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Con Cristo, en la Escuela de la Oración Andrew Murray 31 “Orad Sin Cesar” O Una Vida de Oración Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. En todo dad gracias”. 1ª. Tesalonicenses 5:16, 17,18. Nuestro Señor pronunció la parábola de la viuda y del juez injusto para enseñarnos que los hombres deben siempre orar, y nunca desmayar. Como la viuda perseveró en buscar una cosa determinada y definida, la parábola parece tener referencia a la oración perseverante en pedir alguna bendición determinada, cuando Dios demora, o parece denegar el pedido. Las frases de las Epístolas, que hablan de continuar constantes en la oración, de continuar en el ruego y velar en el mismo, de orar siempre en el Espíritu, parecen referirse más a que todo el conjunto de la vida sea de oración. En la medida en que el alma va llenándose con el anhelo de la manifestación de la gloria de Dios a nosotros y dentro de nosotros, por medio de nosotros, y en derredor nuestro, y en la confianza que El oye las súplicas de Sus hijos, en esa medida la vida íntima del alma va continuamente levantándose y ascendiendo en dependencia y fe, en un anheloso deseo y en una confiada expectación. Al terminar nuestras meditaciones, no será difícil decir lo que se necesita para vivir una vida tal de oración. La primera cosa, indudablemente, es el completo sacrificio de la vida al reino y a la gloria de Dios. Aquel quien procura orar sin cesar porque desea ser muy piadoso y muy bueno, nunca lo alcanzará. Es el olvidarse de sí mismo, y el consagrarnos a vivir para Dios y para Su honor, que ensancha el corazón, que nos enseña a mirar todo en la luz de Dios y de Su voluntad, y que instintivamente reconoce en todo alrededor nuestro la necesidad de la ayuda y la bendición de Dios, una oportunidad para que El sea glorificado. Porque todo eso se pesa y se prueba por esa sola cosa que llena el corazón — la gloria de Dios, — y porque el alma ha aprendido que solo aquello que es de Dios puede realmente ser para El y para Su gloria, el todo de la vida llega a ser un anheloso mirar hacia las alturas, un clamar de lo más íntimo del corazón, para que Dios haga ver Su poder y Su amor, y manifieste así Su gloria. El creyente se despierta a la conciencia que él es uno de los atalayas sobre los muros de Sión, uno de los recordadores del Señor, cuyo llamado en realidad toca y mueve al Rey en el cielo para hacer lo que de otra manera no se haría. Y comprende él cuan real fue la exhortación de San Pablo: “Orando en todo tiempo, con toda oración y ruego en el Espíritu, y velando para ello con toda instancia y suplicación por todos los santos, y por mí” (1). “Perseverad en la oración..., orando juntamente también por nosotros” (2). El olvidarse a sí mismo, el vivir para Dios y para Su reino entre los

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Con Cristo, en la Escuela de la OraciónAndrew Murray

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“Orad Sin Cesar”O Una Vida de Oración

“Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. En todo dad gracias”. 1ª. Tesalonicenses 5:16, 17,18.

Nuestro Señor pronunció la parábola de la viuda y del juez injusto para enseñarnos que los hombres deben siempre orar, y nunca desmayar. Como la viuda perseveró en buscar una cosa determinada y definida, la parábola parece tener referencia a la oración perseverante en pedir alguna bendición determinada, cuando Dios demora, o parece denegar el pedido. Las frases de las Epístolas, que hablan de continuar constantes en la oración, de continuar en el ruego y velar en el mismo, de orar siempre en el Espíritu, parecen referirse más a que todo el conjunto de la vida sea de oración. En la medida en que el alma va llenándose con el anhelo de la manifestación de la gloria de Dios a nosotros y dentro de nosotros, por medio de nosotros, y en derredor nuestro, y en la confianza que El oye las súplicas de Sus hijos, en esa medida la vida íntima del alma va continuamente levantándose y ascendiendo en dependencia y fe, en un anheloso deseo y en una confiada expectación.

Al terminar nuestras meditaciones, no será difícil decir lo que se necesita para vivir una vida tal de oración. La primera cosa, indudablemente, es el completo sacrificio de la vida al reino y a la gloria de Dios.

