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¿ADOLESCENCIA EN CRISIS?
Michel Fize
9
Cultura adolescente: ¿cultura elegida? ¿Elegida para alejarse de
la esfera familiar? ¿Para no integrarse al cuerpo social —
demasiado rápido, demasiado pronto? ¿Cultura alternativa?
¿Alternativa ante una sociedad no integradora?
¿Acaso hemos transitado, en tres decenios, de una cultura
libremente aceptada —cultura de rebeldía ante las
instituciones, la familia en primer lugar— a una cultura casi
impuesta —sistema de supervivencia ante una sociedad en crisis? ¿Hemos transitado de un estar
entre sí "natural" y necesario a uno "cultural" y casi vital?
Todo el mundo sabe o puede observar que en la pubertad adolescente hay una atracción
permanente por el estar entre sí. En todas las épocas y en cualquier lugar, a los jóvenes púberes,
principalmente los varones,1 les ha agradado reunirse con sus congéneres, por el placer de
platican de "echar relajo", de "desvariar" entre amigos.
Cuando los adolescentes se alejan del territorio familiar, necesitan afirmar colectivamente sus
diferencias respecto de los mayores. Es una exigencia de identificación necesaria. El grupo
desempeña una función de soporte y de aporte para la redefinición personal, por lo que su papel
es positivo. Pero también es impositivo, en la medida en que cada miembro tiene que demostrar
incesantemente la legitimidad de su pertenencia mediante una serie de rituales: idiomáticos, de
indumentaria, de actividades. Por lo tan-to, el grupo no es tan protector, pues impone un
conformismo estricto al presionar al individuo para que "haga como los demás".
Mientras más dudas tiene el individuo acerca de su identidad, es mayor su necesidad de la imagen
colectiva afirmada por el grupo.
Éste es el sentido, éstas son las funciones del estar entre sí "natural" que evoqué largamente en
mis investigaciones anteriores y que ya no desarrollaré aquí.
Me interesa más bien el estar entre sí cultural, muy frecuente en la sociedad. Actualmente en la
ciudad y en el campo abundan las pequeñas tribus de adolescentes, las micro comunidades de
pares que desafían el tiempo -que los tiene sin cuidado- y el espacio -que ocupan muy a sus
anchas. Son comunidades en que se dice y se hace para combatir el aburrimiento -es su función
1 Parece que las chicas viven el periodo de la pubertad -si no de modo más sereno- al menos de manera menos colectiva.
defensiva- pero en que también se construye, a través de muchas actividades, el desafío a una
sociedad que falla -es su función ofensiva.
Las comunidades de adolescentes cuentan con muchos conocimientos acerca de las
personalidades individuales. Efímeras, informales, espontáneas, revelan individuos inmersos en el
presente, en el instante, que desean "todo, ahora mismo", a los que les cuesta diferir su deseo y
que ya no son verdaderamente capaces de esperar o de considerar las cosas a largo plazo.
Dichas comunidades también confirman con claridad una especie de "humor anti institucional" en
los adolescentes. A esa edad, en efecto, son desconfiados y muchas veces abandonan las cómodas
estructuras de su infancia.
¿Es un reflejo natural? Lo es, si aceptamos esa necesidad de autonomía que de pronto se vuelve
apremiante, y si considerarnos que se trata de afirmar el yo distanciándose de las instituciones.
¿Quiere decir esto que la sociedad no tendría ninguna responsabilidad en esta deserción
institucional de los adolescentes? Desde luego que no.
Numerosas estructuras culturales y deportivas, demasiado jerarquizadas y opresivas, poco
conciliadoras, no parecen aptas para acoger a esos nuevos individuos, los adolescentes. Se de-
moran en tomar en cuenta nuevas aspiraciones de libertad y sobre todo de responsabilidad. En
cierto modo, mantienen a los adolescentes en un estado de dependencia y de irresponsabilidad.
Los adolescentes replican a esta deficiente adaptación de las instituciones desarrollando formas
de sociabilidad, ha mentido ligeras, abiertas, que reflejan una doble aspiración: autonomía
personal y reconocimiento social; asimismo, adoptan modelos de conducta y prácticas culturales
específicas. Aquí entramos en el universo -a veces desacreditado, a veces desconocido- de la
cultura adolescente. Un mundo aparte, en el que cada cual, junto con los demás, construye su
identidad y define un lugar propio, el que la sociedad no le da.
