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27. Mastronardi Carlos - Conocimiento de La Noche

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Conocimiento

de la noche

Carlos Mastronardi

Editorial Raigal, Buenos Aires, 1956 Colección La Poesía dirigida

por Vicente Barbieri

La paginación se corresponde con la edición impresa. Se han

eliminado las páginas en blanco.

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NOTA SOBRE LA 2a EDICIÓN

Esta nueva edición, rectificada y quizá

definitiva, de "Conocimiento de la no-

che", incluye los poemas titulados Las

huellas del futuro, La dádiva sin rostro y

Los bienes de la sombra, escritos con pos-

terioridad a la edición primitiva del año

1937. También contiene un lejano ho-

menaje a Güiraldes, sólo ahora recogido

en libro.

Las huellas del futuro, ambiguo como

el estado o la impresión que intenta re-

producir, trae su origen de una borrosa

experiencia provinciana y tal vez recuer-

de cierto anochecer invernal y remoto. De

modo indirecto, acaso descienda de las

líneas que Carlyle dedica a los espectros

naturales y razonantes, a los millones de

espíritus que recorren libremente la Tierra

y que muy luego se disuelven en aire y

en invisibilidad. (Sartor Resartus) En su

principio, fue una confusa ocurrencia di-

vagatoria; no ha sorteado del todo esa

penosa condición, pero adquirió un sen-

tido general después de asumir momentá-

nea forma, luego de haberse concretado en

palabras. En el ámbito del poema, tanto

el ordenado propósito como la esencia vi-

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sible suelen ser bienes ulteriores, derivados.

Luz de Provincia, o sea la primera de

las diez piezas aquí reunidas —la más

entregada al goce de la lentitud— sólo se

confió a los rechazos y mudanzas que

tuvieron su manantial en mis fugaces y

diversas personas. Resistente a mi anhelo

como ninguna otra página, no la consi-

dero favorecida por el tiempo que vacila,

censura y retoca sin descanso. (Desde la

versión que arriesgué hace casi veinte años

hasta la presente, ha mediado —bueno es

ponerlo en claro— no ese tiempo imper

sonal que de modo paulatino recompone

un texto, sino el que se libra a nuestro

aplicado u operante amor.) Con arreglo

a su naturaleza y a su excesiva materia,

vino a ser fruto de morosa elaboración,

empeño capital que discurrió a través de

los años. Es, también, un perfectible ho-

menaje a la provincia de mi nacimiento.

C. M.

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LUZ DE PROVINCIA

A Eduarda Beracochea

Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre;

sus costas están solas y engendran el verano.

Quien mira es influído por un destino suave

cuando el aire anda en flores y el cielo es delicado.

La conozco agraciada, tendida en sueño lúcido.

Da gusto ir contemplando sus abiertas distancias,

sus ofrecidas lomas que alegran este verso,

su ocaso, imperio triste, sus remolonas aguas.

Y las gentes de ahora, que trabajan su dicha,

los vistosos linares prometiendo un buen año,

las mañanas de hielo, los vivos resplandores,

y el campo en su abandono feliz, hondura y pájaro.

Las voces tienen leguas. Apartadas estancias

miden las grandes tierras y los últimos cielos,

y rumores de hacienda confirman lo apacible,

y un aire encariñado, de lejos, vuelve al trébol.

Gracia ordenada en lomas y en parecidos riachos.

En su anchura, porfían los hombres con la suerte,

y esperan suave fronda y unas tardes eternas

y los dones que piden a los cielos rebeldes.

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Preparando cada uno los colores del campo,

capaz el brazo, justa la boca, el pecho en orden.

Para el ganado buenos pastajes y agua libre,

creciendo en paz la bestia, la tierra dando al hombre.

Lindo es mirar las islas. Una callada gente

en cuyos ojos nunca se enturbia el claro día,

atardece en sus costas o cruza con haciendas,

dichosa en la costumbre y en la amargura, digna.

La vida, campo afuera, se contempla en jazmines,

o va en alegres carros cuando perfuma el trigo

cortado, cuando vuelve la brisa a trenzas jóvenes

y el ocio, en la guitarra, menciona algún cariño.

Se puede, es un agrado, saludar la esperanza,

que suele quedar sola, y los medidos actos

del hombre que se afirma con la reja en la escarcha

o rige noche y día la marcha del ganado.

Cruzan como dormidos los troperos, al paso,

tras largas polvaredas; vuelven de las tormentas,

de los bañados cuando la provincia es del viento,

de unos campos ardidos por la luz veraniega.

