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1 Sentido y actualidad del estudio de la filosofía antigua ¿Es filosófica la historia de la filosofía? Ofrecemos una reseña de los temas abordados en clase y de la bibliografía a consultar para prepararlos. Bibliografía de lectura obligatoria: Aubenque, P. “Sí y no”, en Cassin, B. (ed.), Nuestros griegos y sus modernos. Estrategias contemporáneas de apropiación de la antigüedad, Buenos Aires, Manantial, 1994, pp.19-31. Brunschwig, J., “No y sí”, "Hacer historia de la filosofía, hoy" en Cassin, ob. cit., pp. 53-71. Taylor, Ch., "La filosofía y su historia", R. Rorty y otros (comps.), La filosofía en la historia. Ensayos de historiografía de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1997, 31-47. Wieland, W., “La actualidad de la filosofía antigua”, Méthexis I (1988), pp. 3-16. Bibliografía complementaria de lectura optativa: Berti, E., “¿Qué sentido tiene estudiar hoy filosofía antigua?”, Lecturas sobre presocráticos II, OPFyL, 2002, pp. 5-20. Macintyre, A., "La relación de la filosofía con su pasado", en R. Rorty y otros (comps.), La filosofía en la historia. Ensayos de historiografía de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 49-67. A quienes nos dedicamos al estudio de la filosofía antigua se nos pide con frecuencia que justifiquemos nuestro quehacer y demos prueba de la actualidad de esas doctrinas forjadas en el pasado. ¿Qué sentido tiene estudiarlas hoy? ¿Cuál es la vigencia de las doctrinas que filósofos griegos forjaron 2600 años atrás? Nuestro quehacer, ¿es meramente histórico o más bien filosófico? Esta pregunta no parece meramente descriptiva sino prescriptiva, podría sugerir que lo deseable es lo segundo, alimentando el prejuicio de que dedicarse a la historia de la filosofía es cosa distinta de dedicarse a la filosofía. Su mismo planteamiento presupone una distinción, discutible, entre el quehacer del filósofo y el del historiador de la filosofía. Macintyre considera que plantearnos si hemos de leer a los filósofos antiguos en sus propios términos o bien acudir a ellos para dar respuesta a nuestros interrogantes actuales es una falsa disyuntiva. Una estrategia atractiva es ignorar el dilema y pensar el pasado filosófico de las dos maneras, como filósofos y, a la vez, como historiadores de la filosofía. Se trataría de encarar filosóficamente el pasado de la filosofía, además de hacerlo históricamente. Señala, con agudeza, que quienes siguen la primera alternativa, creyendo que indagar lo que cuenta filosóficamente es un privilegio del presente, del que aborda el pasado filosófica más bien que históricamente, omiten que en el futuro sus búsquedas filosóficas actuales quedarán relegadas a formar parte del pasado filosófico. Frente a Quine, quien bromeó con que hay dos tipos de personas que se interesan por la filosofía -las que se interesan por la filosofía y las que se interesan por la historia de la filosofía-, Macyntyre replica que las personas hoy interesadas por la filosofía “están predestinadas a convertirse en aquellos por quienes, dentro de 100 años, han de interesarse sólo los que interesen por la historia de la filosofía”. Es decir, al anular el pasado filosófico, esta posición se anula a sí misma. Pareciera, entonces, que poco vale esmerarse por distinguir nítidamente el trabajo del historiador de la filosofía y el del filósofo: el tiempo hará que todo se vuelva historia. Por su parte Ch. Taylor contrapone a quienes defienden el derecho de la filosofía a barrer con el pasado y leer a los filósofos que nos precedieron como si fuesen nuestros contemporáneos y, en las antípodas, una posición como la de Hegel, quien elevó la historia de la filosofía a la jerarquía de filosofía y puso de manifiesto la importancia del pasado filosófico para todo pensar actual. Desde esta perspectiva, la filosofía y su historia son una sola cosa, de suerte que no se puede cultivar la filosofía a menos que se cultive el estudio de su historia. Taylor parte de la posición hegeliana para delinear su 1/7

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Sentido y actualidad del estudio de la filosofía antigua ¿Es filosófica la historia de la filosofía?

