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DIRECTORIO Octubre 2017
Año 5, número 60
Director José Luis Barrera Mora
Editor
Luciano Pérez
Coordinador Gráfico Juvenal García Flores
Asistente de editor
Norma Leticia Vázquez González
Web Master Gabriel Rojas Ruiz
Consejo Editorial Agustín Cadena
Alejandro Pérez Cruz Alejandra Silva
Fabián Guerrero Fernando Medina Hernández
Ave Lamia es un esfuerzo editorial de:
Director
Juvenal Delgado Ramírez
www.avelamia.com
Reserva de Derechos: 04 – 2013 – 030514223300 - 023
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Ave Lamia
@ave_lamia
ÍNDICE
EDITORIAL 3
IMAGEN DEL MES “EL CARCAJ DEL AMOR” Ana Bick 5
MATA HARI José Luis Barrera 6
MEDIO MILENIO DE LA
REFORMA LUTERANA
Luciano Pérez 11
PERDER
Adán Echeverría 16
EL GNOMO MALO
Luciano Pérez 23
CINCO RECUERDOS GUARROS
Hosscox Huraño 29
ISMAEL RODRÍGUEZ Y SU
DISCURSO DE LA
RESIGNACIÓN
Tinta Rápida 32
CHARLAS SOBRE EL DIABLO
Martín Lutero
(De “Charlas de sobremesa”, del
doctor Martín Lutero, traducción
del alemán y selección por
Luciano Pérez) 35
SOBRE LOS AUTORES 39
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No deberíamos ser tan obsesivos
con los ciclos, pero con los años
que cargamos a cuestas ya no es-
tamos tan seguros de la existencia
de un porvenir y contamos uno a u-
no los momentos que rememorar.
Cierto es que por más que se le
busque, tenemos más camino anda-
do que por andar, y que por más a-
contecimientos que queramos agre-
gar a nuestras alforjas, nunca lle-
garan a ser tantos como los que de-
jamos atrás. Una confesión tan pura
como la que hizo Neruda en su au-
tobiografía “Confieso que he vivido”.
Los que hacemos Ave Lamia, confesamos que hemos vivido intensamente durante estos
cinco años en que mes con mes hemos estado al tanto de las publicaciones que se incluirán en el
número por venir. Hemos vivido con gran emoción los acontecimientos culturales que vale la pena
rememorar: Nacimientos y muertes de artistas, estrenos de películas y lanzamientos de discos,
siempre buscando que el recuerdo salga desde el corazón, tanto en los recuerdos festivos o lo
que sin serlo forman parte de la memoria de la humanidad como las guerras y los asesinatos.
Hemos vuelto a vivir al recordar nuestra infancia en los muchos artículos que rememoran los
hechos antes relatados. Pero también sabemos que nuestros artistas han vivido con pasión cada
texto que nos han hecho llegar y que atesoramos con gran devoción. Es decir, llegamos al año
seis viviendo, y seguiremos viviendo en cada línea de nuestros artistas de la letra y en cada
imagen de nuestros artistas plásticos.
Pero por sobre todas las cosas hemos vivido para hacer vivir a nuestros lectores, a quienes
les debemos un agradecimiento por su lealtad y loca obsesión por la cultura. Y tanto artistas como
lectores tenemos que agradecer a nuestro web master que se embarcó en esta travesía junto con
nosotros y nos ha llevado a buen puerto, Porque seis años se dicen fácil, pero representan 60 edi-
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ediciones más cuatro de terror y una más por venir; se trata de cerca de 2600 páginas escritas por
nuestros autores, que significan más de 450 colaboraciones, que dicho de manera más clara son
450 emociones acontecidas y plasmadas en papel (y en nuestro caso trasladadas al pixel).
Y ahora más que nunca hemos de ensalzar el cierre de otro ciclo, que tal como lo dictó en
su oráculo nuestra señora Lamia, se tiene que celebrar junto con las Posadas Malditas de octubre,
y con nuestro especial de terror, Amén.
Después de la celebración debemos de seguir trabajando en pos del año seis que a punto
está de llegar. Pero antes de comenzar el otro ciclo, cerraremos como se ha dicho con nuestro
Especial de Terror número cinco, que ya está listo e inquieto por salir a espantar a quien se deje.
Juntos, todos quienes hacemos la revista, y con 450 emociones a cuestas, decimos a modo
de brindis: Confesamos que hemos sufrido.
José Luis Barrera
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"Amo a los militares. Los he
amado siempre y prefiero ser la
amante de un oficial pobre que
de un banquero rico"
Margaretha Geertruida Zelle
a vida está llena de
personajes muy in-
teresantes, lo mismo
siendo héroes o antihéroes,
y es que el atractivo no ra-
dica en la validez moral del
fin con el que actúan, y de
acuerdo a la naturaleza hu-
mana, la gente con tenden-
cia hacia la maldad tiene
características intelectivas
que los hacen ser enigmáti-
cos y por supuesto suma-
mente llamativos, y curio-
samente cuando este per-
sonaje es del sexo feme-
nino, el atractivo es mucho
mayor.
Por esto hablaré de
una mujer que conquistó a
hombres poderosos, con
clara predilección por los
militares, como nadie lo ha
hecho, y cuyo nombre real
era Margaretha Geertruida
Zelle, quien adoptó el nom-
bre javanés de Mata Hari.
El otro seudónimo que uti-
lizó era el de Lady McLeod,
utilizando el apellido de su
marido Rudolph, del que se
separó cuando uno de sus
dos hijos, Norman John,
falleció a causa de compli-
caciones por la sífilis conta-
giada por su padres, aun-
que hubo alegatos de posi-
ble envenenamiento por
parte de un sirviente nativo
de la pareja al que el capi-
tán McLeod le dio malos
tratos, e inclusive acusacio-
nes de asesinato por parte
de Margaretha Zelle en
contra de su marido.
El matrimonio con
Rudolph McLeod era ya u-
na muestra de su predilec-
ción por hombres de la mi-
licia, ya que luego de que
ella respondiera a un anun-
cio de este capitán veinte
años mayor que ella solici-
tando esposa ("Oficial des-
tinado en las Indias Orien-
tales Holandesas desearía
encontrar señorita de buen
L
Mata Hari José Luis Barrera
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carácter con fines matri-
moniales". Sólo se pedía u-
na carta con referencias,
pero Margaretha añadió u-
na fotografía, convencida
de impresionar al capitán, y
luego de mantener una bre-
ve correspondencia, se lle-
vó al cabo la boda el 11 de
julio de 1895 en Amster-
dam, cuando ella tenía 18
años. Una vez casados,
McLeod es nombrado co-
mandante del primer bata-
llón de infantería en Java,
y es ahí en donde acontece
la muerte del hijo, lo cual
es un duro golpe para un
matrimonio deteriorado de
tiempo atrás, y el capitán
se fuga de ese dolor por
medio de la bebida. Se dice
que es en este punto, y a
causa de la soledad, en
donde Mata Harí comienza
a apasionarse aún más del
baile y la cultura javanesa.
Lo cierto es que a la muerte
de la madre se andaba for-
jando un pasado en la India
en el seno de una familia
de brahamanes, dejando
de ser hija de su padre bio-
lógico Adam Zelle, el mo-
desto sombrerero holandés
al que sus vecinos apoda-
ban el Barón, por sus deli-
rios de grandeza y sus cos-
tumbres extravagantes. A
los seis años, Margaretha
fue matriculada en el cole-
gio más caro de la ciudad y
enviada a clase, el primer
día de curso, en una carre-
tela dorada tirada por dos
cabritas blancas enjaeza-
das como para unos espon-
sales principescos. Las bur-
las de sus compañeras no
hicieron mella en la futura
Mata Hari, que descubrió
pronto el placer de verse
convertida en el centro de
todas las miradas. Una de
sus compañeras diría años
más tarde que "era diferen-
te de las demás, y en su
naturaleza estaba el deseo
de brillar".
A su separación en
1902, pese a que ella tuvo
en principio la custodia del
hijo que les sobrevivió, el
marido la apartó del mismo
con el argumento de la vida
disoluta y viciosa que llevó
en la isla. Entonces tiene
algunos intentos fallidos pa-
ra ser modelo de artistas
parisinos con el seudónimo
que adopta a partir de su
nombre de casada, a ma-
nera de mancillar el apelli-
do; sin embargo por el poco
éxito de su incursión como
modelo el propósito no tuvo
el efecto deseado. Es así
que después de padecer u-
na seria crisis económica,
un poco más tarde decide
regresar a París, pero aho-
ra aprovechando los cono-
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cimientos adquiridos de la
cultura javanesa, y gracias
al pelo negro que le heredó
su madre, se hace pasar
por una princesa de Java,
lo que le va ganando fama
en sus espectáculos de
strip- tease, que para 1905
le ganan un renombre y en
París ya se peleaban por
conseguir boletos en pri-
mera fila en los espectácu-
los de danza exótica y eró-
tica que representaba, y en
los cuales pese a que se
desnudaba casi completa-
mente, nunca mostró sus
pechos, a decir de muchos
por darle pena el pequeño
tamaño de ellos; aunque
de acuerdo a la versión de
ella, era porque en los ata-
ques sufridos por parte de
su ex marido, éste le había
mordido los pechos y le ha-
bía hecho perder el pezón
izquierdo.
Usaba un currículo
completamente amañado,
en donde decía: “Mi madre,
gloriosa bayadera del tem-
plo de Kanda Swany, murió
a los catorce años, el día
de mi nacimiento. Los sa-
cerdotes me adoptaron y
me pusieron Mata Hari, que
quiere decir `pupila de la
aurora'". Además decía que
en la pagoda de Siva a-
prendió los sagrados ritos
de la danza. Con esta fal-
sía, acompañada de unas
contorsiones sensuales y
misteriosas, que se adosa-
ban a un cuerpo hermoso
prácticamente desnudo (a
excepción, como ya se se-
ñaló, de los senos que eran
cubiertos de una cúpula de
bronce), se dispuso Mata
Hari a conquistar el mundo
desde el Museo de Arte
Oriental de París, en una
función promovida por el
coleccionista y fundador del
mismo Émile Étienne Gui-
met. Con tan solo leer la
crónica del 18 de marzo de
1905, de La Presse, se
puede dar cuenta de que
los parisinos quedaron fas-
cinados: "Mata Hari es Ab-
saras, hermana de las nin-
fas,de las Ondinas, de las
walkirias y de las náyades,
creadas por Indra para la
perdición de los hombres y
de los sabios".