Aquel quien procura orar sin cesar porque desea ser muy piadoso y muy bueno, nunca lo alcanzará. Es el olvidarse de sí mismo, y el consagrarnos a vivir para Dios y para Su honor, que ensancha el corazón, que nos enseña a mirar todo en la luz de Dios y de Su voluntad, y que instintivamente reconoce en todo alrededor nuestro la necesidad de la ayuda y la bendición de Dios, una oportunidad para que El sea glorificado. Porque todo eso se pesa y se prueba por esa sola cosa que llena el corazón — la gloria de Dios, — y porque el alma ha aprendido que solo aquello que es de Dios puede realmente ser para El y para Su gloria, el todo de la vida llega a ser un anheloso mirar hacia las alturas, un clamar de lo más íntimo del corazón, para que Dios haga ver Su poder y Su amor, y manifieste así Su gloria. El creyente se despierta a la conciencia que él es uno de los atalayas sobre los muros de Sión, uno de los recordadores del Señor, cuyo llamado en realidad toca y mueve al Rey en el cielo para hacer lo que de otra manera no se haría. Y comprende él cuan real fue la exhortación de San Pablo: “Orando en todo tiempo, con toda oración y ruego en el Espíritu, y velando para ello con toda

instancia y suplicación por todos los santos, y por mí” (1). “Perseverad en la oración..., orando juntamente también por nosotros” (2). El olvidarse a sí mismo, el vivir para Dios y para Su reino entre los hombres, — esa es la manera de aprender a orar sin cesar.

Esa vida dedicada a Dios tiene que ser acompañada por la profunda confianza que nuestra oración es eficaz.

Hemos visto como nuestro Bendito Señor no insistió en Sus lecciones sobre la oración, en nada tanto como en la fe en el Padre como un Dios, Quien con toda seguridad hace lo que Le pedimos. “Pedid y recibiréis”. El tener confianza en una contestación, es, para El, el principio y el fin de Su enseñanza (compárese Mateo 7:8, y Juan 16:24). En la proporción en que esa seguridad domina en nosotros, y llega a ser asunto resuelto, para nosotros, que nuestras plegarias prevalecen, y que Dios hace lo que pedimos, no nos atreveremos a ser negligentes en cuanto al uso de este asombroso poder; el alma se vuelve del todo a Dios, y la vida llega a ser oración. Vemos que el Señor necesita y toma tiempo, porque nosotros mismos y todo lo que nos rodea somos criaturas del tiempo, estamos bajo la ley del crecimiento; pero sabiendo que ni una sola. oración de fe puede posiblemente ser perdida, que existe a veces una cierta necesidad de almacenar y acumular la oración, y que la oración perseverante es irresistible, la oración llega a ser el quieto persistente vivir de nuestra vida de deseo y de fe en la presencia de nuestro Dios. ¡ Oh no limitemos ni debilitemos más por nuestros razonamientos, esas libres y seguras promesas del Dios vivo, robándoles su poder y robándonos a nosotros mismos la confianza admirable que, en la intención de Dios, deben ellas inspirarnos ! No en Dios, no en Su secreta voluntad, no en las limitaciones de Sus promesas, sino en nosotros mismos, en nuestro mismo ser está el impedimento ; no somos lo que deberíamos ser para obtener la promesa. Abramos todo nuestro corazón a las palabras de promesa de Dios, en toda su simplicidad y verdad; ellas nos examinarán y nos humillarán; ellas nos levantarán y nos harán gozosos y fuertes. Y para la fe que sabe que obtiene lo que pide, la oración no es trabajo, ni es carga, sino un gozo y un triunfo; llega a ser una necesidad y una segunda naturaleza.

Esta unión de fuerte deseo y firme confianza, no es sino la vida del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu Santo mora en nosotros, se oculta en las profundidades de nuestro ser y conmueve el deseo de lo Invisible y lo

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(1) Efesios 6:18-19. (2) Colosenses, IV, 2-3,

gemidos indecibles”, luego en una clara y consciente seguridad: ahora en peticiones especiales y determinadas para la más profunda revelación de Cristo a nosotros mismos, luego en intercesiones por una alma, por una obra, por la Iglesia o el mundo, es siempre y solo el Espíritu Santo Quien crea en el corazón la sed de Dios, el anhelo de que El sea conocido y glorificado. Donde el hijo de Dios, en realidad vive y anda en el Espíritu, cuando no se satisface con ser carnal, pero busca de ser espiritual, de ser en todo un órgano idóneo para que por su medio el Espíritu Divino revele la vida de Cristo y revele a Cristo mismo, en esa vida de incesante, nunca interrumpida vida intercesora del Bendito Hijo, no puede sino revelarse y repetirse en nuestra experiencia. Por eso mismo que es el Espíritu de Cristo Quien ora en nosotros, nuestra oración tiene que ser escuchada: porque somos nosotros quienes oramos en el Espíritu, hay necesidad de tiempo y de paciencia, y de un renovar continuo de la oración hasta que todo obstáculo sea vencido, y la armonía entre el Espíritu de Dios y nuestro espíritu sea perfecta.

