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1ª Edición Relatos: Historias del Tiempo

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Iniciativa de la Plataforma del Voluntariado de Mérida, que convocó un concurso de relatos, a partir de entrevistas de los participantes con abuelos en diversos centros.

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CRÓNICA BREVE DE UN CERTAMEN INTENSO

Se llama Antonia de toda la vida, pero en su DNI y en su partida de nacimiento pone Amalia… Manuel conoce los secretos de la elaboración de la cerveza de arroz gracias a los muchos años de trabajo en la fábrica El Águila de Mérida… Francisco se ponía “regular” todos los fines de semana a base de un par de litros de vino y aguardiente (para que luego digan del botellón de ahora)….Marcelina lleva 50 años de matrimonio y recuerda que se pudo comprar el vestido de novia gracias a un vale-préstamo de la compañía de seguros “El Ocaso”… Pueden ser los inicios de cuatro relatos del certamen en esta su primera edición. Pero hay muchos más. Hasta medio centenar, tantos como los participantes en este concurso, alumnos de Secundaria y Bachillerato de varios Centros de enseñanza de la ciudad, inspirados en las charlas que mantuvieron con los abuelos de los Hogares y Residencias de mayores. Y seguro que bastantes más se han quedado en el tintero, porque son muchas las pinceladas de vida que se dieron en estos encuentros. Todos bajo la premisa de que unos tenían mucho que contar y otros más que escuchar.

“No es justo dejar de lado a la gente mayor. Esto es conocer la vida de otra forma, de una que no viene en los libros y que yo no he tenido oportunidad de que mis abuelos me la contaran”, dice Elena, estudiante de 2º de Bachillerato, tras escuchar la de Encarna, que ha pasado 44 de sus 89 años en Suiza. Hasta allí emigró siguiendo la estela de una amiga porque su padre no la dejaba trabajar en España. “Para que se den cuenta de que nosotros no teníamos nada y ellos lo tienen todo”. Es la idea matriz que los mayores-relatores de historias que colaboraron en este certamen intentaron inculcar a los chavales-escritores.

Todos los jóvenes habían llegado a las Residencias y Hogares que se les habían asignado con mucha dosis de incertidumbre, ya que mantener una charla a bote pronto con un desconocido y con una notable diferencia de edad no es fácil. A algunos se les encogió el corazón al recorrer los pasillos y llegar a las salas donde esperaban los ancianos, porque para muchos era la primera vez que entraban en un centro de este tipo y no todos los residentes gozan de un estado de salud y situación emocional aptos para posibilitar una comunicación fluida y agradable.

Álvaro, aunque aún estudiante de Secundaria, confiesa que se sentía como un “intrépido perio-dista antes de realizar una entrevista”. Apuntó con tesón todas las respuestas que Martina y Mónica iban dando a las preguntas que habían preparado previamente con sus profesores. Otros prefirieron no tomar nota alguna, para no intimidar a sus contertulios y dejar que las historias

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se grabaran en la memoria del corazón. Algunos habían llegado a la cita con el presentimiento de una tarde o una mañana aburrida, pero la finalizaron con la sensación de “que no fue para tanto”. Es más, para casi todos ha sido una experiencia inolvidable, que les ha hecho replantearse una cuestión que los adultos (casi todos también) vamos asumiendo con los años, que nuestros problemas no son apenas nada en comparación con los que tienen otros. En algunos de estos jóvenes ha nacido una vocación de voluntariado que, de mantenerla, sería el mejor fruto de este certamen literario.

Muchos de los chicos iban buscando historias relacionadas con la guerra civil española y con los años de penurias que en general sufrieron todos los españoles en los años siguientes, sin duda influidos por lo que han oído a sus propias familias, a sus abuelos. Algunos las han encontrado, historias de muerte de los padres en un ataque en el pueblo; historias de exilio de toda la familia, como la de Rafael, a Francia y a Méjico; historias de la mili, como la de Cándido, pero de una larga mili en la División Azul que organizó Franco para luchar contra Rusia…

Pero otros mayores no han querido ahondar en ese capítulo de su vida, porque aún duele la herida de la mayor catástrofe en la España del siglo XX. Algunos obtuvieron satisfacción más allá de sus deseos y se encontraron con auténticos casos dignos de una película sobre otra guerra, la II mundial, como el de Javier, un espía a la fuerza en el ejército nazi de Hitler, que a punto estuvo de morir cuando descubrieron que en realidad estaba ayudando al ejército inglés. Pero las historias más numerosas han sido sin duda las de amor. Muchos viejos se han deleitado en narrar sus “primeros amores”, que en buena parte de los casos han sido los únicos, y muchos de estos adolescentes se han divertido escuchando unos lances amorosos tan distintos a los que ellos ya empiezan a vivir ahora, que se fraguaban en los salones de baile, en los paseos de todos los pue-blos y ciudades, siempre bajo la atenta mirada de la madre, de una hermana, de las vecinas.