Este éxito obtenido
le permite ser una cortesa-
na sumamente cotizada,
por lo que ella termina se-
leccionando a gente pode-
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rosa tanto de la vida polí-
tica y por supuesto la mili-
tar. En tanto que se codea-
ba con amantes poderosos
y tenía protectores acauda-
lados, fomentaba su leyen-
da relatando su vida de mu-
chas maneras diferentes,
tanto que ya nadie sabía a
ciencia cierta quién era y
de dónde venía. Tuvo con-
tratos suculentos en teatros
de las grandes capitales
europeas, sin lograr nunca
actuar en el Teatro Odeón
de París, y tampoco logró
ser siquiera recibida por el
empresario ruso, fundador
de los Ballets Rusos, Ser-
guéi Diáguilev.
En tanto que Mata
Hari actuaba en Berlín, el
mundo se convulsionaba
con el inicio de la Primera
Guerra Mundial. Es en la é-
poca en que era la amante
del Jefe de la Policia de e-
sa ciudad, y más tarde se
enreda en un romance con
Eugen Kraemer, cónsul ale-
mán en Amsterdam y jefe
del espionaje de su país,
quien piensa en ella para
obtener información de los
militares tranceses. Es en-
tonces que a cambio de su-
mas considerables de dine-
ro, Mata Hari acepta con-
vertirse en la agente H 21,
Pero la bailarina era ambi-
ciosa, y tal como había he-
cho siempre con los amo-
res, decidió jugar a dos ba-
rajas y convertirse en agen-
te doble. Es así que se o-
frece en París al capitán
Georges Ladoux, quien se
encontraba al frente del
Servicio de Espionaje y
Contraespionaje francés. A
partir de ese momento, La-
doux se dedica a seguir
todos sus pasos y a vigilar-
la de cerca. Una mujer que
no puede pasar desaperci-
bida, resulta ser una pési-
ma espía. Si además es
propensa a la mentira, al
embrollo y a acostarse con
cualquier apuesto caballero
con tal de que tenga un par
de galones, las cosas por
supuesto tienen sus compli-
caciones.
Pero en realidad ella
estaba muy enamorada del
oficial ruso Vadim Masslov
(último amante de Mata Ha-
ri), varios años más joven
que ella. Es así que sus
complicados asuntos de al-
coba entre Madrid, Amster-
dam y París, acelerarán su
caída y su detención acu-
sada de espionaje. En el
interrogatorio se volverían
contra ella sus últimas an-
danzas con la milicia:
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"Desde junio de 1916 ha-
béis entrado en relación
con los militares de todas
las nacionalidades que es-
taban de paso en París. Así
el 12 de julio habéis almor-
zado con el subteniente
Hallaure. Del 15 al 18 de ju-
lio habéis vivido con el co-
mandante belga De Beau-
fort. El 30 de julio salisteis
con el comandante de
Montenegro, Yovilchevich.
El 3 de agosto con el sub-
teniente Gasfield y el capi-
tán Masslov. El 4 de agosto
os citabais con el capitán i-
taliano Mariani. El 16 al-
morzábais con los oficiales
irlandeses Plankette y
O'Brien, y el 24, con el ge-
neral Baumgartem".
El listado continuaba
y aquí fue cuando Mata Ha-
ri aseguró que amaba a los
militares de todos los paí-
ses y que sólo se acostaba
con ellos por placer, no pa-
ra sacarles información. Es
probable que esa fuera la
única verdad que dijo en su
vida. El tribunal francés la
acusó de alta traición y la
condenó a muerte sin prue-
bas concluyentes. En parte,
para subir los ánimos de un
país en guerra, al que se le
ofrecía una sensacional e-
jecución con intenciones e-
dificantes. Murió con una
serenidad inusitada el 15
de octubre de 1917. Ves-
tida y maquillada como pa-
ra una gran ceremonia, no
permitió que le taparan los
ojos y miró sin rencor a los
oficiales del pelotón de fu-
silamiento. Nadie reclamó
su cadáver.
Mata Hari es sin duda uno
de esos personajes atracti-
vos y enigmáticos que ha
dado inspiración para infini-
dad de biografías, docu-
mentales y una serie en
programación por la panta-
lla chica de Telemundo. Y
por supuesto, el cine no po-
día dejar de lado a esta
misteriosa bailarina y espía,
en donde cabe mencionar
tal vez como la más icónica
la película de 1931, dirigida
por George Fitzmaurice, e
interpretada por la gran di-
va Greta Garbo, en una ac-
tuación memorable. Y hay
dos cintas más que tal vez
por el recuerdo de este
gran filme mencionado no
tuvieron el éxito que preten-
dían: una, de 1964, dirigida
por Jean-Louis Richard, y
actuada por la reciente-
mente fallecida Jeanne Mo-
reau, y la otra de 1981, de
Curtis Harrington, con el
sex symbol de los setentas
y los ochentas Sylvia Kristel
como protagonista.
11
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uando el 31 de oc-
tubre de 1517, hace
quinientos años, el
fraile agustino y profesor y
doctor en teología Martín
Lutero clavó sus 95 Tesis
contra las indulgencias en
la puerta de la capilla del
palacio de Wittenberg, no
pensaba que revoluciona-
ría al mundo. Y sin embar-
go, sin saberlo, lo hizo. Él
sólo quería reformar a la I-
glesia Católica, para que
ésta se condujera de a-
cuerdo a la Escritura, y no
por lo que el Papa y los
Concilios dictaminasen, ya
que uno y otros podrían e-
quivocarse. Por lo tanto,
nunca fue su intención
acabar con el catolicismo,
sino hacerlo más cristiano.
Sin embargo, el Papa y
sus altos clérigos se dieron
cuenta perfectamente de lo
que significaría dicha refor-
ma de la Iglesia: el aniqui-
lamiento de ésta.
Lutero es una de las
grandes personalidades de
la historia alemana, quizá
entre las más característi-
cas y atractivas, junto con
Goethe y Nietzsche. Preci-
samente a partir de él es
que Alemania se coloca
por primera vez en el prin-
cipal plano de los aconteci-
mientos mundiales. Con su
traducción de la Biblia fun-
dó prácticamente la lengua
alemana, hasta entonces
desperdigada en multitud
de dialectos: a partir de Lu-
tero el alemán se unifica
para ser un idioma que se
habla y entiende entre to-
dos los alemanes, no im-
porta a qué región o reli-
gión pertenezcan. En ese
idioma se desarrollarían
prodigiosas literaturas y fi-
losofías que serían el a-
sombro del mundo.
Por supuesto que
Lutero nunca tuvo tampoco
la intención de crear un i-
dioma para una cultura,
aunque lo haya hecho. To-
do lo que a él le interesaba
concernía únicamente a lo
religioso, a lo cristiano. Na-
cido en Eisleben, un pue-
blo de Turingia, el 10 de
noviembre de 1483, en el
día de San Martín, fue hijo
de un minero con recursos,
de modo que el padre pu-
do enviar a Lutero a la es-
cuela, si bien no le gustó
nada el que luego éste se
hiciese monje agustino en
el claustro de Erfurt. A di-
ferencia de otros monjes,
Lutero tomó muy en serio
su condición, y se sometió
al severo régimen discipli-
nario del convento; él por
sí mismo, no porque se lo
impusieran, pues ya para
ese tiempo no se hacía
tanto énfasis en las reglas
monacales.
Además, el joven
Lutero también tomaba en
serio un libro que desde si-
C
Medio milenio de
la Reforma
luterana Luciano Pérez
12
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glos atrás había perdido
importancia para la propia
Iglesia: la Biblia. Se empe-
ñó en aprender hebreo pa-
ra entender el Antiguo Tes-
tamento, algo que no era
común. Y su griego no era
el aristocrático de Homero
o Platón sino el plebeyo
del Nuevo Testamento
(más tarde Erasmo de Ro-
tterdam haría una edición
confiable de éste, que fray
Martín aprovecharía para
su traducción). Se dio
cuenta además de que la I-
glesia se regía más por la
teología intelectualista de
Tomás de Aquino (es de-
cir, de Aristóteles) que por
la Escritura. Por lo tanto,
Lutero se hizo ferviente an-
titomista, y para esto se a-
poyó fuertemente en el
santo de su orden, San A-
gustín, quien hablaba más
al corazón que al intelecto.
Sin embargo, seguía
obediente a los mandatos
católicos. Fue destinado a
la universidad de Witten-
berg, donde se hizo profe-
sor y doctor en teología. Y
ocurrió que en 1511 fue
enviado, para asuntos con-
cernientes a su orden mo-
nacal, a Roma, y quedó
horrorizado con lo que vio:
el Papa y los altos clérigos
se habían vuelto paganos.
Es que estaba ahí en ple-
nitud lo que hoy conoce-
mos como el Renacimien-
to. Aquí cabe recordar có-
mo se lamentaba Niet-
zsche, de que un humilde
agustino se escandalizara
al encontrarse en Roma
con que los placeres y las
alegrías de los viejos días
grecorromanos habían
vuelto, habían renacido (de
ahí Renacimiento), y se
prodigaban en las esferas
eclesiásticas. El Papa era
más entendido en la anti-
güedad grecolatina que en
la Biblia, y el clero vivía en
la riqueza y en la ostenta-
ción, dado a todo tipo de
pecados. ¿Por qué, se pre-
gunta Nietzsche, tuvo que
llegar este entrometido de
Lutero a estropearlo todo?
