas.

01 de sePtiembre de 2005, cabure. La investigación de las manifestaciones rupestres es una labor a me-dio camino de los sueños de Jack el Destripador y las pesadillas de Frankestein: de un lado, la informa-ción está dispersa, hecha pedazos: numerosas publi-caciones, la memoria colectiva, distintas y distantes interpretaciones; de otro, se impone la síntesis, cap-tar las no siempre evidentes relaciones: un símbolo, un mito, una leyenda, son piezas de un rompecabe-zas que se arma en una mesa de dicepciones.

02 de sePtiembre de 2005, Viento suaVe. carayaPa

(eL robLe), san José. GUíA: ARAMíS GONZÁLEZ. Emplea-mos arcilla y clorofila como elementos de regis-tro: tras tamizar finamente la arcilla, se extiende

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sobre la superficie de la roca. La clorofila, extraí-da de hojas suaves, se frota sobre la parte alta del surco; se obtiene de esta suerte una especie de negativo. Esta técnica de registro es tan discutible como cualquier otra; ya se trate de cal diluida, de tizado, toda técnica de registro que implique la intervención de la roca tendrá sus pro y sus contra. Aparentemente la “nuda” fotografía no presenta objeciones; pero –siempre un “pero”– al publicar los resultados de nuestras investigacio-nes, ¿no estamos exponiendo los petroglifos ante eventuales visitantes no siempre inocuos? Existen dos claras opciones ante este dilema: “vigilancia y conciencia” tanto de parte de las comunidades –sobre todo– y de los organismos competentes: universidades, gobernaciones, alcaldías.

En Viento Suave, trabajé el motivo que bauti-cé El Arco; para mi sorpresa descubrí que la figura estaba flanqueada por puntos que seguían la tra-yectoria de un círculo.

El Roble o Carayapa fue registrada por Agus-tín García, autor de la novela Urupagua, y Felix Beaujon, pionero de los estudios farmacéuticos en Venezuela, y director fundador de la revista Farmacia, en 1924. Benet incluye fotografías de la estación en la Guía General de Venezuela de 1929; así, pues, una raya más para un tigre. El ro-ble que hoy da nombre al sitio no existía en 1924, por lo que optamos llamar a la estación Carayapa, toponímico por el que se la conocía entonces.

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El registro puso en evidencia una figura antro-pomorfa de la cintura para arriba; dos brazos que se elevan como en actitud evocativa, brazos que se levantan en ángulo recto; de la cintura para abajo semeja una línea serpentiforme que conclu-ye en una espiral. Tenemos noticias de un motivo semejante en los petroglifos del Táchira, asimis-mo tenemos noticias de un mítico dios amazóni-co que reúne elementos de hombre –de la cintura para arriba–, cuya figura termina en una serpiente anaconda. ¿Acaso este símbolo será la represen-tación de este mito?

Tras un inventario más detallado de la esta-ción de San José, es evidente que se impone para su real conocimiento el levantamiento de una po-ligonal topográfica. Sin embargo, consideramos que San José forma parte de un complejo más am-plio que se extiende desde Cabure hasta Hueque y cuyos componentes no han sido plenamente re-gistrados; a ello nos inclina la semejanza de mo-tivos y estilos: rostros cuadrangulares, narigueras –como la que encontramos en Viento Suave en la figura de El Arco–, espirales compuestos.

03 de sePtiembre de 2005, eL ramonaL. Realiza-mos el primer registro científico de esta estación: claramente predominan en ella los símbolos an-tropomorfos de rostros cuadrangulares. Destaca una figura humana cuyo torso está cubierto con un complicado motivo de celdas, levanta una

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mano rematada en tres dígitos. Uno de los sím-bolos recuerda la barca en los petroglifos de San Esteban, dibujados por Hartmann y Goering a fi-nales del siglo XIX.

07 de sePtiembre de 2005, PenínsuLa de Paragua-

ná. Subimos a ver el petroglifo de El Almanaque, siguiendo la ruta que Richard Ludwig remontase en 1883 y Adrián Hernández Baño en la década del 70. La expedición estaba integrada de cua-tro “rupestrologos” y dos baquianos. Dos de los expedicionarios y un baquiano se extraviaron, por lo que tuvieron que retornar al campamento base en la población de Misaray. Tras fatigosa excursión, llegamos a la estación Henry García, nuestro guía y vecino de la población de Misa-ray, Cecilio Perez, investigador radicado en Tá-chira, y Camilo Morón.