Este mundo está hecho de valores, sensibilidades, gustos y estilos particulares; es un mundo de
adolescentes que provienen de la ciudad y del campo, de los suburbios desfavorecidos y de los
"barrios elegantes", pues es innegable que la escolarización, al reunir en un mismo lugar a los
individuos por grupos de edad, asegura la federación de unos y de otros; una federación que otro
mundo, el de los negocios, se esmera en conservar a través de los medios masivos de
comunicación. La sociedad adolescente es también un producto de la sociedad de consumo. En
ese espacio común, todos y cada uno son consumidores, el hecho es indudable; las desigualdades
sociales, geo-gráficas y económicas no se desvanecen con esta dinámica consumista, sólo pierden
influencia durante la adolescencia. Tal parece que en ese periodo de la vida, dichas distinciones
dejan de operar, como si de algún modo fueran anestesiadas. Con la integración a la vida activa, la
semejanza de los gustos y de los temas de interés se desvanece parcialmente, y las
diferenciaciones recobran parte de su vigor; pero hay que señalar que este momento se demora
cada vez más, por los motivos que conocemos: el desempleo en particular.
En resumen, el estar entre sí de los adolescentes es a la vez la respuesta de un yo un tanto
alterado y la rebeldía de un nosotros olvidado socialmente. Pretende no sólo apaciguar las
tensiones internas de un sujeto que se recompone, si-no también afirmar las reivindicaciones
sociales de un grupo marginado.
Anteriormente llamé "pueblo" a ese estar entre sí. En ciertas ocasiones se objetó que faltaba un
territorio para validar la expresión. Sin embargo, todos conocemos a los pueblos que vivieron
mucho tiempo sin un espacio propio, particularmente los judíos y los palestinos.
En otras palabras, lo que constituye a un pueblo es el sentimiento que tienen los hombres de
pertenecer a una misma historia, de compartir una misma cultura, de reconocer los mismos
valores. Dicho sentimiento acompaña a los adolescentes en todo momento e incluso en cualquier
lugar, pues ellos deciden conquistar los territorios que no les conceden y saben ocupar todos los
espacios públicos sin dueño o con propietarios temporales que la ciudad deja aquí y allá. De este
modo sitian, a veces ruidosamente, las calles y sus anexos.
La calle: una noción familiar que elude fácil-mente cualquier definición.
La calle: el afuera opuesto al adentro. La libertad preferible a la obligación.
La calle, nos dice el Dictionnaire enclopédique Hachette, es la "vía bordeada de casas en una
aglomeración". Evoca, sin nombrarla, la circulación de los automóviles y el deambular de los
peatones. Se refiere a una esfera pública que se distingue de una esfera privada... aunque aquí la
distinción no siempre es evidente.
La calle es un estado, padecido por unos, elegido por otros; es un complejo de situaciones que se
entremezclan, que se enmarañan, que se ignoran, es una multitud de individuos que se cruzan,
que se hablan, que callan y se ignoran.
La calle se ha convertido en el lugar de todas las formas de exclusión, en el "domicilio fijo" de los
vagabundos, de los mendigos, de los desempleados, de los que no tienen familia, de los
toxicómanos; en ella abundan los desheredados, los que nuestra sociedad desdeña. Este
fenómeno es bien conocido y ha sido ampliamente descrito.
La calle: pequeñísimas porciones de territorios, objeto de todas las codicias que se arrebatan a
veces con violencia los que ya nada tienen. Magros espacios públicos, cada vez menos abiertos al
uso de todos, cada vez más reducidos. Ésta es la realidad de los que carecen de refugio, y ahora,
de esperanzas. Espacios de la falsa libertad y de los verdaderos peligros, pero entrañables sin
embargo, pues en ellos uno se siente actor de su propia vida y dueño de una identidad mínima.