Porque entonces
fray Martín se decidió a
que eso tenía que cambiar,
aunque de momento no
sabía cómo. Y llegó la gota
que derramó el vaso. De a-
cuerdo a la doctrina cató-
lica, hay muchas almas en
el Purgatorio, que sufren y
necesitan salir de ahí; la
Iglesia ofreció que, me-
diante un pago, llamado in-
dulgencia, sería posible
hacer más leve el sufri-
miento del alma, e incluso
sacarla del Purgatorio, si
los pagos eran lo bastante
sustanciosos. En Witten-
berg se presentó un domi-
nico llamado Tetzel, el en-
cargado oficial de poner en
Alemania a la venta las in-
dulgencias, recabar el di-
13
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nero y enviarlo al Papa. In-
dignado, Lutero escribió en
contra de las indulgencias
95 Tesis, que clavó en la
puerta del castillo de dicha
ciudad, como ya mencio-
namos el principio. Fue su
primer paso en la rebelión
contra Roma. Todavía no
rompió con ésta, sino que
sólo pedía que la iglesia se
ciñese a la Escritura, y era
obvio que en ésta no se
decía nada acerca de pa-
gar indulgencias por las al-
mas. Es más, la Biblia no
hablaba de que hubiese
Purgatorio, salvo un párra-
fo evidentemente apócrifo,
carente por completo de
inspiración divina.
Roma reaccionó, y
ordenó a Lutero que se re-
tractase de sus Tesis. El
monje fue a Leipzig a de-
fenderlas ante doctos en-
viados por el Papa, y la
discusión terminó en em-
pate. Lutero fue ahondan-
do más en sus ideas, de tal
modo que proclamó que la
Biblia estaba por encima
de lo que dispusiera el Pa-
pa; decir eso era imposible
en esa época, y no cayó
bien entre los clérigos, pe-
ro sí entre muchas perso-
nas, incluso príncipes. El
emperador Carlos V, que
no quería tolerar en sus te-
rritorios ninguna disidencia
contra la religión católica,
ordenó que se llamase al
monje ante su presencia,
en la ciudad de Worms,
donde tenía que renunciar
a todo cuanto había dicho,
o atenerse a las conse-
cuencias, que no podían
ser otras que la de ser con-
denado y quemado.
Lutero no era cobar-
de. Hablaba fuerte y con
sólidos argumentos, de
modo que surgieron nume-
rosos partidarios de él por
toda Alemania, que ya es-
taban hartos de los curas.
Entre ellos estaba su pro-
pio príncipe, Federico de
Sajonia, quien no quiso
que su súbdito fuese sin
protección ante el empera-
dor, y éste se vio obligado
a conceder un salvocon-
ducto, con el cual el agus-
tino no podía ser maltrata-
do y se le permitía volver a
su ciudad. Carlos V aceptó
a regañadientes, pues ne-
cesitaba a Federico para
futuras batallas. Así que en
1520 se vieron frente a
frente Lutero y el empera-
dor. Este último era muy
joven, y en ese momento
su capitán Cortés estaba
destruyendo a Tenochtitlan
(que se rindió en 1521).
Años después se arrepen-
tiría Carlos V de no haber
estrangulado a Lutero con
sus propias manos ahí
mismo, en Worms; pero no
podía hacerlo, pues la sala
estaba llena de alemanes
que gritaban loas y ánimos
al fraile rebelde.
Lutero fue muy firme
ante el emperador y los en-
viados papales: no se re-
tractaba de nada, a menos
que, mediante la Escritura
14
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y la razón, se le demos-
trara que estaba equivoca-
do. Pero la disposición
pontificia era contundente:
no había nada que discutir,
sólo quedaba el someti-
miento incondicional. He a-
quí lo que pontífices de
nuestros días como Juan
XXIII y Juan Pablo II la-
mentaron como una insen-
sibilidad por parte de la I-
glesia de entonces: Lutero
debió ser escuchado y dar-
le cauce a sus inquietudes.
El que no se haya hecho
así trajo devastadoras con-
secuencias: la división del
mundo cristiano en católico
y protestante.
A Lutero lo tuvieron
en Worms de pie horas y
horas y estaba sediento, y
entonces un príncipe ale-
mán le ofreció al monje u-
na cerveza fría, que le
cayó de maravilla. El poeta
Heine ha recordado este
hecho como uno de las ac-
tos de piedad más grandes
que se han realizado. Sin
decidirse nada, Carlos V
acabó la reunión, y dejó ir
a Lutero, sólo con la orden
de no salir de los límites de
la región sajona. Era un
gran triunfo para el rebelde
haber salido con vida de
Worms. No obstante, Fe-
derico de Sajonia sabía del
peligro que aún corría su
súbdito, y le dio un lugar
seguro donde refugiarse
durante un tiempo, el cas-
tillo de Wartburg, donde se
dedicaría a su célebre tra-
ducción de la Biblia original
al alemán.
Por supuesto que el
Papa no podía ceder nada,
y proclamó primero la
excomunión y luego la
expulsión de Lutero de la
Iglesia. Dejaba éste de ser
fraile, y en adelante sólo
sería doctor. Escribió trata-
dos para defender sus i-
deas ante Alemania y ante
el mundo, y se le dio la ra-
zón en muchas partes.
Algo que en particular le
preocupaba era el porqué
la Iglesia se basaba más
en las buenas obras y los
méritos para la salvación, y
no en la fe en Cristo. Es
decir, que para el catolicis-
mo bastaba con hacer el
bien para que Dios lo re-
compensase a uno. Pero
ese hacer el bien consistía
en pagar diezmos y dar li-
mosnas, en obedecer al
clero, honrar a los santos y
sus respectivas reliquias, y
darle prioridad al Papa an-
tes que a la Biblia. Lutero
dijo que nada de esto tenía
valor ante Dios. Pero es
más, ni siquiera una con-
ducta irreprochable y un
corazón lleno de bondad
bastaban, porque lo pri-
mordial era tener fe en que
Dios nos concediese la
gracia de su perdón. Ser
bueno no garantizaba na-
da, sólo Dios sabe quién
era digno de Él y quién no,
al margen de cualquier o-
bra que se hiciera.
15
www.avelamia.com
Eso fue el golpe
mortal a la Iglesia Católica,
y Lutero se hizo de mu-
chos amigos, pero también
de enemigos. Erasmo fue
muy amigo de Lutero, pero
a partir de que éste quedó
fuera del catolicismo, se
distanció de él. Ya sin la
posición eclesiástica, Lute-
ro se casó con una monja,
Catalina von Born, y tuvo
varios hijos. Él era de ca-
rácter alegre, tocaba el
laúd, cantaba, bebía y co-
mía bien; después de la
comida le gustaba hablar
de sus temas favoritos, co-
mo el del Diablo. Y hasta
su muerte en 1546 prodigó
su palabra, en medio de
los arduos problemas polí-
ticos y sociales de Ale-
mania, como la guerra
campesina, en la que des-
empeñó un polémico pa-
pel.
Surgieron nuevas
iglesias, llamadas protes-
tantes, en Alemania, Es-
candinavia, Países Bajos,
Suiza, que se basaban en
lo predicado por Lutero.
Hubo nuevos reformadores,
como Zwinglio y Calvino,
que si bien traían otras in-
terpretaciones de la Escri-
tura, no hubieran logrado
impulsar sus credos sin el
ejemplo del célebre ale-
mán. Y en eso consistió la
revolución realizada por és-
te: en haber demostrado
que era posible oponerse a
una institución poderosa
como la Iglesia Católica y
poder vivir sin ésta. El ca-
tolicismo no se acabó, pero
perdió todo el poderío que
tuvo durante la Edad Me-
dia. Cierto, Lutero colocó
en lugar del Papa como au-
toridad a la Biblia. Pero
también ésta, dos siglos
después del inicio de la Re-
forma, comenzó a ser cues-
tionada y llegó la se-
cularización. Y hoy, que es-
tamos libres de la Iglesia y
de la Biblia, no podemos
menos que recordar los
500 años de esa Reforma
que, sin pretenderlo, inició
el camino hacia nuestra li-
beración.
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uando Roberto
Suárez atentó con-
tra su vida, bebién-
dose una botella de ácido
muriático, no pensaba más
que en los errores que ha-
bía cometido, que lo cerca-
ban a todas horas y pare-
cían observarlo por los rin-
cones con sus ojitos azu-
les. Dejó de disfrutar las
fiestas como estaba acos-
tumbrado. Los errores ale-
teaban en su mente. Inten-
taba resarcir uno y atrás
brincaba otro que le caía
encima, como un furioso
gato. Sus amigos cercanos
tuvieron que darse cuenta,
pero pensaron: Sabe lo que
hace, seguro sabe en qué
se está metiendo. El que se
atrevía con un discreto No
lo hagas, recibía un regaño:
No vengas a decirme qué
está o no está bien, eres el
primero en disfrutar lo que
te doy. ¿Cómo crees que
saco para pagarte la ropa
que traes puesta?
El truene con su no-
via, que dos meses des-
pués se casara con Martín
Guzmán, amigo de ambos,
tuvo que importarle a Ro-
berto aunque dijera lo con-
trario. Algo se quebró en su
interior, y no había forma
de repararlo, ni de sumirlo
en los desperdicios de su
alma. Azucena era lo único
incontaminable que le que-
daba. La única que podía
salvarlo de ese naufragio al
que estaba corriendo con
premura. ¿Para qué me en-
gaño?, se sinceró de pie
junto al estéreo de la sala
de su casa, sosteniendo
entre sus manos los pape-
les de la última auditoría.
Esa tarde los había sacado
de la oficina, a escondidas.
El lunes comenzarán a pre-
guntar por los resultados.
No me presentaré. Tengo
que buscar tiempo. ¿Dón-
de?
Acostumbrado a ves-
tir bien, a gastar dinero sin
medida, había tomando el
dinero de la empresa don-
de se desempeñaba como
administrador, pensando en
reponerlo luego, pero los
enredos de un alcohólico
no tienen salida. Más si se
ocasionan invitando y pa-
gándole la fiesta a todos e-
sos parásitos que siempre
rodean a un hombre nece-
sitado de amistades, y te-
meroso de la soledad.
