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35 1851: la revolución de los sastres Algunos se refieren al levantamiento de 1851 en Valparaíso como la revolución de los sastres. A pesar de la liviandad de esa frase, algo de razón existe en ella. ¿Qué ocurrió ese año en las calles de Valparaíso? Encina habla de revuelta y golpe; Vicuña Mackenna de revolución, alzamiento; Víctor Domingo Silva en- tiende que es un motín; la Biblioteca Nacional registra el hecho como una insurrección. La primera certeza es básica: chilenos se enfrentan a balazos en las calles del puerto. Eso, por lo menos, es un anticipo muy concreto de una guerra civil. Benjamín Vicuña Mackenna, en su Historia de los diez años de la administración de don Manuel Montt, describe con gran detalle y viveza el levantamiento que se vivió en Valparaíso el mes de septiembre de 1851. Para Vicuña Mackenna existen diversas razones que justifi- caban que Valparaíso fuera un foco revolucionario: El carácter de sus industriosos pobladores; la actividad de los espiritus; el contacto con el estranjero; los gremios; la facilidad de procurarse armas i ocultarlas en las quebra- das, que son otros tantos asilos en caso de contratiempo; el agrupamiento de las clases obreras (en lo que ofrece su mas marcado contraste con la conventual Santiago, donde las manifestaciones populares se hacen tan dificiles por motivos puramente topográficos); i por último, hasta la

1851: la revolución de los sastres en Valparaíso

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El mes de septiembre de 1851, en el contexto de las pugnas entre liberales y conservadores, se vivió un levantamiento armado en Valparaíso, cuyos principales protagonistas pertenecían al gremio de los sastres. Esta crónica describe esos acontecimientos.

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1851: la revolución de los sastres

Algunos se refieren al levantamiento de 1851 en Valparaíso como la revolución de los sastres. A pesar de la liviandad de esa frase, algo de razón existe en ella. ¿Qué ocurrió ese año en las calles de Valparaíso? Encina habla de revuelta y golpe; Vicuña Mackenna de revolución, alzamiento; Víctor Domingo Silva en-tiende que es un motín; la Biblioteca Nacional registra el hecho como una insurrección. La primera certeza es básica: chilenos se enfrentan a balazos en las calles del puerto. Eso, por lo menos, es un anticipo muy concreto de una guerra civil.

Benjamín Vicuña Mackenna, en su Historia de los diez años de la administración de don Manuel Montt, describe con gran detalle y viveza el levantamiento que se vivió en Valparaíso el mes de septiembre de 1851.

Para Vicuña Mackenna existen diversas razones que justifi-caban que Valparaíso fuera un foco revolucionario:

El carácter de sus industriosos pobladores; la actividad de los espiritus; el contacto con el estranjero; los gremios; la facilidad de procurarse armas i ocultarlas en las quebra-das, que son otros tantos asilos en caso de contratiempo; el agrupamiento de las clases obreras (en lo que ofrece su mas marcado contraste con la conventual Santiago, donde las manifestaciones populares se hacen tan dificiles por motivos puramente topográficos); i por último, hasta la

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planta de la ciudad, en que cada cerro es una fortaleza, cada calle un desfiladero, cada casa una trinchera; todo, en fin, sirve a dar alas i recursos a las conjuraciones i a los combates del pueblo.

Debido a todo ello, «Valparaíso ha sido, por esto, la cuna i el baluarte de la democracia en Chile», afirma el prolífico escritor.

En la coyuntura de 1851, Valparaíso, dada su proximidad con la capital así como por su condición portuaria, era una ciudad que adquiría un carácter estratégico; de ahí los esfuerzos liberales por conquistarla.

Se intentaron varias conspiraciones, pero fracasaban una tras otra. Según Vicuña Mackenna, en gran medida esto se debía a problemas de conducción del movimiento: los líderes no esta-ban a la altura. Algo muy distinto ocurría con quienes se sentían convocados a estos intentos, particularmente los artesanos.

De José Manuel Figueroa, por ejemplo, señala que «no tenia ni la enerjía moral, ni la ardiente conviccion política, ni menos, la pronta resolucion que exijen los movimientos populares» y agrega que «todos los trabajos de la propaganda revolucionaria que emprendieron los hombres que obraban en una línea mas subalterna, encontraron pues un constante escollo en sus vacila-ciones i en el indefinido aplazamiento que exijia, al ir a ponerse por obra cualquier plan».