La calle, territorio de todos los excluidos. Niños y adolescentes. Perdón, retomaré esta pro-
posición: la calle, territorio de los excluidos, por lo tanto de los niños y los adolescentes que la
frecuentan. Unos adolescentes que a veces se "quedaron en la calle", rechazados por la familia o
por la escuela, como dije, y ya no insistiré más en ello. Pero a menudo vagan, esos adolescentes
llegados de todas partes, de los suburbios desfavorecidos y de los "barrios elegantes" y se
esparcen alegremente por los territorios de la ciudad; espacios de visibilidad, de sociabilidad, de
amistad. Teatro permanente de las hazañas deportivas y culturales de los adolescentes. Todos los
días se dejan ver en ella skating, traer, zapatos de basket, pintadas, graffiti y rap, para el placer de
los transeúntes o el infortunio de los comerciantes o de los peatones atemorizados.
Para los adolescentes, la calle expresa la sor-da rebeldía de los que en otras partes se sienten
desdeñados, infantilizados. Al depositar su cultura en ella, acaban por sentirse en su casa. En otras
palabras, la calle se vuelve el escenario de la oposición, no ya con palabras sino a través de
conductas y de técnicas.
El "afuera" ya no sólo es una herramienta para distanciarse de las instituciones familiares o
escolares, símbolos de una época limitante; brin-da la oportunidad de conquistar espacios de
autonomía compartida con los pares. Le permite a cada quien, junto con los demás, reforzar una
identidad con gran autenticidad. Sus manifestaciones culturales son primero que nada
manifestaciones de identidad y son también peticiones de reconocimiento social.
El tiempo del adolescente en el afuera es un tiempo libre en el sentido más amplio; permite elegir
libremente actividades y destinos geográficos. "Adonde uno quiera, cuando quiera, con quien
quiera", dice un joven skater a manera de lema.
No todos los adolescentes están en la calle, u por lo menos no todos están ahí todo el tiempo.
Algunos no van mucho, sobre todo las chicas, y sucede efectivamente que casi no se les ve. Su
viaje en la adolescencia parece efectuarse de otro modo, en otra parte, sin recurrir a las reuniones
privilegiadas por los chicos.
Sin embargo, todos comparten, más o menos en igual proporción, su tiempo libre -ese "tiempo
dedicado a uno mismo"- entre el afuera y el adentro, el hogar y el estar entre sí.
La cultura adolescente, cuya "sede" está afuera, efectivamente, y que cada vez sustituye más los
agotados mecanismos de socialización, manifiesta tres formas particulares de relación: con el
espacio, con el tiempo y con el cuerpo -siempre mezcladas y casi confundidas.
La relación con el espacio es delicada, frágil, vacilante y a menudo conflictiva, pues el espacio
público está sembrado de prohibiciones, señaladas o no, algunas de las cuales parecen naturales.
Así los habitantes de la ciudad han definido los usos legítimos de los lugares y los objetos públicos,
así como los usuarios autorizados de dichos lugares y objetos: transeúntes, automovilistas,
trabajadores de la calle... En otras palabras, el espacio público tiene funciones que la razón ya no
ignora, llene sus imperativos, siendo el primero de ellos la circulación, una circulación ordenada de
un punto a otro, una circulación que condena el vagabundeo y los pasajeros sin nimbo fijo.
La ciudad desempeña otras funciones definidas y reconocidas: la administrativa y la comercial. Por
lo demás, es frecuente que los urbanistas conciban y ocupen el espacio urbano en términos
utilitarios, económicos y políticos. "Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar": ésta es la
regla. Una regla que condena o reduce el lugar de otras funciones, incluyendo la función lúdica, y
provoca una crisis en el espacio público entendido como espacio de libertad, de sociabilidad y de
creatividad.
Hacen falta hoy espacios comunes, sobre todo para los adolescentes y para los niños. Quedaron
atrás los tiempos de los lotes baldíos, terrenos de aventuras en que unos y otros podían
improvisar sus juegos. Desaparecieran los viejos barrios de vi-vos trazos que precisamente
permitían vagar, estimulaban los sentidos, autorizaban y legitimaban los encuentros. Ahora todo
está cerrado, encerrado, cuadriculado, privatizado y mercantilizado. Si nada -o casi nada- se hace
por los adolescentes, ¿no se deberá acaso a que no "producen" nada que no dejan provecho
alguno? ¿Acaso no se les está pidiendo, todavía más, que se hagan olvidar, que ya no traigan el
peligro a la ciudad, que sean menos ruidosos, menos agresivos?
