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I 39 Sábado 12 de marzo de 2011 Ese polemista incansable El discurso de Vargas Llosa en la Feria Piazzolla, un gigante tímido E S difícil borrar los recuerdos per- sonales de esta despedida a David Viñas. Cuando regresó del exilio en 1983, aterrizó en Ezeiza sin un peso. Vivió unas semanas en la oficina de la revista Punto de Vista. A pulso, por escalera, subió ocho pisos la cama que alguien le había prestado, mientras gritaba: “¡Hermanita, allá vamos, como Cristo!”. Tenía entonces más de cincuenta años (había nacido en 1927) y llegaba como un joven, sin nada, todo por delante. Aunque, en realidad, detrás de sí había muchos libros, y uno fundamental para pensar la cultura en este país: Literatura argentina y realidad política, de 1964. Ese libro comienza en la revista Contorno, que fundó con su hermano Ismael en noviembre de 1953. La edición facsimilar, publicada por la Biblioteca Nacional en 2007, permite ver que esa revista fue un banco de pruebas del pensamiento polí- tico, de la crítica literaria y de la historia cultural de la generación de Viñas: en la primera página del primer número hay un artículo de Juan José Sebreli; escribieron en Contorno Noé Jitrik, León Rozitchner, Tulio Halperin Donghi, Ramón Alcalde, Carlos Correas y siempre, con su nombre o con diversos seudónimos, los dos hermanos Viñas. Contorno quiso ser una respuesta a Sur y lo fue para los que vinimos después, no porque atacara a Sur, sino porque leía otra literatura argentina, de otro modo. El número 4 de Contorno, de diciembre de 1954, está dedicado a Martínez Estrada. David Viñas lo llama un “heterodoxo ar- gentino”. Definiendo a Martínez Estrada, Viñas se definía a sí mismo anticipada- mente. Siempre fue un escritor nacional; siempre fue un heterodoxo. Hoy ya es po- sible decir que Viñas y Martínez Estrada son los dos grandes ensayistas ideólogos del siglo XX. Literatura argentina y realidad política fue el libro de quienes comenzábamos a leer en los años 60. Inauguró temas: nadie que lo haya leído olvidará “La mi- rada a Europa: del viaje colonial al viaje estético” ni el ensayo sobre intelectuales y escritores profesionales en 1900. “Los dos ojos del romanticismo” sigue siendo uno de los grandes textos de la crítica y mucho más: una hipótesis sobre literatura e historia, ese par conceptual que nunca dejó de obsesionar a Viñas; una hipótesis sobre la mirada intelectual y la mirada estética, esas perspectivas que también lo obsesionaron siempre. Literatura argenti- na y realidad política fue una revelación. Durante décadas, esa revelación se repitió en las clases de Viñas, en Rosario, en Buenos Aires, en Dinamarca, en Estados Unidos. Un estudiante de medicina que lo había escuchado en Los Angeles me contó el efecto convulsionante de una conferencia suya: se entraba de un modo y se salía cambiado: abandonó la medicina para dedicarse a la literatura. No tengo dudas de ese poder iniciático y transfor- mador porque muchos comprobamos su potencia. Traerlo a Viñas a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en los años 60 fue un programa de máxima que no se alcanzó nunca. Llegó a esa facultad con la democracia, en 1984. Pero antes se podía escuchar a Viñas en los bares o en las reuniones de grupos políticos. Fugazmente, militamos en el mismo partido, para el que Viñas dirigió una revista cuyo título, por cierto, había sido idea suya: La Comuna. Viñas discutía como si invariablemente el desenlace fuera definitivo y en él se jugara todo. Tenía una visión totalizante de lo que una discusión ponía en juego. Violento y arrollador, era, al mismo tiempo, democrático: discutía con quien tenía adelante, escuchaba a quien se sentara a su mesa, no establecía jerarquías de interlocutores. Flamígero y horizontal, valga el oxímoron. Fue durante toda su vida un hombre de izquierda. Su origen familiar era radical (léase esa sólida novela Los dueños de la tierra, donde hay pistas familiares) y ese origen le trasmitió saberes nacionales, lo hizo baquiano de las tradiciones, las herencias y los linajes desde el siglo XIX. Odiaba como si los personajes del pasado continuaran su vida en el presente. Nunca dejó de criticar a Lugones, como si fuera un contemporáneo. Su gran libro Indios, ejércitos y fronteras (1982) fue al mismo tiem- po una quebrada alegoría de los crímenes estatales del siglo XX y una denuncia de los del siglo XIX. Era partidario, siempre. Pero Tulio Halperin Donghi lo citaba con respeto. Hizo del partidismo el impulso vital de sus investigaciones: no fue el obstáculo que temen los débiles, sino la fuerza que permite ver más a los inteligentes. Nunca pudo leer a Borges. En 1981 nos dijo a Carlos Altamirano y a mí en un reportaje que