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16 LECCIONES SOBRE LA SANTIDAD Adaptadas del libro de Jerry Bridges

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16 LECCIONES SOBRE LA SANTIDAD

Adaptadas del libro de Jerry Bridges

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SANTIDAD Introducción: La santidad es para ti — Romanos 6:14 LECCION 1: La santidad de Dios — 1 Pedro 1:15,16 LECCION 2: La santidad de Cristo — 2 Corintios 5:21 LECCION 3: La santidad no es una opción — Hebreos 12:14 LECCION 4: Cambio de reinos Romanos 6:6,7 LECCION 5: La lucha por la santidad — Romanos 7:21 LECCION 6: Auxilio para la batalla cotidiana — Romanos 6:11 LECCION 7: Obedecer más bien que triunfar — Romanos 8:13 LECCION 8: Hacer morir el pecado — Colosenses 3:5 LECCION 9: El lugar de la disciplina personal —1 Timoteo 4:7 LECCION 10: La santidad del cuerpo — 1 Corintios 9:27 LECCION 11: La santidad del espíritu — 2 Corintios 7:1 LECCION 12: La santidad y la voluntad — Filipenses 2:13 LECCION 13: La santidad y la fe — Hebreos 11:8 LECCION 14: La santidad en un mundo impío — Juan 17:15 LECCION 15: El gozo que produce la santidad — Romanos 14:17

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INTRODUCCIÓN

LA SANTIDAD ES PARA TI

PORQUE EL PECADO NO SE ENSENOREARA DE VOSOTROS; PUES NO ESTÁIS BAJO LA LEY,

SINO BAJO LA GRACIA. Romanos 6:14

Dios espera que todo creyente viva una vida santa. Pero la santidad no es algo que se espera de nosotros simplemente; forma parte de un derecho de nacimiento prometido a cada creyente. La afirmación de Pablo es acertada. El pecado no se ha de enseñorear de nosotros. El concepto de la santidad puede resultarle un tanto antiguo a la generación actual. En algunas personas la sola mención de la palabra santidad evoca imágenes de un cabello armado en rodetes, de faldas largas y de medias negras. Otras personas asocian el concepto con una actitud chocante que expresa la idea de que “yo soy más santo que tú”. Con todo, la santidad es un concepto escriturario muy claro. La palabra santo aparece más de 600 veces en la Biblia en diversas formas. Hay un libro entero, el de Levítico, que está dedicado al tema, y la idea de la santidad está entretejida en otras partes de las Escrituras en toda su extensión. Y lo que es más importante todavía, Dios nos ha mandado explícitamente que seamos santos (véase Levítico 11:44). La idea de cómo llegar a ser santos ha sufrido variaciones como consecuencia de numerosos conceptos falsos. En algunos círculos, la santidad equivale a tener en cuenta una serie de prohibiciones — generalmente en cuestiones tales como el cigarrillo, la bebida y el baile. La lista de prohibiciones varía según el grupo de que se trate. Cuando seguimos un enfoque tal para alcanzar la santidad, corremos el peligro de volvernos como los fariseos, con su interminable lista de trivialidades a observar o a evitar, y actitud de auto justificación. Para otros, la santidad significa un estilo particular de vestimenta y de modos de obrar. Para otros, en fin, significa una perfección inalcanzable, idea ésta que conduce, ya sea al autoengaño o bien al desaliento en cuanto al propio pecado. Todas estas ideas, si bien son acertadas en alguna medida, pierden de vista el concepto central. Ser santos significa ser moralmente intachables. Es estar apartados del pecado y, por consiguiente, estar consagrados a Dios.

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La palabra santo significa “separado para Dios, y la conducta que corresponde al que de este modo está apartado”. Tal vez el mejor modo de comprender la idea de la santidad, consista en observar cómo usaban esta palabra los escritores del Nuevo Testamento. En 1 Tesalonicenses 4:3-7 Pablo usó el término en contraste con una vida caracterizada por la inmoralidad y la inmundicia. Pedro lo usó en contraste con la vida vivida de conformidad con los deseos pecaminosos que teníamos cuando vivíamos alejados de Cristo (véase 1 Pedro 1:14-16). Juan contrastó al que es santo con el que es vil y hace lo malo (Apocalipsis 22:11). Vivir una vida santa, por lo tanto, es vivir una vida de conformidad con los preceptos morales de la Biblia, y en contraste con la orientación pecaminosa del mundo. Es vivir una vida que se caracteriza por “(despojarnos) del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos. . . y (vestirnos) del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:22,24). Por consiguiente, si la santidad es tan fundamental para la vida cristiana, ¿Por qué no la experimentamos en mayor medida en la vida cotidiana? ¿Por qué son tantos los creyentes que se sienten constantemente derrotados en su lucha contra el pecado? ¿Por qué a menudo la iglesia de Jesucristo parece conformarse más al mundo que la rodea, que a Dios? A riesgo de aparecer extremadamente simplistas, las respuestas a las preguntas enunciadas pueden agruparse en tres áreas básicas de problemas. El primer problema es que nuestra actitud hacia el pecado se centra en nosotros mismos más bien que en Dios. Nos preocupa más nuestra propia “victoria” sobre el pecado, que el hecho de que nuestros pecados entristecen el corazón de Dios. No podemos aceptar el fracaso en nuestra lucha con el pecado, principalmente porque nuestra vida está orientada hacia el éxito, y no porque sepamos que el pecado ofende a Dios. W. S. Plumer escribió: “Jamás veremos el pecado a la luz que corresponde, mientras no lo veamos como algo cometido contra Dios.

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Todo pecado se comete contra Dios en el siguiente sentido: que es la ley de Dios a la que se quebranta, que es su autoridad a la que se menosprecia, que es su dominio al que se desecha. . . Faraón y Balaam, Saúl y Judas, todos ellos dijeron: ‘He pecado’; pero el hijo pródigo volvió diciendo: ‘He pecado contra el cielo y contra ti’; y David exclamó: ‘Contra ti, contra ti solo he pecado’.” Dios quiere que seamos obedientes — no necesariamente victoriosos. La obediencia está orientada hacia Dios; la victoria está orientada hacia uno mismo. Podría parecer que estamos haciendo averiguaciones por asuntos semánticos, pero es que en la raíz de muchos de nuestros problemas relacionados con el pecado, hay una sutil actitud egocéntrica. Mientras no reconozcamos la existencia de esa actitud y no la resolvamos adecuadamente, no podremos vivir una vida de santidad en forma consecuente. Esto no quiere decir que Dios no quiera que conozcamos la experiencia de la victoria; más bien lo que queremos destacar es que la victoria es un subproducto de la obediencia. En la medida que nos dediquemos a vivir una vida obediente y santa, conoceremos con toda seguridad el gozo de la victoria sobre el pecado. El segundo problema consiste en que entendemos mal la frase “vivir por la fe” (Gálatas 2:20), suponiendo que significa que no se nos exige ningún esfuerzo para alcanzar la santidad. Más todavía, algunas veces se ha llegado a sugerir que cualquier esfuerzo hecho por nuestra parte, es “de la carne”. Las palabras de J. C. Ryle, obispo de Liverpool, Inglaterra — de 1880 a 1900 — son instructivas en este contexto: “¿Resulta sabio proclamar de modo tan directo, tan manifiesto y tan total como lo hacen muchos, que la santidad de la persona convertida se logra por la fe sola, y de ningún modo mediante el esfuerzo personal? ¿Responde a la medida de la Palabra de Dios? Lo dudo. Que la fe en Cristo es la raíz de toda santidad. . . ningún creyente suficientemente adoctrinado se atrevería a negar jamás. Pero no cabe duda de que las Escrituras nos enseñan que, al procurar la santidad, el creyente verdadero tiene que esforzarse y afanarse personalmente, además de ejercitar su fe.” Tenemos que afrontar el hecho de que somos personalmente responsables de nuestro andar en santidad. Cierto domingo el pastor de nuestra congregación dijo en su sermón palabras equivalentes a estas; “Podemos eliminar ese hábito que nos ha dominado si es que realmente queremos hacerlo”.

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Por cuanto él se refería a un hábito en particular que para mí no constituía problema alguno, rápidamente asentí mentalmente a sus palabras. Pero luego el Espíritu Santo me dijo: “Y tú también puedes eliminar los hábitos pecaminosos que te acosan, si estás dispuesto a aceptar tu responsabilidad personal en cuanto a los mismos.” El hecho de reconocer que, efectivamente, era responsabilidad mía, resultó ser un jalón importante para mí en mi propia búsqueda de la santidad. El tercer problema es que no tomamos en serio algunas clases de pecados. Mentalmente hemos categorizado a los pecados en dos grupos: los que resultan inaceptables y los que se pueden admitir en alguna medida. Un incidente que ocurrió cuando estaba terminando de escribir este libro sirve de ilustración para este problema. Nuestra oficina venía usando en forma temporaria una casa rodante para el trabajo, mientras se terminaba una ampliación. La propiedad que tenemos no está autorizada para alojar casas rodantes, y en consecuencia, tuvimos que solicitar un permiso especial para usarla en la propiedad. Hubo que renovar el permiso varias veces. El último permiso venció justamente cuando se estaba completando la ampliación del edificio, pero antes de que tuviéramos tiempo de hacer el traslado en forma ordenada. Esta circunstancia le planteó un problema al departamento que ocupaba la casa rodante. En una reunión en que se consideró el problema, alguien hizo la siguiente pregunta: “¿Qué problema habría de haber si fuéramos a ese departamento en la casa rodante por unos días más?” Pues, ¿qué problema iría a haber? Después de todo, la casa rodante estaba ubicada detrás de unas colinas donde nadie la notaría. Y legalmente no teníamos que trasladar la casa rodante, sino solamente desocuparla. De modo que, ¿qué diferencia haría si nos excedíamos por unos días? ¿Acaso la insistencia en obedecer la letra de la ley no equivale a un legalismo exagerado? Sin embargo, las Escrituras nos dicen que las “zorras pequeñas. . . echan a perder las viñas” (Cantares 2:15). Y es justamente el ceder en las cuestiones pequeñas lo que conduce a los deslices más grandes. Además, ¿quién puede afirmar que ignorar ligeramente la ley civil no constituye un pecado serio a la vista de Dios? Al comentar algunas de las leyes dietéticas más minuciosas del Antiguo Testamento, dadas por Dios a los hijos de Israel, Andrew Donar expresó lo siguiente:

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“No es la importancia de la cuestión, sino la majestad del Legislador, lo que debe tomarse como norma para la obediencia. . . Por cierto que alguno podría considerar que estas reglas minuciosas y arbitrarias no tienen importancia. Pero el principio que está en juego al obedecer o al desobedecer dichas reglas es, ni más ni menos, el mismo principio que estaba en juego en el Edén al pie del árbol prohibido. En realidad el principio es el siguiente: ¿Ha de ser obedecido el Señor absolutamente en todo lo que manda? ¿Es Dios un Legislador santo? ¿Están obligadas sus criaturas a rendir asentimiento implícito a su voluntad?” ¿Estamos dispuestos a considerar que el pecado es “pecado”, no porque sea grande o pequeño, sino porque lo prohíbe la ley de Dios? No podemos categorizar al pecado si hemos de vivir una vida de santidad. Dios no nos va a permitir que nos escapemos por la tangente adoptando una actitud de este tipo. Los tres problemas enumerados serán considerados más detalladamente en capítulos subsiguientes de este libro. Pero antes de seguir adelante, sugiero al lector que dedique el tiempo necesario a resolver estas cuestiones en su propio corazón, ahora mismo. ¿Está dispuesto a comenzar a considerar al pecado como una ofensa contra un Dios santo, en lugar de verlo como derrota personal solamente? ¿Está dispuesto a aceptar su responsabilidad personal por sus pecados, comprendiendo que al hacerlo, tiene que aprender a depender de la gracia de Dios? ¿Y está dispuesto a obedecer a Dios en todas las áreas de la vida, por insignificante que sea la cuestión o la circunstancia? Al proseguir con el tema, nos ocuparemos primeramente de la santidad de Dios. Aquí es donde comienza la santidad — no con nosotros mismos, sino con Dios. Sólo en la medida en que podamos ver la santidad de Dios, su absoluta pureza y su aborrecimiento moral para con el pecado, podremos comprender lo tremendo que es pecar contra un Dios santo. Comprender este hecho es el primer paso en la búsqueda de la santidad.

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LECCIÓN 1

LA SANTIDAD DE DIOS

COMO AQUEL QUE OS LLAMO ES SANTO; SED TAMBIEN VOSOTROS

SANTOS EN TODA VUESTRA MANERA DE VIVIR; PORQUE

ESCRITO ESTA: SED SANTOS; PORQUE YO SOY SANTO 1 Pedro 1:15,16

Dios ha llamado a todos los creyentes a una vida santa. No hay excepción alguna a este llamado. No es un llamado dirigido únicamente a los pastores, a los misioneros, y a unos cuantos maestros de Escuela Dominical que se han consagrado a esta tarea. Todos los creyentes en todas partes, sean ricos o pobres, cultos o incultos, influyentes o totalmente desconocidos, son llamados a ser santos. El plomero creyente y el banquero creyente, la ignorada ama de casa y el poderoso jefe de estado han sido todos por igual llamados a ser santos. Este llamado a la vida santa se basa en el hecho de que Dios mismo es santo. Porque Dios es santo, exige que nosotros también seamos santos. Muchos cristianos tienen lo que podríamos llamar una “santidad cultural”. Se adaptan al carácter y al esquema de comportamiento de los creyentes que los rodean. Si la cultura cristiana que los rodea es más o menos santa, dichas personas son más o menos santas también. Pero Dios no nos ha llamado a ser como los que nos rodean. Nos ha llamado a ser como él mismo es. La santidad consiste en nada menos que la conformidad con el carácter de Dios. Tal como se la usa en las Escrituras, la palabra santidad describe tanto la majestad de Dios como la pureza y la perfección moral de su naturaleza. La santidad es uno de los atributos divinos; es decir, la santidad constituye parte esencial de la naturaleza de Dios. Su santidad es tan necesaria como su existencia, o tan necesaria, por ejemplo, como su sabiduría o su omnisciencia. Así como no puede evitar de saber lo recto, tampoco puede evitar de hacer lo que es recto. Nosotros mismos no siempre sabemos lo que es recto, lo que es justo y bueno. Hay veces que nos resulta penoso resolver cuestiones que tienen connotaciones morales.

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“¿Qué es lo que corresponde hacer?” nos preguntamos. Dios, naturalmente, jamás se encuentra ante semejante dilema. Su conocimiento perfecto excluye cualquier incertidumbre sobre lo que está bien o lo que está mal. Pero a veces, aun cuando sabemos lo que tenemos que hacer, nos sentimos reacios a obrar. La acción buena puede requerir sacrificio, o puede obrar como un golpe a nuestro orgullo (por ejemplo, cuando sabemos que debemos confesarle a alguien un pecado), o plantear algún otro obstáculo. Pero esto tampoco es aplicable en el caso de Dios. Dios jamás vacila. Siempre hace lo que es justo y bueno sin la menor vacilación. Le resulta imposible, dada su misma naturaleza, obrar de otro modo. La santidad de Dios, por lo tanto, significa que está perfectamente libre de todo mal. Decimos que una prenda de vestir está limpia cuando está libre de manchas, o que el oro es puro cuando ha sido refinado y se le ha quitado toda la escoria. De este modo podemos pensar en la santidad de Dios como la ausencia total de maldad en él. Juan dijo: “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). La luz y las tinieblas, cuando se las emplea de esta manera en las Escrituras, tienen significación moral. Juan nos está diciendo que Dios está completamente libre de todo mal moral, y que él mismo constituye la esencia de la pureza moral. La santidad de Dios incluye también su perfecta conformidad con su propio carácter divino. Es decir, todos sus pensamientos y toda su acción son consecuentes con su santo carácter. Por contraste, consideremos nuestra propia vida. Con el tiempo, a medida que vamos madurando en la vida cristiana, vamos desarrollando un cierto grado de carácter cristiano. Mejoramos en aspectos tales como aprender a decir la verdad, como también en pureza y humildad. Pero no siempre obramos en forma consecuente con nuestro carácter. Decimos una mentira o nos dejamos llevar por una serie de pensamientos impuros. Luego nos sentimos afligidos con nosotros mismos por dichas acciones o pensamientos, porque son incompatibles con nuestro carácter. Esto es algo que nunca le ocurre a Dios. Dios obra invariablemente de conformidad con su carácter santo. Y es justamente a este nivel de santidad al que nos ha llamado Dios cuando dice: “Sed santos, porque yo soy santo.” La santidad absoluta de Dios debe servimos de gran consuelo y seguridad. Si Dios es perfectamente santo, luego podemos confiar en que sus acciones para nosotros han de ser siempre perfectas y justas.

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A menudo nos sentimos tentados a cuestionar las acciones de Dios, y a quejarnos de que nos trata injustamente. Pero esta es una mentira del diablo, la misma que utilizó en el caso de Eva. Esencialmente lo que le dijo fue: “Dios te está tratando injustamente” (Génesis 3:4,5). Pero es imposible, por la propia naturaleza de Dios, que El alguna vez obre injustamente. Dado que es santo, todas sus acciones son santas. Tenemos que aceptar por fe el hecho de que Dios es santo, aun cuando las circunstancias adversas pudieran sugerir lo contrario. Quejarnos contra Dios es, en efecto, negar su santidad y afirmar que Dios es injusto. En el siglo diecisiete Stephen Charnock escribió: “Es menos injurioso para Dios negar su existencia, que negar la pureza de su ser; lo primero hace que no sea Dios, lo segundo lo convierte en un Dios deformado, carente de amor y detestable. . . el que dice que Dios no es santo, dice algo mucho peor que el que dice que no hay Dios.” Una de las formas en que hemos de alabar a Dios es reconociendo su santidad. Según la visión del cielo que tuvo Juan y que se describe en Apocalipsis 4, los cuatro seres vivientes que rodean el trono de Dios jamás cesan de exclamar: “Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir” (Apocalipsis 4:8). Los serafines en la visión que tuvo Isaías de la gloria de Dios también expresaron esta triple atribución de santidad a Dios (Isaías 6:3). Cuando Moisés elevó una plegaria de alabanza a Dios por la liberación de los israelitas frente al ejército de Faraón, también cantó a la santidad divina: “¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (Éxodo 15:11) En las Escrituras con frecuencia se nombra a Dios como el Santo, o el Santo de Israel. La palabra santo, según Stephen Charnock, se usa con más frecuencia delante del nombre de Dios que todos los demás atributos. La santidad es la corona de Dios. Imaginemos por un momento que Dios poseyese omnipotencia (poder infinito), omnisciencia (conocimiento perfecto y completo), y omnipresencia (facultad de estar presente en todas partes), pero sin santidad absoluta. Un ser de esa naturaleza no podría ser descrito como Dios. La santidad es la perfección de todos los demás atributos divinos: su poder es poder santo, su misericordia es misericordia santa, su sabiduría es sabiduría santa. Es su santidad, más que ningún otro atributo, lo que lo hace digno de nuestra alabanza.

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Pero Dios exige más que el reconocimiento de su santidad. Nos dice: “Sed santos, porque yo soy santo.” Con toda justicia Dios les exige santidad perfecta a todas las criaturas dotadas de carácter moral. No podría ser de otro modo. Dios no podría ignorar, y menos aprobar, ninguna acción mala. No puede ni por un momento rebajar el nivel de la santidad perfecta. Más bien nos tiene que decir, como en efecto lo dice: “Sed...santos en toda vuestra manera de vivir.” El profeta Habacuc declaró: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio (la iniquidad — VP)” (Habacuc 1:13). En razón de que Dios es santo, no puede justificar ni pasar por alto ningún pecado nuestro, por pequeño que éste sea. A veces tratamos de justificar ante Dios alguna acción que nuestra propia conciencia pone en tela de juicio. Pero si realmente comprendemos lo que representa la santidad perfecta de Dios, tanto en sí mismo como en lo que nos exige a nosotros, veremos en seguida que jamás podremos justificar ante él la más mínima desviación con respecto a su perfecta voluntad. Dios no acepta una excusa como la siguiente: “Y bueno. . . así soy yo”, como tampoco la afirmación algo más optimista: “Pues, es un aspecto de la vida en el que todavía estoy aprendiendo.” Decididamente, no: la santidad de Dios no admite la más mínima falla o defecto en nuestro carácter personal. Haríamos bien los creyentes, aun cuando somos justificados únicamente en mérito a la justicia de Cristo, en considerar atentamente las palabras del escritor de la Epístola a los Hebreos: “Procuren. . . llevar una vida santa; pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor” (Hebreos 12:14, VP). Siendo así que Dios es santo; El no puede nunca tentarnos a pecar. “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie” (Santiago 1:13). Probablemente a nadie se le va a ocurrir pensar que Dios se ocupe activamente en hacernos pecar; pero podemos estimar que nos ha colocado en una situación en la que no tenemos elección alguna. El rey Saúl sintió algo parecido cuando encaró su primera campaña grande contra los filisteos (1 Samuel 13). Antes de entrar en batalla, Saúl debía esperar durante siete días a que llegara Samuel, el profeta, a ofrecer un holocausto e implorar el favor del Señor. Saúl esperó a Samuel los siete días. Cuando no apareció, se comenzó a preocupar y resolvió ofrecer él mismo el holocausto. Le pareció que no había alternativa. El pueblo que estaba con Saúl tenía miedo y había comenzado a desertar; los filisteos se

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preparaban para la batalla; Samuel ya tenía que haber llegado. ¡Había que hacer algo! Dios lo había colocado en una situación en la que no podía elegir otra cosa, al parecer, sino desobedecer las expresas instrucciones divinas. Mas por haber desobedecido la expresa voluntad de Dios, Saúl perdió el reino (1 Samuel 13:13, 14). ¿Y nosotros? ¿Pensamos a veces que no nos queda otro remedio que ocultar la verdad en parte, o realizar algún acto ligeramente deshonesto? Cuando razonamos así, en realidad estamos diciendo que Dios nos está tentando a pecar, que nos ha colocado en una posición o situación en la que no tenemos alternativa alguna. Las personas que tienen que estar sujetas a la autoridad de otros, a veces son particularmente vulnerables a esta tentación. Los que cumplen funciones como capataces o supervisores, a menudo presionan a los que están a sus órdenes a que cometan actos deshonestos o reñidos con la ética. Siendo oficial principiante en la marina, tuve que enfrentar una situación así yo mismo. A cambio de unos cuantos kilos de café entregados a ciertas personas, nuestro barco podía obtener “gratis” toda clase de elementos valiosos que hacían falta a bordo. “Después de todo”, se decía, “pertenecen a la marina en cualquier caso.” Al fin tuve que ponerme firme ante mi superior, haciendo peligrar mi carrera naval, y explicarle que yo no podía tomar parte en esas actividades. Por cuanto Dios es santo, aborrece el pecado. La palabra aborrecer es tan fuerte que no nos gusta usarla. Reprendemos a los chicos cuando nos dicen que odian a alguien. Más cuando se trata de la actitud de Dios hacia el pecado, sólo una palabra fuerte como ésta trasmite adecuadamente el concepto correspondiente. Refiriéndose a diversos pecados de Israel, Dios dice: “Porque todas estas son cosas que aborrezco” (Zacarías 8:17). El odio o aborrecimiento es una emoción legítima cuando se refiere al pecado. De hecho, cuanto más santos nos volvemos, tanto más aborrecemos el pecado. David dijo: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (Salmo 119:104). Ahora bien, si esto es cierto en cuanto a un hombre, cuánto más referente a Dios. Al ir adquiriendo mayor santidad, va aumentando nuestro aborrecimiento hacia el pecado; y Dios, que es infinitamente santo, siente un aborrecimiento infinito hacia el pecado.

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Con frecuencia decimos que “Dios odia el pecado pero ama al pecador”. Esta es una bendita verdad, pero con harta frecuencia recitamos rápidamente la primera parte, para llegar a la segunda. No podemos eludir el hecho de que Dios aborrece nuestros pecados. Podemos tomar livianamente la cuestión de nuestros pecados, o justificarlos, pero Dios los aborrece. Por consiguiente, cada vez que pecamos, hacemos algo que Dios aborrece. Aborrece nuestros pensamientos lujuriosos, nuestro orgullo y nuestros celos, nuestros desplantes temperamentales, y el razonamiento falso de que el fin justifica los medios. Tiene que hacerse carne en nosotros el hecho de que Dios aborrece todas estas cosas. Nos acostumbramos tanto a nuestros pecados, que a veces caemos en un estado de coexistencia pacífica con ellos; pero Dios no deja de aborrecerlos jamás. Tenemos que cultivar en nuestro propio corazón ese mismo aborrecimiento hacia el pecado que tiene Dios. El aborrecimiento al pecado como tal, no simplemente como algo que nos molesta o nos vence, sino como algo que desagrada a Dios, ésta es la base misma de toda santidad verdadera. Tenemos que cultivar la actitud de José, que cuando fue tentado dijo: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Génesis 39:9). Dios aborrece el pecado dondequiera que lo encuentre, tanto en el santo como en el pecador por igual. Dios no aborrece el pecado en unas personas, para ignorarlo en otras. Juzga las obras de cada cual imparcialmente (1 Pedro 1:17). Más todavía, los ejemplos bíblicos indican que es posible que Dios juzgue los pecados de los santos con más severidad que los del mundo. David fue un varón conforme al corazón de Dios (Hechos 13:22), y no obstante, después de su pecado contra Urías, le fue dicho: “Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada” (2 Samuel 12:10). Moisés, por un solo acto de incredulidad, fue excluido de la tierra de Canaán, a pesar de sus muchos años de servicio fiel. Jonás, por su desobediencia, fue arrojado a la horrible prisión en el vientre de un pez gigante, donde estuvo tres días y tres noches, a fin de que aprendiera a no huir del mandato divino. Debido al carácter engañoso de nuestro corazón, algunas veces jugamos con la tentación, abrigando la idea de que siempre es posible confesar y pedir perdón posteriormente. Este modo de pensar resulta sumamente

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peligroso. Dios juzga sin parcialidad. Jamás pasa por alto ningún pecado nuestro. Jamás toma la decisión de no molestarse, aunque se trate solamente de un pecado pequeño. No — Dios aborrece intensamente el pecado, dondequiera y cuando quiera que lo encuentre. La contemplación frecuente de la santidad de Dios y de su consiguiente aborrecimiento del pecado, constituye un arma poderosa contra la tendencia a jugar con el pecado. Se nos insta a vivir la vida en la tierra como peregrinos, con reverencia y temor (1 Pedro 1:17). Desde luego que el amor de Dios para con nosotros, manifestado por Jesucristo, debe constituir la motivación principal para buscar la santidad. Pero una motivación urgida por el aborrecimiento de Dios hacia el pecado y el juicio consiguiente sobre el mismo, no es menos bíblica. La santidad de Dios constituye un nivel sumamente elevado; un nivel de perfección. No obstante ello, ese es el nivel que nos pide. No puede hacer otra cosa. Si bien es cierto que Dios nos acepta únicamente en mérito a la obra de Cristo, el nivel que Dios nos exige en el desarrollo del carácter, de las actitudes, de las acciones y de las manifestaciones de afecto, es éste: “Sed santos, porque yo soy santo.” Si queremos crecer en santidad, tenemos que tomar en serio esta admonición.

