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Patrimonio cultural en la frontera norte.

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Memoria vulnerableel patrimonio cultural en contextos de frontera

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Memoria vulnerableel patrimonio cultural en contextos de frontera

Miguel Olmos AguileraLourdes Mondragón Barrios

(coordinadores)

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Memoria Vulnerable: El patrimonio cultural en contextos de frontera

Primera edición octubre de 2011

D.R. © 2011. El Colegio de la Frontera Norte, A. C.

Carretera escénica Tijuana-Ensenada, km 18.5

San Antonio del Mar, 22560, Tijuana, Baja California, México

www.colef.mx

D.R. © 2011. Escuela Nacional de Antropología e Historia

Periférico Sur y Zapote s/n., Col. Isidro Fabela, 14030, México D. F.

www.enah.edu.mx

isbn (El Colef): 978-607-479-053-5

isbn (enah): 978-607-484-243-2

Coordinación editorial: Érika Moreno Páez

Corrección: Jorge Pérez Gómez (Página Seis)

Formación: Felipe Ponce Barajas (Página Seis)

Diseño de portada: Lucía López (Página Seis)

Última lectura: Luis Miguel Villa Aguirre

Impreso en México / Printed in Mexico

Memoria vulnerable : El patrimonio cultural en contextos de frontera / Miguel Olmos Aguilera, Lourdes Mondragón Barrios, coordinadores. – 1a ed. – Tijuana : El Colegio de la Frontera Norte; México, D. F. : Escuela Nacional de Antropología e Historia, 2011.

pp. 260, 14 × 21isbn (El Colef): 978-607-479-053-5isbn (enah): 978-607-484-243-2

1. Sitios históricos – Baja California. 2. Baja California – Historia. 3. Tijuana, Baja Ca-lifornia – Historia. 4. Cultura – Baja California – Influencias extranjeras. 5. Indios de Baja California – Música. 6. Indios de Baja California – Religión y mitología. 7. Baja California – Emigración e inmigración. 8. Baja California – Antigüedades. I. Olmos Aguilera, Miguel. II. Mondragón Barrios, Lourdes. III. El Colegio de la Frontera Norte (Tijuana, Baja Califor-

nia). IV. Escuela Nacional de Antropología e Historia (México, Distrito Federal).

F 1246.2 M4 2011

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Índice

Presentación 9Miguel Olmos Aguilera

La novela Tijuana In:

La narcocultura como patrimonio maldito 17Guillermo Alonso Meneses

Bodegas de Santo Tomás:

Patrimonio cultural de Baja California 51María Eugenia Curry

Banquetas del centro histórico de Tijuana 73José Luis López Cárdenas

El patrimonio intangible y el arte musical yumano 89Miguel Olmos Aguilera

El museo comunitario «Asalto a las Tierras» como apropiación y representación personal 113Lourdes Mondragón Barrios

Los vascos en la exploración y colonización

de Baja California durante la época virreinal 133Lawrence Douglas Taylor Hansen

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Historia, arqueología y patrimonio en el antiguo pueblo

Misión de Santo Domingo, Baja California 159Mario Alberto Gerardo Magaña Mancillas

Vidas liminares: Ranchos y rancheros

en el antiguo presidio de Carrizal, Chihuahua 179Patricia Fournier García / Roy Bernard Brown

Espacios ceremoniales en Baja California 217Danilo Andrés Drakic Ballivián

Patrimonio arqueológico

en la frontera norte de Baja California 233Oswaldo Cuadra Gutiérrez

Acerca de los autores 247

Índice de nombres y lugares 251

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Presentación

Hace doscientos años se inventó México, creándose con esto múltiples formas de legitimar una identidad nacional que no se consolidó sino des-pués de cien años con un movimiento revolucionario presente durante los primeros decenios del siglo xx. El proceso revolucionario desembocó en la existencia de un país que, pese a la fuerte difusión nacionalista y la pretensión de homogeneizar el territorio nacional, reconoció a marchas forzadas una nación con múltiples culturas étnicas y mestizas.

Sin embargo, el camino de legitimidad y reconocimiento nacional no se presentó de la misma forma en todas las regiones del país en términos históricos y culturales. En la frontera norte de México, no sólo se inventó un tipo de mexicano, sino que la mitad de ellos despertó un día y ya no lo era más. Una de las principales armas de reconocimiento nacional fue el legado de la patria utilizado como catalizador de los sentimientos nacio-nales. Este patrimonio cultural se diversificó en un número cada vez más importante de prácticas culturales, políticas y sociales que fortalecieron al estado, particularmente en los años treinta del siglo xx, pero que se gestaron desde los últimos años del siglo xix.

La naciente antropología de los años treinta fue en alguna medida el origen de las prácticas patrimoniales, en donde el particularismo histórico heredado de Franz Boas, así como el difusionismo, contribuyeron direc-tamente a una visión antropológica sustentada en áreas culturales. Así, la Mesoamérica de Paul Kirchoff se convirtió en el área patrimonial por excelencia que legitimó, a su vez, un centro estatal hegemónico y cultural (Jáuregui, 2008; Olmos, 2004; Vázquez, 2000).

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Si bien el patrimonio cultural ha sido definido por leyes nacionales y tratados internacionales como los surgidos en la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) –a los que nos referiremos más adelante– actualmente lo patrimonial, tanto en su vertiente tangible como lo que se le ha llamado lo «intangible», posee matices propios de su contexto sociocultural.

Una frontera determina relaciones entre conjuntos de carácter social, cultural o ideológico. Por consiguiente, la toma de posición de los sujetos en relación a un fenómeno cultural interno, cualquiera que éste sea, esta-rá envuelto por la visión de la esfera respectiva, por lo tanto, la toma de acción evocará también los sentimientos colectivos. De la misma mane-ra como reaccionamos ante lo que sucede en nuestro entorno inmediato, construimos nuestro imaginario sobre las esferas ajenas que se encuen-tran del otro lado de nuestra frontera inmediata. En este mecanismo de identidad se sitúan conocimientos como el arte, el poder, la violencia o los bienes patrimoniales que pretendemos heredar a las próximas gene-raciones.

Así, las regiones fronterizas se han caracterizado por ser territorios múltiples y fragmentados en cuyas referencias se fundamenta la diferen-cia cultural. Esta realidad hace que, tanto las políticas patrimoniales como el objeto de las mismas, posean características peculiares que podemos encontrar en regiones y sociedades más homogéneas. En otra ocasión nos hemos referido a las particularidades de las sociedades fronterizas de Mé-xico y Estados Unidos, en donde la memoria de larga duración es efímera y volátil (Olmos, 2007). Este patrón ha hecho que las referencias culturales sean vulnerables, tanto en apariencia como en contenido. Así mismo, el choque entre sociedades con desarrollos económicos y procesos históricos divergentes ha creado no sólo una ética cultural que va más allá de lo que espera una sociedad de la otra, sino que ambas se rigen por normas patri-moniales que valoran y protegen objetos culturales de índole distinta. En este sentido, el patrimonio cultural de la frontera del noroeste de México presenta como fenómeno particular la existencia de ciudades jóvenes que junto con sus zonas aledañas poseen valores patrimoniales que todavía están por definirse, y cuya memoria histórica y colectiva reivindica un pa-

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trimonio cuyas características inmediatas –lo mismo que sus sociedades– pueden ser pasajeras o transitorias.

Sin embargo, si tomamos en cuenta lo que la Unesco en el año 2000 decretó como bienes patrimoniales –tanto los tangibles como los intangi-bles– nos encontramos en la encrucijada de que la apreciación y valoración de los mismos objetos patrimoniales varía por la impronta sociocultural de la frontera.1 Además de la vulnerabilidad, otro aspecto que denota la espe-cificidad de los patrimonios en este contexto fronterizo es la poca atención que han recibido manifestaciones patrimoniales intangibles, como la len-gua kiliwa, de la familia lingüística yumana, en franca vía de desaparición, lo mismo que rituales ancestrales, músicas, danzas y conocimientos trans-mitidos por tradición oral en las culturas indígenas originarias.

Paradójicamente, mientras que a menudo algunos fenómenos de la frontera mexicana como el narcotráfico o la leyenda de vicio y prostitución en Tijuana no merecieran entrar en lo patrimonial impulsados por una ética interna, esos mismos fenómenos forman parte no del patrimonio, sino de una memoria regional reconocida ampliamente en otros contex-tos dentro y fuera del país. Siguiendo a Florescano (1993) diríamos que el patrimonio cultural es una construcción social y no es estático, sino que es percibido de acuerdo con cada época y según el grupo dominante que le otorgue legitimidad.

En este escenario, lo patrimonial se nos revela como una cualidad ad-judicada desde el exterior, que a menudo se puede contradecir con lugares en donde se concentra la memoria colectiva, y por lo mismo no son iden-tificados por toda la población como lugares de origen. No obstante, dicho esquema puede presentarse de manera inversa, ya que mientras algunos objetos patrimoniales –tangibles o intangibles– se presentan altamente valorados en los lugares de origen, pueden ser intrascendentes para las

1 «Formas de expresión popular y tradicional, como idiomas, literatura oral, música, danzas, juegos, mitologías, rituales, costumbres, técnicas artesanales, arquitectura. Espacios culturales, lugares en donde las actividades culturales populares y tradicionales se llevan a cabo de manera concentrada.» Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Primera proclamación de obras maestras del patrimonio intangible de la humanidad.

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políticas patrimoniales a nivel nacional o fuera de las fronteras. En rea-lidad, el parteaguas de lo patrimonial no sólo es el reconocimiento de un objeto arquitectónico, arqueológico, musical o intangible en una políti-ca nacional, sino la existencia de una gran cantidad de objetos y lugares que son patrimoniales en sus valores culturales internos, al representar la memoria colectiva a nivel regional, local o global, pero que no han sido todavía reconocidos en las leyes patrimoniales (Mantecón, 1998). No obs-tante, si tomamos la enseñanza de la vida fronteriza, sabemos que los objetos patrimoniales y las visiones que se tienen de éstos son proclives a tener modificaciones y cambios de manera más rápida que en contextos cuyas referencias culturales poseen mayor homogeneidad.

Los trabajos incluidos en este volumen son una muestra de las para-dojas epistémicas de las concepciones del patrimonio. Con el fin de contri-buir a una reflexión sobre las características del patrimonio de la frontera, este volumen recoge investigaciones que muestran en múltiples facetas la memoria de la sociedad fronteriza. Algunas de estas investigaciones son el resultado del simposio «Cultura Material e Inmaterial en la Construcción del Patrimonio Fronterizo», presentadas en el marco de la «xii Reunión Internacional La Frontera: una nueva concepción cultural», llevada a cabo en la ciudad de La Paz, Baja California Sur, en el año 2007. Además de los textos que participaron en esta mesa de trabajo, hemos incluido otros estudios que, debido a la importancia de su temática y a la escasez de ma-teriales sobreel fenómeno patrimonial en contextos de frontera, son muy útiles para dilucidar aspectos de la problemática patrimonial.

Los capítulos no están ordenados cronológicamente, sino en sentido de lo contemporáneo hacia lo antiguo. La primera parte está dedicada a la cultura urbana y a reflexiones sobre el patrimonio intangible, para des-pués dar paso a los estudios coloniales en el norte del país; en particular sobre Baja California, y un trabajo sobre Chihuahua. Finalmente, presen-tamos investigaciones sobre el patrimonio arqueológico.

De la leyenda negra al patrimonio antiguoConsiderando que la leyenda negra de Tijuana rompe con algunas pautas vinculadas con el patrimonio folclórico nacional, en la primera parte del

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libro en los estudios se pretende describir y analizar la vida y memoria urbana de la frontera, a través de ciertos objetos y pasajes de memoria histórica de la región fronteriza. Mediante el análisis de la novela Tijuana In, colmada de imágenes de la leyenda negra de Tijuana Guillermo Alonso comprueba que este documento es uno de los primeros testimonios ima-ginarios sobre el narcotráfico desde los inicios de los años treinta. Igual-mente, el autor cuestiona sobre la narcocultura, y cómo este libro puede constituir un patrimonio maldito que refleja y reconstituye elementos os-curos de la leyenda tijuanense como parte de la memoria cultural.

Con cien años de antigüedad, las entidades y los objetos de memo-ria de las ciudades fronterizas se desplazan y se cargan constantemente de sentido histórico. Objetos como las banquetas del centro de Tijuana o lugares como las Bodegas de Santo Tomás, de la ciudad de Ensenada, nos hablan del paso de por lo menos tres generaciones. María Eugenia Curry nos ilustra sobre el caso de las Bodegas de Santo Tomás. Esta construc-ción, antes de ser reconocida como patrimonio cultural en el año 2001, sufrió el embate de intereses que no reconocían la importancia memorial del inmueble como patrimonio arquitectónico regional; su recuperación fue producto de un espinoso proceso que terminó en la declaración del inmueble como patrimonio del estado de Baja California. Este caso es re-presentativo de la frontera, ya que lo patrimonial se vio confrontado con otra visión funcional y utilitaria que pugnaba por construir, con cierto consenso, un supermercado al servicio de la población ensenadense.

Lo mismo que los bienes inmuebles, objetos tan sencillos como las banquetas de Tijuana son portadores de memoria. A través de la crónica y descripción de las banquetas de Tijuana, José Luis López nos muestra en este bello ensayo que éstas poseen tanto cualidades tangibles como intangibles. Esto se ve reflejado en la cantidad de recuerdos y añoranzas urbanas de Tijuana, cuyas evocaciones están arraigadas en una profunda representación afectiva de la memoria del siglo xx, como parte de los lu-gares que colman sentido de pertenencia a la población fronteriza.

Tal como hemos señalado, la sociedad fronteriza es múltiple y di-versa. Ejemplos de esta realidad son la existencia de las diferentes cultu-ras, como los indígenas originarios y migrantes, así como una oleada de

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pobladores provenientes tanto del interior del país como del extranjero, incluyendo la población china, rusa, japonesa, francesa y del País Vasco, establecidas en la frontera durante toda su historia. El tránsito o asen-tamiento de estos grupos ha dejado en la frontera objetos, prácticas y hábitos culinarios, de vestimenta y un conjunto de influencias culturales que han enriquecido la región. En este sentido, en el trabajo que presento analizo el patrimonio musical de los indígenas yumanos, destacando la importancia de los bienes patrimoniales intangibles, como la música, la mitología y la vida ritual.

Por otra parte, en la discusión patrimonial no podía faltar la presen-cia del museo como recinto sagrado de la representación de los bienes pa-trimoniales. El trabajo de Lourdes Mondragón sobre el museo Asalto a las Tierras, de Mexicali, revela cómo los bienes patrimoniales, bajo una visión particular, son difundidos y representados mediante el uso de los museos regionales.

Los trabajos históricos contenidos en este volumen ponen en eviden-cia el legado cultural colonial de distintos grupos migrantes que han deja-do huella en la región fronteriza. Por ejemplo, Lawrence Taylor comprueba la importancia que tuvieron los migrantes vascos en la exploración de Baja California durante la colonización. Estudios de esta naturaleza nos mues-tran la manera en que la frontera norte se ha poblado paulatinamente con habitantes de otras culturas y cómo el territorio ha recibido múltiples in-fluencias en su composición sociocultural.

La transformación cultural que destaca para el territorio bajacalifor-niano es, sin lugar a dudas, la impulsada originalmente por la conquista a través de las misiones jesuitas, agustinas y dominicas, entre otras. Poco se sabe de la vida cotidiana de éstas, o de su cultura colonial. Esto debido, en alguna medida, a los pocos estudios sobre el tema y a la dispersión de las crónicas del siglo xviii. Para el caso de las misiones del sur de la península, la historia de objetos de la liturgia católica ha sido bien estudiada (Meyer, 2001). Sin embargo, de los objetos del norte poco sabemos y menos aún sobre la vida de las colonias. El trabajo de Mario Alberto Magaña es una introducción al estudio de la Misión de Santo Domingo en Baja California. Mediante una investigación meticulosa, Magaña dibuja los elementos cul-

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turales cotidianos de la misión, su arquitectura, su cementerio y los diver-sos aspectos que tratan sobre la vida de esta misión californiana.

Los ejemplos de los objetos patrimoniales son múltiples, no así su estudio. La vida cotidiana de los presidios del período colonial construyó paulatinamente la cultura de las sociedades que desembocaron en pue-blos y ranchos con tradiciones provenientes de tiempos coloniales. Así, el trabajo de Patricia Fournier y Bernard Brown nos presenta un estudio arqueo histórico de la vida en el presidio de El Carrizal en Chihuahua. Esta investigación analiza la panorámica de la colonización del siglo xviii en el norte central de México, y cómo se configura la vida ranchera en este territorio. Con análisis arqueológicos y la consulta de múltiples fuentes, los autores analizan minuciosamente la vida cotidiana de un grupo social que desde comienzos de la colonización apuntaba a ser un establecimien-to mayoritario entre la población norteña.

La arqueología nos muestra que los legados más antiguos de la re-gión son pruebas de lo que somos y, por lo tanto, de la importancia de conservarlo. En el sentido retrospectivo de la cronología regional, nues-tra edición termina con dos trabajos arqueológicos sobre el norte de Baja California. Pese a que el trabajo de Danilo A. Drakic sobre los espacios ceremoniales posee, en primer término, una intención arqueológica, el es-critor articula con gran cantidad de datos etnohistóricos y etnológicos las sociedades indígenas contemporáneas con sociedades ya desaparecidas. En dicho trabajo el autor intenta obtener series de correspondencias entre los espacios ceremoniales actuales y sus posibles referentes arqueológicos e históricos, tal como lo muestran algunas fuentes etnográficas. Final-mente, el trabajo de Oswaldo Cuadra nos pone en contexto el patrimonio arqueológico fronterizo de Baja California y los proyectos que se han lleva-do a través de las instituciones de salvamento arqueológico.

Miguel Olmos Aguilera

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Miguel Olmos Aguilera

Bibliografía Florescano, Enrique, 1993, «El patrimonio cultural y la política cultural», El patrimonio

cultural en México, México, Conaculta/fce.

Jáuregui, Jesús, 2008, «¿Quo vadis Mesoamérica?», Antropología, México, Instituto Na-

cional de Antropología e Historia, núm. abril-junio.

Mantecón, Ana Rosa, 1998, «El patrimonio cultural. Estudios contemporáneos. Presen-

tación», Alteridades, México, año 8, núm. 16, julio-diciembre, pp. 3-9.

Meyer, Bárbara, 2001, Arte Sacro en Baja California, México, Instituto Nacional de An-

tropología e Historia.

Olmos Aguilera, Miguel, 2004, «La identidad de la antropología del desierto, Implica-

ciones epistemológicas e institucionales», Hernán Salas y Rafael Taylor, eds., Desierto y

fronteras, El norte de México y otros contextos culturales, México, Instituto de Investiga-

ciones Estéticas-unam, pp. 345-366.

Olmos Aguilera, Miguel, 2007, Antropología de las fronteras. Alteridad, historia e iden-

tidad más allá de la línea, México, El Colegio de la Frontera Norte/Miguel Ángel Porrúa.

Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la

Cultura, 2003, «Primera proclamación de obras maestras del patrimonio intangible

de la humanidad», Pensamiento acerca del patrimonio cultural, México, Conaculta, pp.

270-275, Col. Cuadernos; 3.

Vázquez León, Luis, 2000, «Graebner y la estructura teórica subyacente en la Mesoamé-

rica de Kirchoff», Dimensión Antropológica, México, vol. 7, núm. 19, pp. 167-190.

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La novela Tijuana In: La narcocultura como patrimonio maldito

Guillermo Alonso Meneses

Cuando se reprime es porque no se quiere

saber nada de algo que exige ser reconocido.

Óscar Masotta

La novela Tijuana In está considerada por la crítica especializada la prime-ra obra cuya trama transcurre en la región San Diego-Tijuana-Ensenada. Fue escrita a finales de 1931 y publicada en México, Distrito Federal, en 1932 por la Editorial Cvltvra. Ahí radica su importancia histórica y su po-tencialidad documental, aunque su valor literario es menor, dado su es-caso espesor estético. De su autor, Hernán de la Roca, todo apunta a que se trata de un seudónimo; del libro sabemos que tuvo una historia mis-teriosa, pues se ignoró su existencia durante sesenta años y no se tienen noticias de cómo fue recibido por los lectores en el Distrito Federal, ni de cuántos ejemplares fue el tiraje.

Sin embargo, los rasgos culturales y paisajes codificados en sus pági-nas hacen de ella una pieza importante del patrimonio de la región fron-teriza californiana, tanto en su lado mexicano como estadounidense. Las poco más de 90 páginas y sus 22 capítulos de la edición de 2006 atesoran una impagable información novelada acerca de las actividades del narco-tráfico en esa región a finales de los años veinte y principios de los treinta –hubo una edición facsimilar en 1990; ambas fueron editadas en Tijua-na–. Breves descripciones del Casino Agua Caliente y de otras partes de la ciudad, del cruce de la frontera, de San Diego y otras locaciones completan su bagaje.

El análisis de la obra desde una perspectiva etnohistórica permite dar cuenta de unos rasgos culturales que persistieron prácticamente a lo largo de todo el siglo xx. La novela habla de lo que fue Tijuana como sociedad,

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como casco urbano, como representación o como proyección ideológi-ca. Para captar esos rasgos y las prácticas sociales, manejo una categoría analítica de cultura, de clara influencia boasiana, que se define como: «ese tenaz conjunto de valores y representaciones mentales resistentes al cam-bio» (Cardín, 1990:9).

Esto no significa que las formas y estructuras materiales estén margi-nadas totalmente del análisis. Pero sí es cierto que, para el presente análi-sis, resultan más relevantes epistemológicamente las visiones del mundo y las configuraciones simbólicas que subyacen en el contenido de la nove-la. De hecho, la novela Tijuana In no sólo contiene diferentes formas de ver y valorar lo que ocurría hacia 1930 en la frontera californiana; tam-bién muestra inercias culturales, un conjunto de prácticas sociales, prohi-biciones y prejuicios que aún persisten.

La novela –leída en el año 2009, con una perspectiva histórica– per-mite pensar que ciertas manifestaciones históricas de carácter socio-cultural como el narcotráfico o estrategias para cruzar la frontera –que aparecen en el texto– han persistido a través de más de ochenta años en Tijuana. El mundo del narcotráfico –con su violencia incluida– es una de las temáticas principales de la novela, y distintos hoteles, casinos y zonas residenciales de San Diego, Tijuana y Ensenada sirven de escenario a dis-tintos lances de la trama. Por tanto, entiendo que los años pasaron y algo ha cambiado, pero también que algo ha persistido. Desde un punto de vis-ta epistemológico se trata de la cuestión de la articulación dialéctica entre las estructuras y los acontecimientos o acciones; una cuestión central en las ciencias sociales.

Tijuana In es el nombre que adopta la protagonista principal de la novela –Gloria de Zaragoza– cuando se convierte en la jefa narcotrafican-te de la región. Una metamorfosis que de forma concomitante también es la encarnación o espejo humano de la Tijuana de aquella época, un pequeño poblado que en 1931 no alcanzaba la categoría de ciudad. Una especie de alter ego –tocayismo, dice uno de los personajes– manifestado con la homonimia entre la ciudad y la protagonista, Tijuana In. Eso nos permite partir de la hipótesis hermenéutica de que el retrato moral de la protagonista y el de Tijuana que hizo Hernán de la Roca, el autor de la no-

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vela, contienen «hechos reales» bajo la forma de «hechos literarios». Esta suposición de partida explica por qué el análisis, por un lado, explora los nexos entre la literatura y la realidad histórica, y por otro, realiza desde la antropología la lectura de la realidad «cultural» que fue alumbrada por la novela.

Por último, tenemos un problema, de ser cierto que el autor de la no-vela firmó con seudónimo y que se trató de un forastero, de un turista que llegó de visita desde la ciudad de México, la visión del mundo fronterizo impreso en las páginas no es de un tijuanense o de un vecino familiarizado con la frontera. Sea como fuere, lo cierto es que retrata literariamente el mundo de la narcocultura y lo enclava en la región fronteriza con Tijuana

Fotografías 1 y 2. Las portadas del libro correspondientes a las ediciones de 1932 y 2005.

El dibujo de la original está firmado por A. Flores

Fuente: De la Roca, 1932. Reproducción autorizada por Libros Península, Librería El Día.

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como ombligo. Por eso mismo puede considerarse como la obra fundadora de la leyenda negra en torno a Tijuana y, por su antigüedad, una de las joyas del patrimonio maldito de la ciudad.

El patrimonio de un pueblo o una ciudad son aquellos artefactos –de naturaleza tangible o intangible– que constituyen un bien porque ateso-ran alguna cualidad digna de aprecio. Esta novela y su historia singular, parte de la cual aún ignoramos, es susceptible de ser considerada como patrimonio maldito. Porque hay gente que la aborrece por su temática y contenido, llegándola a despreciar o maldecir. Obviamente, estamos ante un caso de división de opiniones diametralmente opuestas por diferentes razones. De cualquier forma, esta novela existe y algunos pasajes moles-tan a más de un tijuanense –de ahí su dimensión maldita–, pero a pesar de ello es una obra literaria que debe ser conservada, y por tanto asumida como bien patrimonial de la ciudad.

Nudos de literatura, etnohistoria y antropología urbanaLa antropología cultural, tanto en su vertiente de urbana como de etno-histórica, puede aportar claves para la comprensión de realidades huma-nas de carácter histórico o reales, que suelen diluirse bajo distintas formas literarias, orales y textuales. Me refiero a aquellas que necesitan de la me-moria y de la interpretación de la información codificada sobre artefactos materiales que están cultural e históricamente descontextualizados, sin cerrar la posibilidad de ser recontextualizados: pues puede ocurrir que sus orígenes históricos se olvidaron y que en el presente se le haga ju-gar otro papel. El mejor ejemplo es el minarete de Tijuana. Un símbolo aparentemente excéntrico y «elegante» que cifra un discurso en medio de un paisaje urbano. Sólo que hay que leerlo (deconstruirlo) y reconstruirlo hermenéuticamente.

Para explicar sintéticamente cómo se hace esto, empezaré por decir tres ideas pertinentes que planteó en su tiempo Terry Eagleton en un cé-lebre texto. A saber, que la literatura depende de la forma en que alguien decide leer; que «no hay absolutamente nada que constituya la “esencia” misma de la literatura» (Eagleton, 2004:19; las comillas están en el origi-

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nal), y, finalmente, que lo que se considera literatura es «algo» inestable (pp. 23-24). Ya en 1930, un año antes que se acabara de escribir Tijuana In, Roman Ingarden publicó La obra de arte literaria. En ella habla de una estructura estratificada en varios niveles, de armonía polifónica y de for-mación ontológicamente heterónoma. Es precisamente esta coexistencia de complejidad y plasticidad de toda obra literaria lo que permite suponer que en la novela existen claves escondidas o las que permiten aventurar hipótesis explicativas (Ingarden, 1986; Silvia Ruiz, 2006).

Estas cuestiones podrían no preocupar a ciertas corrientes de la an-tropología, si no fuera porque, de la mano de Clifford Geertz (1989) en El antropólogo como autor, se reveló fundamental la dimensión autorial o escrituraria del antropólogo. Especialmente en el capítulo titulado «Estar allí. La antropología y la escena de la escritura». Refiriéndose a la natu-raleza de los textos etnográficos, apuntó: «la antropología está mucho más del lado de los discursos “literarios” que de los “científicos”» (p. 18; las palabras entrecomilladas están en el original). Este planteamiento y leitmotiv provocador alcanza su fórmula argumental perturbadora, por la autocrítica disciplinada que implica, cuando de cierta manera explicita los nexos entre la antropología y la literatura. Refiriéndose a los antropólo-gos, Geertz dice: «Saber cómo se vinculan las palabras con el mundo, los textos con la experiencia, las obras con las vidas, no es cosa que estén acostumbrados a plantearse en absoluto» (1989:145). Y efectivamente, esa práctica de análisis y hermenéutica textual pudo no haber sido habi-tual en la antropología. Pero ahora existen cada vez más ejemplos.

