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LA LENGUA DE LOS ROMANOS. (Antonio ALATORRE. Los 1001 años de la lengua española. Fondo de Cultura Económica. México, 1989, pp. 30-34) Los primeros documentos que nos dejan ver palabras escritas en español, y que constituyen así el acta de nacimiento de nuestra lengua, datan de hace 1001 años. Los documentos mismos están escritos en latín. Las palabras españolas son “glosas” marginales que explican o traducen tal o cual palabra difícil. (...) Uno de esos documentos es cierto sermón de San Agustín, escritor que tuvo una influencia enorme en la cultura medieval. El latín de San Agustín es sustancialmente el mismo de Cicerón (y por Cicerón hay que entender el dechado o paradigma del “buen latín”). A primera vista, podría concluirse que en el lapso de casi cinco siglos que media entre Cicerón y San Agustín no hubo cambios notables en la lengua. Pero esto no puede ser. Ninguna lengua ha durado tanto tiempo si cambios. Lo que pasa es que el latín agustiniano es una lengua escrita. La lengua hablada por el propio santo a la hora de decir sus sermones, y no digamos la de los oyentes, no era ya el latín de tiempos de Cicerón. En esos años 354-430 en que vivió el santo, el “buen latín” se había refugiado en la escritura. Ahora bien, así como el latín ciceroniano fue el modelo de la lengua en que escribió San Agustín, así el latín agustiniano fue uno de los modelos de la lengua que siguió escribiéndose durante siglos en toda la Europa de cultura románica, desde Portugal hasta Alemania, desde Irlanda hasta Austria. Hasta el siglo X, y aun después, prácticamente todo cuanto se escribía en la Europa occidental estaba en latín. Y lo curioso es esto: en el siglo X hacía ya mucho que el latín de Cicerón y el de San Agustín y el de sus innumerables continuadores era una lengua muerta. Ya en ningún lugar se hablaba ese latín. Las “glosas” españolas que alguien puso hace 1001 años en el sermón de San Agustín son el testimonio del paso de una lengua a otra. Son el reconocimiento de una lengua “vulgar”, desnuda de tradición escrita, sin nada del prestigio del latín, pero con la ventaja suprema de ser la lengua hablada, la lengua viva de un grupo humano. Los diez siglos que preceden a la época en que se escribieron las “glosas” son los que verdaderamente cuentan para la historia del nacimiento del español. Son siglos de actividad, de efervescencia, en que ocurrieron sucesos tan trascendentales como la invasión de los godos y la de los árabes. Son los siglos de gestación de nuestra lengua, los siglos que la hicieron. En la segunda mitad del siglo X el español estaba ya de este lado: muchísimo más cerca del hoy, 1001 años más tarde, que del ayer ciceroniano, 1001 años atrás. Diez siglos antes de que se escribieran las “glosas”, o sea unos pocos decenios antes del comienzo de la era cristiana, casi toda la península ibérica estaba en poder de los romanos. No habían muerto todas las lenguas prerromanas, pero el dominio del latín estaba ya bien afirmado. Hacía unos doscientos años que los Escipiones habían desembarcado en Emporion (Ampurias) para expulsar a los cartagineses. Esta expulsión, consumada el año 206 a. C. con la toma de Gáddir (Gades, Cádiz), costó menos tiempo y menos sangre que el sometimiento de ciertos pueblos de tierra adentro. La memoria de Viriato, caudillo de la resistencia lusitana, asesinado a traición el año 139, ha sido muy ensalzada por los portugueses, tal como los españoles (Cervantes entre ellos) han glorificado a la celtibérica Numancia, que el año 133 prefirió el suicidio colectivo antes de aceptar el yugo de Roma. En cambio, la ocupación de la mayor parte de la Bética (la actual Andalucía) y del litoral mediterráneo había sido rápida e incruenta. La conquista de Hispania marcó el comienzo de la expansión del poderío romano fuera del territorio de la península itálica. En el año en que desembarcaron en

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LA LENGUA DE LOS ROMANOS. (Antonio ALATORRE. Los 1001 años de la lengua española. Fondo de Cultura

Económica. México, 1989, pp. 30-34) Los primeros documentos que nos dejan ver palabras escritas en español, y que

constituyen así el acta de nacimiento de nuestra lengua, datan de hace 1001 años. Los documentos mismos están escritos en latín. Las palabras españolas son “glosas” marginales que explican o traducen tal o cual palabra difícil. (...)