fue el primero que se publicó en la Argentina posterior al gol- pe: “A mí, Borges no me interesaba”. Un insulto al sentido común literario, que Viñas pronunció impertérrito. Borges no le interesaba y tampoco le interesaba una parte importante (fundamental) de la literatura argentina del siglo XX. En cambio, entendió a Roberto Arlt y a Sarmiento. Este es uno de los enigmas que Viñas deja abiertos. Habrá que responder- lo, porque no es justo ni perspicaz decir superficialmente: allí estaban sus límites. Más bien habría que admitir que Viñas tenía una mirada penetrante y estrábica. No hay que coincidir con Viñas para reco- nocer que ese “Borges no me interesaba” encierra una cuestión que tiene pliegues más atractivos que la adhesión ciega a un parnaso literario. En las palabras de Viñas no hay simplemente ceguera sino una discusión estética profunda. No es necesario coincidir para entenderlas. Su literatura era sencillamente no borgeana. La gran novela (cada uno marcará la que considera su gran no- vela) fue Cuerpo a cuerpo, publicada en México en 1979. Allí colocó a un general del ejército, una guerrillera, un perio- dista. Pero es mucho más que un relato sobre un militar y la violencia. Viñas escribió esa novela experimental casi a los cincuenta años, como si se tratara de un proyecto de juventud enloquecida. Basta hojearla para descubrir un texto extremo, fuera del mercado, fuera del horizonte de los lectores: pura literatura, cuando la literatura es pura precisamente por no serlo, por tragarse todo: ideolo- gía, política, sexualidad, perversión, violencia. Pura literatura que busca contaminarse con todo. Fue hombre de teatro, guionista de cine. Se ganó la vida con la escritura, aunque no hablaba de profesionalismo jamás. Las novelas de Viñas tienen el sentido de lo material. Maestro del detalle, capta los ademanes y los tics, persigue los cuerpos en sus convulsiones y recovecos. No es un escritor típicamente realista porque siempre desborda, siempre escribe más de la medida. Careció, en verdad, de me- dida. Con los años, sus novelas se hicieron más desmesuradas; se sujetaron menos a cualquier regulación; amplificaron los parlamentos de sus personajes o redujeron los diálogos a tres o cuatro palabras. Viñas era un realista que abandonó las técnicas del realismo. En sus comienzos, había leído a Dos Passos, a Hemingway, a Sartre y a Faulkner. Después vino un desmadre, un exceso, algo que fue su marca de escri- tura; pero conservó siempre, inalterable, el deseo de verdad histórica, esa tensión que no es representativa ni meramente estética sino ideológica. Su muerte abre el capítulo “Viñas de la cultura argentina”. Ignoro cuántos años pasarán antes de que ese capítulo se escriba. Como con Martínez Estrada o con Murena, puede haber momentos de oscuridad y grandes relecturas. Quienes lo conocimos, sabemos que la síntesis, tra- tándose de David Viñas, nunca fue sencilla. Producía admiración e inquietud; a veces, miedo; era posible pelearse con él y pensar que esa había sido la última vez. En un mundo de encontronazos mezquinos, las peleas de David Viñas siempre fueron gene- rosas: discutía sólo por ideas. Desaforado, sus reacciones tuvieron siempre la nobleza de quien no calcula las consecuencias. Peleaba sin beneficio de inventario. Nunca administró su fuerza. En eso se pareció a Sartre. Un Sartre arrastrado por flujos de gasto personal infinito. También los une la idea de intelectual comprometido, esa fórmula que ya no se usa, que él mismo había dejado de usar, pero que lo definía bien porque algunos hombres (pocos) siguen pareciéndose a lo que quisieron ser en su juventud. La última vez ha llegado ahora. Hace poco más de un año, lo encontré en un bar de la calle Corrientes y Rodríguez Peña. Nos habíamos alejado, y ambos nos abrazamos pensando (yo, por lo menos, lo pensé) que posiblemente la mayoría de las cosas presentes seguían separándonos, pero que valía la pena abrazarse porque nunca se sabe. Hoy ya se sabe. Quizás esta misma nota lo habría enojado a Viñas: “Hermanita, ¿en el diario de los Mitre?”