El petroglifo de la piedra de El Almanaque es un rostro cuadrangular donde se fusionan atributos del hombre y el jaguar. Lamentablemente no pudimos fotografiarlo, pues la cámara la traía uno de los ex-pedicionarios extraviados, pero tampoco hemos de lamentarnos: el registro que del símbolo hace Adrián es inmejorable; tuve ocasión de ver los originales de las fotografías en la biblioteca del investigador y en nada desmerecen las reproducciones que se ven en Petroglifos. Estado Falcón (2000).

Al principio y al final de la escalada del cerro colectamos instrumentos líticos que por su tipología

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corresponde al paleoindio, descritos por Cruxent y Royo y Gómez. Misaray no figura en las estaciones de paleoindio del occidente de Venezuela; al pre-guntarle a García, nos dijo que nadie había excava-do en la zona, por lo que se trata de un yacimiento virgen. Henry García es descendiente de Arcadio García, quien acompañase a Adrián Hernández en sus investigaciones en los 70; el abuelo de Arcadio acompañó a Ludwig en un viaje de 1883. Asunto familiar, se diría. La piedra de El Almanaque fue visitada por Francisco Tamayo en 1939.

09 de sePtiembre de 2005, PLaya de cucuruchú. Me acompaña en esta salida de campo Lino Gon-zález, quien fuese asistente de campo de José María Cruxent. Lino ha realizado mucha investigación de campo por su cuenta; además es hombre de ideas originales, por ejemplo, propone la lectura del sím-bolo emblemático del Parque Arqueológico y Pa-leontológico de Taimataima como una represen-tación estilizada de un rostro humano; de hecho, considera que se trata de un signo integrado por tres rasgos delimitados: a) diadema; b) ojos, nariz y c) boca. En el rasgo central O. González identi-fico entre los guarakena la mujer menstruando o sexualmente madura. En la Piedra del Tuqueque, en el cerro Santa Ana, registramos el símbolo que Lino identifica como una diadema. Consideramos esta lectura conjunta de los símbolos como una posibili-dad estimulante.

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11 de sePtiembre de 2005, cueVa de chiPare. GUíAS:

LINO GONZÁLEZ Y LEO GONZÁLEZ. Falcón cuenta con cuatro estaciones de petroglifos en cuevas: Cue-va de los Petroglifos, Cueva de los Mayorquines, descritas por Miguel Ángel Perera; Cueva de la Urubana, descrita por P.M. Arcaya –aunque es de notar que la conocemos sólo por sus apuntes–; Cueva de Chipare, descrita por Hernández Baño, Ruby de Valencia y nosotros.

Las paredes están algo deterioradas como con-secuencia de personas incultas –pues no queremos pensarlas malvadas– que graban sus nombres en la superficie de la roca. No obstante el deterioro, es posible la restauración. La Cueva de Chipare es visitada el día de San Juan por los lugareños; Lino, antes de adentrarse en la cueva, pidió la anuencia de San Juan virtud a una rogatoria en voz alta.

Predominan los motivos antropomorfos, rostros cuadrangulares como los de Viento Suave, San José, El Ramonal y Carayapa. Particularmente nos reclamó un enorme motivo que parece representar un parto.

11 de sePtiembre de 2005, eL mestizo Por La tarde. Llegamos casi con la puesta del sol. El Sr. Benig-no Marín nos ha servido gentilmente de guía. La impresión del ocaso nos confirma en nuestra sos-pecha de encontrarnos en un observatorio astronó-mico. Los motivos que semejan cometas; la cruz que simboliza al planeta Venus según las investi-gaciones de paleoastronomía de D. Sánchez; las

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huellas de jaguar, que a juicio de Omar Idler son grupos pleyádicos, parecen apuntar en esa direc-ción. Cuando el cometa Halley fue visto en 1985, este era un observatorio ideal. Nosotros vemos una hermosa luna llena sobre los petroglifos. Para el completo registro de esta estación se impone el empleo de la cuadrícula.

11 de sePtiembre de 2005, coro Por La noche. Reflexionábamos sobre las representaciones zo-omorfas en los petroglifos a la luz de estas líneas de Jacques-Yves Cousteau (Ataque y Defensa, 1979): “Algunas especies manifiestan una animo-sidad innata. Es el caso del hombre y el lobo, los perros y los gatos, las serpientes y las mangostas, o, en el mar, el cachalote y el calamar gigante. Estos antagonismos parecen tener por origen una especie de temor mutuo, inspirador de emocio-nes profundas e inscrito en los cromosomas de los animales.” Y a renglón seguido precisa: “Durante centenares de generaciones, dos formas animales han podido oponerse en el curso de las edades, intentando conquistar un mismo hábitat, un mis-mo nicho ecológico, idéntico tipo de alimento. Acuciados al combate por esta estrecha concu-rrencia, han desarrollado un instinto combativo que está profundamente enraizado en su ser y que ha continuado buscando una salida incluso cuando siglos más tarde, ambas especies, adapta-das cada una a un nicho ecológico diferente, no

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tenían ya ninguna razón para enfrentarse”. Consi-deremos: 30 mil hombres lobo fueron procesados por la iglesia en los siglos XVI y XVII.