Por el mismo proble-
ma de la bebida Roberto
Suárez perdió a la chica. A-
zucena lo amaba, o al me-
nos así lo creía; sin embar-
go, después de cada fiesta
Roberto prefería mandarla
a casa y seguir la juerga.
Martín Guzmán llegaba a
visitarla cuando Roberto se
regresaba a la fiesta. Las
pláticas se hicieron conti-
nuas, aprovechaban para
salir a caminar por las tar-
C
Perder
Adán Echeverría
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des, cenar por las noches.
De muchas fiestas Azuce-
na, aburrida de verlo beber,
se quitaba con Martín Guz-
mán. Incluso Roberto ha-
blaba por teléfono a Martín
para ver si le hacía el favor
de pasar por su novia y así
zafarse de ella.
Fiestas intermina-
bles, donde Roberto asu-
mía los gastos. Le encanta-
ba ser el centro de atrac-
ción, esa capacidad sin
desenfado para soltar el di-
nero. Rodeado de amigos,
de compañeros que disfru-
taban con él. Necesitaba
complementar una vida de
miseria por la confusión de
no poder identificarse con
la doble moral de la socie-
dad a la que pertenecía, no
podía hablar de sus prefe-
rencias. Odiaba tener con-
ciencia y no era feliz con
los recuerdos de hombres
que lo poseían de la forma
que su cuerpo necesitaba.
Daba dinero para que lo
quisieran, para que no lo
abandonaran.
Y cuando estaba a
punto de decidir mostrarse
tal cual era, vino la audi-
toria. No tenía otra salida
más que huir o enfrentar la
cárcel. ¿Huir, adónde? “No
tengo un solo centavo”. Se
dio cuenta que la soledad
era un monstruo enorme
que se lo había tragado.
Sentía estar habitando el
estómago de algún dios e-
nano, un dios fallado que
no tenía más ganas que vo-
mitarlo. Un dios disoluto y
contrahecho que lo vomita-
ba para mirarlo y mofarse
de él; le apretaba las pier-
nas, le golpeaba la cabeza
con un mazo pénico, le
mordía la nuca: “Así te gus-
ta, perrita, ¿verdad?, así te
gusta que te tenga”. Un
dios deforme y contrahe-
cho, jorobado, giboso, de
piernas cortas y con el
miembro enorme, lo perse-
guía al cerrar los ojos, y ha-
bitaba la casa, paseándose
a gusto por las paredes.
Déjame en paz, decía Ro-
berto acostumbrado a su
presencia. Aventando los
papeles robados a la em-
presa, quemándolos en un
bol de porcelana donde
acostumbraba preparar las
ensaladas que tanto dis-
frutaban los amigos que ve-
nían a cenar. Déjame en
paz, gritaba, dejándose ca-
er en el sofá. El dios con-
trahecho se trepaba en el
brazo del mueble: “Me das
asco, niñita, todo lloroso y
ridículo, nadie me quiere,
nadie me quiere, me siento
solo, me siento solo bu bu
bu, me das asco”. Nunca
estás sólo, imbécil, me per-
teneces desde hace mu-
cho.
Cállate. Roberto iba
del sofá al mueble del esté-
reo, se asomaba por las
ventanas hacia la calle, co-
rría hacia la recámara y de
ahí a la cocina, para regre-
sar al sofá. Cállate, maldito,
cállate. En la mesa queda-
ban dos líneas de coca de
la fiesta. Se inclinó y aspiró
una. Echó para atrás la ca-
beza. El enano había desa-
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parecido. Su voz aún flota-
ba sobre sus ojos. “Me per-
teneces, ja”, reía Roberto.
“Qué bien, ahora vendrán
las pesadillas a controlar-
me. Está en que lo per-
mita”.
Se levantó y hacer-
cándose al estéreo subió el
volumen. La voz de Ana
Torroja inundó el espacio
expulsando el residuo del
dios enano. Roberto levan-
tó el bol de porcelana y ver-
tió las cenizas en el lavade-
ro. Buscaba tiempo. El lu-
nes comenzarán a pregun-
tar por el resultado de la
auditoría. Llamarán de nue-
vo a los auditores. “Van a
buscarme. No tengo nada
en las tarjetas. Necesito un
préstamo. El banco no me
dará crédito”. “Eres mío”,
escuchó que cantaba una y
otra vez Ana Torroja desde
el estéreo. Y ahí estaba
sentado en el sofá, el mis-
mo Roberto frente a sí mis-
mo. Se miró y dudó. Miró
sus manos mientras enjua-
gaban el bol en el agua
corriente.
Tocaban a la puerta,
y el bol se cayó de sus ma-
nos rompiéndose al chocar
con el suelo. Roberto se
detuvo. “Siempre has sido
mío, me perteneces”, se
descubrió diciendo. El otro
Roberto estaba ahora mi-
rando por las cortinas hacia
la calle. “Hey, tú”, dijeron
los dos. Roberto caminó
hacia sí mismo y se miró
frente al espejo del baño.
Lloraba, y se mojaba el ros-
tro en el lavabo. La cruda y
la mala noche comenzaron
a reventarle las neuronas,
los ojos nublados de lágri-
mas, mirando el espejo y el
reflejo burlándose de su
condición: “maldito contra-
hecho, maldito miserable,
eres el que me está miran-
do, el que todo lo ve, eres
tú, ¿Qué miras?”, decía a
cada rato. Tocaban a la
puerta pero no sentía de-
seos de conectarse con la
realidad.
Era un pedazo hu-
mano. El timbre sonaba sin
detenerse. Un zumbido se
agigantaba, inundándolo to-
do. Irritado, el mecanismo
eléctrico del anuncio de al-
guien en la puerta, le grita-
ba que abriera: “Abre, hi-
jueputa”. Roberto imaginó
que era la policía, que
pronto lo tendrían en un
cuarto oscuro, con barrotes
de hierro y que la luz no lo
tocaría.
Se miró vilipendiado
por otros reos. Sabrían en-
seguida de su condición de
tipo frágil. Él, que tenía tan
buenas maneras, acostum-
brado a ropas de telas pre-
ciosas, a vestir siempre a la
moda, las mejores marcas,
a gastar dinero a mano
suelta, miraría los tatuajes
en el torso de hombres su-
dorosos, de aliento pesti-
lente que intentarían tocarlo
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al considerarlo mariquita, al
mirarlo débil. Soy frágil, un
tipo frágil que no sabe cui-
darse. Se sentó de nuevo
junto al retrete y abrazó sus
rodillas. Se descubría junto
a su cama king size de
sábanas de seda, color vi-
no, en su habitación, con el
aire acondicionado a tope.
Lloraba irritado, enojado
con él mismo.
“Las cárceles no se
hicieron para mí”, se dijo.
Tantas equivocaciones.
Dónde están los amigos.
“Venderé la casa”. Qué
sentido tiene. Quién putas
toca a la puerta. ¿Será la
muerte? Pensar en las ho-
ras perdidas, en las mis-
mas torpezas, lo secuestra-
ba a la realidad. “Me van a
doblegar, no podré con la
cárcel, soy un tipo frágil,
me destruirán. ¿Soy un tipo
frágil?”
“La culpa es de mi
padre. Siempre exigiendo,
gritando; noches enteras
con la incertidumbre de si
llega o no, para burlarse de
mi, insultarme, para sacar-
me de la cama y subirme al
carro rumbo al burdel, pa-
garle a ese espanto de mu-
jer que se ríe de mi: no te
haré daño, vamos a sentar-
nos un rato acá en la cama,
llora si tienes ganas, le diré
a tu papi que fuiste un tigre.
¿Quién estará llamando a
la puerta? ¿Será la muer-
te?”
“¿Has venido por
mí? Te esperaba”. La
muerte pasó y se entretuvo
mirando las fotografías col-
gadas en las paredes. Ro-
berto repasaba los núme-
ros de la auditoría. La
muerte llevaba un sombre-
ro estilo panamá. Tenía los
ojos grises y la piel más
morena de lo que Roberto
podía aceptar. “¿Tienes pri-
sa? Está foto me encanta”,
dijo la muerte, en ella Ro-
berto estaba con sus pri-
mas en un bar en la playa.
“Te me escapaste. Pero to-
do tiene su momento. Aho-
ra es tiempo de pagar”, y la
muerte sacudía los brazos,
burlona, caminaba dando
aplausos y elevando las
piernas bailando amanera-
damente. “Me reiré de ti al
final”, dijo Roberto de nue-
vo en el sofá.
Apuró la última línea
de coca que le quedaba.
“Puedes llevarme cuando
quieras. Estoy tranquilo.
Soy feliz y eso no te lo es-
perabas, ¿verdad, maldita
puta?” La muerte caminó
hacia donde estaba Rober-
to. Sus pantalones de lino
blanco, y su filipina impeca-
ble brillaban con la luz que
filtraba desde la calle. “Esta
madre te matará, ja”, y reía
golpeándose las rodillas,
agitando los brazos y
aplaudiendo. “Qué cosa es
la muerte sino perderse en
sí mismo”, le dijo mientras
se revisaba las uñas de la
mano derecha. “Ven. Acá
está mi pecho”, jaló a Ro-
berto, quien pudo darse
cuenta que estaba hecho
un ovillo a un lado del sofá.
“Son estos mis labios, para
besarte, puta maldita. No le
diremos a tu padre, ja”, la
risa rebotaba en las pare-
des. ¿Alguien intentaba a-
brir el portón de su casa?
Ana Torroja había quedado
muda. Roberto se acercó
de nuevo al estéreo. Retro-
cedió algunas pistas. Los a-
cordes de Mecano le hi-
cieron despejarse un poco,
y de nuevo Ana Torroja dijo
las mismas palabras: “Eres
mío, siempre serás mío”.
“Qué tal estuvo la
noche”, decía su padre.
“Chingón, ¿verdad? Acá sí
saben atender a los clien-
tes. Bueno, dime, la mujer
me dijo que estuviste muy
bien para tu edad”. Roberto
no quería mirarlo. El sueño
y la vergüenza eran ma-
yores. “Nada de maricona-
das, por favor, no sopor-
taría tener un hijo puto”.
