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  • PARALELO CERO Equipo asesor: J. A. Rivera L Timn C. Pallares

    Produccin editorial: /. Valdepeas Diseo: E. Rebull Cubierta: J. F. Parreo

  • ndice Primera parte. La luz de Madrid

    Captulo primero Captulo segundo Captulo tercero Captulo cuarto Captulo quinto

    Segunda parte: Una oscura presencia Captulo sexto Captulo sptimo Captulo octavo Captulo noveno Captulo dcimo Captulo undcimo Captulo duodcimo Captulo decimotercero Captulo decimocuarto Captulo decimoquinto

    Tercera parte: Una cruz para el diablo Captulo decimosexto Captulo decimosptimo Captulo decimoctavo Captulo decimonoveno Captulo vigsimo Captulo vigsimo primero Captulo vigsimo segundo Captulo vigsimo tercero

    Eplogo ndice onomstico

    9 11 19-27 33' 39

    45 47 53-59 65 71 75 83 93 99 103

    107 109 113 121 125 129 135 139 143

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  • PARALELO CERO

    Obra galardonada con el Premio Lazarillo 1997

    El misterio Velazquez Eliacer Cansino

  • Para Eliacer, Angela y Mara Jos.

  • Entre un problema y un misterio hay esta diferencia: que un problema

    es algo que encuentro, que hallo todo entero delante de m, pero que, por eso mismo,

    puedo rodear y reducir, mientras que un misterio es algo en lo que yo mismo

    estoy comprometido. Gabriel MARCEL

  • Primera parte: La luz de Madrid

  • Captulo primero

    A, AHORA, cuando miro la cruz del pergamino que longo guardado en la gaveta de mi escritorio, pienso que no he podido vivir esta aventura extraa y misteriosa. A veces me desvelo en las noches pensando que algo va a sucederme y, asustado, me salgo al balcn para mirar el cielo, esperan-do ver en l alguna seal que me consuele. Pero el cielo permanece en silencio, por ms que yo ponga todo mi senti-do en descifrar sus luces.

    Mi amigo Juan Pareja me dice que olvide todo lo que me ha ocurrido, que l mismo se ha prometido no ha-blar de ello aunque le torturen, y que por nada del mundo, vea lo que vea y oiga lo que oiga, vuelva a hablar de lo que hicimos aquella noche.

    Pero yo no puedo evitarlo, pues desde hace unos das siento en m una extraa clarividencia, la sensacin cierta di' que algo me ha hecho crecer ms alto de lo que nadie pueda pensar al ver mi figura. Por eso me he propuesto

  • 12

    contar aquellos sucesos ayudado de estos cuadernitos de memoria, por si la fortuna quiere que algn da alguien los lea. Y para que todos sepan que Nicols Pertusato no era slo el que ven.

    Quiz deba decir que nac en Alessandra de la Palla en 1643 o 1644. La incertidumbre sobre mi propio naci-miento se debe a la perniciosa mana de mi padre de querer ocultar mi verdadera edad, y a la confusin que cre en tor-no a los que podran saberlo. Llegu a Espaa hace ya once aos, pero cuando miro hacia atrs me parece que hubiera pasado un siglo. Apenas recuerdo nada de mis primeros aos; s que mi madre perdi su vida al darme la ma, y tambin que mi padre debi de ver en m la causa de esa desgracia. Difcilmente puedo recordar su rostro; s, en cambio, el de Marina, la mujer que me cuid en aquellos das. Un sentimiento vago y diversas escenas que yo ordeno y desordeno con el pincel de la imaginacin constituyen la sustancia de aquel tiempo.

    Slo creo ser fiel cuando recuerdo la maana en que el destino comenz a dirigir mi vida. Esta idea de que algo o alguien, sin mi voluntad, me lleva y me trae, ha encontra-do tal eco en mi nimo que hoy me es difcil desecharla. Pero entonces no lo pensaba. Ni poda pensarlo cuando me asom al balcn y vi cruzar el patio de la casa a un desco-nocido que me hizo rer por la extravagancia de su casaca, y que momentos despus supe que vena a llevarme para siempre.

    Marina grit desde el fondo de la casa, mientras yo me esforzaba en contener la risa al ver al presumido arre-glando su pauelo en el reflejo de un cristal:

    -Nicolino, los zuecos! Los zuecos!, pens con horror. Odiaba los zuecos.

    Marina me llevaba todas las tardes al jardn a ejercitarme

  • 13

    con ellos. Mi padre se los haba mandado hacer a un inge-nioso zapatero, y ste haba ideado el artificio que ahora me mortificaba: unos chapines a los que se podan aadir varias suelas de madera. Eran insoportables. A menudo los esconda para que Marina no los encontrara y evitar as te-ner que ponrmelos. Ella se azoraba cuando tena que dar explicaciones a mi padre, pero tampoco se esmeraba en buscarlos. En el fondo, detestaba aquellos ingenios tanto como yo. Le parta el corazn verme arrastrar los pies por los salones con los tacos de madera, indeciso, torpe, como un insecto que hubiera cado sobre la superficie de un es-tanque.

    Delante de mi padre tena que ir con los zuecos. -As mantendrs la altura de los otros nios -deca-.

    Aprenders a andar, por las buenas o por las malas. Hasta que no sepas dar diez pasos sin doblar los talones, no te pongas delante de m.

    Pero yo no estaba dispuesto a aprender. Ningn nio llevaba esas pezuas de madera. Ni siquiera las nias.

    A veces, me tiraba al suelo y permaneca as hasta que Marina se cansaba de esperar, o me dejaba caer, una y otra vez, como un pelele al que se le doblan las piernas.

    Ella sufra tanto como yo. Por eso, en la soledad, cuando me abrazaba e intentaba que riera para que me olvi-dase de aquel suplicio, sola decir:

    -Aunque soy vieja no me importara bajar todas las colinas de Roma con esos tacones, con tal de que a ti te de-jasen tranquilo.

    Aquella maana haba un revuelo inusual entre las mujeres. Marina iba de un lado para otro sin decir nada.

    -Date prisa, date prisa -era lo nico que repeta una y otra vez, sin mirarme, como si quisiera aligerar el trance sin tener que dar cuentas al corazn.

  • 14

    Por aquella actitud present que algo malo deba de ocurrir. Pero no protest. Cuando un nio siente la grave-dad del momento, no protesta por nada: se calla y obedece. Est seguro de que si se interpusiera con sus preguntas o caprichos ante la realidad, estallaran un montn de repro-ches, los golpes, la violencia de unas manos nerviosas que terminaran por decir que no era el momento de rechistar.

    Me calc los zuecos y dej las piernas quietas mien-tras ella me ataba las cuerdas alrededor de las pantorrillas. Una destreza inusual me hizo ponerme en pie sin perder el equilibrio y, al tiempo que Marina me abra las puertas, me ech a andar.

    Ese mismo ao haba recibido la comunin. O, al me-nos, eso me hicieron creer todos, pues yo siempre dud que llegase a ingerir el cuerpo de Cristo. Recuerdo la entrada en la iglesia. Lo hice sin mirar a ningn lado. La mirada fija en el sagrario, haba dicho el prroco. Al hacer mi apari-cin, escuch algunos murmullos; sin embargo, a medida que avanzaba por el pasillo, se hizo un profundo silencio, tanto que comenz a orse el traqueteo de mis zuecos, como si a cada paso se quebrase el artejo de un enorme insecto. Prefer pensar que era un signo de respeto y no de curiosi-dad, como cuando haba visto entrar al obispo. Llegu al altar y me colocaron entre los otros nios. Los murmullos se reiniciaron. El sacerdote comenz la misa y yo permanec con la mirada clavada en el sagrario hasta que una mano nos indic a todos que habamos de ponernos de pie. No re-cuerdo haber odo el Sanctus, ni las palabras del cura diri-gidas a nuestras almas puras. Slo recuerdo haber visto la mano con la oblea blanca que se acercaba a mi boca. En un esfuerzo por ser como los dems, me alc con tal energa que, enganchado uno de los zuecos en la cencha del recli-natorio, perd el equilibrio y fui a caer sobre el reverendo.

  • 15

    ste, al verme, no supo si sujetarme y dejar caer el copn o salvar el copn y dejarme caer a m. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro y ambos rodamos por el suelo, enredados en el caparazn de su casulla.

    O las risas y, por un momento, vislumbr la cara roja y colrica del reverendo, que an permaneca debajo de m. Fue slo un instante, pero aterrador. Inmediatamente sent su bramido y la patada con que me quit de encima. Varios aclitos y los sacristanes corrieron en su ayuda, mientras yo permaneca abandonado en el suelo, deseando que la mente se me nublase como me haba ocurrido en otras ocasiones. Pero no fue as. La mano de uno de los sacristanes me asi con violencia y me sac del altar en volandas, abandonndo-me en brazos de mi aya. Mi padre, a esas alturas, habra de-saparecido ya de la iglesia. De la mano de Marina recorr el pasillo, con uno de los zuecos sueltos, cojitranco, entre las risas de unos y la conmiseracin de otros, hasta que la bue-na mujer, sin poder aguantar ms, me tom en sus brazos y a lluras penas me sac de la iglesia.

    Si tom o no realmente la comunin no lo s, aunque Marina me dijo que cuando llegamos a casa an tena un trozo de oblea en la lengua. Sin embargo, yo creo que me lo dijo para que no tuviera que volver nunca ms a pasar por aquel trance. Pero eso fue a comienzos de ao, y mi padre tampoco me lo supo perdonar.

    Ahora me esperaba en su habitacin. Marina me acompa hasta la misma puerta y, antes de que entrase, me alis nuevamente el pelo y, en un arranque de ternura, me abraz contra su pecho. En ese instante sent el palpito de su corazn en mi mejilla y tuve la certeza de que no volvera

    a verla nunca ms. Cuando abr la puerta, mi padre estaba de espaldas,

    mirando a travs del ventanal.

  • 16

    -Eres t, Nicols? -pregunt sin volverse. -S, padre, yo soy. Me habis mandado llamar? Al darse la vuelta me di cuenta de que no me miraba,

    de que me hablaba con la vista ligeramente desviada hacia el exterior. Aquella actitud me hizo sentir an ms desdi-chado. Era la confirmacin de que lo que fuese a ocurrir tampoco mi padre iba a evitarlo. Anduvo de un lado para otro de la habitacin. Hablaba pero yo no le escuchaba, ms empeado en seguirle con la vista que en orle. Sent su po-der inmenso, mi insignificancia frente a aquel cuerpo que se desplazaba de un sitio a otro cegando las ventanas a su paso. Entend con claridad lo de hacerme un hombre y present que nada bueno se me vena encima. Esa frase, como una bofetada, la haba odo en otras ocasiones, siem-pre aciagas. Tambin escuch lo de Espaa. Que tendra que vivir en Espaa, y que eso era lo mejor que poda hacer por m.

    Sin mirarme ni atender a mi gesto, sin esperar pala-bra alguna que, por otra parte, yo no estaba dispuesto a pro-nunciar, abri la puerta de la habitacin e hizo pasar al ca-ballero rubio que momentos antes haba visto cruzar el patio. El hombre penetr hasta el centro de la estancia y se qued mirndome. Su presencia era ridicula, extravagante: alto y delgado, con una melena casi rubia, y una indumen-taria tan llena de brocados que ms pareca un pavo re^l. Se acerc a m y, rodendome, me observ durante un rato. Despus pos su mano abierta entre mis ojos, como si mi-diera alguna distancia con el meique y el pulgar. Me acari-ci el pelo. Finalmente, se dirigi a m.

    -Cmo te llamas? -Nicolino -dije con dudosa claridad. -Hablas espaol? -Un poco, signare.

    L

  • 17

    -Nicolino -repiti el hombre, con deje afeminado-. En Espaa te llamars Nicolasillo. A ver, dilo t: Ni-co-la-si-llo.