Los petroglifos que encontramos en Uría, en el estado Vargas, y en el Cerro Santa Ana, en el estado Falcón, funden rasgos del hombre y el ja-guar. La mitología de los pueblos amerindios reve-la una actitud bipolar ante el jaguar: se le admira como emblema de la naturaleza, inspira también temor reverencial.

16 y 17 de sePtiembre de 2005, coro. Consigno algunas notas en torno al simbolismo del jaguar. Jacqueline Clarac y Pierre Clastres apuntan que las características del jaguar como especie, y tal vez, su relación con los mitos de transformación, evidencian cierta complejidad formal que se ex-presa en la representación de seres que combinan al hombre y al animal.

La figura del felino pareciera estar señalando elementos simbólicos que guardan relación con la asociación entre el shamanismo y los espíritus del ja-guar. Esta asociación se basa en la creencia de que el shamán puede volverse jaguar a voluntad, y utilizar su forma como ayuda y protección. “Después de la muerte –escribe Clastres–, un shamán puede volverse jaguar para siempre, y entonces manifestarse de esa forma a los vivos, tanto amigos como enemigos, de modo malévolo o benévolo, según el caso… El jaguar se halla asociado también a fenómenos naturales ta-

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les como el trueno, el Sol, la Luna, las cavernas, las montañas, el fuego y también a ciertos animales”.

Fray Cesáreo de Armellada en Pantón, Pan-tón Neke-ré cuenta de dos hermanos que se trans-formaban en jaguares para intentar devorarse mu-tuamente. Primero lo intentó el hermano mayor, que fue descubierto por el menor y frustrado en su intento. En la siguiente ocasión, cupo al hermano menor encarnar al jaguar, consiguiendo dar caza y devorar a su hermano; luego se fue a casa de su hermano y yació con su mujer.

Lelia Delgado anota que el jaguar es repre-sentado de manera compleja en la iconografía del Bajo Orinoco; se toman atributos del animal muy estilizados como garras, colmillos, fauces, ojos o manchas; motivos que, partieron de for-mas naturales, desarrollan un proceso de abs-tracción en el que apenas se conserva lo esencial del motivo originario.

En el sector Fila de Indios, en el estado Var-gas, se encuentra un petroglifo conocido por los lugareños popularmente como “la Piedra del Ti-gre”, en ella puede verse la figura de un jaguar –lí-nea de contorno y puntos en el cuerpo– asociada con un rostro humano.

En un petroglifo que fue llevado al Museo de la Colonia Tovar apreciamos la asociación de dos figuras antropomorfas y una figura de jaguar; esta última se corresponde estilísticamente al felino de Fila de Indios: silueta definida por línea de con-

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torno, puntos que imitan las manchas de la piel, patas definidas por breves trazos curvos, cabeza constituida por línea no cerrada, cola definida por una espiral.

El ejemplo más dramático de la asociación de figuras antropomorfas y jaguares lo encontramos en la estación del Carmen de Uría. Se ven tres felinos: uno cuyo cuerpo está adornado con las manchas habituales; otro lleva el cuerpo marcado por una cuadrícula a manera de maya; el tercero, muestra un diseño a cuadros y puntos. Dos figuras antropo-morfas, cuyas cabezas están coronadas con toca-dos complejos, el cuerpo de ambas figuras exhibe el diseño a cuadros y puntos del tercer jaguar. Po-demos leer la escena como una ceremonia donde los oficiantes convocan –y se hacen uno– con el espíritu del jaguar: sobre la selvática profusión de puntos se impone un orden y una identidad.

17 de sePtiembre de 2005, murucusa. GUíA: BENITO

MEDINA; autonombrado: Benito Medina Reyes Ra-món Antonio Arcaya Pirona Estrella de la Concep-ción Hernández García; alias el topetope, el pichón de pajarito y conocido más brevemente como el guseso. Siguiendo los informes recogidos en el sec-tor, salimos a buscar los petroglifos de Murucusa, descritos como rostros cuadrangulares, cabezas re-matadas con tocados y “patas de gallinas”. Puesto que es época de lluvias, la vegetación se muestra exuberante y dificulta la búsqueda:

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Sin buscarla la encontré.Después que la encontré,me senté a buscarla.