. Así llamaba invariablemente a este diario. La pregunta forma parte de lo mucho que nos separaba. Sin embargo, soy su alumna, de la manera infiel en que se puede serlo, de la única manera en que David lo habría admitido. © LA NACION L EO con sorpresa, en un medio de vasta circulación, que Mario Vargas Llosa ha decidido cam- biar el contenido de su discurso en la Feria del Libro, para pasar de lo literario a lo político. Vargas Llosa dice que en la Argentina de Videla fueron censurados dos de sus libros, y ahora se encuentra en una situación similar. Por lo tanto, su discurso se orientará, políticamente, a favor de la liberad de prensa. Pienso que uno de los peores fla- gelos que puede sufrir un escritor excelente es el de recibir el Premio Nobel, y se me ocurre que Mario Vargas Llosa ya lo está experimen- tando. De todas maneras, nadie es inocente aquí: para recibir el Premio Nobel hay que pasar por numerosas instancias nacionales e internaciona- les, reverenciar poderes editoriales y demás. Después, viene el Lanzarote de Saramago: es decir, cómo implemen- tar la huida. Pero Vargas Llosa toda- vía no está allí. Providencialmente, Jorge Luis Borges se salvó. Y aun así, decía Cioran sobre él: “La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía una mejor suerte...” He dicho alguna vez, y no me des- digo, que Vargas Llosa me parece un excelente escritor (un sufragio universal), pero también que me resulta un excelente escritor latino- americano. He dicho esto porque me parece que no sólo en su temática Conversación en La Catedral, Los ca- chorros, La fiesta del chivo, La guerra del fin del mundo– él afrontó temas del dolor y la violencia que aquejan en particular a nuestra América la- tina, sino porque pienso que su tono, su enfrentamiento, su actitud vital, nunca desdicen de cierta elegancia de matriz hispánica, pero matizada de una ironía y vivacidad muy nuestra, en la cual me complace intensamente poder reconocerme. Para dar un solo ejemplo, hay un libro de él –probablemente, el menos leído– que, como lingüista, me ha des- lumbrado en particular: El hablador. Es una hazaña de fusión entre narra- ción e investigación antropológica, una aventura de inmersión en las raí- ces de la otredad, una reverencia ri- tual ante las sabidurías indígenas que hemos estúpidamente ignorado todos los latinoamericanos si excepción, in- telectuales o no, progresistas o no. Por estas razones, el que ahora Vargas Llosa haya decidido arre- meter públicamente contra una fracasada operación de censura en nuestro país me aflige sobremanera. Donde manda capitana no manda marinero. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner –a quien no adhiero específicamente– impartió una clara y terminante orden de retirada a Horacio González, direc- tor de la Biblioteca Nacional, en relación con su carta, en la que se instaba a autoridades de la Feria del Libro a anular la invitación a Vargas Llosa para inaugurar la Feria. Horacio González, que respalda al grupo de intelectuales kirchneristas Carta Abierta, merece mi respeto, si bien representa una postura polí- tica a la que nunca adheriría. Sin ir más lejos, en la Feria de Fráncfort de 2010, su ponencia sobre Lugones, superando con mucho los lugares co- munes acerca de este autor indispen- sable, mostró su evidente capacidad de intuición literaria y empatía hu- mana con uno de los escritores más discutibles de nuestra literatura. Debe de haberle sido difícil acatar el razonable mandato emanado de esferas superiores, pero lo hizo. Y lo que cuenta es que la democracia ha prevalecido. Solamente un torero desubicado lo ignoraría. Por su parte, Cristina Fernández de Kirchner ha sido calificada por Mario Vargas Llosa como un desastre total para nuestro país. Según el reciente Nobel, la Argentina ha desaparecido como país durante el gobierno de los Kirchner. Es duro pensar que un país que produce a gente como Daniel Barenboim o Beatriz Sarlo le merezca a un escritor peruano de bien ganada gloria estas reacciones. Quizá sea hora para él de revaluar sus palabras y dar acaso a una presi- denta democráticamente elegida el inteligente reconocimiento que me- recen, por esta vez, la inteligencia y elegancia de su gesto. © LA NACION L O llamaron Astor en homenaje a Astor Bolognini, un violonchelista amigo de su padre, Vicente. La historia de este pisciano –como él astrológicamente se reconocía– comenzó hace ayer 90 años, el martes 11 de marzo de 1921, en Mar del Plata, a las dos de la madrugada, y su vida, aunque no su historia, se cerró hace 18 años, el 4 de julio de 1992, en Buenos Aires, después de una penosa y larga enfermedad que lamentablemente puso fin a su prolífica producción cuando seguía desarrollándose con una enorme potencialidad creadora en París. Cincuenta años antes, en 1942, todavía menor de edad –porque en aque- llos años la mayoría comenzaba a los 22–, se casó con Odette María Wolf (“Dedé”), una bella argentina con sangre alemana y francesa que le dio sus únicos hijos, Diana y Daniel. Pero hasta llegar a eso pasaron algunas cosas; entre otras, vivir desde los 3 hasta los 16 años en Nueva York, con una breve interrupción de nueve meses por una vuelta a Mar del Plata, en un intento de sus padres, Vicente y Asunta, de reinstalarse en esa ciudad, lo que recién pudieron lograr definitivamente en 1937. Claro está que esos años neoyorquinos le dieron a nuestro músico una base cultural-emocional que