    -Nicolasillo -repet sin dificultad. -Pareces listo. Aprenders pronto la lengua ms her-

    mosa del mundo. Mientras hablaba volvi a fijarse en m. -Qu llevas en los pies, Nicolino? -Son zuecos, seor -contest mi padre antes de que

    pudiese hacerlo yo-. Para que se haga ms esbelto. -Zuecos? Nunca haba visto una cosa semejante

    -dijo el caballero-. Y he visto a muchos como l. A ver, anda hacia all.

    Camin hacia el frente, intentando mantenerme en-hiesto por no defraudar a mi padre.

    -Te gusta andar con zuecos? -No, seor -dije evitando la mirada de mi padre. -Pues creo que no te harn falta. Precisamente no

    queremos que crezcas. Nos gustas as. Fue la primera vez que alguien me deca que no de-

    seaba que creciese y, aunque ignoraba sus motivos, aquella concesin a mi natural siempre contradicho me hizo sentir-me fugazmente feliz. Despus hablaron entre ellos mientras yo me desanudaba aquellos trastos.

    Cuando sal de la sala el hombre me tom de la mano. Nada ms abrirse las puertas comprob, tal como ha-ba intuido en el abrazo antes de entrar, que Marina ya no estaba all. No hice intento alguno por llamarla, pues saba con certeza que ya no volvera a verla. A mitad del pasillo mir hacia atrs y vi a mi padre frente al ventanal, vuelto de espaldas, como si no quisiera enterarse ya de mi porve-nir. Entonces volv la cabeza al frente y, sin mirar ms .ha-lla atrs, me dirig a la carroza en la que el caballero me in-

  • 18

    dicaba que habamos de subir. Una percepcin interior me hizo concentrar mi atencin en la mano del hombre que me guiaba hasta los patios. Era una mano huesuda, suave, pero que me apretaba, tensa, clavando en mi mano la piedra aristada de su anillo. Muchas veces despus, a lo largo de mi vida, he vuelto a sentir en mi mano esa punzada, el recuer-do de la presin hiriente de aquella piedra dolorosamente preciosa.

  • Captulo segundo

    'Quiz no volver a ver el mar. Sin embargo, cuan-do quiero pensar en algo inmenso y sorprendente, an hoy rememoro la maana en que llegu a Genova y tuve el Me-diterrneo frente a m.

    Desde que saliera de Alessandra permanec callado sin hablar con nadie, observando cuanto me rodeaba y to-mando buena nota de lo que ocurra a mi alrededor. Me ha-ba prometido a m mismo que no llorara. Siempre me ha-ca esa promesa cuando pensaba que los dems iban a aprovechar mi debilidad para hacerme sufrir. As que slo cuando mi acompaante me hizo saber que ahora perteneca ii la casa del rey de Espaa y que, probablemente, nunca ms volvera a mi propia casa, tuve la sensacin de que una fugaz lgrima corra por mi rostro.

    -Lloras, Nicolasillo? -No, seor, no lloro -contest apretando fuertemente

    los puos.

  • 20

    -No tienes por qu hacerlo. Vas a vivir junto a otros como t y, adems, lo hars en la corte ms poderosa del mundo.

    Aunque con sus palabras aquel hombre pareca que-rer tranquilizarme, no slo no lo logr, sino que aument mi inquietud. Qu quera decir con que vivira con otros como yo? En aquel entonces, y exceptuando la rareza de los zuecos con la que mi padre me mortificaba, en nada crea diferenciarme de los dems. Por eso en Genova me espera-ba una sorpresa que a mis ocho aos iba a cambiar mi ma-nera de ver la vida

    En el puerto, el ajetreo era vertiginoso. Los galeones, que nunca antes haba visto, estaban fondeados en los em-barcaderos. Cuando llegamos a uno de los barcos, mi acom-paante me orden que subiese. Salt y cruc el puenteci-llo. Una vez arriba, me pareci inmenso y, sobre todo, no poda imaginar que aquello fuese tan firme, casi tan quieto como la propia tierra.

    Me adjudicaron un camarote y un marinero se encar-g de llevarme hasta l.

    -Acomdate -me dijo-. No puedes salir del barco. Ya sabes que zarpamos maana.

    En el camarote haba varios jergones. Me sent en uno de ellos y permanec as, sin saber qu hacer, durante un buen rato. Despus, atrado por las voces, me encaram a uno de los ojos de buey y contempl el ajetreo del puerto. En los muelles haba muchos hombres principales que de-partan en corros, a la espera de que cargasen sus mercan-cas, mientras observaban y daban rdenes a otros marine-ros que llevaban a cabo las operaciones de estibaje. Desde all vi cmo uno de los mozos resbalaba y dejaba caer un bulto, y cmo uno de los seores vociferaba clamando al cielo por la torpeza con que eran embarcadas sus pertenen-

  • 21

    cias. Alrededor del barco, casi todos hablaban espaol y slo algunas palabras sueltas llegaban a mi mente con en-tendimiento.

    Debieron de pasar ms de dos horas sin que nadie acudiera a donde yo estaba, como si se hubiesen olvidado de m, hasta que, de pronto, o unos pasos y, abriendo con fuerza la puerta, un nio irrumpi en mi camarote. Me que-d tan sorprendido que quienquiera que fuera se me qued mirando tambin extraado.

    -Qu miras as? No voy a comerte. Al punto me di cuenta de que no era exactamente un

    nio, sino un hombre, aunque de la misma altura que yo. -Seguro que no has visto antes a nadie como yo? Contest en italiano que no le entenda. Entonces re-

    piti en mi idioma: -Nunca has visto a otro enano? Pero yo no respond, me limit a observarle y a verle

    ir de un lado para otro. Tir el sombrero sobre un taburete y, dando un brinco, subi a uno de los camastros que esta-ban en alto, sujetos con cadenas.

    -Entonces, t eres el que viene de Miln? -S -me apresur a contestar, al ver que haba odo

    hablar de m. -Y te llamas Nicols Pertusato? -As es, seor. -Cuntos aos tienes? -Siete u ocho, seor. -Siete u ocho? No lo sabes? -Creo que ocho, seor. -Tambin yo tena esa edad. Has tenido suerte de que

    viajemos juntos. Al menos, no tendrs que hacer el mico durante la travesa. Si no te acompaase yo, te haran subir a cubierta y tendras que bailar y cantar hasta que se abu-

  • 22

    rrieran. Voy a darte un consejo, muchacho: nigate desde el principio a hacer el payaso. Es la nica manera de pararles los pies a todos esos mentecatos. Si cedes a sus presiones, despus no logrars hacerte respetar.

    No estoy seguro de que le entendiera muy bien; sin embargo, me gustaba su manera de hablarme.

    -Los primeros aos son los ms terribles, Nicols. No olvides que no has de esperar nada que no hayas ganado t mismo.

    Aquel hombre se diriga a m todo el tiempo en italia-no y, adems, se haca entender con facilidad. Por otra parte, el tono afable con que me hablaba me decidi a decirle:

    -Seor, querra haceros una pregunta. -Llmame Acedo. Todo el mundo me conoce as. Y

    aunque a mis espaldas me llaman el Primo, en la cara no son capaces de decrmelo. sa es otra cosa que debes aprender. Procura que no te pongan un mote ridculo, y si lo hacen, que no sea con tu consentimiento.

    -Adonde nos llevan? Mi recin conocido se incorpor en el catre en el que

    se haba tumbado, ech abajo las piernas y se qued en el estribo, balancendolas. Mir al techo y respir profunda-mente antes de contestar.

    -Cmo que adonde nos llevan? Te llevan a ti. Yo voy por mi cuenta, Nicols. Este viaje que haces t ahora ya lo hice yo hace mucho tiempo.

    Sac una pipa y comenz a cargarla con el tabaco. Tampoco haba visto yo a ningn hombre hacer eso.

    -De verdad nadie te ha dicho an adonde vas? -pre-gunt, mirndome con fijeza.

    -No, seor. Mi padre me mand llamar y me puso en las manos del caballero que me acompaa.

    -Del Castillo?

  • 23

    -S, seor, as he odo que le llaman. -Menudo bribn. No ha cambiado. Sigue hacindolo

    igual que siempre. Como si no furamos personas, como si ninguno de nosotros tuviese sentimientos.

    De su bolsillo extrajo unos pedernales enfundados en cuero y comenz a chasquearlos hasta que unas chispas prendieron en una hebra de camo. La aplic a la pipa y aspir profundamente varias veces hasta lograr que peque-as bocanadas de humo salieran de su boca.

    -Y t eres afortunado, ya que vas directamente a palacio ; otros no encuentran quien les d cobijo y despus se

    Ven abandonados a su suerte. -No entiendo nada, seor. -Pues yo voy a decrtelo. Alguien tiene que hacerlo,

    y mejor que sea yo. Pero promteme que no llorars, que no vas a darme el viaje llorando. Con lo que yo llor en su da ya hubo suficiente para los dos.

    Me hizo saber entonces que aquel hombre, Del Casti-llo, se encargaba de buscar all donde fuese necesario a ni-n como yo, menguados de cuerpo, para la servidumbre de los nobles. Algunos iban destinados al Alczar de los Reyes

    otros pasaban a depender de caballeros o de damas que ivliiii en la corte. Tambin reclutaba a negrillos y a otros

    i|Mi* llamaban bufones. Estos ltimos, segn dijo, se fingan liH'os y por ello les permitan decir y hacer locuras que no liHluiiin tolerado a otros. Hombres de placer, dijo, para i|ue los dems se diviertan a nuestra costa. Y al decirlo, f Ni'iipi en el suelo con tal desprecio que pareci lanzar ve-neno (lo su boca.

    Mi' sent asustado de nuevo, sin entenderle, presin-llphdt) (|iie muchas cosas desconocidas iban a sobrevenir-ini', linlonces, airado, como si todas esas aclaraciones le liiibli'Hcn turbado el nimo, dijo:

  • 24

    -Pero, mrame, mrame Nicolasillo, te parezco yo a ti uno de esos que te he mencionado?

    Me tom la cabeza entre las manos y acerc su cara a la ma. Sus bigotes, tan cercanos, olan desagradablemente a tabaco.

    -Escucha bien lo que voy a decirte y procura no olvi-darlo: si eres listo, nio, si sabes ver donde los dems son ciegos y escuchar donde otros son sordos, si tienes fe en ti mismo podrs llegar a ser como yo. Pregunta por m, anda, pregunta por Diego de Acedo cuando llegues a Espaa. Y mtete esto en la cabeza: yo fui un da igual que t, un nio perdido y abandonado a su suerte, pero supe encontrar el camino. Y mrame ahora; nadie se atreve en toda Espaa a rerse delante de m.

    Mientras me deca esto, me apretaba tanto la cabeza que, cuando se alej, an segu sintiendo sus manos en mi cara y el olor a tabaco de su aliento.

    -Quisiera entenderle, seor. -Tampoco yo lo entend hasta que tuve algunos aos

    ms de los que tienes t ahora. Volvi a tumbarse en el catre y se coloc la almoha-

    da sobre la cara, como si as pretendiera ausentarse del mundo.

    Durante un buen rato permanec en silencio sin que-rer molestarle, hasta que de pronto l mismo apart la al-mohada y asom desde arriba su cara por ver si an segua yo all.

    -Te enteraste ya de lo que queras saber? -Seor Acedo -dije, pronunciando su nombre por

    primera vez-, cundo volver a casa? Mi pregunta debi de sacarle de quicio. Volvi a mi-

    rar al techo y expuls todo el aire de los pulmones en un gesto de contrariedad.

  • 25

    lK'

    ul l

    -No te has enterado? No volvers a casa, Nicolasi-No volvers nunca ms a tu casa. Te enteras?

    Entonces me qued aguantndole la mirada, con las imas a punto de saltar, y le dije entre pucheros:

    -Ya lo saba, seor. Slo quera que alguien me lo rirmase.