Leguas, y en ese brillo la torcaz y el aromo,

pausado el movimiento del otoño flotante,

y luego auroras de agua, temporadas de sombra,

y el tedio hacia las tardes que los vientos deshacen.

El inconstante cielo, las plagas vencedoras,

los nacientes sembrados que empiezan la alegría,

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los anhelos atados a un destello del campo,

el riesgo, siempre hermoso, y el valor que no brilla.

Las revueltas manadas que arrecian libremente,

y después la incansable dulzura, la honda calma

y el esplendor desierto donde se abisma el pájaro,

donde se pierde el claro vivir de las estancias.

Es bueno ver los hombres, allí, alegres de campo,

rigiendo altos motores, sudando entre las parvas.

Estas gentes descifran su futuro en el cielo,

y sus mansas acciones confirman bestias y albas.

Conocen duras penas y alguna vez la dicha,

entienden las tormentas, las promesas del campo,

los soles y los tímidos modales de esa tierra

de ocioso color suave. (La he mirado despacio.)

Cariñosas distancias, favores del silencio,

poblados que hacia afuera relucen en jardines,

unas casas extremas y solas frente al llano,

cercos de fronda, huraña dulzura de unos lindes.

La siesta es un arrullo cansado en esa fronda

donde otra vez aquieto mis tardes de luz viva.

Rosas proporcionadas al poder del verano,

convocando muchachas aclaran más el día.

Por los pueblos, abiertos en yuyales que apuran

la campaña y la noche, lentas almas rehacen

unos sabidos rumbos que igualan toda suerte.

Sólo cambian los cielos y unos crespos tapiales.

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Calles de intimidad sin nadie, olvido y sol,

y siempre unas bandadas atristando el oeste,

y ese vals de retreta, pobre encanto en la noche:

nos busca su florido pesar, su voz nos quiere.

Cuando el aire se duerme, llega un rumor de juegos

del arrabal, o acaso de unos queridos años;

y claras van entre árboles despaciosas mujeres,

festejando colores, arreglando algún gajo.

Busca cielo y riberas el ocio del domingo.

Conozco esas mañanas populares y agrestes.

La soledad se aviva de remos, de agua en fiesta,

y, esperanzando mozas, se lucen los jinetes.

La flor de la glicina sobre quietas morochas

miré en las hondas quintas. Allí una luz incierta

reposa, y por sonoros maizales llega el viento

con el rumor quebrado de lejanas haciendas.

El ocaso desgana las voces, y algún hombre

queda en la brisa pura, bajo el cansado cielo.

La vida se apacigua contemplando la hora

distraída sobre aguas, sembrados y altos ceibos.

La tarde, ausencia y fuego, se pierde en los arroyos;

y allá están, los he visto, unos lacios juncales

que agravan de sombría delicia y de secreto

el verdor extendido, la dulzura incansable.

Estos serenos campos fueron selva y ternura

de cantos extrañados en los días sin hombres.

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Después, las almas libres; me acuerdo que pasaban

con haciendas cerriles o ganaban los montes.

He vivido en las costas y anduve un año entre islas.

Las crecientes traían animales extraños

y la grata zozobra de escuchar agua brava

entre el clamor extremo de los campos ahogados.

Mecido cielo de árboles, luz de mi tiempo: vieron

la suerte de mi gente. Yo estaba y lo querido.

Nuestro culto y nuestro ánimo era un hombre de

[afuera.

Las frondas encerraban el vecindario antiguo.

Perdido pueblo, noches de ladridos y viento;

por los ranchos lejanos, miserables canciones,

el alba entre campanas y los mojados carros,

calles de luz más sola, la plaza como un bosque.

Con buen tiempo llegaban las noticias del campo

que animaron tertulias de señores felices

y un pájaro bastaba para alegrar el pueblo.

Luz agreste y cantada, la vida entre jazmines.

Recordando mi casa y unos queridos años

digo: era el agua próxima rumor en la roldana,

llegaba algún dichoso, las fiestas nos juntaban,

nuestro padre salía temprano a la campaña.

Tuvimos un gran árbol, para un barrio su efluvio.

Adentro iba una voz disponiendo esplendores

y en los patios duraba la sombra de los nuestros...

Entonces, los regalos venían de los montes.

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La dicha entretuvimos mirando unas amigas.

Lentas, bajo sombrillas de colores, llegaban

a pasar con nosotros un cariñoso día

de manos ocurrentes y flores visitadas.