selló toda su vida, a través de las vivencias que significaron sus rebeldías escolares, la amistad con sus primos ítalo-americanos de Nueva Jersey, las pandillas barriales de las que formó parte, sus rechazos al solfeo, sus primeros maestros musicales; y ese primer bando- neón de segunda mano, con cincuenta notas metálicas y estuche de madera, que aprendió a tocar solo, mientras recibía lecciones de piano de un maestro húngaro, discípulo de Rachmaninov, que le descu- brió a Bach y a Mozart, enamorándolo de esos autores de tal manera que abandonó sus correrías y peleas por las calles de Manhattan, donde tocaba la armónica o hacía zapateo americano por moneditas. Y cómo obviar el hecho imprevisible y mágico de conocer a Carlos Gardel a los 11 años, hacer de extra como canillita en una de sus películas y acompañarlo a las tiendas para hacerle de intérprete idiomático en sus compras. Evidentemente, el destino estaba tra- mando algo especial para el niño y el joven Astor. Pero ya se ha escrito mu- chísimo sobre él, acerca de su desarrollo musical, desde sus inicios a los 18 años como bandoneonista de Aníbal Troilo –y su arreglador después– en decenas de notas periodísticas y algunos estupendos libros. Todo ello me exime de referirme a su extensa y rica producción, por demás ya muy conocida. Aunque no puedo dejar de destacar la experiencia que realizó al estudiar contrapunto y composición con Nadia Boulanger, y sobre todo algo tan fundamental como fueron sus cinco años de estudio con el maestro Alberto Ginastera. Así las cosas, pretendo en esta ocasión recordarlo con el modesto aporte de mi testimonio personal, a través de al- gunos momentos de nuestra larga amistad fundada en Nueva York en 1958, cuando ya llevaba yo más de una década escuchando sus grabaciones en los discos de pasta de 78 revoluciones. Circunscribiéndome a vivencias compar- tidas en Manhattan, sólo quisiera destacar dos que muestran su gran timidez frente a ciertos ídolos, porque no creo que sea muy conocida por los lectores. Uno de ellos se dio cuando las circunstancias me permitieron presentarle a Igor Stravinksy, ya que ante la sorpresa de que era realmente verdad mi promesa de hacerlo, en el momento de estar frente al compositor ruso no le salió una palabra de saludo ni en inglés ni en francés, idiomas que hablaba con fluidez, mientras sus piernas, como él mismo contó en algún reportaje, temblaban y no podía articular una sola palabra. Sólo al día siguiente pude reunirlos y hacer pro- vechoso para Astor el encuentro. La otra circunstancia demostrativa de su gran timidez frente a una persona que admiraba artísticamente con pasión se dio con Greta Garbo. Porque estuvo sentado a su lado en un vuelo en primera clase de Aire France, de París, donde vivía, a Nueva York, en 1977, cuando viajaba invitado a los festejos del Columbus Day, para interpretar tres de sus temas orquestados por él, con los cincuenta músicos de la Filarmónica de Nueva York en el Madison Square Garden. Durante el viaje, una gran capelina cubría el rostro de la actriz y la inmovilidad de su sueño, que la mantuvo en ese estado sin pedir siquiera un vaso de agua, le impidió, a quien era normalmente muy audaz y capaz de cualquier picardía o estratagema, inventar nada para intercambiar unas pa- labras con ella. Otra vez su gran timidez. Por supuesto, eso no le permitió pegar un ojo durante toda la noche, dejándolo totalmente frustrado. Su amada actriz había “pasado la noche con él”, dormida a su lado, y nada, ni una palabra. En este breve recuerdo y homenaje sólo me resta decir que en los comienzos de los años 50, con mis jóvenes amigos ya considerábamos a Astor Piazzolla un equivalente de George Gershwin, porque, como él, estaba creando una gran músi- ca partiendo de las raíces populares de la ciudad. Y no siendo estrictamente lo que pudiera llamarse un “tanguero”, o quizá justamente por eso, llevó el tango a terrenos insospechados, donde acaso ya no hacía falta sentir “el temblor de las baldosas de un bailongo”, sino más bien la kepleriana música que produce la Tierra al desplazarse en el universo. © LA NACION UN ADIOS AL NOVELISTA, ENSAYISTA Y DRAMATURGO DAVID VIÑAS, QUE FALLECIO ANTEAYER BEATRIZ SARLO PARA LA NACION IVONNE BORDELOIS PARA LA NACION ALBINO GOMEZ PARA LA NACION La autora es lingüista, ensayista y poeta. Entre otros libros, escribió La palabra amenazada El autor es periodista, escritor y diplomático Aflige que ahora el reciente Nobel haya decidido arremeter contra una fracasada operación de censura Hoy ya es posible decir que Viñas y Martínez Estrada son los dos grandes ensayistas ideólogos del siglo XX Sus reacciones tuvieron siempre la nobleza de quien no calcula las consecuencias. En eso se pareció a Sartre OPINION