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LECCIÓN 1= PREGUNTAS LA SANTIDAD DE DIOS

1. ¿Para quien es el llamado de la santidad? 2. ¿Define la “santidad cultural”?

3. ¿Qué significa “la santidad de Dios” según la lección?

4. ¿Qué significa “quejarse contra Dios” según la lección?

5. ¿Cuál es la base de la santidad verdadera?

6. En cuanto más nos acercamos al Dios santo: ¿Cómo nos hace sentir?

7. ¿Qué arma podemos usar para no jugar con el pecado?

8. Si queremos crecer en santidad: ¿Qué debemos hacer?

9. Alabamos a Dios cuando reconocemos su santidad. Recuenta una experiencia tuya.

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LECCIÓN 2

LA SANTIDAD DE CRISTO

AL QUE NO CONOCIO PECADO, POR NOSOTROS (DIOS) LO HIZO PECADO, PARA QUE NOSOTROS

FUESEMOS HECHOS JUSTICIA DE DIOS EN EL.

2 Corintios 5:21

Antes de hablar sobre la santidad en nosotros mismos, conviene que consideremos la santidad de Cristo. Esto lo necesitamos primeramente a fin de que estemos firmemente afincados en la seguridad que tenemos en Cristo. Al ir estudiando más plenamente lo que significa el “Sed santos, porque yo soy santo”, podemos ver más claramente nuestra propia pecaminosidad. Veremos la maldad y el carácter engañoso de nuestro corazón, y en qué medida erramos el blanco de la perfecta santidad de Dios. Cuando así ocurre, el creyente verdadero procurará en su corazón huir en busca de refugio en Cristo. Por ello es importante que comprendamos lo que es la justicia de Cristo, y el hecho de que su justicia nos es acreditada a nosotros. En numerosas ocasiones las Escrituras testifican que Jesús, durante los años que estuvo en esta tierra, vivió una vida perfectamente santa. Se afirma que fue “sin pecado” (Hebreos 4:15); que “no hizo pecado” (1 Pedro 2:22); y que “no conoció pecado” (2 Corintios 5:21). El apóstol Juan afirmó que “no hay pecado en él” (1 Juan 3:5). El Antiguo Testamento lo describe proféticamente como el “justo” (Isaías 53:11), y como el que ha “amado la justicia y aborrecido la maldad” (Salmo 45:7). Estas declaraciones, tomadas de seis escritores distintos de las Escrituras, demuestran que el carácter impecable de Jesucristo constituye parte de la doctrina universal de la Biblia. Más convincente todavía, empero, es el testimonio que de sí mismo nos ofrece el propio Jesús. En una ocasión miró directamente a los fariseos y les preguntó: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46). Como lo ha observado alguien, lo importante y significativo no es el hecho de que no pudieran contestarle, sino el hecho de que se atreviera a hacerles la pregunta. Allí vemos a Jesús enfrentando directamente a quienes lo odiaban a muerte. Acababa de decirles que ellos pertenecían a su padre el diablo, y que querían llevar a cabo los deseos del diablo.

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No cabe duda alguna que si había personas que tenían razón de querer señalarle alguna falla en su carácter, o algún descuido de su parte, serían ellos. Más todavía, Jesús hizo la pregunta en presencia de sus propios discípulos, los que vivían con él en forma continua y tenían amplias oportunidades para descubrir cualquier falta de consecuencia en su proceder. Y sin embargo, Jesús se atrevió a hacer la pregunta, porque sabía que no tenía respuesta. Era sin pecado. Pero la santidad de Jesús era más que la ausencia de pecado simplemente. Formaba parte de su perfecta conformación a la voluntad de su padre. Jesús dijo que había bajado del cielo “no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). En otra oportunidad dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió” (Juan 4:34). Quizá el testimonio más sublime de su positiva santidad fuese el siguiente: “Yo hago siempre lo que le agrada (al Padre)” (Juan 8:29). Una declaración tan positiva tiene que incluir no solamente sus actos, sino también sus actitudes y sus motivaciones. Para nosotros es posible cumplir una acción buena por motivos malos, pero esto no agrada a Dios. La santidad es algo más que la realización de actos. Los motivos tienen que ser santos, es decir, tienen que surgir de un deseo de hacer algo, simplemente porque esa es la voluntad de Dios. Nuestros pensamientos tienen que ser santos, porque le son conocidos a Dios, incluso antes de que se formen en nuestra mente. Jesucristo cumplió cabalmente estos requisitos, y lo hizo por nosotros. Nació en este mundo sujeto a la ley de Dios a fin de que pudiese cumplirla por nosotros y para nuestro beneficio (Gálatas 4:4,5). Cuando contemplamos bien seriamente la santidad de Dios, la reacción natural es la de exclamar juntamente con Isaías: “¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Un análisis serio de la santidad de Dios — de su propia perfección moral y de su infinito aborrecimiento del pecado — nos hará ver con gran desaliento como en el caso de Isaías, nuestra propia falta de santidad. Su pureza moral sirve para magnificar nuestra impureza. Por lo tanto, es importante que se nos dé la misma seguridad que se le dio a Isaías: “He aquí que. . . es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isaías 6:7). No es solamente en el momento de la salvación que necesitamos seguridad.

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En realidad, cuanto más avanzamos en el camino de la santidad, tanto más necesitamos la certidumbre de que la justicia perfecta de Cristo nos es acreditada a nosotros. Esto es así, porque parte del crecimiento en la santidad es el hecho de que el Espíritu Santo nos hace conscientes de que necesitamos la santidad. Cuando nos damos cuenta de dicha necesidad, nos conviene tener presente la justicia de Cristo Jesús a nuestro favor, y el hecho de que “Al que no conoció pecado, por nosotros (Dios) lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). La doctrina de nuestra aceptación por Dios en mérito a la justicia de Cristo, puede parecer tan elemental que le resulte extraño al lector que se le dé tanta importancia aquí. La razón es que es necesario que la consideremos debidamente, a fin de frustrar los ataques de Satanás. El Espíritu Santo nos hace más conscientes de nuestra falta de santidad, para estimularnos a que la anhelemos más profundamente y que procuremos alcanzarla más intensamente. Pero Satanás ha de procurar utilizar la obra del Espíritu Santo para desalentarnos. Uno de los ataques de Satanás consiste en tratar de convencernos de que en realidad no somos creyentes genuinos, después de todo. Nos puede insinuar algo así: “El creyente verdadero no piensa las cosas malas que tú has estado pensando hoy.” Ahora bien, puede ser que seis meses atrás Satanás no nos habría atacado con una sugerencia de ese tipo, simplemente porque entonces la cuestión de nuestros pensamientos no nos molestaba. Pero ahora que el Espíritu Santo ha comenzado a revelarnos lo pecaminosos que son realmente nuestros pensamientos lujuriosos y nuestros resentimientos y manifestaciones de orgullo, es posible que comencemos a tener dudas en cuanto a nuestra salvación. Hace ya algunos años, Dios me estaba sometiendo a ciertas profundas luchas interiores, con el fin de demostrarme algo de la pecaminosidad de mi corazón. En esa época yo dirigía un estudio bíblico semanal en la base militar, a una hora de distancia por automóvil del lugar donde vivía. Todos los lunes por la noche cuando me retiraba de ese grupo de estudio bíblico y emprendía el solitario camino de regreso a casa, Satanás comenzaba a atacarme: “¿Cómo puede considerarse creyente una persona que tiene las luchas que tienes tú?” me insinuaba. Comencé a hacerle la guerra echando mano a un viejo himno evangelístico que comienza así: “Tal como soy, sin otra defensa que la de que tu sangre fue vertida por mi, y que tú mandas que acuda a ti; Oh Cordero de Dios, acudo a ti.”

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Solía cantar este himno desde el comienzo hasta el fin, y para cuando llegaba al final, ya estaba alabando a Dios por la salvación que me había dado gratuitamente mediante Cristo Jesús. También, si busca diligentemente la santidad, tendrá que huir con frecuencia hacia la Roca de su salvación. Huimos hacia allá, no para volver a ser salvos, sino para confirmar a nuestro propio corazón que hemos sido salvados por su justicia únicamente. Comenzamos a identificarnos con Pablo cuando dijo: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). Es en este momento que la vida santa de Cristo, vivida a favor de nosotros, se nos hace importante. Una segunda razón de que tengamos que considerar la santidad de Cristo, es que su vida tiene por objeto ser ejemplo de santidad para nosotros. Pedro nos ha dicho que Cristo nos dejó su ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). Pedro hablaba particularmente del sufrimiento de Cristo sin ánimo de desquite, pero en el versículo siguiente dijo también que Cristo no cometió pecado alguno. Pablo nos insta a ser imitadores de Dios (Efesios 5:1), y también dijo: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1). Se desprende evidentemente que la vida santa, sin pecado, de Jesucristo tiene como fin servirnos de ejemplo. Consideremos a continuación la siguiente declaración: “Yo hago siempre lo que le agrada (al Padre).” ¿Nos atreveríamos a tomar esas palabras como meta para nuestra vida personal? ¿Estamos realmente dispuestos a analizar minuciosamente todas nuestras actividades, todas nuestras metas y planes y todos nuestros actos impulsivos, a la luz de la siguiente afirmación: “Hago esto para agradar a Dios”? Si nos hacemos esta última pregunta honestamente, comenzaremos a avergonzarnos en alguna medida. Sabemos muy bien que hacemos algunas cosas, buenas en sí mismas, para granjearnos la admiración de otros antes que para darle gloria a Dios. Otras cosas las hacemos estrictamente para nuestro propio placer, sin tomar en consideración la gloria de Dios para nada. ¿Cuál es mi reacción cuando alguien del barrio molesta a mi hijio/a?

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Generalmente mi reacción inicial proviene de un espíritu de venganza, hasta que el Espíritu Santo me recuerda el ejemplo de Jesús. ¿Cuál es nuestra actitud ante los que no nos muestran ningún amor? ¿Los vemos como a personas por las cuales murió Cristo, o como a personas que nos hacen difícil la vida? Recuerdo una entrevista comercial desagradable que tuve una vez con una persona, que luego se hizo creyente a raíz del testimonio de un tercero. Cuando me enteré de esto, me sentí sumamente mortificado al darme cuenta de que ni una sola vez había pensado en esa persona como en alguien por el cual Cristo había muerto en la cruz, sino sólo como en alguien con el cual había tenido una entrevista desagradable. Tenemos que aprender a seguir el ejemplo de Cristo, que fue movido a compasión por los pecadores, y que podía orar por ellos incluso cuando lo estaban clavando a la cruz en el Calvario. En las palabras del teólogo escocés del siglo diecinueve, John Brown: “La santidad no consiste en especulaciones místicas, fervores fanáticos, ni durezas no impuestas; consiste en pensar como piensa Dios y en desear lo que desea Dios.” La santidad tampoco significa, como se cree con tanta frecuencia, la adhesión a una lista de cosas que se deben hacer y de cosas que no se deben hacer, mayormente de cosas que no se deben hacer. Cuando Cristo vino al mundo, dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7). Este es el ejemplo que tenemos que seguir. En todo lo que pensamos, en todo lo que hacemos, en todas las facetas de nuestro carácter, el principio rector que nos mueve y nos guía ha de ser el deseo de seguir a Cristo en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Esta es la elevada senda que debemos seguir en la búsqueda de la santidad.

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LECCIÓN 2 = PREGUNTAS LA SANTIDAD DE CRISTO

1. ¿Qué podemos hacer para ver claramente nuestra pecaminosidad?

2. ¿Por qué es necesario comprender lo que es la justicia de Cristo y el hecho de que su justicia es acreditada a nosotros?

3. ¿Por qué odiaban los fariseos a Jesús?

4. ¿Qué testimonio dan Pedro, Juan y Pablo en sus epístolas acerca de la santidad de Cristo? Anota por lo menos 5 versículos.

5. ¿Quién es el que nos hace sentir la necesidad de la santidad? ¿Y de que manera lo hace? 6. ¿Qué ataques usa Satanás para desanimarnos en nuestra búsqueda de la santidad?

7. Explica una razón de ¿Por qué debemos considerar la santidad de Cristo?

8. ¿Qué implica esta declaración que hizo Jesús? “Yo hago siempre lo que le agrada (al Padre).” ¿Implica actos externos, actos internos o ambos? Explica. 9. ¿Quién es nuestro ejemplo a seguir en nuestra búsqueda de la santidad?

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LECCIÓN 3

LA SANTIDAD NO ES UNA OPCIÓN

SEGUID LA PAZ CON TODOS, Y LA SANTIDAD, SIN LA CUAL NADIE

VERA AL SEÑOR. Hebreos 12:14

¿Qué es lo que significan exactamente las palabras “sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor”? En último análisis, ¿depende en alguna medida nuestra salvación de que alcancemos algún nivel de santidad personal? Sobre esta cuestión las Escrituras son claras en dos sentidos. Primero, los mejores creyentes jamás pueden por sí mismos merecer la salvación basados en su santidad personal. Nuestras acciones justas son como trapos de inmundicia a la luz de la santa ley de Dios (Isaías 64:6). Nuestras mejores obras están manchadas y contaminadas con la imperfección y el pecado. Como lo expresó uno de los santos hace algunos siglos: “Hasta nuestras lágrimas de arrepentimiento tienen que ser lavadas en la sangre del Cordero.” Segundo, las Escrituras se refieren repetidamente a la obediencia y a la justicia de Cristo manifestadas a nuestro favor. “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19). “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevamos a Dios” (1 Pedro 3:18). Estos pasajes nos enseñan lo referente a un doble aspecto de la obra de Cristo a nuestro favor. Se los menciona a menudo como su obediencia activa y su obediencia pasiva, respectivamente. La obediencia activa se refiere a la vida sin pecado que vivió Cristo aquí en la tierra, a su obediencia perfecta y a su santidad absoluta. Esa vida perfecta se le acredita al que confía en él para su salvación. Su obediencia pasiva se refiere a su muerte en la cruz, mediante la cual pagó completamente la pena correspondiente a nuestros pecados, y así dio satisfacción a la ira de Dios hacia nosotros. En Hebreos 10:5-9 vemos que Cristo vino a cumplir la voluntad del Padre.

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Luego el escritor agrega: “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). De modo que vemos que nuestra santidad delante de Dios depende enteramente de la obra que Jesucristo hizo por nosotros, por la voluntad de Dios. ¿Se refiere Hebreos 12:14, por lo tanto, a esa santidad que tenemos en Cristo? No, porque en este punto el escritor está hablando de una santidad que tenemos que procurar alcanzar; tenemos que “procurar. . . la santidad”. Y sin esta santidad, dice el escritor, nadie verá al Señor. Las Escrituras hablan tanto de una santidad que nosotros tenemos en Cristo ante Dios, como de una santidad que nosotros tenemos que buscar insistentemente. Estos dos aspectos de la santidad se complementan mutuamente, porque nuestra salvación es una salvación para ser santos: “Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1 Tesalonicenses 4:7). A los corintios Pablo les escribió: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1 Corintios 1:2). La palabra traducida santificados significa “hechos santos”. Es decir, por Cristo somos hechos santos en cuanto a nuestra posición delante de Dios, pero somos llamados a ser santos en la vida diaria también. De manera que el escritor de la Epístola a los Hebreos nos está advirtiendo que debemos tomar en serio la cuestión de la santidad personal y práctica. Cuando el Espíritu Santo entra a morar en nuestra vida en el momento de recibir la salvación, viene con el fin de hacernos santos en la práctica. Si no existe, por lo tanto, cuando menos un anhelo en nuestro corazón de vivir una vida santa agradando a Dios, tenemos que considerar seriamente si nuestra fe en Cristo es realmente genuina. Cierto es que este deseo de santidad puede ser nada más que un chispazo al comienzo. Pero ese chispazo tiene que aumentar hasta convertirse en una llama — un deseo apasionado de vivir una vida enteramente agradable a Dios. La salvación genuina trae consigo un deseo de ser hechos santos. Cuando Dios nos salva por medio de Cristo, no sólo nos salva del castigo que corresponde al pecado, sino también de su dominio. El obispo anglicano Ryle dijo: “Dudo realmente que nosotros tengamos alguna base para decir que posiblemente el hombre puede convertirse sin que al mismo tiempo se consagre a Dios. Desde luego que puede indudablemente experimentar mayor consagración, y así ocurrirá a medida que su gracia vaya aumentando proporcionalmente;

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pero si no se consagró a Dios el mismo día en que se convirtió y nació de nuevo, entonces no entiendo lo que significa la conversión.” El sentido de la salvación es justamente que seamos “santos y sin mancha delante de él” (Efesios 1:4). Seguir viviendo en el pecado cuando somos creyentes en Cristo es ir en contra de los propósitos mismos de Dios en cuanto a nuestra salvación. Uno de los escritores de hace tres siglos lo expresó de esta manera: “Qué clase tan extraña de salvación anhelan los que no se preocupan por la santidad. . . Quieren ser salvados por Cristo, y al mismo tiempo estar fuera de Cristo, viviendo en un estado carnal. . . Quieren que se les perdone los pecados, no a fin de poder caminar con Dios en amor de ahora en adelante, sino a fin de que puedan practicar su enemistad con él sin temor al castigo.” La santidad, por lo tanto, no es condición necesaria para la salvación — eso sería salvación por obras —, sino parte de la salvación que se recibe por la fe en Cristo. El ángel le dijo a José: “Llamarás su nombre JESUS (que significa ‘Jehová es salvación’), porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Por lo tanto, podemos decir que nadie puede confiar en Cristo para una salvación genuina a menos que también confíe en él para su santificación. Esto no quiere decir que el deseo de santidad tiene que ser un deseo consciente en el momento en que la persona acude a Cristo, sino más bien que el Espíritu Santo que hace nacer en nosotros la fe salvadora, también hace surgir en nosotros el deseo de ser santos. Sencillamente no puede hacer lo uno sin hacer lo otro al mismo tiempo. Pablo dijo: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:11,12). La misma gracia que nos trae la salvación es la que nos enseña a renunciar a la vida de impiedad. No podemos recibir sólo la mitad de la gracia de Dios. Si la hemos experimentado en alguna medida, hemos de experimentar no solamente el perdón de los pecados sino también liberación del dominio del pecado. Esto es lo que quiere decir Santiago en ese pasaje difícil de entender sobre la fe y las obras (Santiago 2.14-16). Sencillamente nos está diciendo que una “fe” que no produce obras — una vida santa, en otras palabras — no es una fe viva sino una fe muerta, en nada mejor que la que poseen los demonios.

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El carácter de Dios exige que haya santidad en la vida del creyente. Cuando nos busca para salvarnos, nos busca también para que tengamos comunión con él y con su hijo Jesucristo (1 Juan 1:3). Pero Dios es luz; en él no hay tinieblas en absoluto (1 Juan 1:5). ¿Cómo, entonces, podemos tener comunión con él si seguimos viviendo en tinieblas? La santidad, en consecuencia, es indispensable para la comunión con Dios. David preguntó: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?” (Salmo 15:1). Equivale a decir: “Señor, ¿quién puede vivir en comunión contigo?” La respuesta que se ofrece en los cuatro versículos posteriores puede sintetizarse así: “El que vive una vida santa.” La oración constituye una parte vital de la comunión con Dios; mas el salmista dijo: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Salmo 66:18). Inclinarse a la iniquidad equivale a desear lo malo, amar el pecado en medida tal de no estar dispuesto a abandonarlo. Sabemos que está allí, pero procuramos justificarlo de algún modo, como el chico que dice: “Y bueno, él me pegó primero.” Cuando nos aferramos a algún pecado, no estamos buscando la santidad y no podemos tener comunión con Dios. Dios no nos exige una vida perfecta, sin pecado, para que podamos tener comunión con él, pero sí exige que tomemos en serio el asunto de la santidad, que sintamos tristeza en el corazón cuando pecamos, en lugar de tratar de justificarlo, y que sinceramente procuremos alcanzar la santidad como un modo de vida. La santidad es necesaria también para nuestro propio bienestar. Dice la Escritura: “El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:6). Esta declaración presupone la necesidad de la disciplina en nosotros, por cuanto Dios no la administra en forma caprichosa. Nos disciplina porque necesitamos ser disciplinados. Persistir en la desobediencia equivale a aumentar la necesidad de la disciplina. Algunos de los creyentes de Corinto persistían en desobedecer, hasta el punto en que Dios tuvo que quitarles la vida (1 Corintios 11:30). David describió así la disciplina del Señor: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32:3,4). Cuando Dios nos habla acerca de algún pecado, es preciso que prestemos atención y adoptemos medidas.

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Si dejamos de encarar la cuestión, corremos el peligro de que su mano disciplinadora se cierna sobre nosotros. Como dijo Pedro: “Conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:17). Dios toma en serio la cuestión de la santidad en la vida de su pueblo, y nos disciplina con el fin de lograrla. La santidad es necesaria también para el efectivo servicio para Dios. Pablo le escribió a Timoteo: “Si alguno se limpia de (propósitos viles), será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2 Timoteo 2:21). La santidad y la utilidad están vinculadas entre sí. No podemos brindarle a Dios nuestro servicio en un vaso impuro. El Espíritu Santo es la persona de la Trinidad que hace que nuestro servicio sea efectivo y que nos capacita para el servicio. Notemos bien que se le llama Espíritu Santo, o Espíritu de Santidad. Cuando damos rienda suelta a la naturaleza pecaminosa y vivimos en la impiedad, alejados de la santidad, contristamos al Espíritu de Dios (Efesios 4:30), y nuestro servicio será vano. Nos estamos refiriendo a ocasiones en que nuestra vida se caracteriza por la impiedad, y no a aquellas en que cedemos a la tentación pero inmediatamente pedimos a Dios que nos perdone y nos purifique. La santidad es también necesaria para contar con la seguridad de la salvación — no en el momento de la salvación, sino en el curso de la vida. La fe verdadera siempre se hará evidente por sus frutos. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17). La única prueba segura que tenemos de que estamos en Cristo, es una vida santa. Juan dijo que todo el que tiene en sí la esperanza de la vida eterna se purifica a sí mismo, así como Cristo es puro (1 Juan 3:3). Pablo dijo: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). Si no sabemos lo que es la santidad, podemos jactarnos de que somos creyentes, pero no tenemos al Espíritu Santo en nosotros. Entonces, todo el que se profesa cristiano creyente debe hacerse la siguiente pregunta: “¿Hay evidencia de santidad práctica en mi vida? ¿Busco y deseo la santidad? ¿Me entristece no lograrla y procuro insistentemente la ayuda de Dios para lograrla?”No son los que profesan conocer a Cristo los que entrarán al cielo, sino aquellos cuya vida es santa. Ni siquiera aquellos que hacen “grandes obras para Cristo” entrarán al cielo, a menos que cumplan la voluntad de Dios. Jesús dijo: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23).

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LECCIÓN 3 = PREGUNTAS LA SANTIDAD NO ES UNA OPCIÓN

1. ¿Se puede perder la salvación si no alcanzamos algún nivel de santidad? 2. ¿Qué significa que “la obediencia y la justicia de Cristo es acreditada a nuestro favor? 3. Describe la obediencia activa y pasiva de Cristo. 4. ¿Es nuestra salvación, una salvación para ser santos? Explica. 5. ¿Cuál es la diferencia entre ser santos posicionalmente en Cristo y el llamado a ser santos? 6. ¿En que condición se encuentra una fe que no produce una vida santa? ¿Qué dice la epístola de Santiago acerca de una fe que no produce? 7. ¿Podemos tener comunión con Dios sin procurar la santidad?

Preguntas 8-10

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8. ¿Qué hace Dios con nosotros cuando no queremos vivir una vida santa? 9. ¿Es necesaria la santidad para un servicio efectivo para Dios? 10. “SED SANTOS; PORQUE YO SOY SANTO.” ¿Tenemos opción en cuanto a buscar la santidad?

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LECCIÓN 4 CAMBIO DE REINOS

SABIENDO ESTO, QUE NUESTRO

VIEJO HOMBRE FUE CRUCIFICADO JUNTAMENTE CON EL, PARA QUE

EL CUERPO DEL PECADO SEA DESTRUIDO. A FIN DE QUE NO

SIRVAMOS MAS AL PECADO. PORQUE EL QUE HA MUERTO, HA SIDO JUSTIFICADO DEL PECADO.