Por supuesto, esta perspectiva no es propiedad de la antropología; quien fue más allá a la hora de relacionar el mundo y el libro –lo que co-nectaría en cierta manera con la estrategia de investigación propugnada por Geertz– fue Jorge Luis Borges, cuando observa: «El mundo, según Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo» (Rodríguez Monegal, 1973:307). De hecho, otro autor como Andrés Sánchez Robayna (1983) ya apuntó que para Vico la metáfora del Texto y el Mundo era «la más sublime», la «metá-fora de metáforas». Esta cosmovisión que concibe la unión entre palabra

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y mundo hunde sus raíces en la prehistoria de las culturas humanas, los ejemplos los podemos encontrar en distintas épocas y autores. Por tanto, retomando a Geertz, Eagleton, Borges y a Ingarden, es factible concebir que «algo» de la realidad histórica de Tijuana y de la frontera deban estar en esa novela de 1931. Toda obra, artefacto o realidad cultural alberga huellas humanas, de ahí que la antropología pueda aportar interpreta-ciones, en este caso de la realidad histórica subsumida en una realidad literaria.

La naturaleza de los lazos entre una novela y la realidad, entre texto y mundo, no siempre son fáciles de establecer. Pero la perspectiva geer-tziana, que es considerada por algunos como posmoderna, también hizo emerger al antropólogo como crítico cultural (Marcus y Fisher, 1986). Un crítico comprometido con, «una práctica y un saber acumulado que habla de la dificultad de traducir experiencias ligadas a contextos concretos, y de la tenacidad de las representaciones mentales y las “visiones del mun-do” frente a los cambios tecnoeconómicos» (Cardín, 1990:13), con esto presento otro instrumento analítico de este trabajo. Esta concepción de la antropología rastrea, con independencia de que sea en los textos o en las ciudades y comunidades étnicas, formas culturales que están consciente o inconscientemente conectadas a representaciones del mundo y de la vida humana. Obviamente, la problemática de esta concepción radica en cómo traducir los conceptos y percepciones culturales vertidos –en el caso que nos ocupa– por un novelista.

Por otro lado, está la cuestión de los nexos entre la literatura y la ciu-dad. Richard Lehan (1998) produjo uno de los empeños más significativos en sintetizar esta amplia cuestión. La primera parte del libro lleva un títu-lo bastante sugerente: «Reading the City/Reading de Text», y nos apunta la idea que hemos insinuado en este capítulo (la traducción es nuestra): «Desde Defoe hasta Pynchon, las formas de leer la ciudad ofrecen indica-ciones de cómo leer el texto, pues la teoría urbana y la literaria se comple-mentan una a otra. De esa manera, podemos mirar a la ciudad desde sus distintos orígenes para encontrar un significado especial. El espectro de tales significados –reales o hipotéticos– es el objeto de este libro» (Lehan, 1998:9).

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Las pautas metodológicas de análisis e interpretación estuvieron orientadas a rastrear en el texto, tanto en la letra como en el espíritu de la letra –el sentido–, rasgos culturales que permitieran conocer en perspec-tiva el patrimonio sociocultural de Tijuana. Los principales referentes de contextualización histórica se obtuvieron de otros textos y de entrevistas a informantes que conocieron de primera mano las instalaciones del Ca-sino Agua Caliente –o por transmisión oral– la Tijuana de aquellos años. Paradójicamente, la novela Tijuana In relata la conversión, ascenso y caída de una mujer narcotraficante, y con base en eso, ha sido reducida a la vil condición de nefanda fuente de la leyenda negra de Tijuana. Cuando en realidad fue una imagen especular y premonitoria de la huella que tendría el narco en la ciudad.

En resumidas cuentas, he intentado leer en la novela Tijuana In lo que de aquella Tijuana maldita de los años treinta quedó atrapado entre los renglones. A veces, ese material o esos significados pertenecían a la visión del mundo interiorizada por el autor. Pero otras veces la visión del mundo escrita respondía a lo que el autor observó en Tijuana y San Diego, en los casinos, los fumaderos de opio y las cantinas. No sería la primera vez que la ficción literaria se hace eco del entorno que la inspiró y refleja objetiva-mente la realidad. Que algunos maldigan el retrato resultante de Tijuana, a mi modo de ver, le confiere riqueza a la novela.

Noche alocada en Tijuana «Good Time in Tijuana»Comencemos por el final de la novela.1 El autor firma que se escribió entre San Diego, California y el Distrito Federal, entre los meses de octubre y diciembre de 1931, y que fue publicada finalmente en la ciudad de México en 1932. Esta ubicación temporal de la escritura y publicación de la obra es una coordenada importante, porque concuerda perfectamente con el con-texto de algunos de los escenarios y acontecimientos narrados. La época en la que el autor estuvo en Tijuana fue, sin duda, posterior a 1930. Porque en la página 59 habla del Agua Caliente (hipódromo) y éste fue inaugurado

1 Manejo la edición del año 2005.

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el 28 de diciembre de 1929, es decir, dos años antes de que el autor acabara de escribir la obra.

La novela tiene veintidós capítulos y el título del primero es signifi-cativo por estar escrito en inglés: «Good Time in Tijuana». Un rasgo es-tilístico pero también cultural, propio de las localidades fronterizas. El texto está jaspeado de anglicismos que, por lo general, no desentonan; desentonan más los continuos guiños a una dudosa erudición con el uso de rebuscados cultismos del español. Tanto en aquellos años como en la actualidad, el vocabulario en inglés o el inglés españolizado están presen-tes en conversaciones o en los carteles publicitarios de las tiendas en la ciudad. Es por esto que la presencia constante de palabras y frases cortas en inglés son un rasgo propio de la realidad transfronteriza.

El autor, lejos de cultivar un purismo lingüístico que marcará distan-cias con lo anglosajón, optó por reflejar la interacción de las lenguas. Fe-nómeno propio de ésta y otras regiones fronterizas. Sin temor alguno a ser acusado de «pocho», que es como se denomina en el norte de México a quienes mezclan al hablar el español y el inglés. Un fenómeno que sigue estando vivo y arraigado, y que lo podemos considerar un recurso estilísti-co original y valiente, pero que constituye una evidencia a favor de nuestra hipótesis hermenéutica de que el autor captó y utilizó hechos presentes en la realidad fronteriza que vivió y conoció, como el narcotráfico.

La novela comienza con el despertar de la joven protagonista, Gloria de Zaragoza, «mexicana de pura cepa, aunque nacida en California», en la habitación de un hotel de Tijuana. Una mancha de sangre en las sábanas, «un ramo de rojos claveles en el centro del lecho revuelto» como metafó-ricamente escribe el autor, deja entrever que tuvo su primera relación se-xual. Lo que había comenzado como una escapada juvenil a Tijuana –desde la Jolla, San Diego, con sus compañeras anglosajonas de internado– acabó en tragedia para su recta moral. La culpa de su desgracia la tuvieron un galán seductor de nombre Germán de los Herreros y la «Ciudad del Vicio». Sin duda, esa desgracia estuvo agravada por el hecho de ser la hija de un «ameritado coronel del Ejército Mexicano, exiliado en California».

Aquí comenzarían a surgir las alusiones a la realidad histórica y con ellas la posibilidad de que hayan inspirado al autor. Ya que por esas fechas

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existió realmente un «ameritado» coronel mexicano exiliado. Desde 1920, el coronel Esteban Cantú se exilió en California, donde residió varios lus-tros. Había sido jefe político y militar desde 1915, hasta que con posterio-ridad se proclamó gobernador del Distrito Norte de Baja California. Por otro lado, antes de llamarse Tijuana, en el lugar existió un asentamiento o poblado llamado Zaragoza. Por eso en 1926 el gobernador Abelardo L. Rodríguez intentó cambiar el nombre de Tijuana por el de Zaragoza, tal como lo recuerda Humberto Félix (2005). Este interjuego entre hechos reales y la novela no termina ahí. Y si en la novela la protagonista era hija de un coronel, acaso lo es porque, en el juego de alegorías, la Tijuana paraí-so de negocios «escandalosos» pudo haber sido «hija» de otro coronel. La historiadora Roselia Bonifaz escribe de Cantú: «En junio de 1916 expidió un decreto autorizando el comercio de drogas heroicas y gravándolo con elevadísimos derechos de importación, fabricación y venta» (1994:141). Lo que convertía oficialmente a Tijuana en paraíso de las drogas.

Volviendo a la novela, aquella relación sexual catastrófica para una señorita puso en marcha la trama. Tras su virginidad perdida en Tijuana y el consiguiente repudio de su padre por la afrenta, los siguientes meses Gloria de Zaragoza los pasó en la quinta de unos familiares –con su prima Amelia– en Coronado. Ese strip exterior de arena de la bahía de San Diego –que todavía hoy es una zona residencial selecta– tiene por emblema la arquitectura victoriana del Hotel del Coronado, y donde todavía hoy ricas familias mexicanas poseen fastuosas residencias, a decir de algunos, nar-cos tijuanenses incluidos. Gloria de Zaragoza enfrentará así un descenso a los infiernos de la mano del remordimiento moral, hasta encarnar todas las potencialidades criminales e inmorales que podía contener la Tijuana de 1930, o para ser más precisos, la región fronteriza de aquellos años. Años prohibicionistas en Estados Unidos y de jugosos negocios vincula-dos al juego con apuestas, al alcohol, el opio y la prostitución en el lado mexicano.

A principios de 1920 –y hasta 1933– la Ley seca o Volstead Act, que conllevó la Enmienda xviii a la Constitución de Estados Unidos, hizo po-sible la prohibición de la producción, venta y consumo de bebidas alco-hólicas. Sólo se salvaron la sidra, el vinagre, el uso médico (sic) de bebidas

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espirituosas y el vino para consagrar en la misa (Escohotado, 1989:271). Los encargados de hacerla cumplir, tanto los prohibiton agents como los narcotics agents, dependían del Departamento del Tesoro. Desde la prohi-bición, el lado mexicano de la frontera se había convertido en un espacio de «libertades». Para Ramón Eduardo Ruiz (2001), el decreto Volstead de 1920, «ese trozo de maldad puritana», es uno de los impulsos claves que detonaron el desarrollo de Tijuana, conjuntamente con «los dólares, la ingenuidad y la afición a la bebida de los norteamericanos». Todas estas circunstancias convirtieron a Tijuana en uno de los campos de batalla mo-ral de la guerra civil entre drys y wets.

El narcotráfico en Baja California en 1931El capítulo iv lleva el título de «La Fiesta» y la vida de Gloria de Zaragoza cambió una noche, en una fiesta con ambiente old spanish (sic) que se ce-lebraba en Balboa Park. Un extenso espacio verde y recreativo donde se celebró la Panama-California Exposition de San Diego en 1915-1916, en honor del descubridor –para Europa– del Océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa. El conjunto de edificios del parque se caracterizan por un eclec-ticismo que conjunta estilos arquitectónicos con características hispanas como el churrigueresco, un vago estilo árabe-moro –moorish, escriben los libros ingleses– o del México virreinal. En ese ambiente y escenario, la fiesta narrada en la novela, con mezcla transcultural de elementos his-panos y mexicanos, coincide bastante con las que alude y critica Carey McWilliams (1968). Estas «fiestas» estuvieron bastante extendidas en el sur de California por aquellos años y, a tenor de lo narrado, el autor de la novela captó muy agudamente algunos elementos.

Gloria de Zaragoza conoce ahí a Sir Richard Wehyman, capitán de la Real Marina de Inglaterra, la célebre Royal Navy, y, entre trago y trago –lo cual sorprende porque estaba prohibido–, la seduce contándole sus haza-ñas entre Londres y «Stambul» (sic) pasando por el Museo del Prado de Madrid. Antes de que acabe la noche, la invita a ir a su barco, que resulta estar del otro lado de la frontera: en México. De San Diego van en coche a Ensenada, Baja California, donde estaba anclado el «yatch» de Sir Richard, de nombre Blue Bird (Pájaro Azul). El lector descubre entonces que, en

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realidad, Wehyman era un audaz bootlegger, que es como se llamaba en el mundo anglosajón a los contrabandistas de alcohol. Un pirata moderno que dirigía una «vasta organización de contrabandistas de licores y drogas estupefacientes». De este modo, siguiendo con la lectura alegórica, si Glo-ria de Zaragoza, luego Tijuana In, perdió la inocencia con un galán mexica-no, fue un galán anglosajón –y británico, para más señas– compatriota de Sir Francis Drake o del stevensoniano John Long Silver, el que la convirtió en narcotraficante.

El Blue Bird resultó ser un sofisticado navío equipado para el narco-tráfico. Estaba matriculado en Vancouver, Canadá, donde radicaba la casa matriz de la «poderosa asociación contrabandista». La descripción que se hace en 1931 del arsenal con el que cuentan los narcotraficantes de aquel entonces y la operación de avionetas en pistas clandestinas del Distrito Norte –hoy estado de Baja California– son de una sorprendente actuali-dad y vigencia:

La banda de Wehyman operaba en gran escala en el productivo negocio de introducir

vinos, opio y otras drogas a los Estados Unidos, dotada de todos los implementos que

la civilización contemporánea ha puesto en manos de la delincuencia: barcos, aviones,

automóviles, motocicletas, y todos esos medios de transportes equipados con eficaz ar-

mamento […] la artillería del buque, las ametralladoras astutamente disimuladas entre

la carrocería de los coches y camiones y bajo las alas de los aeroplanos […] Su base de

operaciones era la Baja California, de allí la frecuencia con que el Blue Bird atracaba en

Ensenada. Wehyman se aprovechaba de la poca vigilancia que se ejerce en la costa del

Distrito Norte para desembarcar su carga prohibida, así como de los naturales campos de

aterrizaje que presenta la sierra en sus valles y hondonadas para despachar sus misterio-

sos pájaros de acero que, como un ave a sus polluelos, llevaban al sediento pueblo ame-

ricano los deliciosos néctares que acarician el paladar y solazan el espíritu (pp. 43-44).2

De sus días en el Blue Bird surge el primer alias que recibe Gloria de Zaragoza: la Capitana. Rápidamente aprende el oficio de contrabandis-ta, convirtiéndose en una narcotraficante eficaz y una mujer sofisticada. Aprende a manejar armas habilidosamente, participa en desembarcos na-

2 Para evitar repeticiones, las referencias bibliográficas en las que no se registra el autor, sólo la página, pertenecen todas a De la Roca, 2006.

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vales de cargamentos de alcohol y estupefacientes hasta la costa califor-niana o transporta en avión cargamentos de opio con destino a Nevada. La amenaza de los guardacostas de la US Navy o de las bandas rivales que se disputaban la clientela de los speakeasies de San Francisco, son la rea-lidad en que se curte. En Estados Unidos denominaban como speakeasies los lugares donde se consumía ilegalmente el alcohol, bares clandestinos, tantas veces evocados en las películas de Hollywood ambientadas en los años prohibicionistas.

Cuando Gloria de Zaragoza ya se había convertido en una experi-mentada mujer narcotraficante, durante una fiesta que se celebraba en el «yatch» asesinan a Wehyman. Un sangriento ajuste de cuentas a ma-nos de una banda rival, que de paso dinamita y hunde al Blue Bird en la Bahía de Tortugas. Esa banda rival era la de Jack el Rojo, mafioso de San Francisco que había sido perjudicado por la competencia de Wehyman. No se olvide que en 1929 se había producido la conocida ejecución de gánsteres en Chicago, conocida como la Matanza del día de San Valentín. Las ejecuciones entre bandas rivales de narcos ya habían comenzado a ser sangrientas. Son los años de Al Capone.

Cabe señalar, para poner de manifiesto una vez más las posibles evo-caciones a la realidad histórica que se hacen en la novela, que en Tijuana al menos entre 1915 y 1925, hubo un pelirrojo mafioso de San Francis-co, James Word Coffroth, alias Sunny Jim, que operó negocios de boxeo y carreras. Fue uno de los socios propietarios del primer hipódromo de Tijuana. Cuando unas inundaciones afectaron el negocio, estalló una seria disputa entre mafiosos estadounidenses. «A raíz de este conflicto se ori-ginó un pleito judicial que costó cerca de dos millones de dólares y duró hasta 1925, enfrentando al grupo de Coffroth con el de Jerome Bassity, uno de los reyes de la maffia (sic) en San Francisco. Coffroth no sólo tuvo que defenderse ante los tribunales, sino que se vio obligado a tomar pre-cauciones contra los pistoleros de Bassity, que lo amenazaron de muerte» (Acevedo et al., 1983:431).

Pero no perdamos de vista que el autor se adelanta en más de 60 años al anunciar el modus operandi del narco: desembarcos clandestinos de car-gamentos, la introducción de drogas a gran escala, equipados con armas,

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vehículos y tecnología eficaz, las omnipresentes ametralladoras para des-hacerse del enemigo y con ellas la violencia implícita.

La mujer fatal y su moderno estilo de vidaGloria de Zaragoza, olvidada su viudez, irrumpe en el capítulo xi con el alias de Tijuana In. Ahí se describe un handicap en el Gran Hipódromo de Agua Caliente, con la concurrencia de la «aristocracia del dólar». Apuestas millonarias, un premio de 140 mil dollars para el ganador y los espectado-res esperando el gran momento con cocktails de «whiskey and soda». Dice el autor de la novela: «Más de diez mil automóviles habían pasado la fron-tera, conduciendo turistas de la Unión Americana ansiosos de presenciar el sensacional evento» (p. 55). Estas avalanchas de visitantes recogidas por el autor no eran nuevas. El 4 de julio de 1920, día de la Independen-cia de Estados Unidos, escriben Acevedo, Piñera y Ortiz: «entraron a esta población 65 mil personas y 12654 mil automóviles» (1983:436). Una vez más lo narrado en la novela y el dato histórico son muy parecidos.

El mexican derby que se describe en el Hipódromo de Agua Caliente acaba con la lesión de la yegua inglesa y favorita: Tijuana. El sorprendente resultado y las reacciones que produjo conforman toda una radiografía moral de aquellos negocios que se asentaron históricamente en Tijuana: «Los tahúres hicieron su agosto», «Lands of thiefs» (sic). En otro momen-to se describe a Tijuana In jugando a la ruleta, envuelta en el aura de una pública reputación mafiosa, fruto de haberse codeado con bootleggers y bandidos. Los clientes habituales de los casinos saben que es la jefa de una banda de contrabandistas que ha burlado a los agentes de la Dry Law, que ha asesinado a un famoso racketeer (mafioso), Jack el Rojo, y que se había fugado de la prisión de San Quintín. «Hasta se añadía que hubo una fricción diplomática porque las autoridades de México no concedieron su extradición» (p. 57). De esta manera, Tijuana In es concebida como «una súperhembra», «una mujer de alma y de mundo», a los ojos de un perio-dista de la capital de nombre Rodolfo del Llano, que se siente atraído irre-sistiblemente por ella.

Las mesas de la ruleta, los paños verdes (green back) para jugar Black and Jack o veintiuna en el Club House son el decorado de fondo de esa parte

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de la novela y una metonimia de la Tijuana como paraíso del juego, la di-versión y el alcohol. Y flotando en el ambiente del casino, la «jettatura», la mala suerte, tan temida por los jugadores profesionales o empedernidos. El autor escribe que Tijuana In jugaba a la ruleta «bajo los artesonados de la “Sala de Oro”» del Casino (Agua Caliente). Este dato es significativo y, a nuestro modo de ver, confirma que el autor conoció las instalaciones del Agua Caliente, aunque la memoria le falló. Efectivamente, los artesonados del Salón de Oro –que es como se llamaba en verdad y no sala– eran impre-sionantes según quienes lo conocieron. Las fotografías y postales mues-tran el predominio de colores y chapados dorados. Las enormes lámparas y el primoroso suelo de madera. Por testimonios de la época también sa-bemos que su ruleta era el juego que a más jugadores atraía y que mayores apuestas recibía.

El capítulo xii de la novela se titula «Hotel Playa» y transcurre en En-senada. Aquí vuelve a confirmarse el dato histórico. El Hotel Casino Playa de Ensenada, luego llamado Hotel Riviera, fue inaugurado el 31 de octubre de 1930, un año antes de que el autor de la novela conociera la región. La escena transcurre en la suntuosa sala colonial de ese Hotel. Un dato a destacar es que el pintor mexicano Alfredo Ramos Martínez pintó varios murales de esas salas entre 1930 y 1931 (Bonifaz, 1983:469-470). Residió en la región mientras aguardaba el permiso para trasladarse a Los Ángeles.

Regresando al perfil de la protagonista, Tijuana In es un as de la ae-ronáutica, llegó a conquistar el título de reina del looping the loop, experi-mentada regatista, bebedora de whiskey de gran aguante, fumadora de hasta 23 pipas de opio (p. 79). Por si fuera poco, el narrador nos dice que Tijuana In es viciosa y criminal (p. 62). Setenta y siete años después, la actual ciudad de Tijuana suele ser percibida como una ciudad viciosa y criminal. Acaso porque la actual Tijuana heredó la leyenda negra de lo que acaeció en aquel entonces, como anotan Leobardo Sarabia (2005) y Hum-berto Félix (2005) en los textos introductorios a la reedición de la novela.

Hay dos aspectos-costumbres que ayudan a afirmar que el autor quiso hacer del personaje de Tijuana In una mujer pionera, innovadora o mo-derna. Por un lado, tiene una casa rodante, pullman la llama el autor –el equivalente a los actuales motorhome con que los turistas estadounidenses

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recorren la Baja California–, que igualmente era un coche blindado y arti-llado. Por otro lado, Tijuana In recorría la Baja –la península– en compañía de Cora, su «criada negra» (sic), y como si de actuales turistas se tratara, «partía hacia los bosques de la sierra y las playas solitarias» (p. 71). Lo que podría interpretarse como que ya en aquel entonces visitantes estadouni-denses de la cercana California se adentraban a turistear por las terrace-rías bajacalifornianas en casas rodantes.

Otro dato que nos conduce a referentes históricos es que Cora, la cria-da, se quedaba en el «fortín automóvil» (sic) escuchando los conciertos que reproducía el radio. Este dato es verosímil porque sabemos que en el Hotel Casino Agua Caliente, en esa época, había una emisora de radio: la xebg Voz de Agua Caliente. Además de que en aquellos años ya se podía sintonizar estaciones de radio estadounidenses. Sin embargo, lo más sorprendente de las intuiciones del autor es que los coches blindados son una pieza impor-tante de los actuales jefes narcos en la Tijuana de principios del siglo xxi.

Alusiones al paisaje urbano y a negocios de TijuanaEl autor de la novela describió más y mejor la ciudad de San Diego, en el lado estadounidense, que a Tijuana. Geográficamente, los escenarios identificables de la región fronteriza de la novela abarcan, hacia el norte, San Juan Capistrano, donde hoy se conservan los restos restaurados de una de las misiones de la Alta California, a más de un centenar de kilóme-tros de Tijuana; y, hacia el sur hasta el puerto de Ensenada, a un centenar de kilómetros de Tijuana. Igualmente, las escenas donde se mortifica y flagela Tijuana In transcurren en parajes de la carretera Tijuana-Ensenada, muy cerca de donde se halla el lugar denominado El Mirador y la playa de Salsipuedes, que se caracteriza por los espectaculares acantilados a orillas del Océano Pacífico.

Las pocas veces que se describe algún rincón o local de la ciudad de Tijuana, se entremezclan juicios morales y estampas vívidas del quehacer cotidiano, que podríamos escuchar o ver hoy en día en cualquiera de los antros. El siguiente pasaje parece un travelling por la avenida Revolución y es un buen ejemplo de lo que apuntamos (p. 24; las palabras entrecomi-lladas están en el original):

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La mañana, clara y fresca, ponía cierto ambiente de pureza en la Ciudad del Vicio, que

iniciaba sus punibles actividades. Las cantinas y «cabarets» de enfrente, con sus rótulos

de colorines llamativos, ya estaban abiertos, preparándose para refrescar la garganta

de los turistas, ansiosos emigrantes del «País de la Prohibición». Los camiones de la

«Mexicali Beer» descargaban a cientos los barriles de espumeante «negra» y «blanca».

Los mozos y cantineros pulían los mostradores y limpiaban el vaserío.

Tijuana como la «Ciudad del Vicio», destino de los emigrantes del País de la Prohibición. Mirado con ojos actuales, nos parece algo increíble que una cerveza con alcohol fuera un producto ilegal. Otras veces, en el trasfondo de las páginas, cuando en Tijuana a los narcos se les llamaba bootleggers y racketeers, pasean autos roadster en medio de la bruma que procedente de Playas suele llegar a la zona del Río, se habla de los gamblers de Agua Caliente, de tahúres, de los Green backs o verdes tapetes de las mesas de juego, de cabarets, de envenenadores vulgo-cantineros –el pro-blema del aguardiente adulterado es un problema actual en ciertos antros de Tijuana–, etcétera. Los cabarés que le daban amparo a la prostitución y los casinos cerraban la oferta inmoral y maldita.

Pero, sin duda, es el capítulo xiv, el titulado «Aroma de Oriente», que la manifestación de la narcocultura local adquiere su cénit. En él se descri-be el interior y las interioridades de un fumadero de opio. Posiblemente así debieron ser los fumaderos de opio de Tijuana y Mexicali. Habitaciones decoradas con dragones de marfil sobre laca negra de la China en el techo, paredes tapizadas en tonos oscuros, la presencia de un «Budha de oro» (sic) sobre altar de malaquita, lámparas votivas de jade verde, cojines y animales disecados en el piso: pieles de oso, de tigre, de hiena. Un chino «cocinando» (sic) las pipas de bambú, donde crepitan las «perlas» (sic) de opio.

Curiosamente, ahí aparece otra singularidad de la novela. Una solita-ria nota a pie en la página 69, donde el autor cita a Farrère –autor de Fu-mée d’opium, de 1904–, reconociendo su influencia en el pasaje que evoca un cuento oriental.3 Esta cita ha pasado inadvertida entre los prologuis-

3 Claude Farrère es el seudónimo de Frédéric Henri Bargone, ganador del primer permio Goncourt en 1905. Sabemos que Humo de opio fue traducida y publicada al español en

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tas y analistas de la novela, cuando resulta de suma importancia porque arroja luz sobre alguna de las fuentes de inspiración del autor de la nove-la. El siguiente pasaje de Antonio Escohotado nos ayuda a contextualizar lo que tenía el autor in mente y, de paso, a recordar que los fumaderos de opio de Tijuana tenían sus equivalentes en otras partes del mundo, un precoz indicador de globalización (1989:203-204):

Lo cierto es que mientras persiste el proyecto colonial francés en Indochina persiste

una corriente de tomadores de opio que encuentra en L. Tailhade, P. Loti y C. Farrè-

re sus principales apologetas desde la segunda mitad del xix. Miembros de la Aca-

demia, los tres coinciden en la ecuación propuesta por Farrère: «vida = sueño; opio

= realidad». Pero declinan ya los gustos románticos, y sus relatos carecen del matiz

trágico-patético de las Confesiones; son más bien simples alabanzas, que en Tailhade

–cabeza del llamado parnasianismo– se acercan a la glorificación,4 mientras en Loti y

Farrère, oficiales de la marina y novelistas, se combinan con descripciones exóticas de

Oriente. Cierto escrito de éste último, Humo de opio (1904), será uno de los mayores

éxitos de ventas en su tiempo, y a principios del siglo xx hay en Francia varios miles

de fumaderos,5 montados al estilo de Saigón. El fármaco está sometido en las pose-

siones coloniales francesas al mismo régimen que el tabaco, y constituye un lucrativo

monopolio estatal.

