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17, Instituto de Estudios Críticos Doctorado en Teoría Crítica 1

17, Instituto de Estudios Críticos · 2020. 12. 16. · la historia. Además de un excelente filósofo, Bolívar Echeverría fue un concienzudo historiador; investigó y estudió

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17, Instituto de Estudios Críticos

Doctorado en Teoría Crítica

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Tesis Final

La luz tranquila pero implacable de los días comunes: ethos barroco y

vida cotidiana en Bolívar Echeverría

Doctoranda: María Ángeles Smart

Tutor: Rafael Polo Bonilla

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Índice

Introducción. El que busca encuentra. 5

Capítulo I- Consideraciones sobre el tiempo histórico en Bolívar Echeverría.

I.I. La influencia de Walter Benjamin y la necesidad de “cepillar a contrapelo” la narración

histórica. 12

I.II. El discurso crítico de Karl Marx como momento inaugural de una nueva propuesta de

praxis crítica de la historia. 24

I.III. La perspectiva de los ethos históricos. 34

digresión I. Voces roncas: la historia en el ocaso. 49

Capítulo II- La fuerza gravitacional del tiempo cotidiano.

II.I. Los días ordinarios de trabajo y disfrute: valor de uso y comunicación de sentido. 62

II.II. Los días extraordinarios de ruptura: las formas lúdicas y festivas de la vida humana. 74

II.III. Actualización de lo político en la vida cotidiana. 87

digresión II. ¡Salgamos! 96

Capítulo III- Crítica de la vida cotidiana en la modernidad capitalista.

III.I. La nueva lógica del productivismo capitalista y la valorización del valor. 97

III.II. La perspectiva weberiana: ética protestante y ethos realista. 107

III.III. Las múltiples capas de la experiencia cotidiana en el capitalismo: las imágenes

heterodoxas del flâneur, del Don Juan y de Fosca. 122

III.IV. La enajenación moderna como acontecimiento: la actualidad de la oportunidad

revolucionaria. 134

III.V. La universalidad abstracta de la blanquitud: la corporeidad enajenada. 144

Capítulo IV- Vida cotidiana y ethos barroco.

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IV. I. Reverberación del valor de uso: ruinas y reconstrucción en el ethos barroco. 157

- En crisis.

- El día después.

-La nueva presencia corpórea.

-La reparación del disfrute.

IV.II. El comportamiento barroco en América Latina o de cómo desatar lo bueno en

medio de lo malo. 176

IV.III. El ornamentalismo barroco como representación liberada. Las meninas de Velázquez:

una interpretación de Bolívar Echeverría ¿es el retrato de sus majestades lo esencial y la

cotidianidad de la vida de la princesa lo accesorio? 191

digresión III: El pliegue deleuziano: el barroco como performatividad. 202

Conclusiones. La catástrofe como gestación. 217

Referencias bibliográficas. 223

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La luz tranquila pero implacable de los días comunes: ethos barroco y vida

cotidiana en Bolívar Echeverría

Introducción. El que busca encuentra.

Este trabajo es el fruto de un malentendido inicial, un apresuramiento y un

autoengaño. Cuando en el 2014 estaba redactando mi tesis de Maestría en la

Universidad Nacional de Río Negro en Argentina, dedicada al concepto de crítica (como

crítica científica, crítica filosófica y crítica de arte) en Max Horkheimer, Theodor

Adorno y Walter Benjamin, mi co-director en la misma, Francisco Naishtat, me

recomendó enfáticamente el libro La modernidad de lo barroco de Bolívar Echeverría

del cual había tenido conocimiento en un viaje a México. Me sugirió su lectura no sólo

por el interés que podía revestir para mi estudio sobre el Trauerspiel de Benjamin, sino

en especial por mi arraigada y persistente inclinación por el arte barroco. Hasta ese

entonces yo no había oído aún hablar de Echeverría. Recuerdo haber bajado la versión

electrónica del libro en mi kindle y haberlo leído de un tirón. Todo ello con las

consecuencias que tiene una lectura que no se hace a través de la materialidad del papel,

que se lleva a cabo casi irreflexivamente y que es guiada por la voracidad más que por

la meditación. Quedé fascinada e impactada. Después de años y años había encontrado a

alguien que no sólo escribía filosofía en español, sino que además era latinoamericano y

que parecía reivindicar todo lo que al barroco se refería. Como un acto de arrojo,

introduje algunas de sus ideas en las conclusiones de mi tesis y decidí que mi doctorado

iba a versar sobre Echeverría. Así las cosas y después de algunas averiguaciones, en

junio del 2016 me inscribí en el programa de doctorado de 17, Instituto de Estudios

Críticos y viajé por una semana a México para dar inicio a mi formación. No sabía casi

nada del Instituto, sabía muy poco sobre Bolívar Echeverría y me encontré en medio de

un Coloquio titulado En suma, la lepra del cual, para mi sorpresa, disfruté sobremanera.

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Con el correr de los días también me sorprendió el constatar que no todos mis

compañeros mexicanos conocían el pensamiento echeverriano y que los vínculos de

Echeverría con 17 no habían sido tan estrechos como yo había juzgado por algunas

referencias de la web. Benjamin Mayer Foulkes con su particular sentido del humor me

dijo tiempo después: “¿Pues así que te engañamos?”. Pero ya allí estaba yo, inscripta y

cursando, y allí continué. Con el correr de los semestres fui consiguiendo los otros

escritos de Echeverría y Beatriz Miranda me hizo el contacto con Rafael Polo Bonilla

que desde Ecuador me compartió generosamente más bibliografía y comenzó a oficiar

de tutor. Los velos de mi autoengaño cayeron completamente: leer a Echeverría no sólo

era adentrarme en el mundo del barroco. Implicaba también circular por los pasillos de

la economía, de los flujos del capital, del marxismo, de la semiótica y de la teoría

política por sólo nombrar algunos de los muchos intereses que atravesaron su obra. Pero

ya allí estaba yo, enfrascada y leyendo, y allí continué. Si algo caracterizó desde sus

inicios este camino fueron las continuas sorpresas. Pero lo más sorprendente de todo fue

el disfrute inesperado que siempre me implicó aquello que fui encontrando. Y esto, a

pesar de que los hallazgos siempre resultaron ser bien distintos de lo que originalmente

estaba buscando.

Esta investigación tiene como eje rector aquello que podríamos llamar la

filosofía de la vida cotidiana de Bolívar Echeverría. Desde mi lectura del libro sobre el

Trauerspiel de Benjamin me interesé en las relaciones que se establecen entre el

barroco, la creencia religiosa, los estados anímicos y la vida de todos los días. Benjamin

sostiene parte de su argumentación sobre la especificidad del teatro barroco alemán, a

partir de la consideración de la influencia que tuvo la melancolía de los dramaturgos

sobre sus creaciones. Ánimo motivado por la devaluación y degradación que el mundo

adquirió en la religiosidad protestante. A diferencia del pensamiento patrístico que había

leído en cada realidad de la naturaleza un vestigio, una huella o la imagen de su creador,

el nominalismo de Martín Lutero sólo encontró a Dios en su interioridad subjetiva

tocada por la gracia. La ruptura entre la inmanencia y la trascendencia fue tal que la

“posición antinómica frente a la vida cotidiana” (Benjamin, 2012: 179) hizo que la

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existencia se tornara insípida. Al privarse de valor a las acciones humanas surgió ante el

hombre un mundo vacío que generó el taedium vitae (p. 180), que acentuó la melancolía

y el ánimo luctuoso del sujeto que miró al mundo sin verlo, contemplando impávido

cómo desfilaba, en coche fúnebre, hacia la muerte. Esta filiación luterana de los dramas

de Andreas Gryphius, Johann Christian Hallman y de Daniel Casper von Lohenstein

echa luz a su seriedad, explicando, según Benjamin, aquella solemnidad y gravedad que

los diferencia de las creaciones de Calderón de la Barca, Lope de Vega y Shakespeare.

Si en éstos lo cómico, lo banal, lo anodino, los juegos de palabras y las sorpresas

encuentran su lugar vitalizando y animando desde dentro los acontecimientos, en las

creaciones alemanas sólo pueden ser considerados en tanto fragmentos ávidos de

salvación. La inocencia ya no es habilitada una vez que la noción sobredimensionada

del pecado original sólo ve en el hombre y en la naturaleza las consecuencias de su

corrupción. Así, para Benjamin, la esencia misma del teatro barroco alemán, su

pesimismo y desolación, está relacionada con aquella creencia religiosa que quita a las

acciones cotidianas su razón de ser y consistencia. Por otro lado Benjamin distingue,

que si bien el luteranismo impregnó esta sensación de insipidez en la vida de los

grandes hombres, por el contrario generó una respuesta alternativa en los sectores más

bajos quienes sintieron horror de pensar que el mundo existía con el solo fin de ofrecer

la oportunidad de que se le arrebate su valor. Y fue “la vida misma”, quien según

Benjamin, repudió esto. Así surgió, en el luteranismo del pueblo y de la gente sencilla,

una estricta obediencia al deber, un fiel compromiso a las tareas y “la moral de la gente

común -´lealtad a las pequeñas cosas´; ´vivir con rectitud´” se constituyó, a partir de ese

momento, como un acto de rebeldía de la vida que no quería estar aquí “tan solo para

permitir que la fe la desprecie” (ídem). De esta manera, por un camino distinto al

trazado por la Contrarreforma católica -que restauró el poder de las causas segundas y

las mediaciones- se lograron los mismos resultados: la vida profana y de todos los días

volvió a adquirir la consistencia y el sentido que se les había arrebatado.

Estos análisis benjaminianos fueron los que despertaron mi atención por las

afinidades y concordancias que se establecen entre las opciones filosóficas, las creencias

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religiosas, las expresiones artísticas y las actitudes con las que los hombres y mujeres se

enfrentan a su vida de todos los días. Atención que se acrecentó con la lectura de las

obras de Echeverría y que luego de varias conversaciones con Rafael Polo Bonilla

decantó definitivamente hacia el interés por aquello que se devela cuando “el conjunto

de los sucesos nimios que ocurren en los días ordinarios puede mostrar su luz tranquila

pero implacable” (Echeverría, 1998: 50). Este trabajo busca determinar, por lo tanto,

cuál es el estatuto último que la vida cotidiana adquiere en la obra de Echeverría y

focaliza especialmente en la tematización que ha llevado adelante -si bien no de manera

sistemática ni independiente de otros abordajes, pero claramente con mucha persistencia

y regularidad- sobre la fuerza gravitacional que los días comunes y corrientes tienen en

el desarrollo del devenir histórico. No es menor el interés por reivindicar la

potencialidad crítica de los motivos barrocos de la risa, el juego y la fiesta, que centrales

en la cultura latinoamericana y en los abordajes de Echeverría, han sido poco estudiados

y muchas veces eclipsados por las imágenes luctuosas, de desgarramiento, sufrimiento y

muerte también presentes en el imaginario del barroco en América Latina.

Para esto la investigación se encuentra organizada en cuatro partes o capítulos

principales. El primero recorre, a modo de introducción al pensamiento de Echeverría

sobre la vida cotidiana, algunas consideraciones sobre su concepto general del tiempo y

la historia. Además de un excelente filósofo, Bolívar Echeverría fue un concienzudo

historiador; investigó y estudió la historia universal, como así también se interesó por

historias más pequeñas y singulares. Como ejemplo de esto último baste la mención de

la recuperación y divulgación que realizó del texto Destrucción del ídolo. ¿Qué dirán?

del jesuita ecuatoriano Pedro Mercado, documento fundamental para la historia de la

Compañía de Jesús en América (Bravo Arriaga, 2007). Pero Echeverría no sólo se

interesó por la narración histórica misma sino que, también y principalmente, indagó

sobre el marco metodológico del discurso historiográfico. Así, este primer capítulo se

centra en su reflexión sobre la dimensión epistemológica de la historia, algunas de sus

técnicas, sus límites y sus alcances. Analiza la influencia ejercida por Walter Benjamin

en sus consideraciones sobre la historia y en especial la apropiación de su idea que

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afirma que es necesario “cepillar a contrapelo” la narración histórica. Asimismo retoma

las lecturas que realiza Echeverría de las obras del italiano Carlo Ginzburg y de Karl

Marx. En relación a este último se indaga en su tesis según la cual el discurso crítico

marxista es el momento inaugural de una nueva propuesta de praxis crítica de la

historia. Por último, se enfoca en su perspectiva de los ethos históricos. La postura de

Echeverría sobre la historia no es la de un pensador ilustrado ni tampoco la de los

representantes de la nueva corriente ficcionalista. Es principalmente una historia crítica,

que se sostiene en un equilibrio de tensión entre el conservadurismo de la historia

tradicional y el escepticismo radical de algunas posturas contemporáneas.

El segundo capítulo, adentrándose de lleno en el tema central de esta

investigación, da cuenta de la fuerza gravitacional que tiene el tiempo cotidiano en el

pensamiento de Echeverría. En primer lugar indaga sobre la descripción que hace de lo

que sucede en los días ordinarios de trabajo y disfrute, relacionándolo con su

perspectiva sobre el valor de uso y la comunicación de sentido que éste permite. Es en

la rutina de todos los días, en su suceder de repeticiones y reproducciones, donde se van

cristalizando modos de pensar, de valorar y formas de habitar el mundo. Con la firmeza

que adquiere todo lo que es habitual, la inercia produce y refuerza pensamientos,

concepciones y prácticas. Por otro lado, el capítulo II también se centra en aquello que

opera en los días extraordinarios de ruptura: la dimensión lúdica y festiva de la vida

humana. La fiesta, el juego y el arte, como principios organizadores del tiempo y el

quehacer temporal, se constituyen, para Echeverría, como figuras privilegiadas y como

metáforas productivas desde donde pensar la cultura y la sociedad. También muestran su

eficiencia para pensar la modernidad y el cuádruple ethos que la atraviesa. Por último,

este capítulo dilucida lo particular de la concepción echeverriana sobre lo político y la

actualización que de ello surge en la vida de todos los días.

La crítica de la vida cotidiana en la modernidad capitalista es el eje rector de

todo el capítulo III. Dejando de lado las consideraciones generales, aquí se focaliza en la

configuración propia que el capitalismo ha impuesto a las formas de vida, tanto

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individuales como sociales y comunitarias, a partir del impacto de la versión capitalista

del intercambio mercantil. Esta indagación fluye más fácilmente en la medida que toda

la obra de Echeverría -trate del tema que trate- contiene siempre una relación con la

modernidad capitalista difícil de soslayar cuando la exposición busca focalizar en las

formas generales como fue el objetivo del capítulo II. Aquí la nueva lógica del

productivismo capitalista y la valorización del valor se relacionan con una perspectiva

weberiana característica de todo el enfoque de Echeverría, donde el análisis de la ética

puritana protestante muestra su afinidad con el ethos realista. Por otro lado las figuras

del flâneur de Benjamin, ya en Echeverría con tintes weberianos, la del personaje de

Don Juan y la de Fosca, son abordadas para descifrar las sucesivas capas superpuestas

de la experiencia cotidiana en el mundo capitalista. Se indaga también sobre la idea de

la enajenación moderna como acontecimiento y la oportunidad, que a pesar de todo, aún

se abre a una perspectiva revolucionaria. El capítulo termina con el análisis de la

concepción corporal propia de la modernidad capitalista y la búsqueda de la blanquitud

como consecuencia de una experiencia corporal enajenada.

El cuarto capítulo explora la forma propia que adquiere la vida cotidiana en una

perspectiva donde prima el ethos barroco. Exploración que surge tanto desde una

consideración idealizada, como si un modo propio y claramente barroco de habitar el

mundo pudiera sostenerse, como así también desde una consideración atravesada por la

recuperación de momentos históricos concretos donde efectivamente lo barroco tiñó el

modo en que se configuró la vida de todos los días. El caso de la América Latina en el

siglo XVII es, en este sentido, el ejemplo paradigmático. Asimismo el capítulo propone

un abordaje de la propuesta echeverriana donde los motivos de la destrucción y la

reconstrucción, a partir de las ruinas y los escombros, adquieren protagonismo y se

presentan como claves interpretativas y de lectura de la historia cultural. En especial

enfatiza en la recuperación de la dimensión corporal que subraya el comportamiento

barroco con la consecuente reparación de las experiencias del disfrute y del goce para

una vida plenamente humana. Por último, la investigación cierra con la propuesta de

considerar la recepción que hace Echeverría de la pintura Las meninas de Diego

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Velázquez como un ejemplo concreto de la puesta en práctica de una crítica de arte

según la elaboración que de ella hizo Walter Benjamin. Se sostiene que, el de

Echeverría, puede considerarse un abordaje crítico-destructivo-reconstructivo que

despliega a partir de la obra concreta, como a contrapelo, verdades que se apartan de las

interpretaciones canónicas y establecidas. Así no sería Las meninas una manifestación

del poder absoluto de los soberanos sino la constatación inapelable de la esencialidad,

que al igual que el ornamento y el decorado, adquieren los días comunes y corrientes de

todas las personas y las cosas, que no son reyes, ni tampoco soberanos.

Tres digresiones interrumpen el continuum de esta investigación tanto a nivel

conceptual y argumental como desde el punto de vista de la forma expresiva. No sólo

como un intento de jugar con el desequilibrio y la asimetría propias del barroco sino

también como una manera de dar cuenta de aquello que se escapa y no puede ser

incorporado en las formas discursivas académicas que deben cumplir con estructuras

que no se corresponden con la riqueza, la variabilidad y la exuberancia de la realidad y

sus manifestaciones. Así “Voces roncas: la historia en el ocaso”, “¡Salgamos!” Y “El

pliegue deleuziano: lo barroco como performatividad” abordan desde la diferencia

algunos aspectos de la profundización echeverriana, que por otra parte, también y

muchas veces, en su propia discursividad le hizo lugar a las disrupciones, a las formas

alternativas y a las realidades eventuales de la contingencia y la ocasión.

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Capítulo I- Consideraciones sobre el tiempo histórico en Bolívar

Echeverría.

I.I. La influencia de Walter Benjamin y la necesidad de “cepillar a contrapelo” la

narración histórica.

Si hay una imagen a la que Bolívar Echeverría vuelve una y otra vez cuando se

refiere al conocimiento histórico, es aquella que expresara Walter Benjamin en su tesis

VII según la cual la tarea del historiador materialista es “cepillar la historia a

contrapelo” (2008, s/n). El último texto que estaba escribiendo Benjamin, a fines de

1939 y comienzos de 1940 antes de morir, está compuesto por un conjunto de notas en

un cuaderno, en papeles sueltos de distinto formato y en bordes de diarios. Theodor

Adorno, quien fue su primer editor, las agrupó bajo el título Sobre el concepto de

historia1. Además de intentar “construir un “armazón teórico” destinado a sustentar una

historia crítica de la génesis de la sociedad moderna” (Echeverría, 2008: s/n), las tesis

esbozan una crítica de los fundamentos teóricos de la versión del discurso socialista

sustentado por la socialdemocracia y que luego pasó a ser la teoría del llamado

socialismo “realmente existente”. Éste último ya había anticipado su verdadera faz al

hacerse pública la firma del Pacto Germano-Soviético en 1939 donde se evidenció que

“los intereses del Imperio Ruso habían pasado a suplantar ya definitivamente a los de la

revolución socialista” (ídem). La sensación de fracaso atraviesa todas las tesis que se

constituyen como una critica radical al discurso socialista, al comunista y al de la

historiografía tradicional. Según Willi Bolle ya en el Origen del drama barroco alemán

(esbozado en 1916 y escrito en 1925) como en el Libro de los pasajes (1927-1940),

Benjamin había reflexionado sobre lo que sería una nueva historia crítica, con lo cual

1 Echeverría las traduce al español, directamente del alemán, incluyendo los distintos fragmentosdivergentes y aparecen como libro individual con el título Tesis sobre la historia y otros fragmentos en el2005 en la editorial Contrahistorias. La otra mirada de Clío. En el 2008 sale una nueva edición bajo elsello de Itaca-UACM.

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“[l]a pregunta por cómo habría que escribir historia ocupó al autor, pues, durante toda

su producción” (2014: 527). Las tesis son diecinueve y tienen un apéndice con dos más.

En ellas, Benjamin propone lo que debería ser una historiografía materialista -la del

materialismo histórico- en oposición a la de los distintos historicismos. Asimismo

aparecen iluminadoras reflexiones sobre el tiempo, tanto sobre el pasado, sobre el

presente como sobre el futuro, y también una crítica radical a la idea de progreso.

Echeverría afirma que si le preguntáramos a Benjamin sobre cuál es el

fundamento y las condiciones de posibilidad del discurso propio del historiador, la

respuesta implicaría “toda una definición de la historicidad del género humano” (2004:

29); y diría que el ser humano es histórico debido a que cada una de sus acciones, cada

movimiento que hace y que modifica su entorno, involucra y compromete a los hombres

que lo suceden en el tiempo. Todo lo hecho por el sujeto, tanto los logros como los

fracasos y la construcción de su mundo de la vida, quedan grabados en la memoria

colectiva; “[l]as acciones del pasado tienen así la actualidad de lo inconcluso, de lo que

está abierto a ser continuado en un sentido o en otro” (ídem). Pero, lamentablemente,

como en la historia hay más de lo malogrado y lo fallido, hay más ruinas y

devastaciones que momentos de plenitud, es que el pasado necesita que el presente lo

rescate, que se ocupe de cumplir él, en el ahora, aquello que no tuvo aún su oportunidad

de ser. El historiador debe asumir esta labor redentora y mesiánica; y es tan incómoda la

tarea y “[t]an altas son las exigencias epistemológicas, éticas y políticas planteadas,

según Walter Benjamin, por la escritura de la historia, que el historiador académico,

cuando no las deja de lado por ilusorias, tiende a verlas como inalcanzables” (p. 29).

A diferencia del historicismo, que culmina con la narración de la historia

universal y cuyo método consiste en el procedimiento de la adición consecutiva de los

hechos significativos que necesita para llenar el “tiempo homogéneo y vacío” (tesis

XVII), la historia propuesta por Benjamin posee su fundamento en otro principio

constructivo. Éste opera a través de mónadas que se cristalizan en el momento en que se

rompe la imagen de un continuum que sucede en el devenir. Cuando el materialista

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histórico lee la oportunidad revolucionaria y la aprovecha “para hacer saltar a una

determinada época del curso homogéneo de la historia” de igual modo que hace “saltar

de su época a una determinada vida o del conjunto de una obra a una obra determinada”

(ídem), sucede esa detención del curso indiferenciado y uniforme. La mónada y lo

particular pueden constituir el conocimiento histórico -así como la sucesión de causas y

efectos constituían la narración tradicional- porque en ella se encuentra conservada y

superada su propia singularidad. De manera tal que, una obra reúne el conjunto de la

obra, el conjunto de la obra reúne una época y una época todo el curso de la historia.

Benjamin va a calificar esta detención del continuo como “mesiánica” y en la tesis

XVIII dirá que es en el tiempo mesiánico donde todo instante encontrará su oportunidad

de realización. En relación a ésto ya había afirmado en la tesis III, que lleva razón el

“cronista que hace la relación de los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y

los pequeños”. La trascendencia de los hechos no va a estar dada por su injerencia o

relación en el despliegue del acontecer, sino por su propia fuerza inmanente que se

conservará allí hasta que pueda ser interpelada. Potencia inmanente que tienen, tanto los

grandes hechos, como también los pequeños.

Esta reivindicación de lo pequeño y particular también se encuentra en el

“Prólogo epistemocrítico” del Origen del drama barroco alemán. El prólogo contiene,

bajo inspiración platónica, consideraciones sustanciales sobre el tema de los fenómenos,

exponiendo las bases de lo que Benjamin denominó una “teoría de la ciencia

platónicamente orientada” (2010: 237). Sin embargo, en lugar de seguir al platonismo

según sus interpretaciones clásicas, Benjamin lo fusionó con elementos de Kant en

orden a articular una nueva concepción de lo que para él significaba “la experiencia

filosófica de la verdad” (Buck-Morss, 1981: 194). El Origen del drama barroco alemán

realiza, a partir de la consideración de algunos textos teatrales, una justificación y

puesta en práctica de su particular método. Este método implicaba el nuevo concepto

ampliado de experiencia sostenido por “una teoría de las “ideas” (Buck-Morss: 195). La

tesis central es la idea que Benjamin llama “la salvación de los fenómenos y la

exposición de las ideas” (p. 231), que se articula con la imagen de la constelación (p.

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230) y que es tomada no sólo en cuánto figura del lenguaje, sino principalmente como

imagen cognitiva. La filosofía del arte, como disciplina, lleva a cabo la salvación

platónica a través del rescate de lo fenoménico y particular de la realidad cambiante, sin

por eso olvidar o menospreciar lo que, en apariencia, se presenta como insignificante.

Ya no se trata, por lo tanto, del conocimiento abstracto y general alcanzado por los

conceptos, sino de la verdad de las ideas que “le están dadas a la observación” (p. 226),

donde todo lo singular y fáctico resulta redimido. Sin embargo, la redención de lo

fáctico, pequeño y particular, no es al modo positivista donde la experiencia queda

reducida a datos inmediatos de lo sensible, sino a la manera más abarcadora de tener en

cuenta también aquello que si bien “individual y disparejo” (p. 224) conforma el todo.

Así como se percibe en la majestad de los mosaicos, que “perdura pese a su

troceamiento en caprichosas partículas” (ídem). En el arte del mosaico se patentiza este

trabajo microscópico que propone Benjamin y que luego ampliará a su concepción de la

historia: el contenido de verdad sólo se puede aprehender “con la inmersión más precisa

en los detalles de un contenido objetivo” (p. 225). La verdad de una obra de arte y de la

historia no está en el todo que ha anulado lo particular y fáctico, sino en la lectura

detenida y salvadora de sus fragmentos.

Que nada de lo que aconteció tiene que darse por baladí o fútil subraya la idea

según la cual la historia no debe leerse como un progreso. No todo pasado es superado

por el presente, ni éste será aventajado en el futuro. La historia debe construirse en un

“tiempo del ahora” [Jetztzeit], donde el pasado se descifra como aquello que “lleva un

índice oculto que no deja de remitirlo a la redención” (tesis II) y que el historiador,

imitando el salto del tigre, cita para hacer estallar en pedazos ese continuum homogéneo

y vacío (tesis XIV). Benjamin enfatizará, que en el presente, hay un compromiso con

ese pasado que aún sigue esperando el cumplimiento de las promesas de felicidad;

promesas que el progreso lejos de saldar y dar cumplimiento sigue, una y otra vez,

traicionando. Benjamín lo describirá como un huracán que todo lo atropella,

acumulando “ruina sobre ruina” en una catástrofe única. Estos comentarios serán

expresados a partir de una meditación sobre la acuarela titulada Angelus Novus de Paul

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Klee. Allí, dirá Benjamin, el ángel de la historia clava la mirada en todo lo destruido,

con “los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas” (tesis IX). La

historiografía materialista, no será por lo tanto, una narración ordenada, complaciente y

legitimadora de lo que ha sucedido, no aceptará sin más el sacrificio de lo particular en

pos de una meta superior que justifica su instrumentalización. No empatizará con los

cantos triunfales ni será seducida por las victorias conquistadas. El historiador de

Benjamin no olvidará ni los sufrimientos ni los padecimientos pasados, sino que

desconfiando de un relato que disculpa todo lo sucedido, se posicionará como un

“observador que toma distancia”:

Porque todos los bienes culturales que abarca su mirada, sin excepción,

tienen para él una procedencia en la cual no puede pensar sin horror. Todos

deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon,

sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay

documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Y así

como éste no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la

transmisión a través del cual lo unos lo heredan de los otros. Por eso el

materialista histórico se aparta de ella en la medida de lo posible. Mira como

tarea suya la de cepillar la historia a contrapelo. (tesis VII)

En sus reflexiones sobre la historia, Echeverría volverá una y otra vez, a esta

tesis VII y en especial a la imagen del cepillar a contrapelo el discurso histórico. El

recurso al sentido del tacto pareciera ejercer una atracción especial sobre él. Al retomar

la expresión de Benjamin la expandirá hacia imágenes más directas, empíricas y

concretas. Parafraseará su idea y predicará adjetivos precisos a la idea de narración

histórica. Ésta, dirá Echeverría, es como la superficie de una piel, que se extiende con

suavidad y falsa delicadeza para ocultar los accidentes y las heridas que la habitan:

…el historiador materialista, que se resiste a la complicidad a la que le invita

el discurso de los dominadores, pasa su mano por sobre la piel impecable de

la narración histórica que ofrece ese discurso, pero lo hace necesariamente a

contrapelo. Al hacerlo encuentra sin falta, bajo esa superficie bruñida, un16

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buen número de cicatrices y moretones, de traumatismos que no son

inmediatamente visibles, que están escondidos, ocultados por ella y que son

indicios de que todo aquello que aparece en él como un documento o una

prueba de cultura deber ser también, al mismo tiempo, un documento o una

prueba de barbarie. (2004: 29)

Esta exposición de las ideas de Benjamin denota esa cualidad que destacara

Crescenciano Grave en “El discurso crítico sobre la modernidad” (2012) donde afirma

que la clave comprensiva de la modernidad que propone Bolívar Echeverría se sostiene

“en un peculiar despliegue de la estrategia barroca consistente en servirse de un

proyecto reflexivo reafirmando los modos de discurso cultivables en nuestra propia

lengua” (2012: 88). El de Echeverría es un discurso que cumple con las características

que él mismo propone para una filosofía que no está limitada o atada “al tratamiento de

determinados temas particulares de la realidad latinoamericana” o que es “meramente

expresiva o sintomática de su propia excentricidad, sino una filosofía universal, como lo

sería la filosofía europea moderna” (Echeverría, 2002: 53). Es un discurso que le

“arranca peras al olmo”2, en la medida en que aún estando alejado de los centros

dominantes de producción filosófica y de las lenguas que lo constituyen -el alemán, el

francés y el inglés-, es una argumentación que logra sobrevivir desde hace muchos

siglos cultivando una reflexión teórica en español. Discurso, que se sirve de los

documentos producidos en otras lenguas, no para ser colonizado por ellas, sino, por el

contrario, para aprovecharse de sus logros y reafirmarse así en su propio modo

filosófico. Hay, para Echeverría, una manera y un modo latinoamericano, original y

autónomo, de hacer filosofía que consiste, no en sumarse a los trazados europeos, sino

en atender sus inquietudes a partir tanto de las posibilidades que le brinda el español

como los usos del mismo que se generan en las sociedades hispanoparlantes (p. 55). Y

el mismo discurso de Echeverría sería, para Crescenciano Grave, un ejemplo de esta

posibilidad al caracterizarse por un uso particular y peculiar de la lengua española que

permite y potencia “la “extravagancia” de de-formarla y re-formarla en su trans-

2 “El olmo y las peras” se llama la contribución de abril del 2002 de Bolívar Echeverría en la Revista dela Universidad de México que gira en torno a la pregunta si es posible, y de qué manera, un discursofilosófico en América Latina.

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formación reflexiva y filosófica” (p. 88).

Echeverría acoge y atiende las inquietudes sobre la historia planteadas por

Benjamin, pasándolas por el tamiz de su propio estilo lingüístico. A la imagen táctil ya

de por sí elocuente de Benjamin, Echeverría la parafrasea realizando la operación que se

destaca de la poesía barroca, de la cual Benjamin afirmaba que “el preciosismo de ésta,

como el del modo expresivo barroco en general, reside en gran medida en la regresión

radical al nivel del vocabulario concreto” (1990: 194). Ya que Echeverría no sólo le

predica -como hace Benjamin- una cualidad concreta a la idea abstracta de discurso

histórico materialista, la de que es como un “cepillar a contrapelo”, sino que le suma

cristalización y materialidad al acompañarla con distintas determinaciones como la

referencia a una “piel” que si bien, en apariencia es “impecable” como “superficie

bruñida”, bajo la misma se disimulan y encubren “cicatrices”, “moretones” y

“traumatismos”. El español de Echeverría, caracterizado claramente también por su

recurso barroco a añadir a un término abstracto “otro concreto con una frecuencia del

todo inusitada, dando lugar a la aparición de nuevas palabras” (ídem), retoma las ideas y

palabras de Benjamin vertiéndolas hacia la cotidianidad de la experiencia de sus lectores

de habla hispana.

Tres son los focos desde los que se puede apreciar la especificidad que tiene para

Echeverría una historia cepillada a contrapelo. El primero muestra la problemática de la

transmisión y la necesidad de tomar distancia y poner en duda la veracidad de los

discursos dominantes; el segundo traza el paralelismo que Echeverría establece entre la

propuesta de Benjamin y la del paradigma indiciario del italiano Carlo Ginzburg; y el

tercero resalta cómo la lectura de Karl Marx que realiza Echeverría, implicó como

condición, tanto una ruptura con la tradición del marxismo ortodoxo, como un

reconstruir su discurso a partir de los indicios que habían sido ocultados en esta

transmisión dominante.

Si tenemos en cuenta el primer foco, el de la transmisión, Echeverría y Benjamin

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dirán que la narración de cómo fue el pasado se propaga de generación en generación

consolidando el relato que han articulado los sobrevivientes y vencedores de la historia.

La permanencia de la tradición en sus receptores constituye el peligro avizorado por

Benjamin en la tesis VI, que no deja de amenazar a todo aquél que escucha y da crédito

a ese relato: “el peligro de entregarse como instrumentos de la clase dominante”. Esta

advertencia resonará en el artículo de Echeverría “Una introducción a la Escuela de

Frankfurt” donde relaciona la postura de Max Horkheimer y Theodor Adorno ante la

historia, con la de Benjamin, parafraseando su idea sobre la necesidad de que el

historiador pase “la mano sobre el lomo de la historia, sobre lo que nos cuentan que fue

el pasado, pasar la mano sobre el cuento del pasado, pero pasarla a contrapelo” (2011:

33). Echeverría recalca que lo que nos dicen del pasado es “un cuento”, expresión que

en español marca la tendenciosa artificialidad de una historia puesta al servicio del

engaño y la trampa. Una fábula que se construye desde las posiciones de dominio para

que se instale una versión que justifica y ampara dicha supremacía. Esto exige, por lo

tanto, una constante lucha contra el discurso dominante, “liso, coherente y perfecto”,

para descubrir “debajo de sus fisuras todas las heridas, todas las cicatrices que están

siendo ocultadas por el pelambre tan liso y brillante de la historia oficial” (ídem).

Completando la imagen de Benjamin, Echeverría nombra explícitamente el pelaje del

animal, el cual reluce y brilla cuando se lo cepilla en sentido del pelo. La disputa es, por

lo tanto, contra la belleza de una narración que adormece, seduce y conforta. Echeverría

va a relacionar esta lucha contra la romantización del pasado, con la también necesaria

crítica a la idealización del presente. Lejos de ser el resultado de la suma de avances y

progresos, la existencia actual implica la experiencia de una vida deteriorada,

menguada, disminuida que tiene que reprimir una y otra vez las esperanzas que le

habían sido prometidas, y que hoy, son pura desilusión, traición y fraude (p. 32).

El segundo foco que resulta de interés en la lectura que hace Echeverría de la

filosofía de la historia benjaminiana es desde su comparación con el paradigma

indiciario de Carlo Ginzburg que desarrolla en “La historia como descubrimiento”

(2004). El artículo está dividido en tres partes, la primera es una exposición de los

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conceptos fundamentales de las Tesis sobre la historia de Benjamin, la segunda recorre

la propuesta de Ginzburg y la tercera plantea la obra de Karl Marx, El capital, como un

ejemplo del uso avant la lettre del paradigma indiciario. Echeverría relaciona

directamente una historia escrita a contrapelo con una historia hecha, no a partir de

pruebas irrefutables “que dejan tras de sí los acontecimientos reputados de grandes y

decisivos”, sino “hecha precisamente a partir de la ausencia de ese tipo de pruebas que

deja tras de sí el acontecer de la vida cotidiana” (p. 31). Sostiene que tanto Benjamin

como Ginzburg subrayan la fuerza de las pequeñas cosas en la búsqueda de la verdad

histórica y que ambos desconfían del discurso historiográfico, liso y coherente, de la

tradición. Por lo cual juzga indispensable tener en cuenta el camino de la microhistoria

del paradigma indiciario seguido por Ginzburg como una manera de “sacar a la luz

aquello que no es legible, que no está allí, que fue borrado y que no consta como

determinante para la historia” (ídem). El uso de los indicios descubre la contracara de lo

manifiesto o el lado oscuro de un documento a través de la suposición de que, tras ese

dato hay una prueba que falta o que hay un más allá de la prueba existente. Revelarían,

en palabras de Benjamin, el documento de barbarie que hay tras todo documento de

cultura. Echeverría subraya que el carácter de indicio que tiene un documento no le

viene por “su precariedad, o de su fragmentariedad, de una insuficiencia cuantitativa

suya, que le impida cumplir con el ideal de una prueba plena” (ídem), sino precisamente

por ser una “huella humana”, que cumple una función sustitutiva o de reemplazo de

algo que debiera estar y no está. La presencia del sustituto invita a la interpretación y en

especial a preguntarse sobre las circunstancias o las razones que hacen que haya un

indicio, una huella indirecta, y no un dato preciso y claro que conduzca a una

conclusión evidente. La ciencia histórica, “irremediablemente antropomórfica” (p. 32),

sospecha que la realidad tiene una “intención de confundirnos, de engañarnos, de

desviar nuestra atención por el lado equivocado” (ídem) y que por lo tanto debe adoptar

una actitud desconfiada frente a lo que se revela espontáneamente. Debe buscar siempre

aquello oculto y silenciado, aquello que se deja ver cuando la realidad está

desprevenida. La historia debe observar en los lapsus o fallidos lo que se escapa en los

estallidos de una crisis. Partiendo del supuesto psicoanalítico, Ginzburg confía, en que

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lo que se hace sin querer, muchas veces descubre aquello que se quiere y no se puede

hacer. Aquí Echeverría avanza para incorporar su propia hipótesis sobre qué es aquello

que la realidad constantemente busca ocultar:

El fundamento de la condición epistemológica del paradigma indiciario está

en el ocultamiento que la sociedad humana debe hacer de la contingencia de

su humanidad y del mundo de la vida humana así como de la contingencia de

su identidad y de la figura identitaria que tiene ese mundo en cada caso. Un

ocultamiento que resulta indispensable para la vigencia práctica de las

instituciones sociales puesto que sólo gracias a él la sociedad puede

legitimarlas como “naturales”, es decir, como configuradas en armonía con

las formas impuestas por la naturaleza. (ídem)

La lectura que hace Echeverría sobre la narración histórica y de las reflexiones

que sobre la historia hicieron otros autores- en este caso Benjamin y Ginzburg- está así,

claramente empapada por su constante interés en temas de la cultura. El concepto de

trans-naturalización opera como eje central en cuanto subraya cómo el salto cualitativo

desde lo animal hacia lo humano tiñe de arbitrariedad, artificialidad y tensión todo

fenómeno posterior de civilización y cultura; ya que, lejos de ser un proceso de

continuidad y armonía, implica un enfrentamiento en cuanto la forma humana se

impone a la animal mientras ésta se resiste. La forma animal “no permanece en lo social

sólo como huella, como cicatriz del conflicto y de la violencia que fue ejercida sobre

ella, sino sobre todo como el descontento vivo hacia sí misma que habita en lo que la

propia forma humana ha podido ser hasta ahora” (2010: 145). En su introducción a la

Escuela de Frankfurt, antes mencionada, también destaca estos conceptos en relación a

la hostilidad arcaica, al movimiento circular y permanente de ascensión y de regresión

de una “dialéctica que produce permanentemente resultados contradictorios” (2011: 40).

Siguiendo a Horkheimer y a Adorno, Echeverría sostiene que “estas cíclicas recaídas e

intentos, se deben a que la historia del hombre ha sido siempre la historia de una

agresión a la naturaleza, y luego, por lo tanto, de la venganza de la naturaleza sobre el

hombre” (p. 34). Esta hostilidad es la que se reproduce, también, en la relación de los

hombres entre sí, haciendo que la tendencia constante en la historia humana sea la del

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dominio y la represión, de una parte de la sociedad sobre el resto de la misma. El

método indiciario es, por lo tanto, el camino por el cual la supuesta bondad absoluta de

la civilización puede ser interpelada y abordada desde la complejidad que exige su

esencial ambigüedad. Es una herramienta que logra romper con el hechizo que los

grandes relatos y las gestas gloriosas ejercen sobre los receptores y los que son

formados en una determinada tradición. Receptores que muchas veces son seducidos

por los discursos históricos de los vencedores, no sólo a causa de su inexperiencia y

desprevención, sino porque en la negación de su propia animalidad, se identifican con

las formas exaltadas del poder y la opresión.

El tercer foco desde el cual se puede observar lo que para Echeverría sería lo

particular de una historia cepillada a contrapelo, lo ofrece la apropiación que él mismo

realiza del pensamiento de Marx. Echeverría sostuvo que también la historia de la

filosofía ofrecía la oportunidad de realizar esta operación en su lectura y abordaje. Para

ello, propone detenerse en aquellos esbozos o proyectos inacabados presentes en esta

historia. Vuelve a citar a Benjamin al sostener que “si se pasa a contrapelo sobre el lomo

de esa historia se van a encontrar múltiples propuestas que nunca fueron aceptadas o

reconocidas en la marcha de la filosofía” (2011: 102-103). El ejemplo de las diversas

interpretaciones de Marx y cómo durante su propia trayectoria intelectual debió hacer

una lectura que, lejos de la transmisión desdibujada y deformada por la cultura del

socialismo soviético y los partidos comunistas que predominaban en su juventud,

recuperara al Marx crítico, es aquí paradigmático. Para Echeverría, fue necesario pasar

su propia reflexión a contrapelo de la narración del marxismo ortodoxo, para encontrar

los indicios de un Marx que no sólo buscaba deconstruir el discurso filosófico moderno

sino que proponía uno nuevo, absolutamente a contramano de la reflexión tradicional.

En lugar de consolidar otro discurso, pero igualmente dogmático, como fue el propuesto

por el socialismo real, Marx había propuesto, según Echeverría, revolucionar desde las

bases las reflexiones sobre la modernidad. Así, poner entre paréntesis el discurso

unívoco sobre el pensamiento de Marx, fue poner también entre paréntesis un discurso

sobre la modernidad que culminaba con la identificación entre modernidad y

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capitalismo y, en última instancia borraba y ocultaba la posibilidad de una modernidad

no capitalista. Este ocultamiento que acontecía y aún acontece en el plano discursivo se

traduce al plano de la realidad puesto que el discurso de la modernidad “esconde el

hecho de que hay otras modernidades no capitalistas que van a ser oprimidas,

desechadas, que también aparecieron junto con la capitalista y que generaron otros tipos

de pensamiento completamente diferentes de lo que culminaría con el pensamiento

hegeliano” (p. 103). De esta manera la propuesta de la distinción entre modernidad y

capitalismo, central en el pensamiento de Echeverría, sería la consecuencia de la

aplicación del método histórico materialista que Benjamin desarrollara en sus Tesis. Un

método que permitió al filósofo ecuatoriano cepillar a contrapelo la narración que sobre

las ideas y propuestas de Marx otros hicieron. No sólo aquella que hicieron los que se

encontraban en la vereda opuesta de sus ideas políticas, sino también los que dentro de

la misma izquierda, se habían erigido como vencedores, negando toda interpretación

que pusiera en riesgo su preeminencia y poder.

Las influencias de Benjamin en las reflexiones sobre el tiempo histórico de

Bolívar Echeverría son, por todo lo expuesto, profundas y persistentes. Lo impactan

principalmente desde la forma pero también desde el contenido. Desde lo formal porque

inspiran en Echeverría las preocupaciones sobre cómo debe articularse el discurso

histórico, cómo debe ser su transmisión, y cuál es el método que le conviene. Así,

promueven en él la concepción de una historia leída a contrapelo que debe ir en

oposición a las tradiciones dominantes, que nunca debe dejar de buscar aquello que en

su transmisión queda silenciado y cuyo principio monadológico parte de lo particular y

lo singular. Desde el contenido, Benjamin legará a Echeverría su desconfianza en la idea

de progreso y su escepticismo frente a los logros de la civilización; así también como su

constante y firme aprecio por todos aquellos pequeños acontecimientos que en la

aparente intrascendentalidad de los días comunes y corrientes de la vida cotidiana,

guardan una fuerza y oportunidad históricas muchas veces insospechadas.

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I.II. El discurso crítico de Karl Marx como momento inaugural de una nueva propuesta

de praxis crítica de la historia.

La relectura que realiza Bolívar Echeverría de la obra de Marx se centra

principalmente en el análisis de las Tesis sobre Feuerbach de 1845 y en el de El capital

de 1867. Es una recepción que enfatiza la importancia de la dimensión discursiva de la

misma y se detiene con profundidad e insistencia en el análisis del tipo de discurso que

Marx propone como expresión adecuada y condición necesaria para lograr los cambios

sociales que juzga impostergables. Sin desmerecer los aspectos relacionados con el

contenido, Echeverría insiste en la especificidad del tipo de enunciación que Marx le

exige a un discurso que quiera desenmascarar las falacias de las argumentaciones

capitalistas. Juzgará que revalorizar esta dimensión de la herencia marxista permite, al

mismo tiempo, rescatar un núcleo conceptual que si bien es teórico, tiene

principalmente consecuencias prácticas. Núcleo, que por otro lado, parece haber caído

en el olvido en las versiones dominantes del marxismo ortodoxo. Este centro postula

que es el momento crítico el que fundamenta y articula lo propio del discurso comunista

y que es lo que lo diferencia de cualquier otro decir sobre el mundo, sobre el ser

humano o sobre lo social. La propuesta de Marx consiste, según Echeverría, en

desarmar el discurso del poder capitalista como requisito para desmantelar su poder en

la realidad. Para esto, su decir debe ser un contra-decir, una interpelación al orden

vigente y al pensamiento establecido. Pero el momento crítico del cual habló Marx, dirá

Echeverría, no debe concebirse como un momento transitorio hasta que se formule un

discurso adecuado que sería positivo pero correcto. El contradecir debe ser su propio

método y será la única forma de interpelar al poder que, como quiera que se erija,

encuentra siempre los modos para re-anquilosarse y re-fundar su dominio. Por lo tanto,

la propuesta de Marx no habría sido un contradecir el poder del capital para reafirmar

un poder otro, sino más bien un proponer la dimensión crítica como sustancial a un

nuevo discurso, cuya finalidad sea la disolución de la existencia de cualquier opresión y

dominio. Y desde esta perspectiva es desde donde Echeverría impugnará a aquellas

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trayectorias del propio marxismo que, abandonando la crítica, se posicionaron como

estructuras positivas de nuevos poderes que sucumbieron a las trampas de su propia

afirmación. En esta línea, en la presentación que escribió para la publicación que

recopila varios de sus textos relacionados a la obra de Marx, Echeverría contrapone el

temple de ánimo que imperaba a principios del siglo XX -donde, al decir de Rosa

Luxemburg, o se tomaba el difícil camino del socialismo o se caía en la barbarie- con

aquel que predominaba entre los hombres y mujeres a finales de ese mismo siglo:

Criados para el arte de interpretar lo malo como menos malo a la luz de la

posibilidad de lo peor: ansiosos de encontrarle siempre a todo, incluso a lo

peor, el lado bueno, se resisten con recelo fetichista a sumar bajo el término

“barbarie” todas las catástrofes y las masacres, de su época, la frustración de

pueblos y generaciones enteras que ella contiene, el asfixiante estrechamiento

de la vida individual y colectiva que ella ha traído consigo. Para ellos, pese a

todo, el progreso “que sería por esencia bueno” sigue: la humanidad mantiene

su marcha ascendente. (1986, s/n)

Si bien la barbarie social y la carencia de sentido que ella acarrea parecieran colorear

todo el siglo XX, y si bien el acostumbramiento generalizado ha posibilitado que los

sujetos acepten condiciones de vida muy por debajo de sus expectativas, necesidades y

prioridades, Echeverría sostiene que la existencia de la izquierda -en tanto entidad

sociopolítica particular cuyo discurso propio es el marxismo3- es el único hecho que

permite vislumbrar que hay un espacio que se sigue resistiendo a esa situación de

barbarie generalizada antes descripta. Como el resguardo de la posibilidad de la

diferencia, señalando con insistencia que algo que podría estar sin embargo no está, la

izquierda denuncia las contradicciones vigentes. Interpela y contradice al status quo que

3 Años más tarde Echeverría atenuará su idea de la izquierda como una “entidad”: “Por “izquierda” puedeentenderse una corriente supra-partidista de la opinión pública dentro del escenario de la políticademocrática moderna. Expresaría ella una tendencia especial de la actividad política: la que pugna porcompletar o perfeccionar las transformaciones institucionales alcanzadas en la sociedad moderna comoconsecuencia de la Revolución francesa (…) La izquierda como una tendencia de la actividad políticadentro del Estado moderno, caracteriza más a las actuaciones políticas en cada situación concreta que alaparato organizativo de un grupo determinado. Un partido político no puede ser de izquierda, sólo puedeestar en ella, mientras su actividad política coincide con esa tendencia. La historia de la izquierda no es lade los grupos u organizaciones llamados “de izquierda”, sino la historia de las políticas de izquierda”(Echeverría, 2010: 178).

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da carta de justificación a todo lo que es, y que obstruye la aparición de todo lo que

podría ser si las cosas no fueran como son. En este sentido el énfasis puesto por

Echeverría en rescatar principalmente el momento negativo del discurso marxista -su

dimensión crítica- surge de las condiciones de un aquí y ahora que en la univocidad de

su complacencia, ya sea por convencimiento o agotamiento, se ha rendido ante la

contundencia de las circunstancias.

El momento crítico que rescata Echeverría, no sólo busca desarticular la fuerza

de una narrativa capitalista que persevera en su apología del estado de cosas vigentes,

sino también busca activar la autocrítica de un marxismo en crisis. La negación de la

afirmación de que la clase obrera industrial es el sujeto privilegiado del cambio

histórico, la negación de la afirmación según la cual el modelo de sociedad alternativa

es la que existía empíricamente en la Unión Soviética, y por último, la negación de la

afirmación de una bondad intrínseca de la técnica, debían, para Echeverría, ser tres

momentos fundamentales de “la encomienda del pensar” que la inminencia de la nueva

barbarie y el fin del hombre exigían a la tradición del comunismo. Ya que, no sólo lo

que estaba en juego era la distribución de los bienes terrenales según las leyes de la

justicia social, las posesiones de los hombres y mujeres, “sino lo humano mismo, esta

entidad histórica peculiar que está en trance de desaparecer una vez que todas las

virtudes que desarrolló a costa de cruentas mutilaciones se convierten una a una en

vicios para él mismo y para la naturaleza” (ídem). Esta encomienda fue siempre desoída

por el marxismo “demasiado realista” de las “vías preferenciales”, pero se hizo presente

en los marxismos marginales y heterodoxos de Rosa Luxemburg, de Hermann Goerter,

de Karel Kosik, de Rudi Dutschke, de Karl Korsch, Ernst Bloch y de Georg Lukács. Y

según Echeverría esto demostraría, una vez más, que el “discurso del comunismo sólo

puede ser tal si es estructuralmente crítico, es decir, si vive de la muerte del discurso del

poder: de minarlo sistemáticamente; si su decir resulta de una estrategia de contra-decir”

(ídem). Ante la tendencia que tiene el poder a reproducirse en su discurso y ante la

tendencia que tienen los discursos a transformarse en discursos de poder opresivo, la

única salida consiste en erigir siempre, frente a las formulaciones enunciativas, un

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contrapunto constante y persistente que las limite y las contenga. La estrategia consiste

en superar el engaño y resistir al canto de las sirenas que prometen, por fin, un poder

que no necesita de su propia crítica o un discurso que no necesita de su propio contra-

discurso. Salvaguardar el momento crítico del discurso comunista, será para Echeverría,

la condición necesaria para salvaguardar su propia disposición a la emancipación. Así,

de las Tesis sobre Feuerbach, Echeverría va a focalizar en la idea según la cual hay en

ellas una autoafirmación y un autorreconocimiento muy evidente sobre el carácter y el

tipo de discurso que es el discurso dialéctico materialista del comunismo, en cuanto

discurso revolucionario, frente al discurso tradicional. La novedad de las mismas -frente

a los otros dos textos de la época con los cuales tiene muchas convergencias, La

ideología alemana y los “Manuscritos de París”, estribará precisamente en remarcar que

la peculiaridad expresiva de su discurso es la especificidad de la teoría marxista (2011c:

14).

José Guadalupe Gandarilla Salgado en su trabajo “Tesis contra el orden y orden

de las tesis: “arroyo de fuego” y “cálida corriente” en la crítica materialista de Bolívar

Echeverría”4, realiza un análisis de la crítica que llevaron a cabo Feuerbach, Marx y

Engels a la religión que, disfrazada de idea absoluta, imperaba en la Universidad de

Berlín desde principios del siglo XIX; y afirma que “[o]ponerse a la filosofía hegeliana”

equivalía, en dicha época y circunstancia, “a oponerse al orden vigente” (2015: 76). De

ahí, sostiene, que en la propuesta materialista de criticar el sistema del idealismo

absoluto estaba en juego “la posibilidad de erigir un nuevo pensar/hacer” (p. 77) que

sentaría las bases de una realidad transformada. En su exposición Gandarilla Salgado

llama la atención sobre el señalamiento que hace el filósofo francés Miguel Abensour

sobre las palabras de Feuerbach que distinguen una filosofía que responde a necesidades

de la propia disciplina filosófica, de aquella otra filosofía que surge como respuesta a un

nuevo capítulo de la humanidad. Hay desarrollos, ideas y propuestas filosóficas que,

dentro del ámbito de la teoría, dialogan con especulaciones anteriores, motivando de

esta manera un desarrollo conceptual regido por necesidades tanto lógicas como

4 El trabajo forma parte de la compilación realizada por Raquel Serur en el año 2015 aparecida enEditorial Era bajo el título Bolívar Echeverría. Modernidad y resistencias.

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reflexivas. Y hay también momentos bisagra de la cultura y de la historia, donde no es

el pensamiento el que marca el ritmo de su devenir, sino la propia realidad, la que

impele y acucia al pensamiento para que éste responda a sus nuevas exigencias y

dilemas. De esta manera, cuando es la realidad la que clama por su transformación o la

que grita la imposibilidad de que las cosas sigan como están, es cuando se hace patente

la fuerza transformadora, fructífera y explosiva del pensamiento negativo y crítico (p.

78). Gandarilla Salgado describe cómo, la figura del fuego y de lo incandescente (p. 79),

fue usada de manera recurrente entre los jóvenes hegelianos que percibieron el elemento

tanto destructivo como constructivo de una filosofía crítica que pensaba, no al pulso de

su necesidad interior, sino movida en un ida y vuelta por la urgencia de una realidad que

buscaba el cambio y la transformación.

Es en este sentido, también, que Echeverría señala la importancia de la

preocupación de Marx por llevar hasta sus últimas consecuencias el materialismo de

Feuerbach el cual, quedando en una versión meramente empirista, descuidó su aspecto

dialéctico de praxis fundante y no hizo uso de sus posibilidades para modificar la vida

práctica del ser humano. Marx pone el foco en la urgencia de revolucionar el proceso de

pensar para que no sea sólo un decir sobre la revolución sino también un modo de

hacerla: “la necesidad de pensar el proceso revolucionario resulta ser, simultáneamente,

necesidad de revolucionar el proceso de pensar” (2011c: 20). La revolución comunista

debía, para Marx, implicar necesariamente una doble dimensión de transformación

práctica y teórica, donde las concepciones tradicionales serían suplantadas por un nuevo

discurso crítico que habilitaría otro tipo de actitud discursivo-reflexiva-práctica sobre el

mundo, sobre la vida, sobre las cosas. Este nuevo comportamiento echaría por tierra la

distancia entre el sujeto y el objeto, permitiendo un reflexionar, que al hundirse y

fusionarse con la realidad, promovería un pensar desde dentro de la acción. Ya que, si

tenemos en cuenta la distinción de Feuerbach, antes mencionada, entre las filosofías que

nacen de la necesidad de su lógica interior y otras que son consecuencia de situaciones

vitales que demandan una transformación, fue la propuesta de Marx y -no la de

Feuerbach- la que pudo ser el ejemplo más radical del último grupo. El pensamiento

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comunista nacía, según Marx, de una necesidad, no sólo filosófica, sino de la

humanidad toda y por eso iba a arrastrar con una fuerza inusitada la configuración de las

cosas tal cual existían. Así, en las crisis e insatisfacciones de la vida de todos los días, en

la cotidianidad de los quehaceres y desde la inmanencia del lenguaje ordinario podría

activarse una crítica que carcomiendo las certezas del discurso dominante, abriría el

camino a formas alternativas de organizar la vida y la sociedad. Este era el nuevo

desafío para los pensadores: una filosofía que no sólo interpretara el mundo sino que lo

transformara. Es en este sentido que debe comprenderse, en toda su transcendencia, la

siguiente afirmación de Echeverría: “[a] los que están entrenados en el pensamiento hay

que decirles que no son ellos los que van a aportar el momento crítico sino que ellos son

los que se van a dar cuenta de que la crítica está en la vida misma, que está saliendo de

allí” (2010: 107). Es así que, según Echeverría, la condición para la existencia de un

discurso crítico sobre la modernidad y el capitalismo, es la realidad misma de la

modernidad capitalista, en el seno de la cual se gestan insatisfacciones y frustraciones

que interpelan con fuerza tal, que motivan no sólo a pensar sino también a actuar contra

el orden de las cosas tal cual éstas existen.