A estas debilidades de los dirigentes de la insurrección se unía la eficiencia del servicio de informaciones de la intendencia de Valparaíso. En efecto, a fines de agosto se denuncia al intendente Melo la existencia de una conjuración fraguada por el capitán del batallón Carampangue, Jacinto Niño. Ella se iniciaría con la sublevación de dos compañías del regimiento Yungay.

El secretario de Marina, Demetrio R. Peña, le informa al intendente de la provincia en los siguientes términos:

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Valparaíso, agosto 24 de 1851

Señor jeneral, intendente de la provincia.

En este momento, me acaba de dar cuenta el sarjento 2º de mi compañía, José Vicente Lisana, que el viérnes vein-tidos del presente fué llamado por el capitán don Jacinto Niño, conquistándolo para que le entregase la compañía, i de este modo tomar la compañía de artillería, ofreciéndole hacerlo teniente, a los demas sarjentos alfereces, a los cabos sarjentos, i a los soldados cien pesos a cada uno. El sarjento Lisana se ha negado a todas estas ofertas i no ha querido ir mas a su casa. Lo pongo en conocimiento de US. para lo que halle por conveniente. – Dios guarde a US. – Pablo Corail, capitan de la 2ª compañía de dicho batallón. Es copia fiel. – Demetrio R. Peña, secretario de marina.

La noche del 3 de septiembre, el comandante de serenos Del-gado descubre, en la casa del sastre Ignacio Durán, un depósito de municiones, entre las que figuraban «dos barriles de pólvora, nueve baleros i tres barras de plomo», señala Vicuña Mackenna. Al día siguiente se detiene a Masenlli, Dodds y otros liberales, acusados de estar involucrados en estos hechos. También se arresta a los sastres santiaguinos Alejo Castillo, José del Carmen Silva, Nasario González y Marcos Díaz.

A estas alturas, el intendente J. Santiago Melo se ve en la obligación de informarle al ministro del Interior sobre la situación que se está generando en la ciudad puerto:

Valparaíso, setiembre 6 de 1851.

Por las indagaciones que se continúan haciendo en la causa de conspiracion, se toman datos que revelan la espansion de este proyecto, estendido, al parecer, i con bastante jeneralidad, en la clase de artesanos, algunos in-dividuos de tropa, mui pocos, i ya de ante mano vijilados, i muchos otros de una posicion mas acomodada, cuyo

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número hace conocer el peligro en que ha estado a punto de verse comprometida la tranquilidad i el órden de este pueblo: felizmente se ha logrado en oportunidad atajar sus resultados, con medidas que puedo asegurar a U. afirmarán el sosiego, i calmarán la alarma que ha ocasionado en estos habitantes el pensamiento funesto de los conspiradores. A la vista del peligro, se ha reanimado el espíritu de órden de los buenos ciudadanos, i la tropa de línea, que siempre me ha merecido la mayor confianza, es el mas seguro apoyo con que debemos contar en cualquier evento.

Debe US. persuadirse que, por ahora, la situacion de las cosas no ofrece el menor temor de que pueda ser alterada la paz i tranquilidad que nos aseguran las medidas que han cruzado a los revoltosos la ejecución de sus proter-vos designios. Los que no han logrado aprehenderse han desaparecido, i se les busca con la mayor dilijencia. – Dios guarde a US. – J. Santiago Melo.

Al Señor Ministro del Interior.

A inicios del mes de octubre se desarrolló un nuevo intento. Vicuña Mackenna realiza una descripción de la conspiración en curso:

El plan de la insurreccion era de por si mui sencillo i de facilísima ejecucion, atendida la naturaleza del terreno de que los conspiradores iban a hacerse dueños. El núcleo de las fuerzas del gobierno estaba en la parte de la ciudad llamada propiamente el puerto, donde se encontraba el cuartel de artillería i el del batallón cívico núm. 2, situado en un edificio anexo al convento de Santo Domingo. Gru-pos armados del pueblo caerian simultáneamente sobre aquellas posiciones, miéntras otros pelotones, colocados de antemano, cortarian la comunicacion con los otros puntos de la ciudad, en la estrechura llamada Cueva del chivato. De este modo, la insurreccion se apoderaba, en unos pocos minutos, de la mitad de la poblacion i se en-cerraba en posiciones verdaderamente inespugnables. En cuanto al Almendral, donde tenian sus cuarteles la escasa

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tropa veterana que aun quedaba, i el batallón cívico núm. 1, otros grupos armados i las masas del pueblo obrarian de consuno. Pero mirábase esta segunda parte del movimiento solo como un accesorio del levantamiento del puerto, que era el centro de todos los recursos militares.