Son recuerdos. Ese árbol queriendo todo el patio,

aquellos que no vuelven a su sombra, otras voces,

las tardes que venían oliendo a campo. Lejos

quedaron, con la vida reservada de entonces.

Me alegré de jinetes que entraban siempre al alba.

Vi esquinas resignadas a un caballo y un poste,

luz de rosales, calles con lunas más cercanas.

También vi guitarreros borrachos en la noche.

De lejos, en las fechas respetadas, venían

paisanos que orillaban las alegres reuniones.

Llegaban de los montes a embravecer las fiestas,

la mirada filosa y el destino en las voces.

Una vez se miraron y entendieron dos hombres.

Los vi salir borrosos al camino, y callados,

para explicarse a fierro: se midieron de muerte.

Uno quedó; era dulce la tarde, el tiempo claro.

Yo saludé varones sufridos que agrandaron

los confines riesgosos de una hirsuta provincia.

Tras la hacienda bravía o en los montes quedando,

vivieron sin asombros sus penas y delicias.

El campo se ofrecía misterioso, y sus hombres

ganaron soledades, removieron la gracia

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descuidada y ociosa de unas tierras tupidas,

la luz extraordinaria y ociosa de otras albas.

He cruzado sus leguas de alta fronda, y recuerdo

un sosiego de estancias perdidas en la dicha

y tormentas de pájaros obedientes al alba.

Era un agrado estarse contemplando esa vida.

En ceibales y costas quedan rumores de antes

y viene hasta mis noches como una queja antigua.

Persiste un rudo encanto que me despeja el alma

entre arroyos ocultos y en las calladas islas.

Los ocasos devuelven el ayer. Reconozco

luz de una tarde mía en las tardes de ahora.

Otra vez me convidan los silencios del campo

y un confín oscilante de linos me recobra.

Alabo estas distancias, que imperan con dulzura

y dicen que el olvido, bajo su fronda, es suave.

Suelo buscar, gustoso, su paz consecutiva,

sus aguas remolonas, su octubre, sus maizales.

Aquí un desamparado valor mueve a los hombres

desde la luz primera, que impone la hermosura.

Hay brazos que renuevan los colores del campo

y destinos que en soles y nublados se buscan.

Hablo de mi provincia. Vuelvo a querer sus noches,

sus recias claridades y sus albas de hielo.

Miro el cauce anchuroso de sus almas iguales,

su resplandor de espigas y su varón sereno.

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De nuevo me convida la mansa luz agreste,

y el rocío en los huertos que guardan la frescura.

Me ofrezco a unos lugares de follaje y silencio,

al escondido tiempo de las quintas profundas.

Otra vez nos conducen las tardes pueblo afuera.

Por las costas cercanas —uno ausente— nos vemos

en los pastos tirados, sin apuro remando...

Suele volver del monte, perdido, un grito

[espléndido.

Yo soy una alabanza de esa fronda que ampara

un vivir agraciado de secreto y sin mundo.

En su hondura, mi paso libre de horas, absuelto,

y en calles que se pierden junto a los campos mudos.

Vuelvo a mirar confines de abandonada gracia,

pueblos fieles al gesto de antiguas gentes muertas,

y piadosos lugares que halagan el recuerdo,

por donde se alejaba mi pena paseandera.

Vuelvo a ser de las noches, que hondamente me

[han visto.

Me acompaña una brisa de campo en esas horas,

cuando busco la extrema quietud, ruinosas tapias

y calles semejantes a mi destino, y solas.

Conozco unos lugares que enternecen mi andanza

y donde la provincia ya es encanto sin tiempo.

Frondas, callados pueblos, suaves noches camperas.

Soledad, hermosura: frecuencias de mi pecho.

Vuelvo a cruzar las islas donde el verano canta

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y un aire enamorado de esa extensa delicia

en cuya luz diversa y en cuya paz se anuncia

la querida, la tierna, la querida provincia.

Larga dulzura creada para entender la dicha,

durable rosa, quieto fervor, gajo de patria,

¡Qué mansa la presencia de la brisa en sus tierras!

¡Qué sonora en mi pecho la efusión de sus aguas!

Dulzura, sí, llaneza cordial, grato sosiego,

amplitud primorosa y honor de la mirada.

En su anchura, el olvido reconoce a los suyos,

y en su tierno abandono mi persona se aclara.

¡Qué vistosas se ponen sus leguas cuando el aire

perfuma, y la tarde alza como dormidos vuelos!

Yo pondero esos campos, los nombra el afectuoso.

Mi corazón es dádiva de su amable silencio.