Volviendo a la idea -desarrollada en la sección anterior- según la cual El capital

sería un ejemplo avant la lettre del paradigma indiciario de Carlo Ginzburg, Echeverría

afirma allí, que el mismo es “un libro en el que de una manera u otra se practica la

escritura de la historia” y que Marx “es el iniciador de ese tipo peculiar de discurso al

que hoy conocemos como discurso crítico sobre la modernidad” (2004: 33). El capital

verdaderamente cepilla, para Echeverría, la historia a contrapelo porque su decir es un

contra-decir crítico del discurso del poder capitalista. Por lo cual su formulación no es

una pura enunciación en abstracto, sino una escritura de la historia, una contra-historia,

que es ella misma praxis crítica. Y ésto por las dos razones antes adelantadas. La

primera porque parte de la vida práctica del ser humano, originándose en el lenguaje

ordinario que expresa las insatisfacciones y necesidades de la vida de todos los días y

que, en su misma enunciación cotidiana, manifiesta sus contradicciones y abre la

posibilidad a que pueda ser transformada. La segunda porque su formulación es ella

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misma considerada praxis, en la medida en que ya desde su crítica a Feuerbach, Marx

había abogado por considerar al discurso teórico comunista en su dimensión dialéctica,

es decir como “una aprehensión teórica de la objetividad como proceso o praxis

fundante de toda relación sujeto-objeto, y, por tanto, de toda presencia de sentido de lo

real” (Echeverría, 1986: s/n). A diferencia de Feuerbach, que queda a medio camino en

su crítica al materialismo empirista y al idealismo racionalista, Echeverría encuentra en

la formulación de Marx un materialismo que, al incorporar el aspecto activo del

conocimiento humano, sostendrá que el discurso teórico debe ser “concebido como

momento componente del proceso práctico-histórico en su totalidad” (ídem). Las

formas cognoscitivas, en un aquí y ahora determinado, son ellas mismas resultado de la

actividad práctica, material-humana, de una determinada sociedad a lo largo del tiempo

y sólo desde esta consideración histórico-temporal pueden ser comprendidas y

descifradas. Por lo cual, el autorreconocimiento de estar en un momento preciso de este

proceso, junto con el registro de las constituciones de sentido que en él pueden ser

habilitadas y estructuradas, ubica al teórico en el lugar adecuado, desde donde poder

problematizar eficazmente una situación. El estar en ese lugar de autoconciencia le

permite vivir las contradicciones existentes también como resultado de la praxis humana

e históricamente constituídas, perdiendo éstas su poder irrevocable y su fuerza

sustantiva. Ésta será la forma “crítico-práctica” de hacer teoría de la que habla Marx en

la Tesis I y que le posibilitará al teórico el reconocimiento de los límites de la

perspectiva desde donde está operando, como así también la manifestación de sus

alcances. Dice Echeverría:

Por esta razón, lo que constituye la “verdad” del discurso teórico es

precisamente su compenetración con este proceso- como elaboración

conceptual de las significaciones que en él se producen y que, trabajadas,

deben revertirse sobre él para su autotransformación -: en otras palabras, su

“verdad” es su “poder”, su contribución o participación específica en la

realización concreta de la tendencia fundamental de este proceso práctico-

histórico. (ídem)

El capital no es sólo la expresión más acabada, según Echeverría, de este30

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discurso teórico-histórico-práctico, sino también, como ya se adelantó, un ejemplo del

uso del paradigma indiciario. En él se manifiesta una primer actitud de sospecha ante la

realidad descrita y explicada como natural por la ciencia de la economía política y se

descubre, en la ambivalencia de lo moderno, el momento de barbarie que aún sigue

reclamando desde el pasado. Según Marx, en la apariencia de la riqueza social moderna

hay indicios de fallas sintomáticas y sospechosas que examinadas como lapsus, exigen

ser problematizadas y permiten deconstruir el discurso moderno. La teoría capitalista

sostiene, que la posibilidad de acrecentar la riqueza está dada por la naturaleza dinámica

del dinero, que tiene la capacidad de ser cambiado por mercancías para después volver

éstas a ser cambiadas por dinero, pero incrementado. Son, para el capitalismo, el dinero

por sí mismo y el propio capitalista, las causas últimas de la generación del plusvalor y

la ganancia. La falla consiste en que esta explicación tiene como fin ocultar que hay un

tercer actor en juego -el trabajador asalariado- a quien se invisibiliza desde tiempos

pasados a fin de no tener que hacerlo partícipe de la ganancia. Y lo que también oculta

la fórmula general del capital es que una mercancía común sólo puede portar valor, pero

nunca generarlo. De esta manera, la fórmula (D-M-D´) según la cual una suma de

dinero transformada en mercancía produce más dinero, esconde una falla, un indicio que

se advierte como una paradoja. Con la sola exposición del término intermedio de la

fórmula, M, que provoca el plus de valor, no se explica qué sucede para que se dé el

incremento del capital. Marx convertirá esta paradoja en un problema y al analizar

críticamente la fórmula, encontrará su explicación en su teoría del modo de producción

capitalista. Marx encuentra, así, que

el término central, el de la mercancía comprada y revendida por el capitalista,

es un término que confunde dos tipos diferentes de mercancías, el de las

mercancías comunes y el de las mercancías <milagrosas>, es decir, el de las

mercancías que generan valor mientras son consumidas. Este último tipo es el

de la mercancía fuerza de trabajo. La fórmula general del capital, al tratar a la

fuerza de trabajo como si fuera una mercancía común y corriente, esconde o

mistifica el hecho escandaloso de que la civilización moderna descansa en la

conversión forzada de M que es el sujeto, en M proceso productivo, en mero

objeto del mismo. (Echeverría: 34)

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De esta manera, bajo la apariencia armoniosa de un trato entre iguales, se esconde y

silencia el trato desigual que los capitalistas imponen a sus empleados, en tanto que

negocian con ellos como si fueran objetos. Hubo en el pasado un momento donde los

propietarios de los medios de producción expropiaron su fuerza de trabajo a los

trabajadores, privándolos de su sujetidad, situación que aún sigue aconteciendo. Este

momento del pasado si bien queda oculto en las capas de la experiencia social a tal

punto que sus consecuencias son asumidas acríticamente en las generaciones

posteriores, continúa, sin embargo, presente y en latencia, como índice de algo

irresuelto y siempre a punto de estallar. Así, la expropiación que sufrieron los

expropiados y la propuesta de Marx, al final del primer tomo de El Capital, al hablar de

“la expropiación de los expropiadores” es para Echeverría, una referencia que hace

Marx al pasado, y que al aludir a él, estaría buscando, de esta manera, cumplir,

“mesiánicamente, con la cita o compromiso de encuentro establecida a través del tiempo

con esos expropiados y enajenados” (ídem). Al articular la propuesta de escritura de la

historia de Ginzburg con las ideas de Walter Benjamin y aplicándolas a la lectura de El

Capital de Marx, Echeverría afirma que ésto obedece a la propia preocupación de

Ginzburg de no dejar su paradigma como un mero recurso metodológico sino como un

modo de romper con el continuum de la historia que esconde, disfraza, disimula y

enmascara la barbarie, bajo las aparentes maravillas del progreso. De la misma manera

que lo hace la organización capitalista de la vida que, en su constante capacidad de

recuperar el equilibrio luego de sucesivas crisis, esconde una versión de la modernidad

“que, tal como estamos viviéndola en estos días, parece conducirnos directamente hacia

una catástrofe” (Echeverría, 2012: 77).

Es esta revisita a la obra de Marx, enriquecida por su articulación con las ideas

de Benjamin y de Ginzburg, una de las fuentes desde las que Echeverría va a abrevar

para demostrar la envergadura de lo que sucede en la vida cotidiana y en el día a día de

un grupo social. Especial relevancia tendrá la idea según la cual al desmantelar el

discurso del capitalismo se puede desmantelar su poder en la realidad, en la medida en

que su fuerza no sólo se impone a través de decretos o resoluciones sino principalmente

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por la continua y permanente repetición -en las calles, en los hogares, en los puestos de

trabajo- de aquellas proposiciones que lo avalan y sostienen. De igual modo, que las

posibilidades de su crítica también surgirán de la misma realidad, por las crisis e

insatisfacciones que el mismo capitalismo genera en cada una de las formas de vida que

instaura y modela. Es el discurso crítico de Marx, así, para Echeverría, el momento

inaugural de una propuesta de discursividad, que incrustándose en las pequeñas

narraciones y relatos que se hacen hombres y mujeres en su vida diaria, les da la

posibilidad de repasar la historia a contrapelo, des-ocultando aquello, que tras las

apariencias, se esconde con ardides y astucia. Una propuesta de narración histórica que

no se constituye como un decir que reafirma y justifica lo sucedido, sino que promueve

desde ese propio decir una mirada crítica y reflexiva tanto sobre lo que ya ha acontecido

como lo que aún sigue sucediendo y aconteciendo.

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I.III. La perspectiva de los ethos históricos5.

Tanto en La modernidad de lo barroco como en Definición de la cultura,

Echeverría desarrolla su teoría de los comportamientos o ethos históricos. Un

determinado ethos, dirá Echeverría, es el “comportamiento social estructural”, “ubicado

lo mismo en el objeto que en el sujeto” que puede ser visto como “todo un principio de

construcción del mundo de la vida” (2005: 37). Comprende un modo distintivo de ver la

realidad, estrategias específicas para construir modos de habitar el mundo, valores

estéticos y obras de arte particulares. Es el modo de erigir una vida humana frente a los

conflictos que impone el propio fundamento animal y la naturaleza exterior, como así

también el modo de responder a los desafíos que cada época impone a los sujetos que

nacen en ella. Echeverría encontrará cuatro respuestas alternativas ensayadas por los

hombres y mujeres ante los desafíos de la modernidad. Y si bien, a lo largo de sus

análisis, va a focalizar e interesarse en desarrollar las características del ethos barroco,

también describirá, en menor medida, las del ethos realista. Los otros dos ethos que

postula como dados en la modernidad -el romántico y el clásico- fueron poco abordados

en su obra y sólo en referencia comparativa con los primeros. Para Echeverría la

contradicción propia de la época moderna a la que responden los cuatro ethos

mencionados – el barroco, el realista, el romántico y el clásico- es la de “la realidad o

hecho capitalista”:

Se trata, en esencia, de un hecho que es una contradicción, de una realidad

que es un conflicto permanente entre las tendencias contrapuestas de dos

dinámicas simultáneas, constitutivas de la vida social: la de ésta en tanto que

5 En la mayoría de sus escritos, Echeverría utilizó el término ethos en singular ya que estaba acompañadode alguna de sus determinaciones modernas, o barroco, o realista, o clásico o romántico. Cuando se refirióa los cuatro modos en su conjunto, usó el plural griego ethe dando lugar a la fórmula ‘cuádruple ethe’.Por otro lado, utilizó el par de palabras ethos e histórico, también las más de las veces en singular, ya queun ethos siempre se da en una concreción y forma determinada. Sin embargo, en diversos lugares utilizala forma castellanizada de ‘ethos históricos’ para referirse a la pluralidad de configuraciones con las quepuede presentarse un ethos. Es el caso del apartado titulado “El hecho capitalista y el cuádruple ethos dela modernidad” de La modernidad de lo barroco, y también el de la entrevista que le realizó Iván Carvajalen 1996 en Quito y publicada en Kipus. Durante todo este trabajo elegí esta variante castellanizada deethos también para el plural, por considerar que fluye más naturalmente en nuestra habla cotidiana.

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es un proceso de trabajo y disfrute referido a valores de uso, por un lado, y la

de la reproducción de su riqueza, en tanto que es un proceso de “valorización

del valor abstracto” o acumulación de capital, por otro. (p. 37-38)

Cada uno de los cuatro ethos modernos fue una respuesta distinta a esta contradicción

propia del capitalismo e implicó un particular modo de vivir el mundo y la vida, a partir

de ese hecho insoslayable. Cada uno, a su manera, fue una estrategia para llevar

adelante las prácticas y urgencias propias de toda trayectoria humana en las condiciones

impuestas por la época. Los diferenció su peculiar actitud frente a este hecho capitalista

con el cual se enfrentaron: sea que lo reconocieron o lo desconocieron, sea que

participaron o tomaron distancia de él. Si bien son pocos los pasajes dentro de la obra de

Echeverría donde se describe a los cuatro ethos juntos, y a ésto se suma que esos pasajes

se reproducen casi exactamente de obra en obra, el siguiente cuadro puede ayudar a

comprender el análisis comparativo que propone Echeverría:

Acepta como irrevocable elhecho capitalista y su

contradicción

No acepta la irrevocabilidaddel hecho capitalista y su

contradicción

ethos realista ethos románticoParticipa afirmativamente ycolabora a favor del hecho

capitalista y su contradicción

ethos clásico ethos barrocoToma distancia crítica frente al

hecho capitalista y sucontradicción

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Los cuatro ethos fueron las distintas formas como las mujeres y los hombres

construyeron su vida en una época donde la primacía del valor económico de las cosas y

de las relaciones, negó cada vez más su valor de uso. Situación que impregnó todos los

ámbitos de la vida y ante la cual se dieron distintas respuestas: el ethos realista

reconoció y militó a favor de la contradicción propia que habita al capitalismo; el

romántico, aún rechazando y criticando dicha contradicción, participó y colaboró con la

misma; el ethos clásico, aceptó la irrevocabilidad del hecho capitalista, pero como los

héroes trágicos frente al destino, sólo consideró viable tomar distancia frente a él; y

finalmente el ethos barroco, que si bien vivió y actuó dentro de la contradicción, no la

aceptó como irrevocable y elaboró una forma estratégica de tomar distancia frente a

ella.

Si bien estos ethos modernos son los que más interesan a Echeverría, es en las

reflexiones más generales que realiza en torno a la cultura y a la historia donde el

concepto de ethos histórico encuentra su justificación más acabada en la medida en que

puede mediar entre las distintas esferas que a él le interesan: la historia material, la

historia económica y la historia cultural en tanto y en cuanto son cepilladas a contrapelo

y hacen posible entrever las pequeñas e innumerables huellas ignoradas y olvidadas por

la historiografía tradicional. Se trata, dice Echeverría, de proponer una teoría, un

“mirador”, para sintetizar el comportamiento social estructural que como principio de

construcción del mundo de la vida caracteriza a un grupo en una determinada época y

en un determinado lugar (2005: 37). Ante la necesidad de realizar su humanidad, la

trans-naturalización, de una manera singular en una circunstancia histórica precisa, ante

el desafío de hacer uso del código universal humano en una figura concreta de

subcodificación entre las muchas alternativas posibles, los grupos sociales ponen en

práctica distintas estrategias que les permiten suavizar esa violencia que se genera como

consecuencia de su separación del mundo de la naturaleza y de su propia animalidad. La

contradicción inherente que trae el proceso de civilidad y cultura demanda, así, que éste

sea transitado como un proyecto de construcción de un nuevo lugar para el ser humano

en un mundo material al cual ya no pertenece plenamente, pero del cual tampoco puede

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prescindir:

El término “ethos” tiene la ventaja de su doble sentido; invita a combinar, en

la significación básica de “morada o abrigo”, lo que en ella se refiere a

“refugio”, a recurso defensivo o pasivo, con lo que en ella se refiere a

“arma”, a recurso ofensivo o activo. Alterna y confunde el concepto de “uso,

costumbre o comportamiento automático” -un dispositivo que nos protege de

la necesidad de descifrarlo a cada paso, que implica una manera de contar

con el mundo y de confiar en él- con el concepto de “carácter, personalidad

individual o modo de ser” -un dispositivo que nos protege de la

vulnerabilidad propia de la consistencia proteica de nuestra identidad, que

implica un modo de imponer nuestra presencia en el mundo, de obligarlo a

acosarnos siempre por el mismo ángulo. (p. 162)

Un determinado ethos histórico reúne, por lo tanto, el conjunto de prácticas y objetos

que se van sucediendo, de una manera dinámica y siempre cambiante, en la

configuración concreta de la vida de todos los días: las formas de la vestimenta, los

gestos y las normas de convivencia, las costumbres alimenticias y la variedad en la

preparación de los alimentos, los modos de relación en el ámbito privado y en el

público, los valores vigentes, la actitud ante la muerte y ante la naturaleza, el modo de

relacionarse con el propio cuerpo, los gustos estéticos y las tendencias artísticas.

Echeverría va a señalar la importancia de las producciones artísticas de cada ethos

histórico, ya que justamente “es asunto del arte la puesta en evidencia del ethos de una

sociedad y de una época” (p. 47).

La propuesta de un “mirador” o encuadre desde el cual abordar la multiplicidad

de lo que acontece en la sucesión de la vida se alinea claramente con la constelación de

inquietudes que atravesó la fenomenología de Edmund Husserl y la particular recepción

que de ella hizo la hermenéutica de Martín Heidegger. Si bien ni la fenomenología ni la

hermenéutica aparecen explícitamente como marcos interpretativos o conceptuales del

desarrollo que Echeverría realiza de los ethos históricos, una lectura del tema a partir de

esas claves, permite desplegarlo de una manera que manifiesta sintonías elocuentes y

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profundas. Ya que será a partir de una apreciación filosófica que problematiza el cómo

se dan los objetos a la experiencia y cuáles son las maneras de ser de lo objetivo y sus

afectaciones en la existencia, la base desde donde Echeverría pensará la vida histórica

del ser humano y en especial su vida cotidiana. De esta manera, abordar el concepto de

ethos histórico, a partir de la tradición fenomenológico-hermenéutica, permite

profundizar sobre algunas de sus características distintivas. A su vez, posibilita

tematizar sobre la persistencia y permanencia de motivos heideggerianos a lo largo de

toda la trayectoria del filósofo ecuatoriano, aún cuando ésta ya había encontrado nuevos

carriles para la reflexión. Conocida es la razón por la cual un joven Echeverría, quien ya

en Quito había leído Ser y Tiempo, viaja a Alemania. A fines de noviembre de 1961,

habiendo obtenido una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico, se traslada

a Friburgo con su amigo Luis Corral con el único fin de asistir a los cursos de

Heidegger. Al no poder concretar su deseo debido a que Heidegger sólo enseñaba en

seminarios de cursos superiores, deciden trasladarse a Berlín donde asisten a los cursos

de alemán del Goethe-Institut y a algunos seminarios de Filosofía de la Universidad

Libre. Si bien Echeverría fue un lector crítico de Heidegger (García Conde, s/p: 1),

admira en él muchas cosas: su “actitud revolucionaria” (Echeverría, 1995: 83), la

“penetración excepcional” de su discurso (p. 85), el “fascinante trato” que le da a la

lengua alemana a través del juego etimológico (p. 89) y la “maestría inigualable” con la

que aborda el tema sobre la modernidad, con su crítica a la técnica y al subjetivismo (p.

94); crítica que Echeverría interpretará como una impugnación al antropocentrismo y a

la antropolatría (García Conde: 3). Es a partir de esta crítica al subjetivismo y la

consecuente necesidad de establecer un marco explicativo de los comportamientos

humanos -en el cual su especificidad no quede negada pero tampoco exaltada-, desde

donde puede entenderse la potencia conceptual del concepto echeverriano de ethos.

Según Ludwig Landgrebe “uno de los más importantes estímulos que Heidegger

recibiera de Husserl” fue la idea según la cual el primer paso de todo análisis

fenomenológico consiste en prestar atención a los hilos conductores que desde los

objetos se dirigen a la conciencia “por medio de la mostración del mundo tal como se

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abre a la experiencia originaria” (1968: 47). Convicción que arraigó profundamente en

Heidegger y a partir de la cual “el ser-en-el-mundo” será para él una estructura

fundamental de la existencia humana. El tan citado lema husserleano “¡a las cosas

mismas!” no implicó una reivindicación de la tradición científico-natural y su ideal de

conocimiento exacto a través de la descomposición de datos sensibles, sino, una

consideración de las cosas tal cual se muestran o se dan a conocer a sí mismas, como

unidades que ya están constituidas y que están atravesadas por una multiplicidad de

fases fluentes en la conciencia del tiempo inmanente (p. 56). En la cosa percibida

tenemos que diferenciar entre la cosa misma y la manera como es cada vez mentada,

tanto por uno mismo como por los otros, desde distintos ángulos y perspectivas. Por

otro lado, en la percepción, las cosas nunca se presentan aisladas, sino que están

siempre delante de un trasfondo objetivo: “la mesa, por ejemplo, es “mesa en la

habitación”, “está delante de la ventana” -“en mi casa”, la casa “en la calle”, “en esta

ciudad”, etc.” (p. 64). Toda cosa singular es percibida en el horizonte espacio-temporal

de su propio mundo circundante. Mundo circundante que también es el nuestro. En sus

Meditaciones cartesianas, Husserl establecerá un “concepto natural del mundo”, pre-

teórico y pre-reflexivo, que acepta por cierto implícitamente el mundo que está presente

en cada una de las experiencias concretas y al que años más tarde llamará “mundo de la

vida” (Landgrebe: 46). Comprender este mundo natural implicaba, para Husserl,

retroceder desde las distintas versiones científicas hacia la consideración de la

experiencia pre-científica como una consideración del mundo antes de la ciencia, es

decir retrotraerse al inmediato “mundo de la vida”, con su manera originaria de darse

ante nosotros:

El mundo de vida -por recordar lo dicho repetidas veces- está para nosotros,

los que vivimos en vela en él, siempre ya ahí, siendo para nosotros de

antemano, es el “suelo” para toda praxis, ya sea teórica o extrateórica. A

nosotros, los sujetos en vela, siempre interesados prácticamente de algún

modo, el mundo nos está dado como horizonte, no una vez accidentalmente,

sino siempre y necesariamente como campo universal de toda praxis real y

posible. Vivir es constantemente vivir-en-la-certeza-del-mundo”. (1991: 150)

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En consecuencia, el método de Husserl propondrá, en palabras de Landgrabe, que

tenemos “que partir, por tanto, de nuestro mundo, tal como éste está ahí para nosotros”

y “[e]se “nuestro” alude a nosotros, “los hombres de nuestra época” y su “mundo”” (p.

71). Toda experiencia de las cosas y toda acción que realizamos trae consigo una

determinada comprensión del mundo que permanece sin explicitar. Si bien Heidegger se

distancia del método fenomenológico de su maestro, su elucidación del concepto de

fenómeno en la introducción de Ser y tiempo, manifiesta la aceptación y profundización

de este “concepto natural del mundo” de Husserl. Allí Heidegger afirma que los

fenómenos, en su concepción fenomenológica y no vulgar, no son los entes tal como se

dan inmediatamente a la experiencia, sino lo que constituye su ser y su estructura

misma; es decir son las condiciones de posibilidad de la experiencia:

Dentro del horizonte de los problemas kantianos puede ilustrarse lo que se

entiende fenomenológicamente por fenómeno, a reserva de otras diferencias,

diciendo: lo que en las apariencias, en el fenómeno vulgarmente entendido,

se muestra siempre, ya previa, ya concomitante, aunque no explícitamente,

cabe hacer que se muestre explícitamente, y esto que se muestra en sí mismo

(las “formas de la intuición”) son los fenómenos de la fenomenología. Pues

es patente que el espacio y el tiempo tienen que poder mostrarse así, tienen

que poder volverse fenómenos, si, como Kant pretende, es un enunciado

trascendental fundado en la realidad el que dice que el espacio es el

apriorístico “aquello dentro de lo cual” de un orden. (1993: 42)

Los entes se nos muestran en un espacio, en un mundo que ya tiene una cierta

constitución y un cierto orden, y en la medida en que ésta -su condición de posibilidad

de mostración- adviene en el momento en que son percibidos, se manifiestan en tanto

fenómenos. Si bien este ser-en-el-mundo está implícito en la percepción pre-reflexiva,

podrá hacerse explícito en el análisis de la comprensión que recorre el camino desde el

objeto -a través de sus hilos conductores- hacia el plano de la conciencia o subjetividad.

Cabe aclarar que Heidegger eludirá los términos “conciencia” y “subjetividad” por

considerarlos impregnados de los supuestos y conclusiones de la metafísica tradicional

y considerará que el sujeto al que llega Husserl es un sujeto idealizado que se nos

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presenta como un “espectador desinteresado” al que él opondrá un análisis que

desemboca en una singularidad finita (Landgrebe: 50). También considerará, que el

método de su maestro, es incapaz de atrapar aquello que realmente interesa, es decir al

“más íntimo núcleo esencial de la existencia, a la facticidad de la existencia” (p. 55).

Así, una vez aceptada esta recomendación fenomenológica de partir del mundo tal como

éste se nos presenta ante nosotros en la experiencia originaria, Heidegger

inmediatamente re-elaborará el método fenomenológico en clave hermenéutica. Para

ello dirigirá sus investigaciones directamente a la facticidad de la existencia humana

como fundamento de toda posible mostración (p. 60).

Gustavo García Conde (2019) establece cinco etapas en el acceso heideggeriano

al análisis de la vida fáctica, que fue tanto el método como el tema fundamental de su

nueva propuesta hermenéutica. En cada una de ellas Heidegger utilizó una

denominación específica: en 1919 la llamó “ciencia originaria de la vida”, entre 1921-

1922, “ontología fenomenológica del Dasein”, en 1922, “hermenéutica fenomenológica

de la facticidad”, en el 1923, “hermenéutica de la facticidad” y entre el 1925 y el 1927

la denominó “analítica existenciaria del Dasein” (p. 17). A lo largo de casi una década

Heidegger se dedicó a describir la estructura ontológica de la vida cotidiana tal cual es

vivenciada antes de las reflexiones especulativas o científicas. Heidegger enfatizará en

la idea según la cual “el contacto directo con el mundo de la vida” se lleva a cabo en la

aprehensión y comprensión de su significado, “no así en su reflexión y conocimiento”

(p. 18). El mundo circundante no es percibido sino principalmente sentido en cuanto las

cosas que son en él, ya traen un mensaje que está ahí para ser interpretado:

Heidegger toma como punto de partida la existencia cotidiana del Dasein que

se encuentra inmerso en un plexo de significados. Su postura sostiene que el

mundo es significativamente articulado porque siempre se experimenta el

mundo en un determinado nexo de significatividad: “La vida es vivida en

tanto los vivientes quedan absorbidos por ella en alguna dirección”. El

mundo es significado porque la vida ya tiene un sentido, ya ha sido

direccionada. Tal sentido pudo ser impreso tanto por la cultura como por la

historia. (García Conde: 19-20)

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La vida de todos los días de los seres humanos acontece como un continuo estar

en un mundo, al cual cada uno de los individuos ha llegado como alguien que ha sido

invitado para quedarse. El lugar ya está habitado, preparado y conformado de antemano.

Tiene un pasado, una historia y una cultura que opera como anfitriona de cada recién

llegado, a quien se lo conduce con paciencia y sin apuro por los numerosos pasillos del

mundo que lo recibe. La configuración particular de cada porción de espacio y de

tiempo, está ahí de antemano, como un “suelo” en donde crecer y desarrollarse. El que

llega queda absorbido -inmediatamente y por un largo tiempo- por las singularidades

propias de ese mundo que paulatinamente lo va habitando al mismo tiempo que es

habitado por él. Refugio y guarida que moldea su carácter y su personalidad, sus

pensamientos y valores, sus gustos y costumbres, pero que a su vez, recibe el impacto y

la impronta de la libertad que caracteriza toda vida humana6. Si pensamos a este refugio

como un marco referencial y determinado desde donde se dan los objetos a la

experiencia y cuyas características impregnan en las maneras de ser de lo objetivo y en

la constitución de lo subjetivo, queda claro el vínculo con lo que Husserl llamó “el

mundo de la vida” y Heidegger la “vida fáctica”. También se patentiza la impronta

fenomenológico-hermenéutica que presenta el concepto de ethos echeverriano. Por un

lado, porque al igual que el “mundo de la vida”, el ethos es el horizonte en el cual

estamos sumergidos en nuestro acontecer cotidiano y desde donde es posible toda

praxis. Es nuestro particular mundo natural -que ya es, también y al mismo tiempo,

social, histórico y cultural- que busca “neutralizar la experiencia” de las carencias, los

riesgos y las amenazas de toda forma de vida humana en el mundo de la naturaleza

(Echeverría, 2010: 154). Y por otro, porque el ethos en cuanto “mirador”, en cuanto

método, parte, al igual que la hermenéutica de la facticidad, de lo que sucede en la

cotidianidad de la vida de todos los días y presta atención a lo que se da en el

“momento de la pura rutina” (p. 157). Un ethos, dirá Echeverría, “enfrenta y resuelve en

el trabajo y el disfrute cotidianos la contradicción específica de la existencia social en

una época determinada” (2005: 12-13). Y es en esta última afirmación donde se aprecia

6 En una nota a pie en Valor de uso y utopía Echeverría distingue el modo humano de vivir en el mundodel de los animales. Remitiéndose al concepto de libertad de Heidegger dirá que “[l]ibertad es libertadpara causar”; en el hombre y la mujer su modo particular de identidad no es un hecho dado sino quesiempre está en juego, “tiene que concretarse siempre nuevamente” (p. 166).

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lo específico de la conceptualización de Echeverría frente a las elaboraciones de Husserl

y Heidegger. Lo distintivo de su planteo y que se deja ver en su concepto de ethos es el

foco puesto en el aspecto de contradicción y lucha -foco claramente influenciado por la

dialéctica marxista- que caracteriza su concepto natural de mundo. Como huellas e

índices del antiguo “trauma” de la trans-naturalización operada por el ser humano, como

vestigios de ese mundo de escasez y amenaza, aún hoy, la contradicción y la lucha, son

parte del telón de fondo del mundo humano. Cada uno de los intentos y las variantes

con que los hombres decidan habitar ese mundo, será una consecuencia de querer

amortiguar, suavizar y neutralizar esa realidad. De ahí que la modernidad, con su

particular potenciación de la contradicción a través del hecho capitalista, sea la época

privilegiada desde donde analizar las particularidades de las diversas construcciones del

mundo de la vida o ethos históricos a los que ha dado lugar.

También resulta interesante señalar la crítica que le realiza Echeverría a Werner

Jaeger en una nota a pie en su libro Definición de la cultura. Allí, al tratar sobre el

origen latino del vocablo cultura y su relación con el término griego paideia, Echeverría

dice: “más que el concepto de paideia, elegido por W. Jaeger (Paideia, la formación del

hombre griego) en su politización nacionalista romántica de la tradición filológica

alemana, es el concepto de ethos -hábito, costumbre, morada, refugio- el que parece

obedecer a la percepción que los griegos de la antigüedad tuvieron de la dimensión

cultural a la que hacemos referencia” (2010: 28). Lo que une a un grupo humano

determinado no es el compartir una esencia inmutable, un modo universal y permanente

de estar en el mundo, una forma cultural a la cual se debería rendir pleitesía y culto a

través de la conservación de las tradiciones pasadas y lingüísticas. Los une, más bien, el

construir y elegir en común, en cada nuevo presente, una estrategia para hacer del

mundo un lugar habitable y acogedor, un espacio donde un grupo que se afirma

encuentra su consistencia “en la fidelidad a un compromiso consigo mismo, y que sólo

existe, sin embargo, en la alteración de sí mismo” (p. 134). Con respecto a la relación de

la propuesta echeverriana con la tradición lingüística alemana, Stefan Gandler va a

señalar la diferencia existente entre la presencia del término ethos en el uso corriente y

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cotidiano del alemán, con respecto al español, donde no aparece su uso por fuera del

habla académica y técnica. Pero si bien, aclara, la palabra ethos era del todo usual en

alemán desde el siglo XVIII, a partir del XX se limitó su significación al mundo de las

normas morales y con una connotación marcadamente idealista (2015: 377-378). Lo

interesante del caso, es que si bien claramente Echeverría, asume su uso por la asiduidad

que tiene con la cultura germana, “no se refiere al significado del término “ethos”

dominante en alemán y limitado a lo moral, sino al que tiene en general en griego” (p.

378). De esta manera retoma sus varias acepciones, tanto las que vienen del vocablo

ἔθος (costumbre, hábito, uso), como las más espaciales y materiales que se derivan de

ἦθος (morada, guarida, establo, cuadra). La amplitud con la que retoma el concepto

ethos le permitirá, entonces, incluir en él no sólo las formas culturales, filosóficas,

familiares y jurídicas, sino también aquellas pertenecientes a la estructura productiva y

económica de la sociedad. Pero no al modo de la tradicional separación marxista entre

una base (Basis) y una superestructura (Uberbau) que pueden, erróneamente, a partir de

su formulación metafórica, ser consideradas como áreas y órdenes de la realidad

separados o preexistentes (Williams, 2000). El ethos echeverriano reúne en un sólo

término ambas esferas de la actividad humana. Un determinado ethos congrega así las

configuraciones jurídicas, políticas, religiosas, artísticas y filosóficas de un grupo social

con sus fuerzas productivas y sus modos particulares de reproducción y consumo

material. Puede ser abordado desde diferentes ángulos y, a partir de sus múltiples

diferenciaciones internas, promover una consideración de las diversas dimensiones

humanas en su totalidad. Esto aleja la postura de Echeverría de cualquier reducción

mecanicista o biologicista, como así también de los idealismos espiritualistas o

racionalistas tan propios de gran parte de la filosofía moderna. Luis Arizmendi sostiene

que

contraponiéndose a los dualismos con los que siempre se manejó el

“marxismo soviético” entre estructura/sobreestructura, economía/cultura o

sujeto/objeto -dualismos de consecuencias políticas sumamente perniciosas-, e

introduciendo una concepción de la cultura que rebasa con mucho la noción

althusseriana de “idelología”, esto es, revolucionando el horizonte político que

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introdujeron las versiones principales de difusión del marxismo en América

Latina, la concepción echeverriana del ethos introduce una conceptualización

muy novedosa de la economía, la política, la ética y la cultura que con un solo

término denota su unidad interior e inextricable haciendo valer el principio de

la totalidad. No se alude a cada una de ellas como dimensión singular, exterior

y dicotómica respecto de las otras, de suerte que, al abordarlas como totalidad

emerge que, en su realidad histórica, conforman un mundo unitario que cabe

llamar precisamente ethos. En consecuencia, ethos no es sinónimo de

economía/política/ética/cultura, es eso justo y más porque no es una suma

sino una unidad que integra un todo irreductible. (2014: 59)

El sujeto es, para Echeverría, un ser físico-material y simbólico-político a la vez; que en

su praxis productiva elabora también sentido y significaciones sociales, filosóficas y

culturales. Inmerso en la vida fáctica, vivencia el mundo como un todo orgánico y no

sólo como una suma de partes en continua tensión. En este punto en particular que

señala Arizmendi, parecería operarse un correctivo heideggeriano a las versiones más

ortodoxas de los análisis marxistas. Un mismo ethos puede atravesar distintas

estratificaciones sociales y al mismo tiempo marcar el rol que el mundo material o las

relaciones de producción deben tener en todo análisis sobre la realidad social. Ningún

ethos actúa como una imposición monolítica que anula ad intra las variaciones y

posibilidades diversas; se constituye más bien como marco referencial, como horizonte

y sustrato de habilitación de diversas prácticas y operaciones, que incluyen tanto la

dimensión intelectual del ser humano como la corporal y material.

Es a partir de estas reflexiones que Sánchez Prado juzga oportuno poner en

diálogo la obra de Echeverría con la de Jacques Rancière. En especial resulta de interés,

para esta investigación, la referencia de Rancière a la conformación de un mundo

sensible compartido, que él describe como un “hábitat común”, a partir del tejido de una

pluralidad de actividades humanas (2000: 66):

Dans la notion de <fabrique du sensible>, on peut d'abord entendre la

constitution d'un monde sensible commun, d'un habitat commun, par le

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tressage d'une pluralité d'activités humaines. Mais l'idée de <partage du

sensible> implique quelque chose de plus. Un monde <commun> n'est jamais

simplement l'ethos, le séjour commun, qui résulte de la sédimentation d'un

certain nombre d'actes entrelacés. Il est toujours une distribution polémique

des manières d'être et des <occupations >dans un espace des possibles.

(ídem) *

Si bien Rancière explícitamente afirma que esta “distribución de lo sensible” implica

algo más que un determinado ethos, en la medida en que el dinamismo, la polémica y la

praxis le son consustanciales, si nos atenemos a la acepción que Echeverría tiene del

ethos, las discrepancias no son tantas. Para Echeverría, el ethos, aún como morada,

refugio o guarida, no implica una sedimentación anquilosada ni estática. Su

permanencia no lo es a costa de las variaciones o los distintos momentos que la

conforman en la alternancia propia de todo lo vital. Si bien es real que, como

“comportamiento automático” (2005: 162), tiene algo de la fijeza e inercia que se

precisa para que los sujetos no tengan que descifrar el mundo en cada momento de su

vida diaria. Pueden presentarse ambivalencias, conflictos e inconformidad dentro de un

ethos, como así también diversos grados de crítica y cuestionamiento, dando lugar tanto

al diálogo como al disenso. La aceptación de esta inconstancia, que reside en el corazón

de una mismidad (2010: 149), acercaría su postura a la del pensador francés cuyo

argumento principal gira en torno a la centralidad del desacuerdo en la formación de una

distribución democrática de lo sensible con potencial emancipatorio y, en donde la

conformación de comunidades de sentido, es a partir de la espesura de la materialidad

cultural de un lenguaje común. También permitiría cuestionar y problematizar la lectura

de Luis Arizmendi que, enfatizando el aspecto de inmovilidad dentro de un ethos,

buscaría la explicación de la ausencia, en Echeverría, de un quinto ethos revolucionario:

Revela una palmaria incomprensión del concepto ethos moderno pretender

*En la noción de la <fábrica de lo sensible>, primero se puede entender la constitución de un mundosensible común, de un hábitat común, por el tejido de una pluralidad de actividades humanas. Pero la ideade <compartir lo sensible> implica algo más. Un mundo <común> nunca es simplemente el ethos, laresidencia común, que resulta de la sedimentación de un cierto número de actos entrelazados. Siempre esuna distribución polémica de las formas de ser y <ocupaciones> en un espacio de posibilidades.

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cuestionar a Bolívar Echeverría por dejar un presunto vacío al no construir la

definición de un quinto tipo de ethos: el ethos revolucionario. En la medida

en que el carácter inercial o automático es condición sine qua non para la

presencia de una estrategia elemental histórico-cultural de sobrevivencia, que

deviene como tal precisamente para no tener que descifrar el mundo a cada

paso, constituye un contradictio in adjecto una expresión como ethos

revolucionario. Porque el adjetivo revolucionario nunca constituye una

acción de orden automático o irreflexivo, porque para revolucionar el mundo

subjetivo y objetivo el sujeto está enfrentado al reto de descifrar y producir

un nuevo mundo a cada paso, es que jamás podría condensarse como ningún

tipo de ethos histórico. Al asumir reinventar la relación sujeto-mundo, la

acción revolucionaria se constituye a sí misma porque hace estallar la esencia

de todas las formas del ethos moderno. Incluso, tratándose del ethos barroco,

para radicalizar su poder de autodeterminación inventiva

revolucionariamente tendría que adquirir la forma de un comportamiento

posbarroco”. (2014: 57)

Esta lectura de Arizmendi, debería ser puesta en tensión con la idea según la cual, si

bien efectivamente el concepto echeverriano de ethos implica un comportamiento

inercial, no es sólo mecanicidad y automatismo. Y aunque no es revolucionario, no por

eso carece, en su interior, de elementos de contradicción, transformación e insurrección

donde la libertad puede ser causa y agente de cambio. Todo ethos implica, algunos en

mayor medida que otros, tanto por su densidad y espesor material, como por ser la

condición de posibilidad de la experiencia originaria, una dimensión de

indeterminabilidad que permite la disidencia crítica.

La articulación echeverriana sobre los ethos históricos, se muestra por lo hasta

aquí descripto, como una elaboración compleja y profunda que respondió a los variados

intereses e inquietudes que atravesaron al pensador ecuatoriano. Su particular

configuración dio lugar al campo de fuerzas en tensión propio del pensamiento marxista

pero, también y principalmente, incluyó este campo en una constelación conceptual más

amplia, donde los motivos hermenéuticos también fueron asumidos y considerados. Un

determinado ethos es una tradición y un mundo heredado ya interpretado, pero es

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también la condición de posibilidad de su re-interpretación y re-escritura. Es el

horizonte siempre presente y el lugar desde donde el lenguaje humano encuentra,

comprende y proyecta su especificidad. Es un suelo que opera no sólo desde la

homogeneidad que lo hace ser tal ethos particular, sino también desde la multiplicidad

de las capas y sustratos que lo conforman. Estratos que no se organizan desde una

sucesión continua, sino que se entretejen e interactúan a partir de sus diversas

dimensiones y posibilidades, dando lugar a los permanentes conflictos y contradicciones

que lo atraviesan. El concepto de ethos de Echeverría, también abre la posibilidad a

jerarquizar aquello que sucede en la vida tal cual aparece en la facticidad de todos los

días, en el hábitat común o mundo de la vida. Propende a dimensionar en su verdadero

alcance las prácticas cotidianas y concretas, que en su repetirse una y otra vez,

conforman esos hábitos y costumbres donde se instala la permanencia pero también la

posibilidad de cambio. Ya que será en la “luz tranquila pero implacable” (1998: 50) de

los días comunes, en el habla de todos los días, en el acontecer de la vida cotidiana,

donde la ruptura, la disidencia y la diferencia podrán ser practicadas y habilitadas en el

seno de la continuidad.

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digresión I.VOCES RONCAS

la historia en el ocaso

Irena Žužek, Tiempo Acumulado, 2013 (Técnica mixta sobre lienzo)

I. Ojalá no me encuentren entre los que siguen

Cada mañana el alma se

mutila de toda

aspiración, porque el

pensamiento

no puede viajar en el

tiempo sin pasar por la

muerte.

(Simone Weil, La Ilíada o el poema de la fuerza)49

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Leer la introducción que Echeverría hiciera a la Escuela de

Frankfurt me remitió a Hegel y a su consejo según el cual "la

filosofía debe guardarse de pretender ser edificante" (1992:

11). Horkheimer y Adorno no han caído en la tentación. Y

Horkheimer, superando a Hegel, en sus anotaciones sobre la

dialéctica deja muy en claro su diferencia, que aunque

filosófica, es principalmente humana, frente a este pensador,

que a pesar de todas sus proezas y hallazgos, a pesar de sus

logros, sus cargos y sus discípulos, no ha sabido, no ha querido

o -tal vez, ojalá- no ha podido prestar su oído a los muertos. Y

Horkheimer enfatiza y subraya la distancia: “nosotros, por el

contrario, no pasamos con ese gesto de autoseguridad sobre la

muerte de la criatura, tan insignificante para pensadores de

tanto peso” (2000: 224).

Y cuando en estos días leo la cita de Adorno en el texto de

Echeverría según la cual “la lógica de la historia es tan

destructiva como los hombres que ella genera: allí donde ella

extiende su fuerza de gravitación, reproduce el equivalente de

las desgracias pasadas. Lo normal es la muerte” (2011: 30), no

puedo dejar de pensar en los acontecimientos que día a día

suceden hoy en el mundo, en América Latina, en Argentina, en la

Patagonia donde vivo. Pienso en ese niño de 11 años, el

Maruchito7, que en 1919 fue asesinado en la estepa rionegrina

(Smart, 2017) y presto atención al particular reto de la

7 Si bien hay distintas versiones sobre lo ocurrido, hoy se puede afirmar con bastante certeza que el hechose ubica en el año 1919 en la provincia de Río Negro, en la época en que las carretas llevaban lamercadería desde Neuquén o Roca a Ingeniero Jacobacci, por la que hoy es, en parte, la Ruta Provincial74. Estas carretas utilizaban los servicios de niños, en general huérfanos o de familias muy pobres que, acambio de comida, ayudaban con los caballos, el fuego, el mate y la preparación del campamento. Elrelato del asesinato del maruchito en manos del cuchillo de su patrón, Onofre Parada, por haber tocado laguitarra durante la noche, circuló, principalmente de boca en boca, a lo largo de la provincia y aparecerelatada en el libro La Patagonia tiene luces: leyendas y creencias patagónicas (2004) de J.R. Rithner yA.M. Menni. Éste es uno de los pocos -sino el único- libro que relata las distintas variantes y versiones delos hechos.

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necesidad de escribir una historia en la que se perciba “la

tensión que hay en las cosas, en las instituciones, y luego ver

la manera de aproximarse a ella y de interpretarla en el hecho

histórico, en las cosas que acontecen” (Echeverría, ídem).

Sostener una perspectiva crítica del pasado, como parte de la

urgente necesidad de una crítica del presente. Volver a repetir

y repetir que la historia no es la narración de la victoria de

los vencedores, sino más bien “la historia de este deterioro

actual”. Vencedores vencidos. Nos miro a los humanos hoy, en una

confrontación intestina por interpretar los trágicos

acontecimientos que siempre nos rodean y sólo veo más de lo

mismo. El pasado no deja de volver. Y me instalo incrédula ante

este hecho. Uno más, entre los miles que componen ese ciclo

constante “de ascensión y regresión” (Echeverría, 2011: 35) que

sigue manifestando la evidente incapacidad del ser humano de

establecer un diálogo constructivo con la naturaleza, con el

otro y consigo mismo. Un hito más en ese camino de ambigüedad o

ambivalencia, donde el proceso civilizatorio se manifiesta

también en un permanente “retorno a la barbarie” (p. 50) y en

su lógica destructiva.

Pero igual espero. Que tal vez en algún momento suceda

aquella utopía (p.49) que los frankfurtianos, si bien con cierta

incredulidad, nunca dejaron de anhelar. Ya que, en una de esas,

quién sabe, lo que interrumpa el eterno retorno de lo mismo sea

la aparición en los vencedores de ayer y también en los de hoy,

la capacidad -primero sutil y después valiente- de detenerse y

escuchar el silencio de la muerte. Vencedores venciendo. Porque

aunque la vida esté dañada, a pesar de que los asesinatos sean

negados y las víctimas olvidadas, a pesar de que los niños

siempre pierdan, allí donde hubo dolor y desgarro, permanece el

zumbido de la omisión que persiste. Aquí y ahora. Todavía.

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Porque de lo único de lo que se trata es de no ser uno más

de los que se suben al desfile de la historia. De no seguir de

largo ante el silencio. Tiene que existir el grado negativo del

tiempo kairós. Aquí y ahora. Detenidos.

II. Ojalá tampoco me encuentren entre los que se anticipan

Sí. La filosofía debe guardarse de ser edificante y el gran

peligro se presenta bajo la imagen de un avanzar que todo lo

devora. Un cortejo de la muerte que arrasa hasta con el dolor de

los que claman su aniquilación. Hasta podría sonar bien,

tranquilizador. Pero no, ya lo dijimos, no queremos “la

filosofía del todo”. Queremos otra, una que tenga “el valor de

escuchar aquel grito y no cerrar los ojos ante la atroz

realidad” (Rosenzweig, 2006: 45). La marcha de la historia ya se

ha cobrado muchas vidas, ha borrado numerosas huellas y mutilado

a diestra y siniestra. Claramente mejor parar, no estar entre

los que siguen.

Sin embargo...

El pensamiento gramatical, según Rosenzweig, “toma en serio el

tiempo” (2005: 34), se distancia, abre un espacio desde el mundo

inmutable de las esencias, de la eterna pregunta del ¿qué es?, y

se instala en el devenir y la narración. Igual aclaro -por las

dudas y de antemano- que Platón siempre me cayó muy bien. Pero

en muchas cosas lo vencieron los dramaturgos, ellos siempre

tomaron en serio el tiempo y el transcurrir del mundo humano.

Hasta el rígido Esquilo intuía del contar, del hablar y del

acontecer.

Por eso no es menor...

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lo que dice del sano entendimiento: “Él puede esperar, seguir

experimentando, él no tiene ninguna “idea fija”, él sabe: hay

tiempo, hay remedio” (p. 30). ¿Será así? ¿Será el tiempo

reparación? ¿Sucederá que después del derrumbe del mundo, del

colapso de todos los pensamientos y los sueños, venga algo nuevo

e inesperado o una renovación de lo perecido? Rosenzweig

aconseja no adelantarse, no anticipar, no saltar al futuro, más

bien transitar momento a momento. Ejercitar una filosofía que no

se toma cualquier tren, pero que siempre camina, sin prisa pero

sin pausa.

Y vale la pena el intento

de que en una de esas, en algún descanso en el camino, en

cualquier vuelta, nos encuentre la posibilidad privilegiada de

escuchar eso único que interesa a la verdad, aunque aún no

sepamos exactamente de qué se trata. Una verdad que dicen es

siempre la misma pero distinta. Nueva. No en el contenido sino

en su forma. Como la biblia de Lutero, que es la de siempre pero

otra. Una verdad cuya “fuerza eterna se manifiesta en que no se

cansa de volver a decir esa cosa única renovadamente” (Iehuda

Alevi, 95 himnos y poemas).

III. Un tiempo que avanza pero detenido

En las Tesis sobre la Historia, Walter Benjamin critica, al

igual que lo hacen Rosenzweig, Horkheimer y Adorno, ese avanzar

de la humanidad que todo lo destruye. Éste aparece como el

peligro siempre presente de que en algún momento podamos

entregarnos “como instrumentos de la clase dominante” (Tesis

VI); o que participemos en algún tiempo futuro -inconscientes

admiradores y defensores, sin pensar con horror- de esa

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tradición cultural que es conducida “también en el cortejo

triunfal” de los vencedores como culpable botín de guerra (Tesis

VII). Pero principalmente la crítica aparece en la ya muy

conocida imagen del ángel de la historia. Nuestra mirada, finita

y parcial, no logra componer el cuadro de lo pasado, “lo que

para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve

una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina,

amontonándolas sin cesar” (Tesis IX). El ángel quisiera

recomponer lo destruido y despertar a los muertos; pero no

puede. Porque él, que tiene la mirada de la totalidad, es

impotente hacia lo particular. No hay otra imagen posible -si

quiere ser honesta- del progreso y del avanzar histórico. Pero

para Echeverría, ese ángel, como figura alegórica de la

autoconciencia de la historia, reflexionando sobre sí misma

(2004: 29), puede escribir otra narración, una que “cite” al

pasado y lo redima.

Ya que “el pasado lleva un índice oculto que no deja de

remitirlo a la redención” (Tesis II), porque así como cuando

sentimos los fracasos y los recordamos como instantes de no-

felicidad, estamos remitiendo, ocultamente, a la felicidad, esto

es, a una felicidad que (aún) no ha ocurrido, el pasado -con su

inagotable chispa de esperanza- también exige que el tiempo

avance, que aparezca lo novedoso y futuro, ya que sólo allí

podría repararse lo acontecido.

Por suerte está el “paradigma indiciario”, que nos adiestra

en mirar estos índices, estas huellas, estos lapsus y nos

advierte y nos instala en la sospecha. En la duda sobre tanto

éxito, tanto progreso, tanto desarrollo. Puro humo. Buscando esa

cara oculta, no dejándonos seducir por el canto de las sirenas,

aceptando la terrible verdad sobre el precio que se ha pagado

por la civilización. Sólo a partir de allí podrá abrirse esa

puerta, la que estuvo y sigue cerrada, la pequeña por la que

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puede pasar el Mesías (Tesis, Apéndice B).

[Por eso no es menor... lo que dice Rosenzweig del sano

entendimiento: “Él puede esperar, seguir experimentando, él no

tiene ninguna “idea fija”, él sabe: hay tiempo, hay remedio”

(2005: 30). ¿Será así? ¿Será el tiempo reparación? ¿Sucederá que

después del derrumbe del mundo, del colapso de todos los

pensamientos y los sueños, venga algo nuevo e inesperado o una

renovación de lo perecido? Rosenzweig aconseja no adelantarse,

no anticipar, no saltar al futuro, más bien transitar momento a

momento. Ejercitar una filosofía que no se toma cualquier tren,

pero que siempre camina, sin prisa pero sin pausa]

Entonces, parecería, que el tiempo tiene que avanzar pero

detenido. Dando saltos de tigre al pasado y tomar de él aquéllo

que aún hay que redimir. Escuchar a los muertos en el “tiempo

del ahora” (Tesis XIV), en un “presente que no es tránsito” sino

uno en el que el hoy “se equilibra y entra en un estado de

detención” (Tesis XVI).

Eso: un avanzar pero detenidos. Ojalá pueda ensayarlo: avanzar

sin pasar de largo sobre los muertos y sufrimientos; tampoco

anticiparme. Pero avanzar. Detenida.

IV. Mover al Aqueronte

“Quien hoy elija por oficio el trabajo

filosófico, ha de renunciar desde el comienzo

mismo a la ilusión con que antes arrancaban los

proyectos filosóficos: la de que sería posible

aferrar la totalidad de lo real por la fuerza

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del pensamiento... únicamente en vestigios y

escombros perdura la esperanza de que alguna

vez llegue a ser una realidad correcta y

justa”.

(Th. Adorno, La actualidad de la filosofía)

Los sufrimientos han inundado la tierra como ríos de dolor

que no dejan de agrandarse y multiplicarse. Siempre en

movimiento, los inmensos caudales del agua recorren caminos, se

desvían, se estancan y vuelven a empezar. A veces, algunos de

estos cursos, con el paso del tiempo, pierden su fuerza original

y empiezan un lento proceso de sedimentación. Capa sobre capa,

van instalándose los residuos y los restos de materia; tierras

antes arrasadas y arrastradas, pero que ahora encuentran el

nuevo reposo de la quietud. Ni el progreso, ni los dioses se

inmutan, no miran para atrás, ni ralentizan; ellos siguen su

avance, con su Razón que todo lo legitima. Pero Freud (como

Virgilio), prefiere detenerse en lo abandonado, lo reprimido, en

los datos marginales y el descarte (Ginzburg, 2003: 105), en

todo aquello que fue derrotado, despojado y olvidado en los

lechos del tiempo y de la historia.

También Benjamin se detiene y mira lo que resta de esos

ríos que el devenir, las inclemencias y una ley impía han ido

secando. Hoy se detendría en ese paraje de la Patagonia, Agüada

Guzmán, en los testimonios y relatos de la gente. Porque si bien

el paisaje es de desolación, allí quedan huellas y ruinas,

índices secretos de lo que no pudo seguir con la vida. No se

puede despertar a los muertos, es verdad; ni tampoco borrar lo

acontecido. Pero hoy, la gente lleva flores y juguetes a la

tumba de un pequeño niño.

Porque en ese fondo aún pervive el vestigio

de la presencia

Inocente

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débil

casi una nada

Tal vez el “moveré el Aqueronte”, también pueda significar que

en un futuro no sólo tomemos y valoremos los despojos, “el linde

de la historia”, lo oprimido y dejado abandonado por ella. Tal

vez no sólo pensemos qué hacer una vez acontecido el alud,

después de la catástrofe.

Tal vez lo secreto, lo escondido, no sea algo distinto a lo que

se muestra. Doblegar el río, entonces, sería moverlo, desviar y

distraer su cauce, pacificarlo en saltillos, cascadas y

remansos. Hacerlo bifurcarse en infinitos hilos, inmiscuirse

entre los juncos y procurar que bañe y disfrute de las piedras y

cada una de las pepitas de arena de la orilla.

Tal vez así los demonios, nuevamente dioses de los detalles,

recordando su infancia y niñez de despreocupación y felicidad,

se detengan y no sigan, vuelvan a jugar con las ramas caídas y

los frutos esparcidos, acaricien las hojas muertas y vivifiquen

el agua estancada y un poco rancia.

V. Sin padre, sin madre, sin genealogía

Krakauer dice que el historiador no es hijo de su tiempo: “De

hecho, él es hijo al menos de dos tiempos: el propio y el que

está investigando” (2010: 130). Por lo cual, hasta podríamos

decir que ya el tiempo, o la idea tradicional que tenemos de él,

ahora no nos incumbe, ni nos sirve.