Romanos 6:6.7

Muchos creyentes tienen básicamente el deseo de vivir una vida santa, pero han llegado a la conclusión de que la realidad es que no pueden lograrlo. Han luchado durante años con pecados persistentes o con deficiencias de carácter. Si bien no viven una vida abiertamente pecaminosa, más o menos han abandonado la ilusión de poder llegar a vivir alguna vez una vida de santidad, y se han conformado con vivir una vida de mediocridad moral, con la que ni ellos ni Dios están conformes. La promesa de Romanos 6:6,7 parece como algo imposible de alcanzar. Los claros mandatos de las Escrituras de vivir una vida consecuentemente santa no hacen sino darles un sentido de frustración. Muchas personas procuran vivir una vida de santidad apoyándose en el poder de su propia voluntad; otras personas han pretendido apoyarse únicamente en la fe. Son muchos los que se han desvelado orando por algún pecado en particular que los persigue — aparentemente sin mayor éxito. Se han escrito veintenas de libros con el objeto de ayudarnos a descubrir el “secreto” de la “vida victoriosa”. En la búsqueda de respuestas a los problemas en torno al pecado, surge una pregunta inquietante: “¿En qué medida tengo que depender de Dios y cuál es la parte de la que soy responsable yo?” Esto es algo que tiene confundidas muchas personas. Cuando comenzamos a vivir la vida cristiana, al principio suponemos confiadamente que lo único que hay que hacer e descubrir en la Biblia lo que Dios quiere que hagamos y comenzar a ponerlo en práctica. No nos percatamos de que está de por medio nuestra tendencia a aferrarnos a los antiguos hábitos pecaminosos. Tras experimentar una buena medida de fracasos en razón de la naturaleza pecaminosa que tenemos, se nos informa que hemos estado tratando de vivir la vida cristiana en el poder de la carne.

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Tenemos que “dejar de esforzarnos y comenzar a confiar”, o “dejar de afanarnos por nuestra cuenta y entregarle las riendas a Dios”. Se nos dice que si estamos dispuestos a poner el problema de nuestro pecado en las manos de Cristo, y descansamos confiadamente en la obra que él hizo en el Calvario, podremos vivir su vida en nosotros y conoceremos la experiencia de una vida de victoria sobre el pecado. Siendo así que hemos conocido el fracaso y la frustración con el problema que nos crea el pecado, nos llena de gozo el que se nos diga que Dios ya lo ha hecho todo, y que todo lo que tenemos que hacer es descansar en la obra consumada de Cristo. Después de haber procurado luchar con nuestros pecados hasta la desesperación, esta nueva idea aparece como un salvavidas para el que se está ahogando, casi como si estuviéramos escuchando el evangelio por primera vez. Pero pasado un tiempo, si somos realmente sinceros con nosotros mismos, descubrimos que seguimos siendo derrotados por nuestra naturaleza pecaminosa. La victoria que aparentemente nos ha sido prometida, sigue eludiéndonos. Seguimos luchando con el orgullo, los celos, el materialismo, la impaciencia y la lujuria. Seguimos comiendo demasiado, malgastando el tiempo, criticándonos unos a otros, ocultando parcialmente la verdad y permitiéndonos una serie de pecados adicionales, y al mismo tiempo odiándonos por lo que hacemos. Luego volvemos a preguntarnos, qué es lo que falla. “¿Por qué es”, nos preguntamos, “que no puedo conocer la victoria que se describe en todos los libros que hablan de lo que otros, al parecer han logrado?” Empezamos a pensar que el caso nuestro es único, que por alguna razón nuestra naturaleza pecaminosa debe de ser peor que la de otros. Y comenzamos a desesperarnos. Hace muchos años otro creyente me previno que Satanás trataría de confundirnos con la cuestión de lo que Dios ha hecho ya por nosotros, y lo que tenemos que hacer nosotros mismos. Con el tiempo he comprendido que ese hombre había descubierto una gran verdad al hacer esa afirmación. La falta de comprensión en lo que respecta a este asunto, ha llevado a una gran confusión en la búsqueda de la santidad. Resulta sumamente importante que hagamos la distinción; porque, si bien es cierto que efectivamente Dios ha preparado las cosas de modo que podamos vivir una vida santa, también es cierto que nos ha dado responsabilidades concretas. Veamos primeramente lo que Dios ha provisto. Leemos en la Biblia: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias” (Romanos 6:12).

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Lo primero que tenemos que notar en este pasaje es que la búsqueda de la santidad — es no permitir que el pecado reine en nuestro cuerpo mortal — es algo que tenemos que hacer nosotros. Estas palabras de Pablo tienen sentido de exhortación. Se estaba dirigiendo a nuestra voluntad. “No permitáis que reine el pecado”, nos dijo, con lo cual daba a entender que esto es algo de lo cual nosotros mismos somos responsables. La experiencia de la santidad no es un regalo que recibimos de la manera en que recibimos la justificación, sino algo que claramente se nos insta a procurar esforzadamente. Lo segundo que tenemos que notar con relación a la exhortación de Pablo es que está basada en lo que acababa de decir. Notemos la palabra pues que sirve de vínculo con lo anterior. Está claro que lo que quería decir es que “en vista de lo que acabo de decir, no permitáis que el pecado reine en vuestro cuerpo mortal”. Para decirlo de otro modo, hemos de procurar la santidad en razón de que ciertos hechos son reales. ¿Cuáles son esos hechos? Echemos un vistazo a lo que nos dice Romanos 6. En respuesta a la pregunta: “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” Pablo dijo: “Hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (versículos 1 y 2). Después Pablo desarrolló más la idea (versículos 3-11). Es evidente que la palabra pues (versículo 12) se relaciona con este hecho de que hemos muerto al pecado. En vista de que hemos muerto al pecado, no debemos permitirle que reine en nuestro cuerpo mortal. Si hemos de obedecer la exhortación del versículo 12, resulta necesario que comprendamos lo que quiere decir Pablo con la frase hemos muerto al pecado. Al leer este pasaje, lo primero que observamos es que el que hayamos muerto al pecado, es resultado de nuestra unión con Cristo (versículos 2-11). Por cuanto él murió al pecado, nosotros hemos muerto al pecado. Por lo tanto, resulta claro que nuestro morir al pecado no es algo que hayamos hecho nosotros, sino algo que ha hecho Cristo, el valor de lo cual beneficia a todos los que están unidos a él. La segunda observación que podemos hacer es la de que nuestro morir al pecado es un hecho, ya sea que nos demos cuenta de ello o no. Por cuanto Cristo murió al pecado, todos los que están unidos a él, han muerto al pecado. El morir al pecado no es algo que hagamos nosotros, o algo que cobra realidad en nuestra experiencia cuando reconocemos que es así. Algunos han comprendido mal esto.

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Hemos concebido la idea de que el haber muerto al pecado significa que de algún modo hemos sido colocados en una posición en que el pecado no puede tocamos. Sin embargo, para poder experimentar esto en la vida cotidiana se nos dice que tenemos que considerarnos muertos al pecado (versículo 11). Se nos explica, además, que si no estamos logrando la victoria sobre los pecados que nos acosan y dominan, es porque no tenemos en cuenta el hecho de que hemos muerto al pecado. La verdad es que tenemos que considerarnos muertos al pecado, pero el que lo consideremos así no es lo que le da realidad al hecho, ni siquiera en la experiencia. Los versículos 11 y 12 tienen que ser considerados juntos. En vista de que estamos muertos al pecado por nuestra unión con Cristo, no debemos permitir que el pecado reine en nuestro cuerpo mortal. Nuestra experiencia diaria con relación al pecado está determinada — no por el hecho de nuestra consideración, sino por nuestra voluntad — por el hecho de que si permitimos o no que el pecado reine en nuestro cuerpo. Pero nuestra voluntad tiene que ser influida por el hecho de que hemos muerto al pecado. Por lo tanto, ¿qué es lo que quiere decir Pablo con la expresión muertos al pecado? Quiere decir que hemos muerto al dominio del pecado, o al reinado del pecado. Antes de haber confiado en el Señor Jesucristo para la salvación, nos encontrábamos en el reino de Satanás y del pecado. Seguíamos “la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad (o el reino) del aire (Es decir, Satanás)” (Efesios 2:2). Estábamos sometidos a la potestad de Satanás (Hechos 26:18), y al dominio de las tinieblas (Colosenses 1:13). Pablo dice que éramos esclavos del pecado (Romanos 6:17). Al nacer ingresamos en este reino del pecado, de la esclavitud y de la muerte. Toda persona que ha vivido, a partir de Adán, exceptuando al Hijo de Dios encarnado, nace como esclavo del reino del pecado y de Satanás. Mas en razón de nuestra unión con Cristo hemos muerto al reino del pecado. Hemos sido libertados del pecado (Romanos 6:18), librados o rescatados del dominio de las tinieblas (Colosenses 1:13), y convertidos de la potestad de Satanás a Dios (Hechos 26:18). Antes de ser salvos estábamos esclavizados al pecado, bajo el reino y el imperio del pecado. Por decentes y morales que hayamos sido, vivíamos en el reino del pecado. Pero ahora, a raíz de nuestra unión con Cristo en su muerte al pecado, hemos sido librados del reino del pecado y colocados en el reino y la esfera de la justicia.

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El profesor John Murray, al comentar la frase hemos muerto al pecado, escribe: “Si consideramos al pecado como un reino o esfera, luego el creyente ya no vive en ese reino o esfera. Y así como es cierto, con referencia a la vida en la esfera de este mundo, que la persona que ha muerto ‘pasó, y he aquí ya no estaba; lo busqué, y no fue hallado’ (Salmo 37:36), así también ocurre con la esfera del pecado; el creyente ya no está allí, por cuanto ha muerto al pecado. . . El creyente murió al pecado una vez y ha sido trasladado a otro reino.” Es consecuencia de que estábamos en este reino del pecado, sometidos a su reinado y a su arbitrio, el que hayamos comenzado a pecar desde la infancia. Porque éramos esclavos, obrábamos como esclavos. Fuimos desarrollando hábitos pecaminosos y un carácter pecaminoso. Aun cuando hayamos sido lo que el mundo titula personas “buenas”, vivíamos para nosotros mismos, no para Dios. Nuestra actitud hacia Cristo se expresa en las palabras de sus enemigos: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Mas, si hemos sido librados y sacados de dicho reino, ¿por qué sucede que todavía pecamos? Si bien Dios nos ha librado del reino del pecado, la naturaleza pecaminosa todavía reside dentro de nosotros. Aun cuando el dominio y el imperio del pecado han sido quebrantados, el pecado que mora en el creyente sigue ejerciendo un poder tremendo, obrando constantemente para inclinarnos al mal. Una ilustración tomada del arte de la guerra quizás nos ayude a ver la verdad de esta afirmación. En cierto país dos facciones luchaban por tener el control del mismo. Finalmente, Con el auxilio de un ejército procedente del exterior, una de las facciones logró la victoria y asumió el control del gobierno. Pero el bando perdedor no abandonó la lucha. Se limitaron a modificar las tácticas adoptando el método de las guerrillas, y siguieron luchando. De hecho llegaron a lograr tal ventaja que el país que había suministrado la ayuda externa no pudo retirar sus tropas. Así ocurre con el creyente. Satanás ha sido derrotado y el reino del pecado ha sido derrotado. Pero la naturaleza pecaminosa del hombre recurre a una especie de guerra de guerrillas con el fin de arrastrarnos al pecado. Esto da como resultado la lucha entre el Espíritu y nuestra naturaleza pecaminosa y de la que escribió Pablo: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gálatas 5:17). Además, dado a que somos pecadores desde el momento en que nacemos, hemos desarrollado hábitos pecaminosos desde el primer momento.

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Como lo expresa Jay Adams: “Nacimos pecadores, pero hacía falta la práctica para que desarrollásemos nuestro estilo pecaminoso individual. La vieja vida fue entrenada para la impiedad.” Tendemos todos a actuar de conformidad con dichos hábitos pecaminosos, hábitos que se han ido grabando en nosotros debido a una larga práctica. Supongamos, por ejemplo, que el autor fuese cojo y que como consecuencia desarrollase el hábito de renquear. Si mediante una operación quirúrgica recuperase la normalidad, seguiría renqueando debido al hábito creado. ¿O cree el lector que cuando los esclavos fueron liberados por la Proclamación de la Emancipación hecha en los Estados Unidos por el Presidente Lincoln, de inmediato los esclavos comenzaron a pensar como hombres libres? Sin duda alguna siguieron con la tendencia a obrar como esclavos, porque habían desarrollado esquemas de comportamiento de esclavos. De modo semejante, el creyente tiende a pecar en razón del hábito creado. Es un hábito nuestro el ocuparnos de nosotros mismos en lugar de ocuparnos de los demás, el tomar represalias cuando se nos hiere de algún modo, y el dar rienda suelta a los apetitos carnales. Hemos adquirido el hábito de vivir para nosotros mismos y no para Dios. Cuando nos hacemos cristianos, no podemos abandonar todo esto de la noche a la mañana. En realidad, nos pasaremos el resto de la vida descartando dichos hábitos para vestir hábitos nuevos. No sólo hemos sido esclavos del pecado, sino que seguimos viviendo en un mundo poblado de esclavos del pecado. Los valores convencionales a nuestro alrededor reflejan dicha esclavitud, y el mundo procura que nos amoldemos a su propio molde pecaminoso. Por consiguiente, aun cuando el pecado ya no reina más en nosotros, no ha de cesar en sus esfuerzos por llegar a nosotros y atacarnos. Si bien hemos sido liberados del reino del pecado y de su imperio, no hemos sido librados de sus ataques. Como lo dice el doctor Martyn Lloyd Jones en su exposición de Romanos 6, que, a pesar de que el pecado no puede reinar en nosotros, es decir, en nuestra personalidad esencial, en cambio puede, si no se le controla, reinar en nuestro cuerpo. En este caso lo que hará es convertir los instintos naturales del cuerpo en lujuria. Transformará los apetitos naturales en desenfreno, la necesidad de vestido y protección en materialismo, y el interés sexual normal en inmoralidad. Es por esto que Pablo nos exhorta a estar en guardia, a fin de que no permitamos que el pecado reine en nuestro cuerpo.

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Antes de ser salvos, antes de haber muerto al reino del pecado, una exhortación así habría resultado ser inútil. No se le puede decir al esclavo: “Vive como hombre libre,” pero sí se le podemos decir al que ha sido liberado de la esclavitud. Ahora que efectivamente hemos muerto al pecado — a su imperio y a su dominio — tenemos que dar por sentado que realmente es así. Tenemos que tener siempre presente el hecho de que ya no somos esclavos. Ahora podemos hacerle frente al pecado y decirle “no”. Antes no teníamos elección; ahora sí la tenemos. Cuando pecamos siendo creyentes, no pecamos como esclavos, sino como individuos con libertad de elección. Pecamos porque elegimos hacerlo. Para resumir, por tanto, hemos sido liberados del reino y del dominio del pecado, del reino de la injusticia. La liberación nos ha venido como consecuencia de la unión con Cristo en su muerte. Cuando Cristo vino a este mundo voluntariamente, entró en la esfera del pecado, aun cuando él mismo nunca pecó. Cuando murió, murió a este reino del pecado (Romanos 6:10), y mediante nuestra unión con él, nosotros también hemos muerto a dicho reino. Hemos de tener presente este hecho de que hemos muerto al dominio del pecado, de que podemos hacerle frente y decirle “no”. Por lo tanto, hemos de cuidar el cuerpo a fin de que el pecado no pueda reinar en nosotros. Así vemos que Dios ha provisto lo necesario para nuestra santidad. Cristo nos ha librado del dominio del pecado, de manera que ahora podemos resistir efectivamente sus agresiones. Pero la responsabilidad de ofrecer resistencia nos cabe a nosotros mismos. Es algo que Dios nos deja a nosotros. Confundir la posibilidad de resistir (cosa que Dios ha hecho factible para el creyente) con la responsabilidad que tenemos de resistir (cosa que nos corresponde a nosotros) equivale a buscar el desastre en nuestra carrera en pos de la santidad.

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LECCIÓN 4 = PREGUNTAS CAMBIO DE REINOS

1. Describe una vida de mediocridad moral. 2. ¿Qué sucede cuando tratas de vivir una vida santa en tus propias fuerzas? 3. ¿Qué ha causado gran confusión en la búsqueda de la santidad? 4. “No permitáis que reine el pecado”, explica a lo que Pablo se refería. 5. ¿Qué significa la idea de haber muerto al pecado? 6. ¿Antes de ser salvo, bajo que reino estabas colocado? ¿Ahora en que reino te encuentras? 7. Describe la lucha entre El Espíritu y tu naturaleza pecaminosa. 8. ¿Has sido librado/a de los ataques de la naturaleza pecaminosa? 9. ¿Puede reinar el pecado en tu cuerpo si no se controla? 10. ¿Puedes elegir ahora entre pecar y no pecar?

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LECCIÓN 5 LA LUCHA POR LA SANTIDAD

ASI QUE, QUERIENDO YO HACER

EL BIEN, HALLO ESTA LEY: QUE EL MAL ESTA EN MI.

Romanos 7:21

Mediante la unión con Cristo en su muerte somos liberados del poder del pecado. Pero seguimos comprobando que el pecado lucha por volver a dominarnos, como lo pintó vívidamente el apóstol Pablo: “Queriendo yo hacer el bien, hallo. . . que el mal está en mí” (Romanos 7:21). A lo mejor no nos gusta el hecho de que tengamos esta lucha incesante durante toda la vida, pero cuanto más nos demos cuenta de este hecho y lo aceptemos, tanto mejor preparados estaremos para hacerle frente. Mientras más detalles descubrimos acerca del poder del pecado que mora en nosotros, tanto menos sentiremos sus efectos. En la medida en que descubrimos esta ley del pecado dentro de nosotros, podremos aborrecerla y luchar contra ella. Pero aun cuando el creyente sigue teniendo esa inclinación a pecar como una fuerza interior, el Espíritu Santo se ocupa de mantener en nosotros un anhelo predominante de santidad (1 Juan 3:9). El creyente lucha con el pecado que Dios le permite descubrir en su vida. Este es el cuadro que vemos en Romanos 7:21, y sirve para distinguir a los creyentes de los incrédulos, que viven serenamente satisfechos en medio de la oscuridad. Las interpretaciones de Romanos 7:14-25 se pueden encuadrar en tres grupos básicos. No es el propósito de esta lección analizar dichas interpretaciones ni decidir en favor de alguna de ellas. Cualquiera que sea la interpretación de Romanos 7, todos los creyentes admiten la aplicación universal de la afirmación paulina de que “queriendo yo hacer el bien, hallo. . . que el mal está en mí”. Como fue indicado en la lección anterior, el pecado que mora en nosotros sigue allí aun cuando haya sido destronado. Y aun cuando ha sido derrocado y debilitado, su naturaleza no ha cambiado. El pecado sigue siendo hostil a Dios y no puede someterse a su ley (Romanos 8:7). De manera que tenemos un enemigo implacable de la justicia en nuestro propio corazón. ¡Qué diligencia y qué actitud de vigilancia nos son necesarias cuando el enemigo que tenemos en el alma está dispuesto a oponerse a todo esfuerzo de nuestra parte por hacer el bien!

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Si hemos de batallar exitosamente contra este enemigo interior, es importante que tengamos algún conocimiento de su naturaleza y de sus tácticas. En primer lugar, la Escritura indica que el asiento del pecado que mora en nosotros es el corazón. “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y Contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23; véase también Génesis 6:5 y Lucas 6:45). La palabra corazón se usa en las Escrituras de diversos modos. A veces significa la razón o el entendimiento, otras los afectos y las emociones, y también a veces la voluntad. Generalmente denota el alma toda del hombre junto con todas sus facultades, no individualmente, sino en su manifestación conjunta al hacer el bien o el mal. La mente al razonar, discernir, y juzgar; las emociones cuando manifiestan agrado o desagrado; la conciencia al resolver y alertar; y la voluntad al elegir o rechazar — se denominan en conjunto corazón. La Biblia nos aclara que el corazón es engañoso e inescrutable para todos, menos para Dios (Jeremías 17:9,10). Ni siquiera como creyentes somos capaces de conocer nuestro propio corazón (1 Corintios 4:3-5). Nadie puede discernir plenamente los motivos ocultos, las intrigas secretas, las tortuosidades de su corazón. Y en ese corazón inescrutable mora la ley del pecado. Buena parte de la fortaleza del pecado radica en esto: que luchamos con un enemigo que no podemos ubicar con precisión. El corazón es engañoso también. Tiende a explicar, a excusar, a justificar las acciones. Nos ciega con respecto a aspectos diversos del pecado existente en nuestra vida. Nos hace adoptar medidas que resuelven simplemente a medias el pecado en nuestra vida, o nos hace creer que el asentimiento mental a la Palabra de Dios es igual que obedecer (Santiago 1:22). El saber que el pecado mora en nuestro corazón, y que éste es engañoso e inescrutable, tendría que servir para hacernos sumamente cautelosos. Tenemos que pedirle diariamente a Dios que examine nuestro corazón en busca de pecados que nosotros mismos no queremos o no podemos ver. He aquí el corazón de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve s hay en mí camino de perversidad, y guíame e el camino eterno” (Salmo 139:23,24). El medio principal de que se vale Dios para examina nuestro corazón es su Palabra, cuando la leemos sometiéndonos al poder del Espíritu Santo.

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“La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Al orar a Dios pidiéndole que examine nuestro corazón, tenemos que exponernos constantemente al examen de su Palabra. Debemos tener cuidado de permitir que el Espíritu Santo pueda realizar la tarea de examinarnos. Si nosotros mismos tratamos de hacerlo, corremos el peligro de caer en una u otra de dos posibles trampas. La primera es la trampa de la introspección morbosa. La introspección puede fácilmente transformarse en herramienta de Satanás, aquel a quien se le llama “acusador” (Apocalipsis 12:10). Una de sus armas principales es el desaliento. Satanás sabe que si puede lograr que nos desalentemos y nos descorazonemos, no hemos de luchar en procura de la santidad. La segunda trampa es la de hacernos perder de vista las cuestiones realmente importantes de nuestra vida. El carácter engañoso de Satanás y de nuestro propio corazón nos llevará a concentrar la atención en cuestiones secundarias. Tengo presente a un joven que me vino a hablar sobre un problema con relación al pecado en su vida, algo que no podía dominar. Mas si bien el problema ocupaba un lugar predominante en su mente, había otros aspectos de su vida de los que también debía ocuparse, pero con relación a los cuales él andaba ciego. El pecado del que sí tenía conciencia, sólo lo afectaba a él personalmente, pero los problemas que no veía, afectaban a otros diariamente. Sólo el Espíritu Santo puede hacernos ver los aspectos a los cuales estamos ciegos. El asiento del pecado que mora en nosotros es, pues, nuestro propio corazón engañoso e inescrutable. Lo segundo que tenemos que comprender es que el pecado que mora en nosotros opera principalmente a través de los deseos. Desde que el hombre cayó en el jardín del Edén, ha sido su costumbre escuchar la voz del deseo más que la de la razón. El deseo se ha convertido con el andar del tiempo en la facultad más fuerte del corazón del hombre. La próxima vez que el lector tenga que enfrentar alguna de sus tentaciones características, observe cómo se desarrolla la lucha entre los deseos y la razón. Si cedemos a la tentación, es porque el deseo ha vencido a la razón en la lucha por influir nuestra voluntad. El mundo reconoce este hecho y por lo tanto apela a los deseos, mediante lo que el escritor de la carta a los Hebreos denomina “los deleites. . . del pecado” (Hebreos 11:25).

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No todos los deseos son malos, desde luego. Pablo nos habla de su deseo de conocer a Cristo (Filipenses 3:10), de su deseo de que los judíos, sean salvos (Romanos 10:1) y del deseo de que sus hijos espirituales lleguen a la madurez (Gálatas 4:19). Aquí, sin embargo, estamos hablando de los deseos malos que nos llevan a pecar. Santiago dice que somos tentados cuando somos arrastrados o atraídos y seducidos por nuestros propios deseos pecaminosos (Santiago 1:14). Si hemos de ganar la batalla de la santidad, tenemos que reconocer el hecho de que el problema básico lo tenemos dentro de nosotros mismos. Son nuestros propios deseos pecaminosos los que nos hacen ser tentados. A lo mejor creemos que respondemos únicamente a tentaciones externas a nosotros mismos. Pero la verdad es que nuestros deseos malos buscan constantemente tentaciones que puedan satisfacer su insaciable lujuria. Considere el lector las tentaciones a las que es particularmente vulnerable, y note que con cuánta frecuencia se sorprende a sí mismo buscando formas y ocasiones de satisfacer esos deseos malos. Aun cuando estemos entregados de un modo o de otro a la lucha contra algún pecado en particular, nuestros malos deseos o el pecado que mora en nosotros nos llevará a jugar con el mismo pecado contra el cual estamos luchando. A veces, mientras estamos confesando un pecado, comenzamos al mismo tiempo a alentar nuevamente pensamientos malos relacionados con ese mismo pecado, y podemos volver a ser tentados otra vez. Hay muchas ocasiones, desde luego, en que nos ataca alguna tentación en forma inesperada. Cuando ocurre esto, los deseos pecaminosos están listos y dispuestos para hacerles lugar gustosamente. Así como el fuego quema todo elemento combustible que se le acerque, también nuestros propios deseos pecaminosos responden de inmediato a la tentación. John Owen dijo que “el pecado lleva a cabo su lucha confundir los afectos (lo que yo llamo aquí los deseos) y atrayéndolos hacia sí. Por lo tanto, decía Owen, “negar el pecado debe consistir principalmente en ocupamos de los afectos”. Debemos asegurarnos de que los deseos se encaminen a glorificar a Dios y no a satisfacer la lujuria del cuerpo. En tercer lugar, lo que tenemos que comprender acerca del pecado que mora en nosotros es que tiende a engañar el entendimiento o la razón. La razón, iluminada por el Espíritu Santo mediante la Palabra de Dios, evita que el pecado nos domine a través de los deseos. Por consiguiente la gran estrategia de Satanás consiste en engañar a la mente. Pablo habla de los “deseos engañosos” del viejo hombre (Efesios 4:22).