Se define que el día para desatar la insurrección será el 3 de octubre. Los conjurados se acuartelaron en el claustro de Santo Domingo, próximo al cuartel del Batallón Cívico Nº 2. Desde el mediodía y hasta el anochecer, aproximadamente doscientos hom-bres ingresaron al recinto religioso, contando con la colaboración del fray Manuel de la Cruz León y el padre José María Pascual.

Pascual demostró tener grandes capacidades de conspira-dor. Era el principal agente de los revolucionarios, a partir de las detenciones de otros líderes, realizadas el 4 de septiembre. Mientras tanto, se cuidaba de obtener información de la actividad gubernamental en diversos lugares del puerto. Al mismo tiempo, ocultaba a varios artesanos que eran perseguidos por la autoridad y colaboraba con ellos en la fabricación de balas y cartuchos.

Por cierto, estos esfuerzos no eran individuales. Sergio Grez señala que la Sociedad de la Fraternidad fue una de las organiza-ciones que colaboró con los igualitarios perseguidos en Santiago. En julio de 1851, el ex dirigente de la Sociedad de la Igualdad de Santiago, Luciano Piña, formula un llamado público a los porte-ños, para conseguir de ellos apoyo a los perseguidos políticos. «Al pueblo de Valparaíso. Hermanos de la Sociedad de la Fraternidad» se llamó la interpelación, publicada en El Progreso.

Por su parte, Vicuña Mackenna acota que es en Valparaíso, «donde los obreros más inteligentes de la capital encontraban, en aquella época, con facilidad, un ventajoso acomodo».

Él indica que uno de los asilados que tenía Pascual era el sastre santiaguino Rudecindo Rojas, de 30 años, quien comenzó su participación en política en las disputas electorales de 1841. En 1850 aparece como socio fundador de la Sociedad de la Igual-

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dad y miembro de su consejo directivo. Se refugió en el convento de Santo Domingo, evitando las detenciones realizadas el 4 de septiembre. Allí se perfiló con rapidez como un dirigente de los conjurados.

Un conspirador pusilánime

Quienes se congregan en el convento de Santo Domingo espe-ran solo la orden de un importante agente: Rafael Bilbao, hermano de Francisco, pero muy distinto a él. Según Vicuña Mackenna,

no tenia ni el corazon, ni las convicciones, ni los compro-misos de sus otros tres hermanos Francisco, Luis i Manuel, i menos tenia el alma varonil de su madre, la respetable señora doña Mercedes Barquin. Primojénito en su familia, i dado desde la infancia al jiro del comercio, tomó Bilbao la revolucion como una de tantas ocupaciones mercantiles, i por consiguiente, se hizo reo de todas las falacias i de todos los ardides que enseña el manejo de los negocios. Baste, entretanto, esta jeneralizacion que escusa inútiles revelaciones i amargos comentarios personales.

Así las cosas, nada ocurre ese viernes 3 de octubre. Durante la noche, los confabulados se dispersan por todo el puerto. Sin embargo, en la mañana del sábado el intendente Manuel Blanco Encalada tiene leves indicios de lo que estaba por ocurrir: el centi-nela del Batallón Nº 2 se había fugado durante la noche, abando-nando su fusil. También recibe informes que indican que muchos de los involucrados en la conspiración eran sastres. La reacción del intendente fue muy ejecutiva: ante la duda de cuáles de todos los sastres eran los conspiradores, opta por ordenar el arresto de todos los sastres que se ubicasen en Valparaíso, «i cuya conducta política no estuviese exenta de toda sombra de sospecha», señala Vicuña Mackenna.

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Son los días de la semana en que los oficiales de sastrería concurren a las tiendas a entregar su trabajo, de tal manera que no es tan difícil la ejecución de la orden: son detenidos más de cien sastres, siendo enviados algunos a los pontones y otros al destierro.