“Un padre endemo-
niado por el alcohol, que no
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quiso brindarme amistad
más que desprecio, (no to-
dos los hombres pueden
ser padres, no todas las
mujeres deben ser ma-
dres). No quisiste prestar-
me el carro, y bien que la
hice cuando, después de
robarlo, quedó destruido en
aquel accidente ¿recuer-
das?, huí dejándolo con las
llantas para arriba. ¿No me
corriste de la casa? ¿No
tienes la culpa?, claro que
la tienes, eres culpable de
que fuera tan débil; tanto
cuerpo, para guardar tan
pequeño espíritu, todo me
fue robado desde niño. Me
robaron la inocencia en e-
sos burdeles a los que me
arrastrabas.
“Por eso caminé de-
cidido hasta la carne del
maldito vecino, ese mecáni-
co que me obligaba a ma-
mársela cuando jugábamos
busca─busca en la calle,
¿y quién me protegía? ¿tú,
padre?, que nunca estabas
porque tenías otra familia.
¿Quién me defendió cuan-
do a los siete años el me-
cánico me violaba a su an-
tojo? ¿O era yo entregan-
dome ante el primer amor?
¿Qué puede saber de amor
un niño?
“Al principio me re-
sistí, intenté decir no, lancé
golpes, pero al final dejó de
forzarme, yo iba feliz a visi-
tarlo. Aunque me golpeara
si se me escapaba un grito
de dolor, iba a visitarlo para
permitirle introducir su pene
en mi boca. Tenía siete y él
dieciséis. Se había dado
cuenta de que era un chico
frágil. Ahora es un estúpido
pobretón y yo con harta la-
na. He pasado a verlo e
invitarle alguna copa. Fin-
gía no recordar lo que me
hacía cuando niño, por eso
le hice recordarlo, le toqué
las nalgas, le toqué la polla
sobre el pantalón, lo llevé a
mi casa para mamársela, y
el pendejo creyó que todo
quedaría ahí, pero no. Él tal
vez no lo recordara, no im-
portó, yo si lo recuerdo, me
daban ganas de matarlo, a-
sí que hice que el marrano
me la mamara igual a mi,
me daban ganas de destri-
parlo, pero sería yo el que
caería a la cárcel. Me lo co-
gí al pendejo, pobre imbé-
cil, alguna vez fue un joven
atlético, ahora es un borra-
cho sin pena ni gloria. La
venganza es una zona re-
currente.
“Ahora voy a prisión
y cuántos estarán ahí des-
cubriendo mi fragilidad, a-
busarán de mí. No pueden
abusar de mí, nadie puede
abusar de mí. Como tú, pa-
dre, con tus regaños, tu
desamor. Padre es el que
educa... Me fui huyendo de
ti, del aprendiz de mecá-
nico, de mi destino. Huí de
tu malogrado cariño, del
querer matarte como tantas
veces soñé.
“Mis primas me die-
ron alojamiento, y Laura
comprendió de inmediato
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quién era. Me mostró lo na-
tural de querer a los de mi
propio sexo. Ella es un
hombre dentro del cuerpo
de mujer; con ella y su
hermana intenté ser el que
siempre he querido. Del
brazo de Ilka que sabía de-
fenderme, de Laura, más
femenina pero con igual
capacidad de ligar chicas.
“Ellas lograron ser lo
que querían. Yo nunca.
Con ellas conocí a Enrique,
el único hombre que ha si-
do tierno conmigo. Me hizo
suyo, me acostumbró a su
suavidad. Lo desprecié por-
que no me gustaba que me
acariciara frente a nadie;
Enrique fue sincero en la
despedida: “No tienes el
valor de dejarte amar”. Le
grité que no quería ser un
maricón como él.
“Acá si eres puto te
crucifican, no puedes des-
cubrirte en cualquier reu-
nión social. Si eres mari-
cón, tienes que ser ateo.
Creo en Jesucristo, ¿y por
qué me abandonas? Oh
Dios, eres como todos, juz-
gas mis debilidades, mi fal-
ta de carácter. Sólo el al-
cohol me permite creer de
nuevo, ¿será acaso el ver-
dadero dios?, solo puedo
tener estos momentos, esta
alegría que me deforma el
rostro ante el espejo.
“Quise amarte, Azu-
cena. Pero cómo amar lo
que no se desea; me acos-
tumbré a la violencia de la
carne. Te sentías incómoda
cuando te llevaba al hotel,
tus diminutos llantos luego
de hacer el amor. Confesa-
bas con el estúpido curita
aquel que te pedía que nos
casáramos. ¿Cómo alguien
como yo va a casarse?,
¿qué sigue, tener un hijo al
que le digan ahí va el puto
de tu papá?, que le digan,
yo me lo cogí.
“Ahí va el Cristo tre-
pado en su escoba, juz-
gándome siempre, con su
carita de mártir crucificado.
Que fácil es dejarse matar
y decir: “morí por ustedes”;
¿donde esta ese estúpido
Dios del que hablan? Si
dios fuera puto otra vida
sería la nuestra. El cobarde
se esconde arrepentido de
la pendejada que hizo cre-
ando al ser humano. Mal-
dita virgen que dejaste mo-
rir a tu hijo. Cobarde puta,
cómo te atreviste; eres co-
mo mi madre, mientras a tu
hijo le daban latigazos, y lo
coronaban con espinas, a
mí me atrapaba el hirviente
desprecio de mi padre y me
investían la túnica del mari-
cón. Por eso me dejarán
morir en mis orines”.
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El timbre de la puer-
ta volvió a escucharse, los
gritos sacudían los cimien-
tos. Martín Guzmán brincó
el muro y tumbó la puerta
de entrada con un mazo.
Vio a Roberto convulsionar
sobre un charco malva y el
negro de sus humores, con
los ojos desorbitados. Una
botella de ácido muriático
estaba derramada a un
costado. Arrastró a Roberto
como pudo hasta el carro.
Los vecinos salían a la ca-
lle por el ruido, y se mi-
raban unos a otros: “Aca-
baron las orgías”, dijo uno.
“Mira a los dos putos, así
tenían que terminar”, decía
otra mujer mientras movía
la escoba. “A ver si no se
mueren. Sería lo mejor. No
toques esa sangre podría
tener sida”.
(Del libro “Mover la sangre”,
2016)
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oy el gnomo que ma -
tó al emperador. No
fue culpa mía, porque
¿a quién se le ocurre me-
terse a un bosque profun-
do, donde cualquier cosa
puede suceder? Y ahí esta-
ba yo, trabajando entre los
árboles, tallando hermosas
figuras de muchachas as-
máticas. Logro venderlas
en los mercados de Viena,
donde me las compran doc-
tores locos, que las utilizan
para ceremonias iniciáticas
que no viene al caso expli-
car, pues después de todo
no me conciernen. Me las
compran y no se diga más.
Estaba yo, entonces,
en el bosque, empecinado
en mi trabajo, cuando llega
un hombre ya no muy jo-
ven, lleno de soberbia, exi-
giendo mi pronta ayuda pa-
ra sacarlo de este lugar,
porque se había extraviado.
Claro está que me negué a
ayudarlo. ¿Por qué habría
de hacerlo? Le dije: “Así
fueses el emperador, no
estoy obligado a sacarte de
aquí”. Él, enojado, pues e-
fectivamente era el empe-
rador, sacó su espada y se
dispuso a atacarme. No lo
hizo, porque me eché a re-
ír, con esas carcajadas si-
niestras que tenemos los
gnomos y que meten pá-
nico en el corazón de quie-
nes las oyen. Al oírme, se
le cayó la espada. Le dije:
─ Aunque fueras el rey de
amarillo, no te sacaría sano
y salvo de aquí.
─ Pero no soy un rey, sino
de un rango más alto: ¡soy
emperador! ─, me respon-
dió, todavía sin reponerse
del susto.
─ Pues si viniste al bosque
a buscar a Blanca Nieves,
ella ya no está viva. Fue mi
esposa y murió de parto
hace años.
─ No, yo no vine por Blan-
ca Nieves.
─ O si es por la Bella Dur-
miente, te diré que ella fue
mi cuñada. Se casó con mi
hermano, un gnomo más
malo que yo. Y ella resultó
ser aún más mala que él,
así que lo abandonó y se
fue de puta a los cabarets
azules de Berlín.
─ No vine por ninguna de
ellas. Ni siquiera sé por qué
estoy aquí. Sucede que
perdimos el camino y de re-
pente mis cobardes guar-
dias huyeron.
─ Tal vez vieron a mi amigo
el Dragón Chiflado.
S
El gnomo malo
Luciano Pérez
24
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─ El caso es que algo vie-
ron y me abandonaron en
este lugar, donde he cami-
nado mucho y no encuentro
la salida para volver a Vie-
na.
─ Ni la hallarás, nunca.
─ Eres mi súbdito, ¡y te or-
deno que me saques de
aquí!
─ No soy súbdito ni del rey
de amarillo, el único al que
más o menos respeto. ¿Por
qué lo he de ser tuyo?
─ El Imperio Sacro y Ro-
mano de los Germanos me
pertenece.
─ Pues a mí no, y no lo la-
mento.
─ ¡Te ordeno, maldita sea,
que me conduzcas fuera de
este bosque! Tengo que
volver a palacio, pues hay
guerras pendientes, mis hi-
jos están enfermos, y la
emperatriz me aguarda con
impaciencia.
─ Vamos, no seas loco. Tó-
mate conmigo una cerveza
marca León.
─ Oh, no, yo no bebo eso
de protestantes, de lutera-
nos malditos. Para mí sólo
existe el vino de Borgoña,
exclusivo para católicos de
la nobleza.
─ Oye, ¿eres o no un ale-
mán? La cerveza te hará
bailar, reír, fornicar, ¿en-
tiendes?
─ ¿Cómo te atreves a de-
cirle eso al emperador? ¡E-
nano, arrodíllate, pídeme
perdón, encomiéndate a
Cristo, y sácame del bos-
que!