Los jóvenes han recibido una clase práctica sobre la evolución de las relaciones laborales, al escu-char de muchos de los mayores cómo se “contrataban” a los jornaleros en la plaza del pueblo: “el capataz decía, fulano, por cuánto lo haces… tanto o si no… ya sabes…”. Un trabajo más crudo sin duda que el de Hilaria, una matrona que ha ayudado a muchas emeritenses a traer a sus hijos al mundo y que sacó la sonrisa de José María, un adolescente de 13 años, mellizo, cuando le narró la anécdota de una joven madre de mediados del siglo pasado que no sabía que traía “trillizos”. Y sin anestesia.

¿Cómo iba a haber anestesia si no había apenas para comer? Sí en muchos hogares el plato más calórico era una “tortilla de bellotas”, gracias a que tenían gallinas y por tanto huevos. Si en otros,

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como en el de Sandalio y Marcelina, calentaban los garbanzos con papeles. ¿Cómo no sonreír ante el caso de Amparo, una anciana de 93 años que dice que el único plato que rechaza de su Residencia es el que lleva mortadela “ya que la odio, por los kilos de ella que he comido en paque-titos de 50 gramos que compraba y que dividía en tres partes para tres tardes….”?

En fin, retales de vida, historias del tiempo de una generación que ha visto tantos cambios en nuestro país que resultaría un desperdicio que echáramos al olvido. “La versa y reversa, como decía Leonor, de 92 años, de unas vidas tal como fueron y que las cuentan para que ahora los jóve-nes piensen”. Es lo que han buscado Javier, Mercedes, Justo y Rosa, profesores que han animado a sus alumnos a participar en una experiencia novedosa para todos.

Una experiencia para la que Javier y Mercedes trabajaron con sus alumnos en una doble ver-tiente: “la técnica: hemos preparado con los alumnos una batería de preguntas y cuestiones de interés para que puedan sacar buena materia prima para los relatos, algo que está relacionado con la lengua y la historia; y la humana: los ancianos están necesitados de cariño y entreteni-miento, pero quienes más han ganado con esta actividad fuera de las aulas han sido los chicos”. Probablemente, porque muchos de ellos afirmaban al terminar el encuentro y lo repiten en sus relatos que se han “creado lazos de amistad” y que volverán a las Residencia y Hogares, aunque ya no tengan el aliciente de ganar un certamen. Esperemos que así sea en muchos casos, porque la conclusión es una sola: la vida es sólo una y es muy corta.

LOS ELEgIDOS

Irene García Cabello, con un relato titulado Aún es pronto, Mercedes Fraile Salamanca con otro que ha llamado De aquellos tiempos e Isidro Moríñigo Rodríguez, con el suyo Vientos de cambio, han sido los ganadores del certamen de relatos Historias del tiempo convocado por la Plataforma del Voluntariado de Mérida. La primera alumna del Instituto Albarregas y los otros dos del Colegio Salesiano María Auxiliadora.

Pero también entre los elegidos hay muchos nombres más, como los de Cristina Mateo, Rocío Blanco y Mª Cristina Pineda, que han sido finalistas.

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BASES DEL CERTAMEN HISTORIAS DEL TIEMPO

- Día de convivencia en una residencia o Centro de Mayores de Mérida a la que los estudiantes se desplazarán por sus propios medios, previa inscripción para participar.

- En un plazo de 30 días, tras la fecha de convivencia, los participantes entregarán sus trabajo que respetarán las siguientes normas:

- Estarán titulados y escritos en ordenador en tipografía Times New Roman en cuerpo 12 y tendrán una extensión mínima de un folio y máxima de tres.

- En un sobre aparte, en cuyo exterior se hará constar el título del cuento, se incluirán los datos de identificación del autor: nombre, dirección, DNI y centro de estudios, así como el nombre del profesor de la asignatura de Lengua, en el caso de haber sido promovida la participación desde el propio colegio.

- Los cuentos serán evaluados por un jurado, integrado por profesores de lengua y miembros de la Plataforma del Voluntariado de Mérida.

- Recibirán premio los tres primeros seleccionados:

1º Premio: PSP Slim Silver; 2º Premio: Ipod nano 8GB y 3º Premio: Reproductor de MP3

- La Plataforma del Voluntariado de Mérida se compromete a la difusión de los cuentos premiados y a intentar la edición de un libro en el que se recojan una selección de las mejores narraciones.