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Dice que en un tiempo fuimos “esclavos de concupiscencias y deleites diversos” (Tito 3:3). Estos pasajes nos hablan acerca de nuestra vida anterior, pero es preciso que comprendamos que ese elemento engañoso sigue guerreando contra nosotros, aun cuando ya no tiene dominio sobre nosotros. El engaño de la mente es llevado a cabo gradualmente, poco a poco. Primeramente se nos induce a bajar la guardia, luego a desobedecer. Nos volvemos como Efraín, del que Dios dijo: “Devoraron extraños su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le han cubierto, y él no lo supo” (Óseas 7:9). Somos inducidos a bajar la guardia cuando nos volvemos demasiado confiados. Comenzamos a pensar que alguna tentación en particular ya no nos puede alcanzar. Vemos que alguna otra persona ha caído y decimos: “A mí no me pasará eso nunca.” Pero Pablo nos ha advertido: “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). Incluso cuando estamos ayudando a alguien que ha caído, tenemos que estar en guardia, no sea que nosotros mismos seamos tentados (Gálatas 6:1). A menudo somos llevados a no obedecer porque abusamos de la gracia de Dios. Judas habla de ciertos hombres “que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios” (Judas 4). Cometemos un abuso contra la gracia cuando pensamos que podemos pecar y luego recibir el perdón correspondiente apelando a 1 Juan 1:9. Cometemos un abuso contra la gracia de Dios cuando, después de haber pecado, apelamos a la compasión y la misericordia de Dios con exclusión de su santidad y de su aborrecimiento del pecado. Nos alejamos de la actitud de obediencia cada vez que comenzamos a poner en duda lo que Dios nos dice en su Palabra. Esta fue la primera táctica de Satanás con Eva (Génesis 3:1-5). Así como le dijo a Eva: “No moriréis”, nos dice a nosotros: “¡Es poca cosa!” o “Dios no se va a ocupar de juzgar ese pecado.” De modo que vemos que, aun cuando el pecado ya no tiene dominio en nosotros, no obstante se empeña en llevar a cabo su guerra de guerrillas contra nosotros. Si no se lo controla llegará a derrotarnos. Nuestro recurso en esta lucha consiste en ocuparnos en forma rápida y firme de las primeras manifestaciones del pecado que mora en nosotros. Si la tentación encuentra dónde alojarse en el alma, utilizará el privilegio otorgado para hacernos pecar. “Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal” (Eclesiastés 8:11).

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Más todavía, jamás debemos considerar que la lucha contra el pecado ha cesado. El corazón es inescrutable, los deseos pecaminosos son insaciables, y la razón está constantemente en peligro de ser engañada. Bien dijo Jesús: “Velad y orad, para que no entréis en tentadón” (Mateo 26:41). Y Salomón advirtió: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23).

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LECCIÓN 5 = PREGUNTAS LA LUCHA POR LA SANTIDAD

1. ¿Cómo te das cuenta en tu vida, que el pecado quiere dominarte? 2. ¿Según la lección: ¿Por qué es necesaria una actitud de diligencia y vigilancia en tu vida? 3. ¿En donde radica el pecado que mora en ti? Anota 5 versículos que respalden tu respuesta. 4. ¿Quién debe examinar tu corazón? Explica porque. 5. Describe que herramientas usa el pecado que mora en ti para destruirte. Anota 2 versículos. 6. La Biblia habla de dos tipos de deseos, buenos y malos. Haz una lista de los dos tipos. Anota por lo menos 5 de cada uno. 7. ¿De que forma engaña el pecado a tu mente para que bajes la guardia? 8. ¿Qué va a suceder en tu vida, si no sometes tu naturaleza pecaminosa a Dios? Explica. 9. ¿Por qué nuca debes considerar que ha cesado la lucha contra el pecado? 10. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 6 AUXILIO PARA LA BATALLA COTIDIANA

ASI TAMBIEN VOSOTROS

CONSIDERAOS MUERTOS AL PECADO, PERO VIVOS PARA DIOS

EN CRISTO JESUS. SENOR NUESTRO. Romanos 6:11

Para conocer la santidad práctica y cotidiana, tenemos que aceptar el hecho de que Dios, en su infinita sabiduría, ha considerado conveniente que tengamos que sostener esta lucha diaria con el pecado que mora en nosotros. Pero Dios no nos abandona de modo que tengamos que librar la batalla solos. Así como nos libró del dominio total del pecado en nuestra vida, así también ha provisto en forma amplia lo necesario para que podamos triunfar en las peleas diarias con el pecado. Esto nos lleva al segundo punto en Romanos 6:11, que hemos de tener en cuenta y no perder de vista. No solamente estamos muertos al pecado, como vimos en la lección 4; al mismo tiempo estamos vivos para Dios. No solamente hemos sido librados del dominio de las tinieblas; al mismo tiempo hemos sido introducidos en el reino de Cristo. Pablo dijo que hemos sido hechos esclavos de la justicia (Romanos 6:18). Dios no nos deja suspendidos en un estado de neutralidad. Nos libra del dominio del pecado y nos coloca bajo el dominio de su Hijo. ¿Qué importancia tiene el que estemos vivos para con Dios? ¿En qué forma nos ayuda este hecho en la búsqueda de la santidad? Por una parte significa que estamos unidos con Cristo en todo su poder. Por cierto que es verdad que no podemos vivir una vida santa mediante nuestros propios esfuerzos. El cristianismo no responde a la idea del “hágalo usted mismo”. Notemos la actitud del apóstol Pablo en Filipenses 4:11-13. Está hablando de que ha aprendido a estar contento cualesquiera sean las circunstancias, ya sea que tenga abundancia o escasez, que esté saciado o que tenga hambre. Nos dice que puede reaccionar de esta forma en Cristo, que lo fortalece. ¿En qué forma se aplica esto a la santidad? Nuestras reacciones ante las circunstancias constituyen parte de nuestro andar en santidad. La santidad no consiste en una serie de cosas que se pueden hacer y de cosas que no se deben hacer, sino la conformación con el carácter de Dios y la obediencia a su voluntad.

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Aceptar con contentamiento todas las circunstancias que Dios permite en nuestra vida, forma parte importante del camino de la santidad. Pero notemos que Pablo dijo que podía reaccionar con contentamiento porque Cristo le daba la fortaleza necesaria para poder hacerlo. Vemos esto otra vez cuando Pablo oró pidiendo que los colosenses fuesen “fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad” (Colosenses 1:11). ¿De dónde vienen la paciencia y la longanimidad? Nos vienen en la medida en que somos fortalecidos por el poder de Dios. Consideremos nuevamente otra oración que Pablo describió en su carta a los Efesios. Dijo que oraba por ellos “para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). Terminó la oración reconociendo que Dios “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros” (3:20). Este es el primer hecho implícito que deberíamos captar con relación al concepto de estar “vivos para con Dios”. Estamos unidos a aquel que obra en nosotros con el fin de fortalecemos con su gran poder. Todos hemos conocido la terrible sensación de desesperanza ocasionada por el poder del pecado. Hemos resuelto infinidad de veces no ceder otra vez a ninguna tentación en particular, y sin embargo lo hacemos. Luego viene Satanás y nos dice: “Te conviene desistir. Jamás podrás vencer ese pecado.” Es cierto que nosotros solos no podemos. Pero estamos vivos para Dios, unidos a aquel que nos puede fortalecer. Aceptando este hecho — Considerándolo real y verdadero — experimentaremos la fortaleza que necesitamos para luchar contra esa tentación. Sólo en la medida en que tenemos en cuenta estos hechos paralelos de que nosotros estamos muertos al pecado y a su dominio sobre nosotros y de que nosotros estamos vivos para Dios, unidos a aquél que nos fortalece podemos evitar que el pecado reine en nuestro cuerpo mortal. Dice el doctor Martyn Lloyd-Jones: “El comprender esto nos libra de esa vieja sensación de desesperanza que todos hemos conocido y palpado como consecuencia del terrible poder del pecado. . . ¿Cómo es que funciona? Funciona de la siguiente manera: Pierdo la sensación de desesperanza porque puedo decirme a mí mismo que no sólo ya no estoy bajo el dominio del pecado, sino que estoy bajo el dominio de otro poder que nada ni nadie puede frustrar. Por débil que pueda ser yo, es el poder de Dios el que obra en mí.”

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Esta no es una doctrina teórica, algo que se tenga que ubicar en los anaqueles de la biblioteca de la mente para ser admirado, y que no tiene ningún valor práctico en la lucha por la santidad. El contar con el hecho de que estamos muertos al pecado y vivos para Dios es algo que debemos hacer continua y activamente. Para hacerlo, tenemos que formar el hábito de tener continuamente presente el hecho de que estamos muertos al pecado y vivos para Dios. Hablando prácticamente, esto lo hacemos cuando por la fe en la Palabra de Dios rechazamos las insinuaciones y las tentaciones del pecado. Nos apoyamos en el hecho de que estamos vivos para Dios cuando por fe acudimos a Cristo en busca del poder que necesitamos para poder resistir. La fe, sin embargo, ha de estar basada siempre en los hechos, y Romanos 6:11 constituye un hecho para nosotros. El segundo hecho implícito del estar vivos para Dios es que nos ha dado su Espíritu Santo para que more en nosotros. En realidad no se trata de un segundo resultado, sino de otro modo de ver nuestra unión con Cristo, por cuanto el Espíritu Santo es el agente de esta unión. Es el Espíritu Santo el que nos proporciona vida espiritual y la fortaleza necesaria para vivir esa vida (Romanos 8:9-11). Es el Espíritu de Dios el que obra en nosotros a fin de que podamos decidir y actuar de conformidad con el buen propósito de Dios (Filipenses 2:13). Pablo dijo: “No nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación. Así que, el que desecha esto, no desecha a hombre, sino a Dios, que también nos dio su Espíritu Santo” (1 Tesalonicenses 4:7,8). Aquí Pablo relaciona el hecho de que nos ha sido dado el Espíritu Santo con la posibilidad de vivir una vida santa. Recibe el nombre de Espíritu Santo y ha sido enviado principalmente con el objeto de hacernos santos para conformarnos al carácter de Dios. La relación entre estos pensamientos, el Espíritu Santo y la vida santa, también puede verse en otros pasajes. Por ejemplo, se nos pide que huyamos de la inmoralidad sexual porque el cuerpo del creyente es templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:18,19). También se nos dice que somos controlados por el Espíritu y no por nuestra naturaleza pecaminosa, si es que el Espíritu de Dios mora en nosotros (Romanos 8:9). Leemos esto: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). ¿Por qué tenemos al Espíritu Santo morando dentro de nosotros para fortalecernos a fin de que procuremos llegar a la santidad? Es porque estamos vivos para con Dios. Ahora vivimos bajo el reinado de Dios, que nos une a Cristo y nos da su Espíritu Santo para que more en nosotros.

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El Espíritu Santo nos fortalece para la santidad primero, haciéndonos ver la necesidad de esa santidad. Ilumina nuestro entendimiento a fin de que comencemos a ver cuál es la norma divina de la santidad. Luego nos hace tomar conciencia de los aspectos específicos en que hay pecado en nuestra vida. Una de las armas más poderosas de Satanás consiste en cegarnos espiritualmente — hacernos incapaces de ver la pecaminosidad de nuestra naturaleza. La Biblia dice: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? (Jeremías 17:9). Nadie puede comprenderlo y dar a conocer sus intenciones sino el Espíritu Santo. Hasta los creyentes que siguen la enseñanza de la Biblia pueden engañarse en cuanto a sus propios pecados. A veces nos imaginamos que el hecho de aceptar las enseñanzas de las Escrituras equivale a obedecer. Podemos escuchar alguna aplicación práctica en un sermón, o tal vez descubrirla en nuestro propio estudio o lectura privada de la Biblia. Pensamos: “Sí, es cierto; es algo que tengo que hacer yo mismo.” Pero no pasamos de allí. Santiago dice que cuando hacemos así, nos engañamos a nosotros mismos (Santiago 1:22). Al ir creciendo en la vida cristiana aumenta el peligro del orgullo espiritual. Sabemos cuáles son las doctrinas, los métodos adecuados a seguir, y lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer. Pero puede ocurrir que no veamos la pobreza de nuestro propio carácter espiritual. Es posible que no veamos el espíritu crítico e implacable que nos domina, la costumbre de murmurar, y la tendencia a juzgar a otros. Nos podemos volver como los de Laodicea, de los que el Señor tuvo que decir: “Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3:17). David se encontraba en ese estado cuando cometió adulterio con Betsabé y luego hizo matar a su esposo para encubrir su primer pecado (2 Samuel 12:1-13). ¿Se arrepintió David y se humilló como consecuencia de estos actos despreciables y viles? En absoluto. Más aún, estaba dispuesto a juzgar a otro hombre por un crimen mucho menor y condenarlo a muerte (versículo 5). ¿Cómo pudo obrar de este modo? Obró así porque estaba ciego espiritualmente. Y no fue sino hasta cuando Natán el profeta le dijo a David: “Tú eres aquel hombre” que él pudo darse cuenta de la terrible atrocidad de su crimen. Es función del Espíritu Santo hacernos ver que somos unos necesitados a causa de nuestros pecados. El acude y nos dice: “Tú eres aquel hombre.”

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Aun cuando estas palabras pueden salir de los labios de un hermano en Cristo que nos ama y se preocupa por nosotros, es el Espíritu Santo el que hace que podamos aceptarlas y decir como dijo David: “Pequé contra Jehová.” El Espíritu Santo abre los rincones escondidos de nuestro corazón y nos permite ver las alcantarillas morales escondidas en los mismos. Es aquí donde el Espíritu empieza su ministerio de hacernos santos. El resultado natural de poder ver el nivel moral de Dios y nuestra propia pecaminosidad es el despertamiento dentro de nosotros de un deseo de ser santos. Esto también constituye parte del ministerio del Espíritu Santo al ir obrando en nosotros con el fin de hacernos santos. Nos sentimos tristes por nuestros pecados, y se trata de una tristeza según Dios que nos lleva al arrepentimiento (2 Corintios 7:10). Decimos con David: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. . . Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve” (Salmo 51:2,7). Pablo dijo: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). Antes de poder actuar tenemos que tener la voluntad de hacerlo. Dicha voluntad significa desear y resolver hacerlo. Cuando el Espíritu Santo nos hace ver nuestra pecaminosidad, no lo hace con el propósito de llevarnos a la desesperación, sino para conducimos hacia la santidad. Lo hace creando en nosotros odio hacia nuestros pecados y un deseo de ser santos, de alcanzar la santidad. Solamente el que tiene un gran deseo de ser santo perseverará siempre en la tarea penosamente lenta y difícil de buscar la santidad. So demasiados los fracasos. Los hábitos de la naturaleza vieja y los ataques de Satanás son demasiado fuertes para que podamos perseverar, a menos que el Espíritu Santo esté obrando en nosotros para crear el deseo de santidad. El Espíritu Santo crea este deseo, no solamente mostrándonos nuestros pecados, sino también mostrándonos el nivel moral establecido por Dios. Esto lo hace por medio de las Escrituras. Al ir leyendo y estudiando las Escrituras o al oír la exposición de las mismas, nos cautiva la belleza moral del nivel de santidad de Dios. Aun cuando ese nivel pueda parecernos inalcanzable, reconocemos aquello que es “santo, justo y bueno” (Romanos 7:12) y respondemos positivamente. Aun cuando fracasamos con tanta frecuencia, en nuestro ser interior nos deleitamos en la ley de Dios (Romanos 7:22). He aquí entonces otra distinción que tenemos que hacer entre lo que hace Dios y lo que debemos hacer nosotros.

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Si el Espíritu Santo usa las Escrituras, para hacernos ver nuestra necesidad y estimularnos a la santidad, ¿no se deriva de ello que debemos acudir a la Palabra de Dios en forma constante? ¿Acaso no deberíamos acudir a la Palabra, ya sea para oír la predicación de la misma, o con el fin de estudiarla por nuestra cuenta, con la oración de que el Espíritu Santo examine nuestro corazón en busca de cualquier pecado que pudiera abrigar? (Salmo 139:23,24). Una vez que el Espíritu Santo nos ha hecho ver nuestra necesidad y creado dentro de nosotros un deseo de santidad, queda algo más que tiene que hacer ese mismo Espíritu. Tiene que darnos la fuerza espiritual necesaria para vivir una vida santa. Pablo dijo: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). Andar o vivir en el Espíritu significa vivir tanto en obediencia al Espíritu Santo, como en dependencia de El. Hay un equilibrio por consiguiente, entre nuestra voluntad (expresada por la obediencia) y nuestra fe (expresada por la dependencia). Pero a esta altura estamos considerando el aspecto de la dependencia del Espíritu Santo . Nadie puede vencer la corrupción de su corazón si no calza la fortaleza para ello dada por el Espíritu de Dios. Pedro dijo que Dios nos ha dado “preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo” (2 Pedro 1:4). Mediante la participación de la naturaleza divina podemos escapar a la corrupción — y dicha participación ocurre mediante el Espíritu Santo que mora en nosotros. Expresamos la dependencia del Espíritu Santo para vivir la vida santa de dos formas. La primera es a través de la aceptación humilde y consecuente de las Escrituras. Si realmente deseamos vivir en el reino del Espíritu, debemos alimentar constantemente la mente con su doctrina. Es una actitud hipócrita orar pidiendo victoria sobre los pecados y al mismo tiempo ser descuidados en cuanto a las lecciones que nos enseña la Palabra de Dios. Es posible, empero, ser consecuente en cuanto a la recepción de la Palabra de Dios sin la correspondiente actitud de dependencia del Espíritu Santo. Dios dice: “Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66:2). Hemos de acudir a la Palabra de Dios en un espíritu de humildad y contrición, porque reconocemos que somos pecadores, que a menudo somos ciegos a nuestra propia pecaminosidad, y que necesitamos el poder iluminador del Espíritu Santo en nuestro corazón.

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El segundo modo de expresar la dependencia del Espíritu es el de orar pidiendo santidad. El apóstol Pablo oraba continuamente para que el Espíritu de Dios obrase en la vida de aquellos a quienes escribía. A los efesios les dijo que oraba para que Dios “os dé. . . el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). Oraba para que Dios llenase a los colosenses “del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo” (Colosenses 1:9,10). A los tesalonicenses les escribió: “El mismo Dios de paz os santifique (haga santos) por completo” (1 Tesalonicenses 5:23); y, “El Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos. . . para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre” (1 Tesalonicenses 3:12,13). Está claro que el apóstol Pablo sabía que dependemos del Espíritu Santo para la santidad, y expresaba dicha dependencia mediante la oración. Siendo joven yo tenía la idea de que todo lo que tenía que hacer para vivir una vida santa era encontrar en la Biblia lo que Dios quería que hiciera y proceder a ponerlo en práctica. Los creyentes maduros sonreirán ante esta suposición ingenua, pero yo veo a otros creyentes jóvenes que inician la vida cristiana con ese mismo aire de autosuficiencia. Tenemos que aprender que dependemos del poder del Espíritu Santo para adquirir algún grado de santidad. Luego, en la medida en que nos volvemos al Espíritu, podremos ver cómo obra en nosotros, revelándonos nuestro pecado, creando un deseo de santidad y proporcionándonos la fortaleza necesaria para responderle con obediencia.

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LECCIÓN 6 = PREGUNTAS AUXILIO PARA LA BATALLA COTIDIANA

1. Explica en lo que no consiste y en lo que si consiste la santidad, según la lección. 2. ¿Cuál es el primer hecho implícito que debemos captar con relación al concepto de estar “vivos para Dios”? Anota un versículo. 3. ¿Cuál es el segundo hecho implícito del estar “vivos para Dios”? Anota un versículo. 4. ¿Describe una de las armas mas poderosas que Satanás usa contra ti? 5. ¿Qué peligro aumenta en tu vida al ir creciendo espiritualmente? 6. ¿En donde empieza el ministerio del Espíritu para hacerte santo? 7. ¿Quién crea el deseo de ser santo en ti? ¿De que manera lo hace? 8. ¿Qué significa andar y vivir en el Espíritu? Explica. 9. ¿En que dos formas debes de expresar tu dependencia del Espíritu Santo para vivir una vida santa? 10. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 7 OBEDECER MÁS BIEN QUE TRIUNFAR

PORQUE SI VIVIS CONFORME A LA CARNE, MORIREIS; MAS SI POR EL

ESPIRITU HACEIS MORIR LAS OBRAS DE LA CARNE, VIVIREIS.

Romanos 8:13

Dios ha provisto lo necesario para nuestra santidad y al mismo tiempo nos ha dado una responsabilidad en cuanto a la misma. Como vimos en los lecciones 4 y 6, lo que Dios ha provisto consiste en librarnos del dominio del pecado, unirnos con Cristo, y darnos el Espíritu Santo que, al morar en nosotros, nos revela el pecado, crea en nosotros un deseo de santidad, y nos fortalece en la búsqueda de la santidad. Por medio del poder del Espíritu Santo y de conformidad con la nueva naturaleza que nos da, tenemos que hacer morir las obras malas de la carne, o sea, del cuerpo (Romanos 8:13). Si bien es el Espíritu el que hace factible el que hagamos morir las obras malas, no obstante Pablo dice que es algo que nos compete a nosotros también. La misma obra o actividad es, desde un punto de vista obra del Espíritu, y desde otro, obra del hombre. En la lección anterior recalcamos lo referente a la frase “por el Espíritu” que aparece en el presente versículo. En esta lección queremos ocuparnos de nuestra responsabilidad — “hacéis morir las obras de la carne”. Resulta claro de este pasaje que Dios nos hace responsables de vivir una vida santa. Tenemos que hacer algo. No tenemos que “dejar de intentar y comenzar a confiar”; tenemos que hacer morir las obras de la carne. Vez tras vez en las epístolas — no sólo en las de Pablo, sino en las de los otros apóstoles también —, se nos manda asumir la responsabilidad correspondiente a un andar santo. Pablo nos exhorta diciendo: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:5). Esto es algo que se nos dice que debemos hacer. El escritor de Hebreos dijo: “Por tanto teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1). Dice el escritor despojémonos del pecado y corramos con paciencia, hablando en primera persona.

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Se ve claramente que el escritor espera que seamos nosotros mismos los que asumamos la responsabilidad de correr la carrera cristiana. Santiago dijo: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Santiago 4:7). Somos nosotros los que tenemos que someternos a Dios y resistir al diablo. Esta es la responsabilidad que nos corresponde. Pedro dijo: “Procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz” (2 .Pedro 3:14). La cláusula procurad con diligencia está dirigida a la voluntad. Es algo que tenemos que decidir que vamos a hacer. Durante cierta época en mi vida cristiana llegué a pensar que cualquier esfuerzo de mi parte para vivir una vida santa era manifestación “de la carne” y que “la carne para nada aprovecha”. Pensaba que Dios no bendeciría ningún esfuerzo de mi parte para hacerme cristiano mediante las buenas obras. Así como recibí a Cristo Jesús por fe, así también debía buscar la vida santa solamente por fe. Cualquier esfuerzo de mi parte no era sino impedir la obra de Dios en mi vida. Estaba aplicando mal la siguiente afirmación: “No habrá para qué peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros” (2 Crónicas 20:17). Interpretaba este pasaje en el sentido de que lo único que debía hacer yo era entregar el mando al Señor y que él se encargaría de luchar contra el pecado en mi vida. En el margen de la Biblia que usaba en esa época escribí al lado del versículo las siguientes palabras: “Ilustración de lo que significa andar en el Espíritu.” Qué necedad la mía. Interpretaba mal la dependencia del Espíritu Santo, en el sentido de que yo no debía realizar ningún esfuerzo, que yo mismo no tenía ninguna responsabilidad en el asunto. Pensaba erróneamente que si le entregaba las riendas enteramente al Señor, él elegiría por mí y que naturalmente elegiría la obediencia y no la desobediencia. Todo lo que tenía que hacer era acudir a él en busca de la santidad. Pero no es así como actúa Dios. Hace la provisión necesaria para nuestra santidad, pero nos entrega a nosotros la responsabilidad de hacer uso de dicha provisión. El Espíritu Santo les ha sido dado a todos los creyentes. Dice el doctor Martyn Lloyd-Jones: “El Espíritu Santo está en nosotros; y obra en nosotros, dándonos el poder necesario, dándonos la capacidad necesaria. . . Esta es la enseñanza del Nuevo Testamento —‘Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor.’ Tenemos que hacerlo así. Pero notemos lo que sigue —‘Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.’ El Espíritu Santo obra en nosotros tanto ‘el querer como el hacer’. Es por el hecho de que no se me deja librado a mí mismo, es por el hecho de que no me encuentro en una situación ‘absolutamente irremediable’,

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ya que el Espíritu está en mi, se me exhorta a que me ocupe de mi propia salvación con temor y temblor.” Debemos confiar en el Espíritu para poder hacer morir las obras de la carne. Como lo observa Lloyd-Jones en su exposición sobre Romanos 8:13, es el Espíritu Santo el que “diferencia el cristianismo de la moralidad, del ‘legalismo’ y del falso puritanismo”. Pero la confianza en el Espíritu no tiene como fin propiciar esa actitud que dice: “No puedo”, sino una que diga: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” El creyente nunca debería quejarse de falta de capacidad o de poder. Si pecamos, es porque elegimos hacerlo, no porque nos falte la capacidad para decirle “no” a la tentación. Es hora de que los creyentes tomemos conciencia de la responsabilidad que nos toca con relación a la santidad. Con harta frecuencia decimos que somos “vencidos” por tal o cual pecado. Pero no es que seamos vencidos; es que simplemente somos desobedientes. Tal vez convendría que dejásemos de emplear los términos “victoria” y “derrota” para describir la marcha hacia la santidad. Más bien deberíamos utilizar los términos “obediencia” y “desobediencia”. Cuando digo que soy derrotado por algún pecado, inconscientemente me estoy escurriendo de mi responsabilidad. Estoy diciendo que algo externo a mí me ha derrotado. Pero cuando digo que soy desobediente, esta afirmación coloca el peso de la responsabilidad por el pecado lisamente sobre mis propios hombros. Es posible que seamos derrotados, naturalmente, pero la razón de que lo seamos será que hemos elegido desobedecer. Hemos elegido alentar pensamientos lujuriosos, abrigar algún resentimiento, o encubrir parcialmente la verdad. Tenemos que prepararnos para la tarea, y comprender que somos responsables de nuestros pensamientos, actitudes, y acciones. Debemos tener en cuenta el hecho de que hemos muerto al dominio del pecado y que ya no tiene poder sobre nosotros, que Dios nos ha unido con el Cristo resucitado en todo su poder, y nos ha dado al Espíritu Santo para que obre en nosotros. Sólo en la medida en que aceptemos nuestra responsabilidad y hagamos nuestras las provisiones hechas por Dios, podremos hacer algún progreso en la búsqueda de la santidad.