La adolescencia es un cuerpo extraño en la ciudad, un cuerpo no deseado que despierta temor y
ha de controlarse a toda costa.
Cualquiera entiende aquí que esos adolescentes errantes, esos adolescentes que asustan a la ley,
corno decía Víctor Hugo en su época, no sean muy apreciados. ¿Tienen alternativas nuestros
adolescentes de este principio de siglo? Esa identidad que reconstruyen en la calle, hecha de rap,
de roller, de insultos a veces ¿no es una respuesta a la dificultad de estar en otra parte? Importa
poco calificar esta identidad: sustitutiva, imaginaria... Es esencial, eso es todo.
La ciencia misma, como sabemos, las ciencias sociales en particular, desconfían de la adolescencia,
de esos chicos y esas chicas que trastocan sus categorías analíticas y maltratan sus clasificaciones y
sus conceptos.
Socialización, sociabilidad, identidad, deporte: estas palabras pierden su claridad habitual con los
adolescentes. Cuando las tocan, estallan, se mezclan, se enmarañan y también se enfrentan. Los
adolescentes obligan a los científicos a formular nuevos análisis, nuevos conceptos; los llevan
hacia una realidad cotidiana y una proximidad social, ignoradas, despreciadas y negadas por
mucho tiempo. Sin embargo, la realidad social, más compleja bajo los efectos de la modernidad,
también se aloja en la planta baja. Como dice Edgar Morin en alguna parte, el observador también
detecta los hechos sociales olfateando en la hierba. En efecto, también es posible en-tender a la
adolescencia desviándose hacia lo cotidiano y lo ordinario.
Así pues, los adolescentes toman desprevenida a la ciudad. Infatigables buscadores de territorios,
devoradores de libertad, llegan hasta don-de pueden, a las partes menos definidas, a veces las
más incompletas, del espacio urbano. Se deslizan por todas partes, guiados por la fantasía y el
humor, se mofan de las prohibiciones, de las reglas, de los usos, redefinen las funciones, los
lugares de la ciudad, adaptan los espacios a sus necesidades. Se dice entonces que trastornan las
referencias, que arremeten contra el orden público, que provocan inseguridad en la gente. Se
adivina que en esos momentos lo primero que alteran es el orden habitual de la ciudad.
Los adolescentes confieren su plena dimensión a todas estas prácticas que integran a la ciudad
como respuestas a la imperfección social. En efecto, dichas prácticas revelan otro modo de ver y
de moverse por la ciudad; le imprimen a ciertos espacios una sociabilidad de la que visiblemente
carecían.
Afuera, en esos lugares que ahora sólo sirven para pasar, los adolescentes recobran las
fraternidades de antaño. Aquí también las miradas del psicólogo y del sociólogo se posan de
manera complementaria. Para el adolescente, se trata de descubrirse a sí mismo y de asentar su
nueva personalidad a través del otro, con el otro. Pero en esos lugares, con sus pares, se trata
también de captar una identidad social no atribuida, de volverse visible. Lo cual explica quizá su
"manía" de moverse sin cesar, para ver y hacerse ver.
El vagabundeo urbano o rural carece de objetivo; es un objetivo en sí mismo. El adolescente
nómada no va a ningún lugar sino hacia sí mismo, también hacia esos otros que lo rechazan. Su
exploración es una exploración de sí mismo que a la vez procura llamar la atención de los de-más.
Es un modo de experimentar, de volar y de vibrar por encima de todos los espacios públicos que
no le corresponden. Es un modo de adueñar-se de una fracción de ciudadanía. Una especie de
rebeldía social por el sesgo de lo cultural.
10
La adolescencia moderna no sólo establece una relación específica con el espacio, sino también
con el tiempo. Como señalé, trastoca las categorías analíticas usuales. "Tiempo constreñido" y
"tiempo libre" pierden una parte de su sentido. Un ejemplo: ¿en qué tiempo situar al adolescente
que estudia en su casa con un walkman en las orejas? La respuesta depende sin duda del nivel
sonoro de la escucha musical -si es elevado, la función del estudio se retrae, incluso se detiene. En
cualquier caso, ilustra notablemente la con-fusión de los tiempos.