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RELATOS gANADORES

1º Premio:AÚN ES PRONTOIrene García Cabello

estudiante de 1º de Bachiller del IES Albarregas

2º Premio:DE AQUELLOS TIEMPOS

Mercedes Fraile Salamancaestudiante de 2º de Bachiller del Colegio María Auxiliadora

3º Premio:VIENTOS DE CAMBIOIsidro Moríñigo Rodríguez

estudiante de 2º de Bachiller del Colegio María Auxiliadora

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PREMIO

AÚN ES PRONTO

Son cerca de las diez y media. Con pasos cortos, inseguros, un niño cruza la sala. Le miras de reojo, sin volverte. Ríes, pero solo por dentro, con una risa un tanto extraña, histérica, amarga. El chi-quillo -no más de once años, expresión huraña y aburrida. Aunque se alegra de verte, el hedor del tiempo es demasiado pesado para sus cuatro mil ciento siete días, cuatro horas y, seguramente, diecisiete minutos- se para, de pie, junto a tu cama, mirándote apenas unos segundos, incapaz de aguantar más tiempo. Sonríes, o lo intentas, y los labios se te curvan con esfuerzo; están secos, rotos, rojos. Viejos, esa es la palabra. Viejos, como tú mismo te sientes.

La última vez que le viste realmente, tu niño, tu nieto, con los mismos ojos de su abuela; la última noche antes del Día (ese en que te despertaste y fue como no hacerlo, como seguir encerrado en un sueño, un sueño que es solo tu cuerpo agarrotado y muerto), recuerdas haberle hablado, en una de esas conversaciones tan extrañas y esporádicas, de hombre a hombre, quizás. Recuerdas las risas, algo forzadas al principio, más confiadas cuando dejasteis atrás el tema de “la niña esa, tu amiguita. ¿Cómo se llamaba?” y comenzasteis con los chistes, los refranes. Recitaste uno, en voz baja y pausada, un poemilla antiguo, de cuando mozo, que aún conseguías declamar sin dudas; uno que ahora no recuerdas, o que no quieres recordar.

Él te escuchó, como ahora, con ese aire de infantil solemnidad, sabiéndose partícipe de un inmenso secreto cuando le dices Ven aquí, hijo y le susurras, casi al oído, las palabras que no deberías decir. Ojalá me muriera, ahora. Y el niño sacude la cabeza, hoy como tantos otros días, y te explica Aún es pronto, abuelo, y Mamá vendrá enseguida. Y se deja caer en tu cama, y te acaricia la cabeza (solo que eso no está bien, porque deberías acariciársela tú a él, mientras le cuentas una historia antigua que seguramente le aburre, y él se remueve inquieto sin atreverse a decírtelo), y tú dejas que se te cierren los ojos, porque en realidad solo estás esperando eso, la caricia leve y la oscuridad.

En algún momento te quedas dormido; te despiertan otras voces, voces de tiempos más alegres, las que siempre has escuchado y que ahora oyes con mayor frecuencia (no es que estén más vivos; eres tú el que estás más cerca, aunque no consigas llegar del todo), y a tu mente vuelan los recuerdos, de ferias y luces, de sacarla a bailar, cuando todavía era joven y no os habíais casado y no tenía tres hijos ni estaba muerta. Y es que, antes de ser un cuerpo frío esperándote en la tierra yerma, tu mujer fue una muchacha bonita, de mejillas regordetas y el estigma de la guerra en la

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mirada. María, piensas, y su nombre sabe extraño. La sientes lejos, demasiado; la extrañas tanto como al movimiento, al saber que puedes valerte por ti mismo y al contarle historias a tu nieto.

Un Papá, despierta cumple su cometido. Abres los ojos de nuevo; ha pasado media hora, y tu nieto se aburre, viendo la tele. La habitación es blanca, con algunos toques de color, como las flores de plástico sobre el estante, o las fotos de todos en la mesilla. De vez en cuando, las miras; las caras sonrientes te recuerdan otros tiempos, días en los que el mundo pudo ser mejor. En una de ellas, una niña pequeña en tus brazos, la misma que ahora ayuda a la enfermera a sacarte de la cama. Vamos a dar una vuelta, ¿vale?, dice, y odias ese tono condescendiente, impregnado de lástima y resignación y cariño. Lo odias porque te hace sentir pequeño, porque te recuerda que ella ha cre-cido y que nada volverá a ser como antes. Porque, en el fondo, tú también te hablas así, a veces.