  • 'iiptulo tercero

    L/L viaje fue para m un martirio. Tan pronto zarpa-nioN y el barco comenz a moverse, sent que aumentaba mi

    i-.iu'in de fatiga, lo que me oblig a tener que sacar la .IIMVJI una y otra vez por el ojo de buey e ir vomitando por lii lumia lodo lo que guardaba en mi interior.

    I'as la travesa tumbado en el jergn, boca abajo, liiillliTcnte a cualquier incitacin que intentase hacerme 1 MCI en pie. Los das y las noches pasaban slo por el ojo .1. hucy, que se tornaba claro, azul o negro segn las horas \W\ illii, sin que yo atendiese a ninguna de sus transforma-i'lMnrN.

    Slo Acedo me visitaba de vez en cuando y me obli-yiilui II hcbcr agua, que no tardaba ejj vomitar, pues no ha-^Iti II)^ !,IHIO probar ni una sola vez las gachas que un mari-ttiti tlrjiba todos los das junto a m.

    Si no quieres comer, no comas -me deca-, pero no ili |f* (le iH'bcr o no llegars a Espaa.

  • 28

    An hoy le estoy agradecido, pues sin su ayuda qui-z no hubiese salido de aquel galen en el que Del Casti-llo, el hombre que deba guiarme hasta Espaa, slo vino a visitarme una vez, y al verme tan desfallecido, me orde-n que no fuese a morirme, una orden que Acedo cumpli por m.

    En todo el trayecto slo recuerdo un incidente que me hizo salir del camarote. Me hallaba mejor aquella maa-na y Acedo haba logrado que ingiriese una manzana y un tazn de leche, que despus de algn tiempo permanecieron en mi estmago sin que volvieran a desear salir. A eso del medioda, mientras l limpiaba la hebilla de su cinturn y yo permaneca en el suelo, observndole, omos un enorme gritero en la cubierta. Daba la impresin de que los mari-neros jaleaban a alguien o se divertan entre ellos. Yo no me hubiera atrevido a salir, incapaz de alejarme, pero Ace-do me dijo que le acompaara y as lo hice, porque ahora ya no quera separarme de l.

    Cuando salimos a cubierta, vimos que en la proa un muchacho sufra las chanzas y las burlas de los marineros. Estaba descalzo, junto a la borda, y tena delante de s un cajn lleno de vidrios rotos. Al instante record que el ate-rrorizado muchacho era el mismo al que haba visto dejar caer un bulto en el embarcadero de Genova. Un caballero, su amo y a la vez dueo de aquellos cristales, blanda una fusta en la mano con la que le intimidaba y de vez en cuan-do le golpeaba sin miramientos.

    Acedo pregunt al contramaestre qu ocurra y ste le explic que el criado, al embarcar, haba dejado caer el bal, y todo su contenido, una valiosa vajilla de Murano, se haba hecho trizas. Ahora su amo le obligaba a pisar descal-zo los cristales como quien pisa uvas, y slo cuando viera correr la sangre se dara por satisfecho.

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    -Es una bestia -dijo Acedo. -Es Marconi -replic el contramaestre-. Vende cris-

    tales, y prefiere perder a un hombre antes que un jarrn. El muchacho se resista a entrar en el cajn y se aga-

    rraba a uno de los cordajes suplicando clemencia. El tal Marconi, al ver que no le obedeca y sintiendo tras sus es-paldas las risas de la tripulacin, y su voluntad quebrada, sac la espada y le conmin:

    -Est bien, t lo has querido, majadero. O te metes on el cajn o saltas por la borda, pero no quiero verte ms!

    El tono era tan agresivo y la punta de la espada tan amenazante que todos callaron al momento. Se hizo un si-lencio estremecedor y expectante. El muchacho, como un animal acorralado, busc una salida con los ojos. Moment-neamente se cruzaron con los mos, en los que no debi de ver ayuda alguna. Y despus se fijaron en Acedo. Fuera por eso o porque mientras el infortunado muchacho le miraba yo tambin le observ. Acedo grit desde nuestra posicin:

    -Marconi! Deteneos! Y se fue hacia l, avanzando por la cubierta, mientras

    los marineros se retiraban a su paso. Vindole ir, tan peque-lio de estatura y con las piernas arqueadas, pareca que fue-se a sufrir la misma suerte que el mozalbete.

    -Es el enano de Olivares -o decir detrs de m. -Primo, esto es asunto mo; meteos en vuestras cosas. -Cmo me habis llamado, Marconi del diablo? -Don Diego..., perdonad, es la costumbre -se discul-

    p, lo cual me llen de asombro. Pues no poda pensar, viendo a uno y a otro, que mi recin encontrado amigo tu-viese tal imperio.

    -No os metis en esto -volvi a decir Marconi. Acedo lleg hasta l y le habl algo que no pudimos

    tir. Marconi se qued un momento mirando al muchacho y

    f

  • 30

    a Acedo. Los que estbamos all permanecimos en silencio, esperando para ver qu haca. Entonces levant la fusta con una violencia que pareca haber querido descargar so-bre mi amigo, golpe furiosamente sobre la borda y, diri-gindose al esclavo, le grit:

    -Qutate de mi vista y no vuelvas a ponerte nunca ms ante m.

    El muchacho ni siquiera se movi. Acto seguido, Ace-do le tom del brazo y cruz de nuevo con l toda la cubierta hasta donde yo estaba. Cuando lleg a mi lado, me dijo:

    -Nicols, llvalo al camarote y ocpate de lavarle las heridas.

    Aquella orden pareci restituir mi nimo moment-neamente, pues era la primera vez que alguien me enco-mendaba algo como a una persona. Tom de la mano al muchacho, que se agarr a m temblando, como si le fuese la vida en ello. Al bajar, me cruc con Del Castillo, que es-taba sentado sobre un fardo, observndolo todo, displicen-te, con su refinada indumentaria, como quien asiste a un entretenimiento.

    -Bene, Nicolino -dijo a mi paso-. Lo ves? Los hay ms desgraciados que t.

    No s por qu le sonre. Quiz porque l y Acedo eran las dos nicas personas que poda reconocer en el barco.

    Cuando entramos en el camarote y nos quedamos a solas, el muchacho se ech a llorar sin taparse la cara, de pie, junto a m, inerme a lo que yo fuese a hacerle. Yo me volv de espaldas para evitar avergonzarle an ms. Era un joven mayor que yo y dos veces ms alto. Tena en el pecho las marcas de la fusta y un pmulo hinchado a causa de uno de los golpes. Por la espalda sangraba. Tom un pao y lo moj en agua. Al acercarme a l comenzaron a temblarme las manos. Entonces, el muchacho se puso de rodillas, con

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    su cara a la misma altura que la ma. Y, sin entenderle, se ; inclin hasta mis pies y pareci suplicar entre llantos. jl No permiti que yo le curase. Tom el pao y en un

    rincn, como un perro herido, comenz a limpiar sus heri-das sin dejar de llorar. Me miraba asustado. Yo no saba qu decirle. Permaneci as todo el tiempo, hasta que logr con-tener su llanto. Ahora, ya no me miraba: con los ojos cerra-dos, pareca concentrarse en su dolor. Al verle en aquel es-tado, con el corpachn apaleado y la mirada aterrorizada, comprend por primera vez la miseria del hombre, y cuando lo recordaba postrado a mis pies no dejaba de sentir un te-rrible escalofro.

    Cuando Acedo regres, se puso de pie y volvi a pos-trarse ante l. Este le hizo levantarse. Traa una jarra de vino y con l le ayud a limpiarse las heridas.

    -Cmo te llamas? -pregunt. -Jernimo Rodrguez, seor -musit, con la voz que-

    brada. -Desde hoy, Jernimo, perteneces a la casa de Diego

    de Acedo. Slo yo soy tu seor. El muchacho lo mir con tal sorpresa que delataba su

    confusin. Despus volvi a inclinarse, pero esta vez con el semblante transfigurado de tal manera por una sonrisa que |)arcca haber olvidado su dolor.

    Un da, antes de desembarcar, y viendo que Acedo ino mostraba cada vez ms aprecio, aunque apenas nos ha-bhiba ni a m ni a Jernimo, le pregunt:

    -Seor, cmo conseguisteis que Marconi dejara de |)i'jarle?

    Entonces me sonri, complacido de que yo aceptase su magisterio.

    -Debes aprender a conocer a los hombres, Nicols; nulo as logrars mantener a salvo tu vida. Y hay hombres,

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    no lo olvides, que nicamente atienden al dinero. Conserva, pues, el dinero suficiente para que cuando topes con uno de ellos tengas poder sobre l.

    -Qu le dijisteis cuando os acercasteis a l? -Que estaba dispuesto a pagarle el precio de la mer-

    canca y el precio del esclavo, si en ese momento me lo en-tregaba.

    -Tuvisteis piedad de l y eso le salv, seor. -Eso creern todos, Nicols. Pero era otra mi inten-

    cin. En cuanto tengas ocasin, y si la vida te pone enfrente esa oportunidad, hazte con un esclavo que te deba la vida. De esa manera habrs comprado una voluntad fiel hasta la muerte.

    No entend entonces muy bien lo que quiso decir. Y con el tiempo, cuando me pareci comprenderlo, no cre que hubiese sido del todo sincero, pues su manera de ha-blarme desmenta la frialdad de su intencin.

    Lo que s advert entonces, y no lo olvidar mientras viva, es que nos hablaba de forma distinta a m y a Jerni-mo. Y que cuando me hizo esas confidencias, procur que el muchacho no le oyera, como si entre l y yo existiese la diferencia que hace a un hombre seor y a otro esclavo.

  • Captulo cuarto

    i I

    - V E EN y mira, Nicols. Ah tienes Espaa. Ni siquiera fui capaz de atender a los requerimientos

    de Acedo, por ms que toda la tripulacin se arremolin en cubierta tan pronto divisaron las costas de Barcelona. Los liltimos das los haba pasado vomitando, presa del terrible mareo que me produca el vaivn del navio. Tendido en el camastro o de nuevo que Acedo me llamaba:

    -Nicols, ven aqu, a la proa; mira cunta gente sale I recibirnos!

    No atend. Jernimo, que pareca haber encontrado la li'licidad en tan sencillo trueque de amo, y que por su natura-leza se haba recuperado ya de las heridas, se acerc hasta m V me anim a salir subido a sus espaldas. Pero yo no se lo iitiisent. No tena inters alguno en ver quin vena a recibir-nos, ni qu se vea desde la proa del barco. De hecho, mi (iliiscacin era tal que lo he olvidado todo, y si alguien me |tii'j;untase por Barcelona le contestara que nunca estuve all.

  • 34

    Una nube de tristeza se me haba ido adentrando en el alma, y aunque haba decidido no llorar, sent que poco a poco perda las ltimas fuerzas que me sostenan y me abandon a una melancola de la que tard ms de dos me-ses en salir.

    A partir de aquel momento apenas me quedan recuer-dos, ni de ciudades, ni de caminos, ni de personas; slo la amarga sensacin de abandono, el fro provocado por las calenturas y el cuerpo hmedo, agrio del sudor.

    El trayecto por tierra, sin la compaa de Acedo y de nuevo en las manos de Del Castillo, fue interminable. Como si estuvisemos recorriendo el mundo, atravesamos bosques, eriales, campos cultivados, pueblos y aldeas. Todas las tar-des, el sol se redondeaba a nuestras espaldas y una su ful-gor incendiario al ardor de mi frente, que, confusa, retorna-ba una y otra vez a las fiebres. Slo al atardecer, entre las mantas, alzaba yo la cabeza y, por el ventanuco del fondo, fijaba mis ojos en el declinar de aquel universo de fuego. Segua su redondez con la vista perdida, hasta verlo hundir-se en la lejana: entonces, todo el cielo se incendiaba con una luz potentsima y me mortificaba a m mismo con la idea de que con l se hunda tambin mi vida.