La situación en Valparaíso es de una tensión máxima. El go-bierno no desea que ningún atisbo de insubordinación prospere. Por ello, el 14 de octubre, a las nueve de la mañana, se fusila a cuatro personas que habían conversado sobre un motín: el sar-gento Oyarce, su hijo, el corneta Cuevas y un soldado.

Se formó un consejo de guerra, expedito como suele ocurrir en estos casos. Estaba integrado por algunos comerciales o empleados en su calidad de oficiales de milicia, según señalan los autores del libro Cuadro histórico de la administración Montt escrito según sus propios documentos.

La necesidad de un líder

Es imprescindible conducir a los futuros insurrectos, y para ello arriba a Valparaíso de manera clandestina el teniente coronel José Antonio Riquelme, primo hermano del general Bernardo O’Higgins, fogueado en combate en la guerra contra Perú, el año 1839. Llega a la ciudad puerto en compañía de Joaquín Lazo.

Riquelme recompuso las comunicaciones y las relaciones orgánicas entre él, los mandos medios y el resto de los conjurados, es decir, las pocas decenas de ellos que aún quedaban en libertad. Una vez hecho esto se define el día para actuar: el levantamiento se realizará la mañana del 28 de octubre.

Sin embargo, también el gobierno toma sus medidas: llegaba a Valparaíso el Batallón Nº 3, proveniente de Santiago.

Riquelme se refugia en una casa de la familia Cortez [sic], ubicada en el cerro San Juan de Dios. Allí evalúa el aumento de

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la fuerza de su futuro oponente y la disminución de su fuerza propia. Con ello en mente, divide a su fuerza en dos grupos; uno deberá actuar en el Almendral, y el otro tendrá que combatir en el sector Puerto.

Vicuña Mackenna, una vez más, nos describe el plan que elaboró Riquelme:

En el Almendral, un joven español Lecanda, comerciante de profesion, de carácter fogoso e íntimo amigo del padre Pascual, debia caer de sorpresa sobre el cuartel del núm. 1 de cívicos, con un grupo que se armaria oportunamente en el vecino teatro de la Victoria, donde existía un depósito de pistolas i puñales. Una vez dueños del cuartel, pondrian a vuelo las campanas, sublevarian las masas de gañanes que habitan en los suburbios del Almendral i tratarian de batir, o por lo menos, de llamar la atencion del núm. 3 de línea, cuyo cuartel se encontraba en una parte central de aquel barrio.

El otro grupo, mandado por Rojas i un sastre de Val-paraiso, hombre animoso i popular entre sus camaradas, llamado Manuel Villar, tenia una comision mas importante. Habíasele ordenado iniciar el movimiento, asaltando el cuartel del núm. 2, i en seguida, el de la artillería, para dominar el puerto i poder dar la mano a los amotinados del Almendral, fuera por la única calle que comunica los dos estremos de la ciudad; fuera por los cerros que estan a la espalda de aquella.

El plan contaba además con dos variables tácticas, sostenidas en los hombros de dos individuos. En un caso, Miguel Galindo, antiguo capitán del Batallón Carampangue, se ofrece para cap-turar al propio intendente Blanco Encalada. El otro, Félix Oso-rio, abastero, oficial del escuadrón de caballería de Valparaíso, se compromete a entregar su cuartel, ubicado en el Almendral. Vicuña Mackenna precisa que este escuadrón se compone casi exclusivamente de carniceros.

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Se da por descontado que se sumarán al contingente de su-blevados dos oficiales del Ejército, que se encuentran presos en el cuartel del Batallón Nº 2 de caballería cívica: el comandante de Húsares de apellido Hinojosa y el mayor Sánchez, detenido en Quillota, donde era sargento mayor del batallón cívico.

Realizada la planificación, solo resta fijar día y hora. El mar-tes 28 de octubre de 1851, a las siete de la mañana, se iniciará la insurrección en Valparaíso.

Junto con ello, señala Grez, continúa la agitación antigu-bernamental. Hasta el mismo día de la sublevación funciona un taller clandestino en el que se imprimen «pasquines insultantes e incendarios», según le informa en un oficio Blanco Encalada al ministro del Interior.

A pesar de la escasa eficacia conspirativa que ha demostrado Rafael Bilbao, él sigue disponiendo de los depósitos de armas y de dinero. No hay discusión posible: Bilbao dará las órdenes.