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I 39Sábado 12 de marzo de 2011

Ese polemista incansableEl discurso de Vargas

Llosa en la Feria

Piazzolla, un gigante tímido

ES difícil borrar los recuerdos per-sonales de esta despedida a David Viñas. Cuando regresó del exilio en

1983, aterrizó en Ezeiza sin un peso. Vivió unas semanas en la oficina de la revista Punto de Vista. A pulso, por escalera, subió ocho pisos la cama que alguien le había prestado, mientras gritaba: “¡Hermanita, allá vamos, como Cristo!”. Tenía entonces más de cincuenta años (había nacido en 1927) y llegaba como un joven, sin nada, todo por delante.

Aunque, en realidad, detrás de sí había muchos libros, y uno fundamental para pensar la cultura en este país: Literatura argentina y realidad política, de 1964. Ese libro comienza en la revista Contorno, que fundó con su hermano Ismael en noviembre de 1953. La edición facsimilar, publicada por la Biblioteca Nacional en 2007, permite ver que esa revista fue un banco de pruebas del pensamiento polí-tico, de la crítica literaria y de la historia cultural de la generación de Viñas: en la primera página del primer número hay un artículo de Juan José Sebreli; escribieron en Contorno Noé Jitrik, León Rozitchner, Tulio Halperin Donghi, Ramón Alcalde, Carlos Correas y siempre, con su nombre o con diversos seudónimos, los dos hermanos Viñas. Contorno quiso ser una respuesta a Sur y lo fue para los que vinimos después, no porque atacara a Sur, sino porque leía otra literatura argentina, de otro modo.

El número 4 de Contorno, de diciembre de 1954, está dedicado a Martínez Estrada. David Viñas lo llama un “heterodoxo ar-gentino”. Definiendo a Martínez Estrada, Viñas se definía a sí mismo anticipada-mente. Siempre fue un escritor nacional; siempre fue un heterodoxo. Hoy ya es po-sible decir que Viñas y Martínez Estrada son los dos grandes ensayistas ideólogos del siglo XX.

Literatura argentina y realidad política fue el libro de quienes comenzábamos a leer en los años 60. Inauguró temas: nadie que lo haya leído olvidará “La mi-rada a Europa: del viaje colonial al viaje estético” ni el ensayo sobre intelectuales y escritores profesionales en 1900. “Los dos ojos del romanticismo” sigue siendo uno de los grandes textos de la crítica y mucho más: una hipótesis sobre literatura e historia, ese par conceptual que nunca dejó de obsesionar a Viñas; una hipótesis sobre la mirada intelectual y la mirada estética, esas perspectivas que también lo obsesionaron siempre. Literatura argenti-na y realidad política fue una revelación. Durante décadas, esa revelación se repitió en las clases de Viñas, en Rosario, en Buenos Aires, en Dinamarca, en Estados Unidos. Un estudiante de medicina que lo había escuchado en Los Angeles me contó el efecto convulsionante de una conferencia suya: se entraba de un modo y se salía cambiado: abandonó la medicina para dedicarse a la literatura. No tengo dudas de ese poder iniciático y transfor-mador porque muchos comprobamos su potencia. Traerlo a Viñas a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en los años 60 fue un programa de máxima que no se alcanzó nunca. Llegó a esa facultad con la democracia, en 1984.

Pero antes se podía escuchar a Viñas en los bares o en las reuniones de grupos políticos. Fugazmente, militamos en el mismo partido, para el que Viñas dirigió una revista cuyo título, por cierto, había sido idea suya: La Comuna. Viñas discutía como si invariablemente el desenlace fuera definitivo y en él se jugara todo. Tenía una visión totalizante de lo que una discusión

ponía en juego. Violento y arrollador, era, al mismo tiempo, democrático: discutía con quien tenía adelante, escuchaba a quien se sentara a su mesa, no establecía jerarquías de interlocutores. Flamígero y horizontal, valga el oxímoron.

Fue durante toda su vida un hombre de izquierda. Su origen familiar era radical (léase esa sólida novela Los dueños de la tierra, donde hay pistas familiares) y ese origen le trasmitió saberes nacionales, lo hizo baquiano de las tradiciones, las herencias y los linajes desde el siglo XIX.

Odiaba como si los personajes del pasado continuaran su vida en el presente. Nunca dejó de criticar a Lugones, como si fuera un contemporáneo. Su gran libro Indios, ejércitos y fronteras (1982) fue al mismo tiem-po una quebrada alegoría de los crímenes estatales del siglo XX y una denuncia de los del siglo XIX. Era partidario, siempre. Pero Tulio Halperin Donghi lo citaba con respeto. Hizo del partidismo el impulso vital de sus investigaciones: no fue el obstáculo que temen los débiles, sino la fuerza que permite ver más a los inteligentes.

