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Plan Lector IES Jaroso 2015-2016 Un relato #eljarosolee
LA BELLEZA DE LA VIDA Cuento popular de Georgia
En tiempos remotos vivía en Georgia una noble y prudente mujer, la reina Magdana,
que gobernaba con justicia su rico y verde país. Al morir su esposo, su hijo Rostomel se
convirtió en el único amor de su vida. Lo amaba mucho más de lo que yo pueda deciros con
mis palabras, y veía amorosamente cómo crecía el tierno e ingenuo joven y se convertía en
un hombre robusto. Y no era ella la única que pensaba que era más hermoso que los de-
más.
Mientras los días iban convirtiéndose en años, Magdana comenzó a notar una nube en la
hermosa frente del joven que, sin razón aparente, se volvió taciturno y melancólico. Ni las
impetuosas galopadas por las verdes colinas de Georgia, ni las canciones melancólicas, ni
las apasionadas miradas de las jóvenes de ojos negros al bailar, podían alejar sus negros
humores ni borrar su tristeza.
Meditabundo y abatido, arrastraba su pesar hasta un alejado rincón de los jardines de pa-
lacio y se entregaba a sus ensoñaciones melancólicas. Hasta que la buena reina ya no pudo
soportar más la tristeza de su hijo.
-Hijo mío, dime qué pensamientos dolorosos roen tu cabeza, qué penas impiden que en tus
labios se dibuje una sonrisa.
-Madre, me gustaría contestarle con otra pregunta: ¿dónde está mi padre?
-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la reina-. Pero… hace mucho tiempo que ha muerto.
-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el príncipe con ansiedad.
-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la tierra y a ella debemos volver un día. Llegará
el momento en que la buena Madre Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío,
es lo que significa morir.
-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No,
eso no es posible. Tiene que haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y perso-
nas que no conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad. Ma-
dre querida, te ruego me perdones por dejarte, pero si me quedara, estoy seguro que mori-
ría de pesar.
En vano le suplicó la pobre madre que permaneciera a su lado; en vano derramó amargas
lágrimas; en vano se consumía en su dolor. Su hijo no cedió a sus súplicas. Un buen día la
abrazó y se puso en camino en busca de la vida eterna.
Durante mucho, muchísimo tiempo el príncipe vagó por el mundo y visitó muchos países, y
por ninguna parte encontró la tierra de la inmortalidad. Un día llegó a una llanura y sin
árboles. Al mirar a lo lejos vio contra el claro cielo azul la figura de un ciervo inmóvil con la
cornamenta erguida.
Al acercarse Rostomel, el ciervo le preguntó:
-Joven, ¿qué buscas en esta tierra estéril?
Plan Lector IES Jaroso 2015-2016 Una biografía #eljarosolee
-Busco el país de la inmortalidad.
-¿La inmortalidad? No existe semejante cosa. Pero, mira, ¿ves el cielo inmenso y azul sobre
nosotros? Mi destino es permanecer inmóvil en esta llanura, hasta que mis cuernos lleguen
al cielo. ¿Quieres quedarte conmigo todo este largo tiempo? Te prometo que durante todos
esos años serás inmortal. Únicamente cuando mi misión haya sido cumplida, morirás.
-¡Oh, no! -contestó el príncipe-. Ni siquiera cientos de siglos son la inmortalidad. Y yo
quiero ser inmortal. Adiós, amigo.
Continuó su camino y poco después llegó a unas desnudas rocas, cuyas cimas se alzaban
tanto que atravesaban las nubes. Y en la cima más alta, sobre un profundísimo barranco,
estaba un cuervo negro. El príncipe se afanó día y noche para subir la escarpada montaña
hasta que llegó a donde se hallaba el cuervo.
-¿Por qué has venido? -le preguntó el cuervo-. ¿Qué buscas en esta montaña dejada de la
mano de Dios?
-La inmortalidad -contestó el joven.
-¿La inmortalidad? No existe tal cosa. Pero, escucha: mira ese profundísimo barranco que
se abre ante ti. Mi desventurado sino es permanecer aquí hasta que con mi pico quite todos
los granos de arena y todos los granos de tierra de esta montaña y llene con ellos totalmen-
te el barranco. Te invito a quedarte conmigo todo el tiempo que dure mi tarea. Te prometo
que serás inmortal todo este tiempo.
-¡Oh, no! -dijo el príncipe-. ¿Qué me importan a mí todos esos siglos? Yo busco la inmorta-
lidad y algún día la encontraré. iAdiós! y de nuevo encaminó sus pasos hacia lo desconoci-
do. Después de andar leguas y leguas llegó hasta el fin del mundo.