En realidad, al adolescente no le importa dividir lo cotidiano en estrictas unidades temporales.
Quizás incluso le es indiferente el tiempo en sí mismo. ¿Acaso no lo borra cuando con frecuencia
se niega a usar el reloj de pulsera? No quiere llevar consigo un tiempo que podría recordarle las
imposiciones cotidianas.
El adolescente está en otra dimensión: la de "otra parte" que busca estar "fuera de la norma",
"fuera del tiempo", precisamente. "Otra parte" que primero es espacio, movimiento, movilidad, lo
cual explica su desconfianza, su resistencia inclusive, a tiempos que parecen inmóviles: los de la
lectura, por ejemplo.
El tiempo adolescente es un tiempo total, a menudo confuso.
Se puede decir en cierto modo que el adolescente actual tiene una marcada tendencia a mezclar
todos los tiempos, a disimularlos todos para olvidarlos mejor, a llenarlos de actividades para poder
olvidarse de su miserable condición social.
La adolescencia es finalmente esa relación con el cuerpo que tantas veces he recordado. Un
cuerpo que se mueve, duele; entonces el adolescente se mueve, maltrata su ser intentando
controlar esta evolución.
En la adolescencia hay un juego con el cuerpo. Se trata de poseerlo otra vez imprimiéndole
algunas marcas: marcas ordinarias, visibles, ligadas a ciertas prácticas deportivas, o marcas más
pro-fundas, como por ejemplo las automutilaciones.
Con ello, el adolescente acompaña su metamorfosis. El dolor que busca tiene un poder
purificador. Durkheim decía que era "una escuela necesaria en que el hombre se formaba y se
templaba".2 Éste es en particular el objetivo de las novatadas que se infligían los estudiantes del
siglo pasado, y de algunas otras que se practican en ciertas escuelas actuales. En el marco de la
crisis de sentido que viven nuestras sociedades, el cuerpo se vuelve el punto de referencia que
demuestra la plena existencia del individuo; es un testigo de la identidad. También produce
informaciones: confianza, resistencia, competencia; informa sin cesar al yo. El adolescente, más
que nadie, necesita esos mensajes. Su formidable deseo de conocimiento acerca de lo que
realmente es, lo lleva con frecuencia a arriesgarse, a desafiar, a ponerse a prueba.
Necesita probarse de qué es capaz, y cuánto vale en relación con los demás. Ya que la sociedad
renunció a darle esta posibilidad y esta oportunidad, tiene que arreglárselas por sí mismo.
Entonces pone a prueba sus límites, su capacidad de sufrimiento, evalúa su potencial definiendo
su propia escala para el dolor y el miedo. Ésa es la apuesta: alcanzar sus propios límites, superarse,
demostrarse que "eso se puede hacer".
Tiene que dejar su huella, firmar para identificarse y para que lo reconozcan: sobre su cuerpo,
sobre el mobiliario urbano, sobre las pendientes nevadas.
Tiene que llamar la atención, reaccionar contra la privación de cualquier espacio-tiempo social
propio. Esto explica la reactivación de ciertas costumbres que se habían diluido un poco con el
tiempo: fiestas de carnaval, fiestas de mayo..., costumbres que permiten integrar al espacio
público, aunque sólo sea per poco tiempo, una presencia con valor social -una presencia ruidosa, a
menudo desordenada, que recuerda las famosas cencerradas de los siglos pasados.
Clásicamente esta presencia es colectiva. El adolescente está con sus pares. Pequeños grupos de
iguales, débilmente estructurados, con objetivos comunes. Estar juntos, hacer juntos, excitar-se
juntos, vivir sensaciones fuertes. Durkheim subrayaba: "El mero hecho de aglomerarse actúa como
un excitante excepcionalmente poderoso. Una vez que los individuos se han reunido, de su
acercamiento emana una especie de electricidad que los lleva pronto a un extraordinario grado de
exaltación."3 Es frecuente que esta exaltación se manifieste con ruidos ensordecedores que
2 É. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, Le Livre de poche. 1991, p. 536 (Las formas
elementales de la vida religiosa, Madrid. Akal].