Tiempo inútil.

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“Como la historia está llena de sufrimiento humano” (p.128),

cuando vamos al pasado, recibimos, como Melquisedec, “el diezmo

de todos los despojos” (Hebreos, 7-2). Recibimos los índices

secretos y los reclamos, que imponen su vigencia desarticulando

todo lo después de ello sucedido.

Tiempo inútil.

Las “ideas históricas”, como aquellas que rescatara Benjamin del

corpus platónico, reciben estas ruinas y botines, productos del

saqueo, que como los fenómenos “no entran integralmente al

interior del mundo de las ideas en lo que es su estado empírico

bruto, con el que se mezcla la apariencia, sino únicamente en

sus elementos, en tanto que salvados” (2006: 229). También el

historiador es redimido e “independiente de su ubicación en el

tiempo” (Krakauer: 138), puede captar esas constelaciones en la

medida en que se “expande” en la eternidad de la idea.

Tiempo mesiánico.

Un Tiempo otro, no el que sigue el pasado, sino uno huérfano,

uno guacho, aquel abierto a lo nunca sucedido o esperado. Aquel

que dicen puede aún salvar, aún remediar. El de las

configuraciones múltiples (p.177). El fluyente. El heterogéneo

de la sala de espera de una estación de trenes (p.182). El del

mosaico compuesto por piezas en diferentes estados de desarrollo

(idem). El del salto de tigre. El tiempo-ahora. El de los

umbrales, las arcadas, los pórticos. El de Proust y Durrell. El

del judío errante, el de los primeros planos y el de los

detalles contingentes.

Tal vez la diferencia entre un tiempo inútil y uno otro, es que

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en éste último, el historiador sabe que recibe el resto de la

depredación, del pillaje. Y se hace cargo. Porque sabe, que

aunque los cuerpos estén desaparecidos, a pesar de que los

asesinatos sean negados y las víctimas olvidadas, no obstante la

confabulación cómplice de los gobiernos y las autoridades, allí

donde hubo dolor y desgarro, permanece el zumbido de la omisión

que persiste. En el tiempo del aquí y ahora. Todavía.

VI. Sobre el buen uso de “las asombrosas particiones

interiores”8

El duelo, individual y social, es en soledad.

Y es el que realizamos principalmente como sujetos escindidos y

partidos, aceptando nuestras incoherencias, absurdos y

desacuerdos internos en relación a la historia, al pasado y a lo

ya acontecido. Principalmente por la sencilla razón que “pese a

juzgar estas aberraciones y estimarnos emancipados de ellas, el

hecho es que no puede eliminarse que también procedemos de

ellas” (Nietzsche, 1999: 66).

Siempre podemos estar en ese portal, en esa arcada, en ese

pórtico del duelo justo, de la despedida que sana, donde la

historia que se ha hecho naturaleza, puede dar lugar a otra

historia, una nueva, que como segunda naturaleza, la misma pero

renovada, compita dentro nuestro con aquella que está

anquilosada, gozando de la autoridad anticuaria de lo que dura,

pero que todos sabemos mata y seguirá matando.

8 Palabras de Marc Bloch citadas por S. Krakauer a propósito de su propia afirmación: “La personalidadintegrada se encuentra indudablemente entre las supersticiones favoritas de la psicología moderna”(Historia, p. 181).

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VII. La articulación a pesar de todo

Y, sin embargo, sabíamos

que también el odio contra la bajeza

desfigura la cara.

También la ira contra la injusticia

pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,

que queríamos preparar el camino para la amabilidad

no pudimos ser amables.

Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos

en que el hombre sea amigo del hombre,

pensad en nosotros

con indulgencia.

(B. Brecht, A los hombres futuros)

G. Agamben retoma la historia de ese niño al que Primo Levi

vio en Auschwitz. De él cuenta que “parecía tener unos tres

años, ninguno sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía

nombre” (2000: 20). Estaba sólo, paralizado de la cintura para

abajo y tenía unos ojos muy vivos que expresaban el tormento de

su mutismo. De noche parecía decir algo, siempre lo mismo,

repetido una y otra vez. Murió en los primeros días de marzo sin

lograr ser comprendido. “Nada queda de él: testimonia por medio

de estas palabras mías” (ídem). También nos cuenta de Henek, el

muchacho húngaro “robusto y florido” que acompañó al niño

durante el mes que compartieron el pabellón: “Henek, tranquilo y

testarudo, se sentaba junto a la pequeña esfinge, inmune al

triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arreglaba las

mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían

repugnancia; y le hablaba, naturalmente en húngaro, con voz

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lenta y paciente”. Fue Henek el primero que escuchó la única

palabra articulada por el niño al que llamaron Hurbinek. Si bien

nadie comprendió esa palabra, hubieron conjeturas. Pero la

articulación es más que su significado ya que aunque éste

permanezca secreto, es como un índice que espera la redención.

Como la palabra no comprendida por el testigo, pero que él sin

embargo transmite. Aún en esta infancia mutilada, la experiencia

se ha hecho historia. La naturaleza -fuerte, evidente,

implacable- resuena y se transforma en la torpe articulación de

un niño que pugna por dejar el silencio, palabras que si bien

irreconocibles, se saben humanas e instauran lo humano.

Porque si bien el Maruchito fue asesinado,

a pesar de que las víctimas son olvidadas,

no obstante la confabulación cómplice de los vencedores y las

autoridades,

allí donde hubo dolor y desgarro,

permanece el zumbido de la omisión que persiste.

Voces roncas, rotas, ininteligibles, mudas, atragantadas,

verbosas

también las húngaras no comprendidas del consuelo

o la que se expresa en el lenguaje de las flores y los juguetes

todas y cada una

entregadas a la historia

Confiando en que hay tiempo, hay remedio.

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Capítulo II- La fuerza gravitacional del tiempo cotidiano.

II.I. Los días ordinarios de trabajo y disfrute: valor de uso y comunicación de sentido.

En “Deambular: el “flâneur” y el “valor de uso””9, antes de centrarse en los

conceptos benjaminianos, Echeverría realiza una breve introducción sobre la vida

cotidiana a la que tiene intenciones de hacer justicia y reivindicar para la reflexión.

Afirma que su expresa tematización de la vida de todos los días nace de la preocupación

por corregir un “viejo descuido del discurso reflexivo -histórico, sociológico- sobre la

vida social” (1998: 49), a fin de obtener una correcta ponderación de la influencia en el

devenir histórico de lo que sucede en los días comunes. A diferencia de aquellos

especialmente cargados de historia, días “extraordinarios, brillantes, únicos” en donde

se deciden las grandes directrices del plano político de la sociedad civil, en los días

comunes y corrientes, “días opacos, ordinarios, interminablemente repetidos”, se

reproduce calladamente el cuerpo y el espíritu de la colectividad; en ellos la sociedad

civil vive en tanto que “sociedad de civilización” (p. 50). Los hombres y mujeres, como

seres-en-el-mundo, realizan y construyen en su devenir cotidiano, en la facticidad de su

vida de todos los días, lógicas de comportamiento que imprimen orden y regularidad en

el acontecer. Lógicas que les permiten transitar sus obligaciones y objetivos alejados de

la irracionalidad o caos que pueden implicar las sorpresas y novedades continuas, o la

necesidad de tener que dar respuesta, siempre como si fuera la primera vez, a

situaciones que son habituales y se presentan de manera recurrente. Estas lógicas son las

que van configurando los distintos ethos que, como comportamientos estructurales o

estrategias de construcción del mundo de la vida, operan de manera continua y sostenida

en el afianzamiento de una determinada forma de vivir la socialidad humana. Lo que se

vive en el día a día y el cómo se lo vive, va dejando huellas, marcas y hábitos que a

medida que pasa el tiempo tienden a ganar espesor y estabilidad. Así, una determinada

9 Conferencia dictada en 1996 en la Universidad Andina Simón Bolívar (Quito) y publicada en el año1998 en el libro Valor de uso y utopía.

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forma de civilización, su cuerpo y su espíritu, como dice Echeverría, tiende a

sostenerse, repetirse y afianzarse con cada acto que comporta la vida fáctica y concreta

de los días comunes. Y la fuerza de éstos, no radica tanto, en la dimensión cualitativa de

lo que se presenta como distinto o disruptivo, sino por el contrario, en la consistencia

que va adquiriendo aquello que vuelve una y otra vez con la constancia de lo siempre

igual.

Echeverría también sostiene, que el trabajo y el disfrute de los bienes

producidos, enraizados en la vida económica y sus fundamentos profundos, dan el ritmo

y el compás de la cotidianidad de la sociedad humana. Esta focalización en las dos

dimensiones de trabajo y disfrute de los bienes como comportamiento estructurador de

la sociedad -y en especial de la sociedad moderna- ya la había realizado Echeverría en

1984 en el artículo “La 'forma natural' de la reproducción social” que fue una primera

versión de “El “valor de uso”: ontología y semiótica”. Allí señala, que un aporte central

del discurso de Marx para la comprensión de la verdadera dimensión de lo que sucede

en la vida de todos los días, puede encontrarse en su formulación del concepto de valor

de uso, que si bien perdió protagonismo en el análisis marxista ante su par valorización

del valor, posibilita “una concepción de lo que son los objetos de la vida práctica en su

forma fundamental o “natural”” (1998: 154). Partiendo de la que juzga una

“unilateralidad” de la que adolece la crítica de Marx y explicitando lo que lee implícito

en El capital, Echeverría inicia su reflexión como “un aporte a la reconstrucción de esa

concepción de la “forma natural” de las cosas como “valores de uso”” (p. 155). Y

agrega, que sólo a partir de una profunda y rigurosa conceptualización del valor de uso,

su modo de ser y su presencia, podrá entonces entenderse la verdadera dimensión de la

contradicción que se opera cuando éste pasa a ser sólo objeto de valorización. Un valor

de uso es o un objeto de la naturaleza o una transformación de ésta en orden a producir

un bien del cual el sujeto humano se beneficia. Se encuentra inscrito en la lógica de las

necesidades para la supervivencia o para la reproducción de modos o formas de vida

con las cuales el ser humano se auto-identifica concretamente (2010b: 110); es decir,

pertenece a una órbita o dimensión que se encuentra anclada en el primigenio

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enfrentarse al mundo de la naturaleza, del cual el ser humano ha trascendido pero del

cual aún necesita para vivir. Los valores de uso constituyen el cosmos de mediaciones

objetivas a través del cual transitan el trabajo y el disfrute de la vida humana y en el que

se encuentra “objetivado el juego incesante de formas o significaciones pasadas -

reactualizadas en el presente y proyectadas hacia el futuro- a través del cual el sujeto de

esa vida lleva a cabo las alteraciones de su propia identidad” (p. 112). Pertenecen al

mundo de los valores de uso todas las formas de la naturaleza y de la realidad exterior o

interior que estén integradas en un proceso social de producción o consumo, en el cual

se desarrolla el modo particular con el que cada comunidad realiza su humanidad, en

tanto concreta y específica. Estas mismas realidades en su “forma de valor”, dirá

Echeverría, son como dobles o fantasmas, proyecciones en el escenario de las

mercancías donde la conexión directa con la identidad concreta ha sido suplantada por

una abstracción cuya única cualidad es impeler a la producción por la producción

misma. La valorización arranca el sentido inmanente del valor de uso, para predicarle

desde la exterioridad el valor que adquiere en el contexto del mercado y el intercambio,

siendo la etiqueta del precio -como dijo Benjamin- el signo más claro de esta

transmutación. Esta transformación no acontece sin violencia y Echeverría va a

describir el acto mismo de subsunción del valor de uso bajo la valorización, como una

contradicción provocada por el triunfo del fantasma sobre la cosa real. Y en este punto

parafrasea a Marx, quien afirma, en el Prólogo a la primera edición de El Capital, que

en el capitalismo no sólo padecemos a causa de los vivos, sino que también “le mort

sansit le vif”: es decir que el valor, como el muerto del refrán, es el espectro que termina

atrapando lo vivo (p. 113). La contradicción, inherente al capitalismo, se debe a que en

las relaciones de convivencia, éste deja de ser “un orden puesto por la formación

“natural” de la estructura y se establece como una fuente autónoma de determinación -

de sobredeterminación- de la figura concreta de la sociedad” (1998: 158). Echeverría

sostiene que el modo de producción capitalista, determina de manera doble la

concreción de la vida social: una como donación de forma primaria, que es social-

natural, que incluye el valor de uso de los objetos y tiene como meta una imagen de la

sociedad como totalidad cualitativa, y otra como donación de forma secundaria,

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impuesta por las relaciones capitalistas de producción/consumo cosificadas, con una

dinámica abstracta de valorización del valor y que tiene como meta la acumulación del

capital (p. 159).

Carlos Oliva realiza un análisis del concepto de “forma natural” en Echeverría, y

anclando su abordaje en el campo semiótico, marca algunas similitudes pero

especialmente las diferencias que la propuesta echeverriana tiene con la que se podría

encontrar en una “órbita romántica” (2013: 32). En ese sentido va a señalar que el

marco de referencia de la misma hay que buscarlo no sólo en la “teoría crítica de corte

romántico de Marx” (p. 34), sino en el círculo teórico que ésta construye junto con la

teoría materialista de Aristóteles y con el formalismo de Kant. Oliva señala, que la

forma natural para Echeverría no es “una forma pura de la naturaleza con la cual alguna

esencia humana podría identificarse” (p. 33) y que ejerce una especie de influjo,

motivando la irresistible nostalgia de volver a ella, sino que es la que deviene después

de la trans-naturalización y que es por esencia artificial, no natural, histórica y social.

Ella aparece en el juego libre y permanente de auto-identificarse del hombre como

hombre separado de su animalidad en un tiempo y espacio concreto y con un grupo de

otros hombres que lo acompañan. Así, su análisis no puede estar desvinculado de las

nociones de democracia, cumplimiento comunitario, autonomía y autarquía políticas,

como tampoco de la dimensión semiótica que atraviesa todo el proceso de trans-

naturalización. Por lo tanto, lo que entra en contradicción con las formas de valor

mercantiles capitalistas es una “protoforma del animal racional, libre y democrático” (p.

35), moldeada por la racionalidad de un proceso simple de producción para el consumo.

Efectivamente, en el punto 2 de “Apunte sobre la “forma natural””, Echeverría

explicita que la lógica de la vida en su modo o forma natural tiende a una creación

“democrática” en cuanto el ser humano es un “animal libre para hacer y rehacer su

propia polis, un zôon politikón” (2010b: 11). Aquí, la caracterización de “democrática”

no está vinculada con alguna de las formas secundarias en sus versiones

sobredeterminadas históricamente, como podrían ser, para sólo nombrar algunas, la

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ateniense o la moderna. Significa más bien, que cada uno de los miembros de una

comunidad natural, en iguales condiciones con sus pares, posee, como animal humano,

libertad en cuanto “libertad para causar”10. Principio, que si bien es negado en los

códigos sucesivos de muchas de las formas sobredeterminadas de organización,

permanece inalterable, para Echeverría, en la forma natural. La valorización del valor,

cuando en el día a día de la vida moderna capitalista contradice la forma natural y el

acto simple de autodeterminación libre y producción de sentido de los miembros de una

sociedad particular, condena a estos mismos miembros a la distancia y a una relación

abstracta, fantasmagórica, con los objetos de su mundo y sus posibilidades de uso. Cabe

aclarar, sin embargo, que esta forma natural, a la que tanto Echeverría como Marx,

intentan defender frente al avance de la valorización, no implica la aceptación de un

modo paradisíaco de socilialidad humana, que habría sido contaminada por la vida

mercantil y capitalista. En sí misma es conflictiva y desgarrada y en ella puede darse

tanto la felicidad como el dolor. Dice Echeverría:

Su liberación no sería el acceso a un mundo angelical, sino la entrada en una

historia en la que el ser humano viviría él mismo su propio drama y no, como

ahora, un drama ajeno que lo sacrifica día a día y lo encamina, sin que él

pueda intervenir para nada, a la destrucción. (1998: 196-197)

La forma natural es lo que deviene del proceso de trans-naturalización de la vida

animal y que en cada comunidad concreta adquirió una forma determinada y específica.

En el enfrentarse con la naturaleza, se da una “auto-elección originaria, de una elección

de identidad, y ésta tiene lugar siempre en una situación particular que la vuelve

posible, en un marco determinado de condiciones y acontecimientos naturales, tanto

étnicos como territoriales” (Echeverría, 1998: 195). Cada devenir humano desde la

animalidad sucedió en un medio ambiente concreto y específico que actuó, por un lado,

como marco de posibilidades y, por otro, como cerco de limitación de esas mismas

oportunidades. Fue un juego donde, tanto la necesidad como la libertad y el azar como

las contingencias, tiñeron el complejo sistema de interacciones, reciprocidades y mutua

10 Cfr. la nota 6 en la página 42. 66

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influencia, que se dieron entre un grupo humano y las circunstancias espacio-temporales

en las cuales desarrolló su historia. Esta posibilidad de constituir la socialidad por vías

múltiples, es la razón por la que “existan tantas expresiones diversas de la vida

naturalmente humana” (Fuentes, 2014: 243). Escondidas en los sustratos de lo pasado,

estas experiencias y decisiones originarias pueden ser, sin embargo, abordadas a través

de sus efectos. Por un lado, en aquellos que manifiestan continuidades y analogías, y

también en los que remarcan las diferencias, las singularidades y las variaciones entre

los distintos grupos humanos. Cuerpos erguidos, todos iguales pero sin embargo

distintos, códigos del habla que agrupan con unos y disgregan con otros, costumbres,

hábitos, prioridades y objetivos, conforman el fecundo abanico de los innumerables

modos, a partir de los cuales es viable ejercer la humanidad. Replicando la riqueza de

las formas de una naturaleza pródiga, como herencia secreta de una genealogía del

pasado, la variedad en los modos en que se ha vivido y aún se vive la humanidad, no

deja de causar asombro. Cada uno desarrolla un motivo central que se repite y varía a

través de los tiempos y las geografías. Se despliega y actualiza, conformando una

identidad evanescente11, que al mismo tiempo que practica su ser y su permanencia, se

realiza cuando cambia y se transforma. La forma natural, es, por lo tanto y

principalmente, el origen de la riqueza de configuraciones y de la variedad cualitativa

que presentan los mundos de la vida que los hombres constituyeron y siguen

constituyendo en este proceso constante en la doble dinámica de relación y separación

de la naturaleza. Echeverría también afirmará que “la forma-social natural” que es por

necesidad múltiple, implica “un compromiso de mantener y cultivar la manera peculiar

que logró su trans-naturalización, es decir, la selección inicial que hizo de aquello que

del material animal debe ser resumido y potenciado y de aquello que debe ser

abandonado y reprimido” (p. 196). Compromiso que es una condición indispensable

para la subsistencia de esa identidad evanescente, que si bien cambia y no puede no

cambiar, precisa de la fidelidad a la auto-elección originaria a fin de mantener el arco de

tensiones que la sostiene.

11 Echeverría presentó una ponencia titulada “La identidad evanescente” en el “Primer encuentro Hispano-Mexicano de Ensayo y Literatura” en la UNAM en 1991 que se publicó en Las ilusiones de lamodernidad en 1995. El concepto es analizado, en este investigación, en las páginas 117 y subsiguientes.

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En Definición de la cultura, Echeverría analiza tres ejemplos en los que se

percibe no sólo el paso trans-naturalizador del modo animal al modo humano, sino

también el amplio espectro de posibilidades de determinación que las funciones trans-

naturalizadas poseen y que dan lugar, a innumerables modos de usos y costumbres, en la

vida cotidiana del sujeto social. En primer lugar, analiza “la infancia exageradamente

prolongada” que permite introducir a los nuevos miembros en un cierto tipo de código

lingüístico y de comportamiento que posibilitará la libertad de elección futura (p. 139),

y que organiza, de variadas maneras, todo el ámbito de la educación, de los juegos y de

los objetos que constituyen el mundo de la niñez. En un segundo momento, focaliza en

la trans-naturalización de la sexualidad animal en erotismo humano: aquí se da el paso

desde una función reproductiva animal cuya intención de utilidad es subordinada hacia

un modo de relación entre dos amantes donde la relación sexual se constituye de manera

autónoma. El erotismo, que sólo se da en el animal humano, es un proceso que está más

allá de su productividad, la cual siempre queda trascendida por el valor de disfrute y por

el estado gozoso de los cuerpos; allí “el atractivo sexual, se encuentra a tal punto

transfigurado o sublimado bajo el efecto de esta relación que aparece como un

determinado “encanto” en la presencia de otro como pareja posible” (p. 142). Por

último, Echeverría toma como ejemplo la forma propiamente humana de producir y

consumir alimentos, en la que la preparación y el disfrute se refiere más a variadas

significaciones gustativas y simbólicas, que a necesidades de alimentación y

supervivencia concreta:

Si el conjunto de substancias alimenticias no estuviese ordenado de una

determinada forma, preparado de una determinada manera, si no hubiese esta

satisfacción no sólo del aspecto físico, sino sobre todo de la forma, de aquello

que subordina lo físico a lo político; si no satisficiese este requerimiento

aparentemente ocioso no podría cumplir la función a la que está destinado

desde la perspectiva meramente funcional o fisiológica. (p. 144)

Asimismo, resulta importante señalar, para la cabal comprensión del papel

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predominante que le otorga Echeverría a lo que sucede en los días comunes, la

dimensión semiótica que posee no sólo este proceso de trans-naturalización sino todo

acto posterior que implica un producir y consumir transformaciones de la naturaleza y

que resulta ser simultáneamente y sobre todo, un “ratificar y modificar” la figura

concreta de la sociabilidad auto-elegida (1998: 167). En cada uno de los modos en que

el sujeto social transforma un material determinado (sea la materia prima inorgánica u

orgánica o el estado acústico de la atmósfera a través del lenguaje), le inscribe una

forma que nunca es neutral o inocente, sino que tiene siempre un valor de uso concreto

que a su vez determinará la forma del sujeto que la consuma. Esta “intención

transformativa dirigida al sujeto mismo” (p. 171), se hace efectiva cuando éste disfruta

o utiliza de manera adecuada ese producto en calidad de bien. De aquí la citada frase de

Echeverría: “producir y consumir objetos es producir y consumir significaciones” (p.

181). Todo objeto producido posee y propone un sentido y vigencia de una posibilidad

entre todo el conjunto de alternativas posibles, y como realidad artificial, no natural,

utiliza un código social que resulta él mismo en este proceso re-constituido, re-afirmado

o en su defecto refutado: “el proceso de producción/consumo como proceso de

comunicación/interpretación es así un proceso no sólo de significar sino igualmente de

metasignificar” (p. 186). Diana Fuentes, en “Semiótica de la vida cotidiana: Bolívar

Echeverría” (2014), subraya que en este contexto, entonces, producir un objeto es

proponer un valor de uso que es ratificado al ser consumido o disfrutado por un sujeto.

Un código social no abstracto sino materializado media y une estos dos momentos y,

como entidad simbolizadora ya determinada, carga al proceso del sentido que

transporta. Por otro lado, a la vez que conduce un sentido, y justamente por hacerlo, este

proceso implica una dimensión de subjetivación que da fijeza a la evanescencia de las

identidades naturales:

[E]l proceso de producción social, como un proceso de producción de

sentido, es un proceso en el que se trabaja y se disfruta de objetos de

naturaleza transformada mediante un código; y al mismo tiempo un proceso

de producción indirecto del sujeto, en tanto que la praxis de

producción/consumo implica la reproducción de las relaciones sociales o

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políticas que lo constituyen. Es el mecanismo que otorga unidad o sintetiza la

subjetividad, que -como se ha explicado- por sí misma no posee tal

integridad. Se crea así el sujeto social. Mediante este cuerpo teórico,

Echeverría vira en un sentido concreto y libertario la clásica afirmación sobre

la determinación de la subjetividad como producto de las relaciones sociales.

(p. 244)

Es también en relación a estos conceptos desde donde, según Echeverría, Marx

analiza la cualidad de la producción capitalista que se infiltra en todas las áreas de la

vida y también en el de la lengua, imprimiéndoles una sobredeterminación o

connotación a favor del capitalismo. Junto con la subsunción del valor de uso a la

valorización, se da una subsunción técnica de la reproducción social al modo de la

producción capitalista. El campo instrumental capitalista tiene una fuerza y sinergia tal

que impone sus propiedades a las otras actividades y esferas humanas. La técnica

empleada no es indiferente o neutra si no que, en su misma estructura capitalista,

determinada para la acumulación del capital, está inscrita esta finalidad que permanece,

también y siempre, en la inmanencia de todos los objetos producidos en el contexto de

este sistema. El valor de uso de los objetos producidos en el capitalismo, está

subordinado, desde su momento de aparición, a su valorización en cuanto mercancía:

Y en este sentido, nos dice Marx, las loas a la estructura capitalista de la

sociedad, la apología del sistema capitalista, la están cantando las cosas

mismas, las fábricas, el conjunto de bienes que se nos ofrecen como los

únicos bienes que son propios de los seres humanos, dejando de lado una

infinidad de otros bienes que uno podría imaginar como factibles de producir

y consumir, todo ese repertorio nos está recitando las loas al capital. (2012:

79)

De la misma manera, el lenguaje, como medio e instrumento de comunicación, cuando

se da en el marco de la vida capitalista, conlleva una igual tendencia apologética de la

vida y el estado de cosas tal cual aparecen y se dan en este sistema imperante. En todas

las esferas de la comunicación, sea la que se emplea en la vida fáctica o la que circula

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en la ciencia, en la prensa, en la política o en el arte, se deslizan categorías que

acompañan y fortalecen el sentido de la primacía de la valorización y la producción. Es

“como si “alguien o algo hablara con nuestro propio aliento, torciendo el sentido de lo

que decimos”” (Fuentes, p. 245). Echeverría afirma que a tal punto es llevada esta

aseveración en Marx que

podríamos decir que, en el estado normal de la vida cotidiana moderna y

capitalista, no son los seres humanos los que usan al habla o lengua para

comunicar sus ideas, sino que son las significaciones generadas

espontáneamente por el aparato productivo capitalista, por el Estado

capitalista y por sus instituciones nacionales, las que usan como vehículo a la

comunicación entre los seres humanos, las que se infiltran en esta

comunicación y le imprimen una sobredeterminación, o una connotación

procapitalista a todo el procesos comunicativo, y a todas las ideas que se

producen, y transmiten, y consumen en él. (p. 80)

En las esferas de la opinión pública y el lenguaje, si bien se dan disputas y tensiones

entre las distintas concepciones e ideas, prevalecen aquellas que sostienen al poder

económico y político vigentes. Y en el capitalismo el mismo campo instrumental -por su

alta sofisticación y desarrollo- marca, la mayoría de las veces, el compás de las

producciones significativas y de sentido de una comunidad.

Ya en La ideología alemana, que redactó junto con Engels, Marx había afirmado

que la clase dominante es la que impone sus ideas a la época, pero Echeverría sostiene,

que es especialmente en El Capital, donde se termina de comprender el mecanismo que

opera para la consolidación de este dominio. En él se hace patente, que “el código de la

lengua tiene un dispositivo que la hace funcionar en un sentido apologético de las ideas

propias de la clase dominante” y que “la tecnología del proceso de producción y

consumo no es una tecnología indiferente, que pueda ser empleada en un sentido o en

otro, sino que es una tecnología estructuralmente capitalista” (p. 79). La desolación que

plantea Marx es la de un sistema que, cuando funciona normalmente, lo invade todo y

del cual ninguna esfera de la vida puede escapar. Pero la crítica radical que supone El

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Capital inaugura, según Echeverría, un tipo de discurso, una estrategia discursiva

científico-crítica, que hace reconocer esa realidad o mecanismo de producción material

y simbólica del capitalismo y así “deconstruye la ciencia de la economía política,

mostrando de dónde surgen sus categorías, cómo surgen y cómo, por lo tanto, pueden

caer por su propio peso” (p. 81). La función de la crítica será, por lo tanto, para

Echeverría, la de “desinstrumentalizar la racionalidad de la modernidad capitalista”

(Fuentes: 246). Propone la deconstrucción de las categorías de pensamiento objetivadas,

como requisito indispensable para la construcción de nuevos sentidos para la vida y el

acontecer dentro del hecho capitalista. Afirma que, desde la inmanencia del discurso de

la modernidad capitalista, se hace evidente el proceso por el que lo que existe existe,

cuestionando su supuesto derecho y su supuesta razón, más allá de que históricamente y

de hecho sea el discurso que domina y está establecido. De esta manera se puede

deconstruir ese discurso monótono, repetitivo y apologético que está

surgiendo a cada instante del proceso de trabajo, del proceso de circulación,

de las calles, de las casas, de las fábricas, de los hogares, de todas partes. Ese

discurso que dice: “Sí, así como es, así debe ser. No hay otro mundo posible”.

(p. 82)

Aunque la descripción precedente se refiere a una forma específica de habitar el

mundo -en este caso como donación de forma secundaria, no natural- que un grupo

humano ha elegido, aquella que es propia del ethos realista de la modernidad capitalista,

también permite comprender, si se deja de lado lo específico de este modo de

producción, las razones por las cuales Echeverría enfatiza la importancia de todo

aquello que ocurre en la tranquilidad de la vida cotidiana. En su aparente

intrascendencia, en la constante e ininterrumpida sucesión, los días comunes instauran y

proyectan horizontes de sentido que colaborarán en la reproducción de lo que existe, o

por el contrario, irán, de a poco y soterradamente, sembrando las condiciones para su

destrucción. A través de los objetos que utiliza y produce, por medio del lenguaje con el

cual se comunica y proyecta, en los modos específicos con los que se relaciona con su

entorno y con los otros seres, cada hombre y cada mujer encuentra, día a día, la

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oportunidad para instalar sentidos particulares que configuran y reconfiguran su mundo

y sus circunstancias. Así, los cambios en el rumbo de la historia no son sólo producto de

grandes acontecimientos y eventos, sino que también y muchas veces son la

consecuencia de aquello que se va construyendo y perfilando en el trabajo y disfrute de

una comunidad social determinada. Trabajo y disfrute, que son guiados por los valores

propios surgidos de una auto-elección originaria, que como forma natural impregna los

usos y las costumbres, el lenguaje y el campo instrumental, o que por el contrario, son

impactados por determinaciones ajenas a sus propias necesidades y tendencias. De si la

balanza y las decisiones se inclinen por la concreción de los valores de uso o por la

abstracción de la demanda de valorización, dependerá la calidad y consistencia de las

experiencias -y el sentido de las mismas- en la vida concreta de cada sujeto humano y

en la forma en que se organizarán sus lazos sociales.

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II.II. Los días extraordinarios de ruptura: las formas lúdicas y festivas de la vida

humana.

Así como el trabajo y el disfrute organizan la rutina del orden reproductivo de la

civilización, configurando de distintas maneras la especificidad de la vida cotidiana de

las sociedades, Echeverría incorpora también otra faceta -la extraordinaria- como parte

constitutiva de esta cotidianidad. Concibe a la vida cotidiana como la articulación de

dos dimensiones: la primera, la de los días rutinarios, en donde se trabaja y se consumen

los bienes producidos, y la segunda la de los momentos extraordinarios que rompen la

rutina cuyas figuras más importantes son el juego, la fiesta y el arte (1998: 52). El

devenir cotidiano de los hombres y mujeres en sociedad, se desarrolla entre estas dos

esferas de la vida, que si bien están relacionadas una con la otra, adquieren

particularidades propias y específicas, tanto por las actividades que las componen, por la

percepción del tiempo que instauran, como por la finalidad a la cual se ordenan. Si el

trabajo y el disfrute reproducen los usos y las costumbres, afianzan las prioridades

establecidas, establecen ritmos parejos y homogéneos y están ordenados a satisfacer las

varias necesidades de los sujetos sociales, las figuras de ruptura ponen entre paréntesis

esos mismos usos y costumbres, sus prioridades y sus vigencias. Instauran otras formas

de temporalidad que no son regidas por las necesidades del mundo de la vida, sino que

cuestionan esas mismas necesidades y ese mundo. La naturalidad de lo que existe, los

mandatos de lo que se debe hacer, las urgencias y los imperativos, son interpelados

cuando el continuum de la rutina es interrumpido para dar lugar a espacios de mayor

libertad y autodeterminación. Echeverría dirá que existe una “tensión bipolar” (2005:

186) en la temporalidad humana. El primer polo está constituido por los tiempos

rutinarios, los de la vida pragmática de la procreación, la reproducción y el consumo de

los bienes. Polo en el cual el uso del código general junto con la subcodificación

específica de una identidad cultural concreta “es completamente respetuoso de su

autoridad, concentrado en cualquier otra de las funciones comunicativas, menos en la

autorreflexiva” (p. 187). El otro polo está constituido por los momentos extraordinarios

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donde la subsistencia misma de la vida social entra en cuestión, donde aparecen las

interpelaciones y las críticas a lo establecido, y donde nuevas formulaciones y

configuraciones son ensayadas y articuladas:

La vida cotidiana de los seres humanos sólo se constituye como tal en la

medida en que en ella coexisten estas dos modalidades de la existencia

humana, es decir, en que el cumplimiento de las disposiciones que están en el

código tiene lugar, por un lado, como una aplicación ciega y, por otro, como

una ejecución cuestionante de las mismas; en la medida en que la práctica

rutinaria coexiste con otra que la quiebra e interrumpe sistemáticamente

trabajando sobre el sentido de lo que ella hace y dice. (p. 187-188)

Así como un cierto automatismo es indispensable para que el fluir de lo que acontece no

se vea constantemente entorpecido por estados de alerta y atención, también necesita -

para ser un fluir humano- de momentos de mayor lucidez y presencia. Ni la pura

espontaneidad irreflexiva ni un absoluto estado de vigilia lo caracterizan. Replicando el

ritmo de los días y de las noches, los estados de conciencia y de abandono, alternan,

según Echeverría, en el transcurrir temporal de la existencia fáctica de hombres y

mujeres12.

La dimensión de ruptura incluida en la cotidianidad, interrumpe la mecánica

repetitiva de la actividad del hombre meramente productivista y de consumo. Se pierde

en una cierta desviación para realizar actividades libres, como una manera de no olvidar

“que la necesidad a la que él obedece es de orden artificial y no natural, que es una

necesidad puesta por él mismo, contingente, y no una simple prolongación de la

12Si la vida cotidiana oscila entre los momentos rutinarios y los de ruptura, su opuesto será lo queacontece en los días “especialmente cargados de historia” (1998: 50), momentos de inflexión, díasespeciales, brillantes y únicos que conforman la dimensión política de la sociedad civil. Son díasespectaculares donde todo es posible, donde se hace tabula rasa porque las cuentas vuelven a cero y elpasado pierde su fuerza y autoridad. En ellos aparece la inflexión y el cambio de rumbo. Sin negar laimportancia que tienen y que por todos es avalada, Echeverría advierte sobre la necesidad de hacer unaafirmación enfática de la vida cotidiana “frente a la vida “de los días especiales”” (p. 49). Proponefocalizar, no en estos días especiales, sino en la densidad histórica que tienen los otros, los comunes -seanrutinarios o de ruptura- que se suceden y avanzan, durante todo el devenir temporal de la existenciahumana.

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necesidad que impera en la naturaleza” (1998: 51). Así, en los momentos de ruptura y

lucidez, es la forma natural la que acosa y asola, desde la inmanencia, a todas las formas

de segundo orden, confrontándolas con el sustrato originariamente auto-elegido.

Confrontación que puede, tanto avalar como corregir, o por el contrario impugnar estas

sobredeterminaciones que, en el día a día, una comunidad particular va construyendo y

consolidando con la repetición y los hábitos. Versiones fundamentalmente autocríticas

de la cultura, el juego, la fiesta y el arte, persiguen la “experiencia política fundamental

de la anulación y el restablecimiento del sentido del mundo de la vida, de la destrucción

y la reconstrucción de la “naturalidad” de lo humano, es decir de la “necesidad

contingente” de su existencia” (2010: 175). En momentos en que el automatismo es

iluminado desde una dimensión más amplia y menos condicionada por la inercia ciega

de la repetición, las figuras de la ruptura deconstruyen y desenmascaran las formas

objetivadas de la cultura, que falsamente fueron juzgadas como naturales. En Definición

de la cultura, Echeverría va a desarrollar brevemente la especificidad de cada una de

estas figuras en general, es decir, en lo que ellas son en su universalidad trans-histórica,

antes de adquirir actualidad concreta en espacios y tiempos determinados; pero es

cuando las analiza en relación a cómo han devenido en la organización social del

capitalismo que su abordaje adquiere profundidad y originalidad.

El juego, como ruptura lúdica de la rutina, es, según Echeverría, la estructura

autocrítica más abstracta de la cultura al conseguir que las relaciones de azar y

necesidad se hagan evidentes en su contraposición e interdependencia mutua (2005:

191). Es el placer del vértigo de perder todo soporte cuando o se ha intentado dominar

los resultados -lo que sucede, por ejemplo, en los juegos deportivos con la preparación y

el entrenamiento- o cuando por el contrario, en los juegos de azar, se deja que la suerte y

lo aleatorio defina la situación (2010b: 177). En el juego, la pérdida y la recomposición

imaginaria de las leyes tanto de la naturaleza como de las sociedades, así como la puesta

en contingencia de la necesidad de las formas del cosmos, re-conectan al ser humano

con aquellos momentos donde todo es posible y la libertad es aún una variable

significativa en el desarrollo de los acontecimientos. Es desde esta perspectiva, desde su

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dimensión de libertad, que Echeverría relaciona el tema del juego con el concepto de

segunda técnica que ocupa un lugar clave para pensar la modernidad, el capitalismo y

las posibilidades de modernidades alternativas. En el ensayo “Definición de la

modernidad”, Echeverría afirma que el origen y fundamento de la misma hay que

buscarlo en la revolución tecnológica acaecida alrededor del siglo X, que implicó un

giro radical con respecto al modo en que la técnica venía desarrollándose desde el

paleolítico. En ella ya no se da la perfección casual de los instrumentos sino la

introducción planificada de nuevos medios de producción, la voluntad explícita de

promover el constante perfeccionamiento de la estructura técnica del campo

instrumental. Con esta segunda técnica, también llamada lúdica, aparece una novedad

radical ya que

se inaugura la posibilidad de que la sociedad humana pueda construir su vida

civilizada sobre una base por completo diferente de interacción entre lo

humano y lo natural, sobre una interacción que parte de una escasez sólo

relativa de la riqueza natural, y no como debieron hacerlo tradicionalmente

las sociedades arcaicas, sobre una interacción que se movía en medio de la

escasez absoluta de la riqueza natural o de la reticencia absoluta de la

naturaleza ante el escándalo que traía consigo la humanización de la

animalidad. (2010b: 22)

En la misma línea de los comentarios de Herbert Marcuse al Malestar de la cultura de

Sigmund Freud, aparecidos en Eros y civilización, Echeverría postula la posibilidad –a

partir de la aparición de las condiciones aportadas por la segunda técnica- de una

relación con la naturaleza basada en la abundancia y emancipación, en el despliegue y el

juego, en el placer y la gratificación. Posibilidad, que si bien no ha sido actualizada por

la “modernidad efectiva o realmente existente” (p. 26), permanece como índice oculto

que acosa en los detalles más mínimos de la vida, abriendo así “en la vida cotidiana, un

resquicio por donde se vislumbra la utopía” (p. 33). Así, el juego, en cualquiera de sus

formas históricas o culturales, irrumpe en la rutina de las necesidades, rompe el

continuo de una historia que se reproduce siempre igual a sí misma, para dar lugar a la

libertad del barajar y dar de nuevo. Pone en cuestionamiento un principio de realidad77

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anquilosado en la autoridad que tiene todo aquello que se repite, e imita las

circunstancias de esos momentos donde las posibilidades, el azar y la libertad

protagonizan la partida.

Centrarse en las oportunidades abiertas por la segunda técnica, le permite a

Echeverría, reivindicar la postura de Benjamin con respecto al arte post-aurático. Según

Carlos Oliva, a diferencia de las lecturas hechas por Adorno, Horkheimer, Scholem o

Brecht, Echeverría utiliza una estrategia diferente en su recepción del escrito sobre la

obra de arte (2013: 198). Afirma que Echeverría focaliza en la afirmación de Benjamin,

párrafo presente sólo en la versión denominada Urtext, según la cual el origen de la

segunda técnica hay que buscarlo cuando el ser humano comenzó a tomar distancia

frente a la naturaleza, es decir hay que buscarlo en el juego. Si bien el desarrollo

maquínico posterior y sus efectos sobre la vida humana han opacado este germen lúdico

de la técnica moderna, Benjamin quiere resaltar la dimensión de libertad y

emancipación que estuvo presente en sus orígenes. A diferencia de la primera técnica

cuya finalidad era el “dominio sobre la naturaleza”, la intención de la segunda era “la

interacción concertada entre la naturaleza y la humanidad” (Benjamin, 2003: 56). En el

momento en que, por el propio desarrollo civilizatorio, la naturaleza ya no presentó sólo

su cara amenazante y bajó el nivel de hostilidad y hostigamiento, el hombre pudo

entablar relaciones desde la autonomía y la estabilidad. Así, si bien el juego, como

comportamiento basado en relaciones libres, de solaz y placer, está en el origen de la

segunda técnica, también es promovido por ella, en la medida en que el progreso técnico

libera a la vida cotidiana de la esclavitud de dedicar todas sus horas a satisfacer las

necesidades básicas y materiales. Para Benjamin, en esta línea estará también tanto la

función social como la posibilidad del arte de su época, permitiéndole soslayar o no

enfatizar, en este trabajo sobre la obra de arte, los efectos brutales y destructivos que

esta segunda técnica ha tenido en el devenir de los siglos; crítica que sí realizará años

más tarde en sus tesis sobre la historia. Es por este camino de análisis, que Echeverría

sostiene que Benjamin tenía fundamentos para esperar la emancipación social a partir de

la obra de arte post-aurática, e insiste en que no hay que olvidar que “él observa lo que

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sería la posibilidad más prometedora en medio del proceso de metamorfosis radical que

vive el arte en su época” (2010b: 146).

Siguiendo con el análisis de los momentos de ruptura en la vida cotidiana,

Echeverría va a afirmar en “De la Academia a la bohemia y más allá” que “la fiesta es la

versión más acabada del comportamiento del homo ludens” y que se conecta con el

juego “como el segundo tubo de un telescopio lo hace con el primero” (2010b: 123). La

fiesta es la segunda figura de ruptura analizada por Echeverría y sostiene que en ella se

pone entre paréntesis no las leyes del cosmos, las del azar, las de la necesidad o las que

rigen nuestra relación con la naturaleza, sino más específicamente la ley encarnada por

una subcodificación particular: “la clave cualitativa de la totalidad de formas de un

mundo de la vida concreto” (ídem). Así, las costumbres de una comunidad social, las

relaciones de parentesco, las normas amatorias, los vínculos con el cosmos y “hasta las

recetas de cocina y las reglas del vestir” (2010: 179), pueden suspenderse para dar lugar

a unas nuevas en el tiempo y contexto de la fiesta. La libertad, como condición

fundamental de lo humano, se reactualiza y activa en el gesto que emancipa de la

tiranía, no sólo de las necesidades y del productivismo, sino también de aquella

monotonía que puede envolver las prácticas que se repiten, siempre igual, día tras día.

Dándose de forma intermitente e irrumpiendo dialécticamente “el continuum

pragmático-funcional” (p. 125) del comportamiento orgánico y automático, la existencia

festiva reafirma, en la dimensión de lo imaginario, la autodeterminación fundamental

subyacente en la vida rutinaria que queda a partir de allí transformada y transfigurada.

Es en la separación de las necesidades naturales y animales, en el tomar distancia frente

a ellas, que el ser humano se relaciona con los objetos de esta manera particular y

novedosa.

Si tomamos el ejemplo de la manzana que Echeverría usará después para

explicar la obra de arte, podemos decir que en la fiesta, una manzana pasa a convertirse

en una “proto-manzana” (p. 128). Una realidad distinta al objeto concreto y prosaico,

que adquiere, en el marco de la puesta en escena festiva, la contundencia de lo perenne

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y universal. Liberado de los oficios de producción y consumo, el ser humano en ruptura

festiva, percibe la realidad desde una dimensión primigenia y primaria, desde la

reactualización de “ese espacio-tiempo profundo -sea en lo hondo del tiempo pasado o

en lo hondo de la “Jetztzeit” o el “tiempo del ahora”, del que habla Benjamin” (p. 129).

Implica un vivir el mundo en su dimensión perfecta, plena, acabada y rotunda, como si

del platónico mundo de las ideas se tratara. Los lugares donde transcurre la existencia

productiva se transfiguran para dar lugar a la fiesta y el tiempo mismo empieza a regir

de otra manera. Y si bien “el propio cuerpo humano que produce y se reproduce se ve

acondicionado para ella por alimentos, bebidas y olores inusuales, embriagadores o

alucinantes” y si bien “el mundo de la rutina se encuentra convertido en “otro mundo””

(2010b: 122), lo más característico y decisivo de la experiencia festiva, es que en este

“estar fuera de sí mismo” el ser humano puede, por un lado, captar cabalmente la

objetividad del objeto y la sujetidad del sujeto (2010: 178) y, por otro, a partir y gracias

a la fiesta, continuar viviendo su vida prosaica y rutinaria:

“Fuera de sí”, el ser humano de la existencia festiva da sin embargo indicios

de ser indispensable para el que está “en sí”, el no festivo, básico o normal,

que se postula a sí mismo como prioritario. Es como si, paradójicamente, por

debajo del telos manifiesto de éste -la acumulación del producto y la

procreación-, su existencia productivista supusiera otro, secreto, que ella debe

mantener reprimido, pero sin el cual no puede seguir adelante porque es la

condición sine qua non del primero: el telos de la satisfacción ilimitada del

productor, del consumo dispendioso de los “bienes terrenales” producidos por

él, ese telos precisamente que parece ser el que guía a la existencia festiva.

(p. 122-123)

La ceremonia ritual es el lugar por excelencia de la fiesta, su ruptura destruye y

reconstruye ficcionalmente todo el edificio del valor de uso, el cosmos queda

transformado y en un solo movimiento se ponen entre paréntesis todas las vigencias,

criterios orientadores y prácticas de una comunidad, en especial aquellas que atraviesan

la vida cotidiana. En ella, toda la fuerza que tiene la autoridad de lo que se repite, una y

otra vez desde tiempos pasados, se debilita y pone entre paréntesis, promoviendo el

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cambio, nuevas oportunidades y el advenimiento de aquello que nunca ha sido. Implica

un traslado figurado hacia un espacio donde los límites son trascendidos y el principio

de realidad cede lugar a lo ideal, a lo sagrado o a lo anhelado. Es “la puesta en acto de

una “revolución” imaginaria, es decir, de una abolición y una restauración simultáneas,

en el más alto grado de radicalidad, de la validez de una configuración concreta de lo

humano” (2010: 179); entre ella y las revoluciones reales, afirma Echeverría, sólo existe

la diferencia que se da entre el mundo de la fantasía y el mundo de la realidad.

La tercera figura de ruptura que analiza en detalle Echeverría es la del arte;

figura que se encuentra íntimamente relacionada con la anterior, la de la fiesta. El arte es

una “mímesis de segundo grado, que no imita la realidad sino la desrealización festiva

de la realidad” (p. 126). Ya sea produciéndola o disfrutándola, el ser humano, a través de

la obra de arte, busca revivir la fiesta, introduciendo nuevos cortes espacio-temporales

de excepción dentro de la rutina de los días ordinarios. De este modo, la mímesis

artística, no retrata los objetos del mundo de la vida, sino esos proto-objetos

transfigurados por el transe festivo que son “como burbujas o instantes de dispendio

improductivo, injustificado, lujoso, en medio de la masa compacta de la vida y del

mundo entregados al pragmatismo y al productivismo que garantizan la supervivencia

social” (p. 125). Los artistas serían, por lo tanto, individuos capaces de ofrecer a la

comunidad momentos de reconexión con lo lúdico y festivo, a través de la experiencia

estética anclada en los movimientos, objetos, discursos y actos de la vida ordinaria, que

quedarán a partir de allí transfigurados (Verklärung) como si se trataran de componentes

“del escenario, la escenografía y el guión” que permiten el desenvolvimiento de un

drama (2010: 181). Echeverría sostendrá que cada una de las partes de la fiesta, puede

convertirse en un punto de partida de un arte posible: la experiencia corporal puede ser

transformada en una experiencia “protodancística”, la del sonido y el tiempo en un

hecho “protomusical”, la del emplazamiento en el espacio en uno “protoarquitectural” y

la del objeto plástico en uno “protopictórico” o “protoescultórico” (2005: 192-193). En

Definición de la cultura, expondrá su particular teoría sobre el “sistema de las artes”,

que explícitamente divergente al propuesto por Richard Wagner, implica no el deseo o

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esfuerzo por lograr una obra de arte total, sino la convicción de que “en la vida

cotidiana, en su estetización espontánea, todas las artes, incluso dándose la espalda las

unas a las otras, colaboran virtualmente, involuntariamente, en un solo “hecho artístico”

difuso que subsiste bajo el hecho efectivo de su materialización en las obras de arte

reales” (2010: 182). A partir de estas ideas, también se puede entender la crítica

echeverriana a la fetichización de la obra de arte en la modernidad capitalista como un

objeto autónomo, independiente y separado de su contexto de aparición. Desvinculada

de su dimensión performativa, de la ruptura festiva y de su no funcionalidad con el

automatismo de la vida cotidiana, el capitalismo ha incluido a la obra de arte -como una

más de las mercancías- en su programa de valorización del valor. Estas obras que

reservan su magia sólo a “quien puede comprarlas” (2010b: 126), incapaces de realizar

su revolución efímera, alejadas del gozo libre y del derroche festivo, se integran de este

modo -clara e inexorablemente- a los principios mercantiles de la industria cultural.

Es en relación a la crítica de esta fetichización del arte en la modernidad

capitalista que Echeverría reivindica a las vanguardias artísticas de principios de siglo

XX. Los artistas vanguardistas postulan que “la obra de arte se hace con el fin de vivir

en el mundo de una manera especial, y no con el de dominarlo” (2010b: 117). Desoyen

e impugnan la demanda capitalista de completar la apropiación pragmática de la

realidad promoviendo la libertad y la autonomía del arte. El nuevo telos para el arte

implica, no un alcanzar la representación del modelo en aras a un acercamiento

cognoscitivo del objeto, sino una peculiar forma de relacionarse con estos objetos y un

desquiciamiento de los modos en que pueden ser representados. En este punto,

Echeverría observa la agudeza del Manifiesto suprematista de 1915 de Kasimir

Malevich, donde el pintor ruso aclara, que si bien la rebeldía del artista frente al

mandato de la representación aparece con toda su fuerza a principios del XX, esta

actitud ya se encontraba presente -de manera excepcional y no deliberada- en algunos

de los grandes artistas de siglos anteriores. Malevich juzga que el verdadero valor de

muchas de estas obras del pasado, su sensibilidad como tal, pasa inadvertida para los

críticos y para el público en general. Dice que por las mismas razones fue

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incomprendido el suprematismo de su propia obra Cuadrángulo (1915, óleo sobre

lienzo, 53 x 53 cm.), comúnmente llamada Cuadrado negro sobre fondo blanco con la

que, afirma, pudo ascender -si bien con fatigas y tormentos- a la felicidad de las alturas

del arte no objetivo. Este arte se despide de las imágenes de la realidad, de las

representaciones ideales, de los valores del pasado y se sumerge en un desierto que está

lleno del espíritu de la sensibilidad no-objetiva, que todo lo penetra:

El suprematismo es el arte puro reencontrado, ese arte que, con el andar del

tiempo, se ha vuelto invisible, oculto por la multiplicación de las cosas.

Me parece que el arte de Rafael, de Rubens, de Rembrandt, etc..., para la

crítica y el público no es más que una concretización de cosas innumerables,

que hicieron invisible el verdadero valor encerrado en la sensibilidad

inspiradora. Sólo la admiración por el virtuosismo de la representación

objetiva sigue viva.

Si fuera posible extraer de las obras de los grandes maestros de la pintura la

sensibilidad expresada en ellas -es decir, su valor efectivo- y esconderla, los

críticos, el público y los estudiosos del arte ni siquiera se darían cuenta de

ello. Por tanto, no hay que maravillarse si mi cuadrado parecía falto de

contenido. (1915-1924, s/p)

Echeverría sostiene, que la propuesta de Malevich, se centra en “un trabajo sobre la

objetividad misma del objeto representado y que lleva a esa objetividad hasta el límite

de la evanescencia” (p. 120). Rompiendo la fijeza y el anquilosamiento de una

cosificación puesta al servicio de fines ajenos a lo artístico, las vanguardias redefinen el

arte para que se concentre en “buscar simulacros del mundo capaces de provocar un

desquiciamiento gozoso de la presencia aparentemente natural del mismo” (ídem). La

feliz paradoja del arte es, que en su renuncia a servir al mundo, en su no-utilidad, realiza

valores artísticos que terminan reconfigurando y transfigurando ese mismo mundo al

que cuestionan, en sus sobredeterminaciones, que muchas veces en nada dialogan con la

forma natural. Todo el manifiesto suprematista pareciera estar como telón de fondo de

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las reflexiones de Echeverría sobre el valor de uso, la forma natural y la obra de arte.

Allí, Malevich también afirma, que en el mundo de las cosas prácticas, en el ámbito de

lo que él llama la objetividad, nada hay tan firme o seguro como se le aparece a la

conciencia. Sostiene, que todas las cosas podrían ser desplazadas y transportadas desde

estas configuraciones provisionales que dependen del aquí y ahora de las condiciones de

su aparición, a una dimensión nueva, artística. Así, los suprematistas buscan signos

nuevos para expresar la sensibilidad inmediata y no se interesan por los reflejos,

convertidos en forma, de las distintas sensaciones. No les interesan las cosas como son,

sino por las posibilidades que ofrecen para dar cuenta de esa sensibilidad que ellas

suponen, pero que se oculta tras su forma fáctica y actual. El arte no objetivo, al ser una

práctica de segundo orden y no depender de las circunstancias cambiantes y concretas,

puede responder a la pura forma de la sensibilidad y erigirse sobre valores que

trascienden los cambios y las contingencias:

El conjunto de los reflejos de las varias sensaciones en la conciencia

determina la concepción del mundo del ser humano. Dado que las

sensaciones que influyen en el ser humano son distintas en las distintas

épocas, se puede observar los mas maravillosos cambios en la "Concepción

del Mundo" ...

Con ello, el juicio sobre los valores de la existencia se vuelve absolutamente

variable. Sólo los valores artísticos resisten a la corriente alternada de las

diversas tendencias del juicio; de modo que, por ejemplo, las imágenes de

santos o de dioses pueden ser guardadas sin vacilar en las colecciones de los

ateos, desde el momento en que en ellas se manifiesta la sensibilidad artística

ya reconocida como pura forma (y, efectivamente, se guardan). Por tanto,

tenemos continuamente nuevas ocasiones para convencernos de que las

disposiciones de nuestra conciencia -el "crear" práctico- dan vida a valores

siempre distintos (es decir, valores desvalorizados), y que nada, salvo la

expresión de la pura sensibilidad subconsciente o consciente (o sea, nada mas

que el crear artístico), es capaz de hacer palpables los valores absolutos. Así

pues, se podría llegar a una auténtica practicidad en el sentido más elevado de

la palabra, si se adjudicase a esa sensibilidad consciente o subconsciente el

privilegio de la disposición figurativa. Nuestra vida es una representación84

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teatral en la que la sensibilidad no objetiva se representa mediante la

aparición objetiva. (Malevich, s/p)

Una vida que sigue los criterios de la sensibilidad pura opera como una teatralización

donde los objetos configurados, no existen sólo en cuanto cosas pragmáticas producto

de los valores desvalorizados de la valorización, sino que aparecen como expresiones

objetivas de la no objetividad. Su negación es su afirmación. En el contexto de la fiesta,

diría Echeverría, la estetización de la vida cotidiana, como performatividad, juega

libremente con los objetos evanescentes, transportándolos y desplazándolos a una

existencia de segundo grado, donde lo lúdico, el dispendio y el gozo, acallan el

totalitarismo del mundo del trabajo y sus categorías. De ahí también la razón por la que

los artistas bohemios cambian, según Echeverría, de residencia y de escenario. En lugar

de trabajar en los tradicionales talleres dedicados a los oficios, alejados de la vida y el

ruido de las ciudades, se mudan a plazas, bares, cafés y centros nocturnos. Al abandonar

la academia, redefinirán y reubicarán al arte, lejos de las estrecheces del mercantilismo

burgués, en un territorio novedoso donde el dispendio festivo y la liberalidad cobran

protagonismo.