Nunca pudo leer a Borges. En 1981 nos dijo a Carlos Altamirano y a mí en un reportaje que fue el primero que se publicó en la Argentina posterior al gol-pe: “A mí, Borges no me interesaba”. Un insulto al sentido común literario, que Viñas pronunció impertérrito. Borges no le interesaba y tampoco le interesaba una parte importante (fundamental) de la literatura argentina del siglo XX. En cambio, entendió a Roberto Arlt y a Sarmiento. Este es uno de los enigmas que Viñas deja abiertos. Habrá que responder-lo, porque no es justo ni perspicaz decir superficialmente: allí estaban sus límites. Más bien habría que admitir que Viñas tenía una mirada penetrante y estrábica. No hay que coincidir con Viñas para reco-nocer que ese “Borges no me interesaba” encierra una cuestión que tiene pliegues más atractivos que la adhesión ciega a un parnaso literario. En las palabras de Viñas no hay simplemente ceguera sino una discusión estética profunda. No es necesario coincidir para entenderlas.

Su literatura era sencillamente no borgeana. La gran novela (cada uno marcará la que considera su gran no-vela) fue Cuerpo a cuerpo, publicada en México en 1979. Allí colocó a un general del ejército, una guerrillera, un perio-dista. Pero es mucho más que un relato sobre un militar y la violencia. Viñas escribió esa novela experimental casi a los cincuenta años, como si se tratara de un proyecto de juventud enloquecida.

Basta hojearla para descubrir un texto extremo, fuera del mercado, fuera del horizonte de los lectores: pura literatura, cuando la literatura es pura precisamente por no serlo, por tragarse todo: ideolo-gía, política, sexualidad, perversión, violencia. Pura literatura que busca contaminarse con todo. Fue hombre de teatro, guionista de cine. Se ganó la vida con la escritura, aunque no hablaba de profesionalismo jamás.

Las novelas de Viñas tienen el sentido de lo material. Maestro del detalle, capta los ademanes y los tics, persigue los cuerpos en sus convulsiones y recovecos. No es un escritor típicamente realista porque siempre desborda, siempre escribe más de la medida. Careció, en verdad, de me-dida. Con los años, sus novelas se hicieron más desmesuradas; se sujetaron menos a cualquier regulación; amplificaron los parlamentos de sus personajes o redujeron los diálogos a tres o cuatro palabras. Viñas era un realista que abandonó las técnicas del realismo. En sus comienzos, había leído a Dos Passos, a Hemingway, a Sartre y a Faulkner. Después vino un desmadre, un exceso, algo que fue su marca de escri-tura; pero conservó siempre, inalterable, el deseo de verdad histórica, esa tensión que no es representativa ni meramente estética sino ideológica.

Su muerte abre el capítulo “Viñas de la cultura argentina”. Ignoro cuántos años pasarán antes de que ese capítulo

se escriba. Como con Martínez Estrada o con Murena, puede haber momentos de oscuridad y grandes relecturas. Quienes lo conocimos, sabemos que la síntesis, tra-tándose de David Viñas, nunca fue sencilla. Producía admiración e inquietud; a veces, miedo; era posible pelearse con él y pensar que esa había sido la última vez. En un mundo de encontronazos mezquinos, las peleas de David Viñas siempre fueron gene-rosas: discutía sólo por ideas. Desaforado, sus reacciones tuvieron siempre la nobleza de quien no calcula las consecuencias. Peleaba sin beneficio de inventario. Nunca administró su fuerza. En eso se pareció a Sartre. Un Sartre arrastrado por flujos de gasto personal infinito. También los une la idea de intelectual comprometido, esa fórmula que ya no se usa, que él mismo había dejado de usar, pero que lo definía bien porque algunos hombres (pocos) siguen pareciéndose a lo que quisieron ser en su juventud.

La última vez ha llegado ahora. Hace poco más de un año, lo encontré en un bar de la calle Corrientes y Rodríguez Peña. Nos habíamos alejado, y ambos nos abrazamos pensando (yo, por lo menos, lo pensé) que posiblemente la mayoría de las cosas presentes seguían separándonos, pero que valía la pena abrazarse porque nunca se sabe. Hoy ya se sabe. Quizás esta misma nota lo habría enojado a Viñas: “Hermanita, ¿en el diario de los Mitre?”. Así llamaba invariablemente a este diario. La pregunta forma parte de lo mucho que nos separaba. Sin embargo, soy su alumna, de la manera infiel en que se puede serlo, de la única manera en que David lo habría admitido.

© LA NACION

LEO con sorpresa, en un medio de vasta circulación, que Mario Vargas Llosa ha decidido cam-

biar el contenido de su discurso en la Feria del Libro, para pasar de lo literario a lo político. Vargas Llosa dice que en la Argentina de Videla fueron censurados dos de sus libros, y ahora se encuentra en una situación similar. Por lo tanto, su discurso se orientará, políticamente, a favor de la liberad de prensa.