Ofrecemos una reseña de los temas abordados en clase y de la bibliografía a consultar para prepararlos. Bibliografía de lectura obligatoria: Aubenque, P. “Sí y no”, en Cassin, B. (ed.), Nuestros griegos y sus modernos. Estrategias contemporáneas de apropiación de la antigüedad, Buenos Aires, Manantial, 1994, pp.19-31. Brunschwig, J., “No y sí”, "Hacer historia de la filosofía, hoy" en Cassin, ob. cit., pp. 53-71. Taylor, Ch., "La filosofía y su historia", R. Rorty y otros (comps.), La filosofía en la historia. Ensayos de historiografía de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1997, 31-47. Wieland, W., “La actualidad de la filosofía antigua”, Méthexis I (1988), pp. 3-16. Bibliografía complementaria de lectura optativa: Berti, E., “¿Qué sentido tiene estudiar hoy filosofía antigua?”, Lecturas sobre presocráticos II, OPFyL, 2002, pp. 5-20. Macintyre, A., "La relación de la filosofía con su pasado", en R. Rorty y otros (comps.), La filosofía en la historia. Ensayos de historiografía de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 49-67.

A quienes nos dedicamos al estudio de la filosofía antigua se nos pide con frecuencia que justifiquemos nuestro quehacer y demos prueba de la actualidad de esas doctrinas forjadas en el pasado. ¿Qué sentido tiene estudiarlas hoy? ¿Cuál es la vigencia de las doctrinas que filósofos griegos forjaron 2600 años atrás? Nuestro quehacer, ¿es meramente histórico o más bien filosófico? Esta pregunta no parece meramente descriptiva sino prescriptiva, podría sugerir que lo deseable es lo segundo, alimentando el prejuicio de que dedicarse a la historia de la filosofía es cosa distinta de dedicarse a la filosofía. Su mismo planteamiento presupone una distinción, discutible, entre el quehacer del filósofo y el del historiador de la filosofía.

Macintyre considera que plantearnos si hemos de leer a los filósofos antiguos en sus propios

términos o bien acudir a ellos para dar respuesta a nuestros interrogantes actuales es una falsa disyuntiva. Una estrategia atractiva es ignorar el dilema y pensar el pasado filosófico de las dos maneras, como filósofos y, a la vez, como historiadores de la filosofía. Se trataría de encarar filosóficamente el pasado de la filosofía, además de hacerlo históricamente. Señala, con agudeza, que quienes siguen la primera alternativa, creyendo que indagar lo que cuenta filosóficamente es un privilegio del presente, del que aborda el pasado filosófica más bien que históricamente, omiten que en el futuro sus búsquedas filosóficas actuales quedarán relegadas a formar parte del pasado filosófico. Frente a Quine, quien bromeó con que hay dos tipos de personas que se interesan por la filosofía -las que se interesan por la filosofía y las que se interesan por la historia de la filosofía-, Macyntyre replica que las personas hoy interesadas por la filosofía “están predestinadas a convertirse en aquellos por quienes, dentro de 100 años, han de interesarse sólo los que interesen por la historia de la filosofía”. Es decir, al anular el pasado filosófico, esta posición se anula a sí misma. Pareciera, entonces, que poco vale esmerarse por distinguir nítidamente el trabajo del historiador de la filosofía y el del filósofo: el tiempo hará que todo se vuelva historia.

Por su parte Ch. Taylor contrapone a quienes defienden el derecho de la filosofía a barrer con el

pasado y leer a los filósofos que nos precedieron como si fuesen nuestros contemporáneos y, en las antípodas, una posición como la de Hegel, quien elevó la historia de la filosofía a la jerarquía de filosofía y puso de manifiesto la importancia del pasado filosófico para todo pensar actual. Desde esta perspectiva, la filosofía y su historia son una sola cosa, de suerte que no se puede cultivar la filosofía a menos que se cultive el estudio de su historia. Taylor parte de la posición hegeliana para delinear su