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LECCIÓN 7 = PREGUNTAS OBEDECER MÁS BIEN QUE TRIUNFAR

1. ¿De que manera te hace Dios responsable de andar en santidad? 2. ¿Qué es lo primero que tienes que hacer para poder resistir al diablo? 3. ¿Qué sucede cuando interpretas mal tu dependencia del Espíritu Santo? 4. ¿Cuál es la provisión que Dios ha dado para poder alcanzar la santidad? Explica como te bendice esta provisión. 5. ¿Quién produce en ti “el querer como el hacer”? Explica porque. 6. ¿Qué fin debe proporcionar tu confianza en el Espíritu Santo? 7. ¿Cuál es la verdadera “razón” por la cual eres “vencido/a” por el pecado? Explica. 8. Escribe la definición de obediencia y desobediencia, según el diccionario. 9. Da una explicación breve de las funciones del Espíritu Santo. 10. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 8 HACER MORIR EL PECADO

HACED MORIR, PUES, LO

TERRENAL EN VOSOTROS: FORNICACION, IMPUREZA,

PASIONES DESORDENADAS, MALOS DESEOS Y AVARICIA, QUE ES IDOLATRIA. Colosenses 3:5

El Nuevo Testamento no deja dudas de que la santidad es responsabilidad nuestra. Si hemos de buscar la santidad, tenemos que tomar decisiones concretas. En cierta ocasión analicé con una persona la cuestión de un pecado particular, y dicha persona me dijo: “Vengo orando para que Dios me motive para abandonarlo.” ¿Motivarlo para abandonar? Lo que esa persona estaba diciendo en realidad era que Dios no había hecho lo suficiente. Resulta tan fácil pedirle a Dios que haga algo más, porque al hacerlo postergamos la necesidad de enfrentar nuestra responsabilidad. La acción que debemos cumplir es la de hacer morir las obras malas de la carne (Romanos 8:13). Pablo se vale de la misma expresión en otro libro: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:5). ¿Qué significa la expresión hacer morir? Algunas versiones tienen mortificar. Según el diccionario, mortificar significa “destruir la fuerza, la vitalidad, o el funcionamiento de; dominar o amortiguar”. Hacer morir los actos malos del cuerpo, por lo tanto, es destruir la fortaleza y la vitalidad del pecado que trata de reinar en nuestro cuerpo. Tenemos que tener claro que la mortificación, a pesar de ser algo que hacemos nosotros, no puede llevarse a cabo con las propias fuerzas solamente. Bien lo dijo el puritano John Owen: “La mortificación a partir de las propias fuerzas, llevada a cabo mediante métodos de invención propia, para lograr la auto justificación, es el alma y la sustancia de toda religión falsa.” La mortificación debe efectuarse con las fuerzas y bajo la dirección del Espíritu Santo. Owen dice además: “Sólo el Espíritu es suficiente para esta obra. Todos los métodos y medios sin el Espíritu resultan inútiles. El Espíritu es el gran eficiente. Es él quien les da vida y fortaleza a nuestros esfuerzos.” Pero aun cuando la mortificación tiene que hacerse por medio de la fortaleza y bajo la dirección del Espíritu Santo, no deja de ser, sin embargo, una obra que debemos realizar nosotros mismos.

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Sin la fortaleza que proporciona el Espíritu Santo no habrá mortificación, pero si nosotros no intervenimos valiéndonos de su fortaleza, tampoco habrá mortificación. La pregunta crucial es ésta: “¿Cómo podemos destruir la fuerza y la vitalidad del pecado?” Si hemos de ocuparnos de esta difícil tarea, antes tenemos que tener convicción. Tenemos que estar convencidos de que el hecho de que Dios quiera que todos los creyentes vivamos una vida santa, es algo importante. Tenemos que creer que por la búsqueda de la santidad vale la pena hacer el esfuerzo que requiere mortificar las obras de la carne. Debemos estar convencidos de que “sin la (santidad) nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). No solamente tenemos que estar convencidos en cuanto a la necesidad de vivir una vida santa en general, sino que tenemos que convencernos de la misma necesidad con respecto a aspectos particulares, en los que debemos aprender a obedecer. Dichas convicciones nos vienen en la medida en que entramos en contacto con la Palabra de Dios. Nuestra mente se ha acostumbrado en medida excesiva a los valores del mundo. Incluso después de hacernos creyentes, el mundo que nos rodea procura constantemente hacer que nos amoldemos a su sistema de valores. Se nos bombardea desde todas partes con tentaciones para hacernos ceder a la naturaleza pecaminosa. Es por eso que Pablo dijo: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la re- novación de vuestro entendimiento” (Romanos 12:2). Sólo podemos remodelar la mente y renovar los valores propios mediante la Palabra de Dios. Al dar instrucciones con relación a los futuros reyes de Israel, Dios dijo que “tendrá consigo (un ejemplar de la ley divina), y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos” (Deuteronomio 17:19). El rey debía leer la ley de Dios todos los días de su vida a fin de que aprendiese a temer al Señor. De este modo podía aprender la necesidad de practicar la santidad, y cómo conocer la voluntad de Dios en diversas situaciones específicas. Jesús dijo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Juan 14:21). La obediencia es la senda que lleva a la santidad, pero es sólo en la medida en que tenemos sus mandamientos que podemos obedecerlos. La Palabra de Dios tiene que afincarse tan firmemente en nuestra mente que se convierta en la influencia dominante de nuestros pensamientos, actitudes, y acciones.

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Una de las formas más efectivas de influir la mente es mediante el aprendizaje de memoria de las Escrituras. David dijo: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11). Para aprender de memoria en forma efectiva las Escrituras, es preciso tener un plan. El plan debe incluir una selección de versículos bien elegidos, un sistema práctico para aprender dichos versículos, un medio sistemático para repasarlos, a fin de mantenerlos frescos en la memoria, y reglas sencillas para proseguir la práctica de aprender de memoria partes de las Escrituras, por cuenta propia. . Naturalmente que la meta del aprendizaje de memoria es la aplicación de las Escrituras a nuestra vida diaria. Mediante la aplicación de las Escrituras a las situaciones vitales concretas, creamos en nosotros el tipo de convicción que nos ayuda a triunfar ante las tentaciones que tan fácilmente nos hacen caer. ¿Cómo aprendemos a tener convicción? Haciendo que la Palabra de Dios se haga oír con relación a situaciones concretas que surgen en nuestra vida, y resolviendo cuál es la voluntad de Dios en esas circunstancias basados en la Palabra. En la Biblia se mencionan claramente muchas circunstancias y asuntos relativos a la vida práctica, y haríamos bien en aprendernos de memoria los versículos que se refieren a dichas situaciones y asuntos. Por ejemplo, la voluntad de Dios respecto a la honestidad se especifica claramente: “Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo. . . El que hurtaba, no hurte más” (Efesios 4:25,28). La voluntad de Dios con referencia a abstenerse de la inmoralidad sexual, también se aclara perfectamente: “La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación” (1 Tesalonicenses 4:3). Estas son cuestiones ya resueltas en las que no deberíamos tener dificultad alguna en llegar a una convicción en cuanto a la voluntad de Dios, si queremos obedecer su Palabra. Mas, ¿qué hacer con cuestiones que no se mencionan específicamente en las Escrituras? ¿Cómo resolvemos cuál es la voluntad de Dios y adquirimos convencimiento en estos casos? Años atrás un amigo me dio lo que él llamaba su “fórmula sobre cómo distinguir entre el bien y el mal”. La fórmula hace cuatro preguntas basadas en tres versículos en 1 Corintios: • “Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen” (1 Corintios 6:12). Pregunta 1: ¿Es útil — físicamente, espiritualmente, y mentalmente?

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• “Todas las cosas me son lícitas. . . mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Corintios 6:12). Pregunta 2: ¿Me somete a su poder? • “Por lo cual, si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano” (1 Corintios 8:13). Pregunta 3: ¿Hiere a otros? • “Si, pues, coméis o bebáis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Pregunta 4: ¿Glorifica a Dios? Aunque esta fórmula parece simple, es poderosa para ayudarnos a adquirir convencimiento. Si estamos dispuestos a usarla. Las preguntas enumeradas pueden resultar bastante penetrantes. Pero tenemos que hacérnoslas si queremos buscar la santidad como modo total de vida. Apliquemos estos principios a algunas situaciones típicas. Tomemos los programas de televisión que miramos, por ejemplo. ¿Son útiles— físicamente, espiritualmente, o mentalmente? Para algunos programas la respuesta puede ser un sí, pero para los que tenemos que responder honestamente con un no, tendríamos que considerar la conveniencia de no mirarlos. Y qué diremos en cuanto a la pregunta de que si “¿nos somete a su poder”? Inmediatamente podemos aplicar esta pregunta a hábitos tales como la bebida, las drogas, o el cigarrillo, y llegar a la conclusión de que los tales no son para nosotros. Pero pensemos nuevamente en el aparato de televisión. ¿Nos han “atrapado” ciertos programas a tal punto que sencillamente no podemos dejar de verlos? De ser así es porque nos tienen sometidos a su poder. Otro ejemplo: Conozco a una mujer creyente que en la adolescencia era campeona de tenis juvenil a nivel nacional. Estaba tan atrapada por el tenis que constituía el todo de su vida, a pesar de que era creyente. Cuando comenzó a considerar seriamente lo que le exigía el discipulado cristiano, se dio cuenta de que el tenis la dominaba en cierta medida, de tal modo que le estaba impidiendo seguir por entero a Cristo. En ese momento tomó la decisión de colgar su raqueta de tenis con el fin de quebrar ese poder. Después de un buen número de años, cuando la atracción había desaparecido totalmente, comenzó a practicar el tenis nuevamente, pero sólo por su valor recreativo, y con libertad de conciencia. Esta ilustración de la jugadora de tenis pone de relieve un hecho importante. Puede no ser la actividad misma lo que determina si algo es pecaminoso o no para nosotros, sino más bien nuestra manera de responder a ella. Por cierto que el tenis es moralmente neutro y, bajo condiciones adecuadas, es físicamente beneficioso. Pero ya que esta mujer lo había convertido en un ídolo en su vida, para ella era pecaminoso.

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Analicemos la pregunta que sigue a la anterior: “¿Hiere o afecta a otros?” basados en la misma historia de la jugadora de tenis. Supongamos que otro creyente, a quien le gustaba jugar al tenis por su valor recreativo, hubiese insistido en asegurarle a la mujer de la historia que el tenis no tiene nada de malo. Técnicamente esa persona tendría toda la razón, pero, estaría insistiendo en un punto de vista que probablemente resultaría perjudicial para la vida espiritual de esa joven mujer. Muchas actividades, hablando estrictamente, son moralmente neutras, pero como consecuencia de alguna asociación inmoral en la vida pasada de la persona, podría resultar en detrimento de ella, por lo menos temporariamente. Para los que no tenemos esa asociación inmoral particular, debemos tenerle consideración a la persona afectada, no sea que la arrastremos hacia una actividad que para ella es pecaminosa. ¿Pero qué pasa con esos aspectos en los que los creyentes difieren en cuanto a lo que consideran que puede ser la voluntad de Dios? Pablo se refiere a este asunto en Romanos 14, donde analiza el problema relacionado con ciertos alimentos. Establece allí tres principios generales para que nos sirvan de guía. El primero es que no debemos juzgar a quienes tienen convicciones diferentes de las nuestras (versículos 1-4). El segundo principio es que cualesquiera que sean nuestras convicciones, tienen que ser “para el Señor”, es decir, formuladas con el deseo de serle obedientes a él (versículos 5-8). El tercer principio es que cualesquiera que sean las convicciones a que arribemos “para el Señor”, tenemos que mantenernos fieles a ellas (versículo 23). Si obramos en contra de nuestras convicciones, pecamos, aun cuando otros pudieran sentirse perfectamente libres en ese punto particular. Durante varios años estuve luchando con la cuestión de cómo debíamos mi familia y yo observar el domingo, como día del Señor. Al comienzo de mi vida cristiana se me había enseñado que el domingo era un día sagrado y que las actividades a desplegar en el curso del mismo debían desarrollarse de conformidad con ese hecho. No tardé en darme cuenta, sin embargo, que existen discrepancias genuinas entre creyentes sinceros en cuanto a cómo se debe observar el domingo. Aplicando los principios de Romanos 14 a este asunto, por lo tanto, en primer lugar no debo juzgar a los que observan el día domingo en forma diferente a lo que hago yo. Segundo, cualesquiera que sean mis propias convicciones, deben proceder de un sincero deseo de obedecer lo que Dios quiere para mí. Y luego, una vez que he formulado mis propias convicciones, tengo que tener cuidado de no violarlas, cualquiera que sea el comportamiento de otros creyentes.

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La pregunta que debemos formularnos, si hemos encarado con seriedad la cuestión de la búsqueda de la santidad, es ésta: “¿Estoy dispuesto a elaborar convicciones basadas en las Escrituras, y a vivir a la luz de esas convicciones?” En esto radica con frecuencia el problema. Titubeamos cuando se trata de obrar de conformidad con el nivel de santidad de Dios en algún aspecto específico de la vida. Sabemos que el hacerlo, nos exigirá obediencia, una obediencia que no estamos dispuestos a considerar. Esto nos lleva a la segunda cualidad que debemos desarrollar, si hemos de hacer morir las obras de maldad de la carne. Esa cualidad se denomina compromiso. Jesús dijo: “Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:33). Debemos encarar con honestidad la pregunta siguiente: “¿Estoy dispuesto a abandonar ciertas prácticas o hábitos que me privan de la santidad?” Es al llegar a este punto del compromiso que muchos fallamos. Preferimos tratar de divertirnos con el pecado, de jugar con, él un poquito, sin llegar a mezclarnos mucho. Padecemos del síndrome del “sólo una vez más”. Queremos echar una sola mirada lujuriosa más, comer un delicioso postre más antes de iniciar la dieta, ver un solo programa más de televisión antes de sentarnos a realizar el estudio bíblico. En todo esto no hacemos sino postergar el día en que hemos de iniciar el compromiso, el día en que le digamos “¡Basta!” al pecado. Recuerdo cuando Dios me habló acerca de mi apetito. No estaba excedido en mi peso; pero me resultaba imposible resistirme a probar cualquier postre que se me presentara. ¡Siempre era yo el que volvía a pedir más cosas dulces en las actividades sociales de la iglesia! Luego, cierta mañana, en plena festividad navideña, cuando abundaban los golosinas, Dios me habló al corazón con relación a este problema. Mi reacción inicial fue: “Señor, espera hasta después de la Navidad y me ocuparé del asunto.” No estaba dispuesto a iniciar el compromiso ese mismo día. Salomón nos dice que los ojos del hombre nunca están satisfechos (Proverbios 27:20). Una sola mirada lujuriosa más o una sola porción más de dulce jamás satisfacen. En realidad ocurre todo lo contrario. Cada vez que le decimos “sí” a la tentación, hacemos que nos resulte más difícil decir “no” la próxima vez. Tenemos que reconocer que hemos desarrollado esquemas de vida pecaminosos. Hemos desarrollado el hábito de ocultar parcialmente la verdad, cuando nos conviene.

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Hemos desarrollado el hábito de ceder a esa inercia que se niega a dejarnos comenzar la mañana a buena hora. Son hábitos que tienen que ser interrumpidos, pero no ocurrirá así mientras no nos comprometamos a vivir una vida de santidad sin excepciones. El apóstol Juan dijo: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1). El propósito de la carta de Juan, nos dice, es el de que no pequemos. Un día cuando estaba estudiando este capítulo, me di cuenta de que el objetivo de mi vida personal con relación a la santidad era inferior al de Juan. Juan estaba diciendo, en efecto, que debemos hacernos el propósito de no pecar. Al meditar en esto, me di cuenta de que en lo profundo de mi ser mi intención era, en realidad, no pecar mucho. Me resultaba difícil decir: “Sí, Señor, de aquí en adelante me haré el propósito de no pecar.” Comprendí que Dios me estaba llamando ese día a un nivel más profundo de compromiso con la santidad que el que había estado dispuesto a hacer hasta entonces. ¿Podemos imaginar a un soldado que se encamina hacia el campo de batalla con el propósito de evitar que sea herido mucho? La sola idea resulta ridícula. Lo que se propone es salir completamente ileso. Más si no hemos hecho el compromiso de entregarnos a la santidad sin excepción, somos como el soldado que se encamina a la lucha con la mira de no ser herido mucho. Podemos estar seguros de que si esa es nuestra mira, seremos heridos — no con balas, sino con tentaciones vez tras vez. Jonathan Edwards, que fue uno de los grandes predicadores del pasado en los Estados Unidos, solía adoptar resoluciones. Una de ellas fue ésta: “Resuelvo no hacer nunca nada que tuviese miedo de hacer si se tratara de la última hora de mi vida.” ¿Nos atreveríamos los creyentes del siglo 20, a hacer semejante resolución? ¿Estamos dispuestos a dedicarnos a la práctica de la santidad sin excepciones? No tiene sentido orar para obtener la victoria frente a la tentación, si no estamos dispuestos a adoptar el compromiso de decirle “no”. Sólo aprendiendo a rechazar la tentación podremos hacer morir las obras de la carne en nuestra vida. Aprender a hacer esto resulta generalmente un proceso lento y penoso, lleno de fracasos. Los antiguos deseos y los hábitos pecaminosos no son fáciles de erradicar. Para quebrantarlos hace falta paciencia y perseverancia, enfrentando con frecuencia poco éxito. Pero esta es la senda que hemos de transitar, por penoso que pudiera resultar.

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LECCIÓN 8 = PREGUNTAS HACER MORIR EL PECADO

1. ¿Qué pasa cuando tratas de hacer morir el pecado con tus propias fuerzas? 2. ¿Quién es el que nos da la fortaleza y dirección para hacer morir el pecado en ti? Explica como lo hace. 3. Define la palabra convicción. ¿Cuáles son tus convicciones respecto a la Palabra de Dios? 4. ¿Cuál es la única forma por la cual tu puedes remodelar tu mente y renovar tus valores propios? Anota un versículo. 5. ¿Si la Palabra de Dios llega afincarse en tu mente firmemente que sucederá? ¿Cuál es la forma más efectiva de influir tu mente, según la lección? 6. ¿Cuál es la meta de la memorización de las escrituras? ¿Cómo piensas llevarlo acabo en tu vida? 7. ¿Cuál es la formula de las cuatro preguntas? (Describe cada una de ellas.)

Preguntas 8-12

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8. A veces los creyentes difieren en cuanto a lo que consideran que puede ser la voluntad de Dios. ¿Cuáles son los tres principios generales que nos pueden servir de guía para solucionar esto? 9. La primera cualidad que debemos desarrollar si queremos hacer morir el pecado es la convicción. ¿Cuál es la segunda cualidad que debemos desarrollar? Explica porque. 10. Define el síndrome de “una vez mas”. 11. ¿Cuál es el propósito que sale a relucir en 1 Juan? Explica. 12. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 9

EL LUGAR DE LA DISCIPLINA PERSONAL

DESECHA LAS FABULAS PROFANAS Y DE VIEJAS. EJERCITATE PARA LA

PIEDAD. 1 Timoteo 4:7

Es posible establecer convicciones con respecto a la vida de santidad, y aun llegar a un compromiso fijo con ese fin, y sin embargo no alcanzar la meta. La vida está sembrada de resoluciones no cumplidas. Podemos resolver por la gracia de Dios abandonar determinado hábito pecaminoso, ya sean los pensamientos lujuriosos, la tendencia a criticar a otros creyentes, o lo que sea. Pero he aquí que con harta frecuencia descubrimos que no logramos el éxito. No logramos la medida de santidad que deseamos con tanta intensidad. Jay Adams pone el dedo en la llaga cuando dice: “Es posible que hayamos buscado e intentado obtener piedad instantánea. No hay tal cosa. Queremos que alguien nos ofrezca tres pasos fáciles para llegar a la piedad y así seremos santos. El problema es que la santidad o la piedad no se produce de esta forma.” Luego Adams sigue diciendo que la forma de llegar a la santidad o la piedad es mediante la disciplina cristiana. Pero el concepto de la disciplina no tiene aceptación en la sociedad actual. Parecería oponerse al énfasis que ponemos en la libertad en Cristo, y con frecuencia tiene una entonación de legalismo o de severidad. No obstante Pablo dice que tenemos que ejercitarnos o disciplinamos para la piedad (1 Timoteo 4:7). La figura de lenguaje de que se vale proviene de la preparación física a que se sometían los atletas griegos. Pablo dijo también que todos los que se preparan para competir en algún deporte se someten a una disciplina estricta (1 Corintios 9:25). Dijo que esta era su propia actitud en la vida, y una actitud que todo creyente debería adoptar (1 Corintios 9:24-27). Si el atleta se disciplina a fin de obtener un premio pasajero, dijo, cuanto más deberían los creyentes disciplinarse para obtener una corona imperecedera. Como lo indican estos versículos, la disciplina es preparación estructurada.

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El diccionario Webster’s ofrece como definición de disciplina: “Preparación que corrige, moldea, o perfecciona las facultades mentales o el carácter moral.” Esto es lo que tenemos que hacer si buscamos la santidad: Tenemos que corregir, moldear, y preparar o formar nuestro carácter moral. La disciplina que conduce a la santidad comienza con la Palabra de Dios. Pablo dijo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). Lo último que menciona es la instrucción, o sea la preparación o la disciplina para hacer la justicia. Esto es lo que nos hará la Escritura si nos valemos de ella. Jay Adams dice: “Es mediante la obediencia voluntaria y persistente a los requisitos que establece la Escritura, y llevada a cabo con espíritu de oración, que se desarrollan en nosotros esquemas de piedad que pueden llegar a formar parte de nosotros.” Leemos en la Escritura: “Despojaos del viejo hombre. . . y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:22-24). ¿Dónde se nos enseñan estas cosas? Únicamente en la Palabra de Dios. La disciplina que conduce a la santidad, por lo tanto, comienza con las Escrituras, con un plan disciplinado para ir haciendo nuestras en forma regular las Escrituras, y un plan disciplinado para ir aplicándolas a nuestra propia vida cotidiana. En esto resulta muy clara la cooperación con el Espíritu Santo. Un esquema de nuestra interacción con el Espíritu Santo tendría esta forma: El Espíritu escribió las Escrituras------Nosotros aprendemos las Escrituras El Espíritu nos trae a la memoria------Nosotros aplicamos lo que lo que aprendemos el Espíritu trae a la memoria El Espíritu Santo ya ha hecho buena parte de la tarea al habernos proporcionado las Escrituras mediante las cuales nos disciplinamos. Y al ir aprendiéndolas, el Espíritu se ocupa fielmente de traérnoslas a la memoria cuando las necesitamos para hacer frente a las tentaciones. Cuando procuramos aplicar la Palabra de Dios a las circunstancias diarias, el Espíritu obra en nosotros para fortalecernos. Pero tenemos que responder a lo que el Espíritu Santo ya ha hecho, si queremos que siga haciendo más. Vemos entonces que tenemos que disciplinar la vida a fin de poder recibir una dieta sana, en forma regular, de la Palabra de Dios.

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Necesitamos contar con un momento debidamente planificado cada día para la lectura y el estudio de la Biblia. Todos los creyentes que progresan en el camino de la santidad son personas que se han disciplinado de tal modo que dedican un tiempo en forma regular a la lectura de la Biblia. Sencillamente, que no existe otro modo. Satanás se ocupará siempre de combatirnos en cuanto a esto. Procurará persuadirnos de que tenemos demasiado sueño en la mañana, que estamos demasiado ocupados durante el día, y demasiado cansados de noche. Se nos ocurre que no es posible encontrar un momento adecuado para estudiar la Palabra de Dios. Esto sólo significa que tenemos que disciplinamos a fin de encontrar tiempo en nuestro plan de actividades diarias. Yo he hallado que por la mañana temprano, antes del desayuno, es el momento más adecuado para mí. Es entonces que leo la Biblia y oro por las necesidades y por lo que me preocupa. Es entonces también el único momento durante el día en que puedo realizar sistemáticamente la única actividad que me proporciona ejercicio corporal, la de correr. Hacer todo esto antes del desayuno significa que tengo que levantarme a las cinco de la mañana. Y puesto que necesito unas siete horas de sueño por noche, significa que tengo que acostarme — y apagar la luz — a las diez de la noche. Es duro. Y sólo puede lograrse el éxito en esto, adquiriendo disciplina con relación a las horas vespertinas. Para algunas esposas estos momentos de antes del desayuno pueden no resultar muy prácticos, especialmente si tienen hijos muy pequeños o tienen que preparar al resto de la familia para salir temprano al trabajo o a la escuela. En este caso es posible que los momentos inmediatamente posteriores al desayuno resulten más adecuados para estar a solas con Dios. Esto, también, requiere disciplina, porque hay que destinar tiempo cuando las responsabilidades del día están reclamando atención. Sea antes o después del desayuno, a la mañana o a la noche, lo importante es que todos debemos acomodar nuestros horarios de modo que podamos recibir diariamente la Palabra de Dios. La recepción disciplinada de la Palabra de Dios no sólo requiere la planificación del tiempo; exige también un método planificado. Generalmente concebimos a los métodos de esta clase como si estuviesen agrupados en cuatro categorías: el de oír la Palabra que nos enseñan los lideres (Jeremías 3:15), el de leer la Biblia nosotros mismos (Deuteronomio 17:19), el de estudiar las Escrituras diligentemente (Proverbios 2:1-5), y el de aprender de memoria pasajes claves (Salmo 119:11). Todos estos métodos son necesarios para una recepción equilibrada de la Palabra. Los líderes reciben su don de parte de Dios y son preparados por él para enseñar “todo el consejo de Dios”.