Por tanto, tendríamos pasajes y motivos inspirados en obras de otros autores, ya que hubo fumaderos de opio en Tijuana y en París, lo cual le quita originalidad a la leyenda negra de Tijuana. Donde ahora el opio ha sido sustituido por el crack o el cristal; y se inhala una metanfetamina en estado gaseoso que llaman ice.

La cartografía de locales de la Tijuana de aquellos años fue traída a colación en un diálogo que jugó con el doble sentido. Una conversación «alburera» entre Tijuana In y Rodolfo, que transcribimos a continuación –las palabras entrecomilladas están en el original– donde salen a colación locales emblemáticos de la Tijuana de aquellos años (p. 76):

1925, por Ediciones Literarias.4 Sobre todo en Le jardín des rêves (1880) [nota a pie de la cita original].5 Varenne, 1973, pág. 118 [nota a pie de la cita original].

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—Es que tú tomas demasiado a pecho lo del tocayismo. Hasta me dan ganas de pregun-

tarte dónde tienes el «Foreign Club» —Gloria cambió, seguía la broma:

—No te lo diría: más bien sabes dónde tengo «El Molino Rojo».

—¡Sí! En esa boca divina que me embriaga —quiso besarla.

—¡No, mi amiguito! Está usted castigado por blasfemo. No volverá a tocar mi «Zorro

Azul», ni a disfrutar en «Midnight Follies».

Sabemos que el «Foreign Club», «El Molino Rojo», el «Zorro Azul» y el «Midnight Follies» fueron locales que existieron históricamente y que en su momento eran de los más importantes. Están documentados incluso con fotos, donde los letreros tienen el nombre del local en inglés y en espa-ñol, como el «Blue Fox» o «Zorro Azul», uno de los cabarés más afamados de aquella época, ubicado en la Avenida Revolución. Otro fue el «Foreign Club», casino, restaurant y cabaré, que estaba en la esquina entre la calle Cuarta y la Revolución, y que fue el primer local de Tijuana donde actuó Rita (Margarita) Hayworth (Cansino) con el grupo de su padre, antes de subir de escalafón y trasladarse al Agua Caliente.

El libro Gobierno y casinos, de José Alfredo Gómez (2002) recoge va-rias referencias que confirman que el autor, para no ser de la región, se do-cumentó con lo acaecido años atrás. Por ejemplo, el barco de Wehyman se llama Blue Bird (Pájaro Azul) y en Tijuana hubo una cantina llamada El Pá-jaro Azul (p. 80). La base de operaciones la tenía Wehyman en Ensenada, y en Ensenada hubo un vicecónsul inglés que fue acusado de contrabandear licores y un depósito gigantesco de licores cuyos dueños eran ingleses que operaban, como en la novela, desde Vancouver hasta Ensenada (Gómez, 2002:127-128). Curiosamente el Blue Bird de la novela estaba matriculado en Vancouver.

Más adelante encontramos que la casa de Tijuana In es «una elegante quinta que se había hecho construir en una de las lomas que dominan el pintoresco valle, entre Tijuana y Agua Caliente» (p. 63). Llama la atención cómo este pasaje separa el núcleo original de Tijuana de las afueras donde se construyó el casino, un área que hace tiempo fue engullida por la urbe. Posiblemente ubica la casa en lo que actualmente se conoce como la Ca-cho. Todavía hoy, desde ahí hasta la zona del Hipódromo o el consulado de Estados Unidos, con las Lomas de Chapultepec en lo alto, y todas ellas con

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vistas sobre el valle del río Tijuana, se asientan las colonias más selectas de Tijuana. Lo único que se nos describe del interior de la casa es la deco-ración de frescos, con motivos de la mitología grecolatina, y se menciona a un pintor, «Ordóñez». Artista de fama cuya firma marcaba la genialidad de la obra y que fueron destruidas sin miramiento, cuando en un acto de expiación la quinta fue transformada en asilo-sanatorio para ancianos y desvalidos.

Este personaje fugaz de la novela pudo estar inspirado en el pintor Alfredo Ramos Martínez, que antes vimos que estuvo en esos años y pintó en Ensenada antes de pasar a Los Ángeles, donde se consagraría como uno de los grandes pintores mexicanos del siglo xx. Por otro lado, la quinta conocida como Quinta de los Contreras es una construcción que data de aquellos años y que aún está habitada. Todavía hoy guarda la huella de una

Fotografías 3 y 4. Minarete, Tijuana; perspectiva y detalle

Fuente: Guillermo Alonso, archivo particular.

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belleza y un esplendor lejanos. Y su presencia confirma la existencia de una quinta donde se supone estaba la quinta de Tijuana In.

El cruce de la línea fronteriza y la ciudad de San DiegoEl capítulo xv es interesante porque describe un cruce de la frontera. El comienzo es significativo –las palabras entrecomilladas están en el origi-nal–: «Rodolfo, tengo el capricho de ir a San Diego, a La Joya, a San Juan Capistrano; quiero burlarme de los “bulldogs” que me olfatean y acechan en “La línea”» (p. 71). El argot utilizado en ésta y otras frases debe ser original de la época. Así, esos bulldogs podrían ser la actual «migra», los miembros del Custom and Border Protection –el cbp, por su nombre en inglés–. Y también el apelativo «los primos» parece un sinónimo de policía (p. 71). «La línea» –que el autor también entrecomilla–, todavía hoy se refiere indistintamente a la frontera en general a lo largo de la ciudad de Tijuana o al puerto de entrada por donde se realiza el cruce documentado. E incluso tiene un tercer sentido, la línea de autos formados en filas que esperan cruzar la línea fronteriza.

Este capítulo contiene la descripción de pautas de comportamiento valiosas sobre el cruce de la frontera de la época. Tijuana In y Rodolfo se colocan sendas pelucas rubias para hacerse pasar por turistas y no tener que presentar documentos o pasaportes con visas. Sabemos que ya en aquel entonces, los anglosajones güeros cruzaban sin problemas con so-lamente declarar al guardia su condición de americans. Hasta antes de los atentados del 11 de septiembre del 2001, los ciudadanos estadouniden-ses al llegar a la garita solían reingresar a Estados Unidos pronunciando la fórmula mágica: «US citizens» o «americans». Palabras que operaban como aquél «Ábrete Sésamo» de la película Alí Babá y los 40 ladrones, fór-mula que abría la puerta de piedra de la cueva-refugio. Sin embargo, desde el año 2007 las autoridades de Estados Unidos comenzaron a exigir el pa-saporte a sus ciudadanos, con lo que la declaración verbal de ciudadanía dejó de ser una fórmula válida para entrar a Estados Unidos.

Una vez en San Diego, el narrador habla del hotel El Cortez de San Diego, que aún está en funcionamiento en la parte alta del Down Town,

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y todavía puede verse de noche ese «rojo cartel lumíneo» (sic) del que se habla en la novela, con el nombre El Cortez. También habla del ferry que lleva a Coronado –el actual puente no existía–, pero no se refiere correc-tamente al más importante Hotel del Coronado. Esto lo leo como una evidencia que demuestra que el autor conoce superficialmente la región, o –lo que es lo mismo– que ciertamente estaba de visita en San Diego y Tijuana. La vaguedad a la que me refiero se encuentra en la página 74, cuando ignora el nombre del Hotel del Coronado, y lo llama El Gran Hotel, describiéndolo como «remedo de gótica arquitectura». Cuando se trata de un ejemplo de arquitectura Victoriana en madera que fue inaugurado en 1888 y está considerado ahora monumento histórico.

No obstante, apunta un dato cultural interesante, ya que los protago-nistas escuchan música de jazz-band saliendo del hotel. Otra observación atinada en la novela da cuenta de la actividad militar de San Diego, la base naval más importante de la costa Oeste y del Pacífico. Esta base ae-ronaval fue potenciada cuando Estados Unidos entró a la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En la novela se alude a los acorazados de la flota y a los aviones militares que realizan prácticas de vuelo en el cielo, sobre la bahía de San Diego. Exactamente igual que ahora, aunque hoy en día son más usuales los helicópteros, en el extremo sur, cerca de la frontera con México.

La excursión por el condado de San Diego la hacen en un roadster modesto, de second hand con «placas del otro lado», «como los que usa a cientos de miles el pueblo americano» (p. 71), y que Sarabia (2005) identi-fica como un Ford T. Hoy en día, 78 años después, por las calles de Tijuana circulan miles de coches, no sólo de second hand sino de tercera y cuarta mano, y también con «placas del otro lado», generalmente de California. Esta irregularidad se debe a que la población de bajos recursos tijuanense accede a esos carros «ilegales» y baratos que ya no serán comprados en el otro lado y que muchas veces ya no conviene regularizar por lo relativa-mente costoso del trámite de importación.

El sentido medular de la descripción de San Diego que se hace en la página 75 es de una actualidad asombrosa. A un comentario de Rodolfo sobre «qué bonito es San Diego» –la publicidad actual reza: «San Diego,

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America’s finest city»–, ella contesta (75: las palabras entrecomilladas es-tán en el original):

Sí, una ciudad perfecta; limpia, pulcra, laboriosa; es un templo de la virtud y del tra-

bajo; pero sin alma, sin vida, automatizada; hasta los timbres eléctricos que regulan

su tráfico suenan lúgubremente; la gente camina por las aceras como muñecos, con la

mirada fija y el sentimiento tenso en su ideal utilitarista: «business and Money». En

tanto que allá, en mi pueblo –y se oprimía con las manos el pecho como si lo llevara

dentro–, suenan incesantes los cascabeles de la alegría: el «jazz», las risas, las canciones

y esa sublime melodía del tintineo de las copas. ¿No ves cómo los más inteligentes van

a buscar a mi tierra lo que aquí les falta?

Nótese que la protagonista, «mexicana de pura cepa, aunque naci-da en California», dice mi tierra refiriéndose a Tijuana, a México; no dice «nuestra tierra». Y esto podría ser un indicio de la extranjería del «narra-dor» de la novela o del autor. Así mismo, llama la atención que la crisis económica post-crack de 1929, que cuando se escribe la novela está en su apogeo, no esté reflejada.

La literaturidad de Tijuana In y la leyenda negraLa primera constatación a la que se puede llegar tras leer Tijuana In es que esta «novela corta» o folletín está mal armada, y que el estilo del autor es muy sencillo, lo cual no quita que esté redactada correctamente. Todo apunta, no obstante, a que su publicación pudo haber sido improvisada o apresurada, porque el autor redujo la estructura a una sucesión de boce-tos. O, por ejemplo, porque renunció al desarrollo de algunos personajes fundamentales para entender a la protagonista, como el del padre o el de Germán, a los que no dedicó más de un puñado de renglones en toda la novela. De igual manera, algunas tramas como la venganza se cierran rápida y apresuradamente. La obra final no está pulida en su estructura ni en el estilo, una de sus características es el abuso pedante de adjetivos o de guiños a una erudición apantalladora.

El resultado final fue una novela folletín sin espesor literario o es-tético. Esta naturaleza de novela corta parece haber pasado inadvertida para algunos críticos locales, que parecieron no ser capaces de ver que está

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concebida, no a lo Thomas Mann, Dos Passos o Musil, sino como folletín de los que circulaban a fines del siglo xix y principios del xx en el mundo hispano. Aun así, como ya se señaló, sus páginas contienen una impagable información novelizada acerca de las actividades del narcotráfico en la re-gión a fines de los años veinte y principios de los treinta.

Desde otro punto de vista, autor y novela tienen el mérito de imagi-nar y retratar a la que es muy probablemente una de las primeras mujeres narcotraficantes de la literatura mexicana, algo así como la antecesora ar-quetípica de Camelia la Texana o la «mejicana» de la novela La reina del Sur de Arturo Pérez-Reverte. Eso hace que el personaje principal, Gloria de Zaragoza, alias Tijuana In, resulte una mujer que llega a emanciparse de los hombres, se convierte en una mujer libre y liberada por obra y gracia del narcotráfico o bootleging, suponemos que se acostó con quien le dio la gana, bebe scotch y fuma opio. El argumento es bastante original, si no fuera por ese final donde se acaba flagelando como una santa y se arre-piente de su vida pecaminosa; un final consecuente con la moral imperan-te de aquellos primeros años treinta en México, donde apenas cinco años atrás se había producido la guerra cristera. Y sería demasiado pedir que Tijuana In hubiese acabado como la heroína de aquella canción interpre-tada por Willie Nelson –que cantó junto con Ray Charles en una versión inolvidable– titulada «Seven spanish angels», o como Camelia la Texana, la protagonista del narcocorrido popularizado por Los Tigres del Norte.

Sin embargo, para la crítica local pasó inadvertido ese relámpago de libertad y desmadre femenino de Tijuana In. Hay que valorar que la pro-tagonista es mujer, mexicoamericana, tijuanense de adopción, narcotra-ficante y que hizo con su vida lo que quiso en su paso por Tijuana y San Diego. El argumento es atrevido y me atrevería a decir que no ha sido superado por la realidad. Algo que aquilata la leyenda maldita de la novela.

Por otra parte, el narrador maneja rasgos estilísticos propios de la época, como los guiños al psicoanálisis, al conocimiento del mundo o una erudición a todas luces limitada –por mucho que hable de quimonos, de Stambul (sic), del escultor griego Fidias, del escritor «Carlos Dickens» o utilice cultismos como «ignívomas», «hetera», «ebúrnea», etcétera–. Aun-que hay originalidad en el uso del adjetivo «lombrosianos» para calificar el

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rostro de unos criminales (p. 53); Lombroso fue el fundador de la antro-pología criminal, defensor de la tesis del «criminal innato» y en sus libros los retratos de criminales fueron un recurso científico.

Resulta original, igualmente, que el autor le confiera verosimilitud fronteriza a los diálogos o plasme lo que escuchó en aquella lejana Tijua-na-San Diego, intercalando frases, expresiones y palabras en inglés. Un recurso estilístico que es característico de cierta literatura fronteriza con-temporánea. Él debió ser de los primeros, si no es que el primero, en vis-lumbrar la potencialidad estético-literaria de ese bilingüismo e idiomática «contaminación» –en el sentido de Carlos Fuentes–, para mejor plasmar la interacción social y las expresiones culturales que se funden en esta parte de la frontera. Por decirlo claramente y sin rodeos: ¡Oh, sorpresa!, el autor se adelanta temática y estilísticamente en más de 60 años a muchos escri-tores que se nos venden como innovadores. Y la audacia de declararse ame-ricans para no enseñar el pasaporte o el id (identity document), demuestra muy claramente la persistencia de prácticas culturales de la frontera –me atrevería a decir que ese fue un recurso habitual hasta el 2001– y que el autor fue un buen sintetizador de la atmósfera sociocultural.

Arriesgando más en las apreciaciones, la descripción de la atmósfera de la carrera en el hipódromo o en el fumadero de opio, justifican por sí so-las el intento del novelista. Hay aspectos visionarios o futurísticos, como el carro blindado y artillado de Tijuana In –antes que el agente 007 de Ian Fle-ming–; en la actualidad el coche blindado es un recurso de narcotraficantes poderosos y una industria que tiene demanda en Tijuana. Otros aspectos, como la forma de despilfarrar el dinero en el juego y bebiendo, retratan prácticas muy actuales del narco. La novela, a pesar de su brevedad, des-cribe los estragos de las drogas y el alcohol, y las ostentaciones de lujos in-sensatos propios del mundo del narcotráfico, como baños con champagne.

Otro aspecto interesante, y no hay que acusar de moralina –y prejui-cios al autor, ya que tienen el valor histórico de documentar la percepción que se tenía de Tijuana en aquella época, especialmente en el sur de Cali-fornia– son los improperios y metáforas denigrantes contra la ciudad. «La Ciudad del Vicio» (pp. 22 y 24), «Húmedo villorrio» y «the hellish mexican town» (p. 25), o (las palabras entrecomilladas están en el original): «“La

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alegría de Tijuana”, ¡una diosa cruel y mala que envenena y roba sin pie-dad?» (p. 76). Aunque el colofón pudiera ser éste, cuando Rodolfo le dice a Tijuana In que abandone ese «poblacho, inficionado por todos los miasmas de la lujuria y el vaho de los borrachos» (ibídem), y se vaya con él a regene-rarse a México –suponemos que al df, que en aquellos años era todavía la región más transparente del aire.

Como quiera que se mire, el autor de la novela tiene el eco de una visión negativa de Tijuana, que en buena parte se debe a los estadouni-denses. En cierta manera, registra e ilustra un conjunto de percepciones negativas que han alimentado la leyenda negra y que en este trabajo las concibo como constituyentes del patrimonio maldito de Tijuana. Acusarlo de ser uno de los autores intelectuales de la leyenda negra tijuanense es excesivo. Cosas peores se han escrito de El Cairo, Tánger, París o Barcelona y nadie se escandaliza.

El Hotel Casino Agua CalienteEn el hotel casino se producen algunos de los mejores momentos de la no-vela, tanto en el hipódromo como en el legendario Salón de Oro. El origen de este complejo de esparcimiento fue el manantial de aguas termales que se hallaba a tres kilómetros al sureste de la incipiente población de Tijua-na. Años antes de la novela, al menos desde 1889, esas aguas termales ya eran explotadas por una compañía estadounidense llamada Agua Caliente Sulphur Hot Spring. En torno a ellas se habilitaron unas modestas insta-laciones que pronto fueron apreciadas por los turistas que buscaban reme-dios para dolencias, como el reumatismo y la artritis. El negocio aparece regenteado años después por miembros de la familia Argüello, dueños de las tierras, y se construye el Hotel Hidalgo de Agua Caliente. Hasta que los herederos del terreno, que formaba parte del Rancho Tía Juana, lo venden en 1926 al general Abelardo L. Rodríguez, gobernador del Distrito Norte. Él se asoció con los empresarios estadounidenses Long, Wirth y Crofton para emprender el negocio del hotel casino.

El matrimonio de arquitectos de San Diego, Wayne y Corine McA-llister, fueron los encargados por Baron Long, empresario hotelero y de hipódromos, para diseñar y hacer el proyecto. La idea de partida era la

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de un hotel que recordara una antigua misión californiana, con un casino y otras instalaciones de esparcimiento. En 1927 comenzaron las obras. Los materiales de construcción –como el cemento o la madera– se traían de San Diego. Los azulejos del hotel y del casino fueron importados de España. El centro turístico conformado por hotel, casino, restaurant y galgódromo se inauguró el 23 de junio de 1928, con la asistencia de la aristocracia de Hollywood. Las fotos de la época muestran un edificio con una espadaña de un solo vano culminando la fachada del hotel, de cla-ra reminiscencia californiana, amplias techumbres de tejas a dos aguas, vigas de madera, artesonados, galerías con arcos de medio punto, jardi-nes, etcétera. El casino tenía salas de póker, ruleta, bacará, veintiuno, y un reservado especial para jugadores de grandes recursos, el Salón de Oro, magníficamente decorado con lámparas colgantes, cuadros con pinturas francesas y muebles a imitación Luis xv (Tamés, 1983).

Poco después, la empresa creó el Jockey Club para fortalecer el ne-gocio de las carreras y se inauguró el hipódromo a finales de 1929, junto con el spa. A la entrada de este balneario de estilo neo-mudéjar había un arco ojival recubierto de azulejo polícromo y la escalera de ingreso con una fuente de cerámica vidriada con el dios Pan –un guiño de resonancias latinas–, que habla claramente de un eclecticismo exótico. En torno a la alberca o piscina había un conjunto de bancas, recubiertas de mosaicos con diseños estilo Art decó, que se conservan hasta ahora.

El espaldarazo publicitario dado por las estrellas de Hollywood a aquel auténtico oasis concebido hedonistamente para el descanso y la diversión de clientes acaudalados, a quienes no parece haber afectado el crack de 1929, fue decisivo. La combinación de los mitos old spanish y old Mexico con el de la diversión en Tijuana, fueron parte de los factores tras el sor-prendente éxito que rebasó las expectativas de los inversionistas. Desde un primer momento, el número de visitantes excedió todas las previsio-nes y hubo que agrandar la cocina del hotel o ampliar aproximadamente tres veces el espacio del casino. La zona de habitaciones se amplió con 33 bungalos, que todavía hoy existen y están habitados –algunos con am-pliaciones horrorosas–, al igual que árboles originales, como varios pinos, palmeras o un laurel de indias centenarios. Así mismo, se construyó una

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planta de energía a vapor, cuya chimenea fue diseñada por el matrimonio McAllister en forma de minarete, recubierto en parte de azulejo y un re-mate de hierro forjado en una sola pieza que lo corona. Hoy es uno de los iconos emblemáticos de Tijuana.

El complejo turístico fue completado con un campo de golf y un aeró-dromo donde aterrizaban los aviones trimotores Ford de los acaudalados clientes. Llegó a haber un puente aéreo entre Los Ángeles y Tijuana. La línea de ferrocarril San Diego-Arizona que pasaba por Tijuana y la vecina Tecate por razones del relieve abrupto que hay del lado estadounidense, y tenía una parada cerca del casino. Y se construyó una carretera pavimen-tada que conectaba la frontera y el centro urbano de Tijuana, por la actual avenida Revolución. La electricidad llegaba de Estados Unidos. También había una escuela primaria para los hijos de los empleados y la estación de radio.

Las instalaciones contaban con un restaurante ubicado en el Patio Andaluz donde se celebraba espectáculos como el de Tarde Mexicana. Fue ahí donde comenzó Margarita Cansino, después conocida como Rita Ha-yworth, o donde actuaba la orquesta de Benjamín Benny Serrano, com-puesta íntegramente por músicos mexicanos. Otro elemento importante fueron los jardines, por su diseño y gran variedad de especies botánicas, obra del arquitecto paisajista George Body que había participado en 1915 en el diseño de los jardines del recinto de la Panama-California Exposi-tion, actual Balboa Park de San Diego.

El éxito del complejo turístico Hotel Casino Agua Caliente se explica por distintos factores que confluyeron en aquellos años de entreguerra. Primeramente, la pacificación posterior a la Revolución y la consolidación de Tijuana, al igual que tantas otras localidades fronterizas, como lugar de diversión para cientos de miles de estadounidenses. Esas circunstan-cias habían creado una corriente turística que, cuando se le incorpora el glamour de las estrellas de Hollywood, acabó atrayendo a millonarios ex-céntricos y la masa de turistas buscadores de diversión, juego y bebidas. Sin duda, el concepto hotel casino no es nuevo, existía ya en Montecarlo (Mónaco) y en La Habana, y siguió expresándose en otros lugares como en Montevideo, con el Hotel Casino Carrasco.

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El Agua Caliente de Tijuana combinó elementos que encontramos en otras partes del mundo, con otros excepcionales, simbolizados en el concepto de old Mexico, las misiones de la California hispana, las fiestas que se celebraban en el sur de California, el exotismo de Oriente y de lo la-tino tal como lo construía Hollywood, desde Lawrence de Arabia, a Rodol-fo Valentino, etcétera. Es decir, este eclecticismo «cultural», que además está reflejado en la novela Tijuana In, habla en cierta forma de exotismo para consumo de turistas estadounidenses propio de aquella época y de la construcción asimétrica de las relaciones y percepciones interétnicas entre «lo estadounidense» y «lo mexicano».

Aquel mundo de ensueño se desvaneció con la misma celeridad con la que fue levantado. El final del período prohibicionista en Estados Unidos en 1933 y, poco después la prohibición de los juegos de azar en México en 1935, decretada por el presidente Lázaro Cárdenas, fueron determi-nantes. El hotel fue cerrado en 1937, expropiado en 1939 y convertido en centro escolar, que más tarde daría paso al Centro Escolar Agua Caliente donde actualmente están asentadas la Escuela Preparatoria Lázaro Cárde-nas, a cuya planta de maestros se integraron profesores españoles refugia-dos de la guerra civil, la Escuela Técnica Industrial Número 1 y la Escuela Secundaria Federal Lázaro Cárdenas.

La narcocultura y el tráfico de drogas en la regiónLa importancia de la región Tijuana-San Diego en la conformación y arrai-go de una narcocultura con características locales tiene su principal factor en la frontera internacional o la colindancia de dos estados con disímiles legislaciones y desarrollo estatal. La mayoría de los pueblos y culturas del mundo tienen ritualizado o reglamentado el uso de las drogas de distinta naturaleza, para lograr sosiego o energía, para alterar la consciencia y el ánimo. Es decir, hay una dimensión en toda narcocultura que está norma-lizada socialmente. Sin embargo, las sociedades occidentalizadas crearon un grave problema social al llevar al campo de la ilegalidad la mayoría de drogas y narcóticos del mundo. Y su estigmatización moral produjo un sinfín de leyendas negras y reputaciones malditas.

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El origen de la leyenda negra asociada a Tijuana está en el mercado negro de narcóticos, que produce delincuencia, actividades ilegales graves y violencia. Este mercado negro fue inducido con las leyes Harrison –que regula los narcotics– primero, y la Volstead –prohibición del alcohol– des-pués, en Estados Unidos en el período 1900-1920. Durante esos años, sectores conservadores impusieron una visión distorsionada ideológica-mente acerca de distintas drogas como el alcohol, el uso de derivados del opio y de la coca. Esa visión es la que, con cambios formales, siguen man-teniendo la mayoría de estados y gobiernos en sus legislaciones. Ejemplo de esta manipulación ideológica de la realidad, producto de una moralidad represora, la «respetable» Anti-Saloon League afirmaba sobre el hábito de beber: «no sólo es criminógeno, ruinoso para la salud, corruptor de la ju-ventud y causante de desunión marital, sino germanófilo y traidor a la patria» (Escohotado, 1989:269; citando a Sinclair).

Ejemplo de cómo algunos estados han explotado la narcocultura a su antojo lo ofrece el opio. Éste estuvo sujeto a las políticas imperialis-tas de Inglaterra y Estados Unidos en Asia desde mediados del siglo xix. Así como al flujo mundial de chinos culis, que no por casualidad coincide con la abolición de la esclavitud en el primer tercio del xix, una corriente migratoria que es la que explica la rápida expansión del consumo de opio fuera de Asia. Fue en los chinatowns de San Francisco y Nueva York, donde se abrieron los primeros fumaderos dirigidos a la población china. La po-blación de origen occidental consumía el opio de otras maneras distintas al de su inhalación. En ese sentido, aunque la primera medida restrictiva contra el opio de carácter federal en Estados Unidos data de 1914, ya la al-caldía de San Francisco –como el Congreso de California– había adoptado medidas prohibicionistas antes de 1890. Estas afectaron principalmente a la población china en su capacidad de importar o en la elaboración de opiáceos para fumar (Escohotado, 1989:176). Es por eso que distintos es-tudiosos coinciden en que aquellas prohibiciones se debieron a considera-ciones racistas y no médicas (ibídem:178).

Hacia 1905 se estima que había 300 000 estadounidenses con «há-bitos» de consumo de opiáceos y cocaína (Escohotado, 1989:186). Es la figura del dope fiend (adicto) que había sido tolerado por la sociedad sin

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mayores problemas y que por lo general conseguían sus dosis en el siste-ma farmacéutico. El movimiento antiprohibicionista de alcohol alcanza su punto álgido en el decenio de 1910 y coincide con la expansión nacional de organizaciones como la Anti-saloon league. Por ese entonces, fumar en público estaba prohibido en más de doce estados, y en pocos años se dupli-có esa cifra. Hasta 1916 el whiskey y el coñac estaban en las listas de dro-gas medicinales, pero en 1920, bajo el prohibicionismo, se acepta que con prescripción médica se venda un pequeño grupo de bebidas alcohólicas.