    Cuando llegu a Madrid, me pusieron bajo la custo-dia de Francisca Guijuelo, una mujer bondadosa a la que meses antes se le haba muerto su nico hijo y que derro-chaba una ternura infinita con todos los nios. Era amable, inteligente y sencilla. Le ordenaron que dejase por un tiem-po su labor en las cocinas, donde haba cobrado fama de aliar las mejores aceitunas del mundo, y que cuidase de m hasta que saliera de aquel estado de mortecina inactividad.

    El mdico que me visit al llegar a palacio apenas crey necesario ningn cuidado especial, pues en vista de las fiebres pens que no habra de llegar a Navidad. Atribuy mi

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    silencio al mal del garrotillo y orden que se me purgase con una melecina. Si a los siete das no haba mejorado, reco-mend que se hiciese cargo de m el Hospital de los Desam-parados y no se gastase ms tiempo y dinero en mi cuidado.

    Francisca escuch al doctor como quien escucha al diablo, hacindose cruces por detrs, y mientras l le habla-ba inclinando la cabeza para mirar por encima de las lentes, ella me dirigi una mirada que debi de nacerle del cora-zn, en cuyo fulgor amable divis la misma luz que otra vez viera en los ojos de Marina. Sin saber cmo, esboc una sonrisa que slo ella fue capaz de recibir.

    Cuando el mdico se march, Francisca levant los ojos al cielo y exclam:

    -Dios bendito! Y no est ciego ese matasanos? Para qu quiere lentes en los ojos? No ve que el nio no llene ms que tristeza? No ve que se muere de pena el alma ma?

    Y diciendo estas cosas, me tom en sus brazos y me acurruc en su regazo. Y yo sent en su calor y en su olor a especias el abrazo de la vida.

    -Al demonio con las pcimas! -dijo-. T lo que ne-cesitas es comer y hablar con alguien que te entienda, vida ma. Ahora vers.

    Sali de la habitacin y volvi al rato con un hombre robusto, de carrillos muy sonrosados, que llevaba una faja blanca de la que le colgaban unos paos con los que se seca-ba las manos.

    -Tommaso, corazn mo, dile a este nio algo que te ciilienda.

    El hombre, sonriente, se sent junto a m y comenz II hablarme en italiano. Yo no hice mucho aspaviento, pero por dentro sent una gran alegra, y cuando me dijo que si iliiiTa unas piolinas esboc una sonrisa de complicidad.

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    Me llevaron entonces a las cocinas, donde Tommaso pareca reinar entre pucheros y perolas, y me acomodaron un improvisado camastro entre dos sillas.

    A partir de entonces me iba a pasar all el da, al prin-cipio sin hablar y despus pronunciando algunas palabras cuando mi paisano se arrancaba a entonar sin pudor alguna canzonetta napolitana. Pero, aun as, en ningn momento hice por saltar del camastro y ponerme en pie. Nada me ani-maba a hacerlo y, sobre todo, tena un miedo incomprensible de que algo habra de ocurrirme si me atreva a andar.

    Fue entonces, uno de esos das, cuando entr el fu-rrier con la camada de perros. Los solt all, en medio de la cocina, liados en un trapo, y orden a uno de los criados que llenase de agua un barreo hasta el borde. Cuando lo tuvo preparado, ech a los perros dentro. Desde el rincn en que me hallaba postrado los vi caer uno a uno. Eran seis cachorros recin nacidos, que se hundieron en el agua. Nunca lo haba visto hacer, pero Tommaso se acerc y me dijo que era la manera en que el furrier se deshaca de las cras que sobraban en palacio.

    -Si dejamos que cada perra conserve sus cachorros -coment sin inmutarse ante la tmida queja de uno de los cocineros-, pronto veremos el palacio invadido de perros.

    Al caer al agua, los perrillos comenzaron a chapotear desesperadamente, angustiados, intentando llegar a los bor-des y asirse a ellos para no perecer, pero, entonces, el fu-rrier coloc una tapa encima y los hundi definitivamente.

    Por las bromas que cosechaba y el ttulo de asesino de perros deduje que no era la primera vez que realizaba la cruenta operacin. Algunos de los mozos de cocina se acercaron a verlo; no as Tommaso, que se apart a la otra esquina, incapaz de soportar aquel ritual de la muerte de los recin nacidos.

  • 37

    Desde fuera, se oan unos chillidos agudsimos que hacan imposible soportar el lento suplicio.

    Ocurri entonces algo inesperado: uno de los perri-llos, concentrando en su hocico todo el impulso desespera-do de la vida, logr mover levemente la tapa, lo suficiente para enganchar las uas y salir. Cay al suelo, brillante como una bola de gelatina, espumeando agua, tosiendo y agitndose, ansioso de aire.

    Al verlo, salt desde la silla hasta donde estaba el ba-rreo. Cog al perrillo y sal corriendo con l hasta el patio trasero. Tommaso, al verme en pie y corriendo, no pudo evi-tar una exclamacin:

    -Dio santissimo, il bambino trnalo in vita! El furrier, sin entender, crey que se refera al perro. -Qu trnalo in vila ni lmalo in vita! Trae ac el

    perro! Yo, al ver que el furrier se vena hacia m, me refugi

    con el perrillo detrs de Tommaso, quien se interpuso entre los dos.

    -Un momento, signore. Deteneos. Dejadle el perrito. No veis que el nio risuscitalo? Lo habis logrado con vuestro perro. El Rey quiere que el nio viva, el nio quie-re el perro para vivir y vos queris que el Rey est felice, certo? Ceno! Pues dejadle el perrillo!

    Fuese por lo que fuese, el furrier consinti en no vol-ver a hundir al cachorro en aquel barreo de la muerte y de-jarlo en mis manos, con la condicin de que fuera yo quien me hiciese cargo de su cuidado.

    -Si lo veo suelto, lo mato! -amenaz. As que, de repente, me sent de nuevo vivo, con un

    mastn entre las manos, al que llam Moiss, porque tam-hiiMi l fue rescatado de las aguas.

    Salvado de las aguas, l; salvado de la melancola, yo.

  • Captulo quinto

    D, 'E todos los beneficios que produce el olvido, uno lie ellos es permitirnos mirar el presente con entusiasmo. (,)iii/, por eso, y porque los recuerdos que an me perse-Huan no me ayudaban a sobrevivir, un resorte interior me impuls a olvidarlo todo. Slo as, reiniciando mi vida sin lii/.os, como un hueso que cae a tierra y, olvidado del fruto al iinc perteneci, se esfuerza en echar nueva raz y crecer por si mismo, slo as, digo, decid en mi interior romper con mi piisiulo, acabar con mi indolencia y vivir, vivir en busca del iinc ms favorable para la travesa que ahora emprenda.

    Ese primer aire me lleg de la mano de don Alonso niii/ el maestro con el que Su Majestad pretenda ilustrar-mis a todos los criados de la Cmara. Una maana vinieron a Ixmiirme. El sumiller haba ordenado que, una vez restable-I itlii niLsalud, se iniciase cuanto antes el aprendizaje que ha-IMIII de conducirme hasta los Reyes. De esa manera fui asig-(iiulo, junto a otros dos nios, al maestro don Alonso Ortiz.

  • 40

    Don Alonso era un hombre difcil, sin el don de la sonrisa. Tena encomendado ensearnos el protocolo y a leer y escribir, y dado que su trabajo dependa del xito de nuestro aprendizaje, permaneca siempre nervioso, temien-do fracasar en su empeo. Apenas nos dejaba distraernos un momento, y nicamente cuando al cabo de dos o tres meses era capaz de adivinar nuestro progreso, aflojaba las cadenas del malhumor y se permita cierto relajo.

    La sala de la escuela daba al poniente. Casi todo el da se hallaba en penumbras y slo al atardecer una luz roja se filtraba a travs del ventanal e iba a clavarse en el rostro de un hombre que en un cuadro mostraba la bola del mundo. Al iluminarlo el sol, su cara pareca enrojecer como si aguantara la risa. Cuando don Alonso se daba cuenta de ello, saba que era la hora; entonces, nos mandaba recoger las cosas y permita que hablsemos entre nosotros hasta que el sol descenda un poco ms e iluminaba tambin la mano del caballero que sealaba el globo terrqueo. Enton-ces deca don Alonso:

    -Recoged las escribanas. Podis marcharos. Decirlo y salir atropelladamente corriendo hasta el

    patio eran una sola cosa. All saltbamos a piola, corramos uno tras otro o gritbamos por el placer de or las voces re-petirse en el eco que dejaban las galeras. A esa hora sola haber un enorme trasiego; la guardia formaba en el patio central, mientras en las caballerizas los mozos de cuadra desenganchaban los caballos y les daban la alfalfa, que no-sotros ayudbamos a poner en los pesebres.

    Cuando el sol caa definitivamente, el palacio adqui-ra una dimensin desproporcionada y hostil. Todo se oscure-ca. Aparecan los criados que se encargaban de las teas y velas, y comenzaban los aldabonazos en las puertas, las ca-rreras por los pasillos hasta que, poco a poco, el silencio ter-

  • 41

    minaba por instalarse en el Alczar. Entonces, todos salan disparados en busca de sus ayas y yo iba a las cocinas, don-de antes de llegar ya oa el redoblar de los almireces, el en-trechocar de los cubiertos, las voces de los mozos que traan y llevaban los barreos con el agua caliente.

    Lo primero que haca era entrarme hasta el patio pe-queo, donde en un cajn se hallaba Moiss adormecido. Con l en brazos, llamaba a voces a Francisca, mi madre, que sala a mi encuentro y, antes de que pudiese respirar, me daba a tomar un vaso de leche con algunos dulces. Al verme tan feliz, animoso y lleno de vida, se contagiaba de mi felicidad, pero no poda evitar un sentimiento contrario, pues saba que en el momento en que cumpliese los dos pri-meros aos en palacio, dejara sus cuidados y me llevaran junto al resto de los nios, a las rdenes del ayuda de C-mara, junto a los Reyes.

    Con don Alonso, las cosas siempre fueron bien. Re-conoca la inteligencia all donde mostraba una brizna de fulgor, y de la misma manera que no me enorgulleca de mi cuerpo, no senta reparo alguno en ufanarme de mi inteli-gencia y proclamar, all donde fuese, que era el ms aven-tajado discpulo de mi maestro. Eso me granje algunas fiicmistades, fruto de la envidia y, tambin, he de recono-cerlo, de mi talante orgulloso, pues en aquel momento yo ya haba declarado mi guerra personal al universo y hasta que los hechos no me mostraran lo contrario todos eran, sin ms, mis enemigos.

    Ya en el primer da procur mostrar mi aptitud y dis-piisicin. Don Alonso me pregunt si saba leer y escribir. ( oiilest que s, y l puso en mis manos un librito para que le mostrase hasta dnde saba hacerlo. Al punto advirti qiir mis"conocimientos del espaol eran nulos y que slo ion gran dificultad era capaz de unir las slabas de aquellas

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    palabras desconocidas. Al da siguiente, se present con un libro que estaba compuesto en lengua italiana y me lo hizo leer en voz alta. Al orme, no sali de su asombro, viendo con qu facilidad y destreza deca aquellos versos, y me pregunt quin me haba enseado a leer con tal soltura. Contest que un sacerdote milans bajo cuya tutela estuve algn tiempo con la esperanza, si no de otros logros, al me-nos de servirle de aclito. Poda, pues, decir tambin ora-ciones en latn y ayudar a misa desde el introito ad altare dei hasta el Deo gratias.

    Aquello le pareci tan bien que rae pidi que le traje-se aprendidos al da siguiente los versos que me haba dado a leer. Y as fue como comenc a aprender de memoria los versos del Dante, que tanto hubieron de significar despus en mi vida.