Siento una luz absorta y unos muertos rumores;

reconozco este ocaso perdido en los trigales,

y fuera de los años miro su gracia inmóvil,

su delicado fuego sobre los campos graves.

Luz absorta que viene del pasado, y me acerca

unos rostros, un pueblo y esa fecha rezada

en que anduve más solo por los patios silvestres...

(Un Septiembre elogiado con glicinas, estaba.)

Este ocaso confunde mis tiempos. Vuelve un canto

siempre dulce. La dicha se parece a esta ausencia.

Quedo en la brisa, tierno de campo, libre, oscuro.

Una vez yo pasaba silbando entre arboledas.

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TEMA DE LA NOCHE Y EL HOMBRE

El hombre con su canto distraído,

con la medianoche estrellada,

con la luz del cigarro sobre el labio

y el pensamiento cerca de su lástima,

con la mirada sin resoluciones

y la gracia menor de aquel lucero,

con el cuerpo rendido

desde el alba que en vano ofrece el mundo

hasta el sueño que apaga el mediodía.

El apartado de honras y de luces,

en la amorosa ruina de la sombra,

se aleja por desiertas avenidas,

agraciado de ausencia y de secreto

y contrariando al ángel que lo guía.

Esa perdida luna lo descubre

paseando por las calles que lo cansan,

despreocupado y sin honrar sus horas,

en la ciudad porteña, un aislamiento,

concedido al azar y a la costumbre,

ignorando su parte luminosa,

con paso desganado y sin destino

busca el suave destierro de la noche.

Distante de la muerte y de la rosa,

caminando en la gracia solitaria,

igual en el cariño y su ceniza,

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aquí viene y se borra de mis frases,

la sombra dolorida de seguirlo.

Cumpliendo oscuridad, perdido en sus regalos,

el que pasa sin lucha y sin nombrar a nadie.

El hombre a maravillas convidado, que sigue, alma sin gente, voz sin armas, fue alguna vez guardián de su ternura y estúvose a la luz de una persona, despacioso en jardines y durando la canción en su boca, el cielo en casa. Entonces conocía el ámbito de amor de las mujeres, el dominado azar y un suave tiempo reposado en la flor y el compañero.

Un hombre sin arrimo, y evocando

las viejas madrugadas, el apoyo

de un brazo y la buscada claridad

del amigo. Vecino de lo hermoso,

cruzaba alegres años. Así anduvo,

la voz entre los pájaros del alba...

Joyas tristes y honores de la noche. Alguien tarda en la dulce oscuridad, sin despedir a nadie y en la holganza, sin la imaginación de nuevas rosas y sin adivinarse los deseos. No pasa más alegre que este verso. Y otra vez con su canto distraído, con la medianoche estrellada, con el cuerpo tan solo como el alma y el pensamiento cerca de su lástima.

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ROMANCE CON LEJANÍAS

Me gustaría verte, ser alguno en tu pecho.

Un ámbito de música elogia tu presencia.

Serena luz y mundo pudieras darme ahora,

letras para la vida y un eco de Septiembres.

Que este verso te encuentre eligiendo una dicha

y tus manos conozcan la azucena y el río.

Juegan con tu dulzura las gentes de tu sueño,

y yo soy en tu lástima el vendaval dormido.

¿Cuáles serán los nombres que esclarecen tu boca,

cuando vuelven a tu alma las personas de sombra

y tus ojos perdonan? ¿Cómo serán las calles

por donde te adelantas a las futuras horas?

Otra vez me retienen las quietudes del Norte,

mas te encuentra el recuerdo por la ciudad porteña.

Lejano de esos días que en los días se pierden,

vuelve tu gracia triste para regir mi poema.

Ahora soy el huésped callado de tu vida,

y apenas el silencio que te influye en las tardes.

Miren tus ojos lentos un orbe de violetas,

¡oh, amorosa de muertes, mi amiga y mi coraje!

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ÚLTIMAS TARDES

La alta mujer dolorosa

venía del sur y estaba muerta,

El cansancio era dueño de su voz

cuando presenciaba la esperanza

creciendo hacia las tardes

en cuya luz indescifrable

el solitario anhelo perduraba

como un reino sin púrpura ni cetro.

Alguien la empobrecía desde lejos.

Ignorando las llaves

que franquean las ricas esperas

y los mecidos cielos,

tal vez era la sombra de una antigua delicia.

Las manos, las manos olvidadas,

las unidas y suaves perdiciones

y los queridos ojos sin codicia,

que ganaban y perdían el mundo,

serenos, y sabiendo.

