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Libro infantil de Fidencio Gonzáles
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Aquel sábado de luna llena, al joven
gato llamado Toñete se le antojó
que era una noche ideal para echar
relajo.
Fue a visitar a su amigo de juergas,
el viejo gato llamado Chilaquil. Lo
encontró tirado en el tapete persa
de la tibia sala donde vivía con sus
amos.
Lo despertó de un mordisco en la
cola. Chilaquil saltó de susto,
creyendo que era un perro, pero al
ver a Toñete muerto de risa, lo
correteó por debajo de las sillas
hasta atraparlo entre sus garras.
-¡Menso! – lo zarandeó -. ¿No
comprendes que me pudo haber
dado un paro cardiaco? –
Volverías a nacer – dijo Toñete. ¿Ya
no te acuerdas que los gatos
tenemos siete vidas.
- Yo ya no – lo soltó Chilaquil y se
trepó en el respaldo de un sofá,
sumamente agobiado.
- A mí nada más me queda una.
Al Chilaquil le gustaba mucho ver
las telenovelas, por lo que Toñete
creyó que estaba actuando. De un
brinco se sentó a su lado, en el cojín
del sofá.
3
-¿Qué tal te caerían
unas sabrosas tripas
de gallina? – le
preguntó lamiéndose
los bigotes. Ayer que andaba de
vago, descubrí una pollería con un
agujero en el techo. Nada más es
cosa de hacernos flaquitos para
caber. Vamos, no te vas a
arrepentir. Queda a unas cuantas
Azoteas de aquí.
- No, gracias, si algo me sobra es
comida. – respondió el veterano
gato. Se dirigió al refrigerador y lo
abrió con el hocico. Había todo lo
que hay en el mercado.
- Lo sé – gruño Toñete -; pero el
chiste no es llenar la buchaca, sino
correr una aventura. A lo mejor nos
topamos con unos ratones y los
perseguimos, como si fuéramos
judiciales y ellos los ladrones. ¿A
poco ya no te gustan las emociones
fuertes?
- Ya no, desde hoy que me puse a
hacer cuentas y resultó que solo
me queda una vida.
- ¿No habrás sumado mal?
- ¡Ni que fuera burro, soy gato! –
Afirmó con orgullo Chilaquil. Luego,
la cara se le alargó -. Si llegara a
perder esta vida que tengo,
moriría para siempre.
4
Así como sus amos les invitaban a
sus visitas una taza de café cuando
platicaban de temas importantes,
Chilaquil le invitó a Toñete la leche
que él no había probado.
- Ahora que estás muchacho y no
has perdido ninguna vida,
deberías recapacitar – le dijo -. Ya
no te expongas a los peligros
innecesariamente. Sí tienes el
privilegio de contar con siete
vidas, no las malgastes en
tonterías.
Mírate en este espejo. Por no
haber oído los consejos de mis
abuelos, a lo tonto se me
esfumaron seis vidas. Ahora
estoy sufriendo por el miedo de
que en cualquier momento, por
cualquier descuido, me atropelle
un carro y allí terminen mis días,
tirado en la calle.
El canoso gato se apartó un poco
para que los lengüetazos de Toñete
no lo salpiquen de leche.
- Tú hablas así porque ya estás ruco
– replicó Toñete después de haber
dejado el plato vacío -; pero yo soy
un gato jovenazo y con cierto pegue
con las gatas chavas. Si hubiera
perdido ya alguna vida a lo mejor te
hacía caso pero no, tengo mis siete
vidorrias bien enteritas. Así que
puedo darme el lujo de sentirme
inmortal.
Se rascó la
comezón de una
pulga que le
andaba por la
oreja, y siguió:
- Supongamos que ahorita me
envenenaran, me sobrarían seis
vidas. Y si de aquí a un año me
torcieran el pescuezo, todavía me
quedarían cinco. Y si luego me
colgaran, me restarían cuatro…
¡Újule!, es más fácil que se acabe el
mundo a que yo termine en el hoyo.
5
A Chilaquil le dio lástima que se
expresara de esa manera. No lo
contradijo por no discutir. Sólo le
hizo una invitación.
- Mañana voy a ir con mis amos
de día de campo. Ellos ya te
conocen y se sentirían felices de
llevarte. Vamos, así ya tendrían
con quien ir maullando.