Las formas lúdicas, festivas y artísticas, como polos que tensionan con el trabajo

y el consumo, completan así, el tiempo cotidiano en que transcurre la vida humana.

Actúan irrumpiendo el ritmo impuesto por las necesidades y cuestionan aquello que se

presenta como evidente frente al automatismo de la repetición y la inercia. Desbaratan

los ordenes vigentes, para dar lugar a configuraciones alternativas, que si bien

esporádicas, también se van repitiendo en ciclos sucesivos y muchas veces establecidos,

tal como sucede con algunas fiestas, celebraciones, carnavales y ferias. En estos tiempos

de ruptura, se amplían las posibilidades y las opciones, se despliegan los principios de

placer y disfrute y se rompe la objetividad anquilosada del mundo y las cosas. Las

profundas implicancias que trae la revalorización de estas figuras, ha sido puesta en

evidencia en los abordajes de Echeverría, principalmente en la relación que establece

entre juego y segunda técnica, entre fiesta y estetización de la vida cotidiana y entre85

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obra de arte y libertad. Por último, su aproximación a las vanguardias -que aquí sólo se

retoman en la recepción que hace del manifiesto de Malevich- fortalece la necesidad de

una abordaje integral de estas figuras de ruptura13. Ya que fue en el contexto de ese

movimiento donde el arte demostró, fiel a su espíritu lúdico y festivo, que sin estar

servilmente en función de la realidad y sus demandas mercantiles, pudo sin embargo,

mostrar inserción y compromiso con su mundo y con su época.

13 En su análisis Echeverría menciona también las obras de G. de Chirico, V. Kandinsky, M. Duchamp, V.Tatlin, A. Schömberg, B. Brecht, A. Loos, D. Vertov y C. Brancusi.

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II.III. Actualización de lo político en la vida cotidiana.

Dos fuentes son en las que abreva Echeverría para sostener que la politicidad es

lo que constituye la especificidad de la vida humana: en “Cuestionario sobre lo político”

retomará a Marx y en “Lo político en la política” a Aristóteles. En ambos, focalizará en

la idea de la necesidad que el individuo tiene de vivir en polis o en sociedad con los

otros, y en cómo “lo político hace la diferencia específica que distingue al ser humano

en medio de los seres que le son más cercanos, los animales” (1998: 77). La trans-

naturalización, como acto constituido por la libertad y que al mismo tiempo la fortalece,

implica la posibilidad de decidir sobre los asuntos de la vida en sociedad, de fundar y

alterar la legalidad que rige la convivencia humana y la capacidad de sintetizar o

totalizar la forma de la vida social. Cuando los seres humanos viven y se reproducen, lo

hacen autorrealizándose en la forma particular elegida o proyectada desde el inicio de su

humanización. Como ya ha sido desarrollado en páginas anteriores, la forma natural que

deviene del proceso de trans-naturalización de la vida animal y que en cada comunidad

concreta adquirió una forma determinada y específica, constituye una auto-elección

originaria de identidad natural que tiene lugar en un contexto concreto que la vuelve

posible y que está presente en el devenir sucesivo de esa comunidad particular. Al

mismo tiempo, en su trabajar y disfrutar, en su día a día relacionándose con los otros y

con las cosas, cuando transforma la naturaleza y sus condiciones de vida, el sujeto da

forma y efectúa una configuración particular de socialidad, “define la identidad de su

polis como sociedad concreta” (1980, s/n). Esta particularidad se plasma en el

sinnúmero de instituciones que regulan la vida y que organizan tanto sus aspectos

públicos como privados: instituciones de parentesco, religiosas, laborales, civiles, entre

otras. De esta manera, dirá Echeverría, “el proceso natural de reproducción se encuentra

duplicado por un proceso que lo acompaña y que es precisamente al que podemos

denominar proceso de reproducción político” (1980: s/n). Desde esta perspectiva se

debe interpretar la postulación del concepto de “nacionalidad natural” (ídem) que alude

a esta concreción histórico-política, en el marco de la cual se desarrollan las capacidades

productivas y necesidades de consumo concretas y donde se genera una existencia

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natural referida a los valores de uso. El concepto de “nación natural” en Echeverría,

como oposición a los estados nacionales, lejos de enmarcarse en una tonalidad

romántica, conservadora y reaccionaria, tiene las características de la forma natural

analizada por Carlos Oliva (2013: 32-33), y se refiere a la dimensión originaria de

libertad y autarquía en la que cada comunidad se encuentra para decidir sobre su propia

forma de vivir los lazos sociales y desarrollarse a través del tiempo. En Definición de la

cultura, Echeverría abandona la formulación “nacionalidad natural” presente en

“Cuestionario sobre lo político” para resaltar la inestabilidad, inconstancia y

contradicción constitutivas de estas identidades sociales. Usa en su lugar la noción de

sujeto social que señala a un conjunto de individuos, que insertos en una configuración

particular de producción y consumo, a la vez que producen objetos y los disfrutan,

entretejen una red de relaciones que los caracterizan y determinan. El producir y

consumir es, en primer lugar, producir y consumir objetos, es también producir y

consumir significados y es también y por último, un producir y consumir formas y

modos de relacionarse con los otros. Dice Echeverría:

A la reproducción social, considerada en este nivel puramente formal o

cualitativo (...) la podemos llamar “reproducción política” del sujeto social.

“Política” porque pensamos que era a ella justamente a la que hacía

referencia el término “polis” en la época de los griegos; es decir, a lo que

estaba en juego en el ágora, a la identidad de la ciudad, a la figura de la

comunidad; a aquello que, por sobre todo lo demás, el proceso de la

reproducción social “produce” y “consume”, es decir, transforma y

“disfruta”, instituye y “vive”. (p. 60)

La identidad comunitaria, local y elemental en la que el ser humano nace, media su

relación con los otros y lo introduce en un primer modo de socialidad y de

interpretación de lo que son e implican la reciprocidad y las relaciones sociales. El

individuo hace uso y vive en ella, disfrutando de sus beneficios. Pasados los años y

dependiendo de su actitud crítica, reproducirá esta identidad o la pondrá en cuestión en

un juego de modificaciones que implicará un cierto desquiciamiento, que aunque sea

mínimo, afectará el equilibrio inestable de todo el proceso de producción y consumo.88

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Cabe aclarar que Echeverría quiere resaltar la libertad y autodeterminación fundante que

caracteriza todo el proceso de reproducción política, por lo cual aboga por una “lectura

de Marx aleccionada por la ontología existencial” (2010: 56). Incorpora, con este fin,

reflexiones tanto de Sartre como de Heidegger para subrayar la dinámica continua a la

que es arrojado el ser humano, que es un ser “a la intemperie,” y que produce y disfruta

siempre desde la libertad que lo caracteriza. La reproducción tanto física como política

implica un proceso de realización de proyectos y es, por eso, un proceso de

autorrealización, a través del cual, el sujeto se da a sí mismo una determinada figura o

identidad comunitaria. Pero no de una manera única y definitiva, sino al modo de un

continuo constituirse y reconstituirse en síntesis sucesivas que van apareciendo y

desapareciendo en el fluir temporal.

Esta afirmación de la naturalidad básica de lo político permite a Echeverría

poner en cuestión la afirmación según la cual lo político realmente determinante está

presente, sólo y exclusivamente, en los momentos extraordinarios o en las situaciones

límite. Le permite contradecir la idea según la cual sólo en las épocas de guerra o

revolución una comunidad puede re-definir o re-orientar su identidad, ya que el cambio

se puede generar tanto desde una transformación disruptiva como desde un proceso

acumulativo. Los momentos de existencia extraordinaria, en el límite, son aquellos de

extrema virulencia, de circunstancias especiales, cuando “la comunidad se encuentra

obligada a tomar una decisión radical acerca de la forma de su socialidad, de su

mantenimiento o transformación” (2010: 155). Esta situación límite puede ser positiva,

orientada al perfeccionamiento, o negativa, motivo de amenaza de catástrofe y

desaparición. La revolución será la que, para Echeverría, ofrezca la oportunidad de

reorientar una crisis a partir de la apertura de un horizonte de posibilidades más amplio

y la barbarie quien clausure esa posibilidad. El momento de “refundación o revolución,

es el momento reconocido por las sociedades arcaicas como el momento “sagrado”,

puesto que en él se reconocen los límites entre el cosmos, por un lado, y el caos, por

otro” (p. 156). Si bien es claro que en estos tiempos extraordinarios, al límite, una

comunidad decide y actúa políticamente, Echeverría sostiene que la politicidad también

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está presente “en el tiempo cotidiano de la vida social” (1998: 78). Y la historia es quien

muestra cómo, más allá de las decisiones tomadas en la gestión pragmática de los

tiempos especiales, también en el acontecer subterráneo del día a día, se imprimen

determinaciones que modifican sustancialmente el curso de los acontecimientos. La

Alemania de 1930 (1980: s/n), los tiempos de restauración posnapoléonica (1998: 50) y

la cultura americana del siglo XVII (2005: 179) son ejemplos, que tomará Echeverría,

para estudiar y ponderar cómo lo que él llama la actualización de lo político opera en el

transcurrir del día a día de los tiempos comunes y corrientes. Dos son los modos en que

se produce esta actualización de lo político en la vida cotidiana. El primero, de una

manera real, en calidad de una actividad específicamente política centrada “en torno al

estrato más alto de la institucionalidad social, el del estado, aquel en que la sociedad

existe en tanto que sociedad exclusivamente “política”” (1998: 80). Es el modo en que

se desenvuelve la gestión de la producción y disfrute a través de la representación de los

miembros de una comunidad en el estado y sus instituciones. Los distintos grupos o

agrupaciones acceden o buscan acceder al poder para administrar esa gestión por medio

de las formas tradicionales en que cada sistema ha sido organizado en una comunidad.

El segundo modo, imaginario, es el que se da en los tiempos de ruptura de la vida

cotidiana, que según se ha desarrollado ya, Echeverría agrupa en tres figuras

principales: el juego, la fiesta y el arte. Estas experiencias reactualizan virtual y

apolíticamente “el replanteamiento y la reinstauración de la forma social en cuanto tal,

su interrupción y reanudación, su fundación y re-fundación” (p. 78). Son interferencias

sistemáticas donde lo político se hace presente como un simulacro de la politicidad

revolucionaria en el que se cuestionan las formas establecidas de la sociedad. Hay algo

que, silenciado en la vida de la rutina mecanizada, sin embargo está presente de una

manera especial en las fiestas, en los juegos y en el arte. La convicción de que la vida

puede y debe organizarse como encuentro y como despliegue, como bien común y como

bien compartido, retorna, según Echeverría, una y otra vez como un anhelo imposible de

soslayar en los momentos de interrupción y ruptura. Desde los tiempos de humanización

ancestral, intermitentemente, se re-formula la sospecha “de que existe algo así como la

comunidad, de que puede haber la posibilidad de regular y definir de otra manera la

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producción y el consumo” (p. 93). Son momentos en que se vislumbra que la

convivencia -actualizada y experimentada real y enfáticamente en el momento de

ruptura- tendrá la fuerza para continuar también y de manera duradera, en el día

después, cuando la vida vuelva a la regularidad rutinaria del esfuerzo por el sustento y la

satisfacción de las necesidades. En los momentos de ruptura aparece, así, aquello que no

no es dado ni proyectar ni aguardar como resultado causal y como consecuencia de la

historia tal cual viene aconteciendo; en ellos irrumpe la posibilidad de un resultado

nuevo, un resultado otro; resultado que superará e irá más allá de cualquiera de las

expectativas que la vida real y realista pueda articular y sostener. Y así como Echeverría

critica que se pondere en demasía lo que sucede en los momentos extraordinarios de

revolución y guerra, en detrimento de lo que acontece en la vida cotidiana, también

critica que dentro de ésta, sólo se juzgue el impacto político de lo que sucede en la

gestión política en términos partidarios o de militancia. La severa y sintomática

restricción de lo que debe ser tenido por política14, es una de las consecuencias de la

enajenación y represión de lo político que Echeverría describe como realidad

fundamental de las sociedades modernas. En las nacionalidades naturales, por el

contrario, lo político se actualiza en el marco de una libertad fundamental en estas tres

dimensiones que han sido señaladas: en los momentos extraordinarios y en las

situaciones límite que vive una comunidad, también en la gestión política del aparato

estatal, y también y principalmente en los momentos cotidianos de ruptura festiva,

lúdica y artística.

Leyendo en negativo los análisis que Echeverría realiza de las sociedades

modernas, se pueden extraer nuevas especificaciones sobre la actualización de lo

político en la vida cotidiana y lo que sería la forma natural de la misma. Tomando estas

constelaciones de conceptos, que evidencian la degradación y desviación de esta

posibilidad en la vida moderna, y leyendo a contrapelo de lo que históricamente ha14 Demostrando el gusto por la polémica, una extensa parte de “Lo político en la política” está dedicado auna detallada y admirada reflexión sobre la obra de G.W.F. Hegel Lineamientos básicos de la filosofía delderecho, como el ejemplo más acabado de la idea -que él no comparte- de que la política del estado opolítica pura es la única que realmente cuenta en la vida real y en el proceso histórico de las sociedades.Echeverría concluye que la superioridad de la argumentación de Hegel convierte a todas las otraspropuestas afines a su postura “en versiones disminuidas de ella” (p. 89).

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sucedido, se hará más patente el lugar preponderante que la libertad y la

autodeterminación encuentran en el universo conceptual echeverriano. En las

sociedades modernas, dirá Echeverría, la reproducción social es principalmente

mercantil-capitalista y la vida se siente impelida a progresar desde el punto de vista de

la dictadura del capital y del valor que se valoriza. La capacidad de totalización de su

propia socialidad está, en ellas, completamente interferida e intervenida por una

dinámica que le es ajena y que obedece, o a necesidades de sobrevivencia o a

imperativos impuestos desde el exterior:

El sujeto social que se reproduce de manera mercantil logra efectivamente

mantenerse en vida, y este hecho hace que esa manera parezca ser la única

adecuada y natural que puede tener su reproducción. Esa supervivencia la

consigue, sin embargo, mediante el sacrificio de lo que hay de más esencial

en él mismo; la consigue gracias a la represión de su capacidad política. Su

vida podrá ser mejor o peor: nunca será efectivamente suya; nunca se

organizará realmente de acuerdo a las necesidades concretas de su

perfeccionamiento como entidad comunitaria. (1980: s/n)

La interferencia que ejerce desde el exterior la dictadura del capital promueve la

enajenación en el sujeto social, no sólo quitándole su capacidad práctica de decidir

sobre las relaciones de trabajo y de disfrute, sino también el de hacerlo dentro de una

figura o una identidad histórica autodeterminada. Paralizado en su facultad de

autoproyectarse y autorrealizarse a partir de la nacionalidad natural, su politicidad es

subvertida y disminuida en las distintas formas en que se constituyen los estados

nacionales modernos. Sobre la crítica de Bolívar al concepto y a la realidad del Estado,

versó la contribución de Julio Echeverría en el 2010 en México, en el marco del

homenaje que se le hizo a su hermano. Allí destacó cómo los estados privatistas e

individualistas, subsumiendo la politicidad a sus requerimientos, promueven el vínculo

entre modernidad y capitalismo y generan el orden que éste último necesita. Resaltó

también el “radicalismo inpolítico” de su hermano quien siempre se rebeló contra la

despolitización o la apoliticidad de la empresa capitalista que subordina todo a las

finalidades de ganancia y rédito. La inpoliticidad implicaría una crítica a esta92

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apoliticidad de la empresa capitalista y también un sabotaje a la política moderna, que

organiza los estados en función de estas empresas. La propuesta es desactivar y

desconfigurar el código de la valorización que opera tras los distintos estados modernos,

que la mayoría de las veces, ocultan los intereses económicos que persiguen. Estos

estados, se subordinan a la dictadura del capital y atentan contra las culturas y

comunidades locales, al negarles la autonomía que poseen para construir y proyectar

libremente el sentido propio de su comunidad. Bolívar Echeverría dirá que la nación

estatalista moderna es la “Nación del fetiche moderno, de la mercancía-capital” (1980:

s/n). Ya que son las mercancías, las que una vez reprimidas las formas de socialidad

natural, determinan y definen los lazos recíprocos entre los individuos. Siguiendo a

Marx, Echeverría, afirma que

los objetos mercantiles, con la doble forma de presencia que tienen,

“sensorialmente suprasensorial” -como objetos concretos (productos con

valor de uso), y como objetos abstractos (valores con valor de cambio)-, son

naturales, terrenales, profanos y son simultáneamente “sobrenaturales”,

celestiales, sagrados; tienen “cuerpo” y “alma”, satisfacen las necesidades

que motivaron su producción pero satisfacen también una necesidad de otro

tipo: introducen la única interconexión posible entre los propietarios

privados; son el único nexo social real que llega a establecerse entre

individuos que son de por sí constitutivamente sociales, (dependientes los

unos de los otros) y que se hallan, sin embargo, en situación de a-socialidad.

(1980: s/n)

Echeverría juzgará la enajenación como un fenómeno de cosificación de la

función política del sujeto social. Las mercancías capitalistas, sustituyendo al sujeto

humano -que ya no es quien dirige y se comporta autárquicamente respecto de las

posibilidades de darse una forma de convivencia- acaparan la capacidad de decidir sobre

el presente y el futuro de las sociedades. La enajenación, es así, “un proceso o un estado

mediante el cual la capacidad política del ser humano, su capacidad de sintetizar formas

de lo social, de darle figura al conjunto de relaciones de convivencia se clausura, se

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niega, se anula en el sujeto y es exteriorizada y absorbida por la cosa” (2006: 35).

Implica la subsunción o subordinación de la forma natural o de los valores de uso a la

forma del valor que se valoriza automáticamente. Por otro lado, Echeverría, tomará de

Henri Lefebvre su teoría -que será analizada en detalle más adelante- según la cual la

enajenación no debe pensarse como algo que ha acontecido en el pasado, como la

pérdida de una esencia, sino como la imposibilidad de realizar también hoy una

posibilidad, como un bloqueo de lo posible; “no es algo que está ahí, como un destino”

sino que las formas naturales “están siempre una y otra vez siendo dominadas, ganadas,

por la forma del valor o la acumulación del capital”; “[n]o hay, pues, un estado de

enajenación, sino un acontecimiento de la enajenación” (p. 36). Como desfallecimiento

momentáneo del sujeto social, como su derrota por el capital que acontece una y otra

vez, la enajenación es algo sobre lo cual ese mismo sujeto, también en cada caso, puede

decidir: “[l]a oportunidad revolucionaria está siempre ahí, en lo pequeño, en lo mínimo,

en lo más ínfimo o también en lo grande, lo total o lo público” (ídem). El sujeto social

puede, en cada momento, retomar y decidir sobre esta reproducción de socialidad,

puede afianzarla o puede alterarla. Puede ratificar y consolidar a las mercancías como

únicos agentes de interconexión o puede, por el contrario, resistir y rebelarse contra esta

situación.

Si relacionamos estos análisis sobre la enajenación moderna con el desarrollo del

concepto de nacionalidad natural y con aquellos relacionados con la actualización de lo

político en la vida humana, puede afirmarse que los caminos para la recuperación de las

capacidades políticas de un sujeto social enajenado pueden ser, según Echeverría,

múltiples. La recuperación, puede darse, por un lado, a través de la interrupción

extraordinaria o revolucionaria del modo de reproducción social vigente; puede, por

otro lado, dirimirse en el campo de fuerzas políticas de la institucionalidad y el estado; y

puede también, promoverse y actualizarse a través de la reparación de los valores de uso

y de la reproducción y consolidación de las dimensiones festivas, lúdicas y artísticas de

una comunidad. La originalidad del pensamiento de Echeverría se encuentra,

principalmente, en haber focalizado y desarrollado las posibilidades que encierra la

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tercera vía. Es en las regiones donde se mueven y tienen vigencia plena los valores de

uso, y es durante los momentos de comportamiento social espontáneo “que aún no han

sido o que simplemente no pueden ser integrados en la politicidad cósica de la

mercancía capital” (1980: s/n), donde Echeverría encuentra posibles salidas. Salidas,

que si bien siguen permaneciendo dentro del capitalismo, logran, sin embargo, evadir

sus consecuencias más trágicas. No debe sorprender, por lo tanto, que el camino

preferencial para soslayar la enajenación, sea, para Echeverría, el de la experiencia de

segundo grado de la mímesis artística, que guiada por el juego, puede regresar, atravesar

y reactualizar el sentido de la vida en la ruptura festiva. Carlos Oliva dirá que esta

propuesta “lo que realmente hace es reinsertar la experiencia barroca dentro de los

estrechos márgenes de la sublimación moderna de la reproducción capitalista” (2013:

203). Experiencia imposible, que si bien termina negociando y regresando a las

demandas del capital, “abre no obstante las posibilidades de pensar en emanciparse de la

vida actual” (p. 204). Sobre las posibilidades y límites de la estetización de la vida en la

experiencia barroca como modo privilegiado de actualización de lo político y de los

valores de uso, versará el capítulo IV de esta investigación. Pero aquí nos detenemos en

el señalamiento más general, según el cual, es en la socialidad natural reproducida en

los momentos cotidianos de ruptura, donde cabe depositar las esperanzas de que el

sujeto social moderno imprima un cambio en el estado de cosas vigente. Cambio que

primero deberá ser experimentado y ensayado de manera imaginaria, en una articulación

novedosa de la fantasía, la cual podrá habilitar, con su sola formulación, modos más

plenos de convivencia y encuentro. Nuevas configuraciones donde las lógicas del

cuerpo, del juego, de la fiesta y del disfrute, reconecten, tanto al sujeto social como al

individual, con el mundo de los valores de uso. Y para que, desde allí, puedan instaurar

nuevos sentidos para la vida y para la acción.

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digresión II.

¡Salgamos!

Bea Taverna, Jugando…, 2019(Técnica mixta)

El cielo azul es cielo y es azul.

Algunos dicen que no,que no es verdad tanta belleza.

¡Ha nacido un niño!y en Santa Cruz de la Sierra

las manos indígenas le zurcen vestidos,le bordan sandalias de perlas con hilos de plata.

Anoche nevóestá todo blanco y cargado de silencio.

¡Salgamos!hoy es el día del juego y la risa.

96

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Capítulo III- Crítica de la vida cotidiana en la modernidad capitalista.

III.I. La nueva lógica del productivismo capitalista y la valorización del valor.

Según Jorge Veraza (2017), Echeverría emprendió la difícil tarea de superar la

crisis en la que se encontraba el marxismo. Su camino se inició desde los aportes de

Martín Heidegger y su crítica a la tecnología, desde una relectura rigurosa de la obra del

propio Marx y desde la asunción de la propuesta de Jean-Paul Sartre de la necesidad de

una “superación del marxismo detenido”. Efectivamente, en la primer parte de su

Crítica de la razón dialéctica, publicada en 1960, Sartre decía sobre el marxismo:

[D]espués de habernos atraído como la luna atrae las mareas, después de haber transformado

todas nuestras ideas, después de haber liquidado en nosotros las categorías del pensamiento

burgués, nos dejaba en el aire; no satisfacía nuestra necesidad de comprender; en el terreno

particular en el que estábamos colocados, no tenía nada nuevo que enseñar porque se había

detenido. (2017: 24)

El anquilosamiento de la burocracia de los partidos comunistas, tanto en la Unión

Soviética como en otros países, exigía una recuperación de los principios

originariamente marxistas a fin de encontrar la clave para salir de una crisis que se

extendía y hacía crónica. Veraza sostiene, que Echeverría encuentra esta clave en el

propio pensamiento marxista, ya que su propuesta es la de una crítica inmanente o en

inmanencia. Así, será en la misma obra de Marx, donde encontrará la posibilidad de

criticar -y superar- al materialismo histórico, aplicándole el propio materialismo

histórico. La crítica inmanente implica partir de la lógica intrínseca de un pensamiento,

medir su coherencia o incoherencia interna, y encontrar en él sus posibilidades de

desarrollo. Considera, que desde su etapa y su configuración actuales, pueden activarse

los movimientos necesarios que posibiliten el tránsito hacia la superación de las

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limitaciones dadas. Theodor Adorno fue uno de los que sistematizó in extenso, en el

siglo XX, las propiedades de la crítica inmanente siguiendo a G.W.F. Hegel que en su

Ciencia de la lógica, había sostenido que “la verdadera refutación tiene que penetrar en

la fuerza del adversario y colocarse en el ámbito de su vigor” ya que “atacarlo fuera de

él mismo y sostener las propias razones donde él no se halla, no adelanta en nada el

asunto” (en Adorno, 2012: 13).

El primer paso de Echeverría consistirá, por lo tanto, en dedicarse a una lectura

rigurosa de la obra de Marx que, si bien ya lo había atraído desde su primera juventud

en Quito, recién lee de forma sistemática a principios de la década del '70 en México,

cuando se encuentra preparando su tesis de Licenciatura en Filosofía. En 1974, alcanza

el título de Licenciado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM con la tesis

Apuntes para un comentario de las Tesis sobre Feuerbach y en 1975 obtiene una

cátedra de tiempo completo en la Facultad de Economía de esa misma universidad. En

ese tiempo imparte cursos semestrales sobre El Capital, “con tanto éxito que durante la

discusión del segundo tomo abarrotan el salón de clases hasta ciento cincuenta

participantes” (Gandler, 2015: 115). Sólo dejará su cátedra en la Facultad de Economía

doce años después cuando obtenga una cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras. Un

año antes había publicado en Ediciones Era su libro El discurso crítico de Marx (1986)

y en 1991 se gradúa como Maestro en Economía con la tesis Apunte crítico sobre los

esquemas de la reproducción esbozados por Karl Marx en El Capital. A diferencia de

Horkheimer y Adorno, quienes, al decir de Veraza, al no hacer una lectura profunda de

El Capital, no pudieron sacar al marxismo de su crisis, Echeverría plantea un recurso

crítico enriquecido, llevando el propio discurso marxista, y con las fuerzas internas de

éste, hacía allí donde él mismo ofrece los elementos para su crítica y superación.

Será en su análisis de la distinción marxista entre valor de uso y valor, donde

Echeverría focalizará para iniciar una severa revisión del marxismo. Esta distinción

aparece en muchos de los escritos de Echeverría a lo largo de su producción de cuatro

décadas y en “El “valor de uso”: ontología y semiótica” el tema es desarrollado con

exhaustividad. El texto comienza con una crítica a Michel Foucault y a Jean Baudrillard

por su incomprensión -involuntaria en el primero y voluntaria en el segundo- de la98

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trascendencia de las reflexiones de Marx en El Capital. Echeverría afirma que es allí

donde pueden encontrarse los fundamentos para una nueva práctica de la política, en

especial si tenemos en cuenta, que “el concepto “valor de uso”, que Marx opone al

pensamiento moderno hace estallar el horizonte de inteligibilidad en el que éste se

mueve” (1998: 153). El aporte central del discurso de Marx a la comprensión de la vida

moderna, sería, por lo tanto, el descubrimiento, la formulación y el análisis crítico del

comportamiento estructurador de esa vida en el plano básico de la economía. Este

comportamiento presenta una esencia contradictoria ya que por un lado es un proceso de

producción y consumo de valores de uso -lo que son los objetos de la vida práctica en su

forma fundamental o natural- y, por otro, porque también implica un proceso de

valorización del valor de los mismos. Aquello que hay que resaltar es, según Echeverría,

la idea según la cual el valor de uso de los objetos “precede y determina necesariamente

la percepción que tiene Marx de aquello que viene a contradecir este modo de ser y esa

presencia: del ser para la valorización y el estar como valores que se valorizan” (p. 154-

155). Y justamente hay que resaltarlo, porque hasta el mismo Marx parecería haberse

desentendido de esta realidad, al dedicar todas sus energías a las investigaciones sobre

el proceso de acumulación del valor capitalista, sin completarlas con aquellas sobre el

valor de uso que sostienen implícitamente todo el edificio de su crítica a la economía

política tradicional. Esta falencia estaría justificada por la característica del discurso

marxista que, al ser crítico, “trabaja sobre el discurso positivo o ideológico que la

sociedad moderna genera espontáneamente” (p. 156) y en cuyo seno los conceptos de

forma natural y valor de uso tienen aún una formulación incipiente:

El problema de la “naturalidad” de las formas sociales y de las definiciones del “valor de

uso” sólo aparece de manera enfática en la vida real cuando el desarrollo capitalista hace

estallar en todas partes los milenarios equilibrios locales entre el sistema de las necesidades

de consumo y el de las capacidades de producción. (ídem)

Así, para Echeverría, esta laguna en el pensamiento marxista, este no desarrollar

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plenamente y con todas sus consecuencias los conceptos de valor de uso y forma

natural, no reclama, sin embargo, un cierre de la discusión en el plano en el que Marx la

lleva a cabo, sino que, por el contrario, exige una nueva apertura de su discurso a los

problemas de la política y la realidad contemporáneas. Aparece, así, la necesidad de

distinguir entre la modalidad general de producción -trans-histórica y supra-étnica- y las

distintas actualizaciones históricas de la misma que adquieren formas particulares a

partir de un sinnúmero de situaciones concretas, étnicas, geográficas y temporales. El

modo en que se actualiza la producción en el capitalismo, difiere, según Marx y lo sigue

Echeverría, “del modo en que acontecía en épocas anteriores de la historia y debería

diferir también del modo que podrá tener en un futuro deseable” (p. 157). El modo

capitalista de producción se caracteriza por no obedecer a condicionamientos naturales,

esto es, que partan de lo étnico y lo histórico, sino que se guía por las necesidades de un

nuevo sujeto -la organización económica- que impone condicionamientos

pseudonaturales a los sujetos sociales primarios. Éstos, a su vez, son clasificados según

su intervención en el proceso productivo capitalista donde “la organización de las

relaciones de convivencia deja de ser un orden puesto por la formación “natural” de la

estructura y se establece como una fuente autónoma de determinación – de

sobredeterminación- de la figura concreta de la sociedad” (p. 158). Las relaciones de

producción y consumo aparecen como algo exterior a los sujetos, con autonomía

enajenada, imponiéndose sobre cualquier otra determinación o donación de forma

primaria. Así, la dinámica económica y abstracta del valor valorizándose, cuya meta es

la acumulación de capital, tiñe los innumerables valores de uso que entran en juego en

las distintas y variadas dimensiones de la vida humana.

En “Modernidad y Capitalismo (15 tesis)”15, la sistematización de su camino

argumentativo, a través de la centralidad del enfoque y una forma marxista de

15 Estas tesis aparecieron en su versión revisada y ampliada como último capítulo de su libro Lasilusiones de la modernidad en 1995. Dos versiones considerablemente reducidas habían sido publicadascon anterioridad: la primera como material de discusión interna de la División de Estudios de Posgrado dela Facultad de Economía de la UNAM en 1987 y la segunda en el número 58 (Invierno de 1989) de laRevista Cuadernos Políticos. Una tercera versión corregida apareció en el volumen XIV, número 4 (otoñode 1991), de Review, Revista del Fernand Braudel Center en Nueva York. A la versión de 1995 de Lasilusiones de la modernidad, además de ampliarla, Echeverría le incorpora a cada tesis un subtítulo queresume el tema del que trata.

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exposición es muy clara. De las quince tesis, tres son las que, específicamente, abordan

la temática de la subsunción del valor de uso a la valorización abstracta, como novedad

fundamental de la forma mercantil capitalista. Subsunción que también es tomada como

marco conceptual para una crítica del capitalismo; estas son la tesis 3, la 5 y la 14. La

Tesis 3 cuyo subtítulo es Marx y la modernidad, comienza afirmando que la

deconstrucción teórica de la economía política y los distintos momentos de la

comprensión del capitalismo que hace Marx, ofrecen una variedad de grupos

conceptuales para la problematización de la modernidad. A éstos, Echeverría, los

expone y explica consecutivamente pudiendo ser enumerados de la siguiente manera:

1- La hipótesis según la cual las características de la vida moderna se explican

por la subsunción formal y real o substantiva del estrato de existencia concreto de la

vida a la producción de plusvalor o acumulación del capital (1995: 145).

2- La descripción de la diferencia y complementariedad que hay entre la forma

mercantil de la vida económica y su “configuración desarrollada en el sentido mercantil-

capitalista” (ídem).

3- La derivación de los conceptos de cosificación y fetichismo mercantil, como

los de enajenación y fetichismo capitalista, “a partir de la teoría que contrapone la

mercantificación simple del proceso de producción/consumo de la riqueza social (como

fenómeno exterior a él y que no se atreve con la fuerza de trabajo humana) a la

mercantificación capitalista del mismo (como hecho que, al afectar a la fuerza de

trabajo, penetra en su interior)” (p. 146).

4- La diferenciación del productivismo específicamente capitalista de los otros

productivismos conocidos a lo largo de la historia de la escasez y su característica

intrínseca de “producir por y para la producción misma” (p. 147).

5- El descubrimiento de la destructividad esencial de la “ley general de la

acumulación capitalista”.

6- La localización del fundamento del progresismo tecnológico capitalista en la

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necesidad de la competencia por la ganancia extraordinaria.

7- La explicación del industrialismo capitalista como el resultado de esa misma

competencia pero entablada entre el polo productivo que tiene la propiedad sobre la

tierra y aquél que tiene la propiedad sobre la innovación técnica.

Estos siete grupos conceptuales abarcan la mayoría de los temas que Echeverría

focalizó en su lectura de Marx, en la medida en que, a través de ellos, pudo establecer

tanto la distinción como la relación que hay entre la modernidad y el capitalismo.

Asimismo, en la Tesis 5, avanzará sobre la consecuente ambivalencia que presenta la

modernidad capitalista, a la luz de la paradoja fundamental que implica que “el intento

más radical que registra la historia de interiorizar el fundamento de la modernidad -la

conquista de la abundancia, emprendida por la civilización occidental europea- sólo

pudo llevarse a cabo mediante una organización de la vida económica que parte de la

negación de ese fundamento” (p. 156). Sólo mediante la infrasatisfacción,

artificialmente reconstruida y renovada, de las necesidades, puede el sistema productivo

seguir su propia ley de acumulación del capital. Aquí, en este punto de la Tesis 5, se

vuelve a hacer presente el grupo conceptual 1 de la Tesis 3, según el cual la

contradicción irreconciliable entre el sentido del proceso concreto de trabajo/disfrute y

el sentido del proceso abstracto de valoración/acumulación, constituye la unidad de la

economía capitalista, contradicción que es fuente, también, de la ambivalencia de la

modernidad capitalista. Esto provoca que esta última sea experimentada, en la vida de

todos los días, a un tiempo como una realidad fascinante, a la vez que como una

situación insoportable. Continúa Echeverría en su lectura de Marx:

Según él, la forma o el modo capitalista de la riqueza social -de su

producción, circulación y consumo- es la mediación ineludible, la única vía

que las circunstancias históricas abrieron para el paso de la posibilidad de la

riqueza moderna a su realidad efectiva; se trata sin embargo de una vía que,

por dejar fuera de su cauce cada vez más posibilidades entre todas las que

está llamada a conducir, hace de su necesidad una imposición y de su servicio102

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una opresión. (ídem)

A pesar de lo que se podría esperar, la donación de forma capitalista, que niega la

sustancia de la forma natural, no la niega sino débilmente, y ella misma no logra

afirmarse en plenitud como si fuera una nueva identidad, sino que resulta en una

totalidad forzada que mantiene una polaridad contradictoria (p. 159). Lo que ésta

impone, como único rasgo frente a las cualidades de los numerosos y variados usos o

utilidades, es la nueva exigencia de que cualquier cosa que se produzca sea vehículo

para el crecimiento del capital. De la misma manera, el proceso de consumo de objetos,

acontece únicamente si se deja guiar por un principio de disfrute que también él haga

crecer el capital. Así, “la apropiación tanto del salario como de la ganancia no tiene otra

razón de ser que la de dar al valor producido la oportunidad de que, al realizarse en la

adquisición de mercancías, cause la reproducción (conminada a ampliar su escala) del

capital” (p. 160).

Es la exigencia de una actividad valorizadora del valor, que acosa al ser humano

desde todos los ángulos, la que caracteriza esta dinámica profunda que el proceso

capitalista de la reproducción de la riqueza social ha inaugurado en la modernidad. En

ella, el sujeto vive ambivalentemente, en consonancia con la misma contradicción que

este modo capitalista establece entre las “formas naturales” y su propia forma de

segundo grado de vida social. En la Tesis 14, La modernidad, lo mercantil y lo

capitalista, Echeverría describe en detalle cuál sería la nueva artificialidad de esta

socialización mercantil-capitalista, frente a la socialización inaugurada en la Edad

Media, que había instaurado al mercado como lugar privilegiado donde los hombres

comenzaron a “reconocerse y aceptarse recíprocamente como personas reales” (p. 192-

193). Durante la expansión del cristianismo, afirma Echeverría, la función religadora de

la Iglesia, su calidad de ecclesia, estuvo más centrada en el mercado que en el templo;

siendo la mercancía unos de los vehículos de esta consolidación. Mercancía que, lenta

pero firmemente, fue abandonando su estado de producto para tomar la dimensión de

bien, causa de una nueva, única y definitiva relación entre los sujetos sociales, pasando

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a ser de manera irreversible “la verdadera entidad re-socializadora” (ídem). Pero si lo

mercantil sustituyó a lo religioso cristiano, lo mercantil-capitalista apareció y sustituyó a

lo puramente mercantil. Aquí, Echeverría focaliza, en la trascendencia de la distinción

entre lo mercantil y lo capitalista que, si bien hoy “parece irrelevante y abstrusa o

simplemente cosa del pasado” (p. 194), es imprescindible para adentrarse tanto en la

esencia de la modernidad como en las características propias de su versión capitalista:

Hay una diferencia radical entre la ganancia capitalista que se puede dar en la

esfera de la circulación mercantil simple y la que se da en la mercantil-

capitalista. La primera sería el fruto del aprovechamiento de una voluntad de

intercambio entre orbes productivos/consuntivos de valores de uso que están

desconectados entre sí, voluntad que se impone por sobre la

inconmensurabilidad fáctica de sus respectivos valores mercantiles. La

segunda resulta del aprovechamiento de una constricción imperiosa al

intercambio que aparece, pese a la inconmensurabilidad esencial de sus

respectivos productos, entre las dos dimensiones de la reproducción de la

riqueza social: la de la fuerza de trabajo, por un lado, y la del resto de las

mercancías por otro. (ídem)

La sustitución de la forma natural mercantil por su parasitaria -la mercantil-capitalista-

descansa, por lo tanto, en la consideración de la fuerza de trabajo como una más de las

mercancías. Sustitución que obedece a la irrefrenable pulsión de acrecentar, por

cualquier medio, el provecho y de asegurar ante todo al capital “contra el riesgo de no

obtener ganancia en la apuesta de la inversión” (p. 195).

La subsunción del valor de uso a la valorización, también es abordada por

Echeverría, desde el análisis del concepto de riqueza y de cómo la persecución de la

misma por sí misma, es una de las características determinantes del capitalismo. El

discurso crítico de Marx reúne ensayos redactados por Echeverría entre 1974 y 1980.

“Esquema de El Capital” propone una lectura del libro de Marx focalizando en la lógica

que lo estructura: partiendo desde un análisis de la apariencia que ofrece la riqueza

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social llega al descubrimiento de su esencia para luego operar la desmistificación de su

realidad. El artículo empieza aclarando que la pretensión “científica” de la explicación

de Marx sobre la riqueza en la sociedad moderna se posiciona en un intento de

comprender, y no de justificar, “los fenómenos de la historia cotidiana que tienen que

ver con ella” (1986: s/n). Para abordarla, es necesario, por lo tanto, la construcción de

una imagen conceptual que se constituya como un instrumento intelectual efectivo. Así,

ordena los muchos datos que tienen que ver con esta riqueza, los jerarquiza según su

valor de determinación y establece las relaciones esenciales que existen entre ellos.

Echeverría se ancla en la consideración de la riqueza como una realidad objetiva, ya que

el modo en que los hombres configuran su vida, depende del modo en que se ocupan de

ella, “del modo cómo trabajan para lograrla, de cómo la reparten entre sí, de cómo la

disfrutan” (ídem). La “comprensión materialista de la historia” se resume en el

reconocimiento del hecho, fundamental a lo largo de la historia, pero no así a partir de la

modernidad, según el cual, una preocupación objetiva por la riqueza, se sostiene por la

debilidad de las sociedades frente a la naturaleza, por la constante escasez y por la

hostilidad que el ser humano debe enfrentar a la hora de hacerse de los bienes

necesarios para su subsistencia. De esta manera, Echeverría interpreta el pensamiento de

Marx, a la luz de su propia teoría del acontecimiento de la trans-naturalización, eje

sobre el cual giraron las distintas determinaciones y decisiones humanas a lo largo de

los siglos, y que sufrió una radical y profunda mutación con la revolución productiva y

la conquista de la abundancia. La propuesta comunista de Marx y la discusión teórica de

El Capital debe ser entendida, según Echeverría, en el contexto de este cambio

fundamental en las condiciones de existencia del ser humano y la consecuente urgencia

por repensar los ordenamientos sociales a partir de la época moderna. Después de estas

aclaraciones, Echeverría se centra en el análisis de la riqueza moderna, que a diferencia

de la objetiva, implica el derecho de propiedad sobre un capital que no necesita ser

utilizado para la satisfacción de necesidades básicas, y denuncia la paradoja

fundamental de la economía política tradicional que pretende dar por obvia la apariencia

de la generación de ese plus de valor. Echeverría, explica cómo Marx pone en

cuestionamiento el origen de la ganancia y, cómo deconstruye todo el discurso

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económico tradicional que oculta un hecho fundamental: la fórmula general del capital –

(D-M-D´)- que intenta explicar cómo la mercancía por sí sola genera milagrosamente

más dinero, oculta la distinción fundamental, ya mencionada en páginas anteriores,

entre las mercancías comunes y la mercancía fuerza de trabajo. Esta paradoja,

examinada por Marx como un indicio, como un síntoma o un lapsus del capitalismo,

revela una realidad fundamental de la economía moderna: “al tratar a la fuerza de

trabajo como si fuera una mercancía común y corriente, esconde o mistifica el hecho

escandaloso de que la civilización moderna descansa en la conversión forzada de M que

es el sujeto, en M proceso productivo, en mero objeto del mismo” (Echeverría,

2004 :34).

A lo largo de su lectura de Marx, Echeverría no sólo quiere resaltar, cómo el

predominio de la voluntad de valorización, ha transmutado la necesidad de productos

objetivos en afán de riqueza, no sólo cómo ha desplazado a las formas naturales y a los

innumerables valores de uso, sino también, cómo el propio sujeto humano ha

sucumbido a la dictadura de un capital que lo utiliza y esclaviza. La vida moderna

capitalista, tanto en su conformación estructural general, como así también en las

mínimas determinaciones de las configuraciones cotidianas, en el día a día de cada una

de las actividades que llevan a cabo mujeres y hombres, se ha visto teñida por la

vigencia y creciente cotización de una exigencia de lucro hasta ese momento

desconocida. Echeverría especuló -cuando se preguntaba a qué se estaría refiriendo

Rosa Luxemburg cuando habló de barbarie a principios del siglo XX- y concluyó que

ella seguramente aludía a lo que efectivamente sucedió con el correr de las décadas: al

hecho que, nunca antes, tantas oportunidades sociales y técnicas de felicidad, de

armonía entre los hombres y entre éstos y la naturaleza, fueron desaprovechadas por las

ansias imperiosas de la valorización. Ansias que aún siguen colonizando el ámbito

mercantil y aún siguen determinando, también, la más de las veces, las otras

dimensiones de la vida: la doméstica, la moral, la del juego y la del disfrute.

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III.II. La perspectiva weberiana: ética protestante y ethos realista.

Echeverría se interesó y leyó la obra de Max Weber para arrojar luz sobre ese

proceso por el cual el hombre moderno europeo, abandonando modos de organización y

valores asumidos durante siglos, mutó paulatinamente hacia un régimen de vida donde

la primacía de la productividad y el valor valorizándose adquirieron la fuerza antes

descripta. Centrada en el concepto de ethos, la tesis weberiana subraya la “afinidad

electiva” entre el ascetismo intramundano del calvinismo y “el espíritu del capitalismo”

(expresión que ya había sido utilizada por Werner Sombart en 1902). La tesis es

desarrollada a lo largo de los distintos artículos que fueron publicados en los números

de noviembre de 1904 y junio de 1905 en el Archiv für Sozialwissenschaft und

Sozialpolitik y que volvieron a publicarse en 1920 de manera corregida y aumentada en

el primer volumen de Ensayos sobre sociología de la religión. Cabe aclarar, sin

embargo, que sólo diez años después de la muerte de Weber, en 1930, aparecen todos

los artículos en formato de libro en la traducción inglesa de Talcott Parsons y bajo el

título general de La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Esta traducción

inglesa tuvo un éxito insospechado y una de las razones del mismo es, no sólo haber

publicado todos los artículos en un solo libro, sino el haberle incluido la “Introducción

general” que Max Weber había antepuesto en la publicación de los tres volúmenes de

sus Ensayos sobre sociología de la religión (Gil Villegas, 2011, 14-15). Gil Villegas

señala muchas deficiencias en la publicación inglesa y Esteban Vernik en su artículo

“Figuras weberianas de la alienación y el extrañamiento. Contra Parsons, Bolívar

Echeverría” publicado en Herramienta. Revista de debate y crítica marxista (sin fecha y

sin numerar) sostiene que el problema principal de la publicación de Parsons, que él

llama “la operación Parsons”, reside no sólo en que adolece de graves deficiencias de

traducción sino en que en gran medida influyó a que, por décadas, se presentara la teoría

de Weber “en oposición al pensamiento de Marx”. Tampoco, opinan ambos autores, la

tesis de Weber marcaría una relación genética o causal, enfatizada por Parsons, desde el

protestantismo al capitalismo, sino que establece la afinidad interna que hay entre “los

efectos prácticos de la dirección religiosa calvinista sobre el régimen de vida107

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(Lebensführung) de las personas y la participación de las mismas en la actividad

capitalista” (Vernik). Vernik dedica un apartado de su artículo a subrayar la especial

recepción crítica, periférica y latinoamericana, que hace Bolívar Echeverría del “ethos

capitalista” tematizado por Weber. Y sostiene que, si bien Echeverría adscribe a la tesis

de Weber, donde se establece una relación entre el régimen de vida puritano que

promueve la capacidad de corresponder a la solicitación ética de la modernidad

capitalista, sin embargo, su clave de lectura “sirve a los fines de advertir acerca de un

rasgo de Weber especialmente dejado de lado en la tradición de las ciencias sociales

fundadas por Talcott Parsons, esto es, su fuerte marca darwinista y hasta racista”.

Efectivamente en Modernidad y blanquitud (2010), Echeverría sostiene que

según Weber, el ethos capitalista implica una organización racional y autorrepresiva de

la vida donde, la entrega al trabajo, la ascesis y la conducta moderada y virtuosa

colaboran en un productivismo de beneficios estables y continuos; y que la ética

puritana contribuye a que los hombres y mujeres que la practican asuman un modo de

vida de estas características. A su vez, Weber plantea la posibilidad de que la capacidad

para corresponder a los requerimientos de esta modalidad de ética cristiana “puede tener

un fundamento étnico y estar conectada con ciertas características raciales de los

individuos” (Echeverría, p. 58). Pero Echeverría, partiendo de estos análisis weberianos,

expande la reflexión hacia lugares donde la propia teoría de Weber es puesta en

cuestionamiento por las bases ideológicas que la sostienen:

Las reflexiones que siguen intentan problematizar este planteamiento de Max

Weber a partir del reconocimiento de un “racismo” constitutivo de la

modernidad capitalista, un “racismo” que exige la presencia de una

blanquitud de orden ético o civilizatorio como condición de la humanidad

moderna, pero que en casos extremos, como el del Estado nazi de Alemania,

pasa a exigir la presencia de una blancura de orden étnico, biológico y

cultural. (ídem)

El mismo racismo de la modernidad capitalista sería el que aparece y vuelve a aparecer

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a lo largo de la obra de Weber, en especial en su discurso de inauguración de cátedra de

Friburgo en 1895, si bien la complejidad de su pensamiento “se expresa en que

posteriormente, en tiempos de su compromiso con la sociología, se produce un vuelco

de ciento ochenta grados en este punto y de manera anti-darwinista, se expresa en su

tratamiento de las razas y las naciones” (Vernik). Pero Echeverría va a tomar

especialmente la “Introducción general” a los Ensayos sobre sociología de la religión

donde queda manifiesto no sólo el eurocentrismo weberiano, sino principalmente su

tendenciosa lectura de la historia, donde todas las civilizaciones no occidentales son

juzgadas a partir y desde el desarrollo propio que ha tenido la cultura occidental. Baste

detenerse en algunas de sus frases: “sólo en Occidente hay “ciencia” en aquella fase de

su evolución que reconocemos actualmente como “válida”... a la astronomía de los

babilonios, como a todas las demás, les faltó la fundamentación matemáticas que los

helenos fueron los primeros en darle... A la Geometría de los indios les faltó la “prueba”

matemática... A la historiografía china, tan desarrollada, le falta el pragma de

Tucídides” (Weber, 1987, 11-12). Lo mismo sucedió con la medicina y la ciencia

jurídica indias, con la teoría asiática del estado, con el arte musical de todos los pueblos

o las construcciones orientales. Si bien maravillosas a su modo, Weber afirma, que

nunca lograron alcanzar la plenitud racional de los desarrollos occidentales. Entre estos

desarrollos se encontraría la especificidad del capitalismo occidental “que no se conoce

en ninguna otra parte de la tierra: la organización racional capitalista del trabajo

formalmente libre” (p. 17). En este punto y con mucho énfasis Weber remarca la

necesidad de abandonar un concepto elemental e ingenuo del capitalismo que lo

describe como un mero afán de lucro, como una tendencia y ambición a enriquecerse en

el mayor grado posible -características que se encontrarían en hombres y mujeres de

todas épocas y de todos los lugares- para resaltar que, por el contrario, el temple

capitalista implica un freno o una moderación racional de este irracional impulso

lucrativo. Lo propio del capitalismo moderno occidental, como así también de la ascesis

puritana, sería, por lo tanto, la impronta racionalizadora que atraviesa a todos sus

miembros y a las actividades que emprenden. Al final de la introducción, Weber se

pregunta por los factores que motivaron que en la Europa moderna se haya reaccionado

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de esta manera ante el destino y el medio, y si bien aclara que es un tema complejo que

aún debe ser estudiado en profundidad por la antropología, la historia, la sociología, la

neurología y la psicología comparativa de las razas, él tiene en alta consideración la

importancia de la herencia biológica:

Así como “en Occidente, y sólo en Occidente -y en ámbitos de la vida en

apariencia independientes uno de otro- se desarrollan determinados tipos de

racionalización, parece natural suponer que las cualidades hereditarias

constituyen su sustrato decisivo” (p. 24).

La paradoja del pensamiento weberiano es que, si bien especula sobre estas posibles

disposiciones étnicas que posibilitarían asumir plenamente las demandas de la

progresiva racionalización moderna, al principio de la misma introducción y antes de

desplegar detalladamente la supuesta superioridad de los alcances civilizatorios

occidentales, Weber se pregunta sobre las causas que han conducido a que sólo en

Occidente aparecieran fenómenos culturales que “se insertan en una dirección evolutiva

de alcance y validez universales” (p. 11). Echeverría afirma que con “una ingenuidad

eurocentrista muy de su época” (2006b: 219) Weber señala que la peculiaridad de

Europa es haber creado instituciones, obras, planteamientos y proyectos que no están

atados a su origen étnico o cultural-étnico sino que corresponden a la humanidad en

general. La civilización occidental, sería así, la única universalista entre todas las otras

que permanecen ligadas a sus propias identidades particulares.

Este universalismo no sería tal para Echeverría. Tampoco habría unas cualidades

étnicas previas que habrían estado dispuestas para una mejor correspondencia con las

necesidades que surgieron a partir de los avances modernizadores, sino que, más bien, la

universalidad o el ““grado cero” de la identidad concreta del ser humano moderno”

(2010, 58) sería una consecuencia de la opresión y represión sistemática e implacable de

elementos de los modos de vida tradicionales, de sistemas lingüísticos y semióticos

heredados, de usos y costumbres no-modernos, por parte de la dinámica del mercado en

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cuanto proceso de acumulación de capital. Hubo a lo largo de la historia, y sigue aún

hoy vigente, según Echeverría, una funcionalidad ética o civilizatoria propuesta por la

modernidad “realmente existente” que “consiste en el conjunto de características que

constituyen a un tipo de ser humano que se ha construido para satisfacer al “espíritu del

capitalismo” e interiorizar plenamente la solicitud de comportamiento que viene con él”

(ídem). Sostiene que este tipo de ser humano se caracteriza por su blanquitud -no

necesariamente unida a una blancura racial- que está de acuerdo con la versión realista,

puritana o “protestante-calvinista” del ethos histórico capitalista:

En el contexto que nos interesa, es importante señalar que la “santidad

económico-religiosa” que define a este “grado cero” de la identidad humana

moderno-capitalista, característica de este nuevo tipo de ser humano, es una

“santidad” que debe ser visible, manifiesta; que necesita tener una

perceptibilidad sensorial, una apariencia o una imagen exterior que permita

distinguirla. La modernidad de un individuo, lo efectivo de su interiorización

del ethos puritano capitalista, es decir, su “santidad” o el hecho de haber sido

elegido por la gracia divina, es reconocible antes que nada en el alto grado de

productividad del trabajo que le toca ejecutar... también se muestra en la

imagen que corresponde a esa santidad evidente: en todo el conjunto de

rasgos visibles que acompañan a la productividad, desde la apariencia física

de su cuerpo y su entorno, limpia y ordenada, hasta la propiedad de su

lenguaje, la positividad discreta de su actitud y su mirada y la mesura y

compostura de sus gestos y movimientos. (p. 59)

Esto implica que no es que existen disposiciones étnicas que causan el capitalismo, sino

que, al haberse dado éste históricamente, en una Europa donde la constitución blanca y

puritana -de manera casual y arbitraria, si bien con afinidad interna y electiva- fue el

trasfondo de su desarrollo, y en donde con una frecuencia abrumadora los santos

visibles fueron también y en su gran mayoría “de raza y de usos y costumbres blancos”,

la accidentalidad pasó a tener exigencia de necesidad. La colonización de América del

Norte por la comunidad calvinista desembarcada del Mayflower y sus descendientes y

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“la exuberancia natural del “nuevo mundo” -la “tierra prometida”- provocó una

generosidad inusitada en la “mano invisible” del mercado, una validación irónicamente

excesiva de la ética del elegido” (p. 98). En la línea de lo que en los análisis de Th.

Adorno y W. Benjamin sería considerado como la aparición de una segunda

naturaleza16, lo histórico que se ha hecho naturaleza, la blanquitud pasó a ser el sostén

de la intolerancia que caracteriza al “racismo identitario-civilizatorio” de la modernidad

capitalista (p. 64).

Entre enero y febrero de 1996, Echeverría visitó la Universidad Andina Simón

Bolívar, en Quito, donde dictó el curso “La modernidad en América Latina”. En el

marco del mismo mantuvo una serie de conversaciones con investigadores de la

universidad ecuatoriana y una de ellas, sostenida con Iván Carvajal se publicó en Kipus,

Revista Andina de Letras. Ante la consulta por su giro desde el marxismo hacia el

interés por el barroco, Echeverría, relata que a partir de la caída del socialismo real, vio

que había dos caminos a seguir: “o efectivamente subirse en el carro posmoderno -es

decir, montarse junto con Baudrillard, o con todos los que siguieron esa línea y saltar

sobre la tumba de Marx-, o seguir una estrategia un tanto más barroca” (en Carvajal,

1995-1996: 135). Al haberse decidido por la segunda opción se quedó con lo más

central y esencial del discurso de Marx y abordó la tarea de ampliar la crítica de la

economía política hacia la sociedad moderna en su conjunto. El núcleo fundamental de

su propuesta, sería así, la crítica a la modernidad capitalista, a partir de la posibilidad de

una modernidad alternativa; y para ello había que poner en crisis la correspondencia

biunívoca entre modernidad y capitalismo inaugurada por Weber:

Es en el trabajo sobre la modernidad donde aparece la idea -que es una idea

crítica respecto al planteamiento de Max Weber- de la multiplicidad de los

ethos históricos modernos, es allí donde vislumbro, a la luz de

aproximaciones que por otro lado hacía en la historia del arte, esta conexión

16 Para un desarrollo más detallado del concepto de segunda naturaleza ver Adorno, Th. (1994). “La ideade historia natural” en Actualidad de la filosofía,p. 103-134 y Buck-Morss, S. (1981), Origen de ladialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt, p. 122 y ss..