Y asientes con la cabeza (porque, por suerte, te dices, aún puedes moverla) y te dejas hacer. La silla no es cómoda, pero es mejor que pasar el día en la cama. Aunque te aburras igual. Aunque tus ojos vaguen desde ambas, recorriendo los pasillos, los sillones demasiado cómodos en los que nunca has podido sentarte, las sonrisas ocasionales de tus vecinos y las visitas ruidosas y escasas. Hay buen ambiente, desde luego; eso no puedes negarlo. Un ambiente estupendo para deprim-irte; es una forma suave de decirte que no hay marcha atrás, que nunca, nunca jamás, volverás a ser el de antes, ni a caminar por el largo pasillo de piedra de tu casa del pueblo. A María le encan-taba ese pasillo, aunque era frío e inhóspito y parecía desprender años por cada poro y cada grieta. A María le encantaba la casa, vieja y conocida de sobra. También le gustaban el ruido de la calle y las visitas de tus vecinas, y charlar con su hermana -la última que queda ahora de los nueve-, y no volverá a tener nada de esto, porque está muerta. Y, en el fondo de tu alma, te preguntas por qué no has podido seguirla, por qué estás atado a esa silla, cuando podrías volar libre.

El niño, tu nieto, se acerca corriendo. Viene de la cafetería, de coger un refresco; sonríe, agotado, y te regala un Hola, abuelo. Y la silla no parece tan incómoda, ni tan lenta en deslizarse sobre sus ruedas. ¿Quieres Coca-Cola? Es una pregunta inocente, y suena hermosa, más cuando te mira a los ojos y descubres que son los de ella, los de tu esposa que ahora te llama en sueños. Y sonríes, también.

Y puede que tu vida tenga un poco de sentido, al fin y al cabo. Quizás morirse no sea lo adecuado. Aún es pronto, abuelo.

Irene garcía Cabello

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PREMIO

DE AQUELLOS TIEMPOS

Cuando aquel reloj de cuco empezó a cantar como si en ello le fuera la misma vida, en el rosto de Marcelina apareció la viva imagen de la preocupación. ¡Eran las 12 y todavía no había vuelto a casa! De repente, y todavía con restos de sudor en su frente se apartó de Sandalio y echó a correr hacia la salida, ¿ se salvaría esta vez de la regañina de sus padres ?

No era la primera vez que se entretenía bailando en la verbena de los viernes... y ya estaba adver-tida de que no sería aceptada ni una impuntualidad más por su parte, pues sólo contaba con 16 primaveras y no estaba precisamente bien visto que una chica de esa edad anduviera bailoteando con el resto de la trupe en mitad de un descampado alumbrado con leves focos amarillos.

No había andado ni dos pasos cuando notó cómo alguien la agarraba por el brazo. El susodicho no era otro que Sandalio, que volvía uno y otro viernes a intentar robarle un beso, por sutil y efímero que éste fuera.

-”¡No!”- solía ser la respuesta de la niña, a lo que él solía contestar:

-”Cuando vuelva de la mili habré besado tantos labios en mis horas libres que ya ni me acordaré de los tuyos”- a lo que seguía su típica risita burlona y la cara de furia de Marcelina.

Así pasó el tiempo, tiempo que la muchacha morena de cara pecosa y tez más bien tostada por el sol, invirtió en aprender a leer y escribir, yendo cada día en su bicicleta al colegio de la Renfe.

Pensaba en Sandalio, a todas horas pensaba en él. Cuando recogía el trigo pensaba en él; lavando la ropa, en la panera a la orilla del río, pensaba en él; mientras elaboraba los quesos, con la leche de la única vaca que había en muchos kilómetros a la rotonda, pensaba en él; espigando en la finca pensaba en él; aplastando el trigo, posteriormente recogido, pensaba en él; moliendo dicho trigo para elaborar harina pensaba en él... Realmente no había un día en el que no se escapara alguna sonrisa recordando cómo tocaba su pelo o cómo intentaba llamar su atención para después desviar la mirada y preguntarle: ¿Por qué me miras? ¿Es que acaso te has enamorado de mí?

Ni que contar tiene el día que llegaba una carta a casa, entonces el corazón se disparaba y se volvía loca hasta que descubría para quién era... Si no era para ella ya tenía hecho el día: “no se acuerda de mí, me ha olvidado, ha conocido a otra, era verdad aquello que me decía...”, De igual manera se montaba su jornada cuando la correspondencia si era para ella: se sentaba en el borde de la

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cama y leía una y otra y otra vez la carta. Cartas que Sandalio “remataba” siempre con la siguiente frase:”Tu Sandalio, que lo es siempre”

Los cinco años que Sandalio estuvo haciendo la mili, Marcelina iba con sus amigas al cine y al baile (como era costumbre), pero ya no era él quien las acompañaba a casa si no el simpático señor que pasaba las películas, coloquialmente conocido como “el sonrisas” debido a su ya cono-cida expresión de bobalicón con la que mostraba siempre su afecto a los demás.