Recuerdo aquella voz apenada y amiga,

y la ciudad, de pronto, incierta y decaída

bajo un cielo gastado y entre adioses.

Entonces parecía que cesaba una música.

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La alta mujer, la rosa desganada,

tal vez aquella tarde

miraba desde un tiempo recóndito y futuro,

y un lúcido silencio se volvía,

un desierto esplendor, un descuidado mundo.

Para que la tristeza tuviera un hombre

yo me ofrecí a esa luz cordial, a esa callada.

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LOS SABIDOS LUGARES

La figura tumbada como el sueño,

y en tan grato abandono sin imágenes

para representarme a Dios,

la intención de la rosa

y la delicia que otros reconocen,

señalándome así, o bien paseando,

me digo en el recuerdo y la costumbre,

siempre entregado a parecidos cielos.

Ámbitos de reposo he conocido,

y sin tener en cuenta los templos, los deberes,

las vivas construcciones del cariño

y el fuego dispendioso de los pechos,

yo andaba demorando el porvenir.

Persona, en fin, de júbilos menores,

pido al acaso los ocultos nombres

y la avaricia del amor, el modo

del árbol que se expresa con dulzura,

y las manos que mezcan

mi retirada sombra.

En la noche absoluta demoraba,

y sin el peso de victoria alguna,

me vieron un extraño de la dicha

y fue halago del alma ese abandono.

Era grato quedarse o ir despacio...

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Tras la festiva voz, ruinoso el pecho

y apagado el anhelo. Digo ahora

que no fui el laborioso de mi empresa

por no reconocerme en tiempo y luces.

Junto a las claras dignidades, burla,

eso que en mí no es ángel ascendía.

Compañero: perdona lo que falta

de espectáculo y fe. No distinguía

mi gesto de lo que es consentimiento,

y estábame las horas apartado

de la rosa que nace entre batallas,

sin preguntas y vuelto hacia la sombra,

para invocar el mundo ya en retraso...

El azar trabajaba por ese hombre

cuya seña de luz perdió sin pena.

Mano para ofrecer, cansada boca,

llama a su descripción pocos secretos.

(La soledad fue tradición suave,

y es bueno convocarla a mi homenaje.)

En un mirado mundo me recobro.

La calle acostumbrada, los sabidos

lugares y sus tiernas alusiones

continuación me ofrecen, gusto de horas.

Yo en mi estrella, en mi lecho, en mi tabaco.

Y el corazón, señor de la miseria.

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A LA ESTRELLA DE GÜIRALDES

Luz feliz hoy resguarda del mundo al afectuoso,

y éste del hondo abrazo y brújula en la estima.

Estaba en sus palabras, y era el último

en tornar de las voces compañeras.

Desde su vida al cielo no anduvo mucha andanza.

Ahora restañamos dulzura de su herida,

y de su herida estrella claridad restañamos.

Libre de horas trabaja con ternuras lejanas,

y su felicidad sube las primaveras

sobre estos campos que lo rememoran

mirándose en un canto,

cuando el llano se olvida de la luz

y algún pájaro empieza la tristeza...

Esto, en la tarde que anda deshecha en los juncales.

Seña de eternidad,

cierta en su vida más que en esta imagen.

Ya se ha vuelto un virtuoso del espérame,

como luna en las aguas y brisa del poniente.

Ahora he visto un ángel tejiendo la mañana

para sus campos de pasión sin dueño.

Con su emoción regula

el destino suspenso de las aves

y el porvenir aéreo de las flores.

Una estrella insistente sobre el llano

hoy es su explicación y comentario.

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Una música criolla se estaba por las calles

de la ciudad porteña,

cantos de bebedores clareaban las tabernas

y era la medianoche de los poetas

y el brazo que se daba al compañero

y el diálogo volado por el júbilo.

El amistoso estaba

con la mirada grande, con la vehemencia próxima,

como yo de mi sombra.

Para historiar los reinos que fundaba en nosotros,

los acontecimientos que duermen en su voz

y los suaves retiros de su alma,

viene un fulgor adicto a sus pupilas.

Todo lo que se apega al corazón de alguno

cuando el sauzal se junta con la noche,

renueva y dice lo que nos dijera.

Y este verso lo busca por los cielos.

Nada nos aumentara de claridad como esa

indolencia luciente. Perdido en lo que amaba,

lo revela un galope nocturno sobre el campo

y aquella cruz sin fecha que el viajero saluda.

Ardan estas palabras en su honor.