    Durante aquel ao me acompaaron en la escuela Ma-nuelillo y Ana. Sobre todo Manuelillo, pues Ana fue siem-pre una nia enfermiza y aunque le hubiera encantado acompaarnos en nuestros juegos y travesuras, las ms de las veces tena que volver con su aya, y pasaba el da bor-dando o sentada al sol, intentando reponerse de aquella falta de sustancia en la sangre que la haca tan blanca y tan frgil.

    Manuelillo, por el contrario, era todo vivacidad, sim-ptico, descarado, buscavidas; se haba propuesto sobrevi-vir por encima de todo, y si el azar que le trajo con otros hurfanos de Zaragoza no le hubiese favorecido, a buen se-guro que habra llegado a ser un picaro de fortuna.

    A diferencia de Anita, Manuelillo era un nio sano, llamativamente robusto y, segn l, hijo de un importante caballero que no haba querido ahijarle, pero que algn da vendra a otorgarle su paternidad. Ese sueo lo tenan mu-chos, pues de alguna forma les ayudaba a mantener su or-gullo y a conservar la esperanza, tan frgil en la orfandad.

  • 43

    Si en fortaleza nadie le aventajaba, en cambio, care-ca de cualquier facilidad para las letras. En realidad, odiaba tener que asistir a las sesiones con don Alonso, quien, a su vez, termin por odiarle tambin a l. Vea don Alonso en Manuelillo el claro ejemplo de su fracaso, pues por ms que se esforzaba permaneci siempre in albis sin provecho alguno. El uso de la vara, que don Alonso aplicaba con fre-cuencia, no slo no acrecent su inters, sino que, muy al contrario, aument su rebelda y desgana.

    En realidad, lo que a Manuelillo le gustaba era la guerra y no senta ms pasin que por las armas y los sol-dados. Don Alonso le haba repetido mil y una veces que natura no le dot para ello, pero fue tanta su perseverancia (|ue, en cuanto pudo, solicit entrar al servicio de un capi-iiii de las caballerizas con el que haba intimado. Y como don Alonso informase de su nula aplicacin fue enviado a donde era su deseo. Volv a verle algunos meses despus, antes de marchar con su capitn para Flandes, y no supe ms de l hasta el da en que me llegaron noticias de que haba muerto arrollado por el mismo caballo de su protec-tor. Quiz porque fue el nico nio con el que he jugado en mi vida, no he podido olvidarle y su figura perdura en m ionio la de un David dispuesto a vencer a todos los gigan-Ifs del mundo.

    Por aquel entonces, don Alonso ya haba informa-ilo de mis progresos y el ayuda de Cmara me haba visi-iiiilo en dos ocasiones para tomar nota de los mismos. No li- defraud. Contest adecuadamente a cuantas preguntas MU- hizo, y aunque mi destreza en las reglas de la matem-llia, as como en los principios de la escritura, se haca nt)iar, fue mi forma de hablar, sobre todo, y la facilidad |iiii;i memoTizar y recitar versos lo que ms atrajo su (il i ' i icin.

  • Y fuese porque mi maestro vio en ello beneficios para mi futuro, o porque as se lo indicaron otros, desde aquel da me puso a aprender versos en tan gran cantidad que, a la postre, mi cabeza se llen de tantas ninfas. Venus y ambrosas que ms pareca Parnaso que cabeza.

  • Segunda parte: Una oscura presencia

  • Captulo sexto

    XJ/N los aos siguientes, los sucesos que viv fueron los mismos con los que tropieza cualquier persona a lo lar-go de su vida y que, por ende, no tienen mayor relevancia c|ue la de dejar constancia del paso del tiempo. Me convert en el criado discreto que los Reyes esperaban de m. Apren-d espaol con diligencia, me acomod a los menesteres de |)alacio y tom buena nota de cuanto haba que saber para estar entre los sirvientes de los Reyes.

    Pronto fui conocido por mi inteligencia y por la cor-dura que saba poner en mis intervenciones, y con astucia y buena intencin gan voluntades y aprecio. No obstante, y siendo tan intrincada y llena de simulaciones la vida en palacio, no siempre todos estuvieron de mi lado, ni yo pude estar del lado de cualquiera. Era preciso tener claras las jerarquas de fidelidades y, despus, navegar con bue-na mano y mejor fortuna. Y eso hice durante todos esos aos. ^

  • 48

    Conoc por entonces a una joven con quien trab una profunda y duradera amistad. Se trataba de una muchacha que llevaba ya algunos aos en palacio, muy favorecida de la Reina, extranjera tambin y con el mismo signo con que la naturaleza me haba sealado a m. Se llamaba Brbara Asqun, y por aquel entonces ya todo el mundo la conoca por Maribrbola.

    Maribrbola viva en Espaa desde haca algn tiem-po. Haba aprendido con soltura su oficio y, aunque no ha-ba perdido el deje alemn que imprima a sus palabras, se haca entender con toda claridad. Si algo la caracterizaba era su capacidad para ver siempre ms all de lo que apa-rentemente significaban las cosas, fruto ms que de su inte-ligencia, de una sagacidad nacida de la desconfianza y la incertidumbre a la que la vida le haba sometido siempre. Eso le haca mirar con recelo a cuantos desconoca y a mostrarse fra y altanera con aquellos que intentaban tomar diversin a su costa. Aunque tena fama de hosca, yo le co-noc tales arrebatos de alegra y un desvelo de bondad para conmigo que desmienten toda esa maledicencia. Su frase preferida, que murmuraba siempre en alemn, ante el des-concierto de los dems, era man tragt das Licht in sich, es decir, la luz se lleva dentro.

    Tambin a m me ense a buscar esa luz. Y aunque nunca alcanc para m mismo la paz que ella era capaz de lograr, aprend de sus palabras y de sus obras la manera de hacerlo. Si en alguna ocasin puedo permanecer ensi-mismado atendiendo a mi interior, a ella se lo debo.

    Slo recuerdo haberle visto perder el dominio de s en una ocasin. Fue con la llegada de un mensajero alemn, natural de Mnchen, que fugazmente pas por Madrid. Durante los das que permaneci en palacio, Maribrbola frecuent su compaa, entusiasmada por las miles de his-

  • 49

    torias que l saba rememorar de su Alemania amada. Sin duda, aquel hombre tena la habilidad de contar las cosas con una desusada amenidad, pero fue su cortesa tan viril la que hizo que Maribrbola se sintiese enamorada. Con segu-ridad que l ni siquiera pens en ello cuando deposit en su mano una medallita que tena grabada la silueta de la Vir-gen, pero ella la tom como un tesoro y durante aos se la vi llevar engarzada en uno de sus collares favoritos.

    Fue gracias a Maribrbola por lo que conoc a Velz-quez. La ocasin la depar una de esas desgracias a las que los que son como yo estamos tan habitualmente expuestos.

    Una noche en la que haba habido fiesta en palacio, volva yo a mi habitacin tras buscar en el piso bajo reme-dio a un terrible dolor de muelas. Concentrado en mi dolor, traa un candelabro encendido para iluminar mis pasos. Al fondo de la galera divis a tres hombres y al punto recono-c al conde de Aguilar entre ellos, el cual tena sobrada lama de pendenciero. Ellos, al verme con el camisn y las luces, debieron de pensar que nada mejor que un bufn noctmbulo para acabar la fiesta, as que se escondieron y, lio pudiendo evitarlos, al pasar junto a ellos, el conde me sali al paso y me detuvo con la espada en la mano.

    -Detente ah, alma en pena, fantasmilla errante, y da-nos cuenta de adonde te encaminas en el corazn de la noche.

    Pronto descubr, por la forma de hablar, que el conde estaba borracho, as como los otros dos que le acompaa-ban y que me rodearon para unirse a la chanza.

    Uno me sujet del camisn y tir de m hacia atrs. Otro me ech la capa por encima e hizo como si intentara iitraparme.

    -No te escapars, bribn, lechuza noctmbula! Me resguard en la pared y a los tres les rogu por fa-

    vor que me dejasen ir, que no era ai la hora ni la ocasin

  • 50

    para andar con aquellas bromas. Pero ellos no me escucharon y siguieron su juerga. Fue entonces cuando el conde, con la punta de su espada, intent llevar las cosas al extremo.

    -A ver si el fantasmilla tiene pajarillo -dijo entre las carcajadas de la comparsa que le rea las gracias.

    Tan grande era el malestar que me provocaba el dolor de muelas y el temor de no saber dnde iran a parar aque-llas bromas que, tan pronto vi dirigir la punta de la espada a mi vientre, me revolv como un bicho y, sin pensarlo dos veces, lanc el candelabro contra el bromista. Deb de gol-pearle en la misma frente, pues el conde se derrumb ipso facto, mitad por el dolor, mitad por la sorpresa con que res-pond a su ataque. Los otros dos se quedaron paralizados, sin saber si atender al conde o ensartarme con sus espadas, y esa indecisin la aprovech yo para salir huyendo y aden-trarme, sin luz, guiado nicamente por mi conocimiento de palacio, por un pasillo oscuro hasta mi alcoba. Desde all o las maldiciones de quienes me buscaban y los gritos de dolor de quien yo crea haber mandado al otro mundo con el golpe. Permanec en absoluto silencio, procurando no ser descubierto, espantado bajo la almohada por la terrible des-gracia que acababa de sucederme.

    Por qu. Dios mo, he sido tan vehemente?, pens. Tendra que aceptar que todos daran la razn a aquel ru-fin, por ms que hubieran de morderse la lengua para ha-cerlo. Y yo me haba atrevido no slo a defenderme, sino incluso a atacarle.

    Cuando por fin cesaron las carreras, me asom al ventanal. En la habitacin de abajo haba luz. Probablemen-te, Anita se haba sobresaltado con los gritos. Haca viento esa noche. En el jardn de la Priora, el ciprs ms alto, blanqueado por la luna, se dejaba mecer hacia donde la co-rriente lo llevaba. Durante un rato fij mi atencin en el

  • 51

    pice de su copa. Yo tena que ser como ese rbol, cuya fuerza resida en no oponerse frontalmente a la violencia del viento. Y, en cambio, me comportaba de modo estpido, como un arbolillo engredo que cree que sus races podrn sostenerlo por s solas firmemente en tierra.

    En ese desnimo record el refrn que siempre deca mi padrino cuando erraba en sus hechos: Tropezar y no caer, adelantar camino es. Y pens que, como fuese, tena tjue sostenerme en pie y no dejarme abatir. En ese propsito regres al lecho y, antes de dormirme, repet una y otra vez i'l refrn, procurando apaciguar as mi inquietud.

    Al da siguiente, an no poda creer lo que me haba sucedido. Acud a las cocinas como si lo desconociera todo, listaba aterrorizado de que, en cualquier momento, el conde (le Aguilar o alguno de sus acompaantes me cercenase el i iieilo al doblar una de las esquinas. Pero pude comprobar i|ue nadie hablaba de ello, como si en realidad nunca hubie-se sucedido o nadie se hubiera enterado.

    Me extra aquel silencio. Y, asustado como estaba, decid ir a ver a Maribrbola para pedirle consejo. Llegu a su habitacin casi temblando. Ella se hallaba inclinada sobre i'l joyero, ensartando piedras, una de sus aficiones preferidas. No hizo ms que volverse y slo con verme, el pelo hecho lireas, sin peinar, y la cara trmula, adivin mi situacin.

    -No me digas, Nicols, que fuiste t quien anoche iili/. con un candelabro al conde de Aguilar?

    -De qu me hablas? -pregunt, intentando disi-

    -No te hagas el tonto. En palacio es difcil no ente-1111 se de lo que ocurre.

    -Cmo lo sabes? -Anita escuch anoche el tumulto y despus les oy

    Imblar.

  • 52

    -Entonces debe de saberlo ya todo el mundo. -No temas, nadie lo sabe an. Y, adems, sospecho

    que el conde de Aguilar no correr la suerte de airear este asunto.