Una mañana de Navidad Marcelina se disponía a salir de su casa, con el fin de ir a lavar la ropa, con la panera bajo el brazo, pero un chico, de más o menos 27 años, con barba y cuerpo atlético taponaba la puerta. Cuando ella notó su presencia se asustó en un primer momento, pero luego, tras mirarlo de arriba a abajo un par de veces, empezó a resultarle familiar aquel rostro...

La Nochebuena se presentaba bastante divertida, bailando al son de la música del piano que tocaba aquel ciego al que solían contratar por un duro en aquellas fechas. Se miraron y se besaron por primera vez. Tras un largo rato, y sin perder nunca su característico sentido del humor, él la miró y le dijo: “Ha sido el duro mejor invertido de mi vida”.

Mercedes Fraile Salamanca

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3er

PREMIO

VIENTOS DE CAMBIO

El alba asomó perezosamente en el horizonte, arrancando ligeros destellos de los áridos pastos salpicados de rocío, y se abrió paso hasta los ojos del joven Sebastián.

Aquel hombre se despertó con un bostezo en la boca que no tardó mucho en salir. La mujer de su vida, Angelita, se encontraba acurrucada en el duro colchón, tratando inútilmente de combatir el frío y DE permanecer dormida. Sebastián sonrió en la oscuridad al ver lo que a ella le costaba levantarse.

Con un sonido, que se quedó entre un suspiro y un bostezo, ella se despertó acariciando el moreno brazo de su novio y mascullando lo que podría interpretarse como un “buenos días”. Él la corres-pondió con un beso en la frente y una caricia en la cara, pues era hombre de pocas palabras.

Con un quedo “hasta luego” se encaminó a la puerta y salió al frío aire de otoño que recorría el polvoriento camino. Cortante y amenazador, el aire silbaba sobre las secas hierbas cargado con un sentimiento de incertidumbre que a Sebastián le resultaba conocido. Con este sentimiento caviló durante el camino; preguntándose si debería cambiar todo lo que tenía por su única ambición y su plena felicidad: desposarse con el amor de su vida, su Angelita. A pesar de estar “arrejuntados”, él no se sentiría bien hasta hacer las cosas como Dios mandase. El problema, era el mismo que el de todos los hijos de la Guerra; es decir el dinero. Por dinero había visto partir a muchos amigos y familiares. Eso era mejor que verlos partir por miedo. O no volverlos a ver. Se había planteado hacer el servicio militar para cobrar las 3.000 pesetas que se prometían y así poder desposarse con Angelita. Pero le daba miedo dejar a su novia sola, pues por estos lugares no tenía a nadie que estuviera dispuesto a acogerla en su casa.

Así Sebastián recorrió pensativo y tiritando los largos cinco kilómetros que debía recorrer para tra-bajar cada mañana; donde sus únicos acompañantes eran, aparte de sus propios pensamientos, un esporádico cantar de algún solitario gallo y el constante susurro del viento.

El arduo trabajo diario consistía en diversas tareas sencillas, pero que en su conjunto conformaban una jornada agotadora. A diario este joven tenía que vérselas con varios animales y, por desgra-cia, no todos caminaban sobre más de dos patas. En los tiempos que corrían había que asentir y agachar la cabeza ante la gente para la que se trabajaba. Este no era un caso especial, y por tanto, aparte del castigo físico que los pobres jornaleros tenían que soportar, también se les aplicaba

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cierto castigo verbal para dejar bien claro quién era el que daba las órdenes. Por desgracia, esto era modelo nacional.

Aquel día fue un día de desgracias desde el comienzo. El patrón no había tenido un gran despertar y se valía de cualquier descuido para tachar y mostrar su reproche a cualquier jornalero dentro de su campo visual, enturbiado por el vino caliente en estómago vacío. Pero no todos los males acabaron aquí. Un joven zagal, llamado Anicetín por su corta edad y para distinguirlo de un tocayo mayor que él, se hirió durante el trabajo. Cuando fue a aflojar las correas, que hacían que el burro y el arado fuesen uno, el animal se desbocó pasando por encima del muchacho, no sólo él sino su afilado lastre, haciendo del pobre joven dos mitades sangrantes. Debido al suceso, se dio por concluida prematuramente la jornada laboral. Este suceso impactó tremendamente a Sebastián, pues el muchacho era de su misma quinta. Con oscuros pensamientos volvió de camino a casa.