Pero la principal cosa que necesitamos para una vida así de plegaria incesante, es saber que Jesús nos enseña a orar. Hemos comenzado a comprender un poco Su enseñanza. No es la comunicación de nuevos pensamientos o modos de ver, no el descubrimiento de fracasos o de errores, no el avivar de nuestro deseo, de nuestra fe, sea cual fuere la gran importancia de todo eso — sino que es positivamente el levantarnos y asociarnos en la comunión y participación de Su propia vida de oración en la presencia del Padre, — es esto, y por medio de esta experiencia que Jesús realmente nos enseña. Fue la contemplación de Jesús orando, que hizo que los discípulos desearon y pidieron que se les enseñara a orar. Es la fe de Jesús, Quien “siempre intercede”, Cuya únicamente es la potencia para orar, que nos enseña a nosotros a orar verdaderamente. Nosotros sabemos porque es esto así: El, Quien ora, es nuestra Cabeza y nuestra Vida. Todo lo que El tiene es nuestro y nos es dado a nosotros cuando nos entregamos del todo a El. Por Su sangre, El nos conduce en la inmediata presencia (le Dios. El santuario interior es nuestro hogar, moramos ahí. Y aquel que vive tan cerca de Dios, y que sabe que ha sido tan acercado para bendecir a los que están lejos, no puede sino orar. Cristo nos hace partícipes consigo mismo de Su potencia-intercesora y de Su vida-intercesora. Llegamos a comprender entonces que nuestro propósito verdadero no tiene que ser el trabajar mucho, y orar lo suficiente para sostener bien el trabajo, sino que tiene que ser el orar mucho, y luego trabajar lo suficiente para que el poder y la bendición obtenidos en la oración, pueda, por medio de nosotros, penetrar en la vida de los hombres. Es Cristo Quien siempre vive para interceder, Quien salva y reina. El comunica a nosotros Su vida intercesora. El la mantiene en nosotros si confiamos en El. El mismo es

la garantía de que nosotros oraremos sin cesar. ¡Ah, sí! Cristo nos enseña a orar haciéndonos ver como ora El, cumpliendo eso mismo en nosotros, conduciéndonos a cumplirlo en El y a semejanza de El. Cristo es todo. El es toda la vida y todo el poder para una vida incesante de intercesión.

Es esa visión, la visión del Cristo que siempre ora como nuestra vida, que nos habilita a orar sin cesar. Porque Su Sacerdocio es el poder de una vida sin fin, es esa vida-resurrección que no conoce ocaso y que nunca falla, y porque Su vida es nuestra vida, el orar sin cesar puede llegar a ser para nosotros nada menos que el gozo propio de la vida del cielo. Así, pues, dice el Apóstol: “Estad siempre gozosos; orad sin cesar; en todo dad gracias”. Elevada entre el gozo incesante y la alabanza incesante, la oración incesante es la manifestación del poder de la vida eterna, en la cual Jesús siempre ora. La más alta conformidad a Cristo, la más bendita participación en la gloria de Su vida celestial, es que participemos en Su obra de intercesión: El y nosotros vivimos siempre para orar. En la experiencia de nuestra unión con El, el orar sin cesar llega a ser una posibilidad, una realidad, la parte más santa y más bendita de nuestra santa y bendita comunión con Dios. Tenemos nuestra morada dentro del cielo en la presencia del Padre. Lo que el Padre dice, eso hacemos: lo que el Hijo dice, el Padre “hace”. El orar sin cesar, es la manifestación terrenal del cielo que ha descendido a nosotros, las primicias, el saborear anticipado, de esa vida en la cual no se descansa de día ni de noche en la canción de alabanza y adoración.

¡Jesús, ¡enséñame a orar!

¡Oh mi Padre! Con todo mi corazón Te alabo por esta asombrosa vida de incesante oración, de incesante comunión, de incesantes contestaciones y de incesante experiencia de mi unión con Aquel Quien siempre vive para interceder. ¡Oh mi Dios! Consérvame siempre permaneciendo y andando en la presencia de Tu gloria, de tal manera, que la oración sea la expresión espontánea de mi vida contigo.

¡Bendito Salvador! Con todo mi corazón Te alabo que viniste del cielo para participar conmigo en mis necesidades y clamores, para que yo pudiera participar contigo en Tu toda-prevaleciente intercesión. Y Te doy gracias que Tú me has recibido en Tu escuela de oración, para enseñarme la bienaventuranza y el poder de una vida que es toda oración. Y más que todo Te- agradezco que Tú me has elevado y recibido en una participación de Tu vida de intercesión para que, por medio de mí, también Tus bendiciones puedan ser dispensadas a los que me rodean.

¡Espíritu Santo! Con profunda reverencia Te doy gracias por Tu obra en mí. Es por medio de Ti que soy elevado a una participación en la comunión entre el Hijo y el Padre, y entro así en la comunión de la vida y del amor de la Santa Trinidad! Espíritu de Dios! Perfecciona Tu obra en mí, condúceme a una perfecta unión con Cristo, mi Intercesor. Haz que Tu incesante permanecer en mí, haga que mi vida sea una vida de incesante intercesión. Y así haz que mi vida llegue a ser incesantemente para la gloria del Padre y la bendición de los que me rodean. Amén.