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propia posición sobre el tema, que consiste en concebir el estudio de la filosofía como un ámbito propicio para recuperar las formulaciones primigenias de muchas nociones y constelaciones conceptuales cuyo carácter de descubrimiento se fue oscureciendo con el tiempo, asumiendo la forma de un presupuesto tácito y natural. Ciertamente con el paso del tiempo muchas doctrinas filosóficas dejan de verse como el resultado de un esfuerzo conceptual y de un análisis creativo, llegando a tomarse por obvias. La filosofía griega ofrece muchos ejemplos en este sentido, su estudio nos enfrenta a una cantidad de categorías y distinciones conceptuales que tenemos incorporadas como evidentes de suyo (causa-efecto, sustancia-accidente, materia-forma), pero que sin embargo fueron forjadas por los filósofos antiguos con mucho esfuerzo. Taylor boga por una explicación “genética” que recupere esas formulaciones que cristalizaron en un determinado modelo o paradigma que terminó por instalarse, exhibiendo sus orígenes y recuperando su problematicidad. Lo expresa en estos términos: “…para entendernos a nosotros mismos en el presente, nos vemos llevados al pasado en busca de las afirmaciones paradigmáticas de nuestras explicitaciones formativas. Nos vemos forzados a retroceder hasta el descubrimiento pleno de aquello en lo que hemos estado, o en lo que nuestras prácticas fueron forjadas” (p. 41).

Preguntábamos qué es eso de actualizar una filosofía del pasado, cuál sería la actualidad de un

pensamiento forjado hace más de dos milenios y en qué sentido un estudioso de la filosofía antigua la actualiza allí cuando la indaga. Para aclarar este punto es igualmente interesante recurrir al planteo de W. Wieland, autor de un artículo titulado justamente “La actualidad de la filosofía antigua”. Reconociendo que la actualidad de la filosofía antigua es indudable, este estudioso se preocupa por justificar semejante actualidad. ¿Cuál es el sentido de estudiarla hoy? La primera respuesta posible es que hay un interés histórico por el pasado como tal, una suerte de curiosidad arqueológica, que puede ser legítima en virtud de que la filosofía griega es la primera en el orden cronológico. Pero esto no basta, sino que la filosofía antigua es primera en un sentido más relevante: marca el momento en que el esfuerzo filosófico tal como se desarrolló luego en occidente se constituye como tal. La segunda respuesta es, pues, que volvemos a los griegos porque en ellos encontramos algo que pervive en nuestras propias discusiones actuales. Nuestro modo de pensar, nuestras categorías están fuertemente imbuidas por los griegos. Como dijimos, hemos incorporado una vasta trama de conceptos de los que habitualmente nos servimos y que los filósofos griegos llegaron a conceptualizar con mucho esfuerzo. Nociones tales como causa, principio, sustancia, accidente, que devinieron términos técnicos dentro del vocabulario filosófico, fueron forjados por ellos. Notemos la afinidad con los planteos de Taylor, que exhorta justamente a recuperar el carácter problemático de esas nociones de las que nuestro (occidental) modo de pensar ha terminado por apropiarse. Se trataría en definitiva de detectar los problemas a los que los viejos filósofos buscaron dar respuesta a través de esas nociones y doctrinas que llegaron a nosotros, pero también de valernos de ellas para dar respuesta a problemas que hoy despiertan nuestro interés.

Wieland traza al respecto una importante distinción entre aprender “sobre” filosofía antigua y

aprender “de” ella. Aprender sobre filosofía antigua remite a la adquisición de un saber fundado relativo lo que dijeron los viejos filósofos. Aprender de ellos supone ya hacerlos objeto de un interés filosóficamente orientado, dirigir la atención no sólo a las doctrinas presentadas por esos pensadores sino a la cosa misma sobre las que ellos dijeron lo que dijeron. Aprender de un filósofo antiguo sería, por ejemplo, acudir a los textos de Platón para saber qué es el conocimiento y no meramente para informarnos acerca de qué entiende Platón por conocimiento, en cuyo caso bastaría con acudir a un manual y ponernos al tanto de lo que afirman comentadores y estudiosos de la filosofía antigua, sin incursionar en los textos de Platón mismo. Más tarde volveremos sobre esta distinción, ligada a otra distinción básica que es la que hay entre las fuentes y la bibliografía secundaria.