Pienso que uno de los peores fla-gelos que puede sufrir un escritor excelente es el de recibir el Premio Nobel, y se me ocurre que Mario Vargas Llosa ya lo está experimen-tando. De todas maneras, nadie es inocente aquí: para recibir el Premio Nobel hay que pasar por numerosas instancias nacionales e internaciona-les, reverenciar poderes editoriales y demás. Después, viene el Lanzarote de Saramago: es decir, cómo implemen-tar la huida. Pero Vargas Llosa toda-vía no está allí. Providencialmente, Jorge Luis Borges se salvó. Y aun así, decía Cioran sobre él: “La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía una mejor suerte...”

He dicho alguna vez, y no me des-digo, que Vargas Llosa me parece un excelente escritor (un sufragio universal), pero también que me resulta un excelente escritor latino-americano. He dicho esto porque me parece que no sólo en su temática –Conversación en La Catedral, Los ca-chorros, La fiesta del chivo, La guerra del fin del mundo– él afrontó temas del dolor y la violencia que aquejan en particular a nuestra América la-tina, sino porque pienso que su tono, su enfrentamiento, su actitud vital, nunca desdicen de cierta elegancia de matriz hispánica, pero matizada de una ironía y vivacidad muy nuestra, en la cual me complace intensamente poder reconocerme.

Para dar un solo ejemplo, hay un libro de él –probablemente, el menos leído– que, como lingüista, me ha des-lumbrado en particular: El hablador. Es una hazaña de fusión entre narra-ción e investigación antropológica, una aventura de inmersión en las raí-

ces de la otredad, una reverencia ri-tual ante las sabidurías indígenas que hemos estúpidamente ignorado todos los latinoamericanos si excepción, in-telectuales o no, progresistas o no.

Por estas razones, el que ahora Vargas Llosa haya decidido arre-meter públicamente contra una fracasada operación de censura en nuestro país me aflige sobremanera. Donde manda capitana no manda marinero. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner –a quien no adhiero específicamente– impartió una clara y terminante orden de retirada a Horacio González, direc-tor de la Biblioteca Nacional, en relación con su carta, en la que se instaba a autoridades de la Feria del Libro a anular la invitación a Vargas Llosa para inaugurar la Feria.

Horacio González, que respalda al grupo de intelectuales kirchneristas Carta Abierta, merece mi respeto, si bien representa una postura polí-tica a la que nunca adheriría. Sin ir más lejos, en la Feria de Fráncfort de 2010, su ponencia sobre Lugones, superando con mucho los lugares co-munes acerca de este autor indispen-sable, mostró su evidente capacidad de intuición literaria y empatía hu-mana con uno de los escritores más discutibles de nuestra literatura. Debe de haberle sido difícil acatar el razonable mandato emanado de esferas superiores, pero lo hizo. Y lo que cuenta es que la democracia ha prevalecido. Solamente un torero desubicado lo ignoraría.

Por su parte, Cristina Fernández de Kirchner ha sido calificada por Mario Vargas Llosa como un desastre total para nuestro país. Según el reciente Nobel, la Argentina ha desaparecido como país durante el gobierno de los Kirchner. Es duro pensar que un país que produce a gente como Daniel Barenboim o Beatriz Sarlo le merezca a un escritor peruano de bien ganada gloria estas reacciones.

Quizá sea hora para él de revaluar sus palabras y dar acaso a una presi-denta democráticamente elegida el inteligente reconocimiento que me-recen, por esta vez, la inteligencia y elegancia de su gesto.

© LA NACION

LO llamaron Astor en homenaje a Astor Bolognini, un violonchelista amigo de su padre, Vicente. La historia de

este pisciano –como él astrológicamente se reconocía– comenzó hace ayer 90 años, el martes 11 de marzo de 1921, en Mar del Plata, a las dos de la madrugada, y su vida, aunque no su historia, se cerró hace 18 años, el 4 de julio de 1992, en Buenos Aires, después de una penosa y larga enfermedad que lamentablemente puso fin a su prolífica producción cuando seguía desarrollándose con una enorme potencialidad creadora en París. Cincuenta años antes, en 1942, todavía menor de edad –porque en aque-llos años la mayoría comenzaba a los 22–, se casó con Odette María Wolf (“Dedé”), una bella argentina con sangre alemana y francesa que le dio sus únicos hijos, Diana y Daniel. Pero hasta llegar a eso pasaron algunas cosas; entre otras, vivir desde los 3 hasta los 16 años en Nueva York, con una breve interrupción de nueve meses por una vuelta a Mar del Plata, en un intento de sus padres, Vicente y Asunta, de reinstalarse en esa ciudad, lo que recién pudieron lograr definitivamente en 1937.