El resultado de los años de la Ley seca en Estados Unidos no pudo ser más devastador. Tras trece años, el soborno a los prohibition agents y la co-rrupción en distintos estamentos del estado se extendieron, los traficantes se «volvieron» actores violentos –la novela Tijuana In lo refleja claramen-te– que asesinaban tanto a la policía como a la competencia. El negocio se hizo rentable y adquirió dimensiones inimaginables. Ante esas pruebas, la enmienda xxi deroga a la xviii tras esos trece años, pero el daño ya estaba hecho. Aquel período no sólo fue el soplo fundacional del moderno crimen organizado, el Crime Inc., con miles de millones en beneficios, también for-taleció unas organizaciones que dejaron tras de sí miles de asesinados y millones de intoxicados con lesiones graves por ingerir destilaciones vene-nosas –por ejemplo, alcoholes hechos con madera.

El desarrollo y arraigo de la narco-cultura en Tijuana y Mexicali, a sabiendas de que hay especificidades históricas en diferentes épocas, está en su colindancia con el sur de California. En un primer momento constituían el lugar de la permisividad para los vecinos del norte, pos-teriormente son rutas de entrada naturales para el narcotráfico. El siglo xxi ha comenzado con la consolidación de los cárteles mexicanos como miembros poderosos del Crime Inc. en Estados Unidos. Y con una guerra sin precedentes que ha convertido a ciudades como Tijuana, Mexicali o Ciudad Juárez como sangrientos campos de batalla del narcotráfico y ca-pitales de la narcocultura.

Especialmente en el último cuarto del siglo xx, organizaciones ori-ginarias de Sinaloa se adueñaron del negocio y las plazas. Desplazaron a los colombianos en el tráfico de la coca, produjeron suficiente marihua-na para atiborrar el mercado estadounidense y han sido innovadores en

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los laboratorios de producción de metanfetaminas. La estética narco, los narcocorridos o el culto al «cuerno de chivo» (fusiles ak-47), dieron una vuelta de tuerca cuando las ejecuciones y torturas a partir del año 2007 crearon una «puesta en escena del crimen» de un sadismo nunca antes vis-to. Decapitaciones y mutilaciones con narcomensajes, cuerpos deshechos en ácido o «hechos pozole» y secuestros de víctimas que son ejecutadas tras cobrar el rescate.

Precisamente una dimensión especial de la narcocultura es la del ar-got que produce para expresarse y para ser descrita. Nuevas palabras con fuerza expresiva que acaban en códigos de comunicación de la violencia: encobijado, encajuelado, enteipado, levantón, cuerno de chivo, etcétera. Otras tienen prosapia lingüística académica: sicario, mafioso, asesino, ba-lacera, tiro de gracia. Todo lo cual forma parte de una realidad y de un pa-trimonio cultural maldito que estigmatiza a una ciudad y a una sociedad.

Conclusiones: una novela con un final premonitorioEl capítulo xxii, titulado «Fuego redentor», narra el incendio de «la man-zana comercial» de Tijuana. Algo así como la destrucción del corazón de la Tijuana inmoral, explotadora de las bajas pasiones humanas. El accidente fue ocasionado por un cantinero que se escapó a fumar a la trastienda y por negligencia prende los barriles de alcohol de caña, con los que se hacían las falsas bebidas de importación, lo que desató el fuego purificador. Ese día y en ese momento muere Tijuana In y se pone el punto final a la novela.

El autor resultó visionario cuando fue capaz de intuir la existencia de un ethos y una cultura transfronteriza, al detectar la implantación y poder económico del narcotráfico o al darle un papel privilegiado a las llamas destructoras de Tijuana. Tras el cierre del complejo Agua Caliente en 1937 y su expropiación en 1939 comenzó la decadencia y el saqueo. La torre del faro fue destruida por un incendio y demolidos sus restos en los años cincuenta. Una réplica fue construida en los ochenta, muy cerca de donde se unen la avenida Revolución y el bulevar Agua Caliente. El Salón de Oro del antiguo casino, donde Tijuana In juega en la novela, fue destruido por las llamas en 1967. En 1975 se demolió la mayoría de los

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edificios del complejo turístico de Agua Caliente. Aquel mundo de ensue-ño, del que la novela se hace eco, se desvaneció con la misma celeridad con la que fue levantado.

Del complejo turístico de Agua Caliente, ecléctico en lo arquitectó-nico y en el entorno vegetal, queda un pequeño conjunto formado por el Minarete o alminar –que esconde en su interior la chimenea de la sala de máquinas del complejo–, la alberca y un conjunto de bancas en torno a ella recubiertas de mosaicos con diseños estilo Art decó, un arco ojival recubierto de azulejo polícromo y la escalera de ingreso con una fuente de cerámica vidriada.

La presunta inmoralidad de Tijuana y la leyenda negra a ella asocia-da sólo puede explicarse porque en ella convergen visiones del mundo antagónicas: una «dionisíaca» y otra moralista. El juego y las apuestas, el alcohol y los espectáculos, un estado débil y funcionarios corruptos, la prostitución y las actividades mafiosas se insertaron en el villorrio que nacía formando parte de la estructura oportunista de la economía de mercado. La alianza del libertino y el capitalismo que parece una cons-tante de los últimos siglos, y, por otro lado, la alianza de la religión y la moral política conservadora. Sea como fuere, el crimen organizado nació y se nutre de los dólares de Estados Unidos; las múltiples cabezas de la hidra se han ramificado por México y su capacidad de regeneración sigue intacto. Y mientras tanto, mientras la violencia y la narcocultura siguen reproduciéndose en la sociedad tijuanense, el patrimonio maldito se acrecienta. Siendo la novela Tijuana In o los vestigios del arrasado Hotel Agua Caliente partes rescatables de ese conglomerado de experiencias humanas que llamamos narcocultura y de su dimensión como patrimo-nio maldito.

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Bodegas de Santo Tomás: Patrimonio cultural de Baja California

María Eugenia Curry

El 7 de septiembre de 2001 se publicó en el Periódico Oficial del Estado de Baja California el decreto del ejecutivo del estado mediante el cual se de-claró patrimonio cultural del estado al conjunto arquitectónico Bodegas de Santo Tomás, localizado en la ciudad de Ensenada, Baja California. La declaratoria de catorce edificios como zona protegida en la categoría de distrito urbano de acuerdo al artículo 5 de la Ley de preservación de Baja California (Congreso, 1998), marcó un hito en la historia del movimiento de preservación del estado y del país por las características que rodearon el proceso de la declaratoria, en un marco de descentralización de la ges-tión sobre la preservación del patrimonio cultural y con la participación de amplios sectores de la sociedad.1

La iniciativa de protección de esta zona nace a partir de un movimien-to ciudadano que comenzó un año y ocho meses antes del decreto, ante la amenaza de destrucción de los inmuebles más significativos en la historia de la industria del vino en Baja California, con el objetivo de la construc-ción de un supermercado de la cadena Calimax. Gracias a la existencia de la Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja California –la

1 El semanario cultural Bitácora de Baja California, en su edición del jueves 13 de Septiembre del 2001, menciona en primera plana, que para llegar a la conclusión del procedimiento fue necesaria la valiosa participación de numerosas personas: promotores culturales, artistas, intelectuales, estudiantes, maestros, autoridades y ciudadanía en general.

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cual es una modificación de la Ley de patrimonio cultural del estado de Baja California (Congreso, 1995)– se logró por primera vez en la historia del estado, una participación de grupos organizados de la sociedad en la pro-tección de su patrimonio. El proceso de la declaratoria se desarrolló en un clima de tensión, incertidumbre y desconfianza junto con un aprendizaje mutuo para todos los actores involucrados.

La noticia de la emisión de la declaratoria del distrito urbano Bodegas de Santo Tomás en los primeros días de septiembre de 2001 por el gobier-no estatal, captó la atención de organizaciones de preservación de varias ciudades del país y del sur de Estados Unidos que se encuentran inmersas en la lucha por la protección de patrimonio cultural del siglo xx.2 De esta manera, el movimiento de Bodegas trascendió el ámbito local y se convir-tió en un ejemplo digno de análisis a nivel nacional e internacional.

En este artículo, se analiza el proceso de gestión y participación ciu-dadana que permitió evitar la demolición de Bodegas de Santo Tomás y promovió su declaratoria como patrimonio cultural de Baja California. Se explica la cronología del movimiento, resaltando la forma en la que se or-ganizó la sociedad civil para presionar a las instancias competentes para la aplicación de la Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja California por primera vez, enfatizando los principales obstáculos que se presentaron y las soluciones que se utilizaron para vencerlos.

2 Carmen Álvarez (Reforma, 15-ix-2001) destacó que «la noticia, que pasó desapercibida para la prensa estatal, fue dada a conocer este viernes por el Consejo Ciudadano para la Cultura y las Artes en Morelos (cccam)». Citó a Rafael Laddaga, coordinador de difusión del cccam, quien señaló que «el triunfo de la ciudadanía en Ensenada sienta un gran precedente, porque demuestra que las empresas comerciales ya no pueden pisotear los enclaves culturales que definen la identidad cultural de las distintas ciudades y regiones de México». La nota agrega que Daniel Márquez, vocero del Patronato pro restauración y conservación del ex Colegio Jesuita, A.C., de Pátzcuaro, Michoacán, dijo que «el triunfo de Ensenada fortalece a los mexicanos que se oponen a que las cadenas comerciales, u otros intereses, destruyan sus enclaves culturales». Funcionarios de la Dirección de Vinculación Cultural y Ciudadanización del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes señalaron en la misma nota «que darían a conocer la próxima semana su punto de vista sobre el éxito de los ciudadanos que lograron detener las máquinas en el complejo arquitectónico e industrial de Ensenada». La noticia se difundió por Internet en el sur de California, entre la comunidad dedicada a la preservación.

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Descripción y valor cultural del conjunto Bodegas de Santo TomásEl conjunto de edificios de Bodegas de Santo Tomás se conformó entre 1913 y 1950, en la parte más antigua de la ciudad de Ensenada. Una par-te de estos edificios sirvió como cuartel militar en una primera etapa y el conjunto actual formado por catorce inmuebles, sirvió como bodegas para la producción del vino Santo Tomás por casi sesenta años, y en los últimos años del siglo xx como espacio para actividades culturales de la comunidad.

Bodegas de Santo Tomás es la vitivinícola más antigua de Baja Cali-fornia y sus actividades han estado estrechamente ligadas a la vida econó-mica, social, política y cultural de la ciudad de Ensenada durante todas las épocas de su historia desde la etapa misional hasta el presente.

El conjunto está conformado por edificios industriales de planta rec-tangular de diversas dimensiones, con muros de adobe, ladrillo o concreto y techos con armaduras de madera y cubiertas de acero, concreto, lámina o teja. De los catorce inmuebles destaca el antiguo cuartel del xxv Batallón de Infantería que fue adaptado como bodega y que es tal vez el edificio de adobe más grande que existe en Baja California. Otros inmuebles relevan-tes son el edificio de Vinos Espumosos o Sala de Champaña, la Embotella-dora Vieja y las antiguas oficinas en estilo californiano, en cuyo interior hay un balcón, motivos de herrería y azulejos, así como una caja fuerte antigua. La Sala de Tintos que se utilizó como sala de conciertos antes de cerrar el conjunto al público, albergaba grandes toneles de vino que fueron adecuados para palcos, tres toneles de 25 mil litros cada uno y diez más de aproximadamente 41 mil litros cada uno de pino rojo californiano, así como maquinaria antigua, usada en el proceso del vino. La llamada Sala de Blancos, es un edificio que contiene barriles de 5 mil y 10 mil litros de roble y pino rojo. En el exterior hay un antiguo filtro Sperry de bronce.3 El resto de los inmuebles son edificios de las oficinas administrativas, alma-cenes y la antigua Bodega de Fermentación.

3 Los toneles de vino en madera y la maquinaria podrían ya no encontrarse en el interior del conjunto, el cual se encuentra cerrado al público a raíz del proceso de la declaratoria.

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Fotografías 1 y 2. Carretera Transpeninsular, 1943.

Fuente: Ulises Irigoyen, Archivo Histórico de Tijuana. Reproducción autorizada por el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Tijuana.

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El conjunto de edificios de Bodegas de Santo Tomás tiene un enorme valor histórico para la ciudad de Ensenada y para el estado de Baja Califor-nia, ya que en él se reflejan diversas épocas del crecimiento urbano y eco-nómico de la región. Estos edificios adquirieron una enorme importancia cultural y social para la comunidad con el paso del tiempo, por ser repre-sentativos de la historia y cultura del vino de la entidad. A partir de 1990 el conjunto se convirtió en un espacio de reunión e identidad comunitaria conocido como Centro Cultural Bodegas de Santo Tomás.

La preservación del patrimonio cultural en Baja California al final del milenioHasta 1995, la preservación del patrimonio cultural de Baja California era una actividad atendida de manera exclusiva por las instancias de gobierno federal representadas por el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Instituto Nacional de Bellas Artes, dependientes del Consejo Nacio-nal para la Cultura y las Artes. De acuerdo a los artículos 28, 33 y 35 de la Ley federal sobre monumentos y zonas arqueológicos, artísticos e históricos (lfmzaah) de 1972, el Estado es responsable del rescate, conservación y preservación del patrimonio arqueológico, histórico y artístico en México a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia para lo produci-do antes de 1900 y del Instituto Nacional de Bellas Artes para lo posterior a esta fecha, siempre que haya sido declarado por su valor relevante. Los obstáculos que la centralización de funciones de la preservación genera en estos dos institutos son ampliamente conocidos;4 entre otros destaca la negativa, en la práctica, de las instancias federales hacia los gobiernos estatales, las autoridades locales y la sociedad civil de realizar cualquier

4 El centralismo que caracterizó a la administración pública en México durante todo el siglo xx ha sido la política institucional predominante en la gestión del estudio y conservación del patrimonio cultural y es el mayor obstáculo para su preservación. A pesar de que el gobierno federal contempla la descentralización administrativa expresada en el artículo 115 y en la Ley de planeación, la aplicación de los principios y mecanismos de participación ciudadana, sustento de la planeación democrática, siguen plagados de prácticas viciadas y burocratismo que hacen inoperante los principios establecidos por la reforma del Estado.

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función de importancia para colaborar en la protección del patrimonio producido antes de 1900. Aunque la ley federal contempla la protección de patrimonio del siglo xx, en la aplicación de la misma se da prioridad a los monumentos prehispánicos, coloniales y sólo a casos excepcionales del siglo xx, cuando son considerados representativos de la historia nacional.

La lfmzaah ha resultado obsoleta después de casi cuarenta años de haberse publicado, generando un debate en los últimos años por parte de organizaciones no gubernamentales, restauradores de monumentos, antropólogos, historiadores y arqueólogos, quienes han manifestado la necesidad urgente de adecuarla a la realidad actual.5 La descentralización es una de las alternativas de solución que se han propuesto, para lo cual se requiere la elaboración de leyes estatales y esquemas de la administración pública que reconozcan a la preservación como una parte importante de la planeación urbana y regional.

Las deficiencias de la ley federal afectan principalmente al norte del país, cuyo patrimonio cultural está formado de manera dominante por ejemplos del pasado reciente y de las industrias tradicionales, algunas de las cuales datan del Porfiriato. Numerosos inmuebles, estructuras y ma-quinaria de cervecerías, ferrocarriles, fábricas de harina, de aceite, de café, del vino, siderúrgicas o ingenios con valor cultural e histórico han sido reemplazados, abandonados, saqueados, alterados o destruidos con vis-ta a la modernización, al no existir medidas claras para su protección en un contexto nacional. Este problema se agudizó en Baja California en los últimos decenios ante el avance de la globalización económica y el libre comercio que propiciaron el desplazamiento de las industrias y las formas de vida tradicionales. Por eso desde principios de 1990 diversos grupos de

5 El 7 y 8 de febrero de 1996, se realizaron diez mesas de análisis en materia de política y legislación cultural, organizadas por la Comisión de Cultura de la lvi Legislatura de la Cámara de Diputados. La mesa de Patrimonio material e intangible de la nación fue la que más ponencias recibió en todo el foro, y contó con 480 propuestas de los 78 ponentes registrados. El subtema ordenamientos jurídicos tuvo 185 propuestas y 204 el subtema políticas, lo que representó 82 por ciento del total de las propuestas. El subtema organismos tuvo 79 propuestas, 7 el subtema Artículos constitucionales, el subtema estímulos y apoyos a la creación 5 propuestas.

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la sociedad e instituciones del gobierno estatal promovieron la creación de una ley de preservación del patrimonio cultural para Baja California.

La primera versión de la ley fue realizada mediante un proceso de amplia participación ciudadana y con la asesoría del Comité Mexicano del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (Icomos) bajo los auspi-cios del Instituto de Cultura de Baja California (icbc) y publicada en 1995 como Ley de patrimonio cultural del estado de Baja California. Sin embargo, la ley permaneció en el olvido por tres años, al cabo de los cuales se hizo una revisión más exhaustiva, en la cual se determinó modificarla para que ofreciera mejores soluciones a la problemática del patrimonio de la región fronteriza. De esta manera se hizo una reclasificación del patrimonio, más acorde a las necesidades regionales, y se agregaron artículos de protección ante posibles amenazas de destrucción del patrimonio. Las modificacio-nes se publicaron en 1998 y la ley cambió su nombre a Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja California (Becerril).

El movimiento ciudadano que promovió la conservación de Bodegas de Santo Tomás pudo actuar gracias a la existencia de la Ley de preser-vación, y tiene demandas similares a las de otros grupos localizados en diversas partes del país y del mundo, que luchan en contra de las fuerzas de la globalización económica que afecta el patrimonio cultural de manera drástica. Las batallas en contra de la construcción de franquicias o super-mercados en Estados Unidos o en México son ejemplos de este movimien-to internacional. Estas cadenas corporativas son acusadas de llevar a la quiebra a los pequeños negocios o de destruir recursos culturales signifi-cativos al instalarse en zonas de valor histórico.6

La enorme necesidad que existe en el estado de Baja California por proteger el pasado reciente, ocasionó que la primera aplicación de la Ley de preservación se diera en respuesta a una emergencia de destrucción y en un contexto de participación y movilización ciudadana inusitado. Las

6 Un caso contemporáneo al de Bodegas fue el del Casino de la Selva en Cuernavaca, Morelos, donde se destruyeron murales y obras de valor arquitectónico para construir un Wal-Mart, a pesar de las protestas de la población local y de la comunidad nacional e internacional.

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amenazas de demolición del conjunto cultural Bodegas de Santo Tomás –localizado en el centro de la ciudad de Ensenada y el cual data de principios y mediados del siglo xx– se suscitaron para construir en su lugar un su-permercado, siendo el móvil que empujó a la aplicación urgente de la ley. La protección y declaratoria del conjunto, que se encontraba catalogada en una mínima porción por el Instituto Nacional de Antropología e Historia desde 1985, fue promovido por la Comisión de Preservación del Municipio de Ensenada, instancia creada por el Instituto de Cultura de Baja Califor-nia, organismo encargado de la aplicación de la ley, y a petición de un gru-po ciudadano de Ensenada autodenominado Comité pro conservación del Centro Cultural Santo Tomás, creado con el único propósito de rescatar el conjunto de edificios históricos de la industria del vino.

La Ley de preservación demostró ser una herramienta efectiva para salvaguardar los edificios de Bodegas considerados valiosos para la histo-ria social, política, económica, cultural, artística, científica y tecnológica de Ensenada. El proceso de rescate y declaratoria se distinguió por la excelente capacidad organizativa de los ensenadenses, y la respuesta y apoyo brinda-do por el icbc a la demanda de la sociedad; ya que en el rescate del patrimo-nio, el rol de la sociedad es determinante, pero no siempre es registrado por los historiadores. En este artículo se hace un reconocimiento a los actores del movimiento ciudadano que influyó para que la declaratoria de Bodegas fuera posible por ser el primer caso en su tipo en Baja California.

Movimiento pro conservación del Centro Cultural Bodegas de Santo Tomás7

En febrero de 2000 circularon por la ciudad de Ensenada los rumores de que la llamada Sala de Tintos del conjunto conocido como Bodegas de

7 Esta cronología está basada en información de la presidenta del Comité pro conservación Bodegas de Santo Tomás, Martha Edna Castillo Sarabia, el decreto de la declaratoria de Bodegas de Santo Tomás, minutas de las sesiones del Consejo del Patrimonio Cultural e informe de Actividades Legislativas del 2000 del diputado Sergio Loperena. Parte de la información también es retomada de los periódicos Frontera y El Mexicano de Baja California, el semanario San Diego Reader de la ciudad de San Diego, y el periódico El Financiero de la ciudad de México.

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Santo Tomás sería demolida para dar paso a un estacionamiento para un supermercado,8 y de que los propietarios del conjunto, quienes viven en la ciudad de México, cancelarían el fin cultural que en los últimos años se le había dado a los edificios de la industria del vino desde que se trasladó 70 por ciento de las operaciones al Valle de Guadalupe. Ya que la información que circulaba estaba basada en rumores y en algunas acciones concretas que habían tomado los dueños de los inmuebles –como el cierre de even-tos en la Sala de Tintos y la renta de parte del conjunto de las bodegas y edificios que se localizan en la parte posterior a la cadena de tiendas Calimax–; el temor de destrucción de parte o todos los edificios empezó a incrementarse entre la población.

La incertidumbre sobre las acciones de los desarrolladores urbanos, los propietarios de grandes supermercados, operadores de franquicias y de todas las compañías multinacionales que proliferan en el mundo, es re-sultado de la globalización económica, es una de las características actua-les de nuestro sistema de planeación a nivel local y regional: esto ocasiona cambios negativos a la imagen urbana y rural de nuestro país. En lugar de que todo proyecto que se ubica en zonas de valor histórico sea dado a conocer antes de realizarse para determinar su posible impacto en la vida comunitaria, la imagen urbana, la economía del lugar y el medio ambien-te, la ciudadanía se entera de lo que sucede hasta que el nuevo inmueble o conjunto se encuentra frente a nosotros y ya no se puede hacer nada. El simple requisito de colocar un letrero que informe a la comunidad qué es lo que se construye y quién es la compañía responsable del proyecto y las obras es uno de los derechos mínimos que debe tener una comunidad. En el caso de inmuebles o áreas susceptibles de ser declaradas patrimonio cul-tural del estado, es fundamental determinar el posible impacto negativo que puedan ocasionar las nuevas obras a su entorno, la historia y la vida comunitaria, ya que está en juego la destrucción de bienes no renovables.

8 Calimax escogió el espacio ocupado por Bodegas aparentemente con base en un estudio de mercado que mostró que la tienda Gigante, cercana al conjunto, es la que mayores ventas registra en el estado. Los inmuebles no habían resultado rentables para los propietarios por el uso cultural que se les había dado en los últimos años.

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La Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja California contempla la realización de dictámenes técnicos para estos casos, partien-do del principio de que debe prevalecer el interés público sobre el privado.

El conjunto formado por los inmuebles de Bodegas de Santo Tomás comprende toda una calle, en ambos lados de la acera, la cual ha podido mantener una integridad casi completa a través de los años, por el pre-dominio de edificios históricos relativos al tema de la industria del vino y de la arquitectura industrial de principios de siglo. Esta característica de homogeneidad e integridad histórica hizo candidato al conjunto para ser declarado patrimonio cultural del estado en la categoría de zona pro-tegida y distrito urbano, así como en la zona de entorno, lo cual establece limitaciones para el uso del suelo o cambios a las características arquitec-tónicas y urbanas de todo el conjunto y su entorno inmediato. Con base en esto, diversos funcionarios públicos, artistas e investigadores sensibles a la preservación del pasado histórico apoyaron la iniciativa de un grupo de ciudadanos que demandó que el conjunto se conservara en su integridad física y con un uso que no demeritara sus valores.

El grupo de ciudadanos que encabezó el movimiento en defensa del patrimonio cultural de Bodegas estuvo conformado por miembros de asociaciones civiles, colegios de profesionistas, instituciones educativas, empresarios, estudiantes, amas de casa y ex trabajadores de la empresa. La estrategia de movilización que utilizaron consistió en la realización de cartas personales, cartas abiertas, mensajes a través del Internet, solici-tudes de audiencia al dueño de Bodegas y a los empresarios del super-mercado para dialogar, así como solicitudes a las instancias de gobierno para interceder. Una de las peticiones fue apoyada por mil 500 firmas de ciudadanos y otra por mil estudiantes de primaria.9

El gobierno municipal es la instancia ideal para resolver los conflictos entre los intereses del propietario, de la comunidad y de la preservación del

9 Antonio Cossio Ariño, dueño del conjunto Bodegas de Santo Tomás vive en la ciudad de México y por la falta de contacto con la comunidad, no parecía interesado en la preservación del conjunto. Esta situación es común en Baja California donde muchos de los propietarios de inmuebles antiguos viven en otros estados del país o en Estados Unidos.

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Fotografías 3 y 4. Dos aspectos de las Bodegas de Santo Tomás, en Ensenada

Fuente: María Eugenia Curry, archivo particular.

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patrimonio, por los poderes que tienen para determinar los usos de suelo, otorgar permisos de construcción y de demolición y establecer lineamien-tos para conservar la imagen histórica y cultural de la ciudad. Gracias al sis-tema legal de Baja California, el gobierno local junto con el estatal pueden detener la destrucción y alteración del patrimonio en el momento en que lo deseen. Sin embargo, en esta primera etapa del conflicto ninguna de estas dos instancias actuó, dejando que creciera.

La noticia de la situación que vivía la comunidad de Ensenada tras-cendió a la comunidad artística, académica y cultural del estado, lo que generó descontento y un incremento de los actores sociales que se mani-festaron a favor de la preservación. Destacan entre otros el director del Centro Cultural Tijuana, así como columnistas y académicos que empe-zaron a escribir artículos en los principales periódicos de la región, expre-sando su desacuerdo con el cierre del conjunto como espacio cultural y por su futuro incierto.

El 28 de febrero, la Comisión Municipal de Patrimonio Cultural de Ensenada, instancia creada con base en la Ley de preservación estatal, en-vió una solicitud al icbc para que los inmuebles del conjunto Bodegas de Santo Tomás fueran declarados patrimonio cultural del estado en respues-ta a la petición del grupo ciudadano. De esta manera, la representante del icbc en Ensenada se encontró repentinamente ante la situación de tener que negociar con todas las partes involucradas en busca de un consenso. Después de diez años de su creación, el icbc no había participado nunca en un caso similar de protección del patrimonio cultural. Sin embargo, a pesar de la falta de experiencia en casos como éste, la actuación de la representante del icbc fue notable por su apego a la ley y por su poder de conciliación.

El 7 de marzo, ante la negativa de respuesta por parte de empresarios, propietarios de los edificios y las instancias de gobierno; el grupo ciudada-no redactó una carta abierta que apareció en el periódico regional El Mexi-cano dirigida al presidente de la república, Ernesto Zedillo, al gobernador del estado y al presidente municipal de Ensenada; se solicitó su apoyo para establecer el diálogo entre empresarios y la reunión de una comisión ciudadana formada por trece responsables de instituciones y asociaciones

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civiles y seis miembros del comité ciudadano para discutir el tema. Esta reunión no fue posible por la negativa de los empresarios a reconocer que los inmuebles tuvieran valor cultural.

El 9 de marzo, el representante del icbc informó que quedaba instau-rado el procedimiento de declaratoria de los inmuebles Bodegas de Santo Tomás, notificando el día 13 de febrero a Vapor Fomento Cooperativo, S.A. de C.V., la empresa parcialmente propietaria de Bodegas de Santo Tomás.

El 15 de marzo, el presidente municipal de Ensenada aceptó partici-par en una reunión con la representante del Instituto Nacional de Antro-pología e Historia, el Instituto de Cultura de Baja California y el Comité ciudadano, para buscar interceder ante la familia Fimbres, dueños de las tiendas Calimax. Aparentemente los esfuerzos no fueron exitosos ante la negativa, una vez más, de los empresarios al diálogo.