Excelente adivinanza para acompañar la pri-mera salida de campo en la búsqueda de la Piedra Escrita de la Quebrada. La respuesta es “la espina.”

En el suelo te pongo,Y en el suelo te aprieto. El diablo me lleva

si no te lo meto.El zapato.

Cuando no tenía, te daba.

Ahora que tengo no te doy:

espera que no tenga,

pa’ volve’te a dar.

La adúltera.

Una vieja larga y seca

que le chorrea la manteca.

La vela.

Esa adivinanza ya la conocía; incluso me puso en un aprieto con uno de los trabajado-res de la hacienda de mi padre –un muchacho entonces de pocas luces–, pues cuando la dije, el muchacho saltó, bravo como un mapanare (bothrops lanceolatus), al tiempo que gritaba: “Con mi abuela no te metás”.

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Por un caminito me fui, casa e’ cacuro encontré;

pa’ coméle lo de adentro

las costillas que quebré.

La mamerta (La colmena).

Otras adivinanzas son deliberadamente equí-vocas y rayanas en la procacidad, moviéndose en esa línea con gracia en precario equilibrio:

Chiquito como un cagajón

y cuida la casa como un león.

El candado.

Mi tío va y mi tío viene.

Siempre mi tío duro lo tiene.

Duro adelante

y greñú’ atrás.

El Lampazo (El Trapeador).

La jornada ha servido también para colectar algunos versos verdes, chascarrillos y preguntas ingeniosas:

Una vieja y un viejito

se fueron pa’ Sabaneta

la vieja se devolvió

porque no llevaba pantaleta.

¿Cuál es el animal que tiene el nombre en la cara?

La Chiva.

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Entre más le quito, más grande se pone.

El conuco.

Se compran para comer pero no se comen.

Las mesas.

¿A cuántas vueltas se echa el perro?

A la última.

¿De qué lado tiene el pocillo la oreja?

Del lado de afuera.

Algunas de estas adivinanzas llegaron a América en las carabelas del siglo XVI. El lenguaje refleja las incidencias de la vida social, su conformación orgánica y su historia, especialmente los refranes. Como atinadamente destaca Rafael Cartay en La voz del pueblo barinés (2000): “Los escritores, cómo podían faltar esos malabaristas del lengua-je, los han usado abundantemente en sus obras. Entre los más entusiastas y célebres, podemos ci-tar: François Villon, Miguel de Cervantes Saavedra, François Rabelais, Jonathan Swift, Lewis Carroll, Boccacio, Herny Ibsen Una obra clásica de la lite-ratura universal, La Celestina, escrita hacia 1499, por ejemplo, contiene 444 refranes españoles. Al-gunos autores del glorioso Siglo de Oro español los utilizaron frecuentemente para titular sus obras: Tirso de Molina tituló 23 de sus obras con prover-bios, Lope de Vega 41 y Calderón de la Barca 24.”

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Benito, nuestro guía, es “faculto” o “herbola-rio”, queriendo significar con esto que es perito en la farmacopea popular. Copiamos algunas recetas: Para el asma: vaporub, alcanfor, ceniza de tabaco, kerosen y esperma de vela. Se hace un ungüento que ha de aplicarse a “las dos costillas y el hue-quito de la tráquea”. Para los dolores de cabeza y de cintura: (hierbas) pico de pollo y algodón de pajarito. Se hierven, se cuelan y se dan fricciones en la parte adolorida con el agua aún tibia.

Y mi receta favorita, para las dolencias de los pies –que tan bien nos viene después de una prolon-gada salida de campo– chuchuguasa, sangre e dra-go, cocuy, altamisa, albahaca blanca, añil, alcanfor, rabo de alacrán (es una hierba), tiña, parapara, las cinco llagas, algodón de pajarito, pegapega, pico de pollo, rompe zaragüey, valeriana, cariaquito mora-do y tintura de árnica. Puesto que no pienso pre-pararlo, mejor compro el frasco. Me sorprendió al recomendarme baños con cariaquito amarillo para la buena suerte, tenía entendido que se empleaba a tal fin el cariaquito morado. La próxima vez que salga a buscar la Piedra Escrita de la Quebrada, me bañaré con ambas de ser necesario. Resulta curio-so recordar que entre los especialistas, como entre la gente del pueblo, existe la creencia de que los petroglifos “se esconden” y en ciertas ocasiones no “quieren ser vistos”.