3 É. Durkhcim, op. cit., p. 384.
contribuyen a intensificar su estado. Durkheim decía que en ciertas sociedades australianas,
golpeaban los boomerangs unos contra otros; yo por mi parte, he observado comportamientos
parecidos entre los skaters que durante sus competencia, mientras esperaban su turno, golpeaban
rítmica-mente con su tabla enormes bidones; la cadencia les producía una especie de transe.
Durkheim prosigue: "Experiencias como éstas, sobre todo cuando se repiten, no dejan duda de
que existen, en efecto, dos mundos heterogéneos e incomparables entre sí. En uno, la vida
cotidiana transcurre con languidez; en el otro, en cambio, no se puede entrar sin establecer un
contacto inmediato con fuerzas extraordinarias que galvanizan hasta el frenesí."4
Estas prácticas comunitarias nos llevan al corazón del estar entre sí adolescente, cargado de
ritualidad, de símbolos y de imaginación.
Este estar entre sí que se desarrolla al margen del universo social ordinario ¿tiene las virtudes
socializantes que se le atribuyen? En otras palabras ¿forman sociabilidad y socialización tan buena
pareja como se pretende? ¿Genera espontáneamente la primera a la segunda? ¿Prepara
verdaderamente la inscripción en lo social?
El estar entre sí produce lazos comunitarios -ese famoso "espíritu de grupo" que se menciona
habitualmente. Pero ¿produce lazos sociales?
La respuesta será negativa si se admite que la socialización exige negociaciones entre las
diferentes generaciones. Ahora bien, el estar entre sí de los adolescentes se presenta primero
como una yuxtaposición de semejanzas, como una suma de homogeneidades en cuanto a edades,
valores y gustos. El vínculo social supone otra cosa. Requiere una colaboración de las otredades,
una correspondencia entre las diferencias, un intercambio entre las generaciones. La socialización
no puede conformarse con los reflejos de lo semejante.
Volvemos a la pregunta inicial. ¿Es la cultura adolescente una cultura libremente elegida o una
cultura recibida progresivamente? Dicho de otro modo ¿hay que hablar de adolescentes que se
separaron voluntariamente de nuestro "mundo" o bien de adolescentes que fueron resuelta y
masivamente marginados de la sociedad?
¿Acaso no buscamos tranquilizar nuestra conciencia cuando sostenemos que quieren estar entre
ellos, sólo entre ellos, porque no queremos admitirlos en nuestro mundo?
El adolescente plural espera un reconocimiento social: lo busca constantemente, lo anhela –a falta
de reivindicarlo de modo explícito. Se alejan los tiempos en que su única preocupación era
conservar sus distancias frente al mundo adulto. Ahora sabe que tiene que acercarse a él si quiere
existir como los demás, pero con su especificidad.
La cultura adolescente -concepto por el cual hay que entender un sistema específico de lenguaje,
de pensamiento, de actitudes, de actividades- inunda la vida social. Se traduce en un habla que es
4 É. Durkheim. op. cit.. pp. 384-385.
como su armazón interna. Durkheim decía que el lenguaje no se limitaba a expresar el
pensamiento hacia afuera una vez que se había formado, sino que servía para construirlo. Los
adolescentes tienen un habla ordinaria, familiar, la que practican con sus pares; se nutre del
verlan5, empleándose unas cuantas palabras con ciertos individuos o sosteniendo todo un discurso
con ciertos otros. Es el lenguaje estructurado de los suburbios desfavorecidos o el lenguaje más
ligero de los "barrios elegantes". ¡Qué importa! Todos se identifican con este código lingüístico
que proporciona un primer elemento de identificación. Un lenguaje con un vocabulario muchas
veces incisivo, agresivo inclusive, que sirve para expresar tanto aburrimiento y hastío como
rechazo, odio y sexo. Se renueva sin cesar por lo que envejece prematuramente. En efecto, se
recompone todo el tiempo porque siempre tiene que ser críptico, subterráneo, incomprensible
para los no iniciados: los adultos. Su función principal consiste en preservar el secreto de la
comunicación entre pares y permitir que se reafirme la fraternidad. Así es un fuerte marcador de
identidad que federa a las comunidades de adolescentes.