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Se trataría, en fin, de entablar una suerte de diálogo con el pasado, en el que los filósofos antiguos se convierten en nuestros interlocutores y maestros, capaces de dar respuesta a nuestros interrogantes. Hacer objeto de un interés filosóficamente orientado una doctrina filosófica antigua implicará abordarla críticamente, indagar p.e. si tales doctrinas alcanzan los objetos a que se dirigen, si las argumentaciones que aducen son convincentes. Y si se intentara poner en tela de juicio esta posibilidad de juzgar teorías antiguas desde puntos de vista modernos, para defendernos, no exageraríamos al decir que esto es inevitablemente lo que hacemos cuando estudiamos filosofía antigua, en tanto no podemos sino trabajar con categorías e instrumentos conceptuales que no pertenecen al horizonte del filósofo que estudiamos sino al propio, pero que no por eso nos impiden obtener puntos de vista fundados sobre el objeto. Hay una permanente oscilación, se diría, entre lo histórico y lo sistemático. Preguntamos primero por la opinión del filósofo en cuestión, pero luego desplazamos el interés hacia la cosa misma hacia la que esa opinión está dirigida, para confrontarla con ella. Y luego, retornamos al autor para comprenderlo mejor y para dejarnos instruir por él. En ese sentido, no exageraríamos al decir que el historiador de la filosofía está “condenado” a proceder filosóficamente.

E. Berti, en su trabajo titulado “¿Qué sentido tiene estudiar hoy filosofía antigua?”, afirma por

su parte que la historia de la filosofía “interesa como una forma de investigación de la verdad, esto es, como investigación en el pasado de alguna cosa que valga para el presente”. Con esto no pretende negar la historicidad de la filosofía, el hecho de que se presente siempre en una situación concreta e irrepetible, recibiendo así innumerables condicionamientos. Pero precisamente la adecuación de una filosofía a una determinada situación histórica puede dar la medida de su capacidad de adecuarse a la historia en general, y por lo tanto también a nuestra propia situación histórica y concreta. El análisis de Berti sugiere que las diferentes respuestas que se han dado a la cuestión se pueden reconducir a dos extremos opuestos: el clasicismo y el historicismo. Por clasicismo se entiende “la idealización abstracta de la antigüedad como modelo extratemporal, absolutamente perfecto, frente al cual la única actitud que se puede asumir es la de la más fiel imitación”. Semejante idealización concibe las obras de los antiguos como modelos a imitar antes que como fuentes inspiradoras de nuevas creaciones espirituales, entonces desdeña su fecundidad, característica de las obras clásicas. Un ejemplo de clasicismo lo ofrece, según Berti, la interpretación de los griegos debida al joven Hegel. La posición opuesta al clasicismo es el historicismo, “la convicción de que ninguna verdad sobrevive a la historia, que toda expresión de la actividad humana, en cuanto realizada en un momento histórico determinado, agota en él todo su valor y debe considerarse irremediablemente superada y desactualizada en cualquier otro momento”. Otra vez es la interpretación de Hegel, en este caso el Hegel autor de las Lecciones sobre historia de la filosofía con su visión dialéctica de la historia, la que brinda un ejemplo de esa línea historicista de abordaje del pasado de la filosofía. Siguiendo este planteo, podemos decir que la comprensión del pensamiento de la antigüedad filosófica, uno de los objetivos de quienes nos dedicamos a historia de la filosofía antigua, impone una doble actitud. Por una parte, debemos reconocer que las doctrinas de los griegos prosperaron bajo cierto clima espiritual, cultural, social, y en ese sentido son, como toda filosofía, hijas de su época. Pero, por otra parte, debemos evitar caer en el pecado del historicismo y creer que ninguna verdad sobrevive a la historia, que su valor se agota en el momento histórico en el cual surge, irremediablemente superada y desactualizada en todo otro momento.

Esto último comprometería con una noción de progreso que en el caso de la filosofía no tiene

genuino asidero. Más aún, habría, incluso, que independizar la cuestión del progreso de la filosofía de la del progreso de la historia de la filosofía, ya que si bien podría aceptarse que esta última ha progresado espectacularmente, en cambio es dudoso que la filosofía contemporánea haya superado la de Aristóteles, o la de Kant. La actualidad de los clásicos va de suyo. Si son clásicos Platón y

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Aristóteles, Kant y Hegel, lo son, volviendo a Wieland, “porque su pensamiento provee respuestas incluso para preguntas que ellos mismos no se han planteado”. En esta posibilidad de dar respuestas se mide la jerarquía de un clásico: “la filosofía antigua demuestra su actualidad ... si no permanece tan sólo como objeto de investigación histórica, sino si puede además efectuar un aporte a la elucidación de nuestros problemas, cuando es interrogada de modo pertinente” (p. 12).