Uno de esos documentos es cierto sermón de San Agustín, escritor que tuvo

una influencia enorme en la cultura medieval. El latín de San Agustín es sustancialmente el mismo de Cicerón (y por Cicerón hay que entender el dechado o paradigma del “buen latín”). A primera vista, podría concluirse que en el lapso de casi cinco siglos que media entre Cicerón y San Agustín no hubo cambios notables en la lengua. Pero esto no puede ser. Ninguna lengua ha durado tanto tiempo si cambios. Lo que pasa es que el latín agustiniano es una lengua escrita. La lengua hablada por el propio santo a la hora de decir sus sermones, y no digamos la de los oyentes, no era ya el latín de tiempos de Cicerón. En esos años 354-430 en que vivió el santo, el “buen latín” se había refugiado en la escritura. Ahora bien, así como el latín ciceroniano fue el modelo de la lengua en que escribió San Agustín, así el latín agustiniano fue uno de los modelos de la lengua que siguió escribiéndose durante siglos en toda la Europa de cultura románica, desde Portugal hasta Alemania, desde Irlanda hasta Austria. Hasta el siglo X, y aun después, prácticamente todo cuanto se escribía en la Europa occidental estaba en latín. Y lo curioso es esto: en el siglo X hacía ya mucho que el latín de Cicerón y el de San Agustín y el de sus innumerables continuadores era una lengua muerta. Ya en ningún lugar se hablaba ese latín. Las “glosas” españolas que alguien puso hace 1001 años en el sermón de San Agustín son el testimonio del paso de una lengua a otra. Son el reconocimiento de una lengua “vulgar”, desnuda de tradición escrita, sin nada del prestigio del latín, pero con la ventaja suprema de ser la lengua hablada, la lengua viva de un grupo humano.

Los diez siglos que preceden a la época en que se escribieron las “glosas” son

los que verdaderamente cuentan para la historia del nacimiento del español. Son siglos de actividad, de efervescencia, en que ocurrieron sucesos tan trascendentales como la invasión de los godos y la de los árabes. Son los siglos de gestación de nuestra lengua, los siglos que la hicieron. En la segunda mitad del siglo X el español estaba ya de este lado: muchísimo más cerca del hoy, 1001 años más tarde, que del ayer ciceroniano, 1001 años atrás.

Diez siglos antes de que se escribieran las “glosas”, o sea unos pocos decenios

antes del comienzo de la era cristiana, casi toda la península ibérica estaba en poder de los romanos. No habían muerto todas las lenguas prerromanas, pero el dominio del latín estaba ya bien afirmado. Hacía unos doscientos años que los Escipiones habían desembarcado en Emporion (Ampurias) para expulsar a los cartagineses. Esta expulsión, consumada el año 206 a. C. con la toma de Gáddir (Gades, Cádiz), costó menos tiempo y menos sangre que el sometimiento de ciertos pueblos de tierra adentro. La memoria de Viriato, caudillo de la resistencia lusitana, asesinado a traición el año 139, ha sido muy ensalzada por los portugueses, tal como los españoles (Cervantes entre ellos) han glorificado a la celtibérica Numancia, que el año 133 prefirió el suicidio colectivo antes de aceptar el yugo de Roma. En cambio, la ocupación de la mayor parte de la Bética (la actual Andalucía) y del litoral mediterráneo había sido rápida e incruenta.

La conquista de Hispania marcó el comienzo de la expansión del poderío

romano fuera del territorio de la península itálica. En el año en que desembarcaron en

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Ampurias (218 a. C.), los romanos todavía lidiaban con varios pueblos del norte de Italia. En los tres siglos subsiguientes no sólo sometieron a esos pueblos, sino que, continuando su expansión, dominaron en épocas sucesivas una enorme porción de Europa, África y Asia. Tal legó a ser el imperio romano.

A las guerras imperiales de conquista se añadieron, en el siglo I a. C., las

guerras (también imperiales) ocasionadas por la ambición de mando. Estas guerras civiles tuvieron muchos escenarios a lo largo del imperio (Egipto, por ejemplo). En Hispania se desarrolló parte de la pugna entre Mario y Sila y entre Julio César y Pompeyo. Con la derrota de Marco Antonio, el año 31 a. C., el dueño de la situación fue Augusto.

Augusto es al imperio romano lo que Carlos V es al imperio español y la reina

Victoria al imperio británico. Los grandes imperios han sido siempre un tema polémico. ¿Son un bien? ¿Son un mal?. Las respuestas son difíciles. Pero, en el caso del imperio romano, no son difíciles de aceptar estas palabras de Rafael Lapesa: “Al conquistar nuevos países, Roma acababa con las luchas de tribus, los desplazamientos de pueblos, las pugnas entre ciudades: imponía a los demás el orden que constituía su propia fuerza”. Todos esos pueblos, como diversísimos entre sí, “quedaban sujetos a disciplina ordenadora de un Estado universal”. Los pueblos sometidos perdieron mucho, desde luego. Perdieron hasta su propia lengua. Pero no cabe duda de que, a la larga, ganaron también mucho, comenzando con la lengua latina que hicieron suya.