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La lectura de las Escrituras nos proporciona una perspectiva total de la doctrina divina, mientras que el estudio de un pasaje o un tema nos permite cavar más en algún tema o doctrina en particular. El aprendizaje de memoria nos ayuda a retener las verdades importantes a fin de que podamos aplicarlas a la propia vida. Pero si hemos de buscar la santidad con disciplina, tenemos que hacer más que simplemente oír, leer, estudiar, o aprender de memoria las Escrituras. Debemos meditar en ellas. Dios le dijo a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito” (Josué 1:8). Meditar en las Escrituras es pensar en ellas, considerándolas en la mente, y aplicándolas a las situaciones de nuestra propia vida. Pocos son los que practican la meditación en las Escrituras. Por alguna razón la idea de la meditación nos lleva a pensar en algo que solían hacer los monjes medievales en los monasterios. Empero Josué, que era un comandante ocupadísimo del ejército de Israel, recibió orden de meditar sobre la ley de Dios de día y de noche. La práctica de la meditación en la Palabra de Dios o sea la de pensar en ella y en su aplicación a la vida es algo que se aprende mediante la disciplina. A la mayoría de las personas les parece que no tienen tiempo para dedicarse a la meditación, pero la verdad es que hay momentos del día en que podemos meditar, si nos formamos el hábito de hacerlo. Yo soy una especie de fanático de las noticias y me gusta escucharlas todos los días por radio cuando viajo en el automóvil cuando voy al trabajo o a alguna otra parte. Cierto día sentí el desafío del ejemplo de un amigo, que dedicaba esos momentos a meditar en determinados versículos de las Escrituras. Ahora me sorprende descubrir cuántos minutos puedo destinar a pensar en diversos pasajes de las Escrituras y en su aplicación a mi propia vida. A lo mejor el lector no tiene la misma oportunidad que tengo yo de meditar viajando en automóvil, pero si considera el asunto en actitud de oración, probablemente encontrará otras oportunidades para hacerlo dentro de su horario de actividades. El objetivo de la meditación es el de la aplicación, o sea, la obediencia a lo que estipulan las Escrituras. Esto también requiere disciplina. La obediencia a las Escrituras exige generalmente un cambio en el estilo de vida. Dado que somos pecadores por naturaleza, hemos desarrollado estilos pecaminosos, que llamamos hábitos. Para quebrar cualquier hábito hace falta disciplina. Si un chico ha desarrollado un estilo equivocado en algún deporte, no puede cambiar instantáneamente con sólo decidir hacerlo.

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Ha desarrollado un hábito determinado, y se requiere mucha disciplina mucha corrección e instrucción para quebrar ese hábito malo y desarrollar un hábito nuevo. De la misma manera, nuestros esquemas de desobediencia a Dios se han ido desarrollando a lo largo de una cantidad de años y no pueden ser quebrados fácilmente o sin disciplina. La disciplina no significa apretar los dientes y decir: “No voy a volver a hacer eso.” Más bien, la disciplina significa instrucción, preparación estructural planificada. Así como se requiere un plan para leer o estudiar la Biblia en forma regular, también se necesita un plan para aplicar la Biblia a la vida cotidiana. Al leer o estudiar las Escrituras y meditar en ellas durante el curso del día, hagámonos las siguientes preguntas: 1. ¿Qué enseña este pasaje acerca de la voluntad de Dios para una vida santa? 2. ¿Cómo se compara mi vida con lo que enseña dicha Escritura? Específicamente, ¿en qué y cómo fallo? (Es preciso ser específicos; no se debe generalizar.) 3. ¿Qué pasos fijos de acción debo tomar a fin de obedecer? La parte más importante de este proceso es la aplicación específica de las Escrituras a situaciones vitales específicas. Tenemos una tendencia a ser vagos o difusos en esto, porque el tener que comprometernos a realizar acciones específicas, nos pone incómodos. Pero es preciso que evitemos contraer compromisos generalizados a obedecer, y en cambio, debemos procurar obedecer específicamente en situaciones específicas. Nos engañamos a nosotros mismos cuando adquirimos mayor conocimiento de la verdad sin responder a ella en una forma específica (Santiago 1:22). Esto puede llevar al orgullo espiritual (1 Corintios 8:1). Supongamos que uno se encuentre meditando sobre 1 Corintios 13, el gran capítulo del amor. Al pensar en el capítulo, nos damos cuenta de la importancia del amor y también vemos sus resultados prácticos: El amor es paciente y bueno y no tiene envidia. Nos preguntamos: “¿Soy yo impaciente o malo para con alguien, o siento envidia de alguien?” Al pensar en el asunto, descubrimos que le tenemos envidia a José, nuestro compañero de trabajo, que parece tener la suerte de que le toquen todos los descansos. Confesamos este pecado a Dios, teniendo el cuidado de mencionar concretamente a José y nuestra reacción pecaminosa ante su buena suerte. Le pedimos a Dios que lo bendiga todavía más y que nos dé a nosotros un espíritu de contentamiento a fin de que no sigamos envidiándolo, sino que podamos amarlo más bien.

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Quizá aprendamos de memoria 1 Corintios 13:4, y cuando vemos a José en el trabajo, pensamos en lo que dice el versículo. Hasta buscamos formas de ayudarlo. Luego hacemos lo mismo mañana y al día siguiente y al siguiente también, hasta que finalmente nos damos cuenta de que Dios está creando en nosotros un espíritu de amor hacia José. Esta es la disciplina que lleva a la santidad. Jamás haremos morir ese espíritu de envidia hacia José a menos que tengamos un plan claramente estructurado para hacerlo. Dicho plan es lo que llamamos disciplina. Es fácil ver que esta formación estructurada para la santidad es un proceso que dura toda la vida. De modo que un ingrediente necesario de la disciplina es la perseverancia. Cualquier tipo de instrucción — física, mental o espiritual — se caracteriza por el fracaso al comienzo. Tenemos más fracasos que éxitos. Pero si perseveramos, gradualmente comenzamos a ver que hay progreso, hasta que llegamos a tener más éxitos que fracasos. Ocurre así también cuando intentamos hacer morir pecados particulares. Al principio nos parece que no adelantamos nada, y en consecuencia nos desalentamos y pensamos: ¡De qué sirve! ¡Qué sentido tiene! Jamás podré vencer ese pecado. Y esto es justamente lo que Satanás quiere que pensemos. Es a esta altura que debemos ejercitar la perseverancia. Siempre queremos éxitos instantáneos, pero la santidad no nace así. Los hábitos pecaminosos no se pueden destruir de la noche a la mañana. Para lograr cualquier cambio en la vida es necesario que haya continuidad en el proceso, y esto requiere perseverancia. Jonathan Edwards, que resolvió no hacer jamás nada que tuviese miedo de hacer si se tratara de su última hora de vida, también adoptó la siguiente resolución: “Resuelvo no abandonar jamás, ni disminuir en absoluto, la lucha con mis propias corrupciones, por infructuoso que resulte.” A primera vista estas dos resoluciones parecerían algo contradictorias. Si Edwards había resuelto no hacer nunca nada que no debía hacer, entonces ¿por qué hablar de no abandonar jamás la lucha, por infructuosa que pudiera resultar esa lucha? ¿Acaso no era sincero en la formulación de la primera resolución? Sí, claro que era sincero, pero también sabía que habría una buena medida de fracaso, y que se requería perseverancia. De modo que primeramente resolvió procurar vivir una vida santa, y luego perseverar a pesar de los fracasos que sabía que tendría. Un versículo de las Escrituras que yo uso con frecuencia ante los fracasos que tengo con mis propios pecados, es Proverbios 24:16: “Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; mas los impíos caerán en el mal.”

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La persona que se está disciplinando para la santidad cae muchas veces, pero no desiste. Después de cada fracaso se levanta y prosigue la lucha. No así el malo, el impío. Tropieza con su pecado y desiste. No tiene poder para vencer o sobreponerse, porque no tiene al Espíritu de Dios en sí, obrando a su favor. Uno de los capítulos de la Biblia que nos da más trabajo es Romanos 7. Los creyentes viven tratando de “salir de Romanos 7 y entrar en Romanos 8”. La razón que hace que no nos guste Romanos 7 es que refleja tan acertadamente nuestra propia lucha con el pecado. Y no nos gusta la idea de tener que luchar contra el pecado. Queremos la victoria súbita. Queremos ‘andar en el Espíritu y que el Espíritu logre la victoria por nosotros’. Pero Dios quiere que perseveremos en la disciplina que conduce a la santidad. Piensan algunos que afirmaciones de Pablo, tales como: “No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7:15) son demasiado fuertes para el creyente que anda en el Espíritu. Mas, ¿qué creyente puede negar que con frecuencia ésta es justamente su propia experiencia? La verdad es que cuanto mejor comprendemos la santidad de Dios y su ley revelada en las Escrituras, tanto más nos damos cuenta de lo lejos que estamos de alcanzarla nosotros. Isaías era un profeta de Dios, que vivía sometido a la justicia de los mandamientos divinos. Y sin embargo al contemplar al Señor Dios en su santidad, no pudo menos que exclamar: “Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de’ labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Al adquirir mayor conocimiento de la santidad de Dios, aun cuando al mismo tiempo estemos adquiriendo práctica en la vida de santidad, puede parecemos que la brecha entre el conocimiento adquirido y la práctica se hace cada vez mayor. Este es el modo en que el Espíritu Santo nos encamina hacia un mayor grado de santidad. Esto se puede ilustrar mediante el siguiente gráfico: Adelanto en el grado de santidad Conocimiento de la santidad Práctica de la santidad Tiempo “Romanos 7”

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Al ir adelantando en el camino de la santidad, llegamos a aborrecer el pecado (Salmo 119:104) y a deleitarnos en la ley de Dios (Romanos 7:22). Vemos la perfección de la ley de Dios y la justicia de todo lo que nos pide o exige. Aceptamos el hecho de que “sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3), sino “santos, justos, y buenos” (Romanos 7:12). Pero durante todo ese lapso vemos al mismo tiempo nuestra propia corrupción interior y nuestras frecuentes caídas en el pecado. Exclamamos con Pablo: “Miserable de mí!” (Romanos 7:24), y queremos desistir. Pero esto no lo debemos hacer jamás. Si queremos tener éxito en la búsqueda de la santidad, tenemos que aprender a perseverar, a pesar de los fracasos.

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LECCIÓN 9 = PREGUNTAS EL LUGAR DE LA DISCIPLINA PERSONAL

1. ¿Cuál es la definición de piedad? 2. ¿A qué se refiere la lección sobre la piedad instantánea? 3. ¿Por qué no tiene aceptación la disciplina en la sociedad actual? 4. ¿Dónde comienza la disciplina que conduce a la santidad? Explica. 5. ¿Qué sucede cuando tratas de aplicar las Escrituras a tu vida diaria? 6. ¿Por qué necesitas contar con un tiempo planificado cada día para la lectura y estudio de la Biblia? 7. ¿Describe los métodos que son necesarios para una recepción equilibrada de la Palabra, según la lección? 8. ¿Por qué debes meditar en la Escrituras?

Preguntas 9-15

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9. La lección habla acerca de “esquemas de desobediencia”. ¿A que se refiere? 10. ¿Cuál es la parte mas importante de leer y estudiar la Escrituras? ¿Qué pasa si no lo haces? 11. Describe la perseverancia. ¿Por qué es necesaria en tu vida como creyente? 12. ¿Que sucede en ti cuando comprendes mejor la santidad de Dios y su ley revelada en las Escrituras? Explica. 13. ¿Qué declaro Isaías cuando estaba en la presencia del Señor? 14. Después de haber estudiado la lección, ¿Ahora como consideras la importancia de la disciplina en tu vida diaria? 15. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 10

LA SANTIDAD DEL CUERPO

GOLPEO MI CUERPO, Y LO PONGO EN SERVIDUMBRE, NO SEA QUE

HABIENDO SIDO HERALDO PARA OTROS, YO MISMO VENGA A SER

ELIMINADO. 1 Corintios 9:27

La verdadera santidad incluye el control sobre el cuerpo físico y sobre los apetitos. Si hemos de procurar la santidad, tenemos que reconocer que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, y que hemos de glorificar a Dios con él. Los creyentes del siglo veinte, especialmente los que pertenecemos al mundo occidental, generalmente hemos sido hallados faltos en lo que respecta a la santidad del cuerpo. La glotonería y la holgazanería, por ejemplo, eran consideradas por los primitivos cristianos como pecado. Hoy quizá las consideremos debilidades de la voluntad, pero no pecados por cierto. Hasta hacemos bromas sobre el hecho de que comemos demasiado y nos permitimos otras exageraciones en lugar de clamar a Dios con espíritu de confesión y de arrepentimiento. El cuerpo físico y los apetitos naturales fueron creados por Dios y no son pecaminosos en si mismos. Empero, si no se los controla, hallaremos que se vuelven “instrumentos de iniquidad” antes que “instrumentos de justicia” (Romanos 6:13). Iremos en pos de los “deseos de la carne” (1 Juan 2:16) en lugar de la santidad. Si nos observamos cuidadosamente, podremos comprobar que con cuánta frecuencia comemos y bebemos simplemente para gratificar los deseos físicos; con cuánta frecuencia nos quedamos en cama por la mañana, simplemente porque no tenemos ‘ganas’ de levantarnos cuando debiéramos hacerlo; con cuánta frecuencia cedemos a las miradas y los pensamientos inmorales, simplemente para satisfacer los impulsos sexuales manchados por el pecado, que anidan en nuestro ser.

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Michel Quoist dice en su libro The Christian Response: “Si nuestro cuerpo hace todas las decisiones y da todas las órdenes, y si obedecemos, lo físico puede destruir efectivamente toda otra dimensión de la personalidad. Nuestra vida emocional se verá embotada y nuestra vida espiritual será suprimida y terminará por volverse anémica.” Hace más de 200 años Susannah Wesley escribió: “Todo aquello que aumenta la fuerza y la autoridad de nuestro cuerpo por encima de las de la mente, eso es pecado para nosotros.” El apóstol Pablo recalcó la necesidad de controlar los apetitos y deseos naturales. Habló del cuerpo como su adversario, como el instrumento por el que los apetitos y la concupiscencia, si no se los controla, batallan contra el alma (1 Corintios 9:27). Pablo estaba decidido a hacer que su cuerpo con sus apetitos, fuese esclavo de él, y no amo. Pablo también nos insta a que presentemos nuestro cuerpo como sacrificio vivo y santo, aceptable a Dios, y a no conformamos a este mundo (Romanos 12:1,2). Es muy posible que no haya otro conformismo más grande entre los creyentes evangélicos en el día de hoy que la forma en que, en lugar de presentar nuestro cuerpo en sacrificio santo, lo mimamos y le damos rienda suelta, contrariando nuestro propio buen sentido y nuestros objetivos cristianos en la vida. No es que haya elegido aquí a los que supuestamente tienen “problemas de peso”. Los que podemos comer lo que nos plazca sin aumentar de peso, podemos ser más culpables de glotonería y de darles rienda suelta a los apetitos del cuerpo que la persona que lucha, a menudo sin éxito, para controlar su apetito de comida. Por otra parte, la persona con exceso de peso no debería disculpar su fracaso. Todos debemos examinamos para ver si comemos y bebemos a la gloria de Dios, reconociendo que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo. Los mormones son conocidos por la forma en que se abstienen del tabaco, de las bebidas alcohólicas y de todas las bebidas que contienen cafeína. Nosotros los cristianos podemos decir livianamente que esa abstinencia es legalista y que no es más que una lista de prohibiciones semejante a las de otros grupos. Pero no deberíamos perder de vista el hecho de que esa forma de obrar de ellos es una respuesta práctica a su creencia de que sus cuerpos son templo de Dios. Para el creyente, el cuerpo es verdaderamente templo de Dios. Qué triste es, por lo tanto, que los seguidores de una religión falsa sean más diligentes en este aspecto, que nosotros los creyentes cristianos. Quiero ser enfático: no estoy aprobando ni desaprobando la lista de prohibiciones de los mormones.

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Pero tenemos que preguntarnos si lo que comemos y bebemos está regulado por la clara conciencia de que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo. Otra razón para controlar atentamente la liberalidad con que comemos y bebemos es que la persona que mima su cuerpo en este aspecto, encontrará que le resulta cada vez más difícil mortificar otros actos pecaminosos del cuerpo. El hábito de ceder invariablemente a los deseos de comida o bebida se extenderá a otras áreas también. Si no podemos decir “no” cuando se nos despierta un apetito exagerado por algo, nos resultará difícil decirles “no” a los pensamientos lujuriosos. Tiene que haber una actitud de diligente obediencia en todas las áreas, si hemos de tener éxito en la mortificación de cualquier expresión pecaminosa. Junto con pecados del cuerpo, tales como la inmoralidad sexual, la impureza, la concupiscencia, los malos deseos, Pablo menciona también la avaricia, que considera idolatría (Colosenses 3:5). Si bien la avaricia se manifiesta con frecuencia en su forma básica — el amor al dinero como tal — más a menudo se manifiesta en lo que llamamos materialismo. No somos muchos los que queremos ser extremadamente ricos; sólo queremos todas las cosas bellas que el mundo que nos rodea considera importantes. El materialismo batalla contra nuestra alma en dos formas. Primero, nos hace sentirnos disconformes y envidiosos de los demás. Segundo, nos lleva a mimar y darle rienda suelta al cuerpo, de modo que acabamos por hacernos blandos y perezosos. Al hacemos blandos y perezosos físicamente, tendemos a volvernos blandos y perezosos espiritualmente también. Cuando Pablo hablaba de hacer esclavo su cuerpo, para que después de haberles predicado a otros, él mismo no fuese descalificado, no estaba pensando en alguna descalificación física, sino espiritual. Bien sabía que la flojera física conduce a la flojera espiritual. Cuando el cuerpo recibe atención excesiva y se le da rienda suelta, los instintos y las pasiones corporales tienden a dominar los pensamientos y las acciones. Tendemos a hacer, no lo que debemos hacer, sino lo que queremos hacer, porque seguimos las inclinaciones de la naturaleza pecaminosa. No hay lugar para la pereza y los mimos del cuerpo en la disciplinada búsqueda de la santidad. Tenemos que aprender a decirle “no” al cuerpo, en lugar de estar continuamente cediendo a sus deseos momentáneos. Tendemos a actuar de conformidad con los sentimientos y las sensaciones. El problema está en que pocas veces “sentimos” que queremos hacer lo que debemos hacer.

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No nos dan ganas de levantarnos a tiempo para estar a solas con Dios, o para estudiar la Biblia, orar, o hacer cualquier otra cosa que tendríamos que hacer. Es por esto que tenemos que hacernos cargo del cuerpo, para someterlo a servidumbre, en lugar de permitirle que sea nuestro amo. El aspecto en el que tenemos que comenzar a ejercer control sobre los anhelos vehementes de los apetitos físicos, es en el de la reducción de las posibilidades de tentación. Los anhelos pecaminosos se fortalecen con la tentación. Cuando nos es presentada una tentación adecuada, las ansias parecen cobrar más vigor y poder. Pablo tiene palabras claras de instrucción para estos casos. Dice: “Huye también de las pasiones juveniles” (2 Timoteo 2:22). Algunas tentaciones se vencen mejor huyendo. También dice Pablo: “No proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:14). No debemos hacer planes por anticipado en busca de formas de satisfacer los apetitos corporales. Hace varios años cancelé una suscripción a una revista popular, porque me di cuenta de que muchos de los artículos tenían el efecto de despertar pensamientos impuros en mi mente. Tenemos que huir de la tentación y dar pasos concretos para evitarla, y tenemos que dejar de pensar en formas de gratificar los deseos pecaminosos. “El avisado ve el mal y se esconde; mas los simples pasan y llevan el daño” (Proverbios 27:12). También tendríamos que estudiar nuestros deseos pecaminosos para descubrir cómo es que se despiertan en nosotros. John Owen escribió. “El comienzo de esta lucha consiste en esforzarnos por comprender los modos, los mañas, los métodos, las oportunidades, y las ocasiones a que echa mano el pecado para tener éxito.” Consideremos de antemano. Es sorprendente con cuánta frecuencia nos encaminamos por áreas conocidas de tentación, sin ningún plan o resolución que nos indique cómo hemos de reaccionar. Si tenemos debilidad por los golosinas, como es el caso conmigo, y tenemos que concurrir a una reunión social de la iglesia, pensemos de antemano lo que vamos a hacer. Hace varios años un amigo que era nuevo en la fe, fue invitado a ir con un grupo de patinadores a un encuentro juvenil de creyentes. Decidió no ir porque, antes de hacerse cristiano, con frecuencia había trabado amistad con chicas con fines inmorales cuando iba a patinar. Pensaba que en esa etapa de su desarrollo cristiano, el hecho de volver a un lugar tal, tendría el efecto de despertar nuevamente en él sus antiguos deseos lujuriosos. De modo que resolvió “huir” y “no proveer para los deseos de la carne”. Pudo hacerlo, porque había considerado previamente las posibles consecuencias de concurrir a una sesión de patinaje aparentemente inocente.

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Dios espera que asumamos la responsabilidad correspondiente para controlar los deseos corporales pecaminosos. Cierto es que no podemos lograrlo con nuestras propias fuerzas. Los deseos pecaminosos, estimulados por todas las tentaciones que nos rodean, son demasiado fuertes para que podamos controlarlos nosotros solos. Pero aun cuando nosotros solos no podemos hacerlo, es posible lograrlo. Una vez que nos proponemos hacerlo, sometidos a la dependencia del Espíritu Santo, veremos que él obra en nosotros. Fracasaremos muchas veces, pero al perseverar, hemos de poder decir con Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).

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LECCIÓN 10 = PREGUNTAS LA SANTIDAD DEL CUERPO

1. ¿Que sucede si no se controla el cuerpo físico y sus apetitos naturales? Explica. 2. Explica Romanos 12:1-2. 3. ¿Cuales son los pecados del cuerpo que Pablo señala en Col. 3:5? 4. Define el materialismo. 5. ¿Con que se fortalecen los anhelos pecaminosos? Explica. 6. ¿Por qué debemos estudiar nuestros deseos pecaminosos? 7. ¿Qué hacia Pablo con su cuerpo según 1 Corintos 9:27? ¿Te has propuesto ha ser esto con el cuerpo tuyo? 8. ¿Qué reacción provoca en ti el saber que tu cuerpo es templo del Espíritu Santo? 9. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 11

LA SANTIDAD DEL ESPÍRITU

ASI QUE, AMADOS, PUESTO QUE TENEMOS TALES PROMESAS, LIMPIEMONOS DE TODA CONTAMINACION DE CARNE Y DE ESPIRITU,

PERFECCIONANDO LA SANTIDAD EN EL TEMOR DE DIOS. 2 Corintios 7:1

Hace varios años, evangelizando en la universidad, usamos una ilustración que tenía como fin lograr que los estudiantes tomaran conciencia en forma vívida del hecho de que eran pecadores individualmente. Decíamos: “Si yo pudiera hacer aparecer en un telón esta noche todos los pensamientos que ustedes han abrigado en el curso de esta semana, creo que tendrían que irse de aquí.” Esta afirmación no sólo lograba lo que nos habíamos propuesto, sino que invariablemente hacía reír al auditorio. Pero para el creyente el hecho no puede ser motivo de risa. Los pensamientos son tan importantes para Dios como las acciones, y le son conocidos a Dios con la misma claridad que las acciones (Salmo 139:1-4; 1 Samuel 16:7). Jesús nos enseñó en el Sermón del Monte que los mandamientos de Dios tienen como fin no solamente regular la conducta externa, sino también la disposición interior. No basta con no matar; tampoco debemos odiar. No basta con no cometer adulterio; ni siquiera debemos albergar miradas o pensamientos concupiscentes. Así como tenemos que aprender a someter los apetitos corporales, también tenemos que aprender a someter la actividad pensante a la voluntad de Jesucristo. Más todavía, Pablo nos previene contra los intentos equivocados y engañosos de controlar el cuerpo, que no obstante, dejan la actividad pensante sin control (Colosenses 2:23). Es posible reprimir los apetitos corporales naturales externamente y al mismo tiempo estar llenos de toda suerte de contaminación interior. La Biblia indica que la actividad pensante determina el carácter, en última instancia. Salomón dijo: “Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él” (Proverbios 23:7). Un antiguo verso muy conocido lo expresa de este modo: Siembra un pensamiento, cosecha un acto; Siembra un acto, cosecha un hábito; Siembra un hábito, cosecha un carácter.

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Teniendo en cuenta la importancia de la actividad pensante, el apóstol Pablo dijo: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Filipenses 4:8). Como creyentes ya no debemos conformarnos a los esquemas de este mundo, sino que tenemos que lograr la renovación del entendimiento (Romanos 12:1,2; Efesios 4:23; 1 Pedro 1:14). La santidad comienza en la mente y se extiende hacia las acciones. Siendo esto así, lo que permitimos que ingrese en la mente, reviste una importancia capital. Los programas de televisión que vemos, los cines a los que vamos, los libros y revistas que leemos, la música que escuchamos y las conversaciones en que participamos, todo eso afecta nuestra mente. Tenemos que evaluar los efectos de estas vías honestamente, valiéndonos de Filipenses 4:8 como norma. ¿Son verdaderos los pensamientos que despiertan dichas vías? ¿Son puros, hermosos, admirables, excelentes, dignos de alabanza? El mundo que nos rodea procura constantemente lograr que nuestro modo de pensar se adapte a sus modos pecaminosos. Hace esfuerzos decididos y persistentes. Procura atraernos y persuadirnos (Proverbios 1:10-14). Cuando resistimos, procura ridiculizarnos y tratarnos en forma abusiva, tildándonos de “anticuados” y “santurrones” (1 Pedro 4:4). Demasiados son los creyentes que, en lugar de resistir, ceden terreno en forma creciente a la constante presión del mundo. Hace algunos años los creyentes sinceros eran bastante selectivos en cuanto a las películas que veían, en caso de que aceptaran ir. Hoy las mismas películas que antes se evitaban, se pueden ver en televisión en las casas de muchos creyentes en todas partes. Un amigo mío me dijo que una pareja joven dedicada totalmente a la obra cristiana fue a verlo para preguntarle si estaba mal ver películas pornográficas. El solo hecho de que contemplaban la posibilidad, es indicio de la medida en que el mundo ha infectado la mente de los creyentes. La música que escuchamos con frecuencia, interpreta el mensaje del mundo, y el mundo se vale del medio musical para meternos en su’ molde. Y el creyente no puede menos que sentirse lentamente influido si escucha constantemente la música del mundo. No hay que decir, tal vez, que los creyentes han de abstenerse de escuchar, o prestar oído siquiera, a los cuentos y chistes de doble intención. Pero Pablo no podía dar por sentado esto en las iglesias primitivas, como tampoco podemos hacerlo nosotros en el siglo veinte.