En la noche del día 27, Rudecindo Rojas recibe catorce pares de pistolas, diecinueve puñales y dos onzas de oro. Se le informa que a las seis de la mañana encontrará en la tienda de Antonino Arteaga, ubicada en la Plaza de la Municipalidad (hoy Plaza Echaurren), un cajón con armas. Municiones no faltan: se dispone de las que se confeccionaron en el claustro, al amparo del padre Pascual. Los materiales para fabricar esas municiones los facilitó el herrero italiano Mateo Mercandino y un carpintero que Vicuña Mackenna solo identifica como Santa-Ana, «hombre patriota i que tenía algunos acomodos», señala el historiador.

Un levantamiento porteño

En la madrugada del día 28, los sublevados que atacarán el sector del puerto se encuentran dispersos en los cerros y callejuelas vecinas al cuartel del Batallón Nº 2.

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Rudecindo Rojas se dirige a la Plaza de la Municipalidad, y algunos de sus compañeros llevan el cajón de armas en sus hombros. O al menos eso creen. Abrir el cajón y sentir que todo se desmorona es una sola cosa. Dentro de él no hay pistolas ni puñales, solo pescado seco y prensado. La palabra traición se instala en el aire. Bilbao no aparece por ningún lado, ni tampoco sus lugartenientes. Después de las siete de la mañana, llega un correo al lugar de reunión, Bartolo Perla, cómico de profesión, a informar la postergación del levantamiento.

Pero los conjurados son hombres de palabra. Se refugian en la casa de «una niña entusiasta, pero de mala vida», al decir de Vicuña Mackenna. La vivienda se ubica en Cajilla, a escasas cua-dras del cuartel de Santo Domingo. Desde allí envían emisarios a Riquelme, exigiendo órdenes definitivas.

Pasado el mediodía llega al refugio José Miguel Acuña, ex guarda de aduana, destituido por liberal. Acuerda con Rojas y sus hombres iniciar la insurrección de todas maneras. Le deja su reloj a Rojas y la instrucción de que, a las cinco de la tarde, debe atacar el cuartel de Santo Domingo. Mientras tanto, Acuña se dirige al Almendral, para coordinar las fuerzas de dicho sector.

Sumando las detenciones, las deserciones y el desánimo, las voluntades revolucionarias se reducían solo a un puñado de die-cisiete hombres, todos ellos artesanos. Por cierto, según Alberto Edwards eran «unos cuarenta revoltosos».

Dice Vicuña Mackenna:

Eran los últimos campeones, que aun no habia atado la soga de la policía, de aquellas numerosas falanjes de pueblo que, desde los primeros dias de la revolucion, habían estado pidiendo armas para defender una causa que amaban, sin comprender a los que los traicionaban, perdiéndola, por pusilanimidad o por negocio. Son dignos de la historia los nombres de estos oscuros, pero nobles ciudadanos que, por su solo arrojo, estuvieron a punto de haber dado la

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libertad a su suelo, en aquel dia en que todo se perdió, por el engaño, mas no por el valor.

Eran los principales, entre éstos, además de Rojas i Vi-llar, un jóven Samaniego (Estevan), sastre como aquellos, pero dotado de una intelijencia que le hacia superior a la rutina de su oficio; dos hermanos llamados Melchor i Manuel Inostrosa, sastres tambien, naturales de la pro-vincia de Colchagua i un hijo del primero de éstos, que tenia el mismo oficio de su padre. Figuraban, ademas, el carpintero Manuel Salinas i otro artesano llamado Cecilio Cerda, zapatero de profesion (i que, como tal, tenia una alma alesnada i un brazo terrible), que habian sido los compañeros inseparables de Rojas en todos sus escondites, desde mediados de setiembre. Eran los otros un sastre neo-granadino de nacimiento, conocido con el nombre de Mauricio Madrid, i que pagó aquel dia su entusiasmo con la vida; otros tres obreros de la capital, sastres tam-bien, llamados Antonio Diaz, José Ruvilan i Juan Antonio Morales, i dos de Valparaiso, de aquel mismo gremio, Carmen Santiago i José Madariaga, hombre valeroso i ya entrado en años. Completaban el número de 17, sin contar al ex-guarda Acuña, que se les reunió en el mo-mento de atacar el cuartel, un hijo de aquel famoso Pastor Peña que expió en el cadalzo el crímen de una venganza, llamado Pioquinto Peña, carpintero; otro mozo de esta misma profesion, a quien solo llamaban por su nombre cristiano de Antonio (hermano de la niña que habia dado asilo a sus compañeros por su intercesion); i por último, un soldado de gastadores de uno de los cuerpos cívicos de Santiago, cuyo nombre se ha perdido.