El recuerdo de la macilenta tez del muchacho invadía su mente. El pobre muchacho había muerto muy joven. ¡Con casi la misma edad que tenía él! En ese momento le vino a la mente la imagen de él mismo yaciendo en el barro, rodeado de una sustancia negra y espesa con color metálico. En alguna parte una voz familiar gritaba su nombre, sollozando. Reconoció la voz de Angelita.

Sobresaltado volvió en sí. Seguía caminando por aquel polvoriento camino hacia casa. En ese preciso instante decidió que él no quería morir así de joven en aquel lugar. No así de solo. Dejando tan sola a Angelita. Haría lo que habían hecho otros. Haría el servicio militar durante unos meses. Soportaría vivir separado de Angelita por un tiempo. Con el dinero que consiguiera, se casaría con la mujer de su vida. Mañana mismo partirían.

Con este pensamiento se encaminó Sebastián a casa. El viento volvía a soplar, pero esta vez venía cargado de esperanza.

Isidro Moríñigo Rodríguez

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RELATOS FINALISTAS

1er FinalistaJUEgOS DE UNA gUERRA

Cristina Mateo Ricaestudiante de 1º de Bachiller del IES Albarregas

2º FinalistaCARTA A LA SEÑORA FERNANDA

Rocío Blanco Barreroestudiante de 2º de bachiller del Colegio María Auxiliadora

3er FinalistaLA HISTORIA DE UNA VIDA

Mª Cristina Pineda Huertasestudiante del IES Emérita Augusta

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JUEgOS DE UNA gUERRA

Camino a través del paisaje desierto. Hace viento, y frío. Tirito. Un susurro me llega a mis oídos. Una voz me grita lo ocurrido. Allí, a lo lejos, veo charcos de sangre, y al lado de ellos, un cadáver. Me acerco, y noto como sus ojos me miran fijamente, pero sé que no es verdad. Yacen abiertos, inexpresivos, sin trasmitir nada. No hay dulzura en sus ojos, ni rabia, ni enfado. Nada, simple-mente nada.

“Se fuerte, hijo.” Una simple frase, eso fue todo lo que me dijo, como si supiera que ya no iba a volver a verme. Trató de esconderme, de protegerme, y lo hizo, pero a cambio de algo muy valioso. Ellos surgieron de la nada. Padre vino corriendo, asustado, y nada más entrar, me pidió que me escondiera. Pero él no tuvo tanta suerte; le habían visto y reconocido. Daban porrazos en la puerta, como si intentaran derribarla. Yo hice lo que me pidió, temiendo que se separara de mí. Desde donde me escondí no vi nada, pero escuche. Un golpe. Una súplica. Risas. Un grito. Un disparo. De pronto, se hizo el silencio. Tuve miedo. “¿Por qué no vienes, padre?” A continuación escuché algo, como si estuvieran arrastrando algún objeto pesado hacia el exterior de la puerta. Se oyó el sonido de un coche al encender el motor, y ya no se escuchó nada más.

-¿Padre?

Nadie me respondió. Salí de mi escondite, y lo busqué. Al llegar a la entrada, ví gotas y un poco más adelante, pisadas de sangre.

-¿Padre?

Siguió sin responder. Abrí la puerta y salí con miedo. “Tal vez esté fuera.” Al salir de casa no había nadie en la calle. Las persianas y las puertas de las casas permanecían cerradas. En la calle, apare-cían pintadas y carteles de un símbolo extraño, irreconocible para mí. Seguí las señales y continué un largo camino, hasta que, al fin, me detuve. Allí estaba. Solo. Tumbado en medio del jardín, como si estuviera contemplando el cielo. Pero no era así, estaba muerto. Muerto. Me acerque para verle mejor y me senté de rodillas. En su rostro había escrita una palabra. Judío. Cerré los ojos y empecé a llorar. A mi espalda se oyeron unos pasos. Me di la vuelta. Era un hombre. Vestía con un uniforme militar. Y me miraba sonriente. Vino hacia mí y me cogió de la mano. “Ven, acompáñame.” Me puse en pié y miré por última vez a mi padre antes de marcharme con él. Me subí a una furgoneta y observé a mi alrededor lo que había. Niños. Decenas de ellos. Permanecían

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acurrucados, con los brazos abrazando las piernas. Detrás de mí, cerraban la puerta, y todo per-maneció oscuro. Continuamos en la oscuridad un par de horas, hasta que al fin paramos. Abrieron las puertas y todos parpadeamos bajo la luz del sol. Al bajar de la furgoneta, contemplé lo que había delante de mí. Millones de personas. Trabajando. Tratándolos como esclavos. La puerta del campo se abrió delante de nosotros y vislumbramos nuestra cárcel.