El 16 de marzo, el diputado ensenadense Sergio Loperena Núñez ges-tionó un punto de acuerdo ante la xvi Legislatura para que el gobernador

Fotografía 5.Bodegas de Santo Tomás, Ensenada

Fuente: María Eugenia Curry, archivo particular.

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del estado –el licenciado Alejandro González Alcocer– apoyado en la Ley de preservación, donde declaró a los edificios y su entorno como patri-monio cultural del estado. El diputado Loperena menciona en su Informe de Actividades Legislativas del 2000 que intervino porque se trataba de una auténtica demanda ciudadana y porque estaba en peligro la identi-dad cultural, aclarando que esto no quería decir que no apoyara la pro-piedad privada. Menciona en dicho documento cómo «los ensenadenses recordaban con nostalgia la pérdida de espacios vinculados con su pasado histórico, como la desaparición de los edificios escolares originales de las escuelas Maestro Matías Gómez y Maestro Justo Sierra, la mutilación ar-quitectónica y saqueo del ex hotel Rivera de Ensenada, la desaparición in-dolente de nuestras misiones, el riesgo del deterioro paulatino del museo Goldbaum, así como la falta de delimitación del Centro Histórico de las ciudades y poblados que dieron origen a nuestro estado y a sus ciudades» (Loperena, 2000).

La iniciativa de punto de acuerdo presentada en la sesión del 16 de marzo del 2000, se hizo a nombre de todos los integrantes del congreso para que el Congreso del estado solicitara al gobernador que en el uso de las facultades que le confiere la Ley de preservación realizara lo condu-cente a fin de declarar como patrimonio cultural de Baja California los edificios que albergaron durante más de sesenta años las oficinas y el área industrial de la empresa vitivinícola Bodegas de Santo Tomás. Este punto fue aprobado con dispensa de trámite y por unanimidad.

El 29 de marzo, el director del icbc, profesor Patricio Bayardo Gó-mez, uniéndose al reclamo popular y apoyado en sus funciones en preser-vación, comunicó al presidente municipal, doctor Daniel Quintero Peña, mediante oficio apoyado en el artículo 72d de la citada ley que durante los tres meses siguientes deberían permanecer indemnes los edificios del Centro Cultural Bodegas de Santo Tomás mientras se determinaba por parte del Consejo del Patrimonio Cultural, órgano pericial y de consulta del icbc, la procedencia de su incorporación al patrimonio cultural. Esta petición de moratoria establece que por tres meses no se puede demoler o alterar el conjunto y fue una de las adiciones a la ley en 1998, con el fin de dar una oportunidad a las partes para la negociación y a las institucio-

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nes, individuos y organizaciones interesadas en la conservación para que elaboren una estrategia que ayude a evitar la destrucción o alteración del patrimonio y el de su entorno.

La aplicación del artículo 72d abre la posibilidad de lograr una solu-ción al problema, de común acuerdo con los propietarios, informándolos y concientizándolos sobre el valor del patrimonio y la importancia y be-neficios múltiples que su óptima preservación tiene para todos. El recurso de la moratoria ayuda a dar tiempo a los interesados para elaborar la soli-citud de declaratoria o un proyecto alternativo que convenza a los propie-tarios para que reconsideren el futuro del inmueble.

El 31 de marzo se realizó el último concierto programado para la Sala de Tintos con la presentación del compositor Gabino Palomares. El día primero de abril la comunidad de Ensenada dio un abrazo simbólico a los edificios de Bodegas mostrando su cariño y compromiso para luchar por su protección, al mismo tiempo que se organizó un festival callejero con música, danza y canto.

El miércoles 5 de abril, el representante del icbc hizo una carta a Va-por Fomento Cooperativo, S.A. de C.V. donde se le informó del proceso de declaratoria y se le dio el derecho a inconformarse, lo cual hizo el último día del plazo señalado por la ley. La empresa Vapor Fomento Cooperativo, S.A. de C.V. respondió al aviso de la instauración del procedimiento de declaratoria, señalando que Bodegas de Santo Tomás no reunía las carac-terísticas para ser considerado patrimonio cultural del estado, y manifestó su negativa al procedimiento de la declaratoria.

El jueves 6 de abril el gobernador atendió al Comité ciudadano y ofre-ció interceder ante los propietarios de Bodegas para que se protegiera este patrimonio. El 10 de abril se realizaron reuniones con el presidente muni-cipal y el comité para dar seguimiento al caso.

El 8 de abril, el comité ciudadano conocido como Grupo Amigos de Bo-degas de Santo Tomás, solicitó el apoyo al Icomos Mexicano, A. C.10 aseso-ría legal, técnica y académica. El comité formalizó su organización el 10 de

10 Icomos (International Council on Monuments and Sites); en español, Consejo Internacional de Monumentos y Sitios, organismo A de la Unesco.

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abril en la reunión semanal de las ocho de la noche, denominándose a par-tir de esa fecha como Comité pro conservación Bodegas de Santo Tomás.

A pesar de las peticiones y movilización ciudadanas, los propietarios de Bodegas decidieron continuar con el proyecto de demolición de los edi-ficios, para lo cual contrataron una compañía la cual derribó una parte de la llamada Sala de Tintos, el miércoles 19 de abril, de la Semana Santa y en medio de la noche. Esto generó la movilización ciudadana que estaba aler-tada de esta posibilidad y a la intervención de las autoridades municipales que lograron suspender esta acción sorpresiva e improcedente. El gobier-no municipal instaló una vigilancia policial permanente que fue reforzada por los ciudadanos, quienes decidieron tomar turnos para evitar que los inmuebles sufrieran mayores daños.

La noticia de la intervención al conjunto atrajo la atención de los me-dios de comunicación local, regional y nacional. La prensa local destacó el momento en que los integrantes del Comité pro conservación del inmue-ble se interpusieron entre las máquinas y las paredes del edificio, al mis-mo tiempo que los policías quitaban las llaves a los operadores evitando de esta manera que continuarán con la demolición de los edificios. Cabe destacar que la compañía de demolición contratada para este fin vino de Tijuana, ya que aparentemente ninguna compañía de Ensenada aceptaba intervenir.11 En las guardias hechas por los ciudadanos destacaron perso-nas de la tercera edad que se colocaban en la entrada de los inmuebles en sus vehículos mostrando con su presencia permanente y en turnos que no permitirían que la demolición continuara. Su edad influía para evitar enfrentamientos por el respeto que generaban.

A raíz de los hechos anteriores, el diputado de Ensenada, Sergio Lo-perena solicitó la comparecencia del profesor Patricio Bayardo Gómez, director del Instituto de Cultura de Baja California, ante la Comisión de Educación y Cultura del H. Congreso para que informara sobre el traba-jo y los tiempos legales del proceso de la declaratoria, así como para que sustentara ante esta soberanía los argumentos que procedían al respecto.

11 Información proporcionada por representantes del Comité pro conservación Bodegas de Santo Tomás.

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Al mismo tiempo se realizaban reuniones del Consejo del Patrimonio Cultural de Baja California, órgano pericial y de consulta en preservación creado por la Ley estatal de preservación, en la que se determinó que la definición adecuada para la declaratoria del conjunto era la de zona prote-gida en la categoría de «distrito urbano», y no de la de «sitio» que proponía la Comisión de preservación de Ensenada.12

El 9 de junio se conformó una Mesa Técnica de Trabajo para elaborar el expediente técnico y el dictamen en el que participaron miembros del Consejo, apoyados por el investigador Jorge Martínez Zepeda, de la Uni-versidad Autónoma de Baja California, y miembros del Comité pro con-servación Bodegas. La autora de este artículo, representante de Icomos e investigadora en el Colegio de la Frontera Norte, fue nombrada presidenta de la Mesa Técnica para coordinar la elaboración del expediente y del dic-tamen para la declaratoria.

La Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja Califor-nia sirvió de base para la discusión en largas sesiones de trabajo –llevadas a cabo en las ciudades de Ensenada, Tijuana y Mexicali– del Consejo del Patrimonio Cultural en la elaboración de los documentos técnicos reque-ridos por la ley. En estas reuniones se establecieron los criterios de deli-mitación, evaluación y protección del conjunto Bodegas de Santo Tomás. Dichas sesiones estuvieron marcadas por una gran presión social y la in-tervención de los medios de comunicación, lo que llegó a crear situaciones difíciles para todos pero ayudaron a transparentar el proceso al mantener informada a la comunidad en general.

El 3 de julio de 2001, el señor Manuel Mario Espinoza, propietario de uno de los inmuebles que conforman el distrito y quien había sido notifi-cado de la instauración del procedimiento de declaratoria el 13 de junio, presentó promoción por medio de la cual externó su conformidad para que el bien inmueble de su propiedad fuera declarado patrimonio cultural del estado.

El 6 de julio, Vapor Fomento Cooperativo presentó recurso de revoca-ción en contra del acuerdo del 11 de junio. El 19 de julio se dictó acuerdo

12 La definición como «sitio» ponía en riesgo la integridad de los edificios.

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por virtud del cual se da por perdido el derecho a Vapor para ofrecer prue-bas a dicho recurso.

Finalmente, y con fundamento en lo dispuesto por el artículo 20 de la Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja California, el Consejo aprobó de manera unánime, por los miembros que tenían dere-cho a voto, el dictamen técnico para la declaratoria que incorporó Bodegas de Santo Tomás al patrimonio cultural de la entidad el 13 de agosto del 2001 en sesión extraordinaria.

La declaratoria pasó por un proceso de revisión por el departamen-to jurídico del gobierno estatal y el documento final fue signado el 21 de agosto de 2001 por el gobernador constitucional del estado y publicado en el Periódico Oficial del estado de Baja California el 7 de septiembre de 2001 (Loperena, 2000), convirtiéndose en el instrumento legal para preservar la primera zona protegida del estado de Baja California.

ConclusionesEl caso Bodegas de Santo Tomás muestra cómo asumimos erróneamente que el gobierno federal, estatal o local protegerá los recursos históricos y culturales mediante leyes o enlistándolos en un catálogo o inventario. En este caso se demostró que esto no es suficiente para prevenir su destruc-ción ya que prevalecen prácticas viciadas de ignorar la ley, o como se dice en el gremio de la preservación, muchas veces los dueños de propiedades antiguas prefieren pedir perdón que pedir permiso. Éste fue al principio el caso del conjunto Bodegas de Santo Tomás porque aunque estaba par-cialmente enlistado en el catálogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia y existía una orden del Instituto de Cultura de Baja California para impedir su demolición con base en el artículo 72d de la Ley de pre-servación, el propietario del conjunto, lo ignoró e inició la destrucción. Es de suponerse que la aplicación de la ley debe ser un hecho normal y garantizado por las instituciones de gobierno, pero la realidad muestra que existen casos en los que no sucede así y es en estos casos en donde la comunidad vigilante y consciente puede coadyuvar a proteger el pasado cultural organizándose y actuando. La ignorancia o falta de consciencia respecto al patrimonio será algo del pasado a medida que los propietarios

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bodegas de santo tomás

de inmuebles reconozcan que algunos de sus bienes tienen un significado importante para la comunidad y que la preservación puede ser benéfica para ellos, incluso desde un punto de vista económico.

La emergencia ante la inminente destrucción del patrimonio, la exis-tencia de la ley estatal, la capacidad organizativa de la sociedad de Ensena-da y la respuesta del icbc y de los diputados del Congreso del Estado, fue-ron los ingredientes que permitieron establecer una forma innovadora de gestión del patrimonio cultural en Baja California, que debe ser estudiada a mayor profundidad por los investigadores en administración pública por las enseñanzas que se pueden retomar en un futuro.

El proceso de protección de Bodegas, a pesar de su importancia para el movimiento y sistema de preservación regional, sigue siendo aún un caso aislado de coordinación entre la sociedad civil, las instituciones aca-démicas y de cultura en el estado de Baja California. Aunque Mexicali, Te-cate y Tijuana viven también procesos de participación ciudadana impor-tantes en preservación, éstos todavía no logran el nivel de convocatoria y movilización que caracterizó a Ensenada.

Las enseñanzas que tuvieron los actores involucrados en el proceso de rescate de Bodegas de Santo Tomás –incluyendo al Instituto de Cultura de Baja California, el Consejo del patrimonio cultural, la Comisión de pre-servación de Ensenada, el Comité pro conservación de Bodegas, Icomos Mexicano, el Congreso del estado, el Colegio de Arquitectos Profesionales de Ensenada, la Universidad Autónoma de Baja California y la ciudadanía en general– ha sembrado una semilla que podrá germinar en formas de participación ciudadana más avanzadas y en la aplicación de los principios de descentralización y de la reforma del estado en Baja California con ma-yor eficiencia en el futuro.

El hecho de que los propietarios de los inmuebles se negaran al diálo-go con las partes involucradas debe ser analizado a más detalle y en todo su significado; ya que son ellos los que deberían estar convencidos de que la declaratoria de los inmuebles de valor cultural es una parte fundamen-tal del desarrollo urbano y de la planeación. Los temores ante los abusos de la autoridad y la falta de una política fiscal que incentive a los dueños de inmuebles antiguos a preservarlos es una de las deficiencias que deben

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María Eugenia Curry

ser expuestos en la Ley de preservación vigente. En San Diego, Califor-nia, ciudad vecina a Ensenada, son los propietarios de inmuebles quienes en muchas ocasiones gestionan las declaratorias por su propio beneficio económico o asumen la decisión de las mismas aun sin estar de acuerdo, ya que las leyes incluyen el elemento de la preservación como obligatorio para la planeación urbana.

Las intermediaciones entre propietarios de inmuebles antiguos y la sociedad para sensibilizar a todos sobre las bondades del cuidado del pa-trimonio y sus beneficios sociales, económicos y culturales es un área de la gestión que requiere de la intervención de las instituciones que tienen como misión la educación, la cultura y el desarrollo regional.

La Ley de preservación del patrimonio cultural del estado de Baja Cali-fornia está todavía en proceso de afinación. Sin embargo, aun con sus de-ficiencias o aciertos, el caso de Bodegas mostró cómo se puede hacer una gestión exitosa en el rescate del patrimonio cuando las instituciones de gobierno atienden y coordinan las demandas sociales, lo cual es un avance en la descentralización administrativa de Baja California y del país.

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Banquetas del centro histórico de Tijuana

José Luis López Cárdenas

Las aceras –conocidas en México como banquetas– cumplen la función pública de permitir que por ellas transiten diariamente numerosas per-sonas de diferentes edades a sus actividades cotidianas: escuela, trabajo, comercio, paseo; razones suficientes para que el traslado sobre esas vías deba ser seguro, cómodo y nuestros pasos vayan confiados ante el tránsito diario de vehículos en multitud por la calle. Desde los primeros asenta-mientos humanos, fueron los hombres y sus animales domésticos, quienes utilizaron los caminos y las calles formadas para desplazarse de un sitio a otro, estableciendo un riesgo para la seguridad de quienes se encontraban a su paso. Pronto harían presencia los distintos tipos de carruajes de trac-ción animal: carretas, diligencias y otros carromatos, significando ahora un serio peligro para cuando corrían o se desbocaban los caballos. Se tomó conciencia, desde entonces, de esa franja de seguridad unida a las casas para protección de peatones y residentes. Franja que nos dicen las reglas de urbanidad se debe ceder a las mujeres, los niños que van a la escuela y a las personas mayores que con paso vacilante caminan con destino al mer-cado o el templo. Así, desde los comienzos del siglo xx, con los vehículos motorizados, bicicletas y hasta las patinetas, se puso realmente en peligro la vida del transeúnte en todas las poblaciones.

Tratándose de nuestras ciudades, nos sorprende un documento en-contrado en los archivos del Centro de Investigaciones de la Universidad Autónoma de Baja California, publicado el 27 de agosto de 2006 por el periódico El Vigía de Ensenada. Es un reglamento de tránsito aprobado

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José Luis López Cárdenas

por el honorable ayuntamiento para el buen funcionamiento de las calles y avenidas del puerto. Está fechado el día 24 de febrero de 1890, en En-senada, Distrito Norte de Baja California –población que recién nacía–, formulado por la Comisión de Embanquetado y Carruajes. Dicho regla-mento consta de once artículos, de los cuales presentamos el siguiente resumen:

a) Todos los carruajes de cualquier especie que transiten por las calles de la pobla-

ción no podrán salir del trote natural de sus cabalgaduras, quedando estricta-

mente prohibido las carreras al galope o rienda suelta.

b) Deberán tomar siempre los carruajes dentro de la población, la derecha de su

frente, a manera de dejar libre su izquierda para los que transiten en sentido

contrario.

c) Al estacionarse en las calles los carruajes y cabalgaduras, lo mismo que al tran-

sitar por ellas, lo harán fuera de las banquetas y donde no las haya, dejaran libre

para la circulación de la gente de a pie, un espacio de dos metros por lo menos,

del lado que comprende a la banqueta.

d) Todos los carruajes que transiten por la noche dentro de la población, así como

los caminos vecinales, deberán usar dos faroles: uno a la derecha y otro a la iz-

quierda del pescante, de manera que las luces sean perfectamente visibles.

e) Todo maltratamiento indebido a las bestias de tiro, de silla o de carga, así como

el uso de animales excesivamente flacos o lastimados, o a los que se haga sufrir

carga demasiado pesada, será castigado con multa.

f) Se prohíbe dentro de la población el uso de animales broncos o que no estén

completamente amansados.

g) Todo animal que se encuentre vagando por las calles, será recogido por la policía

y retenido en el corral […] Si el propietario no ocurre en el término de tres días,

se procederá en la forma determinada para bienes mostrencos por el Código Ci-

vil.

La sanción de esas faltas, tenía penalidades económicas que iban des-de cincuenta centavos, tres, cinco y hasta veinticinco pesos.

Desde siempre, las banquetas como parte integrante de una vivienda, junto con las fachadas, han sido la carta de presentación de una finca, de una bella casa o elegante residencia y su mal estado no sólo degrada la vi-sión estética y urbanística, sino que causa accidentes e incide en el valor y plusvalía de la casa, deshonran a su propietario, al vecindario y a la ciudad.

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Son los propietarios –más que los arrendadores, en caso de que hubie-se– asesorados por las autoridades municipales, quienes deben tener las aceras bien construidas, con mantenimiento y como una parte integrante de la propiedad. Por otro lado, corresponde al municipio el buen estado del arroyo de las calles y los servicios que en ellas establezcan las depen-dencias oficiales y las empresas privadas.

Una ciudad con banquetas malas se ha olvidado de las funciones prác-ticas que tienen en la comunicación de sus habitantes. Con frecuencia se olvida que al igual que las calles, las aceras son vías comunicantes hacia los centros neurálgicos de la urbe, y que con orden nos permiten vivir y convivir en sociedad.

El paseoUno de los usos que el citadino o habitante de cualquier población menos les da a las banquetas es utilizarlas en el paseo, costumbre pueblerina de otros tiempos, que se fue a menos con la popularidad del automóvil y de la televisión, este aparato de entretenimiento nos mantiene en casa, atados a un sillón y nos hace sedentarios, terminando con ese sano ejercicio. Ca-minar por zonas bellas y antiguas de la ciudad o por las banquetas de las calles de nuestro barrio nos ofrece el goce estético del lugar que visitamos y nos permite atisbar por los portones, zaguanes y ventanas enrejadas para mirar los jardines interiores de las casas, oler y apreciar el bendito aroma de las galletitas recién horneadas y la fragancia del café acabado de hacer.

Dichoso el barrio o la colonia donde todavía los vendedores ambu-lantes ofrecen el periódico, la calabaza enmielada, las paletas o los elotes asados, y habrá que caminar por la banqueta tras de ellos. No faltará quién diga que esas fueron costumbres de otros tiempos, mientras que ahora los médicos se concretan a decirnos que la inactividad nos lleva no sólo a la obesidad –con sus hermanas la hipertensión y la diabetes– sino a los accidentes cardiovasculares que le siguen.

Pasear a pie es una experiencia viva por todas aquellas percepciones que captan nuestros sentidos y de tanta utilidad a nuestra formación físi-ca e intelectual, como lo es visitar un museo o una catedral.

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Creemos que en Tijuana no se han trazado rutas para caminar, en donde disfrutemos a nuestro paso de jardines bien cuidados, sin un perro agresivo que nos asuste o el malandrín que nos asalte. Cuando se tengan esas rutas, serán de gran placer estético observar la arquitectura de la re-sidencia de un potentado o el balcón con macetas de geranios de una casa humilde de la colonia Pancho Villa o escuchar los melodiosos cantos de los cenzontles en casas del cañón Johnson. Con ello, no sólo obtendríamos el placer saludable del ejercicio físico, sino de conocer y reconocer las calles de la ciudad donde nacimos, crecimos o que estamos visitando por prime-ra vez. También esas caminatas nos ofrecen saludar a viejos residentes o a los nuevos vecinos; de recordar las viejas construcciones o conocer las nuevas casas que se acaban de levantar.

Para mala suerte, gracias a nuestras prisas diarias, a la inseguridad y la contaminación ambiental, la mayoría de sitios elegidos, donde el paseo matinal o dominical se haría obligación, se encuentran con banquetas da-ñadas y llenas de inmundicias; invadidas por comerciantes, ambulantes y limosneros que impiden el paso. Agregamos a este problemático andar la contaminación visual que provocan los grafiteros, que no saben apro-vechar lo que en múltiples ciudades se llama street art, es decir, el arte urbano; movimiento popular donde los aficionados convierten los muros en un lienzo, para exponer su imaginación con bellas obras. No en vano se aconseja al turista conocer los sitios históricos en días de fiesta oficiales o períodos de vacaciones en que las actividades se reducen y los habitantes de la zona se fueron a vacacionar a otros lugares. Es entonces que nuestros pasos se deben dirigir con la seguridad de encontrar banquetas libres de todo y nos guíen al ejercicio sano bajo un cielo limpio, al disfrute de la ar-quitectura de casas, edificios, monumentos, parques, con el goce estético altamente remunerativo que redunde en nuestra salud física y mental.

Desafortunadamente, la ciudad de Tijuana tiene esa categoría: Ban-quetas destruidas por los prestadores de servicios, como Teléfonos del No-roeste, parquímetros, medidores de agua potable de la Comisión Estatal de Servicios Públicos de Tijuana, cocheras, anuncios con barras metálicas, taxis, camiones de pasajeros o banquetas ocupadas con escombros tempo-rales y escombros permanentes, salientes, hoyancos, limosneros y borra-

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chos tirados todo el día que impiden el paso. Pero no todo es negativo en esta ciudad; en raras ocasiones el grafiti nos sorprende con hermosas pin-turas –y hace algunas semanas, patrocinado por el municipio y empresas lecheras– las banquetas de nuestras mejores avenidas nos ofrecieron una hermosa colección de esculturas de vacas fabricadas con fibra de vidrio, pri-morosamente decoradas, que otorgaron un toque de alegría al transeúnte.

Hace decenios que Tijuana defendió favorablemente su patrimonio del ataque de Inmuebles Californianos, que se decía dueña de la ciudad, como consecuencia de estar urbanizada sobre los terrenos del antiguo rancho de Tijuana, concesión otorgada por el gobierno federal a mediados del siglo xix, a don Santiago Arguello. Con la intervención de autoridades federales y estatales, el pago de 42 millones de pesos obtenidos con la venta de la franja de terreno que rodea al Club Deportivo Campestre, se solucionó el problema. Satisfecha la codicia de varios políticos que habían adquirido los derechos sucesorios, la ciudad quedó libre de esa amenaza y empezó a cambiar su aspecto urbano; crece y se renueva día a día con el es-fuerzo de sus habitantes que desean continúe siendo La Puerta de México; pero reiteramos, entre las cosas que descuida están sus banquetas, y valga la comparación con una dama joven que poco a poco arregla su imagen: el peinado, el bolso, el vestido, pero deja sus zapatos sucios y destrozados.

Felices los días aquellos –dicen los viejos residentes– cuando nuestros padres nos llevaban caminando por cómodas banquetas desde la Colonia Castillo, que fue una de las primeras, hasta el pueblo, como llamaban al centro de la ciudad, para asistir a misa en la Catedral de Guadalupe, para luego hacer las compras en el mercado municipal o adquirir unos tenis en la zapatería «Las bbb».

Recordamos en estas notas preliminares, que en sus principios la Ave-nida Olvera tuvo banquetas de madera, más tarde sustituidas por cemen-to y que luego, durante algunos decenios, seguirían construyéndose en la ciudad excelentes banquetas, algunas de las cuales han sobrevivido en la zona central. Banquetas que mostraban sus bordes, machuelos y buen pulido al estilo estadounidense. Los daños, aunque de consideración, nos hacían pensar que ellas permanecerían por más tiempo como sólido testi-go de los primeros años de vida de nuestra ciudad.

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Huellas del pasado, a nuestros piesEntre los pocos elementos urbanos que quedan en la población de Tijua-na, representativos de los primeros años del siglo xx, hay «algo», si se quiere, sencillo, pero no carente de significado. Ese «algo» se asienta sobre algunas de las aceras mencionadas y que en su momento sustituyeron a las primitivas banquetas de madera que unas calles tuvieron, aunque no se les pueda comparar con obras arquitectónicas de mayor envergadura.

Ese vestigio de la vieja Tijuana, que sin darnos cuenta pisamos a dia-rio, consisten en rectángulos grabados en forma incisa en el cemento; tie-nen la fecha de construcción de la obra y el nombre del contratista. Fueron banquetas de buena calidad en sus materiales y terminado, que represen-taron seguridad al caminar y en cierta forma fueron reflejo cultural de los moradores de las casas. Esas son las banquetas que los viejos residentes de Tijuana rememoran y que tienen unas marcas llamadas popularmente «Salorios». El constructor de esas banquetas, fue el señor Heliodoro Salo-rio, quien dejaba las marcas descritas como firma de garantía de un buen trabajo; siempre en los límites de la propiedad o en las esquinas de las manzanas. La fecha más antigua que se ha localizado, corresponde al año de 1928 y la más reciente a 1945, período de gran auge económico en que la joven población prometía transformarse en gran ciudad.

Fue el año de 1991 cuando comenzó este trabajo de localización y fotografiado de esas marcas de Salorio, resultando en número aproximado de sesenta y nueve, sin dudar que algunas marcas hayan pasado inadver-tidas. La mayoría de estos cuadros tienen una extensión de cincuenta y cinco centímetros por lado.

H. SalorioEl trabajo del hombre, por sencillo que parezca, dignifica la condición hu-mana y será siempre importante, aunque no tenga la fortuna de trascen-der. Esto dependerá de muchos factores y del momento histórico en que nos haya tocado vivir. En la mayoría de los casos, nuestra obra se pierde en el olvido por consistir en actos de la vida cotidiana, no por ello caren-tes de importancia. Así, pronto nos olvidamos de quienes construyeron nuestra casa, del médico que nos curó de alguna enfermedad y hasta del

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mentor que nos enseñó las primeras letras. Por ello, para bien, todos los tijuanenses con nuestro pequeño o gran esfuerzo, seremos forjadores de esta ciudad.

Del sur de la Baja California arribó el señor Heliodoro Salorio –maes-tro albañil– y en los primeros decenios del siglo xx construyó la mayoría de las banquetas de la vieja Tijuana. La ciudad era pequeña, todos sus habitantes se conocían y se sabía dónde vivían. Cuando se hacen remem-branzas, es frecuente escuchar: «Los González vivían por la Calle Cuarta, junto al parque Teniente Guerrero, donde tenían una tienda de abarrotes. Los Fernández vivieron por la Calle Primera y se dedicaban a la panadería; pero entre la Calle Séptima y la Av. B vivieron los Cañedo, y la casa de los Lucero estaba por la Avenida Carranza de la Colonia Castillo».