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entre arte barroco, ethos barroco y realidad latinoamericana. (p. 136)

Estas mismas ideas las había presentado en el Coloquio Modernidad europea,

mestizaje cultural y ethos barroco, en mayo del 1993 en la UNAM y fueron publicadas

en el 1994 en la compilación dirigida por él, Modernidad, Mestizaje cultural, ethos

barroco. Allí Echeverría afirma que la concepción de Max Weber, según la cual hay una

correspondencia biunívoca entre el espíritu del capitalismo y la ética protestante, se

asocia directamente a la idea de que es imposible una modernidad no capitalista y con

aquella según la cual “la única forma imaginable de poner un orden en el

revolucionamiento moderno de las fuerzas productivas de la sociedad humana es

justamente la que se esboza en torno a esa “ética protestante”” (p. 17). Su propuesta de

un ethos barroco es un intento de respuesta “a la insatisfacción teórica que despierta esa

convicción en toda mirada crítica sobre la civilización contemporánea” (ídem). También

implica sostener que, si bien efectivamente la demanda de un comportamiento

racionalizador y progresista puede ser respondida con una ética individualista y

autorrepresiva de autosatisfacción sublimada, y que el encuentro por afinidad electiva

entre ambas sea la condición necesaria de la organización de la vida civilizada en torno

a la acumulación del capital, esto no implica que no sean posibles otras variables y

respuestas ante dicha demanda: “no cabe duda que el espíritu del capitalismo rebasa su

propia presencia en la sola figura de esa demanda, así como es evidente que vivir en y

con el capitalismo puede ser algo más que vivir por y para él” (p. 18).

Así, el concepto de ethos histórico, propuesto por Echeverría, supone un

distanciamiento tanto del marxismo ortodoxo como de Max Weber. Ya que si bien el

hecho capitalista es el mismo en toda su extensión y alcanza horizontalmente a la vida

cotidiana de la modernidad, el modo de vivir en él varía de un lugar a otro, dependiendo

de la esfera cultural en donde éste se actualiza. Y si bien este mismo hecho pretende que

la autorrepresión productivista “con su halo de blanquitud” (García Venegas, 2012: 33)

sea la única respuesta al mismo, Echeverría detalla los otros modos que históricamente

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han aparecido y que demuestran la posibilidad de respuestas alternativas. Según

Gustavo Leyva (2000), lo que más interesaría a Echeverría es mostrar que

las diversas formas que asume la vida cotidiana, las representaciones que en

ella se encuentran y la producción de valores de uso y de significaciones en el

interior de las relaciones de producción capitalistas, no pueden ser

concebidas como distintos niveles de un proceso histórico que se desplegaría

en forma lineal, sino más bien, y esto es especialmente importante, que

existen diversas modernidades simultáneamente. (p. 139)

El cuádruple despliegue del concepto de ethos, posibilita, por un lado, la asunción de

varias maneras alternativas de vivir la modernidad, como así también, la posibilidad de

abarcar en un mismo concepto, no sólo a las formas del pensamiento, sino también a las

formas que para Marx pertenecían a la base, a la estructura económica y productiva de

la sociedad. Un ethos histórico reúne tanto la dimensión super-estructural de un tipo de

organización social como así también su estructura material con sus distintas maneras

de producir y consumir valores de uso (Leyva: 140). Arraigado en la vida cotidiana, un

ethos atraviesa todas las dimensiones que la configuran, coloreando su multifacética

variabilidad como así también manifestándose en las complejas y ricas determinaciones

que la actualizan. Los distintos ethos -el clásico, el romántico, el barroco y el realista-

configuran la vida social desde “diferentes estratos “arqueológicos” o de decantación

histórica” (Echeverría, 1998: 172). Ninguno es un sistema cerrado y puro de usos y

costumbres, ni tampoco aparece de manera exclusiva en una época; más bien se

combinan a partir de la preeminencia que alguno de ellos adquiere en un momento

determinado y que irradia su acción sobre todo el campo social, aún también sobre

aquellos aspectos que aparecen a partir de impulsos contrarios. Sólo así, continúa

Echeverría, es lícito hablar de una modernidad romántica, o clásica, o barroca o realista.

A partir de esta aclaración, sostiene que es indudable que el ethos realista es el que ha

tenido el papel predominante en la modernidad occidental y que también en este sentido

relativo “puede hablarse, siguiendo a Max Weber, de la modernidad capitalista como un

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esquema civilizatorio que requiere e impone el uso de la “ética protestante”” y que

colabora en la exigencia de la productividad capitalista “de sacrificar el “ahora” del

valor de uso en provecho del “mañana” de la valorización mercantil” (ídem).

En este sentido es interesante señalar el papel que jugaron tanto Lutero como

Calvino a la hora de revitalizar la ascesis y la disciplina de los claustros medievales,

hacia prácticas que -alcanzando también a laicos y a feligreses “en el mundo”- fueron

condición para el desarrollo del nuevo capitalismo. Horst Kurnitzky, si bien con algunas

imprecisiones históricas17, señala una línea de progresiva racionalización del

aprovechamiento del tiempo desde el medioevo monacal, y que pasando por la reforma

protestante, permitió una nueva manera de enfrentarse a la naturaleza y al mundo

material:

La ritualización del rezo llevaba la finalidad de aprovechar la mayor parte del

tiempo diurno. Esta estructuración temporal de la vida en el claustro, era en

principio un medio de disciplina externa que forzaba un ciclo de tiempo

diferenciado para las obligaciones ascéticas interiores. Los retrasos de los

monjes a los ejercicios religiosos y a las horas de comida eran castigados; se

inculcaba la virtud de la puntualidad. Ejercerla significaba someterse a las

reglas temporales, integrarse en la comunidad. Los efectos y

comportamientos religiosos tuvieron que someterse a un ritmo de tiempo

permanentemente ordenado. Por esta razón llamó Max Weber a los monjes

medievales, los primeros hombres que vivieron de acuerdo a la razón, porque

ellos metódicamente persiguieron su meta, a saber, el más allá, con la ayuda

de la división racional de un tiempo que ordenaba su quehacer cotidiano.

(1994: 76)

Efectivamente Weber, en “La relación entre el ascetismo y el espíritu capitalista” (2012)

al tomar como hombre representativo del puritanismo inglés a Richard Baxter y rastrear

en sus libros más importantes, el Christian Directory y el Saint's evertlasting rest, sus

17 Kurnitzky confunde la costumbre introducida por el Papa Sabiniano en el siglo VII de tocar lascampanas en las horas canónicas, con la reforma de la Orden de Cluny a principios del siglo X.

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enseñanzas sobre la vida virtuosa, sostiene que no hay que olvidar “que era el monje,

precisamente en la Edad Media, quien vivía con el tiempo distribuido, así como las

campanas de las iglesias tenían la primordial misión de prestar el servicio tan necesario

de repartir el tiempo”. Este ascetismo propio de la vida monacal será el mismo que

encontramos -pero dentro del mundo- en el ascetismo laico protestante. Baxter sostuvo

que el primero y más importante de todos los pecados era el derroche del tiempo ya sea

que el cristiano lo desperdicie en la vida social, en murmuraciones o entregándose al

sueño más de lo necesario; toda hora desperdiciada implicaba un no dedicarla a la

glorificación de Dios.

La secularización de estas costumbres ya como propias del “espíritu del

capitalismo”, se aprecian, según Weber, en el Advice to a young tradesman (Consejos

para un joven comerciante), de Benjamin Franklin18. Esta carta ficcional, bastante

breve, consta de nueve párrafos donde se destacan los cinco primeros que comienzan

con la ya conocida amonestación imperativa: “Recuerda”. Si bien el joven que quiere

que le vaya bien en los asuntos económicos, debe recordar que el crédito es dinero y que

el dinero naturalmente tiende a producir más dinero, que el ahorro es la clave de la

prosperidad y que quien paga sus deudas vuelve siempre a conseguir dinero prestado, el

cumplimiento del primer consejo es el que ha moldeado y permeado toda una

concepción de la industria y la laboriosidad modernas:

Remember that Time is Money. He that can earn Ten Shillings a

Day by his Labour, and goes abroad, or sits idle one half of that

Day, tho’ he spends but Sixpence during his Diversion or

Idleness, ought not to reckon That the only Expence; he has

really spent or rather thrown away Five Shillings besides *.

18 El texto, escrito en forma epistolar, fue incluido por primera vez en 1748 en la edición norteamericana -publicada por Franklin en Philadelphia- del manual inglés The Instructor: or Young Man’s BestCompanion (El instructor: o el mejor compañero del joven) de George Fisher. Este manual, muy popularen la época, había tenido una primera publicación en Londres en 1740 y ofrecía formación en gramática,caligrafía, composición y aritmética, entre otras disciplinas, a los jóvenes que se iniciaban en losnegocios.

*Recuerda que el tiempo es dinero. El que puede ganar Diez chelines al día con su labor, y se va al116

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Según Weber, la trascendentalidad de la propuesta de Franklin, es que lo que transmite

no es una mera técnica vital sino toda una ética peculiar, un verdadero ethos, cuya

infracción es un incumplimiento del deber y una necedad. Weber también señalará cómo

en la obra Los años itinerantes de Wilhelm Meister (1829), de J. W. Goethe, se establece

la relación específica entre el moderno hombre profesional y el “no tener tiempo” y

cómo se juzga la evolución capitalista a partir de que los relojes marcan los cuartos de

hora. En el capítulo undécimo de la tercera parte, Wilhelm y Friedrich conversan sobre

sus convicciones morales entre las que se encuentra el “profundo respeto al tiempo, don

supremo de Dios y vigilante de nuestra existencia” concluyendo que “[l]os relojes están

presentes entre nosotros: sus manecillas y campanas señalan los cuartos de hora y los

telégrafos instalados en nuestras tierras nos dan las horas del día y la noche” (2015, s/n)

para estimar en su verdadero valor cada hora que pasa.

Será Walter Benjamin, en el fragmento “El capitalismo como religión”,

presumiblemente escrito en 1921, quien llevará más lejos las afirmaciones de Weber y

distanciándose en mayor medida de sus premisas que Echeverría, afirmará que el

capitalismo, como pura religión de culto cuya duración es permanente, “es la

celebración de un culto sans [t]rêve et sans merci” y que “[n]o hay ningún “día de

semana” [,] ningún día que no sea festivo en el pavoroso sentido del despliegue de toda

la pompa sagrada [,] de la más extrema tensión de los fieles” (2016: 187). La propuesta

de leer “sin tregua y sin misericordia” en lugar de “sin sueño y sin misericordia”

(Steiner, 1998; Löwy, 2009), fortalece la dimensión temporal del cambio operado en el

capitalismo hacia una productividad que en su constante actividad marca el compás de

la vida cotidiana. También en este sentido, Michael Löwy afirmará que “Benjamin is

probably taking his cue from Weber’s Protestant Ethic, which emphasises the

methodical rules of behaviour imposed by Calvinism/ capitalism, the permanent control

of conduct, and the ‘religious valuation of professional work in the world – the activity

extranjero, o se queda inactivo la mitad de ese día, aunque gasta seis peniques durante su desvío oinactividad, no debe considerar que ese es el único gasto; él realmente ha gastado o más bien tirado cincochelines además.

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which is implemented without pause, continuously and systematically’” * (2009: 63-64).

Una actividad laboral que es vivida con la seriedad de una profesión de fe, debe ser

ejercida en todos y cada uno de los momentos que componen la vida -desde la mañana a

la noche, desde la primavera al invierno, en los días comunes y en los días festivos- y en

esta linea, Löwy afirma que “the Puritan capitalists suppressed most of the Catholic

holidays, which they considered a form of idleness. Therefore, in the capitalist religion,

every day sees the deployment of the ‘sacred pomp’ – i.e. the rituals of stock-exchange

or finance – while the adorers follow, with anguish and ‘extreme tension’, the rise and

fall of the share values”* (p. 64). Así Benjamin también tendría en mente, en su

fragmento, una concepción del capitalismo que como férreo estuche envuelve al ser

humano en todas sus dimensiones y actividades. El ethos realista -tan funcional al

capitalismo- adquiriría, por lo tanto, a partir de las lecturas que hacen Benjamin y

Echeverría de la obra de Weber, connotaciones e implicancias no previstas en la propia

obra del sociólogo alemán; y tanto el “desencantamiento” como la mal traducida “jaula

de hierro” serán motivos privilegiados desde los cuales evaluar y describir la vida en el

capitalismo avanzado. La ventaja del doble sentido del término ethos, que combina un

recurso activo, en cuanto “arma”, con el aspecto defensivo en cuanto “refugio”

(Echeverría, 1998: 162) parecería no ser tal en la medida en que ya el ethos realista no

protege, ni es morada, ni tampoco abrigo. Es un comportamiento automático que

dispone a los seres humanos para el servicio de aquello que los esclaviza y utiliza a la

par que se desarrolla, desenvuelve y progresa. El mismo Weber al final del artículo “La

relación entre el ascetismo y el espíritu capitalista”, ya mencionado, describirá cómo el

“manto sutil que en cualquier momento se puede arrojar al suelo” que había imaginado

el puritano Richard Baxter que sería el afán de riqueza, se había trastocado, por

fatalidad, “en un caparazón duro como el acero (ein stahlhartes Gehäuse)”. La

* Benjamin probablemente está tomando la cita de la Ética Protestante de Weber, que enfatiza las reglasmetódicas de comportamiento impuestas por el calvinismo / capitalismo, el control permanente de laconducta y la "valoración religiosa del trabajo profesional en el mundo, la actividad que se implementasin pausa, continua y sistemáticamente”.

* Los capitalistas puritanos suprimieron la mayoría de las fiestas católicas, a las que consideraban unaforma de ociosidad. Por lo tanto, en la religión capitalista, todos los días ven el despliegue de la "pompasagrada", es decir, los rituales de la bolsa de valores o las finanzas, mientras los adoradores siguen, conangustia y "tensión extrema", el aumento y la caída de los valores de las acciones.

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organización capitalista, mecanizada y desprovista del espíritu que la inspirara, se ha

convertido, finalmente, en una prisión y en una jaula.

Si bien ha sido muy criticada la traducción que T. Parsons hizo de la expresión

alemana stahlhartes Gehäuse hacia la inglesa iron cage (jaula de hierro), Stephen

Turner en “Bunyan´s cage and Weber´s casing” (1982) retoma la idea de Edward

Tiryakian según la cual El progreso del peregrino (1678), de otro de los puritanos

ingleses, John Bunyan, sería el origen de la metáfora con la cual Weber describe el paso

operado antes mencionado. La dificultad de la interpretación de Tiryakian, de la cual él

mismo está advertido, reside en que la traducción stahlhartes Gehäuse sería inusual

para iron cage, pero su justificación residiría en que, al optar por ella, Weber, habría

podido enfatizar la verosimilitud y lo procesual de la transformación desde un manto

sutil a un caparazón o estuche de acero (ídem). El paulatino endurecimiento de una capa

hacia un caparazón, implica una progresión y el resultado de un camino, y lo gradual de

este movimiento no se percibe si pensamos en la transformación abrupta desde una capa

a una jaula. Turner sostiene que indepedientemente que Weber haya querido o no

invocar la iron cage de El progreso del peregrino de Bunyan, y que ésto hubiera

motivado a su vez la elección de Parsons, lo que es indudable es que la imagen del

hombre en la jaula tiene una elocuencia particular y es, en efecto una muy buena imagen

para la idea de falta de libertad propia de la enajenación capitalista. Si bien es claro

también, y no es un dato menor, que el texto de Bunyan circunscribe la idea de libertad

sólo a un estar en control de los propios impulsos (p. 84-85). Un ascético y estrecho

concepto de libertad sería, así, la premisa no explicitada que Weber comparte con su

público germano familiarizado con el texto de Bunyan. Reduccionismo que claramente

debió chocar a las lúcidas miradas tanto de Benjamin como de Echeverría.

Por lo tanto, a los efectos de profundizar en la recepción echeverriana de todas

estas ideas, resulta interesante esta discusión, ya que aquella “morada” que debería ser

el ethos realista, se ha transformado en el último tiempo del avance del capitalismo en

una dura jaula de hierro. La dimensión espacial de ambas imágenes colabora en la

penetración de la comprensión. Y así como el hombre que se encuentra el peregrino en

el texto de Bunyan, deberá quedar “encerrado siempre en esa férrea jaula de119

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desesperación” y “todos los hombres juntos del mundo” no podrán sacarlo de ella

(Bunyan, 2016), el homo economicus con su blanquitud y en su aparente libertad de

elección y movimientos no es más que un esclavo de su propia creación. Asimismo, al

principio del capítulo, Weber también había citado un fragmento del capítulo X del

Saint´s everlasting rest de Richard Baxter, quien advertía que quien “quisiera descansar

perpetuamente en el “albergue” que Dios le da en posesión, ofendería a Dios aún en esta

vida” ya que “casi siempre el descanso confiado en la riqueza adquirida es precursor de

la ruina”.

De esto parecería también estar hablando Bolívar Echeverría en su reflexión

“Como en un espejo” (2003), aparecida en su columna titulada Ziranda de la Revista de

la Universidad de México. Con el subtítulo “Alegoría marxista”, Echeverría retoma la

muerte del protagonista de la película El ciudadano Kane de Orson Wells en su

imponente casa-palacio que se ha convertido en su prisión:

Xanadú, el inmenso “paraíso” en el que Kane acumula lo mejor de las

mercancías y que debería garantizar un espectacular disfrute hipotético, es el

mundo del valor de uso en tanto que mundo puesto por el valor capitalista,

obediente a él: enorme, agitado, luminoso, ofrecido, pero carente de sentido,

muerto, frío, hostil. (p. 60)

La inmensa mansión, alegoría tanto de su éxito como de su fracaso, se ofrece como

cámara mortuoria no sólo de su cuerpo sino también de sus anhelos, deseos y

esperanzas. La muerte del ciudadano Kane, es el fin de un ciclo de sucesivas muertes,

donde la falsa vitalidad del capital acumulándose no pudo ocultar la soledad y el vacío

de su existencia. El recuerdo en su lecho de muerte de Rosebud, su trineo, y el momento

en que su madre lo tiró -último vestigio de un valor de uso que verdaderamente alguna

vez interesó- es el recuerdo del momento justo donde se inició su personal carrera como

vehículo idóneo para que el capital prosiga su colonización moderna: “Al morir con un

juguete en las manos, una esfera de vidrio como la que fue suya en la infancia, dentro de

la que se imita el vuelo de la nieve en el invierno, el hombre viejo recuerda de golpe el120

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momento en que realmente murió” (ídem). Y demasiado tarde despierta de su sueño

capitalista para ver cómo cada una de los bienes alcanzados van develando su verdadero

rostro en el decorado de su jaula, que si bien de oro, mantiene la irrevocabilidad de un

espacio de mortuoria y férrea petrificación.

De esta manera esa arma defensiva que el hombre se construyó para dar

respuesta a las necesidades de su entorno y a las demandas transformadoras de la

modernidad, fue sufriendo un anquilosamiento tal que de guarida y lugar de bienestar

mutó a una estancia que se parece cada vez más a una prisión. Jaula entre cuyos hierros

transcurren los días y noches de mujeres, hombres, niñas y niños, que sin notarlo del

todo, permanecen atrapados en vigencias que los atraviesan y condicionan. La pregunta

que vale la pena hacerse en este punto, es si podemos, entonces, seguir llamando ethos,

a esta respuesta -realista y funcional- con que el hombre moderno respondió a las cada

vez más exigentes demandas de un sistema que prioriza la valorización del valor y que

sólo tiene en cuenta lo que acrecienta el capital.

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III.III. Las múltiples capas de la experiencia cotidiana en el capitalismo: las imágenes

heterodoxas del flâneur, del Don Juan y de Fosca.

En la mesa “Benjamin y la filosofía alemana” (2010c), organizada en el marco

del homenaje de la UNAM ya mencionado, Ignacio Sánchez Prado, Javier Sigüenza y

Mauricio Pilatowsky profundizaron en la lectura y asiduidad de Echeverría con la

cultura germana. Si bien José María Pérez Gay también formaba parte de la mesa, no

pudo estar presente y envió un trabajo que fue leído por Erika Lindig quien oficiaba de

moderadora. La presentación de Javier Sigüenza giró principalmente en torno a la

recepción que Echeverría hizo de Benjamin, pero destacó, como uno de los rasgos

fundamentales de la obra de Echeverría, su especial diálogo con la filosofía alemana en

general. Relación que si bien fue constante y permanente, siempre se mantuvo desde

una actitud crítica, “de proximidad y distancia”; esto se observaría especialmente en su

recepción de Martín Heidegger. Por otra parte, la contribución de Pérez Gay reconstruyó

experiencias personales y recordó, no sólo el excelente dominio del alemán que tenía

Echeverría, sino también el reconocimiento que le guardaba a Martín Heidegger, a pesar

de no pasar por alto ni minimizar su relación con el nacionalsocialismo. Pérez Gay

retomó la experiencia de ambos como estudiantes en el Seminario de Filosofía de la

Universidad Libre de Berlín que impartía el Profesor Hans-Joachim Lieber y recordó

cómo discutían apasionadamente sobre Heidegger y el destino de la filosofía alemana:

Toda la metafísica occidental ha sido platónica -decía por ese entonces

Bolívar- porque ha procurado extraer la esencia del hombre fuera de la vida

diaria. Inventó siempre un observador omnímodo, un agente cognoscente y

ficticio desprendido de nuestra experiencia común. Muy pocos filósofos han

explicado como Heidegger la naturaleza de la condición humana cuyo punto

medular es la alltäglich, que significa la vida diaria o como la traduce José

Gaos la cotidianidad. Nos entusiasmaba la idea de una filosofía concreta cuya

explicación de la vida diaria fuese el eje cardinal de la realidad. (2010c)

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En la misma mesa, Ignacio Sánchez Prado presentó un extracto de un artículo

más extenso, que sería publicado en inglés ese mismo año en la Revista Discourse. En

éste afirma, que en su objetivo de elaborar un pensamiento desde América, Echeverría

va a realizar en su texto “El ángel de la historia y el materialismo histórico” (2005),

aunque si bien una consistente lectura de Benjamin, una que no deja de ser al mismo

tiempo una “mala lectura” (misreading), con el fin de “privilegiar al Benjamin barroco”

(2010: 3). Efectivamente, Echeverría aborda la interpretación benjaminiana del Angelus

Novus, de Paul Klee, desde una perspectiva novedosa y original. El texto comienza

como un comentario de la tesis IX y como una exposición de la falta de correspondencia

entre lo que Benjamin describe y el cuadro de Klee que hoy ya todos conocemos.

Echeverría concluye: “En mi opinión, esta falta de correspondencia parece indicar que

lo que Benjamin hizo con el ángel de Klee no fue en realidad sólo cambiarle el nombre,

sino mucho más: sustituirlo por otro, un nuevo ángel, inventado por él” (2005: 24). A

expensas de otras tonalidades que presenta su pensamiento y su obra, Echeverría,

construye en este texto, “un Benjamin fuertemente inscrito en su propia versión de la

modernidad” (Sánchez Prado, 2010: 5). Si bien Sánchez Prado aclara, que este gesto o

mala lectura deliberada es inusitada en Echeverría en cuanto lector de Benjamin, ya que

hay varios ejemplos donde su lectura es muy fiel, resulta interesante extender la

atribución de este gesto también a la lectura que hace Echeverría del Libro de los

Pasajes en “Deambular: el “flâneur” y “el valor de uso”” (1998). Principalmente con la

finalidad de expandir los beneficios que este tipo de mala lectura posibilita al sacar a la

luz nuevos aspectos de los escritos o desviar de los focos que las interpretaciones

filosóficas rigurosas, correctas y precisas subrayan. Sánchez Prado afirma que el gesto

particular que realiza Echeverría sobre el comentario de Benjamin al ángel de Klee,

pone “una especie de espejo retrovisor en los puntos ciegos de la teleología moderna”,

para poder repensarla desde un aquí y ahora que no sólo es crítico sino también

propositivo a partir de su tematización del ethos barroco. Así, ubicar a Echeverría en

una tradición proliferante de extrapolación interpretativa, en función de su propio

proyecto filosófico y tarea crítica -mirando otro de sus textos a partir de esta idea de

Sánchez Prado- no sólo permite desplegar las innumerables capas superpuestas de su

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pensamiento, sino también aquellas también presentes en el pensamiento de Benjamin.

En “Deambular: el “flâneur” y “el valor de uso””, Echeverría comienza

tematizando en detalle -en los apartados I y II- la vida cotidiana y la fuerza gravitacional

de lo que sucede en los días comunes, para inmediatamente después en el III, proponer

que en la obra de Benjamin encontramos innumerables claves para descifrar el mundo

moderno, una de las cuales es la figura del flâneur. El paso de un tema al otro supone la

convicción de Echeverría, ya analizada en capítulos anteriores, según la cual

contrariamente a lo que él propone como el amplio campo de lo político, la modernidad

capitalista ha enmarcado la política en los estrechos términos de la política pura, la cual

no sólo es llevada adelante por la clase política, sino que se centra en una noción

moderna del estado, en las esferas que lo circundan y en las instituciones y organismos

que lo conforman. Así, para recuperar la dimensión social-natural de lo político que, en

opinión de Echeverría, desaparece en la política pura por la dictadura del valor, se

necesita una crítica a la cultura política que la pueda mover más allá del horizonte del

capital, reivindicando la puesta en práctica de lo político en el día a día de la vida social.

Analizar la figura del flâneur propuesta por Benjamin, le permitirá a Echeverría abordar

la materialidad de las prácticas cotidianas de la vida moderna, no en su apariencial

intrascendencia y banalidad, sino como usos que reproducidos sin prisa pero sin pausa,

moldean y determinan la cultura y la vida de una época.

Dice Echeverría que el flâneur es el enigma que hay que descifrar para develar

el secreto de la cotidianidad moderna y que la clave interpretativa es mirarlo desde “la

perspectiva del consumo, y más aún, del consumo suntuario” y de lo que le sucede “en

ese lapso de tiempo en el que tiene lugar el proceso de disfrute improductivo y a través

del escenario donde ese lapso transcurre” (1998: 55). Así

[e]l pasaje es el mundo al que pertenece el flâneur, y el pasaje es un centro

comercial, un “templo de la mercancía”: el escenario fascinante sobre el cual

las cosas de la vida moderna se ofrecen, deseosas de realizar en el acto del

intercambio el valor económico que las justifica, a costa del sacrificio de su

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“valor de uso”. (p.55-56)

Sin embargo, distanciándose de Benjamin o leyéndolo mal, Echeverría va a ubicar al

flâneur, no en el disfrute creativo ni en la parsimonia de un deambular gozoso entre los

objetos que le ofrece el sistema productivo, sino en la lógica donde el mismo

productivismo capitalista le impide gastar y derrochar un dinero que sin embargo posee.

Según Javier Sigüenza, es propio de Echeverría, al leer a otros filósofos, el “movimiento

de retomar alguna imagen, alguna cita, algún motivo para configurar una nueva imagen,

una alegoría crítica” (2010c). Así, como el ángel de Echeverría no es el ángel de

Benjamin, tampoco lo sería exactamente el flâneur. Emparentándolo con el puritano

weberiano atravesado por el ethos realista, Echeverría describe al flâneur como aquel

que mira a través de las seductoras mercancías que se le ofrecen para finalmente

ponderar de ellas la amenaza de la merma de su ahorro. Así “el valor económico de la

cosa disfrutada viene no sólo a distorsionar sino a dañar el valor de uso de la misma”

(p.57). El hombre moderno, empatizando con la mercancía, corresponde a ésta con un

estado de ánimo donde la indiferencia básica es la respuesta a la “diversidad cualitativa

del mundo” (ídem). Esta impotencia para el disfrute revela el trato más natural que tiene

el hombre moderno con el mundo, que ha pasado a ser un mundo de meras mercancías,

que en un mismo gesto abren y prohíben, el acceso del ser humano a la riqueza que con

su esfuerzo y trabajo ha conseguido. En la nítida separación entre el tiempo rutinario de

trabajo y el de la ruptura creativa se ha instalado un sacrificio que permea toda la vida

social y “que consiste en una sacralización represiva del consumo en tanto que disfrute

puro” (p. 60). Este flâneur heterodoxo, ahora asceta y puritano, no es aquel paseante

benjaminiano que había sido “una manifestación contra la división del trabajo”

(Benjamin, 2005: 432), ni tampoco quien sería la obsesión de Frederick Taylor -el gran

promotor de la organización científica del trabajo- el cual también a decir de Benjamin,

había declarado junto con sus colaboradores y sucesores, la “guerra al callejeo” (p. 439).

Al interpretar al flâneur desde Max Weber, Echeverría parecería estar

anunciando sus reflexiones sobre la blanquitud y la ética que ésta conlleva. Su flâneur

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ostenta un comportamiento, gestualidad y apariencia muy alejados del paisano de Louis

Aragon, que es seducido por los sucesivos cambios de luz de los pasajes, la ambigüedad

de sus visitantes o la sensualidad de sus vidrieras y objetos exhibidos, a los cuales

describe, admira, aprecia y vuelve a mirar. Echeverría va a utilizar también nociones

psicoanalíticas para describir el proceso creciente de disciplinamiento del hombre

moderno. No sólo impera el sacrificio, la sacralización represiva sino también una

“reivindicación histérica” (2010: 68) y un “momento psicótico” (p. 74). Y si bien será el

cuerpo del hombre europeo el campo de batalla de este proceso, ya que en él aún

persisten formas naturales que resisten a la lógica de acumulación del capital y buscan

en el mundo objetos adecuados que respondan a sus necesidades y deseos, éste será

poco a poco remplazado por la corporeidad moderno-americana, cuyo tenue

compromiso con lo natural, posibilita un ajuste implacable, perfecto y sin fisuras a las

demandas del sistema productivo:

En la vía “americana” -exageradamente noreuropea- de la modernidad

capitalista, la mercantificación de la vida y su mundo, la subsunción de la

“forma natural” de esa vida a su “forma de valor”, se cumple en condiciones

de extrema debilidad de la primera, de escasez de posibilidades para resistirse

a la acción de esta última. Es una vida “natural” cuya creatividad está

obstaculizada, encerrada en la inercia o la repetición. Nada o casi nada hay en

la experiencia práctica de los individuos sociales que los lleve a percibir una

contradicción entre el producir y consumir objetos en calidad de mercancías,

de “bienes celestiales” o puros valores económicos. El desarrollo paulatino

pero consistente de la “forma natural” sometida al capital en la vida

“(norte)americana” moderna explora más allá de todo límite de posibilidades

de incremento cuantitativo de los bienes producidos/consumidos; por otro

lado, sin embargo, impone una repetición sin alteraciones sustanciales de la

consistencia cualitativa ancestral de los mismos. (p. 93)

En palabras de Sánchez Prado “[l]a americanización sería, pues, la derrota de la forma

natural de la vida y el capitalismo avanzado una subsunción sin precedentes del espacio

social al proceso de totalización moderna” (2014: 227), y Echeverría, al radicar este

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proceso en “el tropo de la blanquitud” (p. 230), lo inscribiría en los cuerpos y las

prácticas del sujeto de la modernidad. Así, en la corporeidad y en la imagen individual

se grabarían los distintos códigos a fin de tornarse concretos y efectivos. Lo que alguna

vez, y al inicio de la modernidad, estuvo en juego, esto es, el “duelo de codificaciones

de la vida social en los términos mismos de la cotidianidad y materialidad de la

experiencia moderna” (p. 231), el duelo entre el ethos barroco y el ethos realista, habría

dado lugar a una nueva era donde la pseudoconcreción, la artificialidad, el sacrificio y el

grado cero de la identidad inhabilitarían toda resistencia u oposición, al gesto totalizador

de la modernidad capitalista.

Las dos últimas contribuciones de Echeverría con su columna Ziranda, giraron

en torno a temas relacionados con la corporeidad. En el primero, su columna se titula

De corpus y en el segundo Teratológica. “Danza y metafísica” pertenece a De corpus y

es una breve reflexión sobre el ballet llamado clásico pero que rigurosamente sería el

neoclásico (2003b: 83). En la misma focaliza en sus representaciones “bellas”, llevadas

a cabo por desplazamientos “bellos” de cuerpos “bellos”, realizadas al compás de

música y en escenarios igualmente “bellos”. El entrecomillado reiterado de la palabra

bello nos anticipa la crítica que sufrirá el concepto. La falsa belleza de este arte, consiste

según Echeverría, en que representa gestos, actitudes y movimientos propios de la vida

cotidiana pero como si fueran realizados por un alma que no tuviera verdaderamente

cuerpo. En una “ficción cruel y maravillosa” se nos anticipa lo que sería el cuerpo si

fuera una ejemplar herramienta del alma:

[S]e caracterizan por una cosa: son cuerpos “sobre-animados”, es decir,

cuerpos sometidos a la acción implacable del “alma” (a través de la disciplina

o ascesis que los ha hormado o formado de acuerdo con un modelo “clásico”)

que ha hecho de ellos creaturas de Frankenstein “perfeccionadas”, ensambles

de miembros especializadamente eficaces, capaces de ejecutar acrobacias

sorprendentes en obediencia a las disposiciones “espirituales” de la música.

(ídem)

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La monstruosidad de una cultura o educación que es también un documento de barbarie,

puesta en comparación con la creación de Frankenstein había sido utilizada también

anteriormente en Ziranda, en un comentario a la película La pianista de Michael

Haneke, donde la represión torturadora de las pulsiones, era vista como la condición del

virtuosismo (2003: 61). El equilibrio y la armonía del resultado opera como un velo

sobre el sacrificio y el precio que se ha tenido que pagar a fin de llegar a esos productos.

Y si bien las cicatrices e hilvanados han quedado invisibles o disimulados en la

apreciación del conjunto, una mirada atenta o cepillada a contrapelo, notará vestigios de

ejercicios atravesados por un ascetismo exacerbado, por la tortura y el tormento.

La represión puede tener como consecuencia un retorno enfurecido de lo

reprimido, tal como lo describe Echeverría en “Suddenly, one sommer,” (así en el

original) en su comentario sobre la obra de Tennessee Williams, o, como sucede las más

de las veces, la crisis se resuelve por el lado que desarrolla en “Vía de perfección”. Si en

el drama de Williams, el astuto, refinado y frío administrador de sus pulsiones,

Sebastián, termina despedazado por los cuerpos de los mismos niños nativos a quienes

“acosó, acorraló, hostigó” (2003-2004: 79), el ser humano contemporáneo atraviesa el

proceso de autosometimiento y sometimiento a lo otro sin grandes derrotas ni fracasos.

Más bien le sucede como a los habitantes de la ciudad de Invasion of the body

snatchers, adaptación del novelista Jack Finney del cuento de Robert Louis Stevenson,

que Echeverría analiza e interpreta a partir de la versión cinematográfica de 1978:

La película narra el proceso mediante el cual la modernidad resuelve el

problema de esa incompatibilidad alma-cuerpo. El alma se confecciona un

cuerpo a su medida, en armonía plena con ella, “subsumido realmente” a ella.

Se apropia de la apariencia del cuerpo humano arcaico y la reproduce como

apariencia de un cuerpo moderno que aparece en su lugar y del que ella es

dueña incuestionable. Un ente parecido a un vegetal succiona lentamente en

la noche, durante el sueño, la corporeidad de las personas para gestarla de

nuevo, poco a poco, hasta dejarla reconstruida del todo, sin otra diferencia

que un automatismo apenas perceptible, dotada ya del alma nueva que le

permitirá ser la también nueva corporeidad del ciudadano intachable,

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perfectamente adaptado a las exigencias de esta vida moderna. (p. 84)

Alegoría acerca de la vida social presente, la película alude a la metamorfosis por la que

debe pasar el ser humano para modernizarse definitivamente. El flâneur benjaminiano,

y en este punto también el weberiano -así como el valor de uso de la mercancía- ni

siquiera permanecen como huellas o sombras de una vida pasada. Los contornos

materiales de sus figuras -hace tiempo ya- que se han transformado y desaparecido. En

este instante sin retorno, se hace casi inviable la posibilidad de un reconocimiento o

sospecha de su existencia anterior. El capitalismo requiere para su vigencia absoluta de

“un alma capaz de vivir con naturalidad, con una aceptación profunda, que permite

borrarla del campo de la percepción, la contradicción que hay entre el proyecto de

mundo social espontáneo, centrado en los valores de uso, y el proyecto del mundo

capitalista” (ídem). Con un alma de estas características la sociedad no necesita, para su

total sometimiento de los cuerpos, ni de un credo religioso, ni de un líder autoritario,

tampoco de un partido político que por el terror imponga el orden. Los cuerpos acceden

voluntariamente a su transformación.

Así, Echeverría dedica gran parte de su reflexión de los últimos años, a analizar,

cómo la totalización operada por el capitalismo, se lleva adelante en las especificidades

de la vida cotidiana, en sus mínimos movimientos y actividades, y Sánchez Prado se

interesa especialmente en su definición y esclarecimiento “de aquellos aspectos

materiales de la cultura y de la vida que la modernidad capitalista tensiona o reprime en

su gesto totalizador” (p. 218). La pregunta que interesa es si la resistencia

emancipadora, heterogeneizadora y centrífuga de la vida de todos los días, que está

vigente en el ethos barroco, sigue teniendo fuerza para contrarrestar esta presión

homogeneizadora del capitalismo en una organización social donde el ethos realista ha

colonizado de igual manera almas y cuerpos. Los ejemplos de Ziranda y Modernidad y

blanquitud, en un primer momento, parecerían dar una respuesta negativa al

interrogante, si bien el interés de Echeverría por preservar un abordaje desde lo cultural

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implicaría, según Sánchez Prado, la posibilidad de una alternativa donde la “irreductible

e irreprimible presencia de la materialidad social” (p. 222) y de los cuerpos, subyace,

resistiendo aún, el fatal proceso de la valorización absoluta. Echeverría ofrecería una

ontología y una semiótica del valor de uso a fin de fortalecer la idea de una forma

natural que tiene aún la posibilidad de restaurar y reconstituir formas de vida y

configuraciones sociales independientes de las premisas capitalistas.

Las contribuciones finales en Ziranda, antes mencionadas, ofrecen dos ejemplos

en los que puede apreciarse no sólo la presencia de capas o estratos barrocos dentro de

todo un territorio dominado por el ethos realista, sino algunos destellos de formas de

vivir la vida que se escapan, contrarrestan y contradicen -con todas sus consecuencias-

las vigencias capitalistas de conveniencia, prudencia y utilidad social. En el estrato más

privado de la intimidad y de los sentimientos, vencen y se rebelan impulsos profundos

del deseo no conquistado, instalando la sospecha de que, tal vez, desde allí, puedan

construirse alternativas a las configuraciones del hoy. “Fuego de paja” (2003b), es una

interpretación heterodoxa de la leyenda española del Don Juan, el incorregible seductor

que no cesa de hechizar y abandonar mujeres. Algunos afirman que la versión El

burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630) atribuida a Tirso de Molina, sería la

respuesta del dramaturgo a la teoría protestante de la predestinación, al buscar provocar

la indignación en el público ante la idea que la perversidad de Don Juan quede impune.

Echeverría propone una lectura que discute en la médula esta interpretación. Don Juan

no es un perverso ni merece la condenación por sus actos. Lejos de considerarlo un

embaucador nato, incapaz de controlar sus propios impulsos o de ponderar las

consecuencias que en los otros pueden tener sus acciones, el famoso seductor sería, para

Echeverría, quien “rescata para el momento fugaz de una aventura la promesa de amor

loco que llama a la mujer desde su cuerpo encorsetado, reducido a ser el recinto del ama

de casa, el soporto de la cámara de procreación de la especie” (2003b: 84). En un

mundo reprimido, acosado por la culpa y la presión del deber, donde el sujeto es visto a

través del juicio de lo mercantil y la disciplina productivista que lo sostiene, claramente

Don Juan es la personificación de la irresponsabilidad, la inmadurez y el libertinaje.

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Pero “si el mundo real del que hablamos abriera las posibilidades de la vida y no fuera

lo que es”, el encuentro con Don Juan, sería para las mujeres, una posibilidad de

liberación:

Aunque tal rescate sólo cumpla en destellos y en rincones esa promesa de

locura y aunque esté llamado siempre a un desenlace doloroso, no deja de

salvar en ella ese encanto que la embellece en el amor y que el realismo de la

vida burguesa espanta sin remedio. Por ello es que Don Juan no siente culpa

ni se arrepiente de las grandes penas que va dejando a su paso. Más que de

las mujeres que encendió y abandonó, se compadece de las que, tentadas a

hacerlo, no se atreven a dejarse caer en su seducción. (ídem)

Si bien desde el punto de vista social y en relación a criterios de interés en el futuro,

ceder a los encantos del seductor no les acarree más que inconveniencias y perjuicios,

Echeverría focaliza en la oportunidad que a esas mujeres se les abrió, a través de su

intercambio con Don Juan, de poder habitar desde su cuerpo un mundo que ofrece algo

más que su propia necesidad de reproducción mercantil y económica. Lo corporal es

concebido como un territorio donde para ser profundos no es necesario abandonar la

superficie; un espacio donde los pliegues, la piel y las texturas reconcilian, siempre de

nuevo, con el disfrute y el solaz que puede tener toda vida.

En la misma línea se encuentra “La espiritualidad del verdadero amor” (2003-

2004: 79), reflexión a partir de la película Passione d´amore (1981) de Ettore Scola. En

ella se narra el encuentro entre Fosca, mujer histérica, hipocondríaca, esquelética,

exageradamente fea y de un carácter desmedido y profundamente alterado, con el

capitán Giorgio Bacchetti, quien en el momento de conocer a Fosca ya tenía un romance

con la bella Clara. Lo llamativo del argumento estriba en cómo el capitán es

conquistado por el acoso desmesurado e insistente del enfermizo amor de Fosca, que

finalmente lleva a ella hacia la muerte y provoca la ruina tanto social como profesional

del capitán. Si bien Echeverría sostiene que el fundamento de este amor puede ser “la

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esencia de la belleza” de Fosca, que consiste “en su capacidad de amar, de entregarse a

la intensidad de la pasión amorosa” -interpretación en la línea de un pensamiento

romántico- su lectura apunta, como las más de las veces, a una lúcida crítica de las

condiciones asfixiantes de la vida moderna, en este caso de la vida del capitán:

Además, y no sólo en las tardes grises de la vida castrense sino en el suceder

completo del mundo burgués, todo él reglamentado, ahorrativo de lo

alcanzado por el progreso, protegido de los excesos como del peor enemigo

(donde incluso la clandestinidad del amor extramarital ha sido absorbida por

la rutina), ¿qué audacia erótica de otras mujeres podía competir con la

violencia del deseo de Fosca, con la incandescencia de su voluntad de salirse

de ese mundo agotado en su perfección, de morir de amor? (ídem)

Así, la duquesa Isabela, Tisbea, Doña Ana, Arminta y el capitán Bacchetti ya no son

víctimas de situaciones que han provocado su hundimiento. Se presentan, más bien,

como partícipes libres de un encuentro, ya sea con Don Juan o con Fosca, que les

permite derribar la jaula de hierro que los aprisiona. Como individuos autónomos,

niegan su funcionalidad al sistema capitalista y sus vigencias. Se posicionan lejos del

flâneur medido, cauto, decoroso y precavido, que organiza su vida y sus días en una

sucesión de actividades regulares y metódicas y que ni siquiera es seducido por las

mercancías que su propio mundo le ofrece. Como pajas que arden, estos personajes

interrumpen sus trayectorias pulcras y concienzudas para tirar por la borda, aunque sea

por breves instantes, sus rutinarias y apáticas vidas.

A lo largo de esta sección, aquello que Heidegger juzgó como punto medular de

la condición humana, la vida diaria o la cotidianidad, se manifestó en todo su espesor y

complejidad. Echeverría focaliza en los sucesivos estratos que conforman este día a día

en el capitalismo y, como ayudado por una lente de aumento, se detiene a analizar

algunas de las distintas tonalidades y texturas que los seres humanos dieron a esas

capas. Como sedimentos que se yuxtaponen e interactúan, las imágenes del flâneur, del

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Don Juan y de Fosca, entre otras, se presentan como oportunidades paradigmáticas para

reflexionar sobre los fenómenos del consumo, la enajenación, la represión, la

corporalidad, la liberación y el deseo. Así, la forma de la vida en la modernidad

capitalista, no es ni homogénea ni indivisa. En ella se presentan variaciones y

complejidades que pugnan con las configuraciones dominantes y principales. De esta

manera, la impotencia para el disfrute que revela el flâneur encuentra un contrapunto

de tensión en las experiencias que se visualizan a través de una lectura en disidencia del

Don Juan y de Fosca. La liberación de la opresión de los mandatos de la productividad y

la racionalidad instrumental, es posible y viable. Y es en las experiencias y prácticas

cotidianas donde, según Echeverría, las contrafuerzas del ethos barroco desafían el

totalitarismo y el despotismo del comportamiento realista, y su funcionalidad a la

producción y reproducción del capitalismo.

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III.IV. La enajenación moderna como acontecimiento: la actualidad de la oportunidad

revolucionaria.

La fuerza gravitacional del tiempo cotidiano también parece cobrar relevancia en

las reflexiones que Echeverría hizo sobre el fenómeno moderno de la enajenación, en

especial, por el énfasis que puso en no considerar a éste, como una realidad que supone

un estado paralizado y definitivo, sino más bien, como un proceso que aún sigue

aconteciendo y sucediendo en el día a día de la modernidad capitalista. Al mismo

tiempo, esta forma particular de concebir la enajenación, repercute sobre las

consideraciones que el mismo Echeverría hizo sobre la revolución y sobre la relación

que ésta establece con lo que sucede en los tiempos ordinarios y comunes. Enajenación

y revolución se entraman así, como dos conceptos que iluminan las posibilidades, tanto

de sometimiento como de emancipación, que se tejen y definen en la cotidianidad de la

vida humana. En “Modernidad y revolución”, conferencia que impartió en Brasil en

mayo de 1997, y que se publicó en de Valor de uso y utopía, Echeverría comienza con la

afirmación de la necesidad de recuperar y reasumir la tradición marxista corriendo el

foco de lo que constituyó el marxismo soviético. Para ésto propone, por un lado,

rescatar parte del contenido del discurso marxista, y por otro, retomar su forma crítica.

En cuanto al contenido, lo original de la propuesta marxista, afirma, consiste en su

aproximación teórica al fundamento material de la modernidad capitalista y en la crítica

del mismo. La subordinación sistemática de la lógica concreta del valor de uso a la

lógica abstracta del valor, con el consecuente proceso de enajenación que promueve,

será el fundamento material determinante de la modernidad capitalista que es necesario

poner en foco y criticar. Echeverría sostiene, que el núcleo fundamental del discurso de

Marx, es la crítica a la realidad implacable de la enajenación, esto es a “la sumisión del

reino de la voluntad humana a la hegemonía de la “voluntad” puramente “cósica” del

mundo de las mercancías habitadas por el valor económico capitalista” (1998: 63). Un

sujeto social enajenado es aquel que, a través de la asiduidad casi exclusiva con la

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realidad considerada en cuanto cosa, termina cediendo en sus propios gustos,

necesidades y prioridades, que pasan a ser determinados por las cosas que, como meras

mercancías, pueblan sus días, sus horas, sus pensamientos y sus deseos. Ya no hay una

voluntad autónoma que tiende, quiere y elige, sino que son los propios objetos -con la

fuerza de su valor económico- los que se imponen y determinan las acciones humanas.

Será a Henri Lefebvre a quien Echeverría destacará, de entre los marxistas en

general y de entre los marxistas franceses en particular, por sus reflexión acerca de la

enajenación como “un proceso o un estado mediante el cual la capacidad política del ser

humano, su capacidad de sintetizar formas de lo social, de darle figura al conjunto de

relaciones de convivencia se clausura, se niega, se anula en el sujeto y es exteriorizada y

absorbida por la cosa” (2006: 35). El fenómeno de enajenación es, entonces, el

fenómeno de cosificación de la función política del sujeto social; las mercancías

capitalistas arrebatan la subjetividad del sujeto, “la capacidad de decidir su futuro, de

construir su historia, de organizar las relaciones de su convivencia” (ídem). Son las

mercancías las que imponen el modo en que las relaciones sociales se construyen y las

que definen las características que presentan los lazos entre los individuos. El sujeto

social autárquico y libre es suplantado, así, por leyes e intereses ajenos a su forma

natural de socialización. La enajenación implica la subordinación de la vida concreta a

la forma abstracta del valor valorizándose, la subsunción del mundo de los valores de

uso al “fantasma de ellos mismos que es el valor que se valoriza” (ídem). Echeverría va

a comentar la observación de Lefebvre según la cual la enajenación no es un estado,

algo acontecido en el pasado, a partir de la aparición del capitalismo, utilizando una

imagen muy particular y elocuente: dirá que la enajenación no es un destino ni tampoco

“una plancha que pesa sobre la realidad humana” (p. 36). No inmoviliza

definitivamente, ni se define como el extravío de una esencia prefijada, sino como una

virtualidad bloqueada, como “la detención de la lucha, por el estancamiento del proceso

y el bloqueo de lo posible” (1973: 46). La categoría dialéctica de lo posible imposible,

la imposibilidad de realizar una posibilidad es la que permitiría captar en profundidad

este fenómeno:

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La forma natural, su capacidad de plantear esto que sería la vocación del

sujeto social de decidir por sí mismo, de ser autárquico, no es algo que esté

ya aplastado y clausurado, que haya pasado ya definitivamente al terreno de

la cosa, del capital, sino que las pulsiones de la forma natural del mundo de la

vida se renuevan siempre. Y, como Sísifo, estas pulsiones están siempre una y

otra vez siendo dominadas, ganadas, vencidas por la forma del valor o la

acumulación del capital… No hay, pues, un estado de enajenación, sino un

acontecimiento de la enajenación. (Echeverría, 2006: 36)

Tal como dijo Benjamin, Echeverría sostiene que hay que advertir que los enemigos de

la emancipación -sean estos enemigos otros sujetos o la propia tendencia automática del

capital- no han dejado de vencer. Estos siguen aún venciendo, porque siempre les queda

algo sobre lo que triunfar. Siempre resta un remanente de naturalidad que aún no ha sido

colonizado ni conquistado. De esta manera, el automatismo de la valorización del valor,

la tendencia del sistema capitalista a acrecentar exponencialmente el productivismo y el

consumo, acosan, acorralan y asolan, día tras día, a las pulsiones propias de la forma

natural del sujeto social. Por lo cual si el desfallecimiento momentáneo de este sujeto

acontece, una y otra vez, con la aquiescencia de cada quien y si la enajenación es algo

que el ser humano en cada caso sigue aceptando y avalando, entonces las posibilidades

de romper con esta inercia, también estarán vigentes, en cada uno de los días en que el

hombre teje y vive su historia:

Como dicen Lefebvre y Benjamin, la oportunidad revolucionaria está siempre

aquí. No es algo que se debe esperar para cuando maduren las condiciones en

las cuales ese hecho, ese destino, esa plancha de la enajenación pueda ser

retirada. La oportunidad revolucionaria está siempre ahí, en lo pequeño, en lo

mínimo, en lo más ínfimo o también en lo grande, lo total o lo público. La

oportunidad revolucionaria está ahí porque siempre están resurgiendo la

forma natural y sus pulsiones. (ídem)

La reacción, la rebeldía o la resistencia al estado de cosas tal cual está sucediendo, son

siempre respuestas posibles y en estado de vigencia. Ya que si bien lo que sobresale y

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destaca son los continuos asaltos de la dictadura del capital contra todo lo que existe,

esto mismo permanece y subyace, aunque sea como realidad vencida, en el horizonte de

la experiencia de los hombres y las mujeres modernos. El sustrato está conformado por

los valores de uso, por el paisaje y la naturaleza, por los modos de vida social-natural,

que aún están ahí, constantes y estables, vigente su oportunidad de volver a la superficie

como valores y sentidos, nuevamente asumidos y reconocidos. Las pulsiones de vida

reprimidas que buscan la liberación, la persistente tendencia y necesidad de decidir

sobre el propio destino y la urgencia de sacudirse los yugos de subordinación,

cualesquiera sean, son sólo algunos de los vestigios que, si bien por un lado hacen

visible que la enajenación está sucediendo, al mismo tiempo anticipan, también, que

“puede tal vez dejar de acontecer” (p. 37).

Echeverría dirá que si el marxismo ortodoxo no ha tomado como guía y como

propuesta de reflexión la teoría de la enajenación, esto se ha debido a que “la idea de

revolución que han empleado permanece atada al mito politicista de la revolución, que

reduce la autarquía del sujeto social a la simple soberanía de la “sociedad política” y su

estado” (1995: 174). La reproducción de los reduccionismos conceptuales (pero que

tienen también consecuencias prácticas) parece aquí espontánea: la reducción de lo

político a la esfera de la política institucional induce a una concepción reduccionista de

la revolución, que es a su vez la que promueve una consideración simplista y sesgada

del fenómeno de la enajenación. Pero según lo ya analizado en secciones anteriores, no

habría en la teoría original de Marx esa reducción original de lo político a la política que

sucede en el ámbito de la institucionalidad del estado. De hecho, Marx sostuvo, en

reiteradas ocasiones, que es el valor de la mercancía capitalista en tanto que “sujeto

automático” (p. 173), quien ha usurpado a la comunidad además de la ubicación desde

donde establecer la correspondencia entre su sistema de necesidades de consumo y su

sistema de capacidades de producción, también “la ubicación política fundamental

desde donde se decide su propia identidad, es decir, la forma singular de su socialidad o

la figura concreta de sus relaciones sociales de convivencia” (p. 174). La enajenación es

la consecuencia de lo que acontece en la cotidianidad de la vida capitalista, es lo que se

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va instalando a través del uso cotidiano de un lenguaje que corrobora y colabora con la

usurpación de las capacidades de autodeterminación y decisión y no está única y

directamente relacionada a cuestiones del ámbito de la institucionalidad o el poder

político. El capital ejerce su poder principalmente penetrando, invadiendo y colonizando

las distintas esferas y dimensiones de la cotidianidad humana y promueve, para

desenvolverse con más soltura y sin intervenciones en esos ámbitos, que la

consideración de lo político se confine a las reducidos espacios de la política

institucional. Si el único poder que interesa es el que se ejerce en los espacios de la

política pura, el control real operado por el capital en la vida de todos los días pasa así

desapercibido. Esto propende, consecuentemente, a reducir las posibilidades

revolucionarias a su versión romántica y utópica, reducción que a su vez repliega la

consideración de la enajenación como un suceso que ha acontecido en el pasado y sobre

el cual ya no tenemos posibilidad de decidir. Como una circularidad viciosa que no deja

de retroalimentarse, el poder del capital asegura siempre su primacía y su dominio; va

avanzando tranquila y persistentemente sobre distintos espacios y territorios que ni

siquiera se anotician de su presencia. Ni el mismo marxismo ortodoxo, por su

desprevención frente a la astucia y los ardides desplegados por el capital, advierte que

los reduccionismos antes señalados -el de lo político a la política institucional, el de la

revolución a su versión romántica y utópica, y el de la enajenación a un hecho pasado y

terminado- no hacen otra cosa sino colaborar con el poder omniabarcador de la

valorización que todo lo conquista. Urge, por lo tanto, para Echeverría, una

tematización sobre la idea de revolución que distinga las diferentes versiones que sobre

la misma se han dado, tanto desde el punto de vista conceptual como desde su forma

práctica. Para ordenar y clarificar las diversas y muchas reflexiones de Echeverría sobre

la actualidad o no actualidad de la revolución, dispersas en varios escritos, resulta

conveniente discriminar tres concepciones divergentes y diferenciadas que se pueden

rastrear en la obra del autor ecuatoriano:

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I- El mito burgués de la revolución

Como versión laicizada de la idea de un Dios que ha condenado a todo lo otro a

la pasividad, el mito de la revolución encierra una afirmación central de orden

metafísico que consiste en concebir al hombre moderno como un sujeto que puede crear

y recrear ex-nihilo las formas de la socialidad y la socialidad misma (Echeverría, 1998:

67-68). La revolución es una acción capaz de borrar todo el pasado y empezar la historia

desde cero:

El paradigma de esta actitud revolucionaria moderna, burguesa-capitalista, se

encuentra justamente en la primera época de la Revolución francesa, cuando

efectivamente los revolucionarios llegaron a creer que podían incluso

cambiar de lugar a la luna; la época de la modificación del calendario, cuando

creyeron posible parar el tiempo; la época de la puesta en escena de una

religión que debía tener por Diosa a la Razón. (p. 69)

Como quimera propia de la modernidad capitalista, a la par que la productividad y la

fuerza del valor económico se acrecientan y fortalecen, la forma natural del mundo y el

valor de uso, son reducidos a mera materia inerte y siempre disponible sobre lo que hay

que actuar para que continúe el progreso: “[e]s un mito que se conecta sistemáticamente

con la estructura del mundo moderno” (ídem). Implica, según Echeverría, una particular

experiencia del mundo que focaliza en su ser una realidad en continuo proceso de

cambio, que estando aún inacabado, sigue por eso aún triunfando -a través de sucesivas

creaciones- sobre la nada19. Las revoluciones industriales, la revolución tecnológica y la

de la comunicación, para sólo nombrar algunas, afianzan, con sus resultados, la

fortaleza del mito. Así, en esta concepción se pueden encontrar diversos tipos de

actividad humana, incluso la de los emprendedores y aventureros capitalistas y también

la de los héroes del romanticismo.