En suma, el estudio de la filosofía antigua tiene sentido en la medida en que no responde a un

interés puramente histórico, arqueológico, por el pasado, sino a la intención de concretar con éste un diálogo que lo haga fructífero para el pensamiento actual. La posibilidad de este diálogo con el pasado está dada por el hecho de que la filosofía antigua, aunque lejana en el tiempo, está cerca de nuestro interés y puede darnos respuestas si la sabemos interrogar. Esto es característico de los textos llamados "clásicos". Ante la filosofía antigua se impone entonces, insistamos en esto, una actitud doble. Por tratarse de una disciplina en cierto sentido histórica, la haremos objeto de un interés históricamente orientado a adquirir un saber fundado de ella, pero además, dado que la historia de la filosofía forma ya parte de la filosofía misma, aspiramos a hacerla objeto de un interés filosóficamente orientado, que supone abordarla críticamente, interrogarla desde el presente, en una palabra: actualizarla. Con ello no solamente aprendemos sobre ella, sino que aprendemos de ella, en tanto los filósofos antiguos se convierten en nuestros maestros.

En cuanto al problema de si es legítimo investigar la filosofía antigua desde puntos de vista

actuales, como apuntamos arriba, no sólo es legítimo: es inevitable y también fructífero. No hay otro modo de hacer al pasado objeto de investigación si no es mediante su construcción como tal a partir de presupuestos, nociones e instrumentos conceptuales que el investigador trae consigo y que son por fuerza ajenos al horizonte del filósofo tratado, pero que nos posibilitan alcanzar un saber fundado de él. Además no hay que olvidar que hace a la condición de un texto clásico el ofrecer nuevas respuestas, es decir, respuestas a preguntas que su autor no se hizo, allí cuando se lo sabe interrogar. En este sentido, por paradójico que suene, el pasado resulta construido, reelaborado, hecho y rehecho en cada interpretación que no se limite a repetir esquemas heredados y que se nutra de las fuentes originales y del propio y libre pensamiento. Conforme pasa el tiempo, estamos no más lejos sino más cerca de la filosofía antigua, en el sentido de que los nuevos planteos van permitiendo ahondar y clarificar la trama del pasado. Podemos, en fin, indagar doctrinas antiguas desde puntos de vista modernos, conscientes de que la distancia entre el historiador de la filosofía y su objeto se da tanto en el modo de plantear los problemas como en las orientaciones adoptadas para la solución de los mismos. Hay una distancia considerable no sólo en el tiempo, sino también en intereses, en actitudes, en climas culturales. Sin embargo, dado que no tenemos más remedio que ir a los textos antiguos desde nuestro presente, desde nuestro horizonte conceptual, vale la pena que nos esforcemos por legitimar ese abordaje. No podemos desconocer que toda época y toda corriente filosófica proyectan sus propios significados y sus propias preocupaciones e intereses sobre los textos antiguos, ofreciendo una lectura peculiar de ellos. Mas la pretensión de rescatar el sentido originario de un texto, sea filosófico o literario, es altamente discutible. Para intentarlo, en el caso de la filosofía antigua disponemos del texto y de testimonios, y se trata de que llevemos a cabo una interpretación. Interpretar un escrito, leerlo comprensivamente, significa colocarlo por encima de su mera literalidad, en el nivel de nuestra comprensión. Y en esto juegan por fuerza prejuicios pero no en sentido peyorativo, sino prejuicios en tanto preconceptos que forman el horizonte conceptual de la época en que tiene lugar la interpretación. Es muy discutible que

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pueda recobrarse el sentido original de los textos antiguos que han llegado a nosotros, pero esto no debe desconsolarnos porque afecta a todo intento de interpretación textual.1