Al no quedar familiares directos, obtuvimos información en algunas personas que conocieron al señor Salorio; pues su rastro, difícil de seguir, se pierde en la caótica ciudad actual. Cuando consultamos la Guía Fami-liar de Baja California, de don Pablo L. Martínez, pudimos seguir la huella del apellido Salorio a lo largo de la península; desde el primero de ellos: Pablo Salorio que llegó a Loreto, proveniente de Guadalajara y de su ma-trimonio con Luisa Vargas el 5 de julio de 1862. Entre aquel lugar y San Ignacio en Baja California Sur, creció la familia, y así, un día, arribaron a Ensenada algunos Salorio de la tercera generación. Ahí, el ingeniero me-talúrgico Salvador Z. Salorio elaboraría en 1882 la primera traza urbana de esa población y también haría algunos denuncios de minas localizadas en El Álamo, como es posible verlos en el registro Minero de Ensenada. Después, don Heliodoro, maestro albañil de oficio, vino a Tijuana donde se casó con doña Lucía Lucero y procrearon los siguientes hijos: María Reyes, Rafael, Guadalupe, Heliodoro, Yolanda y Norma. Al quedar viudo en 1937, se hizo cargo de los hijos y hasta del cuidado en la preparación de sus alimentos.

La familia vivió con humildad en una vieja casona de madera, situada en la Calle Primera, entre las Avenidas C y D, cuyo patio de acceso estaba cubierto por un árbol de mora, a un lado de la Funeraria Tijuana, ahora conocida como Funeraria Martín Loya, fundada en 1940 por don Salva-dor González García. Pasados algunos años, tanto la casa como el enorme

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árbol de mora que cubría el patio de acceso, fueron derribados y en su lugar se construyó el Hotel Las Palmas. Es probable que en este oficio, el maestro Salorio efectuara cualquier obra de albañilería, sin que tengamos constancia de ello. Sin proponerse la idea de trascender, el señor Salorio dejó enmarcados, siguiendo la usanza estadounidense, su nombre y la fe-cha de construcción grabados en el cemento, es decir, tuvo el cuidado de firmar su obra, localizada entre los límites antiguos de la ciudad, es decir, de la Calle Primera a la Calle Doceava y de la Avenida A, actualmente lla-mada Avenida Revolución, hasta la Avenida I, que corresponde a la hoy Avenida Arias Bernal y algunas marcas fuera de ese perímetro. Utilizaba un marco, letras y números metálicos que insertaba y retiraba en el mo-mento propicio del fraguado del cemento, dando por resultado una per-fección en las líneas, letras y números dibujados.

En aquellos años, Tijuana era una ciudad joven que prometía con-vertirse en metrópoli, pero ahora, en parte logrado el objetivo: muchas de esas banquetas con sus marcas han desaparecido y las que quedan, al-gunas de excelente calidad, están amenazadas por la picota, obras muni-cipales o los propietarios de las fincas se obstinan en dañar las marcas, estacionando carros sobre ellas sin que ninguna autoridad o agrupación dedicada al estudio de la historia y conservación de los rastros históricos se preocupe por conservarlos, perdiéndose poco a poco este vestigio his-tórico de una época.

En las pocas aceras sobrevivientes construidas por el señor Heliodoro Salorio, se observa la calidad en un cemento bien trabajado en el pulido, el rayado y su machuelo. En su vida privada, el señor Heliodoro Salorio utilizó por necesidad gruesos lentes que nunca le impidieron dedicarse con celo a su trabajo o practicar softbol y béisbol, deportes de los que fue-ra gran aficionado que practicaba en un pequeño campo localizado en la Av. G. Su muerte fue causada por grave enfermedad que se extendió a la mayoría de sus hijos, de los que parece sobreviven una hija que reside en Ensenada y un hijo en la ciudad de México.

Debemos mencionar que aparte de las marcas del señor Salorio, en-contramos, en menor número y en ocasiones colindando con éstas, las marcas del contratista Francisco Lara, quien, carente de una pierna, fue

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un buen constructor que trabajó en Obras Publicas de la Delegación de Tijuana. Otros cuadros encontrados son las del señor Salgado, del señor Músquiz y J. V., que probablemente corresponden a Jorge Valeriano, maestro de obras que construyó las banquetas del Frontón Palacio Jai Alai. Además, reconociendo que Ensenada tiene la primacía en el desa-rrollo urbanístico de Baja California, fue don Heraclio Ochoa, camionero transportista, quien construyó las primeras banquetas en Baja California.

Fotógrafo distraídoTratar de rescatar la historia de este hombre no fue fácil, como tampoco fotografiar los cuadros existentes en banquetas maltratadas, con parches, llenas de mugre y de chicles. Durante las tardes de algunos domingos de 1992, recorrí las calles céntricas de la ciudad, escudriñando las banquetas para descubrir las marcas mencionadas; si acaso levantando la vista de vez en vez para observar algún edificio o cruzar las calles. Luego, tomar foto-grafías y las notas para la elaboración del presente trabajo. El equipo fue sencillo: una pequeña maleta con la cámara fotográfica, una cinta métrica, una libreta de notas, un cepillo de limpieza, gises blancos y amarillos.

Antes de iniciar esta investigación, lo común era transitar por las ca-lles a bordo del automóvil, sin observar a fondo en ciertas zonas, los cam-bios que la ciudad iba teniendo. Pero al efectuar este trabajo, caminando despacio y recorriendo ambas aceras de una calle, de principio a fin; desde la Calle Baja California hasta la Calle Onceava o Plutarco Elías Calles y de la Avenida Ocampo hasta la Calle Josefa Ortiz, obtuvimos algunas sorpre-sas. Encontramos la doble nomenclatura vigente que aún conservan las calles y redescubrimos las viejas construcciones que habíamos olvidado, como el edificio quemado del Coliseo y la construcción vecina, que es una muestra horrorosa de la arquitectura y del hacinamiento humano, propie-dad del señor Fernández. Observamos las aglomeraciones de casas y cuar-tuchos en el interior de las manzanas del centro de la ciudad, verdaderas trampas a las que se llega por disimulados callejones, pero también nos dimos cuenta de nuevas edificaciones que han substituido decorosamente las antiguas casitas de madera. Encontramos el Centro Mutualista Zara-goza de gratos recuerdos, y el restaurado Mercado Municipal y un Cine

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Variedades en crisis. En el interior del Mercado Municipal, nos reencon-tramos con el viejo Cinelandia o Cine Piojito y con calma observamos el edificio 5 de Mayo. La mayoría son construcciones de madera emplastada que se ha restaurado con parches, pero que continúan siendo un peligro de incendio y tragedia. Recibí las miradas curiosas de los caminantes o el in-sistente claxon del carro de un amigo, para indagar sobre mi ridícula pose cuando limpiaba la tierra incrustada en las letras incisas. En otra ocasión, al girar la cabeza, me encontré con la cara risueña de un compañero de trabajo, que me interrogó de inmediato:

—¿Se te perdió algo?, pues no despegas la vista del suelo. ¿Andas contando los baches

o midiendo las calles? No vayas a aumentar el número de loquitos que deambulan en la

calle. —Sentí vergüenza y sobraron mis explicaciones.

—Fotografiando banquetas… ¿No se te hace medio raro? —Tomé la fotografía dos o

tres veces; estaba seguro que saldrían malas.

El interés en este tema fue haber escuchado un día en la Sociedad de Historia de Tijuana, los preocupados comentarios del ingeniero Roberto Bustamante (q.e.p.d.), por el daño que sufrían «los Salorios». Comenta-rios que fueron ampliados por la señora Yeye González, propietaria de la Funeraria González, establecida en la Calle D, también conocida como Calle Miguel F. Martínez. Ella informó que un determinado día, uno de su empleados le avisó que unos trabajadores del municipio con marro en mano estaban quebrando la banqueta afuera de su establecimiento, con la intención de instalar un parquímetro. El sitio elegido era exactamente donde estaba un cuadro de Salorio. Con buenas palabras, pero imponién-dose como una conocedora del tema, la señora González logró que tales albañiles y el jefe que los dirigía, respetaran aquel pequeño rastro históri-co de Tijuana.

A partir de entonces, me dediqué a fotografiar todas las marcas en-contradas en la zona central y colonias vecinas. Algunas aceras tienen nu-merosas marcas, pero la mayoría fueron destruidas al levantar un nuevo edificio, al abrir una cochera o por distintas obras efectuadas en ellas, aun-que se observe la calidad del trabajo del señor Salorio.

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Fotografía 1. Salorio localizado en la avenida Miguel F. Martínez y calle Tercera

Fotografía 2. Vista parcial de Tijuana

Fuente: José Luis López Cárdenas, archivo particular.

Fuente: Andre Williams, en archivo digital de Juan José Cabuto Vidrio. Instituto Municipal de Arte y Cultura, Archivo Histórico de Tijuana.

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Fotografía 3.Teatro Zaragoza

Fotografía 4. Calle Cuarta

Fuente: Andre Williams, en archivo digital de Juan José Cabuto Vidrio. Instituto Municipal de Arte y Cultura, Archivo Histórico de Tijuana.

Fuente: Andre Williams, en archivo digital de Juan José Cabuto Vidrio. Instituto Municipal de Arte y Cultura, Archivo Histórico de Tijuana.

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banquetas del centro histórico de tijuana

IdentidadLa ciudad de Tijuana habrá de trascender a pesar de los escritores y co-mentaristas desconocidos, que con mala leche, utilizan su nombre para llamar la atención y darse a conocer. Los hay, que con la estancia de dos días, conocen la ciudad y resultan capaces de describirla y denigrarla, ne-gándole toda identidad y valor cultural. Tal vez nuestra identidad tijua-nense no sea tan fuerte como la que tienen en otras zonas del país, que se ha forjado al paso de las centurias y sea nuestro rápido crecimiento demográfico el obstáculo para la consolidación de las múltiples identida-des de sus habitantes. No podemos negar que los nativos y viejos residen-tes ya tenían su identidad propia, formada por sus costumbres, el medio ambiente y la vecindad con Estados Unidos. Por ello, es válido mencionar unas anécdotas que muestran una pequeña identidad infantil, consecuen-cia de un juego que trasciende al paso de los años.

Jugar al SalorioPero no sólo llama la atención esa huella histórica que perdura hasta nues-tros días, porque también fueron punto de referencia y motivo de diversos juegos en innumerables generaciones de niños, cuando salían de las escue-las con rumbo a sus casas.

Así, con relación a estos «Salorios», es a los abuelos a quienes con fre-cuencia escuchamos sus historias y los relatos relacionados al juego, car-gadas de nostalgia. Por ello, es válido hacer la siguiente pregunta: Usted, amable lector, cuando fue niño: ¿jugó alguna vez al Salorio?

Hasta hace poco, cuando los niños dejaban las escuelas Miguel F. Mar-tínez, Obregón, Alba Roja y alguna otra localizada en el centro de la vieja Tijuana, practicaban un juego que se remonta a los años treinta. Los niños al dejar la escuela, salían cargando sus mochilas y con la alharaca de llegar a sus casas, pronto formaron un juego consistente en darle pamba, cosco-rrones, patadas y hasta empujones que los hacían caer al suelo, al compa-ñero que pisara uno de aquellos cuadros, marcados sobre el cemento de las banquetas. Así que los avispados debían de tener mucho cuidado en no pisar esas marcas H-Salorio. Por aquellos años fueron muy numerosas, pues el maestro Salorio fue de los albañiles más solicitados por la calidad

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de su trabajo. El juego sufrió cambios con el transcurso de los años y llegó hasta los niños de nuestros días, sin que estos sepan su origen.

Los siguientes comentarios relacionados a este juego fueron propor-cionados por residentes de la ciudad:

Fermín Barajas, odontólogo, nacido en Mexicali, pero con residencia permanente en Tijuana, contesta las siguientes preguntas:

—¿Dónde viviste tu niñez?

—Viví en la Calle Quinta, en la cercanía del parque Teniente Guerrero.

—¿Doctor, tu te acuerdas de un juego llamado Salorio?

—¡Cómo no voy a acordarme del juego Salorio! Esa pregunta me traslada a la infancia

cuando asistía a la escuela Miguel F. Martínez, más o menos en 1940. Al terminar las

clases, los muchachos salíamos con alboroto a la calle y si alguno de los compañeros pi-

saba uno de aquellos cuadros que tenían letras y números, gritábamos «Saloooriiiooo»

y le dábamos patadas, empujones y pamba con las mochilas. Con el tiempo llegue a

conocer los que significaban aquellas marcas de las banquetas.

Héctor Navarro, 26 años, electricista y nativo de la ciudad, dice:

Yo asistí a la escuela Naciones Unidas que está ubicada en la Colonia Castillo, pero

cuando junto con los amigos y compañeros bajábamos al centro a ver los desfiles, al

cine o a hacer mandados, fue que aprendí a jugar al Salorio; pateándonos unos contra

otros cuando pisábamos esos cuadros. Ahora, así de grandes y de viejos como estamos,

si alguno de los amigos pisa una marca de esas, pues de perdida le damos unos empu-

jones.

Francisco Yáñez, de la ciudad de México y con muchos años de residir en Tijuana, nos platica que una tarde en que llevaba a la novia del brazo, de improviso ésta se le suelta de la mano y le da tremendo empujón que lo hace trastabillar. Al preguntarle por qué había actuado así, ella con-testa con cara de haberle hecho un gran favor: «¡Es que ibas a pisar un Salorio!».

—¿Y eso qué?

—¡Cómo que qué!, pues es que no hay que pisarlos, porque si lo haces te voy a dar de

patadas.

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banquetas del centro histórico de tijuana

Ella era una joven tijuanense y de sobra conocía esta tradición infantil. Martín Jiménez es un joven de veintidós años, jalisciense con más de

diez años de residir en la ciudad y dedicado a la venta de monedas anti-guas en un puesto móvil instalado en la Calle Segunda. Aunque no asistió a las escuelas locales, lo curioso es que aprendió el juego al convivir con los muchachos de su barrio. Nos platica que desde que llegó, hace más de diez años, ha vivido en lugares céntricos y ahora reside en la Avenida Internacional. Agrega que cuando salía junto con sus amigos, de repente éstos gritaban algo que no entendía y todos golpeaban a un compañero. Con el tiempo aprendió que tal grito era «Salorio» y esa palabra se leía en el cuadro grabado en la banqueta que el amigo había pisado. Agrega que también tuvo que aprender que debía cuidarse de no pisar esos cuadros para evitar las patadas. Pobre del amigo que accidentalmente pisaba un «Salorio» porque al grito de «Saaloooriooo», los compañeros lo empujaban de un lado a otro o le daban una pamba. Le costó algunos castigos apren-der en qué consistía el juego y para que no se prolongaran los empujones y patadas, tenía que gritar «vacaciones, vacaciones en Acapulco» y entre ri-sas, continuaban su marcha; ahora sí examinando las aceras con cuidado.

Las banquetas están cuadriculadas y había «Salorios» por donde quie-ra. Algunas marcas estaban al límite de una propiedad, en las esquinas y con frecuencia por la misma línea a lo largo final de la cuadra. Así, en el camino de regreso a casa, una vez que se había dejado la escuela, los muchachos caminaban en grupos, alineados de tres en tres y cuando apa-recía una marca en el camino, entonces el distraído recibía los castigos mencionados. Había quien intencionalmente llevaba a alguien, a ese lugar para propiciar ese juego, las carreras y los pleitos que no tenían fin. Algu-nos muchachos memorizaban la localización de las marcas y procuraban seguir una línea determinada para evitarlas. Pronto le encontraron va-riantes al juego.

Lo curioso de esta pequeña muestra de identidad de los niños de la ciudad, es que el juego no sólo se extendió fuera de la zona central, sino que ha perdurado hasta nuestros días, pues sorprende encontrar adultos que recuerdan el juego y procuran conservar las pocas marcas que aún quedan.

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De cualquier forma, cuando encontremos uno de esos «Salorios», re-cordemos que es un vestigio de los primeros años de nuestra ciudad y en previsión de un empujón o una pamba, nos cuidemos de no pisarlo.

BibliografíaAcevedo, Conrado, David Piñera y Jesús Ortiz, 1983, «Semblanza de Tijuana:

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de imprenta.

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El patrimonio intangible y el arte musical yumano

Miguel Olmos Aguilera

El patrimonio: ¿para quién?Tanto para antropólogos como para historiadores, es claro que existe un patrimonio cultural que debemos salvaguardar. El patrimonio, «evoca algo valioso: un conjunto de bienes heredados del padre y de la madre, o una herencia común otorgada a una colectividad o a un grupo humano cualquiera» (según el Bibliorom Larousse de 1998). En pocas palabras, el patrimonio es un valor heredado de manera individual o colectiva de una generación a otra. En realidad, el problema surge en el momento de deli-berar para quiénes un objeto determinado es valioso o no, y cuáles son los criterios para valorarlo.

Qué sucede por ejemplo, cuando una sociedad establecida o un con-junto de personas consideran un objeto valioso por haber formado parte de su cultura. Por ejemplo, el penacho de Moctezuma cuyo valor se acre-cienta por estar fuera del país. Lo patrimonial se nos presenta como un fenómeno con varias aristas que podemos resumir de la manera siguiente: ¿Qué es lo que quiero heredar y qué quiero que me hereden?

La pluralidad de las concepciones sobre lo patrimonial nos muestra que los objetos se han clasificado como mobiliarios, inmobiliarios, perece-deros, imperecederos, propios o ajenos, tangibles, intangibles: sobre estos últimos quisiera hacer algunas reflexiones. Si bien la Unesco (2003) de-signa los bienes intangibles como aquellos que representan aspectos sim-bólicos, religiosos y artísticos de carácter inmaterial, habría que precisar que todos los objetos simbólicos poseen una materialidad intrínseca, aun cuando no están construidos en piedra o en bronce.

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Ahora bien, no es lo mismo identificarse con un bien cultural patri-monial a que se le identifique a uno con este bien, que según «el otro», a menudo hegemónico, dentro del forcejeo ideológico cataloga como pa-trimonial. Por ejemplo, el sombrero de charro, el zarape mexicano o el mariachi, que son objetos impulsados como símbolos de la mexicanidad nacional.

Qué ocurre, por ejemplo, cuando se nos impone desde el exterior un patrimonio o un conjunto de bienes que no nos interesan. En este orden de ideas podemos preguntarnos: ¿Qué pasa si las cosas que para nosotros son las más valiosas, relacionadas directamente con nuestra identidad y a nuestra idiosincrasia, se encuentran distantes en el tiempo y en el espacio y, sin embargo, no tenemos la posibilidad de obtenerlas, y salvaguardarlas?

Viendo este asunto desde otra perspectiva nos surge una duda me-dular: ¿Quiénes somos nosotros para conservar los valores materiales o inmateriales de los grupos sociales a los que no pertenecemos? Por ejem-plo, culturas étnicas, de las que conocemos sólo una parte ínfima de los valores artísticos y simbólicos propios de su cosmovisión. En este mismo tono me pregunto: ¿Qué derecho tienen «otros», ajenos a nuestra cultura, para salvaguardar lo que para nosotros es desecho, y lo que más quere-mos es en realidad tirarlo a la basura de una buena vez y para siempre? Ejemplos de esto son las caricaturas que suelen hacerse de nuestra cultura representadas bajo los estereotipos y lugares comunes más recurrentes. Bajo este cuestionamiento, la realidad patrimonial parece complicarse: ¿Acaso son las personas ajenas a nosotros las que más aprecian lo que somos porque lo perciben bajo la sana distancia cultural? O dicho de ma-nera inversa: ¿Somos nosotros los que mejor apreciamos lo que no nos pertenece? El hecho de que otras culturas interpelen los valores culturales que poseemos es quizá un indicador de que el objeto tangible o intangible se ha tergiversado desde el exterior y posee un valor importado. Sumando otras interrogantes: ¿Cuál es el valor de los objetos culturales? ¿Cuál es la intención estética con la que se presentan? Y, por consecuencia, ¿qué características poseen éstos que nos orillan a apropiarlos como objetos de valor? Finalmente, ¿qué tanto nos identificamos con dichos objetos, y hasta qué punto forman parte de nuestra identidad?

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La identidad y el nacionalismoLa historia de la antropología mexicana nos enseña que la idea de patri-monio ha estado íntimamente ligada al «poder» político y simbólico de un pueblo. Por un lado, tenemos el tipo particular de objetos susceptibles de ser cuidados y observados, y por otro, la participación de un sector de la sociedad que se adjudica el oficio de salvaguardar los bienes culturales de toda una nación que desde los años treinta del siglo xx impone valores nacionales a un país con culturas fuertemente diversificadas.

Sin embargo, la identidad no fue siempre expandida por un centro hegemónico. Antes de la consolidación de los estados-nacionales, primero en Europa y después en América Latina, y mucho antes de que surgiera la llamada modernidad mediática, la identidad en el medio rural o, por lo menos en el caso mexicano, era impulsada generalmente desde el interior del pueblo. Actualmente, la comunicación que ejercen los centros nacio-nales hacia la periferia tiene tales implicaciones en el campo de lo social que los grupos étnicos sobrevive en una situación de marginalidad con respecto a la cultura nacional, y de la cual las políticas patrimoniales tam-bién han tenido cierta participación al mexicanizar el territorio mediante el uso y difusión de ciertos objetos.

Desde el nacimiento de la antropología mexicana, en los años treinta, el espíritu nacionalista evocaba intensos valores de un tipo específico de mexicanidad, albergando así, entre otras cosas, toda clase de estereotipos que justificaban un discurso establecido por lo que en ese momento fue llamado el espíritu nacional. En este contexto se desarrollan, por un lado, los institutos de antropología, el indigenista, y por otro, y fomentado por la introducción de los medios masivos de comunicación, el cine mexicano, la música mexicana, y todo lo que en el exterior del país debía de ser con-siderado como los símbolos pertenecientes a México.

La historia del patrimonio arqueológicoLa historia del patrimonio mexicano no es algo que se haya construido de un día para otro. La noción de patrimonio nacional es concebida so-bre todo en términos históricos y arqueológicos. La producción cultural de las culturas azteca y maya ha ocupado un lugar preponderante en las

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investigaciones arqueológicas; conforme se realizan descubrimientos de estos «yacimientos de patrimonio cultural» arqueológico o étnico, la idea de nación se fue ajustando a la información cultural utilizada en la políti-ca indigenista y retroalimentada con una ideología íntimamente ligada al cuidado de los monumentos históricos.

Por otro lado, como es bien conocido, la idea de lo patrimonial no se restringe únicamente a una sociedad, sino que se trata de una práctica de reconocimiento realizada en todas las culturas nacionales y étnicas. En el caso mexicano, la historia nos muestra que los resabios coloniales han influenciado fuertemente la concepción del patrimonio. Es común encon-trar en países colonizados como México el desarrollo de políticas pater-nalistas de orden patrimonial. Dichas políticas actúan sobre objetos que en un primer momento aparecen como ajenos, pero que al ser impuestos «apropiados» y cuidados, incluso desde culturas externas que no forman parte de su memoria, pasan a ser integrados a los valores patrimoniales. El indigenismo mexicano es un ejemplo de este tipo de prácticas y de dis-cursos, ya que si bien ha mostrado claros tintes paternalistas a lo largo de su historia, es uno de los interlocutores más importantes que posee el Estado con la población indígena, aun cuando en realidad los indígenas están todavía muy lejos de ser considerados como ciudadanos mexicanos, con igualdad de derechos y oportunidades.

El patrimonio, el arte ritual y lo intangibleAceptando que el trabajo antropológico tiene implicaciones directas en la concepción de lo nacional, entramos directamente a lo que nos concier-ne como fenómenos patrimoniales y de identidad. El patrimonio ha sido clasificado en las dos grandes variantes como patrimonio material y, de manera muy reciente, como patrimonio inmaterial o intangible. Por con-siguiente dentro de lo patrimonial, encontramos ahora manifestaciones que no pertenecen al campo de las grandes construcciones prehispánicas, a los enormes edificios coloniales, como grandes objetos propios de una visión megalómana del patrimonio cultural. Estos enormes monumen-tos representados por pirámides, templos religiosos, catedrales, capillas, parroquias o edificios coloniales con antigüedad de 300 o 400 años, son

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efectivamente –dentro del discurso oficial– testigos históricos y parte de la cultura de un país, de un estado o de una ciudad. Sin embargo, la idea del patrimonio se trastoca considerablemente en el terreno de lo rural y de lo indígena, ya que en este campo los valores patrimoniales se restringen a valores simbólicos, que no pertenecen al común patrimonial de la socie-dad mestiza, que al no estar involucrada con las cualidades artísticas de estos objetos patrimoniales a menudo menosprecia sus valores estéticos (fotografía 1).

La tradición oral representada en el arte indígena como la música, la poesía o los mitos, entre otros, se presentan efectivamente como objetos culturales «escurridizos». Esta situación se comprende muchas veces en ra-zón de su inmaterialidad, siendo su principal característica la fuerza sim-bólica de representación, así como su efímera y perecedera materialidad. Estos objetos pertenecen al campo del patrimonio intangible. Para «salva-guardar» y registrar este tipo de arte indígena, es necesario comprender

Fotografía 1: Cerámica paipai Santa Catarina

Fuente: Iraís Piñón, archivo particular.

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sus referentes simbólicos y, en particular, la necesidad interna y externa de rescatar una u otra manifestación.

Por ejemplo, para muchos californianos, el baile del kuri kuri, así como la sonaja yumana, no pertenecen tácitamente a la identidad regional, a di-ferencia de lo que ocurre en estados como Chihuahua en donde la cultura rarámuri o tarahumara ha sido retomada, por lo menos en la demagogia política y mediática, como parte de la identidad de la población mestiza. En la realidad, como sucede en muchos países colonizados, los indígenas siguen siendo objeto de desprecio al interior de su sociedad, salvo cuando son reivindicados como patrimonio nacional o regional. Esta situación ha sido reproducida en mayor o menor medida en diversas regiones del país. En el norte de Sinaloa y sur de Sonora se presenta algo similar: mientras que los indígenas continúan viviendo en la pobreza extrema, paralela-mente se exaltan los valores dancísticos y musicales de yaquis y mayos, en especial la famosa danza del venado. De esta forma, la danza y la música indígenas participan activamente en el discurso de identidad de la socie-dad mestiza, pero no en la acción contra la marginalidad cultural indígena. Parecería que el patrimonio intangible sólo puede adquirir esta categoría, siempre y cuando sea apropiado por la población que no es indígena, pero posee las herramientas políticas y de comprensión de su simbolismo para decodificar y valorar las manifestaciones autóctonas.

La idea del patrimonio artístico indígena debe ser articulada a la vi-sión de la sociedad en su conjunto, en distintos niveles de su composición de la identidad. En primer lugar tenemos la identidad creada al interior del grupo étnico, en segundo lugar la identidad apropiada y construida por los mestizos a partir de lo étnico, y finalmente la refuncionalización y cambio de sentido que elabora el estado nacional con base en la cultura artística de los grupos étnicos.

El patrimonio: Lo intangible y la memoriaLa Unesco, en la Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial, efectuada en París el 17 de octubre de 2003, ha creado a nivel mundial programas de salvaguarda del patrimonio intangible. En una de sus reuniones, diversos especialistas lo definieron de la manera siguiente:

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Se entiende por «patrimonio cultural inmaterial» los usos, representaciones, expre-

siones, conocimientos y técnicas –junto con los instrumentos, objetos, artefactos y

espacios culturales que les son inherentes– que las comunidades, los grupos y en algu-

nos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural.

Este patrimonio cultural inmaterial, que se transmite de generación en generación, es

recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su

interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad

y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la

creatividad humana (Unesco, 2003).