(1928)

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LAS HUELLAS DEL FUTURO

A L. Riedel Ratisbona

Ya entraba por los huertos del contorno la sombra

y el cielo, hecho de heridas admirables,

sufría unas bandadas quejosas, espectrales.

En el azul mortal, alto y clamante,

nada más que su triste poderío.

Sin alma esa quietud. Sólo alentaba

en el borroso pueblo la brisa que salía

de los yuyales próximos,

y la queja selvática, inhumana.

La soledad, y encima

la rosa declinante del Oeste.

Personas oscuras y sin voces

venían entonces,

como sueños fugaces, ya gastadas

por la invasora y lenta miseria del ocaso,

vueltas hacia su pálido destino,

hacia ninguno.

El manso anochecer las apagaba

y en aquellos momentos no existían;

fuera del mundo iban sus pies de niebla,

y así caían sin término,

desde el vago futuro despojadas.

El largo anochecer era su dueño,

su taciturno rey y su ¡quién sabe!

Los gestos invariables y parejos

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—más vivaces y firmes que las almas —,

bajo el imperio de los negros campos

que entraban con el vaho de la hora fría.

El árbol junto al árbol,

una clara tristeza

en la honda lejanía y en los inciertos hombres,

y el rocío brotando sobre la piedra.

Entonces, una música que empezaba en la plaza

volvía a crear el pueblo y daba a todos

los pechos igual rumbo:

allí estaba el espejo inevitable.

Los callejones muertos, la suprema

piedad de las estrellas, el anónimo miedo

con su extrema belleza, y por momentos

la fina llamarada del frío.

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LA DÁDIVA SIN ROSTRO

En aquellos dormidos años,

cuando tu pie probaba la dulzura

y la suave redondez de la mañana,

eras callada y sumisa a los jardines.

Con amable poder te dominaban

la azucena y las voces oscuras que venían

de los cercanos, deleitosos campos.

Alguien quiso durar en tus cantos distraídos.

Junto al otoño, cuando regresaban con fatiga

las cuidadosas gentes por las calles antiguas,

fuimos como las tiernas sombras del porvenir.

Perdidos en el orden melancólico,

en los mansos trabajos de los parientes graves,

estaban los países donde tu voz salvaba.

De lejos vine a ofrecerte mis heridas.

Salía una lenta tristeza de los hondos

aposentos, de los umbrales solitarios,

de las viejas consolas que espejaron

el tiempo familiar, pero nacían

en tu esperado rostro los fulgores

que se van olvidando del invierno.

Yo narré la vivaz soberanía

de tu amistad, propensa a los jardines,

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las victorias de tus manos

y tu manera de mirar un niño.

La luz, en sucesiones de alabanza,

venía a querer lo tuyo. Y es grato recordar

que tu nombre juntaba las palomas,

cuyo blancor suspenso

era como tu atmósfera y tu elogio.

Resplandecías entonces para crear mi pasado,

oh destruida, oh razón de este momento!

Pero ya es tarde, y sólo quiero

que este verso te encuentre celebrando algún cielo.

Ya es tarde, y atravieso con mi pesada sombra

las calles somnolientas de una ciudad sensata.

Cruzo la noche sin espera, en tanto

al apagado pueblo va el recuerdo,

y aunque ya no sabe devolverme tu rostro,

de misterioso modo te recobro:

salario y llave fuiste de mis aboliciones.

Me pierdo en esta nueva potestad estrellada,

inexorable y cierto sobre caducos reinos

y sin embargo dulce de presencias antiguas.

Cruzo la noche libre,

—tranquila como el hombre que la goza—

con lento andar, como quien cede el mundo,

mientras los suaves astros dicen mis perdiciones.

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LA ROSA INFINITA

Había una niñez, unos jinetes y árboles

—también sus cariñosos—,

un portal conocido por sus flores,

algún brazo aquietado entre perfumes

y la sombra central de la madre.

Las miradas seguían

el tránsito dichoso de la aurora

y el decaimiento de las azucenas.

Quien entraba buscando los cariños de adentro

debía pasar

bajo aquella herradura de la suerte

que a través de los años sostenía

los bienes de la casa.

Recuerdo la escondida frescura del aljibe:

en su hondura temblaban nuestras risas

y un eco más profundo tenían las tormentas.

El zorzal prisionero, en el tiempo agradable,

ensalzaba los montes natales.

Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo.

Había claras mañanas, sucesos de esplendor,

atravesadas siempre de carros y silbidos,

y en el umbral alguno se tardaba,

callado frente al pueblo

y admirando a esos hombres que entraban con un

[canto

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en que había una morocha prendada de un pai- [sano.