Cantaban las pavitas de monte; eso y los obs-curos nubarrones con sus broncos truenos son au-

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gurios de lluvia próxima. Volvimos a Murucusa con un buen acopio de chascarrillos, versos, adivinanzas y…espinas.

07, 08 y 09 de Junio de 2006, mérida. Organiza-mos conjuntamente junto con el Departamento de Antropología y Sociología, la Escuela de Historia, el Consejo de Desarrollo Científico, Humanístico y Tecnológico de la Universidad de Los Andes, la Di-rección de Cultura y Extensión de la misma Universi-dad y el Instituto de Cultura del Municipio Libertador el “1er Foro Nacional de Investigadores de Arte Ru-pestre. Homenaje a José María Cruxent”.

En el evento realizado en la Cátedra Simón Bolívar de la Facultad de Humanidades y Educa-ción, se presentan ponencias concernientes a los estados: Zulia, Táchira, Barinas, Carabobo, Yara-cuy, Aragua, Mérida y Falcón. No obstante, las di-ficultades de todo género y de toda fuente, pode-mos conceptuar el Foro como un éxito. Nietzsche tiene razón cuando afirma que las cosas grandes no ocurren “gracias a…”, sino a “pesar de…” Opi-namos que los encuentros de los investigadores de las manifestaciones rupestres deben regularizase en el tiempo e institucionalizarse, en la medida en que esto último pudiese resultar deseable. No vemos por qué deba considerarse el encuentro de investigadores de manifestaciones rupestres como simples apéndices de otras reuniones científicas. Esta experiencia pionera prueba que es posible.

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09 de Junio aL 9 de JuLio de 2006, mérida. Se expone en la sala Colombia de la Biblioteca Bo-livariana la exposición de fotografías “60 imáge-nes y más… Petroglifos del estado Falcón”. En un principio, la exposición estuvo concebida como una muestra de la diversidad de los petroglifos del territorio venezolano, pero dificultades de último momento –sirvan como advertencias para barcos pequeños–, nos persuadieron que lo más prudente era recurrir exclusivamente a nuestro material; para evitar malos entendidos no queríamos que se dije-se que hacíamos milagros con escapulario ajeno.

La exposición contó con el apoyo de la Direc-ción de Cultura y Extensión de la Universidad de Los Andes, el Instituto Cultural del Municipio Li-bertador y la Corporación Falconiana de Turismo; consistió en la muestra de más de 60 fotografías, mapas georeferenciados y fotografías satelitales de las estaciones de petroglifos, las piedras míti-cas y fuentes hidrotermales de la varia geografía mítica del estado Falcón.

La exposición gozó de un amplio éxito de pú-blico y de crítica. En el catálogo, generosamente ilustrado con fotografías de los petroglifos falco-nianos podía leerse: “El estado Falcón cuenta en su Patrimonio con una de las muestras más ricas y diversas de petroglifos en Venezuela; se les ha-lla en cuevas –Chipare, Cueva del Indio, Cueva de los Mallorquines–, en la línea costera –Playa de Cucuruchú, El Supí, Adícora–, en la sabana árida

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–Los Pozones, Piedra Pintada, El Mestizo– y en el sistema montañoso de la Sierra de San Luis, región esta última donde se encuentra el Parque Nacional Juan Crisóstomo Falcón, donde en su proximidad se destacan las estaciones de Cabure, San Hilario, El Ramonal, Carayapa, Viento Suave, San José, Los Riegos y Hueque, semejantes en sus símbolos –es-pírales, rostros cuadrangulares, círculos concén-tricos y círculos radiados, manifiesto predominio de figuras antropomorfas– y estilos: grabados en bajorelieve de 0,5cms de profundidad por 1,2cms a 2,0cms de ancho, disposición armoniosa de los motivos; pudiendo quizás hablarse de una esta-ción que cubre una vasta superficie de varios ki-lómetros cuadrados; “siendo –asevera el Ejecutivo del Estado Falcón–, sin lugar a dudas, el conglome-rado de arte rupestre más grande de Venezuela.” –Aseveración aún por verificar–. Particularmente cabe mencionar la estación Cueva del Indio, en el Parque Nacional Morrocoy, visitada por Perera en la década de los sesenta y descrita en la revista de la Sociedad Espeleológica Venezolana; o los pe-troglifos de Casigua que ocuparon la atención de Pedro Manuel Arcaya a comienzos de la pasada centuria; o bien la estación cercana a Taima Taima, que fueron registrados y descritos por Cruxent; o los petroglifos cercanos a la población de El Mes-tizo, visitados por Hernández Baño, asociados a una significativa tradición oral, a tal punto que se les conoce como el Lajar de los santos, evocando

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ecos de sacralizad, o las estaciones El Ramonal, Carayapa y Viento Suave en la Sierra de San Luis, estudiadas por nosotros y cuyos símbolos parecen estar relacionados con otras estaciones en los esta-dos Táchira, Carabobo, Bolívar y Amazonas”.