Así mismo, en otro apartado señala que el Patrimonio Cultural Inma-terial se manifiesta en particular en los ámbitos siguientes:

— tradiciones y expresiones orales, incluido el idioma como vehículo del patrimonio cultural inmaterial;

— artes del espectáculo (como la música tradicional, la danza y el tea-tro);

— usos sociales, rituales y actos festivos;— conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo;— técnicas artesanales tradicionales.

Tanto el patrimonio tangible como el intangible nos remiten irreme-diablemente a la memoria. Los objetos patrimoniales de carácter musical evocan un modelo que representa una época o una cultura. Podemos de-finir patrimonio musical como todas aquellas manifestaciones musicales, sean mestizas o indígenas, que han sido incorporadas a la memoria cultu-ral y que poseen las características técnicas y son apreciadas y valoradas por la cultura donde fueron creadas. Por esta razón, no por el hecho de que un objeto sea de carácter perecedero, debe ser valorado automáticamen-te en una política de conservación. Para que éste sea caracterizado como patrimonial, es preciso que tenga representatividad, identidad y, por lo tanto, memoria en el contexto cultural en donde surge y en donde se de-sarrolla. Por consiguiente, además de ser apropiado debe poseer un fuerte simbolismo religioso para la cultura creadora. Dicho «objeto intangible» deberá constituir parte de la memoria colectiva, y, por lo tanto, es posible

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ubicarlo dentro de la identidad cultural. La tríada entre patrimonio intan-gible, memoria e identidad son articuladores inseparables; lo patrimonial debe ser reivindicado siempre a partir de una memoria colectiva.

Las políticas patrimoniales nacionales a menudo fuerzan la referen-cia de identidad, censurando algunas expresiones artísticas culturales por encima de otras, destinándolas al olvido cultural producido por fuerzas externas a la identidad creadora de los pueblos. No obstante, los géneros artísticos que deben ser transformados, censurados, u olvidados, son re-gulados al interior de una cultura, incluso aquellos pueblos que poseen dinámicas de intercambio intenso con otro tipo de sociedades. En ese sentido, para poder conocer la identidad popular y tradicional, se hace necesario salvaguardar la cultura musical bajo un proyecto político pro-ducido y generado desde el interior de la cultura. Sin embargo, el rescate

Fotografía 2. Cantante de Comunidad San Antonio Necua, octubre de 2006

Fuente: Miguel Olmos, archivo particular.

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musical, no posee ningún fin en sí mismo si la comunidad no considera que algunas expresiones musicales deban ser salvaguardadas. Es decir, no toda la música entra en la categoría de patrimonial, ya que ésta se estable-ce colectivamente como una necesidad cultural.

Así, la música como fuente documental, ocupa un lugar relevante en el estudio de las manifestaciones culturales, en particular en el estudio de la identidad y en la elaboración de proyectos políticos culturales. No obstante, el uso de la música tradicional y popular no se restringe al ma-nejo documental y patrimonial. La historia, la estética experimental, la antropología cognitiva, la investigación acústica o la musicoterapia, entre otras disciplinas, han incorporado la música tradicional para fundamen-tar sus paradigmas teóricos y científicos, enriqueciendo así un abanico de relaciones e intercambios que mantiene la música con otros campos del conocimiento.

La música como patrimonio cultural y fuente documentalA diferencia de las manifestaciones materiales patrimoniales estudiadas por la arqueología o la arquitectura –los monumentos históricos a los que me referí anteriormente– la música posee una materia de difícil manejo, ya que su carácter etéreo la hace difícil de manipular. Dicho patrimonio de carácter «intangible» incluye también mitos, relatos, danzas, teatro, coci-na o puestas en escena. Como antes hemos precisado, estas manifestacio-nes, comparadas con las expresiones materiales, tienen paradójicamente un rango de vida muy corto en cuanto a materia pero no en su sustancia simbólica. Por consiguiente, es necesario registrarlas tanto en video como en audio, y para el caso de la música, debe ser transcrita en notas musica-les pese a que muchas de las manifestaciones no comulgan con el sistema de registro occidental. De tal modo, el cuidado de los materiales de audio en fonotecas especializadas es el único camino para salvaguardarlas. Me-diante un riguroso sistema de clasificación de registros fonográficos con la posibilidad de intercambiar información en tiempo real entre diversas fonotecas, la tarea de archivo audiovisual crecerá a pasos agigantados en-tre las principales fonotecas del país.

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El patrimonio musical y la etnomusicologíaComo acabamos de mencionar, la idea patrimonial no es novedosa, todos los estados nacionales tuvieron necesidad de acudir a su música, a sus dan-zas y a lo que a partir del siglo xix se conoció como el saber popular o fol-clore. Este conocimiento se difundió en Europa como fruto de recopilacio-nes de cuentos europeos que hicieran, entre otros, los hermanos Grimm. El folclore se desarrolló, como una corriente más próxima a los estudios literarios a diferencia de los estudios de antropología. Los trabajos de fol-clore se expandieron por todo el mundo, impulsando el interés de aficio-nados por leyendas, cuentos, música, danzas, proverbios y juegos de sus respectivos países o culturas, siempre con la idea de rescatar y salvaguardar un patrimonio. No obstante, esta noción patrimonial era recubierta de re-sabios evolucionistas decimonónicos, unilineales y diacrónicos, que acudía a la noción de pérdida de la tradición oral, y la necesidad de rescatarla.

En este contexto surgen los primeros trabajos etnomusicológicos paralelamente con una concepción de recopilaciones de música folclórica realizadas por algunos músicos como Béla Bartók en Europa, y formal-mente con la musicología alemana de Hornbostel y Curt Sachs. En Méxi-co, es Vicente T. Mendoza quien realiza el estudio y rescate musical en diversas regiones del país, convirtiéndose así en uno de los pioneros de la etnomusicología del siglo xx.

A pesar del enorme esfuerzo de rescatar la música como material in-tangible, su registro se realizó frecuentemente con las limitaciones técni-cas que imponía la primera mitad del siglo xx. Por lo tanto, desde entonces era de una fragilidad y delicadeza extrema, y debía ser registrado con apa-ratos que grabaran fielmente el fenómeno acústico. A fines del siglo xix y a principios del siglo xx, Karl Lumholtz realizó algunas de las grabaciones con cilindro de cera entre los indígenas tarahumaras, y aun cuando estos trabajos son importantes debido a su antigüedad, no son totalmente fieles en términos acústicos. La clasificación y registro sonoro se convierte así en uno de los objetivos de la etnomusicología de la primera mitad del siglo xx. Como era de esperarse, los métodos de registro cambiaron conforme se modificaba también la tecnología. En los años cincuenta, gracias a la avanzada tecnología de la posguerra se introdujeron micrófonos de alta

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calidad. Después, las grabaciones se hicieron en estereofonía con grabado-ras Nagra y Uher en cintas de carrete abierto. Así, paulatinamente se lle-naron los archivos con registros realizados por algunos talentosos aficio-nados, o en el mejor de los casos por investigadores de la música indígena.

En el norte del país, algunas instituciones han registrado ejemplos musicales de prácticamente toda la región, incluyendo música indígena y música mestiza. Sin embargo, este esfuerzo no deja de ser incipiente. En el Noroeste del país el registro musical indígena es prácticamente inexis-tente, con excepción de las radios Indígenas de la cdi, de Guachochi en la Alta Tarahumara, la radio de Etchojoa Sonora y de alguna manera, la radio de San Quintín en Baja California.

El desdeño de esta música está ligado a la propia lógica de coloni-zación imperante en diversas regiones del país. En el norte de México la población indígena no es proporcionalmente tan numerosa como en otras partes del país en relación a la población mestiza. Esta lógica social marcó de tajo la valoración que se tuvo de la cultura indígena, y por consecuen-cia la comprensión frente a sus manifestaciones artísticas. En el caso del noroeste mexicano, la incomprensión de los códigos artísticos indígenas ha creado fuerte insensibilidad hacia las artes indígenas, particularmente en el caso de Baja California, donde la población indígena originaria –que incluye a los indígenas paipai, kiliwa, cucapá, y kumiai– suma aproxima-damente el millar de individuos, no así los migrantes indígenas cuya po-blación se estima por encima de los 70 000.1

Es preciso recalcar que el reconocimiento cultural de tipo musical sólo es posible mediante la socialización de estímulos simbólicos. En este or-

1 El debilitamiento de las culturas autóctonas fue el resultado de varios factores generados en la conquista y colonización de la península. Por un lado, el modo de vida de los grupos indígenas cazadores recolectores y nómadas, se vio trastocado por el exterminio como consecuencias de las epidemias que terminaron con la mayor parte de la población. Por otro lado, el sometimiento violento de las formas de vida originarias, mermaron vertiginosamente la presencia indígena. En la actualidad, la débil presencia de los indígenas originarios contrasta con los numerosos pueblos indígenas provenientes principalmente del estado de Oaxaca, mismos que se han instalado en la región y rebasan por mucho la población de los indígenas autóctonos.

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den de ideas, pese a que la música indígena se nutre eventualmente con intercambios de la música mestiza, este proceso no se presenta de la mis-ma forma en sentido inverso; pese a que la cultura mestiza se ha visto fuertemente influenciada por la indígena en múltiples expresiones, para el caso de la música el intercambio no es explícito. No obstante, como an-tes señalé, en otras regiones y estados del país, el folclore –sobre todo el de origen indígena– ha ocupado un lugar importante en la sociedad política como arma discursiva de legitimidad social y de identidad regional.

Aproximaciones de estudioUna de las características del objeto musical es que permite ser analizado desde diversas ópticas. Como hemos comentado a menudo, a pesar de que la música puede ser definida por los propios ejecutantes como pri-mordial en la vida de su cultura, se trata de un fenómeno proclive a ser concebido como objeto de ocio y divertimento. Dicha percepción puede justificar el rescate sólo por el hecho de haber sido incorporada a una escena cultural, dejando de lado una visión analítica de la interpreta-ción cultural. Sin embargo, la oposición a dicha postura es aquella que considera principalmente la música como «objeto de estudio». Estas dos posiciones a las que nos hemos referido constantemente nos represen-tan a los universos etic y emic. La categoría emic indica que el fenómeno estudiado se interpretará de acuerdo con categorías propias del contex-to donde éste se genera; mientras que las interpretaciones etic aluden a las categorías preconcebidas por el investigador como parte de un cuerpo teórico que eventualmente poco tiene con la representación misma del fenómeno musical de la cultura estudiada. No obstante, el divorcio entre ambas categorías, raras veces se presenta de manera radical. Los enfoques para analizar la música indígena van desde la interpretación de la música como fenómeno estético en sí mismo, hasta las más variadas elaboracio-nes teóricas sobre el significado y la función del fenómeno sonoro de las sociedades tradicionales.

Desde luego, en nuestro contexto, la música en sí misma es fuente de estudio y ha tenido un papel que la articula directamente con las políticas culturales del estado mexicano. A pesar de que la época nacionalista quedó

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muy lejos en la historia del país, algunos de los objetivos de las publicacio-nes sonoras continúan teniendo un justificativo político destacado, que eventualmente toma la forma de patrimonio.

Por otra parte, uno de los problemas a los que a menudo se ha en-frentado el estudioso de la música tradicional y popular, es la retribución a los músicos que participan en los registros e interpretaciones. A pesar de que paulatinamente los derechos de autor han cobrado vigencia en las producciones discográficas, la retribución por derechos de autor continúa siendo el talón de Aquiles del registro, estudio y publicación de las músicas de tradición oral cuya autoría a menudo se pierde en un pasado milenario.

El patrimonio musical intangible k’miaiLas sociedades indígenas contemporáneas de la frontera bajacaliforniana han sido el producto de un complejo «desarrollo» histórico regional. En estos territorios vivieron grupos nómadas que hasta principios del siglo xx vivieron de la caza y la recolección, moviéndose de la sierra a la costa para obtener productos con los que complementaban su dieta alimenticia. En esta península la densidad de población nunca se presentó como en los grandes centros prehispánicos mesoamericanos como Tenochtitlan o Teotihuacan. La dinámica de caza y recolección orillaba a los grupos indí-genas californios a llevar una vida dispersa, cuyos asentamientos también se movían constantemente, pese a tener asentamientos más o menos fijos en algunas rancherías.

Sin embargo, a lo largo del siglo xx los pocos asentamientos indíge-nas fueron absorbidos por los centros de población mestizos. Por su parte, el proceso de conquista y colonización llevado a cabo en territorio cali-forniano, fue muy distinto en todos los sentidos al que observamos en el centro del país. Primeramente, después de múltiples intentos de acceder a la región, tanto los misioneros como los militares llegaron doscientos años después de haberse establecido en el centro de México. Esto se debió a las exploraciones tardías hacia el noroeste y al tipo de cultura que no se desarrollaba en centros fijos de población.

Los grupos que habitan actualmente en Baja California pertenecen a la familia lingüística yumana, que abarca las lenguas del grupo pai, como

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los hualapai, yavapai o havasupai, del estado de Arizona, y que tiene a los paipai como único representante mexicano de esta familia; también se encuentra en las del grupo riano como los mohave, los yuma y los ma-ricopas. En esta familia yumana se encuentran los grupos cucapá y k’miai que comparten el grupo lingüístico california delta; también se encuentra el kiliwa como única lengua yumana que no posee filiación lingüística con otras lenguas de su grupo. Cada uno de los grupos de la familia yumana, exceptuando el kiliwa, tiene su misma lengua en la Alta California y en Arizona (Mixco, 1994: véase el mapa 1).

Mapa 1. El noroeste: Baja California

Fuente: León Portilla, 1994:51.

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Pese a que los individuos de los grupos fronterizos no son muy nu-merosos y difícilmente suman dos mil, en los poblados aledaños a las ciu-dades de la línea divisoria todavía es posible apreciar su cultura, rituales, música, danza y cestería. La franja fronteriza separó algunos de los grupos indígenas en ambos lados de la línea política. Por ejemplo, los indígenas cucapá y k’miai poseen «comunidades» en ambos lados de la frontera, no obstante, el modo de vida de los indígenas de las reservaciones de Estados Unidos es muy distinto al de los pueblos del lado mexicano.

La música yumana de los indígenas de Baja California puede ilustrar el sistema del patrimonio intangible regional. El sistema musical de los k’miai o kumeyay, posee al menos cinco variantes que se pueden clasificar grosso modo en igual número de géneros: a) cantos de fiestas relacionados a veces con cantos cosmogónicos; b) cantos de llóro o de funeral; c) cantos de juego de peón; d) cantos de cuna o de temas cotidianos; y, por último, e) cantos de curación.2 Cada una de estas divisiones es divisible entre sí de acuerdo a otros parámetros simbólicos y de danza que señalaremos a continuación.

Al igual que otros grupos indígenas del noroeste de México, la música yumana que incluye a los grupos k’miai, kiliwa, paipai y cucapá es parte de un complejo sistema estético cuyos referentes simbólicos pertenecen a un complejo regional californiano. Los cantos o piezas que interpretan los cantores acompañados por la sonaja o jalmá –en k’miai–, se insertan en un complejo sistema de significados asociados con seres míticos, animales del ecosistema regional. Este criterio determina la hora de la noche o del día en que se interpretará esta pieza de acuerdo a las cualidades de este ser y la antigua participación clánica del cantor, pájaro chiquito o gato. El lugar en donde se encuentre la luna o la salida del sol señala la pauta de representación de símbolos asociados con este fenómeno astral. Por ejem-plo, el inicio o inauguración del evento tawesii, indica la participación de ciertos cantos de iniciación.

2 No obstante, este último género requeriría otro espacio de reflexión, pues en éste se concentran las creencias más antiguas sobre los trastornos del alma.

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Clasificación de piezas rituales yumanas:

— Cantos de inicio tawesii— Cantos que indican la caída del sol— Ña Ojap Mashuña, Ña Ojap Makiwi, o Ña Ojapa May Hapu— Cantos de la media noche Tiña Skap, Tiñab Xub Luy— Cantos de la pajarita Xakwilmet— Cantos de la madrugada Main Nmsapa, Bitchkware— Cantos del amanecer Nña Chipaket— Cantos de la despedida iyan mole

Cada uno de estos espacios se divide en subgéneros de animales especí-ficos como son los cantos de la pajarita y de otros animales que aparecen a cierta hora de la caída del sol, de madrugada o del amanecer. En ciertas oca-siones, las canciones de las fiestas representan la cosmogonía de los gru-pos, es decir, el origen del universo. Según Ochoa Zazueta (1978), los mitos kiliwas publicados en Y el mundo se hizo así, en realidad son cantos que du-raron varios días y varias noches y que el autor transcribió posteriormente.

En segundo lugar, las piezas son susceptibles de ser clasificadas de acuerdo a la participación dancística o ritual. Es decir, además de que los géneros musicales se clasifican de acuerdo al elemento de la naturaleza, también nos marcan la pauta para advertir varias formas de bailar kuri kuri. Para los yumanos kuri kuri es sinónimo de fiesta; la gente se toma de la cintura y de las manos y se mueve hacia adelante y hacia atrás. El cantor interpreta diez piezas; justo a la mitad, el cantor se yergue levantándose y agitando con la sonaja, aquí es cuando las mujeres toman la iniciativa de bailar. Al finalizar el ciclo de diez canciones el cantor entra en el ciclo si-guiente y así sucesivamente hasta terminar la fiesta. Otra clasificación re-ferida por el desaparecido joven Juan Bernardo Madrid García Aldama de la Huerta, nos dice que los cantos se clasifican según el ritmo y la forma de bailar. El ritmo kuñmi incluye por ejemplo cantos «que se bailan hacia atrás y hacia delante marcando el ritmo con el cuerpo», al ritmo jmsir se le llama el doble paso. Por otro lado están también los de la pajarita xakuelmech y finalmente numulh que indica que el cuerpo se balancea dando vueltas.

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Fotografía 3. Representación de kuri kuri antiguo, San Antonio Necua, 2006

Fotografía 4. Niña de la comunidad, San Antonio Necua, 2008

Fuente: Miguel Olmos, archivo particular.

Fuente: Miguel Olmos, archivo particular.

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Cuadro 1. Ritmo y título de piezas musicales yumanas

Ritmo Texto en español Texto en lengua indígena

Dar vueltas Ma’ay kakap

Se levantó la nube Kuiy Uman

Jmsir La liebre Kunau

La viejita y el coyote Kuakuy Jatpa

Kuñmi La hiedra crece en el cañón Kopai Mat Kotap Jmiy

La olla de barro Sukuin Math

Me desperté llorando en la oscuridad Tinam Nilh, Mith J-Aay

Nmulh Víbora Awi

Vueltas a la lumbre Aau Kakapa

El remolino Math Jiyakuir

El gorrión Xakuelaja

El pájaro del frío Mixaa Tolipa

El pájaro enamorado Xaa Mat Majan

Pájaro abandonado Xaa Xin Kweth

Pájaro negro Xa Cantu

El hombre que arrulla a un niño Jumay lil

Xakualmech Un pájaro está llorando Xa Ña Kua Mi, Akuatya Mi Mi

Fuente: Elaboración propia.

En tercer lugar tenemos los cantos que se interpretan íntimamente en las ceremonias funerales, mejor conocidos como cantos del llóro o can-tos para los muertos. Las canciones del llóro, se interpretan de acuerdo al protocolo ceremonial, según el momento del funeral. Cuando se vela y se crema el cuerpo se cantan determinadas piezas que acompañan e impul-san el alma del difunto en su recorrido post mortem.

Entre los cucapá es necesario cantar las cuatro canciones de los muer-tos enseñadas por el dios Sipáa. Estos cantos son expresiones de las creen-cias religiosas actuales representadas en el mito de creación. Así mismo, las piezas sirven para seguir la pauta ritual. En la ceremonia del llóro no se baila como en el kuri kuri. Para los cucapá en esta ceremonia se baila en círculo, pues existe la firme creencia de que al morir el dios Sipáa –el

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súperhombre o deidad de la tierra como variante del dios kiliwa Meltí ?ipa jala(u)–, hombres y animales se tomaron de las manos para resguardar la cremación de su cuerpo. En este pasaje mítico recuperado a principios del siglo xx por Densmore 1932 –y totalmente vigente en la actualidad– el coyote consigue saltar súbitamente la valla que resguarda el cuerpo de Sipáa, logrando robar su corazón, tal y como lo contaba don Juan Albáñez (2002), en otra tradición yumana: acto seguido el coyote aparece como un ser creador, esparciendo la sangre surgida del corazón del Sipáa y que, según las creencias, es posible ver sus restos en las cercanías del valle de Mexicali, rumbo a San Felipe.

Entre algunos grupos yumanos existen los cantos para el juego de peón. Este consiste en ocultar pequeños palitos o maderos en las manos. Para esto, dos grupos de hombres cubiertos por cobijas se sientan frente a frente. Uno de los sujetos intentará esconder entre las manos el hueso de un ave ante la mirada del equipo contrario. Para distraer al equipo con-trincante se cantan piezas que refieren la sexualidad o cualquier otro tema con el que se pueda desconcentrar al equipo, de esta forma no se sabrá en donde se esconde el objeto.

Patrimonio musical mestizoPor otra parte y en contraposición a las culturas cuyos referentes de iden-tidad y patrimoniales son construidos a través de la memoria, en la so-ciedad mestiza el cuidado del patrimonio musical encuentra diversos tro-piezos debido a la confrontación con esa zona de nadie, que caracteriza a la cultura fronteriza. El constante ir y venir de ideologías hace que lo «rescatable» tome caminos distintos a los que podemos encontrar en el interior del país. Por consiguiente, el rescate debe ser entendido como una consecuencia de la tarea de investigación. Antes de colocar a un objeto en el rango patrimonial, es preciso investigar si es susceptible de ser tratado como tal. Al estudiar la cultura artística, por ejemplo, debemos de consi-derar tanto lo musical como los referentes contextuales que componen el fenómeno, los cuales no son forzosamente musicales.

Actualmente no está en duda que la música popular, ranchera o corri-dos, formen parte del entorno artístico. En este caso, cabe preguntarnos si

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géneros como el corrido de narcotráfico –que no fue creado directamente por la población indígena, pero que en cierta medida influye en la tradi-ción oral y que en determinado momento es incorporado a las manifesta-ciones artísticas– se encuentran o no dentro de lo patrimonial. En caso de que la respuesta sea afirmativa, cuál sería el papel de las instituciones en la difusión de este tipo de música –aunque es bien conocido que la difusión de esta manifestación cultural se reproduce bajo la lógica de lo comercial y de la cultura de las grandes masas–. A este propósito, sobre la diferen-cia entre lo cultural urbano y la música indígena, es preciso preguntarse también qué tipo de manifestaciones indígenas son susceptibles de ser clasificadas y registradas como patrimonio para las futuras generaciones. Entonces la pregunta sería todavía más compleja: ¿dónde empieza y dón-de termina la cultura indígena y la cultura mestiza?

La creación de acervos de sonidos en la frontera norteLa propuesta concreta para la salvaguarda de la música yumana indígena radica tanto en su registro como en la creación de una fonoteca donde se almacenen estos materiales; su creación enriquecería paulatinamente el acervo de música de la región. En este lugar se concentrarían dichos ma-teriales clasificándose de manera exhaustiva de acuerdo al grupo étnico, comunidad, cantor, género de la pieza, instrumento y tipo de celebración, civil o religiosa. De la misma forma se comenzaría a registrar la pieza mi-diendo exactamente la duración de la misma, el título o la frase, o si per-tenece a cierto sistema del ciclo de piezas, de acuerdo al día, tal como se realiza en gran parte de los grupos indígenas del noroeste. Es decir, si la pieza se relaciona con algún animal, si posee un tema que la caracterice, si se baila de una manera particular, etcétera.

En el aspecto de difusión, se producirían diversos discos compactos los cuales redundarían de manera directa en beneficio de la comunidad, al destinar un porcentaje de las utilidades. Sin embargo, son muchos los obstáculos a los que se enfrentan este tipo de proyectos, entre ellos la autoría de las piezas. La mayor parte de las piezas no pertenece a una sola persona, aun cuando ella sea la depositaria de la tradición. De tal forma,

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los derechos de autor deberán validarse a todo el grupo, con la excepción de las creaciones individuales, consignadas con la autoría particular. Por consiguiente, quisiera referir una de las implicaciones del registro patrimo-nial, ya que se trata de una mutilación temporal de la transformación de los objetos culturales. Como es bien conocido, el arte indígena y su cono-cimiento, se transmite por tradición oral. Por lo tanto, el registro trunca la transformación en el transcurrir del tiempo. De modo que si registramos un tipo de pieza musical o un mito, según sea el caso, se excluye al mismo tiempo cientos de versiones de un solo ejemplo. En el caso del mito, éste puede ser contado una infinidad de veces, pero siempre se contará de ma-nera distinta. Estas transformaciones se convierten así en las partes más significativas para el antropólogo. Una pieza musical o un mito de creación, no se cuenta hoy en día de la misma manera en que se hacía cien años atrás.

La identidad regional y el patrimonio artísticoRecapitulando los elementos hasta ahora vertidos, se puede decir que a di-ferencia del «patrimonio material», la riqueza del «patrimonio intangible» consiste también en las transformaciones que presenta paulatinamente. Por lo tanto, como antes he señalado, su registro y difusión tiene fuertes implicaciones al interior del grupo. A pesar de que el arte musical indíge-na es efímero por su naturaleza misma, es posible contribuir para que su rastro y el de la cultura que lo produjo no sean borrados de la memoria colectiva, como ha sucedido con tantas otras manifestaciones culturales de América Latina.

El registro y grabación de los testimonios culturales intangibles con-tribuiría al fortalecimiento de la identidad en estas sociedades. Por lo mis-mo, el reconocimiento que se les otorgue a las manifestaciones artísticas, repercutiría en la consolidación de una sociedad más y más enraizada en esta cultura. La cuestión patrimonial está forzosamente ligada a la con-ciencia social y, por consiguiente, a la educación. Para salvaguardar un ob-jeto es necesario conocerlo y apropiarse de él. La sociedad de la frontera norte y la «identidad fronteriza» que ésta produce no se entienden por el tráfico de migrantes que buscan nuevas ilusiones en el país del norte. La identidad es memoria y la memoria es identidad. Entre ambas unen lazos

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y tejen la urdimbre de los referentes de pertenencia hacia cada uno de los grupos que la componen. El arraigo cultural, así como el desarraigo y la transformación de la identidad de esta sociedad –o sociedades– es más comprensible si se considera el abandono que se ha hecho de sus bienes patrimoniales intangibles.

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El museo comunitario «Asalto a las Tierras»

como apropiación y representación patrimonial

Lourdes Mondragón Barrios

IntroducciónEl discurso hegemónico de un Estado-nación como el mexicano se expresa y desarrolla, entre otras cosas, a través de la conmemoración de fechas, la realización de eventos y el encumbramiento y égida de personajes con-siderados ilustres. La historia oficial mediante este ejercicio de apropia-ción y significación acaba progresivamente por erigirse como patrimonio cultural. Pero más allá de las palabras de una alocución desde el poder se encuentran otras voces: las de los individuos consuetudinarios, las del día a día, las de las personas que pueblan y recrean la realidad social. Al igual que en la historia oficial –pero en otra escala–, en esta microhistoria se me-moriza y se rememoriza, se conmemora y también se selecciona a partir de elementos materiales e inmateriales.

Por tanto, el evento histórico del Asalto a las Tierras acontecido en el Valle de Mexicali, ubicado en el ejido Michoacán de Ocampo se ha cons-tituido para los pobladores como parte de su patrimonio cultural, mismo que es representado para ejercicio de memorización y conmemoración mediante un museo comunitario en el mismo ejido, que se convierte en parte sustancial de su memoria, y que opera como fuente de capital eco-nómico y simbólico al mismo tiempo.