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Escuchemos la clara advertencia de Pablo en cuanto a esto: “Pero fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos; ni palabras deshonestas, ni’ necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acciones de gracias” (Efesios 5:3,4). “Inmundicia. . . ni aun se nombre entre vosotros” es una frase que elimina totalmente todo hablar sugestivo para el que quiera vivir una vida de santidad. Otro estimulante de los pensamientos impuros, ante el que debemos estar alertas, es lo que ven los ojos. Jesús previno contra la mirada lujuriosa (Mateo 5:28). Job hizo un pacto con sus ojos (Job 31:1). La mirada lasciva de David casi resultó fatal para su vida espiritual (2 Samuel 11:2). No sólo tenemos que cuidar los propios ojos; debemos tener cuidado de que no seamos fuente de tentación para otros. Por esta razón, la modestia en el vestir y en los gestos es una exigencia tanto en los hombres como en las mujeres (1 Timoteo 2:9; 5:2). Pero Filipenses 4:8 se refiere a algo más que simplemente a los pensamientos inmorales e impuros. Los pensamientos no sólo tienen que ser puros — también tienen que ser verdaderos, hermosos, y dignos de alabanza. Así como podemos cometer adulterio en el corazón (Mateo 5:28), también podemos cometer un asesinato en el corazón (Mateo 5: 21,22). En una de sus cartas Pablo enumera algunos actos de la naturaleza pecaminosa. Estos incluyen contaminaciones del cuerpo — la inmoralidad sexual, la impureza, el libertinaje, la embriaguez, las orgías, y cosas semejantes. Otros actos enumerados en la lista contaminan el espíritu: odio, discordias, celos, arranques de ira, ambición egoísta, etc. Debemos purificarnos no sólo de los pecados groseros del cuerpo, sino también de los pecados, supuestamente más “aceptables”, del espíritu. ¡Ay! En esto también hemos fallado miserablemente con tanta frecuencia los creyentes. Centrándonos en la lista de prohibiciones y posibilidades de nuestro grupo particular, descuidamos la vida interior, en la que la envidia, el orgullo, la amargura y el espíritu crítico, no perdonador, pueden reinar libremente. El hermano mayor en el relato del hijo pródigo (Lucas 15) es un ejemplo clásico de una persona que llevaba una vida externa ejemplar, pero que, en realidad, se consumía de envidia y de un sentido de justicia propia. Podía jactarse de no haber desobedecido nunca los mandamientos de su padre;

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pero sus celos y su ira ante el gozo que experimentó su padre con motivo del regreso de su hermano pródigo, lo señalan hasta el día de hoy como un ejemplo que debe ser rechazado más bien que seguido. El espíritu de la envidia estaba en la base de la guerra implacable que el rey Saúl le hizo a David. Inicialmente Saúl estaba sumamente complacido con David, a tal punto que lo puso sobre todos sus hombres de guerra. Pero un día Saúl oyó que las mujeres de Israel cantaban: “Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles” (1 Samuel 18:7). Saúl se enojó mucho cuando oyó que atribuían diez miles a David y a él mismo sólo miles. Y dice la Escritura: “Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David” (1 Samuel 18:9). Dios nos ha colocado a cada uno en el cuerpo de Cristo como le ha placido a él (1 Corintios 12:18), y nos ha asignado a cada uno un lugar en la vida (1 Corintios 7:17). A algunos, Dios los ha asignado un lugar de prominencia, a otros un lugar donde no somos vistos; a algunos un lugar de éxito, a otros un lugar de luchas diarias para poder subsistir. Más cualquiera que sea nuestra situación o lugar en la vida y en el cuerpo de Cristo, siempre existe la tentación de envidiar a alguien. El hermano mayor algún día habría de heredar todas las posesiones de su padre; y sin embargo se puso celoso por el banquete en celebración del retorno de su hermano menor. Saúl era rey sobre todo Israel, pero no podía aguantar que alguna otra persona recibiera más alabanzas que él. La cura para el pecado de la envidia y de los celos consiste en encontrar nuestro contentamiento en Dios. Asaf en el Salmo 73 envidiaba a los malos porque veía su prosperidad aparente (versículo 3). Le parecía que la búsqueda de la santidad resultaba vana (versículo 13). Sólo cuando pudo decirle a Dios: “Fuera de ti nada deseo en la tierra” (versículo 25), fue librado del pecado de la envidia. Otro elemento corruptor del espíritu, que ha hecho naufragar a muchos creyentes, es la amargura. La amargura surge en nuestro corazón cuando no confiamos en el soberano gobierno de Dios en nuestra vida. Si alguien alguna vez tuvo razón para sentirse amargado ese fue José. Fue vendido como esclavo por sus hermanos celosos, acusado falsamente por la mujer inmoral de su amo, y olvidado por alguien a quien había ayudado en la cárcel; pero jamás perdió de vista el hecho de que Dios controlaba todo lo que le ocurría. Al final pudo decirles a sus hermanos: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo” (Génesis 50:20).

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Nuestra amargura puede estar orientada hacia Dios o hacia otras personas. Asaf estaba amargado con Dios porque pensaba que Dios no le estaba dando un trato equitativo en la vida (Salmo 73:21). Job estaba amargado porque creía que Dios no reconocía su justicia, y hasta llegó al punto en que su actitud se describe con estas palabras: “De nada servirá al hombre el conformar su voluntad a Dios” (Job 34:9). La amargura contra otros es resultado de un espíritu no perdonador. Alguien nos ha hecho mal, ya sea aparentemente o en realidad, y nos negamos a perdonar a esa persona. En vez de eso abrigamos sentimientos de amargura hacia ella. Nos negamos a perdonar porque no queremos reconocer que Dios nos ha perdonado males mucho peores a nosotros. Somos como el siervo que, habiendo sido perdonado momentos antes por una deuda de varios millones de dólares, hizo echar en la prisión a otro siervo por una deuda de unos cuantos dólares (Mateo 18:21-35). Afín con la amargura es el espíritu de revancha. Cuando se nos ha hecho un mal, la tendencia humana es a desquitarnos — a menudo mentalmente, si es que no llegamos a la acción. Cuando David huía ante la insurrección de su hijo Absalón en Jerusalén, Simei, de la familia de Saúl, salió a maldecir a David y a tirarle piedras. Uno de los hombres de David quería responder matando a Simei, pero David se lo impidió con estas palabras: “Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho. Quizá mirará Jehová mi aflicción, y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy” (2 Samuel 16:11,12). Pablo escribió: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19). Pedro dijo de nuestro Señor: “Cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23). Esta es la forma de limpiarnos del envilecedor espíritu de venganza: encomendarnos a aquel que juzga con justicia y que dijo: “Mía es la venganza, yo pagaré.” Uno de los elementos corruptores del espíritu más difíciles de tratar es el espíritu de crítica. El espíritu de crítica tiene su fundamento en el orgullo. A causa de la “viga” del orgullo en nuestro propio ojo no somos capaces de ocuparnos de la “mota” de la necesidad en alguna otra persona. A menudo somos como el fariseo que, completamente inconsciente de su propia necesidad, oró diciendo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres” (Lucas 18:11). Somos muy rápidos para

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descubrir las fallas de los demás, y para hablar de ellas, pero muy lentos para ver nuestra propia necesidad. Cómo saboreamos la oportunidad que se nos presenta de criticar a otros, aun cuando no estemos muy seguros de los hechos. Olvidamos que “el que siembra discordia entre hermanos” criticando a alguien ante otros, constituye una de las “seis cosas (que) aborrece Jehová” (Proverbios 6:16-19). Todas estas actitudes — la envidia, los celos, la amargura, el espíritu no perdonador y vengativo, y el espíritu crítico y chismoso nos contaminan y nos impiden ser santos delante de Dios. Son tan malas como la inmoralidad, la embriaguez, y el libertinaje. Por consiguiente, debemos esforzarnos diligentemente para erradicar estas actitudes pecaminosas de la mente. Con frecuencia ni siquiera somos conscientes de que nuestras actitudes son pecaminosas. Disimulamos los pensamientos corruptores, ocultándolos tras una aparente indignación justa y correcta. Pero tenemos que orar diariamente en procura de humildad y honestidad a fin de que podamos ver esas actitudes pecaminosas tal como realmente son, y luego en procurar la gracia y la disciplina para erradicarlas de la mente y reemplazarlas con pensamientos agradables a Dios.

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LECCIÓN 11 = PREGUNTAS LA SANTIDAD DEL ESPÍRITU

1. Los mandamientos de Dios tienen como fin no solamente regular la conducta externa sino también la disposición interior. Explica lo que esto significa. 2. La Biblia indica que la actividad pensante determina el carácter. ¿A que se refiere esto? 3. ¿En que debes de pensar, según filipenses 4:8? 4. ¿Qué sucede cuando resistes al mundo y su modo de pensar? 5. ¿Cuál es la advertencia que Pablo nos da en Efesios 5:3,4? 6. ¿Alguna vez en tu vida te has comportado como el hermano mayor de la parábola del hijo prodigo? 7. ¿Cuál es la cura para el pecado de la envidia y de los celos? 8. ¿Cómo se produce la amargura? ¿A que otro pecado lleva la amargura? 9. ¿Describe el pecado de la critica? ¿Dónde tiene su fundamento este pecado? ¿Alguna vez has hecho la oración de Lucas 18:11? 10. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 12

LA SANTIDAD Y LA VOLUNTAD

PORQUE DIOS ES EL QUE EN VOSOTROS PRODUCE ASI EL

QUERER COMO EL HACER, POR SU BUENA VOLUNTAD.

Filipenses 2:13

En todo lo que se ha dicho hasta aquí sobre nuestra responsabilidad con relación a la santidad, la necesidad de la convicción y el compromiso, la perseverancia y la disciplina y de la santidad del cuerpo y del espíritu — siempre está implícita la actividad de la voluntad personal. Es la voluntad la que en última instancia hace cada elección individual sobre si hemos de pecar o obedecer. Es la voluntad la que elige ceder a la tentación, o decirle “no”. Nuestra voluntad, por lo tanto, es la que determina en ú1tima instancia nuestro destino moral, el que hayamos de ser santos o impíos en nuestro carácter y en nuestra conducta. Siendo así, resulta tremendamente importante que comprendamos cómo funciona la voluntad qué es lo que la hace encaminarse en una u otra dirección, por qué hace las elecciones que hace. Y sobre todo, tenemos que aprender cómo hacer que nuestra voluntad se someta a la voluntad de Dios y la obedezca, en forma práctica, día tras día, hora tras hora. Para que podamos comprender mejor cómo funciona la voluntad, repasemos la definición del corazón que presentamos en la lección 5. En esa definición Owen decía que el corazón, como aparece en la Biblia, denota por lo general todas las facultades del alma en cuanto a que contribuyen a que obremos el bien o el mal: la mente, las emociones, la conciencia, y la voluntad. Estas facultades fueron todas implantadas en el alma del hombre por Dios, pero fueron todas corrompidas por la caída del hombre en el Huerto de Edén. La razón (o entendimiento) del hombre fue entenebrecida (Efesios 4:18), los deseos fueron tergiversados (Efesios 2:3), y la voluntad fue pervertida (Juan 5:40). Con el nuevo nacimiento la razón vuelve a ser iluminada, los afectos y deseos se reorientan, y la voluntad se somete a los designios divinos. Pero si bien todo esto es cierto, nada de todo esto ocurre en un solo momento. En la experiencia real es un proceso de crecimiento.

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Se nos dice que debemos renovar el entendimiento o la mente (Romanos 12:2), centrar los deseos en las cosas de arriba (Colosenses 3:1) y someter la voluntad a Dios (Santiago 4:7). Más aún, cuando Dios creó al hombre al principio, su razón, sus emociones y su voluntad funcionaban todas en perfecta armonía. La razón facilitaba el entendimiento de la voluntad de Dios, la voluntad aceptaba la voluntad divina, y las emociones se deleitaban en el cumplimiento de ésta. Pero con el ingreso del pecado en el alma del hombre, estas tres facultades comenzaron a funcionar en desacuerdo entre sí y para con Dios. La voluntad se ha vuelto obstinada y rebelde y no acepta lo que la razón entiende que es la voluntad de Dios. O, generalmente, las emociones dominan la situación y hacen que la razón y la voluntad deje de obedecer a Dios. Lo que queremos hacer con todo esto es destacar la interrelación que existe entre la mente, las emociones, y la voluntad, y lograr que podamos entenderla. Si bien la voluntad, es, en definitiva, la que determina las elecciones, la misma se ve influida en sus elecciones por fuerzas poderosas que se ejercen sobre ella. Dichas fuerzas arrolladoras proceden de una variedad de fuentes. Puede tratarse en algunos casos de las sutiles sugerencias de Satanás y de su sistema mundano (Efesios 2:2), o de la influencia perversa que ejerce sobre nosotros nuestra propia naturaleza pecaminosa (Santiago 1:14). También puede ser la urgente voz de la conciencia, los fervorosos razonamientos de un amigo que nos ama, o el duro impulso del Espíritu Santo. Mas cualquiera que sea la fuente de esas fuerzas arrolladoras, llegan a nuestra voluntad, ya sea por la propia razón o por las propias emociones. Por lo tanto, debemos cuidar lo que entra a la mente y lo que influye sobre las emociones. Salomón dijo: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23). Si cuidamos diligentemente la mente y las emociones, veremos que el Espíritu Santo obra en nosotros para conformar nuestra voluntad a la suya propia (Filipenses 2:12,13) ¿Cómo podemos, entonces, cuidar la mente y las emociones? David dijo: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra (Salmo 119:9). David mantenía limpio su camino con la Palabra de Dios. La Biblia nos habla principalmente por medio de la razón, y es por esto que resulta tan vitalmente importante para la mente que nos veamos constantemente sometidos a su influencia.

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No existe absolutamente ningún atajo para alcanzar la santidad que eluda o no dé la prioridad adecuada a la apropiación consecuente de la Biblia. Salomón nos enseñó que la sabiduría, el entendimiento y la discreción pueden librarnos del mal camino (Proverbios 2:10-12). Estas son cualidades de la mente. ¿Cómo se adquieren estas cualidades? “Porque Jehová da la sabiduría, y de su boca viene el conocimiento y la inteligencia” (Proverbios 2:6). Más, ¿a quién proporciona Jehová el Señor estas cualidades? Se las da al que acepta sus dichos, al que atesora en su ser sus mandamientos, al que presta oídos a la sabiduría y dispone el corazón para entender, al que ora pidiendo discernimiento y entendimiento y al que busca entendimiento, como Si fuese un tesoro escondido (Proverbios 6:1-5). Resulta obvio, aun con una lectura superficial de Proverbios 2:1-12, que la influencia protectora de la Palabra de Dios viene como resultado de la diligente y decidida apropiación de las Escrituras en espíritu de oración. A fin de cuidar la mente, debemos darle prioridad a la Biblia en nuestra vida — no meramente en busca de la información espiritual que ella proporciona, sino también en busca de la aplicación diaria de su mensaje a las circunstancias en que vivimos todos los días. No solamente debemos cuidar la mente, sino que también debemos cuidar las emociones. Para hacer esto, resulta útil comprender en primer lugar que, mientras que Dios generalmente apela a la voluntad por medio de la razón, el pecado y Satanás generalmente apelan a nosotros por medio de los deseos. Es cierto que Satanás se ocupará de atacar la razón a fin de confundir y entorpecer los argumentos, pero esto lo hace simplemente con el propósito de poder conquistarnos por medio de los deseos. Esa es la estrategia de la que se valió para con Eva (Génesis 3:1-6). Satanás atacó su razón mediante el recurso de cuestionar la integridad de Dios, pero la tentación básica la dirigió a sus deseos. Leemos que Eva vio que el árbol era bueno para comer, que era agradable a la vista y codiciable para alcanzar sabiduría (Génesis 3:6). Sabiendo que Satanás ataca principalmente a través de los deseos, debemos estar en guardia diligentemente y tener presente la Palabra de Dios en todo momento. Esto no es ser antisocial; es prudencia espiritual. Cada creyente debe procurar tener en cuenta la forma en que nos ataca el pecado por medio de los deseos, y tomar medidas preventivas. Esto es lo que Pablo instó a Timoteo a que hiciese cuando le dijo que debía huir “de las pasiones juveniles” (2 Timoteo 2:22).

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Pero el cuidar los deseos es más que cumplir una acción defensiva de retaguardia contra las tentaciones del mundo, de la carne y del diablo. Debemos lanzarnos a la ofensiva. Pablo nos indica que debemos poner el corazón en la cosas de arriba, es decir, en los valores espirituales (Colosenses 3:1). El salmista nos insta a deleitarnos en la ley de Dios (Salmo 1:2), y de Jesús se dijo proféticamente: “El hacer tu voluntad, oh Dios, me ha agradado” (Salmo 40:8). Así que, vemos que tenemos que orientar nuestros deseos hacia las cosas espirituales y deleitarnos en la ley y la voluntad de Dios. De este modo hacemos un círculo completo y llegamos a la disciplina — al plan estructurado. Normalmente la razón, la voluntad, y las emociones deberían funcionar en ese orden, pero como es tan frecuente que invirtamos el orden, prestando atención a los deseos, debemos procurar orientar esos deseos hacia la voluntad de Dios. Cuando comencé a correr para hacer un poco de ejercicio, no me sentía muy motivado, y por lo tanto no lo hacía en forma consecuente. Sabía que debía hacerlo, que mi cuerpo necesitaba ese adiestramiento físico y que probablemente gozaría de mejor salud como resultado. Pero no estaba en las debidas condiciones, requería más tiempo del que suponía que podía disponer, y, especialmente, me resultaba doloroso. Como consecuencia, empecé, desistí, volvía a empezar, y volvía a desistir, sin que lograra hacer progresos sostenidos. Luego leí el libro del doctor Kenneth Cooper, titulado Aerobics, que documenta la importancia de las actividades extenuantes, como lo es el correr, que sirven para ejercitar el corazón. Explicaba el doctor Cooper por qué el ejercicio de correr es importante, daba unas cuantas instrucciones sencillas para poder hacerlo, y sazonaba los datos e instrucciones con muchas ilustraciones sobre gente cuya vida física fue transformada dramáticamente como resultado de la práctica de correr. Cuando me vine a dar cuenta, había leído el libro tal vez una media docena de veces. No necesitaba que nadie me convenciera de la importancia que tiene el correr como ejercicio; ya estaba convencido. Y no tenía ninguna necesidad de volver a leer las pocas reglas sencillas que aparecen en el libro; me resultaron claras la primera vez que las leí. Lo que necesitaba era sentirme motivado. Y esos relatos de “éxito”— lo que yo llamo relatos referidos a “antes” y a “después”— me sirvieron como motivación para salir a correr. Las repetidas lecturas lograron hacerme consecuente. Influí en mi voluntad por medio de ‘las emociones (por la motivación), cuando no podía lograrlo por la razón (por el hecho de comprender la importancia que tenía para mí la práctica de correr). Ahora bien, además de darnos instrucciones y orientación para la vida, la Biblia está llena de relatos de los “éxitos” de personas reales.

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Que confiaron en Dios y obedecieron su voz, y cuya vida fue cambiada radicalmente, o que influyeron significativamente en el curso de la historia. El capítulo 11 de Hebreos nos ofrece un índice breve y parcial de algunos de dichos relatos. Pero hay muchos más que no se mencionan (como el mismo escritor de Hebreos lo reconoce en Hebreos 11:32). Las hazañas de hombres tales como Daniel, Nehemías y Elías, como también Abraham, Noé, y David pueden motivarnos para proceder a hacer lo mismo. De modo que haríamos bien en incluir constantemente los relatos de algunos de estos personajes en nuestras lecturas bíblicas, a fin de que sirvan para motivarnos en la búsqueda de la santidad. Además de la Biblia, podemos utilizar los pocos libros clásicos que realmente nos motivan a vivir una vida santa y piadosa. Es probable que el número de tales libros no exceda de media docena, aquellos que realmente puedan servirnos en nuestro caso particular.’ Dichos libros deben ser releídos frecuentemente, como hice yo al releer repetidamente Aerobics. La idea básica es tener un plan — encarar la cuestión disciplinadamente —, de modo que sigamos sintiéndonos motivados para alcanzar la santidad. En última instancia es Dios el que obra en nosotros para que actuemos de conformidad con su sano propósito. Pero se nos dice expresamente por boca de Pablo que debemos ocuparnos de esto nosotros mismos (Filipenses 2:12). Nuestra responsabilidad con relación a la voluntad es en cuidar la mente y las emociones, teniendo conciencia de aquello que ejerce influencia sobre la mente y que estimula los deseos. Al cumplir nosotros nuestra parte, veremos que el Espíritu de Dios cumple también su parte para hacernos más santos.

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LECCIÓN 12 = PREGUNTAS LA SANTIDAD Y LA VOLUNTAD

1. ¿Cuáles son las facultades del alma? ¿Cómo fueron estas corrompidas con la caída del hombre en el huerto? Anota cada una y un versículo. ¿Cómo funcionaban estas facultades antes de la caída? 2. Tu voluntad se ve influida en sus elecciones por fuerzas poderosas que se ejercen sobre ella. ¿Cuáles son estas fuerzas? 3. ¿Qué consejo te da Proverbios 4:23? Explica. 4. Salomón enseñó que la sabiduría, el entendimiento y la discreción pueden librarte del mal camino. Lee Proverbios 2:1-15. ¿Cómo aplicarías esta porción a tu vida? 5. ¿Cuál fue la estrategia que Satanás uso contra Eva en el huerto? 6. ¿Cómo puedes lanzar la ofensiva contra las tentaciones del mundo, de la carne y del diablo? 7. ¿De que manera debe de motivarte Hebreos 11? 8. ¿Cual es tu responsabilidad con relación a la voluntad? 9. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 13

LA SANTIDAD Y LA FE

POR LA FE ABRAHAM, SIENDO LLAMADO, OBEDECIO PARA SALIR AL LUGAR QUE HABIA DE RECIBIR

COMO HERENCIA; Y SALIO SIN SABER A DONDE IBA.

Hebreos 11:8

En la búsqueda de la santidad con frecuencia se les pide a los creyentes que cumplan deberes que parecen irrazonables y hasta absurdos a los ojos del mundo incrédulo. Conozco a un creyente, granjero de Kansas, Estados Unidos, que sirve de ejemplo de lo que acabo de decir. Cuando el trigo está en el momento óptimo para la cosecha, es importante que se lleve a cabo el trabajo de recolección sin demora, no sea que haya mal tiempo y se arruine la cosecha, o pierda en calidad el producto. En razón de esto es frecuente que la cosecha se lleve a cabo sin descanso, los siete días de la semana. Pero este granjero, considerando que el domingo debe ser observado como el día del Señor, nunca hacía trabajar a los cosechadores el domingo, aun cuando amenazara tormenta. A los granjeros vecinos les parecía extraño e irrazonable este proceder. Pero resulta interesante que este granjero llegó a ser, con el paso de los años, el más próspero de la zona. Como Abraham, obedecía por fe lo que consideraba que era la voluntad de Dios, aun cuando su obediencia seguramente le resultó difícil en algunas ocasiones. Si bien a menudo pensamos en la santidad en un sentido más estrecho, de separación de la inmundicia y del pecado moral, en su sentido más amplio la santidad es obediencia a la voluntad de Dios en todo lo que él nos indique. Consiste en decir con Jesús: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7). Nadie que no esté dispuesto a obedecer a Dios en todas sus órdenes de la vida puede pretender buscar la santidad. La santidad que se describe en la Biblia nos pide que hagamos algo más que simplemente separarnos o apartarnos de la contaminación moral del mundo que nos rodea. Nos pide obedecer a Dios aun cuando esa obediencia resulte costosa, cuando requiera un sacrificio consciente y hasta la exposición al peligro.

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Mientras cumplía el servicio en la marina, estuve en cierta ocasión a cargo de una operación en que ocurrió un accidente durante el cual se perdió una lancha valiosa y doce o más vidas corrieron peligro. Se trataba de una situación que podía haber hecho naufragar seriamente mi carrera naval. Aun cuando la causa del accidente era una falla mecánica, también es cierto que no estábamos llevando a cabo la operación en forma totalmente conforme a las reglas. Durante la investigación que se llevó a cabo, fue muy fuerte la tentación que sentí de cubrirme ocultando este último hecho, pero yo sabía que debía ser absolutamente veraz, y que debía confiar en Dios en cuanto a las consecuencias. Dios me bendijo a causa de ese acto de obediencia — la investigación se centró totalmente en el desperfecto mecánico, y mi carrera no se vio afectada. La obediencia a la voluntad revelada de Dios es a veces un paso de fe, tanto como lo es el hacer nuestra una promesa de Dios. En efecto, una de las ideas más intrigantes del libro de Hebreos es la forma en que el escritor parece utilizar las palabras obediencia y fe de modo intercambiable. Por ejemplo, habla de los hebreos del Antiguo Testamento que jamás llegarían al descanso de Dios porque desobedecieron (3:18). Pero en realidad no pudieron entrar a causa de su incredulidad (3:19). Este intercambio entre incredulidad y desobediencia también se ve más adelante en el mismo libro (4:2,6). Los héroes de la fe que se describen en Hebreos 11; “conforme a la fe murieron” (versículo 13). Pero en este capítulo vemos que el elemento de la obediencia — el de responder a la voluntad de Dios — ocupaba un lugar tan prominente en 1a vida de los hebreos como la respuesta a las promesas de Dios. Lo importante, no obstante, es el hecho de que obedecieron por fe. Y teniendo ‘en cuenta que la obediencia es la senda que conduce a la santidad (ya que la vida santa es esencialmente una vida de obediencia), podemos decir que nadie podrá ser santo si no media una vida de fe. La fe no sólo es necesaria para la salvación, también es necesaria para vivir una vida agradable a Dios. La fe nos permite hacer nuestras las promesas de Dios — pero también nos permite obedecer los mandamientos de ese mismo Dios. La fe nos ayuda a obedecer cuando es difícil o costoso hacerlo, o cuando parece irrazonable hacerlo, según la mente natural. Varios ejemplos tomados de Hebreos 11, el gran capítulo de la “fe”, destacan esta verdad. Por ejemplo, por fe Abel ofreció a Dios mejor sacrificio que Caín, y por ello recibió la aprobación de Dios (versículo 4).