    -Por qu dices eso? -Aqu todo el mundo tiene algo que ocultar, Nicola-

    sillo, y el conde no querr que se sepa de qu nido vena a esas horas. Si tuvieras los ojos abiertos y los odos atentos, en vez de dedicarte a hacer esas barrabasadas, te guardaras mejor las espaldas. Anita dice que, si hubiera sido por los que le acompaaban, habran levantado las piedras hasta encontrarte, pero el conde les hizo detenerse. Su compromi-so con una doncella de la Infanta le obliga a guardar silen-cio. No se arriesgar a dar publicidad a lo ocurrido.

    -Entonces crees que no me buscar? -No estoy segura. Aguilar es un hombre muy renco-

    roso. Por eso he pensado que ser mejor que vayas a ver a Diego Velzquez.

    -El aposentador? -No encontrars otro hombre en palacio dispuesto a

    echarte una mano. l es el nico que nos tiene un aprecio sincero. Lo ha demostrado en muchas ocasiones. Y, ade-ms, s que detesta al conde de Aguilar. Piensa que har in-feliz a esa muchacha que l tanto quiere.

    -Quin es ella? -Mara Sarmiento, una de las damas de la Infanta. -De verdad crees que Velzquez podr ayudarme? -Al menos no va a ayudar al conde, de eso estte se-

    guro. -Y qu le digo? -Dile sencillamente lo que te ha ocurrido. Y dile

    tambin que te he enviado yo. Si puede hacer algo por ti, te aseguro que lo har.

  • Captulo sptimo

    Yo o saba que a Velzquez se le poda encontrar en el Obrador del cuarto bajo del Prncipe, por la tarde. Apro-vechaba esa hora para pintar, cuando la luz del sol era ms estable. Por la maana acuda a sus obligaciones de aposen-tador. Daba las rdenes del da, haca el recuento de las ne-ii'sidades, informaba al furrier y a los despenseros, dispo-na las ceremonias... Despus, cuando lograba que todo se pusiera en marcha, se retiraba al Obrador, tomaba los pin-ic-les y trabajaba en sus cuadros.

    Yo le haba visto en muchas ocasiones, sobre todo en I antecmara del Rey, adonde sola ser llamado con fre-cuencia para departir con Su Majestad, pero nunca haba hiiblado con l. Siempre lo haba mirado con curiosidad y I espeto, pues saba que era uno de los hombres ms estima-ilus del Rey. Reflexivo, profundo, mesurado, se deca que (Ion Felipe sola pedirle consejo en los asuntos ms dispares V que, en muchas ocasiones, incluso lo segua.

  • 54

    En cuanto a su arte, siempre le haba tenido yo profunda simpata por la manera y asiduidad con que sola pintarnos. Recin llegado conoc el cuadro de don Sebastin de Morra, por el que el maestro Alonso senta una especial predileccin, y que durante un tiempo permaneci colgado en las paredes de la escuela, junto al caballero de la bola del mundo. Pero, sobre todo, llevaba siempre en mi retina el retrato de mi padrino, don Diego de Acedo, que pude ver una tarde en la Galera del Cierzo y ante el que me qued boquiabierto, porque pareca mirarme, serio, inteligente, con los libros y el ajuar de la Es-tampilla, como si me dijese: Toma ejemplo, Nicols.

    Llegu, pues, tras subir la escalera que conduca al segundo piso, a la antesala del Obrador y me apost en el umbral por ver si se oa algo en su interior. Un pequeo tro-piezo me hizo golpear la puerta.^

    -Quin anda ah? -o decir desde el interior. Tmidamente empuj la puerta y asom la cabeza. Velzquez estaba al fondo, de pie, acompaado por

    otro hombre que se hallaba sentado y que, al verme, dijo: -Hazle pasar. -Pasad, quienquiera que seis -dijo Velzquez. -Seor, quiz interrumpo. Volver en otra ocasin. -No, acrcate -me orden Velzquez-. A ti no te co-

    nozco. Quin eres? -Me llamo Nicols, seor. Nicols Pertusato. -Ah, he odo hablar de ti. T debes de ser Nicolasi-

    Uo, el milans que vino mientras yo estaba en Roma. Me acerqu algo intimidado. Era la primera vez que

    hablaba con Velzquez, y de cerca me pareci ms severo que a distancia.

    -Eres t de quien dicen que eres repentista? -Algunas invenciones puedo hacer, seor, pero sobre

    todo soy recitador.

  • >

    (

    55

    -Y es verdad, como dicen, que sabes recitar la Divi-na Comedia en italiano?

    -Slo algunos cantos, seor. El caballero que estaba sentado se incorpor y dijo: -De verdad conoces ese libro? Sabras recitar algu-

    nos versos del Infierno? -Dejad al muchacho -dijo Velzquez. -Un momento, don Diego. Este nio despierta mi cu-

    riosidad. -Vos no conocis la curiosidad. Es un sentimiento

    que dudo mucho que poseis. -Pues lo poseo, don Diego, aunque vos lo dudis. No

    olvidis que la curiosidad es alimento de la tentacin. Re-cuerdas algn verso del Infierno? -insisti.

    Me hablaba desde el fondo y no le vea bien la cara. Pens que era una buena ocasin de hacerme estimar

    ante un hombre principal como pareca, as que cerr los ojos, permanec unos segundos en silencio y, cuando cre tener ordenados en mi memoria los versos ms conocidos del canto, comenc con el tono grandilocuente y afectado que, segn don Alonso, deba exhibir:

    Per me si va ne la citt dolente, per me si va ne I 'etterno dolore, per me si va tra la perduta gente.

    -Ah, esperad un momento, esperad a que me siente (lijo el desconocido, con tanto gozo que dese acomodarse

    iinii mejor-. Continuad.

    Giustizia mosse il mi alto fattore; facemi la divina potestate, la somma sapienza e il primo amore.

  • 56

    Dinanzi a me nonfuor cose crate se non etterne, e io etterna duro. Lasciate ogni speranza, voi ch 'ntrate.'

    -Ja, ja, ja! -ri el hombre muy complacido, mientras insinuaba quedamente un aplauso-. Excelente! Me encan-tar orte ms a menudo.

    -Cuando queris, seor. -Cmo has dicho que te llamas? -Nicols Pertusato, seor. -Don Diego, quiero que Nicols est tambin en el

    cuadro. An habr que decidir dnde. Pero debe estar. Es el nico que se ha esforzado en conocer los caminos del in-fierno. Bien merece una recompensa en esa eternidad que buscis, no os parece?

    -Si segus imponiendo condiciones -dijo Velz-quez-, no lograris la obra que tan ufanamente me habis prometido.

    -Eso dejadlo de mi mano. Vos cumplid con vuestra parte.

    El hombre tom el sombrero y sali de la penumbra en la que se hallaba. Pas junto a m e, inclinndose un poco, volvi a decirme:

    -A ver, recita otra vez el ltimo verso, despacio. No me hice de rogar. -Lasciate ogni speranza, voi ch'ntrate. -Creo que sois un jovencito inteligente. Y no me ex-

    plico cmo no he reparado antes en vos. Volveremos a ver-nos, Nicols.

    ' Por m se va hasta la ciudad doliente, I por m se va al eterno sufrimiento, / por m se va a la gente condenada. // LM justicia movi a mi alto arquitecto; / hzome la divina potestad, I el saber sumo y el amor primero. // kntes de m no fue cosa creada I sino lo eterno, y dur eternamente. / Dejad, los que aqu entris, toda esperanza.

  • 57

    Fue la primera vez que vi a aquel hombre. Inmediata-mente advert que entre Velzquez y l no exista una rela-cin afectuosa; ms bien tuve la impresin de que un lazo indeseable una a ambos. Pero si algo me sorprendi poste-riormente fue mi incapacidad para rememorar su rostro. Una niebla disipaba sus rasgos en mi memoria, lo cual, dada mi capacidad de retentiva, me pareci extraamente singular.

    Cuando sali el hombre, Velzquez permaneci de espaldas a m, mirando la luz que entraba por el nico ven-tanal entreabierto. Despus se dej caer en unas jamugas y permaneci ensimismado. Slo al cabo de un rato pareci darse cuenta de que yo an estaba all.

    -Qu deseas? Por qu has venido? No saba qu decir. Por el cansancio de su rostro,

    imaginaba que no era el mejor momento para hablarle de lo que me ocurra. Pero tampoco tena mucho tiempo para du-darlo.

    -Seor, Maribrbola me aconsej que viniera a verle. -Barbrica? En ese caso, dime. Pocas cosas podra

    negarle a esa muchacha. Desconoca qu deuda tena contrada con Maribr-

    bola, pero aprovech el entusiasmo. As que, de una vez, le cont lo sucedido e implor su ayuda.

    Cuando acab mi relato, don Diego permaneci en si-lencio mirndome. Despus se levant y se coloc frente a un lienzo en el que haba varias figuras abocetadas. Tom el pincel y dio unas pinceladas. Sin mirarme, volvi a hablar.

    -Has odo lo que ha dicho ese hombre? -pareca que no me haba escuchado y segua pensando en el caballero que acababa de salir-. Quiere que ests en el cuadro que voy a pintar. Has tenido suerte de venir en este momento, Nicolasillo, pues mientras l lo desee nada puede ocurrirte.

  • 58

    De todas formas, no se lo digas a nadie, y si alguien se atre-ve a acusarte, nigalo. Yo procurar decir dnde estabas a esa hora.

    -Pero, seor, no deseara que por mi culpa... -Olvdate, Nicolasillo, no es la verdad lo que ahora

    importa. La verdad aqu no ayudar a la justicia y, por tan-to, no ser yo quien favorezca una injusticia que beneficie al conde de Aguilar. Si algo te ocurriese, mndame aviso.

    -Gracias, seor. Iba a salir cuando volvi a hablarme: -Ah, y aprndete bien los versos que te solicit Ner-

    val. Pueden salvarte la vida. Fue la primera vez que o ese nombre: Nerval.

  • Captulo octavo

    Jj/SA misma semana tuve noticias de que el Rey se liiiba interesado por m para posar en un cuadro. Fue mi piidrino -desde haca algn tiempo as llamaba a Acedo-(liiien me lo comunic.

    Alguien golpe la puerta de mi habitacin, gritando. Sal al pasillo a medio vestir, sin poder ver bien quin me llamaba, hasta que logr sacar la cabeza por el hueco de la camisa y vi a Maribrbola, con su cara blanca de nieve, dndome la noticia.

    Volv dentro y procur vestirme con celeridad. Eleg iiiu) de mis mejores atuendos, un jubn de terciopelo y ca-misa con follados, pues el esmero en la indumentaria era lina de las obsesiones de mi padrino: No andes, Nicols, ilcsieido y flojo; que el vestido descompuesto da indi-1 IOS de nimo desmazalado, sola decirme, repitiendo de

  • 60

    memoria los consejos que don Quijote daba a su escudero, un libro que lea asiduamente, de un tal Cervantes, que pocos conocan y que Acedo ensalzaba siempre lleno de entusiasmo.

    An andaba vistindome cuando apareci en mi alcoba Jernimo, su criado. Le di un abrazo afectuoso. Al igual que a mi padrino, haca casi un ao que no le vea. Si antes era alto, ahora, adems, haba adquirido una redoblada corpulen-cia. Siempre que nos encontrbamos me recordaba la maa-na en que nos conocimos en el barco. Me bes la frente.

    -Ahora hablis espaol mejor que yo, don Nicols. -Qu alegra me da verte, Jernimo! Le hice pasar y, mientras me informaba de cmo les

    haba ido en todo ese tiempo, termin de arreglarme. Cuan-do al fin estuve listo, bajamos al lugar de la cita. Al entrar en el cuarto no vi a nadie, pero inmediatamente reconoc su inconfundible olor a tabaco que inundaba la estancia y pronto vi el humo que, como una chimenea, se elevaba tras uno de los butacones.