Bajo un espléndido arco iris, un inmenso y maravilloso océano se extendía ante él. Olas
azules y transparentes rompían con fragor, espuma blanca como la nieve salpicaba la arena
de la playa y chocaba suavemente contra sus pies. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distan-
cia, más allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba una luz
divina y maravillosa. Parecía estar llamando a Rostomel, acariciaba su alma, hacía latir con
fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.
En un instante el extasiado príncipe fue transportado hasta la otra orilla. Se vio en un relu-
ciente y deslumbrante palacio y ante él, radiante en medio del brillo de infinitas piedras
preciosas, vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto.
No sabía quién podía ser, pero incluso las estrellas y los rayos del sol palidecían ante su
deslumbrante belleza. Su voz llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un
lecho de seda.
-Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación y he de perma-
necer aquí hasta el fin de los tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, renunciando a la
vida eterna, la muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Be-
lleza de la Vida.
Rostomel se quedó muy a gusto. Pasaron mil años y él, sin cansarse nunca de la belleza de
ella, no apartaba los ojos de su maravilloso rostro.
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Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el co-
razón, y un día le dijo a la hermosa diosa:
-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado desde que vi por última vez a mi amada madre y
las colinas y verdes valles de Georgia?
-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza- de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo
que le pertenece. Ve, pues; doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero
llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como
la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los muchos años que has
perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a entender la
belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su olor.
Y tras despedirse de la divina Belleza de la Vida, Rostomel volvió a dirigir sus pasos por el
camino por el que había llegado. En su viaje de regreso vio la montaña sobre cuya cumbre
todavía estaba el cuervo. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Subió a la cima para verlo de
cerca y al tocarlo su cuerpo se deshizo en polvo. Miró hacia abajo y no vio ni rastro del pro-
fundo barranco: estaba lleno de arena y de la tierra de la montaña. Aquel viejo cuervo ne-
gro había cumplido su misión en la tierra y, en consecuencia, había ganado la paz eterna.
Rostomel siguió andando y llegó hasta la tranquila llanura donde estaba el ciervo. Todo lo
que quedaba era un blanco esqueleto y una calavera quemada por el sol de la que salían
dos cuernos que, a través de las nubes, llegaban hasta la bóveda celeste. Igual que el cuer-
vo, también el ciervo había cumplido su misión y merecido el descanso eterno.
Por fin, Rostomelllegó a su Georgia natal. Pero, ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una
sola persona, ni una sola casa. Donde una vez hubo desiertos, se alzaban ahora pueblos y
ciudades bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo raro hablaban una extraña
lengua y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender lo que decían. Allí estaban las
montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde había crecido, donde
había abandonado a su amada madre.
Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde el castillo en que vivía la reina Magdana y desde el que
gobernaba a su valeroso pueblo? Ahora todo estaba yermo, todo silencioso como una tum-
ba y únicamente los bloques de piedra cubiertos de musgo eran testigos del, en otro tiem-
po, inmenso palacio.
Lentamente se acercó todavía un poco más y vio con el corazón anhelante la antigua atala-
ya todavía erguida en la colina donde había cantarinas fuentes, donde resonaban dulces
melodías y donde los pies de las muchachas en otro tiempo corrían por el césped.
Corrió hacia la atalaya y se encontró con un anciano curvado por el peso de los años. El
anciano estaba sentado sobre la lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios
temblorosos.
-Dime, padre santo -dijo Rostomel atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel
hombre-. ¿No es este el lugar donde en otro tiempo vivía Magdana, la gloriosa y gran reina
que gobernaba a su pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo, el heredero del trono. Si mi
madre ya no vive, entonces yo soy ahora el rey soberano.
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-¿Magdana? ¿Magdana? -repitió el anciano-. Apenas puedo entender tus palabras, joven;
no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las es-
tudié y por eso entiendo algo de lo que dices. ¿Magdana, dices? Sí, existe una leyenda, no
sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran reina hace miles de años. Si no recuerdo mal,
se llamaba Magdana. Tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que dice la leyenda- que se fue
del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana murió con el corazón destrozado y. al
cabo de muy poco tiempo, su reino se extinguió con ella.
El príncipe Rostomel guardó silencio mucho rato, mientras resbalaban por sus mejillas
abundantes lágrimas de dolor. Por fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:
-¡Oh eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?
Inmediatamente, sacó la flor roja, la acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante
envejeció; se convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su
bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban fuerzas ni para
llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca. Con un sordo murmullo lla-
mó al viejo sacerdote:
-Pronto, padre, toma la flor blanca de mi bolsillo y acércala a mi nariz, para que pueda as-
pirar su fragancia y conocer por fin las misteriosas delicias de la muerte.
Rostomel murió. Lo enterraron y volvió a la tierra de donde había venido, y nadie molestó
su sueño. Pero sobre su tumba crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.
James Riordan, Cuentos maravillosos del mundo entero, trad.
Javier Gómez Rea, Madrid, Plaza&Janés, págs. 49-55