Por último, nos referimos a la polémica en torno al carácter filosófico de la historia de la

filosofía. Lo cierto es que el historiador de la filosofía, si cumple adecuadamente su tarea, ofrecerá razones por las que los filósofos considerados sostuvieron lo que sostuvieron. Es decir, el historiador no es un cronista, un catalogador de opiniones (un doxógrafo). Y dado que detectar premisas no explícitas y nociones subyacentes a los argumentos filosóficos, evaluar sus conclusiones, todo esto es una actividad eminentemente filosófica, el historiador de la filosofía está en cierto modo “forzado” a actuar filosóficamente. ¿Qué sería de una historia de la filosofía que se limitase a catalogar opiniones de los filósofos, a transmitir sus doctrinas dejando de lado la explicación y la comprensión de esas doctrinas? Una historia tal de la filosofía no tendría valor alguno. En rigor se hace muy difícil, en lo que a la filosofía atañe, desligar la exposición y la transmisión doctrinal de la interpretación y comprensión de lo expuesto. Este deslizamiento desde la labor propia del historiador de la filosofía hacia una propia más bien del filósofo –si aceptamos que explicar, argumentar, identificar núcleos argumentativos, evaluar una tesis, son actividades netamente filosóficas– es importante para terciar en la polémica acerca de si la historia de la filosofía es o no es filosófica. Dos autores, P. Aubenque y J. Brunschwig, responden de maneras opuestas a esta cuestión.

P. Aubenque, en “Sí y no”, señala que la dificultad de aplicar la regla de la objetividad -de la

indiferencia axiológica, diríamos- se da en prácticamente todos los ámbitos en que se mueve un historiador, ya que difícilmente se puede historiar un campo determinado de saber sin estar interesado en él. Pero advierte que en el caso de la filosofía la dificultad es de fondo y nace de su propia naturaleza. Es que en filosofía no se está nunca frente a aserciones enteramente verificables, sino frente a interpretaciones, ya sea de primer grado –la interpretación que el propio filósofo ha hecho y expresado en su obra– ya sea de segundo grado, como la que brinda el historiador de la filosofía (p. 31). Aubenque subraya la homogeneidadd y continuidad, entonces, entre esas interpretaciones de primer grado debidas a los filósofos y las interpretaciones de segundo que elabora el historiador de la filosofía, quien no podría dejar de reconocer el filosofar detrás de las filosofías. De este modo ella misma se convierte en un acto filosófico, en una actividad filosofante que “prolonga” la obra objeto de investigación en una dirección posible. Esto sería distintivo de la historia de la filosofía, importa advertirlo, y no de todas las disciplinas, en el sentido de que no se necesita ser artista para dedicarse a la historia del arte, ni médico para escribir una historia de la medicina. Habría así un una diferencia crucial, en la que hace hincapié Aubenque, entre la historia de la filosofía y la de cualquier otra disciplina, p.e. la historia de la medicina, o de la física. Seguramente el estudiante de medicina o de física no comienza explorando las respectivas historias, porque se vería frente a doctrinas y posiciones que hoy se consideran superadas. No podría decirse, en cambio, que los grandes filósofos como Aristóteles, Kant, Heidegger, han sido superados.

J. Brunschwig, en “No y sí”, da una respuesta distinta a la cuestión y aclara de antemano que la

pregunta de si la historia de la filosofía es filosófica es una pregunta en modo indicativo, que apunta a una descripción que puede convenir o no a la historia de la filosofía, y no una pregunta en modo imperativo, de índole prescriptiva. A su juicio deberíamos liberarnos del prejuicio de que responder negativamente la cuestión, sosteniendo que la historia de la filosofía no es filosófica, expresaría una deficiencia suya.

1 Aquí implicamos una crítica a la reconstrucción pretendidamente histórica de una filosofía del pasado, que aspira a dar cuenta de las concepciones de los filósofos que ya no están en sus propios términos, en su contexto. ¿Hasta qué punto es esto posible?