La cultura adolescente es también un modo de vestir, tan móvil y variable como el lenguaje. Es un
sistema portador de valores, la libertad en primer lugar -un valor que nunca puede faltan Tenis
con las agujetas sueltas, mochilas bien atadas a los hombros para liberar manos y pies, sudaderas
y camisetas demasiado holgadas para asegurar la comodidad del pecho, pantalones amplios, muy
amplios, estilo baggy, para que las piernas también estén cómodas.
La ropa de los adolescentes está hecha para el bienestar del cuerpo y ellos la utilizan cada vez más
pronto, muchas veces apenas pasada la primera infancia, a los 6 o 7 años. Se trata de estar a gusto
antes que nada, pero sin dejar de seguir ciertos patrones de moda. Hay que comprar ciertas
marcas, de lo contrario puede uno ser excluido del grupo. La libertad en el vestir es una libertad
vigilada, una obligación cada vez menos disfrazada. Las exigencias de la identidad, que se
alimentan de una multitud de huellas corporales, de marcas de ropa, etc., se hacen más
impositivas con el tiempo. La moda-norma se afirma en todas partes. Las exhortaciones de la
comunicación masiva y las ofertas del comercio se hacen cada vez más insistentes. En el "reino" de
la adolescencia, nadie puede ignorar la actual geo-grafía del vestir.
La cultura adolescente es esencialmente una cultura musical. Ésta es otra señal de identidad. La
adolescencia es una inmersión sonora cotidiana, de contenidos variables: rock, rap, variedades...
Una inmersión solitaria o colectiva. Los conciertos constituyen el ritual mayor, depositario de la
imaginación, de una comunión que culmina en fusión. Esta comunión, más discreta, se encuentra
a diario entre los amigos.
Hemos visto que esta cultura, que aspira a ser la alternativa a una marginación social cada vez más
perceptible, no es socializante en esencia. Puede incluso interrumpir el proceso de socialización al
ensimismarse, a veces sin saberlo. En otras palabras, no existe un vínculo inmediato, necesario,
entre la sociabilidad o el placer de estar entre pares, y la socialización o el deseo de estar con el
5 El vedan es un lenguaje inventado por los jóvenes, que consiste en invertir las sílabas de las palabras:
vedan es á l´envers (al revés) invertido.
otro. En efecto, la socialización es posible sólo si se han interiorizado los modos de actuar y de
pensar del universo social, ya sea mediante la transmisión de normas y valores por parte de las
instituciones previstas para este fin -familia y escuela en primer lugar- ya sea mediante los
esfuerzos del mismo individuo para lograrlo, una empresa mucho más delicada.
Si admitimos que para la familia es difícil realizar esta misión de socialización y que la es-cuela ya
no es realmente el lugar del aprendiza-je social, tenemos un cuadro bastante desolador de la
situación.
Por lo demás, para los adolescentes al igual que para cada uno .de nosotros, se plantea otro
problema, el último: el de lo "social" mismo. En efecto: socializar ¿alrededor de qué?, ¿para hacer
qué? ¿Se trata de aprender a conseguir un éxito personal? ¿De "hacerse rico" corno se dice a
veces? ¿De interiorizar el valor libertad en detrimento del valor solidaridad? Hemos de reconocer
que el objetivo de la socialización es por lo menos incierto. Bourdieu dice justamente que "una
sociedad diferenciada no forma una totalidad de una sola pieza integrada por funciones
sistémicas, una cultura común; cada terreno y cada espacio social prescribe sus valores
particulares y posee sus propios principios reguladores".6
Es inevitable reconocer que con el paso del tiempo, la noción de socialización ha perdido eficacia
para el análisis de la realidad social y sobre todo de los adolescentes. Al parecer, las formas de
sociabilidad que los caracterizan nos alejan radicalmente de los mecanismos de socialización.
Sin embargo, más allá de esta realidad, los adolescentes experimentan un deseo creciente de
integrarse a la sociedad, de desempeñar un papel junto a sus mayores y de romper el gueto que
los aprisiona. En efecto ¿cómo no percatar-se hoy de que el mundo de la adolescencia es antes
que nada una suma de soledades?
6 P. Bourdieu y Loic J. D. Wacquant, Réponses, París, Seuil, 1992, p. 24.