─ ¡No soy enano, sino gno-
mo! El más pertinente de
los seres fantásticos. Y tú
no eres mi emperador, y
tampoco creo en Cristo.
─ ¡Un pagano, y en mi tie-
rra! ¡Ya es suficiente con
Lutero, como para que un
bochornoso duende le falte
al respeto no sólo a mí, si-
no a la religión!
─ ¡Basta ya de gritos, se-
ñor! Me estás haciendo e-
nojar y no tendré otra alter-
nativa que matarte.
Los periódicos de
Viena informaron con gran-
des titulares acerca de la
terrible muerte del empera-
dor, a manos del gnomo,
que soy yo:
“¡ADIÓS AL KAISER! LO
MATÓ UN DUENDE”, de-
cía La Gaceta Austriaca.
“UN CUENTO DE HO-
RROR EN LOS BOSQUES
DE VIENA”, señaló con iro-
nía La Antorcha Bienpar-
lante.
“DOLOR PARA LA EMPE-
RATRIZ POR CULPA DE
UN SER FANTÁSTICO”, in-
25
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formaba hermosamente La
Jornada Vienesa.
Dicen que los robots
no matan, lo cual yo no
creo. Pero todos aceptan la
posibilidad de que un gno-
mo mate. Más tratándose
de un gnomo malo como
soy yo, malhumorado por
culpa de un imbécil aristó-
crata educado entre algo-
dones y pañales de oro.
¿Qué le costaba beberse
una cerveza conmigo? El
fanatismo religioso es paté-
tico, y de ahí proviene la
muerte de muchos. Tomé
la espada que el empera-
dor había dejado caer al
suelo, y con ella le atravesé
el corazón varias veces. La
sangre fluyó maravillosa-
mente, esa sangre azul de
los nobles austriacos que
alguna vez se derramará
también en México, cuando
el sobrino nieto de este
hombre al que maté sea el
emperador no querido de
los aztecas.
Poco después, vesti-
da de negro, vino a buscar-
me la emperatriz. ¡Ah, qué
hermosa mujer! Alta como
la torre de Babel, blonda
como las cigarras macha-
cadas, blanca como las pla-
yas lunáticas. Además, sa-
brosamente bañada y per-
fumada. No lloraba. Se veía
serena, aunque distante.
Fría, pero conciente. Sin
guardianes, quién sabe có-
mo logró internarse en el
bosque y encontrarme. Tal
vez le preguntó a mi amigo
el Dragón Chiflado, que es
un curioso y algo imperti-
nente poeta. Seguramente
él la guió, pues es muy ga-
lante con las damas. Algo
le habrá escrito ya, pues
pronto se impresiona, y en
este caso no es para me-
nos, para publicarlo en el
anuario de Los Dinosaurios
del Edén.
La joven señora se
puso anteojos, quizá “para
verme mejor”, y me dijo,
con voz un poco ronca:
─ No es mala persona tu a-
migo el dragón, si acaso
extravagante.
─ Adora a las damas, sobre
todo si son como usted —,
le respondí.
─ El bosque contiene se-
cretos profundos, y quise
conocer el sitio exacto don-
de murió asesinado mi ma-
rido.
─ ¿Para qué? ¿Para recor-
darlo siempre?
─ Necesitaba ver no sólo el
lugar, sino también al ase-
sino, y a éste ya lo estoy
viendo.
─ Lamento decirle que no
me apena lo que hice. No
tiene nada de malo tomarse
una cerveza.
─ Ah, él aborrecía la cer-
veza, y sin embargo a mí
me gusta.
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─ Entonces, emperatriz,
¿acepta beberse una con-
migo?
─ Vamos, adelante.
Saqué de entre mis
cajas dos botellas negras,
cerveza marca León, traída
desde Baviera, que es tan
católica como Austria. No
hay borrachos luteranos o
papistas; lo que hay es,
simplemente, borrachos. Y
he aquí que la hermosa
emperatriz quiso beber
conmigo el néctar místico
de los germanos. Dijo ella:
─ Con la cerveza conviene
probar mariscos. Pulpo con
arroz, de preferencia.
─ A veces tengo en casa
peces del Danubio para co-
mer, pero hoy no —, le dije,
con algún pesar.
─ Sí, los mariscos van bien
con la cerveza. Pero mi
marido prefería asado de
cerdo con vino francés.
─ Su marido de usted era
de lo más desagradable,
por eso lo maté.
─ Te entiendo, gnomo. Pe-
ro no te justifico, puesto
que has dejado huérfanos a
mis hijos.
─ Cásese usted conmigo, y
tendrá otros, y además re-
gistraré a nombre mío a e-
sos hijos suyos que que-
daron sin padre. Yo mismo
perdí un hijo cuando se mu-
rió al nacer de mi esposa
Blanca Nieves, también
muerta.
─ ¡Imposible que me case
contigo! El arzobispo no lo
permitiría.
─ Matemos a ese señor. Lo
conozco, ha venido por a-
quí en persecución de cam-
pesinas robustas para con-
vertirlas en madres. Es fácil
conocer a los niños que
son hijos del arzobispo,
porque todos tienen cara
de diablos, y no sólo la ca-
ra.
─ El arzobispo sabe latín…
─ También yo, y además
sé otras lenguas que él no
conoce.
─ ¿Cómo cuáles?
─ La de los pájaros, que se
aprende cuando uno se ha
bañado en sangre de dra-
gón.
─ ¿Chiflado?
─ Oh no, yo no le haría eso
a mi mejor amigo. De otro
tipo de dragón, fuerte y vi-
llano, gigantesco y criminal,
con el estómago lleno de
lumbre.
─ Tu amigo me simpatiza.
Es tan educado, y habla
muy bien…
─ Así es él. Pero no le crea
mucho, no es más que una
pose suya. En el fondo es
muy desdichado.
─ ¿Sufre?
─ Por amor, ya sabe usted.
─ ¿A quién ama?
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─ Yo digo que a nadie, pe-
ro él dice amar a una dama
en especial.
─ ¿Quién es?
─ No sé cómo se llama, pe-
ro tiene pelo negro y pa-
dece asma y diversas aler-
gias.
─ ¿Dónde vive ella?
─ En Mexicópolis.
─ ¿Dónde queda eso?
─ Es el reino azteca, el cual
será gobernado en el futuro
por unos primos de usted
que todavía no nacen, lla-
mados Max y su esposa
Carlota.
─ Sabrosa cerveza. Pero
insisto en que requiere
pulpo con arroz.
─ Pulpos hay en el Medi-
terráneo. No en el Danubio.
─ Bien, ya vi al asesino y
tendré que irme, gnomo.
─ Hey, ¿no quiere casarse
conmigo?
─ ¿Aceptarías a mis hijos?
─ Ya le dije que sí, y por
supuesto que le daré otros.
La emperatriz se
quedó pensando, como ha-
ciendo cuentas. Después
de todo, no tengo riquezas,
pero si trabajo un poco
más, en vez de hacer mu-
ñecas asmáticas y alérgi-
cas de madera, encontraría
oro en alguna mina todavía
no detectada. Pero ella me
dijo, incómoda:
─ Gnomo, apenas te co-
nozco. Y además, ¿qué di-
ría mi gente al ver que me
caso con el asesino de mi
esposo?
─ Dirían que no hay mejor
pareja que una bella empe-
ratriz y un gnomo malvado.
Yo la nombraría a usted en
adelante la emperatriz de
Chichén Itzá.
─ Estás loco, gnomo. Com-
pletamente loco. Tendré
que matarte.
Sacó una daga que
traía oculta en el pecho y
me la clavó en el corazón.
Desde entonces no sólo es-
toy enamorado de ella, sino
que ya no la volví a ver, y
mi corazón sangra copiosa-
mente cada vez que la re-
cuerdo. Me pongo a fanta-
sear acerca de cuántos
hijos habríamos tenido. Mi
amigo el Dragón Chiflado
vino a ayudarme. De hecho
él fue quien con sus pro-
pias manos se hizo cargo
de curar la herida, pues
también tiene conocimien-
tos médicos. Dijo él:
─ Vivirás, viejo gnomo, pe-
ro el corazón está dañado
para siempre.
─ Dragón, ya no tallaré
más asmáticas, sino empe-
ratrices ebrias de cerveza,
locas por los mariscos, y
embarazadas por gnomos
malos. Serán objeto de pro-
fanaciones.
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─ Los doctores vieneses te
las comprarán con más
gusto.
─ Pero mientras tanto, mo-
riré de amor.
─ Haz lo que yo hago, es-
cribe poemas.
─ Escribir poesía no alivia
al corazón.
─ Entonces escribe histo-
rias de horror.
─ Son las únicas adecua-
das. Además, se supone
que soy un desalmado.
Cuando alguien como yo se
enamora, se le exige odio.
Pero yo no odio a la empe-
ratriz, sino que tan sólo
quiero saber cómo hubie-
ran sido nuestros hijos.
─ Igual dijiste cuando lo de
Blanca Nieves…
El dragón tomó su
laúd y cantó piezas beatles
de colección para mi delei-
te. Cuando maté al insolen-
te emperador, me sentí
bien; cuando la emperatriz
me quiso matar, me sentí
mejor. O peor. Si los gno-
mos malos amamos, todo
nos está permitido. Lástima
que no tuve ese día pulpo
con arroz a la mano. ¿Yo
qué iba a saber que a ella
le gustaba? La emperatriz
habría caído rendida ante
mis pequeños pies, con ser
tan grandes los de ella.
Cerveza habrá siempre de
inmediato, pero ¿cómo adi-
vina uno que se necesitaba
pulpo con arroz para cierta
decisiva ocasión? Los gno-
mos no podemos preverlo
todo, aunque se diga que
somos sabios.