A las cinco en punto de la tarde, el grupo de Rojas comienza a desplazarse hacia el cuartel, dos cuadras más abajo del cerro. Pioquinto Peña se había adelantado unos minutos, su misión es reducir al guardia del cuartel. Apenas Peña ve al grupo, derriba al centinela y toma su fusil. Los conjurados ingresan al cuartel, neutralizan a la guardia, desarmándola al grito de ¡Viva Cruz!,

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en referencia a quien encabeza a nivel nacional la revolución: el general José María de la Cruz.

El único herido en el asalto fue el sargento de guardia, que recibió un golpe en la cabeza, propinado por el carpintero Manuel Salinas.

En el cuartel obtienen 550 fusiles, 3.000 tiros a bala y un ca-jón de metralla para un cañón que se mantenía listo para la defensa del lugar. Rojas y Villar ordenan tocar generala en la puerta del cuartel; otros disparan los fusiles al aire, probándolos; muchachos tocan las campanas de la vecina torre de Santo Domingo. Según Vicuña Mackenna la reacción no se hizo esperar.

Como por encanto, cubriéronse de jentío los cerros inmediatos, ocurrieron en tropel todos los jornaleros de la playa i tan instantáneo i tan vehemente fue el entusias-mo del pueblo, que pocos minutos despues de asaltado el cuartel, no habia un solo fusil para entregarlo a los que llegaban pidiendo a gritos que les dieran armas.

Una vez más, el matiz. Donde Vicuña Mackenna ve entusias-mo popular, Edwards contempla «la plebe siempre alborotada de aquel pueblo».

Uno de los que llega es Francisco Sampayo, de 17 años, hijo de un comerciante portugués, residente en la ciudad. También acude al llamado el capitán Miguel Galindo, a caballo y embozado en una manta. En cambio, el comandante de Húsares, Hinojosa, huyó por un albañal... en dirección a la Intendencia. Por su parte, el comandante Riquelme, al escuchar los primeros disparos, solo atinó a escribirle una nota a su cuñado Joaquín Lazo, que vivía cerca de la Plaza de la Victoria. Quien había llegado al puerto como conductor de la insurrección, le preguntaba a Lazo qué hacer. Riquelme vio, literalmente, pasar la historia frente a su ventana.

Cuando la noticia del levantamiento llega a la Intendencia, Blanco Encalada se dirige al galope al cuartel del 3º de Línea, ubi-

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cado en el Almendral. Allí le ordena al comandante Tocornal que arme a la tropa, para dirigirse al combate. Solo quince minutos después, 150 soldados marchaban en dirección al puerto.

Vicuña Mackenna nos describe la geografía sobre la cual se dispararán unos a otros los porteños:

El terreno en que iba a trabarse el combate era el angosto espacio que se estiende de la playa a los cerros, entre las plazas de la Aduana i de la Municipalidad i que es conocido, quizá por esta circunstancia, con el nombre de la Planchada. Fuera de la senda practicable por la playa, hai solo dos calles que cruzan, en líneas paralelas, esta parte de la ciudad, i son la de la Planchada, centro del comercio de lujo de Valparaiso i la llamada de Blanco, en honor del jeneral de este nombre, que corre mas hácia la playa i donde abundan los almacenes de víveres i efectos navales para la provision de los buques.

Plaza de la Municipalidad de Valparaíso. Revolución de 1851. Dibujo de Jules Julliá.

(Víctor Domingo Silva, Monografía histórica de Valparaíso, 2004).

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Los alzados en armas ubicaron el cañón, con una carga triple de metralla, en la esquina de la Plaza de la Municipalidad, donde se inicia la calle de la Planchada (contigua a la actual calle Serrano). Quedó a cargo de esta posición el oficial Herrera, ex integrante de la guardia nacional de Santiago. Galindo, por su parte, dirige un pelotón de fusileros que se ubica en la entrada de la calle Blanco. Por último, el zapatero Cecilio Cerda se dirige por la playa a contener al enemigo.

Planteada la táctica de los sublevados, el intendente Blanco Encalada la acepta y divide a su tropa en tres grupos, dos de ellos se desplazan por las calles laterales de la playa y de Blanco. Él, junto a los integrantes más destacados del batallón, avanza por la calle principal de la Planchada.