02 de agosto de 2006, eL mestizo. Salimos con el arqueólogo Pedro Pablo Linares, quien está realizan-do investigaciones de arqueología forense en con-textos que datan de la década del 60. Pedro Pablo Linares es investigador del proyecto “construcción de la memoria de los años sesenta”; encontró los restos de quien se presume fuese el líder guerri-llero Nicolás Hurtado Barrios en las montañas de Portuguesa. Puesto que mi padre, Pedro Morón y mi tío, William Morón, militaron activamente en la insurgencia armada en la década del 60, tengo con Pedro Pablo tres temas en común: Uno: escribí mi tesis de Historia sobre los movimientos de masas en la década de los 60. Dos: ambos conocimos y apreciamos a Cruxent. Tres: petroglifos. Pedro Pablo ha descrito los petroglifos de Cabure y varias esta-ciones del estado Lara. Pedro Pablo es descendien-te del célebre historiador y antropólogo Lisandro Alvarado. Hijo de gato caza ratón, aunque en este caso, corresponde decir nieto de gato…

Nos acompaña Rafael Pineda, alcalde del municipio Miranda del estado Falcón. Nuestra in-tención es llevar a las autoridades regionales a las estaciones y “sensibilizarlas” sobre nuestro legado

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originario. Realizamos una vez más el registro fo-tográfico de la estación; aunque esta vez tuvimos cobertura noticiosa en prensa y televisión.

16 y 17 de agosto de 2006, chiPare, chiParito,

Viento suaVe, hueque, ramonaL. Omar Hurtado, director de la Televisora de la Universidad Ex-perimental Francisco de Miranda (UNEFM) nos ha propuesto realizar un programa enteramente filmado en exteriores dedicado a los petroglifos del estado Falcón. Como la oportunidad la pintan calva, aceptamos de inmediato.

Salimos en la mañana de los estudios de TV-UNE-FM rumbo a la Cueva de Chipare; nos acompaña Lino González para que haga la salutación a San Juan, por supuesto. La situación en la cueva no ha mejorado, pero tampoco empeorado: sólo una advertencia, al parecer el registro con arcilla y clorofila tienden a per-manecer por algún tiempo más que el expedito y sen-cillo tizado, lo que es un punto a favor de este último.

Chiparito son ruinas de una iglesia del siglo XVI; se aprecia claramente la disposición de la planta del edificio. Las paredes tienen un espesor de 30cm, sostenidas por contrafuertes. Nos acogió calurosamente una “abuela” del lugar de rasgos claramente indígenas: es un encanto. Prometimos volver cuanto antes.

En Hueque, hicimos mención de las investiga-ciones que Agustín García, Félix Beaujon y Pedro Manuel Arcaya hicieron en la zona a comienzos

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del siglo XX. Puesto que es temporada turística preferimos ahorrar el camino hasta las cataratas, donde están los símbolos documentados por Her-nández Baño. N.B.: Los registrados por García y Beaujon en la zona no son los mismos descritos por Hernández Baño.

En Viento Suave, documentamos morosamen-te mi petroglifo favorito: El Arco. Incluso estudiamos con la Corporación Falconiana de Turismo propo-nerlo como emblema de los petroglifos del área; siempre y cuando garanticemos la integridad de la estación, lo cual sólo es posible con una activa y comprometida participación de la comunidad.

En El Ramonal, hicimos un detallado registro de la estación antes y después del tizado. Destacamos la convivencia armoniosa entre las personas y los petroglifos, como ocurre en San José, Viento Suave y El Ramonal, comunidades con vocación agrope-cuaria. Y nos despedimos prometiendo un futuro programa. Llegamos a Coro, ya noche cerrada, tras doce horas de trabajo sin tregua. En lo personal, pre-fiero la hoja de papel desnuda. Mas todo sea por la ciencia… o, en este caso, ¿por la farándula?