    -Padrino! -Ven ac -le o decir-, ven ac, granuja. Como siempre, era grandioso verle. Alegre, seguro

    de s mismo, con el color verde resaltando en alguna parte de su indumentaria, como un tributo que pagase agradecido a la ilusin y al buen nimo con que afrontaba la vida.

    Haba engordado desde la ltima vez que lo viera, y quiz esa redondez que la gordura aportaba a sus facciones le confera un aspecto ms bonachn y templado, en con-traste con el hervidero que siempre haba sido.

    -Padrino, qu alegra veros de nuevo. -Ven a mis brazos, Nicolasillo. Me abraz fuertemente con grandes aspavientos, be-

    sndome una y otra vez con su peculiar afectuosidad.

  • 61

    -Cunto has crecido, Nicolasillo! -dijo, alejndome con los brazos, como si contrastase mi altura con la de su recuerdo.

    -Padrino, por favor! -exclam rindome-. No he crecido ni un centmetro desde la ltima vez que me visteis.

    -Tonteras! Cmo que no has crecido? Quin se atreve a decir que no has crecido? Ests hecho un hombre, Nicols. Ven ac y sintate. Tengo muchas cosas que decir-te y muy poco tiempo. Por eso te he mandado llamar con Jernimo.

    -Poco tiempo? Acaso no vais a quedaros? -Maana parto para Sevilla. -Tan pronto, seor? -El Rey me ha encomendado un asunto de su inters.

    Es molesto viajar a Andaluca en estas fechas, en las que es posible derretirse por el camino. Pero yo mismo he solicita-do del Rey ese encargo. Deseo volver a contemplar quiz por ltima vez esa ciudad. Bien sabes que all conoc a la mujer ms hermosa de cuantas puso Dios en mi camino, y no me gustara morirme sin volver a verla.

    -Seor, creo que os interesa ms esa mujer que Se-villa.

    -Las dos. No hay una ciudad como sa, Nicolasillo. Y si el Conde Duque no hubiera muerto, me habra marcha-do con l bajo aquellos cielos.

    -Cunto me gustara ir con vos, padrino. -Tu puesto est aqu, Nicols. Anda, cuntame, qu

    li;is hecho durante todo este tiempo? Prefer no enturbiar su alegra contndole lo sucedido

    ion el conde de Aguilar. -Nada importante, seor, sobrevivir. -Cmo dices eso? -se incorpor asombrado-. Mis

    iinlicias son muy otras. El Rey ha dado rdenes de que se

  • 62

    cuide especialmente tu vestuario, piensa aumentar tus ra-ciones y, adems, tengo entendido que desea hacerte una merced que slo a muy pocos sirvientes concede.

    -Acaso piensa otorgarme tambin racin de nieve? -Olvdate de esas frusleras, Pertusato -siempre que

    quera espolear mi amor propio me llamaba as, Pertusato-. Deberas poner tu inters en otros gajes.

    -Ya lo s, seor. Tambin Maribrbola me lo dice, pero, de vez en cuando, preferira disfrutar de esas frusle-ras, como vos llamis a esos pequeos goces. A ella, sin tanto esfuerzo, la Reina le ha puesto racin de nieve para este verano.

    -Maribrbola sabe lo que se hace, y t deberas aprender. No te quepa duda de que esa muchacha llegar le-jos. Y t, si fueras listo, deberas pensar en casarte con ella cuando fueses un hombre.

    -Si se enterara le dara un ataque de risa. Pero deje-mos las bromas. De qu dignidad me hablabais?

    -El Rey quiere que ests en el cuadro que va a pintar Velzquez.

    -Por todos los cielos! Tambin el Rey? -Cmo que tambin el Rey? -Parece que ahora les ha dado a todos por que yo

    aparezca en el cuadro de Velzquez. Hace unos das tam-bin lo exigi el husped ese que llaman Nerval.

    Vi que mi padrino se senta confundido al or aquel nombre.

    -Nerval? Qu sabes de l? -Slo le he visto una vez en casa de Velzquez y Ma-

    ribrbola me dijo que cree que es un enviado del Papa que viene a encargar algn retrato.

    -Tengo que confesarte que ese extranjero me tiene confundido.

  • 63

    -Por qu decs eso? -Fue l quien le insinu al Rey que deberas estar en

    ese cuadro. Durante ms de una hora estuvo hablando con el Rey de pintura. Y algunas de sus ideas parecieron com-placerle. De dnde le viene esa influencia? Cmo es que ha llegado a palacio y todo el mundo se pliega a sus de-seos?

    -Debe de ser un caballero principal, pues tambin Velzquez parece dejarse guiar por l.

    -Pues a m, ser que ms sabe el demonio por viejo, me parece un intrigante. Deberas cuidarte de l. Aunque tampoco le hagas ascos a la fortuna de haberle cado en gracia.

    -Es sa la sorpresa que me reservabais? -Te parece poco? Acaso te has vuelto a la infancia

    hasta preferir esas frusleras de la nieve? -A nadie le amarga un dulce, padrino. -Tienes la insufrible virtud de buscar salida para

    lodo. De momento, presta atencin, aguza tu entendimiento y procura que nada ponga en peligro tu presencia en ese cuadro. Es un paso para la Cmara y no puedes desaprove-charlo.

    Se levant y, agarrndome de la mano, tir de m, con su prisa habitual. Me hizo acompaarle hasta la Estam-pa, donde haba de recoger algunos documentos, y por el camino no dej de aconsejarme una y otra vez sobre mi fu-iiiio, como si en su sabidura de viejo atisbase que algo im-|)i)i (ante me estaba ocurriendo.

    I

  • I Captulo noveno

    D< 'os das despus de mi encuentro con Acedo, fui llamado por el rey Felipe. Un revuelo inusual se form a mi alrededor, como si aquella llamada fuera a cambiar no slo m vida, sino tambin la de todos aquellos que en torno a m procuraban mi progreso con sincero inters. Mi aya, Mancisca Guijuelo, pareci volverse loca de contento. Y durante todo el da anduvo preparando los ropajes de ter-ciopelo y aderezando los encajes de los puos y el cuello. Decidi que vistiese de color rub, que, segn ella, daba ms seriedad y nobleza a mi figura, y anduvo toda la noche NII coger el sueo por temor a que se nos pasara la hora de la audiencia.

    El mismo don Alonso, que tan seguro se senta de mis aprendizajes, se present de inmediato en palacio, en pli-na noche, tras haber llegado a sus odos que el Rey, ines-

  • 66

    peradamente, haba solicitado mi presencia. Estaba nervio-so, con la color demudada, y mientras yo lavaba mi cabello, no dejaba de hacerme observaciones sobre las preguntas que podra recibir de Su Majestad y cmo, segn l, deba responder.

    Tal inters y desazn percib en todos, que acabaron por ponerme nervioso tambin a m, como si de aquella en-trevista dependiese el curso de mi vida. Y en verdad que, visto con el paso del tiempo, no s si reconocer que tal vez la cambi.

    El Rey me recibi en su Cmara, cosa ya anormal en-tre los criados, a los que hablaba al vuelo y nunca con au-diencia. Antes de entrar, el gentilhombre de Cmara me habl con una atencin desusada, como si de repente me hubiese convertido en alguien importante, y me aconsej que con-testara todo cuanto el Rey me preguntase con discrecin y verdad. Que no fuera presuntuoso, ni pretendiese buscar la respuesta ms conveniente, sino slo aquella que respon-diese a la verdad, pues el Rey, por encima de cualquier otra cualidad, buscaba la sinceridad de sus subditos.

    Yo ignoraba el porqu de tanto requilorio, tanta pre-vencin y desasosiego; y aunque no se me ocultaba lo an-malo de ese deseo del Rey por conocerme, no saba cmo iba a comportarme de forma distinta a como lo haca diaria-mente, pues mientras unos me pedan afectacin, otros me aconsejaban naturalidad.

    La entrevista dur acaso diez minutos. Cuando entr en la Cmara, el Rey se hallaba sentado en su silln. Pare-ca esperar con expectacin mi presencia por la manera en que me mir. Frente a l hice las tres reverencias que don Alonso me haba recomendado con tanta insistencia, sin fi-jar los ojos en su persona. Cuando por fin levant la cabeza y vi su rostro, sent una turbacin inesperada. Dios mo,

  • 67

    era el Rey! Su cara me pareci inmensa, muy blanca, con los labios intensamente rojos y los ojos claros, clavados en m. En aquel instante cre que era distinto a todos los hom-bres que haba conocido, como si la majestad se le traslu-ciese en todo su cuerpo, en su indumentaria, en su forma de hablar, en el movimiento de unas manos blanqusimas que parecan llevar llamas en las puntas de los dedos. Sin des-viar la vista, me pregunt cmo me llamaba y desde cundo estaba en palacio. Yo dije mi nombre con claridad, como me haba enseado el maestro Alonso, pues, segn l, la se-guridad con que decimos nuestro nombre refleja la firmeza de nuestro carcter.

    Le extra a Su Majestad no haberme visto durante todos esos aos y yo le contest que andaba ocupado en mi aprendizaje y que an no haba entrado a servir en la Cma-ra. Entonces vino a preguntarme si era verdad que haba te-nido algn tropiezo con unos nobles de palacio, lo cual me sobrecogi de tal forma que pens que sa era la razn por la que me haba llamado. Intent una disculpa, aunque in-mediatamente, para ms desconcierto, fui interrumpido:

    -Pero acaso intentas enredarme tambin a m? -dijo on un tono agrio que me hizo temer lo peor-. Si quieres es-lar a mi lado, nio, tienes que contestar todo lo que yo te pregunte. T no eres ms que una prolongacin de mis ojos y mis odos. Y slo si es as, si realmente eres el ojo por el i|ue veo y el odo por el que oigo, podrs continuar en pala-cio. Entiendes?

    -Entiendo, Majestad. -Me han dicho que agrediste a unos caballeros. -Slo pretenda escaparme, Majestad. -Escaparte de qu? -De sus burlas. Majestad. -Tanto te ofenden las burlas?

  • m

    -Segn de quien vengan, seor -contest, intentando no parecer insolente.

    -Poco cuerpo para tanto orgullo, no te parece? No quise responder y permanec en silencio, con la

    cabeza agachada, esperando que l decidiese. Entonces, ja-ms lo olvidar, se alleg hasta m y ponindome la mano en la frente me oblig a levantar la cabeza.

    -Si quieres estar a mi lado debers guardarte el or-gullo.

    -Seor, har todo lo que Vuestra Majestad mande. Lo dije as, tal como me haba insistido don Alonso,

    con la cabeza levemente agachada, pero con una emocin sincera que debi de traslucrseme.

    -Sabes que el maestro Velzquez me ha pedido per-miso para pintarte en un cuadro? Te gustara?

    -Majestad, creo que no merezco esa merced. -Quin te ense a hablar as? -Don Alonso, seor. Se ech a rer. -Ese Alonso terminar haciendo prncipes a los cria-

    dos. Desde maana, Nicolasillo, vivirs con Velzquez. Es-tars bajo sus rdenes y a su servicio hasta que d fin al cuadro. Despus, ya veremos qu se puede hacer por ti.

    Tom la borla del llamador en su mano y tir de ella. Se abrieron las puertas y acudi el gentilhombre. Al despe-dirme, el Rey pos su mano sobre mi cabeza y dijo:

    -Nicols, alguien me ha dicho que t sers el ltimo de todos nosotros y podrs verlo y contarlo todo. As que anda con los ojos bien abiertos para cuando precise de tu informacin.

    Cuando sal de la Cmara me pareci que era otra persona distinta a la que haba entrado. Aquella frase con la que me haba despedido Su Majestad, y que no lograba en-

  • 69

    tender, no la haba escuchado slo yo. Igualmente la haba odo el gentilhombre de Cmara, que se hallaba en aquel momento all. Este la comunic como un chisme al camare-ro mayor, y ste al sumiller, y el sumiller al ayuda de C-mara, quien fue con la historia al aposentador, Jos Nieto, que fue el primero en preguntrmelo.