Cristina Mateo Rica

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CARTA A LA SEÑORA FERNANDA

Querida Fernanda:

Soy Rocío, la chica del voluntariado. Te escribo esta carta porque es la mejor manera que encuen-tro para expresar lo mucho que te admiro; al escuchar tu relato, tu experiencia, me di cuenta de lo que realmente importa en la vida, aquello que es aparentemente insignificante pero que, al final, es lo que realmente recordamos, los amores, los fracasos, los logros, los sueños cumplidos…

También me impresiona la fortaleza que tuviste cuando, tras la guerra, con tan sólo dieciséis años y a pesar de la pobreza que os asolaba a ti y a tu familia, conseguiste salir adelante allí en Zafra (tu pueblo natal). Aún me emociono al recordar cómo en invierno con mantas os hacíais abrigos, y en verano con sábanas vestidos, o cómo tu padre, el confitero del pueblo, os hacía dulces para que no pasarais hambre.

De verdad, Fernanda, el ir a hablar contigo me ha llenado de ganas para seguir adelante, valoran-do cada momento, cada acción, cada persona que pasa por mi vida; sin dejar de lado aquello que realmente importa, porque vida sólo hay una y tenemos que aprovecharla.

No sé, puede resultarte extraño que una persona con tu edad pueda llenar de fortaleza a alguien de la mía, pero es así. El verte con esa sonrisa, con esa vitalidad, me ha abierto los ojos y me ha ayudado a reflexionar sobre una realidad que, por desgracia, es muy común en nuestra sociedad: el papel que os ha tocado jugar a las personas de tu generación en nuestro mundo. A veces sois tratados como un estorbo, un obstáculo para los más jóvenes, que quieren seguir sus vidas sin acordarse de aquellos que, en su día, lo dieron todo por ellos. Seguro que conoces a muchos compañeros que se encuentran en esta situación, ¿verdad? Sin embargo, tú fuiste la que decidiste ir a la residencia, pensando así en tus hijos y en lo que supondría que cada mes tuvieras que trasladarte a casa de cada uno de ellos, (algo muy común en muchas familias, como por ejemplo en la mía), pero ¡no!; tú a pesar de la oposición de los tuyos, te armaste de valor y te plantaste en donde estás ahora, (créeme que no todos están dispuestos a ello). Tú, tal y como me dijiste, allí eres feliz, con tus manualidades, tus bailes, tus compañeras y sobre todo con Vicenta, desde luego, otra mujer encantadora donde las haya.

Como podrás observar, la conversación de aquel día ha sido una experiencia muy agradable para mí, aunque, he de reconocer, que al principio iba con un poco de miedo… No sabía ni con qué

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me iba a encontrar, ni si me sentiría cómoda en esa situación, pero al empezar a hablar contigo sobre tu vida, tu matrimonio con Cristóbal, tus seis maravillosos hijos, que criaste con empeño y tesón, tus once nietos y cuatro bisnietos, de los cuales conozco a uno personalmente, me di cuenta de que el estar allí no sólo era un apoyo o una liberación para ti, sino, sobre todo, para mí y para cada uno de los compañeros que me acompañaban.

Recuerdo cada una de las palabras que cruzaste conmigo, pero, sin duda, el “lema” que me dijiste se ha quedado grabado en mí de una forma especial; la vida, esa pequeña porción de historia comprendida entre tu generación y la mía, se resume en tres palabras muy significativas: guerra, hambre y libertinaje; porque, como me contaste, tu adolescencia estuvo marcada por las dos primeras y la nuestra, por la última, pues hay cosas que antes eran impensables y que ahora se ven como algo normal: los besos por la calle, el ir de la mano con tu pareja, el andar sola por ahí, el valor que se le da a la mujer, aunque en sus tiempos, tú eras una mujer, como se dice hoy en día “de armas tomar”, por todo lo que ya lo dicho antes, sin embargo, son aspectos que sin más tu has aceptado, adaptándote así a la sociedad de hoy, siendo por ello una mujer moderna, de las de ahora.

En fin Fernanda, para finalizar me gustaría decirte que me alegra muchísimo el haberte conocido, el haber podido compartir contigo un pequeño momento de mi tiempo y, sobre todo, el haberme permitido formar parte de esa fascinante historia que es tu vida.

Sabes que aquí tienes a otra niña que te necesita y que espera que recuerdes como otra bisnieta más, porque para mí, tal y como dije a mis compañeros al salir de allí, me robaste parte de mi corazoncito, considerándote como mi tercera abuela.

No olvides que iré a verte cuando no esté tan ocupada, y que nos espera un baile juntas.

Un saludo, muchos besos.