- Se te agradece mi buen, pero yo
soy un gato de grandes aventuras –
presumió Toñete encaminándose a
la ventana abierta.
Chilaquil fue detrás de él.
- No seas terco – insistió -. Vete a
dormir para que mañana estés
descansando cuando pasemos
por ti.
- ¡Tú y tus consejillos me valen un
rábano! – gruñó Toñete -. ¡Lo único
que quiero es echar relajo!
El viejo gato no le rogó más y lo vio
desaparecer en la oscuridad de la
noche. Sentado en el marco de la
ventana, contempló la luna: blanca y
redonda, como queso oaxaqueño.
- Si experimentáramos en cabeza
ajena, nos evitaríamos muchos
errores – suspiró.
Al día siguiente, Chilaquil despertó
con el ir y venir de botas y tenis que
pasaban a su lado. Eran sus amos
que entraban y salían con pelotas,
patines, y bicicletas. Se asomó a la
puerta y vio que el carro ya
empezaba a rugir como un león
poniéndose en sus marcas para
correr hacia el campo. En el cielo
blanquecino brillaba un sol
dominguero.
Chilaquil se disponía a ocupar su
lugar en la cajuela, cuando sus
japoneses ojos se toparon con la
maltrecha estampa de Toñete.
Apenas si podía cruzar la calle, todo
revolcado, con el pelambre tieso de
sangre seca.
- ¿Qué te pasó? – se adelantó
Chilaquil a saludarlo -. ¿No me
digas que te explotó el boiler?
- No te burles – murmuró Toñete
con un ojo cerrado, aunque no por
el resplandor de la mañana sino por
la hinchazón de un golpe. Me fue
como en feria.
Mientras los amos de Chilaquil se
acordaban de no haber cerrado la
llave del gas, Toñete le narró su
trágica aventura.
- Ya me estaba afilando las uñas
para devorarme unas suculentas
tripas, cuando… ¡sopas! , que se
aparece el dueño de la pollería con
santo pistolón. Nomás me acuerdo
que vi un flamazo y sentí calientito
en todo el cuerpo.
- ¡Perdiste una de tus vidas! –
exclamó Chilaquil, comprobando
que en la frente de su amigo había
una huella de bala -. Lo bueno es
que todavía tienes seis.
- Tenía, carnal, también me queda
una – lloró Toñete -. ¡Lo que
cargaba ese viejo no era pistola,
sino ametralladora! Apenas me iba
levantando cuando… ¡moles!, otro
plo-mazo me reventó la panza. Y
después otro me floreó la cola. Y
luego otro más me entró por el
hocico. ¡En total fueron seis los tiros
a muerte!
6
- ¡No serán más? – preguntó
aterrado Chilaquil -. ¡A lo mejor
fueron ocho y es tu alma la que
viene a despedirse de mí.
- ¡No le hagas, manito! – Gimió
Toñete - ¡Cuéntame las marcas!
Revisándolo de cabo a rabo,
Chilaquil certificó que efectivamente
había seis cicatrices sin pelos en su
cuerpo.
- ¡Me salvé! ¡Me salvé! – gritó
eufórico Toñete, saltando como
canguro -. ¡Volví a nacer! ¡Volví a
nacer!
- ¿Se quieren quedar a cuidar la
casa, o van con nosotros? – oyeron
a sus espaldas la voz aseñorada de
uno de sus amos.
Más veloces que unas gacelas,
Chilaquil y Toñete se treparon por
las ventanillas del carro en marcha.
Ese día, en el campo, no se
cansaron de jugar. Amaron los
pinos puntiagudos, las mariposas
fluorescentes y el aire helado que
bajaba de las montañas. Amaron la
luz del sol que revuelta con la
neblina, hacía un paisaje de
almanaque. Amaron lo verde del
pasto. Amaron el arroyuelo donde
bebieron agua con sabor a jarro.
Amaron el humo que ascendía de
una fogata. Amaron el olor a bistecs
fritos y encebollados que volaba por
el bosque. Amaron la mano que les
ofreció de comer. Toñete y Chilaquil
se sintieron más amigos que nunca.
Disfrutaron ese domingo como si
fuera el último de su existencia.
- Qué lástima que aprendamos de
las experiencias sólo hasta que nos
llega el agua al cuello – se lamentó
Toñete.
- Sí. Aunque peor sería no
escarmentar jamás – corrigió
Chilaquil.