27 de sePtiembre de 2006, mérida. Reunión con el Presidente de la Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida (FUNDECEM). Objeti-vo: proponer una exposición itinerante inspirada en el legado indígena: pintura, escultura, artesanía y fotografía. Es un registro sobre la marcha…

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29 de sePtiembre de 2006, coro. En una fotogra-fía que Pablo Novoa nos hiciese llegar desde Es-paña de los petroglifos de Caicara del Orinoco, estado Bolívar, apreciamos una representación antropomorfa sexuada, en la que la región púbica resulta de forma semejante a uno de los símbolos de la Cueva de Chipare, en el estado Falcón: entre las piernas abiertas de la figura, el sexo se proyec-ta en la forma de un triángulo en cuyo centro se labró una profunda oquedad.

La escena representada en Chipare puede in-terpretarse como un parto. Observamos que las distintas estaciones en suelo falconiano antes que semejarse entre sí parecen relacionarse otras es-taciones distantes: Piedra Pintada (distrito Demo-cracia) y Carayapa con el estado Táchira; El Ra-monal con Campanero y San Esteban en el estado Carabobo; Cueva de Chipare con los petroglifos de Caicara del Orinoco.

Al contrario de lo que cabría esperar, las re-laciones entre las estaciones falconianas no son obvias: en la Sierra de San Luis, predominan las representaciones antropomorfas, los rostros cua-drangulares y están ausentes las “ranitas”; en Pie-dra Pintada, abundan las “ranitas”, pero no se ven rostros cuadrangulares como en la Sierra, sí com-parten ambas la presencia de espirales; los símbo-los predominantemente geométricos de la Playa de Cucuruchú divergen de los símbolos geomé-tricos del Lajar de los Santos. El estudio de los

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petroglifos y de las memorias vinculadas a ellos es una invitación a la sorpresa.

01 y 02 de enero de 2007, cabure. Los informes so-bre la estación de petroglifos de Cabure eran contra-dictorios: algunos la situaban en el sector llamado El Empedrado; otros, en El Duende; otros, finalmente, los más sombríos, señalaban su destrucción parcial o total a raíz de la moderna carretera que da acceso al pueblo, capital de municipio Petit.

En salidas anteriores apenas si habíamos encon-trado rastros que remotamente sugerían un rostro humano con líneas de contorno circular, oculto por un bosquecillo de cafetales. Decidimos empezar por lo más seguro: hacer un detallado registro fotográfi-co de la posible estación. Esta visita era crucial; de hecho, era la cuarta que dedicábamos a la zona: se trataba de una estación antes sita en la palabra que en la roca. Los informes más antiguos que dispone-mos de la estación de petroglifos de Cabure datan de 1978, cuando el arqueólogo Pedro Pablo Lina-res los visitó y describió, guiado por vecinos de la población; poco después fueron mencionados por Adrián Hernández Baño, aunque sin mayores preci-siones. En la colección de Hernández, que tuvimos ocasión de revisar a finales de 2006, los registros fotográficos estaban referidos a las estaciones de San José, Los Riegos y río Hueque, poco más que eso… Estaciones que bien conocíamos desde su temprano registro en 1924. Luego de estas contadas noticias,

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un prolongado silencio que nada bueno auguraba. Salimos temprano la mañana del 1 de enero, bajo una llovizna menuda y pertinaz que de alguna ma-nera nos recordaba nuestras salidas de campo ha-cia la estación de Carayapa, nos adentramos en la húmeda espesura de un sotobosque de cafetales y otros arbustos. Próximo a una quebrada, cubierto de tierra y musgo blanco-verdoso, encontramos la sugerencia de un trazo. Fue necesaria toda nuestra buena voluntad para seguir aquel surco tenue, leve. Allí estaba: un rostro circular, nada asombroso, ni esplendente. Recordamos las enseñanzas de J. M. Cruxent: “Los testimonios del pasado no deben re-clamarnos por su belleza intrínseca: son documen-tos valiosos en sí mismos y por la información que aportan de quienes los crearon y, como en un refle-jo, de nosotros mismos”.

En El Empedrado, encontramos otras tres (3) rocas grabadas con petroglifos, algunos muy carac-terísticos y singulares como el que parece llevar un “casco”; otros son rostros cuadrangulares, lo que asocia a la estación de Cabure con otras estacio-nes de la Sierra, como Viento Suave y Carayapa. Lo que nos confirma en nuestra propuesta de que desde Hueque hasta Cabure se extiende una vasta estación de manifestaciones rupestres que cubre una superficie de varios kilómetros cuadrados.