Fue ésta la época en que verdaderamente “todos los caminos llevaban a Roma”.

En todas las regiones que integraron el imperio romano quedan en el día de hoy tramos de la enorme red de carreteras construida en esos tiempos. En todas partes hubo gobernantes, funcionarios, soldados y colonos romanos. En todas partes se erigieron los mismos arcos y las mismas estelas. En todas partes se construyeron los mismos acueductos y puentes y los mismos edificios (templos, casas, escuelas, baños, circos, teatros). En todas partes se adoptaron las mismas formas de vida (derecho, organización civil, costumbres, trajes, técnicas, artesanías). En todas partes, o en casi todas, se aceptó la religión de Roma.

En todas partes, o en casi todas, la religión pagana fue siendo sustituida

lentamente por la cristiana, hasta que en el año 313, bajo Constantino, la cristiana pasó a ser la religión oficial del imperio. En la visión histórica expuesta por San Agustín en La Ciudad de Dios, el imperio romano es la base del cristianismo. Lo mismo dice un contemporáneo suyo, el poeta Prudencio, nacido en Hispania: “Los pueblos hablaban lenguas diferentes, los reinos tenían las más diversas religiones. Dios quiso reducirlos a una sola sociedad, someter sus costumbres a un solo imperio, doblegar su cerviz bajo un solo yugo, a fin de que la religión del amor abarcara los corazones de los hombres...Así se preparó el camino para la venida de Cristo y se echaron los cimientos para construir el edificio de la paz universal bajo el gobierno de Roma”.

Finalmente, en todas partes resonó la lengua latina. Es verdad que no en todas

partes resonó con la misma intensidad. Los casos extremos están representados por las provincias extremas de Lusitania y Armenia. En Lusitania, todas las lenguas anteriores a la ocupación romana desaparecieron ante el empuje del latín; en Armenia, el único latín que resonó fue seguramente el que hablaban unos con otros los soldados y funcionarios enviados desde Roma, y el poco que aprenderían algunos nativos para servir de enlace con el resto de la población.

Desde luego, el latín no significó el menor peligro de desaparición para el griego,

hablado no sólo en la Grecia continental y en todo el Egeo, sino también en el Asia Menor y en Egipto. Al contrario: los romanos estuvieron siempre fascinados con la lengua y la cultura de los griegos, y nada ambicionaron más que el ser tenidos como iguales a ellos. (Su ambición quedó satisfecha: en las Vidas Paralelas de Plutarco,

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escritor griego de la gran época imperial de Roma, a cada griego ilustre corresponde un ilustre romano: Julio César es un segundo Alejandro, Cicerón un segundo Demóstenes, etc.) Muy pocos súbditos de habla griega aprendieron a hablar latín; en cambio, el griego se oía constantemente en las calles de Roma y se hablaba más que el latín en el sur de Italia y en Sicilia. Ningún griego escribió en latín; en cambio, el emperador Marco Aurelio, nacido en Roma, escribió en griego sus muy personales Meditaciones. En la provincia de Judea, el gobernador Poncio Pilato mandó poner, sobre la cruz de un condenado a muerte, cierto famoso letrero “en hebreo, en griego y en latín”, pero bien hubiera podido prescindir del latín: para toda la porción oriental del imperio romano, la lengua imperial fue el griego.

La porción del imperio en que predominó la lengua de Roma se llama Romania –

y la disciplina moderna que estudia las vicisitudes del latín en esas regiones se llama filología románica. La Romania actual abarca sólo cinco naciones europeas (Portugal, España, Francia, Italia y Rumania) y pedazoz de otras dos (Bélgica y Suiza). Pero en los primeros siglos de nuestra era incluía un territorio mucho más amplio. El latín era la lengua dominante en provincias como Cartago (de donde era San Agustín) y como Panonia (de donde era San Jerónimo). Rumania, el país moderno que heredó el nombre de Romania, es también, paradójicamente, el único que quedó cercenado del bloque románico original. A cambio de las pérdidas sufridas en Europa, la Romania haría más tarde conquistas lingüísticas inmensas en el nuevo mundo: también los países hispanoamericanos, y el Brasil, y Haití y el Canadá francés hablan romanice, o sea ‘románicamente’, ‘al estilo de Roma’. (Del adverbio románice procede la voz romance. Todavía en el siglo XVII, en vez de decir que algo estaba en español, solía decirse que estaba “en romance”. Y los lingüistas llaman indiferentemente “lenguas romances”, “lenguas románicas” o “lenguas neolatinas” a las hijas del latín imperial.)