Rocío Blanco Barrero

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LA HISTORIA DE UNA VIDA

Realmente, Matilde Canito no me contó nada especialmente curioso, ni se centro en contarme algo concreto, por lo que no voy a hacer de esto un cuento, prefiero que simplemente, esto haga que ustedes puedan imaginar la vida de esta señora como la he conocido yo. De esta manera quiero presentar mi redacción y mis propios sentimientos tras la visita al asilo.

Matilde Canito, es una anciana con 93 años (aproximadamente ya que no se acordaba muy bien) que tenía tres hermanas y tres hermanos, de los que solo quedan ella y dos de sus hermanos: Diego y Juan José. Su padre era peón camionero y vivían en una pequeña caseta. Ella ayudaba a su madre a coser y a lavar la ropa de otras familias en la rivera que pasaba por la ermita de Bótoa. Aunque tuvo varios pretendientes, jamás se casó.

Cómo todos los niños de aquella época, no fue al colegio, y lo poco que sabe se lo enseñó su padre en casa. También me contó que se rompió la pierna cuando era joven, aunque no se acordaba de cómo paso, por este accidente Matilde cojea actualmente. Le pregunté sobre la guerra, supongo que no querría recordar aquellos momentos, pues sólo me dijo que se oía ¡pum! ¡pum! Y que tuvieron que mudarse a otra caseta cerca de la ermita de Bótoa, a doce kilómetros de Badajoz.

Matilde era una anciana muy abierta, me contó muchísimas anécdotas de su juventud y se reía mucho. Me habló de una canción que cantaba con su madre al lavar la ropa en la rivera. Me comentó algo sobre una sequía que hubo en sus tiempos, y que trajo como consecuencia la muer-te de rebaños, entre otras desgracias, y me dijo que llevaron allí a la virgen, paseándola por las calles de Badajoz y cantando para que lloviera. No me contó como acabo aquello, pero supongo que terminaría por llover.

Me dijo también que algo le dio en la cabeza, aunque no fui capaz de averiguar qué, cómo, dónde o cuándo, ya que no se acordaba de muchas cosas, y que el golpe le hizo “enloquecer”, si lo exageramos, durante unos minutos. Sus padres estaban ya muertos cuando sus sobrinos la trasladaron al asilo de las monjas de Mérida. También me dijo algo de que la riñó una monja por gritar en la habitación en plena noche y que cuando la llevaban de excursión, el cobrador, que se llamaba Manolo, la ayudaba a bajar del autobús y la llamaba “diente” debido a la escasez de estos (solamente tiene uno).

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Le pregunté sobre sus amigas de la juventud, me dijo que había un cortijo, y que se juntaba con niñas de más allá de este, que algunos días ellas pasaban al cortijo y otros, eran Matilde y sus amigas las que tenían que moverse del sitio. Jugaban a la comba y a las palmas y que su mejor amiga se marchó siendo ella una niña, diciéndole que iba a volver, pero desde entonces no ha vuelto a verla.

Dice que le gusta mucho el lugar en el que vive, y que la tratan muy bien, tiene amigas allí y todas le caen bien excepto una con la que dormía. Le dijo a la monja que su cama era demasiado dura para que la cambiaran a otra habitación, aunque la verdadera razón de sus ansias de cambiar de cuarto era su compañera, que es muy antipática (según ella), y por eso actualmente duerme en un dormitorio sola, aunque con una cama vacía al lado de la suya. Además, Matilde tiene una cicatriz de una operación, porque dice que antes vomitaba mucho.

Es todo lo que puedo contarles de la vida de Matilde, personalmente, me encantó estar allí, fue una experiencia distinta y hacía que te sintieras muy bien porque sabías que estabas ayudando a las personas, además, Matilde era en especial una persona muy abierta, te contaba todos los detalles como si te conociera de toda la vida e incluso salió en una foto que hicimos de todo el grupo de estudiantes que hemos participado en esta actividad.

También hable con otra anciana: María. Apenas pude entenderla. Lo único que escuché fue lo siguiente. Tiene tres hijos (dos hijos y una hija). Uno es farmacéutico, otro veterinario y la hija, maestra. María andaba con dificultad. Ella sí fue al colegio por lo que sí sabe leer y escribir, aunque me dijo que era muy mala estudiante. Tiene 65 años. Hablaba sorprendentemente bajo y fue esto lo único que pude entender.

Me sorprendió muchísimo que Matilde, a sus 93 años, fuera más activa y más alegre que María con 65. Así he podido comprender que el envejecimiento afecta a cada uno de una manera distinta, que lo que cuenta, son las ganas.

Mª Cristina Pineda Huertas

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