Claro está que esos años neoyorquinos le dieron a nuestro músico una base cultural-emocional que selló toda su vida, a través de las vivencias que significaron sus rebeldías escolares, la amistad con sus primos ítalo-americanos de Nueva Jersey, las pandillas barriales de las que formó

parte, sus rechazos al solfeo, sus primeros maestros musicales; y ese primer bando-neón de segunda mano, con cincuenta notas metálicas y estuche de madera, que aprendió a tocar solo, mientras recibía lecciones de piano de un maestro húngaro, discípulo de Rachmaninov, que le descu-brió a Bach y a Mozart, enamorándolo de esos autores de tal manera que abandonó sus correrías y peleas por las calles de Manhattan, donde tocaba la armónica o hacía zapateo americano por moneditas. Y cómo obviar el hecho imprevisible y mágico de conocer a Carlos Gardel a los 11 años, hacer de extra como canillita en una de sus películas y acompañarlo a las tiendas para hacerle de intérprete idiomático en sus compras.

Evidentemente, el destino estaba tra-mando algo especial para el niño y el joven Astor. Pero ya se ha escrito mu-chísimo sobre él, acerca de su desarrollo musical, desde sus inicios a los 18 años como bandoneonista de Aníbal Troilo –y su arreglador después– en decenas de notas periodísticas y algunos estupendos libros. Todo ello me exime de referirme a su extensa y rica producción, por demás ya muy conocida. Aunque no puedo dejar de destacar la experiencia que realizó al estudiar contrapunto y composición con Nadia Boulanger, y sobre todo algo tan fundamental como fueron sus cinco años de estudio con el maestro Alberto

Ginastera. Así las cosas, pretendo en esta ocasión recordarlo con el modesto aporte de mi testimonio personal, a través de al-gunos momentos de nuestra larga amistad fundada en Nueva York en 1958, cuando ya llevaba yo más de una década escuchando sus grabaciones en los discos de pasta de 78 revoluciones.

Circunscribiéndome a vivencias compar-tidas en Manhattan, sólo quisiera destacar dos que muestran su gran timidez frente a ciertos ídolos, porque no creo que sea muy conocida por los lectores. Uno de ellos se dio cuando las circunstancias me permitieron presentarle a Igor Stravinksy, ya que ante la sorpresa de que era realmente verdad mi promesa de hacerlo, en el momento de estar frente al compositor ruso no le salió una palabra de saludo ni en inglés ni en francés, idiomas que hablaba con fluidez, mientras sus piernas, como él mismo contó en algún reportaje, temblaban y no podía articular una sola palabra. Sólo al día siguiente pude reunirlos y hacer pro-vechoso para Astor el encuentro. La otra circunstancia demostrativa de su gran timidez frente a una persona que admiraba artísticamente con pasión se dio con Greta Garbo. Porque estuvo sentado a su lado en un vuelo en primera clase de Aire France, de París, donde vivía, a Nueva York, en 1977, cuando viajaba invitado a los festejos del Columbus Day, para interpretar tres de sus temas orquestados por él, con los

cincuenta músicos de la Filarmónica de Nueva York en el Madison Square Garden. Durante el viaje, una gran capelina cubría el rostro de la actriz y la inmovilidad de su sueño, que la mantuvo en ese estado sin pedir siquiera un vaso de agua, le impidió, a quien era normalmente muy audaz y capaz de cualquier picardía o estratagema, inventar nada para intercambiar unas pa-labras con ella. Otra vez su gran timidez. Por supuesto, eso no le permitió pegar un ojo durante toda la noche, dejándolo totalmente frustrado. Su amada actriz había “pasado la noche con él”, dormida a su lado, y nada, ni una palabra.

En este breve recuerdo y homenaje sólo me resta decir que en los comienzos de los años 50, con mis jóvenes amigos ya considerábamos a Astor Piazzolla un equivalente de George Gershwin, porque, como él, estaba creando una gran músi-ca partiendo de las raíces populares de la ciudad. Y no siendo estrictamente lo que pudiera llamarse un “tanguero”, o quizá justamente por eso, llevó el tango a terrenos insospechados, donde acaso ya no hacía falta sentir “el temblor de las baldosas de un bailongo”, sino más bien la kepleriana música que produce la Tierra al desplazarse en el universo.

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UN ADIOS AL NOVELISTA, ENSAYISTA Y DRAMATURGO DAVID VIÑAS, QUE FALLECIO ANTEAYER

BEATRIZ SARLOPARA LA NACION

IVONNE BORDELOISPARA LA NACION

ALBINO GOMEZPARA LA NACION

La autora es lingüista, ensayista y poeta. Entre otros libros, escribió La palabra amenazada

El autor es periodista, escritor y diplomático

Aflige que ahora el reciente Nobel haya decidido arremeter

contra una fracasada operación de censura

Hoy ya es posible decir que Viñas y Martínez Estrada son los dos grandes ensayistas

ideólogos del siglo XX

Sus reacciones tuvieron siempre la nobleza

de quien no calcula las consecuencias.

En eso se pareció a Sartre

OPINION

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