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Un sentido en que es trivialmente verdadero que la historia de la filosofía es filosófica es que tiene a la filosofía por objeto y no, por ejemplo, a la música, o a la medicina. Y un sentido en que es trivialmente falso que es filosófica, es que tiene a la filosofía por objeto y no como actividad. El historiador de la filosofía no filosofa en sentido estricto, y su interés, recalca Brunschwig, no es responder a las mismas preguntas que se hicieron los filósofos de quienes se ocupa. No se trata de descalificar el quehacer propio del historiador de la filosofía, sino simplemente de preservar la diferencia entre la producción de ideas filosóficas y la reflexión acerca de ellas (sea una reflexión histórica, interpretativa, analítica). Los historiadores de la filosofía cumplen una importante función de comunicación entre los filósofos y el resto del mundo. No practican ellos mismos la actividad filosofante, pero indagan los textos que exhiben la huella de esa actividad. Lo que no es poca cosa, subraya Brunschwig cuando rechaza, lúcidamente, “que una historia de la filosofía que escribe ‘Aristóteles dijo que...’ estuviese condenada a caer en la ‘repetición chata’... para completar una frase que empezara de semejante manera /hay/ que encarar un trabajo tan interesante como dificultoso” (pág. 44). La discusión en torno al carácter filosófico o no de la historia de la filosofía tiene así mucho de artificial: si se resalta que es un discurso sobre la filosofía, se puede intentar rescatar su carácter filosófico; si se resalta que es discurso sobre la filosofía, se puede aducir que no lo tiene. Para este estudioso, importa aclararlo, la filosofía puede ser una aliada eficaz de la historia de la filosofía, siempre que el historiador de la filosofía se sirva de las herramientas de análisis adecuadas, cada vez más refinadas, sin atentar contra la especificidad de las doctrinas que estudia e intentando recuperar su sentido.

Vinculamos lo expuesto hasta aquí, por último, con la distinción entre fuentes y bibliografía secundaria. ¿Cómo ponderar esta distinción entre los textos mismos y lo que se dice sobre ellos? A ella apunta el escritor Italo Calvino cuando observa que nunca se recomendará lo bastante la lectura directa de los textos originales, para después añadir –y el añadido resulta en algún punto discutible– que es preciso evitar, en lo posible, "bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio, hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él" (Clavino, I., Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets, 1992, p. 15-16).

Esta posición lleva al escritor italiano, empeñado –casi socráticamente– en definir qué es un texto

clásico, a enunciar la octava de las catorce fórmulas que propone en su ensayo, en estos términos: "Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima" (p. 16).

No hay por qué estar del todo de acuerdo, quizás, con esta posición. Por diversas razones, entre otras

porque el contenido de los textos antiguos es un contenido que debe ser establecido, también porque el mismo afán de preservarlos lleva a su deterioro, de suerte que estos textos llegan a nuestras manos en condiciones precarias, como asimismo por el hecho de que han sido escritos allá lejos en el tiempo y por ende interrogados, interpretados, leídos y releídos de muy diversas formas ... Por todo ello, decimos, la distinción entre el texto mismo y lo que se dice de él es una distinción no del todo fecunda, al menos cuando de filosofía antigua se trata. En la pág. 65 del trabajo ya mencionado de Brunschwig, este autor reconoce lo siguiente: “me guardo muy bien, cuando encaro una obra filosófica, de olvidar todos los comentarios, según se aconseja a veces, y de cerrar todos los libros que no sean el que la contiene. Confieso abiertamente, por el contrario, que a menudo fueron los comentarios los que me

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condujeron a los textos, los que me hicieron descubrir dificultades donde yo no las veía, equívocos a los que no era sensible, posibilidades de reinterpretación que no sospechaba...”.

Esto quizás se deba a que no hay en filosofía, como bien apunta P. Aubenque, "ningún enigma o

rompecabezas cuya solución, todavía ignorada, estaría inscripta en algún lugar, universo de esencias o intención del autor, oculto para siempre. El carácter inconcluso de toda obra filosófica, siempre abreviada por la muerte, traduce una inacababilidad más profunda, la de la interrogación misma. Este inacabamiento suscita la interpretación: el intérprete prolonga la obra en una dirección posible (hay, a todas luces, extrapolaciones imposibles), sin que pueda garantizar que esta dirección sea la única que la obra anunciaba o requería" (p. 30).

La polémica sigue abierta. Con todo, parecería que por mucho que nos esforcemos por distinguir

nítidamente la producción de ideas filosóficas de la reflexión sobre ellas, la actividad filosofante misma de la que consiste en indagar los textos que exhiben las huellas de esa práctica –esto es, la labor del filósofo de la del historiador de la filosofía– la frecuentación de los textos antiguos tiene la virtud de debilitar esta distinción. Tal vez sea así porque estos textos, como pocos, estimulan nuestra disposición a pensar.

Graciela E. Marcos Profesora Asociada

Material didáctico de circulación interna de Historia de la filosofía antigua, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

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