    -A ver, Nicolasillo: por qu el Rey te dijo eso? Qu quiso decir con que t seras el ltimo, el que habras de contarlo?

    Jos Nieto no era hombre de mi simpata. En varias ocasiones haba recriminado a mi maestro la liberalidad con que me trataba, y una y otra vez le haba insistido en que deba esforzarse ms en domear mi orgullo. En realidad, a travs de m intentaba clavar sus dardos en mi padrino Ace-do, pues en el fondo segua creyndole el causante de la lo-cura en que vino a caer su antecesor, Marcos de Encinilla, el que mat a su mujer, y cuya historia an persegua infun-dadamente a mi padrino.

    Por eso permanec callado, sin contestarle, y porque yo mismo no acertaba a comprender bien qu me haba c|iierido decir el Rey.

    Nieto mantuvo an su paciencia en los lmites de la cortesa y con falsa amabilidad volvi a hablarme:

    -Nicols, eres an un nio y por eso crees que lo que fl Rey te ha dicho te pertenece a ti solo. Pero has de saber i|iie, entre criados, es nuestro deber ayudarnos, decirnos los unos a los otros las noticias que puedan influir en nuestras vidas, Y quiz, sin que t te des cuenta, lo que el Rey te (hjo puede servir a otros de ayuda.

    Continu callado, intentando, eso s, no exasperarle, pero dispuesto a no soltar prenda.

    -Tambin yo s cosas -dijo ahora, enrojeciendo de lili al ver mi persistente silencio-. S que el conde de Agui-

  • 70

    lar anda buscando a un enano que intent desfigurarle la cara y s, adems, quin fue ese enano. Ya ves: los criados podemos ayudarnos, a veces con la palabra, pero tambin con el silencio.

    Toda la vileza de su alma reapareci en la malvola insinuacin. Us la palabra enano con la crueldad que le era habitual, con el mismo desprecio con que desde haca aos vena malquerindome.

    Unos das antes, esa insinuacin me habra hecho temblar, pero ahora era un arma intil, sin posibilidad de alcanzarme, pues el mismo Rey, con su audiencia y protec-cin, era ya un escudo contra cualquier ataque. Por eso no respond tampoco a su amenaza y slo abr la boca para decir:

    -El Rey me ha comunicado que a partir de maana ir a vivir con Velazquez a la Casa del Tesoro; quiere que est all mientras pinta el cuadro que prepara.

    Solicit su permiso para marchar, y al ver que nada consegua de m, se dej llevar por la clera:

    -T, sabandija, vas a durar muy poco en palacio! Te ests haciendo muchos enemigos!

    Pero tampoco eso me intimid, pues el mismo Rey me haba augurado larga vida en palacio, y la amenaza de Nieto no pasara de ser una barrabasada.

  • Captulo dcimo

    A. L.L da siguiente me traslad a la que llaman la Casa del Tesoro, cercana al jardn de la Priora, donde viva Velz-quez. Y a partir de ese momento comenz uno de los perio-dos ms extraordinarios y vertiginosos de cuantos hasta hoy 111' vivido. Tres meses en los que una extraa urdimbre de sucesos fue colocndome en el centro de un acontecimiento inesperado. Meses en los que nunca entend bien qu ocurra y t|ue slo ahora refiero con otra conviccin, porque el tiem-po y los hechos, a la postre, me han hecho comprender.

    Velzquez me acomod en la parte baja de la casa, (li'sde donde se ve el patio de las cocinas y en el mismo iiiiiito donde en ocasiones haba dormido Juan Pareja, su cstlav, ahora felizmente manumitido y que por ello haba iili|iiilado habitacin fuera de palacio, aunque todos los das iisista con Velzquez a su trabajo del Obrador.

  • 72

    All conoc a doa Juana Pacheco, esposa de Velaz-quez, mujer sensible donde las hubiera, pero a quien el peso de las responsabilidades de su marido haba obligado a mantener siempre tal estado de vigilia y atencin que ape-nas si tena ocasin de mostrar su sensibilidad y buenas do-tes para las artes, pues, adems de la pintura, tocaba con gran desenvoltura el lad. Bajo su aspecto de rusticidad se adivinaba una mujer culta y con gran juicio artstico, aun-que slo en privado y en contadsimas ocasiones sola dar muestras de ello. Conservaba un dejo de su habla materna andaluza, mucho ms notorio que en su marido, lo que la dotaba de una gracia singular.

    Durante el tiempo que viv en aquella casa, doa Jua-na mostr una inquietud exagerada. En realidad fue aquel desasosiego el que en los primeros das confund con algu-na aversin personal. Pues nada ms llegar, me di cuenta de que mi presencia all no era de su agrado. A cada rato vena yo oyndole repetir aquello de no cabamos en casa.... Lo deca por m, pero tambin por Nerval, que en aquellos das entraba y sala a su antojo como si de un miembro ms de la familia se tratase.

    Recuerdo que en una ocasin, confundido an por el desconocimiento de las dependencias, sub a la Bovedilla y, al cruzar ante la que despus supe era la alcoba de mis protector res, o a doa Juana decir a Velazquez que o se llevaba al nio o se llevaba al fnebre, pero que dos eran demasiados para darles de comer y cuidar de sus ropas. Pens que con lo del fnebre se referira a Nerval, lo que, la verdad sea dicha, era la manera ms acertada de llamarle, por ms que yo detes-te en mi corazn los motes que tanto me hacen sufrir. Ec cuanto al nio, no haba duda de que se trataba de m.

    Aquello me doli; pero, precisamente por ello, procu-r desde ese mismo da ganarme el afecto de doa Juana,

  • 73

    y con mis buenos recursos de interpretacin que ya vena ejerciendo, pues desde los primeros das en palacio me di cuenta de que el afecto de los dems era la garanta de mi vida, intent que trocase aquella aversin en cario. Y no me fue difcil, a decir verdad, pues a las pocas semanas, con el trato, el corazn de doa Juana se enterneci poco a poco tomando el calor preciso del afecto. En cambio, res-pecto a Nerval, su animadversin creci hasta el aborreci-miento. Y ese desprecio estuvo a punto de arrastrarme a m con l.

    En cierta ocasin, hallndome yo en las cocinas tra-tando de secar unas calzas junto al fogn, vi que ella dibu-jaba en un papel. Sin desviar la mirada de donde la tena puesta, me pregunt si no echaba de menos a mi madre. Yo le contest que a cul. A lo que ella volvi a pregun-tarme si por acaso tena yo ms de una madre. Yo le dije que en mi vida haba muchas mujeres. Ella se ech a rer. Ni que fueras un don Juan, dijo. Pregunto por tu ma-dre, no por otras mujeres, insisti. Y yo, a mi vez, volv a responder que esas mujeres a las que me haba referido eran mis madres, que incluso ella lo era ahora, y que cuando tuviese que dejarles la echara de menos. Retir entonces el papel de su vista, alarg la mano y se lo alej del rostro. Volvi a llevarlo hacia s y pint otra vez. Des-pus lo cotej de nuevo.

    -Ven aqu y mira; a ver qu te parece. Ante mi sorpresa, me di cuenta de que me haba esta-

    do dibujando y me maravill de la verdad y dulzura con que haba reflejado mi perfil en aquel papel. Tan bien me pare-ci que no se me ocurri otra cosa que decirle que pintaba romo su marido, a lo que ella se apresur a decir que ni se MU' ocurriera mencionarlo y menos delante de don Diego, i|uc le tena prohibido hacer muestras de su don.

  • 74

    Le ped que me dejase conservar aquel retrato, y al contestarme supe que ya lo haba pensado.

    -Nicols, si quieres conservar el dibujo tienes que hacerme un favor.

    -Pedid, seora. -Como parece que vas a estar mucho tiempo con mi

    marido, me gustara que me contases qu habla con ese Nerval en el Obrador. Adonde van por las tardes y qu fas-cinacin ha producido ese extrao en el bueno de don Die-go, que parece ver slo por sus ojos.

    Me sorprendi la confidencia, debo decirlo. Pero pre-sent, an sin mucha claridad, que esas confidencias, la po-sesin de revelaciones de unas y otras personas, me otorga-ban cierto poder con respecto a ellas. Y recordando lo que tantas veces me dijera mi padrino, escucha en todas par-tes, habla slo de lo que te sea favorable, acept la enco-mienda.

    Me regal doa Juana en aquellos das, al ver mi gus-to por la escritura, adems del dibujo, un pliego de papel que ella misma haba doblado en octavas y despus cortado y cosido por el lomo: un cuaderno que poda llevar conmi-go a cualquier lugar. Y como era mi deseo desde los tiem-pos de don Alonso escribir cuanto me ocurra, aprovech el regalo para intentarlo y de ah la costumbre que hasta hoy he conservado de poner por escrito, en cuadernillos, anota-ciones y recuerdos, fechados todos, que en muchas ocasio-nes me han servido para traer a la memoria lo que el olvido trata de ocultar tras sus nieblas. Cuadernitos de memoria, los llamo, y tengo ms de siete en la alacena, junto a los li-bros, y si no hubiese sido por ellos, tal vez ahora no tendra fuerzas para contar tan por menor los sucesos que narro 4

  • Captulo undcimo

    D, 'URANTE el tiempo que viv con Velzquez, a ex-cepcin del medioda, en que tena permiso para ir a las co-cinas, visitar a Francisca, mi ama, y jugar en los jardines con mi perro Moiss, pasaba el da entre el Obrador y la Casa del Tesoro.

    Desde muy temprano iba a la galera donde tena en-comendado limpiar los pinceles y ordenar los tarros, as como barrer las dependencias del Obrador para cuando He-lasen los pintores. A veces, Velzquez apareca por las ma-iiaiuis, aunque no era habitual. Por el contrario, quien s es-taba conmigo durante todo el da era Juan Pareja.

    Pareja haba sido siempre esclavo de Velzquez y, .Hinque en aquellos das slo trabajaba como pintor, en rea-lidad segua comportndose como si fuese su criado. En toda mi vida he conocido a una persona ms entusiasta que

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    l, y si no hubiese sido por su compaa y el afecto que me puso, no hubiera soportado la soledad de aquellas paredes.

    A divertido, nadie le ganaba. Sola contar cuantos chistes pasaban por su mente y siempre tena a punto algn chascarrillo para aplicarlo a cualquier situacin. En el si-lencio del taller se arrancaba sin pudor con unas cancionci-Ua procaces y jocosas que a m me hacan partir de risa.

    An recuerdo la que se traa con una duea malhu-morada que siempre andaba maldicindole. En cuanto sta sala y cerraba la puerta. Pareja, gesticulando con los bra-zos, se pona a cantar:

    Una vieja se hall un lindo espejo perdido, y luego que en l se vido en el suelo lo estrell porque le dio gran mohna de ver su horrible visin.

    Y remedaba a la duea, con un pauelo en la cabeza y tales ademanes que los dems nos moramos de risa. Con Velzquez, en cambio, procuraba mostrarse ms serio, pero incluso el maestro a veces le sonsacaba y le haca volver a sus bromas.

    La primera vez que le vi me choc su presencia, pues, como era mulato, posea una maravillosa mezcla de caracteres. Sin ser alto, era de una robustez esplndida. Sus movimientos eran grciles, muy acompasados, y con un im-pulso a la danza que le haca estar siempre moviendo los pies. Pareca que llevase el ritmo en el cuerpo y, cuando pintaba, era todo un espectculo verle mover los hombros y gambetear cada vez que se retiraba del cuadro para obser-var sus pinceladas.

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    -El ritmo en las manos, Juan, no en las caderas -le sola decir Velzquez, a quien pona nervioso tanto meneo.

    Su rostro posea una seriedad impecable, lo que con-trastaba an ms con su exagerado sentido del humor. La nariz ancha y los labios gruesos, as como la fijeza de sus ojos y el cabello encrespado, le otorgaban el aire confuso de