Esto era en la provincia, en la infinita rosa donde se holgó la infancia.

El campo se daba a la brisa

y el alba era cantora

en los árboles del fondo de la casa.

Las crecientes, los soles, las incansables aguas

conmovían al viejo vecindario, y el hombre trabajaba con dulzuras en aquella quietud de esplendores durables. (En todo lo que diga estará el cielo,

pues era en la provincia,

las bandadas cruzaban una luz melodiosa

y eran los años vueltos hacia el campo.)

En los desnudos brazos que el verano vencía

jugaban los reflejos

y vi pasar la imagen de la siesta.

Las calles empezaban con sol y jovencitas.

Una clara sonrisa a veces detenía tormentas de jinetes.

Entre buenos recuerdos viene un hombre del mon- [te, y no quiero olvidar esos rosales

en cuya hondura generosa

nosotros y los pájaros andábamos.

Había una niñez, una fronda y sus amigos, luces a las personas semejantes, una boca pesando virtudes y pecados, y en el invierno, el reino de los cantos distraídos.

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Aquí rememoro un galope

cortando la sensible medianoche

y el viento enloquecido en los parrales.

En el verano, la unidad de la alegría.

También las sucesiones afectuosas

de los brazos ligados,

y las glicinas, en el segundo patio,

junto a la cadena del pozo,

en sus avisos de agua tan sonora.

El cielo en nuestras predilecciones.

Sabíamos algunas palabras

para ayudarlo a Dios.

Por las tardes, el habla lenta del padre,

que andaba por el campo

y que volvía convocando la cena.

Después, con la luna sobre el pueblo,

descansando en los crespos corredores,

nos explicaba el cielo.

Perdurando en los patios, las conocidas voces.

Bajo el aire sereno, una mano

sosteniendo la dicha;

cada uno combatiendo por sus ángeles,

y flores por fragancias agrupadas

prolongaban las imaginaciones

y la vaga riqueza de los sueños.

Cerca, el dormido río,

y la verde cintura que aromaba

la población, perdida en esa gracia.

El cielo, vecindad; el campo, al lado.

La calandria y la flor del espinillo

fueron el horizonte de aquellos suaves años.

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Y campanadas lentas,

en la suspensa tarde del domingo,

confirmaban la paz de nuestras almas.

Había una niñez, un silencioso y pájaros.

Lejos, la queja errante del ganado,

que llegaba en la brisa pordiosera,

y la noche de trébol asomando

por la adversa maraña que tupía

las afueras con muerte y con guitarras.

(Y nada más había: yo y esto que nombro.)

El amparo de todos era un árbol sombrío;

la campaña, el regalo de los hijos varones.

La calle polvorienta nos dio gozado riesgo,

y en el dormido pueblo

un silencio más grande recibía

las risas y los juegos.

Yo no era el más alegre de los cinco.

Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo,

y recuerdo un anónimo galope

retumbando en el largo anochecer.

Entonces, yo decía:

es alegre vivir en una estancia

y pasar temporadas en el monte.

Allá quedó la infancia, en ese umbral, mirando

el claro movimiento de los días.

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LOS BIENES DE LA SOMBRA

A Vavá Dias Leite

Con el ánimo puesto en lo perdido

bueno es seguir los pasos melodiosos

del júbilo que anduvo por la espaciosa casa

cuyos verdes retiros anunciaban el campo

—tan pródigos de fronda cual si fueran

tierna continuación de los montes vecinos—

cuando la dicha tuvo siete nombres

y éramos una estrella en el reunido afecto

que a ritos venturosos se entregaba,

mientras la fiel glicina, como un cielo más nuestro,

al suave azul volvía por amable costumbre,

y anhelaba el espacio para vernos,

inspirada, constante en sus favores,

creciendo con nosotros.

Venían los domingos sosegados y amenos;

bajo su claridad más viva, era mi pueblo

una gracia discreta y como detenida

que sólo entrecortaban las campanas piadosas

cuando la tarde, intimidad suspensa,

aquietaba las vidas en su luz favorable.

La fiesta secular que dio estandartes

al vasto azul de la feliz República

trajo un destello hasta mi umbral perdido

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y deslumbró los términos de la noche silvestre.

Rostros como labrados en tormentas y estíos

por una vez salieron del fondo de los campos

para asomarse a presenciar la Patria.