19 En este texto se encuentra otro ejemplo de la libre lectura que hace Echeverría de Benjamin: retoma laimagen de la tesis XV sobre la historia, la de los revolucionarios franceses disparando contra los relojes,no como un ejemplo de ruptura del continuum de la misma sino como la manifestación de una hybrisrevolucionaria que necesita de la puesta en escena y de la espectacularidad para afianzar su poder.

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II- La idea de revolución de la social-democracia y del socialismo real

Impregnada por pinceladas románticas y míticas, esta idea presenta una esencial

ambigüedad al hacer referencia, no sólo a la dimensión emancipadora de la

transformación social necesaria para erradicar la explotación, sino también a la

necesidad de sustituir la sociedad humana tradicional por una nueva, completamente

moderna, adaptada al progreso técnico de los medios de producción (1998: 71). Si bien

su eje es la eliminación de cualquiera de las versiones de la esclavitud y de los pactos de

socialidad que tienden a la explotación de un grupo humano por sobre otro, según

Echeverría, esta idea es subsidiaria de la ideología burguesa. El socialismo real ha

sucumbido a los cantos de las sirenas románticas, que en lugar de invitar al desembarco,

instan a seguir remando y prometen que es al final de la travesía donde aparecerá la

salvación. No hace falta cambiar el rumbo, ni buscar nuevos horizontes, sólo alcanza

con adueñarse de los mapas y disciplinar a todos para mantener constante el avance.

Así, la nueva sociedad necesita de un nuevo hombre, modelado “para la sucesión de

revoluciones industriales, para la marcha indetenible del progreso” (p. 72). En palabras

de Sergio Villalobos-Ruminott, entre los presupuestos del socialismo real, condenado “a

ser una versión subordinada de la modernidad capitalista”, encontraríamos, por un lado,

un modelo mitificado de la revolución como fundación, y por otro

la postulación antropológica de un “hombre nuevo” que en rigor realiza las

demandas ascéticas de la ética protestante, pero en una dimensión de

sacrificialidad distinta, pues ya no se trata del sacrificio del goce para

privilegiar el ahorro y la acumulación individual, sino que ahora se trata del

sacrificio del individuo por el bienestar de la comunidad (de ahí la condición

partisana del revolucionario moderno y el ascetismo de las éticas militantes).

(2014: 95)

Al final del camino y después del derrumbe y fracaso de la revolución comunista, lo que

va a sobresalir de este “hombre nuevo” -y se hará inocultable en aquellos que

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ostentaban el mayor poder- es su prepotencia como sujeto político moderno. Sólo

quedará la desmesura de su actividad, que arrasa contra todo lo natural e histórico de las

formas sociales, en pos de una revolución permanente que convierte al mundo, en un

mundo “que desprecia al hombre en el nombre del super-hombre” (Echeverría, 1998:

72). Echeverría también hará notar, que este tipo de revolución, lo que en realidad hace,

es perseguir la misma modernidad que ya existe, pero considerada en cuanto meta

futura. Interpretando que los males que aquejan a los oprimidos de hoy son producto del

subdesarrollo económico, de la falta de bienestar y de la escasa posibilidad de consumo,

la solución estribará en una radicalización y universalización del proceso de

modernización. En “Lukács y la revolución como salvación”, Echeverría criticará

duramente lo que, tanto él como el filósofo húngaro, llaman el “marxismo vulgar”:

[Éste] construye su discurso a partir de una experiencia superficial o

“burguesa” del mundo capitalista y que invoca por tanto una idea restringida

de las posibilidades del cambio histórico revolucionario. El marxismo vulgar

es el que sólo percibe la verdadera pérdida del sujeto social -que es la de su

propio carácter de sujeto- bajo su forma productivista y abstracta, como

simple pérdida de riqueza económica y de poder estatal. (1995: 100-101)

III- La idea de revolución “pensada con la cabeza despejada”

En el otoño de 1990 la revista Cuadernos Políticos dedicó su número 59 a la

caída del muro de Berlín. Echeverría escribe como presentación del número su

contribución “1989”20. Allí sostiene que es preciso reconocer “que la caída del muro de

Berlín es por lo pronto un símbolo “en suspenso”” (p. 15). Se trataría de un hecho que

inauguraría una época de transición cuyo sentido aún no podría ser determinado y que

tardaría en revelar para dónde inclinaría la balanza: si hacia la reconstrucción de la

verdadera figura del socialismo, una vez derrumbada su caricatura de socialismo real, o

hacia una reintegración del continuum tecnológico capitalista (p. 16). Tomando

20 Publicada posteriormente en su libro Las ilusiones de la modernidad.141

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distancia de la postura reformista propuesta por Jürgen Habermas, pero apropiándose de

su metáfora de la necesidad de “pensar con la cabeza despejada (nüchtern)” (p. 27),

Echeverría propone, una vez acontecida la desilusión, una vez atravesado el desencanto

y apurado el mal trago, detenerse en la evidencia de que lo que se abre, en el momento

de crisis, es la posibilidad de un examen de la pertinencia teórica y de la validez política

de una orientación revolucionaria. “A la izquierda”, por su parte, aboga por un dejar

atrás los mitos, los discursos épicos, las connotaciones erísticas, los endiosamientos y

las satanizaciones, para “hacer un esfuerzo de abstracción” (p. 29) y repensar la idea de

revolución:

El núcleo duro, lógico-instrumental, de la idea de revolución -no su núcleo

encendido, que estaría en el discurso político y la irrenunciable dimensión

utópica del mismo- hay que buscarlo, por debajo de las significaciones que lo

sobredeterminan en sentido mítico y político, en el terreno del discurso

historiográfico. Como concepto propio de este discurso, la idea de revolución

pertenece a un conjunto de categorías descriptivas de la dinámica histórica

efectiva; se refiere, en particular, a una modalidad del proceso de transición

que lleva de un estado de cosas dado a otro que lo sucede. (p. 29)

El despliegue de las dos primeras acepciones sobre la revolución- la de la

burguesía y la de la social-democracia y del socialismo real- tiene como objetivo

depurar y clarificar la tercera de ellas, a fin de argumentar sobre la posibilidad de su

actualización en la vida de todos los días y su fundamental carácter emancipatorio. A su

vez, estas reflexiones están relacionadas con las consideraciones que Echeverría elaboró

en torno a la relación que se establece entre un proyecto revolucionario y un proyecto

reformista donde se evidencia el papel insoslayable que Echeverría le otorgó siempre al

principio revolucionario. Proponiendo un esquema simple, para abordar los distintos

argumentos explicativos que el discurso histórico ofrece para los momentos de

transición, en donde un estado de cosas cambia “porque la situación se ha vuelto

insostenible”, Echeverría propone partir del supuesto que ve “la realidad histórica como

unidad o síntesis de una substancia y una forma” (p. 30). En determinados momentos,

dirá, la síntesis entra en contradicción y comienza la pugna entre la forma establecida y142

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las nuevas formas posibles hacia donde puede resolverse el conflicto. Según cómo sea la

situación de partida -sea que haya predominio de lo contradictorio o más bien de lo

armónico- tendrá lugar alguna de las siguientes salidas: la reforma o la reacción, por un

lado, o la revolución o la barbarie, por otro” (p. 31). En la reforma, ante la presión de la

substancia que amenaza la configuración existente, la forma, tomando la delantera,

genera subformas de sí misma que dan respuesta a las necesidades exigidas y saluda al

futuro, sin por eso creer indispensable despedirse del pasado (p. 32). Así, la actitud ética

y la posición política reformista sería aquella que prefiere la modificación continuadora

sobre la ruptura creativa. Por el contrario, la vía retrógrada y de reacción, impone,

refuerza y repone el orden social establecido de la forma existente, obligando al futuro a

retirarse ante las presiones del pasado. Sería, por lo tanto, la actitud ético-política “que

se deja amedrentar por esta respuesta prepotente del establishment y que se identifica

con ella” (ídem). Sin embargo, continúa Echeverría, hay transiciones donde las distintas

respuestas de las formas existentes ante las presiones de la substancia fracasan y sus

esfuerzos de auto-conservación resultan insuficientes. Puede suceder que la situación en

transición encalle en un empate entre las fuerzas en conflicto y el “fracaso de la forma

puede tener su contrapartida en una incapacidad de triunfo por parte de la substancia”

(p.33). Se abre así, una salida decadente o bárbara, un período de deformación lenta de

las cosas establecidas. Pero también puede suceder que la presión de la substancia y sus

nuevas necesidades se sobreponga a la forma establecida:

La presión de las “cosas” sobre el “estado” en que se encuentran llega a

constituir toda una época de “actualidad de la revolución”: se crean formas

alternativas que comienzan a competir abiertamente con la establecida; se

prefiguran, diseñan y ponen en práctica nuevos modos de comportamiento

económico y de convivencia social. Esta vía de salida, que pasa por una

subversión (Um-wälzung) destinada a sustituir (Ersetzung) y no sólo a

remozar el “estado de cosas” prevaleciente, es la solución a la exigencia

histórica de transición que constituye el fundamento de la posición ético-

política revolucionaria. (ídem)

De aquí que, Echeverría quiera enfatizar el lugar preponderante que -como posibilidad-

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debe tener la idea de revolución en situaciones de transición (no así el mito moderno de

la misma), y la urgencia de que todas las posiciones que se llaman de izquierda rechacen

“la inercia represora y destructiva” del estado de cosas establecido, cuando de acelerar

los cambios necesarios y urgentes se trata. Esto no implica, según Echeverría, que en

todas las épocas están dadas las condiciones para la “actualidad de la revolución”, ya

que en algunas, la “actualidad de la reforma” es más evidente y realista; pero “el

discurso de izquierda haría un voto de pobreza autodestructivo si decidiera”

desentenderse de las metas que sólo él mismo puede defender. Echeverría especificará

que estas metas son aquellas relacionadas con una política cultural, educativa,

tecnológica y ecológica que -resistiendo la presión del capital- logra imponer

prioridades y objetivos que sólo entran en juego cuando la izquierda les da cabida “en la

perspectiva de una modalidad revolucionaria de la transición histórica” (p. 36).

Queda manifiesto por todo lo expuesto, cómo Echeverría emprende la tarea de

desplegar los conceptos de lo político, de enajenación y de revolución, a fin de

reencontrar entre sus pliegues, aquellas configuraciones, que inmunes a los

reduccionismos planteados, enriquecen estos conceptos, los potencian y actualizan.

Contraer y limitar las distintas versiones de lo que existe, es el intento vano de controlar

y dominar aquello que acontece. Y si bien las disminuciones de las capacidades de

decisión del sujeto social son alarmantes; y si también es un hecho que la dictadura del

capital se ha introducido en esferas que hasta hace un tiempo parecían impermeables a

su poder; y, si, como si esto fuera poco, la degradación de los ideales revolucionarios ya

ha transitado demasiadas de sus muchas posibles desfiguraciones; si bien todo esto es

innegable, sin embargo, la realidad, siempre en constante movimiento, manifiesta,

también hoy, que nunca ni en los peores escenarios, está todo dicho. La actualidad de las

posibilidades de cambio y transformación siguen, aún hoy, para Echeverría, plenamente

vigentes.

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III.V. La universalidad abstracta de la blanquitud: la corporeidad enajenada.

En el capítulo “La identidad evanescente” de Las ilusiones de la modernidad,

Echeverría desarrolla el concepto de universalidad concreta a partir del mito de la Torre

de Babel. El texto bíblico sostiene que la multiplicidad de lenguas es un castigo divino a

la soberbia de hombres y mujeres quienes son condenados, a partir de ese momento, a

no comprenderse los unos a los otros. Pero, como todo mito, dirá Echeverría, esta

narración invierte el sentido de los hechos y presenta como negativo algo que constituye

una riqueza imprescindible de lo humano: su pluralidad (1995: 55). Echeverría propone,

como al pasar, una clave metodológica fundamental para la interpretación del mito

judeo-cristiano. Éste siempre tiene que ser leído a contrapelo, lo correcto es justo lo que

no dice21. Esta lectura en negativo, que se extiende no sólo a los mitos sino a toda

narración, también la histórica, busca la verdad silenciada por el código del vencedor.

Verdad, visión del mundo o vivencia que fue transmitida por un grupo humano antes de

ser vencido y que subyace aún latente, después de la derrota, a la espera de su

interpretación. En la alegoría de la Torre de Babel, la posible admiración frente a la

experiencia primigenia de la diversidad y riqueza en la multiplicidad y diferencias es

reprimida aún antes de poder ser articulada. Condicionados por la realidad de la escasez,

los hombres y mujeres trans-naturalizados, debieron ver, en la otredad del otro, una

amenaza: “[u]niversos paralelos, impenetrables el uno para el otro, los kosmoi de las

comunidades arcaicas no conocieron otro contacto entre sí que el de devorar al otro o

dejarse devorar por él” (p. 56). Ninguna cultura pre-moderna parece haber tenido un

concepto cabal de la otredad. Recién con el surgimiento de la revolución moderna pudo

abrirse la oportunidad de poner en práctica lo que Echeverría va a llamar un

universalismo concreto: un ver al otro como un otro, concebir al otro como un sí mismo

independiente, alguien que se presenta en su mismidad y no sólo como una competencia

por los recursos en un mundo escaso y hostil. Este universalismo concreto implica,

21 Este tema fue desarrollado por Carlos Oliva en el Seminario “Teoría crítica y barroco en la obra deBolívar Echeverría” dictado en el mes de octubre del 2019 en la Facultad de Humanidades de laUniversidad Nacional del Comahue, Neuquén, Argentina.

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también, un concepto de la propia identidad entendida como una evanescencia, una

realidad que sólo es idéntica a sí misma en medio de un proceso continuo de perderse y

ganarse en el encuentro con lo diferente:

Toda identidad es, por ello, en igual medida efésica -porque dice que la

substancia es el cambio y la permanencia su atributo- que eléatica -porque

dice, al contrario, que la substancia es la permanencia y el cambio su atributo.

Contra la prescripción última o primera del tertium non datur, la identidad

practica la ambivalencia: es y no es. Si existe, tiene que existir bajo el modo

de la evanescencia, de un condensarse que es a un tiempo esfumarse, de un

concentrarse que es difuminarse; de aquello que al perderse se gana o al

ganarse se pierde. (p. 60-61)

La identidad sólo existe en su plenitud cuando, al enfrentarse con la amenaza de la

pérdida, se pone en diálogo con las otras identidades, ya sea cuando invadiendo se deja

transformar o cuando, al ser invadida, transforma a la invasora. Pero en forma

lamentable y perversa, esta posibilidad de relacionarse con el otro, abierta a inicios de la

modernidad con la revolución neotécnica, sólo se abrió “para cerrarse de inmediato con

la contrarrevolución capitalista” (ídem). Ésta traicionó todas las promesas,

sobreviviendo únicamente como vestigio de una oportunidad en lo que Echeverría llamó

la “dimensión autocrítica de la cultura europea” (p. 56). La resistencia romántica a la

modernización de la filosofía del lenguaje de Wilhelm von Humboldt, la descripción de

la riqueza de las formas de vida humana de la antropología, la inclusión de la faceta

inconsciente del comportamiento humano y el descubrimiento de los diversos

escenarios, personajes y dramas históricos de larga duración que acompañan la historia

visible y documentable, fueron algunos de los hitos en el camino de “este programa del

discurso autocrítico europeo” (p. 58). Mojones que permitieron concebir la

universalidad de lo humano de manera concreta, es decir, “no como una esencia que

subsiste a través y a pesar de la multiplicidad de los “particularismos”, sino como una

condición que se afirma en la pluralidad de propuestas para lo humano y en virtud de

ella” (ídem). La expansión y acción corrosiva de la circulación mercantil a una escala

planetaria, fomentó la destrucción de las particularidades diferenciales de las formas146

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humanas arcaicas, promoviendo la homogeneización totalitaria de los procesos de

producción, consumo y disfrute. Las incipientes identidades evanescentes fueron

paulatinamente desdibujándose a partir de una serie de “soluciones más o menos

concentradas de una sola quintaesencia: la identidad europea de la modernidad

capitalista, la única corporeidad adecuada de “lo humano en general” (p. 64-65).

Identidad que en su rigidez vuelve a posicionar a todo lo que le es ajeno y extraño en la

vereda de enfrente, en el lugar de un otro que en su misma diferencia amenaza y pone

en riesgo la propia integridad. Es el grado cero de la identidad, propia de la santidad

burguesa puritana ya analizada en páginas anteriores, que en su mero estar a disposición

para la reproducción de la riqueza como un proceso de acumulación del capital, empieza

y termina su determinación identitaria ético-existencial.

La referencia al grado cero en Echeverría es más cercana a la apropiación de ese

concepto llevada a cabo por Henri Lefebvre en su crítica a la vida cotidiana que a la

formulación original de Barthes (García Quesada, 2013: 84). Lefebvre, en La vida

cotidiana en el mundo moderno, retoma la formulación de Roland Barthes que dio lugar

al título de su libro publicado en París en 1953, El grado cero de la escritura, y la

extrapola al ámbito de la vida de todos los días. De esta manera la neutralización y la

desaparición de símbolos, la formalidad, la atenuación de las pertinencias y la

pseudopresencia o presencia-ausencia que caracterizan, según Barthes, un grado cero

en la escritura, pueden reconocerse de igual manera en las conformaciones de la vida

social de la modernidad:

El «grado cero» representa una especie de límite inferior de la realidad social

que no se puede alcanzar, pero al que se puede uno acercar: el frío absoluto.

Acumula los «grados cero» parciales, espacio, tiempo, objeto, discurso,

necesidad. Al grado cero se puede imputar una especie de ascetismo (mental

y social) culto bajo la abundancia, el derroche, los gastos suntuarios, así

como bajo su opuesto: la racionalidad económica, y bajo su oposición. Se le

pueden también atribuir la decadencia de la fiesta, de los estilos y de la obra,

o, más bien, resumir así los rasgos y propiedades que resultan de esta

decadencia. En resumen, el grado cero caracteriza la cotidianidad (tras

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abstraer el deseo que vive y sobrevive en ella). (Lefebvre, 1972: 224-225)

Como grado cero de la identidad y figura de la enajenación, la blanquitud sustituye,

según Echeverría, las distintas subcodificaciones y sobredeterminaciones de los

numerosos mundos de la vida de los grupos sociales, predicando en su lugar un grado

mínimo, tenue, de cualidad civilizatoria que consiste en el imperativo categórico según

el cual absolutamente todo debe subsumirse o subordinarse al proceso de progresiva

mercantificación o cosificación de la vida humana y las diversas dimensiones que le son

propias. La blanquitud arrasa así con todo aquello que se le opone o que amenaza el

poder de su emporio: las pulsiones de vida, las tendencias lúdicas y creativas, los

momentos de ocio, disfrute y libertad, los arrebatos del deseo, las pasiones y la risa, los

espacios de encuentro espontáneo y de reflexión crítica. La primacía del utilitarismo y

de la acción por la acción misma provocan la proscripción de todo aquello considerado

como un fin en sí mismo o que no tiene la utilidad como fin. El encierro del sujeto en

esta jaula lo expropia a la larga de la posibilidad de cualquier deseo genuino y no

condicionado por el sistema que lo rodea y disciplina. El proceso civilizatorio que se

llevó a cabo en la sociedad norteamericana, ofrece ejemplos claros de cómo el abandono

de las especificaciones culturales y el borramiento de las diferenciaciones, también

operan como condiciones para que la blanquitud adquiera forma y primacía. Echeverría

recorre las distintas estrategias seguidas por actores y políticos no-blancos para obtener

la apariencia esperada, en el capítulo 4, “Imágenes de la blanquitud”, de Modernidad y

blanquitud:

Los negros, los orientales o los latinos que dan muestras de “buen

comportamiento” en términos de la modernidad capitalista estadounidense

pasan a participar de la blanquitud. Incluso, y aunque parezca anti-natural,

llegan con el tiempo a participar de la blancura, a parecer de raza blanca. La

manipulación que Michael Jackson hace de los rasgos étnicos de su rostro es

sólo una exageración caricaturesca de la manipulación identitaria y somática

que han hecho y hacen con sus modos de comportamiento y con su

apariencia física otros “no-blancos” atrapados en el American way of life.

(2010: 66-67)

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A diferencia de las acciones casi grotescas de Michael Jackson para lograr su tan

deseada blancura, la elegancia del ejemplo de Barack Obama es analizada por

Echeverría en el artículo “Obama y la “blanquitud”” publicado en marzo del 2009 en el

diario El Telégrafo de Quito. La llegada de Obama a la Casa Blanca en Washington es,

para Echeverría, uno de los ejemplos que muestran cómo el ciudadano norteamericano

está dispuesto sólo a los cambios que permiten que nada se transforme. Lejos de

percibir un cambio en los votantes como signo de mutaciones más profundas,

Echeverría va a analizar cómo tuvo que mudar Obama su imagen natural para llegar a

ser primero senador y después presidente. Su “negritud” debió ser extirpada de sus

excesos para asumir la blanquitud necesaria para acceder al poder. Los electores no

habrían optado, según Echeverría, por una alternativa a lo ya conocido sino por una

continuidad renovada:

Digo esto porque la “otredad” reconocida en Obama y que sustentaría su

capacidad de producir un cambio al menos en el estilo de gobernar estructural

es una otredad que se asemeja demasiado a una “mismidad”: así como el

discurso de aceptación del cargo presidencial no duda de la receta wasp22 para

alcanzar la productividad ni de la convicción de un destino manifiesto que

otorgaría a los Estados Unidos la función de líder de todos los estados del

mundo, la “negritud” light de Obama no cuestiona ni remplaza la

“blanquitud” de un Kennedy o un Bush, sino que la ratifica. (2011c: 162).

La exigencia de la blanquitud es un racismo identitario -no de una blancura étnica, sino

uno en apariencia más tolerante, de orden ético-antropológico- que promueve la

adecuación de la propia vida, las costumbres en el hablar, en el comer, en el modo de

participar de las fiestas religiosas etc., a las leyes de la ética puritana realista. Es un

racismo que impele a apegar los hábitos de consumo, las prioridades y finalmente hasta

los mínimos detalles de la propia imagen a los comportamientos propios, elegantes y

medidos de los hombres y mujeres blancos que llegaron a América desde el Reino22 Wasp es el acrónimo para “white, anglo-saxon and protestant” que se utiliza para nombrar al gruposelecto de norteamericanos blancos, descendientes de británicos y de religión protestante que encarnaríanlos valores más altos de la tradición capitalista.

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Unido. Así, lejos de fundar sus esperanzas de cambio en la novedad de que un hombre

de la comunidad negra haya llegado a ser el presidente de Estados Unidos, Echeverría

se lamenta, por el costo que esa misma comunidad y la humanidad toda, han debido

pagar para ello:

Hay que mencionar finalmente un collateral damage de este aparente “vuelco

histórico”. La mutilación de un gran número de virtudes de la corporeidad

negra en el esfuerzo por hacerla caber en el molde de la blanquitud.

Preparada de tiempo atrás por la industria cinematográfica de Hollywood la

figura del negro perfectamente adaptado a la blanquitud, capaz de llevarla a

resultados dignos de envidia entre los propios wasp, es la que reapareció en el

2006, con toda la disminución de la negritud que hay en ella, en la persona

del senador por Illinois. Cuánto de los artistas negros o de los negros

impugnadores del american way of life en los años sesenta brilla por su

ausencia en la negritud del presidente Barack Obama. (p. 163)

Una violencia cotidiana, sistemática y sostenida ha sido el modo por el cual se

ha conseguido el grado cero de la blanquitud (García Quesada: 86). La marginación, el

hostigamiento y la crueldad contra los mundos de la vida que se alejan de este ideal y la

represión externa y la autorrepresión interna, son los únicos medios que consiguen

mantener a raya los impulsos naturales que continuamente ponen en jaque dicha

dominación. Violencia epistémica, simbólica y física que se reproduce, una y otra vez,

en cada una de las situaciones donde la acumulación del capital encuentra un espacio

donde expandirse. En “Una introducción a la Escuela de Frankfurt”, Echeverría

desarrolla varios de los puntos neurálgicos de Dialéctica de la Ilustración de

Horkheimer y Adorno. Entre ellos se encuentra la crítica a la identidad abstracta del

hombre burgués (2011: 42), que se aleja de la concreción de las cosas y de su valor de

uso para disfrutar de su autonomía e independencia. Sin embargo, esta libertad termina

manifestándose no como un disfrute sino, por un lado, como el poder para la

explotación de las cosas y de los hombres, y por otro, como una capacidad de ascesis y

disciplina interior rayano con lo patológico. Represión que reconduce las pulsiones

hacia una irrefrenable y violenta actividad productiva (p. 44). Echeverría retoma en su

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texto la meditación en torno a la figura legendaria de Odiseo, en la que los autores ya

ven anunciada la necesidad imperiosa del uso de la violencia en todo proyecto

modernizador. Horkheimer y Adorno sostienen que, si bien en las estratificaciones

homéricas se han depositado los mitos, las leyendas difusas y la fantasmagoría popular,

su exposición narrada, el canto de los acontecimientos, son producto de la “razón

ordenadora, que destruye al mito justamente en virtud del orden racional mediante el

cual lo refleja” (1987: 61). Al mismo tiempo, como contenido, el relato de Ulises que

vence sobre demonios, cavernas y diosas y cuyo resultado es el “control racional del

espacio (…) la propia conservación y el regreso a la patria y a la propiedad estable” (p.

64), representaría esta victoria de lo civilizado por sobre las fuerzas oscuras de la

naturaleza y la prehistoria. Sin embargo, lo que no ocultan los relatos homéricos, son los

sacrificios y las renuncias que han debido ser ofrecidos por dichas conquistas.

Horkheimer y Adorno toman el canto vigésimo de la Odisea, donde se narra el auto-

control que debe ejercer Ulises sobre el presente inmediato al ver a las doncellas

traidoras de Penélope ofrecerse a los pretendientes, como un testimonio y documento de

cuando “el sujeto, aun dividido, se ve obligado a emplear la violencia tanto contra su

naturaleza interior como contra la naturaleza externa” (p. 65), en vistas al objetivo

futuro. Homero detalla que Ulises, sin haber triunfado todavía completamente sobre las

fuerzas que se le oponen -ni sobre las externas, ni sobre las internas- siente sus impulsos

naturales que lo alejarían de sus propósitos para reconquistar su reino, y se castiga a sí

mismo con violencia al obligarse a la paciencia. Narra la Odisea:

Tal Ulises yacía sin dormir meditando ruinas

para aquellos galanes. Salían, en esto, las siervas

que en la noche de tiempos atrás se ayuntaban con ellos

divirtiéndose, al paso, entre sí con sus chanzas y bromas

y en el pecho del rey encendióse la ira. Dudaba,

repasando mil cosas en mente y entrañas, si habría

de saltar sobre ellas y darles a todas la muerte

o dejar que se uniesen a aquellos soberbios galanes

otra vez, la postrera; y así el corazón le ladraba,

como ladra la perra que ampara a sus tiernos cachorros

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cuando ve a alguien extraño y se apresta a luchar. Tal a

[Ulises

le ladró el corazón indignado de tales vilezas,

pero él le increpó golpeándose el pecho y le dijo:

<Calla ya, corazón, que otras cosas más duras sufriste

como el día que el cíclope, de fuerza sin par, devoraba

mis valientes amigos: tú allí te aguantaste y, al cabo,

con la muerte a la vista, mi ardid te sacó de la cueva>.

(Homero, Odisea: XX, 5-20)

Este autosometimiento corporal que se infligió a sí mismo Ulises, fue igual al que lo

liberó del canto de las sirenas y de “la tentación que éstas representan (...) la de perderse

en el pasado” (Horkheimer y Adorno: 48). De la misma manera, la civilización

occidental toda, ha debido someterse a un tratamiento espantoso para que naciese y se

consolidase este hombre autocontrolado y dueño de sí, que logró su absoluta soberanía

en la organización burguesa de la vida. Desde el punto de vista de las sociedades

capitalistas, las aventuras de Odiseo, concluirán los autores, “no son más que la

exposición de los riesgos que componen el camino del éxito” (p. 81).

En la misma línea de una denuncia en relación al alto precio que hay que pagar

por una supuesta civilización, vale la pena abordar el breve comentario de Echeverría,

ya mencionado en páginas anteriores, a la obra dramática de Tennessee Williams,

Suddenly, Last Summer (1958). Por un lado, porque focaliza en el regreso violento que

tiene siempre lo reprimido, pero también porque propone una lectura del personaje

Sebastián como un ejemplo de la blanquitud, aunque sin mencionar esta relación

explícitamente. El comentario de Echeverría sirve como advertencia a los lectores

desprevenidos de la obra de Williams, ya que éstos, influenciados por los relatos de la

madre de Sebastián y de su prima, pueden erróneamente ver en él más a una víctima que

a un victimario. La madre y la prima, atravesadas por el cariño que sienten por

Sebastián, no pueden dimensionar, en su justa medida, el grado de enajenación presente

en su vida. Y los lectores, que conocen los acontecimientos a través de sus relatos, no

advierten en un primer momento tampoco -sino sólo cuando los cepillan a contrapelo- la

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relación que hay entre el modo en que Sebastián vivía su cuerpo y la violencia de la que

fue objeto. Es justamente en esa relación en la que pone su atención Echeverría:

Suddenly, one sommer,

la naturaleza, como hubiera dicho Adorno, tomó venganza. Sebastián, señor de su

cuerpo, astuto y refinado administrador de aquella porción del inefable caos de las

pulsiones a la que le está permitido convertirse en goce, experimentó en carne propia

la verdad de la “teoría de la catástrofe”. Acosó, acorraló, hostigó en tal medida el

cuerpo sometido de los niños nativos; a tal punto hizo de éstos simples instrumentos

de su rancia lujuria, que, de repente, brotada de lo impredecible, la furia de los

acosados lo despedazó. (2003-2004: 79)

La obra, pasada por el tamiz de esta interpretación, ofrece vestigios y huellas que

sostienen la pertinencia del juicio lapidario de Echeverría. Williams relata la entrevista

que ante un joven médico tienen la Sra. Violeta Venable, madre del difunto Sebastián,

con su sobrina Catalina quien estuvo con él en el momento de su muerte. De la

entrevista también participan la madre y el hermano de Catalina, la asistenta de la

señora Venable y la hermana Felicity, quien acompañó a Catalina desde el hospital

psiquiátrico Santa María hasta la casa de su tía. La finalidad de la entrevista es que

Catalina se retracte de su versión de los hechos sobre las circunstancias que rodearon a

la muerte de su primo o, que en su defecto, el médico evalúe la posibilidad de realizarle

la intervención quirúrgica cerebral, todavía en fase experimental, que practica en el

hospital psiquiátrico estatal. Si bien Sebastián es sólo un personaje ya muerto, a quien se

alude en la obra a través de los recuerdos de los otros personajes, parece ser el

protagonista de la misma. Casi todo el cuadro primero trata de la vida de Sebastián

relatada por su madre. En la narración, si se está advertido, ya se intuye la enfermiza

pasión de Sebastián por su jardín, que es además el decorado de toda la representación y

que Williams describe de manera detallada en la didascalia que da inicio a la obra. La

madre no ahorra detalles sobre las extravagancias que tenía el hijo: la predilección por

las plantas insectívoras a las cuales alimenta con moscas compradas a un laboratorio

especializado, su obsesión por la planificación de sus actos en donde “nada debía ser

casual, sino todo preconcebido y diseñado” (p. 2), el disfrute que experimentaba ante el153

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espectáculo de las aves carnívoras devorando y desgarrando a las tortugas en las Islas

Encantadas, sus viajes alrededor del mundo y la única poesía que escribía cada año

como toda ocupación de su vida. Si bien la madre manifiesta admiración y orgullo por

la trayectoria de su hijo, su relato ya anticipa la perversión y la crueldad que atravesaba

la vida del joven. Será el relato de Catalina, que se focaliza en el afán de Sebastián por

los viajes, el que irá desenmascarando tanto ante el médico, como ante la madre y los

demás presentes, la verdadera naturaleza de la vida de Sebastián:

CATALINA.—El primo Sebastián aseguraba estar famélico de rubios, harto de morenos.

Todos los folletos de turismo que había reunido hacían propaganda de los países rubios del

norte. Creo que ya tenía pasajes tomados para los dos a... a Copenhague o... Estocolmo.

¡Harto, harto de gente oscura, hambriento de gente de tez clara! Así hablaba de las

personas, como si fuesen... platos de un menú. "Aquél es riquísimo, ese otro es apetitoso" o

"no es apetitoso". Creo que eso era debido a que estaba medio muerto de hambre, después

de vivir a fuerza de píldoras y ensaladas. (p. 10)

Y más adelante:

DOCTOR.—¿En qué forma lo amó?

CATALINA.—En la única que él aceptaba; con una especie de amor maternal. Intenté

salvarlo, doctor.

DOCTOR.—¿Contra qué? ¿Salvarlo de quién?

CATALINA.—Contra el perfeccionamiento de una... una especie de... ¡imagen! que él se

había forjado de sí mismo, sacrificándose a una especie de terrible...

DOCTOR.—¿Dios?

CATALINA.—Sí, doctor. Un Dios cruel. (p. 18)

A medida que va avanzando el relato de lo que aconteció súbitamente el último verano,

los presentes, salvo el médico, tratan de detener a Catalina. Su hermano le dice: “no

puedes ir con ese relato a gente civilizada de un país civilizado y moderno” (p. 13).

Efectivamente, nadie puede, ni tampoco quiere, admitir que el amable, elegante y en

apariencia inofensivo Sebastián, se haya aprovechado de la pobreza de los niños nativos

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del pueblo español Cabeza de Lobo, haciendo de sus cuerpos meros instrumentos de su

necesidad y satisfacción. Nadie quiere oír que los humilló y compró con un desenfreno

tal que la situación terminó yéndosele de las manos, provocando la contraviolencia de la

catástrofe que genera todo retorno de lo reprimido. Las palabras finales de Catalina dan

cuenta de cómo la furia de aquellos niños que primero fueron acosados, despedazó el

cuerpo de Sebastián: “Le habían desgarrado y desprendido partes del cuerpo con sus

manos, sus cuchillos, o quizá aquellas latas rotas, desgarrado y arrancado partes de un

cuerpo, que se llevaron, famélicos, a sus feroces bocas negras, pequeñas y vacías (p.

28). Claramente, la sofisticada educación y formación de Sebastián, como documento

de cultura fue principalmente un documento de barbarie. El cuidado de su imagen

corporal, la frugalidad en el comer o la pasión por los rubios, son sólo algunos ejemplos

de ese culto a la blanquitud que recorrió sus días y terminó literalmente devorando su

propia vida.

Volviendo a la noción de universalismo concreto que propone Echeverría, éste

no implica un folclórico volver a la vida en la naturaleza, ni una apología apoteósica de

los particularismos o localismos, provengan estas propuestas ya del fundamentalismo de

sociedades del tercer mundo o de su poderoso correlato del primer mundo: la nueva

sociedad europea, racista y xenófoba. Ambas propuestas, dirá Echeverría, “son reacias a

concebir la posibilidad de un universalismo diferente” (2005: 27). Este universalismo,

concreto y distinto, se posiciona frente a la abstracción de la blanquitud en la medida en

que invita a que, cada uno de los grupos humanos enriquezca, con su particular elección

diferenciada de vivir la trans-naturalización, el gran abanico de las posibilidades hacia

donde lo humano puede desplegarse. Es una invitación a reabrir las puertas de una

modernidad que permita reconocer en el otro una “otredad” válida, alternativa y

distinta; que lejos de ser una amenaza ante la escasez, implique nuevos intercambios,

riquezas y colaboraciones. Como reto civilizatorio radical, el universalismo concreto

obliga a que cada una de las formas identitarias arcaicas y cada una de las culturas, dude

de su absoluta validez y de la univocidad de su configuración. Obliga a que ponga entre

paréntesis su justificación y necesidad dentro del cosmos y se conciba como una de las

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tantas formas particulares de desarrollar práxicamente una universalidad que, si bien la

abarca, al mismo tiempo y por sobre todo, la trasciende (García Quesada: 91). La crítica

a la enajenación de la blanquitud, no la hace Echeverría en nombre de una esencia

humana preexistente que habría que recuperar o a la cual habría que volver, sino

principalmente “en vistas de romper diversas limitaciones a las praxis humanas” (p. 92).

Supone una emancipación, intelectual y corporal, que a través de la eliminación de las

condiciones de opresión y cosificación, permita la apertura a formas de acción antes

inviables no sólo desde la teoría sino principalmente desde la práctica. “Contra las

interpretaciones post (-modernas, -coloniales, -estructuralistas, -marxistas, etc.), hay que

recordar, de nuevo, que el concepto de alienación no supone ninguna naturaleza

originaria a la que habría que volver” (p. 93), sino más bien una ampliación en el

horizonte de posibilidades para la intervención en el aquí y ahora histórico-social.

Cuestionando la univocidad del modo burgués y capitalista de ser moderno, el

sujeto desalienado podrá, en su experiencia práctica, hacer lugar para que las tendencias

a la realización de otras versiones de la modernidad -potenciales, latentes y virtuales- se

hagan presentes y establezcan los cimientos para la construcción de otras formas de

vivir y estar en el mundo. Y volviendo a coincidir con Lefebvre, será en la vida

cotidiana, donde Echeverría encontrará la posibilidad en donde se abre este “resquicio

por el que se vislumbra la utopía, es decir, la reivindicación de todo aquello de la

modernidad que no está siendo actualizado en su actualización moderna capitalista”

(Echeverría, 2010: 33).

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Capítulo IV – Vida cotidiana y ethos barroco.

IV.I. Reverberación del valor de uso: ruinas y reconstrucción en el ethos barroco.

- En crisis

La evidencia y la confirmación de la crisis que atraviesa la modernidad

capitalista se ubica en el centro de las reflexiones de Echeverría sobre el ethos barroco.

Ya desde el prólogo de La modernidad de lo barroco (2005), al señalar las dos

direcciones explícitas que han tomado las tematizaciones sobre lo barroco en el campo

de la cultura – sea considerado como una “característica de las culturas cuando decaen”

o “como fenómeno específico de la historia cultural moderna” (p. 11)- se hace patente la

relación entre la crisis y lo barroco. Pero más allá de los amplios alcances que esta

relación puede adquirir en los distintos ámbitos, las reflexiones de Echeverría se

centrarán, principalmente, en torno a la crisis provocada por el advenimiento del

capitalismo:

[L]a sociedad capitalista es una sociedad que actualmente se encuentra en

crisis. De modo que por todos lados vemos cómo la modernidad capitalista

hace agua. Y en este sentido, los seres humanos no están funcionando

normalmente dentro del sistema capitalista, sino que están funcionando

disfuncionalmente (…) ya no hace falta pertenecer a la clase del proletariado

para vivir esta anormalidad, y para poder tener esta perspectiva crítica

respecto de la sociedad y de la modernidad capitalistas, sino que esta

anormalidad aparece por todas partes, en todos los niveles de la vida social y

sobre todo, en las clases dominadas. (2012: 80)

Es a partir de esta conciencia de la crisis radical que atraviesa la vida contemporánea,

que Echeverría dirige su mirada al siglo XVII, no como “un “divertimento” cultural ni

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un afán de inmiscuirse en la historia del arte sin otro propósito que hablar larga e

ingeniosamente sobre la decoración barroca” (García Venegas, 2012: 11), sino que su

interés está motivado en la semejanza que encuentra entre ambas épocas. Esta

semejanza consiste en que ambas parecerían hallarse en una suerte de impasse, en una

situación en suspenso, en donde las formas vigentes y establecidas, entran en

confrontación con otras nuevas, que queriéndolas suplantar, generan inestabilidad,

desequilibrio y creciente anormalidad. El siglo XVII y los finales del siglo XX hasta

nuestros días, se presentan para Echeverría, como momentos paradigmáticos de crisis

general, donde las alternativas de resolución se multiplican y la incertidumbre sobre el

futuro gana terreno. Indeterminación que vuelve más acuciante la necesidad de la

reflexión para encauzar las acciones, las prácticas y las decisiones de cada uno de los

individuos de una comunidad. En este sentido, Echeverría se ubica en la tradición

conceptual benjaminiana y brechtiana en la cual la “crisis” se asocia a funciones

cognitivas como la decisión, la distinción, el juicio y la orientación. Tradición que

considera, que no sólo se puede conocer y analizar la crisis, sino que también es posible

producirla y conducirla, para que decline hacia lo esperado y buscado. El término

“Krise” no se entiende sólo como el fin de algo, sino también como la posibilidad de

acelerar su proceso; tal como se utiliza en alemán la variante “Krisis” -que remarca más

enfáticamente el origen griego del término- para describir el climax en el proceso de una

enfermedad el cual es seguido, o bien por la recuperación, o bien por la muerte (Wizisla,

2007: 139-140). Echeverría va a entender la disolución que trae una crisis, como la

oportunidad para una praxis que trabaja en favor del surgimiento de una nueva actitud

que responda con miras a la superación de las contradicciones de una época.

La crisis en la que focalizará Echeverría será aquella que atraviesa toda la

modernidad y que continúa hasta nuestros días y que se configura en el conflicto que en

su núcleo se vive entre el valor de uso y la valorización del valor; en la pugna que se da

entre la forma natural y las formas abstractas de las sobredeterminaciones secundarias

de la reproducción social. El imperativo de que la valorización del valor suplante los

valores de uso -con la consecuencia de que la reproducción de la riqueza colonice todas

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las formas de la reproducción social- procede arrasando los equilibrios milenarios en

que se desenvolvió la forma natural a lo largo de la historia y hace estallar “el sistema

armónico y dinámico del subsistema de capacidades de producción con el subsistema de

las necesidades de consumo” (García Venegas: 18). Esta subsunción del valor de uso a

la valorización, que Echeverría llama “hecho capitalista” (2005: 37), es la contradicción

esencial y fundante de todas las otras, que en la totalidad de los niveles y dimensiones

del actuar humano, y bajo innumerables formas, se presentaron y se siguen presentando,

desde los inicios de la circulación mercantil capitalista. Muchas son las consecuencias

que hacia el adentro de la práctica cotidiana, tanto a nivel material, espiritual, como

también afectivo, podrían describirse a causa del impacto de esta contradicción. Pero

aquella que más esclarece la relación entre la crisis y la actitud barroca, es desarrollada

por Echeverría, a partir de las reflexiones que hizo Martín Heidegger23 sobre la

experiencia que corresponde a la abolición moderna de la socialidad comunitaria:

El desarraigo o heimatlosigkeit es uno de los rasgos más reconocidos de la

condición humana en la modernidad. Hace referencia a la experiencia de una

imposibilidad: la de llegar al núcleo de la utilidad de los objetos del mundo

de la vida. O, lo que es lo mismo, de una ausencia: la de una fuente última de

sentido o coherencia profunda en las significaciones que se producen y

consumen en la práctica y en el discurso. El ser humano moderno, creatura de

la sociedad universalizada abstractamente por el mercado, se percibe

condenado a la lejanía, extrañeza o ajenidad respecto de aquel escenario

concreto en el que un valor de uso deviene lo que es. (Echeverría, 2005: 157)

Fuera de un contexto o mundo de la vida en donde reflejen su sentido, los valores de

uso, que se producen y consumen en la modernidad capitalista, pierden atractivo y

vigor. Condenados a ser formas emergentes, pasajeras, imposibilitadas de cumplir con la

satisfacción que prometen, brillan por un instante en su momento de aparición para

inmediatamente después perder visibilidad, razón de ser e interés. Por esta

23 Con el título “Solo un dios puede salvarnos aún” apareció publicada de manera póstuma -a pedido deHeidegger- la entrevista que Der Spiegel le hiciera en mayo de 1976, donde aparte de profundizar ypronunciarse sobre sus actuaciones en 1933, Heidegger reflexiona sobre la técnica moderna y laexperiencia del “desarraigo”. Existe una traducción al español publicada en Colombia en la Revista de laUniversidad Nacional, n° 15 (pp. 43-70), a cargo de Freddy Téllez y Elviera Bobach.

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imposibilidad, la sociedad moderna recrea y perpetúa un dispositivo donde “la

artificialidad y la fugacidad de las configuraciones cada vez nuevas que se inventa para

su vida cotidiana y que se suceden sin descanso las unas a las otras hacen evidente su

afán de compensar con aceleración lo que le falta de radicalidad” (p. 160). Incremento

vano de actividad, objetos y esfuerzos, que no logra acallar la insatisfacción y

desamparo provocados por la oscilación entre un experimentar la abundancia y el vacío,

en un ciclo intermitente en donde lo único que permanece son las sensaciones de exilio

y de destierro. Así, el desarraigo se vive, por un lado, como una ausencia de las cosas y

la naturaleza ante el hombre -aún cuando física y materialmente están presentes-, y por

otro, como una retirada del estar presente del sujeto en el mundo de las realidades

concretas y cotidianas de su espacio vital.

Esta constante fluctuación de encuentros y desencuentros del hombre con las

cosas y la naturaleza, provoca la ambivalencia anímica tan propia del hombre barroco

que fue descripta por Benjamin en su estudio sobre los dramas alemanes del siglo XVII.

Serán la pesadumbre, el duelo y la melancolía luctuosas por un lado, y el juego y la risa

por otro (de ahí el término Trauerspiel, Trauer: luto/ Spiel: juego), los dos polos en

tensión que sostienen esta ambigüedad; ambigüedad que también Echeverría retoma en

su conceptualización del ethos barroco:

La stimmung básica, el estado de ánimo elemental que acompaña al ethos

barroco es por ello múltiple, inestable y cíclico. Parte de la melancolía en la

experiencia del mundo como invivible, sumido en una ambivalencia sin

salida, en el que “todo, por más diferente que parezca, va a dar a lo mismo”.

Se hunde ahí hasta topar (…) con la contradicción que suscita y al mismo

tiempo anula el sentido del mundo, y se levanta, finalmente, en el entusiasmo

de la invención de una “vida breve” que, teatralizando a la otra, la mayor,

suspende el conflicto que hay en ella. (p. 177)

Son justamente la extrañeza, el desarraigo y el desafecto los que posibilitan, al ethos

barroco, sostener la ambigüedad para eventualmente levantarse y no hundirse, ni quedar

estancado en la melancolía y la desolación. Los ecos de las páginas finales de El origen160

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del drama barroco alemán, donde Benjamin habla de la “voltereta” que dan los cuerpos

al precipitarse en su caída (1990: 230 y ss.), que aluden al cambio de sentido que

permitirá al dramaturgo barroco transfigurar el luto y el duelo en una apoteosis final de

júbilo y salvación, son ecos que reverberan en este levantarse a una vida breve en la

teatralización de la que habla Echeverría. Ecos que no parecen, de ninguna manera,

casuales. Ya que, si para Benjamin, el alegorista siempre puede despertarse “en el

mundo de Dios” (p. 230), es porque previamente se ha anulado “el sentido del mundo” e

impera la “ausencia de una fuente última de sentido o coherencia profunda en las

significaciones” (Echeverría: 157). En un mundo donde prevalece el desarraigo, las

cosas pueden ser unas cosas pero también otras; pueden significar algo igual pero

también algo distinto a la vez. Las dudas del melancólico, en su reverso, muestran la

legitimidad de la inseguridad ante las interpretaciones y éste, con todo derecho, juzga

innecesario “perseverar con fidelidad en la contemplación de las osamentas, sino que,

infiel, da un salto hacia la resurrección” (Benjamin: ídem). Si antes ya sabía que todo

remitía a otra cosa, la constatación de que nada es lo que parece y de que el mal ya ha

perdido su poder unívoco de absorción, premian al melancólico a quien le son devueltas

sus esperanzas. En este sentido, gira también uno de los tópicos que aparece en

Conversaciones sobre lo barroco, publicación que transcribe las discusiones que

entablaron tanto Echeverría como los miembros del proyecto de investigación “El

mestizaje cultural y la cultura barroca en América” con Horst Kurnitzky en diciembre

de 1991. Kurnitzky subraya allí, la doble tensión que entra en juego en el barroco

donde, por un lado, si bien hay una fascinación por la muerte y las catástrofes, por otro

lado, se las vive con el suficiente “distanciamiento” (1993: 11) que evita quedar

atrapados en ellas. Esta distancia, esta infidelidad a la significación establecida, es la

que permitirá al ethos barroco generar productividad a partir de este desarraigo o

extrañeza, ya que nada de lo que se le presente, podrá tener un carácter estancado y

permanente. Los valores de uso, el campo de los objetos y utensilios, aún habiendo sido

arrancados de un contexto que los interpreta, aún habiendo perdido un sentido firme y

establecido en su mundo fáctico, aún presentándose como ruinas o escombros de una

forma natural perdida, y en última instancia, precisamente por carecer de cualquier

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acepción establecida, pueden ahora, suspender el conflicto que los habita, y

teatralizando, construir significaciones nuevas a partir de lo que resta. Así, la insistencia

en la construcción a partir de las ruinas de los valores de uso degradados y devaluados,

se constituye como uno de los impulsos fundamentales y más productivos del ethos

barroco.

- El día después

Si bien la inconstancia, la traición y la distancia frente a las significaciones y al

mundo tal cual se presenta, son las actitudes que habilitan al comportamiento barroco a

dar un vuelco con las imágenes y las cosas, será su fidelidad a las formas clásicas, su

voluntad de forma (Benjamin, 1990; Kurnitzky y Echeverría, 1993), la que guiará la

reconstrucción de lo perdido. Y es en Roma donde más se evidencia cómo “ese dar

forma no consiste tanto en inventar o crear formas antes inexistentes como en un re-

formar lo ya formado, en un hacer de una forma preexistente la substancia del propio

formar” (Kurnitzky y Echeverría: 82). El barroquismo de Roma pudo darse, ya que las

ruinas y restos del antiguo imperio dominaban el paisaje y se insertaban en la vida

cotidiana de sus habitantes, tanto de los menesterosos que se resguardaban en ellas

como de los artistas que las usaron para sus nuevas obras. Lo interesante del caso es,

que a diferencia del Renacimiento donde las formas clásicas fueron exitosamente

evocadas, en el barroco lo que prevaleció fue justamente una voluntad de clasicismo

más que una concreción del mismo (Echeverría, 2005: 44-45). El mundo convulsionado

del barroco, la crisis que se atravesaba en todos los órdenes, la caída de las certezas, la

duda y el escepticismo crecientes en los poderes establecidos, las catástrofes de la

guerra y la política, contradijeron de tal manera esa voluntad clásica de orden y

armonía, que el esplendor de la reconstrucción y la pomposidad de la ornamentación no

pudieron ocultar el desequilibrio, la inestabilidad y la caducidad que sus materiales

hicieron retornar como síntomas, huellas o lapsus de aquello que sí había acontecido. La

muerte de un pasado que exigía su redención permaneció como índice oculto en esas

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ruinas y despojos, de la misma manera que sobrevivió la forma natural en el

comportamiento barroco que se negó al sacrificio sin más del valor de uso. Que el

barroco no haya logrado evocar fielmente las formas clásicas también se comprende si

se evalúa el lugar preponderante que la libertad ocupó en él. Los juegos libres de la

imaginación y la preeminencia de una fantasía que se complacía en la invención y la

experimentación, sólo podían sobresalir en espíritus libres y con pocas intenciones de

sacrificar su originalidad a la obediencia. De ahí que Echeverría resalte la libertad

fundamental que caracteriza al ethos barroco, el cuál aun dentro de su voluntad de

clasicismo, responde a la destrucción de su mundo y de sus valores, con formas nunca

antes ensayadas. Isaac García Venegas pone en el centro de su reflexión sobre la obra de

Echeverría el tema de la libertad. No sólo hace explícita esta intención varias veces en el

texto, sino que también la asume desde el título con el que publica su trabajo: Pensar la

libertad: Bolívar Echeverría y el ethos barroco (2012). Asimismo, en uno de sus

capítulos, “Breve apunte sobre lo imaginario”, desarrolla la influencia puntual del texto

que Jean Paul Sartre escribiera sobre la imaginación en el 1940, sobre el pensamiento

echeverriano en torno al cuádruple ethos de la modernidad. Para Sartre la conciencia

tiene una función irrealizante que es la imaginación, en la medida en que puede

construir un objeto al margen de la realidad, distanciándose de ella. El proceso

imaginativo implicará, para Sartre, tanto liberarse de las cosas tal cual existen, como

negar las configuraciones con las cuales existen. García Venegas focalizará en que esta

negación no es de la totalidad de lo real, sino la negación de un punto de vista

determinado sobre el mundo, que “al distanciarse, libera” (p. 37), y afirmará que la

propuesta sartreana sobre la imaginación “ayuda a explicar el recurso “ofensivo y

activo” del ethos histórico” (p. 38). Por otro lado, también la perspectiva de una

imaginación que tiene la ductilidad de enfocarse en distintos aspectos y dimensiones de

lo real, permite entender cómo el “segundo orden”, que según Echeverría construye el

ethos barroco, puede, a un tiempo, aceptar el mundo y resistirlo. De esta manera, la

forma barroca de vivir las muertes y las catástrofes en general, y la forma particular con

la que enfrenta la contradicción capitalista, no implicará un negar el mundo ni “borrarlo

de un plumazo, tenerlo por inexistente, sino precisamente “irrealizarlo” con un acto

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imaginativo” (García Venegas: 37).

Por la evidencia de que hay un sustrato latente y vencido, por la presencia de

este conjunto de escombros y gestos petrificados que el ethos barroco quiere sacudir y

revivir, por las huellas y vestigios de las numerosas capas que conformaron las distintas

significaciones de las sociedades de la modernidad, es que Echeverría va a hablar de la

“densidad histórica de toda forma natural” (García Venegas: 16). Densidad estructural

que no es ni estática ni invariable, sino que reverbera al ritmo de las inquietudes de la

vida cotidiana y también de los grandes acontecimientos, en los objetos y en los

discursos, en el arte y en la política. García Venegas sintetizará el proceso de

reproducción social con palabras que hablan de esta densidad histórica de los valores de

uso, en donde la comunicación de sus significaciones y contra-significaciones se

sucede, en el dinamismo de una historia que no sólo continúa después de la destrucción,

sino que la asume como condición de la misma. Objetos de uso cuyo espesor material

alberga, resguarda y comunica significados y sentidos, vigencias y valores, de una vida

que alguna vez no se sintió ni extraña ni desterrada:

En tanto que tal, el proceso de reproducción social, a través de y con los

objetos, es también y al mismo tiempo un proceso de comunicación: es un

decirse y un comunicarse lo que se es y lo que está en juego en lo que se es.