Entonces, ¿cuál es el rol social del museo en relación con el patrimo-nio cultural? Muchas serían las respuestas posibles, sin embargo, para los fines de este trabajo se considera que el museo comunitario «Asalto a las Tierras» es parte de la representación de un hecho material concreto suce-dido en un tiempo y espacio precisos y evocados en la actualidad mediante

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la presentación de objetos seleccionados por sus características físicas y simbólicas. Todo lo anterior podemos englobarlo en que se trata de una representación expuesta desde la narrativa museográfica, la que a su vez conlleva la consideración de los objetos revestidos de carácter patrimo-nial; ya que el patrimonio cultural es una construcción social, con capri-chosa urdimbre de significados desplegados de forma tangible e intangible y empleados de distintas maneras, una de las cuales, se encuentra en la puesta en escena de los museos: continentes de memoria y olvido, de re-memoración, memorización y conmemoración, espacio público de repre-sentaciones simbólicas construidas y consumidas por el imaginario social.

En relación con el museo comunitario, cabe mencionar que se enmar-ca temporalmente en el movimiento de la denominada «nueva museolo-gía», así como en ciertos postulados de la Unesco, el icom y el propio inah, pero no es objetivo del trabajo hablar sobre las corrientes ni las instituciones preocupadas por el tema, sino que se pretende elaborar un estudio sostenido desde la antropología simbólica, entendida como la per-cibe Marc Augé (2007:32), como «el estudio de las relaciones simboliza-das e instituidas entre los individuos, configuradas de manera que puedan tomar forma dentro de contextos más o menos complejos»; por lo que esta investigación se enfoca en el sentido social del patrimonio cultural a partir del museo comunitario del ejido Michoacán de Ocampo desde la peculiar visión interpretativa de la antropología simbólica, que señala que toda manifestación social tiene una lógica simbólica que le permite a los hombres entender los hechos y dar sentido a sus formas de vida colectiva (Marion, 1999:8-9), así como identificar la estructura y el orden simbólico que la clasifica y que la sociedad ha establecido a través, en este caso, de determinados productos culturales que se establecen como bienes patri-moniales: por lo tanto, especial atención se merece el museo como espacio de comunicación y como ejemplo de las relaciones que se establecen en el interior de una configuración cultural (Augé, 2007:31).

El evento. Breve descripciónEl evento del Asalto a las Tierras se ha explorado desde la historia por parte de diversos autores, por lo que se consideró pertinente señalar bre-

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el museo comunitario «asalto a las tierras»

vemente los aspectos generales del hecho, de lo fáctico, para poder así mostrar el impacto de determinado suceso histórico como ejercicio de memoria colectiva a partir de su representación material en un museo comunitario.

En 1883, bajo la presidencia de Manuel González se promulgó la Ley de colonización, la que otorgaba facilidades a aquellos que desearan establecerse como colonos, mediante concesiones de terrenos baldíos, además de permitir la propiedad de una tercera parte de la superficie que se deslindaba y adquirir lo restante del terreno a bajo costo (Piñera, 2006:101).

En el siglo xix el gobierno mexicano, bajo el mando del general Por-firio Díaz, tenía como una de sus acciones políticas axiales colonizar sendas regiones del país con inmigrantes europeos, principalmente, con la idea de que estos pobladores traerían al país nuevos conocimientos y técnicas de trabajo para impulsar el desarrollo nacional. Específicamente se buscó generar colonias agrícolas en zonas de baja densidad demográ-fica o con recursos naturales poco explotados. Es así como se repartieron tierras a compañías deslindadoras y colonizadoras extranjeras (Piñera, 2006:100).

Una de estas grandes compañías fue la Colorado River Land Com-pany, que operaría en vastas zonas del actual valle de Mexicali hasta entra-do el siglo xx y que se encargaba a su vez de rentar terrenos, no a los eu-ropeos anglosajones previstos por Díaz, sino a chinos, japoneses e indios mediante contratos de aparcería. Ya para 1937, siendo presidente el gene-ral Lázaro Cárdenas, se expropió la tercera parte de las tierras que poseía la Colorado y se repartieron entre los campesinos desposeídos. Más tarde, en 1946, durante el gobierno de Miguel Alemán, le fueron compradas a la Colorado el resto de las tierras (Aguirre, 1987:104, 111).

En cuanto al evento objetivo del asalto, ocurrió el 25 de enero de 1937. Las comunidades agrarias de Michoacán de Ocampo, Álamo Mo-cho, Francisco Javier Mina, Guadalupe Victoria y Lázaro Cárdenas, así como con algunos miembros de la Federación de Comunidades Agrarias del Territorio Norte de la Baja California, se reunieron en la colonia Pa-cífico, con la finalidad de acordar la invasión de diversas tierras del Valle

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que se encontraban en posesión de extranjeros: dicha acción ocurrió dos días después, en la madrugada del día 25. El Movimiento fue encabeza-do por los señores Leonardo, Cipriano y José Guillén, Hipólito Rentería, Jesús Rodríguez, Roberto Serrano y la señora doña Felipa Velázquez de Arrellano (Ayuntamiento de Mexicali, 2007:13; Confederación Nacional Campesina 1984:29, 50) y hoy continúa siendo recurrido, recordado y emulado por varias generaciones de ejidatarios a través, sobre todo, del museo comunitario «Asalto a las Tierras».

El museo y sus funcionesAntes de exponer la génesis del propio museo comunitario en específico, se considera conveniente mencionar que el museo, como concepto y for-ma, tiene sus antecedentes en Roma, caracterizado por la acumulación de obras griegas producto de saqueos (del año 212 al 146, antes de nuestra era); más tarde, en la Edad Media el coleccionismo de reliquias y objetos milagrosos se propagaría, signándolos de gran valor social y prestigio, por lo que las familias reales se convierten en las principales poseedoras de los objetos.

Para el Renacimiento, las colecciones se formalizan; se clasifican y se ordenan los acervos con la finalidad de entender y explicar el orbe y el cos-mos, además surgen los personales studiolos, las gallerias y los gabinettos. Ya para el siglo xviii las colecciones se concentran y se exhiben en grandes edificios destinados para tales medios, Uffizi en 1743 (Florencia) y Louvre en 1793 (París).

En el siglo xix la relación colección-visita se establece mediante la generación de espacios museísticos como el British Museum (1847), el Museo del Ermitage (1852) y el Museo del Prado (1868). Para el siglo xx los museos ya son considerados proyectos a los que se le aplica el concepto de modernidad, ejemplo de ello son el Museo Guggenheim (Nueva York, 1959), el Centro Cultural Georges Pompidou (París, 1977), el Museo del Aire y del Espacio (Los Ángeles, 1984) y el Museo Guggenheim (Bilbao, 1998; Witker, 2000:6-7).

Para México, los antecedentes museísticos los tenemos en el Real Jar-dín Botánico de México (1787), el Gabinete de Historia (1790), el Gabine-

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el museo comunitario «asalto a las tierras»

te de Historia Natural (1790) y el Gabinete Mexicano de Física del Colegio de Minería (1798). Sin embargo, el primero es el Museo Nacional por de-creto de Guadalupe Victoria en 1825, con la finalidad de fortalecer la idea de nación en ciernes e instaurar una identidad mexicana. Posteriormente, en 1831, bajo la presidencia de Anastasio Bustamante se oficializa el Mu-seo Nacional Mexicano y en él se agrupan las colecciones que se hallaban diseminadas en los gabinetes y galerías con el objetivo de ubicar la historia prehispánica dentro de la historia universal.

En 1865 Maximiliano establece el Museo Público de Historia Natu-ral, Arqueología e Historia, en la antigua Casa de Moneda. Más tarde, en 1867, Juárez regresa al Museo Nacional Mexicano con base en los precep-tos de la Ley orgánica de instrucción pública, esto es, recreo e instrucción. Para 1913 se divide la historia humana de la historia natural, la primera queda a cargo del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía en el edificio de Moneda, mientras que la segunda, en el Museo Nacional de Historia Natural en la calle del Chopo (antecedente del Museo de His-toria Natural de Chapultepec; ibídem, 2000).

Cabe mencionar que desde 1970 empieza a la generación de museos con temáticas específicas, así como de colecciones privadas. Para 1986 surgen los primeros museos comunitarios en Oaxaca, Michoacán y Yu-catán, mismos que superaron el centenar antes del nuevo milenio y entre los que se encuentra, por supuesto, el Museo Comunitario Asalto a las Tierras, establecido en 1989.

Resulta evidente que los museos entendidos como concepto, como uso y como función, se han transformado a lo largo del tiempo. Bastaría lanzar una mirada a la historia para lograr comprender el desarrollo de estos espacios que han evolucionado, prestando atención desde el tipo de colección o material, hasta la forma, los medios de apoyo y los espacios para el propio acto de exhibición.

Los museos, en algunos casos utilizados, presentados y considerados como recintos en donde se exhiben antigüedades que atesoran pasado o ejemplos de éste, parecieran no abarcar el verdadero sentido que pudie-ran tener, ya que son mucho más que eso, al ser considerados espacios públicos dinámicos donde la sociedad se refleja, y a través de los diversos

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objetos materiales expuestos logra configurar una representación e inter-pretación del propio ser social, esto es, como parte de su consideración de ser y habitar en un tiempo y espacio determinado, y que entrevisto como patrimonio cultural le otorga un resultado tangible e intangible.

A su vez, los testimonios del pasado –verdaderos bienes que confor-man parte de la riqueza colectiva– son un notable repertorio de manifes-taciones materiales que dan cuenta del paso de los individuos, que además representan un amplio legado en el que los sujetos en sociedad alcanzan a comprender las diversas raíces que de manera construida le dan origen, que para el caso de México, evidencian el actual mosaico cultural rico en manifestaciones que brindan solidez y permanencia como sociedad y, por ende, como nación.

Con base en estas consideraciones es comprensible el papel estraté-gico de los museos en la sociedad y el valor que adquieren como parte de su historia e identidad, lo que les permite, a la vez, ser caracterizados y singularizados, pues en el intersticio entre sujetos colectivos y museos se genera y construye un panorama plagado de mitos y ritos celebratorios que permiten la persistencia, supervivencia y recreación de los propios seres sociales.

El papel de los museos como meros depositarios del pasado resulta incapaz de expresar la verdadera cinética colectiva que le da vida, ya que a través de ellos se reformaliza parte del presente y sobre todo un compro-miso a futuro, abierto al porvenir como depositario de manifestaciones materiales, pero también de mitos y ritos intangibles. Por todo lo ante-rior, el museo es un elemento que le da sentido a los sujetos y a las socie-dades, ya que los hace sus beneficiarios directos, dueños de su historia, emuladores de los eventos que creen relevantes y manufactureros de un futuro deseado.

Ahora bien, sostenidos en lo antedicho, ¿qué rol ocupa en este torren-te de formas y funciones un museo como el de Asalto a las Tierras? ¿Qué aporta para la reflexión museológica y museográfica un espacio como el que nos compete en esta investigación?

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El museo comunitario «Asalto a las Tierras»El museo comunitario «Asalto a las Tierras» se ubica, como ya se mencio-nó, en el Ejido Michoacán de Ocampo en el Valle de Mexicali; en la aveni-da Venustiano Carranza, junto a la escuela Melchor Ocampo. El museo es albergado, desde 1989, en un inmueble considerado histórico por sus características arquitectónicas (fotografía 1), y que fungió como escuela rural edificada en 1938 durante el gobierno del coronel Rodolfo Sánchez Taboada.

Fotografía 1.Placa del museo

Cabe mencionar que el inmueble es una construcción totalmente de madera con techo a dos aguas, con tejas y cuatro cuartos, los que en la actualidad conforman las salas del museo y que están flanqueados por dos corredores, frontal y posterior (fotografía 2); en ellos se exhibe diversos objetos. En el frontal se muestra una máquina de coser en estado de dete-rioro en firme contraste con un mueble para computadora que sirve a la vez de mesa para registro y colector del donativo de los visitantes, pues no se tiene una tarifa fija de acceso. El corredor posterior contiene bancas escolares que corresponden a la función primigenia del espacio.

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

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El continente está integrado por cinco áreas temáticas: la primera que sirve de antesala o umbral se encuentra al aire libre y exhibe una vivien-da cucapá (fotografía 3) y diversos implementos agrícolas, algunos de los cuales corresponden temporalmente a la época de la Colorado River Land Company, estos objetos cumplen la función de ser marcadores de tiempo, por lo que pueden operar como objetos-huella para la memoria de los po-bladores, así como contextualizadores alusivos al evento del asalto. Llama la atención la existencia en el espacio de la casa cucapá, debido a que los habitantes del ejido no descienden de este grupo indígena; sin embargo, durante el período de creación de los museos comunitarios era común pre-sentar estos elementos para cumplir la función de ancestralidad, de «tener historia», dinámica resaltada y enmarcada en las antesalas o umbrales de los recintos museísticos tendientes a cumplir la función de introducción, pero que también establecen una parte vital del capital simbólico y vínculo entre memoria y olvido. En los museos de corte tradicional, el presente se construye desde el pasado para legitimar su oficialidad, en este caso am-bas coordenadas se imbrican y confunden creando una flamante categoría proyectada al futuro.

Fotografía 2.Vista frontal del inmueble

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

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Fotografía 3. Casa Cucapá

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

La segunda área, primera sala (fotografías 4 y 5), que junto con las subsecuentes se ubica al interior del edificio; muestra aspectos diversos del grupo indígena cucapá a través de objetos, fotografías y gráficos, además de la exhibición de los datos históricos sobre la tenencia de la tierra en el Valle de Mexicali y lo concerniente a la aplicación de la Ley agraria de 1937, de igual forma se hace patente la presencia de otros grupos que habitaron en el valle, como los inmigrantes chinos, por ejemplo, que se presenta me-diante fotografías testimoniales, documentos y objetos cotidianos que se

Fotografías 4 y 5.Detalles de sala

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

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enmarcan en ambientaciones, fungiendo también como objetos-huellas a través de los cuales el visitante podrá iniciar el proceso de reconstrucción e interpretación de los hechos que conllevaron al evento central: la toma de la tierra por parte de los pobladores.

Fotografías 6 y 7. Detalles de sala

La tercer área, segunda sala (fotografías 6 y 7), se destaca por conte-ner testimonios y fotografías de los líderes que participaron en el movi-miento, así como imágenes de algunos de los momentos relevantes de la toma y documentos de neto carácter agrario; además, se presenta en can-tidad objetos alusivos al período en general y al hecho en particular, como son monedas, una máquina sumadora, una cámara fotográfica, la bandera del movimiento, entre otros. Este espacio, al igual que el anterior, rescata elementos del pasado resemantizados como objetos-huella y anclados a la memoria en un doble juego de temporalidad y justificación a partir de tres elementos axiales: explotación-lucha-justicia. Por lo tanto, esta sala la podemos señalar como la más significativa del recorrido, ya que en ella se dan cita tanto el verdadero sentido del capital simbólico de la comuni-dad como la singularización que permite destacarla y caracterizarla de un modo diferente del resto de los otros ejidos del valle, subrayando siempre la parte de la historia propia que desea ser resaltada.

En cuanto a la cuarta área, tercera sala (fotografías 8 y 9), contiene di-versos objetos de una casa rural de los años treinta, mismos que cumplen

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

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la función de contextualizar un tiempo-espacio preciso, éstos se operan como piezas que sirven de representación de la dialéctica ausencia-pre-sencia óptima para la conmemoración y la memoria colectiva. Cabe men-cionar que la mayoría de los objetos de la sala se vinculan con las mujeres, evidencia de lo anterior –además de la estufa, metates, planchas, burro de planchar, ollas y jarros– es una manta de la Liga Femenil Amalia de Cár-denas, así como un maniquí que da cuenta de la vestimenta tradicional. Si consideramos que el evento mismo del asalto fue llevado a cabo principal-mente por hombres, el hecho de destinar la mayor parte de una sala a ob-jetos propios del ámbito femenino nos puede dar una clave de la intención de ligar los acontecimientos a la importancia de las mujeres dentro de la comunidad, hoy y ayer, más allá de evidenciar enfáticamente el acto espe-cífico de su participación en la obtención de las tierras. Es una especie de reordenación del pasado con el fin de hacer justicia en un presente abierto, no señalando lo que en concreto fue –la casi nula participación de la mujer en el evento del asalto–, sino más bien lo que pudo haber sido, lo que sin duda es y lo que será –la mujer como poseedora de un lugar preponderante privilegiado dentro de la comunidad.

La quinta área, cuarta sala, cumple la función de ser un espacio para usos múltiples y está equipado con el mobiliario adecuado para tales ac-tividades, como exposiciones temporales, eventos educativos y reuniones

Fotografías 8 y 9. Detalle de sala

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

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para tratar diversos aspectos de la comunidad. Específicamente se reúne el día domingo el Comité del Ejido con la finalidad de atender y discutir todo lo relacionado a las necesidades del museo y a otros temas, como la generación de proyectos productivos y turísticos. Cabe señalar que en la actualidad se tienen planes de acción para la articulación de tres intere-santes proyectos basados en el turismo; una calandria para pasear por el centro del poblado en días domingo, un café y comedor y la ampliación del propio museo.

La discusión forma parte fundamental en todos los proyectos políti-cos y económicos realizados por la comunidad, en d onde la casa museo, por ser la primera y más vieja representación de lo que «juntos se puede lograr», ocupa un lugar preponderante. Pero, ¿cómo se llega a un acuerdo de qué mostrar y cómo hacerlo? ¿Qué objetos destacar y, sobre todo, qué narrar a través de ellos?

La narrativa museográficaEl discurso museológico es la base de la narrativa museográfica y a pe-sar de que en muchas ocasiones este discurso es construido de manera involuntaria, la presentación de los bienes busca evidenciar la riqueza e identidad de una sociedad o grupo de individuos. Riqueza que para ser expresada se apoya en los materiales museográficos empleados, desple-gando tanto el denominado capital económico –materialidad– como el valor simbólico, es decir, lo construido más allá de los objetos, el capital simbólico. Pero, ¿cuál sería la razón de la puesta en valor de determinados objetos patrimoniales y no a otros? ¿Qué factores deben intervenir para que un objeto en específico llegue a ser expuesto en la sala de un museo y convertirse, así, en parte del patrimonio cultural de una comunidad?

Seguramente la respuesta a estas preguntas no puede ser unívoca, pero es útil comenzar tomando en cuenta los dos elementos básicos en los que pareciera apoyarse la elección de los objetos pertinentes: el capital económico –materia en sí– y el capital simbólico –nocional, perceptivo–. La conjugación de ambos elementos servirá para imponer o bien compar-tir significados, llegando muchas veces a una polarización entre la impo-sición y la cohesión que puede transformarse en una verdadera violencia

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simbólica contra las minorías, proyectada con fines de sustentar la identi-dad y la unidad entre determinados grupos que ejercen el poder.

Con base en lo anterior, el patrimonio cultural expresado y repre-sentado en el museo comunitario a través de la narrativa museográfica, forma parte de la construcción social de un grupo o conjunto de indivi-duos para identificarse y singularizarse de otros, como referente de unifi-cación, como recuerdo y memoria compartida a partir de la selección que se realiza de algunos productos que dan cuenta de su desarrollo cultural, mismos que se usan como transmisores con un significado excepcional para ser considerados representativos de su grupo o sociedad, sin embar-go, su sentido primigenio puede modificarse para adquirir uno nuevo con base en las necesidades del grupo que ostente el poder, provocando así el cambio de significados y usos de acuerdo con un contexto determinado.

El museo es un lugar para resguardar aquellos objetos que represen-tan un valor e identidad para una sociedad o grupo de individuos, porque son portadores de su pasado, presente y futuro: su patrimonio. Por lo tan-to, la narrativa museográfica expresa al elemento material como presencia y como ausencia, ya que se trata de un lenguaje aprendido socialmente, siendo así que el objeto se muestra como un código para ser construido, interpretado o reinterpretado por el sujeto, por lo que, el museo es un medio de comunicación en donde la puesta en escena y valor de las piezas, –sean patrimoniales o no– generan un diálogo entre el sujeto y el objeto a través de la parafernalia museográfica, iluminación, colores y formas; resultando una narrativa intencionalmente construida y arbitrariamente compuesta.

Otro aspecto importante en los museos, en especial el comunitario, es el visitante quien libremente deambula por el escenario teatral dise-ñado de manera intencional, generando en el plano de la emoción y la evocación, mediante la percepción e interpretación o reinterpretación de lo observado, pues recordemos que el visitante contrasta lo que observa con lo que de alguna manera trae consigo como constructo nocional, como evocación, y en la intersección de lo expuesto y lo recibido resulta la acción simbólica, es decir, la efectiva construcción de significados.

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Construyendo el patrimonioDebido a que los bienes muebles son productos culturales que evidencian o marcan el desarrollo social de una sociedad, en el caso de los pobladores del ejido de Michoacán de Ocampo los objetos colocados tienen un carác-ter patrimonial axial, giran en torno a una idea fuerza, la narración de un hecho histórico: el Asalto a las Tierras. Al respecto, Ferrater (1972:49) menciona que de las situaciones cotidianas tienden a surgir dimensiones nuevas dadas por la comunicación intersubjetiva apoyada en un ámbito específico, por lo que las ambientaciones en un museo ofrecen el marco propicio para la contextualización de lo que se desea subrayar. Otra vez el pasado como constructor de un presente plástico, elástico, moldeador de un futuro dinámico, promesa del porvenir.

Existe otro elemento que fue fundamental en la reconstrucción del evento como patrimonio cultural del Ejido y se vincula estrechamente a la representación museográfica que «conlleva al recuerdo como evocación para su rememoración» (Ricoeur, 1998:39), así como para la edificación de la imagen del propio recuerdo: la memoria colectiva elevada desde un pasado de ancestralidad construido en función de un resultado deseado.

En el mismo sentido, el papel del museo permite la apropiación y la construcción de caracteres sígnicos que se simbolizan y se retroalimen-tan con un contexto apto para la producción de la identidad y el ima-ginario. Identidad comprendida desde la comunidad como un elemento amalgamador y como un sistema de signos, símbolos, valores, y conoci-mientos; un capital complejo del cual los hombres extraen y seleccionan ideas para organizar sus acciones (Bassand, 1992:129-143, en Giménez, 2005b:205).

Vale decir, el museo refuerza los discursos de ancestralidad para que la memoria cumpla con su objetivo «de ser fiel al pasado» (Ricoeur, 1998:41), y de igual forma conlleva al olvido, elidiendo lo necesario para reorganizar ese pasado y sustentar la posición hegemónica y los mecanis-mos de cohesión y coerción de aquellos que detentan el poder en la comu-nidad, sentando las bases para la construcción de narrativas propagandís-ticas o de evasión de los recuerdos no deseados en función del orden social y de las relaciones sociales (Fournier et al., 2003).

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Así, podemos considerar que el imaginario del ejido se ata a esque-mas arquetípicos y símbolos articulados en estructuras, donde el espacio y tiempo tuvieron un papel relevante (Durand, 2004:12, 21 y 435). En definitiva, las sociedades viven y se expresan a través de lo que Castoria-dis (1975) llamaría el imaginario colectivo indeterminado anclado en una premisa de necesidad: la de simbolizar el mundo, el espacio y el tiempo para comprenderlos mientras los deconstruye, por lo cual en todos los grupos sociales existen mitos, historias, inscripciones simbólicas, que constituyen referencias para organizar las relaciones entre los individuos (Augé, 1998:38).

Por tanto, con base en la historia oral o memoria familiar, se puede mencionar que el evento es un legado histórico, el cual puede usarse y aprovecharse por la falta de una memoria pasada gloriosa, mediante la edificación de significados para conformar una memoria colectiva, como parte de una lógica simbólica que les permite a los hombres entender los hechos y dar sentido a sus formas de vida colectiva (Marion, 1999:8-9).

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

Conmemorando el eventoCada 25 de enero se lleva a cabo la celebración del evento Asalto a las Tie-rras en el ejido de Michoacán de Ocampo (fotografías 10 y 11), que cuenta con 2 000 habitantes y en materia educativa tiene una primaria con turno

Fotografías 10 y 11. Actividades que forman parte de la celebración del Asalto a las Tierras

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matutino y vespertino, una secundaria, un jardín de niños y una guar-dería, mismas que participan en el desfile, así como otras escuelas de los ejidos aledaños.

La organización del evento está a cargo de un comité del ejido y del distrito municipal, que regulan la celebración, pues en ella hay desfiles, feria, eventos culturales, baile, partido de fútbol y la exposición de remem-branza en la biblioteca pública del Ejido (fotografía 12). Con base en la tradición oral de algunos pobladores, anteriormente se les daba de comer

Fotografía 12.Exposición sobre el evento en la biblioteca pública del Ejido

a todos los visitantes que asistían a la conmemoración, pero esto ha cam-biado debido a las dimensiones que ha cobrado la celebración, lo mismo sucede con la conmemoración que también se realiza, en fechas recientes, en el ejido de Islas Agrarias, donde se celebra el evento «ya que también ellos participaron activamente».

Durante dicha celebración se registra un número considerable de visi-tantes al museo, ya que este es el eje de la rememoración del evento; en el espacio se ofertan productos, a manera de sourvenirs, que se vinculan con actividades agrícolas y cuyo costo es asequible. Por lo que la celebración del evento opera como rememoración, memorización y conmemoración de una memoria histórica construida y consensuada, plagada de mensajes culturales (Ballart, 2001:13).

Fuente: Lourdes Mondragón, archivo particular.

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Así entendida, la celebración es a la vez enseñanza (rememoración), aprendizaje (memorización) y acción comunicativa (conmemoración) de los habitantes del Ejido, que tiene como objetivo generar entre los sujetos sociales sentimientos de identidad y lazos de pertenencia a la colectividad.

ConclusionesLa explicación del proceso de significación en la construcción del patri-monio cultural del Ejido, a partir del museo comunitario, se establece con base en que todas las sociedades cuentan con elementos materiales e in-materiales que tienen como posible función caracterizar a sus miembros mientras se les diferencia de los demás, de los «otros»; pero, claro está, no todos los elementos que se poseen son útiles para tal empresa, ya que solamente algunos serán elegidos y se les asignará valores determinados y necesarios para ser conmemorados. Al respecto, podemos mencionar que los pobladores del Ejido tenían símbolos que les permitían enarbolar una identidad propia más ligada a la historia oficial al ser habitantes del Estado de Baja California, o Valle de Mexicali en general: sin embargo, estos fueron modificados para su configuración cultural actual a raíz de la creación del museo y del énfasis en el Asalto a las Tierras.

En el mismo sentido entendamos que la construcción del patrimonio es una acción humana, ya que los bienes, como se señaló arriba, se revis-ten de valores de acuerdo al contexto e intereses, por lo tanto, el patrimo-nio cultural es un elemento de cultura material e inmaterial, resultado de la interacción entre los hombres con el medio ambiente y entre sí, además de con un tiempo.

Entonces, podemos mencionar que la construcción del patrimonio de los pobladores del ejido se relaciona con el recuerdo, la memoria y el ol-vido estableciendo lazos con los bienes culturales con los que se tuvieron contacto y que se erigen ahora como huella de un acontecimiento –marca o señal– que se cristalizó en el recuerdo.

En síntesis, los sujetos como las comunidades se definen en un doble juego de afirmación y negación –afirmación de lo que se es mientras se niega lo que no se es–. En esta dinámica toma importancia la construcción de un pasado común, de un origen propio, que, al tiempo que ilustra lo

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que fue permite actuar en el presente y vislumbrar el futuro, y sirve para distanciarse de los «otros».

Siendo así, el pasado representado en el museo –material e inmate-rial– tiene un valor social claro que sirve para configurar y construir la identidad colectiva afirmando un patrimonio cultural específico, a través de la significación, interpretación y reinterpretación de ciertos tópicos de la cronotopía, que han buscado resaltarse según intereses y proyecciones.

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