Y si yo amo, ¿qué
importa que la mujer que yo
quiero me haya lastimado
el corazón? Pero no sé por
qué digo esto, que más pa-
rece propio de mi amigo el
poeta Dragón Chiflado,
quien por un beso de su a-
mada asmática es capaz
de cualquier cosa. Sólo que
ella no come pulpo con a-
rroz, sino comida cantone-
sa, que el dragón no sabe
qué diablos es, ni yo tam-
poco. Ay de mi amigo si
viene su musa, porque no
tendrá él tal comida para
complacerla. Vean lo que
me sucedió a mí, un gnomo
malo que ya no tiene posi-
bilidad de que le nazca al-
gún hijo. Y aún si naciera,
no podría yo reconocer a
ninguno que no hubiese
procreado yo mismo con la
emperatriz.
Estoy indagando
cuál es la comida cantone-
sa. Uno nunca sabe cuán-
do se podría necesitar, así
que debo estar, ahora sí,
preparado.
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Nérida
n esta aridez no hay luna, sólo tú, que no eres luna, pero es-
tás.
El sol ha quemado la neblina de los huesos y pei-nas tu cabello con las men-tiras que te dije.
Me recuesto en la cama y me pregunto si aún estará húmedo tu coño, de cualquier manera ya no im-porta.
Raquel
Con tu voz amarilla decías que el amor sólo era el acuerdo tácito de dos mi-serables para lamerse las heridas. Yo lo creí siempre, y por eso nunca dejé de a-cariciarte el ano con la lengua.
No sé qué fue más hermoso, si tus huesos o tu pachequez desenfrenada. Recuerdo que brincábamos de azotea en azotea sólo para drogarnos sin fe y me-ternos los dedos por los o-jos.
En una casa azul, donde había una maleza de huele de noche, siempre terminábamos tirados, ab-sortos en el silencio y en la extrañeza del amanecer.
Alguna vez, cuando miraba fijamente la mugre de tus largas uñas, quizá se me ocurrió destazarte. Rebanar tus nalgas hasta que empezaran a chorrear grasa, sentir el ritmo vaci-lante de tu sangre inundan-do todo. Penetrarte mien-tras exhalaras lo que resta-ba de ti.
¿Sabes?, podría ha-ber sido peor. Quizá se me hubiera ocurrido casarme contigo.
E
Cinco recuerdos
guarros
Hosscox Huraño
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Rosa Icela
Escucho el taconeo por la escalera, la pestilencia a-nuncia que otra vez vienes borracha. Es inútil buscar algo a las tres de la ma-ñana en tu arenosa mirada. Enciendes un cigarro y finges que lloras. Desnuda te recuestas en la cama, abres tus piernas como quien destapa un refresco. No te das cuenta pero aún escurre semen de tu vulva.
No tengo ánimo para arrancarte de cuajo la ca-beza y patearla hasta el fastidio. Me quedo inmóvil, alejado, observando cómo te quedas dormida mientras hablas. La única certeza que tengo es que tus men-tiras siempre son las mis-mas. En tus hombros se notan marcas de dientes que, sin duda, te dieron mientras te poseían. Tu respiración es torpe, frag-mentaria, es claro que es-tás agotada.
El silencio es un tiempo lento que sólo es perturbado por el ruido que hacen las ratas en el techo. Estoy confuso y no se có-mo desaparecerte. Ojalá te murieras sólo así, con pen-sarlo.
Sin embargo te miro como si hoy estuvieras es-pléndida. Estas tan intoxi-cada que no sientes cuan-do te meto la verga en el
culo, quizá gruñes un poco al principio, pero no te importa demasiado. Jamás pensé qué el deseo, some-tido por la humillación, po-dría llegar a ser un cíclope tocado por la melancolía.
Mona
No hay nada helicoidal que escape a la turbulencia que provoca tu aroma.
Tu sombra acurruca-da en lo alto de la cama me hace pensar en tu santidad, tan clara y frenética como las cucarachas que viven en el fondo de la estufa.
Me gusta arrastrar tus recuerdos. Morder imá-genes de cuartos de hotel donde nunca estuve conti-go. ¿Cuánto semen habrás
tragado ya? ¿Realmente fueron magníficos aquellos orgasmos etílicos, donde se confundía la espuma del espermaticida con la de la cerveza?
Creo que he contado quinientas veces los plie-gues de tu ano y sigo pre-guntándome cuál es el pun-to que me ha hecho un a-dicto a tu carne.
Aunque hemos cami-nado juntos por la calle y a veces arribes a mis sueños, siempre te miro como a una desconocida, me gusta oír-te hablar porque nunca en-tiendo nada, es mirar sig-nos criptográficos en un muro de adobe. Sólo el sa-bor de tus secreciones me hace conjurar esa cómoda amnesia.
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Mirando el pelo que te crece en las axilas, re-cuerdo que estoy perdido. Pienso luego que quizá e-res tan agria como una a-buela que se murió porque no podía cagar.
Norma
Recuerdo que tus manos negras tocaron mi nuca, mordí tu cadera y len-tamente metí mi dedo entre tus nalgas. Ya me había venido en tu boca mientras reías.
De tu olor se des-prendía la tarde en que co-gimos por última vez y, a-divinándolo, me tragué tu mierda y lloré un poco.
Eras una enana per-fecta: tus ojos extraviados y tu cerebro convertido en un puro coño, eran el antídoto ideal contra ciertos amores desdichados.
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o soy un admira-
dor de la obra del
director de cine
mexicano Ismael Rodrí-
guez, pero sin duda que
con tan vasta producción,
es imposible decir que no
me gusta una sola de sus
películas. Difiero del gusto
por los melodramas engola-
dos que dirigía, y de la ma-
niquea necesidad de pre-
sentar a la pobreza con to-
da la nobleza y abnegación
con que los pobres so-
portan los avatares de la vi-
da, que al fin de cuentas
los van a redimir. Por su-
puesto, yo no soy admira-
dor de la trilogía muy de
corte alemanista (quien
gustaba de impulsar a los
creadores a presentar el
folclore de la pobreza) de
Nosotros los pobres, Uste-
des los ricos y Pepe el
Toro, ya que lleva esas
consignas tan parecidas a
las de la iglesia para dome-
ñar a los jodidos.
Como todo director
prolífico, su obra necesaria-
mente tiene altibajos muy
notorios; sin embargo cabe
destacar que fue uno de los
más importantes y sobre to-
do de los más rentables pa-
ra la industria fílmica nacio-
nal en su famosa Época de
Oro. Fue un director que
tuvo el tino comercial y por
eso se encargó de dirigir a
los actores más representa-
tivos de la época como Pe-
dro Infante, María Félix,
Dolores del Río y Jorge Ne-
grete, por ejemplo.
Las actuaciones re-
quieren del ojo experto del
director, que exige en de-
masía y corrige cuantas ve-
ces tiene que hacerlo para
lograr una actuación per-
fectamente acabada. Es
por eso que los actores de
renombre buscan a direc-
tores experimentados para
que saquen lo mejor de sus
actuaciones. Y en el caso
de Rodríguez no logra sa-
car siempre lo mejor de sus
actores, y para ejemplificar
usaré tan sólo dos botones
de muestra: la muy famosa
escena de Pedro Infante
llorando la muerte de “el
Torito”, en Nosotros los po-
bres, la cual es realmente
una actuación demasiado
artificial y forzada; la otra
es cuando Pedro Infante,
interpretando a Juventino
Rosas, dirige a una orques-
N
Ismael Rodríguez y su
discurso de la
resignación (1917 ─ 2017)
Tinta Rápida
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ta para demostrar que la o-
bra que le da nombre a la
película (“Sobre las olas”)
es de su autoría, que
muestra una menos convin-
cente actuación de Infante,
quien en ningún momento
parece director de orques-
ta.
Sin embargo, a fin
de cuentas, bajo su direc-
ción, el mismo Pedro Infan-
te gana un Oso de Plata en
el Festival de Cine de
Berlín, por su actuación en
Tizoc, de 1956. Y para re-
saltar más su importancia y
buen oficio como director,
su película Ánimas Trujano,
de 1961, fue nominada al
Oscar por mejor película
extranjera (en la cual sólo
reprocho su terquedad de
dirigir al afamado actor ja-
ponés Toshiro Mifune, in-
terpretando a un indígena
mexicano, que a mi gusto
resulta en desacertado ex-
perimento).
Así y todo, no dejé
de divertirme con películas
que para mi gusto cumplen
con el objetivo de divertir
como Los tres García, de
1946, Los tres huastecos,
de 1948, y Dos tipos de cui-
dado, de 1952. En la pri-
mera haciendo mancuerna
con Abel Salazar y Victor
Manuel Mendoza, quienes
logran de verdad entretener
y hacer divertir a la au-
diencia, sin dejar de lado la
memorable actuación de
Sara García, que nos lleva
de la risa al llanto. La se-
gunda, en donde Pedro In-
fante interpreta a unos tria-
tes de carácter muy disím-
bolo, pero físicamente idén-
ticos (Lorenzo, el tamauli-
peco, que es bronco y ateo;
Juan de Dios, el potosino,
el cual es cura de una
parroquia; mientras que
Víctor, el veracruzano, es
capitán del ejército), y por
supuesto que nadie puede
olvidar la maravillosa y
siempre recordada apari-
ción de la niña María Euge-
nia Llamas Muñoz, la sim-
pática “Tucita”. Y la tercera
en la que se disfruta mucho
las rivalidad entre Jorge
Bueno (Jorge Negrete) y
Pedro Malo (Pedro Infante),
hasta llegar a la muy efusi-
va y celebrada discusión
muy musical al puro estilo
de una “topada” huapan-
guera, en donde ninguno
gana porque por poco ter-
minan en trompadas.
Pero de todas, las
que más disfruté desde ni-
ño fue A.T.M. A toda má-
quina, de 1951, otra vez
con Infante, pero esta vez
acompañado de Luis Agui-
lar, quien interpretando a
Luis Macías, al quererle
echar la mano al vagabun-
do Pedro Chávez (Pedro
Infante), se encuentra con
un tipo marrullero y ladino
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que se muestra ventajoso
hasta que todo desemboca
en una casi sempiterna e-
nemistad que los lleva al
hospital después de una
querella sobre las motoci-
cletas del escuadrón de po-
licía al cual pertenecen. Pa-
ra culminar en un apretón
de manos que sella, al me-
nos eso parece, una amis-
tad permanente. Y aunque
no era la intención primaria
del argumento, me gusta
porque deja al descubierto
la abyección humana, re-
presentada por la ingratitud
del vagabundo, que lejos
de agradecer el gesto hu-
manitario, abusa de la bon-
dad de Macías.