Es decírselo a los que están, pero también a los que no están: los que

vendrán, para quienes es necesario comunicarles lo que se ha sido (lo que

dijeron los que ya no están) y lo que se puede ser. Escribe Echeverría: “la

significatividad [su densidad histórica] no es más que la quintaesencia de la

practicidad del objeto”. (p. 47)

El ethos barroco, por lo tanto, en lugar de asumir como una fatalidad la violencia que

sufre el valor de uso de parte de la valorización, se posiciona frente a esa situación de

una manera activa y resuelta, aprovechando la posibilidad que aún resta de responder a

las circunstancias, que si bien son insoslayables, todavía dejan un margen, tanto para la

acción como para la comunicación de sentido. De aquí la caracterización que una y otra

vez hace Echeverría del ethos barroco como una estrategia. 164

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En virtud de esto, el fragmento Barocchissimo, aparecido en Ziranda, adquiere

interés al describir qué significa comportarse de manera barroca. El pasaje comienza

con un aforismo en alemán, su traducción y una breve explicación: “Aus der Not der

Zeit ewige Tugend machen (“hacer de lo impuesto por el momento una virtud eterna”),

presentar lo que es improvisado como si fuese algo premeditado; hacer una

comprobación de poder de lo que fue un simple golpe de suerte” (2003c: 107). El breve

desarrollo que continúa circunscribe la reflexión del aforismo a cuando las

circunstancias no son un golpe de la buena suerte, sino precisamente de la mala. Ya que

de lo que se va a tratar es de “que el mal venga por bien” y de que no se sufra lo que es

impuesto, “achicándose para que lo poco que llega sea suficiente, sino asumirlo como

decidido por uno mismo, y de este modo transformarlo, convirtiéndolo efectivamente,

en la medida de lo posible, en algo que es “bueno” en un segundo nivel, trascendente

del primero (en el cual, sin duda, sigue siendo un “mal”)” (ídem). Ser barroco no

significa conformarse con poco, ni asumir como bueno aquello que no lo es. No implica

tampoco ver el lado bueno de lo malo. La estrategia consiste en enfrentar los embates,

poner el cuerpo e intentar seguir decidiendo sobre la propia vida. Resulta interesante

comparar este fragmento con aquél que escribiera Benjamin en Calle de mano única,

donde evoca la figura del romano Escipión, que al llegar a Cartago tropieza cayendo en

tierra y dándole vuelta a la situación, abre ampliamente sus brazos mientras cae, y

exclama victorioso: Teneo te, terra africana! En aquel instante decisivo que podría

haberse fijado como un vaticinio de mal augurio o infortunio, Escipión, que como todos

los antiguos “conocía la verdadera praxis” (Benjamin, 2014: 117), no se amilana y en su

despliegue imposible de disimular, convierte su mal paso en una excelente oportunidad

para demostrar su poder. El pasaje citado corresponde al fragmento titulado “Madame

Ariane, segundo patio a la izquierda” que trata sobre las adivinas, los astros, las cartas y

las posibilidades de hurgar en el futuro. Benjamin contrapone la pasividad e ineficacia

de los que intentan interpretar y conocer con antelación lo que les espera, a la

posibilidad que tiene el valiente de “[t]ransformar la amenaza futura en un ahora

cumplido” (p. 115). Sólo “una presencia de ánimo corpórea” -que en la antigüedad

formaba parte de la vida cotidiana de hombres y mujeres- puede medirse con la fortuna

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y los azares y ganar. Escipión, dirá Benjamin, vinculado corporalmente al instante,

vence a la señal y a la imagen del infortunio, “convirtiéndose a sí mismo en factótum de

su cuerpo”. En sintonía con estas ideas, el comportamiento barroco implicará, para

Echeverría, un no abandonar el espesor del entramado corporal ante la amenaza, un no

“achicarse”, sino por el contrario, redoblar la apuesta hacia una materialidad y

dramaticidad exageradas, en donde la desmesura de la puesta en escena disolverá, si no

el mal, sí por lo menos, la violencia destructiva de sus efectos.

- La nueva presencia corpórea

Una de las operaciones que más resaltará Echeverría sobre el ethos barroco será

la estetización que realiza de la vida cotidiana, como respuesta al imperativo realista de

purificar el tiempo diario de trabajo de toda desviación improductiva. Habiéndose roto,

con el advenimiento del capitalismo, el tejido que unía, desde las sociedades arcaicas,

las dos modalidades fundamentales en que se desenvolvía la vida cotidiana -el tiempo

de la ruptura, como tiempo improductivo y el tiempo de la rutina, como tiempo

productivo- el ethos barroco, resistiéndose “a la separación quirúrgica de los dos tipos

de cotidianidad”, re-afirmará más allá de sí mismo el valor de uso como una “estrategia

propia y diferente de construcción del mundo” (2005: 195). Dice Echeverría que en el

siglo XVII, cuando la modernidad capitalista, ciega a la complementariedad de las dos

esferas de la vida de todos los días, promovió que el tiempo de trabajo y sus categorías

colonicen la totalidad de las dimensiones humanas, se topó “con resistencias

insuperables” (p. 193). La densidad de la sustancia histórica del valor de uso no cedió

ante la presión de la mera valorización del valor, y allí donde el ethos barroco configuró

la respuesta, el paso de la ascesis puritana encontró cerrado el camino. Apoyándose y

consolidándose en dos pilares, el de la imaginación y el de la presencia corporal, el

ethos barroco propuso una vida cotidiana donde no sólo no estaban separados los

tiempos de ruptura y de trabajo -ni difusa, ni drásticamente- sino que tampoco había

límites fijos entre la realidad y la ilusión. La vida misma, también en los tiempos de

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rutina y labor, se vistió de fiesta, se impregnó de energía lúdica y se dejó envolver por

los valores que rigen en el arte:

Construir el mundo moderno como teatro es la propuesta alternativa del ethos

barroco frente al ethos realista; una propuesta que tiene en cuenta la

necesidad de construir también una resistencia ante su dominio avasallador.

Lo que ella pretende es rescatar la “forma natural” de las cosas siguiendo un

procedimiento peculiar: desrealizar el hecho en el que el valor de uso es

sometido y subordinado al valor económico; transfigurarlo en la fantasía,

convirtiéndolo en un acontecimiento supuesto, dotado de una “realidad”

revocable. (p. 195)

El hombre y la mujer barrocos adquieren y desarrollan nuevas capacidades para el

nuevo escenario en que se ha convertido su mundo vital. Ante la destrucción de los

modos conocidos y de las costumbres familiares, no se sumergen en la desolación, sino

que responden evocando esas antiguas formas a partir de los restos que han quedado,

reconstruyendo una vida cotidiana igual, pero distinta. A un tiempo incondicionalmente

fieles a las formas naturales, pero prácticos ante la urgencia de responder a lo ineludible

de su destrucción, aceptan el golpe. Pero escépticos ante la fuerza definitiva de la

agresión, potencian cada uno de los escombros en una nueva configuración. Recargada

y enriquecida.

Lo primero que da cuenta de la nueva corporeidad barroca es la necesidad de la

construcción de un nuevo hábitat, tanto público como privado. A cuerpos nuevos,

espacios nuevos. Kurnitzky afirma que la “forma de las plazas barrocas contiene en sí la

idea del teatro, del festejar-escenificar los distintos elementos de la relación sociedad-

naturaleza mediante el juego de presencias de las fachadas que dan hacia ella”

(Kurnitzky y Echeverría, 1993: 51). Rodeada de edificaciones con balcones, terrazas,

torres y miradores, el centro de la plaza estaba a la vista de todos. Allí transcurrían las

celebraciones cívicas y religiosas, las ferias y las fiestas. Lo humano se consolidaba al

paso de la racionalidad mercantil que empedraba las plazas y las distintas calles y167

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caminos que llegaban a ella. La amplitud espacial promovía el movimiento y la

visibilidad, así como las galerías techadas y con pórticos, donde se agrupaban las

tiendas, evitaban que los factores climáticos entorpecieran las necesidades de un nuevo

hábito de consumo. Los pisos de viviendas balconadas invitaban a los sectores con más

recursos a pasar sus días contemplando el ritmo de lo que sucedía en la explanada: por

la mañana el mercado, por las tardes y noches, paseos y encuentros y en los días

especiales la aparición de un verdadero escenario teatral para las actividades civiles y

religiosas. La plaza barroca era el lugar donde la vida privada ingresaba en los asuntos

públicos sin perder los límites que separaban ambas esferas. En las casas, la lógica de la

visibilidad y el afuera, se ve en la construcción de las fachadas. Según Echeverría, en la

arquitectura barroca la organización del espacio está planteada de afuera hacia dentro; y

si bien la fachada es lo que sobresale en las casas por su importancia, no lo hace sólo

por razones ornamentales o decorativas. La fachada mira al espacio público, al centro de

la vida social, al espacio del culto y el mercado; “es como la “persona”: se configura en

esa reverberación de las miradas” (p. 58). Pero también interesa lo que está detrás, ya

dentro de la casa barroca, el sector de la fiesta: “la sala de recepciones, aquel lugar que

tal vez no llega a abrirse más de dos o tres veces al año, domina sin embargo sobre toda

la estructura de la casa” (p. 57). En este recinto, los salones se erigen como contrapunto

de la plaza, en donde ahora, se lucen las personas y sus bienes, y lo público se introduce

en la intimidad de lo privado. La estratificación horizontal continúa en los espacios que

se suceden. Dice Echeverría:

Pero la casa barroca tiene un interior no menos importante. Si se avanza hacia

atrás, poco a poco, se llega primero a lo que podríamos llamar los recintos del

estar cotidiano, del consumo, el disfrute y la restauración, después a los

lugares de la producción, el almacenamiento y los deshechos -cocina,

lavandería, basurero- y al final la huerta y las habitaciones de la servidumbre.

(p. 57)

Este último sector, el de los lugares de servicio, adquiere proporcional importancia al

del resto de la vivienda en la medida en que, a través de él, se volverá a conectar el

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interior privado con el afuera de la naturaleza. Así, se reanuda el contacto de la vida

cotidiana con el atrás de la finca y del campo, renovándose la comunicación con lo

agreste y lo salvaje. Kurnitzky reflexiona sobre cómo en la arquitectura barroca la

naturaleza es evocada nuevamente a la vida de la sociedad en calidad de naturaleza no

dominada, de la misma manera que en los dramas barrocos los personajes emergen de

un decorado que representa cerros, piedras, rocas en bruto, o en los edificios italianos se

muestran en su base piedras muy rústicas y muy poco trabajadas (p. 52).

Si bien Echeverría no ha tematizado de manera específica y separada el tema de

la corporeidad en cuanto tal, podríamos aventurar que es un motivo que atraviesa

horizontalmente gran parte de sus preocupaciones y que ha sido desarrollado como parte

de otras problemáticas. Claras en este sentido son, tanto la indagación en relación a la

blanquitud y a la corporeidad enajenada, como las últimas contribuciones en Ziranda ya

mencionadas, y en especial todas las implicancias que subyacen como concepción

corporal en el ethos barroco. Retomando los conceptos de Benjamin, podríamos

sostener que el comportamiento barroco implica “una presencia de ánimo corpórea”

(2014: 115), un modo de vivir que se instala enfáticamente en el cuerpo y que, por lo

tanto, no lo puede ni quiere obviar o ignorar sin más. A tal punto que las arremetidas

capitalistas en contra del valor de uso y la forma natural con que el sujeto humano

habita su cuerpo, tienen como consecuencia que en el siglo XVII, la rebeldía adquiere

una performatividad, una gestualidad y una teatralidad exasperadas. En la “Cuarta

conversación”, Echeverría concluye con las siguientes palabras:

“[La urbe barroca y la casa barroca] se abren también hacia atrás, hacia la

periferia natural, entendida ésta como naturaleza disfuncional, sea como

cuerpo y territorio de los “naturales”, o como pulsión indomable del cuerpo

propio, singular o colectivo -pulsión cómplice de la acción desordenadora de

los “naturales”. En esta apertura hacia la resistencia de la naturaleza reside el

lujo peculiar del espacio barroco. (p. 59)

Tanto el cuerpo propio como la naturaleza, se irritan ante la pretensión totalitaria del

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mundo del capital, del trabajo y del tiempo administrado. Reacios a ser neutralizados y

disciplinados, sólo permiten una simulación de domesticación que, parecería, huye por

la tangente y vuelve, como un impulso interior, pero esta vez representado. En un nuevo

juego de fidelidades e infidelidades, la voluntad de forma barroca, retoma la gestualidad

natural desmantelada, y con la misma ampulosidad que tuvo el gesto en la caída de

Escipión, la reconstruye con un realce de exterioridad tal, que lo único que se ofrece a la

mirada es el artificio y la afectación. El lujo peculiar y desordenado del espacio barroco

del que habla Echeverría, también habla de los cuerpos en ese espacio, que de acuerdo a

las necesidades de los tiempos y confiados de estar a la altura de las circunstancias,

devuelven su lugar a las pulsiones naturales, pero ya no ofreciéndolas en crudo, sino

cinceladas y trabajadas por los artilugios y los mecanismos de la representación. Los

decorados y los vestuarios teatrales, que como dispositivos escénicos fortalecen el

sentido de una puesta en escena, inundan ahora la vida de todos los días y pasan a

cumplir su función en el drama cuyo escenario se ha extendido de la plaza a la casa, y

en ésta, hacia el mobiliario y los atuendos de la rutina de todos los días.

- La reparación del disfrute.

La resistencia a la separación nítida entre trabajo y tiempo de ruptura, propia del

ethos barroco, es principalmente la negativa a erradicar la noción de disfrute de la

actividad laboral; exigencia ésta, propia del trabajo capitalista y de los modos de

producción modernos. La crítica al concepto corrupto de trabajo -del que habla

Benjamin en su Tesis XI sobre la historia y que imperó tanto en el ethos realista como en

el marxismo vulgar, sobreviviendo como figura secularizada de la antigua moral

protestante- está en la base de las reflexiones echeverrianas. El disfrute del mundo y de

los bienes de la naturaleza, la alegría ante las distintas posibilidades que se le ofrecen al

ser humano como ser corpóreo, el gozo en la cooperación en el encuentro con los otros,

y la satisfacción frente a un trabajo bien hecho, enuncian la amplitud de dimensiones

que se abren, cuando los hombres y las mujeres, entran en una relación no meramente

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utilitaria con su entorno. El trabajo es siempre más que el trabajo. Retomando a

Benjamin, que rescataba en esa misma Tesis XI el “sentido sorprendentemente sano” de

la concepción del trabajo de Charles Fourier, la concepción de Echeverría y también la

del ethos barroco gozan de la misma salud y vitalidad. Ya que así como el disfrute no

está enemistado con los tiempos de ruptura, tampoco lo está, necesariamente, con el

tiempo de trabajo24. La vida humana se construye en torno a la variedad y riqueza de los

empleos del tiempo, tanto de los productivos como de los libres, y el placer puede darse

en cualquiera de ellos. La multiplicidad de los “tempi de la existencia más allá de la

lógica de la acumulación” (Villalobos-Ruminott, 2014: 107), que el modo de vida

barroco promueve en una convivencia material diversa, descentrada y prolífera, habilita

muchas formas del goce, del juego y la satisfacción. El ethos barroco no actúa con la

lógica del reducir, sino del ampliar, no “achica” sino agranda, no ahorra sino que

derrocha. También en su cotidianidad, Echeverría encarnó la valorización de un trabajo

que no se constreñía sin sentido, ni tampoco impedía las otras esferas del despliegue y la

realización:

Su ávida curiosidad lo llevó a incursionar tanto en la filosofía como en la

historia; en la literatura como en la pintura; en la música clásica como en la

popular (aquí abro un paréntesis porque yo creo que solo Monsiváis conocía

más letras de Bolero que Bolívar, aunque él se sabía de memoria más tangos

que Monsiváis); su pasión por el cine era comparable con su pasión por el

documental. Le gustaba escuchar la radio, una buena conversación o degustar

una copa de vino. 24 horas le parecían insuficientes para saciar su necesidad

lúdica de disfrute como forma de resistencia a la represión productivista del

mundo moderno. (Serur, 2014: 19)

Echeverría ejerció, así, un vasto abanico de formas de resistencia a la valorización del

valor promovido por el capitalismo, no sólo en el plano del discurso, sino también en el

de las prácticas de la vida de todos los días, desde sus aprecios y gustos culturales hasta

su propia puesta en valor de “la dimensión lúdica y festiva de la existencia” (p. 21). Se

24 Herbert Marcuse ha desarrollado ampliamente este tema en sus obras Eros y civilización y El hombreunidimensional.

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enfrentó, de esta manera, a la difamación del principio de placer que no sólo ha

mostrado su poder irresistible en la ética realista, sino también su funcionalidad en un

mundo donde la productividad lo es todo (Marcuse, 1969, 1983, 2001). Al mismo

tiempo, se distanció de las versiones de la izquierda que creyeron que sólo se podía

condenar al capitalismo desde el imperativo de la renuncia, el sacrificio y la gravedad.

Por el contrario, vivió y demostró el potencial deconstructivo y crítico latentes en la

reivindicación del juego, el placer y el disfrute, siendo su propia riqueza de sentidos y

vigencias, la que le dio la medida de todo aquello que está ausente en la vida de muchos

hombres y mujeres de las sociedades contemporáneas. En algunos casos, porque esos

mismos hombres y mujeres han caído en la tentación de instalarse en una opulencia

incapaz de ofrecer satisfacción y felicidad, y en otros, por estar condenados a quedarse

afuera, en la periferia de la marginalidad y la postergación. La constatación de la

persistencia histórica de esta última situación, le provocaba un intenso dolor que “lo

acompañó todos los días de su vida” (Serur, p. 19). La propuesta de Echeverría no

consiste, por lo tanto, en construir un mundo alternativo -basado en la ética del

sacrificio- que erradique las mercancías, los productos materiales o la circulación de los

objetos. No implica una condena per se a los flujos de producción y consumo, sino un

impugnar la reducción de las numerosas formas de circulación y comunicación a la

univocidad de los tráficos capitalistas. Lo que le interesa no es condenar ni destruir el

espacio de lo mercantil, “sino retrotraerlo del espacio enajenado del capital, donde la

forma del valor por el valor mismo subsume toda otra forma de valorización” (Oliva,

2013: 127). Así, no encontramos una demonización, ni puritana ni militante, de la

condición material de la vida humana, ni una lógica heroico-sacrificial, sino una

respuesta más aguda y compleja a las problemáticas generadas a partir de una situación

histórica particular. De lo que se trata, una vez más, es de “des-realizar la realidad de la

modernidad capitalista” (Echeverría, 2005: 218), fomentando aquellas dimensiones que

aún subyacen en los valores de uso y en las formas de relacionarse con ellos que aún

son posibles.

La “Segunda conversación” sobre lo barroco giró en torno al tema del mercado y

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en torno a lo que Echeverría describió como la “ampliación de lo que podríamos llamar

el elogio de la esfera de la circulación que hace Marx en el tercer capítulo del primer

libro de El Capital” (en Kurnitzky y Echeverría, 1993: 21); tarea llevada a cabo por

Kurnitzky en sus investigaciones. La ponderación del mercado se basó en los siguientes

tópicos: el mercado como lugar por excelencia del mestizaje es el espacio donde

confluyen distintos valores de uso; ofrece la posibilidad al consumidor de ampliar su

sistema de relaciones con los objetos, a la vez que le da la oportunidad de conectarse

con otras identidades sociales; potencia el sistema de necesidades promoviendo la

interpenetración con los otros y -como instrumento de la universalización de los valores

de uso y potenciación de la producción- el mercado es también un dispositivo

civilizatorio de primer orden. Kurnitzky también elogia las consecuencias que ha tenido

la circulación de productos a través de largas distancias, en el arte culinario y la esfera

del disfrute:

El mercado es un medio que mezcla y que también posibilita el aprecio de

sabores distintos; el desarrollo de una forma de sensualidad, de sensoriedad,

de sabor en la lengua. Un gusto que el niño no tiene, por ejemplo, y que se da

también- lo que es interesante- en ciertos tipos de madurez; hay adultos que

rechazan comidas extrañas, que quieren comer siempre lo mismo todos los

días.(p. 25)

En especial va a surgir a lo largo de toda la conversación el interés por la mezcla de las

formas de deleite gustativo que conllevó, desde la antigüedad, al tráfico de productos a

través del Mediterráneo, y la trascendencia, para el desarrollo de los sentidos del gusto y

del olfato, de la cocina mestiza americana a partir del siglo XVI. Sólo después de

haberse producido el encuentro entre la comida azteca y la europea, explica Echeverría,

es cuando se dan creaciones culinarias como la del mole poblano, “en el cual se intenta

esa combinación festiva muy peculiar del sabor de la salsa europea con el de la poción

prehispánica que tiende al éxtasis” (p. 28). Si bien esta “Segunda conversación” no

profundiza en la tradición del mole, sino que es tomada, principalmente, a título de

ejemplo, son muchas las investigaciones que en torno al tema se han llevado a cabo y

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que permiten ahondar y desplegar las intuiciones de Echeverría. José Luis Curiel

Monteagudo ha realizado un exhaustivo estudio histórico sobre el mole desde sus

orígenes prehispánicos hasta la continuación de su preparación en nuestros días. Con un

lenguaje barroco, florido y abigarrado, describe la particularidad de esta tradición

culinaria a partir de la fundación española de la ciudad mexicana de Puebla de los

Ángeles, en el año 1531, ciudad que se constituye, así, “como Axis mundi, cruce de

caminos y vínculo de acercamiento entre culturas” (2004: 35). Por primera vez, en un

sólo lugar, se reúnen ingredientes y especias de los cinco continentes del globo;

“convergen en las despensas poblanas la sabiduría zapoteca, mixteca, mexica,

cholulteca y tlaxcalteca, con el legado de Oriente que llega con la Nao de China y la

riqueza europea a través de las flotas marítimas de la Veracruz” (ídem). Si bien el mole

es un guiso autóctono, su evolución, demostrará Curiel Monteagudo, integrará los

elementos de ultramar, de Oriente, de África y de Europa:

Por vez primera en la historia aparece un guiso cuyos destellos de sabiduría

ancestral y sabores milenarios representa al planeta Tierra. Todas las especias

del mundo se almacenan en Puebla para desplegar sus aromas y sabores en

las cazuelas. Se puede afirmar que en ese entonces en una cazuela de mole se

condensa el mundo. (p. 36)

Las numerosas recetas de mole, que al decir de algunos, hay una por cada casa y familia

en la que se lo prepara, y que se encuentran documentadas desde el siglo XVII, son

testimonio de la riqueza de variedades que surgieron a partir de los distintos

ingredientes que, según los gustos, tradiciones, capacidades económicas y épocas, se

fueron alternando. En especial llaman la atención, por lo pintorescas y creativas, las

distintas leyendas que cuentan el origen del mismo en manos de frailes y de monjas

poblanas que recibían a los comensales en los conventos. La historia también narra

diversas anécdotas culinarias de Sor Juana Inés de la Cruz, quien, según cuentan, a la

mismísima virreina doña María Luisa “le escribía frecuentemente y enviaba guisos” (p.

41).

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Crisis, ambigüedad y reconstrucción por un lado, y valor de uso, cuerpo y

disfrute, por otro, conforman, de esta manera, algunas de las luminarias del universo

conceptual que da cuenta del comportamiento barroco. Un régimen generoso en el uso

de los objetos y de los recursos naturales y culturales está en su base, sea en el

ornamento, la vestimenta, los decorados, en el empleo de las palabras, en el gobierno de

los gestos o en las prácticas de la cocina. No hay región del cuerpo que no haya sido

enriquecida, explorada, percibida o gustada. Hasta el lenguaje, la ciencia y el saber

debieron ser sabrosos y estar suficientemente sazonados. La doble confluencia

terminológica de sapere (saber y saborear), encontró aquí su máxima expresión. Y no es

casual que Echeverría haya finalizado su “Prólogo” a La modernidad de lo barroco con

las palabras de Severo Sarduy que subrayan la crítica -a través de la amenaza, el juicio y

la parodia- que la práctica del barroco tiene con respecto a la economía burguesa

“basada en la administración tacaña de los bienes” (en Echeverría: 2005: 16). Como el

arte, el ethos barroco es pródigo, espléndido, garigoleado. La “estrategia de afirmación

de la corporeidad del valor de uso” (p. 110) vino por un lado a sustituir la experiencia

del mundo medieval, donde el cuerpo si lograba sobrevivir al hambre y las

enfermedades, debía ayunar y mortificarse para agradecérselo a Dios, y por el otro, se

presentó para reclamar y hacer uso del disfrute de todo aquello que la nueva circulación

mercantil prometió y que su versión burguesa, realista y avara quiso escatimar. Con el

modelo del eros, del éxtasis y de la abundancia, la estrategia barroca “demostró cómo es

posible reivindicar y festejar la corporeidad sensorial” y “cómo es posible no

encontrarle el lado “bueno” a lo “malo”, sino desatar lo “bueno” precisamente en medio

de lo “malo”” (2006b: 165).

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IV.II. El comportamiento barroco en América Latina o de cómo desatar lo bueno en

medio de lo malo.

Dos son las vías principales desde donde pueden abordarse las relaciones entre

el barroco y Latinoamérica. Una, teniendo en cuenta el modo en que -en los siglos XVII

y XVIII- la tradición barroca originada en Europa ancló en las colonias

hispanoamericanas dando lugar a “un barroco de Indias específico” (Kozel, 2007: 167),

y la segunda, a través del recorrido de la imagen de “una América Latina de por sí

barroca” (p. 168). Andrés Kozel, siguiendo a Carmen Bustillo, sostiene que ha existido

un deslizamiento conceptual desde la primer vía hacia la segunda, operado

principalmente por la influencia de los escritores cubanos José Lezama Lima y Alejo

Carpentier. Desplazamiento que si bien podría no haber acontecido sí se ha dado de

hecho, abriendo y proyectando la idea de la barroquización de América hacia

reflexiones no sólo llamativas sino también cargadas de significado y consecuencias.

Advierte, que si bien el tópico es sugerente -y él claramente lo utiliza y valora- sin

embargo, no deja de ser problemático en la medida en que podría “gravitar hacia

posiciones eventualmente esencializantes y, por tanto, ahistóricas” (p. 169). Cita las

advertencias del músico y teórico también cubano, Leonardo Acosta, sobre el riesgo de

la utilización irresponsable de la idea de un barroquismo americano que podría condenar

a los pueblos del continente a un fatalismo geográfico, histórico y estilístico. En este

punto, Kozel va a rescatar la propuesta del ethos barroco de Bolívar Echeverría que,

lúcida ante los riesgos de una posición folclorizante, no supone “adherir a concepciones

sustancialistas acerca de su presencia más o menos recurrente o predominante en ciertos

espacios geohistóricos” (p. 173). Efectivamente, en “El barroquismo en América

Latina”, Echeverría sostiene que ninguna idea de unidad cultural, tampoco

latinoamericana, debe necesariamente partir de una explicación al estilo romántico-

nacionalista, sino que puede referirse a “la permanencia histórica efímera y siempre

inestable de un determinado juego de formas” (2006b: 156). Juego de formas tanto

materiales como lingüísticas, a la manera de una articulación de comportamientos, de

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usos y de costumbres, que como un conjunto de hábitos y gustos, no se refieren a un

núcleo sustancial inamovible, sino que se van sucediendo en el día a día de una

comunidad, que se encuentra ante distintos retos y desafíos a los que responde de

manera cambiante y siempre creativa. Hablar del barroquismo de América implicaría,

por lo tanto, intentar asir en un sólo término aquello que es recurrente en el sinnúmero

de características que el comportamiento y las prácticas de vida en América Latina han

desarrollado y desplegado desde finales del siglo XVI hasta nuestros días. El concepto

busca, principalmente, echar luz en las sucesivas capas y pliegues de una experiencia

que, si bien compleja, no por eso carece de cierta unidad en su diversidad. La “afinidad

recíproca entre lo barroco y la vida cultural de muchas regiones de América Latina” (p.

155), dirá Echeverría, es la asociación entre el principio formal barroco, nacido en

España e Italia, y los modos de reproducción del mundo de la vida que surgieron en

territorio americano a partir del proceso de mestizaje que siguió a la época de la

destrucción y aniquilación de las culturas originarias americanas. Con cierta ironía

afirmará también que “quien intente averiguar en qué consiste esa afinidad recíproca

tendrá que contentarse con definiciones que por lo general compensan su falta de

argumentos con un exceso de entusiasmo” (ídem). Su trabajo, por el contrario,

relacionado a sus elaboraciones en torno al tema de la cultura, al proceso comunicativo

y la identidad, destaca por un realismo poco complaciente y profundo, y por mostrar un

resquicio -que si bien débil- no deja de tener algo de promesa.

Según Echeverría, una vez acontecida la gran devastación de la violencia

colonial del siglo XVI y la ruptura en la asiduidad de los intercambios entre España y

América, una vez aniquiladas las civilizaciones aztecas, mayas, incas y otras más

pequeñas, y abandonados a su suerte los españoles y criollos que habitaban el nuevo

mundo, se estuvo “por instalar en América el grado cero de la civilización” (p. 163). Los

cambios operados en la política de la Corona española, que una vez agotado y extraído

todo lo que podía pedírsele al suelo americano, se desentendió de sus adelantados y

súbditos, provocó un radical deterioro de la naciente civilización hispanoamericana que

había suplantado al mundo que tenían los indios antes de la conquista. Los indígenas se

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encontraron, así, ante la irremediable realidad de su propio medio destruido por la

imposición de una cultura que lejos de presentarse con fuerza y convicción, agonizaba y

se debilitaba con el correr de los años. Sin embargo, contra ese mal pronóstico, al

tiempo que esta historia del siglo XVI terminaba en un fracaso, continúa Echeverría, un

giro inesperado acontecía subterráneamente a principios del XVII. El escenario de esta

nueva historia fueron las periferias de las ciudades y sus protagonistas las partes más

bajas de la población india, las cuales, para la supervivencia, debieron asumir el reto de

sostener este nuevo mundo que se estaba resquebrajando. Para ello, ejercieron su

identidad en diálogo con lo otro, por un lado, practicando una lengua y una técnica

extrañas, y por otro, desarrollando una economía informal en el mercado negro. Dice

Echeverría:

Una población para la cual la cuestión acerca de su propia identidad se

planteaba con urgencia: la cuestión de quién era ella, la que para entenderse

en el mundo debía entregarse al uso de una lengua ajena; la que, para hacer

de su trabajo un proceso productivo, debía trasladarse inevitablemente a la

utilización de una técnica ajena. La estrategia de comportamiento

autoafirmador de identidad que se esboza y desarrolla espontáneamente entre

la población indígena -que vive en esa dimensión informal indispensable en

la estructura de las primeras ciudades americanas- consiste en algo

aparentemente sencillo: en imprimir y cultivar una manera propia de llevar a

cabo la empresa que recae sobre sus hombros, la de revitalizar las formas

civilizatorias europeas. (p. 163)

Echeverría dirá que esta decisión fue al modo de las estrategias barrocas. Estrategias

que buscan reconstruir después de la destrucción de una catástrofe, y con los propios

elementos que ha dejado la devastación. Ya que la única posibilidad que se les ofreció a

estas poblaciones de vivir una vida más o menos civilizada y menos hostil para la

supervivencia, fue, paradójicamente, la de continuar con esos modos y costumbres a los

que habían sido obligados. La opción consistió en suplantar a los europeos en la

reproducción, e incluso la reconstrucción, de la civilización europea que había destruido

a la suya propia. Lo hicieron imitando o representando teatralmente esa vida “pero

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como lo hace el comportamiento barroco, según el cual la vida real se ve obligada a

sacrificarse a la vida ficticia y la ficción ésta pasa a ser una nueva realidad” (2003d:

105). Así, acontece en América, no una prolongación de lo europeo que ya existía más

allá del océano, sino una reconstrucción de una nueva trama, a partir de los restos y

escombros del derrumbe, en este lado del mundo. Aquí es importante señalar que,

cuando durante la entrevista que le hicieron Mauro Cerbino y José Antonio Figueroa en

Ecuador, le pidieron algún ejemplo concreto en donde se pudiera apreciar esa recreación

operada en el siglo XVII, Echeverría contestó que los ejemplos que generalmente se

utilizaban, eran para él, los menos representativos. Así, no es en el arte colonial donde

se puede distinguir del mejor modo este barroquismo latinoamericano, ya que en él no

dejan de ser las mismas formas europeas las que son remodeladas, sino que éste se

manifiesta principalmente en la forma de la religiosidad popular católica, en el erotismo

real, en el uso re-codificado de la lengua española y en esa economía y política

informales que tienen su origen en las periferias citadinas antes mencionadas. Lo que va

a caracterizar a todas estas nuevas formas y comportamientos, es una voluntad de

fidelidad y reproducción de los modos europeos, que, sin embargo, se presenta como

una intención vana e imposible ante lo irreparable de la destrucción ya acontecida. El

barroco americano evidenciará, sin quererlo, una degradación de las formas originales,

en tanto implicará “el aparecimiento justamente de la corrupción como medio de

producción” (p. 105).

Al final de su capítulo sobre el barroquismo, Echeverría calificará -sin dar

mayores precisiones- la correspondencia existente entre estas formas de vida cotidiana

americanas y las formas barrocas provenientes de Europa, como una relación de

“afinidad electiva” (p. 165). Si bien la expresión “afinidad electiva” se ha hecho de uso

corriente en la tradición filosófica y es comprendida y resuena inmediatamente en cierto

público, pocas son las veces en que se explicita en qué sentido se la usa y qué beneficios

aporta para cada caso en particular. El mismo Echeverría no se detiene ni a justificar su

uso, ni a determinar sus alcances. En donde con mayor intensidad ha surgido la

necesidad de explicitar en detalle sus implicancias, es en relación a la propuesta de Max

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Weber -ya mencionada- a la hora de evaluar la interacción entre el espíritu del

capitalismo y la ética calvinista, si bien no es tanto un trabajo que realiza el propio

Weber sino sus comentadores y traductores. Michael Löwy en el capítulo “Sobre el

concepto de afinidad electiva” de Redención y utopía realiza un interesante recorrido

desde la metáfora alquímica de reciprocam affinitatem surgida en el medioevo, pasando

por las attractionis electivae descriptas por el químico sueco Torbern Olof Bergman en

1775 y traducidas al alemán como Wahlverwandtschaft (que fue probablemente de

donde J. W. Goethe tomó el título para su novela Las afinidades electivas de 1809) y su

posterior desembarco definitivo en la sociología alemana de Weber y Karl Manheim

(2018: 12-14). Haciendo eco de la carencia de significación precisa en el uso de la

expresión, Löwy considera que “sería interesante intentar fundar el estatuto

metodológico de este concepto, en tanto instrumento de investigación interdisciplinaria

que permita enriquecer, matizar y tornar más dinámico el análisis de las relaciones entre

fenómenos económicos, políticos, religiosos y culturales” (p. 11). Y esto es lo que

precisamente hace en el capítulo de su libro. Cuando se detiene en lo que él llama el

locus classicus donde Weber utiliza el término -es decir al final del capítulo

“Concepción luterana de la vocación” de La ética protestante y el espíritu del

capitalismo (2011: 115 y ss.)- afirma que se hace evidente que “tal concepto es

inseparable de un cierto contexto cultural, de una cierta tradición que le confiere toda su

fuerza expresiva y analítica”, si bien Weber “jamás intentó imaginar en forma precisa la

significación de este concepto, de discutir sus implicancias metodológicas o de definir

su campo de aplicación” (p. 14). Ante la ausencia de dicho desarrollo, Löwy, aportará su

propia definición del término:

Designamos por “afinidad electiva” un tipo muy particular de relación

dialéctica que se establece entre dos configuraciones sociales o culturales,

que no es reductible a la determinación causal directa o a la “influencia” en

sentido tradicional. Se trata, a partir de una cierta analogía estructural, de un

movimiento de convergencia, de atracción recíproca, de confluencia activa,

de combinación capaz de llegar hasta la fusión. (p. 11)

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Esta primera aproximación, que enfatiza principalmente la no necesidad de una

connotación causal entre las dos configuraciones que entran en contacto entre sí,

seguramente fue motivada por sus discusiones con las malas interpretaciones y

traducciones de la obra de Weber. En especial con aquellas que leyeron en ella, como la

de Parsons, una posición antagónica con la de Marx. Tampoco una acepción causal es

considerada en la analogía química sobre la que se apoya la novela de Goethe, si bien

Löwy no se detiene en su análisis. En Las afinidades electivas, el ejemplo rector se basa

en la separación y nueva reunión de sustancias minerales que se entrecruzan simétrica y

simultáneamente, y no por influencia de sólo una sobre la otra. Así, si tenemos dos

combinaciones originales, A y B por un lado y C y D por otro, cuando estos pares entran

en contacto entre sí, sucede la separación de las uniones primeras para dar lugar a dos

figuras nuevas: A y C y D y B respectivamente. La figura química en la novela de

Goethe se expresa intencionalmente como un símil para hablar de lo que sucede entre

dos parejas de personas que se entrecruzan, el del matrimonio de Eduardo y Carlota que

se separa para que cada uno conforme nueva pareja con sus amigos respectivos, el

Capitán y Otilia. A su vez, el ejemplo químico que se usa es el siguiente: la piedra

caliza es una tierra calcárea ligada a un ácido débil gaseoso. Si se mete un fragmento de

esta piedra en ácido sulfúrico diluido, el ácido se apoderará de la cal para conformar

yeso y por su parte, el ácido débil gaseoso en lugar de volatilizarse puede ser unido al

agua para dar lugar a una bebida mineral:

Aquí se ha producido una separación y una nueva composición y por lo tanto

estamos legitimados para usar el término “afinidad electiva”, porque

realmente es como si se hubiera preferido una relación en lugar de la otra,

como si se hubiera querido elegir una en detrimento de la otra. (Las

afinidades electivas, cap. IV)

Además de no referirse a una relación causal, Löwy, considera que la afinidad electiva

puede comportar distintos niveles o grados que organiza de la siguiente manera:

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1. Nivel de la afinidad o correspondencia: empleado por Lucien Goldmann,

Emanuel Swedenborg y Charles Baudelaire, entre otros. Es una analogía

estática, que crea la posibilidad pero no la necesidad de una convergencia

activa.

2. Nivel de la elección: implica una mutua elección activa de dos

configuraciones socioculturales. Aquí la afinidad comienza a devenir dinámica

pero permaneciendo ambas estructuras separadas una de la otra, “[e]s en este

nivel (o en la bisagra entre él y el nivel siguiente) que se sitúa la

Wahlverwandtshaft entre ética protestante y espíritu de capitalismo de la que

habla Weber” (p. 16).

3. Nivel de la articulación, combinación o alianza: en él están implicadas las

distintas modalidades de unión, en la que se encuentran la llamada “simbiosis

cultural”, la fusión parcial y la fusión total del enlace químico.

4. Nivel donde aparece una figura o sustancia nueva: según Löwy en este nivel

se encuentra la analogía de la novela de Goethe y está ausente en los análisis

weberianos.

Lo más importante que Löwy resalta, es que para Weber “la afinidad electiva articula

estructuras socioculturales (económicas y/o religiosas) sin que haya formación de una

sustancia nueva o modificación esencial de los componentes iniciales aún si la

interacción tiene consecuencias eficaces, particularmente al reforzar la lógica propia de

cada figura” (p. 14). Por otro lado, es necesario que haya una distancia previa entre

ambos componentes y hay que tener en cuenta que la afinidad electiva no se da en el

vacío, ni puede considerarse meramente espiritual, ya que tienen que darse condiciones

históricas, sociales y económicas concretas que favorezcan la relación.

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Si analizamos la propuesta echeverriana de la existencia de una afinidad electiva

entre el barroco proveniente de Europa y las formas de la vida cotidiana en América

Latina a la luz de estas reflexiones de Löwy, parecería que la misma se daría en el nivel

3 de la combinación, articulación o alianza. Por un lado porque ante la resistencia de

Echeverría a utilizar definiciones sustancialistas, estaría vedado el nivel 4 donde se

habla de la aparición de una sustancia nueva, y por otro, porque el término “alianza”

del nivel 3 parecería dar cabida a la consideración que hace Echeverría de esta

articulación como una estrategia de supervivencia:

Este procedimiento, conocido como la estrategia del mestizaje cultural, y

según el cual las formas vencedoras son reconfiguradas mediante la

incorporación de las formas derrotadas, es un comportamiento en el que el

principio formal barroco puede reconocerse con total claridad. (2006b: 165)

García Venegas resalta cómo según Echeverría, las sociedades novohispanas del siglo

XVII y en especial los indígenas de las ciudades, se lanzaron de esta manera a recuperar

el goce de la vida que la realidad material les negaba sistemáticamente, y que “no se

trató de un plan ni de un programa, sino de un hacers(se) espontánea y cotidianamente”

(2012: 43). Ellos fueron los que aceptaron los códigos del vencedor -las formas

barrocas- como una manera de vivir lo invivible de una situación que cada día

amenazaba con empeorar. Pero en este tomar el código ajeno, lo retrabajaron de tal

manera que el mismo código asumido terminó modificándose radicalmente en su

interior en el proceso de “codigofagia” que Echeverría describe en varias de sus obras.

Así, esta afinidad electiva es una articulación de estados de código y no implica el

encuentro de sustancias anquilosadas que tengan un modo invariable y único de

aparición. Aquí vale la pena volver a enfatizar la centralidad e importancia que

Echeverría otorga a los abordajes semióticos a la hora de explicar o dar cuenta acerca de

los fenómenos históricos, económicos y culturales. Ni el mestizaje cultural, ni la

afinidad electiva entre lo barroco y las sociedades americanas, deben explicarse como

mezcla o emulsión de moléculas, tampoco como injertos ni como cruces genéticos entre

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identidades distintas. La reflexión sobre estos temas, dirá Echeverría, debe dejar de lado

la perspectiva naturalista que la ha caracterizado y hacer suyos los conceptos que el

siglo XX ha desarrollado para el estudio específico de las formas simbólicas:

Si la identidad cultural deja de ser concebida como una sustancia y es vista

más bien como un “estado de código” -como una peculiar configuración

transitoria de la subcodificación que vuelve usable, “hablable”, dicho

código-, entonces, esa “identidad” puede mostrarse también como una

realidad evanescente, como una entidad histórica que, al mismo tiempo que

determina los comportamientos de los sujetos que la usan o “hablan”, está

siendo hecha, transformada, modificada por ellos. (2005: 31)

El barroquismo latinoamericano sería así, no una identidad que compartirían de igual

manera todos los habitantes del continente, sino más bien una “peculiaridad de la

cultura latinoamericana” (2006b: 199), una cierta co-pertenencia, una homogeneidad,

una unidad dentro de la diversidad y pluralidad de lógicas de comportamiento que se

dan en sus diversas regiones y geografías. Echeverría va a sostener que esta pluralidad

identitaria en contra y dentro de una unidad, tiene dos causas: en lo que se refiere a la

forma, “esta peculiaridad se debe a lo que podríamos llamar la adopción práctica, la

asunción en la vida cotidiana de una “convivencia en mestizaje” como estrategia

predominante de la reproducción de la identidad social” (p. 198) y en relación a los

contenidos, observa la presencia de “distintos estratos de experiencia histórica

concreta” que fueron dejando -a partir de ese mestizaje- diversos proyectos de

modernidad y esbozos de identidades evanescentes que surgieron muchas veces

simultáneamente unos con otros. El modo en que a partir de finales del siglo XVI, las

mujeres y hombres del continente americano -tanto indígenas como criollos- decidieron

reproducir la vida material y discursiva, el modo en que eligieron hablar y usar los

subcódigos existentes, fue un modo que no sólo no negó la multiplicidad de formas y

variables al hacerlo, sino que principalmente la alentó. Echeverría va a caracterizar esta

decisión -este cultivo dialéctico de la pluralidad en los usos y las formas- como un rasgo

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positivo que destaca en medio de tanta miseria y sufrimiento histórico. Miseria y

sufrimiento, provocados por los distintos fundamentalismos identitarios, que, la mayoría

de las veces, adquieren rasgos suicidas. Por el contrario, en el mestizaje, “[l]a

afirmación de una unidad que no niega, sino reproduce la pluralidad puede ser vista

como un destino favorable de la cultura de América Latina, puesto que es un rasgo

afirmador de la vida” (p. 197). Y así como esta elección del mestizaje y del diálogo, se

dio concretamente como una estrategia de supervivencia de los indígenas de las

ciudades americanas, Echeverría también sostiene, que la propia modernización

promueve la interpenetración de distintas formas identitarias y su articulación recíproca.

Por un lado, debido a la particularidad de un mercado mundial que requiere del contacto

fluido entre los distintos grupos, y por otro, porque la modernidad misma implica una

crisis global de todas las formas arcaicas de identidad, en la medida en que éstas se

erigieron bajo las condiciones de escasez que desaparecieron con el proceso de

modernización. La particularidad de América Latina radica, también, en que la no

convergencia absoluta con la armazón económica de la modernidad capitalista, su

continuo atraso en materia económica, ha dado lugar a la aparición de “muchas

modernidades latinoamericanas, muchos intentos o proyectos de modernidad que se

probaron en su época, y que tal vez entonces fracasaron, pero que no obstante quedaron

como propuestas vivas de organización social extendidas por toda la geografía del

continente” (p. 208). Y de entre esas muchas modernidades – la ilustrada, la republicana

o nacional y la neoliberal globalizada (p. 209)- será la modernidad barroca la que con

más impacto ha dado forma a los distintos pueblos del continente y continúa operando

hasta el día de hoy. El barroquismo americano, la afinidad entre las formas barrocas y la

vida cultural de muchas regiones de América Latina, es entonces, para Echeverría, uno

de los modos en que se eligió y aún se elige vivir la modernidad en el continente, el

modo en que se habló y habla, y se transmitió y transmite, la novedad de un mundo que

es rico en recursos y generoso en sus bienes. Fue el primer modo y el más persistente;

aquél que se alegró y regodeó en el continuo despliegue de formas como una manera de

amortiguar el peso de lo que también -y paradójicamente- este nuevo mundo había

destruido. Un modo que no buscó estandarizar o sintetizar, sino que por el contrario,

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luchó y aún lucha por ampliar, innovar y experimentar las distintas formas de desanudar

y desencadenar lo bueno en medio de lo malo, y que también aún insiste en “inventarse

una vida dentro de la muerte” (p. 214).

Haciendo énfasis, por un lado en el aspecto formal y por otro, en la pluralidad de

los modos posibles que configuran una identidad o una cierta unidad de comportamiento

social, es que habría que leer la propuesta de Echeverría de la reivindicación del

proyecto jesuítico dentro de América, como así también, la especificidad del

guadalupanismo mexicano. Lejos está Echeverría de querer consolidar el grupo de

contenidos doctrinales, creencias y obediencias que giran en torno a la religiosidad

católica, lejos está también su propuesta de buscar reivindicar un tipo de ejercicio de

poder o de dominación que utiliza valores espirituales para disciplinar cuerpos y almas.

El proyecto jesuita y el guadalupano, son abordados en cuanto estrategias barrocas de

respuesta ante situaciones de amenaza o crisis de los núcleos asumidos, hasta un cierto

momento, como partes incuestionables de una manera de vivir en el mundo. Sucesos de

la historia fáctica, que no habilitan un análisis de derecho, de necesidad o de causalidad,

y que no pueden ser asumidos como si un principio esencial les hubiera dado el

fundamento para su despliegue. Son momentos de la historia que Echeverría elige

focalizar, no tanto para encontrar en ellos las razones que los justifican, sino para

resaltar la contingencia que los atraviesa. Son instantes de un discontinuum que tuvo

lugar en un espacio y un tiempo determinados, y que sólo desde su estructura formal

podrían extrapolarse a otros tiempos y latitudes. De ahí que toda lectura esencializante o

ahistórica sobre la Compañía de Jesús o sobre el culto a la Virgen de Guadalupe no

acierte a ahondar en el sentido que estos estudios ocupan en la obra echeverriana. No

son las totalidades lo que Echeverría rescata, sino algunos de los gestos que -analizados

desde determinado ángulo- posibilitan subrayar los aspectos de autonomía que toda

historia, por más hostil que se presente a la emancipación, aún preserva. La importancia

de la presencia de los jesuitas en suelo americano, sostendrá Echeverría, es la de un

proceso que es un “proyecto de construcción de una modernidad, de un proyecto

civilizatorio moderno y al mismo tiempo -¿paradójicamente?- católico” (2005: 58); y

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por eso la mejor manera de decir este proceso es “con conceptos o palabras que tienen

que ver con procesos de reconstrucción o reconstitución” (p. 68). El modo o corte

barroco de la estrategia jesuita que impera en las reducciones indígenas y pervive en el

proyecto criollo mestizo, estuvo

destinado a re-estructurar el mundo de la vida radical y exhaustivamente,

desde su plano más bajo, profundo y determinante -donde el trabajo

productivo y virtuoso transforma el cuerpo natural, exterior e interior al

individuo humano-, hasta sus estratos retrodeterminantes más altos y

elaborados- el disfrute lúdico, festivo y estético de las formas. (p. 73)

Son los modos y las formas anclados en la vida cotidiana y ordenados a preservar el

elemento vivo de esa cotidianidad, los que Echeverría rescata del proyecto jesuita: la

educación de la élite criolla, el manejo de la primera versión histórica de un capital

financiero, el cultivo de las ciencias, la implementación de innovaciones técnicas y la

introducción de métodos inéditos de organización de los procesos productivos y

circulatorios (p. 72). Al mismo tiempo, los jesuitas promovieron el encuentro e

intercambio entre los saberes indígenas y los suyos propios traídos de Europa, y

aprendiendo las lenguas originarias y enseñando el español, mezclaron e imbricaron

subcódigos que colaboraron en el proceso de mestizaje que ya se había iniciado. En

suma, los jesuitas practicaron y propusieron a los habitantes de América, un modo de

enfrentar el día a día después de la aniquilación, abrieron la posibilidad de la

supervivencia, aún cuando lo hicieron bajo el signo, que si bien ahora representaba la

vida, en un primer momento había traído muerte y destrucción. De esta manera, dirá

Echeverría, los jesuitas levantaron una modernidad alternativa, a partir de las ruinas de

las civilizaciones pre-modernas destruidas, actuando con rapidez, espíritu práctico e

inteligencia, ante la fuerza desmesurada del nuevo mercado capitalista.

Y si bien una finalidad religiosa, no desinteresada, actuó como sustrato de este

encuentro, finalidad que para muchos es suficiente para poner bajo cuestión todo el

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proyecto, no lo es para Echeverría que, por el contrario, parecería juzga el asunto tal

como Benjamin sugiere se pondere el valor estético del teatro católico de Calderón.

Según la reconstrucción que hace Benjamin en El origen del teatro barroco alemán,

Johannes Volkelt habría criticado el drama calderoniano al afirmar que nunca debiera

olvidarse que el dramaturgo español, estaba sometido “a la presión de una sólida fe

católica y de un concepto del honor exagerado hasta lo absurdo” (En Benjamin, 1990:

119). Sin embargo, según Benjamin, Goethe habría reaccionado ante lo dicho por

Volkelt con las siguientes palabras:

¡Pensemos en Shakespeare y en Calderón! Comparecen irreprochables ante el

tribunal supremo del juicio estético y, aun cuando algún especialista

autorizado se viera obligado a criticarlos encarnizadamente en razón de

ciertos pasajes, ellos se limitarían a señalar sonriendo la imagen de la nación

y de la época para las que trabajaron, granjeándose así no sólo indulgencia,

sino haciéndose también merecedores de nuevos laureles por haberse sabido

amoldar tan bien a ellas. (ídem)

De esta manera, continuará Benjamin, Goethe exhorta y recomienda el estudio de

Calderón no para disculparlo o justificarlo en razón de sus condicionamientos y

limitaciones, sino para entender y valorar el modo en que logró sustraerse a ellos. Esta

anécdota, puede servir -a modo de la barroca “prueba por analogía” (Sarduy, 1987:

195)- para comprender la propuesta de Echeverría a la hora de evaluar el proyecto

civilizador jesuita. Ya que no es por ignorar sus límites y condicionamientos, en especial

aquellos que se dan en su segunda época (2005: 75), que estima el proceso como

positivo, sino que, teniéndolos en cuenta, sigue considerando valioso el modo en que los

jesuitas respondieron al contexto y a las circunstancias en que vivieron. Valora la

presencia y acción jesuita en América, no por el contenido doctrinal teórico y espiritual

que los misioneros enseñaron, sino por la estructuración formal que de la vida

promovieron. Formalización que en su barroquismo, no sólo pudo trascender los límites

de ese mismo contenido doctrinal, sino que, yendo más allá, habilitó e inauguró modos

de una vida nueva y posible para sus habitantes.

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Será también la forma barroca de comportamiento la que Echeverría rescata de

“esa peculiar exageración del culto católico mariano que se encuentra específicamente

en el “guadalupanismo” de los indios mestizos y de los criollos mexicanos ya a partir

del siglo XVI” (2010b: 196). Cuando la antiquísima costumbre macehual de peregrinar

desde tierras lejanas hacia el cerro del Tepeyac para venerar a la diosa Tonantzin, fue

retomada veinte años después de la caída de Tenochtitlan para adorar, ahora, a la Virgen

María del culto católico, lo que se estaba inaugurando era una estrategia de

sobrevivencia en un mundo definitivamente transformado. Esta “alteración de la

religiosidad cristiana llevada a cabo por los indios guadalupanos” (p. 200) es el ejemplo

más claro, según Echeverría, del comportamiento barroco que se extendió en las

sociedades latinoamericanas, así como también el modo con que los indígenas

reconstruyen, a su manera, la civilización europea. Y será bajo el auspicio -no exento de

eclesiásticos adversarios- de los teólogos jesuitas que este peculiar mestizaje religioso

permitió a los indios, adoptar un nuevo modo de vivir sus creencias y espiritualidad de

una manera que resguardó algo de las tradiciones y costumbres de su antigua identidad

evanescente ya casi desaparecida. Esta religiosidad atrajo, también e inmediatamente, a

los mestizos y criollos que encontraron solaz y amparo bajo las características más

familiares y cercanas de un culto que era, para ellos, el mismo culto, pero sin embargo

otro. Así, para Echeverría, el texto Nican mopohua (Aquí se relata), redactado en el

1556 por el indio Antonio Valeriano en el Colegio de Tlaltelolco que relata la aparición

de la Virgen María al indio macehual Juan Diego, es el primer y privilegiado testimonio

de cómo dos grupos humanos enfrentaron de manera barroca la crisis identitaria que

significó nacer en suelo americano en el siglo XVI. Fueron dos proyectos que

respondieron a la misma crisis para preservar la vida en medio de la muerte y para no

sucumbir a las circunstancias adversas: “el proyecto básico de los indios huérfanos de

su mundo aniquilado y el proyecto reflejo de los españoles expulsados del suyo” (p.

206).

El barroquismo en América es, por lo tanto, el conjunto de maneras particulares

e históricamente determinadas, con que sus habitantes enfrentan desde el siglo XVI las

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circunstancias y realidades que se les van presentando. Implica ciertos rasgos generales

afines al arte barroco y en especial su tendencia a la formalización y organización de la

vida cotidiana según principios de reconstrucción a partir de las ruinas y escombros de

una vida, una costumbre y una creencia aniquiladas. Sin obligar o determinar, dispone a

dar respuesta a las adversidades, enfatizando en las posibilidades para la continuación

de la vida y de su sentido. Posibilidades abiertas no sólo por el arte sino también por

una actitud que afirma, festiva y lúdicamente, la materia, el cuerpo y el encuentro con el

otro y sus diferencias. Hablar de una América de por sí barroca, no es entonces, afirmar

una propiedad esencial o sustancial, sino hacer referencia a la constante pero también

evanescente oportunidad que se le presenta a sus habitantes -por haber sido un modo ya

transitado con radicalidad en el pasado- de aceptar la invitación de habitar en el mundo,

desde unos modos y principios particulares. Unos que no aceptan el lado bueno de lo

malo, pero que tampoco proponen instalarse en lo malo de lo malo. Unos que ensayan,

una y otra vez, en la cotidianidad y en el transcurrir de los comunes días, formas

alternativas que permiten construir y desanudar lo bueno, a pesar de todo lo malo.

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IV.III. El ornamentalismo barroco como representación liberada. Las meninas de

Velázquez: una interpretación de Bolívar Echeverría ¿es el retrato de sus majestades lo

esencial y la cotidianidad de la vida de la princesa lo accesorio?

Diego Velázquez, Las meninas,1656(Óleo sobre lienzo, 318 x 276 cm.)

Echeverría propone aproximarse al arte barroco deconstruyendo lo que los otros

tipos de arte moderno han censurado de él. Sabido es que el término barroco fue usado

por los críticos del siglo XVIII para desprestigiar el arte del siglo precedente,

considerado extravagante, exagerado, inusitado e irregular. Echeverría, por el contrario,

lo busca “leer “en positivo”” (2005: 209) y para esto utiliza la reducción al absurdo,

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pero no como la utilizara Aristóteles, para demostrar la falsedad de una afirmación, sino

por el contrario, para “exagerarla hasta el extremo” y “ver si, llevada al absurdo, estalla

y deja el campo a una imagen inversa” (p. 210). Sostiene que precisamente es lo que

hace Theodor Adorno al definir al arte barroco como “decorazione assoluta”, en la

medida en que la exageración del momento ornamental o retórico que sucede en la obra

de arte, interpretado como momento clave en la comprensión de la misma, permite ver

en positivo y hacer estallar la verdad sobre el arte barroco. Si en el siglo XVIII el

“ornamentalismo y teatralismo” (p. 208) fueron de la mano en la descripción

condenatoria del arte barroco, la primacía del “como si” que ambas características

implican, es desde donde Echeverría lo quiere reivindicar. Tanto la decoración como la

teatralidad liberadas muestran que en su intención de representar el mundo, el arte

barroco, radicaliza el significado de esta representación: “La obra que produce no se

pone frente a la vida, como reproducción o retrato de ella: se pone en lugar de la vida

como una transformación de la vida; no trae consigo una imagen del mundo sino una

“sustitución”, un simulacro del mundo” (p. 213). Si bien Echeverría dirá que la muestra

más clara de esta “decorazione assoluta” la ofrece la retórica de la literatura barroca, en

una nota a pie de La modernidad de lo barroco analizará el cuadro Las meninas de

Diego Velázquez a partir de esta idea rectora. Echeverría va a nombrar la pintura en una

segunda nota, unas páginas más adelante, donde remite a la obra de Michel Foucault

Las palabras y las cosas en su versión francesa y a Ensayos generales sobre el barroco

de Severo Sarduy; ambas recomendadas para quien quiera profundizar en la estrategia

de la representación utilizada por Velázquez en su cuadro y la de Sarduy también para

quien quiera ahondar en la comparación entre Las meninas y el Don Quijote de la

Mancha.