Entonces vi magníficos jinetes

cuyo tropel cruzó el galano pueblo;

supieron de jornadas elocuentes,

y en sus ojos cerriles puso asombro

un fulgor de vivaces antorchas y descargas

que en la inocencia del anochecer

al distraído espacio se elevaba

desde el claro y parejo caserío.

Estos hombres de aspecto extraordinario

que fueron ruda escolta de la columna cívica,

más altos y alegóricos que las banderas iban

en sus caballerías resonantes.

Y recuerdo que a veces,

tras el párrafo excelso del tribuno,

estiraban un grito ya perdido,

un selvático grito venturoso,

que los próximos campos devolvían.

También quiero evocar el portón herrumbrado,

ese arroyo escondido bajo el sauzal, la queja

sutil de las bandadas que llegaban al pueblo,

aquella mano que al jazmín volvía

y complacida andaba entre los gajos,

cuando de nuevo el año en los jardines

iba cediendo luz. Allá quedaron...

Que alguno me acompañe a recordar

el dichoso abandono de esa calle frondosa

por donde me allegué a las suaves quintas,

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en cuya hondura ensimismada el tiempo,

que persigue su pura esencia errante,

se originaba de un zorzal oculto:

su dulce voz decía

la delicia variable de las horas.

El invierno era el grito de un pájaro perdido

entre cañadas húmedas y solas,

donde, cercano siempre, a mí volvía

ese largo lamento sin arrimo ni centro.

También miré llanuras que anhelaban,

en la ardiente crueldad de la sequía,

las demorosas dádivas del viento:

la nube y el aroma de los pastos ausentes.

El campo miserable y sin rumores

era un cuero reseco bajo el mezquino cielo,

y sólo se avistaba en los confines

el aire enrojecido, el fuego triste.

Cuando el tiempo era grato, cuando la primavera

andaba con nosotros por las costas,

y el ave de las islas

se ponía a cantar entre follajes,

los ojos iban lentos por las flores,

antiguas amistades venían de los campos

para acrecer, amables, las queridas reuniones,

más nítido y frecuente era el galope

sobre el viejo empedrado,

por las tardes había

vistosa mocedad en los balcones,

y todas las miradas se encontraban

con el cielo, en colores dadivoso.

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De esta manera suave,

reservados los modos y dispendiosa el alma,

dejó correr el tiempo la clara gente mía.

Para sus corazones verídicos y serios

las palabras decían tanto como los hechos,

y, leales, concertaban el futuro

las manos ofrecidas y las bocas prudentes.

Así, aquellas jornadas hacendosas

fueron el fiel espejo de honorables acciones,

y los sueños memorias de los días.

Hubo un temor incierto

hacia el año noveno del callado,

cuyo anhelo no supo comprender esa tarde

en que llegaban voces reprimidas y extrañas

de la calle invisible,

y así anduvo, penando, por la casa en clausura.

Una amarga zozobra oscurecía

todo el niño, y el cielo era distinto

porque el bastón del hombre venerado

ya no estaba en su mano vacilante,

y la inútil reliquia solitaria

era menos que el ancla de la nave perdida.

No están. Ya decayeron las asiduas personas

que entre todos soñamos... Nadie sabe de aque-

[llos

que en Octubre llegaban de los campos,

con obsequios vivientes, en sonoros carruajes,

y acostumbraban esperar la tarde

a la sombra del árbol celebrado,

junto al galpón vencido por las flores del año.

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Tal vez no queda nadie que recuerde

al patriarca de plata que andaba por los montes,

al isleño de barbas severas, de ojos fuertes

y de claros metales revestido

que entraba majestuoso en las mañanas,

y dejando el caballo a nuestra puerta,

en la voz de mi padre se placía.

Aquí la soledad. Bajo la andanza

del que torna a sus reinos apagados

retiemblan estas viejas baldosas como tumbas.

Vanos y ajenos ruedan los colores

del amargo crepúsculo, y no están

los huéspedes festivos, a los cielos atentos,

ni aquella mano entretenida en flores,

ni el tembloroso azul de la glicina,

ni los que discurrieron a su sombra.

Pero mustias imágenes componen la faz cierta

y nos siguen las cosas que fundaron el alma:

arraigamos, tenaces, en el humo y la sombra.

El sauce y el amigo,

la zozobra lejana del niño oscurecido,

el júbilo sonoro de las celebraciones

y todo lo que viene de la penumbra al verso

con creciente y fatal soberanía,

hoy concede sentido a lo acabado,

como el cetro y la norma de un imperio desierto.

Y éstas son mis ruinas.