El 1 de enero lo dedicamos a recorrer las in-mediaciones en busca de posibles rocas graba-das; el 2 al registro fotográfico, para esto recurri-

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mos, dado el poco tiempo que disponíamos y a las condiciones climáticas, a la técnica del tizado. Contabilizamos cuatro (4) rocas con un estimado de diez y seis (16) símbolos, fundamentalmente antropomorfos. Aún quedan por verificar los in-formes sobre El Duende y otras posibles estacio-nes en suelo falconiano.

Los primeros días del año publicamos una bre-ve nota sobre esta estación en la prensa local. No sólo se trata del registro de este Patrimonio para un reducido número de estudiosos y especialistas; au contraire: se impone en hacer llegar al pueblo venezolano esta herencia de sus orígenes.

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Se terminó de imprimir en marzo de 2011en el Sistema Nacional de Imprentas

Mérida - VenezuelaLa edición consta de 500 ejemplaresimpresos en papel Ensocremi 55gr

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Camilo Morón (Santa Ana de Coro, 1972)Licenciado en Historia; Licenciado en Letras, mención Historia del Arte; Licenciado en Educación, mención Historia; Magister Scientiae en Etnología, mención Etnohistoria; Magister Scientiae en Museología. Ha sido galardonado con el Premio de la Dirección de Asuntos Estudiantiles (DAES) de la Universidad de Los Andes en cuatro ocasiones; también obtuvo el Premio de Literatura del Instituto de Cultura del Municipio Libertador (INMUCU), Estado Mérida, en dos ocasiones; el Premio Nacional de Literatura Ramón Palomares en su edición de 2007; el Premio Nacional de Literatura Historias de Barrio Adentro, Ministerio del Poder Popular para la Cultura, edición 2009. Fue Director-fundador del semanario estudiantil Vértigo de la Federación de Centros de Estudiantes de la Universidad de Los Andes. Ha publicado Piedras Vivas en Falcón (catálogo fotográfico), 2006. Ixión (poemario), 2007. Piedras vivas en Falcón (estudio sobre estaciones de petroglifos), 2008. Manaure: al Filo de la Eternidad y el Mito (ensayo de etnohistoria), 2008. El Estremecimiento del Velo, 2008. Es investigador del Centro de Investigaciones Antropológicas, Arqueológicas, Paleontológicas (CIAAP) de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda.

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Un orden implícito en este aparente caos vital: la bohemia rockera, nostálgica de la noche andina y la lectura sistemática, ordenada y científica de los clásicos de la Historia, la Literatura Universal, la Antropología y las Ciencias Sociales, templaron en él la personalidad de ensayista e investigador. Esa “como piedra rodante” pasó con su nocturnidad de poeta gótico por la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes. Pienso que esas dos facetas de su tiempo de estudiante terminaron por concretar el temperamento intelectual que hoy ostenta: la disolución nocturna, satírica y dionisiaca del poeta, el vino tinto y su verbo poético, y la claridad apolínea, luminosa, solar y precisa del investigador, el ensayista sobrio que luce en los escenarios públicos de la Ciudad Letrada. El investigador se dedica ahora, entre otros asuntos, a encontrar, a desenterrar, los ancestrales caminos caquetíos. Pienso que Camilo sublimó las dos facetas que lo caracterizaron en sus primeros años de estudiante, en ese proyecto de reconstrucción del mundo y cosmovisión indígenas, y fundamentalmente, en su empeño de vindicar la memoria y la obra de su maestro, el arqueólogo J. M. Cruxent.

Mgs. Sc. José Antequera

Muchas lunas han transcurrido desde que el shamán comandaba la peregrinación de la casta sacerdotal a las faldas y laderas montañosas, sitios especialmente elegidos para la realización de rituales que procuraban la intervención favorable de las fuerzas ocultas, regidoras del mundo natural, en los procesos vitales de la existencia. Insuflado de la planta mágica que facilitaba la conexión vital y trascendente, en estado alterado de conciencia y ayudado por los símbolos sagrados que desde tiempos inmemoriales sus antepasados grabaron en las rocas, encaminaba el ritual mágico como única garantía de orientar positivamente las fuerzas terrenas en beneficio del grupo. Esta visión, tal vez algo dramatizada, pero sin perder su intensa realidad, junto con la defensa de estos sitios ceremoniales y el patrimonio alojado en sus predios, es lo que me une a Camilo Morón. Destaco al hombre que vibra con las visiones totémicas de sus antepasados. Un hombre de la academia que no se quita el traje de paisano, adentrándose en los saberes de la tierra, buscando desentrañar sus incógnitas y ponerlas al alcance de todos.

Licdo. Leonardo Páez