Solo ha pasado media hora desde el asalto al cuartel de Santo Domingo. Apenas se divisa la columna gobiernista por la Plan-chada, un francés, que tiene a su cargo el cañón situado en ese punto, dispara de in-mediato. La metralla barre la calle; mueren varios soldados. «El tambor de órdenes que tocaba la carga cayó muerto a los pies del caballo que montaba el jeneral Blanco», anota Vicu-ña Mackenna.

Manuel Blanco Encalada.Cuadro atribuido a

Nataniel Hughes.

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Luego de media hora de enfrentamiento generalizado, a las 6 de la tarde, el general Blanco logra tomar la plaza municipal, desalojando a dos o tres mil hombres. Se escuchan disparos aisla-dos de grupos de sublevados que se dirigen a los cerros, a través de las callejuelas que dan acceso a las quebradas, desde el plan de la ciudad.

En un intento de revertir la situación, el sastre Manuel Villar junto a algunos hombres armados se dirige al cuartel de artillería, sin embargo, logra apenas ingresar al zaguán del cuartel, cuando los soldados de la guardia lo reducen de un golpe en la cabeza.

Los sublevados del puerto combaten solos. Ningún conjurado combate en el Almendral. Nadie ataca la retaguardia del 3º de Línea. Más aún, quienes bajan de los cerros en dirección hacia el sitio del combate son contenidos por centinelas ubicados en las calles de acceso al puerto.

Ya en la noche solo quedan grupos reducidos y dispersos deambulando por los cerros. Su único líder reconocible es el joven Sampayo. Él concibe la idea de reorganizar las fuerzas de los sublevados, liberando a los presos políticos que permanecen encerrados en la cárcel.

Así, a las 10 de la noche, se inicia un nutrido fuego sobre la guardia de la cárcel, la que había sido reforzada con un des-tacamento del 3° de Línea. Luego de media hora de tiroteo, el teniente Wenceslao Vidal ordena derribar los faroles que iluminan la cárcel. De este modo, los atacantes, sin poder ver su blanco, suspenden su acción.

Pero Sampayo no desmaya. Deja cuatro cadáveres de sus com-pañeros en el lugar del ataque a la cárcel y baja por la quebrada de Elías (hoy calle Ricardo Cumming) a la Plaza de la Victoria, precisamente al lugar donde el general Blanco ha concentrado todas sus fuerzas.

Cerca de las 12 de la noche, los grupos que aún siguen com-batiendo dirigen sus disparos sobre la plaza, desde las bocacalles

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aledañas. Son, literalmente, los últimos cartuchos. Los sublevados se retiran, dejando algunos muertos y heridos tras de sí. Las bajas gobiernistas son escasas: es herido el capitán Villagrán y mueren cuatro o cinco soldados.

A raíz de los diversos enfrentamientos y escaramuzas, «los muertos de una i otra parte no pasaron de 20 i de los combatientes del pueblo sepultáronse 7 cadáveres al siguiente dia», dice Vicuña Mackenna. Indica, además, que las fuerzas del gobierno reportaron como heridos a cuatro oficiales y 28 soldados y clases, 23 de ellos pertenecían al 3° de Línea. Según él, el número de heridos entre los sublevados debió ser muy superior al de la tropa.

Los últimos intentos daban cuenta de los esfuerzos por lo-grar revertir una situación irremediable, algo que lleva a Vicuña Mackenna a señalar que «el pueblo se condujo de una manera tan magnánima como fue mezquino el rol que desempeñaron sus caudillos». Por cierto, nos parece que exagera cuando señala que «diecisiete hombres habían bastado para poner a dos dedos de su pérdida al gobierno», del mismo modo que parece desmedido el juicio de Luis Vitale, al sostener que el cura Pascual logró «or-ganizar guerrillas en los cerros del puerto», o bien que la clase trabajadora porteña se había apoderado «por una semana de los cerros con el franciscano José María Pascual a la cabeza». Como hemos visto, si bien los insurrectos dieron claras muestras de audacia y valor, los enfrentamientos no tuvieron la duración que sostiene Vitale. Esto, en todo caso, no niega la importancia de este alzamiento porteño y, de hecho, señala con claridad la extraña situación de que prácticamente no exista referencia a él en la memorialística porteña.