Sin embargo, pese a
haberme divertido con algu-
nas de las películas de Is-
mael Rodríguez (incluida su
incursión en la época de la
encueractrices, con Blanca
Nieves y … sus siete a-
mantes, en 1980), ninguna
podría incluirlas entre una
lista de mis favoritas, y mu-
cho menos trascender co-
mo algo fundamental en mi
memoteca fílmica.
En este 2017, justo
el 19 de octubre se cum-
plen 100 años del naci-
miento de este director de
cine mexicano que pese a
todo, no puede omitirse
dentro de la historia del Ci-
ne Mexicano y sobre todo
de su Época de Oro. Es por
ello que no se podía dejar
de lado esta celebración.
35
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l más grande casti-
go con el que Dios
puede afligir a los
malos, es cuando los en-
trega a Satán, quien, con el
permiso de Dios, los mata,
o los hace sufrir grandes
calamidades. Muchos dia-
blos hay en los bosques, en
las aguas, en el desierto, y
en lugares oscuros y cena-
gosos, listos para lastimar y
perjudicar a la gente; algu-
nos están también en las
gruesas nubes negras, así
que causan truenos, relám-
pagos y tormentas, y enve-
nenan el aire, las pasturas
y los suelos. Cuando estas
cosas pasan, entonces los
filósofos y los físicos dicen
que ello es natural, y se lo
adjudican a los planetas, y
muestran no sé qué razo-
nes para que haya tales
infortunios y plagas...
El Diablo veja y mal-
trata a los que trabajan en
las minas. Les hace creer a
éstos que han encontrado
buenas vetas de plata, y,
cuando más trabajan y tra-
bajan, resulta que no son
más que ilusiones. Aun en
pleno día, en la superficie
de la tierra, el Diablo causa
que la gente crea que han
visto un tesoro, el cual se
desvanece en cuanto lo
tienen a la mano. A veces
el tesoro es realmente en-
contrado, pero ello es por
la gracia especial de Dios.
Yo nunca tuve éxito en las
minas, pero tal fue la volun-
tad de Dios, y estoy confor-
me...
El emperador Federi-
co, padre de Maximiliano,
invitó a un necromántico a
comer con él, y por su co-
nocimiento de la magia, el
emperador convirtió las ma-
nos de su invitado en ga-
rras de grifo. El necromán-
tico ya no pudo comer,
pues avergonzado ocultó
las garras bajo la mesa. Sin
embargo, logró vengarse
de la broma hecha sobre él.
Al parecer ocurría un fuerte
altercado en el patio, y
cuando el emperador fue a
asomarse a la ventana para
ver qué pasaba, el necro-
mántico, por medio de su
arte, colocó grandes cuer-
E
Charlas sobre
el Diablo Martín Lutero
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nos de venado en la cabe-
za del emperador, el cual
se quedó atorado en la
ventana y ya no podía re-
gresar al comedor, por lo
que para salir de este pro-
blema, tuvo que quitarle pri-
mero las garras de grifo al
invitado. Me deleita el que
un diablo moleste a otro
diablo. Sin embargo, no to-
dos tienen igual poder...
El Diablo me molesta
y atormenta, pero le resisto
con las armas de la fe. Sé
de una persona en Magde-
burgo, que se deshizo del
Diablo escupiéndole, pero
este ejemplo no puede fun-
cionar siempre, porque el
Diablo es un espíritu pre-
suntuoso y no está dis-
puesto a rendirse. Corre-
mos un gran riesgo cuando,
al enfrentarnos a él, hace-
mos más de lo que pode-
mos. Un hombre, bien apo-
yado en su bautismo, cuan-
do el Diablo se le presentó
con todo y cuernos, le a-
rrancó uno de éstos; pero
otro hombre, de menos fe,
cuando quiso hacer lo
mismo, el Diablo lo mató...
No debe sorprender-
nos el que el Diablo le ten-
ga un odio tan furioso a la
humanidad. Véase por e-
jemplo qué odio me tiene el
príncipe Jorge, quien día y
noche anda pensando de
qué manera perjudicarme.
Nada lo deleitaría más, que
el verme sufrir mil torturas.
Si tal es el odio de un hom-
bre, ¿cuánto más será el
del Diablo?...
Satán molesta y a-
tormenta a la gente en to-
das las maneras posibles.
A algunos los aflige cuando
están dormidos, con pesa-
dos sueños y visiones, así
que el cuerpo entero suda,
con gran angustia en el co-
razón. A otros él los saca,
dormidos, de sus camas y
recámaras y los conduce a
peligrosos lugares, así que
si no fuera por los amoro-
sos ángeles que los cuidan,
se caerían y morirían. Los
supersticiosos católicos pa-
pistas dicen que estos so-
námbulos son personas
que nunca han sido bauti-
zadas, o que si lo han sido,
el sacramento del bautismo
les fue provisto por un sa-
cerdote borracho...
La gente que entre
los papistas católicos es
poseída por el Diablo, no
puede deshacerse de éste
por más artes, palabras o
gestos que los exorcistas
usen; al Diablo no se le in-
timida con meras frases co-
mo “¡Sal de ahí, espíritu
impuro!”, porque estos
exorcistas no están condu-
ciéndose correctamente,
dado que sólo el poder de
Dios puede tener efecto. El
Diablo puede ser sacado, o
por las oraciones de toda la
Iglesia en conjunto, cuando
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los cristianos unen sus sú-
plicas en oración, o por una
persona que podría hacerlo
y que debe ser de ánimo
fuerte y de gran valor, muy
seguro de su causa, como
lo fueron Elías, Eliseo, Pe-
dro, Pablo, etcétera...
La causa por la que
mucha pobre gente en el
tiempo de Cristo fuera po-
seída por el Diablo, fue que
la verdadera doctrina esta-
ba hundida y apagada en-
tre el pueblo de Israel, sal-
vo por unos pocos como
Zacarías, Isabel, Simón, A-
na, etcétera. Y yo creo que
si los fariseos hubieran se-
guido gobernando, y si
Cristo no hubiera llegado,
el judaísmo se habría con-
vertido en paganismo. Igual
como, en donde hoy predo-
mina el Papa, la gente en-
tiende poco de Cristo y su
palabra como si fueran
turcos y paganos...
En los casos de me-
lancolía y enfermedad, yo
concluyo que son obra del
Diablo. Porque Dios no nos
hace melancólicos, ni nos
aflige ni nos mata, porque
Él es Dios de los vivos. De
ahí que la Escritura diga:
“Regocíjate y ponte de
buen humor”. La palabra de
Dios y la oración son reme-
dio contra las tribulaciones
espirituales...
Yo prefiero que me
mate el Diablo, a que me
mate el Emperador o el Pa-
pa. Porque así me mataría
un verdadero y poderoso
príncipe del mundo...
Soy un doctor en la
Sagrada Escritura, y por
muchos años he predicado
a Cristo; sin embargo, has-
ta este día, yo no he sido
capaz de echar fuera al
Diablo, o de sacarlo de mí
como quisiera. Ni soy ca-
paz de abarcar a Cristo y
tomarlo conmigo, como lo
hago con el texto de la Sa-
grada Escritura que tengo
ante mí, sino que el Diablo
procura ponerme a otro
Cristo en mi mente...
El poder que el Dia-
blo ejerce no es mandado
por Dios, pero Dios no le
hace resistencia, y lo deja
que haga estropicios, pero
no más allá de lo que Dios
mismo quiera, pues ha
puesto un límite que el Dia-
blo no puede traspasar.
Cuando Dios le dijo a Sa-
tán, en referencia a Job,
“Mira, lo dejo en tus manos,
pero no lo mates”, el poder
del Diablo es permitido por
Dios, como si Éste dijera:
“te dejo que hagas lo que
quieras con él, sólo no le
quites la vida”...
El Diablo tiene dos
maneras de disfrazarse: o
se aparece en forma de
serpiente, para afligir y ma-
tar, o lo hace como tonto
cordero, para engañar y
mentir...
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No podemos expul-
sar demonios con ciertas
ceremonias y palabras, co-
mo Cristo, los profetas y los
apóstoles lo hicieron. Todo
lo que podemos hacer, en
el nombre de Cristo, es orar
a Dios, a su infinita mi-
sericordia, para que alivie a
las personas poseídas. Y si
nuestra oración es ofrecida
con mucha fe, estamos se-
guros por Cristo de que se-
rá eficaz, y se superará la
resistencia del Diablo. Pero
nosotros, por nosotros mis-
mos, no podemos expulsar
a los malos espíritus, ni de-
bemos intentarlo siquiera...
Las tribulaciones me
son más necesarias que
comer y beber, y todas e-
llas caen sobre de mí para
que me acostumbre a ellas
y aprenda a soportarlas. Si
Satanás no me hubiera a-
tormentado, no me habría
convertido en gran enemigo
suyo, ni habría sido yo ca-
paz de combatirlo. Las tri-
bulaciones nos abaten el
orgullo, e incrementan
nuestro conocimiento de
los beneficios de Dios. Por-
que, desde el tiempo en
que me vi en gran tribula-
ción, Dios me dio la victoria
para superar la vida confu-
sa, maldita y blasfema que
viví cuando estuve someti-
do al Papado. Dios dispuso
las cosas de tal manera,
que ni el Emperador ni el
Papa fueron capaces de a-
cabar conmigo, y sin em-
bargo, el Diablo sigue vi-
niendo hacia mí, para que
pueda yo conocer la fuerza
de Dios en mi debilidad...
(De “Charlas de
sobremesa”, del doctor
Martín Lutero, traducción
del alemán y selección por
Luciano Pérez).
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Cerrando un ciclo, qué mejor manera que como
lo dicta nuestra Lamia: el Especial de Terror, que
llega a su quinta edición, para así celebrar las
pascuas malditas