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Podemos dar por sentado que Dios les había revelado a Caín y a Abel el deber de ofrecer sacrificios, y la forma aceptable de hacerlo. Es evidente, por el resto de las Escrituras, que el modo aceptable a Dios era mediante el sacrificio de un cordero — mediante el derramamiento de su sangre. Pues por fe Abel creyó lo que Dios les dijo. Aceptó las instrucciones y obedeció al pie de la letra, aun cuando es posible que no haya comprendido por qué seria que el cordero era el único sacrificio aceptable. Caín, por su parte, no creyó en la revelación divina referente al sacrificio aceptable (tal vez porque no le pareció razonable), de modo que resolvió no obedecer, y de este modo no obtuvo la bendición divina. Los valores del mundo nos rodean por todas partes. La fama, la fortuna, la felicidad inmediata se considera las metas más deseables de la vida. Pero la Biblia contradice naturalmente el valor de dichas metas: “El que quiera hacerse grande ‘entre vosotros será vuestro servidor, y el que ‘quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mateo 20:26,27). Los ricos no deben poner la esperanza en las riquezas, sino ser ricos en buenas obras, dadivosos, generosos” (1 Timoteo 6:17,18). Se requiere fe para seguir en pos de valores bíblicos como estos, cuando la sociedad en que vivimos va en pos de metas que tienen sentido totalmente opuesto. Esta fe se ‘apoya en la creencia de que Dios, en última instancia, sostiene y bendice a los que le obedecen, ‘y confían en él en cuanto a las consecuencias de dicha obediencia. La vida de Noé es un ejemplo de este tipo de ‘fe: “Por la fe Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe” (Hebreos 11:7). La revelación de Dios relativa al juicio que había de producirse para juzgar al mundo, constituía en primer término una advertencia. Por la fe Noé aceptó dicha advertencia. Estaba convencido de cosas que aún no se veían, basadas únicamente en la Palabra revelada de Dios. Noé también tenía fe en que el medio de salvación del juicio inminente sería el que Dios había determinado: el arca. Reaccionó adecuadamente a dicha promesa, y así se salvó él mismo y su familia. La construcción del arca por Noé bien puede considerarse como uno de los ejemplos más ‘grandes que el mundo ha conocido de perseverancia frente a la difícil obligación de obedecer. Por 120 años trabajó incansablemente, porque hizo caso a la advertencia de Dios, y porque creyó en la promesa divina. La vida de Abraham también ilustra el elemento de la obediencia implícita en la fe.

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El llamado de Abraham tenía dos partes: un mandamiento y una promesa. El mandamiento era abandonar la casa de su padre y encaminarse hacia uns tierra que Dios le mostraría. La promesa decía que Dios lo haría iniciador de una gran nación, y que a través de él serían bendecidas bodas las familias de la tierra. Abraham creyó que tanto el mandamiento como la promesa venían de Dios, de modo que obedeció el mandamiento, teniendo la esperanza de que la promesa se cumpliera. Se dice de él: “Por la fe Abraham. . . obedeció” (Hebreos 11:8). La Biblia relata la historia de la fe y la obediencia de Abraham de un modo tan positivo que es fácil pasar por alto lo difícil que tiene que haberle resultado obedecer, y lo que significó para él depositar esa medida de fe en Dios. John Brown compara el caso de Abraham al de “una persona que, previo al descubrimiento de América, abandona las playas de Europa, y se entrega junto con su familia a la misericordia de las olas, como consecuencia de un mandamiento de Dios y la promesa de que sería encaminado hacia un país en el que sería el fundador de una gran nación, y la fuente de bendición para muchas naciones”. El paso de obediencia en la búsqueda de la santidad con frecuencia aparece como contrario a la razón humana. Si no estamos convencidos de la necesidad de obedecer la voluntad revelada de Dios, y si no tenemos confianza en las promesas divinas, jamás habremos de perseverar en esta difícil búsqueda. Tenemos que estar convencidos de que es la voluntad de Dios que busquemos la santidad — por ardua y penosa que pudiera resultar la búsqueda. Y tenemos que confiar en que la búsqueda de la santidad da como resultado la aprobación y la bendición de Dios, aun cuando las circunstancias pudieran parecer negativas. Con frecuencia en la vida un acto concreto de obediencia requiere tanto la convicción como la confianza. Los mandamientos de Dios a Israel para que guardase el año sabático constituyen un ejemplo de esto. Dios mandó que cada séptimo año la tierra tuviese un descanso sabático dedicado al Señor, durante cuyo transcurso no se debía sembrar ni podar nada (Levítico 25:3,4). Con este mandamiento Dios prometió que bendeciría la cosecha del año sexto, para que tuviesen lo suficiente hasta que se cumpliese la cosecha del año octavo (Levítico 25:20-22). Sólo en la medida en que los israelitas tuviesen confianza en la promesa de Dios se atreverían a obedecer su mandamiento. Lamentablemente, el relato del Antiguo Testamento parece indicar que no tuvieron ni confianza en la promesa de Dios ni el convencimiento de que su voluntad revelada en cuanto a esta cuestión, tuviese importancia para su prosperidad nacional y espiritual.

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Hay una aplicación neotestamentaria de este mismo principio espiritual en las palabras de Jesús: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33). El mandamiento es buscar primeramente el reino de Dios. La promesa es que si así lo hacemos, Dios nos dará lo que necesitamos temporalmente. En razón de que a menudo tenemos poca fe con respecto a la promesa de Dios, nos resulta difícil obedecer su mandamiento. Por consiguiente con frecuencia les damos importancia primordial a los asuntos de esta tierra cuando se trata de las decisiones básicas de la vida. Jeroboam, el primer rey del reino del norte, o sea, de Israel, también nos ofrece una ilustración de cómo la falta de fe lleva a la desobediencia. Dios había prometido: “Y si prestares oído a todas las cosas que te mandare, y anduvieres en mis caminos, e hicieres lo recto delante de mis ojos, guardando mis estatutos y mis mandamientos, como hizo David mi siervo, yo estaré contigo y te edificaré casa firme, como la edifiqué a David, y yo te entregaré a Israel” (1 Reyes11:38). ¿Creyó y obedeció Jeroboam a Dios? Leemos que no: “Y dijo Jeroboam en su corazón: Ahora se volverá el reino a la casa de David, si este pueblo subiere a ofrecer sacrificios en la casa de Jehová en Jerusalén; porque el corazón de este pueblo se volverá a su señor Roboam rey de Judá, y me matarán a mí, y se volverán a Roboam rey de Judá. Y habiendo tenido consejo, hizo el rey dos becerros de oro, y dijo al pueblo: Bastante habéis subido a Jerusalén; he aquí tus dioses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto” (1 Reyes 12:26-28). Bien podríamos pensar que Jeroboam ni siquiera había oído el mandamiento y la promesa de Dios, dada su flagrante indiferencia para con ellos. Por cierto que los oyó, pero el mensaje que oyó no tenía ningún valor para él, porque no estaba combinado con fe (Hebreos 4:2). Pero antes de condenar a Jeroboam, consideremos primeramente nuestra propia vida. Con cuánta frecuencia dejamos de obedecer la voluntad claramente revelada de Dios, simplemente porque no ejercitamos la fe correspondiente. Dado que no creemos que la humildad sea el camino a la exaltación por parte de Dios (1 Pedro 5:6), hacemos maniobras para lograr posiciones y poder en nuestras relaciones con otros. Dado que no creemos que Dios tome nota de los males que se nos hacen, ni que a su debido tiempo los vengue (Romanos 12:19), buscamos nosotros mismos la forma de desquitamos de la persona que consideramos que nos ha dañado.

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Dado que no estamos convencidos del carácter engañoso del pecado (Hebreos 3:13), jugamos con él, pensando que de este modo vamos a obtener satisfacción. Y dado que no tenemos la convicción firme de que “sin (la santidad) nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14), no nos ocupamos seriamente de buscar la santidad como algo prioritario en la vida. La fe y la santidad están inextricablemente vinculadas. El obedecer los mandamientos de Dios generalmente exige creer en las promesas de ese Dios. Una definición de la fe podría ser esta: “Obedecer la voluntad revelada de Dios y confiar en él para los resultados. “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos11:6). Si queremos llegar a la santidad, tenemos que tener fe para obedecer la ‘voluntad de Dios revelada en las Escrituras, y fe para creer que las promesas de Dios serán nuestras, si así procedemos.

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LECCIÓN 13 = PREGUNTAS LA SANTIDAD Y LA FE

1. ¿Cuál es el sentido más amplio de la santidad según la lección? Explica. 2. Lee Hebreos 11. ¿Qué te enseña este capitulo? 3. ¿Cuáles son las metas más deseables de la vida? ¿Por qué? 4. ¿Cómo respondió Noé a lo que Dios le revelo? ¿Qué consecuencias trajo esto a la vida de Noé departe del mundo? ¿Y departe de Dios? 5. El llamado de Abraham tenía dos partes. Anota y describe estas dos partes. 6. ¿Qué ejemplo nos muestran los mandamientos de Dios a Israel para que guardase el año sabático? ¿Cómo respondió Israel a estos? 7. ¿Qué mandamiento enseña Mateo 6:33? ¿Cuál es la promesa para ti si lo cumples?

Preguntas 8-11

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8. ¿Qué ejemplo te brinda la vida de Jeroboam?

9. ¿Qué puede suceder cuando no crees que la humildad sea el camino a la exaltación por parte de Dios? 10. La fe y la santidad están vinculadas. Explica. 11. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 14

LA SANTIDAD EN UN MUNDO IMPÍO

NO RUEGO QUE LOS QUITES DEL MUNDO, SINO QUE LOS GUARDES

DEL MAL. Juan 17:15

Todos los creyentes tienen que vivir la vida cristiana en el contexto de un mundo impío. Algunos enfrentan tentaciones extraordinarias porque viven en el seno de una atmósfera flagrantemente pecaminosa. El estudiante que vive en la residencia universitaria, o el hombre o la mujer que se encuentra en una base militar o en un barco, con frecuencia tiene que vivir en una atmósfera contaminada por la sensualidad, el desenfreno, y la lujuria. El hombre (o la mujer) de negocios con frecuencia sufre presiones tremendas en cuanto a comprometer las normas éticas y legales, a fin de satisfacer la avidez y la deshonestidad de sus asociados. A menos que el creyente esté preparado para tales asaltos a la mente y al corazón, tendrá grandes dificultades para mantener su santidad personal. Santiago escribió que parte de la verdadera religión consiste en “guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27), y Pablo nos insta a salir “de en medio de ellos, y (apartarnos)” (2 Corintios 6:17). ¿Cómo debe reaccionar el creyente cuando se ve rodeado por todas partes de presiones ineludibles por parte del mundo pecador? Resulta claro por la oración de nuestro Señor, que no es su intención que nos retraigamos del contacto con el mundo de los no creyentes (Juan 17:15). En cambio, dijo que debemos ser “la sal de la tierra” y “la luz del mundo” (Mateo 5:13,14). Los escritores del Nuevo Testamento dan por sentado que los creyentes han de vivir en medio de un mundo impío. (Véase pasajes tales como 1 Corintios 5:9,10; Filipenses 2:14,15; 1 Pedro 2:12 y 3:15,16.) Y en ninguna parte se nos dice que resultará fácil vivir en un medio impío. En cambio, se nos advierte que debemos esperar ser sometidos al ridículo y a las injurias (1 Pedro 4:3, 4; 1 Timoteo 3:12; Juan 15:19). En lugar de retirarnos del contacto con el mundo, debemos luchar para resistir su influencia. Para hacer esto en primer lugar tenemos que resolver que hemos de vivir orientados por las convicciones que Dios nos ha dado en su Palabra.

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No podemos ser como el personaje de El Progreso del Peregrino que se jactaba de poder adaptarse a cualquier compañía de personas y a cualquier tipo de conversación. Era como el camaleón que cambia de color cada vez que cambia el medio en que se encuentra. Algunos de nosotros hemos conocido a personas que poseían dos vocabularios: uno entre creyentes y otro entre sus compañeros del mundo. Las convicciones que desarrollamos en cuanto a la voluntad de Dios para una vida santa tienen que estar suficientemente afirmadas en la roca como para poder aguantar el ridículo por parte de los impíos y las presiones a que nos someten con la intención de conformamos a sus costumbres impías. Todavía recuerdo las burlas de mis colegas de la oficialidad del barco, que me molestaban sin misericordia con respecto a un enorme cuadro obsceno que habían colocado en un lugar destacado del comedor para oficiales. Un modo útil de afirmarnos para vivir de conformidad con nuestras convicciones, es el de identificarnos con Cristo abiertamente, dondequiera que nos encontremos en el mundo. Esto debemos hacerlo de un modo claro, pero con gracia a la vez. Pero aun cuando resolvamos vivir en el mundo sosteniendo las convicciones que Dios nos ha proporcionado mediante su Palabra y que nos identifiquemos abiertamente con Cristo, de todos modos somos expuestos con frecuencia a la contaminación del ambiente impío. Los cuadros obscenos por todas partes, los cuentos y chistes lascivos que se cuentan en nuestra presencia, la interminable relación de actividades inmorales, y la jactancia de los que las cuentan, tiene todo el efecto de arrastrar a la mente del creyente por la inmundicia de este mundo. A esta lista podríamos agregar los atajos deshonestos que siguen aquellos con los que estamos vinculados en actividades comerciales, el constante chismorreo de los vecinos y los compañeros de trabajo, y las mentiras y medias verdades que oímos por todas partes. La Biblia es la mejor defensa contra toda esta contaminación. David dijo: “Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra” (Salmo 119:9). La Biblia purifica la mente de la contaminación del mundo si meditamos en su contenido. También servirá como continua advertencia para que no sucumbamos a las frecuentes tentaciones a fijar los ojos y la mente sobre la inmoralidad que nos rodea. Conozco a un hombre que concurrió a una universidad humanística e impía. A fin de proteger su mente de las influencias corruptoras del ambiente, resolvió dedicar tanto tiempo a la Palabra de Dios como a los estudios.

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Hoy ese hombre es un dirigente misionero que ha ejercido una profunda influencia en cientos de personas. Pasajes de las Escrituras tales como “El Seol (infierno) y el Abadón (destrucción) nunca se sacian; así los ojos del hombre nunca están satisfechos” (Proverbios 27:20), y “Ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acciones de gracias” (Efesios 5:4), son versículos que podemos aprender de memoria y meditar en ellos cuando nos encontremos en ambientes corruptos. Sin embargo, la reacción ante el mundo pecaminoso que nos rodea debe ser más que meramente defensiva. Nos debe importar no solamente nuestra propia pureza de mente y corazón, sino también el destino eterno de aquellos que nos procuran corromper. Dios nos ha dejado en el mundo para ser tanto sal como luz (Mateo 5:13,14). El uso de la sal como metáfora para describir nuestra relación con el mundo nos enseña que los creyentes, tenemos que constituir una fuerza, un poder preservador, un antiséptico, un agente que impida y retarde la descomposición. Dice el doctor William Hendriksen: “La sal combate el deterioro. De modo semejante los creyentes, destacándose como verdaderos cristianos, combaten constantemente la descomposición moral y espiritual. . . Por cierto que el mundo es inicuo. Mas sólo Dios sabe cuánto más corrupto sería si no mediaran el ejemplo, la vida y las oraciones moderadoras de los santos.” Como “luz del mundo” somos los portadores de las Buenas Nuevas de salvación. Jesús mismo es la luz verdadera, y, así como se dijo de Juan el Bautista, nosotros hemos de ser “testimonio de la luz” (Juan 1:7-9). El creyente que testifica con espíritu de genuina preocupación por otra persona, no es probable que sea corrompido por la inmoralidad de esa persona. Y mediante esa preocupación amorosa y misericordiosa puede llegar a ganar a la persona para el Salvador. No obramos como la sal de la tierra o la luz del mundo precisamente con censurar los pecados de los compañeros mundanos. Nuestra propia vida de santidad servirá de censura suficiente, y nuestro interés en otros a esta altura no es su comportamiento sino la necesidad que tienen de Jesucristo como Salvador. Henry Clay Trumbull era, entre otras cosas, un gran evangelista personal. Un día se encontraba sentado en un tren al lado de un joven que estaba bebiendo mucho. Cada vez que el joven destapaba la botella, le ofrecía un trago a Trumbull, el que le daba las gracias pero no aceptaba. Por fin el joven le dijo a Trumbull: “Usted debe de pensar que yo soy un tipo bastante malo.” Trumbull contestó con gracia: “Creo que eres una persona de buen corazón.”

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Esta respuesta sirvió para que se entablara una conversación animada y seria con el joven en cuanto a su necesidad de entregarse a Cristo. Después de que Jesús llamó a Mateo, el cobrador de impuestos, y estaba comiendo en casa de ese Mateo con un grupo de amigos, los fariseos se quejaron diciendo: “¿Por qué coméis y bebéis con publícanos y pecadores?” Jesús les contestó así: “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:30-32). Indudablemente esto es lo que Dios quiere que hagamos nosotros al brillar como luces en el mundo. Finalmente, a pesar de todas las sugerencias hechas en esta lección, puede llegar el momento en que el ambiente corrupto se vuelva intolerable; cuando nosotros, igual que Lot, nos sintamos atormentados por la vergonzosa conducta que presenciamos, o de la cual nos enteramos (2 Pedro 2:7,8; Génesis 19). Una situación semejante puede presentarse, por ejemplo, en las residencias universitarias mixtas, cuando hay parejas no casadas que viven juntas en abierta inmoralidad, o en un contexto comercial donde se ejerce presión incesante para que quebrantemos la ley o pongamos en peligro los principios cristianos. Hay que admitir que es difícil mantener la santidad personal en n mundo impío. Las sugerencias que anteceden no tienen como fin hacer que el problema parezca fácil, sino el de ofrecer ayuda práctica ante un problema serio. Sobre todo, debemos mirar a Jesús, el que, aunque comía con publícanos y pecadores, se mantuvo en sí mismo “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:26). Además, debemos hacer nuestra la promesa siguiente: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13).

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LECCIÓN 14 = PREGUNTAS LA SANTIDAD EN UN MUNDO IMPÍO

1. ¿Qué te enseña Juan 17:14-20? 2. ¿Cómo era el personaje del Progreso del Peregrino que señala la lección? 3. ¿Por qué deben estar afirmadas en la Roca las convicciones que desarrolles en cuanto al la voluntad de Dios para una vida santa? 4. ¿Cuál es la mejor defensa contra la contaminación que te avienta el mundo? ¿Por qué? 5. ¿Qué te enseña el uso de la sal como metáfora para describir tu relación con el mundo? 6. Jesús también enseño que los creyentes son la luz del mundo. ¿A que se refiere? 7. Lee Génesis 19 y 2 Pedro 2:7-11. ¿Cómo respondió Lot ante un mundo impío? 8. Aunque Jesús comía con publícanos y pecadores, ¿Cómo se mantuvo a sí mismo? ¿Qué dice Hebreos 7:26? 9. ¿Qué promesa te brinda 1 Corintios 10:13? 10. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?

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LECCIÓN 15

EL GOZO QUE PRODUCE LA SANTIDAD

PORQUE EL REINO DE DIOS NO ES COMIDA NI BEBIDA, SINO JUSTICIA,

PAZ Y GOZO EN EL ESPIRITU SANTO.

Romanos 14:17

Dios quiere que la vida cristiana sea una vida de gozo — no penosa. La idea de que la Santidad está asociada con una disposición austera es una caricatura de la peor clase. En realidad, la verdad es exactamente lo contrario. Solamente los que andan en santidad de vida, experimentan un gozo genuino. Jesús dijo: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15:10,11). En esta declaración Jesús liga la obediencia y el gozo como causa y efecto; es decir, el gozo es resultado de la obediencia. Solamente los que son obedientes — los que buscan la santidad como modo de vida — conocerán el gozo que viene de Dios. ¿En qué forma produce gozo la santidad? Por una parte, está el gozo de la comunión con Dios. David dijo: “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16:11). El gozo verdadero viene sólo de Dios, y Dios comparte este gozo con los que viven en comunión con él. Cuando David cometió los tremendos pecados del adulterio y el asesinato, perdió su sentimiento de gozo divino, porque perdió la comunión con Dios. Después de esto, en su oración penitencial, dijo: “Vuélveme el gozo de tu salvación” (Salmo 51:12). Una vida de desobediencia no puede ser una vida de gozo. La experiencia diaria del amor de Cristo está ligada con la obediencia a él. No es que su amor esté condicionado a la obediencia de parte nuestra, eso sería legalismo. Pero el que nosotros experimentemos su amor depende de nuestra obediencia. El doctor William Hendriksen observa que el amor de Dios precede y sigue a nuestra obediencia.

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“El amor de Dios”, dice él, “al preceder a nuestro amor. . . crea en nosotros el ardiente deseo de guardar los preceptos de Cristo; luego, al seguir a nuestro amor, nos recompensa por haberlos guardado.” Otra causa de gozo es la de saber que estoy obedeciendo a Dios — que ya no estoy resistiéndole en ningún aspecto particular de mi vida. Este gozo es especialmente evidente cuando, luego de alguna lucha prolongada entre el Espíritu y nuestra naturaleza pecaminosa, por su gracia, hemos triunfado finalmente y de modo radical sobre algún pecado persistente que hasta entonces nos dominaba. Podríamos llamar a esto el gozo de la victoria; pero yo prefiero llamarlo el gozo de la obediencia. Además del gozo de la comunión con el Dios santo, una vida santa produce también el gozo de la recompensa anticipada. El escritor de Hebreos dijo: “Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:1,2). Jesús estaba motivado para resistir porque contaba con el gozo de la recompensa. Ninguna medida de pruebas y luchas podía privarlo de esa expectativa. En la parábola de los talentos el Señor les dijo a los dos siervos que usaron sus talentos: “Bien, buen siervo y fiel. . . entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21,23). Uno de los “talentos” que Dios ha concedido a cada creyente es la posibilidad de andar en santidad, libre del dominó del pecado. Nosotros, también, podemos mirar hacia el futuro con la esperanza de entrar en el gozo del Señor al andar en santidad hasta el final de nuestros días. El gozo no sólo es el resultado de una vida santa, sino que hay también un sentido en que el gozo ayuda a producir una vida santa. Nehemías les dijo a los deprimidos exiliados que regresaron a Jerusalén: “El gozo de Jehová es vuestra fuerza” (Nehemías 8:10). El creyente que vive en desobediencia también vive desprovisto de gozo y de esperanza. Pero cuando comienza a comprender que Cristo lo ha librado del reino del pecado, cuando comienza a ver que está unido a aquél que tiene todo el poder y la autoridad, y que es posible andar en obediencia, comienza a tener esperanza. Y cuando tiene puesta su esperanza en Cristo, comienza a tener gozo. Con las fuerzas que le proporciona ese gozo, comienza a vencer los pecados que con tanta facilidad lo envuelven. Luego descubre que el gozo de un andar santo es infinitamente más hermoso que el placer pasajero del pecado.

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Pero para experimentar este gozo, tenemos que hacer algunas elecciones. Debemos elegir abandonar el pecado, no solamente porque nos está venciendo, sino porque entristece a Dios. Debemos elegir contar con el hecho de que estamos muertos al pecado, librados de su reino y dominio, y que ahora podemos realmente decirle “no” al pecado. Debemos elegir aceptar nuestra responsabilidad de disciplinar la vida para la obediencia. Dios nos ha provisto todo lo que necesitamos para la búsqueda de la santidad. Nos ha librado del reino del pecado, y nos ha dado al Espíritu Santo para que more en nosotros. Nos ha revelado su voluntad para la vida santa en su Palabra, y obra en nosotros para que queramos actuar y actuemos según su buen designio. Nos ha mandado pastores y maestros para que nos exhorten y alienten en la senda de la santidad; y contesta nuestras oraciones cuando clamamos a él en busca de fortaleza para resistir la tentación. Realmente la elección es nuestra. ¿Qué hemos de elegir? ¿Aceptaremos nuestra responsabilidad y nos disciplinaremos para vivir en obediencia habitual a la voluntad de Dios? ¿Perseveraremos a pesar de los frecuentes fracasos, resolviendo no desistir jamás? ¿Resolveremos que la santidad personal vale lo que cuesta decirles “no” a las demandas del cuerpo, que quiere satisfacer sus apetitos? Consideremos al granjero que, en dependencia de Dios, cumple su responsabilidad si quiere tener una cosecha. No se queda sentado esperando que actúe Dios; más bien obra él mismo, confiando en que Dios hará su parte. Si queremos adquirir alguna medida de santidad, nosotros también debemos adoptar una actitud semejante. Dios ha dicho claramente: “Sed santos, porque yo soy santo.” Por cierto que no nos habrá mandado ser santos sin proporcionarnos los medios para serlo. El privilegio de ser santos es nuestro, y la decisión y la responsabilidad de serlo también son nuestras. Si tomamos esa decisión, experimentaremos la plenitud del gozo que Cristo ha prometido a los que transitan la senda de la obediencia a él.

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LECCIÓN 15 = PREGUNTAS EL GOZO QUE PRODUCE LA SANTIDAD

1. ¿Por qué asocian las personas la santidad con la seriedad y no con el gozo? 2. ¿Quiénes son los que conocen el gozo que viene de Dios? 3. ¿Cuál es otra causa de gozo según lección? 4. Lee Hebreos 12:1-2. ¿Qué te enseña este pasaje? 5. ¿Qué sucede con el creyente que vive en desobediencia según la lección? 6. ¿Qué elecciones tienes que hacer para experimentar el gozo que viene de Dios? 7. ¿Qué significa en este momento “SED SANTOS PORQUE YO SOY SANTO” para ti? 8. ¿Cómo aplicaras a tu vida lo que has aprendido de esta lección?