Las meninas es la obra más famosa de su autor, la pintura más conocida del

Museo del Prado, el mejor de los retratos que el pintor hizo de la princesa Margarita y la

que mejor resume las características de su arte. Es una obra compleja y abierta que

encierra numerosos niveles de lectura y que ha dado lugar a muchas reflexiones, análisis

y numerosísimas interpretaciones, las más de las veces complementarias. Echeverría

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resaltará al cuadro como un trozo de vida, como una representación de “la intimidad

cortesana” (p. 211) donde se nos presenta a las damas al servicio de la infanta en el

momento en que la preparan para pasar al estrado donde posará para el artista. Pintar la

escena inmediatamente anterior al retrato, es para Echeverría un recurso ingenioso de

Velázquez ya que puede incluir, así, su autorretrato junto a la imagen de su princesa

preferida y también “el vehículo de una malicia sutil, profundamente irreverente” (p.

212) al invitar al espectador a ser parte de la escena representada y a ponerse en el lugar

donde después descubrirá, presa del vértigo y la culpa, que es el sitio donde, en realidad,

ya estaban los reyes (p. 215). En su interpretación de la obra, Echeverría aceptará en un

primer momento, el reclamo del espejo del fondo que impone su centralidad y

superioridad jerárquica exigiendo que la mirada soberana se constituya como la

sustancia de la que todo lo que la rodea es sólo un complemento u ornamento: la

princesa que es aún una niña, sus dos doncellas María Agustina Sarmiento e Isabel de

Velasco, la enana Maribárbola y el bufón Nicolasito Pertusato, el mastín, el

guardadamas sin identificar, Marcela de Ulloa, el propio Velázquez y José Nieto. Todos

ellos dejan de lado lo que estaban haciendo y miran o están por mirar a Felipe IV y a su

esposa Mariana de Austria. Según Echeverría el cuadro debería llamarse Retrato de sus

majestades en un espejo ya que eso es en primer lugar y todo lo demás se presenta como

su adorno. De hecho, en un inventario de 1734 el cuadro se tituló La familia de Felipe

IV y es sólo desde 1843 que pasó a llamarse Las meninas, momento en que la primer

denominación quedó inservible “cuando el concepto de familia se restringió a la familia

burguesa, íntima y con lazos de sangre” (Warnke, 2007: 159). En tiempos anteriores y

desde los romanos, se consideraban parte de la familia a sirvientes, las personas que

acompañaban y los que realizaban distintos servicios en una casa. El mismo Foucault

centra su interpretación según la cual el cuadro es una “representación de la

representación clásica y la definición del espacio que ella abre” (1968: 25). Allí se

vislumbra el aparente vacío esencial, la desaparición de un fundamento que sin embargo

está, “y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse

como pura representación” (ídem) en la centralidad invisible de la pareja real. Dice

Foucault:

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[E]n la medida en que, residiendo fuera del cuadro están retirados en una

invisibilidad esencial, [los soberanos] ordenan en torno suyo toda la

representación; es a ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se

vuelve, es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de

la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha,

se traza una curva (...) para ordenar a su vista toda la disposición del cuadro y

hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al que están

sometidos en última instancia la mirada de la niña y la imagen del espejo. (p.

23)

Si la forma predominante del cuadro es la que resalta la imagen del poder absoluto en el

siglo XVII, poder que organiza y domina todo lo que ocurre a su alrededor, y si toda la

escena retratada se justifica por la hipótesis que afirma que lo que Velázquez está

pintando es a los reyes, y que por eso fueron llamados la infanta y los demás para

distraerlos en su paciente posar ante el pintor, entonces todo lo que acontece alrededor

de Felipe IV y Mariana, no son más que formas accidentales que decoran lo esencial.

Así, las niñas, el pintor, el perro, los enanos, el búcaro con agua, los acompañantes de la

segunda fila, el visitante yéndose o llegando por la escalera, los cuadros de la sala, el

bastidor de la pintura, la puerta de madera, los escalones, la luz entrando por la ventana

o las lámparas de techo, serían mera decoración de la escena principal. La usual

interpretación política y dinástica de la obra estaría aquí sustentada. Sin embargo,

Echeverría afirma que en las obras barrocas -y esto también estaría sucediendo en Las

meninas- el ornamento “desarrolla, dentro de la norma o ley formal predominante, otra,

que le es propia y que llega a desestabilizar radicalmente la primera” (p. 211). Así, más

allá de la insoslayable e incuestionable fuerza del poder soberano, la obra de Velázquez

incita a la pregunta:

¿puede, en verdad, el pequeño retrato, con toda la “decoración” que lo rodea?

¿Tiene la fuerza suficiente para imponer su centralidad? ¿Hay, en efecto, que

ver en él (y con él, por supuesto, en la monarquía, en la corte, etcétera) lo

esencial, y en todo lo demás (el pueblo, la vida, etcétera) lo accesorio? ¿O,

por el contrario, el retrato de sus majestades sólo es un elemento más -el más

prestigioso, si se quiere- en el mundo que acompaña a la imagen de la

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princesa? (p. 212)

La fuerza de esta sospecha se percibe al comprobar cómo logra articularse a pesar de

todos los signos puestos al servicio de enfatizar la certeza contraria. Porque si bien en

Las meninas la decoración, los ornamentos, los accesorios, tienden a reforzar la

primacía de la monarquía, en una voltereta impensada, esos mismos ornamentos,

accesorios y decoración, la desestabilizan al desarrollar su propia ley de vigencias y

prioridades. Velázquez “emprendió la aventura de pintar <la vida misma>” (Kurnitzky y

Echeverría, 1993: 72), considerada ésta como aquello que ocurría en la cotidianidad del

devenir, en la intrascendencia de los días comunes y “en el mundo” de la intimidad

familiar de la sala de un palacio.

Tal vez no sea demasiado arriesgado afirmar que Echeverría se acerca a la obra

de Velázquez con algo de ese carácter destructivo que Benjamin creía necesario en aquél

que practicara la crítica de arte. Efectivamente el abordaje benjaminiano de las obras de

arte, manifestaciones sociales o de la cultura, es descripto por Dag T. Andersson como

una “intervención crítico-destructiva” que “arranca a las cosas de su (falso) contexto”

(2014: 371) posibilitando nuevas configuraciones que develan la verdad que está tras

esa organización engañosa. En el artículo publicado en el Die Frankfurter Zeitung del

20 de noviembre de 1931, titulado “El carácter destructivo”, Benjamin fundamenta el

valor de esta crítica en su papel clave de “hacer sitio” y “despejar” (1989: 159). Si bien

parecería que la destrucción proviene principalmente de un impulso de odio, para

Benjamin, “su necesidad de aire fresco y espacio libre es más fuerte”. Las

reminiscencias de Nietzsche recorren el texto y están explicitadas en su afirmación de

que esta imagen de la destrucción es “apolínea” y nos conduce al atisbo “de lo

muchísimo que se simplifica el mundo si se comprueba hasta qué punto merece la pena

su destrucción” (ídem). La crítica en cuanto destructiva, es consciente de la historicidad

y se caracteriza por una “desconfianza invencible respecto del curso de las cosas (y la

prontitud con que siempre toma nota de que todo puede irse a pique)” (p. 161). Pero lo

más importante, más allá de todo, es que “por lo menos por un instante, el espacio

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vacío” (p. 160) no es ocupado por ninguna imagen definitiva y al no vislumbrarse nada

que pueda perdurar se ven “caminos por todas partes” (p. 161). Ya que este hacer

escombros de todo lo que existe y mira, no surge de su pasión por los escombros o

ruinas en sí, sino “por el camino que pasa a través de ellos” (ídem). Si bien en una carta

que le escribe a Scholem en octubre antes de que salga la publicación, Benjamin le

indica que su artículo sería un bosquejo de Gustav Glück, director del departamento

extranjero de una sociedad de créditos (citado en Benjamin, 1989: 163), Andersson

sostiene que el concepto de destrucción que Benjamin usa en “El carácter destructivo”,

como así también en “Experiencia y pobreza”, “está claramente influido por Brecht”

(2014: 397) y que “la caracterización de éste que hace Benjamin en los estudios sobre

Brecht se lee, en muchos pasajes, casi como complemento y exégesis del carácter

destructivo” (ídem). Brecht sostenía al igual que Benjamin que era necesario borrar las

huellas falsas de una falsa experiencia, era necesario volver a un punto cero, al umbral

aquél donde no quedara ninguna imagen para darle lugar a las nuevas, que debían

devenir ahora sí y finalmente, verdaderamente poéticas y objetivas. La crítica

destructiva de la obra de arte se contrapone a una crítica basada en una relación

empática que “es lo opuesto a la experiencia genuina” (Andersson: 363) ya que la

empatía, cae bajo el hechizo del status quo y cediendo al dominio del tiempo que

transcurre, pierde su potencial liberador. La empatía solventa una idea de progreso que

hace sepultar en el olvido lo oprimido de la historia, al identificarse siempre con aquello

que ha logrado permanecer. La anécdota que refiere Peter Szondi, según la cual

Benjamin habría tomado la idea básica para su libro El origen del drama barroco

alemán, mirando una obra de marionetas en donde el rey tenía un sombrero o corona

que se posaba torcidamente sobre su cabeza (Szondi, 1978: 503), permite entrever cómo

en Benjamin operaba este proceso crítico. Al mismo tiempo permite trazar un llamativo

paralelo con el análisis de Echeverría de Las meninas. Evidentemente, para Benjamin,

el pequeño detalle escénico de una corona o sombrero fuera de lugar, en apariencia

contingente y circunstancial, podía ser leído como una clara manifestación de las

problemáticas de poder y soberanía que rodeaban a la monarquía y a la cultura en crisis

del siglo XVII, motivo que atraviesa todo su estudio sobre el teatro barroco alemán. Así,

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la verdad última sobre el poder (o la impotencia) del soberano barroco, rodeado de

signos de pompa y opulencia, es aprehendida a través de la destrucción de la eficacia de

esos signos, sólo en apariencia consistentes, para dar lugar a un juicio más acertado a

través de la puesta en foco de un detalle secundario. De la misma manera, Echeverría,

sin empatizar con los signos de ese poder absoluto que, aunque invisible, es

omnipresente en la obra de Velázquez, le confiere jerarquía y primado a lo que en un

primer momento fue interpretado como ornamento o accesorio. Los sirvientes, el

pueblo, la vida en la vida misma, roban el protagonismo y organizan la interpretación.

También el análisis de Martín Warnke antes mencionado, al destacar tanto la soltura de

la pincelada de Velázquez como la naturalidad con la que se mueven las meninas,

focalizará en aquello que, en un principio, parecía anodino: “En este mundo ajustado,

ordenado y ordenante, se mueven con aparente libertad y espontaneidad las meninas y

los enanos, que tampoco pueden dejar en paz al perro” (2007: 162).

Severo Sarduy en la parte titulada “Barroco” de Ensayos generales sobre el

barroco realiza un análisis sobre la cosmología -que él llama barroca- de Johannes

Kepler. Relaciona las observaciones del astrónomo alemán sobre el movimiento elíptico

que realiza Marte alrededor del Sol y su primer resistencia a abandonar la cosmología

antigua donde se privilegiaba el movimiento circular, y pone en diálogo estas nuevas

ideas astronómicas con los juegos retóricos de Luis de Góngora, con la pintura del

Greco, Caravaggio y Rubens y con las propuestas arquitectónicas de Borromini. Hacia

el final del capítulo incorporará una sección titulada “Elipsis del sujeto: Velázquez”, en

donde en su primer parte hace eco de la interpretación foucaultiana de la pintura,

sosteniendo que a partir de lo dicho por Foucault se puede hablar de una elipsis del

sujeto “elevada al barroco -como se eleva a una potencia-”:

Doble elipsis: ausencia de lo nombrado, tachadura de ese exterior invisible

que el cuadro organiza como reflejo, de eso que la tela reproduce y que todos

miran, todos se vuelven para mirar; ausencia aquí subrayada por la estructura

propia de la obra y que irrumpiendo, semiesfumada, en su centro, el espejo

restituye: lo que del cuadro, apunta Foucault, es dos veces necesariamente

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invisible, metátesis de la visibilidad. (Sarduy, 1987: 194)

El sujeto clásico será concebido, a partir de la pintura, como el centro organizador del

discurso, el fundamento de la representación, será como el mismo rey, alrededor de

quien todos giran y a quien todos ven, pero que permanece atrás, como fundamento;

será “el maestro que representa, la mirada que organiza, el que ve” (ídem).

Inmediatamente después, distanciándose de esta primera interpretación, Sarduy dirá:

Aventurar otra interpretación de Las meninas no podría hacerse más que

bajo la rúbrica, siempre balbuceante, del hipotético “¡y si...”.

Y si Velázquez, en Las meninas, no estuviera pintando, como sostiene la

teoría del reflejo especular, el retrato de los soberanos estáticos y admirados,

sino, en una tautología emblemática del barroco, precisamente, Las meninas.

(p. 195)

Esta hipótesis tiene consistencia ya que tanto el cuadro representado en Las meninas,

como el cuadro real, es decir Las meninas, tienen las mismas dimensiones: 318 x 276

cm.; por otro lado también corresponden los bastidores de ambas telas. Sarduy

propondrá, para confirmar su hipótesis, una prueba por analogía y un suplemento:

-La prueba por analogía será a través de la comparación de Las meninas con El

Quijote. En el capítulo IX de la primera parte de su obra, Miguel de Cervantes relatará

cómo se hizo con la historia escrita del hidalgo -la cual no sería invención suya- en el

Alcaná de Toledo. Cuenta que “llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles

viejos a un sedero” y como él mismo era “muy aficionado a leer, aunque sean los

papeles rotos de las calles” tomó una de las carpetas y vio que tenía caracteres arábigos.

Allí mismo buscó a un moro que le tradujera los papeles y éste al comenzar a leer por la

mitad del fajo se empezó a reír. Ante la intriga de Cervantes habría contestado: “-Está,

como he dicho, aquí al margen escrito esto: <Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en

esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de

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toda la Mancha.>”. Quedando atónito y en suspenso, ante la sospecha que estaba frente

a la historia del manchego, y pidiéndole que le tradujera la primer página, Cervantes

confirmó que el libro se titulaba Historia de don Quijote de la Mancha, referida por

“Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo”. Sin perder tiempo y evitando que el

joven vendedor sospeche de su alegría e interés, adquirió la totalidad de los papeles y

cortapacios a un módico precio. Más adelante, en el capítulo III de la 2° parte,

Cervantes lamentará que el verdadero autor de su historia sea “moro, según aquel

nombre de Cide” ya que “de los moros no se podía esperar verdad, porque todos son

embelecadores, falsarios y quimeristas”. A partir de esto Sarduy concluirá:

El Quijote se encuentra en el Quijote -como Las meninas en Las meninas-

vuelto al revés: del cuadro en el cuadro no vemos más que los bastidores; del

libro en el libro, su reverso: los caracteres arábigos, legibles de derecha a

izquierda, invierten los castellanos, son su imagen especular: el Islam y sus

“embelecadores, falsarios y quimeristas” son también el reverso, el Otro del

cristianismo, el bastidor de España. (ídem)

-El suplemento es a partir de un texto extraído de la Guía completa del Museo

del Prado de Francisco Javier Sánchez Cantón, publicada en 1958, que si bien Sarduy

cita entre comillas no aclara la fuente. En la guía se explicaba cómo Las meninas estaba

expuesta en la sala XV del museo con la intención de generar un trompe-l'œil (engaño

para el ojo) tan del gusto del arte barroco: “El lienzo, sin par ni semejante, está aislado

con luz análoga a la propia, y un espejo colocado para que, visto desde el punto en que

coinciden su marco y el del cuadro, proporcione un efecto de perspectiva asombroso”

(p. 46). Todavía en la guía de 1976 de Antonio J. Onieva, Nueva Guía completa del

Museo del Prado, se podía leer: “En esta Sala se ha colocado un espejo en el fondo para

duplicar la distancia de observación. Procurando que su marco coincida en la visual con

el del cuadro, la sensación de relieve es absoluta. También se consigue el mismo efecto

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haciendo cartucho con las manos y mirando a través de él” (p. 77)25. Según Sarduy este

juego replicaba la ayuda del espejo de la que debió disponer Velázquez para pintar su

obra tautológica y permitía al espectador disfrutar del sorprendente efecto de darle la

espalda al cuadro y renunciar a que la pintura lo mire. Así, desconfiando de “la falsa

inocencia de los espejos”, la lectura de Sarduy seguirá los derroteros de Jacques Lacan

concluyendo que, “el sujeto no regresa único, unido, pleno, en un punto preciso” (p.

196), sino por el contrario elidido, residual, ilegible (p. 197). Por lo cual, si bien es

verdad que la obra está en la obra, lo está no para subrayar al sujeto soberano y siempre

presente, sino más bien para recalcar “su alteridad, obra no traducida, virada al revés,

para siempre ilegible” (ídem).

Echeverría no se hace eco de esta hipótesis de Sarduy según la cual el Velázquez

representado estaría pintando Las meninas. Afirma, por el contrario, que el sevillano

estaría pintando a los reyes, que si bien son -en apariencia- lo más importante, terminan

siendo opacados por lo que hacen aquellos que sólo vinieron para hacerles compañía.

Sin embargo, la centralidad de lo que sucede entre la infanta y su círculo cotidiano es

remarcado por ambos pensadores. Sarduy lo remarca al afirmar que justamente es éso lo

que está pintando Velázquez y Echeverría porque dirá que, si bien ése no es el motivo

del cuadro, sin embargo como ornamento termina adueñándose del protagonismo.

Aunque por la nota antes mencionada sabemos que Echeverría leyó las reflexiones de

Sarduy, no es sin embargo posible afirmar que su intuición sobre la trascendencia de lo

que sucede en la cotidianidad de la infanta, la tomó del autor cubano. En especial si se

tiene en cuenta que no lo sigue en la interpretación sobre qué sería lo que está pintando

Velázquez. Sin embargo, hay un detalle de la relación que hace Sarduy entre el Don

Quijote y Las meninas, donde vuelve a focalizar en la importancia que a veces tiene lo

común y corriente y que lo releva de su ser anodino, insignificante o insustancial: la

referencia a la buena mano que tenía Dulcinea para salar puercos y que advirtió a

25 Desde 1990 el cuadro se encuentra expuesto en uno de los frentes de la Sala Velázquez,considerablemente más amplia que la anterior, junto con las otras obras del pintor. La decisión detrasladar Las meninas se tomó después de la exposición Velázquez llevada a cabo en ese año y fuemotivada por el buen acogimiento que tuvo la presencia de la obra en esa sala. También se consideró queen el recinto anterior -más pequeño, íntimo y con menos luz- lo que se estaba privilegiando era un efectoescenográfico por sobre la obra en sí.

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Cervantes que estaba frente a la narración de la gran historia del caballero de la triste

figura. Advertencia similar a la que Echeverría hace a sus lectores cuando les propone

detenerse -destruyendo la intencionalidad política-dinástica de la obra- en lo que en

apariencia es mero ornamento y accesorio.

De esta manera, la mirada de Echeverría, desoyendo el contexto y el deseo de

Velázquez de hacer honor a los monarcas, lleva hasta sus últimas consecuencias la

hipótesis de Sarduy, y a través de una crítica destructiva de la obra al estilo de

Benjamin, hace oídos sordos tanto a las interpretaciones tradicionales como a la de

Foucault o Lacan. Dirá que lo que interesa de la obra no son ni los reyes ni su reflejo

especular, tampoco importan el sujeto soberano ni el subordinado, ni el visible ni el

invisible, no interesan el aludido o el eludido, tampoco el escindido. De lo que

verdaderamente se trata es de la importancia que tiene el mundo de la vida de todos los

días, la injerencia de aquello que ocurre “en la luz tranquila pero implacable de los días

comunes”. Conciernen, más que nada, las formas en que se organiza el día a día de una

niña y las personas de su entorno, esa gente sin sangre real ni poder que la acompañan

en sus actividades diarias. Y hasta incumbe un perro al que, aunque no dejan de

importunarlo, no por eso, altera ni abandona ni su tranquilidad ni su reposo.

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digresión III. El pliegue deleuziano: el barroco como performatividad

I.

De la palabra barroco26 se han contado muchas historias, sólo mencionaré aquí aquellastres que siempre me han afectado de manera particular: en la península ibérica significó un tipo deperla de forma irregular y rara; por su parte, en Italia, refería a una figura del silogismo, unrazonamiento pedante, retorcido y de escaso valor argumental (Conti, 1993: 7-8); Severo Sarduyprioriza el uso del término entre los joyeros: ya no designará lo natural, piedra o perla, sino loelaborado o minucioso, lo cincelado, la aplicación del orfebre, precisión de la joyería mental (1987:149). La palabra acabó por convertirse, en todas las lenguas europeas, en un sinónimo deextravagante, inusitado o irregular y en este sentido fue adoptado por los críticos del siglo XVIIIpara indicar el arte del siglo precedente (Conti, ídem). En sintonía con la retórica del Concilio deTrento y la literatura jesuita y salesiana de la época, de quienes podría decirse ser el dilecto hijoespiritual, el barroco manifiesta el gusto por las imágenes, las sorpresas al final del camino, lastransposiciones de las formas (anamorfosis) y los desplazamientos del centro de atención(metonimia). Trucos lingüísticos, astucias plásticas y arbitrios argumentativos -expertos enmecanismos psicológicos- puestos al servicio, cada uno a su tiempo, de la guerra teológica y labatalla de creencias posteriores a la reforma luterana.

En el capítulo III titulado ¿Qué es el Barroco? de su obra de 1988 El Pliegue. Leibniz y el26 Deleuze utiliza en su libro, Le Pli. Leibniz et le Baroque, el sustantivo Barroco siempre en mayúscula.Sólo utiliza la minúscula cuando funciona como adjetivo. La trauducción de Paidós que aquí seguimosutiliza el mismo criterio. Sin embargo, en español, la palabra en mayúscula sólo es privativa del períodohistórico, y cuando se hace mención del estilo, la palabra debe usarse en minúscula. En este apartado sigoel criterio español, salvo cuando las citas son textuales de Deleuze, en donde respeto su elección original.

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Barroco, Gilles Deleuze introduce nuevas variables a los ya innumerables estudios publicados, tantodesde la historia del arte como desde la filosofía, sobre el barroco. Haciendo eco de lascomplejidades del tema, inicia el párrafo donde se formula la pregunta sobre el alcance delconcepto, afirmando que “los mejores inventores del Barroco, los mejores comentaristas, handudado sobre la consistencia de la noción, espantados por la extensión arbitraria que corría elriesgo de adquirir a pesar suyo” (1989: 48). El término fue utilizado, según Deleuze, con un sinfín deacepciones: o se lo restringió a un sólo género, la arquitectura, o bien a una determinación deperíodos o espacios cada vez más acotados, a tal punto que hasta se habría levantado una inusitadasospecha: “el Barroco no había existido” (p. 49). Por otro lado y contrariamente, parecería que por sufalta de notas diferenciadoras, a cualquier cosa, podía por lo tanto, predicársele el ser barroca. Pero,teniendo en cuenta “que las perlas irregulares existen”, Deleuze se pregunta si hay algún conceptodeterminado y claro al cual la palabra barroco se refiera. Así desconfía de los usos muy ampliadosdel mismo según los cuales de Leibniz podría decirse que es el filósofo barroco por excelencia, enlugar de afirmar con más cautela que “Leibniz se presenta con rasgos barrocos” (p. 48) o que “creaun concepto capaz de hacer existir el barroco en sí mismo” (p. 49).

Si bien la complejidad del estado de la cuestión terminológica recién es planteada en estecapítulo III, ya Deleuze había dado inicio a su estudio con la siguiente afirmación:

El Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una funciónoperatoria, a un rasgo. No cesa de hacer pliegues. No inventa la cosa: yahabía todos los pliegues procedentes de Oriente, los pliegues griegos,romanos, románicos, góticos, clásicos... Pero él curva y recurva lospliegues, los lleva hasta el infinito, pliegue sobre pliegue, pliegue segúnpliegue. El rasgo del Barroco es el pliegue que va al infinito. (p. 11)

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De esta manera Deleuze refocaliza la problemática, incorporándole una nueva perspectiva a partirde sus estudios precedentes llevados a cabo desde su agenciamiento con Félix Guattari en 1969cuando ambos activan en el Anti-Edipo (1972) la “máquina de guerra contra el estructuralismo”(Dosse, 2009: 292).

Según Deleuze “las fuerzas plásticas” que “son mucho más maquínicas que mecánicas” noshabilitan a hablar y a definir el tema en términos de “máquinas barrocas” (p. 17). Desde estaperspectiva los sentidos propuestos por el estilo barroco no serían origen ni principio a la manerade un fundamento sino principalmente productos, efectos de superficie u operaciones degeneración de realidad. En el capítulo titulado “Salvajes, bárbaros y civilizados” del Anti-Edipo(1972), Deleuze y Guattari, ya habían establecido los distintos modos de circulación de los flujos queacontecen tanto desde la máquina territorial primitiva, como desde la máquina imperial y desde lamáquina capitalista. Ahora de lo que se trataría en El pliegue sería de establecer cuál es el modooperacional propio de la máquina barroca y cómo ésta se hace un lugar entre las estructuras-instituciones.

Esta digresión indaga en las reflexiones de Deleuze y en especial en los beneficiosproporcionados por su definición de lo barroco y la perspectiva del concepto de máquina, que sibien no es exhaustivamente desarrollado en el texto, permite subrayar la función netamenteproductiva, innovadora y creativa del estilo barroco, como así también extender el concepto hastaexponentes del arte contemporáneo. Cabe aclarar que aquí dejaré de lado lo específico de lo tratadosobre la contribución histórica, matemática y filosófica de Leibniz, aunque estos aportes sean, sinlugar a dudas, los que interesan principalmente a Deleuze en su texto.

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II.

En el capítulo “¿Qué es el Barroco?” Deleuze sostiene que su criterio de tomar el plieguecomo concepto operativo del barroco le permite por un lado, explicar la extrema especificidad delbarroco pero, también, extenderlo fuera de los límites históricos precisos sin que esto implique unaextensión arbitraria. Así, habría una línea barroca que, pasando según el pliegue (p. 49), reúne a laarquitectura, a la pintura, a la música y a la filosofía del siglo XVII; pero también se podríareconocer el pliegue barroco en Michaux, Mallarmé, Boulez o hablar de “los grandes pintoresbarrocos modernos, de Paul Klee a Fautrier, Dubuffet, Bettencourt” (p. 51). Especialmenteinteresante resulta la posibilidad de incluir a artistas contemporáneos dentro de la extensión delbarroco: Jackson Pollok, Carl Andre, Tony Smith, Robert Morris, Simon Hantaï, Christo o HelgaHeinzen.

Así, Deleuze, organiza las aportaciones del barroco en el arte en general según lossiguientes motivos:

1. El Pliegue.

Como ya dijimos, el pliegue es el concepto operativo o criterio del barroco. La imagen de lasvetas del mármol, su jaspeado, describe la cualidad del pliegue de la materia, (“donde siempre hayuna caverna de la caverna” (p. 13)), como también la de las ideas del alma. Pliegue que a diferenciade aquél aparecido en otras épocas aquí transcurre hacia el infinito: “el Barroco inventa la obra o laoperación infinitas. El problema no es cómo acabar el pliegue, sino cómo continuarlo” (p. 50). Elpliegue, como elemento genérico o línea infinita de inflexión, afecta a todas las materias, las

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determina y hace aparecer las distintas formas. La unidad mínima de la materia, no sería por lotanto el punto, sino el pliegue (p. 14) y así, por ejemplo para Leibniz, toda la geografía materialremite al pliegue: el del aire, el del fuego, el del agua. Pero el alma también tiene pliegues. Deleuzeaclara que Leibniz habría tomado de los neoplatónicos el término mónada, que como sujeto o puntometafísico, como un estado de lo Uno es el punto de inflexión de la singularidad intrínseca (p. 25);el puro acontecimiento, por lo cual el alma también tendría pliegues interiores, animados,espontáneos. La nueva armonía es la del cuerpo y del alma, que gracias a la distinción de dos pisosdistintos, resuelve la tensión o distribuye la escisión: “por eso el mundo barroco, como ha mostradoWölfflin, se organiza según dos vectores, el hundimiento abajo, el empuje hacia lo alto” (p. 43).

2. El interior y el exterior.

Los análisis de Heinrich Wölfflin sobre el contraste entre el lenguaje exacerbado de lafachada y la paz serena de un interior cerrado, el rasgo barroco de “un exterior siempre en elexterior, un interior siempre en el interior” (p. 50) nos hablan tanto de la recepción como de laacción, contrastes que sin embargo y frente a todo pronóstico, son conciliados, no de maneradirecta, “sino necesariamente armónica”. Así las mónadas leibnizianas son el modelo de estasinterioridades cerradas (células, sacristías, criptas, iglesias, teatros, gabinetes de lectura o degrabado), cubiertas de líneas de inflexión o pliegues variables que sin embargo se relacionanarmónicamente con las fachadas exteriores: “lo que hará posible la nueva armonía es, en primerlugar, la distinción de dos pisos, en la medida en que resuelve la tensión o distribuye la escisión” (p.43).

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3. Lo alto y lo bajo.

En su presentación de la operación de plegar, desplegar y replegar que realiza el barroco,Deleuze afirma que ya desde el inicio, “el Barroco diferencia los pliegues según dos direcciones,según dos infinitos, como si el infinito tuviera dos pisos: los pliegues en la materia y los pliegues enel alma” (p. 11). Así introduce en su texto la alegoría de “la casa barroca” y el dibujo de la misma:

Dibujo de Deleuze, El Pliegue, p. 12

La casa barroca expresa cómo “el acorde perfecto de la escisión, o la resolución de la tensión, selogra por la distribución en dos pisos, siendo los dos pisos de uno sólo y mismo mundo (la línea deluniverso)” (p. 51).

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4. El despliegue.

En el barroco el pliegue deja de ser representado y deviene “método”, operación, acto, por locual el despliegue “no es, ciertamente, lo contrario del pliegue, ni su desaparición, sino lacontinuación o la extensión de su acto, la condición de su manifestación” (ídem). Simon Hantaïdobla y arruga el lienzo, luego lo llena con el color y lo desdobla, dejando aparentes secciones enblanco interrumpidas por vibrantes salpicaduras de color. Los bordes no detienen la pintura ysiempre se puede ir más allá, “unas veces la superficie está local e irregularmente plegada, y loslados exteriores del pliegue abierto están pintados, de modo que el estiramiento, la exposición, eldesplegamiento, hacen alternar las playas de color y las zonas de blanco, modulando las unas sobrelas otras” (p. 52).

5. Las texturas.

A partir de la física de Leibniz que distingue a las fuerzas activas de la materia de lasfuerzas pasivas o de resistencia del material, Deleuze habla del estiramiento que sufre la materia yque, en lugar de oponerse al pliegue, lo expresa en estado puro cuando en su límite, antes de laruptura o el desgarro, aparece la textura. En la actualidad este movimiento se puede apreciar en laobra del arquitecto y diseñador contemporáneo, Bernard Cache, y su predilección por la figurabarroca de la histéresis (p. 52), como así también en las esculturas de Christian Renonciat o GeorgesJeanclos.

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6. El paradigma.

Se debe buscar un modelo de pliegue, un paradigma, que pasando por la elección de lamateria, no oculte los elementos formales de la expresión. No es lo mismo el pliegue de papel deOriente que el pliegue de las texturas de Occidente. De esta manera, Deleuze, afirma que el plieguegriego no es satisfactorio (p. 54) y sólo lo es, de manera cabal, el pliegue barroco: al aparecer con loinfinito, en lo inconmensurable y la desmesura, “cuando la curvatura variable ha destronado alcírculo” y cuando la deducción formal puede abarcar las materias y los dominios más diversos.Dominios que se conformarán a través de las siguientes distinciones: los Pliegues, simples ycompuestos; los Dobladillos, nudos y costuras, los Drapeados, las Texturas materiales, losAglomerados y Conglomerados (fieltro). Aquí Deleuze habla de las fotografías de mujeres veladasdel psiquiatra Clerambault que manifestaba debilidad por los pliegues procedentes del Islam y porlo pliegues que encontraba en las percepciones alucinadas de los eterómanos.

III. En el Anti-Edipo, Deleuze y Guattari definen la máquina como un sistema de cortes dentro

de la continuidad del devenir: “Toda máquina, en primer lugar, está en relación con un flujomaterial continuo (hyle) en el cual ella corta” (1985: 42). Las máquinas deseantes tienen que hacerseun lugar entre las estructuras introduciendo sus cortes, extrayendo desde esa hendidura, el flujo “dedonde brota el deseo”. Hay distintos tipos de máquinas: la primitiva, la imperial, la capitalista; éstasson sólo algunas. Las preguntas que aquí cabe formular son ¿cómo es la máquina deseante del

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barroco? ¿qué productividad realiza? ¿Hay una performance (Deleuze, 1989: 159) en el artebarroco? ¿Qué caracteres presenta “ese teatro de las artes” que es “la máquina viviente del “SistemaNuevo”, tal como Leibniz la describe, máquina infinita en la que todas las piezas son máquinas,“plegadas diferentemente y más o menos desarrolladas”?

Y si como ya vimos “las fuerzas plásticas son mucho más maquínicas que mecánicas” (p.17), las máquinas barrocas de la materia y naturaleza realizan, a semejanza del arte barroco, laoperación principal de producir pliegues, de plegar sus propias partes hasta el infinito: “plegar-desplegar, ya no significa simplemente tensar-destensar, contraer-dilatar, sino envolver-desarrollar,involucionar-evolucionar”. Por lo cual

el teatro de las materias da paso al de los espíritus, o de Dios. En elBarroco, el alma tiene con el cuerpo una relación compleja: siempreinseparable del cuerpo, encuentra en éste una animalidad que le aturde,que la traba en los repliegues de la materia, pero también unahumanidad orgánica o cerebral (el grado de desarrollo) que le permiteelevarse, y la hará ascender a pliegues completamente distintos. (p. 21)

La necesidad de los dos pisos, que se afirma, según Deleuze, por todas partes, “es propiamentemetafísica” (p. 23) y se corresponde con el hundimiento y la elevación o ascensión en lascomposiciones artísticas. Así “se va de las figuras tumbales de la basílica de San Lorenzo a lasfiguras del techo de San Ignacio” (p. 22) manifestando los dos vectores que se distribuyen en laorganización de las dos plantas de “un solo y mismo mundo, de una sola y misma casa”. Y por eso“un pliegue atraviesa lo viviente” (p. 42) distribuyendo la multiplicidad de todo lo que existe. SegúnDeleuze, ya conocíamos, desde Platón, la existencia de dos mundos; también la emanación

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descendente desde el Uno hacia innumerables pisos, cual escalas, de la tradición neoplatónica;“pero el mundo con dos pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados segúnun régimen diferente, es la aportación barroca por excelencia” (p. 44).

Por un lado, en el modelo textil se puede apreciar la operación del plegar al infinito, propia dela máquina barroca. El vestido, liberándose de su consideración desde el fundamento de la materiavestida, se libera de su subordinación al cuerpo finito (p. 155).

El traje propiamente barrocoserá ancho

ola hinchabletumultuosa

burbujeantepliegues autónomos

siempre multiplicablestipo rhingrave-canons

el justilloel manto flotante

el enorme alzacuellosla camisa desbordante. (ídem)

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Por otro, la máquina barroca funciona según el código de la ley de extremo de la materia, queimplica “un máximo de materia para un mínimo de extensión” (p. 157). La materia tiende a salirsedel marco como en el trompe-l´oeil y las artes se suceden en continuidad desbordante de unas hacialas otras: la pintura rebalsa del marco y se realiza en la escultura de mármol policromado, a su vez,la escultura se supera hacia la arquitectura, mientras esta última se despliega hacia el urbanismo.

En las páginas casi finales de su libro, Deleuze afirma que es con Walter Benjamin con quienla comprensión del barroco da un paso decisivo al demostrar la productividad y performatividad dela alegoresis. Efectivamente, en El Origen del drama barroco alemán, Benjamin dedicó una parteconsiderable del mismo a diferenciar los caracteres de la producción simbólica de la alegórica. Yrompiendo con la tradición de la crítica literaria alemana, que siempre vio en la alegoría un símbolofallido, Benjamin marca los aciertos de este tropo literario que “descubre la naturaleza y la historiasegún el orden del tiempo” (Deleuze: 161). Así, como la reflexión romántica descansaba sobre uncontinuum existente entre las obras y el pensamiento, también “se creía que lo bello, en cuantocreación simbólica, debe formar un todo continuo con lo divino (…) Por el contrario, la apoteosisbarroca es dialéctica. Se lleva a cabo mediante la revolución recíproca de los extremos” (Benjamin,1990: 152). Si el símbolo, desde la luz de la transfiguración, ilumina con la fugacidad de unrelámpago al mundo que queda de este modo divinizado, la alegoría acompaña al tiempo y a lahistoria en su discurrir sobresaltado y lleno de interrupciones. Además de hablar de apoteosisdialéctica y revolución barroca, Benjamin introduce muchas comparaciones –algunas tomadas deFriedrich Creuzer (p. 156 y ss.) para distinguir la naturaleza de la alegoría de la del símbolo: si unaes como las plantas y su crecimiento, el otro se asemeja a la inmutabilidad de las montañas, si éstenos acoge en el espacio del bosque, aquella nos sumerge en el abismo; mientras que el símbolo nosmuestra el rostro “a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocrática de la historia seofrece a los ojos del observador como pasaje primordial petrificado” (p. 159). Lo propio de la alegoríabarroca es la consideración del desarrollo temporal, la descripción de “la tierra en cuanto teatro de

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acontecimientos tristes” (p. 110). Si tomamos prestados conceptos aparecidos en un texto de Deleuze y Guattari posterior, ¿Qué

es la filosofía?, podemos afirmar que en tanto monumento, la obra barroca, como toda obra de arte“no conmemora, no honra algo que ocurrió, sino que susurra al oído del porvenir las sensacionespersistentes que encarnan el acontecimiento: el sufrimiento eternamente renovado de los hombres,su protesta recreada, su lucha siempre retomada” (1993: 178). La máquina barroca impele a susartistas a crear “bloques de perceptos y de afectos” (p. 165) que vibren a través de sucesivos pliegues,con las múltiples sensaciones -radicales, extremas y contradictorias- generadas por una metafísicaque se empeña en afirmar la horizontalidad absoluta e inmanente del primer piso de la casa, pero ala vez y al mismo tiempo, la verticalidad del piso superior de la mónada inmaterial. Como lo hacecada cúpula, “figura del Barroco por excelencia” (Deleuze, 1989: 160), cuya ley es doble: “su base esuna amplia cinta continua, móvil y agitada, pero que converge o tiende hacia un vértice comointerioridad cerrada”.

Por último, la función operatoria del barroco, que destaca por su apertura a los objetosimposibles, a las paradojas absurdas, a los oxímoron, instalando la co-presencia entre el sentido y elsin sentido, presenta un particular modo de instaurar realidad; modo que, al decir de YvesBonnefoy, no es “ni ilusión ni toma de conciencia, sino utilizar la ilusión para producir ser, construirun lugar de la Presencia alucinatoria” (en Deleuze, p.160-161). Así y por lo tanto, para Deleuze, en suincesante producir pliegues, el dispositivo barroco ejecuta un gran montaje que es, principalmente,una puesta en escena ontológica:

Hace ya mucho tiempo que el mundo es tratado como un teatro de base,sueño o ilusión, vestido de Arlequín, como dice Leibniz; pero lo propiodel Barroco es realizar algo en la ilusión misma, o comunicarle una

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presencia espiritual que vuelva a dar a sus piezas y fragmentos unaunidad colectiva (…) Los barrocos saben, perfectamente, que no es laalucinación la que finge la presencia, es la presencia la que esalucinatoria. (ídem)

Si como dice Theodor Adorno el arte barroco es una “decorazione assoluta, como si ésta se hubieraemancipado de todo fin, incluso del teatral, y desarrollado su propia ley formal” (2004: 461) o comoafirma la tesis de Bolívar Echeverría, según la cual el comportamiento barroco puede ser entendido“como una “teatralidad absoluta” de una representación, en el carácter de aquellas representacionesdel mundo que lo teatralizan con tal fuerza que su “realidad” virtual o vigencia imaginaria llega avolverse equiparable a la realidad “real” o vigencia objetiva del mundo” (2010b: 200), laperformatividad del barroco de la que también habla Deleuze no deja lugar a dudas. Los hombresatravesados por lo barroco viven la vida como si ésta fuera una puesta en escena, la cual no es unamera copia de lo que existe sino que representa lo virtual, aquello posible y deseado, y al hacerlo “seinteriorizan tanto en ella, que la convierten en una “representación absoluta” dentro de la cualaparece un sentido diferente y autónomo para la vida” (p. 201). El concepto de representar esliberado y radicalizado a tal punto que la obra que se propone “no se pone frente a la vida, comoreproducción o retrato de ella: se pone en lugar de la vida como una transformación de la vida; notrae consigo una imagen del mundo sino una “sustitución”, un simulacro del mundo” (2005: 213).

IV.

Este somero recorrido de algunos de los conceptos claves en el libro de Deleuze sobre el

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barroco, permite, por un lado, evaluar la novedosa contribución que la mirada deleuzeana aporta ala ya de por sí extensa y profunda literatura sobre el tema, como así también seguir reflexionando ycomplejizando los alcances del término; sosteniendo a la vez atribuciones consistentes, comotambién asignaciones amplias que hacen justicia a la prolífica, exuberante y productiva creatividadbarroca. Y es a través de la focalización y el desarrollo de la característica según la cual “el Barrocono cesa de hacer pliegues” (p. 11) que Deleuze habilita esa doble operación de determinar y extenderlos alcances de la noción. Por un lado, ofreciendo una clave de interpretación para el enrevesadohorizonte del arte del siglo XVII, como así también la posibilidad de expandir lo barroco más allá delos límites temporales y espaciales de dicho siglo. Así podemos encontrar lo barroco después delbarroco, no sólo en una extensa lista de artistas modernos y contemporáneos, como también en unarica variedad de épocas y lugares, a tal punto que se podría hablar de “un barroco islámico” (p. 55)presente en las postales coloniales que representaban a las mujeres marroquíes vestidas por unsistema de pliegues y despliegues de telas en apariencia interminables.

Para finalizar me gustaría señalar la coincidencia en las conclusiones a las que llega elabordaje deleuzeano desde la perspectiva de una máquina barroca -que subraya la dimesiónperformativa y productora de la misma- con aquellas reflexiones que el marxismo crítico tanto deBenjamin, Adorno como Echeverría han subrayado. Y si bien las distancias y diferencias entreambos universos conceptuales evidentemente son muchas más que los acuerdos, a razón de ello ypor esto mismo, el encuentro en este punto es realmente elocuente y notable. La fabulación y lafantasía barroca, tan llena de paradojas, incongruencias y sin sentidos, no hace más que construirrealidades alternativas, reacias a ser captadas por sistemas represivos y totalitarios. Comoinvestimentos ilusionistas de liberación, como puestas en escena que actúan-mintiendo adecuarseal orden existente (tanto del poder absoluto del rey, del papa o del texto), lo minan o dinamitandesde adentro en esa misma performance. Dirá Echeverría:

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El “pliegue”, el leit-motiv de lo barroco pensado por Gilles Deleuze -laimagen de una negativa a “alisar” la consistencia del mundo, a elegir deuna vez por todas entre la continuidad o la discontinuidad del espacio,del tiempo, de la materia en general, sea ésta mineral, viva o histórica -habla de la radicalidad de la alternativa barroca. (2005: 15)

Encontramos, por lo tanto, la potencia radical de lo barroco en esa negativa a alisar o atener que elegir entre una cosa o la otra, y en la afirmación de la posibilidad de crear realidad o“presencia alucinatoria” (p. 161) a partir de su lógica paradojal. El barroco se rebeló y rebela contralas ataduras de la lógica tradicional del tertium non datur, principio según el cual no puedesostenerse una tercer posición frente a dos opciones contradictorias. Habilita el “elegir la “terceraposibilidad”, la que no tiene cabida en el mundo establecido”, la que “trae consigo “vivir otro mundodentro de ese mundo”, es decir, visto a la inversa, un “poner el mundo, tal como existe de hecho,entre paréntesis”” (p. 176). Es la oportunidad de dar un salto desde el status quo a una realidaddiferente, a una en la que no sólo encontremos la verdad o la ficción, sino aquella en la cualpodamos “reconvertir la nada vista en presencia” (Bonnefoy en Deleuze, p. 161); en la que podamosconstruir verdad a partir de la ficción.

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Conclusiones. La catástrofe como gestación.

La imposibilidad de determinar y comprobar la injerencia real de las acciones y

decisiones de los individuos particulares en el modo en que se organiza la vida

moderna, el creciente descrédito frente a las vías tradicionales de participación política

y la brutal impresión que, sin embargo y paradójicamente, estas mismas estructuras

tienen sobre la vida de todos los días de los individuos singulares, hacen que las

reflexiones de Echeverría sobre la fuerza gravitacional del tiempo cotidiano manifiesten

todo su espesor e interés. Por otro lado, en los últimos años en diferentes lugares del

globo, y en especial en los últimos meses en distintos países de Latinoamérica, antes

que se declarara la emergencia por la pandemia del Covid 19, una parte importante de la

ciudadanía se había volcado a las calles con la finalidad de expresar sus opiniones, su

descontento, sus reclamos y sus necesidades. En Ecuador, Chile, Brasil, Uruguay,

México, Bolivia y Argentina, por sólo nombrar algunos países, la gente común irrumpió

en los espacios públicos y alzando su voz, increpó a autoridades, funcionarios y

políticos. Aún tratándose de países donde la forma de representación democrática fue la

que llevó a los distintos grupos gobernantes al poder, los hombres y mujeres de las

ciudades -y en algunos casos también los del campo- tuvieron la necesidad y la urgencia

de volver a pronunciar, una y otra vez, sus opiniones y pareceres. Evidentemente, la

lógica de la participación, tal cual venía aconteciendo, ha mostrado en el último tiempo

su incapacidad para contener y encauzar las iniciativas de los distintos grupos sociales,

que se enfrentan y rebelan contra la impotencia a la que son reducidos. Ya sean

consideradas como un impulso de aliento para orientar las prácticas y las formas de

acción desde el llano de la vida de todos los días o como un marco teórico potente y

adecuado desde dónde entender estos cambios que se vienen observando, el hecho

concreto es que las reflexiones echeverrianas sobre la implacabilidad de los días

comunes adquieren evidente actualidad y vigor.

Por otro lado, la violencia de la pandemia mencionada, el fatal impacto que

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principalmente tuvo -y aún tiene- en la vida de todos los días y en la economía y

posibilidad de subsistencia de los habitantes de casi todo el globo, no deja lugar a dudas

sobre la vigencia de los intereses y preocupaciones de Echeverría. Todo ha cambiado en

unos pocos meses: los modos en el trabajar, en el gastar y en el disfrutar; el estudio, las

convivencias familiares y la circulación; los encuentros con los otros; los horarios, los

hábitos en el dormir y en el comer; los focos de intención y de atención; las prácticas de

higiene personal y doméstica; las prioridades y distinciones entre lo que se quiere y lo

que se puede. Sin siquiera darnos cuenta, la vida cotidiana y lo que sucede en cada uno

de los días que atravesamos, a raíz de la obligación o recomendación de un

distanciamiento físico inédito, adquirió un protagonismo insospechado. Qué podremos

reflexionar o elaborar una vez atravesado este tiempo de calamidades es una hipótesis

todavía incierta y aventurada.

Sin embargo, me gustaría destacar, aún en los tiempos aciagos que corren, la

insistencia de Echeverría, evidenciada a lo largo de esta investigación, en señalar cómo

en su ininterrumpida sucesión, son los días comunes y ordinarios los que determinan, la

más de las veces, los horizontes de sentido sobre los que se construyen las diversas

formas de socialidad humana. Días comunes que promoverán la reproducción de las

injusticias que hoy se evidencian en todas sus dramáticas y fatales consecuencias, o que

por el contrario, sembrarán paso a paso, las condiciones para la transformación y el

cambio. A través de las técnicas y objetos que crea y utiliza, por las formas de

circulación económica que prioriza, por medio del lenguaje con el cual se expresa y

proyecta, en la relación que establece con su entorno y con el paisaje, en sus prácticas

de distribución de los bienes y en cómo experimenta su cuerpo y el disfrute, cada

hombre y cada mujer encuentra, día a día, la oportunidad para instalar sentidos, razones

y vigencias para vivir su vida y sus circunstancias. Así, los cambios en el rumbo de la

historia, si bien muchas veces, son producto de grandes acontecimientos y eventos,

también son la consecuencia de cómo se transitan esos momentos y lo que se va

construyendo y perfilando en la cotidianidad doméstica y sus ritmos. Tiempos rutinarios

y tiempos de ruptura, que son guiados por los valores propios surgidos de una auto-

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elección originaria, que como forma natural impregna los usos y las costumbres, el

lenguaje y el campo instrumental, o que por el contrario, son impactados por

determinaciones ajenas a sus propias necesidades y tendencias. De si la balanza y las

decisiones se inclinen, en el futuro cercano, por la concreción de los valores de uso o

por la abstracción de la demanda capitalista de valorización, dependerá la calidad y

consistencia de las próximas experiencias humanas y su sentido.

Será la sabiduría propia del ethos barroco, “sabiduría difícil, de tiempos furiosos,

de espacios de catástrofe” (2005: 224), la que, según Echeverría con más éxito puede

guiar nuestro comportamientos en el contexto de la continua contradicción a la que aún

nos expone el capitalismo. El ethos barroco propone vivir la vida como si ésta fuera una

puesta en escena, no como una mera copia de lo que existe sino como representación de

lo virtual, de aquello posible y deseado, y al hacerlo, el concepto de representación es

liberado y radicalizado a tal punto que lo que aparece no es una obra distinta a la vida,

sino la misma vida pero transformada, una que logra sustituir lo mismo para que

devenga lo otro. En la estrategia del ethos barroco, se va más allá de las opciones que

ofrece la historia y creativamente y desde la inmanencia, aparece la posibilidad de una

configuración novedosa. Las investigaciones de Echeverría muestran cómo este

comportamiento barroco, que principalmente estuvo en la base de la realidad histórica

del siglo XVII americano implica un hacer, una praxis que es más bien un rehacer

nuevamente, un ir hacia lo igual pero diferente, para dar lugar a aquélla versión

potencial que aún no ha sido actualizada. Sólo las épocas de grandes crisis y

contradicciones -pero que a la vez son capaces de ejercer y sostener una profunda

autocrítica- dan lugar y fomentan, según Echeverría, al ethos barroco.

Asimismo esta investigación ha mostrado cómo la ambigüedad, la

reconstrucción, el valor de uso, el cuerpo y el disfrute, conforman una constelación de

conceptos que permite acercarse al comportamiento barroco de una manera que lo

desarrolla hacia regiones que no siempre han sido exploradas en las lecturas de la obra

de Echeverría. Demuestra, principalmente, cómo un régimen generoso en el uso de los

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objetos y de los recursos naturales y culturales está en su base, sea en el ornamento, la

vestimenta, los decorados, en el empleo de las palabras, en el gobierno de los gestos o

en las prácticas de la cocina. El ethos barroco, como ya se ha dicho, es pródigo,

espléndido, garigoleado y no hay región del cuerpo a la que no invite a explorar, a

percibir o a gustar. De ahí la lúcida preocupación de Echeverría por denunciar lo mucho

que se ha perdido y que aún se sigue perdiendo con cada uno de los triunfos que en la

vida cotidiana obtiene la lógica del productivismo capitalista. Preocupación que

fácilmente hoy podemos trasladar a las nuevas condiciones de vida que la pandemia está

provocando y que parecerían acrecentar la experiencia contemporánea de una

corporeidad que día a día se presenta más enajenada.

Por último quisiera destacar la huella o el resto, que me gustaría llamar de

esperanza -y que hoy despeja, aunque levemente, la oscuridad del panorama- que se

conserva en las reflexiones de Echeverría. Esperanza que es la misma de siempre pero

otra; la misma por el contenido pero otra en su forma. Como la biblia de Lutero, que es

la de siempre pero también una nueva. Esperanza que vuelve a sembrar esa convicción

fundamental que es la única que verdaderamente importa: la que nos dice que hay

tiempo, que hay remedio. Esperanza que nos es dada sólo gracias “a aquellos

sin esperanza”27 y que permite resignificar y hacer notar el impacto social e histórico de

esa ética de la gente común de la que hablara Benjamin y que fue comentada en la

introducción de este trabajo. La lealtad a las pequeñas cosas, la fidelidad y el

compromiso en las tareas de todos los días y la continua búsqueda de una vida recta -

principios fundamentales con los que los luteranos respondieron a la incertidumbre que

sintieron frente al futuro- son los mismos principios que muchos hombres y mujeres

eligen hoy frente a los permanentes colapsos y desmoronamientos que no terminan de

instaurar nunca la aniquilación final tan largamente anunciada. Es precisamente en los

tiempos de incertidumbre y crisis general -siempre y cuando se resista a los cantos de

las sirenas del destructivo “que cada quien se salve a sí mismo”- cuando se abren las

27 Es Herbert Marcuse quien recoge en el último párrafo de El hombre unidimensional las palabras deWalter Benjamin: “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza” (2001: 286).

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posibilidades para el afianzamiento de los valores y vigencias que se entretejen en el día

a día de las redes domésticas de la vida personal e interpersonal. Y la débil fuerza

mesiánica, escondida en los detalles, en los rincones y en los pequeños pliegues de los

días comunes y corrientes, que con paciencia infinita espera y acecha, encuentra los

caminos hacia la superficie y la manifestación. ¿Habrá sido la esperanza o por el

contrario la desesperación la que movió al húngaro Henek a cuidar a Hurbinek en la

desolación de Auschwitz?

[“Henek, tranquilo y testarudo, se sentaba junto a la pequeña

esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de

comer, le arreglaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos

que no sentían repugnancia; y le hablaba, naturalmente en

húngaro, con voz lenta y paciente”]

Tal vez una de las formas contemporáneas para vivir con la esperanza de los sin

esperanza esté implícita en esta propuesta de Echeverría de cuidar y tener en cuenta

aquello que sucede en el día a día, ponderar en su justa medida el calibre y el alcance

que sobre el todo tienen cada uno de los pequeños detalles y las pequeñas partes. No

sólo en cuanto a la posibilidad que tienen la suma y las adiciones en el resultado de la

cantidad final, sino principalmente por la más profunda convicción de que en la misma

cualidad de lo que no es fuerte, ni enérgico ni robusto, se hace presente la medida de sus

posibilidades. Una esperanzada desesperanza que consiste en vivir “como si fuera

tiempo de gestación lo que es tiempo de catástrofe” (Echeverría, 2003e: 75). Aquella

que tal vez actualizó aquel hombre que se lanzó al vacío desde una de las Torres

Gemelas cuando - también tal vez- “tuvo tiempo de poner en suspenso lo que le

sucedía, su estar ya casi muerto; de ignorarlo e imaginar por unos instantes algo

diferente, viviendo en calidad de vuelo la sensación de su descenso acelerado” (ídem).

Como si hubiera tiempo, como si hubiera remedio. Esperanza que no consiste, por lo

tanto, en negar el estado de cosas tal cual existen; no consiste en evadirse de la

catástrofe que ya está aquí y está sucediendo, también y principalmente en este

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momento. De lo que se trata, más bien, es de ignorar la univocidad de su significación.

Implica un poner en acto la imaginación -aquella que opera en el alegorista y en el ethos

barroco- para que se den vuelta las imágenes. Para que realicen una voltereta hacia su

contrario en un juego de fidelidades e infidelidades donde la caída sea al mismo tiempo,

una redención. Redención que acontece, también y muchas veces, a la luz tranquila pero

implacable de los días comunes.

En el aquí y en el ahora. Todavía.

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